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La llama irresistible

DJWP

Descargo: Ni renuncia, ni excusas.


Tipo de fanfic: Historia clásica de Xena y Gabrielle, alternativa... hasta el final, chatos. No
es un uber, así que ya podéis quitaros esa idea de la cabeza. Tampoco trata de la
Conquistadora ni de los clones. Al final, cuando todo se aclare, será una historia de Xena y
Gabrielle. ¡Larga vida a los fanfics de Xena y Gabrielle!
d_jwp@hotmail.com
Título original: The Irresistible Flame. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2004

—Siempre me ha gustado el sabor de la sangre —dijo, sonriendo


afectuosamente al bebé que se agitaba en sus brazos. Sus ojos soltaron un
destello cuando el bebé le dirigió un gorgoteo de felicidad: qué inocencia, qué
confianza.

La noche era despejada y fría. Las pocas nubes que había, oscuras y bajas,
negras contra un cielo que ya estaba negro, no bastaban para ocultar el espectro
del acontecimiento único que hacía esta noche especial como ninguna otra.

En esta sucesión de vidas desalmadas, estaba maldita con el recuerdo de


todas ellas. Y así vivía ahora, bien consciente del momento exacto dentro de
todas sus vidas en el que había tenido al alcance de la mano la posibilidad de
obtener un poder absoluto, que al final se le había escurrido entre los dedos. Si
hubiera conseguido ese poder tantos siglos antes, lo habría conservado para toda
la eternidad. Habría podido sacar fuerzas de él incluso en esta época y sería rica y
poderosa, en lugar de la nulidad pobre e impotente que era y que había sido a lo
largo de innumerables encarnaciones a partir de aquella fatídica vida.

Agachando la cabeza, ungió al bebé con un beso y luego alzó al pequeño


recién nacido por encima de su cabeza, hacia el astro rojo que se iba
oscureciendo y que bajaba por el cielo, un portal que se abría a los cielos, a las
entrañas de la tierra, a tiempos futuros y pasados. Lo único que había que hacer
era atravesarlo en el momento preciso y las posibilidades eran infinitas.

—Hades, escúchame ahora —invocó, sin hacer caso del ruido de un coche
que pasaba por la carretera solitaria al borde mismo del cementerio,
concentrándose en cambio en la luna llena, que estaba siendo eclipsada
rápidamente por la creciente y ominosa sombra de la madre tierra. Estaba
invocando a los antiguos poderes, a los dioses de eras pasadas, a los amos que
todos los mortales de esta época creían muertos, pero que sólo ella sabía que
estaban vivos y sólo dormían. Estaban esperando a esa alma que conocía los
hechizos olvidados desde hacía tanto tiempo, esperando a que murmurara las
palabras que le darían el poder para llevar a cabo una venganza en nombre de
todos ellos.

Un rugido contestó a su ofrenda. No un dios, sino un avión que atronaba


en lo alto. Pero no podía desanimarse: su mente estaba concentrada en la tarea
que tenía entre manos. Pensó en la deliciosa ofrenda que era el bebé, que se
agitaba, bañándose feliz en el suave aliento del fresco aire nocturno. ¿Cómo
podían rechazarlo?

—¡Gea, te lo ruego! —gritó a la luna agonizante—. ¡Os invoco a ti y a


Diana, madre de las criaturas, diosa de la luna negra, bosque oscuro, Dea
Abnoba! —Levantó más al bebé al tiempo que un viento repentino se enredaba
en su pelo de medianoche, agitándolo alrededor de una cara pálida y exangüe—.
Hebe, Hera, Hécate... Virgen, Madre, Anciana... dadme el poder que necesito
para cruzar, para regresar a ese punto en el tiempo que traicionó vuestro destino y
el mío; dejadme beber de la vena del hado cruel. ¡Invoco el poder de todos los
antiguos dioses, pues sé que vuestro poder sigue latiendo en nuestros corazones,
incluso en esta época maldita!
A lo lejos, el ruido de unos disparos televisivos reverberó por el
cementerio rompiendo el silencio, interrumpido y al final sustituido por los
ruidos de una acalorada discusión.

Cerró los ojos y murmuró palabras sagradas en la lengua de un idioma


muerto desde hacía mucho tiempo. Entonces hubo un rápido movimiento de una
hoja plateada y el bebé inquieto chilló una sola vez, sin que apenas se oyera,
fundido con las voces airadas, y se quedó inmóvil. De repente, la discusión cesó,
el rugido incesante de aviones en lo alto se detuvo, hasta el aliento frío de la
noche se interrumpió horrorizado. Un líquido cálido manaba de la raja cada vez
más ancha de aquel cuellecito y caía en una línea recta y escarlata dentro de su
boca, resbalando por unos dientes ya manchados de sangre, por una lengua
gruesa, hasta bajar por una garganta risueña.

—Esta noche —gorgoteó—, esta noche, ¡nos vengaré a todos! —Sin


vacilar, hundió el cuchillo manchado de rojo y húmedo de la sangre del bebé,
hasta la empuñadura, en su propio pecho.

Cuando la tierra se colocó en el camino de la luna, tapando su luz


purificadora y tiñendo su rostro pálido del color marrón de la tumba, por un
instante se abrió una puerta.

Y en ese instante su corazón malvado, rebosante de la sangre de un bebé


asesinado, se detuvo y entonces su alma logró pasar.

Su mundo tardó un momento en dejar de dar vueltas y entonces pudo


respirar y observar su entorno.

Se puso una mano en el pecho, esperándose encontrar un cuchillo hundido


en su corazón, y se sorprendió al descubrir pelo donde antes no lo había. Aunque
le costaba ver en la oscuridad, se dio cuenta de que tenía todo el cuerpo cubierto
de pelo. Era enervante, aunque bastante atractivo, ese pelo suave y sedoso que le
cubría la piel. Pero no tenía tiempo de averiguar en qué se había convertido,
estaba aquí por un solo motivo específico y sólo tenía estos breves momentos en
siglos de tiempo, una estrecha ventana en la eternidad, delgada como el filo de un
cuchillo, en la cual poder llevar a cabo su misión.

Tenía que actuar ya.

Sus grandes ojos amarillos recorrieron unas formas apenas visibles en la


oscuridad.

Una habitación: había llegado a una habitación. Una estancia silenciosa,


con mobiliario sencillo: una mesa, una silla, una cesta... vacía o llena era algo
que no sabía, pues carecía de la altura suficiente para ver lo que había dentro. De
hecho, era más pequeña que la mayoría de los muebles y muchos de los demás
objetos diversos, incluida una urna de arcilla para agua que esperaba
pacientemente en un rincón. Al dar un paso para avanzar, se sorprendió al oír el
ruido de sus pies con garras rozando el suelo de madera.

De modo que era una especie de animal pequeño. Los dioses debían de
haberle dado la forma y el tamaño justos que necesitaba para lograr su objetivo,
ni más ni menos. Sus ojos de lechuza atravesaron la oscuridad hasta que vieron la
cuna del bebé contra la pared del fondo. Sus grandes orejas captaron los suaves
ronquidos del hombre y la mujer que dormían apaciblemente en un colchón de
paja a poca distancia. Su nariz aspiró el fuerte olor a heno y tierra, y a pobreza.

—Campesinos —dijo burlona—, no son más que sucios campesinos.


Siempre supe que no era de sangre amazona.

De un salto, sus fuertes patas la catapultaron desde el suelo y aterrizó


limpiamente en el borde de una sencilla cuna de madera. Qué sensación tan
maravillosa era tener los sentidos y la agilidad de este ser. Soltó una risita y oyó
su propio sonido como el bufido siseante de un animal. Sus ojos redondos y
amarillos vieron lo que había ante ella. Dentro de la cuna, dormía un bebé. Su
dulce carita no era muy distinta a la del bebé cuyo cuello acababa de cortar: sin
duda, su sangre era igual de cálida y deliciosa.

Una lengua larga y negra lamió unos labios finos al tiempo que reía
suavemente. Lo iba a hacer. La cosa iba a salir bien. La escena era la viva imagen
de la seguridad y la armonía en la vida de una familia campesina: tan dulce que
daban ganas de vomitar. Lástima que se hubiera colado un demonio por una
grieta de la pared, rió por lo bajo. Habría preferido reírse en voz alta, pero sabía
que al hacerlo, despertaría a los padres.

Un temor repentino a ser descubierta antes de finalizar su tarea le hizo


agitar las garras. Con cuidado, despacio, alargó primero una zarpa y luego la otra
y su escaso peso apenas agitó la tela que envolvía el cuerpecito, un manto
colorido de falsa seguridad.

Colocando con cuidado una zarpa y luego la siguiente, se arrastró por


encima del bebé, hasta llegar a su cara encantadoramente inocente. Sus sentidos
aumentados lo captaban todo: el rápido latido de su corazoncito contra un pecho
vulnerable, el olor limpio de su piel dulce y sabrosa... ¿o lo que detectaba era el
fuerte olor cobrizo de la sangre que tanto le gustaba? Olisqueó rápidamente al
tiempo que sus grandes ojos escudriñaban atentamente a su presa.

Pestañas doradas, una nariz pequeña y perfecta, labios curvados


ligeramente hacia arriba, incluso esa sonrisa satisfecha que tanto había
despreciado: estaba todo allí. La belleza que había cautivado el corazón de la
guerrera, apartándola de su auténtico destino para siempre, todo ello estaba aquí,
en sus inicios, como una bella flor que esperaba para abrirse.

Mientras contemplaba al bebé dormido, reflexionó sobre la naturaleza del


enigma que la había atormentado durante siglos. Y, a pesar de lo lista que era, de
lo lista que había sido en vidas pasadas, le había hecho falta todo este tiempo,
siglos en realidad, para dar por fin con el verdadero motivo de que todos sus
planes para conseguir el poder infinito hubieran fracasado.

—Gabrielle —le susurró al pequeño bebé, observando fascinada cuando


se agitó con un ceño levemente preocupado—, ¡ahora, tu alma es mía!

Avanzó y pegó la cara a la de la niña, con los labios a la distancia de un


ala de mariposa. Y cuando el bebé exhaló, ella inhaló, cada vez más y más,
aspirando hasta que sintió que su propio pecho se llenaba hasta el punto de
dolerle. Sin embargo, siguió inhalando profundamente, aspirando el dulce aliento
que se escapaba hasta que por fin, cuando toda la esencia quedó absorbida y
atrapada en lo más hondo de la suya, el corazoncito del bebé dejó de latir por
completo.

En el camastro de paja, la madre se movió.

Tras lamer los últimos restos de la esencia del bebé, se volvió rápidamente
para mirar, con los ojos brillantes llenos de alarma.

La madre se estaba moviendo, despertándose, notando una presencia, algo


que no debía estar allí: una quietud en la habitación que no debería existir.
Sentándose sobre los cuartos traseros, se quedó mirando cuando la madre empezó
a incorporarse.

Esperó únicamente el breve instante que necesitó para sonreír con ufana
satisfacción y darse una palmadita posesiva en el vientre, ahora redondo y
protuberante. Y entonces, con apenas un movimiento que revelaba su paso,
desapareció.

—Herodoto, la niña. —Hécuba sacudió alarmada a su marido dormido.

—¿Qué? —replicó él, volviéndose confuso.

Ella salió de la cama a toda prisa.

—¡La niña, Herodoto, algo va mal!

Antes de que Herodoto pudiera incorporarse y enfocar la vista a través de


la estancia oscura sobre la cuna del bebé, Hécuba ya estaba gritando, aferrada a
su hija, su primogénita Gabrielle, que yacía muerta en sus brazos.

¡Oh, cómo se moría de aburrimiento! Ya había llegado el olor dulce y


cálido y la sensación del verano. Los árboles estaban verdes, la hierba espesa y
lista para correr a través de ella con los pies descalzos. Los días eran largos y se
iban alargando más y ella estaba metida en esta aula escuchando el rollo
interminable de la profesora. ¿Cómo podían esperar que se concentrara en nada
cuando era verano y faltaban pocas semanas para la graduación? Jugueteó un
poco con las monedas que llevaba en el bolsillo: lo que le quedaba de la paga le
quemaba el bolsillo, era dinero que clamaba por ser gastado en cerveza.

Aajj, gimió mentalmente, cerrando los ojos al tiempo que apoyaba la


barbilla en la mano. Aajj, aajj, aajj, ¿es que este día no va a acabar nunca?

—Gabrielle. —La profesora había dejado de explicar las tonterías que


había estado garabateando en la pizarra y la estaba llamando—. ¡Gabrielle!

—¿Qué? —contestó sobresaltada.

—¿No te estamos dejando dormir?

—No, evidentemente —replicó, volviendo a ponerse la barbilla en la


mano y cerrando los ojos de nuevo.

No, la profesora no le iba a dejar pasar eso, aunque faltaran dos semanas
para la graduación. Captó el enfado en el ruido de los pasos cuando la profesora
dejó la parte delantera de la clase y se acercó a su pupitre.

Pero siguió con los ojos cerrados, a pesar de la presencia amenazadora que
se cernía ahora sobre ella.

—Puede que te vayas a graduar dentro de dos semanas, Gabrielle, pero


eso no significa que puedas ser grosera. Todavía tienes que asistir a clase, prestar
atención y ser respetuosa con tus profesores.

Gabrielle abrió los ojos, decidiendo seguir una táctica diferente.

—Lo siento, señorita Considine, pero es que hace tan buen tiempo y la
graduación está tan cerca, que me cuesta mucho concentrarme. Y ya sabe que las
matemáticas no se me dan muy bien, en el mejor de los casos. Lo intento, pero en
realidad lo único que quiero es salir corriendo ahí fuera, libre y salvaje, y
empezar a disfrutar del verano hasta que tenga que enfrentarme a las duras y
crueles realidades de la universidad y...

—¡Basta! ¡Basta! Es que empiezas y no paras. ¿Te has planteado dedicarte


a la política, querida? En serio.
Algunos de los amigos de Gabrielle diseminados por el aula se echaron a
reír. Gabrielle les sonrió, con aire conspirador. Pero el comentario fortuito afectó
a la joven.

—No, nada de política, por favor, cualquier cosa menos eso. Déjele el
poder a mi madre, que a ella le encanta. Yo preferiría incluso quedarme aquí y
hacer sus malditos galimatías de coeficientes trigonométricos antes que entrar en
política.

—Tú sigue así, jovencita, y me encargaré de que así sea... después de las
clases.

Gabrielle apartó la mirada de la profesora, con su alegre talante de verano


echado a perder. Pero eso parecía ocurrir siempre que pensaba en su rica y
poderosa madre.

Sin hacer caso de la mirada gélida de Gabrielle, la profesora volvió a la


pizarra para continuar con la clase.

La atención de Gabrielle volvió a desviarse hacia la ventana, pero el


verano ya no le resultaba tan atractivo como pocos momentos antes. Dentro de
dos semanas, ya no habría más clases hasta el otoño. Su propia y dura realidad
era que iba a tener que buscar formas nuevas y creativas para evitar pasar mucho
tiempo en casa.

Día a día, suspiró por dentro, apoyando una vez más la barbilla en la
mano. Antes de empezar a preocuparme por lo de mañana, a ver si se me ocurre
cómo voy a evitar volver a casa hoy para recibir una paliza.

Mientras la profesora seguía hablando monótonamente a la clase con


palabras que casi no oía, aplicando la tiza al encerado verde para dibujar filas de
líneas que apenas entendía, Gabrielle planeó maneras de llegar a casa y meterse
en su habitación sin cruzarse con su madre.

—¿Dónde vas? —Peter corrió para alcanzar a Gabrielle y la saludó con


una sonrisa.
Ella le sonrió a su vez y aflojó el paso para dejar que su amigo se pusiera a
su lado.

—A tomar un trozo de pizza y una coca en Gino's. ¿Quieres venir?

—Sí, ¿pagas tú?

—Pues claro, ¿no pago siempre? Ves, viene bien tener a una chica rica
como amiga.

Peter se metió las manos en los bolsillos y dejó que sus piernas largas y
desgarbadas lo transportaran con poco esfuerzo.

—No soy amigo tuyo por eso, lo sabes, ¿verdad?

—Claro que lo sé. —Gabrielle le dio unas palmaditas a su amigo en la


espalda—. Pero te invito de todas formas. —Sonrió al ver la gran sonrisa del
chico—. Lo que de verdad me vendría bien es una cerveza.

Peter se encogió de hombros.

—Pues cómpratela.

—No me la venden, ya lo he intentado.

—Cómprala en el 7-Eleven.

—Ahí ya me han pillado también.

—¿No tienes un carnet falso?

—No, ¿y tú?

Peter volvió a agachar la cabeza y su largo pelo pardusco se le resbaló por


el hombro y apuntó hacia el suelo.

—No.
—No pensaba que lo tuvieras, genio. Tres años más hasta que cumplamos
los veintiuno. Qué ganas tengo. Entonces podré emborracharme cuando me dé la
gana.

—¿Te apetece emborracharte?

Gabrielle suspiró, colocándose un mechón de pelo rubio detrás de la oreja.

—Odio los viernes.

Peter levantó la cabeza y miró asombrado a su amiga.

—¿Odias los viernes? ¿Estás loca? ¡Es el fin de semana! No hay clase,
¿recuerdas?

—Ya, pero eso quiere decir que tengo que estar en casa el día entero,
durante dos días.

Peter apartó la mirada, pues sabía muy bien la suerte que solía aguardar a
su mejor amiga la mayoría de los fines de semana.

—Sí, supongo que tienes motivos para odiar los fines de semana. Tu
madre está en casa, ¿no?

—Sí. —Gabrielle pegó una patada a una piedra que se encontraba justo en
medio de su siguiente paso—. Sí, está en casa.

Peter se paró en seco y detuvo a Gabrielle agarrándola del codo.

—Oye, tengo una idea. Vamos a pillarnos un colocón.

Ella lo miró como si le hubieran salido dos cabezas.

—¿Un colocón? ¿Te refieres a un colocón de drogas?

—Sí, a eso me refiero justamente —afirmó él, al tiempo que por su cara se
iba extendiendo una amplia sonrisa.

Gabrielle hizo un gesto negativo con la cabeza.


—Mira, Peter, ya sé que te gustan los porros, pero yo los detesto. Me
pongo toda rara y paranoica y con mal rollo y acabo tosiendo hasta que me quedo
sin garganta y luego me como una caja entera de Captain Crunch. Lo que me
faltaba es tener que enfrentarme a un fin de semana con mi madre en casa en
pleno ciego y paranoia de porros, vomitando cereales a medio digerir... después
de recibir un puñetazo en el estómago.

Peter miró al suelo, moviendo un poco los pies.

—No estoy hablando de maría.

—¿No?

—Qué va, ya no le doy a la hierba —replicó Peter, agitando el pelo largo


de lado a lado al negar con la cabeza—. He descubierto algo mejor... muchísimo
mejor.

—¿Qué has descubierto mejor que la maría? A ti te encanta. ¿Pastillas?


¿Anfetas?

—No —contestó Peter, sonriendo malicioso.

—No será cocaína, eso es tan de los ochenta.

—Jo, no, esa mierda me da dolor de cabeza sinusítico.

—¿Entonces qué? —preguntó Gabrielle, ahora curiosa.

Peter enarcó las cejas castañas, con su mejor expresión de desafío.

—Ven conmigo y lo verás.

—No seas gilipollas, Peter.

—¿Tienes miedo?

Gabrielle resopló.
—¿Quién? ¿Yo? Oye, te olvidas de con quién tengo que vivir. No, a mí no
me da miedo ninguna droga que puedas estar tomando.

—Pues ven. A la mierda la pizza y la coca. Te voy a dar algo que te hará
olvidar a tu madre, tu casa, este sitio... todo lo que quieras olvidar. Es como flotar
en una piscina caliente... es genial, Gabrielle. No puedo describirlo. En serio.

—¿En serio? —Gabrielle se acercó más, mirando profundamente a los


ojos marrones de su buen amigo—. Estás hablando de caballo. Has estado
esnifando caballo.

Peter sonrió de nuevo.

—Esnifando no. Venga. Vamos al Agujero. No hay nadie en casa, como


siempre.

Peter echó a andar rápidamente junto al césped, volviendo en la dirección


por la que acababan de venir.

—¡Espera un momento! —gritó Gabrielle, echando casi a correr para


alcanzarlo—. No me digas que te has estado chutando —dijo, bajando la voz—.
Enséñame los brazos. —Intentó parar a Peter, agarrando sus largos brazos para
buscar pequeñas costras o alguna marca, alguna señal reveladora de que su amigo
había dado un osado paso en una dirección a la que ella sabía que debía oponerse.

Él se soltó, riendo.

—¡Venga ya! ¿Qué buscas? ¿Marcas de aguja? —Volviéndose, le enseñó


los brazos delgados y limpios, libres de cualquier tipo de marca—. ¿Qué te crees,
que ahora soy yonqui? Uno o dos chutecitos no te van a convertir en yonqui.

—No es eso lo que dijeron en clase, ¿recuerdas?

—¿Cómo, ahora de repente escuchas lo que nos cuentan aquí? Vamos,


Gabs, es un pedo. Como beber o fumar o esnifar. Lo hago para divertirme, de vez
en cuando, para sentirme mejor. Es mejor que estar hecho una mierda todo el
tiempo. Cuando lo hago, me siento bien. Has dicho que por una vez te gustaría
sentirte bien, ¿no? ¿Prepararte bien para enfrentarte al fin de semana? Pues esta
mierda hace que te olvides de todo. Estarás tan relajada que te importará un puto
bledo quién esté en casa, o si tienes casa siquiera.

—¿Sí? —preguntó ella, dudando. Sabía que tendría que echarle la bronca.
Alejarse. Ir a comer pizza. Beberse una coca o incluso una cerveza, pero sentía
curiosidad. Había hecho algo sin ella. Había dado un paso adelante y la había
dejado atrás. Un paso hacia algo que le resultaba oscuro y misterioso... algo
peligroso. Y decía que así se sentía bien.

¿Cómo podía ser más valiente que ella? Era un gallina esmirriado. ¿Cómo
podía sentirse bien sin ella?

—Vamos —dijo muy resuelta, agarrándolo del brazo para arrastrarlo.

Peter vivía, dormía y comía, estudiaba, escuchaba música con un pequeño


magnetofón personal con cascos, pero sobre todo se escondía de su padre
alcohólico en un viejo catre del ejército colocado en el rincón de un pequeño
sótano oscuro. Su casa, por diminuta y ruinosa que fuera, tenía muchas
habitaciones, y él hasta tenía un dormitorio, pero si dormía allí, se arriesgaba a
enfrentarse a los repentinos estallidos de gritos y cosas peores de su padre
siempre que volvía a casa borracho, lo cual ocurría casi todas las noches.

Fue Gabrielle la que descubrió el rincón oculto, en su mayor parte, a la


vista de cualquiera. Juntos, trasladaron hasta allí un viejo y oxidado camastro del
basurero justo cuando empezaron el primer año de instituto. Fue como si al
terminar primaria, los dos se hubieran vuelto de repente más sabios, más listos.
Juntos se dieron cuenta de que, en lugar de aguantar los malos tratos, Peter podía
evitarlos por completo por el sencillo método de vivir en el sótano. Ahora, cuatro
años después y a punto de graduarse, seguía durmiendo allí. No sabía si su padre
era consciente o si se enteraba siquiera de que Peter faltaba de su propia
habitación por las noches, o si el viejo borracho era incapaz de bajar el largo
tramo de escaleras desiguales que conducían hasta él: lo único que sabía era que
aquí abajo, en la penumbra oscura y fría del viejo y mohoso sótano, podía dormir
sin tener miedo.
Y aunque Gabrielle y él eran de orígenes totalmente opuestos —Gabrielle
muy, muy rica; Peter muy, muy pobre— en esto estaban conectados por un hilo
común. Gracias a esto se habían hecho amigos íntimos desde que tenían seis años
y se habían refugiado en esa amistad. A menudo bajaban aquí juntos, él para
evitar a su padre, ella para evitar volver a casa, aunque esa casa fuera una
mansión palaciega del mejor barrio de la ciudad. Aquí habían jugado, hablado,
escuchado música y planeado su huida en un futuro que esperaban que no fuera
muy lejano.

¿Qué pasaría, se preguntó, ahora que iban a terminar el instituto? Sin


duda, a Gabrielle la enviarían a una costosa universidad privada. ¿Acabaría él
trabajando en la misma fábrica que su padre? ¿Viviría aquí abajo, en este
pequeño agujero del sótano, en este catre oxidado, para siempre? ¿Acabaría
borracho y pegando a sus propios hijos, igual que papá?

Sus pies corrieron escaleras abajo, sin necesitar siquiera la luz para ver por
dónde iba, de lo bien que las conocía. Al llegar abajo, estiró un largo brazo y tiró
de una cuerda para encender la única luz de la estancia, una pequeña bombilla
desnuda enroscada en un casquillo herrumbroso del techo agrietado. Apenas
vencía a la oscuridad, pero dejaba ver el contorno gris del catre en el rincón del
fondo.

Gabrielle bajó corriendo las escaleras, con la misma facilidad, y miró a su


alrededor con curiosidad. ¿Qué aspecto tendría, se preguntaba, ahora que él
estaba metiendo heroína en el "Agujero", que era como llamaban a su refugio?
Guiñó los ojos para ver a través de la oscuridad, pero no descubrió nada que
revelara la parafernalia de drogas ilegales tirada por allí.

Peter la pilló mirando y se echó a reír.

—¿Qué te esperabas ver, una camilla de hospital con un gotero?

Gabrielle le dio un manotazo amistoso en el hombro y se dejó caer en el


catre, sin hacer caso del chirrido de los muelles y la nube de suciedad y polvo
que salió de la vieja manta de lana.
—No —replicó y luego se encogió de hombros—. No sabía qué esperar.
Ni siquiera sé qué se necesita para hacer una cosa así.

—No se necesita gran cosa. —Peter fue a un rincón oscuro. Gabrielle lo


oyó mover cosas y se echó hacia delante con curiosidad, pero no vio nada. Al
cabo de un momento, Peter regresó con un paquetito en la mano.

Acercó una silla metálica y se sentó en el catre, al lado de Gabrielle, y los


viejos muelles se hundieron más con el peso añadido. Colocando la silla delante
de los dos, sonrió a su amiga, observando su cara mientras desenrollaba su alijo.

Dentro, apareció el tesoro de Peter: una cuchara vieja, con el mango un


poco doblado, unas cuantas bolas de algodón, varios librillos de cerillas llenos,
una jeringuilla con la aguja intacta y una bolsita en la que había una pequeña
cantidad de una sustancia marrón granulosa.

Gabrielle abrió mucho los ojos y asintió con aprobación a Peter. El


equipamiento, aunque sencillo, sí que parecía peligroso.

—¿Es esto? —dijo, cogiendo la bolsita y levantándola hacia la bombilla


opaca y manchada para verla mejor—. No hay mucho.

Peter le arrebató la bolsa.

—No se necesita mucho.

—Dicen que cuanto más te metes, más necesitas para conseguir el mismo
pedo.

—Eso son chorradas —replicó Peter—. Yo llevo ya un tiempo


metiéndome sólo un poquito y la sensación sigue siendo igual de buena.

Gabrielle lo miró sorprendida.

—¿Un tiempo? ¿Qué quieres decir con un tiempo? ¿Cuánto tiempo llevas
haciendo esto sin mí?
Peter se echó a reír y se puso a organizar el contenido del alijo. Desenrolló
los objetos de la tela del paquete, un mero trozo de manta vieja de lana cortado
en forma de cuadrado, y cayeron con estrépito en el asiento de la silla metálica.
Luego dobló con cuidado la faltriquera casera, metió pulcramente dentro el
cordel que usaba para atarla y dejó a salvo la bolsa improvisada en la esquina de
la cama. A continuación, cogió un librillo de cerillas completo y dejó los otros
encima de la bolsa, luego examinó la cuchara para comprobar que estaba limpia.

Gabrielle observaba fascinada mientras su amigo seguía los pasos de un


ritual a todas luces bien ensayado.

¿Pero cuánto tiempo lleva haciendo esto?, se preguntó asombrada.

Sonriendo sólo cuando estuvo convencido de que cada objeto ocupaba el


sitio exacto en el que debía estar, Peter se dio una palmada en las rodillas y se
levantó.

—Ahora mismo vuelvo. No te vayas.

Rodeó la silla y se detuvo.

—Y no toques nada —advirtió, antes de desaparecer en la oscuridad.


Gabrielle lo oyó subir las escaleras crujientes hasta la casa.

Se quedó mirando los sencillos objetos que había en la silla: una cuchara
doblada, un librillo de cerillas, algodón, esa bolsita hermética de plástico. No
eran más que unos pocos objetos sencillos, pero tan peligrosos, tan misteriosos.
Y esa jeringuilla: ¿cómo será la sensación?, se preguntó. ¿De dónde había
sacado la aguja? ¿De verdad debía hacer esto? Su madre estallaría si llegaba a
enterarse.

Sólo tuvo que pensar en eso y ardió en deseos de meterse esa aguja en el
brazo. Su visión se centró por completo en la bolsita de polvo marrón que
descansaba con tanta inocencia en el sitio que le correspondía de la silla metálica.
Luego miró la aguja. ¿Le dolería, se preguntó, meterse una aguja en la vena? ¿Se
atrevería de verdad a hacerlo? ¿Cómo podía hacerlo Peter?
El ruido de las ligeras pisadas de Peter al bajar por las escaleras sobresaltó
a Gabrielle, por lo concentrada que había estado mirando la droga de la bolsa.
Levantó la mirada y vio que Peter pasaba bajo la luz de la única bombilla,
haciendo que su propia sombra bailara excitada por las paredes de la oscura
estancia. Se dejó caer en el colchón, sujetando un vaso de agua en la mano, que
colocó con cuidado en el suelo, cerca de la silla plegable de metal.

—Todo listo —anunció y sus ojos atraparon los de su amiga. Estaba tan
excitado que hasta notaba que se estaba empalmando. Llevaba mucho tiempo
deseando compartir esta experiencia con Gabrielle, pero se lo había ocultado en
secreto a su amiga, por temor a su desaprobación. A menudo, durante las tardes
que pasaban juntos, charlando de esto y lo otro, pensaba en ofrecérselo, pero
siempre se imaginaba su ceño desaprobador al decir que no, se la imaginaba
saliendo bruscamente del sótano y de su vida para siempre.

No podía enfrentarse a eso. A eso no. A la idea de que lo dejara no. A fin
de cuentas, estaba enamorado de ella. Quería compartirlo todo con ella. Conocía
prácticamente todo lo que había que conocer sobre él, y ahora iba a conocer
incluso esto.

—¿Estás preparada? —preguntó, mirándola a esos ojos increíblemente


verdes y brillantes. Irguió el tronco un poco para soltarse el cinturón de cuero y
con un largo tirón, se sacó el cinturón de las presillas de los vaqueros y se lo
quitó de la cintura—. Súbete la manga.

Gabrielle se quedó mirándolo mientras soltaba la hebilla y tiraba.

—¿Quieres que lo haga yo primero? —preguntó, fascinada por la tira de


cuero colgante.

—Tienes que hacerlo. Si lo hago yo primero, no podré hacértelo.

—¿Hacérmelo?

—No me refiero a eso, tonta. —Peter se rió de Gabrielle al ver cómo


miraba el cinturón.
Al ver que no hacía ademán de seguir las instrucciones, alargó las manos y
le subió la manga por ella. Gabrielle observó con fascinada atención mientras él
le enrollaba el cinturón alrededor del brazo, pasando el extremo por la hebilla y
tirando hasta que quedó casi apretado.

—Sujeta esto —dijo, dándole el extremo a Gabrielle—. Tira con fuerza


cuando yo te diga.

Gabrielle empezó a tirar.

—Todavía no —le dijo, deteniéndola—. Cuando yo te diga. Ahora


observa atentamente.

Ella dejó de tirar del cinturón, aliviada al sentir que la sangre volvía a
correrle por el antebrazo. Flexionando la mano, volvió a prestar atención a lo que
hacía Peter encima de la silla metálica.

Había cogido el vaso de agua con una mano y se lo había puesto entre las
rodillas, luego cogió la jeringuilla, metió la punta de la aguja en el líquido y usó
la otra mano para tirar del émbolo, metiendo el agua limpia en el depósito. Una
vez lleno, sacó la aguja del agua, apuntó hacia arriba y empujó el émbolo,
vaciando parte del contenido en el aire hasta que la jeringuilla quedó medio llena
de agua.

Dejó la jeringuilla en la silla y volvió a colocar el vaso en el suelo, bien


apartado.

A continuación, cogió la cuchara por el mango doblado y depositó en ella


una pequeña cantidad del preciado contenido de la bolsa. Daba golpecitos en la
parte superior de la bolsa de plástico, midiendo con cuidado la cantidad exacta
que tenía en mente.

—No demasiado para tu primera vez —le dijo a Gabrielle, sonriendo al


ver su intenso interés en lo que estaba haciendo. Sonrió a su amiga y le dio un
último golpecito a la bolsa—. Para tener buena suerte —explicó. Hábilmente, con
la misma mano, cerró el cierre hermético y dejó la bolsa de nuevo en su sitio
sobre el asiento de la silla.
Sin dejar de sujetar la cuchara, levantó la jeringuilla y echó el agua en el
polvo. Los gránulos marrones se disolvieron rápidamente, ante los ojos de
Gabrielle. Observó fascinada mientras Peter dejaba la jeringuilla, pero todavía al
alcance rápido de la mano, y luego, con la misma mano, cogía el librillo de
cerillas. Con una habilidad que la sorprendió, Peter pasó una cerilla por la banda
áspera de la parte trasera del librillo, luego levantó la cerilla encendida y prendió
fuego a todo el librillo.

El brillante resplandor dejó ver plenamente las grietas y manchas de las


paredes que los rodeaban. Se quedó mirando con los ojos de par en par mientras
la nube de humo azulado se disipaba, junto con el penetrante olor a azufre, y sus
pupilas reflejaron las llamas danzarinas en la profundidad del espejo de sus ojos.

Peter puso el fuego bajo la cuchara y juntos observaron mientras el


contenido de droga y agua empezaba a hervir rápidamente.

—No demasiado tiempo, unos diez o quince segundos —aconsejó Peter


con aire experto—. Si te pasas, se evapora todo.

Cuando el líquido de la cuchara se puso a borbotear y estuvo


suficientemente caliente, Peter sacudió rápidamente la mano y sopló sobre el
librillo hasta que se apagaron las llamas, con cuidado de no derramar ni una sola
gota del preciado líquido que ya estaba cocido dentro de la cuchara. Con los
mismos dedos hábiles, arrancó rápidamente un pedacito de algodón y le dio
vueltas entre los dedos hasta formar una bolita y luego depositó la bola de
algodón en medio de la cuchara. El algodón blanco se hinchó y se puso marrón,
absorbiendo el líquido.

Peter alcanzó la jeringuilla y empujó el émbolo, vaciándolo rápidamente


del agua que pudiera quedar. Colocó la punta de la aguja en medio del algodón y
con cuidado, con la pericia de un profesional de la medicina, metió el contenido
de la cuchara en el depósito de la jeringuilla.

Cuando la cuchara se vació de líquido, dejó de tirar.

—El algodón hace de filtro —le explicó a su nueva alumna—, pero no


tires demasiado, porque no conviene llevarse las fibras de algodón. Te entra la
fiebre del algodón... escalofríos, temblores y cagalina. Además, si dejas un poco
en las bolas de algodón, merece la pena conservarlas. Te dan un chute muy
decente si tienes unas cuantas.

Sujetando la jeringuilla con la aguja hacia arriba, volvió a dejar la cuchara


en la silla con cuidado. Con el extremo doblado hacia arriba, sin estorbar, se
sujetaba perfectamente, con la bola de algodón a salvo en su interior.

—Bueno, vamos allá. —Se volvió un poco en la cama chirriante, de cara a


Gabrielle—. ¿Estás lista?

Gabrielle se quedó mirando la jeringuilla y una pequeña gota que salía


despacio por la punta de la aguja. Observó cómo crecía, brillando a la escasa luz,
hasta que se hizo demasiado grande y se resbaló de la punta, bajando por la aguja
plateada.

—Sí —contestó, lamiéndose los labios y tirando con fuerza del cinturón—
. Vamos a hacerlo.

—Aprieta bien el cinturón y abre y cierra el puño, así. Eso es. —Peter se
acercó más, con los ojos relucientes de excitación al verla tirar del cuero—. No
tires demasiado, lo suficiente para impedir que llegue la sangre al brazo. Así
saldrá la vena.

Asintió cuando en su piel clara y blanca apareció una hermosa y gruesa


vena virgen.

—¡Perfecto! —Con una mano, tiró de su brazo hacia él—. No te muevas.


—Su otra mano, la que sujetaba la jeringuilla, bajó hasta que la punta le rozó la
piel en un ángulo paralelo al brazo.

—¿Estás preparada para tu primer ciego de heroína, Gabrielle? ¿Estás


segura de que quieres hacerlo?

Gabrielle, que sólo podía mirar la peligrosa aguja preparada para penetrar
en su brazo, se volvió a lamer los labios, ahora muy secos.

—Hazlo, Peter —ordenó.


—Vale, allá va. —Peter empujó suavemente la aguja y, con un ligero
pinchazo de dolor, la punta atravesó la piel de Gabrielle y entró en su brazo.

Soltó un bufido, pero sólo como reflejo, y observó atentamente mientras


Peter tiraba del émbolo de la jeringuilla, haciendo que una pequeña cantidad de
sangre entrara flotando como una flor para mezclarse con el líquido de dentro.
Entonces, sin respirar casi, empujó el émbolo despacio.

Observó mientras la vena se llenaba, pues el cinturón apretado impedía


que la sangre mezclada con la droga fuera a ninguna parte. El chute le provocó
un hormigueo a Gabrielle por todo el brazo. Cuando la jeringuilla se vació, Peter
volvió a tirar del émbolo, con cuidado de no perder el contacto con la vena, y
volvió a tomar sangre con la aguja.

—Ahora viene el subidón —advirtió—. Suelta el cinturón.

Gabrielle se había olvidado incluso de que lo estaba sujetando. Lo soltó,


dejando caer el extremo sobre su regazo. Al mismo tiempo, Peter aflojó el
cinturón enrollado y luego empujó de nuevo el émbolo, vaciándole el contenido
de la jeringuilla en el brazo antes de sacar con cuidado la aguja de su vena.

Una gotita de sangre se escapó de la aguja y Peter se apresuró a cubrirla


con un trocito limpio de algodón, pero Gabrielle casi ni se dio cuenta.

Una ola abrumadora de calor amoroso ya había inundado a Gabrielle de la


cabeza a los pies. Sintió que su mundo giraba y se arqueaba y que la oscuridad y
la lobreguez del sótano se hacían doradas y acogedoras. La bombilla desnuda se
hizo brillante, reluciente como un millón de estrellas y soles que giraban en lo
alto. A su alrededor, las paredes se alejaban a toda velocidad. Se estaba
desplomando, cayendo, volando y desapareciendo del lugar frío y vacío en el que
existía para llegar a un sitio tan increíble que casi no podía respirar de lo
maravilloso que era.

Con ese pequeño pinchazo, Gabrielle quedó vencida.

Cayó hacia atrás, se golpeó la cabeza con la pared y su cuerpo se


desplomó sobre el camastro.
Peter sonrió al recordar con cariño su primer chute y luego movió a su
amiga, colocándole la cabeza, los brazos y las piernas en una postura más
cómoda con toda la atención de un médico al atender a un paciente. La puso
cómoda para que cuando se despertara no se sintiera como él la primera vez que
se adentró en el dulce olvido: con una tortícolis tremenda por haber estado tirado
contra la pared.

Cuando se aseguró de que Gabrielle estaba apaciblemente inconsciente y


disfrutando del viaje, preparó su propia jeringuilla, o "chuta", como sabía que la
llamaban. Al ver a Gabrielle, estaba más que preparado para emprender su propio
viaje. Mientras preparaba su propia chuta, echó un vistazo a su amiga.

—Hasta luego, Gabs.

Ahora nunca lo dejaría, pensó con una sonrisa al tiempo que se metía la
aguja en el brazo. ¿Cómo podría? Iba a necesitar esto igual que lo necesitaba él,
razonó su mente mientras empujaba el émbolo y sentía la oleada de calor que le
inundaba el cuerpo. Lo sabía. Y cuando lo necesitara, entonces lo necesitaría a él
de verdad.

Estaba bajando a una velocidad alarmante, cayendo, y la tierra la rodeaba,


tragándosela entera. No sentía miedo. Sólo sentía un calor precioso que la
abrazaba, rodeándola con sus brazos como un manto suave y apartándola del
mundo frío para llevarla a otro lugar, a un lugar cálido y maravilloso.

Ah, era como desaparecer. Como alejarse volando a la velocidad de la luz


de esa gran mansión solitaria, de las habitaciones vacías, los historiados
electrodomésticos, la ropa de diseño, su madre... su madre siempre, vigilándola,
acechándola... pegándola.

La cara de su madre se hizo visible con una explosión, con expresión de


sorpresa. Gabrielle se estaba escurriendo de entre sus garras, como aquella vez en
que esquivó un puñetazo en el último segundo, haciendo que su madre golpeara
la pared en cambio. Los periódicos dijeron que la puerta de una limusina y un
chófer descuidado habían sido la causa de la lesión, pero así y todo Gabrielle
recortó la foto de su madre de la revista de cotilleos. Era una buena fotografía de
su madre en la que se veía muy bien la escayola blanca. La escondió en su diario,
un trofeo secreto de una de las pocas batallas que había ganado.

Ahora estaba escapando de algo más que un puñetazo. Estaba huyendo en


cuerpo y alma, sobre todo en alma. Su alma había alzado el vuelo y había salido
de esa casa fría y dura hasta...

¿...un montón de abono?

El olor inconfundible a tierra sin contaminar le llenó el olfato, un olor


penetrante y alarmante, dado lo poco acostumbrada que estaba al olor de la
naturaleza libre. ¿Eso que oía eran aplausos? Sonaba tan fuerte que podía ser un
teatro lleno de gente dando palmas a la vez. Algo le dio en la nariz y Gabrielle
abrió los ojos sorprendida y se quitó una hoja seca de la cara con la mano. No
eran aplausos, sino el ruido de árboles agitados al viento. El cielo estaba gris y
amenazaba lluvia. Soplaba un fuerte viento, un sonoro anuncio de una tormenta
en ciernes. Hacía que las hojas y las ramas se retorcieran en lo alto sobre el fondo
de un cielo cada vez más desolado. Los ojos verdes de la chica siguieron el
balanceo de los árboles durante un rato hasta que por fin levantó la cabeza del
suelo para mirar a su alrededor.

Las oscuras hojas marrones y secas crujieron bajo sus palmas cuando se
incorporó apoyándose en las manos, observando la abundante naturaleza que la
rodeaba.

Estaba al borde de un bosque, de espaldas a los altos árboles, y ante ella


había una gran extensión de praderas con una serie de pequeñas colinas como
olas en un mar de tierra verde que se perdía en el horizonte.

—Qué bonito —susurró, sin sorprenderse cuando sus palabras fueron


arrebatadas por el viento que corría por encima de las ramas.

Las hojas secas que tenía bajo las manos empezaron a producirle picores
en la piel. Alzó las manos y se las miró sorprendida.
—Menudo sueño —se dijo, contemplando las marcas rojas que le habían
dejado las rígidas hojas en la piel—. La droga hace que parezca de lo más real.

Se levantó de su colchón de tierra, limpiándose las manos en la tela de los


vaqueros.

—¿Dónde diablos estoy soñando que estoy? —se preguntó mirando hacia
arriba y alrededor.

Las hojas bailaban en lo alto, riéndose como respuesta.

Cuando el viento se calmó, empezó a oír otros ruidos con más claridad:
ruidos de choques, como de metal al golpear con metal. Ahora oía gruñidos y
gritos e incluso lo que parecía el eco estridente de un chillido.

Avanzando alarmada, Gabrielle corrió hasta un altozano del terreno para


mirar por encima del borde, hacia el origen de los alaridos que estaban llenando
rápidamente el bosque y su propio estómago de una sensación de pavor.

A Gabrielle se le pusieron los ojos como platos cuando se detuvo, con una
vista perfecta del valle que había nada más pasada la colina.

Se estaba desarrollando una batalla... una batalla campal... una guerra, en


realidad. Nunca había visto una guerra en persona, pero había hombres, y
mujeres, según advirtió, estampándose los unos contra los otros y atacándose
con... espadas... y lanzas... y otras armas manuales igualmente feas y mortíferas
de aspecto.

Su mente se rebeló y retrocedió un paso para dejar de verlo y dedicar un


momento para sacudirse las telarañas del cerebro antes de volver a mirar.

Sí, ante ella se estaba desarrollando una feroz batalla, a apenas un


kilómetro y medio de la suave ladera que bordeaba el exuberante prado. Desde la
atalaya donde se encontraba, tenía una perfecta vista de pájaro de lo que estaba
ocurriendo.

Una formación de hombres bien organizada marchaba en ordenadas filas


hacia una larga línea de soldados de infantería. La línea enemiga se alargaba con
pocos efectivos delante de los atacantes al pie de la suave ladera de la siguiente
colina, atrapada contra ella sin sitio para escapar salvo la ladera cubierta de
hierba, mientras la falange de ataque avanzaba. Los agresores iban a atravesar el
centro de la línea menos organizada y más débil, a atravesarla para luego abrirse
hacia los lados y atacar a la vez por delante y por detrás. La línea se dispersaría y
los que quedaran en medio serían aplastados. Gabrielle había leído algo sobre
esta táctica en clase de historia hacía muy poco: una clásica maniobra de batalla
en época antigua.

Época antigua. Gabrielle se planteó esa idea un momento, pero no tuvo


mucho tiempo antes de tomar aliento maravillada. Cuando los atacantes se
acercaban, lanzados a su estrategia, la débil línea de adversarios se empezó a
mover de repente, llenándose de soldados que habían aparecido súbitamente por
encima de la colina que tenían detrás. Y ahora no sólo eran soldados de
infantería, sino tropas montadas, que avanzaban atronando sobre unos inmensos
caballos de guerra. Ahora la línea estaba reforzada, más sólida con las tropas que
se habían añadido, y estaba girando en una formación asombrosamente cerrada.
Desde donde estaba, era como un abanico que se cerraba sobre la pobre columna
de soldados atrapados en el centro: los atacantes, que ahora se veían atacados por
delante y por detrás, como ratas aplastadas en una trampa al cerrarse.

Increíble. Estaba viendo cómo se desarrollaba una batalla de enormes


consecuencias ante sus propios ojos. A Gabrielle no le cabía la menor duda.
Estaba ocurriendo y ella era testigo. Aquí mismo. Ahora mismo. Oía los gritos.
Su visión se centró en los hombres y mujeres atrapados en medio de la brillante
maniobra y que caían a derecha e izquierda. Oía el roce metálico cuando
entrechocaban las espadas, cuando el metal chocaba con el hueso, el trueno de
los cascos cuando los jinetes victoriosos lanzaron a sus caballos al galope para
cerrar de golpe las mandíbulas de la trampa. El ruido de la lucha resonaba por los
valles y las colinas que la rodeaban, hasta que por fin el estruendo pareció ir
cediendo y los gritos se acallaron. Sólo se oían algunos golpes de espada sueltos
en medio de la llanura de repente demasiado silenciosa.

La batalla se había ganado, la lucha había terminado. Se había matado, de


una forma limpia, eficaz y sumamente decisiva. Gabrielle había visto cómo
ocurría todo ante sus propios ojos. Siguió mirando, observando fascinada
mientras las pocas tropas que quedaban huían derrotadas, corriendo en diversas
direcciones.

Corred, quiso gritar Gabrielle, corred y escapad. Oyó que alguien gritaba
una orden y varios grupos de jinetes salieron en persecución de los vencidos, que
no tenían posibilidad alguna a pie contra los vencedores sobre sus caballos de
guerra.

Gabrielle se llevó la mano a la boca al caer espantada en la cuenta. ¿No


iba a haber supervivientes, cautivos?

—¡Yaah!

Un grito demasiado cercano estuvo a punto de hacer tropezar a Gabrielle


en la hierba y caer. Retrocedió rápidamente y el ruido de alguien que trepaba
corriendo por la ladera y se dirigía hacia ella le provocó una descarga de
adrenalina que le aceleró el corazón.

—¡Mierda! —Se volvió y corrió hacia la línea de árboles que tenía detrás,
donde se ocultó detrás de un tronco justo a tiempo de evitar que la viera un
soldado que subía a base de fuerza bruta por un lado de la colina herbosa hasta
llegar a la cima. Vio el miedo que llenaba sus ojos, y era evidente que su pesada
armadura dorada le restaba demasiada velocidad. Se resbaló sobre un poco de
barro al llegar arriba y cayó de rodillas.

Incapaz de levantarse, avanzó gateando presa del pánico, agarrándose con


las manos a la tierra y las hojas en un intento enloquecido de huir. Gabrielle
avanzó un paso, alargando la mano, como reacción natural para intentar ayudarlo.

Un caballo gigante salió disparado por el borde, saltando limpiamente por


encima del hombre, y Gabrielle retrocedió, para ocultarse otra vez detrás del
árbol. Observó, asomándose, cuando el jinete hizo girar al caballo, cuyas pezuñas
arrancaron grandes terrones de barro al cambiar de dirección.

—¿Dónde te crees que vas, Demóstenes? —La voz aterciopelada y


peligrosa del jinete sorprendió a Gabrielle.
Desde su escondrijo detrás del tronco del árbol, atisbó para ver al jinete.
Era una mujer: una mujer morena, cuyo largo pelo negro le caía por los hombros
y la espalda agitándose mientras su caballo bailaba alrededor del hombre caído.

—No, no, por favor, no. —El hombre se puso de rodillas, suplicando, con
las manos marrones por el barro—. Piedad, por favor.

—¿Piedad? —Una carcajada sardónica resonó por el aire, acentuada por el


roce del metal cuando la mujer desenvainó hábilmente la espada de la funda que
llevaba a la espalda—. ¿Me das una buena razón para que me apiade de ti?

—Más de una, más de una, más de una, Xena —balbuceó el hombre sin
aliento.

—Adelante. —La montura de la mujer guerrera resopló protestando


cuando ella controló a la yegua dorada. El animal olía la muerte que se
avecinaba, igual que Gabrielle. El corazón le martilleaba con fuerza en los oídos.

El hombre abrió las manos con un gesto de súplica para la mujer guerrera.

—Tengo esposa e hijos.

—Me partes el corazón —dijo ella, levantando la espada para golpear.

—Te puedo ser útil.

La espada bajó, pero no mucho.

—Útil. ¿Cómo? Rápido, Demóstenes, antes de que Argo te pise la cabeza.

El caballo amenazaba con hacer justamente eso, pues cada vez estaba más
agitado e impaciente. Gabrielle tragó saliva, deseando que el hombre se hiciera
con el control de sus palabras y se defendiera.

—Me he reunido con Stratocles. Conozco su estrategia para proteger


Atenas. Tiene un plan, un plan que sé que tú jamás te esperarías.

La mortífera espada bajó un poco más hasta que la hoja se apoyó en el


hombro acorazado de la feroz mujer que se cernía sobre él.
—Ah, no me digas —dijo, con esa voz suave y oscura que rezumaba
sarcasmo—. No será ese plan de abandonar la defensa de los pasos y establecer
una línea más corta en Queronea, entre el río Cefiso y la ciudadela, ¿verdad?

Gabrielle vio que a Demóstenes se le dilataban los ojos al darse cuenta de


que no tenía nada con que negociar por su vida, y se le partió el corazón por él.

—Perdóname la vida, Xena, por favor —suplicó, con voz hueca por la
derrota.

La mujer morena caracoleó alrededor de Demóstenes, cambiando de


posición, y ahora Gabrielle pudo verle bien la cara, por fin. Era fiera y bella, con
los ojos tan claros y azules que hacía daño mirarlos.

Gabrielle aguantó el aliento al ver que esos ojos feroces se llenaban de


lástima.

Tiene una oportunidad, pensó Gabrielle, obligándose a permanecer


absolutamente inmóvil y tratando de convencer mentalmente a la mujer para que
le perdonara la vida al pobre hombre.

La espada se movió tan deprisa que Gabrielle casi ni la vio. Los ojos de
Demóstenes se llenaron de un horror silencioso y un corto chorro de sangre fue lo
único que consiguió soltar por la boca antes de que su cabeza se inclinara hacia
un lado y cayera de sus hombros. Un chorro rojo salió despedido del cuello
limpiamente cortado, una vez y luego otra, y por fin el resto del cuerpo cayó de
lado.

—¡Noooo! —La voz de Gabrielle atravesó el aire y de repente salió


corriendo de detrás del árbol.

El caballo se giró en redondo y la mujer guerrera apenas logró controlarlo


cuando se encabritó sorprendido, levantándose sobre las patas traseras.

—¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué lo has matado? —protestó Gabrielle a
gritos.
Vociferando, la mujer blandió la espada y puso al caballo al galope,
directa hacia ella. A Gabrielle casi no le dio tiempo de tirarse a un lado y detrás
de ella oyó el roce en el aire de la espada, que no la alcanzó por los pelos.

La guerrera acabó en el bosque, enredada en una maraña baja de hojas y


ramas. Luchó con el follaje que la rodeaba mientras Gabrielle se levantaba de
nuevo para enfrentarse furiosa a la mujer.

—¿Por qué lo has matado? ¿Por qué? ¡No tenías por qué hacerlo!

La mujer morena se quitó airada una rama del pelo, mirando furibunda a
la chica.

—¿Quién coño eres tú?

—Qué forma tan educada de hablar —dijo Gabrielle, poniéndose en


jarras.

Una ceja oscura y elocuente se alzó al tiempo que la mujer movía indecisa
la espada en la mano. Hizo avanzar al caballo, aprovechando para mirar bien a la
chica que tenía delante.

—Qué ropa tan rara llevas.

Gabrielle se miró: vaqueros que le colgaban de las caderas, el ombligo al


aire y una camiseta blanca corta y ceñida con las mangas arrancadas. En la parte
de delante aparecía escrito Siouxsie and the Banshees con largos caracteres
negros como pinceladas.

—A mí me gusta —contestó Gabrielle valientemente.

La expresión de la mujer se enturbió ante la actitud sarcástica de la chica.

—¿Es que no sabes que esto es un campo de batalla? Para una chiquilla es
peligroso andar rondando por el bosque. ¿No crees que deberías volver a ordeñar
las cabras o recoger las aceitunas o dar de comer a las gallinas o lo que sea que
tenga que hacer una cría en la granja?
—No soy una cría... y... no soy granjera.

—Ah, ¿no? ¿Qué eres entonces?

—Soy una mujer.

—¡Ja! Una mujer que no tiene el sentido común de apartarse de alguien


que tiene una espada ensangrentada en la mano.

—¡Tengo suficiente sentido común para saber que lo que acabas de hacer
está mal! Ese hombre estaba de rodillas rogando que le perdonaras la vida. ¿Por
qué has hecho eso? ¿Por qué lo has matado? —El tono de Gabrielle pasó de
osado a suplicante, al tiempo que se le volvía a romper el corazón por lo que
acababa de ver, pues su mente no lograba comprender esa crueldad e injusticia.

El brazo con que la mujer guerrera sujetaba la espada bajó aún más y los
ojos fríos y duros se llenaron de tristeza y pesar.

—Demóstenes era un general con la responsabilidad de proteger la gran


ciudad de Atenas. Tomó varias decisiones desacertadas y hoy perdió esta batalla,
la perdió desastrosamente. Había caído en desgracia —dijo la mujer, con tono
suave, muy distinto de los tonos sedosos y amenazadores que había usado
momentos antes.

Xena observó atentamente a esta extraña muchacha, que la miraba a su


vez con unos claros ojos verdes llenos de asombrosa inocencia, sin entender, cosa
evidente, lo que quería decir.

—Mejor morir como soldado que volver a casa como prisionero,


capturado tras la derrota —explicó, y señaló con la punta de la espada el cuerpo
inmóvil que estaba a poca distancia—. Él habría hecho lo mismo por mí.

Gabrielle siguió la punta de la espada hasta el suelo y luego hasta el


cuerpo decapitado, que yacía a pocos pasos de distancia. La cabeza estaba allí
cerca, con ojos vacíos que contemplaban las copas de los árboles agitados.
Todavía salía sangre del cuello del cadáver y empapaba el suelo de alrededor,
transformando el verde de la hierba en un negro reluciente. Las moscas ya
revoloteaban zumbando, posándose y alzando el vuelo, cayendo en enjambre
para alimentarse y poner huevos que, a su vez, se transformarían en una masa de
gusanos reptantes.

Los ojos de Gabrielle regresaron al azul de los de la guerrera y de repente


se imaginó a la mujer en una situación similar. Sus fieros ojos claros vacíos para
siempre, contemplando la eternidad, el cuello mellado y rojo de rabia por haber
sido separado de su cuerpo fuerte y orgulloso.

Sin aviso, Gabrielle se dobló con una arcada y el contenido de su


estómago se derramó en la tierra una y otra vez.

Y entonces empezó a caer y girar por un vacío negro, hasta que los colores
que llenaban su visión periférica se concretaron por fin en una imagen amarilla y
en la sensación cálida de una mano en la espalda que la acariciaba tiernamente.
Se oía una voz suave, pero no eran los tonos tersos y oscuros de la guerrera, sino
una voz más grave. Se dio cuenta por fin de que era la voz de Peter, que hablaba
con calma al tiempo que le frotaba la espalda y sujetaba un cubo de plástico
amarillo justo debajo de su boca.

—Tranquila, Gabs. Eso es. Échalo todo. Todo el mundo echa la pota la
primera vez. Yo también. Tú échalo todo.

Gabrielle vomitó una vez más y luego se limpió la boca con el dorso de la
mano. Miró a su amigo, sin disimular del todo la leve expresión de rabia de sus
ojos.

—¿Te encuentras mejor?

—¡Santo Dios, Peter! ¿Por qué demonios no me dijiste lo que iba a pasar?

—Qué forma tan bonita de darme las gracias, Gabs.

—Cállate. —Gabrielle se limpió la boca una vez más y luego se levantó,


temblorosa. Al parecer, se había caído de la cama al suelo.

—Has tenido suerte de que tuviera ese cubo a mano.


—Sí, gracias —dijo Gabrielle con tono sarcástico—, eres mi héroe. —Se
apoyó en la pared y se frotó las sienes: empezaba a sentir un tremendo dolor de
cabeza justo detrás de los ojos—. Jo, Peter, ha sido como una especie de viaje
raro de ácido.

—¿Ácido? ¿Pero qué dices? No se parece nada al ácido. Es como flotar en


una bañera de agua caliente, ¿no crees?

—A lo mejor para ti. Para mí ha sido como un sueño tridimensional en


tecnicolor y cinemascope. Jo, si hasta todavía lo huelo. ¿No te huele a caballo?

—¿A caballo? Qué va, eso son las cañerías viejas. Están atascadas y eso.
—Peter se echó a reír y se sentó en la cama, al lado de su amiga. Se rascó la cara
y bostezó—. Estoy cansado. ¿Y tú?

—Cansada. Qué va. Estoy espídica. —Gabrielle casi no se podía estar


quieta, y su mente no paraba de regresar a la batalla que había presenciado y a
esa fiera mujer a caballo. Mirando al frente, hizo botar los pies sobre el suelo,
escuchando el ruido de los muelles del catre que chirriaban siguiendo el ritmo.
Sentía incluso ese característico olor cobrizo en la garganta, el olor de la sangre
que manaba del cuello de Demóstenes.

Y luego estaban esos ojos, esos duros ojos azules que brillaban de
inteligencia y comprensión de un mundo cruel y despiadado que Gabrielle apenas
conseguía entender.

La mujer guerrera, pensó Gabrielle, escudriñando la oscuridad, intentando


volver a ver su sueño. ¿Cómo se llamaba?

Xena. Demóstenes la había llamado Xena.

—¡La leche! ¿Qué hora es, Peter? —Gabrielle se levantó de un salto de la


cama, sobresaltando a su amigo, que había empezado a quedarse dormido.

—No lo sé, Gabrielle. Las cinco, supongo.


—Tengo que irme —anunció Gabrielle, temerosa de repente por la hora y
lo que iba a tardar en volver a su casa antes de que llegara su madre—. Me largo.
Hasta luego, Peter. Gracias y todo eso. Hablamos, ¿vale?

—Sí, vale. —Peter agitó el brazo lánguidamente a espaldas de su amiga,


mirándola con ojos caídos mientras ella cruzaba trotando la oscuridad y subía por
las escaleras, para salir del Agujero—. Maldita sea, Gabrielle —gritó cuando
desapareció—. ¡Tienes los zapatos llenos de barro! ¡Estás poniéndolo todo
perdido!

Gabrielle se detuvo en lo alto de las escaleras para mirarse la suela de las


deportivas.

Barro, estaban incrustadas de barro.

¿Qué significa esto?, se preguntó. Ha sido un sueño producto de la droga,


¿no?

—Sí —murmuró por lo bajo y siguió subiendo las escaleras hasta salir del
sótano.

—Ojo al salir de casa —le gritó Peter a su amiga—. A mi padre le va a dar


un patatús.

Pero las palabras resonaron por las escaleras siguiendo a Gabrielle en


vano. Ya se había ido.

Gracias a Dios que la puerta no chirría, pensó Gabrielle al abrir las


grandes puertas dobles. El vestíbulo de baldosas era impresionante y limpio, de
un elocuente blanco sobre blanco con el único adorno de una araña de cristal que
colgaba ornamentalmente en el centro. Algún que otro detalle bañado en oro
soltó ligeros destellos cuando el sol se coló por la abertura de la puerta por la que
Gabrielle intentaba deslizarse sin llamar la atención.

Oía voces en la sala de estar, a la derecha. Su madre estaba en casa, pero


tenía invitados.
Fiuu.

Con infinita precaución, Gabrielle cerró sigilosamente la puerta tras ella y


cruzó de puntillas las baldosas blancas, dirigiéndose a las escaleras que subían
hasta los dormitorios privados de la mansión.

—¡Gabrielle!

¡Mierda!

Por un melancólico segundo, se planteó no hacer caso de la llamada, pero


sabía que no podía.

—¡Gabrielle! —El tono edulcorado sólo podía indicar que los invitados de
su madre eran personas importantes.

Con un suspiro de derrota, cambió el rumbo y entró en la sala de estar.

Ahí estaba su madre, que le sonreía, acomodada en su habitual butaca de


cuero negro y respaldo alto como un trono. Sus invitadas estaban sentadas
también, una en el sofá y la otra en una butaca mucho menos cómoda.

—Ya conoces a las senadoras Boxer y Feinstein. —Los largos dedos de su


madre señalaron a las dos mujeres sentadas ante ella para parlamentar.

—Claro, hola, ¿cómo están? —Gabrielle saludó a las dos con la cabeza,
dedicándoles una sonrisa falsa.

—Hola, Gabrielle. —Barbara Boxer agitó la mano saludándola—. ¿Qué


tal van las solicitudes para la universidad?

—Bien —mintió Gabrielle con un murmullo.

—Va a ir a Trinity.

—¿A Trinity? Cómo me alegro por ti, querida. Estarás cerca de donde
trabaja tu madre.
Gabrielle lanzó una mirada aviesa a su madre. Ni siquiera había pedido
plaza en Trinity College. No había pedido plaza en ninguna universidad. Y si lo
hubiera hecho, desde luego que no querría ir allí.

La sonrisa maliciosa de su madre le revolvió el estómago. Había enviado


las solicitudes sin que Gabrielle lo supiera, controlando su futuro como
controlaba su presente. Luchar era inútil, al menos por ahora. No podía ganar, en
este campo de batalla no.

Campo de batalla.

Su mente regresó sin querer a ese sueño y a la batalla que había


presenciado.

—Llegas tarde. —El comentario brusco de su madre la trajo de vuelta al


presente—. Ya hablaremos. ¿Tienes deberes?

—Unos pocos.

—Bueno, ¿a qué estás esperando? —dijo su madre agitando la mano—.


Ponte a ello.

Gabrielle asintió a su madre y luego sonrió cortésmente a las dos mujeres


sentadas como público y que le sonreían a su vez.

Salió a toda velocidad de la sala de estar y corrió escaleras arriba antes de


que su madre pudiera preguntarle algo más. Tenía los labios resecos y necesitaba
comer algo, pero eso tendría que esperar. Si no estaba en su habitación, leyendo o
al menos dando la impresión de que estaba haciendo los deberes cuando
terminara la reunión de su madre, iba a tener problemas, y el fin de semana ni
siquiera había empezado.

Gabrielle entró en su cuarto como una exhalación, cogió un libro de la


estantería, encendió la luz y se tiró en la cama.

Era un libro de historia de su curso sobre la antigua Roma. Hojeó las


páginas rápidamente y luego lo apartó a un lado y buscó otro texto. El libro
trataba de Roma. La guerrera había dicho que Demóstenes era un general
ateniense. Cogió un segundo libro, lo abrió por detrás, por el índice, y siguió la
lista con el dedo.

—D... D... Dem... ¡Demóstenes! —Ahí estaba el nombre, impreso en


negro—. Así que Demóstenes existió de verdad y era un general ateniense. —
Pasó rápidamente a la parte de la "S" y miró las entradas, pero no había ninguna
"Sena", ni siquiera nada parecido. Con súbita inspiración, probó en la "X":
tampoco encontró nada.

Pasó a las páginas a las que se hacía referencia bajo el nombre de


Demóstenes y se le dilataron los ojos a medida que leía. No se hacía mención a la
batalla que había presenciado, pero había un análisis en profundidad de una gran
batalla en Queronea. Los atenienses habían perdido, efectivamente, pero ante
Filipo de Macedonia. No se mencionaba a una mujer guerrera llamada Xena.

Se preguntó qué querría decir esto. ¿Acaso Xena resultó muerta en la


batalla de Queronea y quedó olvidada para siempre? ¿O es que los libros de
historia están mal?

Gabrielle se dio un manotazo en la cabeza.

—¡Idiota! —se dijo a sí misma—. ¡Ha sido un sueño causado por la


droga! —Cerró el libro de golpe y lo tiró asqueada a la alfombra. Tumbándose en
la cama boca arriba, se quedó contemplando el techo, pensando—. Yo no sé nada
sobre batallas griegas con tanto detalle. ¿Cómo puedo soñar sobre algo de lo que
no sé nada?

Se tapó los ojos con el brazo, harta.

—¡Aajj, me voy a pasar toda la noche dándole vueltas!

Rindiéndose a su incesante curiosidad, Gabrielle rodó por la cama y cogió


el libro del suelo. Un rato después, seguía leyendo, avanzando y retrocediendo
desordenadamente por las páginas, y entonces sus ojos se posaron en un pasaje
que describía un enfrentamiento crucial cerca de Lebadea.

El libro decía que el rey Filipo de Macedonia había planeado desde el


principio atraer a los atenienses a una batalla en tierra, en lugar de en el mar, que
era donde la ciudad podía defenderse de verdad. Si a los atenienses se les hubiera
ocurrido lanzar sus naves y enviar una gran fuerza al norte del Golfo Termaico,
Filipo habría tenido que retirar a sus ejércitos de Grecia central y el curso de la
historia habría cambiado para siempre.

Pero intervino Demóstenes, con lo que sólo se podía describir como


bravuconería autodestructiva, cantando las alabanzas de los ciudadanos hoplitas
atenienses, formidables en otro tiempo, y la gloriosa victoria de Maratón,
ocurrida un siglo antes. No se paró a pensar en el hecho de que hacía ya más de
cien años que Atenas había dejado de ser una potencia en tierra y que su milicia
ciudadana, antes invencible, estaba ahora formada casi toda por mercenarios.

Filipo, según contaba el libro de historia, planeó astutamente enviar un


parte falso que fue capturado por las fuerzas atenienses que protegían Anfisa. El
parte los informó de que estaba retirando a su ejército para ocuparse de una
revuelta en Tracia. Creyendo que el enemigo se había marchado, los mercenarios
griegos contratados por Atenas para proteger Anfisa se descuidaron. Filipo lanzó
entonces un ataque pleno. Con una brillante maniobra militar, consistente en
presentar el flanco a las tropas que defendían el noroeste de Beocia en aquella
pequeña llanura, justo al sur de la cercana Lebadea, los aniquiló a todos, incluido
el general ateniense Demóstenes. El éxito de esa batalla fue el primero de una
serie de pasos que condujeron a la derrota final de la gran ciudad de Atenas.

Ahí estaba, en el libro de historia, todo lo que acababa de presenciar. ¿Era


posible que hubiera leído este pasaje en clase, que los detalles se le hubieran
quedado en el subconsciente y que la droga hubiera quitado las telarañas a ese
recuerdo polvoriento para usarlo en un sueño alucinatorio?

Pero algo no encajaba. Le había dado la clara impresión de que la mujer


guerrera, Xena, era la brillante comandante del ejército victorioso. Esos agudos
ojos azules revelaban una inteligencia más que capaz de idear el plan del mensaje
falso y la espectacular maniobra militar del campo de batalla. Demóstenes le
había suplicado con todo el respeto que un comandante sentiría por otro, como si
ella tuviera poder sobre la vida y la muerte, como efectivamente lo tenía.

Entonces, ¿por qué no aparecía Xena en los libros de historia? ¿Era una
lugarteniente olvidada del rey Filipo?
Gabrielle acabó riendo por lo bajo. A lo mejor el rey era en realidad una
reina.

—Ja, eso sí que estaría bien.

A menudo sospechaba que las mujeres fuertes quedaban borradas de los


textos, sustituidas por nombres masculinos. Gabrielle siguió riendo tumbada boca
abajo en la cama, agitando en el aire las deportivas fangosas que todavía llevaba
en los pies. Cuando sus ojos recorrían las páginas en busca de más información,
su madre entró de golpe en el cuarto.

—¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

Gabrielle cerró el libro de golpe por la sorpresa.

—¿Qué?

—¿De qué te ríes? —preguntó su madre, mirándola con intensa


desconfianza.

—De nada, mm... estaba estudiando —contestó Gabrielle, señalando el


libro y moviéndose para apartar el calzado embarrado de la cama y colocarlo con
cuidado en el suelo.

—Quita esos zapatos sucios de la cama —le ordenó su madre. El largo


pelo de la poderosa mujer, que normalmente llevaba recogido en un moño prieto
sobre la nuca, estaba suelto y le caía por los hombros. Se agitó cuando avanzó
muy segura para echar un vistazo por el cuarto. Su fría mirada se posó en el libro,
colocado boca abajo sobre la cama—. ¿Qué es eso?

—Deberes.

La madre de Gabrielle soltó un gruñido. El libro parecía efectivamente un


manual de clase, de modo que lo dejó pasar.

—Este fin de semana me voy a Washington. Tú te quedas.

Gabrielle disimuló cuidadosamente el suspiro de alivio.


Su madre dejó de inspeccionar la habitación y clavó en su hija una mirada
amenazadora.

—Te quedas, pero no sola. ¿Me entiendes?

—Síííí —contestó Gabrielle apartando la mirada. Eso quería decir que


habría detectives contratados vigilando la casa... y a ella.

—Nada de meterte en líos.

—Bésame el... —masculló Gabrielle por lo bajo. Su madre se giró en


redondo y su largo pelo se levantó como una falda y luego se posó sobre sus
hombros.

Una vez más, los pensamientos de Gabrielle regresaron a la mujer


guerrera, a las salvajes y oscuras guedejas de su pelo que bailaban al viento
mientras ella cabalgaba audazmente en su caballo. El pelo de Xena era distinto:
más abundante, más reluciente, mucho más bonito que el de su madre, que caía a
plomo y sin vida.

Igual que su corazón, pensó Gabrielle, desviando los ojos de la dura


mirada que le clavaba su madre.

—¿Qué has dicho?

Con los ojos aún desviados, Gabrielle contestó:

—He dicho que sí, madre.

Los duros ojos se estrecharon con desconfianza.

—Volveré a mediados de semana. —Y con eso, la madre de Gabrielle


dejó la habitación, cerrando la puerta al salir.

Gabrielle esperó hasta que el repiqueteo de los tacones de aguja de su


madre se perdió en la distancia.
—Gracias, Dios —dijo a quien estuviera escuchando, y cogió el libro de
historia que tenía la impresión de que estaba a punto de convertirse en un nuevo
amigo íntimo.

Era un bonito sábado. ¡Espléndido! ¡Maravilloso! ¡Fantástico!

A lo mejor tenía algo que ver con el hecho de que su madre se hubiera ido.

Pero por alguna razón, le parecía que tenía más que ver con el firme
propósito que ahora tenía en mente. Se sentía como si tuviera una misión, algo
que tenía que hacer. Tenía que ser el destino que le daba golpecitos en el hombro,
y hasta sentía el dedo frío sobre la piel.

Gabrielle salió corriendo de la casa poco después de despertarse y darse


una ducha rápida. Se sentía estupendamente, a pesar de que se había quedado
levantada casi toda la noche leyendo todo lo que pudo encontrar sobre la batalla
que se avecinaba en Queronea.

—¿Que se avecina? —dijo, riéndose de sí misma. En algún momento


entre las tres de la mañana y el instante en que se quedó dormida, en su mente
había surgido una idea como un destello de luz.

Ayer la droga de Peter la había llevado hasta allí: tal vez un poco más
volvería a llevarla hoy. Por alguna razón, en su mente se veía llegando justo a
tiempo para avisar a Xena de que su vida y su futuro legado corrían grave
peligro. No sabía por qué le importaba, pero así era. Y cuanto más leía sobre el
rey Filipo y su hijo, Alejandro, más quería regresar allí y advertir a Xena de que
estaba a punto de ser destronada.

Sí, un pequeño chute la había llevado hasta allí. Peter aún no lo sabía, pero
le iba a meter otro y lo iba a hacer hoy. Ahora mismo, cuanto antes, mejor.

Se metió de un salto en su Mustang blanco del 67, giró la llave en el


contacto y arrancó, haciendo chirriar las ruedas en el camino circular que trazaba
una curva delante de la mansión. Las puertas automáticas se abrieron mucho
antes de que llegara al final del camino de acceso y levantando un poco de grava,
giró con el coche a la derecha, dirigiéndose al centro a toda velocidad.

Segundos después, un anodino Chevy azul abandonó su aparcamiento,


oculto al otro lado de la curva de la calle, y la siguió, sin acercarse demasiado.

Gabrielle aparcó su coche en su lugar de siempre, escondido en un


aparcamiento de coches de alquiler a una manzana de distancia en la calle donde
vivía Peter. Era un mal barrio y su bonito Mustang de coleccionista no
sobreviviría si lo dejaba en la calle. Poco después de recibir el coche al cumplir
los dieciocho años, había hecho un trato con el guardia de seguridad del
aparcamiento para que la dejara aparcar allí cuando visitaba a su amigo. El
hombre se mostró encantado, sobre todo porque ella le pasaba un billete de veinte
dólares cada vez que aparcaba allí.

Saludó agitando la mano a su amigo Moses, que estaba sentado con los
pies en alto en la caseta de vigilancia.

—Hablamos cuando vuelva —gritó sonriendo.

—No hay problema, cielito. —Moses sonrió mostrando sus grandes


dientes blancos y la saludó a su vez—. No hay el menor problema —repitió,
contemplando ese dulce culo de niña rica que corría por la calle—. No, ningún
problema.

Gabrielle bajó corriendo por la manzana hasta la casa y la rodeó hasta


llegar a la ventana del sótano. No podía llamar a la puerta. El padre de Peter
podía estar en casa y, de ser así, tendría resaca y no se alegraría nada de verla. La
había echado a menudo de la casa y al alejarse había oído los ruidos delatores de
una paliza que resonaban por la calle. Pobre Peter, le había causado problemas en
más de una ocasión, aunque ya no, desde que descubrieron el sótano y ella
aprendió a colarse por el ventanuco que estaba al nivel del suelo.

Llamó suavemente golpeando el cristal y esperó. Cuando no hubo


respuesta, llamó de nuevo. La ventana no tardó en abrirse hacia dentro y la cara
soñolienta de Peter la recibió desde la penumbra.
—Aajj, ¿qué hora es? —preguntó, frotándose los ojos hinchados.

—No lo sé. Aparta. —Gabrielle se deslizó por la ventana y se dejó caer


con cuidado al suelo.

—Es temprano, ¿no?

—No lo sé —repitió Gabrielle, limpiándose la suciedad de las manos en


los pantalones.

—¿Por qué has venido?

—Peter, necesito meterme un poco más.

—¿Eh? ¿Un poco más? —Un poco más de qué, pensó, hasta que su mente
adormilada recordó lo que habían hecho ayer mismo. Se frotó un ojo y sonrió—.
Sabía que te iba a gustar, pero no tanto.

—Venga —le urgió Gabrielle, agarrándolo del brazo y arrastrándolo hacia


el catre—. Vamos a hacerlo otra vez.

—Pero mujer. —Peter se soltó el brazo—. ¿Es que ya estás enganchada?

—No, no, claro que no estoy enganchada —contestó ella, molesta por su
reticencia.

—¿Entonces por qué estás toda como si tuvieras el mono y eso?

—No tengo mono —replicó Gabrielle, controlando su excitación, pues se


dio cuenta de que se estaba comportando con un ligero exceso de entusiasmo—.
Es que no sé si me gusta o no, dado que ayer me eché la pota encima. He pensado
que podríamos intentarlo otra vez, ahora que estoy acostumbrada.

—Pues no sé. A lo mejor te conviene dejarlo durante un día o dos.


Todavía tienes droga en el organismo por lo de ayer. Seguro que te vuelves a
poner mala.

—O el colocón será mejor, ¿no?


Peter se rascó la cabeza, pensando en la lógica de su argumento.

—A lo mejor. —La miró sin comprender, siguiéndola cuando lo llevó


hasta el catre. Seguía revuelto y deshecho tras la noche que el chico había pasado
durmiendo. Gabrielle colocó mejor la manta y se sentó.

Cambiando de táctica, probó por otro lado.

—Venga, Peter, he pasado mala noche. Me vendría muy bien desconectar,


¿sabes lo que te digo?

Peter se sentó a su lado en la cama.

—¿Tu madre?

Gabrielle asintió a sabiendas.

—Jo, lo siento.

—No es culpa tuya.

—Bueno, pero te tuve aquí hasta tarde.

—Por eso quiero hacerlo temprano esta vez. Para ponerme bien y llegar a
casa antes que mi madre.

—Ah, bueno, si es así. —Peter se levantó y cogió su alijo. Cuando volvió,


acercó la silla y desenrolló el contenido, exactamente igual que lo había hecho el
día anterior. Sólo que cuando miró la bolsita de plástico, apenas había nada
dentro—. Uy —dijo azorado—. Lo siento, Gabrielle, se me había olvidado que
anoche usé lo que quedaba.

—¡Qué! —Gabrielle se levantó de un salto de la cama y se plantó


enfadada delante de su amigo—. ¿Te terminaste toda la bolsa anoche?

—Sí, bueno...

—¿Te metiste tú solo toda esa mierda anoche? —preguntó Gabrielle,


agitando los brazos al señalar con asco la bolsa vacía.
—¡Oye, que era mía!

Gabrielle se rascó la barbilla, mirando pensativa por la habitación.

—Tendremos que comprar más. —Posó la mirada en su amigo—. ¿Dónde


vas para conseguir heroína?

Peter se quedó callado, pues no sabía si debía decirle a su amiga quién era
su camello. Si no, podría empezar a conseguirla por su cuenta.

—Tengo mis contactos —contestó con aire misterioso.

Gabrielle lo agarró por la pechera de la camiseta y lo levantó de la cama.

—Pues vamos a ver a tu contacto.

—¡Espera un momento! —La apartó a manotazos—. No tan rápido. Tía,


¿y esas prisas?

—Ya te lo he dicho, tenemos que hacerlo temprano para que se me pase el


pedo antes de que mi madre llegue a casa.

—Está bien. Está bien. Ya me entero. Necesitamos dinero.

—Yo tengo dinero.

—Necesitamos un coche.

Gabrielle enarcó la ceja, dando golpecitos con el pie con aire irritado.

—Bah.

—Ya, también lo tienes.

—Justo —confirmó Gabrielle, tirándole del brazo para llevarlo a la


ventana—. Ahora, lo único que me hace falta eres tú.

—Me alegro de que necesites algo —murmuró Peter—. Oye, ¿ni siquiera
me puedo lavar los dientes?
—¿Es que alguna vez lo haces? —preguntó Gabrielle, empujándolo hacia
arriba y a través del acceso al sótano.

—A veces eres un coñazo, ¿lo sabes, Gabs? —dijo Peter, con la voz
ligeramente apagada por el esfuerzo de izarse hasta fuera.

—Lo sé —contestó Gabrielle, usando sus propios músculos para subir y


salir por la ventana—, pero me quieres igual, ¿a que sí?

Peter se quedó ahí plantado, limpiándose las manos en los vaqueros ya


sucios, con aire tímido y sin saber si debía responder a la pregunta.

Ajena a la incomodidad de su amigo, Gabrielle lo agarró del codo.

—Venga —dijo, arrastrando a Peter hacia el coche—, vamos a pillar


droga.

—Pillar droga. —Peter meneó la cabeza sin dar crédito—. He creado un


monstruo.

El contacto de Peter vivía en una casa y un barrio más agradables que los
suyos. Gabrielle esperó en el coche mientras Peter corría a la puerta y llamaba.
La puerta se abrió y Peter desapareció rápidamente en el interior, tras lo cual
tardó unos segundos en salir de la casa y volver trotando al coche.

Abrió la puerta del coche y le lanzó otro paquetito por el aire, que ella se
apresuró a atrapar.

—Cuidado —advirtió Gabrielle, atrapándolo entre las palmas, mirando a


Peter, que volvió a meterse en el asiento del pasajero y cerró la puerta de golpe.
Miró el contenido con ojo crítico—. No es mucho, ¿no?

Gabrielle le lanzó la bolsita de vuelta a Peter y luego puso el coche en


marcha y se alejó.

—Eso es lo que consigues por veinte dólares —replicó él.


—¿Podemos comprar más de una sola vez? —preguntó ella, echándole un
vistazo antes de girar el volante para doblar una esquina.

—Claro, puedes comprar todo lo que quieras —contestó, y luego cayó en


la cuenta de con quién estaba hablando—. Dentro de lo razonable. Pero yo no
pillaría nada grande a través de este tío.

—¿Qué es grande?

—¿Cómo?

Gabrielle se detuvo ante una señal de "stop" y giró a la izquierda.

—¿Qué es grande? ¿Qué consideras tú grande?

Peter la miró sin dar crédito. No se podía creer que ya estuviera tan metida
en el tema.

—No sé. Cientos. Miles. ¿Y yo qué sé, si apenas llego a los veinte cuando
compro?

Gabrielle se quedó en silencio mientras conducía. Peter no sabía tanto


sobre el consumo de drogas como ella creía. Sólo jugueteaba, comprando de vez
en cuando, según tuviera dinero. Seguro que se podía conseguir más con dinero,
razonó Gabrielle mientras conducía, cuanto mayor fuera la cantidad que se
comprara. Descuentos según el volumen de la compra, tenía sentido.

Miró a su amigo y luego torció de nuevo a la izquierda, dejando su casa a


la izquierda antes de regresar al aparcamiento de coches de alquiler. Esta vez,
Moses se acercó a ellos, un poco molesto con su bonita y joven amiga.

—Oye, que esto no es el Ritz y no puedes ir y venir como si fuera el


aparcamiento de un hotel, sabes.

—Lo sé —dijo Gabrielle, sonriendo dulcemente y pasándole un billete


doblado por la ventanilla—. Lo siento, es que tenía prisa.

Moses cogió el billete y refunfuñó:


—Está bien, pero a ver si reduces el tráfico.

Se dio la vuelta y se marchó, alejándose como si estuviera bailando al son


de una canción secreta que oía en su mente.

—¿Vamos a tener más interrupciones hoy? —se preguntó Gabrielle


exasperada—. Vamos, Peter —dijo, abriendo la puerta del coche para salir de un
salto. Peter la imitó e hizo prácticamente lo mismo por el lado del pasajero, sólo
que más despacio—. Ve delante, Peter. —Cerró la puerta de golpe y esperó a que
Peter estuviera a su lado para quitarle la bolsita de la mano sudorosa, para
asegurarse de que no la perdía en el corto trayecto del aparcamiento al sótano.

Caminando juntos, Gabrielle marcó un paso ligero por la corta manzana


hasta la casa, bajando por el callejón lateral y entrando de nuevo por la ventana
en su agujero secreto.

Poco después de que desaparecieran por la pequeña abertura, el mismo


coche anodino de color azul se detuvo en la esquina del camino de entrada,
pegándose a la acera. El conductor echó el freno de mano, satisfecho con esperar
pacientemente para ver qué otras sorpresas podían tenerle reservadas hoy los dos
amigos.

Podría llegar a encantarme esta sensación, pensó cuando volvió a sentir


el vértigo. Tenía un sabor hacia el fondo de la boca que no recordaba de la última
vez. No un sabor malo, sino agradablemente amargo. Le daban ganas de
chuparse los labios, para gozar de ese resto de sabor como se haría después de
una comida muy buena. Y ahí estaba otra vez esa especie de zumbido, ése que le
inundaba las extremidades y subía borboteando directo hasta su corazón. Peter
estaba hablando, diciendo algo, pero su voz se estaba convirtiendo rápidamente
en un eco lejano.

Nunca me había dado cuenta, pero qué voz tan cálida tiene, pensó al
cerrar los ojos. Entonces tomó conciencia de que había otras voces que hablaban
y que la voz grave y cálida no era en absoluto la de Peter.
Gabrielle luchó por abrir los ojos, pero no la obedecían. Sabía que estaba
de pie, pero se tambaleaba por el vértigo y tenía miedo de caerse si no lograba
abrir los ojos pronto.

Entonces esa voz oscura y suave le llenó los oídos y se le abrieron los ojos
de golpe por reflejo.

—Cincuenta mil —oyó que decía esa aterciopelada voz femenina—.


Estoy impresionada.

Los ojos de Gabrielle recorrieron su entorno rápidamente, intentando


comprender dónde había aterrizado, por así decir. Era una tienda, bastante
grande, pero austera, según advirtió al tiempo que se deslizaba sigilosamente
detrás de un pliegue de la tela en un rincón. La mujer guerrera no estaba sola.
Estaba en el centro de la tienda ante una mesa atestada de mapas y rodeada de
hombres, sus lugartenientes, sin duda. La guerrera le daba la espalda, pero
Gabrielle veía muy bien a las demás personas de la tienda.

—Dos mil soldados de caballería, la Hueste Sagrada de Tebas, al mando


nada menos que de Teágenes —informó otra voz. Gabrielle se asomó y vio al
que hablaba: un joven, lo cual coincidía con la voz juvenil.

Observó la espalda de Xena, que se encogió de hombros, contemplando


los mapas.

—Con la Hueste Sagrada de Tebas o sin ella, no tienen nada que hacer —
oyó que contestaba Xena.

Gabrielle no lo veía, pero supo que Xena estaba sonriendo, pues el joven
oficial le sonreía a su vez mostrando su acuerdo.

—Estás muy segura, Xena —intervino un segundo lugarteniente—. Esos


jinetes de Tebas son los mejores del mundo y estamos totalmente superados en
número con la infantería.

—En mi opinión, los tebanos no se pueden comparar con nuestros jinetes


macedonios. Y ni se van a enterar de lo que les ha pasado cuando se enfrenten a
nuestra nueva y mejorada infantería Escudo de Plata, gracias a Xena. ¡Esos
escudos rebajados y las lanzas más largas son un alarde de ingenio! —contestó el
joven con orgullo.

—Parmenión —dijo Xena despacio, volviéndose hacia el objetor—, da


igual cuántas tropas tengan. Lo cierto es que todos sus mejores generales están
muertos. Y Stratocles es más bien... un gilipollas, por decirlo amablemente.

Xena se echó a reír junto con los pocos hombres que se rieron con ella.

A Gabrielle también le entraron ganas de reír. Así era exactamente como


describían los libros de historia al general que había sustituido a Demóstenes,
aunque no con un lenguaje tan expresivo.

—¿Has enviado mi oferta de paz? —le preguntó al joven.

—Sí —contestó él con confianza.

—¿Y tenemos ya respuesta?

—Foción ha recomendado a Stratocles y al parlamento que acepten tu


oferta. Me han dicho que el suspiro de alivio se ha oído hasta en Esparta.

Gabrielle supo que Xena sonreía de nuevo porque todos los generales casi
relucían ahora de confianza.

—Por supuesto que han aceptado. Y por el momento, mientras creen que
cuentan con un indulto, tomaremos la siguiente ciudad de Naupacto, aquí, y
luego dejaremos un pequeño contingente de defensa en Delfos. El resto de las
tropas lo situaremos en Queronea. —Xena fue señalando el orden con la punta de
un cuchillo, que sacó aparentemente de la nada y clavó en el mapa.

Gabrielle sonrió de oreja a oreja. ¡Lo había conseguido! Estaba aquí, justo
antes de la batalla de Queronea. Ahora podría advertir a Xena de una posible
conspiración en su contra, dentro de sus propias tropas.

Esperó pacientemente detrás del pliegue de la tela de la tienda, observando


mientras los generales iban saludando a la guerrera y salían del recinto. Todos,
menos el joven oficial, el que la había apoyado de manera evidente desde el
principio, se habían marchado de la tienda. Xena seguía estudiando los mapas y
de repente advirtió que él seguía allí.

—Buen trabajo, Alejandro. Ahora ve a descansar un poco. Los próximos


días van a ser muy ajetreados.

—Pensaba que a lo mejor querías compañía, alguien con quien hablar, con
quien repasar ideas —dijo el joven, rodeando la mesa—. Sé que te vas a pasar
toda la noche levantada estudiando esos mapas.

Gabrielle vio que Xena le daba unas palmadas afectuosas al joven en el


hombro cubierto por armadura.

—Gracias, Alejandro, pero te necesito descansado y fuerte para mañana.


Estarás conmigo en el flanco izquierdo.

—Sí, lo sé, contigo —contestó Alejandro, sonriendo—. Donde estará toda


la acción.

—¿Dónde si no me iba a poner? —oyó Gabrielle que contestaba Xena,


notando que correspondía a la alegre sonrisa del joven—. Vete a dormir, amigo
mío. Mañana nos espera un gran día, el primero de muchos, creo.

—Tú también necesitas descansar, Xena —le aconsejó Alejandro.

—Lo sé, lo haré —replicó Xena, dándole otra palmadita en el brazo. Ante
la mirada desconfiada de Alejandro, añadió—: Lo prometo.

—Está bien —dijo Alejandro, saliendo de la tienda—. Pero más tarde


vendré a comprobarlo.

—Hazlo —le dijo Xena a la figura en retirada de Alejandro—, y me


despertarás de una buena siesta. No respondo de mis actos.

Cuando la mujer guerrera volvió al estudio de los mapas de la mesa,


sonrió al oír la suave risa del joven general que salía de la tienda.
Gabrielle notó que se empezaba a enfurecer. Todo tenía sentido. Ahí
estaba el joven y guapo Alejandro, ganándose la confianza de Xena, fingiendo
ser simpático, fingiendo preocuparse por la salud de la guerrera, para acabar
traicionándola y probablemente matarla en la batalla misma que estaban
preparando juntos y llevarse todo el mérito de la inteligencia de Xena para toda la
eternidad.

Tenía que avisarla, tenía que avisarla ahora mismo. Saliendo de detrás del
pliegue, Gabrielle tomó aliento, armándose de valor para anunciar su presencia.

—¡Pero qué...! —Antes de que Gabrielle pudiera reaccionar, una daga se


clavó en el poste de madera de la tienda detrás de ella. Se agachó, pero con un
retraso de más de un segundo, y luego se volvió para mirar el cuchillo hundido
hasta la empuñadura en el poste y que en justicia se le tendría que haber clavado
justo entre los ojos.

Xena estaba igual de sorprendida. No había fallado, pero la daga había


pasado limpiamente a través de la intrusa. Se quedó paralizada un segundo y
luego se lanzó a coger su espada, que estaba encima de su petate al otro lado de
la tienda.

—¡Calma! ¡Calma! ¡Tranquilízate! —rogó Gabrielle, levantando las


manos con gesto de rendición.

Xena se quedó plantada, con la espada en alto, preparada para atacar, y


entonces el reconocimiento sustituyó a la ira.

—¡Tú! —gritó, mirándola incrédula.

—Hola otra vez —dijo Gabrielle dulcemente, saliendo despacio de detrás


de la cortina, con las manos todavía en alto por si acaso—. Chica, qué oído
tienes. —No sabía por qué tenía las manos en alto: Xena no tenía una pistola.

Xena la miraba fijamente, desconcertadísima.

—¿Cómo coño has entrado aquí? —preguntó la guerrera exasperada.


—Ya estamos con esa palabra —dijo Gabrielle. Se miró estúpidamente las
manos alzadas y decidió bajarlas.

Xena blandió la espada con gesto amenazador y Gabrielle volvió a


levantar las manos como antes.

—He preguntado que cómo has atravesado mi perímetro, has cruzado mi


campamento, has pasado ante mis guardias personales y te has metido en mi
tienda de mando. —Xena hablaba despacio y espaciando las palabras, haciendo
gala de una calma controlada que no sentía.

—Bueno, no he entrado precisamente por la puerta. Pero supongo que eso


ya te lo imaginas. ¿Puedo bajar las manos?

Sin aviso, Xena atacó con la espada. La estocada era sólo para cortar la
piel, una advertencia, no un golpe mortal, pero la hoja pasó a través sin dejar ni
una marca. A Xena se le dilataron los ojos por la sorpresa y volvió a atacar, de
revés, esta vez con una estocada cuya intención era cortar a la chica en dos. Una
vez más, pasó a través de Gabrielle como si no estuviera allí.

Xena retrocedió alarmada.

—¿Qué eres, una especie de sombra?

—¿Una sombra? —preguntó Gabrielle, sin entender—. ¿Es que parezco


un árbol?

Xena levantó el labio con rabia.

—Un fantasma. ¿Eres una especie de fantasma?

Gabrielle bajó las manos, aunque la guerrera no le había dicho que podía
hacerlo.

—No, no. Un fantasma no. Todavía no estoy muerta. De hecho, ni


siquiera he nacido todavía, ahora que lo pienso.
Ante el silencio impaciente de Xena, Gabrielle levantó la mirada. Los ojos
de la mujer guerrera eran absolutamente arrebatadores. Destilaban furia, cautela,
fuerza, valor, curiosidad, inteligencia, tantas cosas que Gabrielle podía saber de
ella, todo con una sola mirada.

¿Qué verá ella en mí?, se preguntó Gabrielle.

—¿Qué crees tú que soy? —preguntó Gabrielle, sin el menor miedo de la


mujer que sujetaba la espada.

Xena dejó caer el brazo con la espada, al darse cuenta de que era inútil
contra la chica, con independencia de lo que fuera.

—No tengo ni la menor idea.

Esos ojos azules contemplaron la hoja de la espada un momento y luego


volvieron a encontrarse con los de Gabrielle, esta vez con una chispa risueña que
los iluminaba desde dentro.

—¿Alguien a quien han enviado para desquiciarme?

—A lo mejor. —Gabrielle sonrió, con la seguridad suficiente ahora para


avanzar un paso, contenta al ver que las comisuras de los labios de la guerrera
también se curvaban hacia arriba—. No, estoy aquí para ayudarte.

La mujer tiró la espada de nuevo al petate del suelo, al lado de su vaina.

—¿En serio? —Enarcó una ceja al tiempo que se ponía las fuertes manos
en las caderas—. ¿Y cómo me va a ayudar el fantasma de una cría?

—Ya te lo he dicho, no soy una cría. Soy una mujer. Ya tengo dieciocho
años. Tengo mi propio coche. Termino el instituto dentro de dos semanas y luego
voy a ir a la universidad... bueno, probablemente... aunque no quiero, pero mi
madre me va a obligar a ir de todos modos, aunque eso no viene al caso. La
cuestión es... —Gabrielle se calló un momento para tomar aliento.

Mientras Gabrielle hablaba, las cejas de la guerrera iban subiendo por su


frente. Gabrielle parloteaba sin parar, pero a la guerrera le sonaba a chino.
—La cuestión es —continuó Gabrielle, sin inmutarse—, que no soy una
cría. Soy una mujer. Y muy mujer, de hecho.

A Xena le dio un ataque de risa.

—Ah, ¿en serio?

Al ver la cara indignada de Gabrielle, Xena se rió más fuerte.

—¿Estás bien, Xena? —llamó una voz grave desde fuera.

—Bien. Estoy bien. Todo está bien —consiguió contestar la guerrera,


evitando que entrara el guardia.

Echó otro vistazo a Gabrielle, a su expresión indignada, y sintió la


amenaza de otro ataque de risa. La guerrera sacudió la cabeza y luego se pasó la
mano por los labios, gesto con el que pretendía quitarse la sonrisa de la cara.

—Parece que me has ayudado después de todo. —Rodeó la mesa para


acercarse a Gabrielle, ahora totalmente tranquila y sonriente—. Gracias, qué falta
me hacía reírme.

—No sé qué es lo que tiene tanta gracia.

La rubia parecía tan ofendida que Xena estuvo a punto de estallar otra vez,
pero se tragó la risa.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la guerrera, sonriendo cordialmente.

—Gabrielle.

—Gabrielle —repitió Xena—. Me gusta ese nombre. Te pega.

—Gracias —contestó Gabrielle—. Creo.

Xena advirtió el rubor que subía por las mejillas de la chica y sonrió.

—¿Así que dices que has venido a ayudarme? ¿Mi propia dríada custodia,
tal vez?
—¿Dríada? —preguntó Gabrielle, sin comprender la palabra.

—¿Ninfa del bosque? —probó a su vez Xena.

Gabrielle se quedó pensando un momento.

—¿Quieres decir ángel... un ángel de la guarda?

Xena se encogió de hombros.

—Da igual.

Esa idea no se le había ocurrido, pero tal vez era exactamente eso.

—No lo sé, pero deja que te diga lo que sí sé.

Gabrielle se acercó más a Xena. De repente, al avanzar, cayó en la cuenta


de que la guerrera era altísima, pues descubrió que tenía que mirar hacia arriba
para encontrarse con esos ojos intensos.

—He leído en mi libro de historia de primero todo lo de la batalla que


libraste... mm... que vas a librar pronto, pero a ti no se te menciona por ninguna
parte.

—¿Libro de historia? —repitió Xena, contemplando los claros ojos


verdes. La chica era tan adorable que le costaba prestar atención.

—Atribuyen todo el mérito al rey Filipo de Macedonia y a su hijo


Alejandro.

—¿Alejandro? —preguntó Xena, frunciendo el ceño cuando su atención


se centró en un nombre que sí reconocía.

—¿Trabajas para el rey Filipo de Macedonia?

Xena resopló.

—¿El rey Filipo de Macedonia? No hay ningún rey Filipo. ¿Qué clase de
oráculo eres? —Xena se apartó, otra vez llena de desconfianza.
—Vale, vale. No hay un rey Filipo. Pero hay un Alejandro, ¿verdad? —
afirmó Gabrielle, señalando con el dedo la entrada por la que hacía poco que
había salido el mencionado soldado.

—Sí, hay un Alejandro.

—¿Pero no hay un rey Filipo, su papá?

—¿Papá? ¿Quieres decir padre?

—Eso mismo.

Xena se rascó la mandíbula.

—Bueno, Filipo es su padre, pero no es rey. Y desde luego, yo no trabajo


para él.

—Los libros dicen que Macedonia derrotará a Atenas en la batalla de


Queronea... ¿lo pronuncio bien?

Xena no pudo evitar asentir, observando fascinada mientras Gabrielle


hablaba.

—¡Fue una gran batalla! —continuó Gabrielle entusiasmada—. Con una


estrategia militar brillante, aunque lo diga yo misma. —Sonrió al ver la clara
sonrisa burlona de Xena.

Gabrielle se acercó a los mapas de la mesa, señalando.

—Atacaréis al amanecer. Os enfrentaréis al ala derecha de los atenienses:


doce mil hombres, al mando de la famosa Hueste Sagrada de Tebas. En el ala
izquierda, los hoplitas atenienses: diez mil en total. La falange central estará
compuesta por el resto del contingente aliado, milicia en su mayoría, pero
reforzada por si acaso con los mejores mercenarios que se pueden comprar con
dinero. Y el golpe de gracia, en la reserva, aquí —dijo Gabrielle, señalando un
punto situado a la izquierda del todo, bloqueando la entrada a la ciudadela—.
Una línea de tropas rápidas, con armamento ligero, que unen a la fuerza principal
con la ciudad. No es mala defensa, ¿eh? —dijo Gabrielle, sonriendo al ver la
sorpresa de Xena ante su análisis en profundidad de las fuerzas atenienses—. Si
atacáis la línea de la ciudadela para saquear la ciudad, donde creen que lo haréis,
el ala izquierda os obligará a retroceder campo a través hasta el río. El resto del
ejército se cerrará sobre vosotros y os aplastará... u os ahogaréis. Se mire como se
mire, estáis fritos. Por otro lado, si atravesáis por el centro, ellos podrían
retroceder y rodearos con los flancos. En cualquier caso, seréis la tostada del
desayuno para el gran ejército de Atenas, igual que en Maratón, ¿verdad? No es
un mal plan de defensa, y con líderes mejores o contra un adversario menos
brillante y profesional, hasta podría haber funcionado.

—¿Pero? —la instó Xena con una sonrisa de orgullo, fascinada al oír los
detalles del posible escenario de batalla que ella misma se había imaginado
verbalizados por una fuente tan inesperada.

—Pero... tú sabes... y yo sé... que la única oposición seria la planteará la


Hueste Sagrada de Tebas, aquí, en el flanco derecho. Son los veteranos con
experiencia, tan bien entrenados como tus propias tropas. No son mercenarios,
que, por muy bien que les paguen, huirán a la primera señal de peligro. ¿Y la
milicia de ciudadanos? Se les da mejor atacar la comida de la mesa que a un
ejército. ¿Tengo razón?

Gabrielle no esperó una respuesta, pues la sonrisa impresionada de Xena


decía suficiente, de modo que continuó.

—No, no atacarás la ciudad por la línea más débil que han puesto ahí
justamente para tentarte. Atacarás a los tebanos, aquí, con tu flanco izquierdo,
porque tú sabes... y yo sé... que si los tebanos caen, ¡se derrumba toda la
enchilada! Los atacarás con tus mejores soldados, tu caballería pesada al mando
del mejor comandante de tu ejército.

—Que sería yo —dijo Xena, asintiendo ante la evaluación que había


hecho Gabrielle de su plan, al tiempo que se preguntaba qué Hades era una
enchilada.

—Que sería Alejandro —contestó sin rodeos.

—¡Alejandro! —exclamó Xena sorprendida.


—Oye, a mí no me mires. Eso es lo que dice el libro de historia. Dice que
Alejandro dirigió la carga contra la Hueste Sagrada de Tebas y que los aplastó y
a los atenienses los hizo trizas y que fue el vencedor de una batalla decisiva que
le dio el control de Grecia central al rey Filipo durante años.

—¡El rey Filipo!

—¿Entiendes lo que quiero decir? Tú eres la que manda aquí, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Pues eso quiere decir que entre este momento y tu victoria en Queronea
va a pasar algo... y te va a pasar a ti.

La aguda inteligencia había vuelto con toda su potencia a los ojos de Xena
mientras repasaba la lógica. Así pues, era cierto, la chica era una especie de
oráculo fantasmal enviado tal vez por los dioses, tal vez por el dios de la guerra
en persona. Fuera lo que fuese, no era de carne y hueso, de eso estaba segura. No
sabía qué era un libro de historia, pero sin duda le había dado a la chica un
montón de información sobre una batalla que, hasta este momento, sólo había
estado planeada en el campo de maniobras tácticas de su propia mente.

No cabía duda, ese libro de historia debía de ser una especie de


instrumento adivinatorio y la chica una mensajera de Ares.

Cuando miró de nuevo a Gabrielle, la joven la observaba con ojos


preocupados.

—He vuelto para avisarte —dijo Gabrielle suavemente—. Va a ocurrir


algo que borrará tu nombre de la historia.

Xena avanzó hasta colocarse muy cerca, lo más cerca que había estado
hasta ese momento. Gabrielle tuvo que levantar la mirada hasta unos ojos que
amenazaban con tragársela entera.

—¿Por qué te importa lo que me pase? —preguntó la guerrera y su voz


suave causó una profunda resonancia interna en Gabrielle.
—No lo sé —contestó de la única forma que pudo, con total sinceridad.

Y entonces una capa de oscuridad cayó sobre sus ojos y Gabrielle supo
que se estaba alejando del único sitio donde habría preferido quedarse.

La casa estaba vacía y en calma, fría y silenciosa como una tumba, pero de
una forma maravillosa. Estaba así cada vez que su madre se iba de viaje de
negocios, y Gabrielle había aprendido a valorar estos momentos, por solitarios
que fueran. Se producían a menudo, pero no lo suficiente, en su opinión. Sin
temor a llamar la atención al entrar, Gabrielle cerró con estrépito la pesada puerta
de entrada y cruzó con paso tranquilo el vestíbulo hasta las escaleras.

Estaba derrengada.

Tras el éxito de su intento de advertir a la mujer guerrera de la inminente


traición, Gabrielle había usado el resto del alijo que acababan de comprar
tratando en vano de regresar al mundo antiguo. Estaba desesperada por ver la
batalla que había estudiado con tanto detalle y también, por motivos que no
entendía, quería asegurarse de que la advertencia había servido de algo.

Pero meterse lo último que quedaba no había conseguido nada salvo


dejarla relajada y soñolienta. No tuvo para nada los resultados de sus dos
primeras dosis y no le dio en absoluto esa sensación cálida y placentera a la que
se estaba aficionando rápidamente. Peter le explicó que eso se debía a que su
cuerpo se estaba acostumbrando a la droga, puesto que se habían metido tanta en
tan poco tiempo. Si quería los mismos resultados, iba a hacerle falta más para
conseguirlo, cosa que Peter le desaconsejó vehementemente.

Gabrielle aceptó de mala gana y después de dormir unas horas en la


seguridad oscura, tranquila y polvorienta del Agujero, salió por la ventana, se
metió en su coche y condujo el corto trayecto de vuelta al otro lado de las vías y a
la parte rica de la ciudad.

Con las piernas cansadas, subió despacio las escaleras hasta su cuarto y,
una vez allí, se dejó caer en la mullida cama blanca con un suspiro. Echó un
vistazo rápido a la radio despertador. Dios, había ido a casa de Peter, había
pillado droga, se había lanzado a un viaje alucinante de ida y vuelta en alfombra
mágica a la antigua Grecia, se había vuelto a colocar, se había quedado dormida
un rato mientras se le pasaba el pedo y había vuelto a casa... todo ello antes de las
tres de la tarde.

Qué día.

Alzando las manos, se frotó despacio los ojos y las sienes. Alucinación.
¿Era una alucinación? ¿Era un sueño, por vívido que fuera, pero un sueño al fin y
al cabo? Pero le parecía muy real, pensó contemplando el techo, imaginando esos
ojos azules clavados en los suyos.

Lo más probable era que fuera un mundo producto de su propia


imaginación, pero reconocía de buen grado que era un lugar donde preferiría
estar con creces, sobre todo al compararlo con la vida que tenía en casa. Tenía
que haber un millón de explicaciones psicológicas por las que su mente estaba
creando un mundo de antiguas batallas griegas y hermosas mujeres guerreras
cada vez que se inyectaba heroína.

Bueno, cada vez no, se recordó a sí misma, reviviendo el posterior intento


fallido de esa misma mañana. ¿Y por qué no funciona todas las veces? Por algún
motivo, ese hecho le parecía importante.

Sus ojos se posaron en el libro que estaba en la mesilla de noche a la


derecha de la cama, donde lo había dejado esa mañana, y encima de su cabeza se
encendió una bombilla con una idea.

Si su visita a la antigua Grecia había sido real de verdad y había tenido


éxito al avisar a Xena, ahora tendría que poder abrir el libro de historia y leer en
él las hazañas de Xena como conquistadora de Grecia, ¿no?

Porque si había viajado al pasado y de verdad había logrado cambiar el


curso de los acontecimientos, lo lógico era que ese mismo cambio ya hubiera
afectado al futuro, que para ella era en realidad el presente.
Sin pararse a pensar en lo retorcida que era su lógica, alargó la mano,
cogió el libro y se sentó en la cama para hojear las páginas de la parte que ya
estaba muy manoseada.

Sus ojos recorrieron el texto rápidamente, posándose sin esfuerzo en los


párrafos marcados.

No había el menor cambio. Alejandro todavía se llevaba el mérito de la


victoria de Queronea y al final el rey Filipo se convertía en gobernante de todos
los estados griegos, preparando así el camino para que Alejandro Magno
dominara algún día el mundo conocido.

Los dedos de Gabrielle tamborilearon en la página abierta del libro que


tenía en el regazo.

De modo que su advertencia no había funcionado. ¿Por qué? ¿Qué quería


decir eso? ¿Quería decir que a Xena la mataron después de todo? ¿Quería decir
que todo aquello era obra de su propia mente drogada que la había llevado a una
antigua Disneylandia griega?

—¡O quiere decir que los puñeteros libros de historia sólo dicen
chorradas! —vociferó y tiró el libro de texto al otro lado de la habitación. Se
estampó en la pared opuesta y cayó al suelo, del revés, con las tapas y las páginas
arrugadas sobre la alfombra.

Golpeó las sábanas con los puños, muy irritada.

—¡Maldita sea!

Ya está, tanto si es un sueño como si no, tanto si es real como si no. No


iba a poder descansar hasta que supiera qué le había pasado a Xena.

Tenía que volver.

Y si quería volver, iba a necesitar más droga.


Un ligero roce en la tela de la tienda hizo sonreír a Xena. Sin apartar los
ojos del pergamino desenrollado que llevaba toda la noche estudiando a la luz de
las velas, saludó a su visitante.

—Buenos días, Alejandro.

—Todavía no es de día, Xena —dijo el joven lugarteniente al entrar en la


tienda. Y efectivamente, no lo era: el cielo seguía negro como ala de cuervo, pues
el sol aún no había salido.

—Espero que no tengas la costumbre de asomarte a mi tienda por la noche


—dijo Xena, enarcando una ceja elocuente.

Alejandro sonrió.

—Creía que estabas dormida y no quería despertarte. Ya me lo tendría que


haber imaginado.

