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DJWP
La noche era despejada y fría. Las pocas nubes que había, oscuras y bajas,
negras contra un cielo que ya estaba negro, no bastaban para ocultar el espectro
del acontecimiento único que hacía esta noche especial como ninguna otra.
—Hades, escúchame ahora —invocó, sin hacer caso del ruido de un coche
que pasaba por la carretera solitaria al borde mismo del cementerio,
concentrándose en cambio en la luna llena, que estaba siendo eclipsada
rápidamente por la creciente y ominosa sombra de la madre tierra. Estaba
invocando a los antiguos poderes, a los dioses de eras pasadas, a los amos que
todos los mortales de esta época creían muertos, pero que sólo ella sabía que
estaban vivos y sólo dormían. Estaban esperando a esa alma que conocía los
hechizos olvidados desde hacía tanto tiempo, esperando a que murmurara las
palabras que le darían el poder para llevar a cabo una venganza en nombre de
todos ellos.
De modo que era una especie de animal pequeño. Los dioses debían de
haberle dado la forma y el tamaño justos que necesitaba para lograr su objetivo,
ni más ni menos. Sus ojos de lechuza atravesaron la oscuridad hasta que vieron la
cuna del bebé contra la pared del fondo. Sus grandes orejas captaron los suaves
ronquidos del hombre y la mujer que dormían apaciblemente en un colchón de
paja a poca distancia. Su nariz aspiró el fuerte olor a heno y tierra, y a pobreza.
Una lengua larga y negra lamió unos labios finos al tiempo que reía
suavemente. Lo iba a hacer. La cosa iba a salir bien. La escena era la viva imagen
de la seguridad y la armonía en la vida de una familia campesina: tan dulce que
daban ganas de vomitar. Lástima que se hubiera colado un demonio por una
grieta de la pared, rió por lo bajo. Habría preferido reírse en voz alta, pero sabía
que al hacerlo, despertaría a los padres.
Tras lamer los últimos restos de la esencia del bebé, se volvió rápidamente
para mirar, con los ojos brillantes llenos de alarma.
Esperó únicamente el breve instante que necesitó para sonreír con ufana
satisfacción y darse una palmadita posesiva en el vientre, ahora redondo y
protuberante. Y entonces, con apenas un movimiento que revelaba su paso,
desapareció.
No, la profesora no le iba a dejar pasar eso, aunque faltaran dos semanas
para la graduación. Captó el enfado en el ruido de los pasos cuando la profesora
dejó la parte delantera de la clase y se acercó a su pupitre.
Pero siguió con los ojos cerrados, a pesar de la presencia amenazadora que
se cernía ahora sobre ella.
—Lo siento, señorita Considine, pero es que hace tan buen tiempo y la
graduación está tan cerca, que me cuesta mucho concentrarme. Y ya sabe que las
matemáticas no se me dan muy bien, en el mejor de los casos. Lo intento, pero en
realidad lo único que quiero es salir corriendo ahí fuera, libre y salvaje, y
empezar a disfrutar del verano hasta que tenga que enfrentarme a las duras y
crueles realidades de la universidad y...
—No, nada de política, por favor, cualquier cosa menos eso. Déjele el
poder a mi madre, que a ella le encanta. Yo preferiría incluso quedarme aquí y
hacer sus malditos galimatías de coeficientes trigonométricos antes que entrar en
política.
—Tú sigue así, jovencita, y me encargaré de que así sea... después de las
clases.
Día a día, suspiró por dentro, apoyando una vez más la barbilla en la
mano. Antes de empezar a preocuparme por lo de mañana, a ver si se me ocurre
cómo voy a evitar volver a casa hoy para recibir una paliza.
—Pues claro, ¿no pago siempre? Ves, viene bien tener a una chica rica
como amiga.
Peter se metió las manos en los bolsillos y dejó que sus piernas largas y
desgarbadas lo transportaran con poco esfuerzo.
—Pues cómpratela.
—Cómprala en el 7-Eleven.
—No, ¿y tú?
—No.
—No pensaba que lo tuvieras, genio. Tres años más hasta que cumplamos
los veintiuno. Qué ganas tengo. Entonces podré emborracharme cuando me dé la
gana.
—¿Odias los viernes? ¿Estás loca? ¡Es el fin de semana! No hay clase,
¿recuerdas?
—Ya, pero eso quiere decir que tengo que estar en casa el día entero,
durante dos días.