Xena le hizo un gesto para que saliera de las sombras y se acercara a la luz
dorada de la vela vacilante.

—Pasa. Pareces preocupado por algo.

—Sí —confirmó él, acercándose y mirando la mesa para ver qué estaba
estudiando con tanta atención—. Te has pasado toda la noche en vela estudiando
los mapas, ¿a que sí?

—Por supuesto —contestó ella, levantando la cabeza para mirar a su


compañero—. ¿Tú has descansado?

—Sí, he dormido un poco. Pero me sentiría mejor si supiera que tú


también has dormido —afirmó, arrugando el entrecejo con auténtica
preocupación.

La llama danzarina de la vela se reflejaba en sus pupilas y ella contempló


en silencio la mirada preocupada. Xena sabía muy bien lo que muchos decían
sobre sus propios ojos, y que los bardos solían pintar su color claro con palabras
ásperas como cruel o desconcertante. En cierto modo, los de Alejandro eran aún
más desconcertantes, dado que había nacido con un ojo azul y el otro marrón. Al
pensar en cómo era posible que un rostro tan joven pudiera parecer tan
preocupado se acordó de repente de su joven y misteriosa visitante, la hermosa
muchacha de pelo dorado, y de la sincera advertencia de que estaba a punto de
ser traicionada.

Mientras contemplaba sus peculiares ojos, se preguntó si Alejandro sería


capaz de planear su asesinato.

—Ya tendré tiempo de sobra para dormir cuando me muera —replicó


Xena.

—Eso no tiene gracia —contestó él, frunciendo el ceño—. ¿Cómo puedes


bromear sobre tu muerte en la víspera de una batalla?

—No bromeo —respondió Xena y dejó los mapas para mirarlo de


frente—. ¿En qué estás pensando, Alejandro? Has venido por una razón.
Suéltalo.

—Tenemos una desventaja numérica muy seria, Xena —declaró sin


rodeos.

—Vaya, así que no estás tan seguro como antes hiciste creer a los otros.
Sé muy bien que estamos en desventaja. ¿Qué es lo que quieres decir?

—Lo que quiero decir es que deberíamos pensárnoslo un poco más. Has
enviado un tratado de paz y Stratocles lo está estudiando. A lo mejor no es
necesario que nos enfrentemos a todo el ejército ateniense. Si acepta nuestros
términos, sería como una rendición, ¿no? Podemos conseguir el mismo resultado
y vivir para luchar otro día.

—¿No crees que podamos ganar?

—No, sí, no... o sea, contigo al mando, tal vez. No lo sé. Lo que sí sé es
que nos superan con creces en número.
En lugar de responder, Xena se volvió y cogió su espada, que estaba
apoyada en un poste de la tienda, hizo un molinete con ella y se la metió en la
vaina que llevaba a la espalda.

Le dio una palmada en el hombro.

—Vamos, listillo, va a amanecer y seguro que Parmenión ya tiene al


nuevo regimiento levantado, armado y listo para marchar. No querrás que llegue
a la posición antes que nuestra caballería, ¿verdad?

Comprobando el cierre de su peto, se dirigió a largas zancadas a la entrada


de la tienda.

—No entiendo por qué a los hombres nunca les entra en la mollera...

Levantando el faldón, Xena asomó la cabeza a la noche. Aún no


amanecía, pues el cielo seguía oscuro, pero un ligero cambio en la quietud, una
fluctuación imperceptible de la temperatura, le indicaban que faltaban unos
segundos para el primer albor.

—... que el tamaño no es lo que importa.

Salió al campamento, pasando junto a los guardias que estaban plantados


justo en la puerta, seguida rápidamente por Alejandro.

—El arte de la guerra —dijo Xena al tiempo que se montaba en su caballo


de guerra—, se basa en el engaño.

Mirando apenas atrás para asegurarse de que su segundo al mando la


seguía, chasqueó la lengua una vez y pegó una suave patada con los talones.
Argo respondió arrancando a trote ligero.

Pasaron ante un pelotón de infantería que iba retrasado y todavía se estaba


armando con los pertrechos de guerra recién diseñados. Xena había eliminado el
escudo pesado y la lanza corta del típico hoplita griego. En su lugar, había
equipado a su infantería con un escudo de plata mucho más pequeño y ligero que
se colgaba del hombro izquierdo. Esto dejaba las manos libres a sus infantes, lo
cual permitía que cada hombre de la nueva falange llevara una lanza mucho más
larga, llamada "sarisa".

Xena sonrió y asintió, respondiendo a las ovaciones de sus hombres, que


la saludaban levantando sus largas sarisas según iba pasando.

—Cuando podamos atacar, pareceremos incapaces —continuó, consciente


de que Alejandro hacía un esfuerzo por mantenerse a su altura, luchando por oír
cada palabra que decía.

Encontraron al resto del regimiento al mando de Parmenión ya dispuesto,


largas filas de soldados en apretada formación de espalda a las colinas,
cumpliendo las instrucciones de Xena al pie de la letra.

Hasta donde alcanzaba la vista, fueron pasando ante largas filas de lanzas,
de entre cuatro y cinco metros de alto, con puntas de hierro tan afiladas que
podían atravesar cualquier tipo de escudo o peto conocido actualmente por el
hombre. Cuando su falange estuviera en posición y colocaran bien esas lanzas,
los desprevenidos atenienses cargarían contra un bosque impenetrable formado
por dieciséis filas de lanzas con punta de hierro capaz de atravesar armaduras.

—Cuando estemos cerca, haremos creer al enemigo que estamos lejos.

Otra patada con los talones y Argo aceleró el paso hasta ponerse a trote
largo. Alejandro agitó las riendas para instar a su propio caballo a seguir el ritmo.

Los primeros rayos de luz aparecieron por encima de la montaña y


Alejandro cayó en la cuenta de repente de por qué Xena los había situado de
espaldas al sol. A su enemigo le costaría mucho calcular el número real de sus
tropas y la profundidad de sus formaciones, puesto que tenía que mirar hacia la
sombra de las montañas contra el fuerte resplandor del sol naciente.

—Fingiremos que somos débiles, para que se crezca en arrogancia.

El ejército macedonio no iba vestido con la cota de malla de hierro y la


armadura pesada de la época, sino con sobrevestas de anillos ligeros de bronce
sobre un uniforme de pieles y tela diseñado por la propia Xena para conseguir un
ejército más rápido y maniobrable. A primera vista, los hombres parecerían presa
fácil contra un enemigo que llevaba una armadura más pesada. Pero Alejandro
advirtió que las diferencias entre las dos fuerzas opuestas eran más profundas que
un simple atuendo de combate.

Al contrario que las tropas atenienses, que estaban compuestas en su


mayoría por la milicia ciudadana de Atenas y mercenarios acostumbrados a
climas mejores, sus soldados habían sido entrenados como un ejército profesional
y permanente en todo momento. Xena había acabado para siempre con la
costumbre de hacer campañas estacionales aprovechando el buen tiempo. Su
ejército se había entrenado bajo el sol, la lluvia, el granizo y la nieve para
convertirse en un ejército de todo el año, preparado para combatir en cualquier
estación, experto en tácticas para todo tipo de terreno y entrenado en una amplia
gama de técnicas de combate y asedio.

Si quedaban atenienses que no hubieran sido atravesados como cerdos por


las sarisas, sin duda quedarían hechos pedazos por la técnica muy superior de la
segunda oleada.

Tan embelesado estaba al darse cuenta de esto que casi se quedó atrás
cuando Xena puso a su caballo al galope. No muy lejos, vio su flanco izquierdo:
la formación del batallón más extraordinario de todos los ejércitos de los que
tuviera conocimiento.

Juntos, cabalgaron hasta reunirse con los Compañeros Reales de


Macedonia: la caballería de élite del ejército. Los hombres habían sido elegidos
personalmente por la Princesa Guerrera y entrenados al estilo de los grandes
jinetes bereberes. No llevaban armadura, sino largas túnicas, y montaban caballos
pequeños y ágiles. Como los bereberes, no usaban bridas: guiaban en cambio a
sus monturas con las rodillas, lanzaban cortas jabalinas de hierro con las dos
manos y podían decapitar a un hombre con una sola estocada de sus afiladísimas
cimitarras. Xena le había revelado a Alejandro que ella misma había aprendido a
guiar así a su gran caballo de guerra por un líder bereber que había tomado como
amante durante sus años salvajes, largo tiempo atrás. De modo que había
entrenado a su caballería y la había organizado para que cabalgara y atacara en
densas y disciplinadas formaciones que asestaban golpes concentrados.
Delante de su caballería, Xena había situado una línea de infantes vestidos
únicamente con túnicas cortas y tres hondas de distintas longitudes alrededor del
cuerpo. Xena había tomado la idea de las hondas de los baleares. Las hondas eran
un arma poco llamativa que a ella le parecía muy eficaz y, a pesar de las
numerosas protestas de sus lugartenientes, había ordenado que buena parte de los
arqueros dejara el arco para adoptar esta extraña arma.

—Le ofreceremos cebos para atraerlo, fingiremos desorden para que se


lance. Y por último, pero no por ello menos importante, atacaremos cuando no
esté preparado y apareceremos donde no se lo espere. —Xena seguía hablando
mientras Alejandro aceleraba para alcanzarla.

Pero Alejandro se quedó mirando la fila de soldados formados en posición


de descanso bajo el sol temprano de la mañana. Armados con hondas, estos
hombres eran capaces de lanzar una lluvia de balas de plomo que superaban el
alcance de cualquier flecha.

Usando sólo las rodillas, Xena hizo girar a la yegua dorada, deteniéndola
de forma muy espectacular. Alejandro tiró de sus riendas sorprendido, pues
estaba a punto de sobrepasarla, y apenas consiguió colocar a su propio semental
oscuro a su lado.

El sol había superado la cumbre de la montaña y ante ellos se extendía el


verde valle de Queronea, reluciente a la luz brillante del virginal día.

Alejandro casi soltó una exclamación cuando sus ojos lograron enfocar la
vista en el horizonte. El enemigo los esperaba, formado en apretadas falanges
como un tablero de ajedrez a apenas un campo de cultivo de distancia. Los
atenienses, que tendían a hacer la guerra al estilo de los romanos, llevaban
buenas armaduras y un armamento mucho más caro que el de sus propias
fuerzas: a fin de cuentas, tenían a su disposición la riqueza de la gran ciudad de
Atenas. Todos los hombres de las primeras líneas llevaban túnicas de combate de
cota de malla de hierro, y los hombres que iban detrás llevaban petos de bronce o
de anillos de hierro. Alejandro lo sabía por los destellos intermitentes de brillante
luz plateada o dorada cuando los soldados se movían incómodos bajo el calor del
sol que seguía subiendo.
Tragó saliva, pensando que su enemigo parecía una ola interminable de
hombres a punto de alzarse como un maremoto para llevárselos a todos ellos por
delante.

—Alejandro, ¿me estás escuchando? —La voz de Xena lo sacó de golpe


de la deprimente visión de ser tragado por un mar de espadas y hachas de
combate—. ¿Qué te pasa, Alejandro? —le preguntó a su apesadumbrado
oficial—. ¿Sigues preocupado?

—No creía que hubiera tantos atenienses en el mundo —dijo él, sin
apartar los ojos del espectáculo del formidable ejército bien protegido y bien
armado que tenían delante.

Xena se encogió de hombros asintiendo.

—Asombroso, ¿verdad? Pero te voy a decir algo aún más asombroso.

—¿El qué, Xena?

—En todo ese inmenso despliegue de hombres, en toda su milicia, en


todos sus mercenarios bien pagados, no hay un solo Alejandro.

El grupo de hombres más cercanos a ellos se echó a reír. Tal vez se reían
demasiado fuerte, pero al menos todos habían dejado de mirar a los atenienses
con horrorizada fascinación.

—¡No hay uno solo de vosotros! —gritó Xena, con más fuerza para que la
pudieran oír más soldados—. No hay un solo ateniense entre ellos que tenga la
capacidad que tenéis vosotros aquí hoy. Ninguno que pueda seguir en la silla al
tiempo que lanza una jabalina con las dos manos, ¿verdad? ¿Como podéis
vosotros? —afirmó, señalando a soldados concretos con la hoja de su pesada
espada, que alargaba con facilidad, mostrando los músculos del brazo que se
agitaban bajo la piel bronceada.

Sus hombres contemplaban su poder y su belleza con evidente pasmo. Se


apartó del cuerpo principal del flanco y se puso a trotar pasando ante sus tropas.
—¡Ninguno de ellos tiene la convicción interna que tenemos nosotros!
Hemos luchado los unos contra los otros como tribus durante años, mientras
Atenas y el resto de las ciudades-estado se hacían ricas. Acaparan las rutas
marítimas y los caminos, exigiendo impuestos a todo el que quiera utilizarlos.

Su afirmación fue recibida con gruñidos de asentimiento.

—Juntos, hemos creado este ejército para acabar con su democracia falsa
y corrupta. Nos hemos entrenado mucho tiempo y muy duro para este día. Pues
aquí estamos, juntos. Tracios y tesalianos: ¿alguna vez soñasteis que sería
posible? ¡Pues aquí estamos! Hoy, todos somos macedonios, el mejor ejército
que haya aplastado jamás la hierba de un campo de batalla. Hoy termina el
dominio de los atenienses sobre nuestras vidas —gritó mientras cabalgaba,
ganando velocidad, y su voz resonaba con fuerza y sinceridad en el callado y
caluroso amanecer—. Se acabó el pago de impuestos por falsas promesas de
protección. Se acabaron los ataques de los señores de la guerra contra nuestras
ciudades y aldeas. ¡Hemos hecho este ejército para luchar por nosotros mismos!
¡Ahora podemos proteger lo que es nuestro! ¡Y lo que será nuestro es todo lo que
vemos!

Los cascos de su yegua dorada atronaban por la llanura en el momento en


que levantó su espada en alto, con el pelo oscuro agitado al viento contra el telón
de fondo de un cielo azul.

—¡Atenas hoy! ¡Esparta mañana! ¡Grecia debe estar unida!

Sus tropas oyeron el grito y lo corearon.

—¡GRECIA DEBE ESTAR UNIDA!

Un destello de luz que captó por el rabillo del ojo llamó la atención a
Xena. Usando las rodillas, hizo volver a Argo al frente de su línea y se volvió de
cara a su enemigo.

Los atenienses empezaban a avanzar caminando: lentos, inexorables y tan


mortíferos como un río de lava. A Xena se le contrajeron las pupilas al enfocar
sus agudos ojos azules para atravesar la distancia, y aferró la espada, gruñendo
ligeramente con la expectación del primer golpe.

—Ares, hoy quedarás satisfecho —susurró como oración, y alzó la


espada, una orden para que las tropas aguantaran sin moverse.

Efectivamente, el primer instinto era ordenar el avance de su flanco


derecho y atacar con una carga, pero ella tenía otros planes. Moviendo las
rodillas, controló a Argo, firme en su sitio, mientras la yegua levantaba trozos de
tierra con las pezuñas como protesta. Detrás de ella, en toda la línea, los soldados
montados luchaban por controlar a sus caballos de la misma manera. Con
voluntad de hierro, esperó, con el corazón acelerado, mientras su flanco izquierdo
se enfrentaba al enemigo con un estruendoso choque de metal contra metal.

Mientras Alejandro observaba nervioso, recordó las palabras de


Xena. "Cuando podamos atacar, pareceremos incapaces".

El general ateniense, Stratocles, no daba crédito a su suerte. Había enviado


a su falange derecha, la más fuerte, contra el flanco izquierdo, que parecía más
débil, y estaba funcionando. La línea enemiga estaba cediendo. Con un alarido
producto de la pura adrenalina, instó al resto de sus fuerzas para que machacaran
ese punto débil y aprovecharan el colapso del flanco izquierdo de la Princesa
Guerrera.

—¡Vamos! —gritó, con la espada en alto—. ¡Vamos a devolverlos a


Macedonia!

Sus tropas centrales obedecieron la orden y se lanzaron hacia delante para


unirse a la falange derecha en la demolición de la línea en retirada de la brigada
macedonia, sin prestar atención a la maraña erizada de lanzas que les bloqueaba
el camino.

"Fingiremos que somos débiles, para que se crezca en arrogancia".

Alejandro se dio cuenta de que no era una retirada en absoluto. Siguiendo


los pasos bien ensayados, los hombres de Xena retrocedían, sujetando las sarisas
hacia abajo y hacia delante, manteniendo a raya a sus perseguidores, hasta que el
ascenso del terreno causado por la ladera de la colina detuvo su retirada, dándoles
a los soldados la excelente sujeción que necesitaban para sostener las lanzas.

Los atenienses siguieron adelante, gritando y aclamando, hasta que su


carga creció como un maremoto de cuerpos humanos. Incapaces de controlar su
propia acometida, los atenienses empezaron a empujarse entre sí, empalando a
sus propios hombres en las afiladísimas puntas de las lanzas macedonias. El
centro ateniense se abrió hacia los lados mientras seguían avanzando, en un
esfuerzo desesperado por evitar quedar empalados, y la falange se deshizo.

Fue entonces cuando el joven segundo al mano lo comprendió por fin. Si


la guerra era un arte, Xena era una auténtica artista.

A pesar del horroroso espectáculo de la primera oleada fallida de la


infantería, los jinetes tebanos aguantaron en el sitio. Con su disciplina superior,
se quedaron quietos, observando mientras toda la derecha y el centro del ejército
ateniense empezaban a desmoronarse.

Aunque Argo golpeaba excitada con los cascos, Xena se mantenía firme
en su sitio. Su mirada imperturbable buscaba a Teágenes, el comandante de la
Hueste Sagrada de Tebas. Lo encontró en el extremo izquierdo de su línea y
observó con atención su lenguaje corporal. Stratocles le había dado una orden
frenética para que cargara, pero era evidente que en ese momento no estaba
dispuesto, mientras observaba la caída del centro de sus aliados.

Retírate o ataca, lo instó mentalmente. Elige. Olía su indecisión desde el


otro lado del campo, y enarcó una ceja burlona, sintiendo en su propia sangre la
emoción del esperado ataque.

Él la vio entonces, burlándose de él, con un desafío evidente en su postura,


y eso lo enfureció. Un ligero movimiento con la mano, un amago de ir a coger la
espada, y Xena curvó el labio gruñendo. Bajó la espada que había estado
sosteniendo en alto.

A su señal, sus honderos baleares lanzaron una lluvia de balas de plomo


que cayó sobre la caballería tebana. Los caballos, a punto de cargar, se
encabritaron, desequilibrados por la lluvia interminable de metal duro y frío.
Cuando el característico grito de batalla de Xena se alzó por encima de la
cacofonía de la guerra, sus tropas montadas se lanzaron con ella a un galope
atronador. Xena llevó a su caballería hacia delante, al frente de la carga, y
atravesó la brecha que había en la línea de atenienses diseminados.

La primera estocada de su espada decapitó a un soldado de infantería


ateniense con satisfactoria facilidad. La siguiente se clavó en el costado de un
jinete tebano. Notó un chorro de sangre caliente que le salpicaba la cara cuando
la siguiente estocada cortó limpiamente la arteria de un cuello.

Sus tropas montadas la alcanzaron rápidamente, derribando a los jinetes


tebanos al suelo, y la siguieron cuando ella hizo girar a la carga para el ataque
por detrás.

Teágenes, al ver la difícil situación en la que estaba, decidió atacar a los


honderos de a pie, en lugar de enfrentarse a la carga de una fuerza montada desde
atrás.

Xena se echó a reír, mirándolo al tiempo que le cortaba el brazo a un


adversario que la atacaba. Hizo girar a Argo para ver mejor la cara del
comandante tebano cuando se diera cuenta de repente del error de su decisión.

La línea ateniense se había desintegrado por completo y ahora los


macedonios avanzaban en un ángulo de barrida, acabando con los últimos
enemigos en una marcha mortífera.

Los honderos de Xena ya no estaban solos, sino que contaban con el


refuerzo de una buena cantidad de soldados de la brigada macedonia. Para
cuando los tebanos consiguieron dar la vuelta a sus caballos y cargar contra ellos,
se encontraron con un muro de lanzas por delante y el pavoroso espectáculo de la
caballería de Xena que caía en tromba sobre ellos por detrás.

Los caballos se empalaban en las lanzas y caían a tierra o se encabritaban


asustados, lanzando a sus jinetes a la muerte causada por las espadas y las hachas
de combate de los macedonios al ataque. El ejército de Xena se coló en
avalancha por las brechas y atacó el frente y el flanco atenienses a la vez. Lo que
la caballería había empezado, la falange lo estaba terminando.
El comandante tebano tiró de sus riendas, deteniendo a su caballo, y sólo
pudo quedarse mirando mientras todos y cada uno de los miembros de la Hueste
Sagrada de Tebas morían plantados en el sitio como en un desfile, entre
montañas de cadáveres.

Xena vio la derrota en los ojos de Teágenes. Detuvo su carga, haciendo


que su caballo se alzara sobre las patas traseras por encima de la refriega para
que el comandante viera claramente el desafío.

El rostro de Teágenes se llenó de rabia y azuzó a su semental, lanzándose


al ataque. Se encontraron a galope tendido y el estruendo de las espadas al chocar
resonó por encima del alarido de muerte que llenaba el valle y reverberaba por el
bosque.

Xena dio la vuelta a su caballo para atacar de nuevo, sin necesidad de


charlas ni explicaciones. Teágenes reconoció el ofrecimiento de matar o morir,
una oportunidad de alcanzar la muerte con honor. Sus espadas volvieron a chocar
con toda la potencia de la carga que llevaban detrás. Teágenes estuvo a punto de
caerse hacia atrás por el golpe.

Ella volvió la espada para una estocada y parada rápidas. Su adversario


detuvo su espada con una estocada de revés. Gruñó al parar, ya casi sin aliento
por la fuerza incomprensible de los golpes de la mujer guerrera.

Argo se movió de lado y se pegó al flanco del semental, empujándolo


hacia un lado para que perdiera el equilibrio, mientras Xena subía y bajaba el
brazo una y otra vez, atacando la defensa del comandante tebano. Éste estaba ya
debilitado, apenas capaz de levantar el brazo con que sujetaba la espada para
protegerse la cabeza.

Rápidamente, Xena cambió la dirección de su ataque y descargó la espada


en un amplio arco. Le rajó la pierna por el muslo y se apartó para ver mejor el
chorro de sangre que pintaba el costado del caballo de un rojo reluciente.

Teágenes se tambaleó por el dolor, pero no cayó de su montura. Levantó


la espada, pero apartó a su animal en el último momento, demasiado débil para
completar el ataque.
Estás muerto, pensó Xena durante un instante, y en esa fracción de
segundo, como un gran maestro en una partida de ajedrez, la Princesa Guerrera
visualizó claramente la siguiente serie de golpes que le darían la victoria este día.

Azuzó a Argo, fingió una estocada contra el cuerpo que hizo bajar la
espada a Teágenes, y con todo el poder de Ares impulsando su espada, Xena
inició la estocada que cortaría la cabeza al comandante tebano.

Un breve destello de movimiento y un grito agudo la distrajeron de su


presa.

Xena soltó una exclamación ante lo que veía. La chica, Gabrielle, había
acabado metida en el campo de batalla y estaba de rodillas en el suelo a punto de
ser empalada por la lanza de uno de sus propios hombres.

—¡Alto! —vociferó la orden y lanzó su espada. La hoja se clavó justo a


los pies del soldado, que levantó la vista sorprendido, deteniendo su ataque. Los
ojos de Xena se encontraron con los de Gabrielle por un instante de sorpresa
mezclada con alivio mientras el hombre se retiraba.

Y entonces la cuchillada al rojo vivo de la espada de Teágenes al clavarse


en su costado hizo que su campo visual se encogiera, amenazando con volverse
negro.

Logró estamparle el puño en la cara antes de que su mundo empezara a


dar vueltas y entonces se cayó del caballo, notando apenas el impacto de su
propio cuerpo al golpear la dura y fría tierra. Los ruidos de la batalla se alejaron
poco a poco hasta que lo único que oyó fue su propia respiración saliendo de sus
pulmones con bocanadas superficiales y jadeantes.

Levantó la mirada, esperándose ver a Teágenes por encima de ella, espada


en mano y preparado para matar, pero varios de sus hombres, Alejandro entre
ellos, lo habían derribado del caballo y lo estaban haciendo picadillo no muy
lejos de ella. Volvió la cabeza y descubrió que la vista desde el suelo le hacía
cierta gracia, pues nunca hasta entonces había visto un campo de batalla desde
este ángulo.
Sus ojos encontraron a Gabrielle. La chica corría hacia ella, resbalándose
en el barro, la sangre y las tripas que cubrían el suelo, desesperada por alcanzarla.

No te preocupes, ángel, pensó Xena, no me duele nada. Sonrió cuando


apareció el rostro inocente de la chica, con los ojos llenos de preocupación.

Gabrielle se arrodilló por encima de ella, diciendo algo, pero por alguna
razón Xena no la oía: sólo oía el ruido áspero de su propia respiración al entrar y
salir y algún que otro choque metálico cuando Alejandro y algunos de sus
hombres se defendían de unos pocos ataques aquí y allá.

Si esto era lo último que iba a ver, prefería mirar a esos ojos verdes que el
contorno humeante de cadáveres putrefactos, que era lo único que veía desde
donde estaba tirada.

—Me pondré bien —se descubrió respondiendo—. No es más que un


arañazo.

Gabrielle la miró confusa. Estaba intentando detener la hemorragia de la


herida, pero su mano no lograba presionar ni dejaba huella alguna sobre su carne.

—Eres un ángel, ¿recuerdas? —comentó Xena, riendo, y luego hizo una


mueca por el dolor que le causó la risa. Maldición, seguro que no le había hecho
la menor falta proteger a la chica, porque la lanza habría pasado sin más a través
de ella.

La ironía de la situación se dejó ver también en el rostro de Gabrielle y


entonces Xena se quedó observando con calma cuando su misteriosa visitante
empezó a brillar y a desvanecerse, tal y como había llegado.

—Supongo que todo ocurre exactamente como debe ocurrir —le comentó
en voz baja a la imagen desvaída de su ángel de la guarda.

Entonces se quedó sola, tirada en un charco de su propia sangre en la fría


tierra de su propio campo de batalla victorioso.

2
Gabrielle se sentó de golpe en el oxidado camastro, soltando una ronco
grito de negación que quedó apagado por el estampido de la puerta al abrirse en
lo alto de las escaleras y el ruido de unas botas pesadas que bajaban a toda prisa
hacia el sótano. Unas sombras bailaron por las paredes, contornos de formas
oscuras que entraron corriendo en el sótano, apartando viejos cartones, y se
echaron encima de ellos tan deprisa que ninguno de los dos pudo reaccionar.

Peter apenas había salido de su estupor cuando unas manos bruscas lo


agarraron por los brazos y lo levantaron de la silla metálica. Miró con los
párpados caídos a los dos hombres, altos y fuertes, vestidos con traje oscuro, que
ahora lo sujetaban.

Un tercero se cernía sobre Gabrielle, mirándola ceñudo a través de un par


de gafas de sol negras. Ella se quedó mirándolo con silencioso asombro,
observándolo cuando se quitó despacio las gafas y sonrió burlón, y entonces lo
reconoció como al hombre que la seguía siempre, y al instante se maldijo por no
haberse dado cuenta de que seguramente llevaba haciéndolo la mayor parte del
día. Cuando el hombre iba a decir algo, el característico repiqueteo de unos
tacones de aguja sobre la madera desvió la atención de todo el mundo hacia las
escaleras.

Con pasos lentos y majestuosos, bajó por la desvencijada escalera de


madera hasta el sótano. Su figura parecía brillar en la oscuridad, visible de una
forma espeluznante a pesar de la escasa luz que emitía la vieja bombilla. Incluso
los veteranos agentes que habían pasado por innumerables situaciones peores
sintieron un escalofrío por la espalda. Sus largos dedos tamborilearon sobre el
final de la barandilla al bajar el último escalón y doblar con elegancia la esquina
para mirarlos a todos.

Sus ojos fríos brillaban de risa engañosa al ver primero a los agentes,
luego a Peter y por fin a su propia hija, medio echada en un catre viejo sucio
mirándola a su vez con una curiosa mezcla de alarma, miedo, desafío y
aturdimiento provocado por la droga.
—Vaya, pero qué bonito —dijo burlona, observando la estancia lúgubre y
llena de trastos y el estado de su hija y su amigo.

Avanzó pavoneándose con elegancia bien ensayada y los tacones de sus


zapatos marcaron cada paso en el tenso silencio. Al pasar bajo la bombilla
amarillenta, las sombras acariciaron sus mejillas y se deslizaron por su cuerpo, la
luz logró evitar su cara y su figura la ahuyentó a los rincones lóbregos donde fue
devorada por la oscuridad.

—Dicen que la valía de una persona se mide por las personas con las que
se trata —continuó mientras avanzaba, mirando con sorna a Peter, que seguía
teniendo problemas para mantener los ojos abiertos.

Su mirada malévola se apartó del chico y se posó en su hija.

—Esta vez te has superado, Gabrielle. —Dejó de sonreír y asintió una vez
al agente—. Levántela de ese nido de pulgas.

El agente se apresuró a cumplir su orden, agarró a Gabrielle por los


hombros y la levantó del catre de un tirón.

Su madre se volvió de nuevo hacia Peter. Sus largos dedos le agarraron las
mejillas pellizcándoselas dolorosamente y le levantaron la cabeza caída.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó bruscamente.

Peter abrió los ojos y reaccionó apenas al reconocerla, pero se le volvieron


a cerrar los párpados.

Ella lo pellizcó más fuerte, sacudiéndole la cara con fiereza.

—¿Cuántos? —preguntó de nuevo con más agresividad.

—Tengo dieciocho y nunca me han besado —contestó Peter con una


sonrisa boba antes de volver a cerrar los ojos.

Ella lo soltó y se irguió.

—Arréstenlo... y a su padre... inmediatamente.


—¡NO! —Gabrielle intentó lanzarse hacia delante, pero el agente la
retuvo, sin hacer caso de sus protestas.

La atención de la madre se centró ahora en su hija.

—¿Cómo? ¿Pensabas que no me iba a enterar de tu pequeña incursión en


el mundo de las drogas? ¿En qué estabas pensando, Gabrielle? ¿En que podías
arruinarme con la mala publicidad? ¿La hija de la candidata a la presidencia
enganchada a la heroína? ¿Eran esos los titulares que te imaginabas?

Con un súbito movimiento, pegó un bofetón a su hija en la cara. El agente


que la sujetaba se encogió al oír el doloroso golpe, pero no dijo nada.

—Lo único que has conseguido es enviar a tu asqueroso amiguito y a esa


escoria borracha y maltratadora que tiene por padre a pasar unas largas
vacaciones en una prisión federal.

—¡No puedes hacer eso! —protestó Gabrielle gritando.

—Oh, ya lo creo que puedo, querida, dulce y cariñosa hija mía —dijo su
madre al tiempo que salía de las sombras. Doblándose con elocuencia por la
cintura, cogió la jeringuilla, que se había caído al suelo—. Esto —dijo,
sujetándola con evidente asco con la punta de los dedos—, es de lo más ilegal. —
Le lanzó la jeringuilla a uno de los agentes, que apenas logró atraparla sin
pincharse—. Créeme, me gustaría encerrarte en chirona a ti también. Te vendría
muy bien. Pero no puedo tenerte lejos de mi vista... ni por un instante. Necesito
tenerte cerca. Muy cerca. —Un segundo bofetón cayó sobre la mejilla de
Gabrielle, y el agente estuvo a punto de tropezar hacia atrás por la fuerza del
golpe—. ¿Cuándo vas a aprender a no joderme?

—¿No le parece que ya es suficiente? —dijo el agente con cautela, sin


dejar de sujetar a Gabrielle por los hombros. Estaba bastante sorprendido de que
la joven todavía no se hubiera echado a llorar, de que estuviera ahí plantada
mirando desafiante a su madre.

—¡Usted! Cierre la puta boca —soltó su madre con furia, clavando ahora
la mirada en el hombre—. No se le paga para que piense. Y, desde luego, no se le
paga para que hable. A ninguno de ustedes —dijo, posando los ojos en los tres
hombres—. Si aparece la menor insinuación de todo esto en los periódicos, me
encargaré de que los tres acaben con el culo metido en los infiernos más
profundos, oscuros y peligrosos de Oriente Medio. ¿Me entienden?

—Sí, señora —contestaron los tres hombres a la vez.

—Quiten a ese capullo de mi vista —les ordenó a los hombres que


sujetaban a Peter—. ¡Y usted! Lleve a casa a mi penosa hija. Asegúrese de que se
queda en su habitación hasta que yo vuelva. —Se dio la vuelta bruscamente y sus
largas piernas y sus altos tacones la llevaron de vuelta a las escaleras a zancadas
lentas y poderosas—. Quédese con ella haste que regrese —añadió, agitando una
mano con gesto displicente—. Tengo que ocuparme de unas cosas.

—Sí, señora —respondieron los tres hombres cortésmente, y se quedaron


esperando en tenso silencio, mirando a la mujer que subía las escaleras despacio,
escalón a escalón, hasta que su rostro frío como la piedra, su figura oscura, sus
largas piernas y por fin sus zapatos de afiladísimos tacones de aguja
desaparecieron de su vista escaleras arriba.

—Santo Dios —murmuró un hombre por lo bajo.

—Haced lo que dice —ordenó el que estaba al mando, empujando a


Gabrielle con fuerza para que avanzara y poniéndose en cabeza del desfile que
salió de la estancia.

Qué animal tan bonito, pensó, sonriendo con aprecio al ver el reluciente
pelo dorado del hermoso caballo de guerra. Alargó la mano y la cruz de la yegua
se estremeció bajo la caricia delicada cuando le tocó el suave y cálido pelo para
saludarla. El caballo la saludó a su vez con un resoplido, pegándose a la caricia.
Cuando miró a su jinete, unos ojos increíblemente azules y una sonrisa medio
disimulada le dieron la bienvenida. Un brazo fuerte se alargó hacia abajo y ella
aceptó de buen grado la mano que se le ofrecía, agarrándose al antebrazo sin
dudar para ser izada con tranquila elegancia y poder hasta la silla. Sus caderas se
acomodaron en el sitio, sus piernas se apretaron contra las piernas más largas y
fuertes que estaban delante y sus manos, tímidas al principio, se agarraron a una
cintura esbelta para mantener el equilibrio. Las piernas de la guerrera se
flexionaron, poniendo en marcha al caballo, y ella tuvo que inclinar la cabeza
para esquivar los mechones de sedoso pelo negro que se levantaron de los
hombros musculosos. Las manos tímidas se hicieron más osadas, haciendo que
sus brazos rodearan por completo la cintura cubierta de cuero, y pegó la mejilla a
una espalda cálida, sonriendo.

Éste era el sitio que le correspondía, aquí mismo. Éste era su sitio, su
corazón, su karma, su destino: para siempre jamás. ¿Cómo era posible que sus
almas estuvieran separadas por tanto tiempo, tanta distancia?

—No, basta —gimió, sin querer salir del sueño. Un ruido, el crujido de
una cama y el peso de unas pisadas la estaban alejando de la paz de esta visión,
de la fantasía donde vivía su auténtica vida. Sabía que estaba soñando, pero no
quería despertarse: cada segundo que pasaba despierta, más lejos estaba, mayor
era la mentira.

—¿Te he despertado? —preguntó un voz femenina, abriendo las cortinas


para permitir que los brillantes rayos de luz inundaran la habitación.

—Aaajjj —protestó Gabrielle, tapándose los ojos con el brazo—. Es


demasiado temprano para estar viva.

Riendo, Evelyn, su compañera de cuarto, se peleó con un lío de mantas y


sábanas intentando hacer su cama.

—Arriba con alegría, dormilona. Nuestra sesión matutina de terapia de


grupo empieza dentro de cinco minutos.

Gabrielle se incorporó, con el pelo revuelto y los ojos todavía hinchados


de sueño.

—Arriba estoy, pero me niego a alegrarme.

—Nadie está alegre en este sitio, querida mía —comentó su amiga—.


Todos vamos dando tumbos en un estado medio moribundo de parálisis
psicoanalítica. —Renunciando a seguir luchando con la sábana, echó una manta
por encima del colchón y luego aplastó con las manos los bultos y huecos de las
arrugas en un intento por hacer que la cama pareciera hecha. Se irguió, se puso
en jarras y examinó su obra con ojo crítico—. Con eso tendrá que valer.

Evelyn se volvió hacia su soñolienta amiga, que seguía contemplando el


vacío con los ojos vidriosos.

—Vamos, majestad. Te espera una sala llena de chiflados. Hace un día


precioso en el barrio.

Gabrielle se frotó los ojos y luego se pasó las manos por el largo pelo
rubio. Los sedosos mechones amarillos se colocaron en su sitio y siguió la
espalda de Evelyn con ojos cansados cuando su amiga salió del cuarto.

Amiga. Más bien compañera de armas.

Evelyn le caía bien, pero la mujer tenía problemas serios, uno de los
cuales era una adicción profunda al alcohol. De hecho, la mayoría de los chicos y
chicas de esta clínica privada le daban mil vueltas con sus adicciones. Y los que
no tenían problemas relacionados con las drogas o el alcohol estaban ahí
encerrados, como Gabrielle, porque sus padres no querían cargar con ellos. Pero
daba igual lo elegante o exclusiva que aparentara ser la clínica: la habían enviado
aquí como si fuera una condena de cárcel, juzgada, hallada culpable y
sentenciada por un jurado compuesto por una sola persona: su madre.

Al pensar en la cárcel, su mente reflexionó sobre la suerte de su amigo


Peter. Un conocido mutuo que también estaba pasando el verano aquí la había
informado discretamente de que no lo habían mandado a la cárcel, a pesar de la
amenaza de su madre. Y era lógico, porque lo cierto era que sólo tenía diecisiete
años, aunque hubiera dicho otra cosa. Juzgado como menor, el tribunal había
declarado incapacitado a su padre y luego lo habían metido en el sistema de
acogida del estado. Tendría casa y se ocuparían de él hasta que cumpliera la edad
legal de dieciocho años. A Gabrielle sólo le cabía esperar que pudiera conseguir
ayuda mientras estaba en el centro de rehabilitación para menores, pero tenía la
sospecha de que su pobre amigo iba a salir de allí en peor estado, mental y físico,
de lo que ya estaba.
No podía evitar preocuparse por él.

El ruido de pasos y voces fuera de su cuarto sacó a Gabrielle de su trance


mañanero. Las Altas Instancias de la clínica no permitían quedarse en la cama, de
modo que antes de que uno de los terapeutas viniera a buscarla, como solían
hacer, pensó que más le valía levantarse y enfrentarse al día.

Se levantó de la cama de un salto y alisó la manta, dejándola más o menos


en el mismo estado aproximado que la de su compañera de cuarto, se quitó el
camisón, se puso unos vaqueros y una camiseta y luego corrió al cuarto de baño
compartido para lavarse por encima la cara y los dientes.

Un tirón de la cadena y salió por la puerta, abrochándose los pantalones


mientras corría. Si iba a llegar tarde, no sería por más de un minuto o dos. El
centro de rehabilitación no era una cárcel, pero tampoco era un club de campo,
aunque sin duda era igual de caro. Su madre recibía informes diarios de sus
actividades: un paso en falso y hasta podría acabar en la cárcel.

O peor, la enviarían a casa.

Era curioso que después de tantos años de colegio huyendo de los libros,
ahora Gabrielle descubriera que prefería pasar el día en la pequeña biblioteca de
la clínica con la nariz hundida en uno. No había en absoluto una gran selección
de material de lectura donde elegir, y la biblioteca tampoco estaba organizada
siguiendo orden alguno. Al parecer, las palabras "caro" y "exclusivo" no incluían
el uso de una biblioteca que siguiera el sistema decimal Dewey. Algunas novelas
románticas, como Un jardín bajo la lluvia y Tormenta tropical, llenaban los
estantes junto con diversos géneros igualmente populares, pero que no tenían
nada que ver, casi todo ficción.

Los dedos de Gabrielle fueron pasando por una fila, acariciando a Stephen
King y Anne Rice, ignorando a Nora Roberts y Tom Clancy, y por fin se posaron
en un viejo libro de texto titulado Grecia y Roma en guerra. Era uno de los dos
libros que no eran de ficción y que había encontrado hasta ahora en la biblioteca:
el otro era Casa y hogar de Martha Stewart.
Sacó su elección del estante y se dejó caer en una silla de una mesa cerca
de la ventana. Hacía un día precioso, pues el verano estaba en pleno apogeo.
Podía pasear por los jardines que rodeaban la clínica, eso estaba permitido. Pero
cada vez pasaba más tiempo en esta pequeña biblioteca, leyendo una y otra vez el
único libro que tenían sobre Grecia antigua.

Gabrielle se había concentrado, por supuesto, en los capítulos que trataban


de Alejandro Magno y las batallas que lo habían llevado a conquistar el mundo
conocido en esa época hasta que murió en 323 a. de C. El libro daba sólo una
idea general de la vida del gran rey, centrándose sobre todo en su derrota en
Persia. Por suerte, había un capítulo o dos sobre el padre del gran rey, Filipo, y
las victorias en Grecia que prepararon el terreno para que Alejandro conquistara
el resto del mundo. Ahora mismo, estaba releyendo un capítulo sobre la
destrucción de la gran ciudad de Esparta, lo cual había provocado la revuelta de
Tebas.

Al parecer, tras derrotar a la milicia de la ciudad, el rey Filipo se había


asegurado de que nunca más volviera a haber un ejército espartano que pudiera
alzarse contra él al aniquilar por completo a la ciudad junto a todos los que
habitaban en ella. Este acto de barbarie causó tal espanto que las demás ciudades-
estado del país, que llevaban años enfrentadas entre sí, se unieron bajo el mando
de Tebas y provocaron una guerra civil. Alejandro consiguió por fin reprimir la
revuelta, pero con grandes pérdidas de hombres, dinero y recursos.

En su mente, Gabrielle se imaginaba la gran ciudad de Esparta envuelta en


llamas, los gritos de las mujeres y los niños al quemarse, atrapados dentro de los
muros de la ciudad, rodeados por cientos de miles de soldados, todos al mando
del joven y guapo Alejandro que recordaba de su sueño.

Y luego la guerra civil que estalló tras esto y el ejército de Alejandro


arrasando el territorio mientras se enfrentaba a un ejército tras otro en un intento
de sofocar la rebelión.

Todo porque ella había causado la muerte de Xena en el campo de batalla


de Queronea. Se preguntó si Xena habría dado la orden de destruir Esparta, de
haber seguido con vida.
No, Xena habría sido más prudente. Habría seguido un camino mejor que
la guerra y la destrucción. Gabrielle estaba segura.

Contempló por la ventana el césped cuidadísimo y los árboles verdes que


enmarcaban la vista que había fuera.

¿Había sido sólo un sueño o podría regresar? ¿Podía tomar heroína de


nuevo y regresar para arreglarlo? ¿Para cambiar la historia? ¿Podría hacerlo?
¿Debía?

—¿Qué haces?

Gabrielle estuvo a punto de salir volando por el techo cuando Evelyn se


sentó en la silla que estaba a su lado, inclinándose para echar un vistazo a lo que
Gabrielle leía con tanto interés.

—Jo, Evelyn, tú mátame del susto, ¿vale?

—¿Por qué estás tan nerviosa? ¿Qué hay en ese libro... es porno? —Los
ojos de Evelyn recorrieron la página abierta—. Grecia y Roma en guerra, ¿eh?
¡Oye, a mí también me gustan los soldados!

—Seguro —comentó Gabrielle, cerrando el libro y sonriendo—. ¿Quieres


algo?

—Bueeeeno —dijo Evelyn, bajando la voz para hablar en un susurro y


echando un rápido vistazo alrededor para ver quién más había en la sala—. He
pensado que te podría interesar...

—¿Interesar el qué? —preguntó Gabrielle con cierta preocupación.


Evelyn tenía esa expresión de picardía en los ojos que Gabrielle ya sabía que sólo
podía acarrear problemas.

—Llevas aquí un mes y lo único que haces es quedarte sentada en esta


bibilioteca leyendo libros. He pensado que a lo mejor te apetecía salir conmigo
esta noche.

—¿Salir? ¿Esta noche?


—Sí, esta noche.

—Cuando dices "salir" te refieres a salir tipo "dar un paseo por los
jardines", ¿verdad?

—No, me refiero a salir tipo "ir de marcha a la ciudad".

Gabrielle volvió a su libro.

—Estás loca.

—No estoy loca, sólo muerta de aburrimiento.

Gabrielle meneó la cabeza, clavando con intención la mirada en el libro al


tiempo que su largo pelo rubio le tapaba la cara.

—Ni hablar.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? —Gabrielle levantó la mirada—. Porque nos meteremos


en un lío, por eso. Nos pillarán.

—No, no nos pillarán.

—Claro que sí.

—No, para nada. Y además, ¿en qué clase de lío nos podríamos meter si
nos pillan? ¿Qué nos van a hacer? ¿Obligarnos a fregar los platos?

Gabrielle suspiró.

—Mira, Evelyn. Yo ya estoy metida en un lío, por eso estoy aquí. Lo


último que necesito es meterme en otro.

—Vamos, ¿qué es lo peor que nos pueden hacer? Las dos estamos aquí
voluntariamente... por lo menos yo, y tú... tú estás aquí por voluntad de tu madre.
Lo peor que pueden hacer es decírselo a tu madre.
—Eso precisamente es lo que me da miedo.

—Gabrielle —dijo Evelyn, poniendo una mano compasiva en el brazo de


su amiga—, éste no es tu sitio. Eso lo sabe todo el mundo. Te pillaron
experimentando con una sustancia ilegal y la zorra de tu madre te ha metido aquí.
Pero ahora tienes dieciocho años y aquí se viene voluntariamente. Puedes irte
cuando quieras. No puedes tener miedo de tu madre toda tu vida.

—Tú no conoces muy bien a mi madre.

Evelyn se irguió un poco en la silla.

—Sé perfectamente quién es tu madre. Créeme, todos tenemos padres que


dan miedo. Comprendo lo que sientes. Estar aquí es mejor que estar en casa,
¿verdad?

Ante el silencio de Gabrielle, Evelyn insistió un poco más.

—¿Tengo razón?

Al ver que Gabrielle asentía ligeramente con la cabeza, Evelyn sonrió.

—Eso me parecía. No te van a echar ni te van a mandar a casa. Si lo


hicieran, se quedarían sin dinero. Sal un ratito conmigo esta noche. Date un gusto
y diviértete un poco. Hay un bar justo bajando por la calle...

—¿Un bar? ¿Vas a ir a un bar?

—Oye, me aburro. En este sitio sólo hay tíos sobrios, y no hay nada más
aburrido que un tío sobrio.

—Evelyn —la riñó Gabrielle.

—No he dicho que vaya a beber, sólo quiero pasar un rato con tíos guapos
que lo hagan.

Gabrielle apoyó los codos en la mesa, tapándose la cara con las manos y
sacudiendo la cabeza sin dar crédito.
—Evelyn, estás loca.

—Vamos, Gabrielle. Ven conmigo. Será divertido.

—¿Y qué pasa si nos pillan? —preguntó Gabrielle, levantando la cabeza,


y a juzgar por su expresión, ya se esperaba lo peor.

—No nos van a pillar, te lo estoy diciendo.

—¿Y por qué crees que no nos van a pillar?

—A mí todavía no me han pillado, ¿verdad?

Ahora Gabrielle se quedó pasmada.

—¿Cómo que... todavía? ¿Ya lo has hecho otras veces?

—Sí.

—¿Quieres decir que ya te has escapado y has ido a este bar?

—Sí.

Gabrielle se quedó consternada. ¿Cómo era posible que Evelyn se hubiera


ido de su habitación por la noche sin que ella se enterara?

—Estás mintiendo.

—No.

—Sí.

—Que no. Te lo juro por mi vida. —Evelyn levantó la mano, con los
dedos cruzados en un solemne juramento.

Gabrielle se quedó mirando a su amiga sin poder dar crédito.

—¿Cómo lo has...?

Evelyn meneó las cejas con aire malicioso.


—Ven conmigo y lo sabrás.

Gabrielle se pasó la lengua por los labios. Una noche fuera, una sola
noche. Costaba resistirse, pero no estaba convencida del todo.

—Tienes que tener veintiún años para beber en un bar. Tú tienes la misma
edad que yo. ¿Cómo has entrado?

—No he bebido... bueno, a lo mejor una vez. Pero nada más —añadió
Evelyn apresuradamente—. Además, no lo comprueban.

Escabullirse para tomar una copa y divertirse: sonaba demasiado bien para
decir que no.

—¡Vamos, Gabrielle! ¡Por una vez toma el control de tu propio destino y


di que sí! —le insistió Evelyn, que empezaba a perder la paciencia.

Gabrielle tamborileó con los dedos encima del libro. Lo miró y jugueteó
un momento con los bordes de las páginas amarillentas, toqueteando los
pequeños pliegues de las esquinas superiores derechas, las marcas que había
dejado en las pocas partes de interés. No cabía duda, estaba hartísima de leer los
mismos párrafos una y otra vez.

—¿Ya lo has hecho otras veces?

—¡Síííí! —insistió Evelyn.

—Y no te han pillado.

Evelyn resopló.

—Lo he hecho ya un millón de veces, Gabrielle. Ya te lo he dicho, nunca


me pillan. ¡Si ni siquiera vigilan!

Gabrielle agitó nerviosa una pierna, mordiéndose la mejilla por dentro


mientras miraba por la ventana. Hacía un día precioso que prometía una noche de
verano igual de preciosa.
—¿Y bien? —la instó Evelyn, que ya había perdido por completo la
paciencia.

Gabrielle miró a su amiga. Estaban intimando con el paso de las semanas,


pues tenían la misma edad y algunos intereses en común, aunque lo que más
tenían en común era una vida familiar disfuncional. A pesar de su afición
autodestructiva a la bebida, Evelyn era mona y carismática, extrovertida y alegre
con algunas excentricidades sanas, como su fascinación por los horóscopos, los
cristales y todo lo metafísico. A menudo hacía la ridícula afirmación de que, en
otra vida, había sido chamana. Normalmente, Gabrielle se habría burlado de tales
afirmaciones, sobre todo por parte de una persona a la que le gustaban las juergas
tanto como a Evelyn, pero últimamente...

—¿Y bieeeen?

¿Qué es lo peor que podría pasar?, se preguntó Gabrielle una vez más.

Su madre, fue la respuesta.

—No puedo —dijo Gabrielle, con evidente desilusión en el tono.

—Oh, vamos, Gabrielle...

—Lo siento, Evelyn —añadió Gabrielle, abriendo de nuevo el libro y


posando la mirada en las páginas ya leídas—. Lo siento, no puedo. Es que no
puedo.

Notó que Evelyn se quedaba mirándola entristecida un momento, pero


Gabrielle optó por no hacer caso y fingió leer, moviendo los ojos sin comprender
por las líneas de la página.

—Tú misma —dijo Evelyn y se levantó de la silla. Se quedó ahí un


momento, instando a Gabrielle con su presencia a que cambiara de idea.

Gabrielle esperó, en silencio, fingiendo leer, hasta que su amiga se dio la


vuelta, y oyó sus pasos sobre la alfombra y la puerta al cerrarse, confirmación de
que Evelyn la había dejado a solas en la estancia con su único y viejo libro. Sólo
entonces alzó Gabrielle los ojos y volvió a posarlos en los árboles de fuera,
contemplando las nubes que pasaban flotando y preguntándose si una persona
tenía de verdad el control de su propio destino.

La noche era un momento de soledad en rehabilitación. A veces el ruido


suave y desolador de los sollozos se colaba por los silenciosos pasillos; otras
noches, no se oía nada salvo ronquidos. Esta noche, Gabrielle estaba en la cama
perdiendo un combate de lucha libre con su propia mente.

No se podía creer que Evelyn se hubiera levantado y hubiera salido de la


clínica sin más ni más. Sin escurrirse clandestinamente por una ventana o una
puerta trasera. Sin bajar trepando por una cañería, como se había imaginado
Gabrielle. No. Su amiga se levantó pasada la medianoche y salió tan tranquila.
Tenía razón: no había la menor vigilancia.

Ahora, Gabrielle estaba en la cama, intentando dormir, pero


fundamentalmente estaba esperando a que Evelyn regresara a casa sana y salva, y
escuchaba cada chirrido, golpecito y crujido que emitía la casa en el tranquilo
silencio de una noche por lo demás normal. Sus ojos, abiertos en la oscuridad,
trazaban dibujos en el techo, y se entretenía con los interesantes trucos de luz y
sombra que desarrollaba su mente mientras contemplaba el yeso sin parpadear.

En un momento dado, se le cerraron los ojos y las sombras imaginarias


fueron sustituidas por un claro retrato de ojos azules y sonrisa socarrona
enmarcados por largos cabellos negros y despeinados. El olor a sábanas y mantas
viejas se transformó en el fuerte olor a cuero y, hacia las cuatro de la mañana,
Gabrielle se quedó dormida, dejando su habitación de la clínica para trotar feliz
por un campo, estrechando con los brazos la cintura de una mujer guerrera,
mientras cabalgaban a lomos de un caballo dorado.

Le parecía que llevaba tan sólo unos segundos flotando en ese sueño
glorioso cuando la sombra oscura de Evelyn entró tambaleándose en la
habitación y la despertó al chocar con una papelera.

—¡Ssshhhhsssh! —le indicó Evelyn con un dedo.

Gabrielle bajó las mantas y se sentó en la cama, disgustada.


—¡Estás borracha!

—No estoy borracha, sólo un poquito pedo —dijo Evelyn arrastrando las
palabras. Tropezó con sus propios pies al intentar rodear la cama.

—Evelyn, apestas —afirmó Gabrielle agitando la mano delante de la


nariz—. ¿Cuántas copas te has tomado?

—Tres —respondió su amiga, mostrando cuatro dedos con decisión.

Gabrielle se quedó espantada.

—Vas a fallar la prueba del pis por la mañana.

—No, qué va —rió Evelyn mientras luchaba por quitarse los zapatos.

Gabrielle se dejó caer de nuevo sobre la almohada y se tapó la cabeza con


las mantas.

—No me vengas llorando cuando te echen —advirtió con sordina desde


debajo de las mantas.

—Oye, ¿ésa es forma de tratar a una amiga? —preguntó Evelyn,


quitándose la mochila que llevaba a la espalda—. Sobre todo cuando esa amiga te
ha traído un regalo.

Gabrielle asomó la cabeza de nuevo.

—¿Un regalo? ¿Cómo que me has traído un regalo?

Evelyn tropezó un poco en la oscuridad, hurgando en la mochila.

—¡Toma! —anunció y lanzó un pequeño objeto al otro lado de la


habitación.

Gabrielle juntó las palmas rápidamente y lo atrapó en el aire. Abrió las


manos y se quedó mirando, atónita, el pequeño objeto que sujetaba. Agarrándolo
por una esquina con la punta de los dedos, lo levantó hacia la poca iluminación
que entraba por las persianas abiertas de la ventana.
Unos cristalitos marrones soltaron destellos a pesar de la escasa luz que se
colaba.

—¡Por Dios! —exclamó Gabrielle, dejando caer el paquetito a la manta


como si se hubiera quemado—. ¡¿Estás loca?!

—Ah, casi se me olvida —dijo Evelyn, y se puso a buscar de nuevo en su


mochila—. También te he traído esto.

Lanzó un puñado de paquetes por el espacio a oscuras y cayeron


desordenadamente encima y alrededor de las piernas de Gabrielle. Ésta cogió uno
y lo examinó con atención.

Era una jeringuilla esterilizada, metida aún en el paquete de la farmacia.

—No puedo permitir que mi única amiga use agujas sucias —comentó
Evelyn al tiempo que se quitaba la camiseta.

Gabrielle no daba crédito a lo que veía. Cogió de nuevo la bolsita


hermética y se quedó mirando ambos objetos sumida en el pasmo.

—¿De dónde has sacado esto?

—Oye, es un regalo, ¿recuerdas? A caballo regalado no le mires el diente.


—Evelyn se metió en la cama, luchando con las sábanas—. No digas que nunca
te he regalado nada.

—¡No puedo hacer esto! —exclamó Gabrielle, horrorizada.

—Claro que puedes —replicó Evelyn con cansancio desde la cama.

—Nos hacen un análisis todas las mañanas.

—Ve al baño. Mira debajo del lavabo. Hay una caja de bolsas herméticas
extragrandes. Haz pis ahora en la bolsa y métetela en la cama, para que se
mantenga caliente.

—Lo dirás en broma.


Evelyn se movió un poco para ponerse cómoda.

—Asegúrate de que la bolsa está bien cerrada. Deja que te diga que no
tiene la menor gracia si se te derrama en las sábanas —murmuró atontada.

Ante el tenso silencio de Gabrielle, Evelyn soltó una risita.

—Yo lo hago todo el tiempo, tonta. Funciona estupendamente.


Estupendamente —aseguró Evelyn muy contenta, mientras su voz se iba
apagando al quedarse dormida.

—¡Genial! —exclamó Gabrielle, alzando las manos por el aire y dejando


caer el paquetito de heroína y la jeringuilla nueva sobre su regazo—. ¿Y ahora
qué hago?

—Póntelo —replicó la voz súbitamente clara y sobria de Evelyn por


debajo de las sábanas—. Póntelo y encontrarás tus respuestas.

—¿Qué? —Gabrielle clavó la mirada en la cama de Evelyn en la


oscuridad, no muy segura de lo que había oído.

Pero Evelyn estaba en los cálidos brazos de una borrachera y su única


respuesta fue el movimiento continuo de la manta subiendo y bajando cada vez
que respiraba profundamente.

—Oh, cielos —susurró Gabrielle, posando de nuevo la mirada en el


paquete y la jeringuilla que yacían en su regazo—. Oh, cielos, oh, cielos, oh,
cielos.

Con manos temblorosas, cogió otra vez los objetos, examinándolos en la


silenciosa oscuridad. Debería tirarlos, lanzarlos por la ventana; mejor aún,
ocultarlos debajo del colchón y luego tirarlos al gran contenedor de basura que
había en la parte de atrás de la clínica, mañana, cuando nadie mirara.

Eso era justamente lo que debería hacer.

Sus ojos soltaron un destello mientras contemplaba los cristales


relucientes, dando vueltas pensativa a la bolsa entre los dedos.
Pero por otro lado, ¿y si...?

Agarró el paquete con una mano y una jeringuilla con la otra, se levantó
de la cama y echó a correr por la habitación rumbo al baño sin pensárselo más.

Gabrielle esperó hasta que se le pasó el mareo antes de abrir los ojos. Olía
la diferencia, la sentía en la piel, y sabía sin ver que una vez más había hecho lo
imposible y había cruzado el abismo del tiempo.

Una brisa ligera y fría le acariciaba los mechones de pelo rubio, y


entonces el olor se transformó en el característico aroma del otoño y... del
estiércol.

—¡Mierda! —exclamó, bajando la mirada para encontrarse plantada en un


pequeño montón de eso precisamente.

Saltó a un lado para salir del estiércol y el brusco movimiento hizo que
unos caballos que pastaban allí cerca patearan alarmados el suelo, tan
sorprendidos como se quedó Gabrielle al descubrir que estaba en medio de un
corral. Entonces Gabrielle vio a la bonita yegua que estaba más cerca de ella,
pastando con calma, sin el menor miedo, al parecer. El pelaje rubio y la crin casi
blanca del caballo relucían a la tenue luz de la media luna, y aunque el caballo
era uno de los más grandes del grupo, Gabrielle no estaba preocupada por su
seguridad, pues reconocía a este caballo de color crema aunque no hubiera visto
al animal en toda su vida y, lo que era más extraño, el caballo parecía conocerla a
ella.

Levantó la cabeza y contempló a la joven con calma, volviendo el largo y


elegante cuello para olisquear a Gabrielle con un hocico suave y acogedor.

—Hola, chica —susurró Gabrielle, acariciando el peludo hocico con una


sonrisa—. Me conoces, ¿verdad?

Una oreja se movió, escuchando, y Argo resopló suavemente como


respuesta. La yegua dejó muy contenta que su visitante la rascara y acariciara,
empujando con la cabeza cuando Gabrielle llegó a un punto especialmente
agradable en el puente del hocico.

—¿Cómo estás... Argo, verdad? —dijo Gabrielle, acariciando el cuello


con delicadeza—. ¿Y cómo lo sé, me pregunto?

Y entonces se le quedó la mano paralizada. Notaba el suave pelaje, el


calor del animal. Estaba acariciando al caballo: lo sentía de verdad.

¿Qué quería decir esto?

Sus pensamientos quedaron interrumpidos por el sonido de dos hombres


que hablaban no muy lejos de donde estaba, junto al cercado del corral. Gabrielle
se ocultó detrás de la grupa de Argo, acariciándole agradecida el costado cuando
la yegua rubia cambió hábilmente la posición de los cuartos traseros para
ayudarla a esconderse.

—Te lo estoy diciendo, Alejandro, deberíamos haber atacado Atenas. La


ciudad estaba aterrorizada. Estaban armando todo lo que encontraban, hasta a las
cabras, porque se esperaban que los asediáramos. ¡Todavía no me puedo creer
que no lo hiciéramos!

Gabrielle se asomó por detrás de la grupa del caballo para ver quién
hablaba. La voz era la de Parmenión: lo reconoció por su pelo gris plateado. Pero
el hombre con quien hablaba estaba de espaldas a ella, apoyado en un poste de
madera.

—¿Para qué malgastar unos recursos muy necesarios asediando Atenas,


Parmenión? Piénsalo. Mientras nosotros nos damos de cabezazos con las
murallas de la ciudad por un lado, las naves de Atenas están sanas y salvas en el
puerto abierto del otro lado. ¿De qué serviría un asedio cuando Atenas podría
mantener los suministros y las comunicaciones indefinidamente? Y piensa en los
arsenales del Pireo: ¿para qué obligarlos a malgastar todo ese maravilloso
armamento y municiones cuando los vamos a necesitar en un futuro inmediato?

La voz de la supuesta sabiduría no podía ser otra que la de Alejandro, que,


como buen lorito de repetición que era, seguro que sólo comentaba lo que ya
había oído decir a Xena. ¿Es que no tiene ideas propias? Gabrielle dio un
manotazo irritada cuando la cola de Argo se le puso en la cara. Sacó un poco más
la cabeza para ver mejor.

Parmenión no parecía convencido.

—Y en cambio enviamos a ese cretino. ¿Cómo se llamaba?

—Salmoneus.

—Ya, te juro que ese hombrecillo no es más que sílabas y lengua. Me han
dicho que una vez un rey le pagó un pequeña fortuna sólo para que se callara.

Gabrielle pegó otro manotazo a la cola de Argo mientras veía cómo se reía
Alejandro.

—Sí, ése es.

—Ya, pues sigo sin comprender por qué hemos hecho eso. Nuestros
hombres lucharon con mucho esfuerzo. Se merecían entrar por las puertas de
Atenas con una marcha triunfal. Y en cambio, se cuela el tal Salmoneus y a
nosotros nos toca avanzar por un pantano de Esparta.

—Deja de lloriquear —dijo Alejandro, apartándose del poste y


volviéndose, por lo que Gabrielle vio perfectamente su bello rostro a la luz de la
luna—. Ganamos, ¿no? Ya te divertirás en Esparta. Vamos a quemar la ciudad
hasta los cimientos.

—¿Y si Xena muere?

—No va a morir.

—Esperemos que sí.

Gabrielle observó a Alejandro, que se volvió hacia su compañero.

—¿Qué quieres decir con eso?

Parmenión continuó, impasible ante el tono amenazador de Alejandro.


—Se está ablandando, Alejandro. Atenas tendría que haber sido saqueada
y tú lo sabes. Apuesto dracmas contra dinares a que también deja intacta a
Esparta.

—Xena odia a Esparta tanto como a los romanos, y mira lo que les hizo a
esos.

—Eso fue hace años, Alejandro. Ahora es distinta. Algo ha cambiado en


ella. Los hombres no la temen.

—No, no la temen. La respetan. Eso es mejor.

—Eso es una chorrada. Nadie domina el mundo con respeto, Alejandro.


Ésa es una lección que más te vale aprender, y deprisa. Es decir, si es que te vas a
hacer con el control de este ejército.

—Eso sólo ocurrirá cuando Xena muera, si es que muere.

—Con suerte, amigo mío, ocurrirá antes de lo que piensas. Vas a ser un
gran dirigente, Alejandro. Ya te estoy viendo.

—Agradezco tu confianza —replicó Alejandro, con cierto sarcasmo.

—No me lo agradezcas. —Parmenión le dio una palmada amistosa a


Alejandro en el hombro—. Sólo tienes que estar preparado.

Parmenión se dio la vuelta y se alejó en la oscuridad. Poco después,


Alejandro lo siguió, rascándose pensativo la barbilla.

Con los ojos como platos, Gabrielle salió de puntillas de detrás de la grupa
de Argo.

Esparta seguía en pie.

Y Xena seguía viva, ¿pero por cuánto tiempo?

—Gracias por cubrirme —le susurró Gabrielle a la yegua, acariciándola


con afecto, pero la sensación había desaparecido, ya no notaba el suave pelo y
sus dedos la atravesaban como si no estuviera allí.
Gabrielle apartó la mano, sorprendida. Había sido sólo un momento, pero
había estado allí, no sólo en espíritu, sino en carne y hueso. ¿Cómo ocurre eso y
qué significa?

Sacudió la cabeza para aclararse las ideas y se apartó del caballo. No tenía
tiempo para dedicarse a este nuevo misterio. Tenía que concentrarse y pensar
rápidamente.

¿Cómo podía arreglar las cosas? ¿Salvarle la vida a Xena? Y al hacerlo,


¿salvaría también a la ciudad de Esparta?

La guerrera seguramente estaba en su tienda de mando, débil y herida, tal


vez muriendo.

Probablemente muriendo.

Lo que necesitaba era un plan, y lo necesitaba ya. Miró a Argo, como si el


caballo tuviera las respuestas. Lo único que hizo la yegua fue mirarla a su vez,
apacible y serena, a salvo en su corral. Gabrielle pensó un momento en el libro de
texto y en lo que decía sobre Filipo y Esparta y Tebas.

—¡Eso es! —proclamó Gabrielle en voz alta y luego se apresuró a taparse


la boca con las manos, esperando en silencio a ver si alguien había oído la
exclamación.

Argo resopló y bajó la cabeza para pastar.

Tenía un plan. Bueno, un plan tal vez no, pero una idea sí, o al menos la
semilla de una idea. Ahora, lo único que tenía que hacer era plantar esa semilla.

Pero primero, tenía que encontrar a Xena y luego salvarle la vida.

—Pan comido —dijo Gabrielle, sin hacer caso del resoplido con que
respondió Argo, y atravesó corriendo la madera del cercado para adentrarse a
toda velocidad en la noche.
Esquivar a los centinelas, esquivar unos cuantos miles de hogueras,
encontrar la única tienda en un mar de tiendas donde yacía Xena recuperándose y
luego esquivar a un par de guardias: no era tan difícil, ¿no?

Gabrielle se escondió detrás del grueso tronco de un gran árbol y respiró


hondo, tratando de que se le calmara el corazón. No podría tocar ni ser tocada,
pero sin duda podía ser vista. Un centinela pasó por segunda vez cerca del árbol,
guardando el perímetro del campamento. Apretó los dedos nerviosa mientras
esperaba, calculando el momento preciso. El crujido de las hojas le indicó que el
soldado estaba a punto de volver a pasar.

Tú sigue el plan, pensó y, tomando aliento para afianzar su decisión, salió


de detrás del tronco a campo abierto como si hubiera estado paseando por el
bosque todo el tiempo.

—¡Alto! —gritó el guardia, apuntándola con una lanza—. ¿Quién va?

—¿Eh? —Se volvió hacia él, fingiendo sorpresa—. ¿Me dices a mí?

El soldado frunció el ceño y se acercó, apuntando a Gabrielle a la nariz


con la afilada punta de la lanza.

—¿Ves a alguien más rondando furtivamente por los matorrales?

—¿Yo? ¿Rondando? —preguntó Gabrielle con aire inocente, señalándose


el pecho con un dedo—. No rondaba. Caminaba.

—Caminabas, ¿eh? —repitió el guardia, sin creerla—. ¿Y dónde te crees


que vas?

—A la fiesta. —Señaló por encima del hombro con el pulgar, indicando el


campamento que estaba detrás—. Eso que oigo es una fiesta, ¿no?

El soldado miró hacia el campamento por encima de su cabeza,


escuchando las risas y el jolgorio que resonaban por el bosque.
—A mí me encanta una buena fiesta, ¿a ti no? —afirmó Gabrielle,
sonriendo alegremente—. Es una pena que tengas que hacer guardia. Parece que
te estás perdiendo toda la juerga.

El guardia gruñó, relajándose un poco, pero sus ojos recorrieron su figura,


advirtiendo la ropa extraña con desconfianza.

—¿Qué clase de atuendo es ése que llevas?

—Un atuendo de fiesta —respondió Gabrielle—. Es la última moda en


Roma. ¿Te gusta? —preguntó, torciéndose un poco para que el soldado viera
bien los vaqueros ajustados que le ceñían el trasero.

Los ojos del hombre se trasladaron hacia el sur. Acostumbrado a las largas
y amplias faldas de la época, no solía ver las posaderas de una mujer con tanta
claridad. Poco a poco, la lanza fue bajando.

—Muy bonito —dijo, olvidándose evidentemente de por qué la había


detenido.

—¿Crees que les gustará?

—Oh, sí, les gustará.

—¿Puedo ir a la fiesta?

Los ojos del hombre seguían apreciando las bonitas curvas de esa parte
anatómica claramente definida.

—Oh, sí...

Gabrielle se dio la vuelta y continuó avanzando por entre los árboles hasta
entrar en el campamento.

—A lo mejor te veo más tarde —dijo, agitando la mano alegremente para


despedirse del guardia.

—Oh, sí... —El centinela, con la lanza apuntando todavía al suelo, se


quedó mirando la atractiva figura de Gabrielle que se alejaba contoneándose.
Había soldados, tanto hombres como mujeres, sentados alrededor de las
hogueras, hablando, contando chistes, bebiendo y en general celebrando la
victoria con gran jolgorio. Gabrielle pasó ante ellos abiertamente, esforzándose
por dar la impresión de que sabía perfectamente dónde iba. En general, los
pequeños grupos festivos no le hacían ni caso. Los que sí se fijaban en la bonita
joven de largo y precioso pelo dorado se limitaban a silbar con admiración
cuando pasaba a su lado. Gabrielle sonreía descarada y les guiñaba un ojo como
respuesta, añadiendo un saludo coqueto con la mano antes de continuar su
camino.

Encontrar la tienda de Xena en un mar de tiendas fue fácil. Era la más


grande. Otra pista clarísima eran los dos guardias fornidos, altos y de aspecto
amenazador apostados ante la entrada.

Gabrielle avanzó por una fila de tiendas, vacías por la celebración, y se


acercó a la tienda de mando por detrás, donde no había guardias, sólo más
tiendas, una de ellas la de Alejandro, lo más probable. La suya no era tan grande
ni por asomo, pensó Gabrielle con desprecio.

Se detuvo ante la lona de la parte de atrás de la tienda de mando,


observando las paredes que se movían ligeramente con la brisa. Luego alzó el
brazo y alargó despacio la mano: atravesó la tela como si allí no hubiera nada.
Respiró hondo y avanzó, pasando a través de la lona al interior de la tienda como
si fuese un fantasma.

Había un silencio en el aire que casi resultaba inquietante, y Gabrielle se


deslizó detrás del ya conocido pliegue de lona, en el mismo sitio donde ya se
había escondido anteriormente.

Guiñó los ojos, atisbando a la suave luz de las velas, en busca de ese pelo
negro y esos ojos azules, hasta que se fijó en una cama baja, un catre colocado a
salvo en un rincón del refugio de campaña. Avanzando lo más deprisa y
sigilosamente que pudo, se acercó de puntillas hasta colocarse en silencio junto a
la cama para ver quién yacía en ella. Cubierta con cálidas mantas de lana y una
colcha hecha a mano había una figura que dormía apaciblemente. No había duda,
era Xena. El pelo oscuro cubría como un abanico una sencilla almohada, tenía los
labios ligeramente entreabiertos y la respiración profunda, pero congestionada.
Gabrielle se inclinó para verla mejor y lo que vio estuvo a punto de pararle el
corazón. La mujer parecía pálida y frágil, al borde de la muerte.

—Santo Dios —exclamó Gabrielle en voz alta, sintiendo un peso de temor


en las entrañas—. Se está muriendo. La he matado.

A Xena casi le dio un ataque al oír la voz. Al instante, alargó la mano en


busca de un arma. Gabrielle retrocedió tambaleándose y estuvo a punto de
enredarse con sus propios pies por la sorpresa al ver la alarma de la guerrera.

Entonces, Xena reconoció el pelo rubio y los relucientes y atemorizados


ojos verdes. Se le relajó el brazo y volvió a dejar el chakram junto a la cama,
aflojando la mano.

—Vaya, vaya, vaya, pero si es mi ángel de la guarda —dijo Xena,


dejándose caer de nuevo sobre la almohada y colocando bien las mantas con aire
indiferente.

—¿No te estás muriendo? —preguntó Gabrielle al tiempo que recuperaba


el equilibrio.

—¿Muriendo? ¿Quién, yo? —preguntó Xena, señalándose a sí misma y


riendo—. Va a hacer falta algo más que un poco de agua pantanosa para
matarme.

—¿Agua pantanosa? Xena, ¿de qué hablas? —preguntó Gabrielle,


avanzando un paso, totalmente confusa—. ¿Pero yo no había hecho que te
mataran?

—¿Tú? ¿Tú hiciste que me mataran? —Xena arrugó el entrecejo—. Ah, te


refieres a Queronea. —Se encogió de hombros—. No fue para tanto. Me sentí
más humillada que otra cosa.

Ahora Gabrielle se quedó desconcertada por completo.

—¿Humillada? Pero, ¿qué dices? ¡Mira cómo estás! ¡Estás en cama!


Xena miró atónita a la chica y luego se echó a reír directamente.

—No se te da muy bien esto de ser un ángel de la guarda, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Gabrielle, lo de Queronea fue hace ya más de un invierno. Esa herida


hace tiempo que se curó y desde entonces he estado al frente de muchas
batallas... por no hablar de que he recibido algunas heridas más por la victoria.

Ante el silencio confuso de Gabrielle, Xena le hizo un gesto para que se


acercara.

—Ven aquí, te lo voy a enseñar.

Los largos dedos llamaron a Gabrielle, que se agachó, acercándose más al


catre hasta quedarse casi sentada, observando mientras Xena bajaba las mantas y
luego se levantaba la camisa de dormir. La piel tersa que le cubría la curva de la
cadera mostraba apenas el rastro de una cicatriz.

Gabrielle la contempló maravillada: era larga y fina y se curvaba por la


cadera de Xena, siguiendo una cintura perfectamente formada hasta llegar casi al
ombligo. Sin pensar, se puso a trazar con el dedo el camino de la afortunada
cicatriz, deseando poder sentir la cálida piel al tacto. Alzó los ojos y se encontró
con los profundos ojos azules de Xena que la observaban con calma, con una
expresión extraña en sus bellas facciones.

—Apenas queda cicatriz —explicó Xena, sabiendo que la chica no podía


sentir lo que tocaba—, y no duele nada. Se curó bien. Estuve fuera de combate
unos cuantos días, más que nada por la pérdida de sangre. Pero eso se arregló con
un buen pedazo de carne. No tardé nada en recuperarme. En serio.

—Me alegro —dijo Gabrielle, aliviada—. Entonces, ¿por qué has dicho
que te sentiste humillada?

—¿Por qué? —replicó Xena, sonriendo, mirando los dedos de Gabrielle,


que seguían trazando la marca apenas visible que le cruzaba el abdomen—.
Porque me caí del caballo.
Los dedos se detuvieron y Gabrielle levantó la mirada, compartiendo la
alegre sonrisa de Xena.

—¿Entonces estás bien?

—Estoy bien. En serio, estoy bien.

Los ojos de la chica se quedaron de nuevo en trance, mientras sus dedos


tocaban la cicatriz, y Xena se preguntó qué sensación le producirían unos dedos
tan inocentes si de verdad pudieran tocarle la piel. ¿Se alarmarían al notar el
calor que encontrarían en ella?

—Ahora mismo tengo la piel caliente al tacto... tengo un poco de fiebre.

Gabrielle apartó los dedos, sorprendida.

—¿Fiebre? ¿Es que estás enferma?

—Un poco —replicó Xena, suspirando, entristecida por haber desviado la


curiosidad de la chica. Y entonces una tos la traicionó y tuvo que volver la
cabeza y llevarse el puño a la boca para terminar educadamente.

—¿Estás bien? —preguntó Gabrielle preocupada.

Xena se tapó la herida ya curada con la camisa de dormir y colocó bien las
mantas, luego dio unas palmaditas en el espacio libre que quedaba en la cama a
su lado.

—Siéntate.

Gabrielle se quedó inmóvil un segundo, sin saber qué hacer.

Xena le hizo un poco más de sitio y lo señaló con la cabeza.

—Venga, ponte cómoda. Te contaré lo que ha ocurrido.

—¿Estás segura de que no va a entrar nadie? —preguntó Gabrielle,


volviendo los ojos nerviosa hacia el faldón que era la entrada de la tienda
mientras se sentaba.
—Creen que estoy descansando —replicó Xena con una sonrisa burlona—
. Alejandro me ha dado órdenes estrictas de que me quede en la cama.
Normalmente, no haría ni caso, pero si te soy sincera, la verdad es que no me
encuentro muy bien —confesó, mirando a su joven visitante con curiosidad,
preguntándose por un instante por qué le confiaba la verdad.

—No tienes muy buen aspecto.

—Vaya, gracias. Supongo que ahora tú también me vas a decir que tengo
que descansar y beber más líquidos.

—Sí, efectivamente, eso te iba a decir —confirmó Gabrielle, sonriendo—.


¿Siempre sabes lo que va a hacer todo el mundo?

—Casi siempre —contestó Xena muy ufana—. Salvo contigo. Nunca sé


cuándo vas a aparecer. ¿Dónde has estado? —preguntó, perdiendo de repente el
tono humorístico.

Gabrielle se rascó la cabeza, encogiéndose de hombros.

—No lo entiendo, la verdad. Para mí no ha pasado tanto tiempo. Un


invierno, eso es como un año, ¿no? Para mí, sólo han sido unas cuatro semanas.

Xena frunció los labios pensativa.

—No sé muy bien qué es una semana, ¿pero deduzco por tu expresión que
es mucho menos que un invierno?

Gabrielle hizo una mueca. El idioma estaba siendo un problema. Su mente


divagó deprisa por una serie de preguntas relacionadas con el idioma, pero no
quiso entrar en el tema. En este momento no. Ya estaban ocurriendo suficientes
cosas que le revolvían la sesera.

—¿Una luna? —propuso.

La expresión de Xena se aclaró.


—¡Una luna! Claro. Una luna para ti, un invierno para mí. Entendido.
¿Dónde vas, cuando te desvaneces en el aire? —preguntó.

Gabrielle volvió a encogerse de hombros.

—De vuelta a mi lugar, supongo.

—¿Y cuál es tu lugar? ¿El Monte Olimpo?

—¡El Monte Olimpo! —exclamó Gabrielle, riendo—. Jo, no. No soy una
diosa.

—No he dicho que seas una diosa, pero esto de que "un momento para ti
es como un ciclo completo de estaciones para mí" es algo que podría decir Ares
—dijo Xena con cara seria.

—¿Ares, como Ares, dios de la guerra, ese Ares? —preguntó Gabrielle,


incrédula.

—Sí, es mi dios protector. Mi benefactor. Yo soy lo que soy gracias a él.

—Lo dices en broma.

—Será mejor que no digas eso muy alto, porque no le va a hacer gracia.

—¿En serio que no lo dices en broma?

—Lo digo absolutamente en serio —dijo la guerrera, cuyos labios se


curvaron hacia abajo con infelicidad mal disimulada.

—No pareces muy contenta por ello.

Xena suspiró profundamente y se apoyó agotada en la almohada.

—Bueno, ésa sí que es una larga historia. ¿Cuánto tiempo tienes antes de
vomitar y desaparecer, lo sabes?
—Ja ja ja —replicó Gabrielle, arrugando la nariz al mirar a la guerrera—.
No, no lo sé. Supongo que depende de la droga... tal vez de lo potente que sea o
de la cantidad que tome. Pero no estoy segura. Es distinto cada vez.

Xena se incorporó alarmada.

—¿Droga? ¿Qué es eso de droga?

—Heroína. Se llama heroína. Cuando me la inyecto, me trae hasta aquí.


Estoy segura de que soy la única a la que le pasa, aunque por qué pasa, no tengo
ni idea.

—¿Heroína? —pronunció Xena con cuidado.

—Sí, heroína. Es una droga que se saca de la morfina, sólo que mucho
más fuerte. —De repente cayó en la cuenta de una cosa—. La morfina se saca de
unas amapolas. Es un opiáceo. Opio. Vosotros teníais opio en esta época, estoy
segura, ¿verdad?

—¡Opio! —exclamó Xena con los ojos muy redondos al reconocerlo—.


¡Gabrielle! Eso que haces es peligrosísimo. El opio es una cosa muy potente y
muy peligrosa. Te puede dar un gran poder... un gran poder místico. Pero
también te puede sorber la vida de las venas.

—Eso es cierto, en más sentidos de los que probablemente te imaginas.

—¡¿Y por qué lo haces?! —Xena se dejó caer de nuevo sobre la


almohada, cruzándose de brazos—. No quiero que vuelvas a tocar esa cosa. Si
tienes que jugar con el opio para venir hasta mí, no quiero que lo hagas.

—¡Oye! Tú no puedes decirme lo que debo hacer. ¡No soy tu hija! —Los
ojos de Gabrielle volvieron a llenarse de fuego, como reacción natural al oír a
alguien, a cualquiera, diciéndole lo que debía o no debía hacer.

—Ya sé que no eres mi hija. ¡Pero sigues siendo una cría que está jugando
con algo de lo que no sabe absolutamente nada!

Gabrielle apuntó con un dedo furioso a la nariz de la guerrera.


—Te lo he dicho una vez y no te lo voy a repetir, no soy una cría.

—Pues es evidente que sí, porque te comportas igual.

Se quedaron mirándose desafiantes durante unos segundos cargados de


tensión y a Gabrielle no le costó hacer frente sin miedo a la mirada penetrante de
la guerrera.

Por fin, Xena alzó una ceja oscura.

—Estás jugando con fuego... y no me refiero al opio.

—¿A qué te refieres? ¿A ti? Oye, que no te tengo miedo.

—Pues deberías tenérmelo.

—¿Y por qué? ¿Porque eres una guerrera?

—No una guerrera cualquiera, Gabrielle, una señora de la guerra.

—¡Pfff! Tú no eres una señora de la guerra —replicó Gabrielle, haciendo


un gesto displicente con la mano.

Xena arrugó el entrecejo consternada.

—¡Claro que lo soy!

—No lo eres —repitió Gabrielle, añadiendo una risilla junto con otro
gesto de incredulidad.

—Gabrielle, por supuesto que lo soy. Echa un vistazo a tu alrededor.


Mírame. Mírame bien.

Y efectivamente, miró bien a Xena, sus bellas facciones, sus ojos claros, el
pelo largo y revuelto, y cómo, incluso enferma y en cama, parecía fiera y
peligrosa.
—Vale, eres una guerrera, lo reconozco. Una gran guerrera, incluso... pero
no una señora de la guerra. Eres la brillante comandante del ejército macedonio,
una Princesa Guerrera —afirmó Gabrielle con decisión.

—Querrás decir la Conquistadora de Grecia, aunque no es que me


disguste ese título de Princesa Guerrera.

—¿Conquistadora?

—Xena, Princesa Guerrera, Conquistadora de Grecia hoy, Destructora de


Naciones mañana. Suena bien, ¿no crees?

—¿Has conquistado Grecia?

—He conquistado hasta el último centímetro, limpiamente.

—¿Esparta también? —preguntó Gabrielle muy preocupada. Creía que


había llegado a tiempo de salvar a Esparta.

—Esparta también —confirmó Xena—. Así me he cogido esta maldita


fiebre. Después de Queronea, iba a asediar Atenas y a asegurarme de que Esparta
supiera que era la siguiente de la lista. Se me ocurrió darles una oportunidad para
que salvaran el pellejo, por lo que envié una misiva a Esparta, preguntando si
debía llegar como amiga o enemiga.

—¿Y qué respondieron?

—Respondieron muy sucintamente —dijo Xena, con una mueca de


disgusto—: Ni lo uno ni lo otro.

La guerrera se cruzó de brazos, enfadada al recordarlo.

—Esa respuesta descarada me cabreó de lo lindo. Me pareció que a


Esparta le hacía falta una buena paliza.

—Los espartanos siempre se lo han tenido un poco creído. ¿Nacidos con


la espada en la mano, pero sin demasiado cerebro?
—Exacto —asintió la guerrera, cuya mueca de enfado desapareció,
sustituida por una sonrisa, sorprendida una vez más por lo profunda que era la
comprensión de la joven. Xena arregló un poco la manta, aprovechándolo como
excusa para dejar que sus dedos rozaran lo que se imaginaba que sería la piel
suave de la mano de Gabrielle, y se llevó una desilusión al no sentir nada—. Así
que dejé Atenas en manos de alguien que sabía que podía enredarlos en la
retórica de un tratado de paz y marché con mi ejército a través del Peloponeso.
Lo que no sabían era que, por el camino, firmé una alianza con Argos y me
desvié un poco para liberar a Mesenia, la ciudad que tenían esclavizada. Divide y
vencerás, que decía un antiguo enemigo mío. Cuando llegué a Esparta, tenía
conmigo a la mayor parte del Peloponeso.

—¿Es que no veían al enorme ejército que estaba a punto de derribar su


puerta?

Xena se incorporó, emocionada por contar el resto.

—Ahora viene lo bueno. Cuando se asomaron por la muralla de su ciudad,


lo único que vieron de mi ejército fue una falange de tamaño normal y un
pequeño escuadrón de caballería ligera.

—¿Eso es todo?

—Y a mí, por supuesto, al frente de mis tropas, colgando como una uva
madura a la espera de ser cosechada.

—Erais el cebo.

—Exacto. Nos echaron un vistazo y, como son unos fanfarrones, pensaron


que nos podían devolver a patadas hasta Macedonia y de paso, acabar conmigo
de una vez por todas.

—¿Dónde estaba el resto de tu ejército?

—Lo dejé formado al otro lado de un pantano asqueroso que hay al norte
de la muralla de la ciudad. Esparta llevaba décadas cuidando de ese pantano. Se
ha tragado a muchos enemigos que se batían en retirada en otros asedios del
pasado, deja que te diga.
—¿Pero esta vez no?

—Esta vez no. Comprobé a fondo cada centímetro de ese pantano.


Eliminé sus trampas y coloqué las mías, preparé una serie de emboscadas y luego
reuní al grueso de mis tropas al otro lado. Dispuse el asedio a Esparta con mi
pequeña guarnición de vanguardia y cuando su ejército salió en tropel de las
murallas armado para un ataque completo, dejé que nos persiguieran hasta ese
pantano suyo. —Los largos dedos de Xena galoparon por el aire con regocijo,
perseguidos por una caballería imaginaria—. Lógicamente, se lanzaron detrás de
nosotros para matarnos. Los obligué a dar mil vueltas, por todo el pantano.
Cuando por fin consiguieron sacar el culo del barro, las trampas y las
emboscadas, estaban sin aliento, cansados, medio muertos y se enfrentaban al
ataque frontal de mis fuerzas griegas combinadas al completo.

La amplia sonrisa de Xena rivalizaba con el sol.

—Fue una belleza.

—Nada mal —asintió Gabrielle, impresionada—. Pero te pusiste enferma.

—Sí, bueno, creo que me tragué medio pantano por el camino.

—¿Y tus hombres?

—Sí, algunos también se pusieron enfermos. He perdido a unos cuantos


—declaró la guerrera, cuyos ojos revelaron claramente su emoción.

—¿Cuántos?

—Demasiados.

—Lo ves, por eso te digo que no eres una malvada señora de la guerra.
Una malvada señora de la guerra no lamentaría la pérdida de soldados.

—¿Qué te hace pensar que lo lamento?

—Lo llevas escrito en la cara.


—Ya, pues te aseguro que no voy a lamentar nada cuando queme Esparta
hasta los cimientos.

Gabrielle se distrajo: entonces era Xena quien había ordenado destruir la


ciudad. ¿Por qué?, se preguntó, esforzándose por pensar en una manera de
controlar el destino.

—¿Así que vas a saquear Esparta, pero todavía no lo has hecho?

—Bueno, me he puesto enferma. En cuanto esté mejor, terminaremos lo


que hemos empezado.

—Quemaréis la ciudad.

—Hasta los cimientos.

—¿Y la gente que está dentro?

—Los vamos a matar a todos.

—¿A todos? ¿Hasta el último de ellos?

—Ése es el plan.

—¿Por qué, Xena? No lo comprendo. Has ganado. El ejército espartano


está derrotado. ¿Por qué vas a quemar la ciudad y a todos los que hay en ella?

—Porque Esparta se lo merece —replicó Xena, levantando con asco el


labio superior.

Gabrielle suspiró, juntando las manos. Éste era el momento. Ésta era su
oportunidad.

—En una guerra, muere gente. Mueren hombres. Pero el propósito de la


guerra no es sólo matar gente, ¿verdad?

—¿No?
—Bueno, supongo que podría serlo, si se lucha sin propósito. ¿Qué razón
tienes tú para hacer la guerra, Xena? Diriges a estos hombres hacia delante, hacia
la victoria. ¿Se trata de hacer la guerra por la guerra o con ese medio persigues
un fin?

Xena se movió en la cama, incómoda de repente bajo el escrutinio de la


mirada paciente de Gabrielle, que esperaba una respuesta. Por los dioses, a la
chica se le daba bien ir directa al grano. La respuesta era sencilla: ella era la
Destructora de Naciones, destinada a dirigir soldados en combate, entregada a
hacer la guerra por la guerra en nombre del dios de la guerra.

Ésta era la respuesta que le daría al dios de la guerra en persona para


lograr lo que necesitaba, no la verdad, la verdad auténtica. La verdad era que esto
era una estratagema y lo era desde hacía mucho tiempo. Por alguna extraña
razón, había llegado el momento de revelar lo que sentía.

Las palabras salieron atropelladas de la boca de Xena, casi como si se


sintiera aliviada de poder decirlas por fin.

—Quiero unir a Grecia bajo una sola bandera. Quiero que seamos fuertes,
que nuestras fronteras estén protegidas contra invasores de Persia, de Roma.
Quiero desmantelar las ciudades-estado. Quiero proteger a los pequeños pueblos
de los ataques constantes de la bandas de señores de la guerra que merodean por
allí...

—El bien supremo.

—¿Qué?

—Luchas por el bien supremo, ¿no es eso lo que estás diciendo?

—Supongo que, a la larga, me gustaría crear un mundo mejor, o al menos


una Grecia mejor. —A Xena le sonaba tan infantil que no podía creerse que lo
estuviera confesando.

—Por eso no eres una malvada señora de la guerra.


—Gabrielle, todo esto suena muy romántico, muy heroico. Pero quiero
que comprendas una cosa igual de importante. Aunque diga que lucho por el bien
supremo, tienes que saber que me canta la sangre, que se me acelera el corazón,
que me embarga la emoción. Me encanta conducir a los hombres a la batalla,
empuñando la espada. Mi chakram —dijo, alzando el afilado y peligroso objeto
redondo que tenía al lado de la cama para que Gabrielle lo viera bien—, esta
arma, es la parte más importante de lo que soy. Es mi corazón.

Gabrielle alzó la mano, posando la palma delicadamente sobre los nudillos


de Xena, en el punto donde aferraba el arma.

—No es tu corazón.

Aunque Xena no notaba el contacto y sabía que no habría presión, dejó


que la chica le bajara la mano con suavidad, devolviendo el arma a la cama, y se
quedó sorprendida al descubrir que la carne de sus nudillos sentía el hormigueo
de un calor imaginario.

Gabrielle sonrió de medio lado y apartó la mano despacio.

—Así que has conquistado Atenas y, suponiendo que Esparta sea


destruida, ¿qué planes tienes? ¿Cómo vas a unir Grecia?

—Atacando a Persia.

—¿Qué? No lo entiendo. Tienes la oportunidad de traer la paz a toda


Grecia. Con la fuerza de tus ejércitos, vuestras fronteras están seguras. ¿Para qué
atacar a Persia?

—Tengo que vengar los crímenes que Jerjés cometió contra los templos
de los dioses griegos, el de Ares en particular.

—Xena, eso no tiene sentido.

—Claro que sí. Ares es mi dios protector. Él es la razón de que hoy me


encuentre donde estoy. Él me dio el chakram y el poder para usarlo. Soy su
guerrera elegida y obedezco sus mandatos.
—Ya. Ares, dios de la guerra, te ha dicho que ataques a Persia.

—Bueno, él fue quien me dio el poder para hacer lo que hago y, a cambio,
yo le prometí hacer la guerra. Ése fue el trato.

—¿Y por qué no haces lo que le prometiste?

—¿Qué? Pero si estoy haciendo lo que le prometí.

—¡No, no me refiero a hacer la guerra, me refiero a hacer la paz! Trae


primero la paz a Grecia, dile a Ares que otro día lucharás contra Persia en su
nombre.

—¿Y cuando venga a mí enfadado porque no he cruzado el Helesponto


para entrar en Persia con mi ejército?

—Dile que te estás ocupando de unas cosas en casa antes de viajar fuera.

—En otras palabras, que le dé largas.

—Sí.

—Que dé largas al dios de la guerra.

—¿Por qué no? Eres su elegida, ¿no? Hasta ahora ha confiado en ti.

—Vale, listilla. Iba a unir a las ciudades conmigo en contra de un enemigo


común, pero si no hago eso, ¿qué piensas tú que debería hacer?

—Pues en primer lugar, no destruyas una ciudad entera. Si lo haces, sólo


conseguirás que todo el mundo se cabree.

—Que todo el mundo se cabree... ¿pero de qué hablas? ¡Todo el mundo


odia a Esparta!

—A nadie le gusta ver cómo se queman mujeres y niños —afirmó


Gabrielle tajantemente—. En cambio, yo que tú, puesto que acabo de darles a
todos una paliza, tendría algún tipo de gesto. Por ejemplo, en lugar de quemar
Esparta, darles un indulto para que entierren a sus muertos.
—¿Que entierren a sus muertos? Gabrielle, estamos en el momento más
caluroso de la estación. Hay que quemar los cuerpos inmediatamente o podría
haber enfermedades. Además, la mayor parte del ejército espartano está en el
fondo de su propio pantano.

—Vale, pues dale la oportunidad a Esparta de sacarlos de allí.

—¿Sacarlos? ¿Quieres decir del fondo de ese pantano?

—Sí, del pantano. Y préstales ayuda, ya que estás.

Era demasiado, pensó Xena enarcando las cejas hasta el flequillo, la chica
estaba loca. Aunque, por otro lado, sólo por ver la cara de Parmenión cuando le
diera la orden podría merecer la pena.

Gabrielle continuó, levantándose para dar vueltas de un lado a otro,


agitando las manos, evidentemente lanzada.

—Anima a Atenas y a Esparta a que celebren ceremonias para enviar a sus


valientes soldados a su lugar de descanso final y no dejes de asistir a las
ceremonias en persona.

—¿Quién, yo?

—Sí, tú. Y tus generales. Es un noble gesto. Y devuélveles a sus


prisioneros.

—¿Que se los devuelva? ¿Cómo? ¿Todos? ¡Son buenos soldados!

—Deja que se vayan a casa. Con el tiempo, volverán para luchar a tu lado
y esta vez por voluntad propia. Ah, y construye un monumento en Tebas en
honor de la Hueste Sagrada que masacraste.

Xena se lo pensó un momento, pasándose la lengua por el interior de la


mejilla.

—Eso puedo hacerlo.

—Y no exijas impuestos adicionales a las ciudades.


—¡Qué! Nada de impuestos. Gabrielle, necesito dinares para financiar una
guerra.

—Necesitas más la lealtad y, además, durante los próximos años... mm...


inviernos, te vas a dedicar a asegurar las fronteras de Grecia y a forjar una paz
fuerte y duradera por todo el país. Vas a estar demasiado ocupada para hacer la
guerra.

—Eso es —afirmó Xena, cruzándose de brazos malhumorada—. Está


claro que estás loca.

—¡Claro que estoy loca! Estoy totalmente convencida de que estoy


hablando de cómo lograr la paz en la antigua Grecia con una princesa guerrera y
metiéndome heroína para hacerlo. Estoy loca de remate. ¿Lo ves?

Como prueba, Gabrielle alargó la mano para apoyar la palma en la lisa


mejilla de Xena y lo único que logró fue que sus dedos atravesaran la carne sin
que ninguna de las dos sintiera nada. Paró la mano, fingiendo que de todas
formas tenía la palma apoyada delicadamente en la piel.

—Hazlo, Xena. Es lo correcto... tú sabes que lo es —la instó Gabrielle,


con los ojos verdes muy relucientes.

Y Xena se quedó mirándola a su vez, intentando imaginar que de verdad


sentía la suave piel de la mano sobre su mejilla.

Se quedaron así largos segundos, mirándose a los ojos, hasta que por fin
los labios de Xena se curvaron hacia arriba con una leve sonrisa de aceptación.

Fuera hubo un ruido que desvió su atención hacia la entrada.

—Viene alguien —susurró Gabrielle, apartando la mano de la mejilla de


Xena.

—Alejandro —confirmó Xena—. Quiere ver cómo estoy.

—Xena —se apresuró a decir Gabrielle, colocando la mano sobre un


brazo desnudo, y se sorprendió cuando de repente notó casi, pero no del todo, el
calor de la piel bajo la palma de la mano—. Haz lo que te digo. Créeme, a la
larga, Grecia será más fuerte... y tú serás mucho más feliz. Mejor una Princesa
Guerrera que una Destructora de Naciones.

Xena estaba mirando la mano, con una expresión parecida de maravilla.


No sabía qué era, pero sentía... algo. Lo que decía Gabrielle tenía sentido. A lo
mejor también ella estaba loca.

—Y ojo con Alejandro.

La advertencia llamó la atención de Xena.

—¿Qué dices?

—Los libros de historia —explicó Gabrielle—. Alejandro se sigue


llevando todo el mérito. No estás a salvo.

Oyeron a Alejandro que hablaba con los guardias y su voz se iba


acercando.

—Por favor, por favor, ten cuidado —suplicó Gabrielle, sin la menor gana
de apartar la mano, aunque la misteriosa sensación había desaparecido.

Un roce en la entrada de la tienda obligó a Gabrielle a correr de nuevo a su


escondite detrás de la cortina de lona.

Alejandro entró y se puso a hablar con Xena, saludándola y preguntándole


si se encontraba mejor, y Xena respondió, pero los ojos de la guerrera miraban
por encima del hombro de su lugarteniente, siguiendo a Gabrielle, que se
escabullía hacia el fondo de la tienda.

—No te fíes de él —le advirtió Gabrielle moviendo los labios sin voz.

Y entonces le entró esa conocida sensación de vértigo y supo que estaba a


punto de desaparecer, arrastrada sin querer por la puerta del tiempo.

Cuando se le empezaba a nublar la vista, vio que Xena apartaba a


Alejandro de un empujón, tratando de incorporarse.
—¡No más drogas! ¡No más heroína, me oyes! —gritó, sin hacer caso de
la cara confusa y alarmada de Alejandro—. ¡No te atrevas a volver!

—Tranquila, Xena, tranquila. Nadie te está drogando. Sólo es una fiebre


muy alta —dijo Alejandro, haciendo todo lo posible por volver a tumbar a su
comandante con delicadeza.

—¡No más opio! ¡Prométemelo! ¡Prométemelo! —insistió Xena,


rechazando el intento de Alejandro de relajarla.

—Está bien, está bien —dijo Gabrielle sin voz, alzando las manos para
tratar de calmar a la guerrera antes de que las descubrieran.

Por un instante, antes de que Gabrielle desapareciera del todo, sus ojos se
encontraron y ambas mujeres se dieron cuenta de que el tiempo que tenían para
estar juntas se estaba acabando.

—¡Te voy a echar de menos! —soltó Xena, algo sorprendida al


reconocerlo. Se quedó mirando por encima del hombro de Alejandro con una
curiosa expresión de azoramiento y pena mientras Gabrielle se desvanecía.

Cuando Alejandro se volvió para ver con quién podía estar hablando
Xena, allí no había nadie.

Las palabras siguieron a Gabrielle, resonando en sus oídos mientras la


realidad se tambaleaba y daba vueltas y su estómago se agitaba por la náusea.

—Yo también te voy a echar de menos —contestó, aunque sabía que la


única que la oiría ahora era Evelyn.

Entró en la casa como una exhalación y cerró de golpe la gran puerta de


entrada al pasar, haciendo caso omiso del sonoro estampido de un panel de vidrio
que se hizo añicos, esparciéndose por el suelo. Sus altos tacones repiquetearon
por la fría superficie de mármol cuando se dirigió furiosa a su salita.
—¡Cabrones! —vociferó y pegó otro portazo con la puerta de la salita—.
¡Me cago en la puta leche! —Se pasó los dedos por el largo pelo y sus ojos
recorrieron enfurecidos la habitación, buscando algo que tirar. Al instante, aferró
un jarrón con la mano y lo estampó contra la pared, donde estalló en mil pedazos
que salieron volando por todas partes—. ¡Cómo se atreven a ponerse en mi
contra! —bramó al tiempo que cogía otro objeto, esta vez una palmatoria de
cristal, que tiró al mismo punto. Se partió en dos con un crujido satisfactorio y
los trozos cayeron a la alfombra.

Con la rabia saciada por el momento, se dejó caer en una butaca y torció el
gesto.

Su oferta como candidata presidencial había sido rechazada. Estaba


sentada ante ellos en la reunión y se quedó mirando atónita mientras sus
partidarios, uno por uno, votaban para retirar la candidatura, con la pobre excusa
de que el país no estaba preparado para tener un presidente de sexo femenino.

—Hijos de puta —dijo con un susurro furioso, y se frotó el caballete de la


nariz con dos dedos, pensativa. Estaba claro que ser mujer tenía sus desventajas.
Se preguntó cómo se las había arreglado Xena, tantos siglos atrás. En aquel
entonces era aún más difícil que una mujer consiguiera poder en el mundo.

Esto no debería estar pasando. Su poder tendría que ser ahora demasiado
grande para que nadie, hombre o mujer, pudiera rechazarlo. Había pronunciado
los hechizos adecuados, de eso estaba segura. Había hecho lo que debía hacer en
el momento preciso para asegurarse de que todas las mentes presentes estuvieran
sometidas a su control, todas enfocadas a un mismo propósito: el suyo.

Pero por otro lado, estaba esa sensación... esa ligera sensación de... algo.
Lo había percibido y no había hecho caso: en el momento le pareció muy
insignificante. Pero algo había cambiado. Una leve variación, pequeñísima, pero
real. Una disminución de su poder... una sensación de haber perdido algo.

En el momento, no había hecho caso y ahora...

¡Estúpida!
Apartó los dedos de la nariz, cerró el puño y golpeó el brazo de la butaca.
Sus oscuros pensamientos se posaron en su hija.

¿Qué se traía entre manos esa zorra?

Se distrajo, descartando la repentina sospecha. ¿Qué podía hacer Gabrielle


ahora para afectar a Xena en aquella época?

¿Y si Gabrielle estaba enferma? Sus dedos se posaron alarmados sobre sus


labios rojos como la sangre. Si la chica moría, entonces...

No, Gabrielle no podía haber muerto. Si hubiera muerto en esa estúpida y


carísima clínica de una enfermedad inesperada o de una sobredosis porque a la
estúpida paleta de pueblo no se le había ocurrido que debía alejarse de las drogas,
ella habría perdido más de lo que había perdido hoy.

Un dedo tamborileó pensativo sobre esos mismos labios. No, por


decepcionante que fuera, a Gabrielle no se la podía matar y tampoco podía
permitir que muriera. La molesta rubia era la clave de todo. Mientras el alma de
la antigua bardo siguiera presa aquí, Xena estaría viva y floreciente allí, matando
todo lo que hubiera entre el Océano Atlántico y el Mar Caspio e incluso más allá.

Gracias a lo que había hecho, su poder en el presente estaba ahora unido al


destino de Xena en el pasado. Al robar el alma de Gabrielle, había cambiado el
curso del destino y se había liberado de su jaula metafísica. Sin la interferencia
de Gabrielle, Xena había descubierto su verdadero camino: el camino de la
guerra, y el poder resultante era un auténtico espectáculo digno de admiración.

Sonrió, pensando en los diversos estallidos de guerra y destrucción que


surgían por todas partes, como pequeños cráteres volcánicos que rezumaban pus
de lava hirviente roja como la sangre por todo el globo, aquí y allá: Oriente
Medio, Bosnia, Pakistán, China, terrorismo, revolución, asesinato.

Y Xena era la fuente que alimentaba ese volcán: su destino alterado había
condenado por fin a su alma al lugar que le correspondía de verdad, atormentada
en las llamas internas de la desdicha. Qué ironía tan placentera, pensó, soltando
una risita de felicidad.
Pero se había producido un pequeño cambio, suficiente apenas para que su
conexión quedara interrumpida momentáneamente, como una burbuja de aire en
la lava que hubiera reventado con un siseo antes de seguir corriendo. Le había
supuesto un ligero retroceso, pero no la ruina. Algo había provocado esa
interrupción, pero no tenía ni idea de lo que podía ser.

Iba a tener que vigilar de cerca a su hija, muy de cerca.

Gabrielle se quedó mirando un momento el bote de plástico y el líquido


dorado que había dentro, preguntándose cuánto podía durar una meada dentro de
una bolsa hermética metida bajo las sábanas para que siguiera lo bastante fresca
para pasar un análisis de drogas.

Si era tan fácil, ¿qué sentido tenía?

Gabrielle depositó el bote marcado con su propio nombre en la bandeja, la


misma bandeja que aguardaba allí cada mañana, y se marchó. Era extraño, pero
no se sentía culpable: casi se sentía decepcionada de que fuera tan fácil engañar
al sistema.

Llegó pronto a la terapia de grupo y atisbó por la ventanilla de la puerta


para comprobar que todavía no había nadie en la habitación. Estaba vacía como
se esperaba, de modo que bajó un poco más por el pasillo, sin hacer apenas ruido
con sus deportivas sobre el suelo de linóleo, y se metió en la biblioteca.

Su libro de Grecia y Roma en guerra estaba donde lo había dejado, el


mismo lugar del estante, colocado inocentemente entre Tiernos guerreros del
amor y Casa y hogar.

Sacó el libro del estante y lo abrió, pasando rápidamente las páginas


mientras se sentaba en una silla. Sus ojos verdes repasaron el texto hasta que
encontraron las secciones que buscaba y entonces se le pusieron como platos por
el asombro.

Las palabras habían cambiado.


Las leyó otra vez para comprobarlo, usando las piernas para empujarse
junto con la silla hacia la ventana y la luz del sol, para asegurarse de que la
penumbra de la estancia no le estaba haciendo una jugarreta a su vista.

La sección era distinta. Por increíble que pareciera, las palabras habían
cambiado. El capítulo ya no describía la destrucción total de la ciudad de Esparta.

En el frío mes de octubre de 337 a. de C., el ejército vencedor de Filipo de


Macedonia se marchó de Esparta dejando la ciudad intacta. Los esclavos de
Mesenia, ahora libres, se quedaron atrás para hacer de vigilantes. No cabía duda
de que estos hombres recién liberados serían una fuerza muy leal que mantendría
controlados a Esparta y a los demás aliados del Peloponeso, cada uno de los
cuales se había llevado una buena tajada del hasta entonces territorio espartano
como recompensa.

Los ojos de Gabrielle recorrieron el texto del libro que se había vuelto a
escribir milagrosamente mientras pasaba a describir la paz común y la alianza
que se había forjado entre todos los estados griegos. Se constituyó una liga
federal helénica, encargada de tomar decisiones comunes por medio de un
consejo en el que estaba representado cada estado según su tamaño y su
importancia militar. Un comité supervisor permanente formado por cinco
presidentes tenía su sede en Corinto, mientras que el consejo mismo mantenía
reuniones generales durante las cuatro festividades panhelénicas más
importantes, en Olimpia, Delfos, Nemea y el Istmo, siguiendo un sistema de
rotación.

Bonito detalle, pensó Gabrielle con orgullo, al reconocer la festividad


preferida de cada región.

Filipo fue nombrado comandante supremo de los ejércitos unidos de la


Liga, un cargo que combinaba tareas civiles y militares y cuyo propósito era
ocuparse de la seguridad general de Grecia.

—Comandante supremo —susurró Gabrielle, con los ojos relucientes


mientras leía. El título le pegaba a Xena, y se imaginó por un momento a la bella
guerrera sentada a la cabecera del consejo, observando mientras los presidentes
discutían y creaban leyes, guardando prudente silencio hasta que necesitaban sus
sabios consejos para no perder el hilo.

Y por último, pero no por ello menos importante, según leyó Gabrielle con
una sonrisa en los labios, se erigió una bella estatua de mármol en Tebas,
esculpida por los mejores artesanos de la época, en honor de la Hueste Sagrada
que había perdido la vida con valor en la batalla de Queronea el 2 de agosto de
338 a. de C.

Gabrielle cerró el libro y sonrió, mirando asombrada por la ventana.

—Lo conseguí —dijo, con la cara resplandeciente de orgullo a la luz del


sol de la mañana—. Lo conseguimos. Bien hecho, Xena. Bien hecho.

Una pregunta acuciante había recibido respuesta. Esto no era un sueño. Lo


que Gabrielle había estado experimentando no era una fantasía producto de la
droga. El cambio del libro era la prueba, de una vez por todas.

El opio es una droga poderosa que se conoce desde hace miles de años.
Una droga mística, había dicho Xena. Bueno, sin duda ahora estaba ocurriendo
algo místico: había otra fuerza en juego —imposible de explicar por nadie— que
las unía.

El opio era el "cómo".

Ahora, la pregunta auténtica era "por qué".

Gabrielle posó la mirada en el libro, dándole vueltas pensativa entre las


manos.

El destino de Esparta había cambiado, pero el de Xena no. El libro seguía


hablando de Filipo, sin hacer mención alguna a una mujer guerrera, y mucho
menos a alguien tan notable como Xena.

Gabrielle levantó de nuevo la mirada, contemplando por la ventana el sol


y los árboles verdes, el cielo azul y las tenues nubes que flotaban en lo alto.
Pensó en el mundo de Xena, un mundo que para ella era tan real allí como éste lo
era aquí.
—Este sitio es un sueño —susurró, recordando unas palabras que había
leído una vez en el colegio—. Sólo un durmiente lo considera real.

¿Pero cuál de los mundos era real y cuál era el sueño?

¿Y qué podía hacer ella para averiguarlo? Había hecho una promesa: no
más heroína.

—Esto no se ha acabado, Xena —dijo, con la mirada perdida en el


horizonte—. Esto no se ha acabado, ni mucho menos.

—¡Espera! ¡Espera! —dijo Gabrielle, riendo, mientras el humo del


incienso se elevaba en el aire, escociéndole los ojos. Agitó las manos y luego se
secó unas cuantas lágrimas—. ¿Esto es necesario de verdad?

—Crea ambiente —insistió Evelyn, riéndose al ver la cara contraída de


Gabrielle—. Se trata de que te pongas mentalmente en situación.

—Al paso que vamos, me voy a quedar mentalmente en blanco porque


estaré desmayada por falta de oxígeno. —Gabrielle se acomodó mejor sobre las
piernas dobladas y adoptó una postura equilibrada y erguida. Estar sentada en la
alfombra con las piernas cruzadas y la espalda totalmente recta era la postura más
incómoda en la que había estado en su vida.

Evelyn vio cómo se agitaba su amiga y resopló.

—Si vas a seguir moviéndote, jamás conseguirás concentrarte.

Gabrielle se movió un poco más y luego intentó relajarse respirando


hondo.

—Vale. Estoy lista.

—¿Seguro?

—Sí, lista.

—¿Seguro que estás segura?


—¡Ya te lo he dicho, estoy lista!

Evelyn se relajó en la posición del loto, con las manos posadas


tranquilamente sobre las rodillas.

—Bueno, respira hondo...

—Ya he respirado hondo.

—Pues hazlo otra vez. —Evelyn abrió los ojos, irritada—. Eso es. —
Observó atentamente mientras Gabrielle tomaba aliento profundamente y lo
aguantaba un segundo antes de soltarlo—. No tienes que aguantarlo, tú respira
profundamente y con comodidad. Despacio. Deja que el oxígeno te llene los
pulmones. Concéntrate en la respiración. Respira normalmente, como un ser
humano... los humanos no nos planteamos que respiramos, sabes. Ahora, lo que
quiero que hagas es que pienses sólo en respirar. Piensa en el aire limpio que te
llena los pulmones y envía oxígeno por todo tu cuerpo...

—Estás haciendo que me quede dormida.

—Ésa es la idea. Quiero que despejes tu mente, que dejes la mente en


blanco.

—Eso no será difícil.

—Deja de soltar chistes, Gabrielle. Normalmente, nuestra mente jamás


está en blanco. Siempre hay un diálogo constante que mantenemos con nosotros
mismos. Pero ahora quiero que intentes detener esa conversación. No pienses en
nada. Ni en la más mínima cosa. Sólo quiero que respires. Que existas.

Evelyn observó a Gabrielle atentamente, mientras los ojos de su amiga se


cerraban y su respiración se hacía profunda y rítmica. Ella misma cerró los ojos
sólo cuando se convenció de que Gabrielle seguía en serio sus instrucciones.

—Nuestra mente es una puerta. Cuando la mente está quieta, la puerta se


abre. Cuando la mente está quieta, la puerta se abre. Cuando la mente está quieta,
la puerta se abre.
Evelyn entreabrió un párpado con desconfianza para echar un vistazo a
Gabrielle, pues se esperaba ver cómo volvía a estallar en carcajadas, pero su
amiga estaba por fin tranquila, con el rostro relajado.

A lo mejor funciona, pensó Evelyn antes de cerrar los ojos.

—Nuestra mente es una puerta... que se abra la puerta.

—Xena, no sé cuánto tiempo más voy a poder mantener acampados a los


hombres. Hemos pasado todo el invierno fuera de Corinto. Hay un límite al
entrenamiento que podemos hacer para mantener a los hombres ocupados.

Xena estaba apoyada en la barandilla de mármol del balcón,


contemplando el jardín de debajo.

—Pues invita a Roma a unos juegos de guerra. Así entrarán en calor —


contestó distraída.

Alejandro se quedó paralizado al oír la inesperada propuesta.

¿Juegos de guerra? ¿Con Roma? Por los dioses, no era mala idea en
absoluto.

—¿Tú crees que vendrían? —preguntó. Al cabo de un momento, al ver


que no respondía, Alejandro siguió la mirada de Xena desde el balcón de sus
aposentos, las habitaciones que ocupaba mientras permanecía en Corinto, hasta el
jardín de debajo para ver qué le había llamado la atención.

Era el pelo rubio lo que le había llamado la atención. Xena se sentía


atraída por él como por una luz en la oscuridad, como por el fuego de un hogar
que la llamara con el calor de su interior. La muchacha corría por la hierba y,
aunque Xena no le veía la cara, siguió absorta ese pelo rubio, totalmente
concentrada al reconocer a la chica, y cualquier cosa que pudiera estar diciendo
Alejandro le pasó desapercibida.
¿Podría ser ella? ¿Ésa era Gabrielle, que había logrado regresar y la
buscaba en el laberinto del Foro?

Alejandro observó a Xena mientras Xena contemplaba a la jovencita que


corría por el jardín perfectamente cuidado. Era tan bonita como las flores ante las
que pasaba, de eso no cabía duda. Sonrió burlón a su mentora, disculpándola por
completo por haberse distraído.

—Mmmm... disculpa... ¿Xena? Estoy de acuerdo con que la vista desde la


habitación es muy bonita, pero ¿te parece que volvamos a la conversación? Sólo
nos quedan unos minutos antes de que empiece la reunión.

—¿Eh? —preguntó Xena, fijándose de nuevo en su general.

—¿No estábamos hablando de unos juegos?

—Ya... juegos —repitió Xena, al tiempo que sus ojos volvían al jardín y a
la jovencita, que acababa de desaparecer por una puerta que llevaba a la cocina—
. Los detesto.

Sin decir nada más y ante el asombro de Alejandro, Xena saltó por encima
de la barandilla de mármol del balcón, aterrizó limpiamente de pie y salió
corriendo, en persecución de la chica.

Atalo avanzaba apresurado por el pasillo y entró bruscamente en una


antecámara que daba a los aposentos de la comandante suprema. Sabía que las
habitaciones de su sobrino estaban al lado, pero al pasar, vio a Alejandro en la
habitación de Xena, en el balcón de fuera, inclinado sobre la barandilla. A Xena,
sin embargo, no se la veía por ninguna parte.

—¡Alejandro! ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Xena?

Alejandro miró a su tío y co-general, sonriendo burlón.

—No te lo vas a creer, pero Xena acaba de saltar por el balcón.


—¿Qué? —respondió Atalo sin dar crédito. Como Alejandro, se asomó
por la barandilla de mármol para mirar el jardín de debajo—. ¿Está bien?

—Pues claro —replicó Alejandro, risueño—. Ha dado una voltereta muy


bien hecha con medio tirabuzón y ha aterrizado de pie.

—¿Y dónde está? —preguntó Atalo, contemplando la hierba vacía.

—Ha salido corriendo hacia la cocina —contestó Alejandro, señalando.

—¿Por qué ha hecho eso?

—Por lo que sé, ha ido en pos de una cosita linda de pelo rubio que
acababa de pasar correteando por el jardín.

Atalo miró a su sobrino, enarcando una ceja.

—¿Ah, sí? ¿De pelo rubio, dices?

—Sí, y de muy buen ver, debo decir.

—No lo dudo. ¿Hombre o mujer?

—Mujer.

—Aahh, qué lástima —dijo Atalo, suspirando.

Alejandro se irguió y miró interrogante a su tío.

—¿Por qué qué lástima?

—Es que últimamente hay muy pocos mozos rubios y guapos.

Alejandro se echó a reír y le dio una palmada a su tío en la espalda.

—Bueno, ¿y para qué buscabas a Xena con tantas prisas?

—Ah —replicó Atalo—, casi se me olvida lo que me tenía tan


emocionado. Culpa tuya por distraerme. —Hizo un gesto a Alejandro para que se
apartara del balcón y entrara en la habitación—. En realidad, es una suerte que
Xena haya saltado.

—¿Qué quieres decir?

—Quería hablar contigo, no con Xena. Me alegro de que estés solo.


Acabo de oír una noticia interesante. Aristómedes está buscando votos para
arrebatarle los juegos de este año a la ciudad de Megara.

—Está loco. Hiperión de Megara hará todo lo posible por evitar que los
juegos se celebren en otra parte. Además, en Corinto no hay un estadio lo
bastante grande.

—Aristómedes planea pedir los fondos para construir uno. Su


razonamiento va a ser que si la Liga va a seguir reuniéndose aquí cada año, el
congreso debería ir seguido de unos juegos en honor de los asistentes.

—No lo conseguirá. Necesitamos esos fondos para nuestra campaña


contra Persia.

—De eso es de lo que quería hablar contigo.

—Y yo que creía que estábamos hablando de juegos otra vez. ¿Me quieres
decir qué tienen que ver los juegos con Persia?

—Onomarco ha consultado a la Pitia.

—La Pitia... ¿la del oráculo de Delfos? ¿Esa Pitia? ¿Y qué tiene que ver el
oráculo de Delfos con los juegos de Corinto y qué tienen que ver esas dos cosas
con Persia?

—Todo. Escucha atentamente, sobrino mío, y aprende. Onomarco dice


que el oráculo ha visto que Xena no dirigirá una campaña contra Persia.

—Atalo, eso ya lo sabemos. La propia Xena ha dicho que la campaña se


retrasará hasta que los asuntos domésticos queden arreglados.
—No, Alejandro. El oráculo dice que Xena no dirigirá una campaña
contra Persia, ni ahora... ni nunca.

—Tendremos que acabar marchando contra Persia. Ares lo exige.

—Xena desafía a Ares.

—¡Estás loco!

—Te lo advierto, Alejandro. Xena se ha hecho débil. Está perdiendo el


gusto por el combate y se está apartando poco a poco del dios de la guerra. Ahora
pasa el tiempo con los políticos, no con los soldados que la adoran. Escribe
dictámenes y declaraciones de paz y deja guarniciones enteras de hombres
esperando en los campamentos sin nada que hacer. Incluso ahora, sale corriendo
detrás de una chica cuando sabe que la Liga está a punto de reunirse. Apuesto a
que la guerra contra Persia ni siquiera se mencionará en esta sesión y que en
cambio Aristómedes conseguirá sus fondos para construir un estadio en Corinto.

—Creo que te equivocas, Atalo. Xena hace bien en arreglar todos los
asuntos domésticos primero, antes de cruzar el Helesponto al frente de una
campaña. Una guerra en el extranjero nos mantendrá lejos de casa durante años.
No nos podemos permitir gobernar en ausencia hasta que estemos seguros de que
todos los estados están unidos y comprometidos a seguir estándolo.

—Te alabo por tu lealtad hacia ella, pero no te cierres a esta advertencia.
Presta atención en la reunión. Si no adoptamos una resolución sobre la guerra,
nos veremos obligados a licenciar al ejército. Al fin y al cabo, los hombres
quieren volver a casa. No puedes echarles en cara que se estén hartando de
esperar. Pasarán años hasta que podamos volver a reunir y entrenar una fuerza
como ésa. Xena lo sabe. Sabe que cualquier retraso a la hora de ponernos en
marcha inmediatamente no sólo retrasará la guerra un invierno, sino varios
inviernos... o para siempre. No sólo lo sabe, sino que cuenta con ello.

—No sé, Atalo.

—Tú sólo prométeme una cosa. Si Xena se olvida oportunamente de sacar


el tema, sácalo tú por ella. Los consejeros lo apoyarán entusiasmados, te lo digo
yo. Todos votarán a favor de presentar un frente común y unido contra Persia. Si
hay una sola cosa en la que todas las ciudades-estado están de acuerdo es en que
todos odiamos a Persia. Si eres tú el que propone la idea, obtendrás todo el favor
cuando el consejo la ratifique por unanimidad.

—Lo que propones parece un pequeño golpe de estado.

—Golpe de estado es una expresión muy fuerte, Alejandro. Piensa más


bien en que cumples con tu deber.

—¿Por qué es mi deber quedar mejor que Xena ante los ojos de la Liga de
Corinto?

—Porque haces que Grecia parezca más fuerte ante los ojos del mundo. Y
como segundo al mando, ayudas sabiamente a tu comandante a seguir el camino
correcto.

Alejandro guardó silencio mientras observaba el rostro de su tío. Éste era


de Olimpia y él de Pella. Sus ciudades estaban unidas por la sangre: Pella, ciudad
natal de Alejandro, apoyaría a Olimpia igual que Olimpia lo apoyaría a él. Ésa
era la fuerza de su relación y el motivo de que el matrimonio fuese tan
importante. Si Xena tenía alguna debilidad, era ésta. No tenía vínculos de sangre
con ninguna ciudad. Tracia era un débil estado retrasado y le había dado la
espalda largo tiempo atrás. Y, aunque ahora estaba al mando de los grandes
ejércitos de Grecia, no había ningún heredero del título y no parecía probable que
lo fuese a haber. Todas las miradas estaban posadas en Alejandro, como su
segundo al mando, y por eso todos daban por sentado que el sucesor era él.

Y también él estaba empezando a darlo por sentado.

—Xena sacará el tema de Persia, estoy seguro.

—¿Y si no lo hace?

—Pues lo haré yo.

Atalo le dio una palmada a su sobrino en la espalda.


—Eres un hombre sabio para la edad que tienes. Ares te es propicio, estoy
seguro.

—Me da la impresión de que le es un poquito más propicio a la bella


Princesa Guerrera.

Atalo se echó a reír.

—No lo culpo. Pero... ¿a quién es propicia Xena? ¿A esa joven rubia a la


que ha ido a dar caza, tal vez? No hay temor de que salga un heredero de esa
unión. —Rodeó a su sombrío sobrino con un brazo, llevándolo hacia la puerta—.
Venga, vamos a buscar a nuestra comandante suprema para recordarle
delicadamente dónde se supone que tiene que estar. ¿Estás conmigo?

Alejandro suspiró y se dejó llevar por la puerta.

—Estoy contigo.

Aterrizó de pie y, sin volverse para mirar a Alejandro, echó a correr por el
jardín dispuesta a interceptar a Gabrielle antes de que la vieran. Xena saltó por
encima de una estatuilla blanca de una ninfa, y sus pesadas botas aterrizaron con
un golpe al otro lado del borde de un macizo de flores. Sus siguientes pasos la
impulsaron a través de la hierba hasta llegar a un sendero de granito machacado,
cuya curva siguió a lo largo del jardín, serpenteando a través de los arbustos y
pasando ante fuentes que goteaban suavemente hasta que llegó al fondo del jardín
y al pórtico que daba a la cocina.

—¡Gabrielle! —llamó a la chica que acababa de desaparecer por la


esquina. Doblándola a toda velocidad, estuvo a punto de derribar a una mujer
mayor que salía de dentro a la luz del sol.

Xena agarró a la sobresaltada mujer por los hombros y la colocó bien.

—Perdón —le dijo a la sirvienta con una sonrisa de disculpa y luego


reanudó la persecución sin mirar atrás.
La vieja sirvienta abrió mucho los ojos al reconocerla y siguió con la
mirada a la figura de la impresionante mujer de largo pelo negro, cuero y espada
que corría detrás de alguien... alguien a quien tenía muchas ganas de alcanzar.
Levantándose las faldas, la anciana criada cambió de dirección y se apresuró a
seguir a la gobernante de toda Grecia que acababa de estar a punto de tirarla al
suelo dando caza a una joven bonita.

Xena dobló otra esquina. Ya veía a la chica, cuyo largo pelo dorado se
balanceaba graciosamente de lado a lado mientras avanzaba decidida casi hasta la
puerta de la cocina.

—Gabrielle —la llamó Xena de nuevo, sonriendo, y aceleró el paso.

Con unas cuantas zancadas largas, alcanzó a su presa. Su primer instinto


fue alargar la mano y agarrarla de un hombro, pero apartó la mano, al recordar
que aunque Gabrielle era visible, no se la podía tocar.

Los ojos de Xena relucían de auténtica felicidad al ver que la joven se las
había arreglado para volver con ella otra vez. No se había dado cuenta de lo
mucho que echaba de menos a su ángel de la guarda.

—Gabrielle —repitió, sonriendo de oreja a oreja.

La joven pegó un respingo cuando Xena dijo el nombre y se volvió


sorprendida.

El rostro de Xena se llenó de decepción. No era Gabrielle, ni se le parecía


siquiera, sólo era una joven sirvienta de largo pelo rubio.

En ese momento, la criada mayor dobló la esquina y advirtió claramente la


desilusión en los ojos de la gran guerrera.

—Inclínate, niña —le ordenó la vieja a la criada más joven—. ¿Acaso no


sabes ante quién estás? —Rodeó a Xena y obligó a la joven a arrodillarse y luego
inclinó la cabeza como señal de respeto—. ¿En qué podemos servirte,
comandante suprema? ¿Hay algo que desees de la cocina?
Xena se quedó callada, desanimada tanto por la súbita aparición de la
anciana como por su propia decepción al haber confundido a la chica con
Gabrielle para empezar.

—No —contestó, con más brusquedad de la que pretendía—. Creía que


esta chica era otra persona, eso es todo.

—Ya —dijo la anciana, levantando la mirada—. ¿Es esta otra persona que
buscas alguien a quien pueda hacer llamar por ti?

—Ojalá —replicó Xena, dándose la vuelta—, pero no.

La anciana sirvienta observó a la comandante suprema con ojos


maliciosos mientras se alejaba. Miró a la joven criada, que seguía arrodillada
sobre el duro suelo.

—Levanta, niña —dijo y agarró a la chica, tirándole del brazo para que se
levantara—. Tú y yo estamos de suerte.

La joven miró confusa a la matrona.

—Es evidente que la comandante suprema —le explicó la vieja—, se


interesa por ti. Si lo hacemos bien, tanto tú como yo podríamos obtener su favor.
¿Te interesa?

La joven sonrió mostrándose de acuerdo y en su rostro apareció una


comprensión muy superior a sus años.

—Nuestra mente es una puerta. Cuando la mente está quieta, la puerta se


abre. Cuando la mente está quieta, la puerta se abre. Cuando la mente está
quieta... —Evelyn se detuvo y echó un vistazo a su amiga. Gabrielle estaba
sentada apaciblemente en la posición modificada del loto, la respiración
tranquila, el rostro relajado. Daba la impresión de que habían tenido cierto éxito a
la hora de provocar un trance meditativo, pero entonces Gabrielle suspiró
profundamente, señal evidente de aburrimiento.
—¿Algo? —preguntó Evelyn, aunque ya sabía la respuesta.

Gabrielle abrió los ojos, desilusionada.

—Bueno, si por algo te refieres a que casi me quedo dormida, pues sí.

—Gabrielle —replicó Evelyn—, no te sientas decepcionada. Es muy


difícil conseguir relajarse, y no digamos tener una experiencia extracorpórea, al
primer intento. De hecho, lo has hecho mejor de lo que esperaba... al menos has
dejado de hablar.

—Bueno, estaba relajada, supongo. Si llego a relajarme más, me habría


dado de cabeza en el suelo. ¿Cómo puedo dejar la mente en blanco cuando tengo
que concentrarme en estar sentada con la espalda recta y las piernas en esta
postura tan incómoda? ¿No funcionaría mejor si me tumbara o algo así?

Evelyn descruzó las piernas, abriéndolas hacia los lados, y se estiró.

—Si hubieras estado tumbada, te habrías quedado dormida.

Gabrielle se echó hacia atrás apoyándose en las manos.

—Va a hacer falta algo más que la meditación para volver allí.

—Tal vez... —contestó Evelyn, pensando—. Tal vez necesitemos un poco


de ayuda medicinal para ese empujoncito final. Tengo una amiga que tuvo una
experiencia rara mientras meditaba después de haber fumado maría.

Gabrielle hizo un gesto negativo con la cabeza.

—He fumado un montón de hierba y nunca me ha pasado nada como lo


que me ha pasado con el caballo. —Se alegraba de haberle contado a Evelyn sus
experiencias con la heroína. Eso había hecho que mantuvieran su amistad
después de que les dieran el alta a las dos en la clínica y se hubieran trasladado a
la universidad, aunque iban a universidades diferentes. Al menos tenía a alguien
con quien hablar que parecía comprenderla... y creerla.
Evelyn se levantó del suelo, apagó la vela soplando y se dejó caer en la
cama del cuarto de la residencia de Gabrielle.

—¿Qué tal la hipnosis? —preguntó, cruzando los dedos detrás de la


cabeza y contemplando el techo—. Podríamos acudir a alguien que tenga
experiencia con regresiones a vidas anteriores.

Gabrielle volvió la cabeza sorprendida.

—¿Eso existe?

—Pues claro. Por eso yo conozco mis vidas anteriores.

—¿Tu padre pagó para que fueras a un hipnotizador?

—Era mi psicoanalista. Me hipnotizó como parte de la terapia. Cree en las


vidas anteriores y se llevó una sorpresa cuando descubrió las mías. Dice que es
uno de los motivos de que beba.

—¿Y qué tiene que ver una vida anterior con que bebas? ¿Es que eras una
especie de borrachuza de la antigua Roma?

Evelyn se incorporó, con la cara, normalmente despreocupada y alegre,


muy seria ahora.

—Tiene todo que ver. Algo de mi pasado quedó incompleto. Algo que
tenía que hacer quedó sin hacer. Mi alma se siente inquieta y atormentada por
ello.

—¿Y el hecho de que tus padres sean unos cabrones forrados de dinero
que casi nunca están en casa y que se pasan borrachos la mayor parte del día no
tiene nada que ver?

—Gabrielle, ¿me vas a decir que después de lo que has experimentado


sigues siendo una escéptica?
—No, no. Te aseguro que creo en eso de las vidas anteriores. Pero
también creo que tenemos que hacernos responsables de lo que nos ocurre en el
presente. No podemos echarle la culpa de todo a nuestra alma atormentada.

—¿No me digas? ¿Y qué pasa con tu propia alma atormentada? ¿Te has
parado a pensar por qué estás aquí cuando está clarísimo que sientes que tu sitio
está... en otra parte?

Ante el silencio de Gabrielle, Evelyn echó las piernas por el borde de la


cama y se sentó, para ver mejor la cara de su amiga.

—¿Y por qué tú y yo da la casualidad de que nos hemos conocido en una


clínica de rehabilitación, lo has pensado? Yo, una alcohólica que cree en vidas
anteriores, que cree que era una chamana en tiempos antiguos, conozco a una
aficionada a la heroína que viaja hasta allí cada vez que se mete la droga. ¿Te has
parado a pensar en eso?

—No sé. Pura coincidencia. El destino. ¿Por qué? ¿Es que tú crees que
hay otra razón?

—Gabrielle, todo ocurre por una razón.

—Lo sé, lo sé. Eso ya lo he oído. Todo ocurre precisamente como debe
ocurrir.

—Todo debería ocurrir precisamente como debería ocurrir. Pero ¿qué pasa
si no es así?

—¿Estás diciendo que piensas que las cosas no han ocurrido como
deberían... y que ésa es la razón de que nos hayamos conocido?

—¿Tú no lo piensas?

Gabrielle se lo pensó mucho antes de responder. Se quedó mirando la vela


apagada, la mecha negra, quemada y fina, el olor a cera aromatizada que seguía
flotando en el aire. Lo que tenía claro era que sentía que aquí algo no iba bien
con su vida, que le parecía perfecta cuando estaba allí.
—¿Sabes lo que pienso?

—Ah, ¿por fin estás pensando? Bueno, ¿el qué?

—Pienso que deberíamos ver cómo nos pueden hipnotizar a las dos.

—A mí ya me han hipnotizado.

—Quiero decir juntas.

—¿Juntas en el sentido de... a la vez?

—Eso es. ¿Qué te parece?

Al cabo de un momento de silencio atónito, Evelyn se levantó muy


excitada, rebosante de su habitual entusiasmo.

—¡Gabrielle, qué idea tan genial! Voy a llamar a mi psicoanalista. Seguro


que está de acuerdo. ¡Imagínate, dos personas con recuerdos residuales que se
hipnotizan juntas para ver si sus vidas anteriores están interconectadas! Seguro
que publica un artículo sobre esto.

—Para el carro, Evelyn. Nadie ha dicho nada de ver nuestros nombres


publicados en un artículo. Ya conoces mi situación. Mi madre no puede descubrir
jamás nada de esto.

—Cierto. Se me había olvidado. Vale. Nada de artículos.

—Bien, me alegro de haberlo dejado claro.

—Vale, no se publica nada. —Evelyn se quedó pensando un momento,


mordiéndose el labio—. ¿Y si nos cambia el nombre?

—¡Nada de artículos!

—Bien. Vale. Nada de artículos. ¿Y si...?

—¡Que no!
—Gabrielle, no tienes sentido del humor —se quejó Evelyn, cruzándose
de brazos.

—A lo mejor en mi vida anterior sí.

Xena avanzó malhumorada por el vestíbulo y bajó por un pasillo que sabía
que acabaría desembocando en la Gran Sala. Toda la situación sería risible, si no
tuviera ganas de atravesar de un puñetazo la pared de mármol.

Estaba enfadada consigo misma: enfadada por confundir a una sirvienta


con Gabrielle y más enfadada todavía por la gran decepción que sintió cuando la
sirvienta resultó ser una persona distinta de la que deseaba que fuera. Por un
momento, su corazón dio saltos de alegría al creer que iba a poder ver otra vez a
su ángel de la guarda.

¿Por qué se permitía sentir cosas tan ridículas?

Gabrielle. ¿Por qué la atormentaba tanto el recuerdo de sus visitas? Había


dejado que su mente transformara a una criada, que no tenía ni una sola de las
cualidades excepcionales de su visitante, que no era ni por asomo tan atractiva y
que evidentemente no se parecía a ella en lo más mínimo.

Pasó por el arco regañándose a sí misma por mostrar tanta debilidad


delante no sólo de las sirvientas, como si con eso no bastara, sino además delante
de Alejandro.

Tal vez, pensó, mirándose el puño, debería hacer un agujero en la pared de


un puñetazo. El dolor podría meterle algo de sentido común. Tenía que
enfrentarse a la realidad: Gabrielle no iba a poder volver nunca. Tenía que
quitarse la esperanza de la mente para poder dedicarse al tema de convertir a las
ciudades-estado, que no actuaban mejor que unas tribus mongolas, en un país
unificado sin destruirlas a todas para conseguirlo.

Xena se dirigió a la sala de reuniones con renovado propósito y estuvo a


punto de arrollar a dos delegados que hablaban en susurros detrás de una
columna, justo en la entrada.
Al ver a esos dos y oír los murmullos que resonaban en el mármol del
pasillo, retrocedió rápidamente, pegándose a la pared para escuchar sin que la
vieran.

Isócrates se ajustó la toga blanca para que le colgara con un poco más de
elocuencia por el hombro y siguió caminando por el largo pasillo que llevaba a la
Gran Sala del Foro de la ciudad. Iba a asistir al segundo congreso de dirigentes
de las ciudades-estado que formaban lo que cada vez se conocía más como la
Liga de Corinto. Como estadista ya mayor y famoso orador del senado de
Atenas, no tenía grandes esperanzas puestas en esta segunda reunión oficial de la
Liga. El primer intento del año anterior de crear la unidad de los estados griegos
había terminado en feroz desacuerdo y con la amenaza de una nueva guerra.

Habían celebrado la primera reunión de la estación anterior en Corinto,


por orden de Xena, aunque ésta presidió el acontecimiento en ausencia, pues se
negó a dejar a su ejército acampado en el Peloponeso. Lo único que el comité
logró ratificar fue su nombramiento como comandante suprema. El resto del
tiempo se fue en discusiones.

Esta vez, sin embargo, la comandante suprema en persona estaba presente


para dirigir el congreso.

Pasándose los dedos por el espeso cabello blanco como la nieve, pensó
que no creía que un bárbaro señor de la guerra de Macedonia pudiera mejorar las
cosas, y menos una mujer. Su legendaria belleza podría haberle granjeado la
equivocada lealtad de una legión de soldados, pero los hombres más ancianos y
sabios de los senados de las diversas ciudades no se dejarían seducir tan
fácilmente. Él era un político avezado y había logrado sobrevivir y prosperar en
el mortífero océano político, siempre en constante movimiento, de la ciudad
griega más grande de todas: Atenas. Cada diez años más o menos, algún señor de
la guerra incivilizado conseguía juntar un ejército que zurraba la badana a
algunas de las milicias de los estados en un par de batallas. Entonces tenían que
aguantar el previsible fanfarroneo de alguien que se autoproclamaba el nuevo
rey... o reina, se corrigió Isócrates al pensar en Xena. Pero él sabía que, como
ocurría con todo, también esto acabaría pasando.
Por el momento, la gran ciudad de Atenas, que era su hogar y por lo tanto
objeto de su lealtad, lo había elegido a él para que la representara aquí, de modo
que la representaría lo mejor que pudiera... y con suerte, sacaría algún provecho
para sí mismo mientras lo hacía.

Sus sandalias trazaban una silenciosa senda mientras se dirigía a las


ornamentadas puertas de mármol que daban a la enorme sala de reuniones del
Foro.

—¡Isócrates! ¡Isócrates! —le susurró una voz desde detrás de una


columna—. Isócrates, por favor, un momento.

Se detuvo y al volverse vio a Mausolo, el representante de Tebas, la


ciudad más grande del estado de Beocia, que le hacía gestos insistentes.

—¿Por qué te escondes detrás de una columna, Mausolo? —preguntó,


cambiando de dirección para acercarse al senador de Tebas.

—Antes de que entres, quiero hablar contigo. —Mausolo metió a Isócrates


detrás de la columna tirándole del codo.

Isócrates apartó el brazo con irritación y luego miró a su alrededor


preocupado.

—Éste no es lugar para esta clase de conversación. Lo que tengas que


decir, dilo rápido, no nos vayan a ver.

Mausolo asintó, comprendiendo.

—He estado intercambiando cartas con Clímeno de Esparta. Esparta está


furiosa porque la han excluido de la Liga.

Isócrates se encogió de hombros.

—Era de esperar. Macedonia y Esparta han sido enemigas encarnizadas


durante décadas. Además, la influencia de Esparta ha quedado reducida a la nada
ahora que la mayor parte de Laconia se ha dividido entre sus enemigos.
—Sí, pero ahora se dice que Xena va a decretar lo mismo para Beocia.
Huelga decir que Etolia está preparada para aprovecharse y ya está presionando
para obtener una considerable expansión de su territorio.

—Te repito, te preocupas por Etolia como si fueras una anciana. Es un


hueso que llevas royendo desde mucho antes de que apareciera Xena.

—Isócrates —Mausolo se acercó más—, no podemos dejar que esos


caníbales penetren en territorio civilizado.

—Los etolios no son caníbales.

—Pues poco les falta. No podemos permitir que se hagan con el control de
sus mares, Isócrates. Si lo hacen, ten presente que estarán a pocos golpes de remo
de Atenas.

—Y si presento una moción para que el gobierno beocio se anexione


Etolia, ¿qué obtiene Atenas a cambio?

—La alianza de Beocia contra Tesalia.

—Ya. —Isócrates se lo pensó cuidadosamente—. ¿A quién envía Etolia


como representante?

—A un joven general llamado Pirro.

—¿Y sabemos a quién apoya Macedonia en este debate?

—A Xena. Y Xena está de parte del joven general.

—Xena no es macedonia, Mausolo. Es tracia.

Mausolo se encogió de hombros.

—Macedonia sigue ciegamente a Xena. Aceptarán lo que ella diga.

—Ya. —Isócrates sonrió a su compañero consejero—. Lo que me pides es


que haga presión contra nuestra nueva comandante suprema con un tema sobre el
que ella ya ha expresado su opinión claramente. Si me voy a jugar el favor de
Xena, tendrás que ofrecerme algo más que la promesa de una alianza.

—¿Qué se te ocurre, amigo mío? —sonrió Mausolo, más que satisfecho


de haber conseguido al menos el interés del gran orador.

—Déjame que lo piense. Ya te comunicaré nuestras condiciones.


Volveremos a hablar esta noche, después de la cena —dijo Isócrates, colocando
mentalmente esta conferencia nocturna entre las otras dos que ya tenía acordadas,
una de las cuales era con Oeneo, el rey de Etolia. Podía votar a favor de Beocia o
de Etolia, todo dependería de quién estuviera dispuesto a hacer el mejor trato.

Mausolo mostró su acuerdo inclinándose respetuosamente.

Isócrates asintió.

—Ahora unámonos a la Liga, no queremos llegar tarde a nuestra primera


audiencia con la comandante suprema de esta estación, ¿verdad?

—Eres muy sabio —dijo Mausolo, inclinándose de nuevo y haciéndole un


gesto a Isócrates para que entrara antes que él en la Gran Sala.

Aunque nunca se habían visto, Xena reconoció a los dos hombres. Tenía
la arraigada costumbre de averiguar todo lo que podía sobre todas las personas
importantes de Grecia. Isócrates era inconfundible como el venerable senador de
Atenas, y el otro, Mausolo, aunque no era tan destacado, era un estadista de
Tebas. Los dos eran famosos oradores y habían asistido al primer congreso de
Corinto.

Apoyada en el frío mármol, repasó su conversación, dilatando las aletas de


la nariz como si oliera el subterfugio. Se debían de estar celebrando decenas de
encuentros como éste, a puerta cerrada o entre las sombras de columnas donde se
compraban y vendían votos. Xena esperó en silencio, observando mientras
entraban en la sala de reuniones con aire despreocupado, calculando cuándo
debía entrar para no levantar sospechas.

Con una mueca feroz, Xena pensó que la política era en realidad otra
forma de guerra. Y la guerra era un juego que ella practicaba muy, muy bien.
Las puertas de mármol de la Gran Sala se abrieron de par en par,
empujadas por los músculos tensos de dos esclavos nubios, y Xena entró en la
sala flanqueada a cada lado por Alejandro y Atalo. Su atuendo, túnica oscura de
cuero, la espada colgada cómodamente a la espalda y el chakram en la cadera,
contrastaba marcadamente con las togas blancas de los estadistas y reyes que se
habían congregado en la Gran Sala para la segunda reunión oficial de la Liga de
Corinto.

Todas las conversaciones cesaron y los hombres que estaban ante las
largas mesas de comida y bebida preparadas para un banquete de pie, se dieron la
vuelta, olvidándose casi de los platos dorados de carne y aves. El vino que estaba
a punto de ser bebido en ornamentadas copas de plata se detuvo cuando apenas
rozaba los sedientos labios a la espera. La congregación de representantes de las
ciudades-estado más importantes de Grecia dejó de hacer lo que estaba haciendo
para mirar cuando Xena, la Princesa Guerrera que ahora era comandante suprema
de toda Grecia, sus territorios y sus ciudadanos en el extranjero, entró en la sala.

Su presencia dominaba una sala llena de dominadores. Incluso la estatura


de los dos generales que la acompañaban a cada lado parecía disminuida. Unos
desconcertantes ojos claros recorrieron toda la sala, observando a los famosos
participantes en la reunión, todos ellos dirigentes veteranos y venerables por
derecho propio. Ellos la observaron a su vez con una interesante mezcla de
respeto, miedo y desconfianza.

Xena sonrió con arrogancia, atrapando a cada hombre presente por turno
con un gesto de reconocimiento, y luego posó los ojos en el magnífico banquete,
los platos excelentes de todo el mundo conocido, los vinos de todas las regiones
que estaban preparados en largas mesas a cada lado de la sala.

Bueno, por ahora parecía que todo el mundo lo estaba pasando bien.

Es el momento de acabar con eso, pensó Xena al tiempo que su sonrisa se


transformaba en una mueca fiera.
—¡Sacad toda esa comida y bebida de aquí! —ordenó. La brusca orden
hizo que tanto Alejandro como Atalo se detuvieran sorprendidos. La miraron un
segundo y entonces la mirada glacial de Xena los puso en marcha.

Alejandro hizo un gesto brusco con la mano y uno de los esclavos se


apresuró a obedecer y salió corriendo de la sala, para regresar instantes después
seguido de una hilera de esclavos que se ocuparon rápidamente de vaciar la sala
de toda la comida, mientras los invitados se quedaban mirando con silencioso
desconcierto.

Xena avanzó por la sala, devolviendo cada mirada intencionada de


insatisfacción o desacuerdo con su propia mirada amenazadora. Ningún hombre
logró sostenerle la mirada hasta que llegó a un caballero ya mayor, de espeso
cabello plateado y barba blanca como la nieve. Se detuvo delante del estadista y
se irguió cuan alta era.

—Isócrates, por fin nos conocemos —dijo Xena, saludando al senador


ateniense sin inclinarse.

—Me honra que sepas quién soy, comandante suprema.

—Destruí una estatua hecha a tu imagen en Megara de camino a Esparta


—replicó Xena, sonriendo—. Era tu vivo retrato.

Isócrates se echó a reír.

—Espero que no te mellara la hoja de la espada.

—En absoluto —respondió Xena—. Mi filo sigue siendo tan cortante


como siempre.

—Ya lo veo —comentó Isócrates y se inclinó, haciendo un elegante gesto


con la mano—. Eres mucho más bella de lo que cantan los bardos, Xena.

—Depende del punto de vista, Isócrates —contestó Xena, dando por


terminado el encuentro. Siguió avanzando con paso tranquilo hasta la parte
frontal de la sala y todos los presentes se adelantaron poco a poco hasta
agruparse, prestándole toda su atención.
Entretanto, Alejandro y Atalo se ocupaban de organizar a los sirvientes
para que se llevaran las bandejas, los platos, la comida, los postres y, por último,
las mesas: todo rastro del banquete desapareció de la sala.

—Esto no es una fiesta —afirmó Xena, con voz sonora y dominante—.


Por una vez, vais a trabajar para ganaros el sustento.

Recorrió la sala con la vista, haciendo casar mentalmente las caras con los
nombres y las actitudes para futura referencia.

—Pero primero, quiero dejar claras unas cuantas normas básicas. No


habrá comida ni bebida, salvo agua. No descansaremos hasta que hayamos
elaborado un tratado que termine con todas las rencillas mezquinas e
interminables entre las ciudades.

—Xena, eso no es razonable. Podríamos tardar días en ponernos de


acuerdo sobre algunas de las disputas —protestó Isócrates, dando un paso al
frente para manifestar su desacuerdo.

—En ese caso, estaré encantada de disfrutar de vuestra compañía durante


todo ese tiempo.

—Es absurdo. Necesitamos parar. Necesitamos descansar, ¡orinar, por


todos los dioses!

—No saldréis de esta sala. No os iréis a comer, ni a beber, ni a dormir, ni


a cagar. No voy a consentir que salgáis de aquí para reuniros en grupitos y
celebrar encuentros clandestinos con el único propósito de arruinaros los unos a
los otros. Os voy a obligar a renunciar a la intriga política a favor del auténtico
arte de gobernar. Todos tenéis una excelente habilidad como negociadores y bien
sabe Ares que os habéis entrenado hasta la saciedad como oradores. Pues ha
llegado el momento de que demostréis lo que valéis. Se escribirán los tratados
cara a cara y toda discusión se hará sin subterfugios y abiertamente.

—Xena, ¿tan mal piensas de los políticos?

—En realidad, procuro no pensar en vosotros en absoluto.


—Vaya, tú dinos lo que sientes de verdad —comentó Isócrates con
sarcasmo, volviéndose hacia sus colegas en busca de apoyo, pero la sala
permaneció en silencio.

—Creía que eso estaba haciendo. —Xena dejó que el silencio continuara
unos instantes, confirmando que Isócrates no contaba con apoyo para sus
objeciones—. No os engañéis —continuó Xena, satisfecha de ver que tenían tan
poco carácter como sospechaba—, cuando salgamos de aquí, tendremos un
tratado firmado por todos y cada uno de vosotros que os llevaréis de vuelta a
casa. Ratificaremos una paz común, constituiremos una política de asuntos
exteriores, solucionaremos las disputas comerciales y fronterizas. En otras
palabras, vamos a limpiar el armario, señores.

—¡Podríamos tardar años! —exclamó Cefeo, el representante de Tegea.

Xena habló al todo el congreso.

—Estoy segura de que las incomodidades nos ayudarán a aceptar


rápidamente unas condiciones razonables.

Todas las cabezas se volvieron al oír el estruendo de las dos puertas de


mármol que se cerraban. Alejandro y Atalo se plantaron ante la entrada cerrada,
cruzados de brazos.

La congregación se volvió para mirar a Xena.

—Bueno, ¿por dónde empezamos? —preguntó Hiperión de Megara, pues


no había tardado en llegar a la conclusión de que luchar no iba a servir de nada.
El estruendo de las puertas de mármol había dejado claro ese mensaje.

—Pues empecemos por el principio. —Xena se adelantó y caminó a través


de la congregación, que le iba abriendo camino a cada paso—. Yo presidiré el
congreso únicamente como moderadora. No participaré en la toma de decisiones,
sino que intervendré sólo cuando se llegue a un punto muerto en la discusión.
Alejandro y Atalo son la fuerza de la autoridad. Se ocuparán de que ninguna
discusión llegue a las manos y de que nadie... nadie... salga de esta sala hasta que
la reunión termine y nuestra tarea esté realizada. Pero os lo advierto, Alejandro y
Atalo responden únicamente ante mí. Ante cualquier intento de sobornarlos para
obtener su favor, seréis expulsados de la Liga y las provincias de vuestro estado
se dividirán entre los demás. Eubolo y Licargo tomarán nota simultánea de todos
los acuerdos y concesiones. Sus notas serán examinadas y combinadas para crear
un manifiesto que los escribas de Corinto copiarán en pergaminos para que los
llevéis de vuelta a cada ciudad, entregados y firmados personalmente por cada
uno de vosotros.

—¿Y si surge algún conflicto con las notas? —preguntó Mausolo con
desconfianza.

Xena detuvo su paseo para volverse hacia él.

—Como he dicho, yo dictaminaré donde sea necesario... y mi decisión


será la decisión final. Vamos a trabajar hasta que la tarea quede terminada. El que
necesite dormir puede hacerlo en el suelo. El que necesite mear puede hacerlo en
estos cubos tan bonitos que Atalo ha tenido el detalle de ordenar traer a los
sirvientes.

La congregación se volvió, malhumorada, y vio que Atalo ordenaba a dos


esclavos que colocaran urnas ornamentadas de oro y plata detrás de las columnas
y en algunos rincones.

Los delegados se volvieron de nuevo hacia Xena, unidos en su


descontento.

—¡Nos has hecho presos! —vociferó Isócrates, manifestando su


indignación en nombre de todos ellos.

—Qué agradable ver que todos estáis de acuerdo en algo por una vez. Os
estoy obligando a ateneros a vuestros principios y al juramento que habéis hecho
de representar no sólo a vuestros estados, sino de tener en cuenta las necesidades
de toda Grecia en este congreso. Si negociáis pensando en las necesidades de la
mayoría, dejando de lado vuestro provecho personal, las conversaciones deberían
terminar deprisa. —Sus ojos agudos e inteligentes recorrieron la sala, sin
inmutarse por el descontento—. En el combate, los soldados luchan hasta que su
adversario es derrotado. No hay banquetes, no hay descanso, no hay oportunidad
de dormir. —Xena miró a Isócrates directamente a los ojos—. No hay
oportunidad de entablar negociaciones tramposas. —Xena dio un paso al frente y
se plantó erguida y segura ante una sala llena de políticos, entre los que no había
ni un solo soldado, pero no por ello eran menos peligrosos—. Sólo estás tú, tu
espada y tu enemigo. Cuando la lucha termina, si todavía te mantienes en pie, has
ganado. Que en este día todos logremos la victoria en nombre de Grecia.

Y con eso, Isócrates se dio cuenta de que todos habían perdido la guerra.

El crepitar de la hoguera relajaba a Alti. Los tonos anaranjados y rojos


bailaban por sus facciones ajadas y duras mientras contemplaba las llamas. Debía
reconocer que la madera ardiente le causaba cierto placer y le ofrecía mucho más
consuelo del que podría darle nunca la compañía humana. Prefería estar sola y
despreciaba la posibilidad de viajar con otros. Mejor las sombras de la oscuridad
y el silencio del bosque que la cháchara monótona de los necios. Los mortales
eran débiles e idiotas. Y aunque por el momento, sus huesos estaban cubiertos de
carne humana y la sangre corría por sus venas, haciéndola igual de frágil, sabía
que acabaría por obtener todo lo que necesitaba para darle a su espíritu el poder
requerido para superar este envoltorio mortal.

Xena, esa criatura hermosa y oscura, le había dado lo que exigían sus
negras artes como sacrificio. La sed de sangre de la guerrera, una sed equiparable
únicamente a la suya, había contribuido a atrapar los espíritus de una tribu entera
de amazonas entre este mundo y el siguiente, alimentándola con el poder puro de
la angustia de sus almas. Pero últimamente algo había cambiado.

Xena había cambiado. Alti notaba una alteración en el tejido mismo del
poder que mantenía todas las cosas unidas con la misma certeza con que notaba
un cambio de clima. Cuando se conocieron, su mutua sed de sangre las había
unido en un camino de destrucción. Pero por alguna razón, su conexión con Xena
se había roto. Sabía que la guerrera no estaba muerta porque los bardos todavía
cantaban sobre sus conquistas por toda Grecia, pero ese fuego hermoso y
libidinoso había desaparecido. La chispa que la había atraído a Xena al principio
se había extinguido poco a poco.
Alti se había planteado buscar a Xena para descubrir qué había sucedido y
tal vez señalarle el camino correcto, pero entonces el olor del mal en el aire
desvió su atención a otra parte. Si Xena ya no compartía sus placeres oscuros, sus
instintos malévolos la llevarían a otro lugar y a otra persona que la servirían de
igual modo.

Alti echó una gruesa rama al fuego, sonriendo al verla arder.

Al Hades con la Princesa Guerrera: su corazón ya no era negro. Había otra


persona que podría servir a sus propósitos: alguien cuya fuerza aumentaba con
cada día que pasaba, y ella estaba cerca de dar con la fuente... muy, muy cerca.

La rama crujió y lanzó una lluvia de chispas que se alzaron en la


oscuridad. Alti las siguió y sus fríos ojos negros reflejaron los rastros de fuego
que subían flotando hacia el infinito.

Esta noche mataría a un potro y se comería su corazón y entonces las


visiones le dirían exactamente dónde habitaba este nuevo corazón oscuro.
Mañana daría con esta nueva fuente y le ofrecería el mismo trato: el poder de
convertirse en Destructor de Naciones y, a cambio, ella sólo quería su alma.

Se echó a reír, un sonido cascado que rebotó en los árboles, creando ecos
en la noche. Alti cogió un cuchillo y se levantó, ansiosa por encontrar a su presa.

Tres largos días de cháchara política, pensó Xena mientras miraba por la
ventana en arco de la sala de reuniones. Era una maravilla que a estas alturas no
hubiera desenvainado la espada para ensartar a un senador.

Las estrellas brillaban en lo alto del cielo. Xena observó sus guiños en
silencio, contemplando a través del bello panel de vidrio soplado cómo dormía la
ciudad de Corinto. La noche era preciosa, pero la belleza se detenía ante el panel
de la ventana.

Dentro, los estadistas de Grecia estaban esparcidos por el frío suelo de


mármol en diversas posturas de descanso. Algunos, como Isócrates, que se había
echado una siesta en un rincón al principio de la noche, estaban ahora de pie,
participando en las conversaciones del momento. Otros se habían quedado
dormidos en el suelo hacía horas, poco después de medianoche, cuando hubo que
cambiar las velas. Ella, por supuesto, no había cerrado los ojos desde que empezó
la reunión, y no tenía intención de hacerlo.

Al oír un movimiento, Xena apartó la cabeza de la ventana, pero no era


más que uno de los senadores que se dirigía a un rincón y a uno de los cubos
dorados. Como sólo podían beber agua, las urnas se usaban con frecuencia. Al
principio, los senadores se sentían azorados, pero al cabo de un día de orinar ante
sus compañeros, el congreso empezó a quitarle importancia. Es decir, hasta que
Xena se acercó a un cubo y vació la vejiga... de pie.

Xena no pudo evitar una sonrisa sardónica, al recordar sus rostros cuando
terminó sus asuntos, se colocó bien la falda de cuero y se dio la vuelta. Sus
expresiones atónitas no tenían precio.

Sobre todo cuando Alejandro comentó tan tranquilo: "Sabe hacer muchas
cosas", tan alto que toda la sala, repentinamente silenciosa, lo oyó.

Aaah, cuando se ganan las pequeñas escaramuzas, las victorias más


importantes saben mucho mejor.

Xena miró por la sala a los senadores que seguían en pie o estaban
echados durmiendo. Jugueteó con el tubo de bambú oculto en su brazal, tallado a
toda prisa minutos antes y luego apodado con afecto su "femipene", inventado
con este único propósito, al saber que iba a ser la única mujer en una sala llena de
hombres.

Controlando apenas el impulso de enarcar una ceja, se quedó mirando al


senador que estaba en el cubo mientras se sacudía y se alejaba deprisa,
colocándose bien la toga, a todas luces incómodo por el escrutinio de la única
mujer que había conocido en su vida capaz de hacer lo mismo.

El arte de la guerra se basa en el engaño, se dijo riendo por lo bajo, y


volvió a prestar atención a Aristómedes de Corinto. Se dirigía en pleno estado de
oratoria a una sala llena de senadores que lo único que querían era que este
congreso terminara para poder comer, beber y dormir, probablemente ni siquiera
en ese orden.

Xena escuchó a Aristómedes, que hablaba de los fondos necesarios para


construir un coliseo en Corinto. Le daba la impresión de que a la mayoría de los
demás senadores les importaba muy poco a estas alturas si Corinto construía un
mar de estadios. Sin embargo, Hiperión de Megara se oponía con vehemencia a
la idea por la razón evidente de que Megara era la única ciudad griega que tenía
un coliseo. Esperó pacientemente, escuchando mientras cada uno defendía su
postura, y no se sorprendió cuando el senador de Olimpia se unió a la discusión.
Olimpia siempre había asegurado que, con los recursos adecuados, podría superar
a cualquier ciudad griega en la celebración de unos juegos.

Xena ya sabía cuál era su propia postura sobre este tema.

Hacer un estadio en Corinto era una idea muy buena. Hacer un estadio en
Olimpia era una idea aún mejor. De hecho, ahora que lo pensaba, hacer un gran
estadio en cada ciudad era la mejor idea de todas. La Liga podría rotar sus
reuniones, expandiendo su idea original de celebrar reuniones en las cuatro
regiones más importantes, una por cada estación.

Lo que era más importante, una guerra contra Persia caería rápidamente en
el olvido mientras cada ciudad dedicaba toda su atención y sus recursos a la
construcción de un coliseo más grande, mejor y más caro que la siguiente. Hasta
los césares de Roma conocían el valor de los juegos.

Sí, hacer estadios a escala olímpica era algo más que una idea excelente,
era una forma de conseguir la paz.

Gracias, Gabrielle. Xena pensó un momento en su visitante, dándole las


gracias a su misteriosa amiga por darle la idea de que podía encontrar una
alternativa a la guerra, de que siempre podía haber una posibilidad de conseguir
la paz, sólo tenía que buscarla.

Cuando Xena estaba a punto de intervenir en la discusión y comunicar su


decreto, Alejandro, que llevaba tres días sin decir palabra, decidió hacerse oír de
repente.
—Es ridículo malgastar dinares en un coliseo en estos momentos.
Necesitaremos todos nuestros recursos, hombres y dinares, para nuestra marcha
contra Persia.

—Alejandro tiene razón —se apresuró a añadir Hiperión de Megara, con


la esperanza de que la mención a su enemigo común, Persia, desviara el tema—.
La guerra es inminente, ¿no es así, Xena?

Xena abrió la boca para replicar, pero su general se lo impidió de nuevo.

—Ahora que todos los temas han quedado resueltos aquí, Xena puede
dejar Grecia en las hábiles manos de la Liga, segura de que el país se mantendrá
unido. Nuestro ejército es el más fuerte que ha existido nunca y, si marchamos
antes de que termine el verano, llegaremos a Persia a finales de otoño. Darío
nunca se esperará que lancemos una invasión durante los meses de invierno. El
momento es perfecto. Incluso Ares ha dado su bendición a esta empresa, ¿verdad,
Xena?

Todos los ojos se posaron en la comandante suprema, que miraba a su


segundo al mando como si le salieran serpientes del pelo.

Isócrates, que estaba más allá del agotamiento, sintió una súbita descarga
de adrenalina en las venas. Por fin aparecía una mella en la armadura y se lanzó a
aprovechar la oportunidad de explotarla.

—¿No estás de acuerdo con la sabiduría del dios de la guerra, Xena? —


preguntó Isócrates, fingiendo inocencia, pero sus ojos chispeaban como los de un
zorro astuto.

La Liga tomó aliento como un solo hombre, horrorizada sólo de pensarlo.

—Claro que está de acuerdo —respondió Alejandro por ella a toda prisa—
. Fue idea suya desde el principio, ¿verdad, Xena? Con la conquista de Persia,
obtendremos todas sus riquezas... riquezas que aquí hacen mucha falta. Cuando
hayamos conquistado Persia, podréis construir todos los coliseos que queráis en
todas las ciudades griegas que queráis... y tendremos a muchos gladiadores
persas para entretenernos. El dios de la guerra quedará muy satisfecho, igual que
el propio Zeus, estoy seguro. —Alejandro sonrió con orgullo a la congregación
de rostros que le sonreían a su vez mostrando su acuerdo—. Y no lo olvidéis,
después de Persia, con el poderío de la gran fuerza naval de Atenas
respaldándonos —anunció Alejandro, indicando con deferencia a Isócrates—,
sólo estaremos a unos cuantos golpes de remo de la riqueza de Egipto.

Hubo un estallido de aclamaciones, pues la agotada congregación cobró


vida ante la emoción de una guerra que, en la imaginación de todos, ya habían
ganado.

Si Xena no hubiera pasado años entrenándose para controlar el instinto de


actuar por rabia, Alejandro habría perdido la cabeza.

Isócrates se rió por lo bajo, sabiendo muy bien que si los fríos ojos de
Xena pudieran hacerlo, estarían clavándole cuchillos a su comandante. Tal y
como estaban las cosas, gracias a Alejandro, se iban a librar durante años de su
presencia macedonia. Era curioso cómo con un solo discurso de nada, la derrota
absoluta se podía transformar en gloriosa victoria. Se había olvidado de que la
espada no era nada comparada con el poder de las palabras.

—Bueno, pues estamos de acuerdo. La guerra contra Persia queda


ratificada. Todas las ciudades darán al ejército de Macedonia los hombres,
suministros y fondos necesarios y Xena, como comandante suprema, estará al
mando de las fuerzas combinadas. La construcción de estadios se retrasa hasta
que se haya ganado la guerra contra Persia. ¿Qué decís?

—¡De acuerdo! —exclamó una multitud de voces sin dudar. El congreso


no se había puesto de acuerdo en nada tan deprisa en los tres días enteros que
llevaba inmerso en infernales debates. Isócrates pensó que jamás había saboreado
una victoria más dulce.

—Bueno, pues parece que vamos a la guerra. Gracias, Alejandro —sonrió


Xena, cuyo rostro irradiaba una belleza sobrenatural a pesar de la ira que asolaba
su mente. Hasta el mismo Isócrates se quedó hipnotizado al verla, y la repentina
idea de que daría todo lo que tenía por acostarse con esta mujer lo llevó a caer en
la cuenta de que también había subestimado gravemente la capacidad de la mujer
para seducirlos a todos.
Xena fue hasta su comandante y asintió, sin mostrar nada con su lenguaje
corporal, con una expresión engañosamente tranquila.

—¿Algo más? —preguntó, dirigiéndose a la Liga, aunque sus ojos no se


apartaban de Alejandro.

—Lo hemos repasado todo, Xena —replicó Alejandro alegremente, a


todas luces aliviado al ver que parecía que Xena no estaba tan enfadada como él
pensaba—. Tengo que reconocer que puede que esté agotado, pero me siento
muy bien.

Los murmullos de asentimiento llenaron la sala.

—Has hecho un trabajo maravilloso, Xena. Hemos hecho más en tres días
que en tres décadas —añadió Clímeno de Olimpia—. Entiéndeme, no deseo que
mantener reuniones de esta manera se convierta en una costumbre, pero sin duda
parece haber funcionado. Enhorabuena.

Isócrates dio un paso al frente, uniéndose al coro de parabienes.

—Sí, enhorabuena, Xena. Has hecho un trabajo admirable. Admirable.

Xena se apartó de Alejandro y se volvió hacia el grupo.

—Felicitaos a vosotros mismos y a vuestra capacidad como estadistas. Ha


sido un placer para mí presidir este congreso. El siguiente se celebrará en Megara
y será presidido por Alejandro en mi ausencia.

—¡Qué! —exclamó Alejandro, pillado totalmente por sorpresa.

—Cuando llegue el invierno, estaré en Persia. Alejandro se quedará para


sustituirme, con todos los derechos y poderes como presidente en mi lugar.

A Isócrates se le hundió la expresión. Qué efímera es la victoria.

Alejandro estaba horrorizado.

—Xena, no lo dirás en serio.


—¡SILENCIO! —ordenó Xena, dirigiendo una mirada asesina al soldado
hasta que éste bajó los ojos al suelo—. Como estaba diciendo, Alejandro
presidirá el próximo congreso de Megara. Hasta entonces, declaro concluido este
congreso. Se escribirán y copiarán las proclamaciones para que las firméis todos.
Por favor, regresad a vuestros aposentos y descansad. Sé que estáis todos
agotados. Mañana celebraremos un banquete para romper el ayuno. Una vez
copiados y firmados los dictámenes, sois libres de partir hacia vuestros hogares
en cualquier momento, pero yo os recomiendo que os quedéis para los excelentes
juegos que tendrán lugar en el gran coliseo de Corinto al final de la semana. Que
disfrutéis del descanso. Os veré mañana en el banquete.

Xena saludó con la cabeza a Aristómedes, su anfitrión en Corinto, y se


dirigió a grandes zancadas hacia la puerta, mientras el mar de estadistas se
apartaba a su paso.

—¡Alejandro! —llamó sin mirar atrás.

Atalo miró compasivo a su sobrino, pero no podía decir nada bajo el


escrutinio de todos los ojos que estaban observando. Alejandro se cuadró y se
apresuró a seguir a Xena, pensando que prefería enfrentarse a la ira del dios de la
guerra antes que a la Princesa Guerrera.

—Si sabes que te han hipnotizado, lo más seguro es que no haya sido así
—dijo la doctora Braid, llevando a sus pacientes a los dos divanes de la sala—.
Cuando un paciente entra en estado hipnótico profundo, por lo general se va sin
creerse que lo hayan hipnotizado en absoluto.

Gabrielle se sentó en un diván y Evelyn en el otro. Los divanes estaban el


uno al lado del otro, en ligero ángulo.

—¿Entonces cómo sabe que lo ha conseguido? O lo que es más


importante, ¿cómo sabe el paciente que ha obtenido aquello por lo que ha
pagado? —preguntó Gabrielle, tumbándose como se le había indicado, sintiendo
cada vez más interés por la hipnosis a medida que hablaba la doctora.
La doctora Braid se sentó en una butaca a la cabecera de ambos divanes,
cruzó las piernas para ponerse cómoda y sonrió por la franca pregunta.

—Ésa es una buena pregunta, Gabrielle. Hay muchos charlatanes ahí


fuera. Yo tengo un método —sonrió la doctora Braid—, uno que he usado
durante años con mucho éxito. Las dos tenéis que escribir lo que queráis como
sugestión hipnótica en un trozo de papel.

—¿Sugestión?

—Sí, como sentir un picor en medio de la espalda que te obligue a


contorsionarte para alcanzarlo. O tener una sed insaciable por un refresco que
nunca te haya gustado. Cuando estés hipnotizada, induciré la sugestión que has
escrito, junto con otra que te haga olvidar que la has escrito. Cuando te
despiertes, sentirás el picor o la sed, sin saber ni recordar por qué, y entonces te
enseñaré el papel, escrito de tu puño y letra.

—¿Y eso funciona?

—Siempre. Al menos, siempre que logro inducir un trance.

Gabrielle miró a Evelyn en busca de confirmación. Evelyn ya estaba


tumbada cómodamente, con los dedos entrelazados y las manos sobre el pecho.
Asintió, sonriendo.

—Yo escribí que me hiciera estornudar. Y efectivamente, cuando me


desperté, me puse a estornudar como si tuviera un pluma en la nariz. No se me
pasó hasta que la doctora Braid me enseñó el papel. Era mi letra, pero te aseguro
que no recordaba haberlo escrito.

Gabrielle estaba fascinada.

—Cómo mola. ¿Y usted cree que la hipnosis puede ayudarnos a descubrir


nuestras vidas anteriores?

—Bueno, ésa es la parte difícil. Tienes que comprender que la idea de


vidas anteriores tiene tan poco que ver con la ciencia como la caza de fantasmas.
Sin embargo, he tenido varios pacientes, como Evelyn, que en estado hipnótico
parecen tener una conexión muy fuerte con recuerdos de cosas que ocurrieron
mucho antes de que nacieran. Por supuesto, la hiperamnesia, que es la percepción
intensificada de recuerdos, lo contrario de la amnesia, no se acepta
científicamente. De hecho, lo único que han demostrado los estudios realizados
es que los recuerdos recuperados en estado hipnótico están a menudo falsamente
intensificados o son fantasías. Con todo, las sesiones que yo he realizado aquí, en
mi propia consulta, son interesantes, como poco.

—Así que no puede demostrar que Evelyn fuese una curandera en su vida
anterior.

—Chamana —corrigió Evelyn escuetamente.

—Perdón, chamana.

—Eso depende de lo que entiendas por demostrar. Evelyn está


convencida.

—Es verdad. Para mí, eso es prueba suficiente. Al menos, me ha ayudado


a entender por qué estoy mal.

—¿Y te ayuda saber quién eres... digo, eras?

—Bueno, no sé exactamente quién era, pero sí sé que siempre sueño con


ello.

—¿Y eso te ha ayudado?

Evelyn se encogió de hombros.

—A veces, cuando comprendes por qué tienes pesadillas, eso hace que te
den menos miedo.

Gabrielle se quedó contemplando el techo, preguntándose si sería


suficiente con conocer sólo el "por qué".

—¿Alguna vez ha hipnotizado a dos personas a la vez?


—Pues la verdad es que sí —reconoció la doctora Braid—, pero no por el
mismo motivo que ahora. De hecho, la idea de que dos personas puedan haber
tenido vidas anteriores que se hayan cruzado no es infrecuente. He recibido a
parejas que estaban convencidas de que se habían conocido y enamorado a lo
largo de vidas anteriores, una y otra vez.

—Almas gemelas —susurró Gabrielle.

—¿Qué? —preguntó Evelyn, volviendo la cabeza para mirar a Gabrielle.

—Almas gemelas —repitió la doctora Braid—. Sí, exacto. Almas


gemelas: dos almas destinadas a encontrarse, vida tras vida para toda la
eternidad. ¿Vosotras creéis en las almas gemelas?

Evelyn soltó un resoplido.

—Bueno, yo desde luego no he encontrado a la mía.

—¿Y tú, Gabrielle?

Gabrielle se quedó callada largo rato, contemplando la pared que tenía


ante los pies, luego el grabado firmado por Dalí que colgaba allí y por fin el
techo blanco y sin marcas.

—Creo que sí —contestó en voz baja—. Creo que yo sí he encontrado a


mi alma gemela. El único problema es...

—¿Sí? —preguntó la doctora Braid expectante.

—Que creo que estamos como desincronizadas.

—Vaya, es la primera vez que lo veo. ¿Estáis seguras las dos de que
queréis hacer esto?

—Sí —contestaron Evelyn y Gabrielle, a la vez.

—Entonces voy a hacer unas preguntas. Evelyn, tú no tienes por qué


contestar, pero Gabrielle, quiero que tú sí respondas. Pero mientras Gabrielle
contesta a las preguntas, quiero que las dos escuchéis, que os relajéis en el diván
y escuchéis. ¿Estáis preparadas?

—Sí —replicó Gabrielle. Evelyn guardó silencio como debía.

—Excelente. —La doctora Braid se acomodó en su butaca y empezó—.


En primer lugar, ¿te han hipnotizado ya alguna vez?

—No.

—¿Alguna vez has hecho un esfuerzo para que te hipnoticen antes de hoy?

—No.

—¿Crees que se te puede hipnotizar?

—No lo sé. Tal vez.

—¿Quieres que te hipnoticen?

—Sí.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Si estás segura, relájate y escúchame. Escucha el sonido de mi voz.


Puedes cerrar los ojos si quieres o puedes dejarlos abiertos. Lo que te resulte más
cómodo. —La voz de la doctora Braid había adoptado un tono suave y delicado.
No bajo, sino regular y tranquilo.

—Concentra la mente en una situación en la que siempre hayas sentido


una paz total. Puede ser descansando junto a un lago o un río, o puede ser
mirando las olas del mar.

Puede ser en lo alto de una montaña o en la comodidad de tu propia cama.


Sea cual sea el lugar donde sitúes tu mente, estarás en paz. Sea cual sea el
escenario que elijas, será el escenario adecuado. Un buen lugar... un lugar donde
eres feliz.

Mientras piensas en este escenario... tu cuerpo se relaja, se relaja


profundamente.

Todos tus músculos se aflojan y se quedan inertes, perfectamente


relajados.

Cada bocanada de aire que tomas es profunda y plena. Nada te va a


molestar. Nada te va a alterar.

Tu mente está absolutamente alerta y consciente, mientras tu cuerpo se


relaja, perfectamente.

Ahora respiras muy hondo.

Al inhalar, notas cómo se expande tu pecho para meter el aire purificador.

Al exhalar, notas cómo toda la tensión desaparece de tus pulmones.

Te sientes bien, te sientes estupenda, te sientes perfecta y absolutamente


relajada.

Nada te va a molestar.

Cada bocanada de aire que tomas te ayuda a relajarte profundamente,


absoluta y perfectamente.

Piensas en estas cosas mientras las digo.

Pienso en un lugar muy relajante.

Mientras sitúo con firmeza ese lugar en mi mente, mi cuerpo se relaja


perfectamente.

Todas mis preocupaciones se alejan flotando... flotando... flotando.


Siento cómo me relajo en este lugar tranquilo y apacible. Siento, veo, oigo
y huelo este escenario de profunda relajación.

Todas mis preocupaciones se alejan flotando. Sé que puedo recuperarlas


cuando quiera, pero prefiero dejar que se alejen flotando.

Mientras mis preocupaciones se alejan flotando, mi cuerpo se relaja


profundamente, absoluta y perfectamente.

Al contar hasta tres, estaré completa y totalmente relajada. Mi mente


estará relajada. Y cuando mi mente esté totalmente relajada, la puerta se abrirá...

Uno... Dos... Tres...

El agotamiento trae consigo su propia sensación de paz, pensó Xena


mientras se encaminaba cansinamente a sus aposentos. La habitación estaba a
oscuras y silenciosa y la delicada luz de la luna se filtraba a través de los
translúcidos cortinajes de seda que se agitaban soñadores con el cosquilleo de
una fresca brisa nocturna. Luchó en las sombras para quitarse la espada y la vaina
de la espalda, pues una hebilla poco cooperativa le estaba dando problemas.
Como ya se le había agotado la paciencia, pensó un momento en hacer llamar a
un criado, pero la hebilla se abrió por fin y tiró el arma a la cama con irritación.

A pesar de su agotamiento físico, Xena sabía que no iba a poder dormir.


La cabeza le martilleaba con los efectos de la rabia incontenible que había
sentido ante la interferencia de Alejandro en la reunión. Se preguntó de nuevo
cuál era la razón auténtica por la que había manipulado al congreso para ratificar
la guerra contra Persia. La razón que le dio, que era lo que creía que quería ella, y
el motivo real de que lo hubiera hecho tenían que ser dos cosas distintas.

Dado que Alejandro era el que había sacado el tema de la guerra con
Persia, todo el mérito de la ratificación por parte del consejo recaía sobre él. Si
ganaban la guerra, habrían ganado su guerra. Él tenía que saberlo. Lo único que
podía hacer ella para difuminar la variación en el poder era ordenarle que se
quedara atrás como sustituto. Ahora volvía a ser su guerra, pero durante los
próximos años, Alejandro sería, a todos los efectos, el gobernante de Grecia. No
creía que Alejandro pudiera concebir siquiera una manipulación a tal escala.
Estaba claro que había subestimado la capacidad de su segundo al mando para la
estrategia.

Está aprendiendo, no cabe duda, pensó de mala gana. A lo mejor el favor


de Ares está cambiando.

Xena se quitó el chakram de la cintura y contempló el poderoso regalo del


dios de la guerra, reluciente a la luz de la luna. Había aceptado esta hermosa
arma que él mismo le había entregado con su propia mano y así quedó sellada la
promesa entre ellos: que ella dirigiría al mundo en guerra en su nombre como su
reina guerrera y un día sería su heredera.

Años después, superó una ordalía y entonces un semidiós la obligó a verse


como era en realidad. Tras aquella epifanía, hizo un penoso intento de arreglar
las cosas, de compensar todos los males que había causado. Intentó volver a casa,
pero sus paisanos la apedrearon y luego la echaron... y su propia madre tiró la
primera piedra. Draco tenía razón: no había descanso para el malvado. Después
de esconderse en una cueva a solas, para lamerse las heridas, estuvo un tiempo
luchando del lado de los débiles, protegiendo pequeñas aldeas de los señores de
la guerra que merodeaban por allí, hasta que una aldea acabó por fundirse con la
siguiente y el peso de la culpa era como si llevara un montón de rocas cada vez
más grande sobre la espalda. Cuando por fin una aldea de sucios granjeros la
acusó de asesinar a los mismos hombres a los que intentaba proteger y estuvo a
punto de agradecérselo descuartizándola, se rindió y regresó con Ares. Apareció
ante ella mientras estaba atada y encadenada en una cárcel mugrienta y, como no
quedaba nada en su vida que le impidiera hacer lo contrario, se vio arrastrada
hacia él con la misma facilidad que una polilla a la llama.

Los años siguientes los dedicó a montar el ejército macedonio,


derramando sangre en nombre de la guerra de un extremo de Grecia al otro, pues
había regresado a lo que estaba convencida de que sólo podía ser su verdadero
camino. Lo cierto era que su acuerdo con Ares quedó vacío de promesa en cuanto
pronunció las palabras. Tiró el chakram a la cama y aterrizó, con un bote, al lado
de la espada.
Tenía el corazón vacío y la guerra sola jamás podría llenárselo. Por un
instante, hubo una posibilidad, una minúscula posibilidad de haber podido traer
la paz a Grecia, pero ahora parecía que, una vez más, su único destino era seguir
el camino de la guerra.

—Lo siento, Gabrielle —dijo Xena en voz alta, pensando en la joven rubia
mientras contemplaba el jardín por la ventana, el mismo jardín donde había
echado a correr detrás de una sirvienta creyendo que era el espíritu de su joven
visitante—. Supongo que no estoy destinada a vivir en paz. Pero lo hemos
intentado, ¿verdad?

Sonrió, recordando a la joven y bella rubia y su sonrisa, preguntándose si


a su misteriosa amiga se le habría ocurrido una idea mejor. De repente, Xena se
sintió más sola de lo que se había sentido en su vida, incompleta de un modo que
no lograba entender.

—Disculpa, señora.

La voz casi hizo dar un respingo a Xena, que se volvió enfadada por la
interrupción y también consigo misma por no darse cuenta de que había entrado
alguien en sus aposentos.

En las sombras de la entrada a sus habitaciones había una vieja esclava. La


sirvienta entró dubitativa en la habitación y quedó iluminada por la luz de la luna.

—¿Te doy luz? —preguntó la anciana con tono sumiso.

Xena asintió y se quedó mirando en silencio mientras la mujer arrastraba


los pies por la habitación, con el pedernal en la mano, hasta la primera antorcha y
la encendía.

—Me llamo Lavidia —dijo la anciana, sabiendo que Xena la vigilaba


atentamente—. Lamento haberte sobresaltado.

—No me has sobresaltado —contestó Xena, mintiendo.

—Oh, no me refiero a ahora —continuó la anciana mientras encendía otra


antorcha—. Me refería a lo de hace unos días, en la cocina.
—¿Qué? —preguntó Xena, con el ceño fruncido. Entonces se acordó: ésta
era la vieja esclava de entonces, la que la había visto perseguir a la joven criada
por el pasillo. Xena salió de entre las sombras a la luz más intensa y amarillenta
de las antorchas—. No me has sobresaltado ahora y tampoco entonces. —La voz
de Xena adquirió un tono de advertencia. Estaba claro que la mujer quería algo
de ella.

—Por supuesto —replicó Lavidia, inclinándose ligeramente—. Es que he


advertido tu interés por la joven y he pensado...

—¿El qué has pensado? —le espetó Xena, dando un paso amenazador.

La anciana, después de encender la última de las antorchas, se escabulló


de nuevo hacia la puerta e hizo un gesto.

—He pensado que la necesitarías esta noche.

Antes de que Xena pudiera responder, la joven de suave pelo rubio, la que
había perseguido por el jardín, entró por el arco. La vieja esclava le hizo un gesto
para que se acercara y la muchacha avanzó, acercándose aún más empujada por
la mano de Lavidia sobre su espalda.

—Se llama Dominique.

Xena se quedó mirando a la chica, confusa. La luz de las antorchas


provocaba destellos en su pelo, su joven cuerpo era firme y fuerte, sus ojos
verdes. Con la luz suave, se parecía muchísimo a...

—¿Dominique? —preguntó Xena, adelantándose, intrigada.

—O como tú quieras llamarla —insinuó Lavidia, empujando a la joven un


poco más—. Te admira mucho, sabes.

—¿Ah, sí? —preguntó Xena, sonriendo—. ¿Es cierto? —Se acercó más a
la joven esclava y la contempló con aprobación—. ¿Me admiras?

—Sí, mi señora —contestó la joven con voz suave y levantó los ojos para
mirar a la mujer bella y peligrosa que daba vueltas a su alrededor.
Esa sonrisa de medio lado le resultaba muy conocida.

—¿Por qué? —preguntó Xena, cuya anterior rabia le había dejado la


sangre en lenta ebullición.

—Eres muy bella —contestó la joven sirvienta con timidez. Sus mejillas
se tiñeron de un adorable tono sonrosado por la turbación, igual que las de
Gabrielle.

Y la sonrisa, esa sonrisa... tan familiar.

El interés era evidente en los ojos de Xena. Lavidia dio un último empujón
a la chica para que entrara en la estancia y retrocedió, disimulando una sonrisa
maliciosa.

—Si necesitas cualquier otra cosa, comandante suprema, me llamo


Lavidia.

Ni siquiera en los días de su salvaje pasado solía Xena recrearse con


esclavas o sirvientas. Por supuesto, siempre había excepciones, como Anokin,
pero normalmente sólo otorgaba sus favores sexuales a los hombres y mujeres
poderosos de quienes tenía algo que aprender o ganar.

La caricia inocente de Gabrielle, aunque Xena no la había sentido, le había


provocado un dolor en las entrañas que hacía años que no sentía. Aunque en el
fondo de su corazón sabía que su fascinación era absurda. Jamás podría tocar así
a Gabrielle, ni siquiera podría volver a verla: bien podía haber sido un sueño, un
producto de su imaginación.

Pero esta sirvienta era real y la necesidad de abrazar a alguien lo era


mucho más. Alargó una mano y tocó la delicada piel de la joven esclava, pasó los
dedos por las largas guedejas de pelo suave como la seda, olió el aroma a
juventud e inocencia, aunque su mente sabía que esta esclava, aunque joven,
distaba mucho de ser inocente.

Con un gesto imperioso de la misma mano, ordenó a Lavidia que saliera


de la habitación y la mujer se retiró, riendo por lo bajo. Xena no hizo caso de la
vieja y reprimió las voces mentales que le decían que se detuviera. Dominique la
miraba con ojos verdes y una sonrisa de medio lado y lo único que quería hacer
Xena en ese momento era convertir una cara bonita en una aún más bella, una
que brillaba en su imaginación como el resplandor del sol.

—Gabrielle —susurró Xena, acariciándole la mejilla.

—Sí —contestó Dominique, sonriendo con aire alentador—. Sí, soy


Gabrielle.

—Gabrielle —repitió Xena, levantándole la barbilla, y antes de poder


detenerse, sus labios rozaron los de la esclava, captando el sabor del vino dulce y
un atisbo de jazmín.

—Sí —susurró la sirvienta, abriendo la boca y alzando las manos para


acercar más a la fuerte guerrera.

Cuando Xena sintió el pequeño cuerpo pegado al suyo, perdió sus últimos
vestigios de control. Sus brazos rodearon a la esbelta figura, pegándola a su
armadura, y los labios de Xena se deslizaron sobre los que se le ofrecían,
paladeando con lengua hambrienta el delicioso sabor del deseo dentro de una
boca húmeda y acogedora.

Sus manos se deslizaron por una espalda fuerte por el trabajo duro hasta
agarrar unas nalgas firmes, tal y como había imaginado. La mente de Xena daba
vueltas, viendo a Gabrielle en sus brazos, y profundizó el beso, gimiendo en la
boca que había soñado devorar.

La esclava fue la que se separó, sonriendo recatadamente al tiempo que


retrocedía hasta apoyarse en la pared. Unos ojos azules oscurecidos por la pasión
la observaron mientras la sirvienta se soltaba el tirante de la toga, dejando caer la
parte superior para exponer sus pequeños pechos, firmes y jóvenes.

Xena se pegó a ella de inmediato, besando a la rubia acaloradamente, y su


mano se movió por su pecho, toqueteando el pezón erecto con la punta de los
dedos hasta que por fin agarró la tela de la toga con la mano y la arrancó, dejando
caer la prenda al suelo. Cerró los ojos de placer al tiempo que su mano se
deslizaba por un pecho, por la curva de un estómago plano y una cadera desnuda,
hasta bajar por la parte externa de una pierna fuerte. Los besos impetuosos se
hicieron suaves y delicados mientras su mente imaginaba a Gabrielle, oía los
gemidos de necesidad de Gabrielle, soñaba que era su voz, su piel, la curva de su
cadera.

Un cosquilleo acarició su consciencia e interrumpió la fantasía de Xena.


El ardiente olvido del deseo quedó sustituido por la fría impresión de que había
alguien más en la estancia, de que las estaban mirando. Xena siguió besando a la
esclava, pero su mano errante se detuvo y despacio, furtivamente, abrió los ojos.

A la suave luz de las antorchas, la figura de Gabrielle se materializó poco


a poco. Xena sofocó una exclamación de sorpresa y se apartó de la esclava
apoyada en la pared.

—¿Xena? —oyó que preguntaba Gabrielle confusa, y entonces la imagen


de su ángel de la guarda parpadeó una o dos veces y desapareció.

Xena se quedó mirando atónita el espacio vacío.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó la esclava, temerosa de repente,


subiéndose la toga que tenía por las rodillas y cubriéndose los pechos desnudos
apresuradamente—. ¿Quién era ésa? —La esclava se encogió pegada a la pared,
con los ojos llenos de miedo.

Xena volvió la mirada hacia la chica medio desnuda que estaba encogida
en las sombras y se dio cuenta de que esta jovencita a quien acababa de estar
acosando no se parecía en absoluto a Gabrielle, ni en lo más mínimo.

—¡Fuera! —ordenó.

Agarró a la esclava por los hombros y la empujó hacia el arco.

—¡FUERA! —gritó Xena.

La esclava recogió los restos de tela y huyó.

—¡FUERA! —Xena se quedó mirándola enfurecida hasta que la esclava


desapareció de su vista.
Hasta que se quedó sola en la habitación no desapareció el calor de la
frustración y la rabia, sustituido por el dolor de la decepción y la vergüenza por
su muestra de débil necedad.

—Estúpida —gimió Xena, tapándose la cara con las manos—. Estúpida,


estúpida, estúpida.

Fue a la cama y se sentó, masajeándose las sienes al notar plenamente el


martilleo de su dolor de cabeza.

Y entonces un estremecimiento demasiado reconocible le recorrió la


espalda. El frío invadió su corazón y el olor inconfundible del campo de batalla,
de la guerra, la muerte y la sangre, le llenó la nariz con su aroma fuerte y acre.

Sin mirar, supo que estaba en presencia de la última persona de la tierra o


el cielo que quería ver en estos momentos.

—Xena —oyó que decía el dios de la guerra con su típico tono suave y
despectivo—. ¿Qué coño está pasando?

Un corazón fresco, caliente y todavía palpitante era su comida preferida.


Unos dedos nudosos se introdujeron en el pecho rajado del joven ciervo y
arrancaron el corazón con un chasquido de arterias. El órgano era grueso y
resbaladizo, pero había sujetado muchos y era experta en mantener el pedazo de
carne palpitante en la mano. Sus ojos negros se pusieron en blanco al imaginar el
placer de ese primer bocado cálido y sabroso, pero un cambio en la oscuridad
justo al otro lado del fuego le llamó la atención. Deteniéndose a medio bocado,
sus ojos negros se posaron en la alteración del borde del bosque.

Incluso en la oscuridad, vio el movimiento en el aire que anunciaba la


materialización de una aparición.

Alti bajó la mano, donde el órgano seguía latiendo, aunque estaba


perdiendo su vitalidad rápidamente. Estaba confusa. La visiones no debían llegar
hasta que hubiera comido y pronunciado los encantamientos adecuados. La
chamana se puso en pie y observó mientras el aire nocturno temblaba y fluctuaba.
Una forma irreconocible se materializó poco a poco, y dejó caer de nuevo el
corazón al interior del pecho del ciervo, con la sospecha de que la aparición era
en realidad la visita de un dios. A lo mejor Hécate le estaba mostrando por fin su
favor.

Una luz brillante estalló desde el centro y colmó la noche, bañando a Alti
y todos los árboles del bosque circundante en un fiero resplandor. Alti parpadeó,
protegiéndose los ojos con la mano, y tuvo que apartar la vista. Cuando el
resplandor disminuyó, Alti bajó la mano y pocos instantes después logró
distinguir la forma que se había materializado en el aire.

—¡TÚ! —exclamó Alti con voz ahogada. No se lo podía creer—. ¿Cómo


has llegado aquí?

A Evelyn se le aclaró la vista. Una mujer alta cubierta de pieles de


animales de la cabeza a los pies, con la frente pintada de sangre y los ojos negros
como la noche, la señalaba con un dedo chorreante de sangre y la miraba con una
de las expresiones más feas y enfurecidas que había visto en su vida. Se le
pusieron los ojos redondos como platos por el miedo.

—¿Quién eres? —chilló, retrocediendo, pero tropezó con una rama y se


cayó.

—¡Tú no tienes poder para estar aquí, Yakut! —gritó Alti, avanzando sin
dejar de señalarla con el dedo ensangrentado—. Te quité el poder cuando te quité
la vida. ¡Estás muerta!

Evelyn se quedó mirando esa cara pálida y manchada de sangre que la


miraba enfurecida.

—¡Pues tú tampoco tienes muy buen aspecto! —respondió, frotándose el


trasero sin levantarse del suelo del bosque—. Y creo que me confundes con otra
persona. Yo me llamo Evelyn.

Alti apartó el dedo y echó la cabeza a un lado mientras observaba a quien


era claramente el espíritu de Yakut, la joven amazona a quien había destruido
años antes. No cabía duda de que era ella, la misma chamana joven e inexperta.
Había logrado reincorporarse de algún modo. Alti decidió rápidamente que éste
no era el momento de hacer preguntas y regresó apresurada al ciervo, metió la
mano dentro del pecho y sacó el corazón frío, pues lo necesitaba para completar
el hechizo que podría expulsar a este espíritu indeseable.

Lo mordió salvajemente y masticó y se comió el órgano ya muerto lo más


deprisa que pudo.

—¡Yo te expulso de aquí! —vociferó furiosa, escupiendo trozos de carne


al hablar.

—¡Aaaaajjj! —exclamó Evelyn con una arcada, apartando los ojos.

—¡Yo te expulso de aquí! —repitió Alti y arrancó las venas con sus
dientes manchados de sangre.

—¿Qué haces? ¿Dónde estoy? —Evelyn intentó desesperada ponerse de


pie. Se arrastró por la tierra, mirando asustada a ese ser que estaba devorando el
corazón sangriento de un animal y gritando incoherencias. Se le paró el corazón
en el pecho cuando la loca se levantó y avanzó hacia ella, dejando caer trozos de
carne de la boca al suelo.

—¡Yakut! —Alti se irguió cuan alta era, que no era poco—. Éste es mi
mundo ahora. ¡En el nombre de Hécate, yo te expulso de aquí! ¡Yakut! ¡Yo te
expulso de aquí!

Evelyn sintió que su mundo se ponía a dar vueltas de nuevo. El fuerte olor
de la sangre le inundó la nariz y se le revolvió el estómago. Giró la cabeza y echó
del estómago los restos de la comida que había compartido con Gabrielle.

Enjugándose la boca con una mano temblorosa, Evelyn volvió la cabeza y


se encontró con los rostros preocupados de Gabrielle y la doctora Braid, que la
miraban atentamente.

—Evelyn, ¿te encuentras bien? —preguntó la doctora Braid, cogiéndole la


muñeca para tomarle el pulso.
—Te has vomitado encima. —Gabrielle cogió una toalla y le limpió la
boca a Evelyn, dejando a un lado su propia confusión por lo que había
experimentado para ayudar a su amiga.

—Me ha llamado Yakut —dijo Evelyn débilmente, con el estómago y la


cabeza todavía revueltos.

Gabrielle apartó la mano.

—¿Cómo?

—Yakut, me ha llamado Yakut.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Gabrielle, buscando ayuda en la


doctora.

Pero Evelyn ya sabía la respuesta.

—Mi nombre —replicó, sonriendo entre los restos de comida que todavía
tenía en la cara—. Yo era chamana y me llamaba Yakut.

Xena entró en el templo del dios de la guerra, sin hacer caso del sacerdote,
que se apresuró a escabullirse en silencio. El templo estaba sumido en un silencio
espeluznante. Las inmensas paredes de mármol mantenían el edificio fresco
incluso cuando el sol caía sobre él en pleno calor de un agobiante agosto corintio.
El diseño era deliberadamente austero, salvo por una estatua tallada que había en
el centro, una efigie del propio Ares.

Los pesados pasos de sus botas resonaban por la amplia cámara mientras
avanzaba hasta plantarse delante del monumento, levantando la mirada hacia la
figura alta y fuerte. Estaba tallada con gran habilidad: los hombros firmes, un pie
sobre el peñasco de una montaña y un rostro bello que contemplaba el horizonte,
posiblemente un campo de conquista.
Sólo había un problema: la escultura no se parecía en nada a Ares.

Por supuesto, ellos qué iban a saber.

Xena jugó con el borde del chakram que llevaba en la cadera, costumbre
que tenía desde que el dios se lo regaló. La forma en que le cortaba la piel de la
yema del dedo le recordaba el mortífero filo que tenía y, como siempre, el
escozor le resultaba placentero. Contemplando el monumento, recordó las
palabras de Ares cuando apareció ante ella la noche anterior, la segunda vez que
se le había aparecido en su vida. El dios de la guerra había manifestado su
preocupación, porque ella parecía haber perdido concentración. No sabía cuánta
razón tenía, y si supiera el por qué, seguramente le habría dado un ataque de risa.
Lo cierto era que su mente había dejado de pensar en la guerra: últimamente en
lo único en lo que lograba pensar era en cierta visitante rubia y misteriosa.

Sin embargo, la presencia del dios le resultó tan seductora como siempre y
con consumada habilidad, la apartó del radiante rayo de luz que era Gabrielle,
para que volviera a su lado oscuro del campo de batalla.

—Cuando se está en combate —le susurró suavemente al oído, detrás de


ella, acariciándole la piel desnuda del hombro—, la única preocupación de un
guerrero debe ser la victoria sobre el enemigo. Ésta es la primera regla
fundamental del combate, Xena. Suprime todas las emociones humanas, sólo
lograrán entorpecerte el camino.

—¿Y el amor? —preguntó ella, porque aunque su presencia a su espalda


hacía que su corazón redoblara con el pesado ritmo de los tambores de guerra, su
mente seguía llena de Gabrielle. Ante esa pregunta, el dios de la guerra se echó a
reír suavemente.

—Xena, Xena, Xena —susurró. Cuando pegó contra ella la dureza de roca
que llevaba oculta en sus pantalones de cuero, ella se perdió en una bruma de
pasión lujuriosa—. Eso del amor no existe, sólo existe la lujuria. Esto... y lo que
sientes cuando te lanzas a la batalla, cuando blandes la espada... o tocas tu
chakram... esto es el único amor que necesitas. Olvídate del amor, Xena. Debes
matar a quien se interponga en tu camino, aunque sea Afrodita en persona. La
verdad está en el corazón del arte del combate. Una vez dominado, no temerás a
nadie. Además —terminó el dios de la guerra, pasándole la mano por la recia
armadura que le protegía el pecho—, el amor no es más que un truco con que los
dioses engañamos a los humanos para acostarnos con vosotros. —Y entonces
desapareció sin más. Ella se quedó sola en su habitación a oscuras, pero seguía
notando el calor de su mano sobre su pecho, a pesar del bronce que se lo
protegía.

A éste le encantaba retrasar los placeres, pensó Xena con una sonrisa
burlona. Aunque su caricia le provocaba un estremecimiento de fuego por toda la
piel, lo único que le ofreció esa noche fue consejo y la dejó en tal estado que
estuvo a punto de salir corriendo de la habitación para buscar a esa criada y
aliviarse. Afortunadamente, todavía le quedaba suficiente presencia de ánimo
para saltar en cambio del balcón al jardín de debajo, no para perseguir sueños
fantasmales de amor, sino para hacer una serie de ejercicios con la espada. Esa
noche practicó estocadas mortales con la espada en el jardín, bajo el ojo atento de
una luna menguante, hasta que el sudor eliminó la pasión de sus venas y pudo
desplomarse en la cama y dormir bien.

Esa noche no hubo sueños de pelo dorado.

Había llegado el momento de despejarse la mente y reconcentrar sus


energías. Al amanecer, salió de la cama y acudió al templo de Ares, sabiendo que
el frío de dentro contribuiría a endurecer su corazón y fortalecer su decisión.
Cuadrándose ante el marmóreo dios de la guerra, desenvainó la espada de la
funda que llevaba a la espalda. El roce del acero reverberó por las columnas
corintias de mármol que montaban guardia como centinelas a intervalos regulares
a su alrededor.

Con un rápido movimiento, se cortó la palma de la mano, esperó a que


sangrara bien y luego alzó la mano y la colocó sobre una rodilla de mármol
blanca como el hueso. Apretó la mano contra la estatua y dejó que el frío de la
piedra detuviera el río rojo.

Se sentía como si se le fuera a cerrar la garganta si pronunciaba las


palabras, pero tenía que hacerlo. Tenía que abandonar toda idea melancólica de
una vida diferente. Éste era su destino y no podía haber un ángel de la guarda de
pelo dorado que la salvara de él, por mucho que ella lo deseara.
Respiró hondo y dejó que su voz llenara el templo, tan alto que el
sacerdote fue testigo de su juramento.

—Ares, te pido tu bendición para nuestra marcha contra nuestro enemigo,


Persia. Toda la sangre que derramo, la derramo en tu nombre. Todo lo que soy,
es tuyo.

El dios de la guerra siguió contemplando su eterno campo de batalla, con


el rostro carente de toda emoción. Las palabras de Xena pesaban en el aire.

Metió de nuevo la espada en la vaina y se dio la vuelta. Avanzando a


largas zancadas para salir del templo de Ares, no hizo caso de las gotas que se
resbalaban de su largos y delgados dedos y caían al limpio suelo de mármol,
dejando un rastro irregular de sangre como marca de su paso.

La madre de Gabrielle se sentó elegantemente en su butaca isabelina de


roble tallado del siglo XVI y se echó hacia atrás, cruzando las piernas. Sonriendo,
sintió su presencia cuando entró en la habitación y caminó en silencio por la
alfombra hasta detenerse justo detrás de ella. Los hombres tenían un olor que era
inconfundible, sobre todo cuando estaban excitados. Sonrió burlona, disfrutando
del olor de su erección cuando se inclinó por encima de ella, y esperó en silencio,
observando sus manos fuertes y masculinas, que se alargaban hacia la botella de
brandy de cristal de Bohemia. Quitó el tapón y lo colocó con cuidado en la
superficie reluciente de la mesilla francesa antigua antes de servir un chorro
ambarino del brandy de cien años en una copa de coñac de Waterford.

Ella asintió dándole las gracias y esperó a que la mano se retirara antes de
llevarse la copa a la nariz y hacer girar el contenido para gozar de su fragancia un
instante, tras lo cual bebió un sorbito. Él dejó la botella y rodeó su asiento hasta
su propia butaca. Ella siguió su atractiva figura con los ojos entornados,
examinándolo mientras se sentaba.

Las cosas iban bien. De hecho, nunca se había sentido mejor, pensó,
observándolo mientras él se sentaba en la butaca de enfrente y le dirigía una
sonrisa provocativa.
Alzando la copa, le dirigió a su vez una sonrisa igualmente seductora.

—Bueno, ¿qué es lo que está pensando, senador?

—Directa al grano. Me gusta eso en una mujer.

Ella bebió un sorbo y jugó con el líquido engañosamente frío con la punta
de la lengua antes de tragarlo, gozando de la sensación ardiente del brandy al
deslizarse por su garganta.

—No estoy siempre trabajando, sabe.

Él enarcó una ceja oscura, con una chispa en los ojos azules.

—¿No? Eso también me gusta en una mujer.

Ella bebió otro trago del suave licor. Los ojos claros y azules de él le
trajeron a la mente una imagen de Xena a la carga sobre su caballo de guerra
dorado, con el pelo al viento, los ojos en llamas y el sol provocando destellos en
la hoja de su espada justo antes de descargarla en un largo arco de lado para
decapitar a un desdichado enemigo.

—La pregunta es —dijo, dejando de lado sus alegres pensamientos—,


¿también le gusta eso en una vicepresidenta?

—En realidad —contestó él, levantándose, desabrochándose el cinturón y


bajándose la cremallera al mismo tiempo que avanzaba hacia ella—, ésas son
precisamente las cualidades que estoy buscando.

Ah, sí, Xena debía de haber vuelto a su patética vida como Destructora de
Naciones porque notaba la fuerza hasta la punta de los pies. Se le presentaban
oportunidades para expandir su propio imperio casi a diario.

Frunció los labios con aprobación al ver el ofrecimiento grueso y duro que
le hacía. No era lo que le solía gustar, eso tenía que reconocerlo. Pero por otro
lado, tenía sus ventajas. Vicepresidenta no estaría tan mal, pensó. De un último
trago, se terminó el brandy, dejó la copa y se lamió los labios como el gato que
estaba a punto de comerse al proverbial canario.
A fin de cuentas, cuando fuera vicepresidenta, ¿qué problema tendría para
organizar un asesinato?

Cincuenta mil hombres. Xena cruzó las manos y se apoyó en el arzón de


su silla, montada en su caballo de guerra dorado y contemplando las llanuras de
debajo. La vista nunca dejaba de impresionarla ni de provocarle una descarga de
adrenalina por todo el cuerpo. Como siempre, su mente estableció
comparaciones: cincuenta mil dinares, ¿la emocionaría tanto una pila de dinero
así de grande? Cincuenta mil leguas: ¿le parecería igual de increíble una distancia
de ese calibre?

Lo cierto era que nada podía compararse a la emoción de unas tropas


armadas en acción. Ares no tenía por qué preocuparse. El corazón todavía le latía
desbocado al ver aquello y, por este momento, sentada a lomos de Argo, al
contemplar el paisaje dorado que relucía bajo el caluroso sol del mediodía
corintio, al observar a las guarniciones que se movían realizando las maniobras
de práctica ideadas para darles un entrenamiento intensivo en guerra de montaña,
ella le pertenecía una vez más, en cuerpo y alma.

Cincuenta mil hombres: más que suficientes para emocionarla, pero


¿serían suficientes para conquistar el mundo?

Fuera como fuese, después del banquete de esta noche y el día de


descanso de mañana, la marcha contra Persia iba a empezar.

Tenía intención de llegar a territorio enemigo mucho antes de que


empezara a nevar sobre los puertos de montaña. Pero también sabía que no podía
dejar Grecia para una larga campaña hasta que algunas de las fronteras más
externas estuvieran totalmente en paz. Los estados griegos, por supuesto, ya no
suponían una amenaza, pero aún había que ocuparse de las tribus más salvajes
del norte. Xena sabía que sólo había una forma de que la frontera del norte
pudiera quedar segura permanentemente, que era extendiendo los límites de
Grecia otros ciento sesenta kilómetros a través de uno de los terrenos más
difíciles para el combate de todo el mundo conocido.
El avance previsto por tierra les plantearía muchos obstáculos para llegar a
Persia, por no hablar de la idea de hacer marchar un ejército de cincuenta mil
soldados, compuesto sobre todo por hombres, justo a través del territorio de las
amazonas. Los persas lo sabían. De hecho, confiaban en ello como parte de su
estrategia de defensa. Si Grecia atacaba a Persia por tierra, primero tendría que
luchar contra las amazonas. A lo largo de la historia, para evitar el
enfrentamiento con la Nación Amazona, los griegos siempre habían lanzado un
ataque contra Persia por mar.

Pero eso era entonces. Esto era ahora, y la que estaba al mando era ella.
Xena estaba más que segura de que no tendrían problemas para incluir a las
amazonas y sus tierras en el seno de la nación griega. Aunque había ordenado
que un escuadrón de naves de guerra atenienses zarpara de Bizancio al Mar
Negro para subir por el Danubio, esas naves no transportarían ni a un solo
ateniense aparte de su tripulación.

Mientras Persia estaba ocupada interceptando mensajes falsos y siguiendo


el rastro de la armada ateniense, ella marcharía al frente de sus impresionantes
fuerzas por la ruta terrestre: a través de Anfípolis, hacia el este hasta Neápolis,
cruzando el río Nestos y a través de las montañas de Ródope. Para cuando Persia
se diera cuenta de que lo de la armada era un engaño, la fuerza invasora principal
ya estaría cruzando el Helesponto por su puerta de atrás.

La campaña por tierra serviría para algo más que consquistar a un antiguo
enemigo: acabaría estabilizando las fronteras griegas. Y la lucha contra las
amazonas tendría la ventaja añadida de servir como ejercicio táctico a gran escala
como preparación para el ataque sobre Persia.

En su mayor parte, la marcha a través de Grecia sería fácil. Hasta


Filipópolis, pasarían por territorio amigo, pero después de eso, tendrían que
cruzar las montañas, seguramente por el paso de Shipka.

Aquí era donde había más probabilidades de que acabaran enfrentándose


de pleno con la furia de la Nación Amazona. Las feroces mujeres guerreras
estarían furiosas por la invasión y, aunque eran mucho menores en número,
tendrían la clara ventaja del terreno más elevado y una habilidad única en lo que
Xena denominaba la guerra del arbusto. Un término divertido cuando pensaba en
él, no tan divertido cuando se enfrentaba a él. Los griegos estaban acostumbrados
a hacer la guerra al estilo de los romanos, en campo abierto con líneas de
regimientos y falanges organizadas. Este tipo de estrategia no sería posible en los
estrechos puertos de montaña, y las sarisas que acababa de inventar serían
prácticamente inútiles. Las amazonas mataban furtivamente, tapadas por el
bosque y desde lo alto de los árboles y los riscos, donde caían sobre sus enemigos
como halcones sedientos de sangre. Si no tenían cuidado, las amazonas podían
aniquilar a la mitad del ejército antes de que éste pudiera pisar suelo persa.

La mayoría de los expertos militares pensaban que esas tierras eran


impenetrables. Sin embargo, ella era única entre la mayoría de los generales
griegos por un motivo fundamental: había estudiado el arte de la guerra por todo
el mundo, había viajado a lo largo y ancho de las tierras conocidas y había
asimilado los estilos de matar de tantas culturas como ciudades había, incluidas
las amazonas.

Xena conocía a su enemigo, sabía cómo comía, dormía, vivía, cagaba y,


sobre todo, lo sabía todo sobre cómo le gustaba luchar y, al saber todo esto, en
última instancia sabía cómo derrotarlo.

Las amazonas no serían una excepción. Años atrás había asestado un duro
golpe a su nación, durante sus días de lujuria y sangre. Y ahora, iba a volver para
terminar el trabajo.

Los centauros, sin embargo, eran otra historia.

Xena frunció el ceño, contemplando a sus tropas. Las columnas de


hombres se movían en líneas prietas y organizadas, mientras otros corrían por el
terreno o practicaban la lucha a caballo, levantando una polvareda al galopar por
la llanura, abriendo la columna en una maniobra organizada como una bandada
de pájaros que cambiara de dirección en el cielo.

El placer que solía sentir Xena al ver su habilidad se evaporó de repente.

Los centauros, pensó Xena de nuevo, con el alma en los pies. Sus tierras,
aunque no estaban directamente en su camino, no estaban lejos de las amazonas.
El hecho de que las amazonas y los centauros fueran antiguos enemigos y que
llevaran siglos en guerra no tenía importancia.

Para Xena, los centauros eran intocables.

De algún modo, iba a tener que evitarlos por completo. De algún modo,
iba a tener que descubrir una manera de guiar al ejército más grande reunido
jamás por Grecia para sortear las provincias centauras sin que nadie se diera
cuenta. Tenía un acuerdo personal y muy privado con los centauros que nadie
podía conocer jamás, el dios de la guerra menos que nadie.

Metió los pensamientos sobre los centauros en los rincones más oscuros
de su mente junto con el resto de su pasado cuando sus agudos sentidos la
alertaron, mucho antes de que sus caballos levantaran el polvo a su lado, de que
Parmenión y Atalo se estaban acercando.

—Las tropas tienen buen aspecto —comentó Xena, observando cuando


una guarnición se tiró de bruces al suelo y se tapó con los escudos,
transformándose en un armadillo humano con armadura de bronce—. ¿Están
practicando esa maniobra todos los escuadrones?

—Tal y como has ordenado, comandante suprema —respondió


Parmenión—. Aunque no entiendo qué vamos a conseguir tirándonos al suelo
con un escudo encima de la cabeza.

—Pues fíjate —replicó Xena, dando la vuelta a Argo—, cuando llegue el


momento y ordene hacer esa maniobra, si no le encuentras sentido, te puedes
quedar con mi trabajo.

Parmenión se quedó mirando a la comandante de la fuerza armada más


grande de la historia de Grecia cuando se alejó al trote, sabiendo muy bien que
jamás podría aspirar siquiera a ocupar su lugar. Xena había inventado algunas de
las tácticas bélicas más creativas que había visto en su vida.

—Saltarías al río Estigia y nadarías hasta el Hades si ella te lo pidiera,


¿verdad, Parmenión? —preguntó Atalo, con los ojos clavados en las columnas
que estaban realizando ese mismo ejercicio extraño.
—Da igual el río que sea, si los persas están al otro lado, no tienen nada
que hacer —respondió Parmenión, y azuzó a su caballo para bajar por la cuesta y
reunirse con su batallón—. Lástima que Alejandro no vaya a estar allí para verlo.

Atalo esperó a que Parmenión se perdiera de vista.

—Ah, estará allí para verlo. Sólo que creo que Xena no.

Su trabajo, ¿eh?, pensó Atalo. Bueno, él desde luego no lo quería, pero


conocía a alguien que sí, y sabía lo que tenía que hacer para garantizar que esa
persona lo consiguiera. Pegando una patada con los talones, lanzó a su propio
caballo de guerra en otra dirección, a galope tendido por las prisas de regresar a
Corinto.

Esta noche tenía que asistir a un banquete: un banquete muy importante,


histórico, de hecho, y no quería llegar tarde.

La cabaña era grande para una amazona, casi grandiosa, si un refugio de


amazona se podía considerar grandioso. Al advertir que estaba hecho sobre todo
con pieles de animales, se le ocurrió pensar que hacía falta cazar mucho para
cubrir una choza de este tamaño con pieles. Eso demostraba la habilidad y el
poder como cazadora de su dueña, reflexionó Alti al tiempo que apartaba el
faldón de entrada. Se detuvo un momento para estudiar la textura de la cubierta
de la entrada antes de pasar.

Interesante, pensó, tocando el grueso material y examinándolo de


cerca. Esto no es piel de animal, pensó, pero sí que era carne. ¿Humana, tal vez?
Ella prefería comerse el corazón de los enemigos a los que vencía. ¿Pero cubrir el
hogar con su piel? Eso le hizo apreciar al instante a la reina que la esperaba
dentro.

Había sido convocada a una audiencia con la nueva dirigente de la tribu


poco después de su llegada a la aldea amazona. Su posición como hechicera les
resultaba bastante evidente, pero cuando la chamana amazona de la aldea la
saludó rodilla en tierra, eso causó un revuelo por toda la tribu que llegó hasta la
reina más deprisa que un buitre al caer sobre un cadáver.
Sí, sin duda es carne humana, pensó Alti, sonriendo burlona, y soltó el
faldón. Entró en la cabaña de la reina, más que dispuesta a tener el primer
encuentro con su nuevo prodigio.

Entró y al instante advirtió que el suelo de tierra daba al habitáculo un olor


a tierra húmeda y al aire un frío que resultaban extraños comparados con el calor
del sol que brillaba fuera. Costaba ver al pasar de la luz a la oscuridad, pero Alti
contuvo el impulso de guiñar los ojos. En cambio, esperó pacientemente a que se
le acostumbraran los ojos y cuando lo hicieron, contempló a la reina de la tribu
de amazonas que ahora se extendía por toda la frontera siguiendo los bordes de
Tracia y Macedonia. Esta tribu era mucho mayor que la suya, ya extinguida, y su
dirigente era una criatura totalmente distinta.

No era niguna Xena, eso seguro, ni por estatura ni por belleza, pensó Alti,
estableciendo la comparación crítica inmediatamente. El rostro de la reina tenía
los rasgos marcados y duros de una mujer que rara vez sonreía, a menos que
estuviera matando o al frente de una carga en una batalla victoriosa.

Xena era así antes, pensó Alti.

—¿Me has llamado? —dijo Alti, inclinando la cabeza con respeto,


eliminando todo tono sarcástico de su voz áspera y grave.

—Me gusta esa sangre que llevas en la frente —comentó la reina,


observando a Alti con frialdad—. Bonito detalle.

—Tenía la esperanza de que te gustara —replicó Alti, animada.

—¿Quién eres y por qué estás aquí? —preguntó la dirigente amazona,


levantándose.

La reina rodeó a Alti, mirándola de arriba abajo. Alti se quedó erguida e


inmóvil, esperando con calma mientras la mujer daba la vuelta despacio a su
alrededor. Advirtió que la reina tenía los ojos verdes, casi fluorescentes, y se
preguntó por un instante si el brillo no sería un truco de las sombras o si era el
poder latente de un dios que le corría por las venas lo que hacía que le brillaran
así los ojos.
Pero Alti sí que sabía una cosa: la mujer era un volcán en ebullición a
punto de explotar, y Alti se moría de ganas de bañarse en su poder cuando
sucediera.

—He venido a ofrecerte mis servicios.

—¿Servicios?

—Como chamana. Es evidente que la que tienes no es en absoluto


adecuada para una dirigente con tu potencial.

—¿Crees que tengo potencial?

Alti inclinó la cabeza asintiendo.

—Un potencial tremendo.

—¿Y cuál es el precio?

—¿El precio? —Alti soltó una risilla—. Mi querida reina, mis servicios no
tienen precio. Sin duda, eso ya lo sabes.

La reina sonrió, con un aire absolutamente malévolo.

—¿Qué pides a cambio, entonces?

—Sólo pido formar parte de tu tribu, un puesto a tu lado.

—¿A mi lado derecho?

—Eso lo debes decidir tú. Aunque lo cierto es que creo que descubrirás
que te puedo ser muy valiosa.

La reina resopló.

—No me digas. Por alguna razón, no me parece que puedas darme nada
que no esté destinada ya a tener.

—¿Y cuál crees tú que es tu destino, mi reina?


—Pues ser reina de las amazonas, por supuesto. Unir a las últimas tribus
que quedan en una sola Nación Amazona, lo bastante fuerte como para derrotar a
todos nuestros enemigos.

—¿Como a los centauros?

—Exacto.

—¿Y si yo te pudiera ofrecer más que eso... mucho más?

Esos inquietantes ojos iridiscentes se clavaron en Alti.

—¿Qué más puede haber?

—Únete a mí y te convertiré en Destructora de Naciones.

Alti se sorprendió al ver un destello de rabia en esos ojos ante su


ofrecimiento.

—Ese título ya pertenece a alguien. ¿Me tomas por necia?

—En absoluto. Pero un título es algo pasajero. En un momento dado,


pertenece a una persona y al momento siguiente, pertenece a otra. Estoy segura
de que Melosa estaría de acuerdo conmigo, si estuviera aquí. Aunque supongo
que está. —Alti señaló con la mano el faldón de piel de la entrada y sonrió.

La nueva reina se quedó un momento pensando y luego se echó a reír en


voz alta.

—Bueno, tengo que reconocer que esto es algo que no me había


planteado. Me gustas, chamana. Tal vez utilice tus servicios, después de todo.
Dime cómo te llamas y ordenaré a la escriba que tome nota de tu nueva posición
como chamana oficial de mi Nación Amazona.

—Alti, mi reina. —Se inclinó, mirando a la guerrera con sus ojos


oscuros—. Pero tengo entendido que tu tribu ya tiene chamana.

—Detalle del que dejaré que te ocupes tú. Digamos que es tu primer
encargo oficial.
—Como desees, reina...

La reina despidió a Alti con un gesto de la mano.

—Y no vuelvas hasta que lo hayas hecho.

—¿Qué dijo?

—¡Nada! Ya te lo he dicho. Sólo estuve ahí unos instantes.

Evelyn no daba crédito a lo que oía.

—¿Y tú no dijiste nada?

—¿Cómo iba a decir algo?