Peter apartó la mirada, pues sabía muy bien la suerte que solía aguardar a
su mejor amiga la mayoría de los fines de semana.
—Sí, supongo que tienes motivos para odiar los fines de semana. Tu
madre está en casa, ¿no?
—Sí. —Gabrielle pegó una patada a una piedra que se encontraba justo en
medio de su siguiente paso—. Sí, está en casa.
—Sí, a eso me refiero justamente —afirmó él, al tiempo que por su cara se
iba extendiendo una amplia sonrisa.
—¿No?
—¿Tienes miedo?
Gabrielle resopló.
—¿Quién? ¿Yo? Oye, te olvidas de con quién tengo que vivir. No, a mí no
me da miedo ninguna droga que puedas estar tomando.
—Pues ven. A la mierda la pizza y la coca. Te voy a dar algo que te hará
olvidar a tu madre, tu casa, este sitio... todo lo que quieras olvidar. Es como flotar
en una piscina caliente... es genial, Gabrielle. No puedo describirlo. En serio.
Él se soltó, riendo.
—¿Sí? —preguntó ella, dudando. Sabía que tendría que echarle la bronca.
Alejarse. Ir a comer pizza. Beberse una coca o incluso una cerveza, pero sentía
curiosidad. Había hecho algo sin ella. Había dado un paso adelante y la había
dejado atrás. Un paso hacia algo que le resultaba oscuro y misterioso... algo
peligroso. Y decía que así se sentía bien.
¿Cómo podía ser más valiente que ella? Era un gallina esmirriado. ¿Cómo
podía sentirse bien sin ella?
Sus pies corrieron escaleras abajo, sin necesitar siquiera la luz para ver por
dónde iba, de lo bien que las conocía. Al llegar abajo, estiró un largo brazo y tiró
de una cuerda para encender la única luz de la estancia, una pequeña bombilla
desnuda enroscada en un casquillo herrumbroso del techo agrietado. Apenas
vencía a la oscuridad, pero dejaba ver el contorno gris del catre en el rincón del
fondo.
—Dicen que cuanto más te metes, más necesitas para conseguir el mismo
pedo.
—¿Un tiempo? ¿Qué quieres decir con un tiempo? ¿Cuánto tiempo llevas
haciendo esto sin mí?
Peter se echó a reír y se puso a organizar el contenido del alijo. Desenrolló
los objetos de la tela del paquete, un mero trozo de manta vieja de lana cortado
en forma de cuadrado, y cayeron con estrépito en el asiento de la silla metálica.
Luego dobló con cuidado la faltriquera casera, metió pulcramente dentro el
cordel que usaba para atarla y dejó a salvo la bolsa improvisada en la esquina de
la cama. A continuación, cogió un librillo de cerillas completo y dejó los otros
encima de la bolsa, luego examinó la cuchara para comprobar que estaba limpia.
Se quedó mirando los sencillos objetos que había en la silla: una cuchara
doblada, un librillo de cerillas, algodón, esa bolsita hermética de plástico. No
eran más que unos pocos objetos sencillos, pero tan peligrosos, tan misteriosos.
Y esa jeringuilla: ¿cómo será la sensación?, se preguntó. ¿De dónde había
sacado la aguja? ¿De verdad debía hacer esto? Su madre estallaría si llegaba a
enterarse.
Sólo tuvo que pensar en eso y ardió en deseos de meterse esa aguja en el
brazo. Su visión se centró por completo en la bolsita de polvo marrón que
descansaba con tanta inocencia en el sitio que le correspondía de la silla metálica.
Luego miró la aguja. ¿Le dolería, se preguntó, meterse una aguja en la vena? ¿Se
atrevería de verdad a hacerlo? ¿Cómo podía hacerlo Peter?
El ruido de las ligeras pisadas de Peter al bajar por las escaleras sobresaltó
a Gabrielle, por lo concentrada que había estado mirando la droga de la bolsa.
Levantó la mirada y vio que Peter pasaba bajo la luz de la única bombilla,
haciendo que su propia sombra bailara excitada por las paredes de la oscura
estancia. Se dejó caer en el colchón, sujetando un vaso de agua en la mano, que
colocó con cuidado en el suelo, cerca de la silla plegable de metal.