—¿Estás segura de que se estaban besando?

—Ah, sí, ya lo creo que se estaban besando.

—No me puedo creer que no me lo hayas contado antes. Gabrielle, ¿por


qué no me has dicho nada de esto hasta ahora? —Evelyn se cruzó de brazos con
aire ofendido.

—No lo sé. Estaba... estaba... enfadada, creo.

—¿Estabas enfadada?

—Pues... sí. No era lo que me esperaba, sabes, o sea, encontrármela con


una chica contra la pared, besándola de lo lindo.

Evelyn descruzó los brazos.

—¿Cómo era esta chica?

—¿Cómo era? —Gabrielle se encogió de hombros—. No sé. Era más baja,


pequeña. Con el pelo largo y rubio, creo.
Evelyn enarcó las cejas.

—¿El pelo largo y rubio?

—Un pecho bonito, pequeño y firme —murmuró Gabrielle, levantando la


mano y agarrando dicho pecho imaginario como le había visto hacer a Xena.

—¿¡Qué!?

Gabrielle bajó la mano, avergonzada.

—Ya sabes lo que quiero decir. Era pequeña.

—Y firme.

Gabrielle torció el gesto.

—¿Y rubia? —insistió Evelyn.

—Sí, estoy prácticamente segura de que era rubia. De todas formas, la luz
de las velas se le reflejaba en el pelo. —Gabrielle se calló, advirtiéndo cómo la
miraba Evelyn—. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

—Vamos, chica. ¿Es que te lo tengo que deletrear? Pequeña, rubia...


firme. ¿Te recuerda a alguien conocido?

—¿Cómo? ¿Conocido? ¿A mí? —Gabrielle se señaló el pecho con un


dedo—. ¿Estás diciendo que Xena estaba besando a una sustituta mía?

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —Evelyn puso los ojos en blanco—. ¿Te
hiciste una idea de cuánto tiempo había pasado?

—No, la verdad. Sólo que ya no era la tienda. Estábamos en una


habitación. Una habitación grande con antorchas en las paredes y muebles
elegantes.

—Mmmm. O sea, como un castillo.


—Sí. Eso es. Era claramente un castillo. Debía de haber pasado tiempo
porque Xena no estaba en su tienda de mando, sino que ya vivía en un castillo, o
al menos se alojaba en un castillo.

—¿Alguna idea de dónde?

—Pues no. —Gabrielle arrugó el entrecejo y se rascó pensativa la


comisura de la boca—. Sé que en aquella época no había muchas ciudades en
Grecia que tuvieran castillos grandes de ese tipo. Atenas, Olimpia, Esparta. Sé
que no era Esparta. Tal vez Atenas o Corinto. En esas dos había arquitectura en
mármol y granito en ese período.

—Bueno, tú eres la experta en historia. ¿Dónde crees que estaba?

—Mmmm. —Gabrielle fue a la cama y se sentó—. Estaba a punto de


arrasar Esparta y la convencí para que no lo hiciera. Así que habría aceptado su
rendición y a partir de ahí habría seguido adelante. La historia dice que Filipo
constituyó la Liga de Corinto, que se reunió varias veces antes de...

—¿Antes de qué?

—Antes de que Filipo fuera asesinado. Entonces Alejandro marchó contra


Persia.

—¿Pero Xena seguía viva cuando la viste?

—Bien viva. —Gabrielle hizo una mueca, pensando en la escena que


había presenciado y en la rabia que aún sentía cada vez que lo pensaba.

—Así que a lo mejor estaba en Corinto, en una de esas reuniones de la


Liga.

Gabrielle asintió.

—Eso tiene sentido.

—Debe de haber sido muchísimos meses después. Te hizo prometer que


no volverías, ¿no? Pensaría que nunca más te volvería a ver o que eras algo que
se había imaginado. Está en Corinto, una guapa guerrera, de sangre caliente,
guapa, en una aburrida reunión política.

—¡Evelyn!

—¡Qué! ¡Eres tú la que ha dicho que era guapa! No creo que lo pasara en
grande en una sala llena de viejos senadores. Ve a una linda esclavita que le
recuerda a ti... ¿empiezas a captarlo?

—¡Genial! Así que la coge y la estampa contra la pared y luego... ya


sabes. Ahora me siento mucho mejor, Evelyn.

—¡Te pusiste celosa!

—¡No es cierto! ¡Me dio corte!

—Sí, eso sí. Pero también te entraron celos. Por eso no me lo habías
contado. Tenías celos y te daba corte contármelo.

—¡No es cierto!

—¡Sí que lo es!

—¡No!

—Para mí está claro como el agua, Gabrielle. ¿Es que no te das cuenta?

Gabrielle meneó la cabeza, sin comprender dónde quería ir a parar su


amiga con todo esto.

Al cabo de un momento, Evelyn soltó:

—¡Te echaba de menos, idiota! Te echaba tanto de menos que arrinconó a


una esclava por pura frustración. Eso es lo que viste y eso es lo que tenías que
ver. Y lo que es más importante, seguramente impediste que hiciera una cosa que
luego habría acabado lamentando.

Gabrielle miró a su amiga con los ojos entornados, sin acabar de creérselo.
—¿Cómo puedes saber tantas cosas?

—Soy chamana, ¿recuerdas?

—Estás... loca.

—No, he dado en el clavo. Gabrielle, esto del tiempo no es lineal.


Vosotras dos no viajáis a la misma velocidad en el tiempo. Ni siquiera se trata de
que un día de aquí sea un mes allí o que un año de aquí sean dos para Xena. Es
más bien que cuando vuelves al pasado, llegas justamente al punto en el que
necesitas estar.

—¿En el que necesito estar para qué?

—Para indicarle a Xena la dirección que tiene que seguir. Para colocar las
cosas en su sitio. O lo más cerca posible, dado lo caótico que está todo. Ahora lo
empiezo a tener claro.

—Pues me alegro de que puedas ver a través del espejo, porque para mí
está de lo más oscuro. No entiendo qué tiene que ver mi llegada al tocador de
Xena justo a tiempo de impedir que se enrolle con una esclava con colocar las
cosas en su sitio.

—Gabrielle, alguien o algo ha jugado con el destino. Tu destino, mi


destino y seguramente bastantes más destinos se han echado a perder por el
camino. Xena es la clave. Xena... y tú.

—Y tú.

—No, yo soy sólo parte de las consecuencias. Es como si hubiera


explotado una bomba espiritual y las almas hubieran salido despedidas en todas
direcciones por la explosión.

—Una bomba espiritual, ¿eh? Tú sí que estás majareta —dijo Gabrielle


con cariño—. ¿Y quién prendió la mecha, señorita Cleo?
—Quién, efectivamente. —Evelyn se puso a dar vueltas, flexionando los
dedos mientras pensaba—. Gabrielle, tenemos que conseguir que vuelvas allí.
Tenemos que encontrar un modo.

—No sé, Evelyn. A lo mejor no es buena idea. Lo hecho, hecho está. El


destino, la historia, como lo quieras llamar, me parece que nosotras tampoco
deberíamos jugar con eso. Creo que ha llegado el momento de que siga adelante
con mi vida y me concentre en la licenciatura para poder conseguir trabajo y vivir
por mi cuenta.

—Quieres decir para poder escapar de tu madre.

Ante el silencio de Gabrielle, Evelyn dejó de dar vueltas y se dejó caer en


la cama al lado de su amiga.

—¿Y por eso estás estudiando historia?

—No estoy estudiando historia. Estudio periodismo.

—Periodismo, ¿eh? Bueno, eso es lo que se cree tu madre, ¿no es cierto?

Una vez más, ante el prolongado silencio de Gabrielle, Evelyn insistió.

—Bueno, ¿has encontrado alguna mención a una Princesa Guerrera en


alguno de los textos de historia que pueblan los estantes de tu habitación? —
Evelyn hizo un gesto amplio con la mano para indicar los libros que llenaban los
estantes, ocupando todo el espacio disponible.

Gabrielle suspiró apesadumbrada.

—Ni una. —Cambió de postura en el colchón y miró a Evelyn—. Sabes,


es curioso. Es como si Xena no hubiera existido. Pero cuando vuelvo allí, no hay
ningún rey Filipo por ninguna parte.

—La historia moderna nunca ha reconocido a las mujeres fuertes. A lo


mejor la historia de Filipo es una alegoría de Xena. A lo mejor su historia fue
borrada de los anales escritos junto con el resto de la historia de las mujeres,
como Safo y las amazonas.
—Si eso es cierto, entonces el destino de Xena es ser asesinada.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque eso es lo que dicen los textos que le pasó a Filipo. Lo


envenenaron en un banquete. Alejandro fue nombrado rey y dirigió la marcha
contra Persia, que acabó conquistando, junto con la mayor parte del mundo
conocido.

—¿Y eso no te da ganas de volver? ¿Para avisarla?

—Sí, pero eso no significa que pueda... o que deba.

—Ya, pero si pudieras. SI... pudieras. Si hubiera una forma, ¿lo harías?

Gabrielle se mordisqueó el labio y se puso a pensar. Había pasado más de


un año desde su último intento de cruzar el abismo del tiempo. Ahora estaba en
su segundo año de universidad. Su madre la dejaba bastante a su aire con sus
estudios, creyendo que se estaba afanando en hacerse periodista, profesión que
ella consideraba inútil e inocua, como le había señalado en numerosas ocasiones.
Poco sospechaba su madre que se gastaba la mayor parte de su paga en libros de
historia antigua comprados en Amazon.com y que pasaba la mayor parte del
tiempo en la biblioteca buscando referencias para dar con una princesa guerrera.
Si su madre lo supiera, no le haría la menor gracia.

No, algo le decía que a su madre no le haría gracia en absoluto.

Y ahora Evelyn la instaba a intentar regresar de nuevo. Pero, ¿qué


encontraría allí, incluso si pudiera?

Y aunque pudiera, ¿debería hacerlo?

¿Debería?

Gabrielle meneó la cabeza y su largo pelo rubio se agitó con el


movimiento. Tenía el pelo mucho más largo y claro, gracias al mucho tiempo que
dedicaba a correr al aire libre. Últimamente lo llevaba arreglado de una forma
más sencilla, liso y recto con un atractivo flequillo cortado en capas justo por
encima de las cejas.

—No me parece buena idea, Evelyn.

—Bueno, después de lo que pasó, no te culpo. Yo también me pegué un


buen susto. Al fin y al cabo, la última vez las dos nos encontramos cosas
inesperadas. ¡Tendrías que haber visto a ese ser! ¡Era una cosa horrenda!

Las dos sonrieron, al recordar cómo había vomitado Evelyn.

—Pero esta vez, estaremos mejor preparadas —afirmó Evelyn, asintiendo


muy decidida.

Gabrielle se sintió interesada de repente.

—¿Cómo que preparadas?

Evelyn se rió por lo bajo. No hacía falta ser chamana para saber cómo
captar la atención de Gabrielle.

—Tú no eres la única que sabe investigar, sabes —contestó crípticamente.

Tan gozoso como el sexo, pensó Xena y volvió a cruzar el aire con una
serie de maniobras con la espada que prácticamente les hicieron la raya en el pelo
a los hombres que luchaban con ella. Cada uno fue perdiendo la espada o los
pantalones, dependiendo de si Xena apuntaba a su arma o a su cinturón.

El resultado final: seis hombres avergonzados, atónitos, con las manos


vacías o tapándose las vergüenzas.

Terminó el ejercicio con una serie de molinetes con la espada y acabó en


una postura que había aprendido en Japa, tan extraña para los griegos que se
pusieron a aplaudir, olvidándose de su orgullo.

—Debería ser yo la que aplaudiera —comentó Xena con sorna, mirando


con una ceja enarcada el muestrario viril que tenía delante.
Los pocos que estaban al aire se sonrojaron y se taparon las joyas, lo cual
hizo sonreír a Xena, un gesto poco frecuente que a sus hombres siempre les
encantaba.

Había sido un buen entrenamiento, que le hacía mucha falta. Había


regresado del valle y de inspeccionar los preparativos para la marcha y le
quedaban varias horas por delante antes del banquete. Como siempre gozaba de
su capacidad para entregarse a diversos placeres por capricho, Xena ordenó a un
guardia que reuniera a unos cuantos hombres capaces para divertirse un poco.

El guardia salió corriendo y regresó con seis hombres muy dispuestos y


deseosos de agradar. Y la agradaron, efectivamente. Poco sospechaban que iba a
ser mediante un largo combate de seis contra una, en una sesión de entrenamiento
a espada llena de sudor y gruñidos y totalmente satisfactoria en pleno patio del
senado de Corinto. Xena advirtió con regocijo que se había hecho corrillo, con
varios senadores de renombre incluidos, que observaban la acción desde la
terraza de arriba.

Que miren, se dijo y agitó la sudorosa melena negra para quitarse el pelo
de los ojos. Blandió la espada en la mano para reequilibrarla y sonrió de nuevo,
plenamente. El movimiento de los músculos bronceados sobre el fondo de cuero
negro y el destello de dientes blancos con la sonrisa deslumbrante de su rostro
asombrosamente bello pillaron desprevenidos por completo a sus adversarios.

Al instante, voló por encima de sus cabezas, ejecutando un salto mortal, y


sonrió burlona al oír el coro consiguiente de exclamaciones maravilladas
procedente de la terraza de arriba. Antes de que sus compañeros de
entrenamiento pudieran reaccionar, aterrizó en el suelo y lanzó la pierna trazando
un amplio arco que les levantó los pies del suelo.

Fueron cayendo uno por uno.

Se levantó y examinó con satisfacción a los soldados tirados y esparcidos


por la hierba del jardín.

Todavía tienes lo que hay que tener, Xena, se dijo y alzó la espada para
saludar al gentío que aplaudía. Sus claros ojos azules chispeaban de placer al
observar los rostros que le sonreían desde arriba. Le interesaba muchísimo ver
quién estaba presente para ver el espectáculo.

Allí estaba Alejandro, flanqueado por Atalo e Isócrates, nada menos. Esos
tres estaban últimamente muy pegados.

Su prodigio, Alejandro, la saludó con la cabeza, con una gran sonrisa en


su bello rostro. Podría enfadarse, si se paraba a pensar en lo que había hecho el
hombre en los últimos meses. Pero por otro lado, estaba claro que todavía la
admiraba. Tal vez incluso estaba un poquito enamorado de ella. ¿Podría ser que
era simplemente muy cándido con respecto a las maquinaciones políticas de
todos los que lo rodeaban? Era muy posible. Alejandro siempre le había parecido
honrado y sincero y por eso lo que había hecho en el consejo le resultaba tan
doloroso. Ahora, cada vez que veía a Alejandro, ni Atalo ni Isócrates andaban
muy lejos. Iba a tener que ocuparse de esto antes de partir, de un modo u otro.

Isócrates le hizo un gesto de respeto, al que Xena correspondió. El viejo


senador no suponía una amenaza real para ella, aunque él creyera lo contrario.
Sabía que habría muerto de viejo antes de que ella regresara de Persia. Pero Atalo
era harina de otro costal. Su sonrisa resplandeciente se transformó ligeramente en
una mueca de desprecio, apenas visible. No tardaría en ocuparse de Atalo.

Pero ¿y Alejandro? ¿Qué pasaba con Alejandro?

Todavía no había decidido si era amigo o enemigo. ¿Tal vez debía tomarlo
como amante?

Sus ojos abandonaron al trío y recorrieron la terraza, saludando a las caras


que seguían sonriéndole, hasta que vio a una figura muy inusual justo detrás de
una columna en una parte vacía de la terraza.

A menos que el sol le estuviera afectando la vista, parecía que había una
chamana amazona en el balcón de un edificio gubernamental de Corinto
observando su entrenamiento a espada.

Inconscientemente, hizo un molinete con la espada y avanzó un paso,


guiñando los agudos ojos bajo el sol para ver mejor.
¿Cómo había entrado una amazona en la ciudad sin que ella lo supiera?

Manto de piel de ciervo, un gorro con cuernos... era una chamana... ¿o no?
Usó la hoja de la espada para protegerse los ojos del resplandor del sol.

Los cuernos no parecían reales, la piel parecía... bueno, parecía de ardilla,


no de ciervo, y el atuendo entero le quedaba tres tallas grande a la mujer que lo
llevaba. Su escrutinio se centró en una cara joven casi oculta por un gorro
demasiado grande para la cabeza que lo sostenía. La muchacha la miraba a su vez
como un ciervo atrapado en la mira de un arco.

Fuera quien fuese esta joven, no era ninguna chamana.

Un grito desvió la atención de Xena hacia Alejandro. Éste había seguido


su mirada y, al ver lo mismo, estaba ordenando a los guardias que detuvieran a la
desconocida. Xena volvió a concentrarse en la esquina de la terraza, pero la chica
ya no estaba, había desaparecido casi tan misteriosamente como había aparecido.

Casi como...

Xena se lanzó despedida desde la hierba y aterrizó con una voltereta en el


balcón antes de que los guardias hubieran doblado la primera esquina.

Todo rastro de la misteriosa chamana había desaparecido. Corrió por entre


las columnas abiertas hasta el pasillo, pero el corredor de mármol estaba frío y
vacío. No había rastro de nadie que hubiera pasado por allí. Entonces se oyó el
ruido de botas a la carrera y apareció un pequeño grupo de guardias, con las
espadas desenvainadas, doblando a toda velocidad una esquina.

Se reunieron con Xena y ésta les hizo un gesto para que registraran el
pasillo vacío mientras ella volvía a la terraza para comprobar la zona una última
vez.

Nadie. Nada. Posó los ojos en el punto donde había estado la mujer
misteriosa y vio un trozo de algo en el duro suelo de granito al lado de una urna.
Se agachó, cogió el trozo y lo estudió con curiosidad.
Ni siquiera era ardilla: no era ninguna clase de animal. Lo olió, confusa
ante la falta de olor, y luego lo frotó entre los dedos. No era piel, sino una especie
de tela que no había visto nunca. Parecía piel... lo frotó de nuevo entre los
dedos... era suave como la piel, pero estaba clarísimo que no era piel en absoluto:
era falso.

—Dejadlo —ordenó a los guardias—. Fuera quien fuese, se ha ido.

—¿Hacemos un registro completo, comandante suprema? —preguntó uno


de los guardias.

—No —replicó ella, metiéndose el trozo de tela extraña en la espinillera—


. Se ha ido.

Xena se dirigió a sus aposentos, con intención de darse un baño y tener un


poco paz antes del banquete. Tenía mucho en que pensar antes de las festividades
de la noche. Entre otras cosas, preguntarse cómo, si la extraña visitante era lo que
ella pensaba que era, había conseguido dejar atrás un trozo de algo que debería
haber sido insustancial.

Y si era lo que ella pensaba que era, y no era Gabrielle, entonces ¿quién
Hades era?

Por empeño de Evelyn, se reunieron en el apartamento que ésta tenía fuera


del campus. Gracias a su padre, Evelyn se podía dar el lujo de vivir en su propio
apartamento de un solo dormitorio no muy lejos de Dupont Circle. Eso les daba
una privacidad que nunca habrían podido tener en la residencia de Gabrielle.

Evelyn metió con fuerza la llave en la cerradura y empujó con el hombro


para abrir la puerta.

—Está deformada —explicó casi como pidiendo disculpas y encendió una


luz antes de hacer pasar a Gabrielle.
Aunque eran viejos, los apartamentos de este tipo de casas siempre eran
pintorescos y tenían un encanto único típico de este barrio de moda de
Washington DC. El pequeño apartamento de Evelyn no era una excepción.

—Me encanta —exclamó Gabrielle, mirándolo todo. Estaba decorado


como si fuera una página sacada directamente de un catálogo de Pottery Barn y
era evidente que el padre de Evelyn era mucho más generoso a la hora de
mantener a su hija de lo que lo era, o lo sería nunca, la madre de Gabrielle.

Los ojos de Gabrielle recorrieron el cuarto de estar, advirtiendo que el


sofá de cuero y la butaca a juego estaban empujados a un lado para hacer sitio en
una alfombra india tejida a mano para un adorno central de velas y otra
parafernalia. Tal y como estaba todo dispuesto, se parecía sospechosamente a un
altar o a un fumadero de opio: conociendo a Evelyn, probablemente las dos
cosas.

Se quedó mirando un momento todo aquel montaje y luego miró a su


amiga con desconfianza.

—Creía que esta noche sólo íbamos a hablar de posibilidades, Evelyn.


¿Para qué es todo esto?

—Tanta charla y tan poca acción hacen a Gabrielle aburrida —contestó


Evelyn con picardía, cerrando la puerta y echando el cerrojo.

—No me voy a chutar —declaró Gabrielle, cruzándose de brazos con aire


desafiante.

—Pues yo tampoco, así que tranquilízate.

—¿Entonces qué? No me lo digas. —Gabrielle fue a la alfombra y estudió


los objetos: velas, incienso, recipientes indios de arcilla pintados a mano, algunos
instrumentos musicales aquí y allá y algo que se parecía sospechosamente a una
pipa—. ¿Crack?

—¡No! ¿Acaso ves un soplete? —contestó Evelyn, indignada.

—Marihuana otra vez no. Con eso sólo me entraba hambre.


—No, éste es un entorno libre de humos, Gabrielle —dijo Evelyn muy
seria, aunque le temblaban las comisuras de los labios por la risa.

—¿Nos vamos a meter una raya?

Evelyn soltó una risita.

—No.

Gabrielle alzó las manos con un gesto de exasperación.

—Evelyn, ¿qué más hay?

Gabrielle observó a su amiga, que fue a un mostrador que separaba el


cuarto de estar de la cocina y dejó encima las llaves.

—Vamos a hacer lo que hacen los indios.

—¿Los indios? —Gabrielle enarcó las cejas incrédula—. ¿El qué? ¿Fumar
peyote?

—No, tonta. Ya te lo he dicho, ésta es una zona sin humos. Además, no se


trata de peyote, ¿verdad? —Evelyn se volvió hacia la nevera, abrió la puerta y
miró dentro. Con un gruñido satisfecho, sacó un gran tarro de cristal y lo puso en
el mostrador, mostrándoselo a Gabrielle como si fuera la respuesta a todas sus
preguntas.

—¿Qué es ese líquido tan repugnante? —Gabrielle se quedó mirando la


turbia sustancia marrón oscura que había dentro del tarro.

—Té.

—¿Té? —Gabrielle miró el tarro con más atención. El líquido era tan
oscuro que hasta se veía reflejada en él—. Si eso es té, es el té más cargado que
he visto en mi vida. Evelyn, amiga mía, ¿intentas envenenarme?

—¿Envenenarte? No me insultes, Gabrielle. Esta poción es una vieja


receta de familia. —Evelyn quitó la tapa del tarro y lo olió—. Huele genial. Mira,
fíjate. —Acercó el tarro a Gabrielle, ofreciéndoselo para que lo oliera.
Gabrielle enarcó una ceja dorada y lo olió con prudencia.

—¡Puaj! ¡Evelyn! ¡Lo dirás en broma! —El olor amargo le atravesó los
senos como mostaza picante—. Si te crees que me voy a beber eso, pues... ¡has
estado bebiendo demasiado!

—Fíate de mí, Gabrielle. Está mejor cuando se calienta. No está nada mal,
cuando te acostumbras. En realidad, es una antigua receta india para hacer té de
peyote, sólo que sin peyote.

—¿Entonces qué lleva?

Sin contestar, Evelyn volvió a enroscar la tapa del tarro y luego fue al sofá
y se sentó.

—He estado pensando. La última vez, cuando intentamos lo de la


hipnosis, no estábamos preparadas.

Gabrielle se apartó del té y se apoyó en el mostrador.

—¿Preparadas para qué?

—Pues preparadas para viajar, si quieres expresarlo así.

—Evelyn —dijo Gabrielle con tono de advertencia al tiempo que se


apartaba del mostrador y se acercaba al sofá, con los brazos en jarras—, ¿y ahora
qué plan descabellado se le ha ocurrido a ese cerebro new age que tienes?

Evelyn dio una palmadita en el espacio libre que había a su lado en el sofá
de cuero, indicándole a Gabrielle que se sentara, y sonrió cuando ésta así lo hizo.

—He estado leyendo. Los indios americanos, los aborígenes, todas las
culturas, antiguas y modernas, tienen rituales espirituales en los que se emplea
algún tipo de droga.

Gabrielle asintió, colocándose un largo mechón rubio detrás de una oreja.

—Bueno, de eso ya hemos hablado.


—Sí, pero hemos hablado de lo de las drogas. No nos hemos parado a
pensar en lo del ritual.

—¿El ritual? —Gabrielle se echó hacia delante, intrigada.

—No se comen el peyote así sin más y hala, a ver qué pasa. Hacen cosas
para prepararse, para estar listos para el viaje, tanto mental como físicamente.
Nosotras no lo hemos hecho.

—¿No?

—No. —Evelyn señaló el círculo mágico que había creado en la alfombra


de su cuarto de estar—. Como con un cumpleaños, no es sólo el regalo, sino todo
lo que lo acompaña, lo que lo hace especial.

—¿La tarta, cantar, pedir un deseo y soplar las velas?

—Exacto.

—Sabes —dijo Gabrielle, sonriendo—, puede que hasta tengas razón.

Evelyn sonrió a su amiga con orgullo.

—Ya ves, la universidad sirve para algo, después de todo. He pasado


bastante tiempo en la biblioteca.

—¡En la biblioteca! ¿Tú? No.

—Qué gracia tienes, Gabrielle. Pero he descubierto un montón de cosas.


Primero... tengo un regalo para ti.

—No será el té, espero.

—Bueno, el té es parte, pero no lo mejor. Espera un segundo. —Evelyn se


levantó de un salto del sofá, cruzó el cuarto de estar dando brincos de emoción y
se metió en su dormitorio. Cuando regresó, llevaba los brazos cargados con algo
que a Gabrielle le pareció una serie de pieles de animal.

—¿Qué has hecho? ¿Te has ido de caza?


Evelyn se echó a reír, tirando la carga en la butaca vacía, y se dejó caer de
nuevo en el sofá, botando alegremente.

Rebuscó ansiosa en el fardo de pieles y tela.

—Esto es para ti —dijo, lanzando una prenda, que Gabrielle atrapó en el


aire.

—¿Qué diantres es esto? —preguntó, con algo que parecía la parte


superior de un bikini de cuero rojo colgando de los dedos.

—Ésa es la parte de arriba —explicó Evelyn, sin dejar de rebuscar en la


pila—. Aquí está la de abajo. —Lanzó otra prenda, que aterrizó limpiamente en
la cara de Gabrielle.

—¡Oye! —Gabrielle apartó la prenda y la dejó colgando de la otra mano.


Si era la parte inferior, no era mucho más que una serie de cuentas—. ¿De verdad
esperas que me ponga estas cosas?

—Y esto también. —Evelyn lanzó otro objeto, que aterrizó en el regazo de


Gabrielle. Era una especie de máscara que representaba a un pájaro... más o
menos. Gabrielle se quedó mirando el pico que sobresalía en su regazo.

—Creía que habías dicho que era como un cumpleaños... no Halloween.

—Eso —explicó Evelyn, sin hacer caso del comentario—, es una copia
original de una réplica exacta de un traje de amazona.

Gabrielle contempló cada pequeña prenda una por una.

—¿Sí?

—Sí. Y esto —añadió Evelyn, levantando una cosa grande y peluda


coronada por un par de cuernos que se puso en la cabeza—, es para mí.

Gabrielle se quedó mirando el gorro sin dar crédito.

—¡Te pareces a Rudolf, el reno de la nariz colorada!


Evelyn se enderezó el gorro torcido y soltó un bufido.

—Gabrielle, te aseguro que he estado investigando. Lo que tienes ahí es


una copia exacta de lo que se cree que llevaba una amazona. Y esto —Evelyn
señaló los cuernos de terciopelo rellenos que adornaban el gorro que llevaba en la
cabeza y que había vuelto a caerse hacia un lado—, esto es lo que llevaba una
chamana.

Gabrielle contempló las ristras de cuentas que colgaban de su mano y que


no era posible que bastaran para empezar siquiera a taparle el trasero.

—No dejaban gran cosa libre a la imaginación, ¿verdad?

Evelyn le enseñó a Gabrielle una larga túnica de piel, mostrando orgullosa


primero la parte de delante y luego la de detrás.

—Esto son copias muy precisas de algo que vi en un libro. Las he


encargado para nosotras y no ha sido barato.

—¿Has pagado a alguien para que haga esto? —Gabrielle dejó las cuentas
y cogió la máscara, mirándola fijamente. La máscara de cartón piedra la miró a
su vez sin darle respuesta.

—Efectivamente. Y también el té.

Gabrielle dejó caer los objetos que tenía en las manos sobre su regazo.

—¿Nos vamos a poner esto y luego vamos a bebernos ese té?

—Sí, nos vamos a vestir, a preparar la habitación, a privarnos, a beber el


té...

—Un momento, un momento... rebobina. ¿Has dicho privarnos?

—Sí, eso he dicho.

—¿Privarnos en el sentido de darle a la priva, o sea, beber?

—No, privarnos en el sentido de no comer, o sea, ayunar.


—Evelyn Ellison, ¿¡es que se te ha ido la olla del todo?!

—Gabrielle, sólo tenemos que ayunar un día. Un diíta de nada. Es que


tenemos que purificar nuestro organismo de alimentos y mierdas varias. Nos
quedaremos aquí y beberemos mucha agua. Mañana por la noche, una hora antes
de medianoche, beberemos el té y entonces...

—¿Y entonces qué, Evelyn? ¿Qué ocurre? ¿Qué lleva ese té?

Evelyn se mordisqueó el labio por dentro, preguntándose cómo sería


recibida la revelación.

—OxyContin —confesó, colocándose bien el gorro una vez más.

—Oxy... Oxy... ¡QUÉ!

—OxyContin.

—Ya sé lo que es. Me pregunto si lo sabes tú.

—Es un opiáceo.

Gabrielle meneó la cabeza.

—Esto es una locura.

—Pero si es la droga de moda. Ha sido fácil de conseguir.

—¿Cuánto hay en el té? —Gabrielle volvió la cabeza para mirar el té


marrón de aspecto inocuo que reposaba inocentemente en el tarro de cristal como
si esperara.

—Lo que exige la receta.

—¿De dónde has sacado la receta?

—Ya te lo he dicho, es una vieja receta de familia.

—Evelyn. —Gabrielle le echó a su amiga una mirada de advertencia.


—Vale. La receta de la infusión la saqué de Internet, pero de verdad que
es una antigua receta india. Mi abuela decía que un traguito de este té cura todos
los males.

—¿Y ese té no llevará alcohol por casualidad? —le preguntó Gabrielle a


su amiga, entornando los ojos con desconfianza.

—Bueno —confesó Evelyn, disimulando una sonrisa—, debo reconocer


que el alcohol es el ingrediente principal.

Gabrielle abrió la boca para protestar, pero Evelyn se apresuró a


continuar, interrumpiéndola.

—Sé muy bien que no se deben mezclar alcohol y drogas, Gabrielle.


Recuerda con quién estás hablando. No he incluido el alcohol.

—¿Cómo sabes que no nos vamos a poner malas?

Evelyn se levantó, se quitó el gorro y lo colocó con cuidado en la butaca


de cuero.

—Porque ya lo he probado.

—¡Cómo! ¿Lo has probado? —Gabrielle se levantó de un salto del sofá y


el atuendo de amazona se le cayó del regazo al suelo—. ¿Y funcionó?
¿Regresaste? ¿Viste a Xena?

—Calma, princesa amazona. ¿No decías que ya no estabas interesada en


Xena?

Al ver la expresión azorada de Gabrielle, Evelyn la empujó por los


hombros y las dos se sentaron de nuevo en el sofá.

—No tomé mucho, sólo un poquito. Pero hice todo el ritual, la


purificación de la habitación, el ayuno. Lo hice todo. No estuve allí mucho
tiempo, pero ya lo creo que estuve.
Gabrielle se quedó mirando a su amiga sin poder creérselo. Su expresión,
la forma en que la miraba... Gabrielle no necesitaba preguntárselo de nuevo: lo
sabía.

—La viste. La viste, ¿verdad?

La sonrisa de Evelyn iluminó la habitación.

—¡Esa tía está como un queso, deja que te diga!

—Ya. —Al instante, Gabrielle se levantó del sofá y se puso a recoger los
componentes de su atuendo de la alfombra. Se pegó cada prenda al cuerpo,
comprobando las medidas—. Bueno, ¿dónde va cada cosa y cómo?

Evelyn observó a su amiga, que movía el traje en distintos ángulos sobre


su cuerpo.

—Hay ganas, ¿eh?

—Vamos a ponernos las pilas, Evelyn —dijo Gabrielle. Vio un par de


botas a juego de color rojizo y las cogió—. Estas botas se hicieron para caminar
espiritualmente...

—¿Y eso es lo que vamos a hacer? —terminó Evelyn, sonriendo.

—Tan cierto como que una amazona caga en el bosque.

Evelyn se puso su manto de chamana e hizo una pirueta girando.

—¡Parece que lo vamos a descubrir!

Xena llamaba la atención y lo sabía. A propósito, se había dejado la túnica


de cuero marrón y la armadura de bronce de siempre en sus aposentos,
concretamente en el opulento dormitorio encima de la cama gigante, y en cambio
se había puesto el traje de guerrero samurai que había conseguido cuando viajaba
por Japa. Los pantalones negros ondeaban suavemente como una falda mientras
caminaba por entre la multitud. La parte superior era una reluciente túnica roja
bordada con dragones perfectamente detallados. La tela misma era excepcional.
La seda era sumamente erótica, no sólo para el ojo sino también para piel de la
persona que la llevaba, y en Grecia valía tanto como el oro. Le acariciaba el
cuerpo como los labios suaves de un amante atento. Xena había olvidado lo que
le encantaba vestirse con esa tela, y se juró que si alguna vez sentaba por fin la
cabeza de forma definitiva, se aseguraría de que las sábanas de su cama no fueran
de otro material más que ése.

Llevaba la mano apoyada en la empuñadura de marfil intrincadamente


tallada de la espada samurai que le adornaba el costado. Mientras sus dedos
jugaban distraídos con el afilado borde del chakram siempre presente que
colgaba a su lado de una cadena de oro, sonrió al muchachito que hablaba con
ella. Era miembro del Cuerpo de Pajes Reales: jovencitos griegos de buena
familia al servicio personal de los generales mientras se entrenaban para llegar a
ser oficiales.

Por supuesto, ser nombrado paje real era un gran honor y sólo se concedía
a las familias más importantes. La mayoría de los padres entregaban a sus hijos al
servicio de muy buen grado. Los muchachos mismos estaban deseando irse,
sedientos de aventuras, como suelen estarlo los jóvenes. En realidad, el único
propósito que tenía su presencia era darle a Xena un gran control sobre las
familias ricas, a menudo traicioneras. Había hecho lo mismo con muchos jefes de
tribus aliadas o con senadores ambiciosos y recalcitrantes: se quedaba con sus
jóvenes hijos como garantía contra la sedición.

Fuera cual fuese la razón, los muchachos siempre estaban deseando irse, y
para los jóvenes aspirantes a oficiales era muy emocionante tener la rara
oportunidad de entablar conversación con su comandante suprema. Charlaban
encantados con ella y ella les regalaba el destello de sus ojos azules y una gran
sonrisa que hacía reír a los más jóvenes y sonrojarse a los de más edad.

—Técnicos y especialistas —explicó Xena a su público. Le habían


preguntado por qué, para la campaña, les iban a acompañar tantos hombres que
no eran soldados—. Ingenieros de asedios —continuó—, mineros para excavar
túneles, ingenieros para construir caminos y puentes, si los necesitamos.
Topógrafos para recoger información sobre las rutas y los campamentos y para
tomar nota de las distancias que recorremos.
—¿Pero por qué los científicos? ¿Por qué los eruditos? ¿Por qué tantos
bardos? —preguntó bruscamente un joven cadete, que se tapó al instante la boca
con la mano, avergonzado de haber hecho esa pregunta.

Xena le dio una palmadita al chico en el hombro.

—Ten siempre el valor de hacer una pregunta, así es como se aprende. Así
que escuchad atentamente: cuando viajéis por territorio desconocido, planificad
siempre cada paso que vais a dar antes de darlo.

—¿Pero cómo se puede planificar dónde se pisa si el territorio es


desconocido?

—Sabía que me lo ibais a preguntar —sonrió Xena y asintió al oficial


presente más veterano—. Adelante, Filotas, explícaselo a tus pupilos.

—Informes de espionaje militar basados en el reconocimiento —contestó


el general Filotas sin vacilar.

—Avanzadillas de exploradores —añadió Xena, al ver los rostros


confusos—. Arquitectos para descifrar las defensas de las ciudades enemigas,
geógrafos expertos en el terreno, botánicos, matemáticos, incluso oráculos. Cada
detalle es importante y cada pedacito de información, por pequeño que sea,
podría suponer la diferencia entre la victoria y la derrota, la vida... o la muerte.

Los muchachos asintieron todos a la vez, atónitos ante la inmensidad de


una empresa como esta invasión y aún más ante la mujer que parecía haberlo
organizado todo.

—¿Y los bardos? —espetó el mismo muchachito de antes.

Xena se echó a reír, con una carcajada profunda y sonora que llamó la
atención.

—Aquiles hizo que Homero lo inmortalizara. ¿Quién os inmortalizará a


vosotros? —Le guiñó un ojo al joven y se dio la vuelta—. Esta noche disfrutad
del banquete y mañana no dejéis de descansar. Después, aprenderéis en vivo lo
que significa ir a la guerra.
—Es interesante ver a quién eligen los jovencitos como héroe en estos
días —oyó Xena que le comentaba Isócrates a un colega cuando ella pasaba
cerca.

Se volvió para mirar a los cadetes, que seguían mirándola, con una
interesante mezcla de miedo y adoración en los ojos.

—No tardarán en cambiar de opinión —dijo Xena, lo bastante alto para


que el viejo senador y sus acompañantes la oyeran, y se regodeó a conciencia en
la expresión sobresaltada de Isócrates, que creía que su comentario había pasado
desapercibido.

Muy bien, que empiecen los juegos, se dijo Xena riendo con sorna
mientras se abría paso por la masa de celebrantes.

Ahora que todos los preparativos militares estaban completos, Xena estaba
decidida a animar a su ejército. Siguiendo una tradición establecida por el rey
Arquelao, había decretado nueve días de fiesta en honor de Zeus y las Musas, que
culminarían con un gran banquete de proporciones épicas. Se había levantado
una gigantesca y lujosa tienda, lo bastante grande como para albergar más de cien
divanes, para ofrecer un magnífico festín a sus oficiales de mando, así como a los
embajadores de las diversas ciudades-estado griegas. Como lo que más le
importaba siempre eran sus tropas, invitó a sus generales a seleccionar a ciertos
oficiales de menor graduación, caballeros, infantes, arqueros e incluso
mercenarios, para que asistieran como recompensa por sus servicios hasta la
fecha. Se hicieron abundantes sacrificios a los dioses, seguidos de teatro y
música. Todos los animales sacrificados se ofrecieron a los soldados en una
versión igualmente espléndida, pero sin duda mucho más jaranera, del mismo
festín que se estaba celebrando por todo el campamento.

En muchos sentidos, Xena deseaba poder estar bebiéndose una jarra del
vino dulce que había importado especialmente de Pompeya junto a las hogueras
de los soldados rasos, en lugar de tener que esquivar las pullas de los pomposos
invitados que había aquí.
Arrebatando una copa de vino de las manos de Atalo al pasar, bebió un
sorbo y sonrió al oír cómo se tragaba la protesta cuando reconoció a la persona
que le había quitado la copa.

Al fin y al cabo, tenía más posibilidades de no ser envenenada si se bebía


el vino de otra persona, especialmente el de él.

Había mesas redondas talladas a mano por toda la tienda, rodeadas de


divanes de terciopelo. Los criados iban y venían, llenando los centros de bandejas
colmadas de ricos manjares: faisanes y codornices, jabalíes asados a la perfección
y rodeados de montañas de guisantes especiados, bandejas especiales de carne
cruda, la carne de los toros sacrificados, un tributo al dios de la guerra.

Se fue acercando al lugar de honor que le habían asignado en una mesa


situada en una tarima en la parte frontal de la tienda y desde la que se veían todas
las actividades. A su derecha, Alejandro ya estaba echado en su diván, alargando
la mano por encima del plato para coger un puñado de aceitunas. Vio que a ella
ya le habían puesto en el plato una ración especial de preciados testículos de toro.
En algún momento, tendría que comérselos como tributo a Ares.

Qué poco me apetece, pensó, y se desvió bruscamente para acabar ante


una mesa llena de oficiales de caballería.

—¡Xena! —dijo Antípatro, uno de los oficiales, alzando el brazo para


saludarla—. ¡Estás increíble!

—¡Comandante suprema! —voceó el grupo, empezando a levantarse de


los divanes para cuadrarse ante ella.

—Tranquilos, hombres —dijo ella, sonriendo a la mesa llena de oficiales


de su unidad preferida, la caballería. Sus jinetes eran los mejores del mundo, ella
lo sabía y ellos también—. Esta noche, los invitados de honor sois vosotros. Soy
yo la que está a vuestras órdenes. —Inclinó la cabeza en su honor.

—¡Entonces te ordenamos que te unas a nosotros! —gritó un joven jinete,


ante la alarma instantánea de sus compañeros.

—¡Está ocupada, imbécil! ¿Es que estás loco?


—En absoluto —replicó Xena con encanto, echándole el ojo a un diván
vacío. Prefería con creces las carnes y los pescados extendidos ante ellos que lo
que la aguardaba en su propio plato en la tarima—. Por mí, encantada.

Ante el pasmo de todos, Xena fue al asiento vacío, apartó con gesto
historiado su espada samurai y estiró su largo cuerpo, hundiéndose en el blando
diván de terciopelo con un suspiro.

Con los ojos chispeantes, alzó la copa de oro que ya tenía en la mano.

—Por la victoria, caballeros —dijo y bebió, echando la cabeza hacia atrás


y vaciando la copa de un solo trago largo.

Se lamió los labios con satisfacción y luego alargó el brazo pidiendo más
en silencio.

Los hombres se quedaron encantados.

—¡Por la victoria! —corearon a voces, llamando la atención de toda la


sala y provocando una serie de gritos que repitieron el brindis como una ola por
el resto de la tienda hasta llegar fuera y propagarse.

El joven oficial que estaba a su lado le llenó la copa y ella le dedicó una
sonrisa resplandeciente que lo dejó todo sonrojado. Con una sonrisa chulesca,
Xena alargó la mano por encima del plato y cogió una pata de cordero, sabiendo
muy bien que, por el momento, el asiento que ocupaba tan inesperadamente le
permitiría comer sin temor.

Que Ares se coma sus propios testículos, pensó Xena al tiempo que
hincaba los dientes toda contenta en la carne para arrancar un bocado suculento.

—¿Qué tal estoy? —preguntó Gabrielle, saliendo al cuarto de estar para


que la viera.

A Evelyn estuvo a punto de caérsele el incienso que iba a encender. La


parte de arriba, parecida a un sujetador y de color rojizo, elevaba los pechos de
Gabrielle de una forma muy atractiva. De hecho, Evelyn no tenía ni idea que su
amiga tuviera semejante escote. Y la parte inferior... a Evelyn casi se le salieron
los ojos de las órbitas.

Por el abdomen que tenía, daba la impresión de que se había pasado meses
sin hacer otra cosa más que flexiones en el gimnasio. La franja de cuentas caía
por delante cubriendo lo suficiente, sin cubrir prácticamente nada. Y cuando
Gabrielle se dio la vuelta para mostrarle la parte de detrás, Evelyn se dio cuenta
de que esa parte inferior no eran unas bragas en absoluto: era prácticamente un
tanga. Se quedó mirando boquiabierta, pasmada por el movimientos de los
músculos que se agitaban por la columna de su amiga hasta terminar en un par de
nalgas firmes y maravillosamente formadas.

—¡Gabrielle, pero qué culo! —chilló Evelyn.

—¿Qué? ¿Qué le pasa? —Gabrielle estiró el cuello por encima del


hombro para intentar ver.

—¡Tienes un culo estupendo!

Gabrielle gruñó y se dio la vuelta, poniendo los ojos en blanco.

—¡Y menudos abdominales! ¿A quién has pagado para conseguir esos


abdominales?

La rubia se miró la parte corporal en cuestión.

—Yoga —contestó Gabrielle, dándose una palmadita en los bonitos y


marcados músculos—. Yoga dos veces por semana.

Evelyn se miró su propia tripa, que estaba tapada por el manto de piel que
llevaba. El movimiento hizo que el gorro que lucía se le cayera por encima de los
ojos. Volvió a colocar en su sitio el sombrero cornudo y sonrió.

—¿Qué te parezco yo?

Gabrielle se rascó la nariz para disimular una sonrisa.


—¿Bambi?

Antes de que Evelyn pudiera sentirse insultada, Gabrielle se acercó a ella


con unas bandas de cuero en las manos.

—Ayúdame con esto, ¿quieres? —Le ofreció el brazo y Evelyn le quitó


los adornos de cuero y cuentas, que le ató en su sitio alrededor del bíceps.

—Estás genial —dijo Evelyn, haciendo un buen nudo—. Igual que una
amazona. —Colocó la siguiente banda en el otro brazo de Gabrielle—. ¿Dónde
está la máscara?

—La máscara es pasarse un poco, ¿no crees?

—¡No! ¡Es auténtica! ¡Ve a coger la máscara! Necesitas la máscara. —


Evelyn clavó un dedo en el trasero prácticamente desnudo de Gabrielle para que
fuera al dormitorio.

—Oh, está bien. —Gabrielle volvió malhumorada a la habitación y


regresó instantes después, con la máscara de pájaro en la mano. Se la puso
encima de la cabeza y la bajó hasta colocarla en su sitio.

Evelyn aplaudió encantada.

—¡Perfecto! ¡Absolutamente perfecto! ¡Es increíble lo bien que estás,


Gabrielle! ¿Cómo te sientes?

—Hambrienta —se oyó la respuesta de Gabrielle con sordina desde detrás


de la máscara.

Evelyn miró el reloj de pared, sujetándose el gorro para que no se le


resbalara.

—Ya casi es medianoche. Todo está preparado, así que supongo que
podemos empezar. ¿Estás lista?

—¿Me tengo que quedar con esta cosa puesta todo el tiempo?
—Sí. —Evelyn se sentó cruzada de piernas en la alfombra dentro de un
interesante círculo que las dos se habían dedicado a dibujar en la alfombra con
tizas de colores. Se puso de cara a un conjunto de incienso, velas y tazas de té
que había en el centro del círculo.

—Me voy a ahogar —refunfuñó Gabrielle, avanzando de mal humor hasta


la alfombra, donde se sentó cruzada también de piernas frente a su amiga.

Evelyn no le hizo ni caso, cerró los ojos y se preparó para la tarea que se
avecinaba.

Un segundo después, abrió los ojos de golpe.

—Espera un segundo —dijo, levantándose de la alfombra de un salto.

—¿Dónde vas? —preguntó Gabrielle, siguiendo a su amiga con dificultad


a través de los dos pequeños agujeros que se suponía que eran ojos situados en la
base del pico del pájaro.

—¡Tengo que hacer pis! —voceó Evelyn desde dentro del dormitorio.

Evelyn regresó al cabo de unos segundos y un tirón de cadena. Apagó las


luces del cuarto de estar, puso en marcha el reproductor de CD y se acomodó de
nuevo en la alfombra.

Los tonos profundos de tambores, flautas y diversos trinos de aves


llenaron la habitación del misticismo adecuado.

—Genial, más pájaros —masculló Gabrielle desde detrás de la máscara.

—Shhssh —ordenó Evelyn, respirando hondo y alzando una de las tazas


de té. El líquido marrón ya se había calentado en el microondas y estaba
preparado para ser bebido. Alargó la taza hacia su amiga como si le hiciera una
ofrenda.

Gabrielle cogió la taza solemnemente y esperó.


Cuando Gabrielle llevaba ya unos minutos sujetando solemnemente la
taza entre las manos, Evelyn soltó un bufido.

—¡Venga, vamos! ¡Bébetelo!

—¿Cómo? —exclamó Gabrielle.

Otro bufido y Evelyn se inclinó hacia ella y levantó la máscara,


apartándola de la cara de su amiga.

—¡Bébete el té, maldita sea!

—Está bien. Está bien. No te pongas borde. —Gabrielle bebió un sorbito y


al instante arrugó la cara—. ¡Evelyn!

—Lo sé, lo sé, está muy amargo. Pero te lo tienes que beber.

Gabrielle tomó aliento con fuerza y se bebió de un trago todo lo que pudo.

—Todo —la riñó Evelyn.

—¿Todo?

—Todo. —Evelyn observó atentamente hasta que Gabrielle terminó y se


echó hacia delante para comprobar que la taza estaba vacía. Alargó la mano y
volvió a colocar la máscara sobre la cara de Gabrielle. Luego cogió su propia
taza y se la bebió rápidamente—. Vale, ahora nos tenemos que concentrar de
verdad, Gabrielle. La droga tardará como media hora en hacer efecto. Mientras,
tengo que llevar a cabo una ceremonia con el incienso y las velas. Tú tienes que
quedarte muy quieta y concentrarte. Y sobre todo, no te rías.

Sólo de pensar en reír, Gabrielle estuvo a punto de hacerlo. Se esforzó por


controlar una carcajada, agradecida de repente por tener la máscara, pero Evelyn
pareció leerle la mente.

—Lo digo en serio, Gabrielle. Nada de risas. Piensa en Xena. Piensa en lo


que viste la última vez que estuviste allí. Imagínate a la guerrera y piensa en lo
mucho que deseas volver a verla, en lo que significa para ti. Porque quieres verla,
¿no?

Al oír esto, Gabrielle asintió con seriedad y cerró los ojos.

Se quedó muy sorprendida al oír que Evelyn se ponía a entonar un cántico.


Las palabras y la melodía eran desconocidas para Gabrielle, pero su amiga
parecía hablar en un idioma real, con palabras antiguas. Oyó que Evelyn estaba
bailando, moviéndose alrededor de ella y del círculo. El fuerte olor del incienso
se iba extendiendo a su alrededor. De inmediato, la presencia abrumadora de
Xena le llenó la vista. Gabrielle correspondió a su sonrisa acogedora, recreándose
en la cálida mirada de los imponentes ojos de Xena y admirando su largo pelo en
movimiento, la forma en que se agitaba con una suave brisa, encantada con la
postura erguida y orgullosa de Xena, con la fuerza de esas manos posadas sobre
sus caderas, con la forma en que su mirada se suavizaba al reconocerla.

La habitación en la que estaba, la alfombra donde estaba sentada, la


música monótona, el cántico de Evelyn parecían alejarse por un largo túnel, hacia
un futuro que no existía, y Gabrielle supo sin lugar a dudas que había vuelto a
emprender un larguísimo viaje por un camino conocido que la llevaría a casa.

La tienda era un torbellino de festejos. Había artistas de todo tipo


moviéndose entre las mesas: malabaristas que jugaban con antorchas encendidas,
acróbatas que saltaban por encima de un público encantado, bailarinas exóticas
en diversos grados de semidesnudez que se contoneaban y retorcían a petición de
quien las llamara.

En medio de todo esto, Xena seguía echada en su diván de la mesa de los


oficiales de caballería. Ya no comía. Los sirvientes habían traído nuevas bandejas
de comida y por tanto ahora desconfiaba de las viandas, pero disfrutaba con el
espectáculo. Al mirar al otro lado de la estancia, hacia la tarima, vio que
Alejandro tonteaba con un joven poeta, Hefestión, le parecía que se llamaba. Se
sonrió por dentro cuando el bardo se sentó en el diván pensado para ella y apartó
el supuesto plato sagrado para hacer sitio a una bandeja llena de cordero.
Tras terminarse el vino de la copa, la tiró por encima del hombro,
ignorando alegremente el golpe y el quejido consiguiente que se oyeron en la
mesa de al lado. Esperó, observando pacientemente, hasta que uno de sus jóvenes
compañeros de mesa terminó de beber de su propia copa y entonces,
aprovechando que tenía el brazo largo, le arrebató la copa. El joven oficial se
echó a reír y luego imitó a Xena, robándole la copa al amigo sentado a su lado, y
entonces su compañero robó otra y así siguieron, hasta que toda la mesa se
enfrascó en un juego de "róbale el vino a tu amigo".

—Sabes, Xena, te puedes beber el vino que te sirven —dijo Antípatro, el


joven oficial a cuyo lado estaba sentada, algo borracho y sonriendo por lo que
hacía.

—¿Estás seguro? —replicó Xena. Bebió de la copa que había robado y vio
cómo le cambiaba la cara cuando estaba a punto de beber de la de ella.

Antípatro se detuvo, con la copa en los labios, y el conocimiento del


motivo por el que Xena hacía lo que estaba haciendo cayó sobre él como una ola.
Sin pensárselo, tiró la copa. Los dos se echaron a reír al oír las protestas de la
mesa de detrás, pues el vino había salpicado a todos los comensales.

Sin avisar, Antípatro se levantó de un salto, corrió a otra mesa y cogió la


jarra de vino que había en ella. Robó dos nuevas copas de oro de otra mesa,
regresó corriendo junto a Xena y se dejó caer en su asiento, tras lo cual sirvió de
nuevo para él y para su comandante.

—¡Tienes futuro en este ejército! —proclamó Xena, agarrando la copa y


bebiendo el vino muy contenta.

—¡Contigo como líder, lo tenemos todos!

—¡Eso es! ¡Eso es!

Xena alzó su copa, brindando a su vez con sus compañeros de cena, y


bebió. No había duda: estaba empezando a achisparse de una forma muy
agradable. Unos músicos debían de haber empezado a tocar, porque a la
cacofonía de la fiesta se unió un vigoroso ritmo que aumentaba el ambiente de
embriaguez de todo lo que los rodeaba. El vino cálido y dulce que había estado
bebiendo le calentaba la sangre, dando un bonito sonrojo de calor a su piel. Por
supuesto, la bella bailarina que acababa de pasar contoneándose había
contribuido a aumentar un poquito más el calor. Xena bebió de la copa dorada,
siguiendo la figura desnuda de la bailarina con los ojos entrecerrados, y el azul de
sus iris se oscureció hasta convertirse en un morado apasionado.

Las mujeres eran unas criaturas maravillosas, pensó, terminándose el vino,


y tiró la copa.

Oh, sí, estaba achispada, desde luego, porque el ruido que se esperaba oír
fue el de la copa al golpear una mesa, no la cabeza de alguien. En fin.

Una bailarina anónima podría ser una acompañante segura para la noche,
pensó, justificándose cuando el estimulante ambiente la llevó a pensar en tener
compañía del tipo caliente y sudoroso. Por otro lado, estaba Alejandro.

Xena miró a su ex prodigio por encima del hombro. Dado cómo miraba al
poeta y cómo el poeta lo miraba a él, era evidente que Alejandro tenía planes de
índole totalmente distinta. Alzó el labio con una mueca de desprecio.

¿Uno de sus amigos de la mesa? Miró uno por uno sus rostros atractivos y
entusiastas. Guapos, limpios y suficientemente viriles, pero todos ellos iban a ir
con ella a Persia y eso quería decir que tendría que aguantar que uno de ellos
fuera olisqueando detrás de ella desde este momento hasta que terminara la
invasión.

A menos que ordenara matarlo.

Vaya, ésa sí que era una idea.

Bebió otro trago y miró al otro lado de la estancia. Su mirada se posó en


Atalo y vio que una criada se echaba encima de él, plantándole el escote más que
generoso en la cara. Él la acarició con la nariz muy contento, la agarró de la
cintura y se puso a la mujer en el regazo. Sus compañeros de mesa lo animaron
con sus risotadas.
La muchacha echó la cabeza hacia atrás y soltó una risita, dejando
expuesto su cuello liso y juvenil. Xena vio ahora que se trataba de la misma
belleza rubia que se le había ofrecido a ella la otra noche. Se puso de mal humor.
Aquí estaba ella, claramente la persona más poderosa del banquete, y sin
embargo no había sido objeto de un solo ofrecimiento lujurioso, ni de cuello, ni
de escote, ni de nada.

—Te tienen miedo —le susurró Alejandro al oído, arrodillándose


inesperadamente a su lado—. Si sonrieras de vez en cuando, en lugar de torcer el
gesto y golpear a la gente en la cabeza tirando copas de vino, a lo mejor te
divertías más.

—No tengo nada por que sonreír, Alejandro —replicó Xena, cambiando
de postura para apartarse un poco de él—. Además, tirar copas es muy divertido.

—Estás enfadada conmigo y no te culpo. Pero yo también estoy enfadado


contigo, ¿sabes?

—¿Cómo es eso? —preguntó ella con poca sinceridad.

Alejandro le tocó ligeramente el hombro.

—Cometes un error al dejarme aquí, Xena. Me necesitas.

—No necesito a nadie.

—Oh, sí, ya lo creo. Ahora más que nunca. Tienes muy pocos amigos en
esta sala, Xena.

—¿Crees que no lo sé?

—Supongo que lo sabes, pero lo que no pareces saber es que yo soy uno
de ellos.

—¿Lo eres? ¿Lo eres de verdad? —La mirada de Xena se hizo


amenazadora, pues el vino le hizo mostrar más ira de la que se habría permitido
normalmente.
Esa mirada furiosa sólo logró entristecerlo.

—Siempre, Xena. —Alejandro suspiró, se puso en pie y se quedó


mirándola con esos ojos extraños, uno marrón, el otro azul, llenos de decepción.

Entonces se marchó y Xena se quedó reflexionando, no sobre sus


palabras, sino sobre la expresión que había visto en su rostro. Volvió a fijarse en
Atalo y en la bonita criada. Él le acariciaba un pecho con una mano grande y
callosa y le susurraba al oído palabras que hacían relucir los ojos de la joven.
¿Acaso el traicionero tío de Alejandro le había susurrado a éste palabras
similares, engatusándolo con un tipo distinto de seducción, la seducción del
poder?

¿O Alejandro decía la verdad? ¿Todavía podía confiar en que le protegiera


la espalda? ¿O estaba demasiado borracha y, con la embriaguez, sólo idealizaba
un deseo infantil de que en la vida real los amigos apoyaran a los amigos?

La vida real le había dado una lección mucho más cruel: ten a tus amigos
cerca y a tus enemigos más.

Xena se terminó el vino y dejó la copa en la mesa.

—Antípatro —llamó, haciéndole un gesto al oficial para que se acercara a


ella—. Sabes que voy a dejar un número considerable de tropas en Corinto para
velar por nuestros intereses mientras estamos fuera.

—Sí, comandante suprema, ya lo sabía.

—Se quedarán aquí en Corinto, junto con Alejandro como mi regente. Por
supuesto, estoy segura de que habrás oído las discusiones sobre por qué he
elegido a Alejandro y la opinión de que la milicia que se queda debería estar en
Atenas. Pero yo tengo mis razones para haber tomado ambas decisiones.

—Y estoy seguro de que son buenas razones, comandante suprema —


replicó Antípatro, manteniendo diplomáticamente su propia opinión en secreto.

Chico listo, pensó Xena.


—Lo son. Pero, dime, tú en mi lugar, ¿dónde los dejarías? Y lo que es más
importante, ¿a quién elegirías dejar como regente?

Antípatro hizo una pausa antes de contestar, esperando a que la criada que
había venido a rellenarles las copas terminara de servirles. La esclava escanció,
sonriendo alegremente a Xena con la esperanza de captar su atención. Xena la
reconoció perfectamente, pero optó por no hacer caso de la bonita rubia. A fin de
cuentas, acababa de besar a Atalo y la mera idea le había hecho perder todo
interés por la chica. La criada terminó de servir el vino en la copa de Xena y se
alejó, con un ceño de decepción.

—Yo dejaría a la fuerza de ocupación y al regente exactamente donde has


decidido tú, Xena —replicó Antípatro con seguridad, una vez se hubo ido la
chica.

—¿Por qué? —insistió Xena.

—Porque un regente en Atenas estaría demasiado cerca de Isócrates. E


Isócrates es una comadreja que conspiraría con quien fuera el regente para
usurparte el poder mientras tú te juegas la vida en Persia por la causa sagrada de
Grecia.

—¿Y eso no ocurrirá en Corinto?

—No, porque Aristómedes odia a Isócrates y está enamorado de ti.

Las cejas oscuras de Xena desaparecieron por debajo de su flequillo.

—¿En serio? —La inesperada revelación dio que pensar a Xena.

—Efectivamente, Xena —asintió Antípatro, sonriendo y saludándola con


la copia recién llena—. Como lo estamos todos.

—Eres un diablo adulador, Antípatro, pero eres listo y hablas con


franqueza. Eso me gusta. —Xena sonrió y alzó su copa—. Eso me gusta.

Antípatro inclinó ligeramente la cabeza.


—Gracias.

Ella se echó hacia delante en el diván, pues era consciente de que había
otra pregunta por contestar y le interesaba muchísimo lo que fuera a decir este
joven a continuación.

—¿Y el tema del regente?

Antípatro dio vueltas al vino dentro de su copa mientras pensaba y luego


se encogió de hombros.

—Ya sabes lo que dicen, Xena. Ten a tus amigos cerca...

No necesitaba oír el resto. La conversación le había confirmado a Xena


todo lo que necesitaba saber. Tomando una decisión, sonrió al oficial de
caballería y, tras brindar, los dos se llevaron las copas a los labios para beber.

—¡XENA, NO!

Se quedó paralizada al oír el grito, reconociendo al mismo tiempo la voz y


la naturaleza del aviso. Rápidamente, apartó de un manotazo la copa de los labios
de Antípatro. El vino cayó sobre la mesa, empapando las bandejas medio vacías
de un rojo oscuro. Olió su propia copa. Una expresión malévola e iracunda se
apoderó de sus facciones al reconocer el levísimo, pero inconfundible olor del
veneno. Xena se levantó del diván.

El grito y el estrépito consiguiente hicieron que el animado griterío de la


fiesta se fuera apagando poco a poco como si un manto de tensión se hubiera
abatido sobre la tienda. Todas las cabezas se volvieron hacia el origen y vieron a
Xena de pie, sujetando aún la copa de vino envenenado en la mano, mirando al
otro lado de la estancia con una expresión amenazadora, severa y absolutamente
iracunda. Recorrió al gentío con la vista y sus ojos se posaron en la criada, que
estaba clavada en el sitio, con la jarra de vino abrazada al pecho, y que la miraba
a su vez con una expresión de culpabilidad y pánico grabada en su joven rostro.

Sin necesidad siquiera de recibir una orden, Antípatro y sus compañeros


entraron en acción y rodearon rápidamente a la esclava, le arrebataron la jarra de
vino y la agarraron con fuerza de los brazos.
Xena se volvió, preparándose para ordenar un registro de la sala en busca
de Atalo, pero éste ya se lanzaba hacia ella espada en ristre, con intención de
asesinarla. No tuvo tiempo de desenvainar su propia espada antes de que Atalo se
le echara encima.

Atalo sabía que sólo tenía esta oportunidad, este segundo de sorpresa.
Apartó de un empujón a un oficial y desargó su espada contra ella con todas sus
fuerzas, que no eran pocas.

A Xena sólo le dio tiempo de levantar la copa, que recibió el impacto


pleno de la espada. El vino salió despedido por todas partes, pero logró parar la
hoja a meros centímetros de su frente. Hizo una mueca de dolor, pues la fuerza
de la pesada espada casi le había destrozado la muñeca, y al instante perdió la
copa: el movimiento de la estocada hizo que saliera despedida dando vueltas por
el suelo. Cuando llegara la siguiente estocada, no habría nada que pudiera
pararla.

Xena no hizo caso del dolor lacerante de su muñeca y agarró la


empuñadura de su arma samurai con la intención de enviar volando la cabeza de
Atalo hasta Persia. Antes de que pudiera sacar la espada de la vaina, un chorro de
sangre la alcanzó en la cara y los ojos y se le puso la vista borrosa por un
instante. Cuando se le aclaró la vista, vio que la cabeza de Atalo se desprendía de
sus hombros y caía al suelo, con la sorpresa aún grabada en la cara. Su cuerpo se
desplomó instantes después.

Xena parpadeó y vio a Alejandro allí plantado, con la espada en alto


chorreando sangre.

Al ver que Xena ya no estaba en peligro, bajó despacio la espada.


Alejandro se quedó mirando la cabeza cortada y el cuerpo de su tío, tirados a sus
pies.

—¿Estás bien, comandante suprema? —Olvidándose de su tío, envainó la


espada y corrió a su lado.

—Estoy bien. —Xena cogió un trapo que le ofrecía un oficial y se limpió


la sangre de la cara, tras lo cual se miró la túnica de seda, que era su preferida,
para ver si se había manchado, pero no. Tiró el trapo, pasó por encima del cuerpo
sin mirarlo siquiera y fue donde Antípatro y sus amigos sujetaban a la esclava.

—¿Qué te prometió? —preguntó, en un tono oscuro y peligrosamente frío.

La chica, aterrorizada, quiso apartarse de la guerrera.

—¿¡Qué te prometió!? —gritó Xena y su voz resonó en el silencio total de


la tienda, ahora sumida en una tensa quietud.

—La libertad —respondió la chica sumisamente.

—¿La libertad? —Xena enarcó una ceja y la comisura de su labio se curvó


hacia arriba con ferocidad—. Pues la tendrás.

Antípatro sonrió, sabiendo muy bien lo que iba a pasar.

—Lleváosla —ordenó Xena, impasible—. Matadla inmediatamente. —


Sus ojos recorrieron al resto de la gente y por fin se posaron en una vieja
sirvienta que se ocultaba detrás de un general, con la esperanza de haber sido
olvidada—. A ella también —ordenó Xena, señalando a la vieja esclava.

Todas las cabezas se volvieron sorprendidas. La anciana ni se molestó en


suplicar, simplemente intentó darse la vuelta y salir corriendo, pero no pudo
escapar de todas las manos que la agarraron, inmovilizándola.

—¡Comandante suprema! ¡Yo no he tenido nada que ver con esto! —


suplicó la vieja, debatiéndose en manos de los que la sujetaban.

—¿Ah, no? —preguntó Xena, acercándose para mirar a la suplicante.

—¡No, lo juro! Esa desvergonzada actuaba por su cuenta. Por favor,


créeme.

—¿Es eso cierto?

—¡Sí, sí! Lo juro, poderosa Xena.


Xena asintió, casi como si se lo estuviera pensando. De repente, Xena
metió limpiamente los dedos en el delantal de la mujer y sacó un frasquito.
Enarcó una ceja, a la espera de una explicación.

—Sólo es una poción... para mi artritis —balbuceó la mujer.

—¿Artritis? —Xena frunció los labios con compasión y quitó hábilmente


el corcho con los dedos de la misma mano que sujetaba el frasquito—. Pues a lo
mejor deberías tomar un poco. —Acercó el frasquito a los labios de la vieja
criada, amenazando con echarle el líquido por la garganta. La anciana arrugó la
cara y apartó la cabeza.

Xena retrocedió.

—Lleváosla.

La gente se quedó mirando en silencio mientras los oficiales de la


caballería de Antípatro, los compañeros de mesa de Xena durante la velada, se
llevaban a la vieja y a la joven criada.

—Dame ese frasco, Xena —dijo Antípatro, quitándole con cuidado el


veneno de la mano—. ¡Traed agua para que Xena se lave la mano! —gritó.

—Gracias, Antípatro —dijo Xena y metió la mano con que había sujetado
el frasquito en un cuenco de agua que le trajeron a toda prisa. Otro criado le pasó
un paño, que usó para secarse los dedos y que luego tiró.

Su atención se volcó entonces en otra cosa: en encontrar el origen del grito


que le había salvado la vida, y no tardó en verlo, de pie con aire inocuo entre un
grupo de soldados no muy lejos de su mesa.

A la primera que vio fue a la pequeña chamana. El gorro que llevaba era
demasiado grande para su cabeza y no paraba de caérsele hacia un lado. La joven
se lo colocaba bien sin darse cuenta siquiera de que lo hacía. El manto extraño
era de esa misma piel que no era piel del trozo que había descubierto en el
balcón.
Xena reprimió una sonrisa al ver que la joven chamana sofocaba una
exclamación cuando se dio cuenta de que Xena la había visto y ahora venía hacia
ella. Uno a uno, los presentes se apartaron para dejar pasar a Xena, hasta que la
última persona que se echó a un lado reveló a la dueña de la voz que le había
salvado la vida.

Xena se olvidó prácticamente del dolor que tenía en la muñeca cuando sus
ojos se posaron en la mujer que tenía delante. El pelo era más largo y caía en
guedejas lisas y sedosas que reflejaban la luz de las antorchas que había a su
alrededor como un halo de luz del sol alrededor de una nube.

Xena no pudo evitar que se le dilataran los ojos ante lo que veía. Un
atuendo lleno de cuentas artísticamente colocadas y de un profundo color rojizo
al estilo de las amazonas dejaba poco que imaginar de un cuerpo bien formado.
Se quedó mirando sin dar crédito, primero los firmes pechos, apreciando cómo
subían y bajaban, luego un vientre de una sorprendente y bella definición y por
fin, la caída de las tiras de cuero adornadas con cuentas que acariciaban
juguetonas un par de largas y bonitas piernas.

Alzó la mirada, sin poder creer que esta bella mujer amazona que tenía
delante pudiera ser la muchacha que pensaba que era. Mirándola a su vez,
estaban el pico puntiagudo y los ojillos relucientes de un pájaro de aspecto
extraño.

Esa ceja elegantísima se alzó, esperando pacientemente, hasta que un


brazo bien torneado levantó la máscara y apareció Gabrielle, sonriéndole con
toda su gloria angelical, y el peligro y la sangre de un momento antes quedaron
olvidados.

Por un instante, Xena sonrió también y entonces, al recordar dónde estaba,


eliminó toda expresión de reconocimiento de su cara. Echó un rápido vistazo a
derecha e izquierda. No cabía duda, no sólo las veía ella, sino que todos los
presentes en la sala las veían también.

—¿Quiénes son, Xena? —preguntó Alejandro, llamándole la atención.


—Son las mujeres que me han salvado la vida... junto contigo, Alejandro
—contestó Xena, sin olvidarse del mérito de su general—. Representantes
enviadas por la Nación Amazona, sin duda. ¿Tengo razón? —Miró con intención
a la pequeña chamana para que lo confirmara.

—¿Qué? —graznó Evelyn sorprendida, al darse cuenta de que hablaba


con ella. Se le cayó el gorro hacia delante y se lo volvió a poner bien—. Ah, sí,
cierto. Somos representantes de la Nación Amazona.

—¿Y...? —insistió Xena.

—¿Y qué? —preguntó Evelyn sin comprender.

—Y... vosotras sois... ¿quiénes?

—Ah, sí. —Evelyn se adelantó para hacer las presentaciones formales—.


Yo soy Evelyn... digo, Yakut. Soy Yakut, chamana. Bueno, es evidente que soy
chamana, eso ya se ve. Y ésta —echó la mano hacia atrás con un gesto que habría
resultado elegante si el gran manto no le hubiera tapado la mano—, es, mm... la
princesa... digo, la reina... mm... la reina...

—Gabrielle —añadió Gabrielle, para ayudar a su amiga.

Evelyn asintió.

—Eso. La reina Gabrielle. Ésta es la reina Gabrielle de la Nación


Amazona.

La ceja de Xena se enarcó hasta unas alturas que Gabrielle nunca había
visto.

—¿La reina Gabrielle?

—Sí —contestó Gabrielle sin alterarse, quitándose la máscara del todo e


inclinando la cabeza como muestra de respeto—. Soy la reina Gabrielle y ésta es
mi chamana, Yakut. Hemos venido para ver a la comandante suprema de Grecia.
Me alegro de que hayamos llegado a tiempo para serte útiles.
Xena reprimió una sonrisa y asintió a su vez.

—Pues sed bienvenidas, reina Gabrielle y chamana Yakut, a nuestra


fiesta. Seréis mis invitadas de honor durante el resto de la noche. Por favor,
sentaos a mi mesa. —Xena indicó con el brazo no la tarima, sino la sencilla mesa
redonda donde había pasado la velada con los oficiales de su caballería.
Antípatro seguía presente y se adelantó cortésmente para organizar los divanes de
modo que las nuevas invitadas tuvieran sitio. La mesa estaba ahora vacía, pues
los otros oficiales se habían llevado a las traidoras para cumplir con su deber.

El cuerpo y la cabeza, advirtió Xena agradecida, ya habían desaparecido y


alguien había echado una alfombra por encima de cualquier mancha de sangre
que hubiera podido empapar el suelo. Asintió con aprobación a Antípatro, quien
sin duda se había encargado de la rápida limpieza.

—Únete a nosotras, Antípatro —ordenó Xena—. Y tú también, Alejandro.

Cuando fueron a la mesa y se acomodaron en sus divanes, uno a uno,


grupo a grupo, mesa a mesa, la tienda volvió a celebrar la inminente invasión,
ahora incluso con más jolgorio tras la emoción del intento de asesinato fallido.

—¿Qué hacéis aquí? —susurró Xena, mirando a sus inesperadas


visitantes, que se estaban instalando en los divanes más próximos a ella.

—Xena, ¿qué les va a pasar a la chica y a esa anciana? —preguntó


Gabrielle, poniéndose cómoda, algo sorprendida al descubrir que podía sentarse
en el diván. A lo mejor en realidad estaba flotando, no lo sabía. Desde luego, no
notaba la tela del diván en el que estaba echada. Gabrielle pasó la mano por la
superficie y advirtió que no sólo no la notaba, sino que si se apoyaba en el
almohadón, su mano lo atravesaba. Tal vez sólo estaba flotando. Miró a Evelyn,
que evidentemente estaba pensando en lo mismo.

Evelyn tenía el brazo hundido hasta el codo. Miró desconcertada a


Gabrielle, sacó el brazo del diván y se encogió de hombros.

—Os he hecho una pregunta —susurró Xena de nuevo, irritada, mirando


discretamente para ver si Alejandro y Antípatro habían visto cómo desaparecían
las manos de sus visitantes dentro del mobiliario. Por suerte, ninguno de los dos
parecía interesado en absoluto. Estaban hablando acaloradamente, probablemente
sobre el impacto del intento de asesinato.

—¿Qué les va a pasar? —insistió Gabrielle, llamando la atención de Xena.


Ésta se quedó mirando a los preocupados ojos verdes. Su mirada bajó por el
esbelto cuerpo echado en el diván. Era evidente que su ángel de la guarda ya no
era una chiquilla.

—Estás estupenda —dijo Xena en voz alta sin poder evitarlo.

Gabrielle torció el gesto.

—¡No cambies de tema!

—¡Gracias! Los trajes los he hecho yo —intervino Evelyn alegremente y


luego se puso tímida bajo la intensa mirada azul que le valió el comentario.

—Los has encargado —corrigió Gabrielle—. Xena, ¿qué pasa con esa
anciana y la chica?

Evelyn, sin embargo, no pudo contenerse.

—Sí, vale, pero los diseñé yo.

Xena soltó una carcajada contenida.

—¿También diseñaste tu traje?

—Pues sí, efectivamente.

—¿Y qué se supone que es, en nombre de Artemisa?

—¡Es un traje de chamana! —replicó Evelyn, rabiosa, mirando el atuendo


en cuestión. Al levantar de nuevo los ojos, su indignación se derrumbó ante la
sonrisa sarcástica de la guerrera—. Está bien, vale, la tela la conseguí de saldo,
¿pero tú sabes lo que cuesta conseguir piel auténtica últimamente? Con todo eso
de las organizaciones medioambientales y los defensores de los animales, ¡cómo
iba a entrar en una tienda de telas y pedir seis metros de piel de ciervo!
—¿Quién eres tú exactamente? —preguntó Xena, sonriendo a esta jocosa
pseudochamana.

Gabrielle contestó por las dos.

—Es mi amiga Evelyn. Evelyn, ésta es Xena. Conocí a Evelyn en la


clínica de rehabilitación.

—¿La qué? —preguntó Xena, curiosa al oír ese término desconocido.

—La clínica... bueno, da igual, es que... conocí a Evelyn y descubrimos


que tenemos algo en común.

—¿El qué? ¿Que a las dos os gusta disfrazaros con cosas raras?

Gabrielle le echó una sonrisa falsa y continuó, sin hacer caso de la pulla.

—Evelyn tiene sueños. Sueños como los míos, Xena. Sólo que en su
sueño, era una chamana amazona, llamada Yakut. Existen las chamanas
amazonas, ¿verdad?

—Sí —contestó Xena, pensativa—. Sí que existen. Bueno, Evelyn, ¿debo


suponer que te gusta tomar drogas... drogas peligrosas... como aquí a tu amiga?

Evelyn tragó nerviosa, con la repentina y desesperada sensación de que


necesitaba beber algo, y fue a coger la copa más cercana, pero su mano pasó a
través de la copa cuando intentó agarrarla.

—¡No toques nada, Evelyn! —le advirtió Gabrielle en voz baja—. No


toques nada y no dejes que nadie te toque.

Xena ya se había vuelto, estirándose en el diván para ver si Antípatro o


Alejandro o cualquier otra persona había visto el movimiento fantasmal de la
visitante, pero nadie se había dado cuenta: estaban todos enfrascados en sus
propios asuntos. Estrechó los ojos, mirándolas a las dos con desconfianza.
—Lo que quiero saber es cómo, si no puedes tocar esa copa, yo sí puedo
tocar esto. —Xena sacó el trocito de tela que había encontrado en el balcón de
una ranura oculta de su cinturón y lo tiró encima de la mesa.

Gabrielle intentó cogerlo, pero no pudo.

Xena se echó hacia delante, interesadísima.

—Eras tú la que estaba en el balcón, ¿verdad?

—Sí, era yo —replicó Evelyn, incómoda por algún motivo


incomprensible—. Se me enganchó el manto en el borde de esa urna rota.

—¿Cómo es posible? —insistió Xena—. ¡Ni siquiera puedes tocar la copa


de vino!

—¡No lo sé! —replicó Evelyn nerviosa. La mirada sobrenatural de la


guerrera la estaba haciendo sudar sin motivo—. ¡Ni siquiera sé cómo estoy
sentada en este diván!

Xena miró a Gabrielle como si ésta tuviera la respuesta, pero Gabrielle


parecía igual de confusa.

Xena se echó hacia atrás en su asiento, totalmente insatisfecha.

—Bueno, ¿y cuánto hace que eres chamana?

—¿Cuánto? —preguntó Evelyn, confusa por el cambio de tema.

Xena puso los ojos en blanco.

—No has hecho muchos conjuros, ¿verdad?

—No, sólo uno —confesó Evelyn—, sin contar la hipnosis.

—¿La hipnosis?
—La primera vez que conseguí volver fue cuando Gabrielle y yo nos
sometimos a hipnosis. Vi a una mujer horrorosa. La siguiente vez fue con mi
propio conjuro y te vi a ti.

—¿Me acaba de insultar? —preguntó Xena, volviéndose hacia Gabrielle.

—¡No quería decir eso! —Evelyn se echó hacia delante para acercarse
más a Xena y Gabrielle y poder hablar sin temor a que la oyera nadie más—. Era
una mujer, o al menos creo que era una mujer. Era una chamana también, pero
era vieja... creo... o parecía vieja. Tenía los ojos negros y penetrantes como un
cuervo y la frente toda manchada de sangre. Unos labios gruesos, chorreantes de
sangre. Parecía que estaba a punto de comerse un corazón.

Evelyn se detuvo ante la brusca exclamación de reconocimiento por parte


de Xena.

—Alti. —Xena soltó el nombre con odio—. Alti —repitió, esta vez muy
pensativa.

—¿La conoces, Xena? —preguntó Gabrielle, alargando la mano para tocar


el hombro de la guerrera, pero la apartó al recordar que no podía.

—¿Que si la conozco? —replicó Xena con una mueca de desprecio—.


¡Esa zorra! —exclamó y golpeó rabiosa el diván con el puño, lo cual le provocó
una descarga de dolor en la muñeca ya dolorida—. ¡MIERDA! —Xena se
incorporó, sujetándose la muñeca con una mueca de dolor.

—¡XENA! —exclamaron Alejandro y Antípatro a la vez, apresurándose a


levantarse.

—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! —ordenó Xena, calmando a los dos hombres


y las demás personas cercanas que habían oído su grito—. Estoy bien. No pasa
nada. Tranquilos todos. Seguid cenando. —Hizo un gesto con la mano señalando
a todos los que miraban, sin hacer caso de la punzada de dolor que sintió al hacer
eso y reprimiendo la palabrota que estaba a punto de soltar hasta que todo el
mundo volvió a sus asuntos—. Me cago en la leche —murmuró por lo bajo.

—Xena, ¿se te ha roto la muñeca? —preguntó Gabrielle preocupada.


—No, no —replicó Xena examinándose la mano—. No, no está rota. Es
sólo que me duele muchísimo. Detesto que me pasen estas cosas. —Le echó a
Gabrielle una sonrisa pícara.

—Ponte hielo —aconsejó Gabrielle, dándose cuenta de repente de cuánto


le gustaba esa sonrisa y del precioso contraste que hacía el rojo profundo de la
túnica de seda de Xena con el negro de su largo pelo suelto.

—¿Qué? —Xena levantó la mirada, concentrada en los suaves labios de


Gabrielle.

—Que te pongas hielo —repitió Gabrielle, con la boca seca al ver el


aprecio en los ojos claros de Xena.

Xena tardó un momento en comprender el significado de la palabra


"hielo". Ah, sí, claro que necesitaba hielo, pero no para la muñeca.

—¿Y de dónde saco hielo, Gabrielle? Estamos en pleno verano.

Evelyn se inclinó hacia su amiga.

—Aquí no hay neveras, Gabrielle, ¿recuerdas?

Gabrielle sonrió con aire de disculpa.

—Lo siento, se me había olvidado.

Xena meneó la cabeza, medio riendo, medio reprendiéndose a sí misma


por comportarse como una estúpida.

—Menudo par estáis hechas. No sé si debería darte una azotaina por haber
venido —dijo, mirando directamente a Gabrielle—, o besarte.

Una vez más, Gabrielle se quedó hipnotizada por la mirada de Xena: el


cariño con que la miraba le resultaba muy familiar.

Pero no podía dejarse distraer por eso.

—Xena, ¿qué va a ser de esa joven criada y de la anciana?


Xena frunció el ceño. Era increíble la forma que tenía Gabrielle de
empecinarse en algo.

—¿Qué crees que va a ser de ellas, Gabrielle? Han conspirado para


asesinarme. Tienen que morir.

—¿Pero por qué?

Xena puso los ojos en blanco con irritación.

—¿Y qué quieres que haga, Gabrielle? ¿Darles una recompensa?

—No, darles una recompensa no. ¿Pero por qué más muerte? ¿No se ha
derramado ya suficiente sangre por una noche? ¿De verdad crees que una
jovencita y una anciana formarían parte de una conspiración para asesinarte? ¿No
crees que es más probable que las estuvieran utilizando?

—Claro que las estaban utilizando, Gabrielle. Sólo que han sido
demasiado estúpidas para caer en la cuenta.

—¿Y ahora tienen que pagar con su vida por esa estupidez?

—Efectivamente. Todo el mundo es responsable de sus propias


decisiones, de sus propios actos. No puedo dejar con vida a alguien que intenta
matarme... que piensa incluso en intentar matarme. Cualquier otra cosa se vería
como una debilidad.

—¿Y qué pasa con la compasión?

—¿Compasión? —bufó Xena—. La compasión es cosa de reyes y necios.

—Pero tú eres un rey... o una reina... o como quieras llamarlo.

—Yo no soy un rey —contestó Xena, tajante—. Soy una guerrera.

—Más motivo aún para mostrar compasión.

—¿Compasión hacia quién? ¿Hacia un par de asesinas traicioneras?


—Hacia una jovencita y una anciana que detestaban tanto ser esclavas que
estaban dispuestas a jugarse la vida para ayudar a otros a matar a un rey por la
posibilidad de ser libres.

—¿De qué va todo esto, Gabrielle? ¿Es tu forma de intentar insinuar que
debería acabar con la esclavitud? Porque si es así, no eres para nada tan
inteligente como yo creía. La esclavitud es una institución en Grecia. En muchos
sentidos, nuestra economía depende de ella.

—¿Así que tú crees en la esclavitud?

Una vez más, Xena soltó un gruñido de irritación. La verdad era que ella
no creía en la esclavitud. Ella misma no tenía esclavos y no permitía que los
hubiera en su ejército. Recordó por un instante ese breve período de su vida en
que intentó seguir el camino del bien y luchar por la justicia. En incontables
ocasiones había acabado con una red de tratantes de esclavos y cuando se daba la
vuelta, descubría que habían reemprendido el negocio en otro sitio. Sus esfuerzos
para acabar con la esclavitud, como su intento de redimirse, habían sido
infructuosos.

—No, en realidad no creo en la esclavitud, pero sé que no puedo abolirla


de golpe y porrazo. Además, la esclavitud no está tan mal en ocasiones. Créeme,
a esas dos les iría mucho peor si estuvieran libres por el mundo.

Gabrielle sonrió y su expresión le volvió a dar a Xena la clara impresión


de que acababa de caer en sus inteligentes garritas.

—Entonces eso no sería un mal castigo por lo que han hecho, ¿no?
Expúlsalas de la casa donde servían al mundo real, donde tendrán que aprender a
sobrevivir por sí mismas.

Xena no se lo podía creer. Una vez más, la chica había logrado convertir
una decisión absolutamente lógica en una cosa totalmente distinta.

—¿Quieres decir que debería darles lo que se les ha prometido?

—Sí.
—¿Concederles la libertad? ¿Por intentar envenenarme, debería liberarlas?

—Sí, pero no tienes por qué expresarlo así. Haz que su castigo sea
justamente lo que han pedido: dales la libertad, pero destiérralas de Corinto y
prohíbe que vuelvan a servir nunca en una casa adinerada. Acaba con el ciclo,
Xena, con uno o dos esclavos de cada vez. Además, ¿no podrías decir que sería
un mal augurio matar a una anciana en vísperas de una campaña?

Xena miró a Gabrielle con los ojos entornados. Era inteligente, ¿pero era
transparente? Sin duda, sería inesperado. Volviéndose, llamó la atención de
Alejandro y lo llamó con un gesto de la mano. Cuando se puso a su lado, se
levantó, le susurró algo al oído y no hizo el menor caso de su cara de asombro.
Esperó pacientemente, frunciendo el ceño hasta que él salió apresurado para
cumplir su orden.

—Lo retiro —rezongó Xena mientras se echaba de nuevo en su diván.

—¿El qué retiras? —preguntó Gabrielle, con curiosidad por saber si la


orden susurrada quería decir que la discusión la había ganado ella.

—Antes dije que no sabía si darte una azotaina o besarte. Creo que ya lo
he decidido.

Cuando Gabrielle estaba a punto de expresar su propia preferencia con


relación al dilema de Xena, una sombra la alertó de la presencia de otra persona.

—Me preguntaba si a nuestras honradas invitadas les apetecería bailar. —


Antípatro estaba de pie ante ellas y el ofrecimiento era claramente para Gabrielle.

—¿Qué? —Gabrielle miró al soldado presa del pánico.

Qué pícaro, menudo par tiene, pensó Xena, y volvió a levantarse, molesta
por tener que estar de pie otra vez.

—Yo estaba a punto de preguntar lo mismo. —Se alzó ante Gabrielle y


levantó la mano ofreciéndosela elegantemente a su invitada amazona, echándole
al guapo oficial una rápida mirada de reojo.
Antípatro se inclinó y se apartó rápidamente.

—Tu placer es el mío, comandante suprema.

Ya te digo, capullito, pensó Xena, y asintió a Gabrielle.

Gabrielle se quedó mirando a Xena desconcertada, dando por supuesto


que Xena comprendía el apuro en que las acababa de poner.

—Coge mi mano —la instó Xena.

—Pero... yo... —Gabrielle tragó saliva, penosamente consciente de que


ahora muchos de los presentes las estaban mirando—. Yo no sé bailar.

Xena sonrió ampliamente, alargando un poco más el elegante brazo.

—No te preocupes, yo te llevo.

Gabrielle alargó la mano despacio y la puso en la de Xena. No notaba el


calor de la piel contra la suya y sabía, evidentemente, que Xena tampoco lo
notaba, pero la guerrera fingió agarrar la pequeña mano con la suya y esperó
cortésmente a que Gabrielle se levantara para unirse a ella.

—¿Dónde vais? —farfulló Evelyn.

Pero Gabrielle optó por no hacer caso de su amiga y, manteniendo con


cuidado la mano en el sitio para dar la impresión de que Xena la sujetaba con la
suya, se levantó. Sonrió dulcemente a Xena y ésta le sonrió a su vez,
comunicándole su convencimiento de que, juntas, podrían salir del atolladero.

La gente se apartó para dejarlas pasar y las damas y los caballeros de la


corte, los generales y los soldados se inclinaron cortésmente ante su comandante
suprema y la reina amazona que había venido a visitarlos.

—¿Cuánto tiempo te voy a tener esta vez? —preguntó Xena, sonriendo


dulcemente a su compañera de baile mientras avanzaban.

—No lo sé —contestó Gabrielle, ruborizándose ante la sonrisa de Xena.


—Bueno, voy a tener que dar muchas explicaciones si te desvaneces en el
aire en pleno baile.

—Espero que no ocurra —contestó Gabrielle con sinceridad.

—Y yo.

Xena hizo un gesto con la cabeza y Gabrielle se dio cuenta de que habían
llegado a su destino. Los bailarines que ya estaban allí les hicieron sitio y se
colocaron, frente a frente.

Gabrielle asintió y Xena abrió la mano, dejando que Gabrielle diera la


impresión de que apartaba su mano de la de Xena.

Gabrielle contempló las dos filas que se estaban formando y se rascó la


nuca.

—Ya te he dicho que no sé qué hacer.

—No te preocupes, es fácil. Es un antiguo baile tradicional de Macedonia.


Empezamos con dos filas, una frente a otra. Paso adelante y luego paso atrás. Tú
mírame. No dejes de mirarme. Lo harás bien.

—¿Y si alguien se choca conmigo? —susurró Gabrielle con apremio.

—Está claro que no pueden.

—¿Y si alguien intenta bailar conmigo?

—Está claro que no lo harán —sonrió Xena burlona.

—Ya —dijo Gabrielle, asintiendo. Estaba bailando con Xena. Nadie se


atrevería a inmiscuirse.

Los músicos empezaron a marcar un ritmo y a los pocos compases, las


flautas empezaron a tocar.

—Vamos allá —dijo Xena, irguiéndose.


Gabrielle advirtió que Xena estaba en la fila de los hombres y que ella
estaba en la de las mujeres. Adoptó rápidamente una pose parecida, más
femenina, imitando a la noble que tenía al lado.

Unos pocos compases y la fila de Xena se inclinó. Otros pocos compases,


y la de Gabrielle hizo lo mismo. Como preveía el movimiento, hizo la reverencia
adecuada, y se ganó una de esas bellas y deslumbrantes sonrisas de Xena. Ésta
dio un paso al frente y un paso atrás. Después, Gabrielle hizo lo mismo. Todos se
giraron hacia la derecha, cosa que Gabrielle intuyó con apenas un instante de
retraso, y entonces avanzaron contoneándose, en dos largas filas, codo con codo,
siguiendo el ritmo de la música.

Xena levantó el brazo, envuelto elegantemente en seda roja, y le ofreció la


mano. Adivinando el momento adecuado, Gabrielle aceptó, junto con el resto de
las mujeres, y emprendieron una serie de giros que a Gabrielle no le costó nada
predecir siempre y cuando pudiera ver a los demás bailarines por el rabillo del
ojo, y se acordó de fingir que seguía sujetando la mano de Xena.

—Mírame —oyó decir a Xena, pero no lo hizo, pues la idea le producía


inseguridad y temía perder el ritmo en el siguiente paso—. No te preocupes por
los demás, tú mírame.

De mala gana, Gabrielle apartó la mirada de las parejas cercanas y miró a


los claros ojos azules de la Princesa Guerrera.

—Donde tú vayas, te seguiré —susurró Gabrielle, sintiendo que el mundo


desaparecía a su alrededor.

Xena miró con cariño a su misterioso ángel de la guarda, antes niña, ahora
milagrosamente mujer, y muy bella.

—Por alguna razón —contestó, guiando delicadamente a Gabrielle en el


siguiente paso—, sabía que ibas a decir eso.

Bailaron en silencio, mientras Gabrielle miraba de frente a Xena,


asombrada de lo maravillosamente feliz que se sentía sólo de ver a Xena tan
contenta. La guerrera bailaba con ella y la sonrisa no desaparecía de su bello
rostro mientras dirigía los movimientos con su cuerpo. Sus manos, aunque no
notaban nada, fingían seguir agarradas y se movían como si ya hubieran bailado
esta danza juntas muchas veces. De repente, Gabrielle llegó a una asombrosa
conclusión. Por algún motivo, ella conocía esta danza: los tradicionales pasos
griegos le salían como si fuesen un recuerdo que ni siquiera sabía que tenía. Las
cuentas de la falda amazona de Gabrielle se levantaban y caían con cada giro y
las demás parejas y los espectadores desaparecían en un torbellino de color y
movimiento.

El ritmo de la música fue acelerándose hasta que incluso a Xena le costó


seguirlo y por fin todas las parejas estallaron en carcajadas, aplaudiendo con
entusiasmo a los músicos.

La música cesó entonces y la danza terminó. Gabrielle sonrió a su


compañera de baile, respirando con dificultad por el ejercicio.

Las demás parejas fueron abandonando la pista de baile cuando la música


pasó a un ritmo étnico y entonces Gabrielle descubrió que estaban rodeadas de
zíngaras y otras mujeres más nativas de aspecto claramente tribal.

—Están tocando tu canción —dijo Xena, sonriendo burlona.

—¿Qué?

—Amazona. Ésta es música amazona. ¿Vas a bailar, reina Gabrielle? —


Xena dio varios pasos, retrocediendo y dejando a Gabrielle sola mientras la pista
de baile se llenaba de mujeres medio desnudas.

De repente, todas empezaron a moverse y a Gabrielle no le quedó más


remedio que ponerse a bailar también o quedar como una tonta. Daban patadas en
el suelo, agitando los brazos, no al unísono, sino al ritmo del redoble continuo de
los tambores, y Gabrielle se dio cuenta de que todas realizaban los intrincados
bailes de sus propias culturas: algunas parecían africanas, otras egipcias; para
Gabrielle, todo aquello parecía un baile de discoteca, por lo que se unió al
jolgorio sin dudar.
Xena retrocedió, dejando a Gabrielle en el centro de la pista de baile.
Mujeres guerreras de Libia, Argelia, Egipto y otras mercenarias que se habían
unido a su ejército hacía años llenaban el espacio, y la pista no tardó en
convertirse en una masa de ondulante piel oscura, salvo Gabrielle, cuyos tonos
dorados relucían como el sol brillante entre todas ellas. Xena se quedó
contemplando encantada el espectáculo junto con el resto de la gente.

Ahora Gabrielle intentaba menear los hombros y las caderas al ritmo de la


música, mirando directamente a Xena en una especie de intento de bailar
provocativamente, y Xena tuvo que taparse la boca para disimular la risa. La ola
de bailarinas cambió de dirección y Gabrielle agitó los brazos locamente
intentando imitar a las grandes arqueras libias que bailaban a su lado. Una
morena guerrera que estaba al lado de Gabrielle se movió bruscamente y habría
tirado a Gabrielle al suelo, si el musculoso hombro de la mujer no la hubiera
atravesado limpiamente. La arquera se detuvo sorprendida por lo que le parecía
haber visto.

Gabrielle, sin inmutarse, sonrió a la alta e imponente guerrera.

—Tranquila, no me has dado —dijo por encima del estruendo de los


tambores, sonrió con picardía y siguió meneándose.

La orgullosa arquera asintió con respeto y continuó bailando sin


pensárselo más.

Es más que adorable, pensó Xena al verla brincar, pero no tiene ni idea de
bailar. Ese pensamiento se evaporó rápidamente en cuanto Gabrielle le dio la
espalda a Xena y, por primera vez, Xena vio perfectamente lo revelador que era
en realidad el nuevo vestuario de la reina.

Meneando el trasero, Gabrielle miró por encima del hombro y saludó


agitando la mano, sonriendo alegremente cuando las cejas de Xena
desaparecieron en su flequillo.

Los gritos, silbidos y alaridos, así como los zapatazos del público se
fueron uniendo a las bailarinas y al poco la tienda entera daba palmas a la vez,
animándolas. Los tambores y otros instrumentos de percusión fueron aumentando
de volumen y ritmo y las bailarinas empezaron a dar saltos por el aire, pasando
junto a Gabrielle más deprisa de lo que ella podía reaccionar, pero probó con
valor a hacer un movimiento parecido y no lo hizo nada mal, ante la sorpresa de
Xena. Su piel clara estaba cubierta de sudor que relucía a la luz de la tienda y el
repentino deseo de coger a la mujer en brazos y sacarla de la tienda se apoderó de
Xena como un incendio forestal.

La música cesó de golpe, la canción terminó y las bailarinas se detuvieron,


con el pecho agitado, jadeantes, con el cuerpo exhausto, pero el alma
absolutamente satisfecha. Gabrielle se abrió paso con cuidado entre las demás
bailarinas que se iban, asintiendo y sonriendo con felicidad compartida.

—¡Qué divertido! —dijo al llegar a Xena, abanicándose la cara con la


mano y mirando a su alrededor.

—Divertido —dijo Xena como afirmación. La diversión era algo que no


tenía o en lo que ni siquiera pensaba desde hacía años. Y ahora, en apenas un
instante, esta mujer le estaba dando eso y mucho más—. Sí que lo ha sido,
¿verdad?

Contempló a Gabrielle, admirando el sonrojo de su cara y la forma en que


su pecho se agitaba por el esfuerzo del baile. El brillo del sudor destacaba el
perfil de los músculos de sus hombros y la definición de los bíceps de sus brazos.
Para Xena, el atuendo de amazona sacaba a la luz claramente lo mejor de la
mujer, en todos los sentidos.

Gabrielle se dio cuenta de que cada centímetro de su persona se


encontraba bajo el escrutinio de Xena, que la miraba con los ojos entrecerrados.

—¿Qué pasa? —preguntó, dejando de abanicarse con la mano y


mirándose el cuerpo—. ¿No te gusta la ropa que llevo?

—No, no —replicó Xena, admirando hasta el último centímetro sudoroso


y escaso—. No sabes cuánto te... me encanta. —Tragó saliva, cayendo de repente
en la cuenta de algo que, al reconocerlo, le dio más miedo que cualquier otra cosa
en su vida. Se le dilataron los ojos por el miedo y retrocedió—. Gabrielle —
empezó a decir, queriendo decir algo, pero sin saber el qué ni cómo.
Pero Gabrielle lo sabía muy bien. Ella sentía lo mismo y lo había sentido
desde el primer momento en que vio a la guerrera, con la espada ensangrentada
en la mano, a lomos de su caballo.

—Xena, tenemos que hablar.

—Lo sé —replicó Xena, casi sin aliento.

—¿Podemos ir a algún sitio?

La pregunta puso en marcha a Xena: por fin había algo que sabía cómo
solucionar.

—Sí —dijo resuelta—. ¿Y tú amiga?

Gabrielle se volvió hacia la mesa, hacia su chamana.

Evelyn había desaparecido.

—¡No está!

Gabrielle se paró en seco y golpeó el estómago de Xena con la mano para


detener su avance a través del gentío.

Xena se detuvo a media zancada y bajó la mirada hacia la mano que tenía
en el estómago, sonriendo risueña de medio lado. El gesto sólo había conseguido
que el brazo de Gabrielle desapareciera en el abdomen de la guerrera, pero este
acto inconsciente le hacía gracia por lo familiar que le resultaba. Consciente de
que un brazo hundido hasta el codo dentro de ella seguramente produciría cierta
extrañeza a cualquiera que lo notara, Xena retrocedió un poco para que la mano
ligeramente abierta diera ahora la impresión de estar apoyada sobre su túnica.

—Evelyn no está —repitió Gabrielle con tono ominoso, mirando a Xena


con los ojos verdes muy abiertos y llenos de intención.
—Eso parece —replicó Xena, y echó un rápido vistazo por la sala. Una
nueva pieza musical estaba animando a otra oleada de bailarines a ocupar la
pista, al tiempo que otros salían para volver a sus asientos. Las mesas redondas
de la cena seguían atestadas de soldados que bebían y se divertían como llevaban
haciendo toda la velada. Al parecer, la desaparición de Evelyn había pasado
desapercidida.

Xena bajó la mirada para contemplar la preciada cabeza rubia que estaba
delante de ella y soltó un profundo y triste suspiro. La desaparición de la pequeña
chamana sólo podía anunciar una cosa: el tiempo que tenían de estar juntas
estaba tocando a su fin.

—¿Qué te parece si te sacamos de aquí? —preguntó, cambiando la cara


con una sonrisa forzada cuando esos bonitos ojos verdes se volvieron de nuevo
hacia ella.

—Te sigo —respondió Gabrielle, imitando su sonrisa.

—Por aquí. No te pierdas. —Xena señaló en una dirección que, en su


mayor parte, era un camino despejado para salir de la gran tienda.

De haber podido, Xena habría cogido a Gabrielle de la mano y la habría


llevado por entre las mesas, a través del gentío, fuera de la tienda y habría
seguido hasta que su ejército, Corinto e incluso Grecia no fueran nada más que
un recuerdo lejano. Sin embargo, el hecho de que jamás podría hacer ni siquiera
una cosa tan simple, el acto de cogerla de la mano, le recordó que los deseos
realmente eran caballos: veloces y fugaces y con tendencia a derribarte en cuanto
bajabas la guardia.

A paso ligero, fueron sorteando a la multitud. La presencia imponente de


Xena y sus largas zancadas abrieron con facilidad un camino a través del mar de
soldados borrachos. Con cada segundo que pasaba, le preocupaba cada vez más
la posibilidad de que Gabrielle desapareciera antes de que tuvieran la
oportunidad de decirse algo. Y entonces, a saber cuándo regresaría, si es que lo
hacía.
Con un repentino estallido de impaciencia, Xena apartó de un empujón a
varios borrachos y sacó a Gabrielle al calor oscuro de la noche veraniega de
Corinto. Cuando superaron el borde de lona gruesa de la tienda, fue como si ese
mundo, un mundo de música y diversión, un mundo brillante y colorido de
jolgorio casi irreal, hubiera desaparecido de repente. La noche era serena en
comparación. Aún se oía una cacofonía caprichosa de celebración: los ruidos
apagados de la fiesta subían con la dulce brisa veraniega y se propagaban para
bailar alegremente por las suaves llanuras del apacible valle. Había muy poca
gente fuera de la zona donde estaban. Mientras caminaban, Xena vigilaba atenta
a uno o dos soldados errantes que se adentraban tambaleándose en la oscuridad,
de regreso a sus tiendas. Aparte de esto, estaban solas.

Gabrielle se quedó prendada del contraste entre el jolgorio deslumbrante


de dentro y la tranquilidad de la cálida noche de fuera. Contempló el valle que se
extendía ante ellas, silencioso y oscuro, salvo por el brillo lejano de hogueras
apenas visibles y las sombras caprichosas de los soldados sentados a su
alrededor, más por la luz que les ofrecían que por el calor. Levantó la mirada
hacia los cielos y al instante vio el sorprendente espectáculo del cielo nocturno de
Grecia.

—¡Dios mío, qué belleza! —comentó Gabrielle sin aliento, contemplando


un cielo lleno de estrellas que titilaban como diamantes esparcidos por un océano
de negrura nocturna. El cielo estaba plagado de más estrellas de las que había
visto Gabrielle en su vida. Cuanto más miraba, más profundo se hacía el vacío
oscuro, más vívido era el espectáculo estrellado. En su vida, las estrellas estaban
siempre desvaídas por una neblina de humo y contaminación ligera: sólo se veían
las constelaciones más brillantes, incluso en las noches más claras y despejadas.

Pero aquí, en la antigua Grecia, donde las farolas, el tráfico y los


rascacielos eran una locura inimaginable, el cielo nocturno cobraba vida con todo
su celestial esplendor.

—Es la cosa más bonita que he visto en mi vida —comentó,


contemplando los cielos maravillada.
—Yo antes también lo pensaba —afirmó Xena, levantando la mirada
mientras se alejaban de la tienda, deseosa de tener toda la privacidad que era
posible tener en un campamento militar.

—¿Antes? —Gabrielle se volvió hacia la guerrera.

—Sí, antes. —Xena indicó el cielo con un elegante gesto del brazo y la
tela de seda de su túnica se agitó suavemente con la cálida brisa veraniega—.
Esos momentos que pasaba en el campo con mi ejército, en la quietud de la
noche cuando el resto de las tropas dormía, salvo los guardias... me encantaba
pasear por el campamento. Miles de soldados extendidos por un prado y
durmiendo bajo el manto de las estrellas parpadeantes. Me imaginaba que las
estrellas eran las lágrimas de los dioses, que lloraban por aquellos que iban a
morir. Pensaba que esos momentos eran los más bellos de mi vida.

Gabrielle dejó de caminar, deteniendo su trayecto para alejarse de la


tienda, y se volvió de cara a la guerrera, con expresión firme.

—¿Por qué siempre lo relacionas todo con tu ejército, con la guerra... con
la muerte? La vida debería ser mucho más que eso.

Xena miró a su acompañante y sus labios se curvaron en una media


sonrisa.

—Eso lo sé ahora.

—Xena —dijo Gabrielle, mirando a los ojos tiernos que rivalizaban con la
belleza de las estrellas—, hay tantas cosas que quiero decir. Tantas cosas que
necesito decirte.

Xena alzó las manos, interrumpiendo sus palabras.

—No. Esto no es un adiós. No se trata de eso. Además, ya lo hemos


intentado, ¿recuerdas? Evidentemente, no me has hecho caso. Me da la impresión
de que diga lo que diga sobre jugar con cosas peligrosas... tú no me vas a
escuchar.
—Con lo que estoy jugando ahora mismo... no es tan peligroso —
respondió Gabrielle con picardía, sin referirse en realidad a la droga.

—¿Estás segura de eso? —La ceja de Xena se agitó, amenazando con


enarcarse—. ¿Te olvidas de lo que viste la última vez que te me apareciste, sin
avisar?

Un leve rubor tiñó las mejillas de Gabrielle.

—No puedo decir que no me sorprendiera, porque mentiría —reconoció—


. Sé que tienes un lado, un lado oscuro, que es posible que nunca llegue a
comprender. Hasta me asusta un poco.

Gabrielle tuvo el repentino deseo de subir la mano y pasar los dedos por
esa frente elegante y expresiva, de apoyar la palma en la piel suave y acariciar la
cara de Xena, para asegurarle que no había ningún aspecto de ella, ni oscuro ni
peligroso ni nada, que pudiera llegar a alejarla jamás. Había otras cosas que
quería hacer para convencerla de esta verdad, pero lo único que tenían eran
palabras y, por tanto, con palabras se las tendría que arreglar.

—No cambia nada. Xena, no voy a mantenerme alejada. No puedo.

—Y yo no quiero que lo hagas —reconoció Xena, admitiendo por primera


vez algo que sentía de corazón—. Así que voy a confiar en que tu amiga, Evelyn,
tenga cierta habilidad como chamana, a pesar de ese sombrero tan raro. Pero
quiero que tengas cuidado, ¿te enteras?

Gabrielle asintió, intentando disimular una sonrisa de triunfo para parecer


seria, pero sentía que acababa de ganar una batalla pequeña, aunque no por ello
menos importante.

—Y —añadió Xena, alzando un dedo pragmático—, recuerda que la


próxima vez que vengas, estaré al frente de un gran ejército en plena campaña
para librar una guerra total contra Persia. Podrías acabar apareciendo en medio de
una batalla, como antes, sólo que peor.

Gabrielle asintió de nuevo rápidamente.


—Sí, lo sé. Tendré cuidado.

—No tendrás tiempo de tener cuidado, Gabrielle. Tienes que estar


preparada.

—Pero...

Xena suspiró y levantó la vista al cielo. ¿Es que esta chica tiene que
cuestionarlo todo? La diosa del amor estaba ahí arriba riéndose de ella, de eso
estaba segura.

—Reacciona. No pienses, reacciona —afirmó Xena como explicación—.


Ésa es la única manera en que consigo mantenerme con vida en una batalla. Si
me paro a pensar, estoy muerta. No tengo tiempo de sopesar los pros y los
contras. Si te veo y estás en peligro, voy a reaccionar al verlo. Es posible que a ti
una espada no te haga daño, pero a mí me puede arruinar el día. ¿Lo comprendes
ahora?

Gabrielle sonrió: una sonrisa monísima que le arrugó la nariz de una


forma adorable.

—Claro que lo entiendo. Te importo. Qué agradable.

Xena meneó la cabeza desconcertada.

—Me han llamado muchas cosas, pero debo reconocer que jamás me han
dicho que fuera agradable.

—Eres agradable —afirmó Gabrielle con vehemencia—. Y también tienes


buen corazón.

Ante este comentario, Xena se limitó a resoplar.

—Tú espera a conocerme un poco mejor.

—Conozco todo lo que necesito conocer.

El comentario hizo que Xena enarcara la ceja.


—¿En serio? ¿Qué te hace pensar que no te voy a empujar contra una
pared para besarte como me viste hacer con esa criada?

—¿Y qué te hace pensar que no quiero que lo hagas? —Gabrielle se


mantuvo firme, enfrentándose al desafío con una sonrisa audaz.

—¿Y qué te hace pensar que no lo voy a hacer? —replicó Xena con un
tono suave y seductor, enarcando aún más la ceja al tiempo que daba un pequeño
pero amenazador paso hacia delante, hacia Gabrielle.

—¿Que ni siquiera me puedes tocar?

—Pero tú me has tocado.

—¿Sí? —preguntó Gabrielle, algo confusa.

—Sí. Tal vez no con la mano, o con el contacto de tu piel sobre mi piel,
pero sí de otras formas que importan más —afirmó Xena, observando el rostro
inocente que la miraba a su vez.

No, inocente no, se corrigió Xena, contemplando pensativa a Gabrielle en


la delicada oscuridad de la cálida noche. La mujer que estaba ante ella vestida de
amazona ya no era una chiquilla, sino una mujer fuerte y madura que llenaba
hasta el último centímetro de ese atuendo de reina amazona en más de un sentido.

Gabrielle entera irradiaba una belleza de alma que cortaba la respiración


con sólo mirarla. En otra época, Xena podría haber pensado que las estrellas del
cielo eran las lágrimas de los dioses, pero ahora, cada vez que las mirara, le
recordarían para siempre a otra persona.

—Me has tocado, Gabrielle. Como nadie lo ha hecho jamás. No sé cómo


ni por qué, pero por alguna razón, me siento más cerca de ti que de cualquier otra
persona que haya conocido en mi vida. —Xena cerró la boca con fuerza. No
podía dar crédito a las palabras que se escapaban de sus labios.

Todas las terminaciones nerviosas del cuerpo de Xena le gritaban para que
besara a la chica. Pero, por alguna razón, lo único que podía hacer era mirar
enmudecida a Gabrielle como una adolescente boba a punto de robar un beso por
primera vez.

Sólo la sonrisa encantadora de Gabrielle evitó que este tierno momento se


transformara en algo incómodo.

—Xena, para lo que valga, ojalá que de verdad me pudieras besar ahora
mismo.

—¿En serio? —preguntó Xena suavemente.

—Sí, en serio.

Los ojos azules que hasta hacía un momento eran tan vulnerables, se
volvieron pícaros y traviesos.

—¿Y qué te hace pensar que no puedo?

—Xena, por favor, ¿cómo vas a poder? —Gabrielle golpeó el abdomen de


Xena con el dorso de la mano, que acabó atravesando a la guerrera—. ¿Ves a qué
me refiero?

Xena se acercó más, dando ese pequeño paso necesario para que la
distancia y el ambiente que había entre ellas pasara de tranquilo y amistoso a
eléctrico y personal. Estaban tan cerca que Xena se imaginó que olía el delicado
aroma a jazmín del pelo dorado de Gabrielle.

Se inclinó, deteniéndose sólo para sonreír con melancolía.

—Tú mira.

Xena no necesitaba tocarlos para saber cómo serían los labios de


Gabrielle: tiernos y cálidos, llenos de amor y aceptación, como los de nadie a
quien hubiera besado antes. Apenas se movió, no fuera a interrumpir el momento
y romper el hechizo, y se inclinó sólo lo suficiente para fingir que posaba los
labios delicadamente en la comisura de los de Gabrielle, en una ofrenda casta,
aunque no por ello menos apasionada, de todo lo que sentía.
De repente, como los dedos al rozar una tela de lana justo antes de una
tormenta, saltó una chispa en el punto donde sus labios se habrían tocado. Oyó la
exclamación de Gabrielle y súbitamente Xena sintió un hormigueo de
sensaciones por todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Un torbellino de
imágenes inundó su mente como si hubiera sido arrastrada a un paisaje onírico
cargado de recuerdos vivos.

Cabalgaban juntas por un prado a lomos de Argo: Gabrielle le rodeaba


la cintura con fuerza con los brazos y seguían el ritmo del galope como si
llevaran toda la vida haciéndolo.

Luchando codo con codo contra bandidos, señores de la guerra, dioses...


el dios de la guerra en persona.

Al borde de un acantilado, enzarzadas en una amarga lucha que las hizo


caer de cabeza al abismo... para recibir la absolución con la suave caricia de
una ola del mar.

Xena rodeada por un círculo de fuego, inclinándose para depositar un


beso en los labios de una poetisa guerrera dormida.

Muertas, vivas, muertas, clavadas a unas cruces, ascendidas a los cielos,


caídas a los infiernos y alzadas de nuevo.

Incluso en la muerte, Gabrielle, jamás te dejaré.

La mente de Xena daba vueltas como un tornado, haciéndole perder el


equilibrio, cortándole la respiración y haciendo que su corazón martilleara hasta
que pensó que iba a explotar. Y aunque sabía que si se apartaba, su conexión
terminaría y la visiones cesarían, retrocedió tambaleándose, luchando por
respirar, y se llevó la mano al corazón para contener las dolorosas palpitaciones.

Mientras luchaba por respirar se dio cuenta de que había verdad en esas
visiones. Había verdad en todas y cada una de ellas. Su destino era estar juntas y
todo esto, el ejército, las conquistas, todas las guerras, todo lo que ahora estaba
viviendo, todo eso estaba mal.
¡Estaba todo mal! Y todo lo que estaba bien lo tenía justo delante. La
mente de Xena sufrió un ataque de vértigo con esta revelación.

Pero cuando Xena recuperó el aliento y se le aclaró la vista, todo lo que


estaba bien, junto con Gabrielle, había desaparecido.

Estaba soñando; lo sabía, pero no conseguía despertarse para salir de la


pesadilla. Xena y Gabrielle se habían encontrado. De algún modo, a pesar de que
los siglos y la barrera de un antiguo hechizo se alzaban como un muro inmenso
entre las dos, habían logrado superar todos los obstáculos y acabar juntas. Las
veía, incapaz de interferir, observando impotente cuando sus labios se juntaron
por fin con un tierno reconocimiento de su amor.

Era espantoso. Sentía que el poder se derramaba de sus venas y empapaba


las sábanas, manchándolas de un pútrido tono de sangre negra coagulada. Su
conexión con la parte de Xena que era malévola, esa oscuridad que hasta Ares
ansiaba, se estaba cortando, sin prisa pero sin pausa, y nada menos que gracias a
esa rubita molesta, esa mujer despreciable que era su hija.

—¡LA MUY PUTA! —Se sentó de golpe en la cama, obligándose a salir


de la visión, gritando. Una capa de sudor le pegaba los largos mechones de pelo a
la cabeza y la cara. Irritada, se los apartó de los ojos con el dorso de la mano y
luego echó a un lado el grueso edredón de plumas—. Esto no es posible —
murmuró mientras se quitaba el camisón de seda de Victoria's Secret y se ponía
unos vaqueros y un jersey negro—. No tiene la inteligencia suficiente para
conseguirlo.

Metió la mano en el armario y sacó su abrigo negro de cuero. Se detuvo,


con un brazo dentro de la manga, y miró la radio despertador que estaba al lado
de la cama.

Las seis de la mañana.

Fuera lo que fuese lo que se trajera esa mocosa entre manos, si se daba
prisa, tal vez podría pillarla haciéndolo.
Salió por la puerta del dormitorio y bajó corriendo las escaleras antes de
ponerse del todo el abrigo. Se detuvo únicamente para coger su bolso y luego
llamó al chófer, giró el ornamentado picaporte dorado de la pesada puerta de
entrada y la abrió de un tirón.

La limusina negra subía a toda velocidad por el camino justo cuando cerró
la puerta de golpe. A veces venía bien tener un chófer disponible las veinticuatro
horas del día. Normalmente, utilizaba el servicio para llevar discretamente a su
casa al entretenimiento de la noche.

Esta mañana, sin embargo, iba a usar el servicio para atrapar a una rata: a
una pequeña rata rubia, en realidad.

La larga limusina negra frenó delante de la casa y ella esperó impaciente,


cruzada de brazos, a que el vehículo se detuviera del todo. Al segundo, un
hombre uniformado salió del asiento del conductor y corrió por delante del
coche, aferró la puerta del pasajero con una mano enguantada y la abrió de par en
par.

Ella lo fulminó con la mirada, como si los pocos segundos que había
tardado en llegar de la caseta del guarda a la puerta principal no fueran ni por
asomo un récord de velocidad.

La madre de Gabrielle se metió en el asiento del pasajero de la parte de


detrás de la limusina, lujosamente tapizado de cuero, y tiró de la parte inferior del
abrigo para meterla también.

—Lléveme con mi hija —ordenó gruñendo.

El chófer fue a cerrar la puerta del coche, pero ella lo detuvo de repente,
sujetando la puerta con la mano.

—Y no se detenga por nada, ni siquiera un semáforo en rojo. ¿Entendido?

El chófer se la quedó mirando, asustado por la dureza de su expresión y


por la rabia que casi hacía que sus ojos emitieran un resplandor verde
sobrenatural.
—Sí, señora —contestó, con la garganta repentinamente seca.

—¡No se quede ahí plantado sujetando la puerta, idiota! ¡Arranque!

Soltó la puerta y el chófer la cerró de golpe y luego corrió por delante


hacia el asiento del conductor, a tal velocidad que estuvo a punto de perder pie en
la calzada, resbaladiza por la escarcha del rocío del amanecer. Ella soltó una
risilla malévola y satisfecha, pero entonces recordó el sueño, que le dejó un
regusto igualmente malévolo hacia el fondo de la boca.

—¡VAMOS! —ordenó. Y sin más dilación, el coche arrancó y se alejó a


toda velocidad—. No puedes esconderte de mí, Gabrielle —juró entre dientes,
hirviendo de rabia—. No puedes esconderte de un dios.

El resplandor de un rayo estuvo a punto de cegarla y entonces una lluvia


torrencial empezó a golpearle la cara, empapando la gruesa tela imitación de piel
de su manto de chamana. Evelyn alzó las manos para protegerse los ojos,
intentando ver, pero otro relámpago atravesó la noche, robándole la vista. El
largo rugido de un trueno que estalló a continuación le provocó una descarga de
adrenalina que le agitó los nervios y le hizo olvidar la lluvia.

¿Dónde estaba?, gritaba su mente.

Escudriñó a través de la lluvia torrencial y trató de ver lo que la rodeaba.


Estaba todo negro como boca de lobo y no se veía nada. Por suerte, otro
relámpago más pequeño iluminó las imágenes oscuras que la rodeaban y Evelyn
logró darse cuenta apenas de que estaba en una especie de aldea. Hileras de
cabañas de construcción primitiva y señales de vida organizada, aunque
primitiva, se hicieron visibles por un instante a su alrededor. Algunas de las
cabañas parecían habitadas: el suave y cálido resplandor de un fuego las
iluminaba por dentro, pues la tormenta había hecho que todos los habitantes
buscaran refugio esa noche.

Se levantó el viento, que lanzaba por todas partes gruesas gotas de lluvia.
Evelyn se encogió asustada al ver un rayo seguido de un trueno. Ya tenía el
manto empapado y la piel falsa estaba aplastada y oscurecida por la lluvia. Alzó
los dedos mojados para palparse el gorro y descubrió que los cuernos de
terciopelo rellenos que llevaba en lo alto del sombrero ya se estaban empezando
a vencer.

Evelyn se enjugó la cara con la manga del manto y se puso a mirar atenta
a su alrededor.

¿Por qué había acabado aquí?

Estaba mirando a Xena y a Gabrielle mientras bailaban, una imagen


absolutamente enternecedora y encantadora, y de repente sintió que su mundo se
tambaleaba. Cuando se quiso dar cuenta, abrió los ojos y se encontró de vuelta en
su apartamento. A los pocos minutos, al ver que Gabrielle no la había seguido, se
apresuró a coger dos pastillas de Oxy de su alijo oculto, las trituró, hizo dos rayas
en un pequeño espejo de maquillaje con el filo de un cuchillo ceremonial y esnifó
las rayas de polvo blanco, una por cada agujero de la nariz, usando un trozo
enrollado del cuero falso de los trajes que había quedado por allí.

El polvo la golpeó en la nariz como un martillo y se le llenaron los ojos de


lágrimas. Al instante, se atragantó con el sabor amargo propio de unas horribles
gotas nasales y entonces su mente y su estómago se pusieron a dar vueltas. Justo
cuando creía que iba a vomitar, notó una gota de agua en la cara, abrió los ojos y
se encontró aquí, en plena tormenta en medio de una especie de aldea, empapada
hasta los huesos.

¿Y ahora qué?

El aguacero era tan fuerte que las gruesas gotas empezaban a resbalarle
por las pestañas y a caerle por la nariz. Parpadeó unas cuantas veces y echó a
andar despacio y chapoteando a través del fango hacia la cabaña más próxima.
Dentro no había luz. ¿Tal vez estaba vacía? Podría guarecerse de la tormenta un
momento mientras pensaba las cosas.

Avanzó penosamente a través de los charcos hacia lo que parecía ser la


puerta, un faldón de pieles de animales, y se detuvo para escuchar.
Fue entonces cuando lo oyó: un gimoteo apagado seguido de una risilla
malévola. La voz que oyó a continuación le puso de punta los pelos de la nuca.

—Así que la princesita quería aprender un auténtico hechizo de chamana,


¿eh? —Volvió a oírse esa risilla insidiosa y la voz ronca y malévola continuó—:
Pues ya sabes lo que dicen: cuidado con lo que pides.

Se oyó un breve sollozo y luego el ruido inquietante de algo que se


desgarraba.

La voz, grave y áspera, intentó sonar tranquilizadora.

—Sssshh, ssssshh, querida. Lección número uno de chamanismo: la forma


más rápida de llegar al corazón de una amazona es a través de su estómago.

Evelyn oyó algo parecido a un grito sofocado seguido de un gorgoteo


nauseabundo, pero entonces todos los sonidos quedaron tapados por el violento
estallido de un trueno. Segundos después, a una carcajada malévola y cascada se
le unió el fogonazo de un rayo y a Evelyn casi se le paró el corazón.

Sin pensar, apartó el faldón y entró corriendo en la cabaña. El resplandor


de otro rayo iluminó el interior de la morada. Evelyn miró a su alrededor muy
nerviosa, intentando encontrar sentido a las numerosas sombras iluminadas por
un instante. Otro relámpago iluminó la forma inmóvil de un cuerpo tendido en el
suelo y otra cosa: una sombra negra que se cernía sobre el cuerpo como un
espectro oscuro y siniestro.

Otro rayo zigzagueó por el cielo y Evelyn se quedó con los ojos
desorbitados cuando el relámpago iluminó el pecho de la víctima justo en el
momento en que estaba siendo cortado por el filo de un cuchillo curvo. La afilada
hoja bajó entre unos pechos blancos como la leche hasta el ombligo como si
cortara mantequilla. Otro relámpago y Evelyn vio que el asesino abría la caja
torácica y luego metía con regocijo las largas y ajadas manos en el gran agujero
ensangrentado para hacerse con el premio que había dentro.

Hubo otro rayo que iluminó la cara del asesino y entonces Evelyn supo a
quién estaba mirando: era Alti. La mujer identificada por Xena. El monstruo con
el que se había encontrado la última vez. Y que, al parecer, estaba haciendo lo
que más le gustaba hacer.

Evelyn había llegado apenas unos segundos demasiado tarde para impedir
un asesinato.

Estalló otro rayo que iluminó todo lo que había dentro de la oscura choza
y Evelyn vio que la asesina estaba a punto de comerse el corazón de su
desdichada víctima. El órgano seguía latiendo y ahora Evelyn creyó que de
verdad iba a vomitar.

—¡PUTA! —gritó, tragándose la bilis.

A Alti casi se le cayó el resbaladizo órgano por la sorpresa. Levantó la


mirada y sus ojos relucieron con una rabia que ardía al rojo vivo como un rayo
salido de las mismas entrañas del infierno.

—¡TÚ! —chilló Alti.

El estallido de un trueno sacudió las paredes de la cabaña, pero Alti no


hizo ni caso. Dejó caer el corazón de nuevo al interior del pecho de su víctima
con un ruido húmedo y levantó el cuchillo curvo con dedos ensangrentados. A la
luz del rayo que siguió, Evelyn vio las gotas de sangre que caían al suelo desde la
afilada punta de la hoja curva.

—Te voy a despedazar —dijo Alti con voz ronca.

—¡HAS MATADO A ESA MUJER! —Evelyn apuntó con el dedo a la


malvada chamana, gritando por encima del rugido de un trueno.

La acusación detuvo a Alti, que miró el cadáver que yacía en el suelo.

—¡Coño! Pero si es cierto, ¿no? —dijo con sarcasmo y luego se volvió de


nuevo hacia Evelyn con una mueca malévola—. ¿A que no sabes quién es la
siguiente?
El estallido de un trueno y el resplandor de un rayo y entonces Alti se
lanzó por la cabaña, con el cuchillo en alto y los labios contorsionados por una
mueca horrenda.

—¡AAAAHHHHHHH!

Evelyn salió corriendo por el faldón y se cayó de bruces en el fango y la


lluvia. Sin mirar atrás, se levantó tropezando, resbalándose en la tierra empapada,
y echó a correr lo más deprisa que pudo, pasando ante las cabañas oscuras e
indistintas.

Volvió a perder pie, se cayó casi sobre una rodilla y de algún modo tuvo el
valor de echar un rápido vistazo atrás.

Alti corría a través de la lluvia racheada, ganándole terreno rápidamente.


Un relámpago se reflejó en el cuchillo que seguía sujetando en alto.

Evelyn se levantó del suelo fangoso, se resbaló una vez y echó a correr. Su
gorro de chamana se le cayó sobre los ojos, pero se lo echó hacia atrás justo a
tiempo de evitar estamparse con un alto poste. Usando las manos, se agarró al
poste y, aprovechando el impulso, giró y cambió de dirección para echar a correr
ante otra hilera de cabañas.

Tenía el manto pesado por la lluvia y eso le restaba velocidad. Agitando


los brazos para intentar acelerar, pasó corriendo ante las cabañas, grandes y
pequeñas, hasta que creyó que le iban a estallar los pulmones en el pecho.

Sin dejar de correr, volvió la cabeza, intentando ver a su perseguidora,


pero su gorro se lo impidió.

Con un ojo en el camino que tenía detrás, dobló una esquina, resbalándose
en el lodo y el agua, y se chocó con algo que la detuvo en seco.

Con un sonoro golpe, se cayó de culo en el fango.

Al cabo de un momento, cuando Evelyn recuperó suficiente presencia de


ánimo para echarse hacia atrás el gorro empapado y vencido que le tapaba los
ojos, se encontró con la punta de una afiladísima y reluciente espada de metal.
Siguió la larga hoja hasta su dueña, una mujer que la miraba a su vez bajo una
maraña de rizos rubios y muy mojados.

—¿Y esas prisas? —preguntó la dueña de la espada. Su voz sonaba


tranquila, pero no amistosa.

Evelyn tardó un segundo en dilucidar si la mujer era amiga o enemiga.


Mientras no se comiera el corazón de nadie, tenía que ser amiga.

—¡LA HA MATADO! —soltó Evelyn, quitándose las gruesas gotas de


lluvia de la nariz con la manga.

La mujer rubia frunció el ceño.

—¿Quién ha matado a quién? —Bajó un poco la espada y miró mejor a la


mujer sentada en el barro, que llevaba un gorro muy raro con unos cuernos
caídos—. ¿Y quién Hades eres tú?

—Me llamo Evelyn, digo Yakut. Soy Yakut y esa zorra, Alti, acaba de
matar a una chica en esa cabaña de ahí detrás —contestó Evelyn, señalando hacia
atrás con el pulgar. De repente, recordó por qué estaba corriendo y se levantó de
un salto, sobresaltando a la guerrera.

—¡Eh! ¡No tan rápido!

—¡Sí, rápido! Me está persiguiendo con un gran cuchillo curvo.

La guerrera miró por encima del hombro de Evelyn y a través de la lluvia


que caía detrás. Evelyn se volvió para mirar a su vez.

El camino estaba vacío.

La mujer rubia enarcó las cejas.

—Si alguien te perseguía, corre despacio.

—La has asustado —explicó Evelyn, enjugándose la nariz de nuevo. Se


volvió hacia la guerrera, al darse cuenta de repente de que por el momento,
estaba a salvo—. Gracias.
—De nada —contestó la rubia y volvió a mirar por encima del hombro de
Evelyn—. Creo. ¿Estás segura de que alguien te perseguía?

—Alti... ya te lo he dicho. Ha matado a una mujer. La he pillado


haciéndolo. Me perseguía con un cuchillo.

—Un gran cuchillo curvo... eso me has dicho.

—Chorreante de sangre —añadió Evelyn para recalcarlo.

La mujer apartó la espada y luego subió la hoja y se la apoyó en el


hombro, observando a la mujer que tenía delante. Estaba empapada y era
evidente que estaba alterada, muerta de miedo por algo.

—¿Yakut, dices?

Evelyn sonrió sumisamente, con aire apaleado y abatido.

—Sí.

—Mmmf —gruñó la guerrera—, ese nombre me suena.

—¿Sí? ¿Tú cómo te llamas?

—Ephiny —contestó la rubia.

—Hola, Ephiny —dijo Evelyn, alzando una mano cubierta por la larga y
pesada manga de su manto para saludar—. A mí no me suena tu nombre, pero
gracias por salvarme de todas formas.

Ephiny la miró con desconfianza.

—De nada. Para eso están las hermanas, ¿no?

Evelyn se rascó la nariz.

—Ah, sí, cierto.


¿Hermanas? ¿Es que cree que somos hermanas?, pensó. Hubo un débil
relámpago y el trueno que lo acompañaba pareció resonar en la distancia.

—Me parece que la tormenta ya está pasando —comentó Evelyn, tratando


de seguir con la conversación.

—Eso parece —contestó Ephiny, pero parecía distraída—. Escucha, ¿qué


tal si me llevas a la cabaña donde dices que han asesinado a alguien?

—¿Qué? —Evelyn se dio la vuelta, mirando la hilera de cabañas que se


alejaba detrás de ella. Había corrido tan deprisa para huir que no se había
molestado en ver por dónde iba. Ahora las sencillas chozas le parecían todas
iguales.

—¿La cabaña? ¿El asesinato? —la instó Ephiny.

—Sí, claro, te puedo llevar. —Evelyn contempló la larga hilera de chozas


idénticas—. Creo.

—Así que no eres de esta aldea... ¿verdad?

—¿Por qué lo dices? —preguntó Evelyn, intentando parecer lo más


inocente posible.

Ephiny movió la espada que tenía en la mano.

—Escucha, puede que tu nombre me suene, pero sé perfectamente que


nunca he visto a nadie como tú. Y si no sabes quién soy yo, estoy segura de que
no eres de esta tribu. Lo que sí voy a querer saber es cómo, en nombre de
Artemisa, has logrado evitar a mis guardias y has llegado hasta el centro de mi
aldea. Ahora —Ephiny dio la vuelta a la espada con intención, sujetándola hacia
abajo con mano relajada, pero no por ello menos atenta—, te propongo que me
lleves a la cabaña donde dices que alguien ha asesinado a alguien y, por el
camino, tú y yo vamos a tener una charla. ¿Qué te parece, Evelyn o Yakut... o
como te llames?
Evelyn tragó con dificultad. Ahora le quedaba clarísimo dónde estaba.
Estaba en medio de una aldea amazona y estaba, sin la menor duda, metida en un
soberano lío.

—¡Aaajj! ¿Has apuntado la matrícula del camión que me ha atropellado?


—gimió Gabrielle, intentando incorporarse. Estaba de vuelta en el apartamento.
La alfombra que antes le parecía tan suave y cómoda le resultaba ahora áspera y
dura. Se apoyó en una mano y usó la otra para frotarse la frente dolorida. Le dolía
todo. Hasta su nariz se quejaba del olor rancio del incienso que seguía flotando
en el aire—. Menuda resaca —comentó, esperándose que Evelyn estuviera allí,
compartiendo su sufrimiento.

Cuando no hubo respuesta, Gabrielle se asustó.

—¿Evelyn? —Olvidándose del dolor de cabeza, dejó de frotársela y se


volvió hacia donde suponía que estaría sentada su amiga.

Evelyn estaba justo donde se esperaba Gabrielle, pero no estaba


consciente. Yacía boca arriba contemplando el techo con ojos ciegos abiertos de
par en par.

—¿Evelyn? —Gabrielle corrió al lado de su amiga—. ¡Evelyn!

Sacudió a Evelyn por los hombros, pero no hubo reacción. Por un


momento, el pánico inundó a Gabrielle de un frío espanto. Volvió a sacudir a
Evelyn por los hombros, pero sólo consiguió que el gorro cayera rodando a un
lado.

Gabrielle cogió el gorro, mirándolo extrañada. Estaba empapado.

De hecho, su amiga estaba calada de la cabeza a los pies. El manto, el


pelo, todo estaba oscurecido por el agua.

—¡EVELYN! —Gabrielle estaba ahora preocupada de verdad. Miró


frenética a su alrededor, imaginándose diversas posibilidades, ninguna de ellas
buena, y entonces un pequeño espejo tirado en el suelo le llamó la atención.
Cogió el espejo y observó atentamente los restos de polvo blanco pegados a la
superficie. Gabrielle cogió un poco de polvo con la punta del dedo y lo probó con
cautela, haciendo una mueca por el sabor amargo.

Examinó la zona y no tardó en encontrar el trozo de cuero enrollado.

Gabrielle recordó que las dos habían bebido de las tazas. Entonces, ¿qué
hace aquí todo este tinglado de esnifar?

Volvió a probar el polvo blanco e hizo otra mueca. Era el mismo sabor
amargo disimulado por el té cargado que habían bebido durante la ceremonia.

Gabrielle se quedó mirando a su amiga sin dar crédito. Evelyn había


esnifado Oxy.

¡Pero qué estupidez!

Si hubiera estado despierta, Gabrielle le habría echado a Evelyn una buena


bronca.

Pero su amiga estaba tirada, al parecer comatosa, en la alfombra del cuarto


de estar.

¿O no?

Gabrielle se inclinó sobre Evelyn, examinando atentamente su expresión.

¿Y si ése era el aspecto que se les ponía cuando estaban allí? ¿Y si Evelyn
había esnifado la droga y simplemente había vuelto?

Gabrielle se echó hacia atrás, pensando. ¿Evelyn era víctima de una


sobredosis o estaba teniendo una experiencia extracorpórea?

¿Cómo podía saberlo?

Gabrielle se quedó mirando fijamente, como si quisiera obligar a Evelyn a


darle alguna señal de que su estado catatónico era parte normal del proceso, y en
ese momento el cuerpo de Evelyn se estremeció de repente. Gabrielle casi pegó
un salto del susto.
Evelyn volvió a estremecerse y Gabrielle se inclinó de nuevo sobre ella
buscando señales de vida.

Sus pupilas reaccionaban, dilatándose y contrayéndose a pesar de que la


luz de la habitación no cambiaba en absoluto.

El cuerpo de Evelyn tembló de nuevo y entonces Gabrielle lo supo: su


amiga estaba viajando.

Gabrielle se dio cuenta de que éste era el aspecto que debían de tener
cuando sus almas se iban, que debían de parecer catatónicas aunque seguían
conectadas de algún modo a su espíritu errante por un hilo finísimo.

Aunque lo del gorro mojado... eso no era fácil de explicar. Cogió el gorro
y lo examinó, levantando un cuerno fláccido y dejándolo caer de nuevo, con una
sonrisa afectuosa.

Miró a Evelyn con auténtica preocupación.

—¿Qué has hecho, Evelyn? —preguntó Gabrielle, dejando el gorro y


cogiendo la mano de su amiga para sujetarla entre las suyas. Estaba mojada y
fría—. ¿Dónde estás?

En ese momento, Evelyn trató de tomar aire como si se estuviera


ahogando y luego todo su cuerpo sufrió un violento espasmo. Gabrielle se tiró
encima del cuerpo convulsionado de su amiga y apenas consiguió evitar que
Evelyn se hiciera daño mientras se agitaba sin control.

Seguía lloviendo, pero las gotas eran mucho menores en tamaño, apenas
poco más que una molesta llovizna. Evelyn iba dejando profundas huellas en la
tierra mojada al torcer a la izquierda, guiando a Ephiny por una hilera de chozas
por la que le parecía recordar que había pasado.

—A ver. —Se detuvo, contemplando la larga hilera—. Estoy segura de


que torcí por aquí y luego fui por ahí. —Señaló con un dedo casi tapado por el
manto, que estaba empapado y pesado por la lluvia.
Ephiny gruñó y apartó a Evelyn con impaciencia.

—Fuiste por aquí —anunció, señalando con la espada en la dirección


opuesta.

Evelyn frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabes?

—Mira —replicó la guerrera rubia, señalando con la punta de la espada


una marca profunda en el barro—. Ahí es donde te caíste. Y mira eso. —Ephiny
señaló otra huella muy parecida a dos rodillas y un par de manos llenas de
agua—. Ahí te caíste de nuevo.

Con una sonrisa cohibida, Evelyn se encogió de hombros.

—Pues supongo que fui por ahí.

—Sígueme —ordenó la amazona, echando a andar enérgicamente por el


camino, y Evelyn se apresuró a seguirla chapoteando, esforzándose por no
resbalar.

Por fin, tras torcer una vez más a la izquierda y pasar ante unas cuantas
cabañas más, Evelyn empezó a reconocer su entorno.

—¡Ahí es! —exclamó nerviosa, tirando a Ephiny del brazo. Fue corriendo
a la cabaña y apartó el faldón con gesto de triunfo—. ¡Es esto! ¡Éste es el sitio!

Ephiny dudó en la entrada, tratando de ver el interior oscuro y silencioso


de la cabaña.

—¿Estás segura de que ésta es la choza? —preguntó con severidad.

—Estoy segura —respondió Evelyn tajantemente.

Ephiny irguió los hombros y fue a entrar, pero Evelyn la agarró del brazo,
deteniéndola a media zancada.
—Ten cuidado. Puede que esa zorra siga ahí dentro. Tenía un cuchillo,
¿recuerdas?

—Y yo tengo una espada —respondió Ephiny, posando la mirada en la


mano mojada y fría que le agarraba el bíceps y levantándola de nuevo hacia su
dueña con una ceja enarcada.

—Ten cuidado —repitió Evelyn y soltó a la guerrera amazona.

—Ésta es la cabaña de Terreis —comentó Ephiny en voz alta al tiempo


que cruzaba la entrada—. ¿Terreis? —llamó, moviendo nerviosa la espada que
llevaba en la mano—. ¿Terreis?

—¡Ahí! —exclamó Evelyn, señalando a través de las sombras la figura


inerte que yacía en el suelo.

—¡TERREIS!

Si dudar, Ephiny corrió hasta el cuerpo, dejó caer la espada y le


empezaron a temblar las manos al ver el estado de la mujer. El destrozo era
horrible de ver, incluso a la luz casi inexistente del interior de la cabaña.

—Por los dioses —exclamó Ephiny roncamente al tiempo que sus manos
se detenían sobre las heridas abiertas del pecho y el abdomen, sin saber qué
hacer.

Ephiny se volvió hacia Evelyn, con los ojos relucientes de rabia.

—¿Qué has hecho?

—¿Hecho? ¿Quién, yo? —exclamó Evelyn, señalándose a sí misma con el


dedo totalmente desconcertada—. Yo no lo he hecho. ¡Ya te lo he dicho! Ha sido
esa zorra infernal, Alti. ¡He visto cómo lo hacía!

Pero Ephiny ya había recogido su espada y se estaba levantando con aire


amenazador.
—Ephiny, por favor —dijo Evelyn, suplicando al tiempo que retrocedía—
. Por favor, tenemos que buscar ayuda. Alti podría volver en cualquier momento.

—Demasiado tarde —anunció la voz áspera de Alti, revelando su


presencia en la entrada de la cabaña.

Antes de que Evelyn pudiera reaccionar, la chamana se le echó encima y


le rodeó el cuello con sus grandes manos. Alti la empujó bruscamente contra un
poste de la esquina de la choza. La espalda de Evelyn protestó de dolor al
estamparse con la dura madera. Golpeó las manos que la estrangulaban, pero no
tenía fuerza ni dónde hacer palanca para apartarlas.

Con una mueca de regocijo, Alti empujó más a Evelyn contra el poste,
levantándola del suelo con una fuerza casi inhumana.

Ephiny miraba angustiada, sin saber quién era la enemiga. Cuando los
grandes ojos de la desconocida, inocentes y suplicantes, se posaron en ella,
Ephiny atacó a Alti para defender a Evelyn. Una rápida mirada de la chamana la
lanzó volando al otro lado de la cabaña como si la hubiera golpeado. Se estrelló
contra un escudo decorativo, partiéndolo en dos, y se deslizó despacio por la
pared, hasta caer inconsciente.

—Mmmm, el postre —le comentó Alti a la figura ahora inmóvil de la


guerrera rubia que yacía en el suelo—. Pero antes me voy a atiborrar de ti, Yakut.

Aumentó la presión sobre el cuello de Evelyn, sonriendo satisfecha al ver


que se le empezaban a desorbitar los ojos.

—Esta vez, Yakut —susurró Alti, apretando aún más—, te voy a quitar
algo más que la vida. Voy a maldecir tu alma para toda la eternidad. ¿Me oyes,
patética imitación de chamana? Te voy a maldecir para toda la eternidad. —Se le
quebró la voz por la rabia ronca y siguió apretando, con las manos temblorosas.

Evelyn sólo veía los ojos negros de Alti que se clavaban en los suyos.
Necesitaba respirar desesperadamente y el dolor de la necesidad hacía que la
cabeza le palpitara y los oídos le zumbaran con un rugido ensordecedor.
No puede tocarme, gritaba su mente sin dar crédito. ¿Cómo puede
hacerlo? Y en esos breves instantes, cayó en la cuenta de que la lluvia que le
empapaba el manto y la piel, la forma en que había apartado el faldón de la
cabaña y había dejado huellas de pies y manos en el barro, el contacto de su
mano sobre el brazo de Ephiny... nada de todo esto tendría que haber sido
posible. Pero lo era. Había notado la lluvia en la cara, se había caído en el barro,
había rodeado con la mano el fuerte brazo de una guerrera amazona y ahora
estaba aquí, a punto de morir estrangulada.

Me parece que te has equivocado, Gabrielle, pensó Evelyn, con la mente


extrañamente tranquila a pesar de su pésima situación. Contempló el feo rostro
de Alti que la miraba desdeñoso a meros centímetros de distancia y le pareció
que se desenfocaba y se desvanecía.

Su mente repasó vertiginosamente imágenes de otro pasado: otro


momento en el que luchó con la malvada chamana, Alti, y perdió. En ese
enfrentamiento, el contacto con Alti tuvo el poder de llenarle la mente de
recuerdos de un dolor espantoso de incontables vidas pasadas y su cuerpo sufrió
espasmos incontrolables. La bruja le robó la vida y envió su alma a un purgatorio
kármico.

Esta vez, sin embargo, por alguna razón ella tenía el poder de impedir que
el frío tacto de Alti invocara el dolor de esa vida pasada. Podía verlo, como si
mirara el fondo de un pozo oscuro y amenazador, pero no la afectaba, no podía
hacerle daño.

Alti soltó un gruñido de frustración. Por mucho que se esforzara, no


conseguía causar el menor dolor a esta chamana inútil. Gruñendo, con las venas
del cuello hinchadas, obligó a su voluntad a llegar hasta Yakut y penetrar en la
vena malévola de poder que normalmente tenía a su disposición. Pero no ocurría
nada: Yakut la estaba bloqueando.

—¡Zorra! —dijo roncamente, al tiempo que usaba todas sus fuerzas para
aplastar la garganta de Yakut—. ¿De dónde sacas este poder? ¿Quién te está
ayudando? —Estampó la rodilla en la entrepierna de Yakut, soltando una risita al
oír el consiguiente gemido de dolor—. Eso lo has notado, ¿verdad?
Había un poder que corría por dentro de Evelyn: ésta notaba cómo la
llenaba de una fuerza que no sabía que tenía. De repente, la necesidad de respirar
que tenía Evelyn desapareció misteriosamente. Qué liberación sentir que ya no
necesitaba respirar. Y entonces sintió que se caía por un largo túnel oscuro.
Mientras caía, la opresión que sentía en la garganta fue disminuyendo y la voz
amenazadora de Alti y sus ásperas palabras fueron desapareciendo. Era como si
se alejara flotando hasta un lugar muy seguro y apacible, un lugar donde la cara
horrible de Alti y la presión sofocante de sus manos ya no existían, donde nada
existía. Nada en absoluto. Ni siquiera ella.

Dios mío, pensó Evelyn cuando su mundo se puso negro, me estoy


muriendo.

—¡Evelyn! —Gabrielle agarró a su amiga por los hombros y la sacudió


suavemente.

Evelyn jadeó una vez y luego dejó de respirar.

—¡EVELYN! —Gabrielle la zarandeó de nuevo y esperó a ver cómo


reaccionaba.

Nada.

Oh, Dios. Ahora estaba segura de que Evelyn era víctima de una
sobredosis.

Primeros auxilios. Primeros auxilios. Gabrielle se apretó la cabeza con las


manos, intentando obligar a su mente a pensar con claridad. Había hecho un
curso de primeros auxilios. Ahora que lo necesitaba, no recordaba absolutamente
nada. ¿Qué era lo que le habían enseñado que tenía que hacer?

Pulso. Comprobar el pulso.

Gabrielle cogió una muñeca inerte y buscó el pulso frenética, pero no


recordaba bien dónde se suponía que estaba el pulso y no lo encontró. Dejó caer
la muñeca y puso los dedos en el cuello de Evelyn. Había pulso, pero era débil y
fluctuante... y se estaba apagando rápidamente.

¿Corazón? ¿Qué pasa con el corazón?

Se agachó y pegó la oreja al pecho de Evelyn. Nada. No oía nada.


Gabrielle escuchó con más atención. No sabía si lo que oía era el corazón de
Evelyn o el suyo.

Oh, Dios, ¿qué ha sido de mis conocimientos de primeros auxilios?, pensó


presa del pánico.

¡Respirar!

¡Eso es lo que se hace primero! Comprobar si respira y si no respira, abrir


una vía respiratoria e intentar devolverle la respiración.

Comprobar si respira, se repitió Gabrielle. Pegó la oreja a la nariz y la


boca de Evelyn, ladeando la cabeza para observar su pecho atentamente.

No respiraba.

Comprobar la vía respiratoria. Gabrielle abrió la boca de Evelyn,


buscando señales de bloqueo, preocupada por la posibilidad de que Evelyn se
estuviera ahogando en su propio vómito. La vía respiratoria estaba libre.

Colocando una mano en su frente y la otra en la barbilla, Gabrielle inclinó


la barbilla de Evelyn para enderezarle el cuello. Con dedos temblorosos, cerró la
nariz de Evelyn. Rápidamente, juntó la boca abierta a la de su amiga y sopló
largamente, luego esperó un momento y volvió a hacerlo, atenta por si veía
movimiento en el pecho de Evelyn.

Mira, escucha y siente, se dijo Gabrielle, repitiendo la lección según la iba


recordando.

Levantó la cabeza de lado y escuchó.

Nada.
Juntando de nuevo sus bocas, sopló otra vez.

Y otra.

Y otra, esta vez con más fuerza. Luego, levantó la cabeza de lado y
escuchó atentamente.

Nada.

—¡Maldita sea, Evelyn! —gritó Gabrielle, golpeándole el pecho con el


puño, presa de la desesperación—. ¡Despierta!

Sopló unas cuantas veces más en la boca de Evelyn, metiéndole aire en los
pulmones, y luego esperó.

Evelyn seguía mirando al techo, con los ojos abiertos y vidriosos.

—¡Despierta! —ordenó Gabrielle, golpeando furiosa el pecho de su amiga


con los dos puños.

Evelyn tomó aire una vez y luego se sentó de golpe, pegando un susto
espantoso a Gabrielle.

—¡Dios santo! —exclamó Gabrielle, sentándose sobre los talones.


Entonces, al recordar una escena que había visto en una película, Gabrielle se
puso de pie a toda prisa y levantó a Evelyn—. Vamos, Evelyn. ¡No te atrevas a
morirte! —Gabrielle se pasó el brazo de Evelyn por el hombro y, usando toda la
fuerza de sus piernas para sostenerlas a ambas, se obligó a caminar—. Como te
mueras, te juro que te mato.

Por fortuna, oyó que Evelyn tosía una vez y luego dos y por fin su amiga
se puso a echar té marrón encima de la alfombra. Gabrielle nunca se había
sentido tan contenta de ver vomitar a Evelyn.

—Eso es, échalo. —Siguió arrastrándola por la habitación, dejando que


Evelyn echara el contenido del estómago por el suelo alfombrado. Con cada paso
que daban, su joven amiga iba recuperando las fuerzas.
—¿Gabrielle? —preguntó Evelyn débilmente, mirando confusa la
habitación.

—Sí, soy yo, Evelyn —contestó Gabrielle aliviada—. Has vuelto. Has
vuelto.

—Gracias a los dioses —murmuró Evelyn, apoyándose en Gabrielle para


sostenerse mientras las dos amigas caminaban cansinamente alrededor del círculo
chamánico que habían hecho ellas mismas.

Al cabo de varios minutos, Evelyn empezó a recuperar la fuerza en las


piernas.

—Creo que ya basta, Gabrielle —dijo, apartando el brazo de los hombros


de su amiga—. Necesito sentarme.

—Vale —dijo Gabrielle, ayudando a Evelyn a sentarse en el sofá—.


¿Quieres agua?

—Sí, un poco de agua sería genial. Gracias.

Gabrielle fue a la cocina. Al poco regresó con un vaso de agua en la mano.

—Toma, bébete esto.

Evelyn se lo cogió de las manos y se bebió el fresco líquido a largos y


agradecidos sorbos.

—Calma, calma —le aconsejó Gabrielle, quitándole el vaso antes de que


Evelyn pudiera terminar—. No creo que debas beber tanto sin más. Espera un
segundo para asegurarte de que no vuelve a salir.

—Vale —asintió Evelyn—. Gracias. —Apoyó la cabeza en el respaldo del


sofá y gimió—. Estoy hecha una mierda.

—No me extraña.

Evelyn levantó la cabeza.


—No te vas a creer lo que me ha pasado.

—Cuando estés bien, más te vale contármelo todo —dijo Gabrielle


mientras ayudaba a Evelyn a quitarse el manto mojado de chamana. Tiró a un
lado la calada prenda, sobre la alfombra. Luego quitó un par de botas de cuero
mojadas y llenas de barro y las tiró al lado del manto, seguidas al poco de un par
de calcetines blancos fríos y empapados—. Estás calada —comentó Gabrielle,
cogiendo una manta de lana doblada cuidadosamente sobre el brazo del sofá y
envolviendo a su amiga en ella—. ¿Mejor?

Evelyn miró a Gabrielle, con el estómago revuelto de repente.

—Mucho mejor, gracias. Dame un minuto, ¿vale?

—Todo el tiempo que necesites —dijo Gabrielle, sentándose en el sofá al


lado de Evelyn, y se dispuso a esperar pacientemente mientras Evelyn volvía a
echar la cabeza hacia atrás y descansaba.

Gabrielle volvió la cabeza para echar un vistazo al reloj. Eran las seis de la
mañana.

Por alguna razón, tenía la sensación de que debía regresar a la residencia.

Mirando a Evelyn, vio que su amiga respiraba hondo varias veces y


parecía quedarse dormida.

Gabrielle cogió una mano de Evelyn entre las suyas y se recostó en el


sofá. La mano inerte seguía fría, pero ya no estaba mojada. La sostuvo
delicadamente entre sus manos, dándole todo el calor que podía, y apoyó su
propia cabeza dolorida en el respaldo del sofá, pensando.

Evelyn había regresado, y Gabrielle tenía la sensación de que no había


vuelto a la fiesta.

Fuera donde fuese, su amiga había acabado empapada.


Mientras Evelyn dormía, con la cabeza de lado, una marca situada en la
base de su cuello llamó la atención de Gabrielle. Se echó hacia delante para ver
mejor esa mancha.

Había una serie de verdugones irritados en la delicada piel de Evelyn y


esas marcas enrojecidas se parecían muchísimo a las huellas de unas manos
alrededor del flaco cuello de su amiga.

Dejaría que Evelyn durmiera un rato, pero luego la iba a tener que
despertar. Gabrielle pasó los dedos por el pelo de Evelyn, apartando con cariño
algunos mechones mojados.

La radio despertador de la mesilla volvió a llamarle la atención.

Las seis y cinco.

Esa molesta sensación de que tenía que volver a la residencia empezaba a


ser insistente.

Una hora, Evelyn, pensó Gabrielle preocupada mientras su amiga


descansaba, te doy una hora y luego tú y yo, mi supuesta chamana, vamos a tener
que hablar, porque algo me dice que más me vale volver a casa.

—¡NOOOOOO! —vociferó Alti llena de frustración al ver cómo


desparecía Yakut. La joven chamana se desvaneció, soltándose de sus garras
como el humo al dispersarse en el suave suspiro de una delicada brisa.

Con los ojos desorbitados de rabia, Alti dejó caer los brazos y retrocedió,
viendo cómo se iban disipando los últimos restos del vapor casi translúcido.

Alguien está ayudando a esa puta, pensó enfurecida. Yakut nunca había
sido tan poderosa. De algún modo, alguien o algo le estaba dando poder. Alti se
juró a sí misma que cuando lo descubriera, primero iba a cortar ese suministro y
luego ambas cabezas.
—Y cuando lo haga —juró entre dientes—, voy a enviar tu alma y el alma
de quien te esté ayudando a un tormento eterno.

El impacto pilló a Alti totalmente desprevenida. Ephiny se estampó contra


su costado, tirando a la chamana al suelo. Aterrizaron juntas hechas un lío de
piernas y brazos sobre la dura tierra con un sonoro golpe. Al instante, Ephiny se
dio la vuelta y se sentó a horcajadas encima de Alti, poniéndole un cuchillo en el
cuello.

Alti se debatió un momento, pero luego se quedó inmóvil, bien consciente


de la afilada hoja que le apretaba la garganta.

—Vaya, qué novedad... normalmente soy yo la que se pone encima —dijo


ásperamente con bravuconería.

—Has matado a Terreis, puta —la acusó Ephiny, haciéndola sangrar al


apretar el cuchillo con más fuerza sobre la piel fría y blanca de Alti—. ¡Te voy a
enviar de vuelta al nivel del Tártaro de donde te hayas escapado!

—Yo no he matado a esa chamana de pacotilla. Lo ha hecho tu amiga


fantasma.

—¡Mentirosa!

—Tal vez. Pero tal vez no. ¿Cómo lo vas a saber?

Ephiny se acercó más a la malvada chamana, apretando más con el


cuchillo.

—Porque hueles a muerte.

Los labios de Alti se curvaron en una sonrisa fiera.

—Me parece que estás oliendo tu propia muerte, querida.

De repente, Alti subió las manos y agarró a Ephiny por la garganta,


rodeando el cuello de la amazona con sus largos y ásperos dedos. Al instante,
Ephiny se vio lanzada a un mundo de dolor que ni en su peor pesadilla se podría
haber imaginado.

La amazona rubia chilló mientras su mente se inundaba de las imágenes


de mil muertes brutales y su cuerpo experimentaba cada corte y cuchillada como
si los estuviera sufriendo aquí y ahora.

Se le cayó el cuchillo de la mano cuando su cuerpo entró en convulsiones,


y rodó por el suelo, inútil.

—Disfruta de lo que sientes —dijo Alti al tiempo que las levantaba a las
dos de la tierra—, porque este dolor es lo último que vas a sentir en tu vida.

Mientras las manos de la chamana apretaban con más fuerza, la mente de


Alti penetró en la de Ephiny, lanzando los recuerdos de la guerrera a un infierno
de fuego abrasador que le calcinó la carne de los huesos.

Ephiny colgaba inerte entre las manos de Alti, mientras su mente se


hundía en la nada a causa del dolor.

—¿QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ? —gritó la reina al entrar en la cabaña,


seguida de cuatro guardias amazonas, armadas hasta los dientes.

Alti no hizo caso de la exigente pregunta y siguió forzando su voluntad


sobre Ephiny. Los ojos de la rubia se pusieron en blanco y empezó a perder el
conocimiento.

—¡Suéltala, Alti! —ordenó la reina.

La muerte de Ephiny estaba tan cerca que Alti casi podía saborearla. Se
pasó una lengua ennegrecida por los labios cortados, lamiéndoselos con
hambrienta emoción. El sudor goteaba a través de la sangre seca de su frente,
pintándole los lados de la cara con unas estrías de un rojo espantoso.

La reina se acercó tanto a Alti que ésta podría haberla lamido.

—¡He dicho que LA SUELTES!


Con un gruñido de frustración, Alti abrió las manos.

Ephiny se desplomó en el suelo, inconsciente.

—Llevadla a la sanadora —ordenó la reina, y dos de las guardias se


apresuraron a obedecer, levantando a la inerte Ephiny entre las dos y
llevándosela a rastras.

Alti aguantó una breve mirada asesina de la reina antes de que ésta se
apartara y se agachara para examinar el cuerpo muerto y mutilado de Terreis que
yacía, tranquilo, en el centro de la cabaña. A pesar del destrozo que tenía en el
pecho, la joven chamana parecía dormida, con el rostro tranquilo y en paz.

—Qué espanto —declaró la reina, pasando la mano por encima de la


herida abierta.

Alti sonrió burlona al oír el comentario, pues sabía perfectamente que iba
dirigido exclusivamente a las dos guardias que quedaban.

La reina se levantó y se acercó a Alti.

—¿Quién crees que ha podido hacer una cosa así?

—Cuando llegué —dijo Alti, ofreciendo su explicación—, había una


desconocida aquí dentro. Intenté capturarla, pero Ephiny se interpuso... como has
visto.

—Entonces, ¿la asesina sin duda ha podido escapar? —preguntó la reina,


enarcando una ceja fina y elegante.

—Sí, ha escapado.

—¿Y Ephiny?

—Me atacó cuando yo intentaba detener a la desconocida.

—¿Crees que estaban conchabadas?


Al oír esto, las dos guardias se agitaron nerviosas. Alti sabía bien que
Ephiny era la capitana de la guardia y líder del ejército de las amazonas. Era
sumamente popular entre todas las tribus. Más importante aún, Ephiny y Terreis
eran amigas íntimas, posiblemente incluso amantes, de dar crédito a los rumores
que corrían sobre las dos.

—No —contestó Alti rápidamente, advirtiendo satisfecha que las guardias


se relajaban—. Creo que simplemente se equivocó con respecto a quién era
culpable.

—¿De modo que te tomó a ti por la asesina mientras la auténtica culpable


lograba escapar?

—Sí. Yo quería incapacitar a Ephiny para poder explicárselo, pero


entonces llegasteis vosotras. Ocurrió todo muy deprisa.

—Ya veo —afirmó la reina, echándose a un lado e intercambiando una


mirada significativa con sus guardias.

Se volvió hacia Alti e irguió los hombros.

—Este asunto no se resolverá hasta que Ephiny recupere el conocimiento


y podamos interrogarla. Hasta entonces, permanecerás en tu alojamiento hasta
que yo te llame. ¿Está claro?

Alti inclinó la cabeza sumisamente y se movió para marcharse. La reina


alzó la mano, deteniéndola.

—Cuando confirmemos tu historia con Ephiny, necesitaremos tus


servicios como chamana... puesto que nuestra propia chamana ya no está
disponible. ¿Estás preparada para asumir ese puesto?

Una vez más, Alti inclinó la cabeza obedientemente.

—Vivo para servir —dijo con una mueca desdeñosa.

—Bien —dijo la reina—, porque mis exploradoras me han informado de


que Xena emprenderá la marcha por la mañana. Para la próxima luna llena, esa
perra de Ares estará ante nuestras puertas con todo el ejército macedonio y más.
Voy a necesitar a una chamana fuerte y poderosa para ayudarnos a unir nuestras
tribus, proteger nuestras tierras y derrotar a esta nueva enemiga. De modo que,
¿eres tú esa chamana, Alti? ¿Eres de verdad tan poderosa como se dice que eres?

—Te aseguro, mi reina, que soy todo lo que temen que soy.

La reina sonrió, con los ojos llenos de ese extraño resplandor verde que
producía escalofríos incluso por la malévola espalda de Alti.

—Eso espero, desde luego. Mañana planearemos la primera fase: la


destrucción de nuestros antiguos enemigos, los centauros. Para cuando Xena
llegue al paso de Shipka, quiero las cabezas de todos los hombres, mujeres y
sobre todo niños de la aldea centaura colgadas de las ramas de los árboles.

Al oír esto, Alti sonrió, revelando una boca llena de dientes amarillentos
tras años de beber la sangre de sus enemigos.

—¿Así que lo sabes?

La reina se acercó a Alti y recogió una línea de sangre de su mejilla con la


punta de un largo dedo, que luego se chupó.

—Oh, te sorprenderías por lo que sé, mi en breve chamana número uno.

Dicho lo cual, la reina se dio la vuelta y se marchó, seguida rápidamente


por las dos guardias. Alti se quedó mirándola en pensativo silencio mientras salía
de la cabaña.

Alti ni se imaginaba cómo había logrado descubrir el secreto más


profundo y mejor guardado de la Princesa Guerrera. Los centauros eran feroces
guerreros, y masacrar a una aldea entera sería difícil como poco. Pero lo que más
asustaba al alma oscura de Alti era lo que haría Xena si lo conseguían.

Gabrielle subió los dos tramos de escaleras de la residencia hasta el


segundo piso, capaz apenas de superar los últimos escalones. Estaba agotada
hasta la médula. ¿No podrían haber puesto ascensor?, se quejó mientras subía
gimiendo los últimos escalones.

El té funcionaba estupendamente, pero menudo pedazo de resaca le había


dado.

Gabrielle sacudió la cabeza al tiempo que bajaba la barra y abría la pesada


puerta de incendios de lo alto de las escaleras con un gruñido. Tenía que haber
una forma mejor de hacer las cosas.

Maldita puerta, ¿por qué las tienen que hacer tan pesadas?

Dejando que la puerta se cerrara sola, avanzó cansinamente por el pasillo,


mientras las imágenes de su cama caliente y blanda quedaban sustituidas una vez
más por la misma conversación que llevaba manteniendo consigo misma desde
que se había marchado del apartamento de Evelyn.

La loca de su amiga se había metido dos pastillas enteras de OxyContin


por la nariz. Había sufrido, efectivamente, una sobredosis. Su alma también había
regresado a su vida anterior en una aldea amazona y se había materializado en
toda su gloria corpórea, lo bastante sólida como para mojarse por la lluvia, lo
bastante real como para morir estrangulada a manos de otra chamana.

¿Qué querrá decir eso?, pensó Gabrielle mientras arrastraba los pies por
el silencioso pasillo hacia su habitación, sumida en sus pensamientos.

¿Quería decir que cuantos más opiáceos tomara, más real se haría? Y si se
pasaba, ¿moriría o su alma regresaría al lugar que le correspondía, al lado de
Xena?

Gabrielle metió la llave de su cuarto de la residencia en la cerradura y giró


el picaporte.

La única manera de conocer la respuesta a estas preguntas sería probando.

¿Pero debía hacerlo? ¿Debía arriesgarse a morir para estar con Xena?

La cerradura se abrió y Gabrielle empujó la puerta y entró.


¿Tenía que morir para estar con Xena?

—¿Dónde coño has estado?

Gabrielle se quedó en el umbral, boquiabierta. Su madre estaba plantada


en el centro de su habitación, cruzada de brazos, prácticamente echando humo de
rabia. Antes de que pudiera responder, su madre se echó sobre ella y le pegó una
bofetada en la cara, con tal fuerza que estuvo a punto de caerse de lado siguiendo
la dirección del golpe. Se quedó mirando a su madre en pasmado silencio,
frotándose inconscientemente la marca palpitante que sabía que ya tenía en la
mejilla.

Mientras Gabrielle se quedaba allí sin habla, parpadeando para controlar


las lágrimas que amenazaban con caer, su madre fue muy tranquila a la puerta
aún abierta y la cerró sin hacer ruido.

—Sé que estás tramando algo —dijo su madre cuando se cerró la puerta—
. Ahora, me vas a decir dónde estabas, qué estabas haciendo y con quién o, si no,
vas a desear no haber nacido.

La piel de la cara le escocía como si se hubiera quemado. Cubriéndose la


mejilla con una mano fría, Gabrielle miró iracunda a su madre en desafiante
silencio.

Y allí estaba su madre, mirándola a su vez, con aire seguro y relajado y los
ojos relucientes de rabia.

—¿Dónde coño has estado?

—Fuera —replicó Gabrielle escuetamente.

Esa mano brutal cayó sobre ella de nuevo, pero esta vez Gabrielle la sujetó
con firmeza. Sonrió con desprecio, satisfecha de ver la expresión sorprendida de
su madre.
—Nunca más vas a volver a pegarme —afirmó Gabrielle, con un gruñido
áspero. Apartó la mano de su madre—. Nunca más.

Su madre se rió sardónicamente.

—Oh, ¿en serio? ¿Y desde cuándo eres tan valiente, ratoncito mío? —
Rodeó a Gabrielle, mirándola con desprecio—. No tienes cojones para plantarme
cara.

Gabrielle se adelantó y se encaró con su madre, pegada a ella.

—Tú prueba.

Se quedaron mirándose en tenso silencio y Gabrielle resistió las ganas de


tragar saliva. Así de cerca, los ojos de su madre la atravesaban como una navaja.
Haciendo acopio de valor, Gabrielle se negó a ceder. Se mantuvo firme y
erguida, obligando a sus ojos a sostener la mirada terrorífica de su madre. Pasara
lo que pasase, ella no iba a ser la que desviara la mirada. Ahora no... nunca más.
El valor inundó su corazón mientras veía cómo empezaba a temblar el labio
superior de su madre.

El golpe que siguió fue tan rápido que Gabrielle apenas lo vio antes de que
la enviara tambaleándose contra una cómoda. Se llevó la mano a la cara como
reflejo y notó el calor de un pequeño flujo de sangre.

Su madre soltó una risilla burlona mientras se limpiaba el anillo del dedo
corazón.

—Tienes mucho que aprender para intentar hacerme frente, niña.

Le levantó la cara a Gabrielle agarrándola por la barbilla y sonrió al ver


las lágrimas que ahora manaban sin control.

—No vuelvas a hablarme así.

Gabrielle apartó la cara de la mano de su madre.

—No puedes hacer esto. Ya no soy una niña. Ya tengo veintiún años.
Su madre echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Oh, así que ya tienes veintiún años. Veintiún años y jamás te han
besado, ¿eh?

Gabrielle se quedó callada, frunciendo el ceño mientras esos ojos fríos la


miraban con expresión sarcástica y especulativa.

—Seguro que no —dijo su madre, acercándose más—. O debería decir,


más vale que no.

Gabrielle se encogió bajo el amenazador escrutinio.

—Escúchame, querida hija mía. Sea lo que sea lo que estás tramando, eso
se ha acabado ya. Y no intentes negarlo.

Gabrielle estuvo a punto de contestarle de malos modos, pero se detuvo,


espantada cuando su madre se puso a olisquearla.

—Huelo su cuero en tu piel.

A Gabrielle se le desorbitaron los ojos al oír el comentario.

Su madre se apartó, repentinamente tranquila.

—Jamás escaparás de mí, Gabrielle. Por mucho que lo intentes, por mayor
que seas. No hay un solo lugar en este planeta donde no pueda encontrarte. Tu
pasado ha quedado borrado y tu futuro ha sido reescrito, querida, y te jodes,
porque no puedes hacer nada para remediarlo. Así que escucha mi pequeño
consejo, de madre a hija: acepta la suerte que te ha tocado en esta vida.

Gabrielle la miró con un odio abyecto en los ojos mientras su madre se


encaminaba con elegancia a la puerta.

—Ah, y una cosa más, Gabrielle —dijo, ante la puerta ahora medio
abierta, a punto de marcharse—. Sé que te está ayudando alguien. Sé incluso
quién es... más o menos. Sólo es cuestión de tiempo que la encuentre. Y cuando
lo haga, deseará no haber nacido.
La puerta se cerró de golpe y Gabrielle escuchó, paralizada y en un
silencio aterrado, el ruido de los zapatos de su madre al alejarse.

Hasta que el repiqueteo rítmico de los tacones de aguja se desvaneció, el


cerebro de Gabrielle no cayó en la cuenta del auténtico significado de la
conversación.

Su madre lo sabía. Su madre lo sabía todo. Y tal vez la revelación más


devastadora, la cosa que le revolvía el estómago con una oleada de náusea, era
saber que su madre era la razón... la razón de todo ello.

Gabrielle se colgó la mochila del hombro y bajó a paso ligero por la


Avenida Wisconsin. Se detuvo ante un escaparate y fingió mirar los zapatos,
aprovechando para confirmar la sospecha que venía albergando desde que había
salido de la residencia.

Alguien la estaba siguiendo. El mismo hombre bien parecido vestido con


una sudadera de la Universidad de Georgetown la seguía desde que había salido
de Harbin Hall y había torcido por Prospect. Al principio, tenía pensado coger el
GUTS, el autobús de la universidad, y dirigirse a Dupont. Tenía que hablar con
Evelyn lo antes posible, pero temía usar el teléfono, cualquier teléfono, por
miedo a que la conversación quedara grabada, o peor aún, que Evelyn fuera
localizada.

El autobús era la forma más rápida de llegar junto a su amiga, pero


entonces Gabrielle vio a un tipo demasiado acicalado para ser un estudiante
universitario y que parecía completamente fuera de lugar con su sudadera de la
UG. Por instinto, supo que aquello era labor de su madre.

¿De verdad creían que era así de estúpida?

Gabrielle se detuvo ante el escaparate y contempló el muestrario de


zapatos, aguantando la respiración hasta que Don Universitario llegó a su altura y
luego pasó a su lado. Con todo, Gabrielle no se creía que no la estuviera
siguiendo y, efectivamente, el hombre se detuvo junto a una tienda no mucho
más abajo, fingiendo que él también estaba mirando el escaparate.
Maldita sea, soltó Gabrielle por dentro y se mordisqueó el labio inferior,
intentando pensar en un plan alternativo.

Tomando una rápida decisión, se apartó del escaparate y cambió de


dirección, para regresar al campus por donde había venido. No se sorprendió en
absoluto cuando Don Universitario dejó de mirar escaparates y echó a andar en la
misma dirección.

Aceleró el paso, se metió entre dos coches aparcados para cruzar el


atestado bulevar y se arriesgó a echar un rápido vistazo atrás. Don Universitario
había hecho lo mismo, esquivando el tráfico para no perderla, aunque llevaba un
teléfono móvil pegado a la oreja.

Me cago en la leche, suspiró Gabrielle. Colocándose bien la mochila para


equilibrar el peso, pegó un respingo cuando su propio móvil se puso a sonar.
Movió la mochila para alcanzar el bolsillo y coger el teléfono que seguía
sonando, y se detuvo para ver quién llamaba.

Era su madre.

Por un instante, pensó en no hacer caso de la llamada, pero, sin dejar de


caminar, se volvió para echar un vistazo al agente que la seguía y se lo pensó
mejor.

El móvil volvió a sonar y lo abrió, llevándoselo a la oreja muy nerviosa.

—¿Qué crees que estás haciendo? —oyó decir a su madre.

La pregunta le produjo una oleada de resentimiento.

—¡MÉTETE EN TUS PUTOS ASUNTOS! —gritó Gabrielle y luego tiró


el móvil, madre incluida, en la siguiente papelera ante la que pasó.

Oyó la voz apagada de su madre que maldecía entre la basura mientras


ella se alejaba a largas zancadas.
La biblioteca estaba maravillosamente silenciosa a pesar de que Don
Universitario estaba allí también, fingiendo leer un libro. Gabrille atisbó desde
detrás de su propio texto y lo fulminó con la mirada. Él levantó los ojos y la miró
con cara inexpresiva y luego volvió a prestar atención a las páginas que estaba
hojeando.

Gabrielle enarcó una ceja dorada. Dudaba de que el tipo supiera leer
siquiera.

Apoyando el codo en las páginas de su libro abierto, se dio golpecitos


pensativos en los labios con la punta de los dedos.

Su madre tenía infinitos recursos a su disposición para seguir sus


movimientos. Ésa era una verdad de la que Gabrielle no podía escapar. Cualquier
cosa que hiciera, cualquier cosa que comprara, cualquier lugar al que fuera, su
madre lo sabría.

No se podía arriesgar a usar un teléfono y la cabina de la residencia seguro


que ya estaba pinchada. Incluso si usaba teléfonos públicos al azar, su madre
haría que sus matones la siguieran inmediatamente y rastrearan la llamada. En
esta era de tecnología y comunicación instantánea, todo dejaba un rastro
electrónico.

Sus dedos se apartaron de sus labios y tamborilearon con ritmo pensativo


sobre la mesa de roble.

Al colgar a su madre y tirar el móvil, Gabrielle había declarado la guerra a


todos los efectos. De modo que, ahora que estaban en guerra, lo que necesitaba
era buenos consejos sobre estrategia militar.

—Bueno —se dijo Gabrielle mientras contemplaba la suave luz que


entraba por los cristales biselados de los grandes ventanales de la biblioteca—.
¿Qué haría Xena?

Sus dedos tamborilearon una marcha ligera sobre la mesa durante unos
cuantos segundos más hasta que de repente se le ocurrió una idea. Se levantó de
la silla tan deprisa que el agente del otro lado de la sala no pudo evitar pegar un
respingo sobresaltado. Gabrielle se rió por dentro, mirándolo por el rabillo del
ojo mientras él volvía a acomodarse, al darse cuenta de que ella sólo iba a un
ordenador.

Se sentó en una silla libre y sus dedos se movieron por el teclado. No


tardó en encontrar lo que buscaba. Sus ojos recorrieron la larga lista de ensayos y
libros disponibles como referencia.

Estrategias bélicas de Alejandro Magno, ensayo escrito por E. Badian en


1958.

—Con eso basta —murmuró Gabrielle y pulsó la tecla de impresión,


esperando a que empezara la tarea antes de cerrar la página de búsqueda.

Momentos después, estaba de vuelta en su sitio con las páginas impresas,


repasando el contenido del ensayo sobre Estrategias bélicas que ofrecía páginas
y páginas de citas sobre el arte de la guerra atribuidas a Alejandro, junto con
otros grandes generales de la época antigua. Sonrió al ver el párrafo escrito en el
ensayo que atribuía a Alejandro una serie de estrategias militares que todavía se
aplicaban hoy día.

—Todo lo que sabía, lo aprendió de Xena —murmuró Gabrielle mientras


leía la lista de maniobras clásicas de combate y guerra de guerrillas inventadas
mucho antes de la era del hombre moderno. Ni siquiera el terrorismo, al parecer,
era una idea nueva, y parecía que Xena sabía lo suyo sobre cómo aterrorizar.

"El miedo paralizará el corazón de tu enemigo mucho antes de que tu


espada derrame su sangre", leyó en una cita, atribuida al príncipe de Macedonia.
Se preguntó si le daban el mérito a Alejandro de todo lo que había hecho Xena.

Volvió a concentrarse en el ensayo, pero le resultaba casi imposible


olvidar la asombrosa imagen de la primera vez que vio a Xena, vestida con
armadura de combate completa, blandiendo la espada en un gran arco mientras
cabalgaba por un campo, con los sorprendentes ojos azules relucientes de sed de
sangre.
—Sin duda practica lo que predica —susurró Gabrielle, intentando
concentrarse de nuevo en la página.

"El arte de la guerra se basa en el engaño", leyó, y sonrió. A pesar de la


mala traducción, en su mente no podía evitar vestir las palabras con la voz rica y
los tonos suaves de Xena. "Ofrece cebos para atraer al enemigo... si se relaja, no
le des descanso... si sus fuerzas están unidas, sepáralas. Haz las cosas
abiertamente con el fin de engañar y permite que los espías las conozcan e
informen de ellas al enemigo".

Los ojos verdes se apartaron de las sencillas palabras negras y cruzaron


aviesos la sala hasta posarse en el agente, que seguía intentando esforzadamente
parecer interesado en el libro que tenía delante.

"Haz las cosas abiertamente con el fin de engañar y permite que los
espías las conozcan e informen de ellas al enemigo", repitió Gabrielle en silencio
mientras miraba.

—Xena —dijo, cerrando sus libros de golpe—, eres un genio.

Gabrielle se levantó de la silla de un salto, recogió sus cosas y rodeó


rápidamente la mesa rumbo a la puerta, sin importarle en absoluto que su sombra
acabara de levantarse a toda prisa para apresurarse a seguirla.

Horas después regresó a la residencia después de arrastrar a su "cola" a


una larga excursión por gran parte de Washington DC. Hacía un día precioso y
¿qué le podía apetecer más a una rica universitaria americana que ir de compras?
Y vaya si compró, usando una de las tarjetas de crédito de su madre para gastar
todo lo que pudo llevar consigo y más. Arrastró a Don Universitario a una orgía
de compras que tardaría en olvidar, y se detuvo para hacer una docena de
llamadas en otros tantos teléfonos públicos por el camino.

Pensó en comprarse otro móvil, pero lo desechó. Era mucho más divertido
imaginarse a los agentes de su madre teniendo que abrirse paso por la compañía
telefónica para rastrear los números que había marcado en multitud de cabinas
telefónicas públicas. Gabrielle había llamado a amigos para charlar de temas
intrascendentes, había hecho diversos planes para quedar que no creía que fuera a
cumplir y hasta había usado la cuenta de la American Express de platino de su
madre para reservar una habitación de hotel y un vuelo fuera de la ciudad para el
próximo fin de semana.

Eso tendría a los agentes corriendo de acá para allá y daría por el culo a la
estrecha de su madre.

Puta.

Gabrielle tiró las bolsas a la cama y luego se dejó caer ella también,
agotada. Gastar el dinero de su madre era muy cansado... pero qué satisfacción.
Tendría que haberlo hecho desde el principio, pensó riendo, imaginando que el
agente que la había estado siguiendo estaría tan cansado como ella.

Rodó sobre el colchón y atisbó por la ventana.

Sí, ahí estaba, sentado en un banco. Agitó una ceja al tiempo que soltaba
una risita burlona. Ya no tienes la espalda tan recta, ¿eh, muchacho? Parecía a
punto de quedarse dormido.

"Si se relaja... no le des descanso", la voz suave y cálida de Xena susurró


las sabias palabras que había leído y Gabrielle volvió a rodar sobre la cama.

—Pasemos a la fase dos —le anunció al techo, y se levantó de un salto.

Cincuenta centavos más tarde, estaba marcando un número en el teléfono


público del final del pasillo. Estaba pinchado y lo sabía.

—¿Peter? —dijo, sonriendo cuando contestaron al teléfono—. Soy


Gabrielle. ¡Eh! Hola a ti también. Cuánto tiempo, ¿eh? Estaba pensando en ti. Se
me ha ocurrido que podríamos vernos. ¿Cuándo? ¿Qué te parece esta noche?
¿Estás libre? ¡Bien! ¿Te apetece cenar? Invito yo, por supuesto. Genial. ¿Qué te
parece si quedamos en la Cantina del Cactus a las ocho? ¡Estupendo! Cómo me
apetece volver a verte. Sí, yo también. Vale, hasta luego.

Gabrielle colgó el teléfono y se quedó mirándolo un momento, sintiéndose


un poco culpable. No tenía la menor intención de reunirse con Peter en la
Cantina. Dándole una palmadita al auricular del teléfono, miró las puertas del
pasillo, con la esperanza de que Mary estuviera por ahí. Más tarde le tendría que
explicar a Peter lo que estaba pasando: estaba segura de que precisamente él lo
comprendería.

En cuanto esos hombres informaran a su madre de que había quedado con


Peter, acudirían a la Cantina como moscas a la miel.

Gabrielle bajó por el pasillo hasta la habitación de Mary y se detuvo un


momento antes de llamar. Al contrario que Evelyn y ella misma, Mary no era rica
y siempre andaba escasa de dinero. Gabrielle no tenía duda de que estaría
encantada de cenar con Peter... por el precio adecuado.

Una preocupación repentina le hizo fruncir el ceño. ¿Estaría poniendo en


peligro a sus amigos? Esperaba que no. Al menos, no era ésa su intención. No,
los agentes sólo la estaban siguiendo e informando a su madre de sus
movimientos. Y su madre no era una amenaza mientras no estuviera presente.

—Ofrece cebos para atraer al enemigo. Finge desorden y aplástalo —


repitió Gabrielle, con los ojos verdes chispeantes de ideas—. Bueno, puede que
no consiga aplastar a mi enemigo, pero sin duda puedo volverlo loco —dijo
Gabrielle, y luego llamó a la puerta de Mary.

Gabrielle salió del taxi y pagó al conductor, dándole una propina que era
casi el doble de lo que marcaba el contador. Él le sonrió ampliamente muy
agradecido y ella agitó la mano saludando cuando se marchó. Su plan había
funcionado impecablemente: Xena estaría orgullosa.

Siguiendo sus instrucciones, Mary salió de la residencia pocos minutos


antes que ella, fue hasta el final de la calle y, sin que el agente la viera, llamó a
un taxi. Una vez en él, regresó a la residencia y se agachó discretamente en el
asiento de detrás. Gabrielle había usado el teléfono público de la residencia para
pedir un taxi y bajó alegremente las escaleras y se metió en el taxi como si fuese
el que había encargado.
Tal y como había previsto, Don Universitario estaba en un coche corriente
y muy evidente, preparado para seguirla.

El taxi se detuvo ante la Cantina y Mary se bajó. El taxi se alejó, pero el


agente se quedó detrás, engañado por el largo pelo rubio de Mary y la ropa
idéntica: vaqueros y una cazadora de cuero negra.

Cuando el taxi se alejaba, Gabrielle atisbó por encima del asiento trasero y
soltó una risita. El agente se quedó esperando debidamente ante la Cantina,
creyendo que Gabrielle había acudido a su cita con Peter.

Acomodándose en el asiento, Gabrielle le dio al taxista la dirección del


apartamento de Evelyn, añadiendo un guiño cómplice para el hombre, que la
miraba con curiosidad por el espejo retrovisor.

El taxista no comentó nada sobre el engaño ni sobre el cambio de ropa en


el asiento de detrás, aunque sus ojos oscuros se esforzaron por ver el espectáculo.
Al final, no vio nada más que una espalda desnuda y un tirante de sujetador, pero
la carrera tan inusual con la gran propina del final era más que suficiente para
disfrutar una noche. Se alejó tan contento como Gabrielle.

Ésta se volvió y subió los escalones de entrada hacia el apartamento de


Evelyn, segura de que había llegado hasta aquí sin escolta y sola.

Gabrielle llamó a la puerta y sonrió cuando se abrió un poco, revelando el


rostro sorprendido de su amiga.

—¡Gabrielle! ¿Dónde te habías metido? He estado llamándote sin parar.

—Lo siento, es que he tenido que tirar mi móvil. ¿Puedo pasar?

—Claro —dijo Evelyn, abriendo más la puerta y dándole la bienvenida


con un gesto de la mano—. Adelante.

—Cierra la puerta —dijo Gabrielle con un tono que hizo enarcar las cejas
a Evelyn.

Ésta cerró la puerta y siguió a Gabrielle hasta el sofá del cuarto de estar.
—¿Qué pasa?

—No te voy a poder ver durante un tiempo —declaró Gabrielle con la


cara muy seria.

Evelyn se la quedó mirando y luego estalló en carcajadas.

—Jo, Gabrielle, ¿qué haces... romper conmigo?

—Deja de reírte, Evelyn, lo digo en serio. Cuando volví a mi residencia


esta mañana, ¿a que no sabes quién me estaba esperando?

—¿Xena?

—Ojalá. Prueba otra vez.

Evelyn resopló impaciente.

—No lo sé, Gabrielle, ¿quién te estaba esperando?

—Mi madre.

—¿Tu madre?

—No, la tuya. Sí, mi madre, y estaba más furiosa que un pollo de dos
cabezas en el día de matanza, deja que de diga.

—Un pollo de dos cabezas... —Evelyn sofocó una risotada—. Gabrielle,


¿de qué hablas?

—Lo sabía.

Evelyn tragó saliva, sin creerse lo que acababa de oír.

—¿Lo sabía? ¿Cómo que lo sabía?

—Lo sabía —repitió Gabrielle, acercándose más—. Te digo que lo sabía...


sabía lo de Xena. Sabes lo que quiere decir eso, ¿verdad?
—Que es ella.

Gabrielle asintió, con el rostro absolutamente serio.

A Evelyn se le dilataron los ojos.

—Es ella.

Gabrielle asintió de nuevo.

—¿Qué vamos a hacer?

Los ojos de Evelyn recorrieron su cuarto de estar como si buscaran


respuesta.

—Tiene que ser una chamana poderosísima, Gabrielle. ¿Cómo vamos a


luchar contra eso?

—También sabe lo tuyo, ¿sabes?

—¿Qué? —exclamó Evelyn, con un respingo sobresaltado—. ¿Cómo que


sabe lo mío?

—Me dijo que sabe que me está ayudando alguien, aunque sé fijo que no
sabe quién es... todavía.

A Evelyn se le hundieron los hombros por el alivio.

—Bien. Casi me matas del susto. No estoy preparada para enfrentarme a


alguien así de poderoso.

—Y tenemos que asegurarnos de que no te enfrentas nunca a ella, es decir,


hasta que estés preparada. —Gabrielle se levantó del sofá y recogió sus cosas—.
Será mejor que me vaya. Quería ver cómo estabas, asegurarme de que estabas
bien y de que sabías lo que está pasando. Estoy segura de que no me han seguido,
pero con mi madre nunca se sabe.

—¿Seguido?
—Sus gorilas. Agentes. He tenido que cargar con ellos durante casi toda
mi vida. Ahora me están vigilando muy de cerca. Por eso no voy a poder verte
durante un tiempo. No podemos permitir que mi madre descubra quién eres. Al
menos, todavía no... hasta que estemos preparadas.

—¿Cómo que hasta que estemos preparadas?

—No nos vamos a poder ver durante por lo menos unos meses, tal vez
más. Y nada de hacer "viajes" sin mí, ¿te enteras, Evelyn?

Evelyn hizo una mueca como si no quisiera aceptarlo.

—Lo digo en serio, Evelyn. No te atrevas a volver allí sin mí. De algún
modo, mi madre se ha coscado de lo que estamos haciendo. Y ahora me está
vigilando mucho más de cerca. No podemos arriesgarnos a hacer un ritual, ahora
no. —Gabrielle se rascó pensativa la barbilla—. Al final, acabará hartándose de
vigilarme, siempre se harta. Vamos a tener que esperar hasta entonces.

—Dios mío, Gabrielle. No lo había pensado. ¡Tu madre se va a presentar


como vicepresidenta en las próximas elecciones!

Gabrielle asintió: la gravedad de la situación empezaba a pesar como una


losa sobre sus hombros.

—Efectivamente. Nos estamos jugando algo más que nuestro destino,


Evelyn.

—El pasado y el futuro —susurró Evelyn—. No puede ser elegida. Nadie


como ella debería tener tanto poder.

—No podemos estar en contacto —declaró Gabrielle con firmeza—. Ni el


más mínimo contacto. ¿Estás de acuerdo?

Evelyn asintió con seriedad.

—¿Qué hacemos entretanto?


—Entretanto —contestó Gabrielle al tiempo que se dirigía a la puerta—,
Xena me advirtió de que la próxima vez que la visite, estará en guerra con los
persas. Tengo que prepararme para eso.

Evelyn siguió a su amiga por el cuarto de estar hasta la puerta de entrada.

—¿Cómo que te tienes que preparar?

Gabrielle se detuvo ante la puerta y se dio la vuelta.

—¿Yo? —dijo, señalándose a sí misma—. Me voy a entrenar. Yoga, artes


marciales, kárate, armas... lo que sea, lo voy a hacer.

—¿Qué crees que vas a hacer? ¿Luchar en su ejército?

—No, a su lado, si puedo. Si no puedo, al menos no le causaré ningún


daño, como la última vez. En cualquier caso, estaré preparada.

—¿Preparada para qué? Allí somos como fantasmas.

—Tú no eras un fantasma en la aldea amazona, ¿verdad?

—Ya, pero sólo porque tomé drogas suficientes para matar a un elefante.

—Sí, y por eso tú también tienes trabajo que hacer. Quiero notar la lluvia
en la cara, igual que tú, Evelyn. Xena me necesita. Tengo que hacerme real para
ella. No sólo en esos segundos antes de aparecer y desaparecer, sino real como si
hubiera nacido entonces. Tiene que haber un modo de poder hacerlo, sin matarme
con una sobredosis.

—Entonces, ¿cuál es el plan? ¿Qué tengo que hacer?

—Tú —contestó Gabrielle, agarrando el picaporte de la puerta—, también


te tienes que entrenar.

—¿Sí?

—Sí, efectivamente. Tienes que aprenderlo todo sobre ritos y rituales


chamánicos, en especial tal y como se realizaban en la época antigua.
—Eso sí que puedo hacerlo —dijo Evelyn, sonriendo.

—Bien —replicó Gabrielle, sonriendo a su vez.

Pasó por la puerta abierta al descansillo y luego se volvió para mirar a


Evelyn una última vez.

—Esto es peligroso, Evelyn. Peligroso de verdad. Si mi madre te


descubre...

—No te preocupes, que tu madre no me va a descubrir. A fin de cuentas,


no nos movemos en los mismos círculos.

Gabrielle le puso la mano en el hombro a su amiga y apretó.

—Pues asegúrate de que vuestros círculos no se cruzan. Por favor, ten


cuidado.

—Lo tendré. Y tú también —respondió Evelyn, poniendo la mano sobre la


de su amiga y apretándola a su vez—. Ten cuidado, Gabrielle. Te voy a echar de
menos.

—Yo también te voy a echar de menos. —De mala gana, Gabrielle apartó
la mano del hombro de su amiga y se alejó de Evelyn, avanzando por el
descansillo hacia las escaleras.

—¿Cuánto tiempo? —llamó Evelyn—. ¿Cuánto tiempo crees que tenemos


que esperar?

—No lo sé... un par de meses como mínimo —replicó Gabrielle, dándose


la vuelta y caminando de espaldas mientras respondía—. No me llames. Te
llamaré yo... cuando crea que es seguro.

—De acuerdo.

—Cuando te llame... tienes que estar preparada —le advirtió Gabrielle,


señalándola con el dedo.

—Estaré preparada. Te lo prometo.


Gabrielle se dio la vuelta y bajó corriendo las escaleras hasta la puerta del
edificio.

—¡Cuídate, Gabrielle! —gritó Evelyn—. ¡No tomes nada que yo no


tomaría! —Sonrió, viendo cómo su amiga desaparecía escaleras abajo—. Cuídate
—repitió Evelyn en voz baja, regresó a su apartamento y cerró la puerta.

Esto no era más que puro boato y Xena lo detestaba. Le parecía una
pérdida de tiempo cuando había tantos otros detalles más importantes que
requerían su atención. Se movió sobre la silla a lomos de Argo y se ajustó la
espada que llevaba a la espalda.

Vestida con el traje completo de combate, Xena resultaba impresionante.


Incluso entre las largas filas de la caballería brillantemente armada que se abría
paso por la ciudad, destacaba como una presencia dominante. Por toda la avenida
principal, tanto corintios como visitantes atestaban las aceras y los balcones para
aplaudir a las fuerzas griegas combinadas que emprendían la marcha para
lanzarse a la guerra contra su antiguo enemigo, los persas. Y aunque el gentío se
echaba hacia delante para aplaudir a sus soldados, de habérselo preguntado
muchos habrían confesado que en realidad estaban allí con la esperanza de ver a
la legendaria guerrera, su comandante suprema, Xena de Macedonia.

La Princesa Guerrera no defraudaba. Con su poderosa presencia, iba


montada en su caballo de guerra tan tranquila como si marchara a una cacería. El
desfile que avanzaba por delante de ella era un espectáculo asombroso: doce mil
soldados griegos habían emprendido la marcha a mediodía. Las secciones a las
que se les había concedido el honor de acompañar a la comandante suprema
hasta salir de Corinto eran la Brigada de Guardias y la Caballería de
Compañeros, una fuerza combinada de infantería y caballería compuesta por los
mejores guerreros de toda Grecia. Las filas de soldados y caballos llenaban la
calle de ocho en fondo y eran tan largas que una hora después Xena todavía no
había avanzado ni un centímetro.

Lo que los espectadores no sabían era que se habían perdido el auténtico


espectáculo. El grueso del ejército griego había salido de los campos que
rodeaban la ciudad al amanecer. Más de seis mil soldados de caballería de
Macedonia, Tesalia, Tracia y Atenas, junto con más de treinta mil soldados de
infantería que representaban a todas las ciudades-estado griegas y una hueste de
mercenarios y voluntarios de tribus extranjeras, habían dejado las polvorientas
llanuras nada más salir el sol, siguiendo una ruta comercial que evitaba la ciudad
por completo. Cuatro batallones emprendieron la marcha escalonadamente para
garantizar que el ejército llegaba a sus diversos destinos durante cada día de
marcha a tiempo y sin atropellarse entre sí.

Los generales de brigada de Xena, Parmenión, Lisímaco, Casandro y


Nicátor, no estaban con ella para recrearse en la gloria del gran desfile a través de
Corinto. Iban al mando de las columnas que seguían la luz de la mañana rumbo a
Sestos. Por delante de ellos, un cuerpo de ingenieros y especialistas había salido
de Corinto varios días antes para recabar información sobre las rutas y los
terrenos para acampar, así como para asegurar el paso seguro de todas las tropas
por campos, ríos, puentes o cualquier obstáculo que pudieran encontrar. Y antes
de eso, antes de que un solo soldado diera un solo paso rumbo a Persia, Xena
había enviado mensajeros que se habían apostado a intervalos regulares. Ellos le
entregarían los informes sobre el avance de cada división al llegar a los puntos de
control ya establecidos por el camino.

Luego, por supuesto, estaban los grupos más pequeños de veloces jinetes
que habían partido aprovechando la oscuridad de la noche. Avanzadillas de
exploradores que tomarían nota e informarían de posibles movimientos
enemigos, aunque no se esperaba que ocurriera nada hasta que dejaran las
fronteras seguras de Tracia. Y luego estaban los espías, casi tantos espías como
tropas ligeras: más de mil. Su misión había empezado meses antes y Xena había
estado recibiendo un flujo constante de información de estos mercenarios bien
pagados mucho antes incluso de que ella misma llegara a Corinto.

Volvió la cabeza para mirar a Alejandro y sonrió ante su juvenil


impetuosidad. Estaba convencido de que su discurso ante los senadores era la
causa del lanzamiento de esta campaña. En realidad, Xena había estado tomando
medidas para la conquista de Persia mucho antes de que el congreso de Corinto
se lo planteara siquiera.

Alejandro notó que Xena lo miraba y sonrió.


—Gracias por cambiar de opinión.

Xena se rió por lo bajo. Más de un año con ella y el pobrecillo seguía en la
inopia.

—Deberías agradecérselo a Antípatro —replicó, mirando de nuevo al


frente—. Él me convenció de que mi decisión era un error.

—¿Antípatro? —Alejandro se movió para buscar al recién nombrado


regente. El joven estaba en lo alto de los escalones que llevaban al foro,
flanqueado a cada lado por dos de sus amigos. Se quedarían atrás al mando de
una milicia considerable para proteger a Grecia y los intereses de Xena, mientras
ellos estaban fuera. Ocho años era mucho tiempo para que un gobernante
estuviera ausente de su trono, y ocho años era el mínimo que Xena calculaba que
tardarían en conquistar el resto del mundo conocido.

Alejandro saludó a Antípatro, el joven lugarteniente que había sido


elegido para ocupar su lugar. Se dio cuenta por la postura de Antípatro, por su
sonrisa de orgullo y por su forma de corresponder a los saludos y gestos de las
masas vitoreantes de que estaba emocionadísimo por haber ascendido tan deprisa
a tan alto nivel.

Como un chiquillo encargado de guardar la granja, pensó Alejandro


sonriendo.

Alejandro elevó los ojos al cielo y dio gracias por no ser él quien se
quedara atrás para gobernar en ausencia.

No albergaba la más mínima duda: Xena estaba destinada a la victoria.


Los dioses, en especial el dios de la guerra, favorecían a la guerrera. Y en este día
especial, el sol la iluminaba como si el mismo Ares la besara en la frente,
otorgándole su bendición. Sonrió mientras contemplaba el perfil de Xena. Bella y
segura, esperaba con calma a lomos de Argo a que el desfile de soldados que se
extendía ante ellos empezara a desplegarse.
De modo que si la gloria de conquistar el mundo no estaba destinada a él,
al menos podría bañarse en su luz combatiendo al lado de Xena en ésta que era la
mayor de sus campañas.

La línea de tropas montadas que tenían delante empezó a avanzar y


Alejandro sonrió, notando el calor del sol en la espalda y oyendo las
aclamaciones de los miles de personas que llenaban las calles y balcones de
Corinto y gritaban el nombre de Xena. Sí, efectivamente, era un buen día para la
guerra.

Xena tiró ligeramente de sus riendas, una orden para que Argo se
estuviera quieta. Bajo sus piernas la yegua empezaba a agitarse nerviosa, a
medida que crecía el entusiasmo de la muchedumbre que tenían alrededor. Vio
por encima de las cabezas de los soldados que tenía delante que muy pronto
empezarían a moverse.

Y así, en este hermoso día de verano, por fin emprendería la marcha desde
Corinto hacia el Helesponto. Llevaba soñando con este día desde la primera vez
que cabalgó al frente de su primer ejército, y ahora el día estaba a punto de
hacerse realidad.

Y entonces las filas de delante se pusieron en marcha. Segundos después,


azuzó a Argo con las rodillas y su caballo de guerra caracoleó, dando los
primeros y orgullosos pasos, golpeando ruidosamente con los cascos el
pavimento de piedra del bulevar. Su movimiento provocó un rugido de
aclamaciones por parte de la multitud y un respingo de sorpresa por parte de
Alejandro. Xena sonrió y asintió, agradeciendo los aplausos y sintiendo cierto
placer al ver la torpeza inicial de Alejandro. Bajo el pesado escrutinio de millares
de personas, hasta el más mínimo tropiezo marcaba una diferencia.

Xena sonrió con sorna a su compañero cuando por fin consiguió controlar
a su caballo y colocarse a su lado.

—¿Por qué tienes que ser siempre tan perfecta? —preguntó Alejandro sin
mover apenas los labios, intentando imitar la actitud estoica de Xena.
—Disto mucho de ser perfecta —replicó Xena—. El truco consiste en
parecerlo.

—Tengo mucho que aprender, ¿verdad?

—Tú lo has dicho —replicó ella sonriendo—. ¿Crees que podrás


aprenderlo todo en una luna?

—¿Por qué? ¿Qué va a ocurrir dentro de una luna?

—Una luna... veinte días hasta Anfípolis y Tracia... diez días para cruzar
el paso.

—¡Diez días! ¿Tú crees que podemos bajar la montaña en diez días?

—No me preocupa bajar la montaña. Lo difícil será subirla. Para cuando


emprendamos el ascenso, habrá cambiado el tiempo.

—¿Te preocupa el tiempo?

—No, me preocupan las amazonas. No van a recibir con mucha


amabilidad a una fuerza invasora que marcha a través de sus tierras acabando con
toda la caza de sus bosques justo antes del invierno.

—¿Las amazonas?

—Van a presentar batalla, te lo aseguro.

—Creía que te habías reunido con su reina. ¿No hicisteis una alianza?

Xena sonrió, recordando la atractiva imagen de Gabrielle vestida de reina


amazona.

—Oh, ya lo creo que hicimos una alianza.

Alejandro sofocó una carcajada.

—No me cabe duda. Entonces, ¿cuál es el problema?


Xena le echó una mirada de reojo, molesta por el tono libidinoso.

—Es otra tribu —contestó secamente y apartó la mirada.

—Oh, qué lástima —comentó Alejandro, mirándola con interés. ¿Se


acababa de enfadar con él? La idea desapareció cuando Alejandro se volvió para
saludar ante un estallido de aplausos cuando la línea dobló una esquina. Se
estaban acercando al hermoso templo de Afrodita y Alejandro conocía muy bien
a las acólitas que vivían allí.

Sonrió, observando las flores que caían a su alrededor lanzadas por las
mujeres que chillaban y aplaudían. El aire se llenó de una lluvia multicolor de
pétalos flotantes que bajaron despacio hasta posarse sobre sus cabezas y decorar
las crines trenzadas de sus cuidados caballos.

—Menudo tributo de las mil prostitutas sagradas de Corinto. ¿Las flores


son para ti o para mí? —preguntó Alejandro, mirando a Xena. Ésta respondió con
una sonrisa pícara y una ceja enarcada.

Las rameras elevaron un coro de vítores, unos gritos ululantes parecidos al


propio grito de guerra de Xena, y se pusieron a entonar su nombre.

Alejandro se sacudió algunos pétalos del pelo y de Bucéfalo.

—Eso responde a la pregunta.

El largo desfile pasó por debajo de un impresionante arco de mármol,


cuyas altas columnas de piedra de cada lado estaban adornadas con dos carros
dorados, uno montado por Faetón, hijo de Helios, y el otro por el propio Helios.
El gentío rugió entusiamado, pues el paso por la puerta señalaba la salida oficial
del ejército griego de Corinto en su marcha hacia Persia.

Por el rabillo del ojo, Xena vio a un mensajero. Se abría paso a través de
la multitud, guiando a su caballo lo más deprisa posible por entre un laberinto de
gente que llenaba las calles de la ciudad.

Cuando por fin la alcanzó, el mensajero giró a su caballo para avanzar al


lado de la comandante suprema. La saludó, con la mano en el pecho, y luego le
entregó un pergamino enrollado, tras lo cual se alejó al galope. Era el primero de
los numerosos mensajes que iba a recibir Xena durante este día.

—¿Va todo bien? —preguntó Alejandro, advirtiendo la frente fruncida de


Xena mientras leía la nota. Se inclinó para tratar de ver la misiva.

—Hay un alboroto más adelante —contestó Xena crípticamente,


enrollando de nuevo el pergamino—. Cuando lleguemos allí, abandona la fila y
ocúpate de ello.

Alejandro frunció el ceño. No se habían alejado ni una legua de la ciudad


y ya había un alboroto. Su aprensión fue en aumento cuando tomaron una curva y
el problema se hizo bien visible al lado del camino. Había una muchedumbre
reunida y su atención no se centraba en el desfile que pasaba, sino en un pequeño
círculo de la milicia corintia.

Alejandro dirigió una mirada interrogante a Xena y ésta respondió


asintiendo rápidamente con la cabeza, señal de que debía ocuparse del asunto y
solucionar lo que estuviera causando el alboroto.

Tiró de las riendas y sacó a su caballo de la fila, chasqueando la lengua y


pegando patadas suaves con los talones para hacer avanzar a su semental. El gran
animal obligó a separarse al pequeño mar de mirones hasta que, por fin,
Alejandro no pudo avanzar más. Levantó la pierna, la pasó por encima del arzón
de la silla y desmontó de un salto, empujando y haciéndose sitio a codazos para
acabar de pasar a través del gentío.

—¡Apartaos! —gritó—. ¡He dicho que os apartéis!

Se abrió paso a empujones hasta el final de la multitud y salió a un claro


guardado por un círculo de milicianos. Un oficial estaba agachado sobre una
rodilla, inclinado sobre una persona que al parecer yacía muerta en la hierba.

Alejandro se acercó, con los brazos en jarras.

—¿Qué ocurre aquí?


—¡Asuntos oficiales, así que no es cosa tuya! —respondió el oficial de
malos modos, mirando molesto por encima del hombro. Se levantó de un salto en
cuanto reconoció al que había hecho la pregunta—. ¡Perdón, general! No sabía
que eras tú.

—¿Qué ocurre?

—Las hemos encontrado aquí muertas, general —contestó el oficial,


señalando los dos cuerpos con la mano—. Asesinadas.

—¿Asesinadas?

Alejandro se inclinó sobre los cuerpos para examinarlos más de cerca.


Enarcó las cejas al reconocer a las dos personas.

Eran la joven esclava rubia y la anciana. Xena las acababa de desterrar por
su participación en el intento de asesinato. Yacían muertas sobre la hierba de la
cuneta del camino apenas dos días después de haber escapado por poco a una
condena a muerte.

Les habían cortado el cuello de oreja a oreja.

Alejandro se irguió preocupado. Se preguntó cómo se tomaría Xena la


noticia. ¿Como un mal agüero? ¿O tal vez era una señal de lo que opinaban los
dioses sobre su misericordia?

Oyó su voz tranquila y suave sin haberla oído llegar y estuvo a punto de
pegar un brinco del susto.

—Quemad los cuerpos y despejad el camino —ordenó Xena sin


inmutarse.

—¿No quieres abrir una investigación para saber quién las ha matado?

—Es evidente quién las ha matado —afirmó Xena mientras los guardias
levantaban los cuerpos y se los llevaban—. Durante casi toda su vida fueron
esclavas al servicio de las clases altas de Corinto. No sabían nada de los ladrones,
los rufianes y los asesinos de la ciudad. La vieja murió intentando proteger a la
joven bonita. La chica murió después. Así que... ahora son libres.

Alejandro hizo una mueca, imaginándose la suerte de la bonita joven fuera


de los muros de Corinto una vez muerta su anciana protectora. Sí, no era lugar
para alguien que no tenía ni idea de qué esperar.

Xena dio la espalda a la escena y atravesó el gentío, que le fue abriendo


paso mientras avanzaba. Se montó en Argo de un salto y regresó a su puesto en la
fila. Al poco, Alejandro estaba de nuevo a su lado montado en su propio caballo.
El gentío no tardó en dispersarse y las tropas reemprendieron la marcha.

Al cabo de un rato de cabalgar en silencio, Alejandro por fin intervino.

—Sabías que eso era lo que les iba a suceder. Por eso las perdonaste.

Xena lo reconoció encogiéndose levemente de hombros.

—No lo sabía con seguridad, pero lo sospechaba.

Alejandro se quedó mirándola, asombrado.

—Al principio pensé que era una decisión estúpida. Que te hacía parecer
débil. Pero más tarde, esa misma noche, oí los comentarios que corrían por toda
la tienda. Te hacía parecer misericordiosa. Atalo era el traidor y todo el mundo
pensaba que las esclavas sólo eran unas estúpidas. Él perdió la cabeza y tú les
diste a las esclavas aquello por lo que estaban dispuestas a jugarse la vida, su
libertad. Toda la noche los hombres estuvieron cantando tus alabanzas por ese
gesto. Y sin embargo, tú sabías desde el principio que esas dos mujeres no
durarían ni una noche.

—Bueno, aquí fuera tenían más posibilidades que con Atalo. Si Atalo
hubiera tenido éxito, habría acabado matándolas.

Alejandro asintió, pues conocía muy bien a su tío.

—Eso es muy cierto.


—Al menos tenían una oportunidad. Podrían haber salido adelante —
comentó Xena, aunque en el fondo sabía que era mentira. Pasaron ante ese punto
de la cuneta del camino, ahora despojado de toda su historia, salvo por los huecos
en la hierba donde habían yacido los dos cuerpos. Lo siento, Gabrielle, pensó, tú
misericordia era auténtica.

La mía no, reconoció ante sí misma, y agitó las riendas, azuzando a Argo
para que acelerara el paso y dejar el incidente y Corinto atrás.

Es estupendo ser rico... o al menos es estupendo tener un padre que es


rico. Evelyn volvió a dar gracias por su suerte al tiempo que cogía un martini
muy bien servido de la bandeja de un camarero. Recorrió rápidamente la sala con
la mirada en busca de su padre y sonrió al no verlo por ninguna parte. Se pondría
como una furia si la veía bebiendo. Se bebió el martini de un trago y volvió a
dejar la copa en la bandeja del camarero a la espera, tapándose los labios
cortésmente con los dedos al eructar.

—Le pido disculpas —le dijo al camarero recatadamente.

El camarero se alejó sin decir palabra.

Los días pasaban despacio para la joven aprendiza de chamana. Fiel a su


palabra, no había tenido la menor noticia de Gabrielle. Era como si nunca se
hubieran conocido, nunca hubieran sido amigas, nunca hubieran compartido
juntas sus asombrosas experiencias. De no haber sido por la solemne promesa de
que las dos tenían que estar preparadas para una futura aventura, Evelyn habría
pensado que todo aquello era producto de su imaginación calenturienta.

Durante los meses que siguieron, dejó la universidad y decidió en cambio


apuntarse a todos los cursos que pudo encontrar sobre nueva era, numerología,
astrología, cristales, cánticos tantra, meditación y budismo, tanto en la red como
en Washington DC.

Si volvía a sentarse una vez más en una colchoneta de yoga, murmurando


"fuera la ira, dentro el amor", estaba convencida de que iba a vomitar encima de
la próxima cabeza rapada al cero que viera.
De modo que, en vista de que esta noche la había declarado como
vacaciones oficiales del descubrimiento de su yo interior, no veía motivos para
no intentar tomarse otro cóctel de tapadillo.

Sus ojos recorrieron a la multitud que se había congregado en este


restaurante de moda del centro. Vio a otra persona, una camarera esta vez, que
llevaba una bandeja de bebidas.

Juego, set y partido, sonrió maliciosamente, y avanzó por entre la gente de


pie para llegar a su meta. Antes de que la camarera notara siquiera su presencia,
ella ya había cogido una copa de cóctel de la bandeja, se había bebido de un trago
el delicado martini Kettle One y había dejado la copa vacía en su lugar
correspondiente. Para cuando la camarera notó la diferencia en el peso y volvió la
cabeza para ver quién había cogido una copa, Evelyn ya se había ido.

—Oooh, le pido disculpas —le dijo de nuevo a un hombre bien vestido


con aire de ejecutivo que la había pillado eructando—. Los martinis me dan gases
—dijo como explicación y se alejó rápidamente antes de que él tuviera ocasión
de comentar nada.

—A mí también me darían gases, si me los tragara de esa forma. Dime,


¿cómo te las arreglas para seguir en pie?

La elocuente voz pertenecía a una mujer alta, delgada y muy atractiva.

—Lo da la práctica —respondió Evelyn alegremente y se acercó. Por


alguna razón, le gustaba el aspecto de la mujer. Iba muy bien vestida, tenía el
pelo largo y ondulado, ojos bondadosos y una sonrisa que invitaba a conversar.

—¿Qué hace una universitaria como tú en una fiesta de los poderosos de


Washington como ésta? —preguntó la mujer, cogiendo dos martinis de la
bandeja de una camarera que pasaba y dándole uno a Evelyn.

Evelyn aceptó la copa con elegancia y brindó por la mujer antes de beber
un sorbo.

—Mi padre —empezó.


—Claro —interrumpió la simpática mujer—. Sí, ya veo el parecido, ahora
que lo dices.

—Espero que no me lo tengas en cuenta.

La mujer bebió un sorbo.

—En absoluto. Al fin y al cabo, tú padre es un hombre de negocios muy


rico y triunfador. Podrías tener padres peores.

—Muy cierto —dijo Evelyn, bebiendo otro trago y pensando en Gabrielle.


La fuerza del alcohol mezclada con esa idea le provocó un escalofrío por la
espalda. Fue en ese momento cuando los ojos de Evelyn se posaron en una mujer
alta y elegante que hablaba con un pequeño grupo de hombres de aspecto muy
importante en un rincón. Por algún motivo, se sentía atraída y repelida a la vez
por ella.

—¿La conoces? —preguntó su acompañante, al fijarse en lo que miraba


Evelyn.

—No. —Evelyn meneó la cabeza.

—Es una auténtica zorra infernal, deja que te diga. Pero, en estos
momentos, es una de las mujeres más poderosas de Washington. —Bebió un
trago de su martini y observó a Evelyn atentamente—. Hay claras indicaciones de
que va a ser la primera mujer vicepresidenta, si te lo puedes creer. Tu padre debe
de tener importantes contactos para conseguir que asista a su pequeña fiesta.

Evelyn clavó la mirada en el otro lado de la sala, sin oír apenas lo que
decía la mujer que tenía al lado. Se le pusieron los ojos como platos.

¡La leche! Ésa es la madre de Gabrielle, chilló la mente de Evelyn.

Su atención se centró por completo en la mujer de aspecto fiero que estaba


al otro lado de la sala. De repente se le secó la boca y esos dos martinis, que
momentos antes le habían sabido tan deliciosos, amenazaron con volver a
aparecer.
Casi veía el poder que emanaba a oleadas de la mujer. Su fuerza barrió a
la multitud y entró rugiendo en ella, arrebatándole el aire de los pulmones.

Desde el otro extremo, unos intensos ojos verdes se apartaron del rostro de
la persona con la que hablaba y se volvieron, centrándose en Evelyn.

De repente, Evelyn supo perfectamente lo que era ser un ciervo atrapado


ante los faros de un coche. Esa mirada afilada como una cuchilla atravesó al
gentío y dio la impresión de clavarse directamente en Evelyn. El corazón le latía
desbocado en el pecho y su ruido le inundaba los oídos, hasta que lo único que
oyó fue el rápido golpeteo de su corazón aterrorizado y nada más.

—Bueno, ¿y cómo te llamas? —La nueva amiga de Evelyn se colocó


delante de ella, rompiendo al instante la conexión.

—¿Qué? —Prestó distraída atención a la voz, pero se sentía como si le


hubieran secado la mente.

Su acompañante echó un rápido vistazo por encima del hombro.

—Ven conmigo ahora mismo. No puedes quedarte aquí.

Agarró a Evelyn por el hombro, le dio la vuelta bruscamente y la llevó


hacia la puerta.

—Vamos a sacarte de aquí —le susurró a Evelyn al oído.

Sin perder un momento, la preocupada mujer llevó a Evelyn a través del


gentío y la sacó de la fiesta.

Primero apareció y luego desapareció. Era inconfundible. La madre de


Gabrielle sintió el tirón de alguien que tenía una cantidad increíble de poder
elemental. Continuó su conversación con los dos senadores, pero toda su
atención estaba centrada ahora en recorrer la sala con los ojos para encontrar su
origen. Entonces su fría mirada se posó en una joven que tenía un martini en la
mano y que la miraba a su vez con cara rara.
La ira de la madre de Gabrielle fue en aumento. Se volvió de nuevo hacia
sus acompañantes e interrumpió la conversación.

—Discúlpenme un momento, señores. Tengo que ir al tocador.

En los breves instantes que tardó en disculparse y volverse, la chica había


desaparecido. Donde apenas un segundo antes esa joven criatura se había
quedado paralizada bajo sus ojos como un animalillo atropellado, ahora sólo
había vacío.

La madre de Gabrielle se abrió paso por entre la gente hasta llegar al sitio,
que aún estaba caliente y palpitante por la energía de la poderosa presencia.
Tanto poder no podía emanar de una universitaria.

Y entonces la madre de Gabrielle recordó a una mujer de más edad, más


alta y más guapa, que estaba al lado de la joven.

Miró a su alrededor en vano. Por fin, enarcó una delgada ceja con altivez.

—Seas quien seas, te encontraré.

Una limusina negra se detuvo ante el restaurante y el aparcacoches abrió


la puerta.

—Sube —ordenó la mujer amablemente. Evelyn no tenía voluntad para


oponerse: seguía aturdida por el encuentro de cerca con la madre de Gabrielle.
No protestó cuando la mujer la ayudó a meterse en el lujoso asiento del coche. La
mujer la siguió, deslizándose con elegancia dentro de la limusina al lado de
Evelyn, e hizo un gesto al aparcacoches para que cerrara la puerta.

Evelyn se quedó esperando en silencio aturdido, observando la interacción


entre la mujer y el chófer. Éste miró a su señora por el espejo retrovisor hasta que
la mujer asintió una vez. Inmediatamente, el chófer arrancó el vehículo y se alejó,
metiendo la larga y elegante limusina en el torrente del tráfico lento de
Washington.
El movimiento del coche hizo reaccionar a Evelyn.

—¿Dónde vamos? —preguntó, cuando su mente encontró por fin las


palabras.

—A un sitio donde podamos hablar.

—¿Hablar? ¿Hablar de qué? ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de mí?

La mujer observó a Evelyn en silencio durante unos instantes como si la


estuviera juzgando de una forma misteriosa. Evelyn tuvo la clara sensación de
que estaba siendo examinada de una forma que iba mucho más allá de la simple
capa externa de piel y huesos.

—Tienes corazón de chamana —afirmó de repente.

Por segunda vez, a Evelyn se le pusieron los ojos como platos. Se quedó
sentada en la parte de detrás de la limusina, mirando sin habla a la hermosa
mujer.

La mujer sonrió amablemente, con los cálidos ojos tranquilos y


acogedores.

—He pensado que a lo mejor querías hablar de eso.

Xena caminaba por el campamento, ajena a la atención que llamaba su


presencia. Había hileras de fogatas encendidas y sus hombres estaban
acurrucados alrededor, mirándola con una mezcla de pasmo y temor en los ojos
al verla pasar.

Un joven paje se acercó corriendo y, aminorando la marcha, ella cogió el


mensaje que le entregaba, tomando nota de las nubes de vapor que escapaban de
sus pulmones. El aire se estaba poniendo frío por las noches, pues la estación
estaba cambiando poco a poco.

Mientras caminaba, desenrolló el pergamino y lo leyó. Parmenión estaba


acampado en el valle de Edomes. Enrolló el papiro y se lo metió en el brazal. Su
batallón había alcanzado el punto de control tal y como debía. Sus propias tropas
estaban todavía varias semanas por detrás de ellos.

Pasó ante una hoguera y saludó inclinando la cabeza a los soldados que la
saludaban a su vez. Le preocupaba saber que ahora estaban muy cerca de
Anfípolis. Una vez más, se planteó la posibilidad de hacerle una visita a su madre
y de nuevo la desechó apresuradamente.

Estaba decidida. Marcharía a través de su tierra natal al frente del mayor


ejército conocido por Grecia y no dedicaría a su pasado más que la breve mirada
que haría falta para enviar a un mensajero a entregar una misiva a sus dirigentes.

Anfípolis pagaría el precio de esta guerra con algunos hombres buenos, si


los tenía, igual que todas las demás ciudades de Grecia.

Sus pesadas botas dejaban profundas huellas mientras caminaba a largas


zancadas por el campamento. No, ésa era su decisión final. Anfípolis recibiría el
mismo trato que todas las ciudades por las que pasaran de camino a la victoria en
Persia.

Con renovada determinación, pasó ante un guardia y entró en su tienda, la


única que se montaba todas las noches y se desmontaba y recogía todos los días
en el curso de la marcha forzada. Mientras hiciera buen tiempo, casi todos los
soldados preferían dormir bajo el hermoso y despejado cielo nocturno de Grecia.
Normalmente, ella hacía lo mismo.

Últimamente, sin embargo, le había dado por montar una tienda por si
cierta persona decidía aparecer.

Agitando la mano, despidió al paje que la atendía y se sentó a la mesa. Los


mapas y las plumas estaban apartados a un lado para hacer sitio para la cena. Por
las noches, tenía la costumbre de cenar sola y hablar en voz baja con la única
persona cuya presencia echaba muchísimo en falta. Había pasado más de un ciclo
lunar completo desde que Xena recibió la visita de su ángel de la guarda.

—Hoy hemos avanzado un buen trecho, Gabrielle —se dijo Xena


mientras arrancaba un trozo de pan y se lo metía en la boca—. Llegaremos a
Pella cuando empiece a menguar la luna y estaremos a las afueras de Anfípolis
justo después de la cosecha. Es un buen ritmo, por si no lo sabías.

Anfípolis. El pueblo invadía sus pensamientos, y Xena suspiró


entristecida. Pasarían por los campos dorados de su tierra natal justo después de
la cosecha. Cogió una pluma y escribió rápidamente una nota para recordarse a sí
misma que debía incluir un tributo de trigo de esos campos dorados y ovejas de
sus abundantes rebaños, junto con una veintena de hombres capaces para el
servicio militar.

—Draco me dijo que nunca se puede volver. ¿Y sabes qué, Gabrielle?


Tenía razón. —Se metió una cucharada de estofado de jabalí en la boca y
masticó, rechazando una vez más las ganas de ir a ver a su madre—. Ocurrió
hace demasiado tiempo para seguir guardando rencor. Ya no tengo ánimo para
aceptar esa rabia. Es mejor que no vaya a verla.

Tomó un sorbo de vino y tragó, pero no logró reprimir una sonrisa. Sabía
perfectamente lo que diría Gabrielle ante eso. La muy terca seguro que veía lo
que se escondía tras su estoica fachada. Xena se rió por lo bajo, imaginándose la
reprimenda que le echaría la guapa rubia.

—No deberías renunciar a Anfípolis... ni a tu madre —oyó argumentar a


Gabrielle con su voz dulce e insistente—. Es tu familia.

—A veces nuestra familia no está a la altura de lo que esperamos,


Gabrielle —le contestó Xena a su amiga invisible—. A veces tienes que
renunciar a tu familia y crearte otra. Tú eres más familia mía que lo podría ser mi
madre en su vida.

En su mente, imaginó que los ojos de Gabrielle se ponían tiernos y que las
comisuras de sus labios se curvaban en una leve sonrisa.

—Yo siento lo mismo por ti, Xena.

Xena sacudió la cabeza, riéndose de sí misma.

—Qué montón de estupideces sentimentales —murmuró, y cambió de


tema—. Perderé al veinte por ciento del ejército al cruzar las montañas de
Ródope —informó Xena con tono pragmático—. En parte a causa de los
elementos, pero sobre todo por las amazonas. Esos planes no se los comunico a
mis generales, ni siquiera a Alejandro. Seguro que se sorprenderían al saber que
un comandante tiene que calcular las bajas mucho antes de que su ejército llegue
a entrar en combate. El veinte por ciento... eso son casi diez mil soldados. Tengo
que aumentar el número de tropas por lo menos otro tanto. Lo haré mediante el
servicio militar obligatorio. Eso supone alistar niños en el ejército al ir pasando
por las ciudades griegas. No estarán adiestrados, pero los usaré para evitar la
pérdida de mis hombres mejor preparados. ¿Te horroriza saber que pienso así?

Xena se volvió a echar a reír al imaginarse la expresión horrorizada de


Gabrielle al ver que sus planes se adelantaban a la pérdida de sus soldados y,
peor aún, que iba a poner niños al frente del combate sabiendo que la mayoría
moriría.

Oyó la dulce voz de Gabrielle preguntando:

—¿Cómo puedes obligarlos a hacer una cosa así?

—No los obligo —dijo Xena, ensayando esa respuesta en voz alta—.
Ellos se ofrecen voluntarios y yo acepto.

—¿Que se ofrecen voluntarios?

—Se ofrecen voluntarios porque deben hacerlo. Es el precio que todas las
ciudades griegas pagarán por esa guerra.

—¿Por qué niños? —oyó preguntar a la bella rubia, con los claros ojos
verdes llorosos de pena.

—Porque para cuando lleguemos a Persia, serán hombres jóvenes... si es


que sobreviven para cruzar las montañas.

Xena cerró los ojos por el dolor de la verdad. Sabía que Gabrielle diría
que ninguna guerra valía la vida de un solo joven.

—Pero ésta es la vida que nos han dado los dioses —se oyó decir en la
tienda vacía—. ¿Qué otro camino tenemos... tengo?
—¿Y el amor? El camino del amor... ¿no es ése otro camino?

El estofado quedó olvidado en el cuenco mientras Xena seguía sentada a


la mesa del centro de su tienda vacía y contemplaba la entrada, deseando que
Gabrielle entrara por ella y le sonriera.

Pero no entró nadie.

Decepcionada, Xena volvió a prestar atención a su comida. Se llevó una


cucharada fría a los labios.

—Para mí no —farfulló con la boca llena, y se llevó la copa de vino a los


labios para ayudarse a tragarlo todo de golpe.

Se secó la boca con el dorso de la mano y se apartó de la mesa, pues de


repente ya no tenía hambre.

—No puede haber compromiso entre el amor y la guerra —afirmó en voz


baja.

En el silencio de la tienda oyó las risas apagadas de sus soldados, que


disfrutaban de unos momentos de camaradería alrededor del fuego antes de
acostarse para dormir.

—Claro que lo hay —oyó decir a Gabrielle como en el viento—. Se llama


perdón.

Perdón, pensó Xena soltando un bufido, eso díselo a mi madre.

—Ve a decírselo tú misma —replicó Gabrielle y su voz se alejó flotando.

Cuando Xena estaba a punto de soltar un sarcasmo, se le ocurrió una idea


sobre el tema del compromiso.

—Está bien, Gabrielle —dijo, cogiendo pergamino y pluma. Metió la


punta de la pluma en un cuenco de tinta y se puso a escribir en el papiro—. Lo
intentaremos a tu manera.
Con la mente iluminada por la brillante idea, se apresuró a escribir una
misiva. Cuando terminó, la leyó cuidadosamente y luego la dobló al estilo del
senado ateniense y la selló con una gota de cera de una vela, usando su propio
sello personal.

Llamó a un paje y le entregó el mensaje cuando llegó.

—Dale esto a Polieno. —Xena se detuvo, pensando, y cambió de idea—.


No. Que sea a una mujer... a Agina de Zucabar. Es alta y morena, de piernas
largas, una arquera. ¿Sabes a quién me refiero?

El joven paje sonrió, pues conocía a la soldado: era oficial de la brigada


ligera, una de las voluntarias de las tribus.

Xena asintió, satisfecha.

—Dile que tiene que viajar rápidamente a tierras amazonas y entregarle


esto en persona a la reina. Tiene que ponerlo en manos de la reina amazona y de
nadie más, ¿entendido?

El joven paje asintió una vez y salió corriendo.

—Vale, Gabrielle. Si esto funciona, es posible que no tengamos que


luchar con las amazonas, después de todo. Podríamos entrar en Persia sin
derramar una sola gota de joven sangre griega. ¿Ya estás contenta?

Cuando no hubo respuesta por parte de Gabrielle, Xena resopló y puso los
ojos en blanco.

—¡Ah, está bien! ¡Por los dioses, es que nunca te rindes! —exclamó al
aire—. Iré a ver a mi madre. Iré. Intentaré verla. Pero no te sorprendas si me
vuelve la espalda.

Xena se echó a reír de sí misma por su propio comportamiento.

—En realidad —dijo mientras se soltaba la armadura y se la sacaba por


encima de la cabeza, desnudándose para dormir—, me conformaré con que no
me tire piedras a la cabeza.
Lo cierto era que, por alguna razón, ahora sí que se sentía feliz. Era como
si de repente se le hubiera quitado un gran peso de encima.

—Debes de estar contenta —dijo una voz clara dentro de la tienda—. Sólo
te ríes de ti misma cuando estás contenta.

—¿Gabrielle? —Xena se volvió alarmada, pues la voz sonaba clarísima.

Pero allí no había nadie.

Gabrielle sonrió ampliamente. Sus ojos cerrados se empezaron a agitar


mientras combatía el impulso de despertarse. Estaba teniendo un sueño
maravilloso. Xena estaba contenta y reía. Gabrielle no sabía de qué se reía, pero
la sonrisa espontánea de la guerrera era una visión tan poco frecuente y tan
maravillosa que su corazón alzaba el vuelo sólo de verla.

El sol le hacía cosquillas en la pestañas, apartándola de ese momento


maravilloso. A pesar de todo su esfuerzo por seguir dormida, fue su propia risa lo
que por fin la despertó. Levantó la cabeza y parpadeó, avergonzada al ver que se
había quedado dormida en medio de un sitio público. Qué tonta debía de parecer,
con la cabeza caída, la barbilla en el pecho, riendo.

Bajó la mirada para comprobar su blusa, aliviada al ver que no tenía


manchas de baba.

¿Por qué no puedo soñar para siempre?, se preguntó, suspirando,


mientras se recostaba en la silla.

Había pasado más de un año desde la última vez que vio a Xena. Los
semestres de clase ya estaban vencidos, los parciales y los finales ya estaban
hechos y aprobados y todavía no había conseguido librarse de los agentes
contratados por su madre para ir a ver a Evelyn. Pasaba los días en clase o
estudiando en la biblioteca, buscando información sobre Filipo de Macedonia o
Alejandro Magno. Por las tardes, estudiaba kendo y kárate, aprendiendo a usar
las manos y los pies en defensa propia y mejorando su manejo de antiguas armas
de artes marciales.
Por las noches, se iba a la cama y cuando se dormía, en todos sus sueños,
estaba con Xena.

—Xena, cuánto te echo de menos —susurró. Se pasó los dedos por el


corto pelo rubio, costumbre que tenía desde que se había cortado el pelo. Siempre
se llevaba una sorpresa al descubrir que le faltaba la melena, aunque se había
cortado el pelo hacía ya meses. Era más fácil ocuparse del pelo corto, ahora que
estaba haciendo tanto ejercicio físico.

Esperaba que a Xena le gustara.

Gabrielle posó la mirada en el libro que había estado leyendo y frunció el


ceño. Había aceptado el hecho de que la historia hubiera sustituido a la Princesa
Guerrera por un pseudónimo masculino más aceptable, de modo que cada vez
que leía algo sobre Filipo de Macedonia o Alejandro Magno, lo asociaba a la
Princesa Guerrera. La información acerca de la muerte de Filipo era
contradictoria. En un libro se decía que había muerto envenenado en una
conspiración dirigida por un general de confianza, Atalo.

Bueno, pensó Gabrielle, sonriendo con satisfacción, ya se sabe lo que pasó


con ese plan.

En otro se decía que fue asesinado en 336 a. de C. por una amante celosa.
Al leer esta teoría a Gabrielle se le pusieron las orejas coloradas. No quería
imaginarse a Xena con un amante... al menos un amante que no fuera ella misma.
Y si su mutua atracción había hecho que Xena rechazara a un admirador y eso
acabó causándole la muerte...

Gabrielle había cerrado ese libro de golpe, colocándolo de nuevo en el


estante de la biblioteca a toda prisa. No. Ningún general enamoriscado habría
sido capaz de eliminar a Xena. No era posible.

De modo que, mientras esperaba a que su madre perdiera el interés por sus
ideas y venidas, Gabrielle se esforzaba por resolver un enigma.
¿Dónde había ocultado la historia a la increíble guerrera? ¿Filipo de
Macedonia era realmente Xena? ¿O todo lo que se atribuía a Alejandro Magno
era en realidad obra de la Princesa Guerrera?

¿Y qué tenía que ver la malvada madre de Gabrielle en cualquiera de estas


cosas, si es que tenía algo que ver?

Todo lo que estaba haciendo a partir de este momento, todo su


entrenamiento, todos sus estudios, todo lo que sabía que estaba intentando
aprender Evelyn mientras pasaban los largos y solitarios meses, las estaban
preparando a las dos para enfrentarse a este negro misterio.

Y Gabrielle estaba segura de que cuando se plantara ante el calor


abrasador de ese fuego concreto, a través de las llamas vería el rostro de mamá
querida.

Gabrielle se miró la mano vacía, imaginándose que sostenía un arma.

Si estar con Xena quería decir que tenía que matar a su propia madre, pues
por los dioses, eso era precisamente lo que iba a hacer.

Gabrielle empujó hacia atrás la silla y se levantó de un salto, y el ruido


resultante reverberó por la biblioteca, haciendo que varios estudiantes se
sobresaltaran alarmados por el repentino estruendo.

—Perdón —murmuró como disculpa a toda la sala y metió sus libros en


su mochila.

Una urgencia repentina le atenazaba las entrañas. No podía esperar, no


podía seguir esperando. Tenía que ver a Xena.

Incluso con los ojos cerrados, Xena habría reconocido los pastos y las
suaves colinas de su patria. La tierra emanaba el dulce olor a terreno fértil y los
ríos que serpenteaban por el valle colmaban el aire de la delicada música creada
por el suave gorgoteo del agua al correr. Su canción, más que ninguna otra,
siempre le recordaría a su hogar.
Por primera vez en años, Xena se alegró de ver los campos dorados de
Anfípolis. En el pasado, evitaba pasar por allí y elegía en cambio desviar a su
ejército de esta parte de la costa. De hecho, se había separado de Tracia por
completo y había centrado su carrera militar en Macedonia o Tesalia, incluso el
Peloponeso... cualquier sitio con tal de que estuviera lo más lejos posible de los
campos acariciados por el sol de Anfípolis.

Hoy, cabalgaba en la retaguardia de la gran columna en marcha de sus


tropas montadas, que entraban en el campamento situado al otro lado de las bajas
colinas que bordeaban la tierra natal de Xena. Pasarían allí la noche, metidos en
un valle, y luego seguirían adelante para alcanzar y por fin adelantar a las tropas
de Parmenión. A partir de ese momento, el batallón montado iría al frente del
ejército griego para cruzar las montañas de Ródope, por el paso de Shipka.

Compuesta por miles de soldados, su caballería cabalgaba por el valle


cubierto de hierba alta y era algo digno de verse, aunque le estuviera mal el
decirlo. Al contrario que en las otras ciudades o aldeas por las que habían
marchado, los anfipolitanos no habían salido en pleno para ver el espectáculo de
la caballería griega y aplaudirla a su paso.

Mientras la columna de soldados montados y carros de suministros


serpenteaba por los fértiles campos, no se veían multitudes de ciudadanos
vitoreantes, ni manos o pañuelos agitados con colorido orgullo, ni se oían los
gritos jubilosos de las mujeres o los alaridos de aclamación de los hombres ante
el espectáculo de fuerza griega y honor patrio que pasaba tan cerca de su pueblo.

Y Xena sabía muy bien por qué.

La buena gente de Anfípolis sabía que no se debía aclamar la guerra. La


victoria era un manjar amargo en el mejor de los casos, sobre todo cuando las
sillas de tus hijos estaban vacías. Ellos ya habían perdido a la mayoría de sus
hijos en combate, gracias a Xena. La última vez que los aldeanos de Anfípolis se
reunieron para recibirla, le tiraron piedras.

Esta vez, ni se habían molestado en acudir.


Xena cabalgaba al final de la larga columna de caballería en marcha,
flanqueada a cada lado por Alejandro y una pequeña escolta de oficiales de la
Brigada de la Guardia Real. Avanzaban en silencio por los pastos amarillentos,
dirigiéndose a las pequeñas colinas que se alargaban perezosas en el horizonte no
muy lejano.

Sus caballos atravesaron ruidosamente un pequeño arroyo que cruzaba


gorgoteante su camino. Las pezuñas levantaban salpicaduras de agua que
relucían como diamantes a la luz del sol. Xena sonrió, pues sabía que este hilo de
agua marcaba el desvío de un camino que bajaba hasta el pueblo mismo.

Cuando cruzaron el arroyo, Xena tiró de las riendas de Argo,


sorprendiendo a su escolta.

—Adelante. Seguid a las tropas hasta el campamento. Yo no tardaré.

—¿Dónde vas? —preguntó Alejandro preocupado, haciendo girar a su


caballo.

—Tengo que atender aquí unos asuntos.

—Necesitarás escolta.

—No.

—Xena.

—No me discutas, Alejandro. Seguid adelante. Ocúpate tú de instalar a los


hombres. No tardaré.

Tiró de las riendas de Argo, dio la vuelta a la yegua y se alejó trotando


hacia el desvío sin mirar atrás.

Los guardias que iban con ellos miraron a Alejandro sin saber qué hacer.

—Ya la habéis oído —dijo, molesto por la constante tendencia de Xena a


hacer cosas imprevisibles, pero obedeciendo la orden a pesar de eso—. Vamos a
instalar a las tropas. Ella se puede cuidar sola.
Golpeó con los talones y salió al galope para alcanzar a la retaguardia de
la columna. Xena pasaría la noche visitando a su madre... o volvería
inmediatamente. Alejandro la conocía muy bien: todo dependía de cómo la
recibieran sus paisanos.

Xena bajó al trote por el camino hasta el centro del pueblo, pasando ante
las primeras casas humildes de las afueras.

Ahí estaba la casa de Horacio, el herrero, en el mismo sitio donde la


recordaba. El tejado se inclinaba hacia el sur y la casa hacia el este y el olor de
las forjas la hizo sonreír al recordar cómo la perseguía por todo el pueblo. Ella le
robaba las primorosas herraduras y se dedicaba a tirarlas a los árboles.

¿Tal vez Ares la había estado adiestrando incluso entonces?

Los cascos de Argo levantaron la tierra al pasar trotando ante tres


pequeñas casas seguidas. Eran de las hermanas Suvlaki. Tres mujeres, todas
hermanas, que jamás habían dejado Anfípolis, ni las unas a las otras, ni siquiera
después de casarse. Vivían codo con codo en estas tres casas idénticas, criando a
un montón de hijos y sin dejar de hacer el mejor suvlaki de toda Tracia. Su madre
servía ese suvlaki todos los jueves y se le llenaba la taberna.

Tres de sus hijos murieron al seguir a Xena contra Cortese.

Otro murió en la cruz cuando César la traicionó.

Pasó ante la hilera de casitas, sin hacer caso de la expresión de alarma de


una de las hermanas, que abrió la puerta de su casa y reconoció a la guerrera que
pasaba a caballo. Xena no se volvió para ver que ocurría después.

Entró en el centro del pueblo y se detuvo justo delante de la tienda del


alfarero. La taberna propiedad de su madre estaba enfrente, a plena vista. Xena
sabía, por la falta de ruido y de tráfico, que ya había pasado el aluvión de la hora
de comer. Su madre estaría ahora fregando suelos y preparándose para la cena y
para los bebedores que llegarían después.
Se le ocurrió pensar que tal vez ahora no era un buen momento para
hacerle una visita. Su madre estaría demasiado ocupada.

Dudó de si debía desmontar de Argo. La yegua se agitó nerviosa debajo de


ella, al notar su indecisión.

Tal vez no era muy buena idea, pensó de nuevo, perdiendo rápidamente la
confianza. Su madre no necesitaba verla... no quería verla. Si hubiera querido,
habría estado en los campos observando el paso del ejército, esperándola. Seguro
que todos se habían enterado de que el ejército iba a pasar por aquí: todas las
demás ciudades lo sabían.

Xena tiró de las riendas de Argo y el caballo obedeció y retrocedió unos


pasos, preparándose para dar la vuelta.

En ese momento, las puertas de la taberna se abrieron y Cyrene salió


cargada con un cubo que transportaba con gran esfuerzo y en el que era evidente
que llevaba agua sucia para tirar. Inmediatamente, la tabernera se fijó en la
guerrera vestida de cuero y bronce y montada en un inmenso caballo de guerra
dorado que caracoleaba nervioso en el centro del pueblo.

Xena se sintió como si de nuevo la hubieran pillado robando las


herraduras del herrero.

Cyrene se quedó paralizada en la puerta, sujetando el cubo por el asa,


olvidándose de su peso. En su cara se dibujaron diversas emociones que Xena
captó claramente. El reconocimiento quedó sustituido por la sorpresa y luego la
tristeza... y luego el rostro de su madre se convirtió en una máscara de piedra. La
mujer de más edad se dio la vuelta bruscamente, con el pesado cubo aún en la
mano, y entró deprisa en la taberna.

Xena se quedó rígidamente sentada en la silla, viendo cómo las puertas de


la taberna se cerraban de golpe y se quedaban inmóviles. Su propia expresión
pasó de la esperanza al frío. Sin esperar un segundo más, Xena tiró de las riendas
de la yegua y le dio la vuelta. Con una buena patada, puso a Argo al trote por el
camino por donde habían venido, dejando Anfípolis y a su madre de una vez para
siempre.
Cuando llegó al campamento del ejército, el sol estaba lamiendo las
cumbres de las montañas, amenazando con dejarse tragar entero. No hizo caso de
los brillantes colores que adornaban el final del día y levantó la pierna por
encima del arzón para bajarse de Argo. Pasándole las riendas a un paje que la
atendía, se encaminó a largas zancadas regulares hacia su tienda.

—¡Xena! —la llamó Alejandro al ver que había llegado—. ¡Xena!

Corrió detrás de su comandante cuando ésta no hizo caso de su llamada y


entró deprisa en la tienda sin su permiso.

—Xena. ¿Estás bien?

—Estoy bien —replicó Xena estoicamente, quitándose la espada de la


espalda, con vaina y todo.

—¿Ocurre algo?

—No ocurre nada —repitió Xena, irritada. Dejó lo que estaba haciendo y
miró a Alejandro, con una ceja enarcada—. ¿Ocurre algo en el campamento?

—No, no. Todo va bien.

—Bueno. Pues vamos a descansar. Saldremos al amanecer.

—¿No quieres...?

—No.

—Pero siempre repasamos...

Xena suspiró profundamente, volviéndose hacia su segundo al mando.

—Esta noche no, Alejandro. Recorre el campamento. Pasa el rato con los
hombres. Tengo unos mensajes y mapas que quiero mirar y luego me voy a
dormir. ¿Vale?
—Claro. Vale. —Pero Alejandro no se marchó. Por el contrario, se quedó
en el centro de la tienda, mirando a Xena como a la espera de algo. Vio que
tiraba de una hebilla recalcitrante y que se ponía a luchar con ella con
impaciencia—. Espera, deja que te ayude —dijo suavemente, acercándose para
ayudarla a desarmarse.

Xena suspiró y levantó el brazo para dejar que llegara mejor.

—Te conozco demasiado bien, Xena. Estás mal —dijo mientras


forcejeaba con la hebilla de bronce—. ¿Ha ocurrido algo en Anfípolis?

—No. Nada —replicó Xena, mirando al frente, con rostro impasible.

Alejandro pegó un tirón y por fin la hebilla se soltó.

—Pues entonces —dijo, apartándose—, supongo que te veré por la


mañana.

—Buenas noches, Alejandro —dijo Xena, dándole la espalda al tiempo


que se quitaba la armadura por encima de la cabeza.

—Buenas noches, Xena —respondió Alejandro y pasó en silencio por el


faldón de la entrada de la tienda.

Xena suspiró, contenta de estar por fin sola. No podía hablar de sus
problemas familiares con Alejandro, ni con nadie, en realidad. Hacerlo sería una
señal de debilidad.

Sin embargo, débil era precisamente como se sentía Xena en este


momento. Qué debilidad la suya creer que su madre sentiría ahora otra cosa por
ella. ¿Qué se esperaba? ¿Entrar cabalgando en el pueblo y ser recibida con los
brazos abiertos?

Xena se quitó un brazal y lo tiró a un lado.

Como si convertirse en comandante suprema de Grecia quisiera decir que


había cambiado en algo. ¿Cómo podía haber imaginado siquiera que eso podía
ser lo que pensaría su madre?
¡Pero qué estupidez de idea!

Xena se quitó el otro brazal y esta vez lo tiró al otro lado de la tienda con
rabia, despreciándose a sí misma. Golpeó la lona y cayó al suelo.

¡Qué necia patética y débil estaba hecha!

—Xena, ¿qué ocurre? ¿Qué te pasa?

La pregunta, hecha en un tono tan suave, hizo que Xena se diera la vuelta
alarmada. Sus ojos azules parpadearon una vez y luego dos veces, sin creer lo
que veía allí delante, a la luz suave y vacilante de las velas de la tienda de mando.

Gabrielle estaba increíble con esos delicados tonos dorados. Las luces y
las sombras bailaban sobre la tela de aspecto fino de una túnica blanca de manga
corta cerrada por delante con una hilera de círculos pequeños y decorativos que
Xena no había visto nunca. Sus pantalones eran azules, de un tejido más
resistente, y ceñían sus caderas y sus piernas de una forma maravillosa. Gabrielle
estaba en el centro de la tienda, tan tranquila, como si hubiera estado ahí todo el
tiempo, desde hacía años, durante toda la vida de Xena.

Los ojos de la guerrera recorrieron descarados el cuerpo entero de


Gabrielle. Estaba guapísima, en forma y fuerte, tan fuerte como toda guerrera
amazona que Xena hubiera visto en su vida.

—¿Eres tú? —preguntó Xena incrédula, asombrada por la


transformación—. Tu pelo...

Gabrielle subió automáticamente la mano para tocarse el pelo corto.

—Me lo he cortado. Me molestaba con el ejercicio —explicó, y sonrió con


timidez—. ¿Te gusta?

Xena sonrió de oreja a oreja, olvidándose de todo lo de su madre por la


alegría de ver a Gabrielle.

—Me encanta. Estás estupenda. Aunque debo reconocer que echo de


menos el traje de reina amazona. —Avanzó un paso, alargando los brazos
automáticamente para estrecharla, pero se detuvo y dejó caer las manos al
recordar que seguramente sólo conseguiría abrazar el aire.

Gabrielle miró a la guerrera y sonrió de medio lado.

—Gracias, me alegro de que te guste mi pelo. La próxima vez me pondré


el traje de amazona.

—¿Lo prometes? —preguntó Xena, y Gabrielle sonrió, pensando que la


guerrera parecía una niña pequeña al hacer la pregunta.

—Lo prometo. Pero no cambies de tema. ¿Qué te pasa?

Xena apartó la mirada y meneó la cabeza, retrocediendo un paso.

—No es nada. Es una tontería.

—A ellos puedes engañarlos, pero a mí no. Dímelo. ¿Qué te pasa?

Xena no respondió, sino que se dio la vuelta e intentó alejarse, pero


Gabrielle no se lo permitió. Se puso delante de la guerrera y alzó las manos,
bloqueándole el paso.

—Ya sé que crees que mostrar tus emociones es una señal de debilidad,
pero necesitas hablar con alguien. ¿Por qué no conmigo? A veces es una ayuda,
ya sabes, hablar las cosas.

Xena siguió sin responder. Continuó mirando por la tienda con aire
incómodo, de modo que Gabrielle cambió de táctica, intentando quitarle hierro a
la conversación para lograr que la guerrera se desahogara.

—Bueno... ¿dónde estás? ¿Estamos ya en Persia?

—¿En Persia? —Xena se detuvo, distraída por la pregunta. Se le había


olvidado que el tiempo de Gabrielle y el suyo no estaban sincronizados—. Ah,
no, ni siquiera hemos cruzado las montañas aún. No, han pasado sólo unas dos
lunas desde la última vez que te vi.
—¿Sólo un par de meses? —Gabrielle no se lo podía creer—. Para mí ha
sido casi más de un año.

—¿Más de un año? —preguntó Xena, metida de nuevo en la


conversación—. No me extraña que estés tan cambiada. Mayor, más fuerte. Estás
estupenda. Verte es estupendo. Me alegro de que hayas aparecido.

—Sí que da la impresión de que aparezco justo cuando más me necesitas,


¿verdad? Ahora dime qué te pasa. No es propio de ti parecer tan... derrotada.
¿Dónde estás? ¿Qué está pasando?

Xena meneó la cabeza y suspiró. La mujer no era capaz de dejar pasar la


oportunidad de tener una conversación profunda.

—Estamos fuera de Anfípolis.

—¿Anfípolis?

—Un pequeño pueblo de Tracia... yo... es mi casa. Es donde nací.

—¿Naciste?

Xena se echó a reír.

—Nací en alguna parte, sabes. ¿No me digas que te crees ese viejo mito
que circula sobre mí?

—¿Qué mito?

—El de que fui formada con arcilla y Ares me insufló la vida.

Gabrielle resopló.

—Ése no lo había oído, pero es bueno. No. Ya sé que eres humana.


Demasiado humana, a decir verdad.

Xena no dijo nada, pero siguió a Gabrielle con los ojos, agradecidos de
verla, mientras la joven recorría el interior de la tienda, observando lo poco que
había en materia de comodidades.
La rubia se acercó a la mesa y alargó la mano para jugar con algunos de
los mapas y pergaminos que ocupaban la superficie. Los papiros le atravesaron
los dedos como si fuese un fantasma.

—¿De modo que estás acampada justo fuera de tu pueblo natal?

—Sí —contestó Xena, observando risueña mientras Gabrielle daba vueltas


alrededor de la mesa, con la cabeza inclinada, intentando comprender los mapas,
que estaban del revés. Se dio cuenta de que Xena la estaba mirando, sonriente. Se
apresuró a colocarse al otro lado de la mesa e inclinó la cabeza en la dirección
opuesta.

—¿Todavía tienes familia aquí? —preguntó Gabrielle como sin darle


importancia, al tiempo que fingía comprender los garabatos de los papiros.

—Sí... no. O sea, sí, pero como si no la tuviera. Ella no quiere saber nada
de mí. La verdad es que no la culpo.

Gabrielle apartó la mirada de la mesa.

—¿Ella? ¿Te refieres a tu madre?

Xena asintió sin decir nada, mirándose las botas.

Gabrielle se quedó al lado de la mesa, esperando pacientemente. No era


fácil para Xena hablar de su pasado y Gabrielle lo sabía.

—¿Dónde estabas cuando te necesité hace unos años? —preguntó la


morena guerrera, contemplando una arruga que había en la lona de la pared de la
tienda—. Intenté cambiar, apartarme del camino de la guerra. Hasta enterré mi
túnica de cuero, mi armadura y mis armas.

—¿En serio?

—Sí... justo a las afueras de una pequeña aldea. Entonces llegaron unos
traficantes de esclavos y atacaron a un grupo de jovencitas fuera del pueblo.
Desenterré mis cosas y se lo impedí —dijo Xena, sonriendo con desfachatez al
recordar esa lucha tan estupenda. Les había arrebatado una lanza y la usó como
eje, girando a su alrededor para golpearlos a todos en la cabeza, uno por uno. Fue
una belleza. La sonrisa desapareció cuando ese momento tan placentero se
desvaneció—. ¿Sabes cómo me lo agradecieron?

—¿Cómo?

—Diciéndome que tenía que salir del pueblo antes de que se pusiera el
sol... o algo así.

Gabrielle miró al suelo, sintiéndose triste por su amiga.

—Qué grosería por su parte, Xena.

—Sí, pero me dio gusto... ayudar a alguien. Bueno, el caso es que me fui a
casa. Creía que podría ir a casa... ser perdonada.

—Y supongo que la cosa no fue bien.

Xena levantó la mirada del suelo, sonriendo. Era más fácil hablar con
Gabrielle que con cualquier otra persona que conocía.

—Anfípolis me dio la espalda —le dijo, observando su reacción—. Hasta


mi madre me dio la espalda. Me lapidaron.

A Gabrielle se le dilataron los ojos.

—¿Que te lapidaron? ¿Tu madre también?

Xena asintió con la morena cabeza.

—Casi me matan. Pero no puedo echárselo en cara, ni echárselo en cara a


ella. No veía lo que había en mi corazón. Mi madre no tiró ni una sola piedra,
pero para el caso, fue como si lo hiciera. Me dolió, deja que te diga, y no por las
piedras.

Gabrielle asintió, comprendiéndolo perfectamente. Cuando su madre le


pegaba, le dolía mucho más de lo que debería dolerle cualquier golpe.
Xena suspiró, sintiendo que se le quitaba de encima el peso de la
depresión. Cada vez le resultaba más fácil hablar, y el resto de la historia le salió
sin esfuerzo.

—Un viejo amigo mío me encontró tirada en una cuneta a punto de morir.
Me subió a su caballo, me llevó a su campamento y me curó.

—Era un buen amigo —declaró Gabrielle, aliviada al oír que alguien la


había ayudado.

—Era... es... un señor de la guerra sanguinario, como yo. ¿Sabes lo que


me dijo mientras yo yacía sangrando de las heridas que me habían causado mis
propios paisanos? No hay descanso para el malvado, Xena, eso me dijo. ¿Y
quieres saber una cosa? Que tenía razón.

—No, no tenía razón —la contradijo Gabrielle con firmeza.

—¿No? Mira lo que ha pasado después.

—¿Después? ¿Desde cuándo? ¿Desde entonces? —Gabrielle avanzó, más


que dispuesta a luchar contra la oscura visión que tenía Xena de su propia valía—
. Desde entonces, te has convertido en comandante suprema de toda Grecia, para
luchar por un mundo mejor para todos. Puede que él no lo vea, puede que
ninguno de tus soldados lo vea, pero yo sé que, en el fondo, estás luchando por el
bien supremo. Has cambiado.

Xena volvió a menear la cabeza y se echó a reír.

—Gabrielle, tú verías algo bueno hasta en Matusalén.

—Es fácil ver la bondad de la gente, cuando se busca. Estoy segura de que
si tu madre se fijara un poco más, ella también la vería. No renuncies a ella,
Xena. Eres su hija. Todavía te quiere y siempre te querrá.

—Sabes, si hubieras estado conmigo entonces, cuando enterré mis armas


en el suelo, es posible que las cosas hubieran sido muy distintas.
Gabrielle se relajó, pues sabía que habían superado lo peor de la historia.
Observó el rostro de Xena y su largo pelo oscuro, la forma en que sus ojos claros
reflejaban el movimiento anaranjado de las velas de la tienda, la forma en que la
comisura de los labios de Xena se curvaba hacia arriba en una levísima sonrisa,
como si no quisiera que se viera esa sonrisa.

—Ése es el quid de todo esto —dijo Gabrielle suavemente—. Estábamos


destinadas a estar juntas. Por eso, cuando mi espíritu vuela libre, regresa siempre
contigo.

—No merezco un espíritu tan puro.

—Mi espíritu no es tan puro.

Xena alzó una ceja oscura.

—¿No? ¿Y cuándo fue la última vez que cometiste algún pecadillo?

—Cada vez que estoy en la cama por la noche a oscuras pensando en ti —


replicó Gabrielle, y luego apartó la mirada, colorada como un tomate. No podía
dar crédito a lo que acababa de salir por su boca.

Sólo gracias a los años de práctica con el autocontrol, Xena logró no


echarse a reír a carcajadas. Se mordió el labio por dentro, esperando a que
desapareciera el bonito rubor de la piel de Gabrielle.

Los ojos de Gabrielle se posaban en todas partes, menos en ella.

—¿Alguna vez piensas en mí... ya sabes... así?

Xena ya no pudo resistir las ganas de reír y lo hizo. Alargó la mano,


sonriendo, y siguió con los nudillos el contorno de la mejilla sonrosada de
Gabrielle, pero no sintió nada. Sus dedos atravesaron la carne de esta mujer
encantadora como si no estuviera allí.

Gabrielle se encogió de hombros y acercó la cara a la caricia, de todas


formas.
Xena dejó la mano en la mejilla de Gabrielle, fingiendo que podía
acariciar la suave piel.

—¿Tienes idea de lo frustrante que es esto?

—Creo que me hago una idea muy buena —replicó Gabrielle con un
suspiro.

Xena dejó caer la mano, empezando a sentirse abatida de nuevo.

—Probablemente es lo mejor. Mejor que no te pueda poner las manos


encima.

—¿Por qué? ¿Es que te pasa algo en las manos? —preguntó Gabrielle,
molesta porque el talante de Xena había vuelto a nublarse.

—Soy una bárbara, Gabrielle —respondió Xena, apartándose—. Soy una


guerrera ruda y brutal. Los hombres y mujeres con los que he estado eran iguales.
Sólo acabaría haciéndote daño. Tú te mereces algo mejor que eso.

—Te equivocas. Estoy segura de que me harías el amor exactamente como


me lo he imaginado siempre. Igual que en mis sueños. Sería maravilloso. ¿No
crees que podría ser maravilloso?

—No sabría por dónde empezar con alguien como tú —dijo Xena,
confesando su inseguridad al suelo.

—Empezarías besándome, ¿no?

Xena levantó la mirada, sonriendo.

—¿Eso haría?

—Sí, eso harías. Suave y tiernamente, con todo el amor que sé que sientes
por mí en tu corazón. Y sé cómo sería la sensación de tus labios.

—¿Lo sabes? —Xena enarcó la ceja y se acercó, muy interesada de


repente—. ¿Cómo serían?
—Serían firmes, pero suaves, llenos y calientes, cálidos como la llama de
un hogar. Me besarías así una vez, suave y tiernamente, con tanta suavidad que
sería como un susurro sobre mi piel, y luego...

—¿Y luego? —la instó Xena.

—Y luego me rodearías con tus fuertes brazos y me estrecharías, pegando


nuestros cuerpos. Tu lengua abriría mis labios y yo sentiría no sólo el calor de tu
cuerpo, el calor de tus labios o la fuerza de tus brazos, sino también tu pasión, tu
amor... todo ello.

Xena contempló asombrada y boquiabierta a la bella joven. Las palabras


de Gabrielle eran como dedos sobre su piel.

Cerró la boca y tragó con dificultad, riéndose entristecida.

—Sí, ése es el momento en que empezaría a ponerme brutal.

—¡No! Brutal no, no... apasionada. Es distinto. Una pasión desenfrenada


alimentada por la frustración. La clase de pasión que hace que el corazón te lata
como si te fuese a estallar. Cuando tu mente se olvida de todo, de todo lo que te
rodea. Cuando lo único de lo que eres consciente es de las manos y los labios y
las lenguas.

—¿Y entonces?

—Nos besaríamos así hasta se nos quedaran los pulmones sin aire, hasta
que nos viéramos obligadas a parar para respirar. Nos apartaríamos, pero no nos
soltaríamos. Nos quedaríamos así, abrazadas la una a la otra, mirándonos en
silencio. Y yo pensaría que eras la mujer más bella que había visto en mi vida.

—Yo estaría pensando lo mismo de ti. —Xena se acercó más, lo más


cerca de Gabrielle que le era posible sin abrazarla—. ¿Y entonces?

—Y entonces, me desabrocharías los botones de la camisa.

La guerrera, desconcertada, enarcó una ceja oscura.


—¿Qué haría?

Gabrielle sonrió y se puso a hacer justamente lo que había propuesto.

Xena se quedó mirando hipnotizada mientras los ágiles dedos de Gabrielle


pasaban rápidamente los extraños círculos por unos agujeros de su túnica. La
guerrera se dio cuenta por primera vez de que esas cosas desconocidas de colores
eran algo más que un adorno. Eran como cierres, que sujetaban la túnica. Qué
ingenioso, pensó Xena, y luego todas sus reflexiones sobre los botones
desaparecieron rápidamente de su mente cuando Gabrielle empezó a abrirse
despacio la camisa.

Xena contempló el tesoro de piel lisa que había debajo, observando en


silencio mientras Gabrielle se abría la camisa del todo y se la deslizaba por los
hombros hasta dejarla caer al suelo. Se mostró a Xena bañada en las delicadas
sombras y la cálida luz de las velas de la tienda, cubierta tan sólo por su
sujetador.

—Bueno, ¿qué harías a continuación? —preguntó Gabrielle, sonriendo al


ver la expresión atónita y lujuriosa de Xena.

La ceja de Xena se movió una sola vez. Como siempre había sido una
mujer de acción, Xena alargó las manos y las pasó por los hombros desnudos de
Gabrielle como si pudiera tocarla. Siguió los contornos de su piel, apreciando su
buen tono muscular. Sus dedos tropezaron con las tiras y la tela del sujetador que
se interponían, molesta por su presencia, aunque no las sentía.

—Esto tendría que desaparecer —dijo, indicando el sujetador.

Sin dudar, Gabrielle subió las manos y se bajó despacio las tiras de los
hombros. Las manos de Xena la iban siguiendo como si fuese ella la que estaba
quitando la prenda. Se miraron a los ojos y juntas bajaron del todo las tiras hasta
que el sujetador se apartó del cuerpo de Gabrielle, descubriendo del todo sus
pechos.
Xena esperó sin aliento mientras Gabrielle se llevaba las manos a la
espalda para soltar el cierre. Con una leve sonrisa, se quitó el sujetador y lo tiró al
suelo.

La guerrera se quedó mirando, con el corazón desbocado en el pecho. Los


pechos de Gabrielle eran perfectos, llenos y redondos. Los pezones rosas estaban
relajados e hinchados de calor y su piel dorada resplandecía como el fuego a la
suave luz de las velas.

—Por los dioses, Gabrielle, eres arrebatadora —susurró Xena, con la


garganta tan encogida por la pasión que apenas lograba hablar.

—¿Qué harías a continuación? —preguntó Gabrielle con un tono que era


una mezcla irresistible de inocencia y pasión.

Xena se quedó mirando sin habla la bella ofrenda que tenía ante ella. Por
primera vez, no tenía ningún plan, no lograba pensar en otra cosa que no fuera
amar a Gabrielle durante el resto de su vida. Con manos temblorosas, pasó los
dedos por los fuertes hombros y los brazos musculosos con reverencia y
adoración, absorbiendo la belleza de Gabrielle de todas las formas posibles.

Sus palmas siguieron el contorno de la piel y bajaron para coger los lados
de los pechos firmes y redondos. Xena sonrió cuando oyó que Gabrielle tomaba
aire al ver cómo sus pulgares trazaban lentos círculos alrededor y por encima de
sus pezones.

—Te haría el amor mejor que en tus sueños más calenturientos —


prometió Xena, con la voz embargada de pasión.

—¿Fuerte y duro? —preguntó Gabrielle. Sus ojos estaban clavados en lo


que hacían las fuertes manos y los largos dedos de Xena.

—No, no. Un amor suave y apasionado. —Los dedos de Xena fingían


jugar con los pezones de Gabrielle y sonrió cuando se endurecieron, aunque sabía
que Gabrielle no notaba nada. Bajó la cabeza y colocó sus labios suaves en la
punta de cada uno, depositando dos besos imaginarios, uno en cada uno, como
homenaje a su belleza.
Xena miró a Gabrielle con aire taimado, satisfecha de ver que la miraba
atentamente. Entonces abrió la boca y recalcó su promesa con un largo, lento y
húmedo lametón.

Gabrielle cerró los ojos y gimió. Era como si pudiera sentir la suave
lengua deslizándose húmedamente por su pecho. La sensación se extendió por
todo su cuerpo hasta los dedos de los pies. Era demasiado. Notó que la tienda
daba vueltas. Como necesitaba sujetarse, subió las manos y las pasó por el largo
pelo oscuro de Xena y se llevó una sorpresa al sentir los mechones como la seda
que se deslizaban por sus dedos. Sin pensar, los agarró y tiró con fuerza de Xena,
acercándola más. Ardía en deseos de sentir más.

Xena saboreó la piel, notó el pezón tenso en su boca, la dulzura salada que
era Gabrielle. Aspiró su olor limpio y fresco. El mundo le dio vueltas cuando se
puso a chupar el pecho de Gabrielle con ganas, gimiendo al notar las manos que
le acariciaban el pelo y tiraban de ella para acercarla más, con más fuerza.
Obedeció feliz, apretando el pecho que le llenaba la mano y devorando el otro
hasta que estuvo a punto de caerse de bruces.

Jadeó sin aliento, agarrando el aire. El calor de Gabrielle seguía en su piel


y tenía su sabor en los labios, pero no había nada entre sus brazos. No había
nadie en la tienda.

Estaba de rodillas en la tierra de una tienda vacía, a solas.

—Esto me está matando —masculló Xena, y luego se fijó en el suelo,


donde Gabrielle había tirado su camisa. También había desaparecido—. Me está
matando de verdad.

Con los ojos cerrados, Xena se pasó despacio la lengua por los labios,
gozando del leve rastro de sabor a Gabrielle que todavía quedaba en ellos.
Respiró hondo y sonrió: el olor de la mujer le acariciaba la nariz como el más
dulce de los perfumes. En las manos sentía el hormigueo del calor obtenido al
tocar la lisa piel. La postura de la guerrera se vino abajo y se sentó sobre los
talones, en la tierra en medio de su tienda, donde momentos antes había estado
Gabrielle, envuelta en sus brazos.

No hacía mucho que se habría ocupado de esta frustración agarrando la


espada y matando algo. Ahora, su única opción era ponerse a remojo en un río
frío.

O podía agarrar la espada y matar algo.

Xena se levantó del suelo y se irguió cuan alta era, soltando aliento con
resignación. Es hora de beber algo fuerte y ponerme a remojo, decidió mientras
se acercaba a la mesa para servirse un poco de vino. Levantó la pesada jarra con
una mano temblorosa y se concentró en servir el líquido rojo oscuro sin
derramarlo.

—¿Comandante suprema?

Un guardia apareció en la entrada y Xena se sobresaltó, a punto de


derramar el vino por toda la mesa.

—¿Qué pasa? —exclamó, irritada.

—Perdona, comandante suprema, pero tienes visita.

—¿Quién es? —Xena dejó la jarra y se volvió hacia el guardia, con


evidente cara de fastidio. No estaba de humor para recibir a nadie, salvo a
Gabrielle.

—Xena, soy yo. —Una mujer mayor de pelo oscuro y ojos azules empujó
a un lado al guardia y entró en la tienda. Los ojos igualmente claros de Xena se
dilataron por la sorpresa.

Era su madre.

Cyrene avanzó un poco hasta el interior de la tienda y esperó en silencio a


que su hija reaccionara.
El primer impulso de Xena fue echar a la vieja, pero se tragó esa orden
cuando las palabras de Gabrielle resonaron en su mente.

"No renuncies a tu madre... es tu familia. Todavía te quiere, estoy


segura".

El tierno consejo de Gabrielle le resultaba tan claro como si estuviera allí


susurrándoselo al oído.

—Déjanos —ordenó al guardia.

El guardia se dio la vuelta y salió de la tienda. El crujido de sus botas, los


pasos pesados sobre la tierra pedregosa, se perdieron en la noche mientras
Cyrene y Xena se miraban en tenso silencio. Por fin, se quedaron solas, sin nada
entre ellas salvo el mobiliario espartano de una tienda militar mal iluminada y la
historia que compartían. La expresión de su madre era un reflejo de los propios
sentimientos de Xena.

—Xena, siento tanto...

—Madre, por favor, perdóname...

Las dos soltaron a la vez sus emociones, avanzando vacilantes, la una


hacia la otra.

El rostro de Cyrene estaba lleno de remordimiento.

—No sé por qué te volví antes la espalda. Sabía que el ejército iba a pasar
por Anfípolis. Todos lo sabíamos. Me he pasado estos últimos días discutiendo
conmigo misma si saldría o no a verte pasar. No me esperaba en absoluto que
fueras a venir al pueblo, a la posada... después de lo que te hicimos la última vez.

Con dos pasos, Xena cogió a su madre entre sus largos brazos,
estrechándola con un abrazo lleno de renovada esperanza.

—No pasa nada, madre —dijo Xena, sonriendo aliviada—. Yo me he


pasado estos últimos días haciendo prácticamente lo mismo. A mí misma me
sorprendió tanto como a ti mi decisión de ir al pueblo. No tenía motivos para
creer que me fueras a recibir de otra manera.

Cyrene se puso rígida entre sus brazos y se apartó.

—Es culpa mía que pienses eso.

—No, no es culpa tuya. No me merezco otra cosa.

—No, Xena. Soy tu madre. Una madre que jamás debería haberse
apartado de su hija.

—Sí que debería, si la hija es la Destructora de Naciones. —Xena


retrocedió, soltando a su madre y mirando al suelo.

—Al parecer, la Destructora de Naciones ya no existe... o al menos, eso es


lo que tengo entendido. —Cyrene subió la mano y levantó la barbilla de su hija—
. Has cambiado. Dijiste que lo ibas a hacer... me dijiste que querías hacerlo, pero
yo no te creí. Sigues siendo guerrera y sigues luchando... y matando. Eso lo
comprendo. Aunque no era lo que quería para ti, lo comprendo. Pero tu propósito
es distinto. Y Xena... eso supone toda la diferencia del mundo.

Cyrene sonrió tiernamente al ver la alegre esperanza que brillaba en los


hermosos ojos de su hija.

—Si puedes perdonarme por todos los años en que negué a los
desconocidos que eras mi hija, por haberte dado la espalda, por permitir que
Anfípolis estuviera a punto de matarte... por todo lo que ha sucedido antes de este
momento, Xena, entonces tal vez... tal vez sea cierto... y podemos cambiar... las
dos.

Xena tragó saliva, abrumada casi por el torrente de emociones poco


conocidas que corría por ella. Tardó un poco en poder contestar y Cyrene lo
comprendió y esperó pacientemente.

—¿Cómo puedes perdonarme? ¿Cómo puedes perdonarme por todos esos


años de matanzas, por toda la muerte y el deshonor que os he causado a ti y a
Anfípolis?
—Todo el mundo merece el perdón, Xena. Incluso tú. —Alzó los brazos y
estrechó a Xena con un fuerte abrazo—. Te perdono, pequeña mía. Te perdono.

Xena cerró los ojos y por primera vez empezó a darse cuenta de que Draco
tenía razón sólo a medias. No había descanso para el malvado, pero sólo si el
malvado vivía con un corazón vacío.

Con toda su voluntad, Gabrielle se opuso a su regreso a la realidad. Luchó


contra la energía que la obligaba a apartarse de las manos deliciosas que la
tocaban, de los cálidos labios que excitaban su piel, pero no había manera de
oponerse a la fuerza que se apoderó de ella y la lanzó de vuelta a su triste
realidad.

Abrió los ojos y se encontró a Peter encima de ella, manoseándole los


pechos desnudos con manos bruscas y anhelantes y apretando sus labios contra
los suyos en una serie de besos fríos y babosos.

—¡Aaajj! ¡Peter! ¿Qué haces? —exclamó Gabrielle, empujándolo.

Él respondió con un gruñido y otro beso húmedo.

—¡Quita de encima! —gritó ella, empujando de nuevo—. He dicho...


¡QUE TE QUITES!

Dejándose llevar por sus reflejos adiestrados, alzó la rodilla con fuerza
entre sus piernas y lo golpeó de lleno. Peter se quedó paralizado por la sorpresa,
con la cara contraída por el dolor. Ella echó la mano hacia atrás y luego le pegó
un puñetazo en la nariz. El golpe hizo que se tambaleara y se apartara del sofá y,
por suerte, de encima de ella.

Gabrielle se levantó de un salto, todavía un poco desorientada, pero con


reflejos suficientes para asestar una patada demoledora que le levantó las piernas
a Peter y lo estampó en la alfombra.
Gabrielle se echó un vistazo a sí misma y se dio cuenta de que estaba
totalmente desnuda de cintura para arriba. Rápidamente, buscó y encontró su
camisa y sujetador, tirados en el suelo a poca distancia del sofá.

—¿Qué crees que estabas haciendo? —vociferó mientras volvía a ponerse


el sujetador con torpeza.

Peter estaba sentado en el suelo, con la mano en la cara y expresión de


sorpresa herida.

—¡Me has pegado una patada en los huevos! —exclamó, con la voz
apagada por la mano—. ¡Me has roto la nariz!

—No tienes la nariz rota. —Gabrielle se puso la blusa y se la abrochó—.


Tienes suerte de que no te haya roto el cuello. Venga, déjame ver. —Sintiéndose
un poquito culpable por haber pegado a su amigo, se arrodilló y le apartó la mano
para echar un vistazo. Le sangraba la nariz. Buscó algo para contener la
hemorragia y encontró un paño de cocina sucio, luego se arrodilló de nuevo para
aplicárselo a la cara—. Sujeta esto y echa la cabeza hacia atrás hasta que dejes de
sangrar. —Gabrielle meneó la cabeza—. ¿Pero qué estabas haciendo?

—No lo sé. Estabas gimiendo y te quitaste la camisa y luego el sujetador.


¿Qué iba a hacer yo?

—Sabías que estaba colocada.

—Yo también estaba colocado. Pensé...

—¿Qué pensaste?

Peter echó la cabeza hacia delante, con el paño todavía en la nariz, y miró
a Gabrielle con un matiz de triste expectación en los ojos.

—Pensé que a lo mejor querías, ya sabes, enrollarte conmigo.

Gabrielle enarcó las cejas.

—¿Pensaste que te estaba echando los tejos?


—Bueno, es que te desnudaste. ¿Qué iba a pensar?

Gabrielle pensó en lo que le debía de haber parecido a su amigo y se sentó


sobre los talones.

—Lo siento. Estaba... alucinando... o algo así. Era la droga, no yo.

Peter se quedó callado y apartó la mirada.

—Lo siento —insistió Gabrielle—. Siento haberte confundido. Sabes que


eres importantísimo para mí, Peter. Eres un buen amigo y te quiero, pero...

—¿Pero? ¿Pero qué? ¿Me quieres, pero no lo bastante para, ya sabes,


quitarte la camisa por mí?

Gabrielle sonrió.

—Sería como quitarme la camisa por mi hermano. Lo siento, Peter, pero


es que no te quiero así.

—¿Quién es Xena? —preguntó Peter de sopetón, bajando el paño para


mirar a su amiga.

—¿Cómo que quién es Xena?

—Estabas llamándola... y te quitaste la camisa... y te pusiste a gemir y


todo eso. ¿Es ésa a quien quieres? ¿Es que eres bollo?

Gabrielle se acercó más a Peter y le dio un abrazo.

—Siento haberte pegado, Peter. Es que me has dado un susto. No me


esperaba despertarme y encontrarte encima de mí sobándome las tetas.

Peter resopló por la risa al oír el comentario, lo cual le hizo soltar una
pequeña lluvia de sangre que cayó sobre sus pantalones. Soltó una palabrota y
volvió a ponerse el paño en la nariz.

Gabrielle sonrió compasiva y le dio unas palmaditas en el brazo.


—Siento haberte hecho sangrar por la nariz. Y sí, Xena es la persona a
quien quiero, y sí, Xena es mujer. Si eso quiere decir que soy bollo, pues
supongo que eso es lo que soy, ni más ni menos.

Peter miró al suelo.

—No lo entiendo. ¿Qué tiene Xena que no tenga yo?

¿Qué tiene Xena?, repitió mentalmente, sonriendo.

—No sabría por dónde empezar. —Gabrielle alargó la mano y tiró de él


para acercarlo. Siempre había sabido que él sentía más por ella que ella por él.
Tenían una relación tan íntima como si fueran hermanos, pero cualquier otra cosa
era impensable, por lo que a Gabrielle se refería—. Quién sabe por qué queremos
a quien queremos, Peter —contestó Gabrielle, abrazándolo estrechamente—. Yo
quiero a Xena con todo mi corazón y toda mi alma. Pero todavía queda sitio para
ti en mi corazón, como el mejor amigo que podría tener una chica.

—Sí, supongo que ya me parecía a mí que era demasiado bueno para ser
cierto cuando empezaste a quitarte la blusa.

Gabrielle se apartó y le dio un manotazo en el hombro.

—No deberías haberte aprovechado.

—Oye, soy un tío. ¿Qué esperabas que hiciera?

Gabrielle se levantó de la alfombra y se sacudió los pantalones.

—Vamos a olvidarnos de todo este asunto, Peter. Prefiero no seguir


pensándolo. Me tengo que ir.

—Eso, tú dame una patada en los huevos y sal corriendo —murmuró


Peter, usando sus largas extremidades para levantarse del suelo. Se puso de pie e
hizo una mueca de dolor mientras se ajustaba la entrepierna.

—Así aprenderás a no meterle mano a una chica cuando está indefensa.

Peter se tocó la nariz dolorida e hizo una mueca.


—Tú de indefensa no tienes nada. ¿Dónde has aprendido a pegar así?

—Me he estado entrenando —contestó Gabrielle, rascándose la barbilla


mientras buscaba su cazadora.

—Ya te digo. Menuda fuerza tienes. —Torció el gesto al ver las gotas
rojas que le manchaban los dedos—. Sigo pensando que me la has roto.

—No te la he roto —replicó Gabrielle, distraída. Tenía prisa—. Si hubiera


querido rompértela, la tendrías aplastada.

—Ya. —Peter inspeccionó rápidamente el ángulo de su nariz con los


dedos, aliviado al descubrir que sus fosas nasales seguían intactas—. Cómo has
cambiado, Gabrielle —comentó, contemplando a su amiga mientras ésta
registraba la habitación, buscando sus cosas—. Oye, ¿cuándo me vas a presentar
a esta Xena?

La pregunta detuvo a Gabrielle en seco.

—¿A Xena?

—Sí, ya sabes... Xena... ¿la mujer que quieres?

—A decir verdad, no creo que puedas conocer nunca a Xena, Peter.

—¿Por qué? ¿Es que está en el armario?

Gabrielle resopló, a punto de soltar una carcajada. En su mente apareció


una imagen de la guerrera fieramente bella, armada y vestida de cuero.

—Lo que Xena no está es en el armario. De hecho, no conozco a nadie


que esté más "fuera" que Xena. —Gabrielle sonrió con tristeza, visualizando a la
despampanante morena como posiblemente el mayor prototipo de camionera de
la historia de la especie humana.

—Ah —respondió Peter, confuso—. ¿Entonces por qué no puedo


conocerla?
Gabrielle encontró su cazadora debajo del sofá. Se puso de rodillas y la
sacó, sacudiéndole el polvo.

—Algún día, Peter, te contaré la historia de cómo conocí a Xena. Y ya


verás, cuando lo haga, no te creerás ni una palabra.

Peter se quedó plantado en medio de su astroso estudio de una sola


habitación, con un paño sucio en la nariz y aire desamparado.

—Lo que tú me digas es la verdad, Gabrielle, y me lo creeré. Confío en ti.

Esta declaración sincera y sentida hizo que a Gabrielle se le encogiera el


corazón por la culpa. Al no conseguir encontrar otro medio, había llamado a
Peter en el último momento, asegurando que quería verlo, pero había venido con
un único propósito en mente. Él había compartido la droga con ella de buen
grado y ahora ella se iba corriendo sin apenas darle las gracias por haberle
dedicado su tiempo. Le debía una explicación. Era su amigo y se la merecía.

—Peter, lo siento. Eres un buen amigo, uno de mis mejores amigos. No te


he ayudado nada después del instituto y lo sé. Pero ahora te lo voy a compensar.
En primer lugar, te voy a ayudar a desengancharte.

Peter se apresuró a protestar, pero Gabrielle lo detuvo.

—Estás enganchado y lo sabes. ¡Mira cómo estás! Mira este sitio. Llevas
así demasiado tiempo.

—He intentado dejarlo, Gabby. Nunca funciona —reconoció Peter con


tristeza.

—Lo sé, pero eso es porque no has tenido a nadie que te ayude. Pues
ahora yo te voy a ayudar. ¿Me dejarás?

—¿Cómo me puedes ayudar? ¡Tú misma consumes drogas!

—¿Quién mejor para ayudarte entonces?


—Estoy fatal, Gabby —confesó Peter mirando al suelo—. ¿Por dónde vas
a empezar?

Gabrielle sonrió y le puso la mano en el hombro.

—Pues podríamos empezar por enviarte al centro de rehabilitación al que


fui yo. Era muy bueno.

—Y también era muy caro —replicó Peter.

—Mi madre no tendrá el menor inconveniente en pagar.

—¿Tu madre? —resopló Peter—. Ésa sí que es buena.

—Créeme, pagará hasta el último centavo y ni sabrá que lo está haciendo.


¿Vale?

Peter se encogió de hombros.

—Vale, si tú lo dices.

Ella fue al sofá y Peter la siguió con ojos rebosantes de adoración. Se


sentó, se puso la cazadora en las rodillas y juntó las manos encima esperando
pacientemente a que Peter se uniera a ella. Él así lo hizo, sentándose a su lado en
el sofá, sin dejar de apretarse la nariz con el paño.

—Además, Peter, te debo la verdad sobre lo que está pasando. Por qué he
venido aquí.

Peter esperó con paciencia a que su amiga continuara.

—He venido porque hoy necesitaba meterme heroína —confesó Gabrielle.

—Eso ya me lo he imaginado. —Se reclinó en el sofá y resopló—. Y ésta


es la que dice que debería desengancharme.

Ella asintió mostrando su acuerdo. Peter no era en realidad tan tonto como
parecía, por lo menos cuando se trataba de comprender a las personas a las que
quería.
—Yo no estoy enganchada, si es lo que estás pensando —explicó
Gabrielle, moviéndose en el asiento para volverse hacia él—. De hecho, en
realidad no me he metido nada desde que lo hicimos en el instituto. Bueno, aparte
de una vez en rehabilitación... y algo de maría y una droga de diseño que
consiguió Evelyn y esa estupidez de la hipnosis... pero aparte de eso, no lo he
tocado.

—¿Te drogaste en rehabilitación? ¿Y no te pillaron? ¿Qué droga de


diseño? ¿Para fumar o para esnifar? ¿Quién es Evelyn? ¡Hipnosis! ¡La hipnosis
no es una droga! —exclamó Peter, incorporándose.

—Sí. No. Oxy. Las dos cosas. Mi amiga. Y eso ya lo sé, tonto. Pero nada
de eso importa. Lo que importa es el motivo.

—¿Estás diciendo que hay un motivo aparte de pillarse un ciego?

Gabrielle suspiró, calculando si iba a ser capaz de olvidarse de su


incredulidad.

—Si te lo digo, tienes que prometerme unas cuantas cosas.

—¡Te lo prometo! —contestó a toda prisa—. ¿Qué cosas?

—En primer lugar, no se lo puedes contar a nadie.

—Eso es fácil, no conozco a nadie.

—En segundo lugar, no se lo puedes contar a mi madre, a ella menos que


a nadie.

—¿A tu madre? ¿Por qué iba a hacer eso?

—¿Y si te torturara?

Peter se quedó callado, pensando.

—Ya veo. —Alzó las manos saludando como un Boy Scout—. Te lo


prometo. Incluso bajo el dolor de la tortura a manos de tu madre, jamás diré una
palabra.
Gabrielle asintió, satisfecha.

—Vale. Y en tercer lugar, tienes que prometerme que no te vas a reír.

—¿Reír?

—Prométemelo —insistió Gabrielle—, o me marcho ahora mismo.

Peter bajó el paño, pues se había olvidado ya de su nariz hinchada.

—Vale, te lo prometo. No me reiré. Jo, Gabby, tiene que ser un cacho


historia.

—¡Y nunca más vuelvas a llamarme Gabby!

Peter hizo un puchero.

—¡Eso es demasiado! ¡Siempre te llamo Gabby!

—Vale —se rindió Gabrielle, apuntándolo con el dedo—. Puedes


llamarme Gabby, pero jamás delante de otras personas.

Peter aceptó asintiendo con seriedad.

—Vale. Trato hecho.

—Pues muy bien. —Gabrielle se levantó, dejó su cazadora en el sofá y


adoptó su postura de contar historias—. Todo empezó aquel bonito día de
primavera en el instituto, la primera vez que nos picamos, ¿te acuerdas?

—¿Mi reina? —llamó Alti a través del faldón de la puerta antes de entrar.
En los meses que llevaba viviendo con esta tribu de amazonas, se había hecho
muy consciente de que su nueva reina prefería con creces la oscuridad de su
choza cubierta con pieles humanas que pasearse por la aldea a plena luz del día.

También sabía que no debía entrar en la amenazadora cabaña a menos que


fuera invitada específicamente.
—¿Mi reina? —probó de nuevo, cuando no hubo respuesta.

—¿Qué pasa? —La dura voz parecía hoy especialmente irritada.

—Ha llegado una mensajera con una misiva para ti.

Hubo silencio durante unos instantes. Alti esperó con impaciencia


mientras la sangre sudorosa le goteaba por la frente desde debajo de su gorro de
chamana.

—Una mensajera, mi reina —intentó de nuevo, pero se vio interrumpida.

—¡Pues ve a coger el pergamino y tráemelo!

—La mensajera no está dispuesta a entregárselo a nadie que no seas tú.

—Pues mata a la mensajera, coge el pergamino y tráemelo.

Alti sonrió, encantada con la idea. Ella misma lo habría pensado, si la


mensajera viniera de parte de otra persona.

—Me parece que no conviene hacer tal cosa, mi reina.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no?

—Porque, mi reina —replicó Alti, bajando la voz—, la cera lleva el sello


personal de Xena.

El faldón se echó a un lado y los agudos ojos de la reina miraron a Alti


con escepticismo.

—¿Estás segura?

—Oh, estoy muy segura. Conozco muy bien ese sello. Xena me pegó una
vez un puñetazo en la cabeza con él. Me dejó una marca en la frente que me duró
un mes.

La reina sonrió al oír eso y salió pavoneándose a la luz del sol. Sus rasgos
finos y su dura expresión pillaron a Alti desprevenida. No veía a menudo el
rostro completo de la mujer a la luz del día: se reunían sobre todo en las sombras
de su choza o en la oscuridad de la noche, que era el único momento en que la
dirigente amazona paseaba por la aldea. Sus facciones cinceladas bajo la brillante
luz del sol nunca dejaban de sorprender a Alti. Era una mujer bella, con un aire
duro e implacable.

—Bueno, ¿y qué crees tú que tiene Xena que decirnos, chamana?

—Que dejemos pasar al ejército o moriremos de una forma cruel, mi


reina. Y seguro que lo dice con menos palabras.

—Me asombra que esa bárbara sepa escribir siquiera.

Alti soltó una carcajada sorprendida y echó a andar detrás de la reina.


Juntas, caminaron por la aldea, sin hacer caso de las humildes reverencias de
respeto por parte de todas y cada una de las guerreras ante las que pasaban. Una a
una, las amazonas dejaron de hacer lo que estaban haciendo para saludar a su
reina, ya fuera con una inclinación o con el puño en el pecho, según su posición
en la comunidad.

Cuando llegaron al perímetro, Alti vio perfectamente el círculo de


guardias que habían impedido a la desconocida adentrarse más en el corazón de
la aldea amazona. Cuando la reina se acercó, las guardias se apartaron, dejando
pasar a su dirigente. Alti la siguió de cerca, aprovechando para examinar a la
mensajera con ojos cautos y desconfiados.

Xena había elegido bien. La mujer era alta y de piel morena, de aspecto
fiero y con todos los rasgos atléticos de una guerrera maravillosamente
adiestrada. Ella misma podría haber sido amazona y probablemente lo era: sin
duda una hermana de una de las tribus más remotas de las lejanas tierras del otro
lado del mar.

Al ver a la reina, la bella e impresionante guerrera se inclinó


respetuosamente.

—Traigo un mensaje para la reina amazona de estas tierras de parte de


Xena, comandante suprema de los ejércitos combinados de toda Grecia, capitana
general de la Brigada de los Compañeros Reales de Macedonia y presidenta de la
Liga Helénica de Ciudades-Estado de Corinto.

—¿Es así como se hace llamar últimamente? —preguntó la reina, con tono
cínico. Alargó la mano con aire impaciente—. Dámelo.

—¿Eres tú la reina? —preguntó la mujer, clavándole de lleno sus ojos


oscuros carentes de temor.

—¿Tú qué crees?

—Mis órdenes son entregar este pergamino únicamente a la reina y a


nadie más. Te lo pregunto otra vez, con el debido respeto y sólo porque no
conozco tu tribu: ¿eres tú la reina?

Alti hizo una mueca de desdén, pues sabía muy bien cómo iba a
reaccionar su quisquillosa dirigente al ver que su posición era puesta en duda, y
no se sorprendió cuando avanzó hacia la alta y morena guerrera.

—Podría matarte y coger el mensaje —afirmó la reina con tono


amenazador.

—Podrías intentarlo —respondió la mensajera, dejando entrever apenas


un matiz de sarcasmo que le hacía cosquillas en la comisura de los labios llenos.

Alti y las guardias aguantaron la respiración a la vez, observando mientras


su reina calibraba la respuesta en silencio.

Por fin, la reina enarcó una ceja fina y retrocedió un paso.

—Yo soy la reina de esta tribu, guerrera. Puedes entregarme el mensaje.

Con la expresión cuidadosamente controlada, la guerrera metió la mano en


su faltriquera y le pasó el pergamino. La reina examinó el sello y echó un vistazo
a Alti, disimulando una sonrisa burlona.

Alti tuvo que reprimir el impulso de frotarse la frente.


La reina jugó con la nota doblada unas cuantas veces y luego se dio la
vuelta y salió del círculo.

—Matadla —ordenó al pasar ante la línea de guardias.

—¡Qué! —exclamó Alti sorprendida.

—Que la matéis.

Inmediatamente, la mensajera se puso a la defensiva. Cuando las guardias


no reaccionaron, la ira de la reina se tornó violenta. Golpeó a la guardia amazona
que tenía más cerca.

—¡He dicho que la matéis y que la matéis ya!

La guardia que se había llevado el golpe desenvainó la espada y atacó.


Con expresión satisfecha, la reina se quedó mirando mientras las demás sacaban
sus armas y ocupaban posiciones estratégicas alrededor de la mensajera, listas
para entrar en la refriega.

—Mi reina, esto no es muy buena idea —opinó Alti, susurrando una
advertencia ronca al oído de la reina.

La dirigente amazona no hizo caso del consejo y se dio la vuelta,


alejándose rápidamente. Alti estuvo un momento observando la lucha. La
guerrera tribal aguantaba y paraba una serie de ataques controlados del círculo de
guardias amazonas que la rodeaba, pero sólo era cuestión de tiempo. Sin hacer
caso del estrépito del metal y de los ruidos de la lucha, Alti corrió detrás de su
reina, mirando atrás a tiempo de ver cómo la morena guerrera recibía una
estocada en el vientre y caía de rodillas, soltando un chorro de sangre por la boca
que se propagó por el aire.

—Eso ha sido un grave error —afirmó cuando alcanzó a su dirigente.

—No te he pedido tu opinión —replicó la reina. Arrancó el sello y abrió el


mensaje, que leyó mientras caminaba.
—A Xena no le va a gustar. —Alti volvió la cabeza para presenciar la
estocada final de una espada que dejó a la mensajera sin cabeza.

La reina dejó de caminar y Alti casi se chocó con ella, pillada por sorpresa
por la brusca detención.

—Xena no es la guerrera que crees que es. —Los duros ojos de la reina
repasaron las palabras, sin apenas cambiar de expresión. Cuando terminó, le pasó
la nota a Alti, dejando que la leyera mientras ella se alejaba contoneándose.

Alti se quedó en el sitio y leyó la misiva, enarcando las cejas por la


sorpresa al ver lo que ponía. Era una oferta para la reina de las amazonas de parte
de la propia Xena. A cambio de poder cruzar a salvo las tierras amazonas, Xena
invitaba a la Nación Amazona a unirse a Grecia como ciudad-estado con todos
los derechos, privilegios y protección inherentes. La oferta incluía la exención de
impuestos para la ciudad-estado durante un período de cinco estaciones y unas
fronteras diez veces mayores para la Nación: tiempo y recursos de sobra para que
la Nación se estableciera como provincia viable. Además, ofrecía la soberanía
sobre cualquier pueblo de amazonas, junto con sus tierras, que acabaran bajo el
dominio de Xena como resultado de futuras campañas. Y, como si la oferta no
fuese suficientemente exagerada, la siguiente concesión era pasmosa: se ofrecía a
proporcionar artesanos y fondos para la construcción de un templo en honor de
su diosa protectora, Artemisa, en el centro de cualquier ciudad que las amazonas
designaran como capital del estado recién creado. Sus condiciones eran que se
permitiera el paso por tierras amazonas a sus tropas, tanto de camino a Persia
como de vuelta, sin interferencia, y que el largo conflicto de las amazonas con los
centauros quedara olvidado a cambio de una alianza con Grecia contra los persas.
Terminaba la nota invitando a la reina y su séquito a una cena en su honor en el
campamento del valle de Edomes al pie de las montañas de Ródope dentro de
una semana, como gesto de buena voluntad y para abrir la posibilidad de ampliar
las negociaciones.

Alti apartó atónita la mirada de la nota. Xena no las iba a matar a todas.
¿Qué era esto? ¿Una especie de Destructora de Naciones más amable y delicada?

Leyó la nota de nuevo para cerciorarse de que no había entendido mal lo


que ponía. No lo había entendido mal. A pesar de que las tropas de Xena
superaban a las amazonas en razón de casi diez a uno y que eran muy superiores
en armamento, caballería y capacidad táctica, Xena no quería luchar.

Quería hablar.

Alti corrió por la aldea detrás de la reina y la alcanzó justo antes de que
dejara la luz del día por los confines oscuros y fríos de su cabaña.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó, agitando emocionada el papiro


abierto ante la amazona.

La reina se detuvo en la entrada y sonrió de una forma que produjo


escalofríos incluso por la columna fría y malévola de Alti.

—Ve a buscar a Ephiny. Dile que quiero convocar una reunión del
consejo inmediatamente.

—¿Una reunión del consejo? ¿De qué vas a hablar? Ya has respondido:
acabas de matar a la mensajera. Si ahora envías una delegación, ¡se las comerá
vivas!

Ante el asombro de Alti, la reina se echó a reír a carcajadas. El sonido


hizo que una bandada de pájaros saliera volando de un árbol y se alejara.

—Oh, ya lo creo que voy a enviar una delegación a Xena. Y créeme, va a


ser una comida que le va a costar mucho tragar.

Alti sintió una desazón desconocida en la boca del estómago, una mezcla
desconcertante de emoción y miedo. Incluso a la brillante luz del sol, Alti vio que
los ojos de la reina soltaban destellos de un verde maléfico.

—Busca a Ephiny. Dile que convoque un consejo de guerra. Atacamos a


los centauros al amanecer.

Peter se reclinó en el sofá y se pasó los dedos por el largo pelo revuelto.
Dirigió una mirada a Gabrielle, esforzándose por no echarse a reír, pero no había
forma de tragarse lo que le acababa de contar. Siempre había sabido que a su
amiga le encantaba contar historias. Pero ésta era una pasada.

—A ver si lo entiendo —dijo, colocándose pensativo un dedo delgado en


el labio—. Puedes verla, pero no puedes tocarla. Ella te puede ver, pero no te
puede tocar. ¿Y es una guerrera alta, morena, guapa y vestida de cuero de
Anfibios?

—Anfípolis —corrigió Gabrielle, frunciendo el ceño—. He dicho que es


guerrera, idiota, no una rana.

—Bueno —Peter agitó la mano—, es como si fuera una rana y si la


besaras, se convertiría en príncipe... más bien princesa.

—Mira cómo me río. —Gabrielle bajó la mano para recoger sus cosas—.
Me prometiste que no te reirías. —Se levantó y metió el brazo por la cazadora,
sintiéndose un poco traicionada por la actitud de Peter.

—Espera un momento, Gabby, no me estoy riendo.

—Te estás burlando de mí.

—Te quiero, Gabs, pero tienes que reconocer que cuesta tragarse esta
historia... eso de que tu alma regresa a la antigua Grecia para estar con esta tal
Xena, Rana Princesa. Si vas a tener una alucinación, supongo que una
alucinación alta, morena y vestida de cuero no está nada mal.

Gabrielle echó una mirada aviesa a Peter mientras metía el otro brazo por
la manga.

—Sabía que no me ibas a creer. De hecho, lo único que me sorprende es


que sepas lo que significa la palabra alucinación. —Le dio la espalda y se puso a
forcejear con la cremallera.

—Te creo. Te creo.

—No, no me crees. —Se agachó y cogió su mochila, que se colgó del


hombro—. No importa. No me lo esperaba.
—Aah, Gabby. No te pongas así. No es que no te crea, es que me parece
muy improbable que puedas viajar de verdad en el tiempo para conocer a una
antigua guerrera griega, que encima es mujer. ¿Había siquiera mujeres guerreras
en aquel entonces?

—Claro que las había, Peter. ¿Es que no has oído hablar de las amazonas?

—Claro, les encargo cosas por Internet todo el tiempo.

Gabrielle soltó un bufido irritado y fue a la puerta.

Peter le bloqueó el paso, sonriendo.

—¡Es broma! ¡Es broma! Oye, que yo leo los cómics de Wonder Woman.
Sé todo eso de las amazonas y Atenea y tal. Puede que sea bobo, pero no soy
estúpido.

La gran sonrisa auténtica de Peter y su expresión sincera y franca


acabaron con el enfado de Gabrielle. Puso los ojos en blanco y le dio un
manotazo en broma en la cabeza.

—Estás como una cabra, Peter, pero eres mi cabra. —No pudo evitar
sonreírle—. Algún día, te presentaré a mi amiga, Evelyn Ellison, y ya verás.

—¿Qué veré? ¿Quién es Evelyn? ¿Es mona?

Gabrielle volvió a elevar los ojos al cielo y apartó a su amigo con


delicadeza de la puerta.

—Escucha, tengo que volver a la residencia antes de que me echen en


falta. Puede que ahora no me creas, pero algún día me creerás, Peter. Fíjate bien
en lo que te digo. Cuando llegue ese día, más vale que te disculpes. Mientras,
acuérdate de cumplir tu promesa. No le digas a nadie lo que te he contado aquí
hoy, a nadie. Eso quiere decir a nadie. ¿Lo prometes?

Peter se hizo una cruz sobre el corazón y levantó la mano, cruzando los
dedos.
—Y si no, que me muera.

Gabrielle tiró del picaporte y abrió la puerta.

—Bueno, mantente lejos de mi madre o será una promesa que tendrás que
cumplir.

—Demasiado tarde.

La voz tranquila de su madre la atravesó como una bala. Gabrielle se


volvió en redondo hacia la mujer que estaba cruzada de brazos en el descansillo,
acompañada de un par de hombres fornidos vestidos con traje oscuro y gafas de
sol, uno a cada lado.

—Hola, Peter. —Su madre inclinó la cabeza para gruñir un saludo por
encima del hombro de Gabrielle—. ¿Cómo va tu problema con las drogas?

Peter tragó saliva con fuerza y farfulló una leve respuesta.

Los ojos de Gabrielle se dilataron con una mezcla de rabia y miedo.

—¿Qué haces aquí?

—Yo podría preguntarte lo mismo. —Se adelantó para cernirse por


encima de su hija, mirándola con una expresión peligrosa y amenazadora—.
¿Qué haces aquí, Gabrielle?

—Visitar a un amigo —respondió Gabrielle con un tono deliberadamente


tranquilo y sereno.

Su madre enarcó una ceja.

—¿Te lo estás tirando o sólo lo usas por las drogas?

Gabrielle volvió la cabeza, asqueada, sin dignarse a dar valor a la pregunta


con una respuesta.

—Sé lo que estás haciendo aquí, Gabrielle. —Empujó a Gabrielle por el


hombro, obligando a su hija a mirarla y hacer frente a su mirada dura e
implacable—. Cada vez que haces una visita a tu supuesta alma gemela, yo lo
noto. Cada vez que os ponéis cachondas la una por la otra, también lo noto. —
Dedicó una sonrisa lasciva a Gabrielle y echó una mirada a Peter—. ¿Te ha
gustado el espectáculo, Peter? A mí sí.

Se apartó de Gabrielle.

—Tu pequeña jugarreta con el taxi funcionó una sola vez. ¿No te ha dicho
Xena que nunca debes usar dos veces la misma táctica en combate? En serio,
jamás entenderé qué veía en ti.

La madre de Gabrielle se dio la vuelta e hizo un gesto a los agentes.

—Tráiganla.

—¿Y su amigo? —preguntó uno de los agentes al tiempo que ayudaba al


otro a agarrar a Gabrielle por los brazos.

—Oh, tráiganlo a él también. Estoy segura de que tienes una historia que
contarme, ¿verdad, muchacho? —La madre de Gabrielle se inclinó y miró a Peter
a los ojos tan de cerca que Peter habría podido jurar que veía a otra persona
mirándolo. Devolvió la mirada, con los ojos desorbitados, al rostro extrañamente
distinto, pero igualmente maligno de la madre de Gabrielle que lo observaba
sonriendo con desprecio desde el remolino verde de sus propios iris.

Instantes después, los agentes los agarraron a los dos y se los llevaron a
rastras por el descansillo.

—¡Esto es un secuestro! ¡Es ilegal!

Los gritos de Gabrielle pasaron prácticamente desapercibidos mientras los


empujaban y los obligaban a bajar por las escaleras que conducían a lo que sabía
que era la bodega del sótano de su casa, la mansión de su madre. Bajó tropezando
los últimos escalones y recibió un empujón del fuerte agente contratado que
seguía las órdenes de su madre sin rechistar. Peter prácticamente cayó escaleras
abajo justo después de ella.
Lo atrapó entre sus brazos, furiosa por la forma en que los estaban
tratando a los dos.

—¡No pueden hacer esto! —Ayudó a Peter a levantarse y se encogió al


ver la sangre que volvía a manarle de la nariz—. ¿Quiénes se creen que son? No
se saldrán con la suya. ¡Hay leyes contra esto y lo saben! —Gritaba a los agentes,
pero las palabras iban dirigidas a su madre, que bajó contoneándose
elegantemente por las escaleras, muy despacio, una vez los agentes los
empujaron hacia las profundidades de la oscuridad.

—Oh, por favor, cállate —dijo su madre, desechando su indignación con


un gesto displicente de la mano. Pasó ante ellos entre las sombras, con los ojos
relucientes de malévolo placer—. Tráiganlos aquí.

Gabrielle se vio empujada hacia delante. Cuando se volvió e intentó


empujar a su vez, la agarraron por el pelo corto y se vio arrastrada por los rubios
mechones hacia donde su madre quería que fuera.

—He dicho que te calles —advirtió su madre en voz baja al tiempo que
clavaba las uñas en el cuero cabelludo de Gabrielle y tiraba. A Gabrielle no le
quedó más remedio que ir donde la llevaba su madre.

Rodearon una columna de sustentación y Gabrielle se quedó atónita al


descubrir lo que su madre había estado ocultando en el sótano durante todos estos
años.

La pequeña estancia estaba rodeada de gruesas y resistentes paredes de


hormigón. Su desolador color gris le recordaba a Gabrielle al corazón de su
madre, y los grilletes de acero que adornaban dos de las paredes, un par a cada
lado, reflejaban la crueldad de su alma estéril. Había un hogar hediondo en medio
de la habitación. El hoyo estaba protegido por un cañón de chimenea de piedra
medio desmoronado construido para absorber los pútridos humos que pudieran
elevarse del fuego a través de la casa, hasta el tejado, para desaparecer en el
olvido. En toda su vida, Gabrielle jamás había sabido que este lugar infecto
existía siquiera. Olía a muerte y a maldad, y a pesar de que el hogar estaba ahora
vacío y limpio, a Gabrielle se le pusieron de punta los pelos de la nuca al ver las
manchas de lo que podía haberse quemado allí en el pasado.
Sus ojos se trasladaron a las paredes y se posaron en los grilletes, y
entonces supo perfectamente lo que tenía pensado hacer su madre con ellos a
continuación. Volvió la mirada y su madre la miró a su vez, con un extraño
resplandor verde que palpitaba hacia ella a través de las sombras.

—Encadénenlos —ordenó su madre, y en sus duros rasgos se formó una


sonrisa malévola.

—¡Y una mierda! —gritó Gabrielle y pegó un pisotón con el pie,


cerciorándose de que el borde del tacón se deslizaba dolorosamente por la
espinilla del hombre y caía de pleno en la parte superior del arco de su pie. Oyó y
sintió cómo se rompían los huesos del hombre. Éste retrocedió hasta la pared,
chillando, y en cuanto Gabrielle estuvo libre, le pegó una patada de revés en
pleno estómago. El hombre se dobló y cayó al suelo.

Su madre se le echó encima entonces, asestándole un bofetón tremendo


que la habría hecho tambalearse si no se hubiera agachado. El golpe mortífero le
pasó por encima de la cabeza tan deprisa y con tal fuerza que sintió que el aire le
agitaba el pelo. Con una sonrisa, Gabrielle se levantó y le soltó un fuerte
puñetazo a su madre en plena cara. La mujer retrocedió trastabillando, con una
expresión que era el vivo retrato del pasmo.

Gabrielle se detuvo, algo sorprendida ella misma por haber pegado tan
bien, y eso bastó para que el segundo agente la atacara por un lado. Su cuerpo
más fuerte y más grande se estampó contra ella, empujándola contra la pared de
cemento con un golpe doloroso que la dejó sin aliento.

—¡Puta! —chilló su madre. Sin hacer caso del chorro de sangre que le
manaba de la nariz, fue hasta Gabrielle y le pegó una bofetada, furiosa porque el
agente no lograba dominar a su hija, que seguía debatiéndose ferozmente para
soltarse.

Su madre pegó otra bofetada a Gabrielle, con tal fuerza que hizo una
mueca por el dolor que sintió en la mano. Se miró la palma con desdén y la echó
hacia atrás, cerró el puño y soltó un derechazo que alcanzó a su hija con toda su
fuerza en la sien. El puñetazo dejó atontada a Gabrielle, que se derrumbó contra
la pared, dando tiempo al agente de agarrarle un brazo y levantarlo, para sujetarlo
con el grillete. Echó el cierre y fue a coger el otro brazo. Gabrielle sacudió la
cabeza para despejársela, echó una mirada a la muñeca que tenía sujeta con el
grillete y levantó la rodilla de golpe, alcanzando al agente justo entre las piernas.
El hombre se desplomó en el suelo, con la cara congelada en un grito silencioso
de dolor.

Gabrielle levantó la mano libre para abrir el cierre, pero su madre le atrapó
la muñeca con una fuerza descomunal. Se miraron a los ojos un instante, lo
suficiente para que Gabrielle viera cómo su madre sonreía descubriendo los
dientes, y luego un puño de hierro se le incrustó en el estómago. Se le quedaron
los pulmones sin aire de repente y mientras luchaba por respirar, su madre le
cogió el otro brazo y se lo sujetó con el grillete, echando el cierre con un
satisfactorio chasquido.

Su madre retrocedió y la miró regodeándose, a la espera de que Gabrielle


recuperara el aliento, y entonces volvió a echar el puño hacia atrás y descargó un
golpe demoledor tras otro sobre su hija.

Gabrielle aguantaba cada puñetazo, intentando disminuir los daños


moviendo la cabeza en la dirección del golpe. Haciendo uso de todo su
entrenamiento, tensó los músculos, dispuesta a aguantar cada golpe que le
pudiera dar su madre. Su recio coraje no hizo más que enfurecer aún más a su
madre. Con un gruñido, se echó hacia atrás y descargó un gancho que alcanzó a
Gabrielle en la mandíbula con un fogonazo de dolor al rojo vivo.

Cayó inconsciente hacia delante y se quedó colgando de las muñecas


encadenadas a la pared gris ahora adornada con manchas rojas. Tenía la cara
llena de cortes abiertos de los que rezumaba sangre, que le goteaba por la cara,
formando un charco en el frío suelo de cemento.

Su madre se apartó y sonrió al ver su obra. Pegó una bofetada a Gabrielle


en la cabeza y luego otra, para asegurarse de que no estaba fingiendo. Su hija
estaba sin sentido.

—Dulces sueños, hija querida —dijo con una risilla y luego se alejó,
mirando con desprecio a los agentes que yacían gimoteando en el suelo del
sótano—. Arriba, sacos inútiles de mierda —ordenó.
De repente cayó en la cuenta de una cosa y miró nerviosa por la
habitación. El otro juego de grilletes colgaba de la pared de enfrente... vacío.

—¡Idiotas! —vociferó la madre, pegando una patada al agente más


cercano—. ¡Arriba! Levántense y vayan tras él.

El agente que podía caminar se puso en pie lleno de dolor, tambaleándose


contra la pared cuando la madre de Gabrielle le pegó un empujón.

—¡Vayan tras él, cretinos, antes de que ese idiota se escape! ¡Quiero que
lo atrapen y lo traigan de vuelta! ¿Me oyen? —bramó la madre mientras el agente
corría escaleras arriba en pos de Peter. Pasó cojeando por la puerta que se
balanceaba suavemente en lo alto de las escaleras del sótano, abierta a toda prisa
cuando Peter huyó desesperado hacia la libertad—. ¡No dejen que se escape! Lo
quiero —gritó la madre mientras subía por las escaleras, a zancadas furiosas—.
¡Lo quiero!

Peter no había corrido tanto en toda su vida. Sus piernas lo llevaron por el
larguísimo camino de entrada, golpeando el suelo con los pies con tal fuerza que
se le entrechocaban los dientes. Sin mirar atrás, movió los brazos con más fuerza,
impulsándose más deprisa por la curva en cuesta, pasando ante el cuidado césped
y la fuente de imitación griega, hasta que por fin vio la gran verja de entrada de
hierro forjado que se elevaba ante él.

A la derecha de la entrada estaba la caseta del guarda y Peter sabía muy


bien que allí siempre había alguien.

La puerta de la caseta se abrió y un hombre uniformado salió corriendo


hacia él.

Peter hizo lo único que se le ocurrió: se lanzó directo contra el hombre.


Cayeron juntos sobre el asfalto del camino con un lío de brazos y piernas. La
cabeza del guarda golpeó el duro suelo y su cuerpo se quedó inmóvil, al tiempo
que los ojos se le quedaban extrañamente claros y se empezaba a formar un
charco de sangre, de un ominoso rojo oscuro en contraste con el asfalto gris.
Peter se levantó con un esfuerzo, haciendo una mueca de dolor por la
ardiente rozadura que tenía en la palma de la mano, y entonces se dio cuenta de
que el cuerpo inmóvil del guarda yacía a sus pies.

—Ay, mierda —murmuró, mirando atónito a los ojos del hombre, que
miraban al cielo sin parpadear—. Mierda. Mierda. Mierda.

Peter se apartó de la figura inerte y entró tropezando en la caseta del


guarda. Apenas podía apartar los ojos del guarda, de la visión macabra del
hombre tirado en un charco de su propia sangre, pero logró apretar el botón que
abría la gran verja de hierro forjado.

Un grito procedente de la parte alta del camino le llamó la atención. Uno


de los hombres del sótano veía dónde estaba y lo que estaba haciendo y estaba
dando la alarma.

—¡Ay, MIERDA!

Peter pulsó el botón de nuevo y la verja, que ya se había abierto mucho, se


estremeció y se detuvo chirriando y luego se movió en dirección opuesta, para
cerrarse. Peter salió disparado de la caseta, con cuidado de rodear la figura
inmóvil, y se deslizó por la abertura de la verja de hierro apenas unos segundos
antes de que se cerrara de golpe.

Instantes después, el agente cojeante llegó a la carrera y saltó por encima


del guarda, sin hacer caso del cuerpo. Agarró los barrotes de la verja y miró al
otro lado, a tiempo de ver que su presa bajaba a todo correr por la calle y tomaba
una curva, perdiéndose de vista.

—¡Me cago en la leche! —soltó el agente, agitando los barrotes por la


frustración.

Se quedó paralizado al oír el característico ruido de un motor y se volvió a


tiempo de ver la elegante forma de una limusina que se detenía. La verja a la que
estaba agarrado se estremeció y chirrió y tuvo que saltar para quitarse de en
medio cuando se empezó a abrir.
La larga limusina negra esperó pacientemente a que la verja completara su
arco. Cuando la verja se detuvo, el coche se movió hasta la entrada y frenó. La
ventanilla del conductor, de un profundo color negro, bajó y apareció la madre,
que lo miraba furiosa detrás del volante.

—Suba, imbécil —ordenó, capaz apenas de controlar la rabia de su tono.

El agente dio la vuelta cojeando para subirse al asiento de detrás.

—Ahí atrás no, gilipollas. Aquí. —La madre ladeó la cabeza, indicando el
lado del pasajero.

El agente cambió de dirección y rodeó cojeando penosamente la parte


delantera del vehículo.

La madre lo observó mientras avanzaba con dificultad alrededor del


coche, siguiéndolo con sus duros ojos verdes, ardiendo de rabia silenciosa. Si en
las manos hubiera tenido puñales, ese idiota ahora parecería un puercoespín.

En cuanto se colocó en el asiento de cuero y cerró la puerta de golpe, la


madre pisó el acelerador y salió disparada en la dirección por la que había huido
Peter.

En cuanto Peter estuvo seguro de que ya no se lo veía desde la verja negra


de hierro, cambió de dirección y cruzó la calle para meterse por un abundante
seto que le tiraba de la ropa y le arañaba la piel mientras lo atravesaba corriendo.
Peter cruzó el bosque a la carrera, sorteando los troncos de álamos blancos y
gruesos robles, apartando bruscamente ramas y matorrales de en medio. Tropezó
con una piedra oculta por una capa de hojas caídas y estuvo a punto de perder pie
y caer al suelo. Pero se las arregló para conservar el equilibrio y saltó por encima
de un tronco y se agachó para pasar por debajo de una rama baja sin perder el
paso.

Respirando profundamente, se concentró en mantener el equilibrio e


intentó no hacer caso del fuego que le estaba inundando rápidamente los
pulmones. Jo, estaba en pésima forma. Los años de consumo de drogas se
dejaban notar, y al poco ya no pudo seguir a esa velocidad frenética. Su hombro
se estampó con un árbol que se negó a quitarse de en medio y cayó al suelo del
bosque hecho un lío de brazos y piernas, con el corazón desbocado y los
pulmones chillando por la necesidad de descansar. Intentó levantarse, pero las
flojas piernas se negaron y dejó caer la cabeza sobre una almohada de hojas y
tierra, resignándose a que necesitaba descansar. Mientras contemplaba el dosel de
hojas de encima, luchó por recuperar el aliento y entonces tuvo que rodar a un
lado cuando las ganas incontrolables de vomitar lo obligaron a echar la comida
del estómago. Vomitó varias veces en la tierra, reconociendo los calambres que
tenía en el estómago como lo que eran: los primeros síntomas del síndrome de
abstinencia, pues hacía horas que no se picaba.

—Genial —murmuró Peter, limpiándose la boca con el dorso de la mano.


El ruido de su propia respiración fatigosa se fue haciendo más ligero hasta que
sólo oyó la quietud del bosque que lo rodeaba. Se oía el suave roce de una brisa a
través de las hojas y el dosel de encima se movía lleno de vida. Se había
adentrado en las profundidades del bosque, lejos de la carretera.

¿O no? Poco a poco, el roce de las hojas cambió, fusionándose con el


característico sonido de los coches que pasaban a gran velocidad por una
carretera.

Peter levantó la cabeza y se volvió, mirando en la dirección del sonido. A


través de los árboles distinguió el contorno difuso de una carretera y el destello
de los coches que pasaban zumbando. El tráfico era mucho más denso que en la
calle privada que llevaba a la mansión.

Peter sonrió, pues al instante supo dónde había acabado, y se apartó de las
hojas y se puso en pie, sorteando a trompicones los últimos árboles para salir a la
carretera de circunvalación.

El sol se estaba poniendo cuando Peter logró volver a la ciudad, pero no


fue a casa. Podría no ser muy listo, pero sabía que el único sitio al que ahora
mismo no podía ir era su apartamento.
En cuanto tuvo oportunidad, se montó en un autobús que iba a
Georgetown. Peter ocupó su asiento, contemplando las tiendas y los nombres de
las calles al pasar mientras se esforzaba por pensar. Gabrielle había mencionado
a una amiga, una amiga que conocía toda esta extraña historia de Gabrielle, que,
por fantástica que pudiera parecer, con cada segundo que pasaba parecía más la
verdad y menos un producto de su imaginación. Peter se frotó la cabeza y trató de
concentrarse, trató de olvidar el pavoroso rostro de la madre de Gabrielle
sonriéndole y no hacer caso de los temblores de su propio cuerpo que lo avisaban
de que necesitaba droga y la iba a necesitar bien pronto.

Peter se secó la nariz acuosa con el dorso de la mano, contento de ver que
por fin había dejado de sangrar.

¿Cómo se llamaba? Si pudiera acordarse del nombre, a lo mejor podía


encontrarla. A lo mejor ella sabría qué hacer. En cualquier caso, tenía que
conseguir ayuda para Gabrielle.

El autobús se detuvo con una sacudida y Peter se levantó de un salto, al


darse cuenta de que habían llegado a su parada. Bajó corriendo los escalones y
salió a la calle, mirando a su alrededor para orientarse antes de decidir en qué
dirección seguir.

Unas manzanas después, Peter había encontrado la dirección y subió


corriendo los escalones de entrada de la residencia de Gabrielle, esforzándose por
hacer ver que no estaba fuera de lugar. Usó las escaleras, en lugar del ascensor, y
se coló en el piso, deteniéndose en la puerta para comprobar el pasillo en ambas
direcciones. Con paso rápido, llegó a la habitación de Gabrielle y se detuvo un
momento para escuchar antes de girar el picaporte para abrir la puerta. Como era
de prever, la puerta estaba cerrada con llave. Peter miró a derecha e izquierda
antes de sacar su tarjeta de la cartera y, pasándola rápidamente por la jamba, soltó
la cerradura y abrió la puerta, colándose dentro.

Echó un rápido vistazo por la habitación hasta que sus ojos se posaron en
una agenda electrónica situada en el centro de una mesa. Moviéndose deprisa y
en silencio, se sentó en la silla y abrió el portátil, pulsó el interruptor y esperó
nervioso a que el ordenador se encendiera.
Peter activó la sesión y se detuvo un momento al ver el campo de la
contraseña antes de escribir la única palabra que sabía que tenía que ser: XENA.
Efectivamente, el ordenador aceptó la clave de seguridad y abrió el escritorio de
Gabrielle para uso de Peter. Pinchó en la libreta de direcciones y se puso a
recorrer los nombres.

EVELYN ELLISON.

Eso era. Evelyn Ellison. ¡Eso era!

Peter cogió un bolígrafo y arrancó una página de un libro de la biblioteca,


usando el papel para apuntar el nombre, la dirección y el número de teléfono lo
más deprisa que le permitió su mano temblorosa. Peter se secó la frente y se dio
cuenta de que estaba empezando a sudar. Su cuerpo lo iba a traicionar, a pesar de
la urgencia total.

Con un destello de brillantez cognitiva, Peter pulsó una tecla, borrando la


entrada de la libreta de direcciones, y luego dedicó un momento a cambiar la
contraseña antes de salir de la cuenta de Gabrielle. Apagó el ordenador y lo cerró
con cuidado, dejándolo exactamente igual que lo había encontrado, y luego miró
la dirección garabateada en la página arrancada que tenía en la mano.

Se levantó, se embutió la nota en el bolsillo y tuvo que respirar hondo para


que se le calmara un calambre que amenazaba con apoderarse de la boca de su
estómago.

Peter no hizo caso de la señal de advertencia de su cuerpo y abrió la


puerta, volvió al pasillo y salió de la residencia. Pasó ante numerosos estudiantes
sin que nadie enarcara siquiera una ceja.

Viva la seguridad del campus, pensó Peter riendo, y se montó en otro


autobús que lo llevaría a Dupont Circle.

La puerta de la habitación de la residencia de Gabrielle se abrió de golpe y


su madre entró a largas zancadas, sonriendo con desprecio al echar un vistazo al
pequeño espacio. Qué típico de Gabrielle. Sencillo y pulcro, con estantes llenos
de libros, la mesa organizada y despejada, todo en su sitio: qué previsible por
parte de la narradora.

Sus ojos en movimiento se posaron en la mesa y la madre enarcó una ceja


al ver el portátil colocado en el centro.

—Ábralo —ordenó, y esperó a que el agente se sentara en la silla y abriera


la cubierta del ordenador.

El agente alzó las manos resignado, incapaz de pasar de la pantalla de


inicio de sesión que había aparecido en el monitor.

—Hace falta una contraseña —informó.

—Escriba XENA.

El agente usó dos dedos, uno de cada mano, para escribir lo que se le
ordenaba, pero el ordenador respondió con un pitido irritante y un mensaje de
error.

—No es eso.

La madre enarcó la finísima ceja y se adelantó para echar un vistazo por


encima del hombro del agente.

—Con Z no, idiota.

El agente la miró con ojos interrogantes, incapaz de pensar en otra forma


de escribirlo.

—Aparte, imbécil. —Agarró al hombre por los hombros y lo sacó de la


silla de un empujón y luego ocupó con elegancia el asiento. Usando las puntas de
sus largas uñas rojas, introdujo un nombre en la pantalla.

—XENA. X... E... N... A —gruñó, sonriendo al hombre por encima del
hombro, hasta que el ordenador le soltó un pitido, negándole de nuevo el acceso.

—¡No es eso! —repitió el agente, señalando la pantalla y el parpadeante


mensaje rojo de error.
—¡JODER! —La madre cerró de golpe la cubierta del portátil.

A Evelyn le encantaba Crystal Method. La droga misma no le decía nada.


De hecho, detestaba la forma en que el speed le aceleraba el corazón y la mente.
La droga sólo conseguía mantenerla en pie durante días enteros y encima la hacía
sudar como un caballo. Peor aún, la hacía pensar demasiado. No, prefería con
diferencia los efectos adormecedores del alcohol, sobre todo ahora que en sus
sueños sólo veía a la chamana, Yakut, lo mismo que cuando estaba despierta.

Ahora bien, Crystal Method —el grupo— era harina de otro costal.

Dio vueltas a la aceituna del estupendo martini recién mezclado que se


acababa de hacer y alargó la mano para subir un poquito la música al pasar dando
un sorbito. El profundo ritmo del bajo la alcanzó de lleno en el estómago al
mismo tiempo que el alcohol y eso, pensó, era el subidón que a ella le gustaba.

Evelyn alzó la copa y contempló la bebida, apreciando las pequeñas


virutas de hielo que se habían formado en la superficie del alcohol, señal de un
martini bien hecho de verdad.

—Agitado, no removido —citó, brindando por Bond mentalmente al


tiempo que bebía otro poco. Sabía tan bien que acabó bebiéndoselo todo de un
trago—. ¡Maldición! —soltó, contemplando la bebida como si la hubiera
traicionado—. Me parece que tendré que hacerme otro.

Evelyn rodeó el sofá, con la copa vacía en la mano, y se dirigió a la


cocina, gozando de la profunda vibración del bajo sintetizado que sacudía hasta
los adornos del apartamento. Tarareando la música, desenroscó el tapón de
aluminio dorado de la botella de Grey Goose y metió la coctelera en la puerta de
la nevera para coger más hielo al mismo tiempo.

Echó el alcohol de la botella en la coctelera, levantando la botella para


alargar el chorro con gesto historiado, luego se mojó los dedos con vermut dulce
y los agitó encima de la coctelera, para salpicar el vodka de unas poquitas gotas.
Con un cuentagotas, añadió un toque de agua de aceitunas: a Evelyn le gustaban
los martinis sucios.
—Salvaje, dulce y fresco —canturreó mientras ponía la tapa en la
coctelera y agitaba la bebida al ritmo de la música. Los cubitos de hielo
tintineaban contra el metal produciendo un ruido como de maracas, de modo que
Evelyn se puso a bailar una samba mientras agitaba su bebida, acabando con un
giro y un largo chorro del producto final en la copa sin derramar ni una sola gota.

Levantando la bebida para inspeccionar su obra, buscó las virutas


delatoras de hielo y sonrió al verlas soltándole destellos.

Olió el contenido de la copa de martini y sonrió.

—Me encanta el olor a vodka por la mañana.

Bebió un sorbo y frunció el ceño. El estéreo acababa de hacer algo que


sonaba como un hipo del bajo. Evelyn dejó la copa en el mostrador y escuchó
con más atención.

—¡Maldita sea! —Ahí estaba otra vez. Rodeó malhumorada el mostrador


y se plantó delante de los altavoces, con los brazos en jarras. El golpe no
sincopado se repitió, pero no salía de los altavoces. Los golpes se oían detrás de
ella. Se volvió hacia el ruido.

Los golpes procedían de la puerta.

—Oh —se dijo, sonriendo modosamente. Alguien llama—. ¡Un momento!

Bajó la música y corrió alrededor del sofá para acudir a la puerta.

—Ya se sabe lo que se dice —dijo en voz alta al tiempo que giraba el
picaporte y abría la puerta—. ¡Si la casa se balancea, no se moleste en llamar!

La puerta se abrió para revelar a un yonqui sudoroso y tembloroso en el


umbral.

—¿Qué? —exclamó Evelyn, momentáneamente pasmada por el estado de


la persona que estaba en su puerta—. ¡Ah, no, ni hablar! —Recuperándose, cerró
la puerta de golpe. De ninguna manera estaba dispuesta a dejarse robar.
—¡No, espera! —El yonqui lanzó todo su cuerpo contra la puerta que se
cerraba y recibió la fuerza bruta del golpe en el pecho—. ¡Aaaj!

—¡Largo! —Evelyn lo empujó, tratando de quitarlo de en medio para


poder cerrar la puerta y echar la llave.

—No, espera. ¡Espera! —Peter forcejeó con ella, pero estaba debilitado
por el mono y ella era muy fuerte.

Evelyn empujó con fuerza, apoyándose en su cara para obligarlo a


retroceder al rellano. Justo cuando parecía que iba a ganar la lucha entre la puerta
y él, el yonqui gritó una palabra que la dejó parada en seco.

—¡Gabdielle!

Evelyn se quedó paralizada, con la mano extendida, aplastando la nariz de


Peter.

—¿Qué has dicho?

—¿Gabdielle? —Peter repitió el murmullo detrás de la palma de su mano.

Evelyn apartó la mano de la cara de Peter y lo agarró en cambio del cuello


de la camiseta.

—¡Entra! —Tiró de Peter para meterlo en el apartamento y cerró la puerta


de golpe.

—La contraseña se ha cambiado hoy mismo —afirmó el técnico mientras


manejaba el ratón con la mano derecha.

—¿Ah, sí? —La madre atisbó por encima de su hombro, mirando la


pantalla con interés—. ¿Han cambiado algo más hoy?

—¿Qué busca exactamente?

—¿Cuál ha sido el último programa utilizado?


El técnico movió los dedos por el teclado.

—La libreta de direcciones.

—¿En serio? ¿Me puede decir que han hecho?

Unos cuantos toques más en las teclas y el técnico se echó hacia atrás en
la silla.

—Han borrado una dirección. ¿Quiere restaurarla?

Los labios de la madre se curvaron en una fría sonrisa.

Peter estaba fatal. Evelyn lo ayudó a subir al asiento del pasajero de su


BMW y le dio unas palmaditas en el hombro, sonriendo compasiva.

—Ella tendrá algo para ayudarte, estoy segura.

—De... de... deb... deberíamos ir a ayudar a Gabby —balbuceó Peter,


temblando. Se secó la nariz con el dorso de la mano y miró a Evelyn con los ojos
hinchados y enrojecidos.

—Lo haremos, pero no podemos hacerlo solos. Es demasiado poderosa.


Cuidado con los pies —dijo Evelyn y cerró la puerta del coche, luego lo rodeó
por la parte de delante y se montó en el asiento del conductor. Metió las llaves en
el encendido y el coche arrancó con estruendo.

—¿Dónde vamos? —preguntó Peter, abrazándose a sus propios hombros


para contener los escalofríos que le atravesaban el cuerpo.

—He aprendido mucho, pero no lo suficiente para enfrentarme a ella... al


menos todavía no. —Sonrió a Peter al tiempo que giraba el volante y pisaba el
acelerador—. Conozco a alguien que le va a dar tal paliza que le va a poner la
cara del revés.

8
Olía la muerte en el aire. Aunque todavía no se había derramado sangre,
Alti detectaba el hedor de la matanza que se iba a producir con la misma claridad
con que veía el sol que se alzaba sobre las montañas a través de las ramas de los
árboles. Se sentía atraída por la promesa de la sangre como la picadura del
aguijón de una abeja por el miedo. Poniéndose más cómoda, Alti colocó bien los
pies y se esforzó por no dar la impresión de que se iba a caer. No tenía la menor
intención de dejar que la reina, que estaba de pie con insultante facilidad un poco
más arriba y a su izquierda, viera lo incómoda que estaba en los árboles.

Alti detestaba la tendencia de las amazonas a atacar desde las copas de los
árboles. ¿Qué eran, una panda de monos?

La reina amazona notó la agitación de las ramas producida por el


movimiento de Alti y la miró. Una mano impaciente envió una clara señal a la
chamana para que se estuviera quieta. Alti se apoyó en el tronco y aguantó la
respiración. A través de las hojas vio el contorno oscuro de unos caballos que se
aproximaban.

El grupo podría haber sido una hilera de jinetes a caballo, pero los agudos
ojos negros de Alti sabían que no era así. Al ver a su presa sintió un agradable
cosquilleo de emoción por la espalda y la muerte dejó de ser un mero perfume,
para convertirse en algo que prácticamente podía saborear. El labio le tembló
hasta curvarse en una sonrisa burlona y echó un vistazo a su reina con los ojos
relucientes de emoción.

La intensa mirada verde que se posó en ella le produjo tal desazón que
miró a otro lado. Contempló las hojas de un árbol del otro lado del sendero y vio
a la rubia capitana del batallón de amazonas, Ephiny, que miraba al enemigo con
una expresión extraña.

La fila de centauros ya era claramente visible. Jóvenes machos al mando


de un par de maestros algo mayores que habían salido a adiestrarse siguiendo un
sendero que serpenteaba por el bosque hasta los abundantes terrenos de caza de
los centauros.
Presas fáciles, pensó Alti, sonriendo. Levantó la vista hacia la reina y se
puso tensa. La dirigente amazona había alzado la mano preparándose para dar
una señal. Alti escudriñó las copas de los árboles que rodeaban el sendero a
ambos lados y distinguió sin dificultad al escuadrón de amazonas que esperaban
en silencio, con las espadas desenvainadas, preparadas para cuando la reina
bajara la mano y diera la señal de atacar.

Esos cabrones mal olientes no tenían nada que hacer.

En lo alto de un árbol, oculta por las hojas doradas de un roble inmenso,


Ephiny respiró hondo para calmarse, obligando a su cuerpo a mantenerse inmóvil
con un equilibrio perfecto. No había sacado la espada y no lo haría hasta que sus
pies se posaran en el suelo del bosque. Ella prefería saltar desde las ramas con las
manos vacías, dar una voltereta en el aire de ser necesario y sacar luego el metal
de la vaina. En realidad, no creía que fuera a necesitar desenvainar la espada en
absoluto: ellas eran muchísimas y los centauros muy pocos. Sólo con la sorpresa
bastaría para terminar la batalla antes incluso de que empezara.

Los pobres cabrones no sabrían ni lo que les había pasado.

Observó al enemigo que avanzaba por el sendero del bosque con total
tranquilidad. No tenían motivo para estar preocupados en esta fresca mañana de
otoño. Aunque las amazonas y los centauros llevaban generaciones luchando por
los terrenos de caza y los dioses sabían qué más, hacía casi una década que no se
derramaba sangre. Muchas peleas y discusiones, sí, pero ¿un ataque pleno,
soldado contra soldado, golpe a golpe? Hacía años que no. Melosa era una
dirigente demasiado buena y una negociadora demasiado hábil para derramar
sangre amazona innecesariamente.

Pero Melosa estaba muerta, caída en desafío, y una nueva dirigente


gobernaba a la Nación. Esta nueva reina tenía una sed de sangre sin igual en la
larga historia cargada de guerras de las amazonas. Durante el primer año, su
nueva reina había logrado unir a las tribus amazonas de una forma que ninguna
reina anterior había conseguido. Pero a pesar de esto, a Ephiny le preocupaba en
secreto que su nueva dirigente las estuviera llevando por el camino de la muerte,
derechas al Hades.

Contempló la hilera de jóvenes machos centauros y suspiró. Desde luego,


su nueva reina iba a llevar a los centauros a la muerte. Qué raro. Había crecido
con la creencia de que estos seres míticos no eran sólo sus enemigos, sino
además unos animales repugnantes. Ahora que los veía bien, no le causaban en
absoluto tan mala impresión.

Su mirada se clavó en el macho que guiaba al grupo. Su pelaje era


reluciente y su melena larga. Cuando se volvió para sonreír a los muchachos que
lo seguían, Ephiny descubrió que le gustaba su fuerte perfil. De hecho, casi
parecía... guapo.

El avance de la partida de caza se hizo más lento al tiempo que su líder


ladeaba la cabeza. Alzó la mano para detener a la fila y todos se pararon,
agitando la cola nerviosos mientras miraban a su alrededor. El centauro más
experimentado avanzó caracoleando para observar las copas de los árboles que
tenía encima, olisqueando el aire.

Sus ojos marrones claros recorrieron los árboles en busca de lo que lo


había sobresaltado y lo encontró: un par de ojos de parecido tono marrón
enmarcados por una melena de rizos rubios que lo miraba a su vez a través de las
hojas de las ramas altas de un árbol.

Antes de que pudiera gritar una advertencia, el bosque se llenó de


amazonas. Bajaron como si volaran del entramado de ramas de encima: un mar
de guerreras enmascaradas y sin máscara, tan veloces que los centauros quedaron
rodeados por un muro de espadas desenvainadas antes de saber qué hacer.

Los jóvenes pupilos que tenía detrás se encabritaron y se pusieron a gritar


asustados. Cerraron filas, pegándose más los unos a los otros mientras el muro de
amazonas se cerraba a su alrededor.
—¿Pero qué estáis haciendo? —gritó él, descubriendo que la mujer que le
había llamado la atención lo apuntaba directamente a la nariz con la punta de la
espada.

—No te muevas —advirtió Ephiny, tratando de no hacer caso de la


extraña sensación de familiaridad que le producía esta criatura—. Por favor, no
muevas ni una pezuña.

El centauro se calmó ante su cortesía y habló a su grupo.

—Quietos. No os mováis. No nos van a hacer daño. Haced lo que dicen.

—Eso es —confirmó Ephiny—. No os haremos daño mientras hagáis lo


que decimos.

—Nunca hagas una promesa que no puedas cumplir, Ephiny. —Una fila
de amazonas se apartó, dejando pasar a su reina.

La reina, seguida de cerca por Alti, se plantó ante los centauros e


inspeccionó a sus prisioneros. Se acercó al líder contoneándose con confianza y
se echó a reír al ver su cara de desafío, pese a lo desesperado de su situación.

—Quiero que le lleves un mensaje a Kaleipus —dijo.

—¿Un mensaje? —repitió el centauro, pateando el suelo con desconfianza


con una pezuña trasera—. ¿Todo esto por un mensaje?

Ephiny se adelantó, bajando la espada.

—¿Cómo te llamas?

—Soy Fantes, hijo de Tyldus —proclamó el centauro con orgullo mientras


observaba a Ephiny, y en la comisura de sus labios bailó una ligerísima sonrisa.

Ephiny bajó la espada del todo mientras miraba a los dulces ojos marrones
de Fantes. Era como si lo conociera, como si ya lo hubiera visto antes.

—Tyldus, ¿eh? —La reina se puso delante de la guerrera rubia, rompiendo


su conexión—. Pues serás el mensajero perfecto.
—¿Qué quieres que le diga? —preguntó Fantes, irguiéndose cuan alto era,
y lo era mucho.

La reina no se dejó intimidar. Se adelantó, con un aire igualmente seguro a


pesar de que el alto medio hombre, medio caballo se cernía por encima de ella.

—Quiero que Tyldus reciba el mensaje de que el tiempo de los centauros


ha llegado a su fin. Al anochecer, no quedará hombre, mujer o potro con vida en
esa aldea apestosa que tenéis. —Alzó el labio con desprecio burlón y retrocedió,
y él se quedó mirándola, con los ojos desorbitados—. Mátalo —le ordenó la reina
a Ephiny.

—¿Qué... qué? —farfulló Ephiny, retrocediendo.

—He dicho ¡que LO MATES!

—¡Está desarmado! —exclamó escandalizada.

La reina alargó la mano de golpe y agarró a Ephiny por el corpiño, tirando


de ella con rabia.

—He dicho que... lo... mates.

—No. —Ephiny se puso rígida con aire desafiante. Enfundó despacio la


espada, deslizándola en la vaina de cuero con un golpe rabioso—. Me niego a
asesinar a un hombre desarmado.

Ephiny intentó darse la vuelta y alejarse, pero la reina la sujetaba con


fuerza por el corpiño.

—Suéltame —advirtió la guerrera rubia, con tono bajo y amenazador—.


He dicho que me sueltes.

—Oh, ya lo creo que te voy a soltar —replicó la reina sonriendo al tiempo


que los ojos de Ephiny se ponían redondos por la sorpresa—. ¡Vete al Hades!

La reina le soltó el corpiño y retrocedió medio paso. Ephiny posó la


mirada en la otra mano de la reina, que seguía sujetando la empuñadura de un
cuchillo que le había clavado en el vientre. Tocó la sangre que se derramaba por
un lado de la herida y se miró sorprendida la palma de la mano manchada de
rojo.

—Que tengas buen viaje —dijo la reina con dulzura y torció la hoja.

Ephiny hizo una sola mueca y entonces se le doblaron las piernas y se


desplomó en el suelo.

—¿Alguien más quiere desobedecer mis órdenes? —La reina sonrió y


levantó la mano, sujetando aún el cuchillo ensangrentado, mientras se volvía para
dirigirse al resto de la tribu—. ¿No? Bien.

Limpió el cuchillo en el pecho cubierto de vello de Fantes. El centauro


retrocedió asqueado, pero estaba rodeado de amazonas y centauros y no tenía
modo de escapar.

—¡Puta! —exclamó, encabritándose ligeramente.

—¡MATADLO!

La orden hizo que el mar de amazonas cayera sobre Fantes como un


enjambre. Los jóvenes machos caracolearon y se encabritaron, gritando de
miedo, pero no tardaron en ser rodeados y apartados de su líder.

—¡Quitaos de en medio! —gritó Alti, apartando a las amazonas a


empujones para llegar al cuerpo de Ephiny.

Mientras las guerreras atacaban a Fantes, Alti se arrodilló al lado de


Ephiny y sacó su cuchillo de chamana. Sin hacer caso de los gritos y del ruido de
la carne de caballo al ser desgarrada, se puso a cortar el cuerpo con su propia
arma.

A los pocos segundos, sacó el corazón de Ephiny de su cálido y húmedo


nido y lo sujetó con aire reverente en las palmas de las manos.

—Ephiny, eras una feroz guerrera —susurró su voz ronca al órgano


ensangrentado—. Tu muerte me dará mucho poder.
La chamana contempló su premio y se lo acercó más para verlo mejor.

El órgano estaba inmóvil: el corazón ya no latía.

—¡MALDITA SEA! —gritó Alti. Detestaba la carne fría.

Mientras los gritos de Fantes resonaban por el bosque, la chamana se


encogió de hombros, olvidándose de su decepción, y se puso a comer con
fruición.

La reina daba vueltas alrededor del cuerpo del centauro caído, sonriendo.
Fantes estaba hecho trizas. La sangre manaba de una multitud de cortes de espada
y caía al suelo del bosque, tiñendo la tierra de un negro oscuro.

—Bien hecho —les dijo a sus guerreras, que empezaron a retroceder. La


reina dirigió su atención al grupo de jóvenes centauros que estaban agrupados y
rodeados de amazonas—. Ahora, cortadles las manos y cauterizadlos con brea.

Cuando sus guerreras se empezaron a agitar nerviosas con expresiones


rayanas en el horror, se volvió furiosa hacia ellas.

—¡He dicho que les cortéis las manos y les cautericéis las heridas! Luego
los podéis dejar marchar.

Una vez más, las amazonas reaccionaron en masa, rodeando a los jóvenes
centauros para cumplir la insidiosa orden.

La reina dio la espalda al horrible espectáculo y se acercó a Alti, que


acababa de terminar de comerse el corazón de la guerrera rubia.

—Me parece que les vas a mandar a los centauros un mensaje muy claro
—comentó Alti con la boca llena de la carne ensangrentada del órgano.

—¿Te ha gustado la merienda?

—Mmmm, ñam —replicó Alti y se puso de pie, enjugándose la sangre de


la boca con la manga del manto—. Gracias por la agradable sorpresa.

—Ha sido un placer. Espero que te dé más poder.


—Un alma más de amazona atrapada en mi red. Me lo dará.

—Bien, porque te va a hacer falta. —La reina se volvió y se quedó


mirando mientras sus guerreras cumplían sus órdenes. Sonrió al oír los gritos de
los jóvenes centauros que iban perdiendo las manos bajo las espadas. El olor a
carne quemada no tardó en contaminar el aire puro del bosque. El pútrido hedor
ascendía hacia el cielo con oscuras espirales de humo que se alejaban flotando
por encima de los árboles a medida que las muñecas ensangrentadas quedaban
cauterizadas.

—Van a venir a por ti con todas sus fuerzas —advirtió la chamana.

La reina ni se molestó en volverse.

—Cuento con eso, precisamente. Ven. Tenemos que unirnos al resto de la


Nación Amazona. No querrás perderte la extinción de los centauros, ¿verdad?

Alti sonrió mostrando los dientes manchados de rojo.

—No me lo perdería por nada del mundo.

La chamana corrió detrás de su reina, usando el dorso de la mano para


contener un eructo sucio y húmedo.

La respuesta de los centauros fue inmediata. La ira de Kaleipus al ver el


estado de los jóvenes machos era claramente visible, incluso desde la cresta
lejana donde la reina y Alti observaban. El estruendo de la alarma resonó por las
colinas y vieron cómo se reunía el ejército centauro, colocando sus huestes en
grupos eficaces y bien organizados.

Entre lágrimas, la partida de caza indicó dónde había tenido lugar el


ataque y Alti observó con una sonrisa cuando la caballería centaura salió como
un trueno de la aldea en la dirección dada. La chamana miró a su reina y
compartieron un agradable momento de camaradería.
De acuerdo con el plan, una división más pequeña de guerreras amazonas
esperaba en el escenario del crimen para enfrentarse a ellos, pero eso no era nada
comparado con el batallón que estaba reunido aquí, justo en la dirección opuesta,
a la espera y preparado para atacar.

Cuando apenas se había posado el polvo levantado por la carga centaura,


la reina se volvió y alzó la mano, indicando al ejército que esperara.

—No dejarán la aldea totalmente desprotegida —comentó Alti, en voz


baja.

—No —replicó la reina—. Quiero ver lo que queda antes de lanzarnos.

Un fornido centauro trotó hasta el centro de la aldea, gritando órdenes que


quedaban ahogadas por la distancia que los separaba. Al poco, Alti vio pequeños
grupos de soldados armados que ocupaban posiciones estratégicas por toda la
aldea.

—Ése es Tyldus —le dijo la reina a la sustituta de Ephiny, observándolo


atentamente—. Cuando ataquemos, quiero que muera lo más deprisa posible.

La recién nombrada comandante amazona asintió enérgicamente.

—Yo me ocupo de él.

—Asegúrate de que lo haces. —La reina estiró el cuello, mientras sus


duros ojos verdes registraban la aldea.

Alti vio cómo miraba, adivinó lo que buscaba y soltó una risita cuando
apareció el premio, como una reluciente pepita de oro en medio de un montón de
cantos rodados del río.

—¡Allí! —gritó la reina, señalando a través de la distancia a un niño rubio


y humano que corría por el centro de la aldea con un par de piernas largas y
atléticas—. Ese niño —dijo la reina amazona, en un tono tan alto que hasta los
dioses habrían podido oírla—, ese niño es mío.
Dicho lo cual, la reina desenfundó la espada y la echó hacia delante,
lanzando el ataque contra la aldea centaura de debajo.

Un terrorífico grito de guerra cortó el aire cuando un mar de guerreras


amazonas coronó la cresta y bajó por la ladera, abalanzándose contra la aldea
como una ola de lava mortífera a punto de matar todo lo que hubiera a su paso.
Tyldus se detuvo en seco al oírlo y alzó la mirada, atónito ante la masa de
guerreras que caía sobre su hogar. Apenas tuvo tiempo de gritar una orden
cuando la primera oleada de flechas cayó sobre ellos, tantas que el sol mismo
quedó tapado por un instante por la sombra que creaban. La primera flecha
alcanzó un tejado de paja, que estalló en llamas. Segundos después, los centauros
empezaron a caer a su alrededor. Se apartó de lado sobre sus cuatro patas para
intentar esquivar la muerte segura que se clavaba en el suelo a su izquierda y
luego a su derecha.

Tyldus vio impotente cómo uno tras otro iban cayendo los niños
centauros. Oyó el silbido aterrador de una segunda oleada de flechas y entonces
miles más surgieron en arco por encima de los tejados y cayeron sobre su aldea,
matando a hombres, mujeres y niños indiscriminadamente. Al oír un grito de
guerra, se giró en redondo y se preparó para enfrentarse a la carga de las feroces
mujeres, golpeando una espada de amazona con su acero centauro mientras las
lágrimas le nublaban la vista.

Kaleipus corría por el sendero, con el pelaje cubierto de sudor, lo cual


aumentaba el frío que se había apoderado de su corazón en cuanto la partida de
caza regresó a la aldea. El espectáculo de sus jóvenes protegiéndose los muñones
heridos de sus brazos mutilados contra el pecho lo había cegado de rabia.

Sus pezuñas se clavaban en la tierra, despidiendo terrones al acelerar el


galope y aumentar la velocidad. Sabía exactamente dónde estarían esperando las
amazonas. Había un lugar justo antes del valle, donde el sendero se estrechaba y
los árboles eran espesos incluso en esta época del año. Estarían en las ramas a
ambos lados del sendero, con los arcos preparados, esperando que llegaran al
galope por el camino, todos en fila como los patos de una barraca de tiro.
Igual que sus muchachos.

¡Zorras!

Sin dejar de galopar, se volvió y agitó la espada, una vez hacia la derecha
y otra hacia la izquierda. Dos columnas de caballería se separaron del grupo
principal, siguiendo unos senderos apenas visibles que rodeaban el camino
principal por completo. En cuanto el grueso de sus fuerzas se enfrentara a las
amazonas y las sacara de los árboles, los dos grupos que se habían separado
atacarían por detrás.

Después de lo que les habían hecho a sus hijos, no iba a quedar una sola
puta amazona en pie.

La manada galopaba atronadora por el sendero, desenfundando las


espadas a medida que se acercaban al lugar donde les habían dicho los chicos que
las amazonas tenían su ejército. Doblaron un recodo y se pusieron al trote,
observando las copas de los árboles, con los ojos relucientes de expectación.

Pero no hubo ningún ataque.

La columna se detuvo poco a poco, apelotonándose confusa.

—¿Habrán formado en el prado? —sugirió Mesas, trotando para unirse a


Kaleipus en la vanguardia.

—No. Jamás se enfrentarían a nosotros en campo abierto. Saben que ahí la


ventaja es nuestra. —Escudriñó las ramas, guiñando los ojos—. No, están aquí...
en alguna parte...

Las hojas se agitaban ruidosamente con un viento frío que les heló el
alma. El bosque seguía espeluznantemente silencioso mientras los centauros
esperaban, moviendo las pezuñas con inquietud. Al poco, los grupos que se
habían separado llegaron al galope y se unieron a la fuerza principal en el
sendero. El plan de Kaleipus, aunque estaba bien pensado, ahora era inútil.

No había ni una sola amazona a quien atacar.


A Kaleipus se le cayó el alma a los pies al darse cuenta.

—¡Por los dioses, están atacando la aldea!

Mesas casi se encabritó al oír aquello.

—¡Cómo! ¿La aldea, Kaleipus?

—¡Ha sido un truco! Han cometido ese espanto para atraernos hasta aquí y
así poder atacar a nuestras mujeres y niños.

—Pero las amazonas nunca harían una cosa así.

Kaleipus empujó a Mesas con el hombro al darse la vuelta a toda prisa.

—¡A la aldea! —gritó—. ¡Volved a la aldea!

Hubo un revuelo de patas coceantes cuando el ejército centauro se puso a


maniobrar en el estrecho sendero para intentar dar la vuelta. El grupo lo
consiguió y se lanzó a un galope atronador, de regreso a la aldea centaura.
Kaleipus empleó hasta el último gramo de la energía de su alma en la carrera,
adelantando incluso a los más jóvenes de los soldados centauros para volver a
ponerse en cabeza.

Guió la carga por el camino, con el largo pelo negro echado hacia atrás
por la velocidad y el corazón atenazado por el esfuerzo y el miedo mientras
devoraban los pocos kilómetros que los separaban de su hogar, con la esperanza
de llegar a tiempo de detener la carnicería.

El sendero pasó ante una serie de troncos caídos y luego dobló un recodo
y reveló a una sola guerrera amazona que estaba plantada estoicamente en medio
del camino, con la espada aún envainada a la espalda.

Kaleipus hizo una mueca de desprecio y desenfundó su propia espada.


Tenía toda la intención de cortarle la cabeza a la amazona, tanto si estaba armada
como si no.
Apenas notó la primera flecha que lo alcanzó en el pecho. Más que nada,
se quedó sorprendido al verla allí vibrando, pegada a su piel. La segunda flecha,
sin embargo, lo atravesó de dolor, haciendo que se encabritara. Lo último que
oyó fue el revelador tañido de cien cuerdas de arco mientras las flechas llovían
sobre ellos desde ambos lados del camino.

Lo último en lo que pensó fue en su hijo humano adoptivo y en la promesa


que le había hecho a la mejor guerrera que había conocido en su vida, tantos años
atrás.

Era una locura deliciosa, pensó Alti. Se concentró y lanzó su energía


contra un centauro que cargaba sobre ella. Notó cómo su habilidad de chamana
ronroneaba al cobrar vida y tirarlo a un lado. Sus patas jóvenes y delgadas
cocearon impotentes en el aire al caer hacia atrás y desplomarse.

Al oír un grito, Alti se giró a tiempo de ver cómo una guerrera amazona
cortaba los tendones de un enemigo con una tremenda estocada en un corvejón y
luego en el otro. Las patas del centauro chorreaban sangre y luego lo traicionaron
y se doblaron. El muchacho cayó al suelo, agarrándose inúltimente con las manos
para intentar levantarse. La guerrera le ahorró el sufrimiento con una vertiginosa
estocada que le cortó la cabeza humana.

Alti se levantó el manto de chamana y se echó a un lado cuando pasó


rodando.

Soltó una risilla de regocijo mientras a su alrededor caían los orgullosos


centauros. Sus grandes cuerpos golpeaban la tierra, despidiendo chorros de
sangre y arena que nublaban el aire con el polvo y el olor empalagoso y dulzón
de la muerte y la derrota.

La raza de los centauros estaba a punto de ser borrada de la faz de la


tierra. Alti sonrió burlona mientras contemplaba a un grupo de amazonas que
rodeaba y atrapaba a una hembra centaura. La criatura de fábula estaba bellísima
en el momento de su muerte. Levantó las pezuñas, atacando a las mujeres que la
atormentaban con la punta de sus espadas y se reían al hacerle pequeños cortes
que teñían de rojo su reluciente pelaje dorado. Una guerrera cayó sobre una
rodilla y atacó, cortando una pezuña, y la hembra soltó un grito de agonía muy
humano. El muñón rozaba el suelo, tiñendo la tierra de rojo, mientras intentaba
alejarse cojeando. Una sola estocada y la bella hembra cayó de golpe al suelo,
con ojos vacíos que contemplaban el cielo antes incluso de que su cuerpo
quedara inmóvil.

Las guerreras amazonas se apartaron, quitándose de la cara el sudor y la


sorpresa ante su propia brutalidad.

Alti pensó que ahora estaban todas atenazadas por una especie de fiebre
asesina, casi como si las amazonas fueran víctimas de un hechizo de sed de
sangre. Buscó a la reina y la encontró en el centro de la batalla, cruzando la aldea
y arrastrando a un jovencito humano a quien agarraba de la larga melena rubia.
Sus brazos delgados lanzaban puñetazos a la reina sin parar, pero ella se reía
cruelmente y le dio la vuelta para que el chico no la alcanzara.

La lucha empezaba a calmarse. Había incendios por todas partes que


envolvían las primitivas chozas y hogares en un resplandor rojizo: la aldea ardía
despacio, rezumando vida como una herida infectada. Los cuerpos de los
centauros cubrían el suelo y las guerreras amazonas los esquivaban con cuidado
mientras se movían con las espadas bajadas, aturdidas y confusas, pues ya no
tenían a quien matar. Se congregaron en el centro de la aldea, atraídas hasta allí
por la reina y el niño, que seguía intentando liberarse valientemente.

El jovencito rubio dejó de luchar al advertir la concentración del ejército


de las amazonas. Había cientos y cientos de ellas, más de las que había visto en
su vida.

—Mira bien, niño —dijo la reina, tirándole del pelo y riéndose al ver su
mueca de dolor—. Mira y contempla a la gran y poderosa Nación Amazona.

El niño miró enfurecido y horrorizado a las guerreras cubiertas de sangre


que se erguían orgullosas entre los cadáveres aún calientes de la única familia
que había conocido, de las personas que para él eran más de su sangre que los
humanos.
—¡Asesinas! —gritó y empezó a debatirse de nuevo—. ¡Los habéis
matado a todos!

—No a todos —susurró la reina al oído del niño.

Alti sofocó una exclamación junto con el resto de las amazonas cuando el
movimiento vertiginoso de la espada de la reina cortó la cabeza del chico. Su
cuerpo se tambaleó un momento, erguido por una fuerza desconocida mientras de
su cuello brotaban chorros de sangre. Entonces, de una forma casi cómica, se fue
inclinando con una rigidez extraña y cayó.

La reina sujetó en alto la cabeza del niño, mostrándola con orgullo.

—¡Esto es el fin de los centauros! —anunció la reina, sujetando su trofeo


por el largo pelo rubio—. Nuestro antiguo enemigo ha sido derrotado. Ahora es
nuestro deber eliminar todo rastro de su existencia.

Avanzó a largas zancadas, cruzando el círculo que había dejado libre el


ejército de mujeres que la rodeaba.

—Necesitaremos una fosa. Una fosa grande. Una fosa profunda. Quiero
que echéis ahí la mitad centaura de estos bichos asquerosos y la enterréis.

—¿La mitad centaura? —preguntó Alti, tan confusa como las demás.

—La parte de caballo —replicó la reina—. ¿Entendido?

Alti miró uno de los cuerpos y luego volvió a mirar a la reina, expresando
con el rostro la pregunta que todas tenían.

La reina sonrió malévolamente al contestar.

—La parte humana se vuelve con nosotras.

El ejército entero de las amazonas se agitó, soltando murmullos nerviosos


al oír la orden.

—Haced lo que digo o acabaréis como ellos. Tirad sus culos de caballo a
la fosa. Pero la parte humana... tengo planes para eso. Se vienen con nosotras.
Salvo éste —dijo la reina, alzando la cabeza—. De éste nos llevamos las dos
partes.

Alti sacudió la cabeza sin dar crédito, apartándose cuando la reina pasó
pavoneándose a su lado columpiando la cabeza del niño con indiferencia. Sólo en
una ocasión anterior había oído hablar de tal horror y carnicería en el escenario
de una gran victoria.

No hacía mucho tiempo, Xena se deleitaba en cortar las cabezas de sus


enemigos derrotados, clavarlas en picas y dejarlas al aire para que se pudrieran
bajo el sol calcinante. Alti había admirado a Xena por su cruel creatividad. Era
un mensaje sanguinario que llenaba de miedo el corazón y la mente de cualquiera
que osara marchar contra ella.

Alti no había tenido noticia de nada parecido desde entonces... hasta


ahora.

Veamos, pensó al acercarse con toda intención a un charco de sangre,


donde metió el dedo y se lo lamió. Mmm. Sangre de centauro, no es ni por
asomo tan potente como la de una amazona.

—Me pregunto qué se le pasará a Xena por la mente cuando vea la cabeza
de su hijo colgando de una rama y su cuerpo colgando de otra.

Xena coronó la cresta de la última de las pequeñas colinas y al instante


contempló el espectáculo del campamento militar que se extendía por los campos
abiertos del valle de Edomes. Una fuerte ovación al verla llegar llenó el aire y se
propagó con ecos por las suaves cumbres moradas de la cordillera de Ródope que
se alzaba ante ellos no muy lejos de allí. Las Ródope eran la frontera de los
dioses que señalaba el final de Tracia y los últimos territorios de Grecia, pero
Xena no se sintió muy reconfortada al verlas. Llevaba varios días con una
sensación de inquietud en la boca del estómago. No la podía explicar con razones
físicas: el tiempo, para esta época del año, había sido fresco, pero agradable, y el
viaje había ido bien hasta ahora. No se debía a un exceso de vino y no era por la
comida. Sin embargo, algo agitaba sus instintos, enviándole una señal de alarma,
y si había algo en lo que Xena confiara, era en sí misma.

Los gritos que vitoreaban su nombre continuaban y alzó la mano para


saludar correspondiendo a las ovaciones, empleando los talones para azuzar a
Argo y bajar a trote rápido por la ladera, confiando en que su caballo supiera
cómo moverse por ella. Detrás, oyó el estruendo de cascos y el crujido del cuero
de los doce mil jinetes que bajaban la colina como un trueno detrás de ella. Xena
dirigió a su propia división de caballería, elegida personalmente por ella, los
Compañeros Reales, por la suave ladera hasta el campamento para hacer noche.

La división de Parmenión había llegado y se había instalado en el valle


días atrás. Mañana, Lisímaco, Casandro y Nicátor aumentarían las tropas con sus
brigadas. Las llanuras del valle de Edomes quedarían aplastadas por cincuenta
mil soldados, pero al cabo de una semana la hierba salvaje volvería a agitarse al
viento como si nunca hubieran estado allí.

Al acercarse a las primeras hogueras, que ya estaban encendidas aunque el


sol todavía no se había puesto, puso a Argo al paso y al momento llegó un paje
que le entregó un mensaje.

Lo cogió y lo desenrolló con un solo movimiento de la mano, frunciendo


el ceño al leerlo. Era un informe de Parmenión sobre el estado de sus tropas y
una breve descripción de la disposición del campamento. La arruga de
preocupación que tenía entre las cejas se acrecentó. Se esperaba que fuese un
informe de Agina, la guerrera que había enviado a las amazonas.

Xena devolvió el pergamino desenrollado al paje sin decir nada.


Asintiendo, siguió al muchacho, que la llevó por un sendero a través de las tropas
hasta la tienda de mando. No se sorprendió al ver allí a Parmenión, que la
esperaba para saludarla al llegar. Había sido una larga marcha y tenía calor y
estaba cansada, a pesar del fresco aire otoñal, y bien sabía Ares que quedaba
mucho trabajo pendiente antes de que pudiera descansar.

Pero... lo primero era lo primero.

—¿Tienes hambre? —preguntó Parmenión, sonriendo.


—Muchísima —contestó sonriendo a su vez, y echó una pierna por
encima del arzón de su silla, desmontando grácilmente del caballo. Asintió al
paje, que agarró las riendas de Argo y se llevó al caballo para entregárselo al
mozo de cuadra—. ¿Qué hay de comer en este sitio?

—Conejo y ciervo. También hay jabalí con guisantes, si te apetece.

—¿Los suministros? —preguntó Xena, agachándose para entrar en la


tienda.

—Se ha hecho el inventario de armas y lo tienes en la mesa. Ahora


estamos con los alimentos y el grano.

Xena asintió y fue derecha a la mesa para estudiar los mapas.

—¿Los exploradores?

—Fuera, pero no han vuelto.

Xena levantó la cabeza, frunciendo el ceño preocupada.

—¿No hay informes?

—Aún no.

—¿Has visto a Agina?

—¿A Agina? No. ¿Es que la has enviado fuera?

Xena no contestó, sino que volvió a fijarse en los mapas.

—Quiero que me lo comuniquen en cuanto la vean. Debería traernos un


mensaje de las amazonas.

Parmenión enarcó una ceja, intrigado.

—¿Les has enviado una oferta? ¿Cuándo la mandaste?

—En Anfípolis.
—Mmm. —Parmenión frunció el ceño, imitando la primera reacción de
Xena—. Ya tendría que haber vuelto. Alertaré al perímetro. ¿Quieres que envíe a
una patrulla para buscarla?

—No. Diles que estén alerta y mándame a un mensajero en cuanto la


vean.

—Por supuesto, Xena. —Parmenión asintió y salió de la tienda.

Xena esperó a que se fuera para apartar la mirada de la mesa de los mapas.
Agina tendría que haber estado en el campamento esperando con noticias sobre la
respuesta de la reina de las amazonas. Conocía lo suficiente a la guerrera para
saber que sus largas piernas y su resistencia la habrían llevado hasta allí y de
vuelta al campamento mucho antes de que su caballería llegara al valle.

Contempló el mapa que representaba las últimas fronteras conocidas de


las tierras de las amazonas y recorrió las marcas con los dedos.

Alejandro iba al mando de la retaguardia de la columna. En cuanto llegara


al campamento, lo enviaría con una pequeña patrulla para explorar.

Si ellos tampoco volvían, confirmaría lo que su instinto ya le estaba


diciendo.

Rodeó la mesa, salió de la tienda y se quedó mirando pensativa los picos


recortados de la cordillera de Ródope. Se alzaban a media distancia, teñidos de
tonos azules y morados por la suave luz de poniente.

Sólo había una manera de subir y atravesar esa cordillera, y era a través
del paso de Shiptka. Desde el punto de vista estratégico, era peligroso y una de
las razones por las que Persia no había logrado conquistar Grecia tiempo atrás. El
paso era estrecho y las tropas sólo podían marchar de tres o cuatro en fondo
como mucho. Había muchos puntos donde los riscos ofrecían la oportunidad
perfecta para un ataque. Una división de miles de soldados podía quedar
aniquilada por un puñado de hombres con poco esfuerzo.

Las amazonas prosperaban allí, y con motivo.


Xena contempló las montañas mientras recordaba una idea que se le había
ocurrido hacía mucho tiempo, en sus años salvajes, cuando Borias y ella
cabalgaban juntos causando estragos por la India y Chin. Recordaba que en la
India tenían unos animales enormes y pesados, pero poderosos. Los llamaban
elefantes. Xena le había susurrado a Borias su idea de entrenar un cuerpo de
caballería con ellos y usarlos para cruzar estas montañas por otro punto,
cualquier otro punto que no fuera el paso de Shiptka. Él se rió de ella, con esa
risa plena y sonora que siempre la enfurecía de una forma desmedida.

A Borias la idea le pareció una majadería absoluta, pero Xena sabía que
esas enormes bestias podrían subir y bajar esas montañas prácticamente por
cualquier parte. Un ataque contra Grecia por cualquier punto que no fuera el paso
de Shiptka sería una sorpresa completa y acabaría con una victoria total, no sólo
sobre las amazonas, sino también sobre toda Grecia.

Lástima que aquí no se criaran esos animales tan grandes y feos, pensó
con un suspiro. En estos mismos momentos estaría dirigiendo a una columna de
ellos por la montaña hasta el otro lado y directamente a través del centro de la
aldea amazona.

Sonrió burlona mientras contemplaba las montañas, imaginándose un


valle de chozas amazonas aplastadas como tortas y espolvoreadas con una capa
de plumas pulverizadas.

Un grito y Xena se volvió para ver que Alejandro se acercaba a caballo.


Saltó de la silla y se acercó a ella, estirando las piernas entumecidas con una
mueca.

—Por los dioses, qué gusto da bajarse de la silla.

—Quiero que subas hasta el paso con una patrulla.

Alejandro se quedó paralizado en pleno estiramiento.

—¿Cómo? Pero si acabo de llegar.

—Quiero que se explore bien ese paso. Asegúrate de que vuelves al


amanecer.
—¡Al amanecer! ¿Hasta dónde quieres que lleguemos?

—A una distancia suficiente para que me sienta más tranquila.

—¿Más tranquila?

—¿Por qué, en nombre de Ares, no paras de repetir lo que digo? —Xena


se volvió hacia su general y en sus ojos claros se reflejó la paleta de colores de la
puesta de sol.

—¿Repetir lo que dices?

—Si te estás haciendo el chistoso, fíjate qué poca gracia me hace.

La sonrisa de diversión desapareció del rostro de Alejandro.

—¿Sospechas que hay problemas?

—Sospecho de todo. —Xena se apartó de su comandante para volver a


mirar la silenciosa cordillera que iba desapareciendo rápidamente con la neblina
del ocaso.

—Iré inmediatamente. —Alejandro se dio la vuelta y se alejó.

—¡Alejandro! —lo llamó Xena, deteniéndolo justo cuando se iba a montar


en su caballo.

—¿Sí, Xena?

Xena frunció los labios mientras Alejandro esperaba pacientemente.

—Ten cuidado.

Alejandro sonrió levemente, sorprendido por el comentario, y se montó en


la silla.

—Volveré al amanecer con un informe completo.

Tiró de las riendas, dio la vuelta al caballo y le clavó los talones.


Xena se quedó mirando preocupada mientras Alejandro se alejaba.

La comida estaba intacta en el plato mientras Xena contemplaba los


mapas esparcidos por la mesa. Apoyó la barbilla en la mano y dio unos
golpecitos distraída con el dedo sobre un punto del mapa.

La última posición conocida de la aldea amazona.

Era tarde. Pasaba con creces de medianoche. Fuera de la tienda el aire


estaba en calma y el campamento silencioso a pesar de que miles de hombres
yacían durmiendo por todo el valle. Su plan de campaña preveía que descansaran
allí unos días mientras acababan las últimas provisiones donadas por las ciudades
más cercanas de Tracia.

Debéis traer con vosotros pertrechos de guerra, pero vivir del enemigo,
les había aconsejado a sus generales, a Alejandro entre ellos. Estaban más
acostumbrados al viejo método de campaña, bien probado, de establecer líneas de
suministros.

Si no tenéis líneas de suministros, el enemigo no tiene líneas que cortar,


les dijo cuando protestaron.

Sus generales estaban acostumbrados a hacer la guerra en Grecia, donde


se podía obtener comida en cualquier ciudad-estado amiga.

Esta campaña, sin embargo, era muy distinta. Confiar en una línea de
suministros a través de estas montañas sería un suicidio.

De modo que, durante los próximos días, los hombres descansarían y se


pondrían hasta arriba de comida mientras vaciaban los carromatos de alimentos
pesados e innecesarios y de las provisiones de vino. Un momento perfecto para
organizar una fiesta. ¿Y qué pasaba con el banquete que había planeado? ¿Era
infantil por su parte creer que las amazonas aceptarían su oferta?

No. Su oferta era buena. Desmedidamente generosa. Inesperada sin duda


alguna. Al menos, no tenía duda de que a Gabrielle le habría gustado. Sus
pensamientos se posaron en la joven por un momento, como le solía pasar,
deseando con tristeza que le hiciera una visita. Xena había pasado demasiadas
noches en silenciosa soledad, con la esperanza de que su ángel de la guarda
apareciera de repente.

Pero Gabrielle no había aparecido desde Anfípolis y Xena había pasado


sola todas las noches desde entonces, comiendo en silencio por su cuenta y
acostándose con el único consuelo de sus pensamientos sobre la bella mujer. Al
final, su mente siempre acababa apartándose de esa piel suave y ese pelo rubio
para volver a la mecánica del combate y la guerra: la única realidad constante de
su vida.

Esta noche las cosas no eran diferentes.

Volvió a concentrarse en los mapas que tenía delante. Si ella fuese la reina
de las amazonas, habría aceptado la oferta. A fin de cuentas, las fuerzas griegas
superaban a la Nación Amazona a razón de casi diez a uno.

Diez a uno, y sin embargo los espartanos habían hecho más con menos en
las Termópilas.

Recordó una conversación que tuvo una vez, no hacía mucho tiempo, con
el dios de la guerra. Éste había afirmado que con un gran ejército se obtenían
grandes victorias.

—No —contestó ella—. El tamaño no importa.

El comentario hizo que se sintiera muy insultado y pareció desearla aún


más por su causa.

Pero Xena sabía que era cierto, en más de un sentido. El tamaño de un


ejército tenía poca importancia. La lucha directa, hombre a hombre, era la forma
de entrar en combate. Pero la táctica indirecta era lo que daba la victoria.

Recordó que le había dicho esto mismo a Alejandro. Que la táctica


indirecta era inagotable, como el sol y la luna, el cielo y la tierra. Como en el
caso de los ríos y los arroyos, hay formas incontables de avanzar y fluir y de
superar los mayores obstáculos.
La guerra no era diferente. Básicamente, sólo había dos maneras de atacar:
directa o indirectamente. Sin embargo, estas dos maneras combinadas creaban
más posibilidades de ganar una guerra de las que incluso el mismo dios de la
guerra podría llegar a imaginar.

Idear formas nuevas y creativas de acabar con sus enemigos: eso era lo
que de verdad la excitaba.

Xena se levantó de la mesa y se puso a dar vueltas. Había un número


infinito de maneras de planificar una batalla. Dicho lo cual, una vez trazado el
plan de combate, siempre... siempre había que estar preparado para cambiarlo al
instante.

Sin pensárselo más, Xena agarró su espada y su chakram y salió de su


tienda de mando, pillando completamente desprevenidos a los dos guardias
apostados en la entrada.

—Llamad a Parmenión —ordenó mientras se metía la espada en la vaina


que llevaba a la espalda. El soldado vaciló en la oscuridad un instante y luego
salió corriendo para obedecer la orden—. Reúne a las tropas —le dijo al otro.

Cuando el segundo guardia no se movió, se volvió hacia él, irradiando por


los ojos la fuerza plena de su considerable carisma.

—He dicho que llames a las armas. No me obligues a repetirme.

El guardia pegó un salto como si se hubiera quemado y salió corriendo en


la dirección opuesta.

Xena se quedó plantada ante su tienda de mando, envuelta en la oscuridad


total mientras se ajustaba las hebillas de su armadura, pues no necesitaba ver
dónde tenía que tirar y qué tenía que meter para hacer que cada pieza encajara
perfectamente en su sitio.

El estrépito de las trompetas no tardó en devolver la vida al campamento


dormido. Sonrió con satisfacción mientras bajo la oscuridad un valle lleno de
hombres se aprestaba eficazmente, formando ordenadas columnas en perfecta
formación de marcha.
Momentos después, Parmenión llegó corriendo envuelto en un lío de
armadura desorganizada, armas y tiras de cuero apenas tensadas para evitar
mostrar sus partes más preciadas.

—Xena —jadeó, tropezando—. ¿Qué ocurre?

—Siento despertarte. Vamos a atacar a las amazonas.

—Sientes... ¿qué? —Parmenión parpadeó una vez, mirando a su


comandante sin dar crédito.

Xena le dio una palmada amistosa en la espalda con su gran mano y le dio
le vuelta para ayudarlo con las hebillas.

—Quiero sólo tres divisiones de soldados de infantería. Nada de


caballería. Una columna de hoplitas con sarisas, dos sólo con escudos ligeros y
espadas cortas. Las sarisas subirán por el paso.

Parmenión se colocó bien el peto y se volvió para dejar que Xena


terminara.

—¿Y las otras dos?

—¿Las otras dos? —dijo Xena, sonriendo burlona mientras abrochaba la


última hebilla y le ajustaba la vaina—. Las otras dos van a hacer de elefantes.

Parmenión se volvió de golpe y miró a Xena como si hubiera perdido la


cabeza.

Xena sonrió, una cosa rara que, a ojos de Parmenión, iluminó la noche
oscura inesperadamente.

—Pasa —lo invitó Xena, indicando la tienda de mando—. Te lo voy a


enseñar.

—Arriba, dormilona.
Una voz familiar se filtró por la neblina de su aturdimiento. Gabrielle notó
las palmaditas suaves de una mano sobre su mejilla. Al poco, recibió en la cara
un generoso chorro de agua helada.

Tosiendo, recuperó el conocimiento espurreando.

—Así me gusta —dijo la misma voz—. No te puedes pasar todo el día


aquí colgada, babeando.

Gabrielle levantó la cabeza y parpadeó, intentando aclararse la niebla que


le nublaba la vista. La dueña de la voz era como una sombra borrosa. Parpadeó
un poco más y se encogió por el dolor que le causaba una contusión muy sensible
que se le estaba hinchando debajo del ojo izquierdo.

Sabía que la voz pertenecía a su madre. Gabrielle reconocería ese tono


asquerosamente sarcástico en cualquier parte. Guiñando los ojos para ver mejor a
través de las sombras borrosas de luz y oscuridad, Gabrielle consiguió distinguir
la figura esbelta de su madre. Se movía por el sótano, afanándose con algo cerca
de esa chimenea primitiva.

Apoyando el peso en las piernas, Gabrielle se enderezó, intentando aliviar


la tensión de sus hombros. Los tenía entumecidos y le dolían por el esfuerzo de
aguantar su cuerpo... durante cuánto tiempo era algo que Gabrielle no sabía.
Reprimió un quejido, con la esperanza de que su madre no lo notara.

—¿Incómoda? —preguntó su madre y luego miró por encima del hombro


justo a tiempo de ver la mueca de dolor de Gabrielle—. Bien. —Volvió a su
trabajo, sonriendo muy contenta—. Te alegrará saber que tu amigo se nos ha
escapado. —Una vez más, su madre se volvió justo a tiempo de ver la pequeña
sonrisa que bailaba en la comisura de los labios de Gabrielle—. No te hagas
tantas ilusiones. Lo seguimos. Nos llevó hasta tu residencia. Fue corriendo hasta
allí para consultar algo en tu portátil. ¿Qué estaría buscando, me pregunto?

La figura de su madre se movió hacia la izquierda y apareció un fuego


ardiente en medio de la ominosa chimenea. Las llamas bailaban amenazadoras,
lamiendo el fondo quemado de un caldero negro que estaba colgado encima el
fuego. Su madre forcejeaba con algo y se movió, tapando de nuevo la vista del
fuego.

—Supongo que encontró lo que buscaba en tu portátil. Además,


aprovechó para cambiar tu contraseña. Eso no fue muy amable por su parte,
¿verdad?

Gabrielle la oyó reír y la observó con aprensiva curiosidad mientras


trabajaba. Parecía que su madre estaba cortando algo para preparar un guiso.

Se oyó un gritito como un maullido y luego su madre ya no tuvo que


forcejear tanto con lo que estaba haciendo.

—Pero no te preocupes. Conseguimos seguir el rastro de lo que había


buscado tu amigo. No tardamos nada en saltarnos la seguridad y reestablecer tu
contraseña con algo que estoy segura de que no tendremos ningún problema en
recordar. Algo como, digamos... ¿Xena? —Volvió a mirar a Gabrielle por encima
del hombro.

Gabrielle estaba tirando de las correas que le sujetaban las muñecas a la


pared y se quedó paralizada al oír el nombre.

—No te vas a poder soltar, así que más vale que te relajes. —Volvió a su
tarea y siguió hablando—. Bueno, ¿dónde estábamos? Ah, sí, Peter. No tienes
por qué preocuparte por él. Ahora mismo tengo a un par de agentes siguiéndolo.
Se ocuparán de él, puedes estar segura.

La madre se detuvo, sin molestarse en mirar el rostro alarmado de su hija.

—Sé quién es Evelyn —añadió su madre, sonriendo triunfante sin


volverse.

Gabrielle intentó no soltar una exclamación al tiempo que se le


desorbitaban los ojos.

—Hasta sé dónde vive Evelyn, gracias a la libreta de direcciones de tu


correo electrónico.
Gabrielle se olvidó por completo del dolor de sus hombros.

La madre de Gabrielle se dio la vuelta y se quedó mirando a su hija. Tenía


en la mano un largo y afilado cuchillo de trinchar del que goteaba sangre que caía
al suelo del frío sótano.

—Lo que es más importante, sé perfectamente qué está haciendo Evelyn.


—Su madre se volvió de nuevo hacia su tarea y continuó trabajando—. Lo que
no sé es quién la está ayudando. Pero da igual, no tardaremos en descubrirlo.
Estoy segura de que tus amigos nos llevarán directos hasta ella. Mis agentes
hacen muy bien su trabajo.

La madre echó algo húmedo y rojo en el caldero de hierro forjado.


Gabrielle oyó el chisporroteo de los trozos al entrar en contacto con el fondo. Las
sombras se movieron por la espalda de su madre mientras removía el contenido
con un largo cucharón de hierro.

—Ésta es mi propia versión de una antigua receta, Gabrielle, transmitida


por generaciones de chamanas amazonas. Me imagino que a tu amiga Evelyn le
encantaría conocer los ingredientes. Como componente básico lleva opio. Eso no
ha cambiado. Pero he eliminado esa estupidez de los órganos de animales. A fin
de cuentas, hay un límite a lo que uno puede hacer en el mundo espiritual con
cuatro patas. Mi receta exige algo más puro y mucho más poderoso. El poder
auténtico está en la pureza, Gabrielle. Es... —se volvió y sonrió con desprecio,
enarcando la ceja de un modo familiar, pero inquietante—, digamos que es un
ingrediente que cuesta muchísimo conseguir.

Su madre tiró una cosa que giró por el aire y golpeó el borde de un cubo
colocado en el rincón. Se balanceó en el borde del cubo un momento antes de
caer dentro. Gabrielle distinguió la manita y el brazo de un bebé, con las venas,
los cartílagos y el hueso expuestos al aire por donde habían sido cortados.

Gabrielle sofocó un grito, horrorizada.

—Eres una puta enferma —murmuró.


Su madre se echó a reír a carcajadas y el sonido rebotó por las paredes de
cemento que las rodeaban.

—Mira cómo tiemblo, Gabrielle —dijo, alzando un pequeño esternón y


agitándolo provocativamente ante su hija.

Gabrielle apartó la cabeza y su madre se echó a reír de nuevo.

—Basta de diversión —dijo la madre, tirando el hueso a un lado—.


Vamos a ponernos manos a la obra.

Se agachó, cogió un trapo y se limpió las manos con él.

—Ha llegado el momento, Gabrielle. Todo por lo que he estado


trabajando hasta ahora está a punto de dar su fruto. Xena... —Sonrió cuando
Gabrielle pegó un respingo al oír por segunda vez el nombre de la guerrera—.
Xena está punto de alcanzar por fin su potencial pleno.

Tiró a un lado el trapo grotescamente manchado de rojo, se acercó


pavoneándose y alargó una mano fría para acariciar la mejilla hinchada de
Gabrielle.

Gabrielle reprimió el impulso de apartarse, mirando en cambio con ojos


valientes a los gélidos y duros ojos verdes de su madre.

Su madre apartó un mechón del pelo dorado de Gabrielle y sonrió,


impasible.

—Xena siempre ha sido la clave. Y tú, querida mía, siempre has sido la
clave para llegar a Xena. Supongo que eso lo supimos desde el principio mismo.
Lo que no comprendimos fue hasta qué punto habías logrado... influirla. El viejo
axioma de César de divide y vencerás no funcionó como estaba previsto. Habías
cambiado demasiado a Xena, de formas mucho más profundas de lo que
llegamos a sospechar. Tardé un poco... unos miles de años, en realidad. Pero, por
fin, me di cuenta de que para lograr que Xena alcanzara su verdadero potencial
para la ira, tenía que hacerte desaparecer por completo del cuadro. Al interrumpir
tu insignificante vida antes de lo previsto y traerme tu alma hasta aquí, contaba
con la ventaja añadida de tener una conexión directa con Xena. Porque tu alma
sigue conectada a la de Xena, sabes. Y yo estoy conectada a ti. Siento el vínculo
que tiene contigo... justo... —la madre tocó juguetona la nariz de Gabrielle con la
punta de un dedo—, ...a través... del nuestro. —Puso la palma fría sobre el
corazón desbocado de Gabrielle—. Estáis tan cachondas la una por la otra que
me pongo caliente sólo de pensarlo.

A Gabrielle le tembló un momento el labio superior por el asco y entonces


levantó la rodilla con todas sus fuerzas, asestando tal golpe a su madre en la
entrepierna que la mujer retrocedió tambaleándose, doblada por un espasmo de
dolor cegador.

—¿Sigues caliente? —preguntó Gabrielle con dulzura.

Su madre se tragó el dolor, se acercó rápidamente y pegó una bofetada a


Gabrielle en la mejilla ya hinchada con tal fuerza que se le llenaron los ojos de
lágrimas por el dolor.

La madre fulminó a su hija con unos ojos verdes que soltaban vivos
destellos de ira.

—Basta de charla —dijo, y se apartó para comprobar el contenido del


caldero. Metió el cucharón, cogió una pequeña cantidad de algo espeso, rojo y
borboteante por el calor y lo probó—. No está muy sabroso.

Gabrielle observó con desconfianza cuando su madre volvió hasta ella con
un cuenco redondo en una mano y el mismo cuchillo largo y afilado sujeto
flojamente con la otra.

Gabrielle se puso rígida y se plantó con los brazos atados a la gris pared
de cemento, mirándola desafiante.

Si su madre le iba a cortar el cuello, Gabrielle se negaba a mostrar el


menor miedo. Se preparó para lo que sabía que iba a ocurrir: un corte de oreja a
oreja que acabaría con su vida.

La comisura del labio de su madre se curvó hacia arriba y el cuchillo salió


despedido, haciendo un corte en el antebrazo expuesto de Gabrielle. Una línea de
sangre fue derramándose con gruesas gotas a lo largo de la raja.
Sujetando el cuenco en el pliegue del codo, su madre se cortó su propia
mano y sonrió cuando empezó a brotar la sangre.

—Se supone que esto lo tenemos que hacer juntando las palmas, pero así
tendrá que valer. —Rodeó el antebrazo de Gabrielle con su mano sangrante y
apretó—. Sangre con sangre, como Xena y tú. ¿A que es romántico? —dijo su
madre con una mueca de desprecio y burla.

Un espeso chorro rojo cayó hacia el suelo. Rápidamente, la madre de


Gabrielle usó el cuenco para recoger la poderosa cosecha, la combinación de la
sangre de madre e hija ahora mezclada.

Su madre soltó la mano y se limpió la palma en la camisa de Gabrielle.


Dejó una mancha roja justo encima de su corazón. Regresó al fuego y echó el
contenido del cuenco en el caldero. El sótano se llenó del desagradable olor de lo
que fuera que estaba cocinándose en el hogar de su madre.

Después de removerlo un poco, la madre de Gabrielle empleó el cucharón


para coger un poco del pútrido guiso. Lo olió y le echó a Gabrielle una sonrisa
malévola y satisfecha.

—No hay nada como los platos de mamá.

Con el cucharón, vertió con mucho cuidado el brebaje en un tubito de


cristal. El líquido llenó el tubo rápidamente y se derramó por los lados hasta caer
al fuego.

Las llamas chisporrotearon y bailaron, consumiendo el sobrante con un


hambre siniestra y tiñendo a la madre de Gabrielle de tonos rojos y dorados
mientras terminaba su tarea cerrando el tubo con un tapón. Gabrielle observó en
silencio cuando clavó la aguja de una jeringuilla en la membrana del tapón del
tubo y tiró del émbolo, aspirando una cantidad tremenda de líquido marrón rojizo
en la jeringuilla.

—Sabes lo que es esto, ¿verdad, Gabrielle? —Su madre agitó la


jeringuilla que tenía entre los dedos, mostrándola para que Gabrielle la viera bien
mientras se acercaba—. Esto es una versión nueva, mejorada y moderna de esa
antigua receta de familia. En aquel entonces, las amazonas tenían que beberse un
cuenco entero de esta cosa tan repugnante y bailar alrededor de una hoguera.
Pregúntaselo a Xena, ella te lo contará. Era ridículo. Cuernos en la cabeza, aullar
a la luna... Ahora, gracias a una vida mejor mediante la química y un pellizquito
de azúcar, especias y cosas ricas... sólo necesitamos esto. Un chutecito de nada
de esta poción casera, la décima parte de lo que hay aquí, basta para mandarte a
un viaje de ida y vuelta a la luna. Con esta cantidad... bueno... con esta cantidad
tendrías que hacer el viaje directo a la tierra de los muertos... para siempre, creo
yo.

Su madre soltó una risilla regocijada al tiempo que enrollaba una tira de
goma alrededor del bíceps de Gabrielle. La apretó y observó cómo se hinchaban
las venas del brazo de Gabrielle al cortar la circulación de la sangre.

—Qué bonitos brazos tienes, querida. Buenas venas. Los míos son iguales.
Debe de ser genético. —La madre de Gabrielle se rió y usó dos dedos para
golpear una vena especialmente buena, haciendo que se hinchara un poco más—.
Peeeerfecto. Por supuesto, tu alma se sentirá obligada a hacer una parada por el
camino, dado que está unida a Xena. Deberías llegar justo a tiempo de ver cómo
el alma de Xena sucumbe a una ira tan feroz, tan intensa, que provocará una
reacción en cadena cuyos ecos resonaran por toda la eternidad. Tú no tienes ni
idea de lo que es ese poder, ¿verdad? Del incendio que provocará su rabia... de lo
que liberará en el mundo. Llevamos mucho tiempo esperando esto.

Con los ojos como platos, Gabrielle se quedó mirando fijamente mientras
la aguja se acercaba a su brazo. Justo cuando la afilada punta le rozaba la piel,
empezó a debatirse.

—Estate quieta, Gabrielle. Quieres estar con tu preciosa Xena una última
vez, ¿verdad?

Su madre lo volvió a intentar, pero Gabrielle seguía agitándose.

—¡He dicho que te estés quieta, puta! —Un duro puño golpeó con fuerza
a Gabrielle en la mandíbula. Se hundió, momentáneamente aturdida, y su madre
aprovechó la oportunidad para clavarle bien la aguja en la vena del brazo.
Rápidamente, empujó el émbolo de la jeringuilla y el horrible líquido se
vació dentro de Gabrielle.

La madre sacó la aguja y quitó la tira de goma que le ceñía el brazo. En


cuanto recuperó la circulación de la sangre, el mundo de Gabrielle se tambaleó al
instante. Notó el sabor del opio en la garganta. Tenía un perfume a flores que le
hacía cosquillas en la nariz y le dormía la lengua. El mundo le dio vueltas al
tiempo que se le ponían los ojos en blanco y supo por instinto que la dosis era
mortal.

—Creía que me necesitabas con vida —dijo, con una voz que le sonaba
extraña y distante.

—Sí. —Su madre se apartó, sonriendo al ver lo deprisa que Gabrielle


perdía el conocimiento—. Hasta que llegara el momento. Ahora, el momento ha
llegado. El momento de que regreses a Xena para que veas cómo arde su alma.

Gabrielle sintió que se hundía como si se estuviera cayendo de espaldas al


interior de la pared, a través del cemento. Su madre se convirtió en una sombra
distante, una voz procedente del final de un largo túnel oscuro cuyos ecos le
transmitían susurros muy lejanos.

— ¿Tú no vienes? —preguntó Gabrielle, con la mente sumida en un feliz


estupor.

—¿Dónde vamos? ¿A la Casa Blanca? —exclamó Peter cuando el coche


dobló una esquina y pasó por un arco ornamentado de granito.

Unas verjas de hierro se abrieron como si alguien hubiera estado a la


espera de que llegaran. Subieron por el camino de entrada, pasando ante una
hilera de álamos altos y rígidos como centinelas, y Peter casi se atragantó al ver
el tamaño de la mansión que apareció ante ellos.
—¡Olvídate de la Casa Blanca! ¡Eso es como el Palacio de Buckingham!

Evelyn ni se molestó en contestar y giró el volante para conducir el coche


por una larga curva en cuesta. El vehículo se deslizó suavemente por el camino
circular y se detuvo detrás de una elegante limusina negra aparcada frente a la
puerta.

La puerta del conductor de la limusina se abrió y salió el chófer. Fue hasta


la puerta del pasajero del coche de Evelyn y la abrió con gesto elegante,
inclinándose para mirar dentro.

—Evelyn... Peter —saludó el chófer con tono suave y tranquilo—.


Bienvenidos. Os estábamos esperando.

Peter se quedó paralizado al oír su propio nombre.

—¿Cómo ha...?

—Gracias, Eli —interrumpió Evelyn, y le dio a Peter una palmada en el


hombro—. Sal, Peter. Nos están esperando.

—¡Oye! —Peter se agarró el hombro y la miró malhumorado un momento


antes de salir de un salto del asiento del pasajero. Se irguió y se frotó el brazo
mientras miraba al chófer. El hombre era alto, se dio cuenta al tener que mirar
hacia arriba. Unos amables ojos azules le devolvieron la mirada con una especie
de compasión que le resultó de lo más inquietante—. ¿Lo conozco? —preguntó
Peter, inseguro.

El chófer asintió y sonrió.

—Nuestros caminos ya se han cruzado anteriormente.

Peter retrocedió ante la extraña mirada que le dirigía el chófer y estuvo a


punto de tropezar con el primer escalón que subía hacia la casa.

—¡Oye, Evelyn! —Se resbaló en los dos escalones siguientes y se


apresuró a subir los demás a trompicones—. ¡Espérame!
Evelyn, que ya estaba en la puerta, fue recibida por una mujer morena.
Peter se paró en seco.

No había visto a esta mujer en su vida, no la conocía de nada —desde


luego, nunca le había comprado drogas— pero por alguna razón la conocía.

—Yo también me alegro de verte, Joxer —lo saludó la bella mujer


sonriendo. Su expresión era amable y sus claros ojos de color azul celeste
chispeaban por el placer alegre y sincero de verlo.

—¿Joxer? —Peter se detuvo en lo alto de los escalones, desconcertado—.


¿Quién demonios es Joxer? ¿Te conozco?

—Me llamo Eva. —La mujer sonrió aún más al ver su cara de
incomprensión—. Pasad los dos. Es evidente que hay mucho que explicar y
tenemos mucho que hacer...

—¿Y nos estamos quedando sin tiempo? —añadió Evelyn.

—Sí. Por desgracia, después de dos mil años, se nos ha agotado el tiempo.

—Pues pongámonos a trabajar —afirmó Evelyn al tiempo que se acercaba


impaciente a Peter y lo agarraba del brazo—. Vamos, Peter.

Entraron en el recibidor y a Peter le llamó la atención de inmediato una


fila de estatuas que bordeaba el vestíbulo a cada lado. Una serie de ángeles de
mármol blanco lo saludó con expresión benévola. Siguió a Eva, sintiendo que
unos ojos cincelados lo seguían al pasar.

Peter se detuvo. Habría podido jurar que uno de ellos se había movido. El
ángel de piedra que tenía a la derecha había inclinado la cabeza con humildad y
había hecho un gesto con la mano hacia arriba indicando por dónde tenían que ir.

—Peter, ¿ahora qué te pasa? —bufó Evelyn, molesta.

—¡Se ha movido! —exclamó mirando la estatua.

Las comisuras de una boca esculpida se curvaron en una ligera sonrisa.


—¡Has visto eso! —exclamó Peter, señalando. Notó una mano cálida y
amable en el hombro y al volverse, vio a la mujer morena, Eva, que le sonreía
con auténtico afecto.

—Por aquí, Peter. No tenemos mucho tiempo.

De mala gana, Peter se dio la vuelta, pero no sin antes echar un último
vistazo desconfiado a la figura. El hermoso ángel lo miraba a su vez con
benevolencia.

Evelyn lo agarró del hombro y tiró, llevándose a Peter a rastras. Su


benefactora los siguió, deteniéndose un momento para guiñarle un ojo a la
escultura.

Y el ángel le guiñó el ojo a su vez y cuando Eva se alejó, en su liso rostro


de mármol blanco se formó una sonrisa.

Eli se acercó a la estatua y la miró con severidad. Los blancos rasgos de


mármol se inmovilizaron y las alas intrincadamente talladas volvieron a su
posición original cuando el ángel recuperó su pose. Eli asintió con aprobación y
siguió al grupo.

Entraron por un segundo arco en una estancia más grande. A Peter le


recordó al instante a una iglesia, sin los bancos. Hasta olía a iglesia, pensó,
arrugando la nariz al captar el olor rancio a incienso. Levantó la mirada hacia el
alto techo abovedado y luego la posó en la larga extensión de suelo de losas que
cubría la sala entera hasta un altar situado al fondo. Si escuchaba atentamente,
juraría que oía las voces lejanas de antiguos cánticos.

La sala estaba bañada en oros y rojos, pintados por rayos alternos de sol y
sombra que se filtraban por una serie de vidrieras. Se adentraron en la cavernosa
sala, siguiendo una senda de colores acariciados por el sol que teñían el suelo de
losas de mármol.

Peter escudriñó a través del polvo reluciente que bailaba en los rayos de
sol para fijarse en el altar. En su centro se alzaba una alta y oscura cruz de
madera. Al principio, pensó que el salvador medio desnudo clavado a la cruz era
el mismo que había en la mayoría de las iglesias. Pero cuando se le
acostumbraron los ojos a las drásticas diferencias de luz y sombra acentuadas por
las vidrieras de colores, Peter se dio cuenta de que era otra persona totalmente
distinta la que estaba allí clavada pagando por sus pecados.

Costaba distinguir los rasgos, pues la cabeza estaba caída hacia delante,
derrotada por la muerte. Largos mechones de pelo tallados en mármol blanco
tapaban el rostro. Una característica, sin embargo, estaba absolutamente clara.

Más bien dos, se corrigió Peter mientras contemplaba la efigie


sorprendido.

La estatua blanca clavada a la oscura cruz de madera estaba,


efectivamente, medio desnuda, pero era claramente una mujer.

—¿Xena? —susurró Peter alarmado—. Es ella, ¿verdad?

—Sí, ésa es Xena —confirmó Eva, colocándose al lado de Peter—. La


oscuridad de Xena la llevó por un camino de destrucción. Tuvo una muerte
trágica y dolorosa, y fueron otros los que se quedaron con el mérito de su
habilidad como guerrera y sus logros como dirigente. Peor aún, murió sola y con
el corazón vacío. Sin amor, Peter, el alma sufre de inanición, se marchita y
muere. Sin amor, Peter, no hay eternidad. Ocurrieron muchas cosas que no
deberían haber ocurrido, del mismo modo que hubo muchas cosas que jamás
sucedieron como deberían haber sucedido. Yo nunca nací, por ejemplo.

—Tú nunca... —Peter volvió la cabeza de golpe—. ¿Qué?

—Yo nunca nací. Eli nunca descubrió su auténtica vocación, nunca fue
sacrificado.

El profeta se miró su uniforme de chófer y se encogió de hombros,


sonriendo de mala gana.

—Y yo nunca me salvé —intervino una voz lírica detrás de ellos. Peter se


volvió y vio la blanca estatua del ángel, ahora hecho carne como ser humano,
bañada en oro por un potente rayo de sol.
Peter se quedó boquiabierto cuando el ángel se acercó a ellos, pasando a
través de los rayos de luz y sombra al deslizarse por la estancia. La figura de
mármol blanco del bello ángel iba adquiriendo los tonos más naturales de la
carne y la tela cada vez que un rayo de luz coloreado por las vidrieras la tocaba al
pasar.

El ángel llegó hasta Peter, sonriendo.

—¿Te acuerdas de mí, Joxer?

—Creo que no —contestó Peter, paralizado.

—¿No? Qué pena. —El pelo del ángel se había transformado en una
abundante melena rubia que le caía por los hombros. Lo miraba con unos grandes
ojos marrones llenos de afecto y compasión.

Peter resopló.

—Si hubiera conocido a un ángel de mármol que habla y camina, creo que
me acordaría.

—Me llamo Calisto —dijo, y dejó de sonreír, con el rostro serio—. ¿No te
suena?

Al mirar a la bella mujer que tenía delante, Peter habría jurado que oía
campanas al vuelo, pero no hizo caso.

—No, no me suena. Ni el menor ruidito. Oye, has dicho que nunca te


salvaste. ¿De qué?

—De mí misma. —Calisto se apartó de Peter y se colocó entre Eli y


Eva—. Un gran mal ha entrado en este mundo y ha abierto un abismo entre lo
que fue y lo que debería ser. Todo se ha retorcido para crear una realidad que no
debería existir. Separados así, somos demasiado débiles para luchar contra ello.
Ahora mismo me estaría quemando en el infierno, de no ser por...

—De no ser por la intervención de otras fuerzas —interrumpió Eli


apresuradamente.
—Sí. —Calisto sonrió ampliamente—. Otras fuerzas. Fuerzas que se
preocupan por Xena... que se preocupan por ti... y por el mundo.

—¿Y por Gabrielle? —preguntó Peter, preocupado.

—Sí, por supuesto... por Gabrielle también. Se nos ha reunido a todos para
luchar contra este mal... para enviarlo de vuelta a las profundidades ardientes de
donde salió y, esperemos, para curar la herida que llevamos todos en el alma. —
Calisto sonrió y se volvió hacia Evelyn, asintiendo—. Es la hora, Yakut. ¿Estás
preparada?

—Estoy preparada —replicó Evelyn con convicción.

—Bien.

Peter se acercó corriendo a Evelyn, muy preocupado.

—¿Preparada? ¿Preparada para qué? ¿Qué va a pasar?

Calisto miró apenada la seria efigie de mármol blanco que colgaba


tristemente de la cruz.

—Tengo una gran deuda con Xena. Ella salvó a mi alma inmortal de la
condenación eterna. En otra época, le hice un gran mal. Un enorme mal. A
Gabrielle también. Les hice mucho daño a las dos. Sin embargo, ellas me
perdonaron. Su valor y su compasión salvaron mi alma. Ahora me toca a mí
hacer lo mismo.

Subió los tres cortos escalones hasta el altar y se detuvo ante la mártir.

—¿Estás lista? —preguntó, volviéndose para mirar a Evelyn.

Evelyn asintió, y entonces se desató el caos.

El primer disparo rompió una de las grandes vidrieras, destrozando el


panel y haciendo saltar trozos de cristal pintado por todas partes.
Peter se agachó para evitar cortarse con los pedazos volantes de cristales
rojos y dorados. Corrió al fondo de la sala, pero no había ningún lugar donde
esconderse.

Una segunda ráfaga alcanzó las losas cerca de sus pies. Se apartó a toda
prisa, cayendo en la cuenta de que alguien les estaba disparando. Peter echó a
correr hacia el altar y se puso a cubierto en el hueco.

Hubo más disparos y el estampido de los tiros resonó por toda la sala. Otra
ventana se rompió y el cristal cayó en grandes pedazos que se hicieron trizas al
golpear el duro suelo de piedra.

Las balas silbaban ya por todas partes y se incrustaban en las paredes,


dejando profundos surcos a su paso. El polvo del mármol dañado flotaba por el
aire, bailando a la luz del día que entraba por las ventanas destrozadas. Peter usó
los codos para arrastrarse detrás del altar, encogiéndose con cada disparo. Se tapó
la cabeza con las manos y se esforzó por hacerse invisible.

El ataque cesó tan repentinamente como había empezado.

El silencio que siguió podría haber sido un trueno.

Peter se quedó donde estaba, tumbado boca abajo, detrás de la cruz. Oía
trozos de piedra que se desprendían de la efigie de la guerrera y caían al suelo.
Acurrucado lleno de miedo, esperó en el desquiciante silencio hasta que se
posaron los últimos restos de polvo. Poco a poco, Peter apartó las manos y
levantó la cabeza.

Todo estaba en silencio, salvo por algún que otro crujido cuando algún
trocito de mármol caía de las grietas de las paredes.

Tumbado aún, salió de detrás de la cruz y miró a su alrededor.

No se veía un alma en la sala. Todo el mundo había desaparecido. Eva,


Eli, el ángel Calisto. Todos habían desaparecido como si nunca hubieran estado
allí.
Peter parecía ser el único que quedaba en la sala, y entonces vio una figura
desplomada en el suelo entre los restos de mármol y piedra rotos.

—¡Evelyn!

Salió disparado desde el altar, corrió a su lado y cayó de rodillas al polvo.

—¡Evelyn!

Con cuidado, Peter le levantó la cabeza, acunándola en sus brazos. Había


sangre por todas partes. Tenía la blusa llena de salpicaduras rojas. De la nariz y la
boca le salían regueros de sangre.

—Evelyn. —Entristecido, le tocó la mejilla sin dar crédito. Ella miraba


directamente al techo, con los ojos inexpresivos y vacíos—. Oh, Evelyn. —Peter
dejó caer la mano de la fría mejilla al suelo.

—Qué triste —dijo una voz grave, seguida del ruido de una pistola
semiautomática al ser amartillada justo detrás de su oreja izquierda.

Peter se volvió y vio a dos hombres vestidos de traje oscuro allí de pie,
apuntándolo a la cabeza con sus pistolas.

—La han matado —los acusó, con los ojos llenos de lágrimas.

El agente se encogió de hombros.

—No es nada personal. Sólo cumplimos órdenes.

—¿Me van a matar a mí también?

—Come he dicho —respondió el agente, con rostro impasible—, no es


nada personal.

Como si se moviera a cámara lenta y en primer plano, Peter vio que el


dedo índice del agente apretaba el gatillo de la pistola.

Cerró los ojos y esperó que sucediera un milagro.


Entonces lanzó un puñado de polvo a la cara del agente y no esperó a ver
qué ocurría, sino que se levantó de un salto y se estampó de cabeza en el
estómago del otro.

Éste se chocó con el segundo agente y los dos cayeron al duro suelo de
mármol. Peter oyó el característico ruido de algo metálico que chocaba con las
losas y se alejaba resbalando. Se incorporó, cerró el puño y golpeó al agente en la
cara con todas sus fuerzas. Bastó para que el agente perdiera el sentido.

—¡Aayy! —Peter sacudió la mano con que había golpeado, se la miró y


luego miró al agente, que estaba tirado inconsciente en el suelo con la nariz
ensangrentada.

Pero no tenía tiempo de regodearse. Un gruñido irritado le llamó la


atención y se volvió. El primer agente casi había terminado de quitarse los
irritantes restos de polvo, suciedad y mármol de los ojos. Peter sólo tenía unos
segundos antes de que el hombre del traje oscuro lo volviera a apuntar con la
pistola. Pero el agente se había caído demasiado lejos para que Peter pudiera
lanzarse de nuevo sobre él y el truco del polvo sólo iba a funcionar una vez.

Su única esperanza era la negra pistola de metal que estaba tirada a un


lado, no muy lejos de él.

Peter se lanzó sobre la pistola y el agente siguió el movimiento de su


cuerpo, intentando apuntar con su pistola a Peter con los ojos irritadísimos. El
agente apretó el gatillo en el momento en que Peter recogía la pistola y se volvía.

Hubo dos disparos a la vez que resonaron con ecos parecidos por la sala.
Una bala alcanzó al crucifijo. El impacto hizo saltar la efigie de Xena en miles de
fragmentos que salieron despedidos en todas direcciones. La cruz de madera se
rajó y se tambaleó durante un instante de angustia hasta que por fin se desplomó
en el suelo. Se rompió en pedazos que se esparcieron por los escalones.

El disparo de Peter alcanzó de lleno al agente en el pecho, que salió


despedido hacia atrás y se golpeó la cabeza en el suelo de mármol con un sonoro
crujido al partirse el cráneo.
El cuerpo del agente se estremeció una vez y luego se quedó inmóvil.

A Peter le temblaba la pistola en la mano mientras la sujetaba extendida,


apuntando al lugar donde había estado el agente segundos antes.

La sala volvió a quedar en silencio, salvo por el ruido de la respiración


entrecortada de Peter. Dejó caer el brazo y luego soltó la pistola. Cayó al suelo
con un sonido hueco, como un pedazo de metal inútil. Peter se volvió hacia
donde yacía Evelyn con el cuerpo inmóvil y los ojos abiertos y vacíos.

Se arrastró hasta la amiga de Gabrielle y le tocó la mejilla por última vez


antes de hurgar en el bolsillo de sus vaqueros. Encontró las llaves de su coche y
las agarró con fuerza en la mano.

—Buena suerte, Yakut —susurró Peter, sonriendo, y luego se levantó de


un salto y echó a correr, agachándose para recoger la pistola que pertenecía al
agente al que había matado antes de seguir corriendo hacia la puerta.

Había vuelto. Yakut saboreó la sequedad del aire, el vacío que era la
totalidad de su universo, su eternidad. Había vuelto al espantoso purgatorio de
sus almas atrapadas.

Incorporándose, contempló el desierto descolorido y no se sorprendió al


ver que sus hermanas amazonas seguían allí, apiñadas para protegerse del viento
frío e implacable que azotaba constantemente estos páramos yermos. A lo lejos,
las llamaban unas nubes de ensueño, pero siempre inalcanzables, siempre lejanas.

Su alma había regresado a la Tierra de los Muertos de las amazonas y la


puerta entre este lugar y la eternidad seguía cerrada para ellas.

Yakut se levantó y se quitó el polvo de su manto de chamana. Cyane


apareció de repente a su lado y la ayudó a levantarse.

—Has vuelto —dijo, sujetándole el codo con la mano para que se apoyara.

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?


—No mucho.

Yakut miró a la tribu: la miraban a su vez con aire abatido. De inmediato,


notó que algo había cambiado.

—¿Cuántas? —preguntó preocupada, incapaz de concebir lo mucho que


había aumentado su número.

—Decenas. Cientos. Demasiadas para llevar la cuenta.

Una segunda amazona, a quien Yakut reconoció por sus viajes al pasado
como Evelyn, se acercó con expresión muy airada.

—¿Qué has hecho? —preguntó, mirando furiosa a Yakut.

Yakut se colocó bien el gran gorro de chamana posado precariamente en


su cabeza y luego se acercó a ella.

—Ephiny —dijo saludándola.

—¡Yo te conozco! ¡Eres la que estaba en la choza de Terreis! —exclamó


Ephiny, señalándola con un dedo acusador—. ¡Éstas que están atrapadas aquí son
mis hermanas! ¡Míralas! ¿Qué has hecho?

Yakut sonrió y miró a Cyane, que se encogió de hombros como pidiendo


disculpas.

—No le gusta el paisaje. ¿Se lo puedes echar en cara?

Ephiny bufó exasperada.

—Muy graciosa. Tú ríete. Pero mira cuántas somos, y llegan más sin
parar. La Nación Amazona se está muriendo y nuestras almas llegan aquí...
¡atrapadas contigo!

Cyane puso una mano fuerte en el hombro de Ephiny con gesto tierno.

—Ephiny, cálmate. Ya te dije que Yakut volvería y aquí está. Ahora todo
volverá a su sitio, ¿verdad, Yakut?
Cuando Yakut no asintió de inmediato, Cyane bajó la mano y volvió su
cuerpo delgado y musculoso hacia la chamana.

—¿Verdad, Yakut?

—Todo va tal y como estaba planeado, Cyane. Venid. —Se colocó entre
Cyane y Ephiny, poniéndoles las delicadas manos en la fuerte espalda—. Ahora
tenemos que prepararnos. Tenemos mucho que hacer para prepararnos.

—¿Prepararnos para qué? —preguntó Ephiny, con desconfianza.

—Para ayudar a Xena y a Gabrielle. Sé que puede que te cueste


comprenderlo, pero me alegro de verte aquí... de veros a todas aquí. Nos viene
bien que seamos muchas más. Vamos a necesitar toda la ayuda que podamos
conseguir si queremos ayudar a Xena y a Gabrielle a derrotar al gran mal que nos
hecho esto a todas.

—¡Lo sabía! ¡La zorra de Alti! —bufó Ephiny, apretando los puños.

—No —se apresuró a responder Yakut—. Alti es la menor de nuestras


preocupaciones.

Parmenión y sus tropas llegaron a la entrada del desfiladero poco después


del amanecer. Marchando al frente de su columna, miraba atentamente ambos
lados de las empinadas laderas del acantilado, pues sabía muy bien que iban
directos a una trampa. Las irregulares paredes de la montaña ascendían cada vez
más cuanto más se adentraban por el paso. Se lo esperaba, o más bien Xena le
había dicho que se lo esperara. Resultaba sobrenatural la capacidad de su
comandante para adelantarse a las tácticas del enemigo. En parte se podía deber
al magnífico servicio de espionaje que tenía Xena, pero Parmenión debía
reconocer que a veces parecía mucho más que una deducción lógica basada en
los informes de los espías. Era algo más misterioso, una especie de intuición,
femenina, absolutamente precisa y sumamente mortífera.
Cualquier otro habría supuesto, con mucha razón, visto lo que había, que
las amazonas establecerían un bloqueo en la entrada del punto más estrecho del
desfiladero y que luego lucharían desde detrás.

Xena, sin embargo, sabía que su maniobra de combate preferida era atacar
desde lo alto. Lo advirtió de que el paso estaría abierto para animarlos a entrar y
que entonces usarían las elevadas paredes para lanzar un ataque, primero con
flechas y luego con troncos, carromatos, carros, todo tipo de cosas que bajarían
rodando por las laderas para aplastar a la falange macedonia. Antes de que sus
desmoralizados soldados pudieran volver a formar, las amazonas caerían sobre
ellos desde los árboles, atacando con sus espadas cuerpo a cuerpo, donde las
largas sarisas de los macedonios serían peor que inútiles.

—Podría ser una belleza —le había dicho Xena—, pero la mitad de esa
belleza reside en el factor sorpresa. Y como no nos van a sorprender... —Enarcó
un momento la elegante ceja, acentuando la expresión con una sonrisa chulesca.

Efectivamente, mientras se adentraban cada vez más en el desfiladero, al


mirar hacia arriba Parmenión supo sin la menor duda que la habilidad de Xena
como estratega y su astuta intuición femenina habían acertado plenamente.

Y entonces la montaña empezó a revelar algo que Parmenión estaba


seguro de que Xena no había previsto.

El primer cuerpo que vio se balanceaba en la rama de un árbol,


pudriéndose bajo el sol que seguía subiendo. No lo olía, pero Parmenión sabía
que si la brisa hubiera soplado hacia ellos, también habría captado el hedor de la
muerte.

Irguió los hombros y siguió avanzando, decidido a no dejarse inquietar por


la macabra visión.

Un segundo cuerpo y luego un tercero y Parmenión sintió que se le


revolvía el estómago.
Había cuerpos por todas partes colgados de las ramas, decorando los
árboles a ambos lados del estrecho cañón como una cosecha de fruta macabra.
Aflojó el paso sin querer.

—Por los dioses —oyó que susurraba uno de los hombres al tiempo que el
ruido rítimico de las botas se iba haciendo más lento.

Fue entonces cuando vio a Alejandro, acurrucado debajo de un repecho


con dos miembros de su patrulla. Le estaban haciendo señas frenéticas para que
se detuviera y Parmenión así lo hizo, levantando la espada para detener a sus
tropas.

Alejandro le hizo una seña silenciosa con la mano y Parmenión asintió,


comprendiendo al instante lo que le intentaba decir el general.

Había algo más que cuerpos mutilados de centauros muertos en lo alto de


esos árboles.

Parmenión preparó el escudo pesado y grande que llevaba en la mano


izquierda. Ocultó la espada corta que llevaba en la derecha, tal y como había
ordenado Xena. Nada de sarisas, a pesar de lo que se esperaban las amazonas.

Había muchas cosas más que las amazonas no se esperaban, pensó


Parmenión regocijado, al tiempo que se acuclillaba en posición. Oyó el roce de
cuero y metal que le dijo que el resto del batallón estaba haciendo lo mismo.

Los árboles estallaron en un coro de agudos gritos de guerra, seguidos de


un tañido de arcos, y entonces una tormenta de flechas cayó sobre ellos desde los
árboles llenos de cadáveres que tenían encima.

Con un gruñido, Parmenión se tiró al suelo, colocándose el escudo por


encima, y supo que la batalla había empezado.

—Es un buen día. —El veterano soldado sonrió debajo de la protección de


su escudo mientras las flechas amazonas lo golpeaban inútilmente.
Xena llegó al último de los enormes peñascos y se izó hasta colocarse
encima. Sin hacer caso del escozor de los arañazos, se levantó y se volvió,
tirando un extremo de la cuerda que llevaba enrollada al hombro por el costado
del precipicio. Fue hasta un árbol y ató el otro extremo, ciñendo bien el doble
nudo con un fuerte tirón. A lo largo del borde, sus hombres hacían lo mismo. Era
una avanzadilla de escaladores que había subido primero y dejaba caer cuerdas
de la misma forma.

Al poco, la ladera estaba llena de soldados que escalaban la cara de la


montaña.

Había sido más fácil de lo que se esperaba. Los caminos menos


frecuentados eran senderos estrechos y accidentados que ascendían por las
empinadas laderas, pero habían sido menos difíciles de negociar y más que
adecuados para la larga hilera de soldados de infantería. Este último obstáculo
para llegar a la cumbre era una escalada corta por la cara de un precipicio. Al
poco, sus tropas se congregaban en lo alto, quitándose el polvo de las armaduras
de cuero y sonriendo.

El plan era sencillo. Mientras las fuerzas de Parmenión se enfrentaban a


las amazonas en el paso de las montañas, ella caería sobre la aldea. Cuando
tuvieran asegurada la aldea, establecerían una defensa con el propósito de que las
amazonas no pudieran entrar en su propio hogar. Para entonces, el resto de su
ejército se habría reunido con Parmenión en el paso. Tendrían a todas las
amazonas encadenadas a la puesta del sol.

Después, delante de toda la nación, ella desafiaría a su reina. Con un


rápido combate y una reina muerta, la nación le pertenecería y las fieras guerreras
amazonas se unirían a su ejército en la guerra contra Persia.

Xena comprobó el sol. No había tiempo para descansar. El batallón de


Parmenión ya tendría que estar en el desfiladero y seguramente ya estaba
combatiendo. Levantó la espada y dio la señal a sus hombres para que se
desplegaran.
La reina miraba indignada lo que sucedía debajo de ella. Enfurecida,
apartó de malos modos a una guerrera amazona y ella misma empujó el
carromato hasta el borde del precipicio. Cogió una antorcha y prendió la leña
menuda empapada de brea que llenaba el carro antes de darle una patada furiosa
que lo lanzó por la ladera, precipitándose como un trueno hacia el centro de la
columna macedonia.

Rodó por encima de piedras y baches que había en el suelo sin detenerse,
mientras un rastro de llamas incendiaba todos los arbustos y ramas secos que
rozaba a su paso. La reina observó con gran satisfacción mientras el carro bajaba
por la ladera siguiendo un camino ardiente de destrucción garantizada hasta que
rodó por encima del objetivo, patinando sobre el mar de escudos, y se estrelló
inútilmente al otro lado del desfiladero.

Estaban arrojando todo lo que tenían sobre el batallón de soldados griegos


atrapados en la base del desfiladero, pero el enemigo se había tirado al suelo y se
había cubierto con los escudos, formando una capa de bronce que los protegía de
cualquier cosa que ordenara tirar por el acantilado encima de ellos.

Con consternación, el ataque de las amazonas se fue deteniendo poco a


poco.

—Retirada —aconsejó Alti roncamente al oído de la reina.

La reina la apartó de un empujón y se acercó furiosa al borde del


acantilado.

—¡ARQUERAS! —gritó, al ver que los escudos de debajo se empezaban


a mover.

—No se puede atravesar el bronce —afirmó la chamana


acaloradamente—. Hay que retirarse.

De repente, los macedonios rompieron filas y se pusieron a vitorear. Alti


supuso que vitoreaban porque estaban sorprendidos de encontrarse aún con vida
después de todo lo que había caído sobre sus cabezas.
Sin aviso, una lluvia de flechas salió disparada de los árboles. A su
alrededor, sus guerreras empezaron a caer, aferrando las flechas vibrantes que se
habían incrustado en su pecho con sorprendente precisión. Al otro lado del
desfiladero, Alti vio numerosas columnas de soldados que coronaban la cima
opuesta. Mientras esta nueva legión disparaba para cubrir protectoramente el
estrecho paso, los soldados del desfiladero cargaron ladera arriba y por el paso
donde la ladera era menos pronunciada y no tardaron en rodear a las amazonas
por el flanco derecho, que era el más débil.

—Mi reina, retirada —insistió Alti, y se dispuso a seguir su propio


consejo, tirando a su reina del brazo al echar a correr. A derecha e izquierda de la
reina, las guerreras amazonas empezaban a retroceder.

Los arqueros griegos dispararon contra las cuerdas de las que colgaba la
bochornosa muestra de crueldad de la reina. Acompañados de pesados golpes, los
cuerpos empezaron a caer sobre las cabezas de sus asesinas mientras las
amazonas se retiraban.

Con una sensación de temor, Alti vio cómo caía el primero de los
cadáveres de los centauros. La rueda estaba girando. De algún modo, Xena había
conseguido volver la maldad de la reina contra ésta.

Sin esperar a recibir la orden, Alti se volvió y echó a correr entre los
árboles, para regresar a la aldea lo más deprisa que le permitiera su manto de
chamana. Un cadáver cayó de una rama que tenía encima y aterrizó a sus pies.
Eso la detuvo y estuvo a punto de dejarla sin sentido de un golpe. Lo miró y
luego miró hacia atrás. El bosque estaba atestado de hombres armados hasta los
dientes que corrían hacia ella, sin el menor asomo de piedad en los ojos.

A Xena no se la veía por ninguna parte.

Alti saltó por encima del centauro muerto y siguió corriendo,


adentrándose en la profundidad de la maleza con la esperanza de que eso ocultara
su rastro.

Si Xena no estaba al frente, dirigiendo la carga, ¿dónde estaba? Atravesó


los arbustos y torció hacia la izquierda, dirigiéndose a la seguridad de la aldea.
Tenían que reagruparse y montar una defensa rápidamente, antes de que la propia
aldea fuera arrasada.

En ese momento, un aullido horrendo resonó por todo el bosque, un


alarido espantoso que atravesó a Alti, llenando su corazón ya frío de un miedo
gélido. Se detuvo, al darse cuenta de que ese grito horrible había salido del centro
del territorio de las amazonas.

Hasta los soldados, que estaban casi encima de sus enemigas, se pararon
en seco para escuchar el alarido que llenaba el aire y rebotaba en las paredes del
cañón con una repetición interminable de horror.

La reina oyó el grito y su huida se detuvo. El alarido hizo que le temblaran


los dedos y le brillaran los ojos. Sus labios se curvaron hacia arriba con una
malévola sonrisa de deleite.

—Ah, Xena —dijo la reina, y se levantó la máscara para contemplar el


aire, como si el aullido fuese algo visible y tangible—. Ya veo que has recibido
mi mensaje.

Y entonces tuvo que agarrarse al árbol más cercano, porque el suelo se


estremeció bajo sus pies. Los labios de la reina sonrieron.

—Ya ha empezado.

Se bajó la máscara, tapándose la cara, se apartó del árbol y echó a correr a


la mayor velocidad que pudo a través de los matorrales para regresar a la aldea
amazona.

El horror que le atravesó las entrañas fue más doloroso que cualquier
herida que hubiera sufrido en su vida. Xena cayó de rodillas al suelo y la ásperas
piedras y los trozos de corteza crujieron bajo sus brazales reforzados. Se quedó
mirando la primitiva entrada de la aldea amazona: un arco de madera con torres
de vigilancia a cada lado y el espantoso recibimiento que colgaba de él.
La cara del niño estaba extrañamente tranquila. Su largo pelo rubio se
agitaba con la ligera brisa. Al lado de la cabeza cortada colgaba su cuerpo, rígido
por la muerte, balanceándose de lado a lado como un trozo de madera.

Xena sabía sin el menor género de duda que era su hijo, Solan, aunque no
lo veía desde que entregó al bebé envuelto en su propio estandarte a Kaleipus, el
dirigente de los centauros.

El niño se merecía una oportunidad de llevar una vida tranquila y feliz.


Algo que ella sabía que nunca tendría si se hubiera quedado con ella.

Pero no había forma de escapar del hedor de su vida como señora de la


guerra. Ahora el niño estaba ahí colgado, como recordatorio descarnado y
doloroso de que la violencia y el horror la seguirían de cerca para siempre, hasta
que la muerte la alcanzara y le diera un golpecito en el hombro. Y todos aquellos
a los que quisiera o pudiera querer, al final, también se verían afectados por esa
oscuridad.

Xena volvió a soltar un aullido de pena, aunque tenía la garganta en carne


viva por el primer grito de espanto. Esta vez, gritó por la pérdida de su propia
alma, que sabía que se le estaba escapando, muriendo al enfrentarse a la muerte
de su hijo. Sus últimos restos de humanidad estaban desapareciendo, dejando
atrás un corazón tan negro y frío como la fosa más profunda del Hades.

Y entonces terminó. Ya no le quedaban gritos en la garganta. Se quedó


mirando a Solan, privada de repente de todo sentimiento. Xena dio la bienvenida
al amargo vacío. La oscuridad que llevaba dentro la inundó como una ola y la
recibió, la instó a avanzar. Se había negado a sí misma durante demasiado tiempo
el placer del dulce sabor de una venganza por odio. Cerró los ojos y respiró
hondo, aspirando la destrucción por todas partes y regodeándose en ella.

Cuando abrió los ojos, ya no veía el cuerpo de un niño que colgaba bajo el
sol de la mañana. Veía el futuro, y el futuro era muerte.

—Las voy a matar a todas —juró al viento.


En lo alto del monte Olimpo, en las Salas de la Guerra, Ares abrió los ojos
de golpe. Estaba holgazaneando en su trono, mortalmente aburrido sin nada que
hacer hasta que los griegos llegaran a Persia. Se había quedado casi dormido y de
repente el áspero tentáculo de un corazón oscuro llegó hasta el suyo y lo tocó.

Al instante se despertó del todo, con el corazón desbocado como no lo


sentía desde hacía años.

—Xena —susurró roncamente y se lanzó desde el trono hacia el Ojo de


Hefestos. Agitó la mano y apareció una imagen. Macedonios, amazonas,
centauros...

Xena.

Los claros ojos azules que lo miraban a su vez soltaban chispas de un odio
frío y brutal.

Notó que se le agitaba la divinidad y se hinchaba cobrando vida.

Ares abrió los musculosos brazos de par en par y se echó a reír. El sonido
produjo ecos por las salas como los tambores de guerra.

—Xena. Xena. Xena.

Sin apartar la vista de las escenas que se desarrollaban en el Ojo que tenía
encima, Ares se sentó de nuevo en su trono, cogió una copa de vino y bebió un
largo trago del dulce néctar rojo oscuro.

No podía dejar de sonreír y, encantado, guiñó un ojo a la imagen.

—¡Ha vueeeeeltooo!

Pero entonces la imagen del Ojo fluctuó y notó que las paredes de su sala
empezaban a temblar. Ares dejó caer el vino. La copa se estrelló en la dura piedra
del suelo frío y el vino rojo salpicó por todas partes.

El dios de la guerra se quedó con los ojos desorbitados cuando el Ojo de


Hefestos le mostró una inmensa grieta que dividía la tierra, justo en el centro de
la aldea amazona. Una alta columna de fuego retorcido se alzó y salió de la
grieta, lamiendo el cielo con llamas tan altas que podrían alcanzar el mismo
monte Olimpo. Y entonces el dios de la guerra sintió algo que nunca hasta ahora
había sentido: miedo.

Xena agarró al oficial más cercano por el peto y se lo acercó de un tirón.

—Quiero sus cabezas, hasta la última —ordenó, con la voz ronca y grave.

El soldado tragó saliva.

—¿Todas?

—Hasta la última —bufó Xena—. No quiero que quede una sola amazona
con vida. ¿Me entiendes?

—Pero, ¿y las jovencitas? ¿Y las niñas?

Sin dudar, Xena hundió su espada hasta la empuñadura en el vientre de su


propio soldado. Murió lleno de dolor, agarrado a los músculos acerados de su
brazo mientras se le escapaba la vida, manchando la tierra a sus pies.

Xena usó su bota sucia para pegar una patada al cuerpo y quitarlo de su
espada y agarró a otro lugarteniente.

—¿Alguna pregunta?

El hombre meneó la cabeza rápidamente.

—Ninguna, comandante suprema. Lo comprendo perfectamente.

—Bien. Quiero sus cabezas... salvo la de la reina. Es la que lleva esa


máscara tan fea llena de plumas. Ésa es mía. ¿Te enteras? —Lo soltó y el soldado
no perdió el tiempo en salir corriendo para transmitir su orden.

Ahora se sentía viva como no se había sentido nunca. Xena agarró bien la
espada con la mano derecha y torció la cabeza, para quitarse una contractura del
cuello, que crujió sonoramente. Sonriendo con oscura expectación, percibió sin
mirar a la guerrera amazona que intentaba sorprenderla. Se quedó totalmente
inmóvil y esperó con paciencia inhumana a que la mujer estuviera más cerca y
levantara su arma.

De repente, Xena blandió la espada, acompañando la estocada con el giro


de todo el cuerpo para añadirle fuerza. Su hoja atravesó el cuello de la amazona y
le cortó la cabeza antes de que la mujer pudiera parpadear. Un chorro de sangre
roja alcanzó a Xena en la mejilla. Se la enjugó con un dedo y la tiró al suelo con
una sonrisa.

La siguiente amazona no tuvo tanta suerte: la muerte no le sobrevino


deprisa. Xena se tomó su tiempo y jugó un poco con su adversaria, cortándole
una mano y luego un brazo, hasta que por fin terminó el trabajo con una estocada
demoledora de la espada que abrió de par en par el estómago de la guerrera. A
Xena se le dilataron las aletas de la nariz cuando las entrañas de la guerrera
cayeron al suelo. La mujer cayó primero de rodillas y luego al suelo, desplomada
sobre una pila de sus propias tripas.

Después de eso, no tuvo tiempo de recrearse en la muerte del enemigo. Se


enfrentó a la carga de unas amazonas que la atacaron salvajemente y las abatió
con fría eficacia, rajándolas de parte a parte y dejándolas como festín para los
buitres.

Xena se enjugó el sudor de la frente con una mano ensangrentada y se


detuvo un momento para escuchar lo que la rodeaba. La aldea era suya. Sólo
quedaba un puñado de amazonas, acorraladas por sus hombres. Ya habrá tiempo
de matarlas más tarde. Cerrando los ojos, se concentró y dio con los sonidos que
buscaba: los gritos de las amazonas en retirada que volvían del desfiladero, los
aullidos de sus hombres que las perseguían.

Haciendo señas con las manos y la espada, colocó a sus hombres en una
larga fila, desplegándolos en un amplio frente que se curvaba hacia fuera delante
de la entrada a la aldea. Ella se colocó de forma llamativa, ocupando una
posición de combate bien visible al frente de la falange en forma de cuña, justo
en el centro de su línea de defensa.

Al poco, el bosque reverberó con el terrible grito de batalla de las


guerreras amazonas que salieron a la carrera de los matorrales al pequeño campo
bien cuidado que llevaba a la entrada de su fortaleza. Lo que descubrieron
esperándolas fue una línea de macedonios, armados con las largas sarisas que
esperaban ver en el desfiladero. Las amazonas titubearon al borde del bosque,
chocándose casi las unas con las otras al detenerse sorprendidas.

La reina se quedó con los ojos como platos. Bloqueando el paso al lugar
donde podrían ponerse a salvo estaba nada menos que la Princesa Guerrera en
persona, respaldada por una división de guerreros armados hasta los dientes. Por
Artemisa, ¿cómo ha metido Xena una legión entera de soldados en la aldea? La
reina miró hacia atrás. Allí, el resto del ejército corría hacia su retaguardia,
mordiéndoles los talones. Había caído en la misma trampa que había tendido a
los centauros.

Xena se rió por lo bajo, observando a la tribu que se agitaba nerviosa,


mirando hacia atrás, bien consciente del batallón de soldados griegos que se les
echaba encima. Su vista se posó directamente en la reina, reconocible por su
máscara real y su ropa de cuero de color rojizo. La dirigente de las amazonas se
había detenido al borde del bosque, con el pecho jadeante por el esfuerzo de la
retirada. Avanzó un poco, apartándose de la línea, de forma que la reina pudiera
verla con claridad.

—Ven por mí, puta zorra del Hades —la provocó Xena, con una blanca y
resplandeciente sonrisa.

Debajo de la ornamentada máscara de la realeza amazona, la reina soltó


un gruñido de irritación como un animal atrapado. Está bien, Xena. Si quieres
pelea, la vas a tener. Jadeante, dedicó un momento a contemplar la táctica. Tal y
como lo veía, Xena había organizado la típica defensa griega: líneas a derecha e
izquierda flanqueando una cuña de falange bien armada en el centro. La única
manera de que su tribu pudiera sobrevivir era volver a entrar en su fortaleza. La
única posibilidad que tenían de conseguirlo era atacando los flancos, a derecha e
izquierda, donde Xena era más débil.
La reina soltó una risilla. Que Xena rompiera su centro: acabaría
arrollando a sus propios hombres. Miró hacia atrás y oyó las pesadas botas de
miles de macedonios que aplastaban la maleza al cargar contra ellas a través del
bosque. Alzó la espada, emitió varias señales trinando como un pájaro y luego,
con un grito, atacaron.

—Así me gusta —susurró Xena, sonriendo encantada—. Venid aquí que


os voy dar. —Su penetrante grito de guerra se alzó por encima de los alaridos de
las amazonas y sus hombres respondieron.

Las tropas de Xena cayeron sobre una rodilla y bajaron sus largas lanzas,
preparándose para el ataque.

Como aves de presa, las amazonas atacaron los flancos macedonios,


dividiéndose en dos grupos de ataque principales que se apartaron del centro. La
reina sonreía al correr, deseando haber visto la cara de sorpresa de Xena, y
aumentó la velocidad al cruzar la hierba a la carrera, al tiempo que su ataque las
desviaba de Xena y su centro reforzado.

Alcanzó la línea de lanzas del flanco izquierdo y cortó sin dificultad la


punta del arma que tenía más cerca. Era casi demasiado fácil, pensó, como si el
soldado hubiera bajado la punta a propósito para dejarla pasar.

Aprovechando el impulso, pasó junto a un soldado arrodillado y se


encontró de frente con una profunda falange de macedonios armados con espadas
que habían estado hábilmente ocultos detrás de la primera línea de defensa.

La reina casi no pudo impedir que una de sus propias guerreras la


empujara contra la hoja de una espada a la espera. Alzó su arma y paró el primer
golpe mientras a su alrededor las guerreras amazonas empezaban a morir.

Mientras, las tropas de Parmenión cerraron filas y atacaron la retaguardia


del ejército de las amazonas. A la reina le dio la impresión de que estaban a
punto de ser aplastadas entre la espada y la pared.
Con señales manuales, Xena hizo retroceder a su centro poco a poco. La
cuña de la línea central macedonia se estiró. Como un solo hombre, los soldados
daban pasos cortos, marchando hacia atrás. La línea recta se transformó en una
curva hacia dentro, arrastrando a las amazonas y la lucha hacia ella, donde
esperaban soldados de refuerzo armados con cortas y afiladas espadas,
preparados para terminar la matanza. Cuando la primera de las guerreras tropezó
delante de ella, Xena blandió su espada y cortó limpiamente la carne sin
esfuerzo.

—¡Matadlas a todas! —vociferó entre los destellos de metal bajo el sol—.


¡Matad a todas y cada una de estas putas!

En pleno centro de la aldea amazona, la tierra gimió de placer y se abrió


una grieta que se tragó la choza entera de la reina. Una columna de fuego salió
despedida hacia lo alto, devorando el dulce aire como un demonio hambriento.
Soltó un aullido de triunfo al alzarse, tratando de tocar el cielo, cada vez más alta.
La repentina acometida de poder provocó una serie de corrimientos de tierra en
zonas alejadas de Grecia y, en la distante Roma, desencadenó la inesperada
erupción del Vesubio.

Y en el Olimpo, Ares se quedó horrorizado cuando a su alrededor, las


Salas de la Guerra empezaron a desmoronarse.

El vértigo fue peor que nunca. El estómago de Gabrielle dio tumbos


mientras caía hacia atrás, girando por el espacio y el tiempo. No sabía si estaba
perdiendo el conocimiento o recuperándolo cuando, de repente, se le aclaró la
vista y se encontró de rodillas en una extensión de hierba fangosa. Levantó la
cabeza y se orientó justo a tiempo de quedarse casi sin sentido por un golpe en la
barbilla.

Tumbada en la tierra, parpadeó rápidamente para despejarse la mente y no


tardó en caer en la cuenta de que era evidente que la podían tocar sin problema.
Un soldado fuertemente armado la había dejado prácticamente inconsciente de un
rodillazo. Ahora se cernía por encima de ella con la espada en alto. Echó un
vistazo a la punta de la hoja que flotaba por encima de su nariz y le pegó una
patada en las pelotas con todas sus fuerzas. Al soldado se le puso la cara como un
tomate y retrocedió tambaleándose, soltando la espada. Gabrielle apenas tuvo
tiempo de apartarse rodando cuando la punta de la espada se clavó en la tierra,
justo en el punto donde había estado.

Se puso en pie, recuperó el equilibrio y paró el golpe de una vara que iba
directo a su cabeza. La dura madera le escoció al darle de lleno en las palmas de
las manos y notó la fuerza del impacto hasta los dientes. Pero agarró la vara de
madera, ante su propia sorpresa y la de la guerrera que acababa de atacarla.

Se quedaron mirándose atónitas.

—¡Oye! ¡Ten cuidado! ¡Podrías hacerle daño a alguien! —exclamó


Gabrielle, y haciendo uso de toda su fuerza, le arrancó la vara a la mujer de las
manos. La guerrera se miró atónita las manos vacías y luego se quedó igualmente
pasmada cuando su propia vara giró y le dio de lleno en la cabeza.

Gabrielle no esperó a ver si la guerrera caía. Echó a correr, agarrando la


vara con firmeza con ambas manos, sorteando a cientos de hombres y mujeres
enfrentados en combate mortal. Qué momento tan estupendo para hacer una
visita, pensó, esquivando hábilmente la estocada de un soldado. Golpeó al
hombre con la vara en el estómago con tal fuerza que lo lanzó por el aire. Luego
Gabrielle siguió corriendo con un sólo pensamiento en la cabeza: tenía que
encontrar a Xena.

No tardó en dar con la guerrera. Xena era como una fuerza desatada de la
naturaleza que iba abatiendo guerreros con una habilidad y una precisión que
Gabrielle no habría creído posibles. Se quedó mirando, atónita, mientras la
guerrera luchaba. Xena mataba a todo el que se le ponía por delante: mujeres,
hombres, sus propios soldados.

En ese momento, la morena guerrera lanzó una estocada en redondo y


decapitó a una mujer que había osado acercarse a ella por detrás y Gabrielle
consiguió ver por un instante los ojos de Xena.

Había una ira en ellos que dejó a Gabrielle sin aliento.


—Oh, Xena —suspiró Gabrielle, hipnotizada, viendo cómo la guerrera
agarraba a una luchadora por la nuca y le hundía la espada en la columna
vertebral. Gabrielle vio que la espada salía pintada de sangre y con trozos de
entrañas por el otro lado, a través del estómago. Xena tiró el cuerpo inerte al
suelo—. Dios mío —exclamó Gabrielle, al darse cuenta de que la guerrera que
yacía muerta en el barro no era más que una niña.

La atención de Gabrielle se desvió del sangriento espectáculo y se dirigió


al centro de la aldea. Allí estaba Calisto, muy tranquila, con las manos unidas
hacia delante. A pesar de que ya no tenía alas, conservaba un aire etéreo. Su
túnica blanca se mecía suavemente al viento mientras Calisto observaba con
calma, aislada de algún modo del caos que hervía a su alrededor. En sus rasgos
había una tristeza que estuvo a punto de partirle el corazón a Gabrielle.

Habían llegado demasiado tarde, gritó la mente de Gabrielle. Habían


perdido a Xena. Ésta se había perdido a sí misma. Tenía que hacer algo.

—¡Xena! —gritó, y su grito quedó tapado por los chillidos y los alaridos
de dolor. Aferrando su vara con firme resolución, Gabrielle echó a correr, directa
al centro de la lucha y a Xena.

Xena masacró a otra enemiga, enviando a la amazona a su tierra de los


muertos con insultante facilidad, sin dejar de vigilar el campo de batalla en busca
de su objetivo principal.

La máscara de plumas era como un faro en medio de una violenta


tormenta. Xena seguía el avance de la reina, que se iba abriendo paso a través del
ataque de la línea macedonia. La muy puta intentaba con todas sus fuerzas
atravesar el bloqueo para entrar en la aldea. Xena observó mientras la máscara
ornamentada desaparecía en medio de una masa de guerreros enzarzados.

Atravesó a otra amazona, se echó a un lado para esquivar el cuerpo que


caía y corrió tras ella. Un soldado intentó interceptar a Xena para hacerle una
pregunta: sin detenerse, lo apartó de un empujón. El siguiente soldado que se le
puso en medio no salió tan bien librado. Le partió el labio de un puñetazo y él
retrocedió tambaleándose, sorprendido de que su propia comandante lo hubiera
golpeado.

Con ojos feroces e intensamente concentrados, Xena no hacía caso de


nada salvo de la máscara ornamentada, siguiendo su rastro mientras corría por
entre los soldados y las amazonas enfrentados en combate mortal. La reina evitó
hábilmente todo enfrentamiento hasta que salió del todo del campo de batalla, se
escabulló por detrás de una choza y desapareció.

La muy puta está huyendo, pensó Xena y pegó una patada en el estómago
a un soldado griego sólo porque estaba en medio.

—Adelante, huye. Huye para salvar tu puto pellejo —gruñó entre dientes,
y echó a correr detrás de la reina y se adentró en la aldea siguiendo sus pasos.

Ahora era una cazadora y eso le daba gusto. Xena torció el labio con una
mueca de desprecio. Mucho gusto.

Gabrielle captó un destello de pelo oscuro, cuero marrón y bronce justo


cuando Xena desaparecía detrás de una choza. Se lanzó a seguirla, pero una
mano la agarró del brazo. Sin detenerse apenas, Gabrielle golpeó con la vara
hacia atrás y notó que conectaba sólidamente con un cuerpo. La mano la soltó y
Gabrielle quedó libre para correr detrás de Xena, adentrándose en la fortaleza
amazona.

Dejando atrás la mayoría del conflicto, la reina corrió ante las cabañas
sumidas en un silencio espeluznante hacia el centro de la comunidad amazona.
No le hacía falta mirar atrás para saber que la Princesa Guerrera la seguía de
cerca. La presencia de Xena era algo tangible, algo que se sentía fácilmente
aunque no se viera, como el núcleo de un estallido de calor. Por otro lado, lo
mismo se podía decir de la estupenda explosión de poder que emanaba del centro
de la aldea amazona. La reina sentía la energía y se veía atraída a su presencia
como una mosca a la miel. Siguió corriendo, pasando ante los hogares vacíos y
saltando por encima de los cadáveres de sus dueñas, pues sabía que tenía que
llegar a su origen antes de que Xena llegara a ella.

Xena seguía a su presa, pasando ante chozas abandonadas y sorteando los


cadáveres de amazonas caídas. Sus pesadas botas dejaban hondas huellas en la
tierra empapada en sangre mientras se adentraba a la carrera en la aldea. Tras
doblar varias esquinas, perdió el rastro de la reina y se detuvo, extendiendo los
sentidos para decidir por dónde debía continuar.

Cerró los ojos y reconoció el aroma a hierbas y medicinas astringentes que


salía de la choza de la sanadora que tenía al lado. Xena filtró ese olor y se
concentró más, buscando más pistas. A lo lejos, todavía se oían los ruidos de la
batalla: el choque del metal, los gritos de los moribundos. Estos ruidos eran de
esperar. Una ligera brisa le acarició la nariz y entonces la guerrera encontró
justamente lo que estaba buscando.

No había forma de confundir el olor del miedo.

Xena echó a correr, siguiendo la brisa y sus instintos más oscuros sin
planteárselo.

Calisto estaba junto a la choza de la sanadora y se quedó mirando cuando


Xena pasó corriendo a su lado, sin percibir su presencia. Se cruzó de brazos y
observó con ojos pacientes, a la espera del momento en que tuviera que
intervenir.

La reina dobló una esquina a la carrera y frenó un poco, segura de que


había perdido a la guerrera. Respirando con dificultad, tanto por el agotamiento
como por el miedo, se arriesgó a mirar atrás. Xena doblaba en ese momento la
misma esquina, directa hacia ella, y las fuertes piernas de la guerrera morena se
movían a largas zancadas que devoraban rápidamente la distancia que las
separaba.
—¡Mierda! —murmuró la reina y se volvió para calcular la distancia que
aún tenía que cubrir. Estaba demasiado lejos y Xena estaba demasiado cerca.

De repente, una leal amazona salió de la nada y atacó a Xena, intentando


interceptarla. La reina se quedó mirando cuando la amazona fue víctima
instantánea de la espada implacable de la Princesa Guerrera. La mujer resbaló de
la hoja de Xena y cayó a tierra ya cadáver. Xena se volvió despacio y miró
fijamente a la reina.

—Te toca —dijo moviendo sólo los labios, y sus bellas facciones se
iluminaron con una sonrisa depredadora. Con paso decidido, Xena avanzó hacia
ella, casi al alcance de su meta.

—Bien —gritó la reina como respuesta, con una confianza que no sentía.
Retrocedió y estuvo a punto de tropezar con una amazona muerta—. Bien.
Mátalas, Xena. Mátalas y luego ven por mí. —Saltó por encima de otro cuerpo y
echó a correr.

La Princesa Guerrera la siguió con determinación, con los ojos fieros


clavados en su objetivo y un dolor agudo en la boca del estómago por el hambre
de venganza.

Ya casi estoy, pensó la reina jadeando: casi en la fuente que le daría el


poder que necesitaba para librar al mundo de la Princesa Guerrera de una vez por
todas. Dobló la última esquina y se chocó con Alti.

La chamana no estaba contenta.

—¿Dónde te crees que vas? ¡Están matando a todo el mundo! ¡Estamos


perdiendo esta batalla!

La reina no contestó y miró atrás. Aunque la máscara le ocultaba la cara,


Alti se dio cuenta de que la reina tenía los ojos desorbitados de miedo. La
chamana siguió la dirección de esa mirada asustada.

—Xena —susurró Alti. La guerrera parecía más entregada a la muerte de


lo que la había visto nunca.
Alti se quedó mirando cuando Xena atravesó a un soldado perdido, a uno
de los suyos, que se le puso por delante, y luego atrapó los ojos de la chamana
con una mirada fría como el hielo.

—Estúpida —dijo Alti zarandeando a la reina por los hombros—. ¡Idiota!


—Alti retrocedió, tan aterrorizada que la sangre le golpeaba las sienes—. Te va a
matar y luego me matará a mí.

—No, a ti primero, vieja amiga.

Alti reconocería esa voz oscura y aterciopelada en cualquier parte. De


repente, Xena estaba justo a su lado, espada en ristre, con los duros ojos azules
clavados en ella, llenos de un odio insondable.

—Xena, escúchame. Yo no he tenido nada que ver con esto.

La risa de la reina sonó sorprendentemente relajada.

—Mentirosa. Todo esto ha sido idea tuya. Sobre todo lo del niño. ¿Cómo
se llamaba?

—Solan —contestó Alti automáticamente.

Al oír el nombre de su hijo, Alti habría podido jurar que los ojos de Xena
dispararon llamaradas.

—No. Ni te atrevas a pronunciar su nombre. —La voz de Xena era áspera


y fría—. Te voy a arrancar el corazón, Alti, y me lo voy a comer.

—Escucha, Xena. No actúes sin reflexionar. Recuerda que aún te puedo


ser útil. —Alti empezó a retroceder, apartándose de la Princesa Guerrera con
pasos cautos y lentos.

—No, Alti —replicó Xena, avanzando con paso igualmente lento y


depredador hacia ella—. Tú no me sirves de nada. Nunca me has servido, nunca
me servirás.
Alti tendría que haber podido defenderse atacando a Xena con una
explosión de poder chamánico, una explosión tan potente que habría tenido que
poner de rodillas a la guerrera. Pero era como si a Alti le hubieran absorbido la
energía.

Esforzándose por concentrarse, lo único que veía eran los ojos duros y
llenos de rabia de Xena. Por primera vez, Alti se dio cuenta de lo que era llenar
de miedo el corazón de los hombres y mujeres que se atrevían a enfrentarse a
Xena en combate. Años atrás, cuando se asomó por primera vez a las
profundidades de esos ojos sobrenaturalmente claros, Alti vio el potencial para
alcanzar un gran poder. Ahora, lo único que veía era muerte.

Un ligerísimo temblor del labio superior de Xena y Alti supo que estaba a
punto de morir.

Y entonces la reina hizo algo que salvó la vida de Alti.

Se echó a reír.

La indignación detuvo a Xena en seco. La reina se reía de ella. Se apartó


de Alti y fulminó con la mirada a la dirigente amazona, que estaba muy tranquila
al borde de una grieta tremenda que había en la tierra.

—Mi padre, Dahak, tenía razón —afirmó Esperanza, sonriendo burlona a


la guerrera—. Entrar en el mundo mediante la corrupción de la inocencia... —
Esperanza se encogió de hombros—. Percal conocido. Pero usar tu rabia, Xena...
tu ira... eso es mucho más divertido. ¿Cómo dices tú? ¡Es una belleza!

La expresión burlona de Esperanza atravesó a Xena con una ola de furia.

—He cambiado de idea —dijo Xena con voz ronca, pasándose la espada a
la mano izquierda y agarrando su chakram—. Las reinas primero.

Xena echó el brazo hacia atrás y lanzó el chakram. Cortó el aire, chocó
con una efigie de Artemisa y rebotó en ángulo, zumbando a una velocidad de
vértigo hacia el centro mismo de esa máscara real de las amazonas.
Pero la máscara, creada con dura madera y poderosos hechizos, hizo su
trabajo y protegió a la reina. El chakram la alcanzó y, con una lluvia de chispas,
la máscara se hizo pedazos, y el arma salió disparada en una dirección extraña y
se perdió de vista. La fuerza del golpe hizo que la reina se tambaleara hacia atrás,
momentáneamente aturdida.

Lo que vio Xena entonces hizo que se le parara el corazón por completo.
El dolor desgarrador que había sentido al ver a Solan colgado en pedazos no fue
nada en comparación. Allí plantada, viendo cómo la reina amazona intentaba
recuperar el equilibrio, Xena sintió que se le quedaban los pulmones sin aire
como si le acabaran de pegar un puñetazo en el estómago.

La mujer que había profanado a los centauros, que había asesinado a su


hijo, que ahora se sostenía aturdida la cabeza con una mano... era su ángel de la
guarda.

—¿Gabrielle? —graznó Xena sin dar crédito.

La confusión de Xena fue el instante que necesitaba Alti. Se lanzó sobre


Xena y agarró a la guerrera por el cuello con sus largos y delgados dedos. El
inmenso muro de fuego que salía del abismo creado en la tierra aumentó de
tamaño y una descarga de poder atravesó a Alti. De repente, su energía
chamánica cobró vida.

El contacto con Alti sumió a Xena en la oscuridad. Estaba de nuevo en la


cruz, mandada crucificar por César, y sólo podía observar impotente mientras le
destrozaban las piernas con un golpe de martillo. El mundo dio vueltas y a Xena
se le doblaron las piernas y aulló de dolor con el recuerdo de aquello.

Luchó por respirar, debatiéndose débilmente en manos de Alti. La


chamana soltó una profunda y ronca carcajada de alegría al sentir que su poder
seguía creciendo. Su conexión con su víctima era tan fuerte que la chamana ya no
necesitaba el contacto directo para hacer revivir a Xena todo el dolor que había
sufrido o causado a lo largo de su vida oscura y violenta. La soltó y retrocedió
hasta ponerse fuera de su alcance, y Xena cayó de rodillas gritando de dolor.
Alti se concentró y usó las manos para lanzar una ola casi invisible de
poder contra la guerrera. El aire se estremeció cuando la ola pasó de la chamana a
su objetivo y alcanzó a Xena con tal fuerza que la tiró de golpe al suelo,
demasiado débil ahora para gritar siquiera. Un fino hilo de sangre se derramaba
de la nariz de Xena mientras su cuerpo se contraía con espasmos bajo el poderoso
recuerdo de los golpes continuos de sus soldados rebeldes. Con cada golpe
demoledor, revivía la tortura del suplicio: un camino sangriento que, para un
señor de la guerra, era la única manera de dejar un ejército.

Xena cayó boca arriba en el barro, abatida por un golpe invisible asestado
por un lugarteniente muerto largo tiempo atrás.

¡Son sólo recuerdos!, gritó la mente de Xena, intentando eliminar el dolor


mediante la racionalización.

Unas manos bruscas la transportaban hasta una fría cruz de madera. En lo


alto, el cielo estaba gris y caía una leve nevada. Aunque le temblaba el cuerpo
por los escalofríos, no parecía sentirlos. Curioso, pero se sentía extrañamente en
paz. ¿Tal vez estaba tan insensible a causa del frío? Xena volvió la cabeza. Ante
su sorpresa, ahí estaba Gabrielle, con los brazos estirados y las muñecas atadas a
la madera. Detrás de ellas, un soldado se arrodilló y colocó un clavo en el centro
de la palma de la mano de Xena.

—Gabrielle, eres lo mejor de mi vida —dijo Xena. Cuántas cosas más


necesitaba decir. La rubia volvió la cabeza y cuando sus ojos se encontraron con
los de Xena, sonrió con tanta dulzura y tanto amor que Xena se quedó callada y
se limitó a sonreírle a su vez, con la sonrisa más sincera y más amorosa que había
ofrecido Xena en toda su vida. De poder elegir, si sólo le quedaban unos
segundos de vida, Xena prefería pasarlos contemplando los ojos de Gabrielle.

Cayó un martillo, que incrustó el clavo sucio en el centro de su palma


extendida y arrancó otro grito de la garganta de Xena.

De nuevo de rodillas ante Alti, Xena se miró las manos, sin dar crédito
cuando unos agujeros descarnados se abrieron en su piel y empezaron a sangrar.
¡Pero esto no es un recuerdo! Nunca había vivido ese momento: Gabrielle
y ella nunca habían intercambiado esa dulce sonrisa. Lo único que veía ahora era
el rostro de una horrible traidora que había asesinado a su hijo. Mientras su
sangre manaba de las heridas, Xena aulló por el tormento y la confusión. Por
encima de sus propios gritos, oía claramente la risa burlona y victoriosa de la
reina amazona.

—¡Deberías estarme agradecida, Xena! —gritó la reina, sonriendo al ver


los agujeros sanguinolientos que tenía Xena en las manos—. Piensa en todo el
dolor y la angustia que te he ahorrado al separaros.

Otra oleada de visiones atravesó la mente de Xena. Una traición en Chin.


De nuevo era Gabrielle, cuyo engaño quedaba espantosamente claro cuando
Xena apartaba las sábanas de una cama oriental.

—¡No! —gritó Xena sin poder creérselo.

Su hija, Eva, a punto de ser acuchillada por la espalda. Gabrielle, con el


cuchillo en la mano, detrás de su hija, preparada para matarla.

¡Pero yo no tengo una hija! La mente de Xena daba vueltas, intentando


con todas sus fuerzas aferrarse a la realidad. Sin embargo, las visiones eran
implacables y amenazaban con destruir lo que a Xena le quedaba de cordura.

De nuevo Gabrielle: ese mismo rostro dulce rodeado de pelo dorado


atrayéndola al interior de una cueva y a una trampa preparada por un ejército de
arcángeles.

Gabrielle surgiendo de un huevo y cubierta de inmundicia, amenazando


con abrasar la tierra con todo el poder del mal que había en el mundo.

—¡BASTA!

El grito surgió de la nada, sonoro y potente. Pilló por sorpresa a la reina


amazona, interrumpió por un momento el flujo de poder a Alti y liberó a Xena de
la andanada de visiones que la bombardeaba.
Gabrielle corrió hasta la guerrera abatida y se lanzó sobre el cuerpo de
Xena para protegerla. Con una expresión de feroz determinación, Gabrielle alzó
los ojos y se encontró con un rostro demasiado conocido.

Las comisuras de la boca de la reina se curvaron en una sonrisa sardónica.

—Hola... madre.

La expresión decidida de Gabrielle se transformó en una de total


desconcierto.

—¿No reconoces a tu propia hija? —La reina se giró despacio,


mostrándose para que Gabrielle pudiera verla bien—. Ya sabes lo que dicen: de
tal palo, tal astilla.

Era su madre. Su propia y horrible madre. Pero era más joven, más
fuerte... y estaba aquí en el pasado con Xena.

—¿Quién eres? —preguntó Gabrielle roncamente.

—Soy tu hija Esperanza. Tu hija hoy, tu madre mañana. Es confuso para


ti, lo sé, pero claro, tú nunca fuiste muy rápida de entendederas, ¿verdad, madre?
—Esperanza se echó a reír a carcajadas al ver la expresión desconcertada de
Gabrielle.

Gabrielle se levantó del suelo y rodeó a Xena hasta colocarse protectora


entre la guerrera y la reina.

—Has sido tú. Has sido tú todo el tiempo. Tú has sido la que ha hecho
esto.

—¿El qué? ¿Qué he hecho? ¿De qué me vas a echar la culpa ahora,
madre? —preguntó Esperanza, burlándose.

—¡Deja de llamarme madre!

—¿Por qué? Eso es lo que eres. Mi madre. Soy sangre de tu sangre, carne
de tu carne.
Gabrielle aferró su vara, amenazando con golpearla.

—¡Yo no soy tu madre!

—Oh, pero claro que eres mi madre, mamaíta querida. Sólo que no te
acuerdas. —Esperanza se concentró, bajando la mirada, y, como una marioneta,
Alti pegó una sacudida. La chamana lanzó una ola de poder que golpeó a
Gabrielle directamente en el pecho. Retrocedió tambaleándose, a punto de
tropezar con Xena, y se hundió en un mar de visiones, ahogándose en una vida
desconocida.

Se vio a sí misma colocando amorosamente a un bebé en una cesta que


envió flotando río abajo.

—Esperanza —susurró apenada, llorando la pérdida como si acabara de


ocurrir.

—Eso es, madre. Esperanza. Tú... me... abandonaste. ¡A mí! ¡A tu propia


hija! Me enviaste río abajo flotando en una cesta cuando era un bebé indefenso.
Dime, ¿es ésa forma de tratar a tu única hija?

Gabrielle bajó la vara que sostenía en las manos, con una angustia
evidente en los ojos. Su visión interna se posó en las dolorosas imágenes de otra
vida que se proyectaban en su mente controladas por Esperanza a través del
poder de la chamana Alti.

—No sólo me abandonaste, sino que intentaste matarme, madre. Y no una,


ni dos, sino tres veces. La primera, me envenenaste y luego me quemaste entera
en una pira funeraria. Y cuando eso no funcionó, ¡te tiraste conmigo a una fosa
donde ardían las llamas mismas de mi padre! Como si eso no bastara, ¡ayudaste a
herir mortalmente a tu propio nieto y lo engañaste para que me atacara! ¡Una vez
tras otra, no paras de intentar destruirme! ¿Por qué?

—Eres el mal —dijo Gabrielle, débilmente.

Esperanza se adelantó, con los duros ojos verdes entristecidos de repente.


—¡Era un bebé! ¡Era tu bebé y me abandonaste! Me abandonaste... ¡por
ella! —Esperanza señaló con un dedo acusador a Xena, que observaba
débilmente desde donde estaba echada, derramando su sangre vital en la tierra.

—No tenía elección.

—Oh, ya lo creo que tenías elección. Y elegiste. La elegiste a ella en vez


de a mí. Siempre a ella. ¡SIEMPRE SE HA TRATADO DE XENA!

—Por supuesto que se trata de mí —gruñó Xena. Apoyándose en un deseo


innato de proteger a Gabrielle, agarró la espada que tenía cerca tirada en la tierra
y sacó fuerzas para ponerse en pie. Se lanzó sobre Esperanza, blandiendo la
espada en un valiente intento de decapitarla.

Las llamas rugieron y el brillo feroz volvió a los ojos de Esperanza. Un


estallido de la torre de fuego lanzó un tentáculo de llamas que se enrolló
alrededor del arma y le arrancó la espada a Xena de la mano, lanzándola a la
mano de Esperanza. Ésta atrapó la espada limpiamente y sonrió con despreció
cuando Xena se apartó tambaleándose, sujetándose dolorida la mano quemada y
haciendo todo lo posible por mantenerse en pie.

Xena se volvió hacia Gabrielle, con los ojos tan angustiados como el
rostro de su ángel de la guarda.

—Gabrielle —imploró—, no fue culpa tuya.

—No, efectivamente —bufó Esperanza—, fue tuya.

Entonces Esperanza lanzó la propia espada de Xena. Cortó el aire dando


vueltas, dirigiéndose mortífera a la espalda de la guerrera.

A un lado, oculta en parte por la esquina de la choza de la sanadora,


Calisto observaba con calma el desarrollo de la escena. El chakram que tenía en
la mano le resultaba cómodamente familiar. Calisto lo contempló un momento
con amoroso aprecio y luego lanzó el arma. Se abrió paso por el aire, a punto de
rozar la punta de uno de los cuernos de ciervo del gorro de chamana de Alti, y
chocó con la espada, que estaba a meros centímetros de la espalda de Xena.
La espada se desvió y se clavó casi hasta la empuñadura en el suelo a los
pies de Gabrielle. Con un crujido espantoso, el chakram se partió en dos trozos y
cayó roto al suelo.

Esperanza aulló de rabia y su ira se volcó en todas direcciones, buscando


el origen de la interferencia.

Gabrielle corrió hasta Xena y la abrazó, ayudando a la guerrera herida a


tumbarse en el suelo. Xena se quedó sorprendida al sentir el contacto con
Gabrielle y sonrió dulcemente por su presencia.

La calidez de sus ojos desapareció tan deprisa como había aparecido.


Xena apartó las manos cuidadosas de Gabrielle y luchó por levantarse.

—Déjame, Gabrielle. Éste no es lugar para ti. Tengo que destruirla. La


voy a matar.

—No, Xena —replicó Gabrielle, con tono decidido—. Es responsabilidad


mía.

Gabrielle empujó delicadamente a la guerrera hacia el suelo y echó a


correr, recogiendo la espada de Xena al pasar. Sujetando la pesada arma con
firmeza con las dos manos, se enfrentó a su hija.

Esperanza volvió a prestar atención a Gabrielle.

—¿Me vas a matar otra vez, madre? —preguntó Esperanza, con los duros
rasgos suavizados por una extraña pena.

—A la cuarta va la vencida —dijo Gabrielle y alzó la espada.

La pena de Esperanza se transformó en puro odio. Detrás de ella, las


llamas arremolinadas se hincharon y Esperanza echó la mano hacia atrás. En su
palma se formó una bola ardiente de poder.

—Eso es precisamente lo que esperaba que hicieras —dijo Esperanza, y se


echó hacia atrás para lanzar.
De repente, Calisto se materializó. Su repentina aparición y su extraña y
apacible expresión confundieron a Esperanza y la bola de poder se disipó en su
mano. Calisto sonrió con tristeza.

—Es lo que las dos esperábamos —dijo, y entonces rodeó a Esperanza


con los brazos y usó su peso para lanzarlas a las dos hacia atrás.

Gabrielle se quedó paralizada, mirando atónita cuando Calisto cayó hacia


atras, sujetando con fuerza a Esperanza entre sus brazos. Juntas, se precipitaron
por el borde.

El ángel rubio, Calisto, sonrió dulcemente a Gabrielle y asintió una vez, y


luego las dos desaparecieron.

El fuego rugió indignado, alzándose por encima de sus cabezas. El suelo


empezó a temblar y a Gabrielle se le cayó la espada que aún sujetaba con las
manos en alto. Se tambaleó de lado cuando la tierra se movió, temblando con las
oleadas de poder de un terremoto.

Las llamas subieron más y más hasta que dio la impresión de que la
columna de fuego iba a devorar el cielo mismo y entonces, con un rugido
ensordecedor, la torre se contrajo sobre sí misma y regresó a las profundidades de
la tierra junto con Esperanza. Con un cegador destello de luz, la torre de fuego
desapareció.

La tierra se agitó, gimiendo por última vez, y la grieta del suelo se cerró
de golpe y la marca se fue desvaneciendo como si nunca hubiera existido.

Durante un segundo, todo se quedó en silencio. Con los ojos desorbitados,


Gabrielle contemplaba el lugar donde antes había un abismo, pero ahora no había
nada.

Alti se estremeció y gritó de alivio. El control de Esperanza había


desaparecido en el momento en que desaparecieron las llamas, liberando a Alti
de su férrea sujeción. Pero, aunque Esperanza ya no estaba, las habilidades
chamánicas de Alti seguían presentes. Se recuperó rápidamente y murmuró los
hechizos apropiados, absorbiendo la fuente inagotable de poder que siempre
había tenido a su disposición: las almas atrapadas en la Tierra de los Muertos de
las amazonas.

Su mirada oscura bajó muy concentrada y se volvió hacia Gabrielle.

—Creo que es hora de que sigas los pasos de tu hija —dijo Alti
roncamente, y corrió veloz hacia Gabrielle, a quien levantó del suelo agarrándola
por el cuello con sus duras y delgadas manos. Soltó una risilla mientras apretaba,
observando con placer cómo se debatía la rubia—. Con tu muerte, voy a ser yo la
que libere al gran mal en el mundo. Podré alimentarme del miedo y la
destrucción durante siglos. —Mientras Gabrielle luchaba por respirar, Alti echó
un vistazo a Xena. La guerrera intentaba ponerse en pie y, con una sola mirada,
Alti volvió a tirarla al suelo, con un golpe que estuvo a punto de dejar
inconsciente a la guerrera.

Xena sacudió la cabeza y se obligó a no perder el sentido. Rodó por el


suelo y fulminó a Alti con ojos duros que ardían por el deseo de matar.

—¿Quieres verlo? —preguntó Alti, sonriendo. Se movió, sin dejar de


sujetar a Gabrielle, atrapada en sus poderosas manos, para ver mejor a la
guerrera.

Los labios gruesos y resecos de Alti se curvaron en una sonrisa.

—¿Quién necesita a Dahak cuando se tiene a la Destructora de Naciones?

Sonriendo burlona a Xena, apretó con más fuerza, estrujando el cuello de


Gabrielle entre sus manos repentina e inhumanamente fuertes.

Gabrielle se debatió débilmente, con la cara totalmente roja.

Xena se quedó mirando, rechinando los dientes de frustración ante su


propia impotencia. Haciendo acopio de su fuerza interna, empujó contra el suelo,
palpando la tierra en busca de apoyo. Sus dedos encontraron algo frío y metálico
y rodeó con la mano los trozos de su chakram, partido en dos.
Yakut abrió los ojos y jadeó.

—¡Es la hora! —gritó a su tribu. Estaban de pie a su alrededor, apiñadas


para protegerse de los fríos vientos de la Tierra de los Muertos de las amazonas.

Una por una, las hermanas amazonas de muchas naciones alargaron los
brazos. Se cogieron de la mano y cerraron los ojos, susurrando como una sola
tribu los cánticos que les había enseñado Yakut.

Poco a poco, el muro invisible que separaba a las amazonas de su apacible


eternidad empezó a temblar.

Sin hacer caso del dolor y empleando los últimos vestigios de su fuerza,
Xena empujó contra el suelo y se puso de pie. Alzó las manos, sujetando en cada
una un trozo de su arma característica.

—¡PUTA! —gritó Xena, levantando más las manos con la intención de


lanzar los trozos de afilado metal.

Los dos trozos empezaron a arder con una luz más brillante que el sol. El
resplandor se dilató hacia fuera, completando los trozos hasta que se convirtieron
en dos armas separadas pero enteras que palpitaban de poder, una brillante y la
otra de una oscuridad malévola y sofocante.

El cántico de la Tierra de los Muertos de las amazonas fue en aumento y


Yakut elevó los brazos al cielo, uniendo la multitud de almas de guerreras en una
sola fuerza imparable.

Mientras Alti contemplaba hipnotizada el repentino espectáculo de poder,


Xena alzó aún más los brazos y juntó los dos trozos palpitantes de su chakram
por encima de su cabeza.
Se unieron y empezaron a girar rápidamente, fundiéndose para forjar una
sola arma, el yin y el yang del alma de una guerrera.

Con una mano, Xena echó hacia atrás el nuevo chakram y sonrió.

—¡Cómete esto, puta chamana! —Xena arrojó el arma, que cortó el aire
tan deprisa que Alti ni siquiera la vio. Alcanzó a la chamana en el pecho, donde
se incrustó con un golpe húmedo en lo más profundo de su negro corazón.

Alti soltó a Gabrielle y la bardo cayó al suelo, luchando por respirar. La


chamana miró sorprendida el arma hundida en su pecho. El chakram palpitó una
vez, dos veces y luego explotó con un estallido de luz tan brillante que Xena tuvo
que taparse los ojos para protegérselos del resplandor.

Cuando la luz se disipó, Xena parpadeó unas cuantas veces y bajó la


mano.

El chakram, que conservaba su nueva forma, yacía en el suelo donde


momentos antes estaba la chamana.

Alti había desaparecido.

Y también la fuerza de Xena. Cayó al suelo, agotada, con el cuerpo


atravesado de dolor.

Xena se quedó tumbada en la tierra y la hierba, respirando despacio,


tratando de seguir consciente. Un momento después, unos brazos cálidos la
rodearon y la levantaron para depositarla en un suave regazo. Unos dulces ojos
verdes y un bello rostro la saludaron con una expresión que dejó a Xena sin
aliento.

—Gabrielle —susurró, apenas capaz de hablar.

—¿Estás bien? ¿Cómo te encuentras? —preguntó Gabrielle preocupada,


apartando con ternura el flequillo ensangrentado de la frente de Xena.

—Estupenda —contestó Xena, que sacó fuerzas para curvar las comisuras
de la boca en una leve sonrisa. La guerrera pasó la mano por la piel suave de uno
de los brazos que la sujetaban—. Qué suave eres, justo como me imaginaba —
dijo, cerrando los ojos con placer.

Gabrielle se agachó y pegó los labios a la frente de Xena para darle un


tierno beso. La estrechó con delicadeza y sonrió.

—Y tú tienes músculos. Qué fuerte eres.

—No me siento muy fuerte en estos momentos —murmuró Xena, pero sin
dejar de sonreír.

—Xena —dijo Gabrielle, con la cara repentinamente seria—. No entiendo


en absoluto qué está pasando.

Xena gruñó:

—Ya te digo.

—¿Ese ser malvado era mi madre, sólo que más joven?

—Era tu hija Esperanza. Una zorra malévola nacida de la brutalidad de


una violación. Tu violación... por un poder insidioso.

—¿El fuego? ¿Dahak?

—Sí. En nuestra vida auténtica, los destruimos a los dos. Esperanza debió
de encontrar un modo de volver a explotar su poder. Debió de usarlo para crear
una especie de vínculo con el pasado. Usó ese mismo poder para manipular las
cosas de forma que nunca pudiéramos estar juntas, aunque ése era nuestro
destino.

Gabrielle asintió, sonriendo con tristeza.

—¿Y Alti?

Xena gimió, moviéndose en brazos de Gabrielle.

—Sólo era un peón dentro de un plan más grande. Eso es lo único que ha
sido Alti en su vida y lo único que llegará a ser.
Gabrielle asintió de nuevo, capaz de aceptar lo que ya había sospechado
basándose en las imágenes que le habían lanzado. Esperanza, viva en el futuro,
había explotado el poder de Dahak y se había reinventado a sí misma como la
reina amazona del pasado. Usó ese poder para robar el alma de Gabrielle y así
cambiar la esencia misma del curso que debían seguir los acontecimientos.

¿Pero la destrucción de Esperanza había cambiado algo? Gabrielle miró a


su alrededor. El mundo seguía girando, la aldea amazona seguía ardiendo. Xena
seguía siendo una guerrera griega del antiguo pasado y ella seguía siendo una
mujer del futuro vestida con vaqueros y camiseta por cuyas venas corría una
poderosa poción mágica chamánica.

La fuerza de esa poción era la razón de que pudiera sostener a Xena en sus
brazos y también era lo único que la mantenía aquí. Cuando la droga
desapareciera de su organismo...

Gabrielle suspiró: ahora mismo notaba que el efecto de la poción


empezaba a disiparse. Si no podían recuperar la vida que tenían que haber vivido,
tendría que conformarse con una victoria por el bien supremo.

—Al menos hemos vuelto a salvar al mundo del mal.

Xena sonrió con tristeza y no hizo caso del dolor que sentía al levantar la
mano y tocar un mechón del pelo dorado de Gabrielle.

—No, no del todo.

—¿No? —Gabrielle enarcó las cejas—. ¿Quieres decir que todavía queda
libre una fuerza oscura?

Xena se echó a reír, hizo una mueca y la risa se transformó en un gemido


de dolor.

—Sí —dijo, cerrando los ojos—, quedo yo.

—¿Tú?
—El poder absoluto corrompe absolutamente, Gabrielle. Sigo siendo la
comandante suprema del ejército más grande y más fuerte que ha existido jamás
y estoy a falta de una guerra para dominar el mundo. ¿En qué crees que me
convierte eso?

—En Xena la Grande. Xena la Defensora. Xena la Princesa Guerrera. —


Gabrielle sonrió y acarició la mejilla de la guerrera con la palma de la mano—.
Tienes corazón de heroína, Xena. Y a nuestros dos mundos les hacen falta
héroes.

Gabrielle se agachó de nuevo y juntó sus labios con los de Xena, dándole
un beso dulce y tierno que llenó de calor el alma fría y vacía de la guerrera.

Gabrielle se irguió y sonrió a la mujer que sujetaba tiernamente entre sus


brazos.

—Sabrás qué hacer.

Cuando el sol se hundió por el horizonte, la luz del día empezó a apagarse.
A pesar de la oscuridad que era siempre su compañera constante, Xena descubrió
que su mundo se iluminaba de esperanza. Contempló el bello rostro teñido de
tonos dorados por el sol poniente y estudió sus rasgos, memorizándolos. Quería
recordar el aspecto que tenía Gabrielle este día durante el resto de su vida.

—Mi amor por ti será eterno —dijo cuando la montaña se tragó los
últimos rayos del sol y el rostro adorado que tenía delante se desvaneció
lentamente.

Yakut abrió los ojos y sonrió de oreja a oreja.

Ahí estaba: la palabra, la única palabra que podía abrir las puertas de la
eternidad y el más allá.

Esa palabra, pronunciada en voz alta y con tanto sentimiento por una
guerrera cuya alma llevaba tanto tiempo sometida a la oscuridad, calentó el
viento gélido que azotaba las estériles llanuras de la Tierra de los Muertos de las
amazonas.

Las amazonas, que seguían de pie en grandes círculos cogidas de la mano,


abrieron los ojos, sorprendidas por la llegada de una brisa tan suave. Observaron
pasmadas cuando, por primera vez, el sol se alzó por encima de las montañas y la
lejana eternidad que siempre había estado fuera de su alcance se difuminó y
pareció acercarse.

—Por los dioses —susurró Ephiny, contemplando la espesa cortina de


niebla que se levantaba y la ladera gris y yerma de la montaña que se cubría de
un verde exuberante—. ¡Lo han conseguido! ¡Lo hemos conseguido!

—¡Vamos! —gritó Yakut y se levantó el largo manto de chamana para


poder correr sin tropezar—. ¡Vamos!

Cyane sonrió y volvió el cuerpo hacia el viento cálido, regodeándose en el


resplandor del sol naciente.

—Vamos —dijo suavemente. Cogió a Ephiny de la mano y, juntas,


echaron a correr.

Con gritos de felicidad, las numerosas tribus de las amazonas se fundieron


en una sola al correr alegremente por la alta hierba verde. Cruzaron el prado
suavemente ondulado, persiguiendo el final de un arco iris, y desaparecieron en
las montañas, para acabar desvaneciéndose en el mito.

—Pero si yo ya estoy allí, querida mía. Yo ya estoy allí.

10

Morir no está tan mal, pensó Gabrielle. Tenía el cuerpo como si estuviera
flotando apaciblemente en las cálidas y reconfortantes aguas de un mar oscuro e
infinito. La droga que su madre le había inyectado en las venas había llegado a su
punto culminante y ahora bajaba en espiral hacia el olvido final. Pensó en su vida
mientras se dejaba llevar sin dirección aparente y sin necesidad de tenerla. Es
curioso cómo el mundo puede parecer tan maravillosamente convincente hasta
que la muerte destruye esa ilusión y nos expulsa de nuestro escondrijo.

Decidió relajarse y disfrutar del viaje, moderadamente curiosa por ver


dónde iba a parar su alma, dónde acabaría cuando terminara el viaje.
Verdaderamente, la vida era un sueño: sólo un durmiente podría considerarla
real. Ahora se estaba despertando y lo único que Gabrielle esperaba, mientras
flotaba en la oscuridad acunada en los tiernos brazos del destino, era que su alma
acabara en algún lugar cerca de la de Xena, fuera cual fuese ese lugar. Aunque
ahora los siglos las separaban, la muerte tenía una forma curiosa de hacer que
todas las cosas fueran iguales.

—No estás muerta.

La voz era como el roce de unas uñas sobre una pizarra: le produjo un
horrible escalofrío por la espalda.

Arrugando la frente, Gabrielle volvió la cabeza y se concentró, dispuesta a


ignorar la voz por completo.

—No, no, tú no vas a morir todavía.

La voz estaba más cerca, era más amenazadora. Gabrielle gimió, pues
tenía muchas ganas de alejarse de ella y proseguir su viaje.

—No te vas a librar tan fácilmente.

Unos dedos fríos le pellizcaron las mejillas y le levantaron la cabeza.


Gabrielle se vio obligada a abrir los ojos y hacer caso de la presencia. Cuando sus
párpados se abrieron aleteando, la negra oscuridad de la eternidad se disolvió en
una penumbra grisácea y en el contorno en sombras de una cara que guardaba un
desconcertante parecido con la suya.

—Esperanza —dijo Gabrielle roncamente, con la garganta seca. Despacio,


dolorosamente, se vio arrastrada del placer de flotar a la plena consciencia y notó
demasiado bien el dolor palpitante que tenía en los hombros y la naúsea que le
revolvía el estómago. Se movió incómoda, controlando las ganas de vomitar.
—No te atrevas a potarme encima. —Los dedos fríos que le pellizcaban la
cara soltaron las mejillas de Gabrielle.

—Esperanza —repitió Gabrielle, tragándose la bilis—. Creía que estabas


muerta. —Parpadeó para aclararse la vista y consiguió enfocar la cara borrosa.

Su madre estaba absolutamente furiosa.

—He perdido las elecciones, puta —dijo entre dientes, y luego echó la
mano hacia atrás y pegó un bofetón a Gabrielle, con fuerza.

Cuando se estaba hundiendo, la bofetada arrastró a Gabrielle de vuelta


totalmente a la realidad. Con la fría pared a la espalda, se irguió para colocarse en
una postura de mayor resistencia y miró a su madre con rostro inexpresivo,
negándose a dejarle ver ningún tipo de debilidad. Con la punta de la lengua, se
lamió indiferente un poco de sangre que tenía en la comisura de la boca.

—Las elecciones. Se han terminado. He perdido. —Su madre se puso a


dar vueltas de un lado a otro a través de las sombras del oscuro sótano—. Mi
conexión con el pasado ha desaparecido. Mi poder. Dahak. ¡Todo! ¡Todo ha
desaparecido! —Se volvió hacia Gabrielle y sus ojos soltaron destellos de rabia a
través de la penumbra del sótano—. La policía ha encontrado a mis agentes junto
con tu amiga Evelyn.

La madre de Gabrielle tenía ahora toda la atención de ésta.

—Tu amiga está muerta, Gabrielle. Ese idiota estúpido, Peter, se debe de
haber escapado. ¡Panda de gilipollas traidores e inútiles! Uno de ellos le debe de
haber soltado todo a la policía. ¡Ya no hay manera de encontrar buen servicio!
Está en todos los canales, en todas las noticias. ¡Estoy acabada!

Su madre avanzó furiosa y pegó la nariz a la de Gabrielle, que seguía


atrapada, encadenada a la fría pared de cemento del oscuro sótano.

—¡Esa zorra de Xena y tú lo habéis echado todo a perder!


—Esperanza —dijo Gabrielle, con tono suave y triste, sin hacer caso de la
rabia que destilaba su hija—. Esperanza. No tienes ni idea de cuánto deseo que
las cosas pudieran haber sido distintas.

El uso de su verdadero nombre paró a Esperanza en seco. Se quedó


mirando a Gabrielle, con la boca abierta y los ojos desorbitados, con una
expresión que era una mezcla de rabia y dolor.

—¡No me llames Esperanza! ¡No soy tu hija! ¡Soy tu madre!

—Esperanza, escúchame. Sé quién eres. Usaste el poder de Dahak para


robar mi alma y traerme hasta aquí, pero eso no te convierte en mi madre —
insistió Gabrielle sin hacer caso del rechazo de su hija—. Sé por qué lo hiciste.
Ahora lo comprendo todo.

—No, no lo comprendes. ¡Tú no sabes NADA!

De repente, Gabrielle se llenó de un conocimiento que iba mucho más allá


de su edad biológica.

—Sé que todo esto ha sido culpa mía, y lo siento, Esperanza. Lo siento
por todo.

—No te atrevas —dijo Esperanza a duras penas tras unos segundos de


silencio indignado—. No te atrevas a decirme que lo sientes.

Gabrielle cambió de postura, irguiéndose más, con aire más fuerte.

—Esperanza, lo siento. Lo siento. Lo siento muchísimo. —Los ojos de


Gabrielle se llenaron de lágrimas—. Todos los días durante el resto de mi vida,
mientras dure mi alma, desearé no haberte enviado por aquel río. Me preguntaré
qué habría pasado si me hubiera quedado contigo.

Esperanza cerró la boca, disimulando un ligero temblor del labio inferior.


Se obligó a sonreír de una forma que le recordó a Gabrielle de manera
espeluznante que eran exactamente iguales, que el rostro de Esperanza era
verdaderamente un espejo del suyo.
—¿Tú crees que me podrías haber salvado? ¿Como salvaste a Xena, la
Destructora de Naciones? ¿Crees que podrías haberme apartado de la oscuridad
para que entrara en la luz? ¿En el camino del bien?

Gabrielle tragó, con la garganta seca de pena.

—Sí —contestó con un hilito de voz.

Esperanza alzó la mano y acarició la mejilla de Gabrielle, notando la


humedad que dejaba atrás un reguero de lágrimas al caer, y sus ojos se
suavizaron.

—Podríamos haber vivido felices para siempre, ¿no es así? ¿Una familia
feliz, viajando de acá para allá, de un lado a otro, luchando virtuosamente por el
bien supremo?

Gabrielle cerró los ojos y se permitió imaginárselo. Se le inundó la mente


de imágenes del bebé precioso que sostenía en brazos. Su niña preciosa. Soñó
que estaba sentada en un tronco haciéndole carantoñas a Esperanza mientras las
manitas se agitaban felices e inocentes y unos ojos la miraban a su vez llenos de
adoración. Gabrielle sonrió, captando una presencia que se acercaba. Xena llegó
hasta ellas y se sentó a horcajadas en el tronco, detrás de ellas. La guerrera las
estrechó a las dos en sus largos y fuertes brazos y le dio un tierno beso en la
mejilla.

—Sí —contestó de nuevo suavemente, y el sueño le resultaba tan real que


sentía el calor del los labios de Xena como si aún siguieran allí.

—Tú, yo —arrulló Esperanza, sin dejar de acariciarle la mejilla a


Gabrielle—, ...¿y Xena?

—Sí.

La delicada caricia se detuvo y su ausencia se hizo notar de inmediato.


Gabrielle abrió los ojos y vio a Esperanza, que la miraba iracunda.

—¡Pero qué sarta de gilipolleces! —Esperanza se apartó de Gabrielle,


riendo—. ¡Estás chiflada! Ese cóctel que te he inyectado en el brazo puede que
no te haya matado, pero es evidente que te ha dañado el cerebro. —Se cruzó de
brazos y enarcó una ceja—. ¿De verdad crees que Xena lo habría permitido?

—Yo... yo... —Gabrielle tragó saliva y su sueño se desvaneció—. Yo


podría haberla convencido.

—¿Convencido? ¿Convencido de qué? ¿De que sólo era un bebé? ¿De que
merecía una oportunidad? ¿De que tu amor podría salvarme?

Gabrielle apartó la mirada y sus ojos se posaron en el suelo.

—Sí.

—Qué estúpida inocente. —Esperanza se dio la vuelta y se alejó,


abrazándose a sí misma.

Gabrielle levantó la cabeza y observó a su hija. Esperanza le había dado la


espalda y ocultaba la cara.

—Tú te preguntas lo mismo —dijo Gabrielle sin aliento, cayendo en la


cuenta de que había dado con una verdad—. Todo este odio que llevas dentro, tu
ansia de poder. Este elaborado plan para traer a Dahak al mundo. —Gabrielle
sacudió la cabeza y continuó—. Todo ello ha sido para vengarte de nosotras, para
vengarte de nosotras por no quererte. No, tú no odias a Xena. Y no me odias a
mí. Nos quieres a las dos. Y lo único que deseas de nosotras es que te queramos
también. —Se echó hacia delante luchando con sus grilletes. Si pudiera haberlo
hecho, habría tocado las mejillas de Esperanza—. Todavía hay esperanza para ti.

—No, te equivocas. No hay esperanza para mí y nunca la hubo. Xena


tenía razón —gruñó Esperanza, dándose la vuelta. A través de la oscuridad,
Gabrielle vio un destello de luz que recorría el afilado borde de un cuchillo muy
largo—. Odio a esa zorra. Y te odio a ti también.

Sin poder hacer nada, Gabrielle se quedó mirando cuando Esperanza se


abalanzó sobre ella, aferrando el cuchillo con los nudillos blancos, dispuesta a
clavárselo.
Peter entró tropezando por la puerta del sótano, con los pulmones en
llamas por el esfuerzo de correr. La carrera desde el coche para cruzar la puerta
de la mansión y avanzar por los largos e interminables pasillos que parecían
durar una vida lo había dejado frenético y sin aliento.

Se detuvo en lo alto de las escaleras y agarró mejor la pesada pistola que


llevaba en la mano.

—Por favor —susurró, rezando a la estatua de pelo dorado y sonrisa


etérea—, quienquiera que seas, por favor. Déjame llegar a tiempo para ayudarla.

Respirando hondo, besó la pistola para desearse suerte y luego bajó la


larga y estrecha escalera medio corriendo, medio tropezando hasta adentrarse en
la ominosa negrura del sótano frío y oscuro.

Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la falta de luz. Lo que vio


casi le paró el corazón. El destello de una hoja y Peter supo que la madre de
Gabrielle estaba a punto de acuchillar a su propia hija en el pecho.

—¡NO! —gritó y levantó la pistola.

Esperanza se detuvo a mitad del ataque y se quedó contemplando el origen


del grito.

Peter apuntó contra ella, cerró los ojos y apretó el gatillo.

El cañón de la pistola soltó un destello en la oscuridad y Peter salió


despedido hacia atrás por la fuerza del disparo. Un eco ensordecedor reverberó
por las paredes y llenó el sótano de un estampido que taladraba los oídos.

Pero la bala falló el blanco por completo.

En cambio, se estampó en la pared de cemento justo encima del grillete


que sujetaba la muñeca izquierda de Gabrielle. Con una salpicadura de polvo, el
tornillo se partió y Gabrielle no perdió el tiempo en soltarse el brazo del todo de
un tirón.
Antes de que Esperanza se diera cuenta de lo que había pasado, Gabrielle
le tenía aferrada la muñeca y forcejeaba para hacerse con el control del mortífero
cuchillo. Esperanza sonrió malévolamente y agarró a Gabrielle por la garganta
con la otra mano. Apretó con todas sus fuerzas y se echó a reír cuando a
Gabrielle se le empezó a poner la cara roja.

Peter intentó levantarse para ayudar, pero resbaló de nuevo y cayó


rodando por las escaleras de madera hasta el duro suelo del sótano.

Gabrielle luchaba por tomar aire y empezó a perder las fuerzas. Poco a
poco, el cuchillo fue bajando hacia su pecho. Con los ojos desorbitados,
Gabrielle trataba con todas sus fuerzas de echar el cuchillo hacia atrás, pero sólo
veía cómo la afilada punta se iba acercando peligrosamente, directa a su corazón.
Tosió atragantándose, desesperada por respirar.

Gabrielle y Esperanza se miraron a los ojos. Los de Gabrielle suplicaban a


su hija que parara y le pedían perdón. Los de Esperanza eran un cruel espejo de
sus propios ojos verdes.

Al notar que le fallaban sus últimas fuerzas, Gabrielle supo que estaba a
punto de perder la batalla definitivamente.

—Te quiero, Esperanza —logró decir roncamente con sus últimos


vestigios de aliento—. Siempre te querré.

La confesión ahogada pilló por sorpresa a Esperanza y su expresión


malévola desapareció. Un segundo después, el cuchillo bajó de golpe.

Peter se levantó a toda prisa del suelo a tiempo de ver cómo la hoja se
hundía entre Gabrielle y su madre y desaparecía entre los dos cuerpos en lucha.

—¡NO! —gritó consternado y corrió hasta su amiga, deteniéndose


horrorizado junto a ellas. La sangre, espesa y negra en la oscuridad, formaba un
charco a sus pies.

Sus ojos se clavaron en los de Gabrielle y ésta le sonrió con tristeza.


Juntos vieron cómo el malévolo brillo verde de los ojos de Esperanza se iba
apagando a medida que caía al suelo resbalando por el cuerpo de Gabrielle. El
cuchillo hundido hasta la empuñadura en el pecho de Esperanza era claramente
visible, incluso en las sombras oscuras del sótano.

Con la garganta por fin libre, Gabrielle tosió, aspirando aire. El ruido hizo
que Peter dejara de mirar horrorizado el cuerpo que yacía en el suelo, los ojos
muertos que lo miraban a su vez, tan parecidos a los de su amiga y, sin embargo,
tan distintos de una forma esencial.

—Gabrielle, ¿estás bien? —preguntó preocupado, hurgando en el cierre


del grillete hasta que la otra muñeca de Gabrielle quedó libre.

—Estoy bien —replicó Gabrielle cuando se le pasaron las toses.

Peter le rodeó la cintura con el brazo, la ayudó a apartarse de la pared y la


sostuvo mientras pasaba con cuidado por encima del cadáver.

—Has matado a tu madre, Gabrielle.

Gabrielle miró el cuerpo de Esperanza con una curiosa falta de emoción.

—Ésa no era mi madre.

—¿Eh?

A sus pies, la oscuridad se estremeció y dio la impresión de que el cuerpo


de Esperanza se derretía hasta convertirse en un charco de fango negro. El fango
borboteó y se agitó unos segundos y por fin desapareció del todo, evaporándose
con una neblina gris oscura que subió flotando por la chimenea del antiguo hogar
del sótano hasta desvanecerse.

—¡Pero qué asco! —exclamó Peter, recalcando el disgusto al agitar una


mano delante de la nariz—. ¿Dónde ha ido?

—¿Quién sabe? ¿Quién sabe dónde van las almas oscuras? Lo único que
sé es que, por muchas veces que derrotemos al mal, seguirá volviendo a nosotros.
Podrá ser con una cara distinta, en un lugar y en un tiempo distintos, pero es la
misma puñeta. Una y otra vez y otra vez.
—Pues entonces está bien —comentó Peter.

Gabrielle se quedó mirando a su amigo, desconcertada.

—¿Cómo que está bien?

Al ver la cara de incomprensión de Gabrielle, Peter le pasó el brazo por


los hombros para sostenerla mejor.

—Que está bien que yo esté aquí, porque al parecer, mi alma ya se ha


enfrentado un montón a esta clase de cosas.

Gabrielle lo miró con cariño.

—Vale, Peter. Lo que tú digas. Vamos... vamos a salir de aquí, ¿vale?

—Sí, claro, Gabby. Lo que tú quieras.

Ayudando a su amiga a andar, Peter subió por las escaleras, dejando atrás
la oscuridad del sótano y los últimos días. Rodeándose el uno al otro con el
brazo, recorrieron despacio los largos y solitarios pasillos de la infancia de
Gabrielle y salieron de la mansión a la luz del día que iba terminando.

Se detuvieron nada más salir de la casa de Gabrielle, de la inmensa y


despiadada mansión que había mantenido presa a su alma durante todos estos
años, en un lugar que nunca le había correspondido.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Peter mientras se sostenían el uno al


otro y contemplaban la puesta del sol.

Gabrielle se soltó de los brazos de su amigo.

—Soy libre.

—¿Qué?

—Soy libre, Peter. Mi alma es libre. —Miró las nubes con melancolía—.
Mi alma estaba atrapada aquí, por ella... por mi madre... o sea, mi hija,
Esperanza.
—Espera un momento. —Peter se volvió con su típica cara de
confusión—. Tu madre era tu hija. No. Tu hija era tu madre. ¿No?

Gabrielle meneó la cabeza, riendo.

—Déjalo, Peter. Da igual, ahora mi alma es libre.

—Bueno, y si es libre, ¿dónde va a ir?

—No lo sé.

—¿De vuelta con Xena?

La sonrisa de Gabrielle le arrugó el caballete de la nariz.

Peter resopló, un poco decepcionado.

—Así que es eso. ¿Vas a volver con Xena así sin más?

De repente, Gabrielle abrazó a Peter, estrechándolo con cariño.

—Gracias, Joxer. Gracias por haber estado siempre dispuesto a ayudarnos


—le susurró al oído y luego le dio un beso en la mejilla.

Peter se apartó de los brazos de Gabrielle y se dio la vuelta,


repentinamente tímido. Se frotó la mejilla donde acababa de recibir un beso y se
le puso la cara coloradísima.

—Aaahh, Gabrielle, ¿por qué vas y haces eso?

Pero cuando se volvió de nuevo hacia su amiga, ésta ya no estaba. El


único vestigio de que Gabrielle hubiera estado alguna vez allí era una suave brisa
que le acarició la mejilla y el último rayo mortecino del sol poniente.

—Adiós, Gabrielle —susurró Peter al viento—. Nos vemos en la próxima


vida.

Sin dejar de frotarse la mejilla, Peter se alejó de la mansión hacia el coche


de Evelyn. Abrió la puerta y se metió en el asiento del conductor.
—¿Cuándo le saldrán bien las cosas a mi alma? —murmuró al tiempo que
giraba la llave en el contacto, y luego aceleró el motor y se marchó.

Xena escribió las últimas palabras, rascando con cuidado el fino


pergamino del rollo con la punta de una pluma. Se detuvo y se dio unos
golpecitos con las plumas en el labio mientras decidía si debía o no firmar el
documento.

Leyó la última frase, las palabras de despedida del último de los


numerosos pergaminos que revelaban sus pensamientos más íntimos sobre el
camino del guerrero, la forma de hacer la guerra.

Sólo los muertos, había escrito su mano con caracteres fuertes y osados, la
misma letra que había escrito incontables misivas y ultimátums que habían tenido
como resultado la destrucción de naciones enteras: sólo los muertos verán el fin
de la guerra.

Pasó las páginas, contemplando sus notas a la suave luz danzarina de la


vela, y resopló.

¿Ves lo que pasa cuando una se aburre? Echó a un lado las páginas,
rechazando la idea de estampar su firma.

Un dinar por tus pensamientos, Xena. Y eso era lo que valían estos
manuscritos.

En ese momento, el faldón de la tienda se abrió, dejando pasar la cruda luz


del sol de mediodía.

—¿Cómo te encuentras? —saludó a Xena la suave voz de Alejandro.

—Entra —ordenó Xena, protegiéndose los ojos de la brillante luz—.


Cierra el faldón, idiota.

Alejandro hizo lo que le decía, entró en la tienda y cerró la puerta de lona.


—Un poco de aire fresco te sentaría bien, sabes —le aconsejó al llegar a
su lado. Miró a Xena y la pila de pergaminos que tenía en el regazo—. ¿Qué es
eso?

—Instrucciones.

—¿Instrucciones para qué?

—Instrucciones para ti. Siéntate. —Xena se movió para hacer sitio en el


camastro y le hizo una gesto a Alejandro para que se sentara.

El joven general así lo hizo, colocándose a un lado la espada que llevaba a


la cadera.

—¿De qué hablas, Xena? ¿Instrucciones para qué?

—Me encuentro mucho mejor, Alejandro. De hecho —Xena se movió en


la cama, apoyando el cuerpo en la almohada para poder estar sentada y hablar
mejor—, estoy como nueva.

—No es eso lo que ha dicho el sanador —dijo Alejandro, mirando con


intención las manos de su comandante y las cicatrices de las heridas de clavos
que seguían bien visibles—. Seguro que apenas puedes sujetar una espada y
todavía cojeas.

Xena enarcó una ceja con impaciencia.

—Me marcho, Alejandro —soltó.

—Xena, no nos marchamos hasta que el sanador diga que podemos.

—No he dicho que nos marchamos.

Ahora le tocó a Alejandro enarcar una ceja.

—Este ejército no va a dar un paso más hacia Persia sin ti.

—Si esperáis mucho más, os quedaréis atrapados aquí todo el invierno. Tú


sabes que el éxito de vuestro ataque depende sobre todo de la sorpresa. Darío se
espera que os comportéis como buenos soldados griegos y esperéis hasta la
primavera. Si seguís el plan y cruzáis por Sesto ahora, tendréis vientos fuertes y
prácticamente ninguna oposición persa.

—Una semana o dos más no nos van a hacer daño. Además, ¿por qué
hablas todo el rato de "vosotros"? Éste es tu ejército. ¿Cómo puede marchar el
ejército cuando su comandante suprema tiene las piernas rotas?

—Porque tú eres el comandante supremo y no tienes las piernas rotas.

La afirmación de Xena sumió al joven general en un silencio absoluto.

—Tú eres el comandante supremo, Alejandro. Te nombro yo.

—Xena...

—Te lo he dicho... me marcho.

Xena cogió los pergaminos que tenía en el regazo y los juntó en una pila
ordenada. Se los ofreció a Alejandro y, con una leve sonrisa, lo instó a que los
cogiera.

—Es mortal entrar en una guerra sin voluntad para ganar. Alejandro, estoy
harta de esto... ya no puedo hacerlo.

—Xena...

—No discutas conmigo, Alejandro. ¡Coge los pergaminos! —Ahora los


empujó contra él, obligando a Alejandro a coger la pila de pergaminos para que
no cayeran al suelo. Alejandro los cogió en el aire y a punto estuvo de que dejar
caer unos cuantos.

—¿Qué son?

—Unos pocos consejos.

Alejandro contempló la pila de papiros que tenía en las manos, cada uno
de los cuales estaba escrito de principio a fin.
—¿Unos pocos?

—Consejos —explicó Xena—, sobre la campaña, la ruta para la marcha,


la manera de alimentar a las tropas, de mantener los suministros, armas,
espionaje, estrategias para distintos tipos de terreno, algunas reflexiones y
detallitos sobre...

—¿Detallitos? —Alejandro leyó una de las páginas y sus cejas oscuras se


alzaron por su frente al pasar los dedos por una ilustración de una máquina de
guerra, artillería pesada de un tipo que Alejandro no había visto nunca—. ¡Xena,
esto es un manual sobre cómo hacer la guerra! —Levantó los ojos y se quedó
mirando a Xena asombrado—. ¿Esto lo has escrito tú?

—Lo he garabateado mientras estaba aquí tumbada muerta de


aburrimiento. —Xena agitó una mano restando importancia al manuscrito—. No
tenía nada mejor que hacer.

—No tenías nada mejor que hacer —repitió Alejandro maravillado


mientras hojeaba algunas páginas más. El documento era ni más ni menos que
una obra de arte—. ¿Cuándo tenías planeado marcharte?

—Por la mañana.

—¡Por la mañana! ¡Xena, casi no puedes andar!

—No tenía pensado andar. Me voy a llevar mi caballo, sabes.

—Xena, no puedes irte.

—Sí que puedo, Alejandro. Puedo y lo voy a hacer.

—Yo no puedo ocupar tu puesto. ¡Tú eres la guerrera más poderosa de


Grecia!

—Es la habilidad y no la fuerza lo que hace que un líder sea el mejor.

—¿Cómo puedes esperar que yo te sustituya? Todavía me falta mucho que


aprender. Xena, tú tienes un don para esto que yo no tengo.
—Los dioses no nos conceden todos nuestros dones de una sola vez,
Alejandro. Además, la mayor parte del tiempo, no es un don en absoluto: es una
combinación de experiencia y habilidad. La habilidad es algo que obtenemos
mediante el trabajo duro y la determinación. ¿Y la experiencia? Bueno, tú sabes
todo lo que necesitas saber. Y lo que no sepas, lo tienes ahí. —Xena indicó los
pergaminos con la mano—. Hasta un tonto aprende algo cuando le cae encima de
la cabeza. Tú también aprenderás.

—Gracias... creo —Alejandro sonrió a Xena de mala gana. Llevaba años


esperando este momento, soñando con él: el día en que obtendría el título de
comandante supremo. Imaginaba muchas escenas, la mayoría relacionadas con la
muerte gloriosa de Xena en combate. En ninguno de sus sueños más
calenturientos se había planteado jamás la idea de que un día ella se lo fuera a
entregar en bandeja de plata—. No te comprendo, Xena. ¿Por qué te marchas?
¿Por qué te marchas ahora, cuando estás a punto de ganar la mayor guerra
conocida jamás por Grecia? ¡Ahora es el momento de los soldados y los
generales! ¡Nunca volverá a haber otra guerra como ésta!

—Mientras haya hombres, habrá guerra, Alejandro. Yo nunca tenía que


haber seguido este camino. Ahora lo sé. Éste es tu momento. Aprovéchalo.
Aprovéchalo y lánzate. Eres el hombre adecuado para el trabajo, de eso estoy
segura. Hasta ahora nunca has dudado de mí, ¿verdad?

Alejandro la miró de hito en hito con desconfianza.

—Esa pregunta es de doble filo. Eres como un zorro astuto, Xena. —Miró
los pergaminos que tenía en la mano y suspiró—. ¿Tú qué vas a hacer? ¿Dónde
vas a ir?

—La verdad es que no lo sé. —Xena se encogió de hombros y se recostó


en la almohada, cruzándose de brazos—. A casa tal vez.

—¿A casa? ¿Te refieres a Anfípolis?

Xena asintió, y Alejandro se echó a reír a carcajadas.


—Te debes de haber golpeado en la cabeza más fuerte de lo que creía el
sanador.

Cuando Xena no reaccionó, la miró con más atención.

—Esto es por ella, ¿verdad? Esa mujer. La rubia. La que estuvo en la


fiesta.

Xena no contestó inmediatamente, sino que jugueteó un poco con la lana


de la manta antes de levantar la mirada.

Alejandro se la quedó mirando sin dar crédito, pero los claros ojos azules
que lo miraban a su vez le dijeron todo lo que necesitaba saber.

—Estás enamorada.

De repente, el peso de los pergaminos que tenía en las manos le resultó


excesivo.

—Xena —dijo, meneando la cabeza—. Xena, ¿me estás diciendo que te


marchas... que renuncias a todo, a todo esto, al poder, la gloria, la victoria... a
todo ello... por una mujer?

Los labios de Xena esbozaron una levísima sonrisa melancólica.

—¿Qué mejor razón? ¿Qué mejor razón que el amor?

Se marchó antes del amanecer, saliendo del campamento en los momentos


de quietud antes de que la oscuridad de la noche se viera rota por el beso de la luz
del día. Nadie la vio partir, salvo Alejandro, que se quedó observando desde las
sombras sin decir nada cuando ella salió cojeando de la tienda. Los agujeros que
tenía en las manos le dolían espantosamente por el frío y por agarrarse al arzón
de la silla para montar, pero Xena se mantuvo estoica. Se acomodó en la silla, se
detuvo un momento para saludar a Alejandro con la cabeza y luego tiró de las
riendas.
—¡No será suficiente! —exclamó Alejandro—. ¡Para las personas como
nosotros, para una mujer como tú, Xena, el amor no es suficiente!

—Cuando cruces los Dardanelos y llegues a Rhoeteum —contestó Xena


sin mirar atrás—, clava una lanza en suelo persa por mí. —Alzó la mano para
despedirse y luego se alejó.

Los cascos de Argo resonaban suavemente por las paredes del cañón
mientras bajaba despacio por la montaña y se alejaba del paso de Shiptka,
apartándose de un destino que nunca fue el suyo y dejando la historia en las
capaces manos de Alejandro.

Además, todo lo que sabía, lo había aprendido de la Princesa Guerrera. No


podía perder.

Al menos, no en la guerra. Xena sonrió mientras se mecía suavemente


hacia delante y hacia atrás, relajándose en la silla para imitar el paso tranquilo de
su caballo. El sol ya se había alzado por encima de las montañas y el frío del aire
otoñal se había templado lo suficiente para calmar el dolor sordo de sus heridas,
que aún no se habían curado.

No había cadáveres en los árboles, sólo pájaros. Su canto le recordó a


Hefestión, el joven bardo que era el acompañante constante de Alejandro. No
cabía duda de que Alejandro todavía tenía mucho que aprender, sobre todo en el
tema del amor, y eso era algo que Xena no había tratado en sus pergaminos.

11

Sólo los muertos verán el fin de la guerra. Esas palabras estaban escritas
de su puño y letra. Pero, ¿se las creía?

Xena reflexionaba sobre lo que había escrito mientras contemplaba las


chispas que prendían en la madera seca y se convertían en llamas. Si se las creía,
¿qué le hacía pensar que podía dar la espalda a todo y marcharse sin más?
Llevaba toda su vida en guerra, no concebía una vida sin ella. Desde el momento
en que tuvo fuerza suficiente para levantar un palo en la mano, lo había blandido
como arma. Había nacido para la guerra, tocada de algún modo por Ares al nacer
y llevada de su mano durante toda su vida.

Qué curioso, lo lejano que parecía todo eso ahora, como si le hubiera
ocurrido a otra persona, a una Xena totalmente distinta. Se miró las manos,
contemplando la suciedad y el hollín que le cubrían las palmas tras haber
encendido el fuego.

Se limpió las manos en el cuero de su falda, cogió una rama y la sopesó en


la palma.

La idea de no volver a sujetar una espada nunca más le era tan ajena
como...

Le era tan ajena como...

Como el amor, terminó, sonriendo burlona, y echó la leña al fuego, para


alimentar las llamas. Sin embargo, se había marchado, había dado la espalda a la
guerra y a su dios, a sus generales, al ejército, a todo lo que conocía desde
siempre... todo por amor.

Por los dioses, qué idiotez, ahora que se paraba a pensarlo. Tampoco era
que estuviera huyendo para vivir feliz para siempre. Gabrielle era, a todos los
efectos, un sueño al fin y al cabo, ¿no? Igual que un deseo susurrado a la luna.

Xena elevó la vista a través del oscuro dosel de hojas que se agitaban en lo
alto, deseando con todas sus fuerzas que Gabrielle estuviera a su lado. La luna
era una hoz brillante y enigmática que atravesaba un paisaje negro, y se tragó su
deseo sin decir nada.

Gabrielle sólo era un sueño. Un sueño muy agradable, sin duda, pero sólo
un sueño. Se les había concedido contemplar brevemente el amor que deberían
haber tenido, pero que nunca tendrían. Xena estaba convencida de que su ángel
de la guarda había desaparecido de su vida, ahora ya para siempre. La misión de
esa mujer preciosa estaba cumplida. Esperanza había sido destruida y se había
evitado que Dahak entrara en el mundo. Pero, que los dioses se apiadaran de ella,
cuando Gabrielle desapareció, la mujer se llevó el corazón de Xena consigo y,
con él, toda su ansia de sangre y conquista.

Ahora, lo único que le quedaba era una dolorosa necesidad de algo: algo
que debería haber tenido, pero que parecía que nunca iba a tener, al menos en
esta vida.

El problema era que Xena no tenía ni idea de qué podía ocupar el lugar de
Gabrielle.

Xena contempló de nuevo la luna errante y se arriesgó a pedir otro deseo:


el único deseo que podía pedir una guerrera que estaba harta de la guerra.

Si no puedo tener amor, déjame al menos conocer la paz.

Casi oía a Ares riéndose ahora de ella.

Sólo los muertos verán el fin de la guerra.

Pues que así fuera. Que la muerte viniera a buscarla, si se atrevía. Si


moría, tal vez su alma tendría la posibilidad de encontrar de nuevo a Gabrielle. Y
vaya si la encontraría, como fuera.

Hasta entonces, se iba a casa.

Xena atizó el fuego y contempló las llamas que le hacían cosquillas en la


piel helada con su calor. La estación se había volcado definitivamente hacia el
invierno. Se percibía el frío olor de la nieve en el aire y Xena se alegraba de estar
a tan sólo un día de distancia de Anfípolis y la promesa de una chimenea caliente
en la posada de su madre.

Se había parado a hacer noche al sur de una pequeña aldea agrícola cuyo
nombre no recordaba en este momento. El denso follaje que rodeaba el claro que
había elegido para acampar ayudaba a contener el calor del fuego, pero así y
todo, hacía mucho frío.

Demasiado frío para enterrar la espada y el cuero y corretear por ahí en


puñetera camisa, Xena, pensó y se regañó rápidamente a sí misma por
planteárselo siquiera. Además, ya había intentado hacerlo en otra ocasión y no le
había servido de mucho.

Miró sus armas, la espada y el chakram, apoyados en un árbol fuera de su


alcance. La luz de la hoguera bailaba por su superficie pulimentada, destacando
la fina artesanía de bronce y hierro. Eran unas bellas armas, reconoció Xena, y
jamás se apartarían de su lado, por nada ni por nadie, ni siquiera por amor.

Enarcó una ceja sardónica. Tal vez tenía que replantearse todo este
concepto de la paz.

—No hay nada malo en luchar, siempre y cuando luche por el bien
supremo, ¿verdad, Gabrielle? —preguntó Xena en voz alta, sonriendo a la luna.
La media luna le sonrió a su vez y Xena se sintió como si Gabrielle estuviera
mirándola, asintiendo con esa sonrisa adorable que tenía. Era cierto, ya había
jurado defender "el bien supremo" en otra ocasión y fracasó, pero ahora, por
primera vez, sentía que tal vez podría seguir ese camino de verdad, si así lo
decidía.

Ahora, si Gabrielle pudiera estar con ella, a lo mejor conseguiría


realmente hacer algún bien el mundo.

Un búho ululó. La madera crujió y el fuego crepitó. El chasquido lanzó


una cascada de chispas que sobresaltó a Xena. Al mismo tiempo, el oído de Xena
captó un roce entre las hojas y al instante las dos bellas armas ocuparon su lugar
en sus hábiles y fuertes manos. La guerrera se levantó muy atenta, apuntando con
la espada hacia el origen del ruido, con el chakram preparado para lanzarlo.

Las ramas de un arbusto se separaron y una visita muy inesperada salió


tropezando de la oscuridad a la luz de la hoguera.

Xena tuvo que controlar sus reflejos para evitar ensartar a la intrusa en el
sitio.

—¿Gabrielle?
Ahí estaba, medio oculta en las sombras, vestida con el mismo atuendo
extraño de su vida dislocada. Xena parpadeó, convencida de que la luz vacilante
del fuego jugaba con sus ojos.

—¡Hace un frío horroroso! —exclamó Gabrielle, abrazándose a sí misma


muy temblorosa—. Y luego va ese búho y ulula y casi me mata del susto. Me iba
a quedar escondida en los arbustos, a esperar a que te quedaras dormida, y luego
te iba a dar una sorpresa metiéndome en tu cama... o algo así. —Bajó la mirada,
con un atractivo rubor en las mejillas, a pesar del frío—. Pero es que no he
podido seguir esperando.

Xena sonrió, desconcertada, y bajó la espada y el chakram.

—Menos mal que no lo has hecho. Podría haberte matado.

—Sí, eso además.

Gabrielle sonrió y ni la luna ni el sol se podían comparar, pensó Xena.

Dejó sus armas apoyadas de nuevo en el árbol y se sentó en el tronco.

—Ven —dijo, dando una palmadita sobre el tronco caído—. Siéntate junto
al fuego, no te vayas a morir de frío.

—Gracias —contestó Gabrielle y pasó por encima del tronco, acercándose


a las llamas—. ¿Te sorprende verme? —Se sentó en el tronco y se inclinó hacia
el fuego.

—Pues más bien. ¿Qué haces aquí?

—Pensaba que te alegrarías de verme —comentó Gabrielle, con aire


ofendido, alargando las manos hacia las llamas para absorber su calor.

Xena se mordió el labio para no sonreír.

—Y me alegro de verte. Es que me pregunto si estás de verdad aquí o si se


me ha ido la cabeza del todo.
—No sé. ¿Tú qué crees? —Seguía contemplando el fuego, agradecida por
el calor, y se secó la nariz acuosa con el dorso de la mano.

La guerrera se echó hacia delante y cogió esa mano. Estaba fría y caliente
al mismo tiempo, pero era suave y real, y estaba maravillosamente mojada. Xena
se puso a jugar con los delicados dedos sin poder creérselo, estudiándolos y
contemplando la palma de la mano de Gabrielle como si nunca en su vida hubiera
visto nada tan perfecto.

Gabrielle la miró risueña.

—Bueno, ¿estoy viva?

Xena tiró de la mano hacia y arrastró a Gabrielle para que se sentara más
cerca. Depositó un suave beso en los fríos nudillos y envolvió la mano fría entre
las suyas, pegándoselas al corazón.

—Qué caliente estás —comentó Gabrielle, notando por primera vez la piel
situada justo encima de la túnica de cuero—. ¿Cómo puedes estar tan caliente
con el frío que hace?

—Tengo la sangre caliente, supongo. —Xena se encogió de hombros,


sonriendo. Poco a poco, la sonrisa se desvaneció y Xena dejó a un lado todo
intento de humor—. Gabrielle, ¿qué ha pasado? ¿Qué has hecho?

—¿Cómo que qué he hecho?

—Creía que se había acabado. Creía que te habías ido. Si has hecho una
estupidez, como tomar una sobredosis de opio para poder estar conmigo...

—He matado a mi madre.

Xena estuvo a punto de romperle los dedos a Gabrielle al apretarlos.

—¡Oye! ¡Cuidado! —Se soltó la mano y la sacudió—. Dioses, pero qué


fuerza tienes.
—Lo siento —farfulló Xena—. No cambies de tema. ¿Cómo que has
matado a tu madre?

Gabrielle dirigió una mirada triste a Xena y dobló los dedos.

—Esperanza... mi madre... eran la misma persona. Estaba usando sus


conocimientos de magia negra y el poder de Dahak para materializar una versión
de sí misma aquí en el pasado. Igual que yo aparecía aquí, pero sin estar aquí en
realidad, sólo que ella sí que estaba aquí porque su poder era más fuerte, pero en
realidad no estaba aquí porque estaba allí...

Xena alzó una mano.

—Basta. Lo entiendo.

—Pues me alegro de que alguien lo entienda —rezongó Gabrielle—.


Cuando destruimos a Esperanza y Dahak aquí, mi madre se quedó aislada y sin
poder allí. —Señaló con el pulgar por encima del hombro, como si el futuro
estuviera detrás de ella—. Y deja que te diga que no estaba muy contenta.

—Me imagino. —Xena estrechó los ojos—. ¿Intentó hacerte daño?

Gabrielle resopló.

—Más bien, tipo te voy a clavar un cuchillo afilado en el corazón.

—Sigue.

—Forcejeamos. Mi amigo Peter llegó y trató de ayudarme, pero acabó


disparando al grillete, que se rompió y me pude soltar la muñeca...

—¿Grillete? —Xena enarcó una ceja.

—Estaba encadenada a la pared.

Xena abrió la boca para decir algo.


—Deja de interrumpir. —Gabrielle esperó a que la guerrera cerrara la
boca y continuó—. Como decía, Peter disparó al grillete y me solté la muñeca.
Agarré el cuchillo, deteniéndolo a escasos centímetros de mi pecho.

Gabrielle estaba ya totalmente metida en la historia y se levantó y se puso


a representar la lucha como si su madre estuviera justo ahí delante blandiendo el
cuchillo en alto. Forcejeó con la adversaria imaginaria, luchando por mantener a
raya una muñeca invisible con una mano, al tiempo que mantenía la otra a la
espalda.

Xena la miraba con los ojos chispeantes de risa. Se mordió los labios,
esforzándose por reprimir una carcajada.

—No sé dónde estaba Peter, creo que se cayó por las escaleras. El caso es
que estábamos enzarzadas en un duro combate. Empleé todas mis fuerzas para
impedir que mi madre me atravesara el pecho con el cuchillo, pero estaba muy
débil y sabía que no era posible... no era posible. Miré a mi madre a los ojos, que
relucían con esa especie de fuego extraño y malévolo tipo ya te tengo.

—¡La muy zorra! —exclamó Xena, azuzando a Gabrielle.

—Sí, era una zorra. —Gabrielle miró a Xena, asintiendo, y luego volvió a
la historia—. Entonces, de repente, la miré profundamente a los ojos y ella me
miró a mí. Por un segundo, sólo un segundo... lo vi —Hizo una pausa cargada de
dramatismo, paralizada en plena lucha.

Xena bufó exasperada.

—¿El qué? ¿Qué viste?

—Pena.

La cara de Xena se llenó de confusión.

—¿Qué?

Gabrielle dejó caer las manos con fastidio.


—Pena —repitió.

Xena se acarició la mejilla por dentro con la lengua mientras se lo


pensaba.

—No lo entiendo.

Gabrielle suspiró y se sentó de nuevo en el tronco.

—¿Por qué crees que hizo lo que hizo, Xena? ¿Robar mi alma? ¿Cambiar
nuestro destino?

—¿Venganza? ¿Poder?

—Muy propio de ti pensar eso.

Xena se encogió de hombros.

—¿Y por qué si no? Vamos, Gabrielle. Tú viste las visiones. La


destruimos. Cambió nuestro destino para poder vengarse de nosotras y tener otra
oportunidad de dominar el mundo.

—El mundo se domina dejando que las cosas sigan su curso, Xena. No se
puede dominar interfiriendo. Además, no se trataba de dominar el mundo, nunca
se trató de eso.

—¿Entonces de qué se trataba?

Gabrielle cogió la mano de Xena. Rodeó los largos dedos de la guerrera


con los suyos y sonrió.

—Se trataba de amor.

—Mierda —soltó Xena, sintiendo de repente una timidez muy poco


propia de ella por el contacto—. ¿Por qué últimamente todo gira en torno al
amor? ¿Estás diciendo que esa arpía en realidad te quería?

—Pues claro. Yo era su madre y la traicioné. Nunca le interesó dominar el


mundo.
—¿No? Pues nadie lo habría dicho.

—No, no le interesaba. En realidad no. Lo que de verdad deseaba era que


yo la quisiera. El amor de su madre. Eso es lo que deseaba. Y el tuyo también.

—¿El mío? —Sorprendida, Xena se señaló a sí misma con un largo dedo.

—Esperanza nos ocurrió a las dos, Xena. Tú eras madre de Esperanza del
mismo modo que yo lo era de Eva. —Gabrielle estrechó la mano de Xena—.
Amor incondicional. Da igual quiénes seamos, todos deseamos que alguien nos
quiera, desinteresada e incondicionalmente, seamos buenos o malos. Tú quieres a
tu madre, ¿verdad, Xena? ¿Acaso no deseas que tu madre te quiera?

Xena se puso rígida, mirando fijamente a Gabrielle. Al cabo de un


momento, aflojó la mano con que apretaba la de Gabrielle.

—Pena —dijo Xena, mirando al suelo—. Ya lo entiendo.

—Miré a Esperanza a los ojos y en lugar de odio, rabia, maldad... vi pena.


De repente, todo mi esfuerzo por resistir se desvaneció y el cuchillo se hundió,
pero no en mí... en ella. —Gabrielle continuó en un susurro—: Maté a mi
madre... a mi hija... otra vez. Y cuando Esperanza murió, el control que tenía
sobre mi alma murió con ella.

—¿Entonces estás diciendo que ahora tú también estás muerta? ¿Que estás
aquí, pero sigues siendo sólo un fantasma?

Gabrielle se encogió de hombros.

—No lo sé. Tal vez. Me obligó a tomar una horrible poción chamánica.
Era lo mismo que había estado usando ella para hacerse real aquí. A mí me afectó
de la misma manera, sólo que con la cantidad que me dio habría podido matar a
un elefante. A lo mejor sí que he sufrido una sobredosis y simplemente me he
muerto. No lo sé. Lo único que sé es que en cuanto Esperanza murió, tanto aquí
como en el futuro, mi alma quedó libre.

—¿Y tu alma ha regresado aquí? ¿Por qué?


—Porque —Gabrielle sonrió y sus dulces ojos verdes soltaron destellos a
la luz del fuego—, porque mi sitio está contigo.

Xena frunció el ceño y bajó la mirada, jugando con sus manos. No estaba
convencida de que esto no fuera más que un sueño.

—Podría abrir los ojos mañana y descubrir que has desaparecido.

—No lo sé. No estoy segura. Por otro lado, en cierto modo, eso también se
te puede aplicar a ti. ¿Quién sabe cuánto tiempo tenemos? ¿Quién sabe cuánto
tiempo le queda a nadie? Pero una cosa que sí sé con seguridad es que mi sitio
está contigo, en corazón y alma. Aunque desapareciera mañana, volvería a
encontrarte... algún día.

La guerrera se quedó mirando a Gabrielle en silencio un momento y luego


posó los ojos en el suelo. Lo de las almas gemelas eternas era una cosa, pero ¿y
el aquí... y el ahora? Xena era una mujer que vivía en el presente. Para ella, la
eternidad no bastaba, sencillamente. No estaba segura de poder resistir otra visita
fantasmal, para que Gabrielle acabara desapareciendo de su vida una vez más.

—Se está haciendo tarde —dijo, contemplando el suelo—. Será mejor que
descansemos un poco. Toma. Hace frío. —Xena alcanzó una manta y se la tiró a
Gabrielle.

Gabrielle la atrapó y examinó el tosco tejido de lana, y luego levantó la


mirada.

—Xena, si te crees que esta noche vamos a dormir en mantas separadas,


no eres tan lista como yo creía.

Xena enarcó despacio una ceja.

—¿No?

—No —contestó Gabrielle, tajante.

—¿Y qué pasa mañana? ¿Qué pasa si me despierto y no estás?


—Olvidas que yo sé todo lo que hay que saber sobre el mañana. Es agua
pasada para mí. Sin ti, ¿qué me importa el mañana? Estoy dispuesta a arriesgarlo
todo por un solo momento, si eso es lo único que tenemos.

Xena abrió la boca para objetar, pues su naturaleza pragmática la advertía


de que no preocuparse por el mañana podría causarle sólo dolor.

—Ssshh. —Gabrielle se levantó y Xena levantó la vista, confusa, cuando


la preciosa mujer se puso delante de ella y se inclinó para ponerle un dedo en los
labios, silenciando lo que iba a decir—. Deja de pensar. ¿Alguna vez te han dicho
que piensas demasiado?

Las comisuras de la boca de Xena se curvaron en una sonrisa.

—No, es la primera vez.

—¿Y "te quiero"? ¿Alguna vez te han dicho "te quiero"? —preguntó
Gabrielle, pasando los dedos por los mechones sorprendentemente suaves del
largo pelo oscuro de Xena.

—Sí, eso sí me lo han dicho.

—Sí, ¿pero lo creíste? —Gabrielle se agachó y besó a la guerrera


suavemente.

Xena cerró los ojos, deleitándose en la ligera caricia de los labios de


Gabrielle sobre los suyos.

—¿Me creerías a mí si te dijera que te quiero? —preguntó Gabrielle, con


la boca tan cerca que Xena notó el aliento cálido que le hacía cosquillas por la
piel mientras planteaba la pregunta.

—Tal vez. Depende de lo convincente que seas.

A Xena no le hacía falta abrir los ojos para imaginarse la sonrisa


descarada de Gabrielle. Ni se molestó en abrirlos cuando esos labios volvieron a
encontrar los suyos con adoración.
Y eran más suaves de lo que podría haber llegado a imaginar jamás. Se
dedicó a saborear esos labios, esa boca, a gozar de la sensación, de su sutil
plenitud y del sabor de su lengua, a miel caliente. Cuando su beso se hizo más
hondo, sintió que se le aceleraba el corazón. Los gemidos que se escapaban entre
ellas eran más excitantes que cualquier llamada a las armas que hubiera oído
Xena jamás.

Sin darse cuenta, se había puesto de pie y había tirado de Gabrielle,


pegándola a ella, experimentando la sensación que le producía envuelta en sus
brazos por primera vez. Las manos de Xena se movían por su cuenta, acariciando
los contornos de una espalda sorprendentemente fuerte y subiendo hasta que sus
dedos se pusieron a jugar con los suaves mechones de pelo sedoso besado por el
sol.

Como si estuviera coronando una colina a la cabeza de un ataque, sintió


una oleada de felicidad. Era tan increíble tenerla abrazada, sintiendo cómo se
movía contra ella y respondía a su pasión con una boca y una lengua tan cálidas y
llenas de necesidad que a Xena le entró vértigo por la sensación. La estrechó con
más fuerza entre sus brazos y ahondó el beso, gimiendo por el modo en que esa
boca caliente alimentaba su excitación, hasta que empezó a ver estrellas tras los
párpados cerrados y el corazón le empezó a latir con la fuerza atronadora de unos
tambores de guerra.

Fue Gabrielle la que se apartó y detuvo a la guerrera acariciándole la


mejilla con ternura.

—Calma, Xena. No puedo respirar. Creo que me voy a desmayar.

Xena abrazó a Gabrielle estrechamente, confusa por su propia falta de


aliento y la sensación extraña y desconocida de tener las piernas flojas.

—No te perderé. No puedo perderte.

—No me perderás —susurró Gabrielle, devolviéndole el abrazo, y


aprovechó la postura para seguir la senda de una vena palpitante que bajaba por
el cuello de Xena con tiernos mordisquitos y lametones. La guerrera sabía salada
y dulce y su piel era lisa y muy cálida.
—Gabrielle, estás cambiando de tema —protestó Xena, cerrando los ojos.
Echó la cabeza hacia atrás y le ofreció más carne, gozando de las descargas de
placer que los labios y los dientes de Gabrielle le producían por la columna.

—Y yo que creía que estaba en lo que tenía que estar.

Los besos de Gabrielle continuaron hacia abajo, pasaron por la clavícula


de Xena y llegaron al inicio de su pecho generoso. Deslizó la lengua por la parte
superior del peto de la guerrera, saboreando a la vez la armadura fría y la piel
caliente. Sonrió, regodeándose en el olor a cuero y el inesperado matiz de canela,
el perfume natural de la bronceada piel griega de Xena. Subió las manos y soltó
un cierre hábilmente. El lado derecho de la armadura cayó hacia abajo, dejando
un poco más de carne al aire, que Gabrielle consumió vorazmente.

—Ahora mismo, Xena —dijo Gabrielle mientras mordisqueaba la piel y el


cuero y sus dedos jugaban con el segundo cierre—. Tenemos ahora mismo, este
momento. Dejemos de hablar. Lo único que hemos hecho es hablar. Ahora
mismo, no quiero hablar. Quiero saber lo que es sentir tu piel contra la mía. Tus
labios besándome. Tus dedos tocándome. Quiero que tu lengua me saboree. —
Gabrielle se detuvo y levantó la vista con ojos amorosos—. ¿Podemos hacer eso,
Xena, antes de que todo esto termine?

Xena cogió el cierre de bronce con el que había estado jugando Gabrielle
y lo soltó, se quitó la armadura y la tiró a un lado. Pegó a Gabrielle contra ella,
entre sus brazos, y la miró intensamente, deleitándose en la sensación del cuerpo
de Gabrielle a través del cuero.

—Sí —contestó enfáticamente—, podemos hacer eso.

—Pues deja de hablar.

Esa elocuente ceja, la que Gabrielle tanto adoraba, se alzó una vez y luego
los largos brazos intentaron estrecharla de nuevo. Detuvo a la guerrera con un
leve empujón en el pecho.

Xena soltó un quejido de protesta y se resistió a retroceder, pues no quería


soltar el cuerpo que anhelaba de entre sus brazos. Quería a Gabrielle justo donde
estaba: no quería soltarla jamás. Entonces unos dedos tiernos acallaron sus
murmullos de protesta y dejó que la mujer se apartara, curiosa por ver qué quería
hacer. Con los ojos entrecerrados, se quedó mirando mientras las intenciones de
Gabrielle se hacían evidentes.

Se quedó a corta distancia, bañada en oro por la luz de las llamas


danzarinas. Los labios que Xena acababa de besar sonreían seductores mientras
unos dedos ágiles desenganchaban el primero de varios cierres extraños que
Xena recordó que se llamaban "botones". Observó en silencio mientras, uno a
uno, los dedos los desabrochaban todos y dejaban que la fría brisa nocturna
apartara la tela aleteando. Con un leve movimiento, la prenda se apartó de sus
hombros, se deslizó por unos brazos bellamente cincelados y cayó al suelo.

—Llevan demasiada ropa en el futuro —comentó Xena en voz baja y


ronca, indicando el sujetador. Alargó las manos y metió los largos dedos por
debajo de cada tirante. Con un leve tirón, los apartó de esos hombros deliciosos,
asegurándose de que el dorso de sus dedos acariciaba de paso la mayor cantidad
posible de piel.

Su piel es como la mejor seda de China, pensó Xena mientras bajaba los
tirantes. Las copas del sujetador se abrieron y bajaron apenas lo suficiente para
revelar un amago de rosa.

Una ceja se alzó impaciente por la provocación hasta que Gabrielle se


echó las manos a la espalda y soltó los enganches. El sujetador se abrió y cayó al
suelo.

—Mucho mejor —susurró Xena con aprobación y pasó los dorsos de las
manos por la redondez de dos hermosos y firmes pechos. Gabrielle sofocó una
exclamación cuando los dedos de Xena rozaron sus pezones, endurecidos y
erectos por el frío. El sonido fue música para los oídos de Xena. Alimentó la
necesidad, ya inmensa, que crecía en su entrepierna y sus manos bajaron para
agarrar la cintura de los pantalones de Gabrielle—. Fuera —ordenó tirando.

Gabrielle apartó los dedos impacientes de la guerrera y luego desabrochó


rápidamente el botón de arriba. Xena se quedó mirando mientras la extraña hilera
metálica se separaba y por fin la parte superior de los pantalones de Gabrielle se
abrió.

—Cremallera —explicó Gabrielle, al advertir el interés de Xena.

—Qué nombre más tonto —comentó Xena y, como había perdido la


paciencia por completo, apartó con delicadeza las manos de Gabrielle y le bajó
los pantalones de golpe. La rígida prenda se separó de su piel revelando unas
bragas muy diáfanas. La guerrera enarcó la ceja con impaciencia—. ¿Más?

—No hay más —respondió Gabrielle y se bajó ambas prendas por las
piernas, apartándolas de una patada.

Piel lisa y perfecta, sin marcas de guerra ni heridas, pechos llenos y


firmes, pezones rosas, rizos dorados tan claros que casi eran invisibles: la luz del
fuego pintaba una imagen para Xena que era verdaderamente la de un ángel.

—Por los dioses, qué bella eres, Gabrielle —susurró Xena, contemplando
maravillada los contornos de su cuerpo—. Me dejas sin aliento.

—¿Y por qué estás ahí plantada? —preguntó Gabrielle, tomándole el pelo
con cariño—. Yo creía que eras una mujer de acción.

—Espera un segundo —dijo Xena, dándose la vuelta a toda prisa.

—¿Dónde te crees que vas? —gritó Gabrielle sorprendida al ver que Xena
corría hasta su caballo—. ¡Oye! Que así tengo frío, que lo sepas.

—¡Espera! —gritó Xena como respuesta.

Momentos después estaba de vuelta, con el grueso rollo de una manta en


los brazos. Sacudiéndolo deprisa, extendió el material, que se abrió y cayó al
suelo tan cerca del fuego como le pareció seguro a Xena. La guerrera colocó a
toda prisa los bordes para que la manta estuviera bien extendida y cubriera la
mayor cantidad de suelo posible. Apenas bastaba para una larga y alta guerrera.
—¿Esto es lo que tú consideras una cama? —preguntó Gabrielle, mirando
de hito en hito el material, que parecía una especie de piel de animal, ahora que
Xena lo había extendido.

—Es un petate. —Xena se levantó y se encogió de hombros—. Es lo que


uso para dormir. —Regresó con Gabrielle y la envolvió entre sus brazos,
pegando bien sus cuerpos para darle calor—. Ojalá pudiera ser una cama gigante
de plumas en el palacio más elegante de toda Grecia, Gabrielle. Te lo daría si
pudiera, créeme —dijo, frotándole los brazos a Gabrielle y besándola en la
cabeza.

Gabrielle levantó la mirada y sonrió. Al hacerlo, Xena no pudo resistir la


tentación de bajar la cabeza y darle otro beso apasionado.

—¿Sigues con frío? —preguntó al cabo de unos segundos que la dejaron


sin aliento.

—Ya no —contestó Gabrielle, sonriendo—. Ahora, ¿quieres hacer el


favor de dejar de hablar y llevarme a la cama?

Gabrielle se soltó de los fuertes brazos de Xena y se tumbó en la suave


piel de animal del petate. Se puso de lado, apoyando la cabeza en la palma de la
mano, y en una postura que acentuaba la curva de su pecho y su cadera de una
forma que dejó hipnotizada a Xena.

La guerrera se quedó plantada en el silencio del bosque oscuro, roto tan


sólo por el crepitar de las llamas, y observó cómo la luz de la hoguera bailaba por
su piel, acariciando con dedos dorados las suaves curvas y los delicados
contornos: las colinas y los valles que Xena planeaba conquistar por completo.

—Deja de pensar estrategias y ven a la cama, Xena —dijo Gabrielle con


impaciencia, dando palmaditas en el espacio vacío que había a su lado.

—¿Estrategias? —gruñó Xena, al tiempo que se echaba las manos a la


espalda para soltarse los cordones de la túnica de cuero—. Créeme, Gabrielle.
Por buena que sea, jamás habría podido prever algo como tú.
Gracias a sus largos brazos y los años de práctica, la guerrera no tardó
nada en mover los hombros y la túnica cayó deslizándose por su cuerpo.
Gabrielle no pudo evitar echarse a reír al ver el inteligente diseño de la daga de
pecho que se soltó de su escondrijo y cayó al suelo. Un pie fuerte la apartó de una
patada.

Sin perder tiempo, Xena se quitó las bragas y las tiró hacia atrás. La tela
negra voló dando tumbos por el aire y acabó colgada de una rama baja al otro
lado del campamento.

Con una sonrisa fiera, Xena avanzó para meterse en la cama.

—Ah-ah —dijo Gabrielle, moviendo un dedo y señalando—. Las botas.

Xena bajó la mirada sorprendida.

—Uy. Perdón.

Tras un segundo de lucha con los cordones, Xena recogió la daga de


pecho que estaba ahí cerca y, con una sonrisa muy ufana, hizo un molinete con
ella y luego cortó los cordones sin más. Dos rápidas patadas y se libró de las
botas, que salieron disparadas por el aire. Se estrellaron en los arbustos del otro
lado del campamento.

Una vez más, Xena se arrodilló para hacerse con lo que quería.

—¿Y eso?

La guerrera se detuvo en seco y miró lo que señalaba Gabrielle: sus


brazos. Estaban cubiertos con un par de muñequeras y bandas.

En las sombras del borde del campamento, una liebre comía tan contenta
la hierba tierna del borde del claro. Dos muñequeras, un par de bandas para los
brazos y una colección variada de cuchillos muy pequeños, pero no por ello
menos afilados, cayeron sobre los arbustos y aterrizaron justo encima de su
cabeza.
—¿Paso ya la inspección? —preguntó Xena, mostrando su cuerpo
desnudo, con los brazos abiertos.

Gabrielle se quedó mirando a esta mujer increíble y por un instante, se


preguntó si de verdad sabía lo que iba a hacer con todo eso.

—Absolutamente —contestó, olvidándose de cualquier tipo de


inseguridad.

Con la agilidad de una atleta, Xena bajó su largo cuerpo al petate y se


colocó al lado de Gabrielle. Se puso de lado, imitando la postura de Gabrielle, y
sonrió a la bella mujer que compartía su cama.

—Si tienes frío, puedo ir a buscar la otra manta —se ofreció Xena, al
darse cuenta de repente de la época del año en la que estaban y del frío que
flotaba en el aire. Se movió, con intención de levantarse para recuperar la manta
de lana que Gabrielle había dejado junto al tronco.

La detuvo una mano cálida que la agarró del bíceps.

—¡No te atrevas a levantarte!

Xena se quedó quieta y la mano que tenía en el brazo se apartó para


ponerse a jugar con largos mechones de suave pelo negro. Se acomodó de nuevo
y esperó mientras esos mismos dedos delicados bailaban por su mejilla y luego
por sus labios. La caricia de Gabrielle empezó a reavivar el fuego latente que aún
ardía bajo la piel de Xena.

Nada puede compararse con esto, pensó Xena mientras recorría el cuerpo
de Gabrielle con la mano, rozando la suave piel con la yema de los dedos para
pasar por encima de un pecho precioso hasta alcanzar un pezón perfecto y bajar
por un estómago esculpido. Sus dedos se detuvieron justo al llegar al suave
montículo de rizos dorados y se apartaron.

Alzando los claros ojos azules, sonrió al ver el brillo de apasionada


expectación que relucía en los de Gabrielle. Se echaron en el petate y su largo
cuerpo se estiró junto al cuerpo más corto, pero no menos perfecto de Gabrielle.
Xena casi podía palpar el alivio de poder tocarla por fin a su antojo. Ya no había
necesidad de correr, pero todavía se sentía inquieta, como si en cualquier
momento Gabrielle pudiera desvanecerse y desaparecer para siempre.

—No te perderé —afirmó Xena de nuevo, con los ojos oscurecidos de


sinceridad al mirar intensamente a su compañera, a su amante, a su amiga—. No
perderé esto.

—No. No me perderás. El amor encontrará un camino. Siempre lo


encuentra.

—¿Sí?

—Tan cínica como siempre —dijo Gabrielle y alargó la mano. La pasó


alrededor del cuello de Xena y tiró de la guerrera—. Ven, deja que te lo
demuestre.

Se besaron y Xena se deshizo. Gimiendo, instó con dulzura a Gabrielle a


tumbarse boca arriba y cubrió su cuerpo desnudo, pecho con pecho, las piernas
entrelazadas. Xena nunca había sentido nada tan increíble como la piel de esta
mujer contra la suya. Sus manos se movieron por todas partes y su pasión fue en
aumento mientras sus labios y su lengua intentaban desesperados satisfacer un
hambre insaciable.

Xena se apartó, decidiendo que con los labios de Gabrielle no le bastaba.


Se deslizó hacia abajo, depositando tiernos besos que fueron dejando un reguero
de calor por la piel de Gabrielle hasta su pecho.

Nada de lo que había experimentado la había preparado para el sabor del


pezón de Gabrielle, la sensación de tenerlo en la boca, la redondez suave como el
terciopelo de su pecho en la mano, el modo en que sus músculos se agitaban bajo
su caricia. Le entró vértigo con los leves gemidos que soltaba Gabrielle y
mientras su lengua se movía y sus dientes mordisqueaban la carne más dulce que
había probado en su vida, Xena sintió que su mundo se concentraba en este solo
momento, el único momento que había importado de verdad en su vida y el único
que importaría.
Sus dedos jugaron con todos los contornos del estómago bien definido de
Gabrielle. La palma de su mano recorrió la curva de su cadera y subió de nuevo
para acariciar la redondez de su pecho. El pulgar frotó un pezón hasta tensarlo
dolorosamente mientras su boca rendía homenaje al otro. Mordisqueó la suave
piel. Jugó con la areola hasta que Xena oyó gritos de pasión impaciente que la
instaban a seguir.

Sus labios se tranquilizaron y besaron y chuparon un pezón endurecido


con ternura mientras su mano bajaba de nuevo. Acarició la suave piel del
estómago, deteniéndose para reconocer la presencia de un lunar irresistiblemente
encantador, y continuó, deteniéndose para jugar con el inicio de los suaves rizos
dorados y desviarse de la meta que perseguía. Su mano se deslizó por la curva y
el marcado ángulo de la cadera y bajó para acariciar una nalga lisa como el satén.

Su palma se adaptó a la forma, curvándose alegre para sentirla en la mano.


Sus dedos se deslizaron por la raja que había entre las dos nalgas perfectas y el
corazón empezó a martillearle en el pecho, pues sabía que ya estaba muy cerca
de poseerla por completo. Las puntas de sus dedos pasaron por encima de una
pequeña abertura arrugada y jugaron con el borde un momento antes de seguir
adelante y encontrar una humedad. Xena se detuvo, jadeante de excitación, y
jugó un poco allí, regodeándose en la sensación del manantial que tenía al
alcance de los dedos.

Gabrielle levantó la pierna, rodeando la cadera de Xena, y se echó hacia


arriba para hacerle más sitio, indicando que debía seguir adelante sin más
dilación, pero la guerrera se apartó.

—Oh, Xena —oyó que Gabrielle le murmuraba acaloradamente al oído, y


sonrió, alzándose para besar los labios que habían susurrado su nombre. Deslizó
la mano por una nalga suave y por la parte trasera de un muslo bellamente
torneado. Agarrando la rodilla, Xena tiró delicadamente de la pierna para
apartarla de su cadera y la bajó.

Con un empujoncito, instó a la pierna a separarse y oyó el suave suspiro


de rendición cuando los muslos se abrieron despacio como una ofrenda.
—Xena. —Apenas era un susurro y era la única manera en que Xena
quería volver a oír su nombre.

Sus dedos siguieron la curva de una cadera y bajaron por la parte interna
de la pierna hasta donde alcanzó. Luego su caricia subió trazando el interior de
un muslo y las zonas más ocultas de la nalga redondeada, tan suave que apenas
sentía la piel. Las puntas de sus dedos jugaron en el pliegue entre la pierna y la
cadera y luego rozaron los dorados rizos rubios. Estaban mojados, empapados de
la necesidad de Gabrielle, y la llamaban para que entrara. Introdujo un dedo y
recorrió los delicados pliegues, recogiendo toda la dulce humedad que
encontraba. El gemido que acompañó a su caricia le produjo un estremecimiento
de emoción que le llegó a la entrepierna. Exploró despacio todos los secretos de
esos labios inferiores, tocando unos pliegues tan húmedos que su propio sexo se
encogió de necesidad.

Había tocado a hombres y mujeres, siempre con una pasión fría y dura,
jamás con esta descarga de emoción que la atravesaba de parte a parte, dejándola
sin aliento e incendiándole la piel.

—Gabrielle. —Como una oración, susurró el nombre adorado—.


Gabrielle.

Las puntas de sus dedos encontraron y jugaron con una perla, rodeando la
dura hinchazón del deseo con caricias regulares y delicadas. Gabrielle empezó a
mover las caderas, alzándose para seguir su caricia, levantándose con urgencia
siguiendo el ritmo de cada caricia, suplicando más.

Con un largo dedo, bajó por toda esa necesidad y se deslizó entre los
suaves pliegues. Se detuvo en la entrada, regodeándose en el momento.

Su dedo separó los labios acogedores y pasó dentro, pero se detuvo al


encontrar la textura de una barrera inesperada: la prueba de la inocencia dorada
de Gabrielle.

—Oh, Gabrielle —le susurró al oído. Quedándose muy quieta, dejó el


dedo justo donde estaba y besó a Gabrielle como reconocimiento de ese regalo.
—Nadie salvo tú, Xena —contestó Gabrielle, besándola a su vez—. Esta
vez, no ha habido nadie salvo tú.

—Rodeáme con los brazos —le indicó Xena suavemente y suspiró cuando
notó que sus brazos le rodeaban el cuello. Besó y mordisqueó la piel suave del
cuello de Gabrielle al tiempo que su pulgar trazaba delicados círculos, levantando
una vez más ardientes olas de deseo, hasta que las caderas de Gabrielle se
movieron de nuevo y su dedo notó que las sedosas paredes de su entrada
empezaban a estremecerse.

Presionó, penetró delicadamente y cuando su largo dedo se deslizó en el


interior de la tierna humedad que era la esencia de Gabrielle, se sintió como si
estuviera tocando su propia alma.

Sacó el dedo, regodeándose despacio en la sensación de sus paredes


suaves y húmedas, en la forma en que temblaban al torcer el dedo y presionar un
costado y luego la parte de arriba al retirarse.

Era una sensación increíble, toda esa humedad y cómo esperaba ahora,
aferrándole la espalda con las manos, instándola a penetrar de nuevo.

Se deslizó dentro una vez más, despacio, plenamente, aprovechando la


longitud de su dedo para provocar otro gemido y otro estremecimiento en las
paredes calientes y húmedas que rodeaban su dedo.

Las caderas de Gabrielle se alzaron para encontrarse con ella y entonces


las dos empezaron a gemir y a moverse, lanzadas hacia la eternidad con una
pasión sin aliento. El mundo de Xena empezó a girar sin control. La sensación de
su dedo al entrar y salir de Gabrielle, la forma en que ésta gritaba su nombre, el
sabor de su piel, la sensación de sus labios y su lengua mientras le robaba besos
ansiosos que apagaban sus gritos.

Notó que Gabrielle se dilataba bajo sus caricias y con la siguiente


penetración, añadió un segundo dedo y notó que la delgada membrana se
desgarraba y que unas uñas se le clavaban en la espalda. Se tragó el grito de
Gabrielle con los labios y la idea de que estaban compartiendo sangre arrojó a
Xena a un torbellino de pasión que jamás había experimentado. La llenó de
nuevo, torciendo los dos dedos al penetrar, doblándolos al salir, penetrando de
nuevo lo más hondo que pudo y llenándola de todo lo que sentía.

El temblor empezó en lo más profundo. Xena lo notó y su esencia se


hinchó con un cosquilleo de energía. Las caderas que tenía debajo se levantaron
de la manta y se quedaron inmóviles, y entonces Gabrielle gritó. Xena gruñó,
sintiendo la contracción hasta lo más hondo, como si fuera suya. Las paredes que
le rodeaban los dedos se contrajeron con espasmos y sintió la ola como si pasara
a través de ellos hacia fuera.

Su propio orgasmo llegó sin aviso, sorprendiéndola cuando su sexo se


estremeció y la dejó sin aliento. Cerró los ojos con una mueca, casi dolorida,
mientras cabalgaba la ola de placer, indescriptible en su belleza e intensidad. La
volvió del revés, le robó el equilibrio y por un instante, por un único y breve
instante, Xena hasta se sintió redimida.

Unas manos suaves y unos besos tiernos la devolvieron a la realidad. Se


había desplomado encima de Gabrielle, con los dedos todavía hundidos en su
interior. Las delicadas paredes se agitaban de placer y Xena se dio cuenta de que
las suyas también.

Olisqueó la piel cálida del cuello de Gabrielle, absorbiendo el placer


residual, contenta con esperar donde estaba hasta que se le pasaran los pequeños
temblores. Entonces cayó en la cuenta de que seguramente estaba aplastando a su
pobre amante, por lo que intentó levantarse y, con toda la delicadeza posible,
retirar los dedos de su cálido refugio.

Una mano firme le agarró la muñeca y la detuvo.

—No —gimió Gabrielle—, no. Quédate.

Xena se volvió a echar y sonrió cuando los brazos la estrecharon de


nuevo. Besó el cuello al que estaba pegada y suspiró, encantada con la forma en
que Gabrielle le frotaba la espalda con las manos, bajando hasta donde podía
alcanzar.

Probó a mover los dedos que seguían hundidos dentro.


—¡No! —Gabrielle pegó un respingo—. ¡No muevas ni un músculo!

Xena se rió por lo bajo y se quedó quieta.

—Me quedaré ahí dentro toda la noche si es lo que quieres.

Notó unas manos suaves que le acariciaban la espalda y el cálido aliento


de un suspiro en la oreja. Xena levantó la cabeza para mirar a la bella mujer que
yacía debajo de ella.

Gabrielle la miraba con una expresión maravillada llena de pasmo


reverencial. Subió los dedos y jugó con el flequillo oscuro empapado en sudor,
trazando los planos definidos y los marcados ángulos del rostro de la guerrera.

—Te amo, Xena —dijo en un susurro sin aliento.

Xena cerró los ojos con fuerza, abrumada por una oleada casi dolorosa de
esperanza. Hundió la cara en el calor del pliegue del cuello de Gabrielle y esperó
a que se le pasara, preguntándose si su corazón dejaría alguna vez de brincar.

—Te creo, Gabrielle —le susurró tiernamente al oído—. Que los dioses
nos ayuden, te creo.

Los cálidos rayos del sol se derramaban a través de las hojas, haciéndole
cosquillas a Xena en la piel. El cambio de temperatura y luz despertó a la
guerrera, que abrió los ojos y vio las ramas que se mecían ligeramente con la
brisa y el sol brillante de un nuevo día que se abría paso a través del dosel de
árboles de encima.

Bostezó y cambió de postura, levantó la cabeza y parpadeó confusa


mirando a su alrededor. El campamento estaba tranquilo, sus cosas estaban en su
sitio, la manta de lana estaba tirada en el suelo al lado del tronco donde había
caído, la hoguera era una pila de cenizas frías. Al borde del claro, Argo agitaba la
cola apaciblemente, pastando la hierba. Sus armas estaban donde las había
dejado, apoyadas en el árbol.
Todo estaba como debía estar, menos una cosa muy importante. El
espacio que había a su lado en el petate estaba vacío, igual que sus brazos.
Gabrielle había desaparecido.

Dejó caer la cabeza en la manta y se tragó un nudo de decepción.

Siempre estaré contigo.

Las palabras, como una promesa hueca, resonaban en sus oídos.

Se tapó los ojos con el brazo y se permitió un momento de dolor. Sólo un


momento. Le permitió a su corazón una única y breve puñalada de vacío hueco y
luego su voluntad de hierro reprimió la desconocida sensación de impotencia.

—Arriba, dormilona.

La voz fue como el canto de los pájaros para sus oídos. Se quitó el brazo
de los ojos y se incorporó de golpe.

—¿Gabrielle?

—¿Siempre duermes hasta tan tarde? —La rubia entró en el campamento


con una brazada de leña que tiró sobre las cenizas frías de la hoguera.
Sacudiéndose la suciedad de las manos, se volvió hacia la guerrera y sonrió—.
Allí hay un conejo muerto que tiene clavado un cuchillo tuyo.

Xena se quedó ahí sentada, mirando boquiabierta a Gabrielle.

—¿Qué? No esperarás que lo despelleje yo, ¿verdad?

Con un lío de largos brazos y piernas, Xena salió disparada del petate y
abrazó a Gabrielle con todo su cuerpo, estrechándola con fuerza.

—¡Oye! —gruñó Gabrielle sorprendida y luego rodeó a la guerrera


desnuda con los brazos y la estrechó a su vez—. Vale, venga. Ya lo despellejo
yo. Pero sólo si me prometes saludarme así todas las mañanas.

Xena no tenía aliento para responder. Siguió abrazada a Gabrielle, con los
ojos cerrados con fuerza, esperando a que el corazón dejara de darle vuelcos.
—Xena, ¿qué te pasa? —Gabrielle se apartó ligeramente y observó el
rostro angustiado de la guerrera. Se fijó por encima de su hombro en el petate
vacío y de repente cayó en la cuenta de qué era lo que había hecho que esos
claros ojos azules estuvieran desorbitados de miedo—. Oh. Te has despertado y
yo no estaba. Lo siento, Xena. No me he dado cuenta. Has pensado que me había
desva...

—Cállate. —Xena le tapó la boca con una mano grande, obligándola a


callar—. No lo digas.

Siguió tapándole la boca, como si pronunciar las palabras pudiera hacerlas


realidad, y esperó hasta que Gabrielle asintió indicando que lo comprendía. Xena
cambió la mano por los labios y besó a la chica, tomándose su tiempo hasta que
estuvo segura de que Gabrielle recibía el mensaje.

Cuando se apartó, estrechó a Gabrielle contra ella, apoyó la cabeza en su


hombro y suspiró.

Gabrielle se dejó abrazar por Xena y esperó hasta que notó que el
martilleo del fuerte corazón de la guerrera iba cediendo. Acarició la espalda
desnuda con la mano, palpando alguna que otra cicatriz.

—¿No crees que deberías vestirte? Te vas a morir de frío.

Pero Xena no estaba dispuesta a soltar lo que tenía. Con ternura, apoyó la
cabeza de Gabrielle otra vez en su hombro y besó la coronilla dorada.

—Nunca te dejaré, Gabrielle, ni siquiera en la muerte.

Gabrielle cerró los ojos. Las inesperadas palabras le acariciaron el corazón


y le abrazaron el alma de una forma extrañamente familiar. Se relajó, dispuesta a
dejar que la guerrera siguiera abrazándola hasta que se le pasara este momento de
vulnerabilidad tan poco habitual en ella.

—Tranquila —susurró, dándole palmaditas en la espalda—, puedes


quedarte desnuda todo el tiempo que quieras.

Notó que Xena sonreía encima de su cabeza.


—Puedo luchar igual de bien desnuda, que lo sepas.

—De eso estoy segura.

—Es una distracción excelente. Se quedan sin saber qué hacer.

—No lo dudo.

—Te puedo enseñar la técnica —dijo Xena, tirando ligeramente de la tela


de la camisa que llevaba Gabrielle.

Gabrielle bajó con la mano por esa larga espalda hasta agarrar una nalga
de forma perfecta.

—Déjalo. Creo que ahora me toca a mí enseñarte algunas técnicas mías —


dijo, estrujando el delicioso trasero. No le hacía falta mirar para saber que una
ceja oscura estaba enarcada.

Ya pasaba de mediodía cuando recogieron el campamento y dejaron el


claro. El sol había superado su cénit en un cielo sin nubes y, mientras se alejaban,
Xena advirtió que las ramas de los árboles que salpicaban la colina estaban casi
desnudas.

Podían pasar el invierno en Anfípolis, pensó, dándole vueltas a la idea. No


había necesidad de someter a Gabrielle a un duro invierno en sus primeros meses
en el camino. Tiró de las riendas de Argo y cambió de dirección al llegar a la
bifurcación del estrecho sendero. Las llevaría por encima de una pequeña colina
hasta un valle, los dorados pastos de su pueblo natal.

Aunque Anfípolis no era garantía de que fueran a estar a salvo. Cierto, la


guerra con Persia estaba muy lejos, pero todavía quedaban rufianes y señores de
la guerra, ladrones y bandidos, salteadores, tramposos, dioses y muchos políticos,
todos empeñados en dominar el mundo.

—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? —preguntó, mirando hacia


abajo. Gabrielle caminaba a su lado y sus fuertes piernas no tenían el menor
problema para seguir el ritmo.
—¿A qué te refieres?

—Me refiero a venir conmigo. A quedarte conmigo. Porque haya dejado


el ejército, eso no quiere decir que no vaya a haber problemas. Sigo siendo
guerrera. Hagamos lo que hagamos, vayamos donde vayamos, los problemas nos
seguirán.

—Eso ya lo sé —contestó Gabrielle, sonriendo a Xena—. Me da igual lo


que hagamos o dónde vayamos... o lo que nos siga. Mientras estemos juntas.

Xena dejó que la esperanza que había estado manteniendo a raya


floreciera del todo en su corazón. Pensó en Alejandro, en lo que le dijo cuando
dejó atrás el campamento y el ejército, su vida como comandante suprema.

"¿Cómo puedes hacer esto?" le imploró cuando ella ya se había dado la


vuelta para marcharse. "¿Cómo puedes irte? Dejar la gloria de la conquista,
todo esto... ¿por qué? ¿Por amor? Xena, ¿acaso no sabes que para un hombre
como yo, para una mujer como tú, el amor nunca será suficiente?"

Coronaron la cumbre de la pequeña colina y pasaron por debajo de las


ramas de un árbol de forma extraña azotado por el viento. Miró la cabeza dorada
de la mujer amada que caminaba a su lado y sonrió.

Gabrielle tenía razón. ¿Quién podía saber cúanto tiempo le quedaba a


nadie? Pero, con independencia de lo que esto durara, aunque sólo durara lo que
tardaran sus corazones en latir, mientras sus corazones latieran juntos, sería
suficiente.

Si su destino era luchar, esto era lo único por lo que valía la pena luchar,
lo único por lo que valía la pena morir.

Alejandro estaba equivocado, muy equivocado.

El amor era suficiente. El amor era más que suficiente.

FIN

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