—Todo listo —anunció y sus ojos atraparon los de su amiga. Estaba tan
excitado que hasta notaba que se estaba empalmando. Llevaba mucho tiempo
deseando compartir esta experiencia con Gabrielle, pero se lo había ocultado en
secreto a su amiga, por temor a su desaprobación. A menudo, durante las tardes
que pasaban juntos, charlando de esto y lo otro, pensaba en ofrecérselo, pero
siempre se imaginaba su ceño desaprobador al decir que no, se la imaginaba
saliendo bruscamente del sótano y de su vida para siempre.
No podía enfrentarse a eso. A eso no. A la idea de que lo dejara no. A fin
de cuentas, estaba enamorado de ella. Quería compartirlo todo con ella. Conocía
prácticamente todo lo que había que conocer sobre él, y ahora iba a conocer
incluso esto.
—¿Hacérmelo?
Ella dejó de tirar del cinturón, aliviada al sentir que la sangre volvía a
correrle por el antebrazo. Flexionando la mano, volvió a prestar atención a lo que
hacía Peter encima de la silla metálica.
Había cogido el vaso de agua con una mano y se lo había puesto entre las
rodillas, luego cogió la jeringuilla, metió la punta de la aguja en el líquido y usó
la otra mano para tirar del émbolo, metiendo el agua limpia en el depósito. Una
vez lleno, sacó la aguja del agua, apuntó hacia arriba y empujó el émbolo,
vaciando parte del contenido en el aire hasta que la jeringuilla quedó medio llena
de agua.
—Sí —contestó, lamiéndose los labios y tirando con fuerza del cinturón—
. Vamos a hacerlo.
—Aprieta bien el cinturón y abre y cierra el puño, así. Eso es. —Peter se
acercó más, con los ojos relucientes de excitación al verla tirar del cuero—. No
tires demasiado, lo suficiente para impedir que llegue la sangre al brazo. Así
saldrá la vena.
Gabrielle, que sólo podía mirar la peligrosa aguja preparada para penetrar
en su brazo, se volvió a lamer los labios, ahora muy secos.
Ahora nunca lo dejaría, pensó con una sonrisa al tiempo que se metía la
aguja en el brazo. ¿Cómo podría? Iba a necesitar esto igual que lo necesitaba él,
razonó su mente mientras empujaba el émbolo y sentía la oleada de calor que le
inundaba el cuerpo. Lo sabía. Y cuando lo necesitara, entonces lo necesitaría a él
de verdad.
Las oscuras hojas marrones y secas crujieron bajo sus palmas cuando se
incorporó apoyándose en las manos, observando la abundante naturaleza que la
rodeaba.
Las hojas secas que tenía bajo las manos empezaron a producirle picores
en la piel. Alzó las manos y se las miró sorprendida.
—Menudo sueño —se dijo, contemplando las marcas rojas que le habían
dejado las rígidas hojas en la piel—. La droga hace que parezca de lo más real.
—¿Dónde diablos estoy soñando que estoy? —se preguntó mirando hacia
arriba y alrededor.
Cuando el viento se calmó, empezó a oír otros ruidos con más claridad:
ruidos de choques, como de metal al golpear con metal. Ahora oía gruñidos y
gritos e incluso lo que parecía el eco estridente de un chillido.
A Gabrielle se le pusieron los ojos como platos cuando se detuvo, con una
vista perfecta del valle que había nada más pasada la colina.
Corred, quiso gritar Gabrielle, corred y escapad. Oyó que alguien gritaba
una orden y varios grupos de jinetes salieron en persecución de los vencidos, que
no tenían posibilidad alguna a pie contra los vencedores sobre sus caballos de
guerra.
—¡Yaah!
—¡Mierda! —Se volvió y corrió hacia la línea de árboles que tenía detrás,
donde se ocultó detrás de un tronco justo a tiempo de evitar que la viera un
soldado que subía a base de fuerza bruta por un lado de la colina herbosa hasta
llegar a la cima. Vio el miedo que llenaba sus ojos, y era evidente que su pesada
armadura dorada le restaba demasiada velocidad. Se resbaló sobre un poco de
barro al llegar arriba y cayó de rodillas.
—No, no, por favor, no. —El hombre se puso de rodillas, suplicando, con
las manos marrones por el barro—. Piedad, por favor.
—Más de una, más de una, más de una, Xena —balbuceó el hombre sin
aliento.
El hombre abrió las manos con un gesto de súplica para la mujer guerrera.
El caballo amenazaba con hacer justamente eso, pues cada vez estaba más
agitado e impaciente. Gabrielle tragó saliva, deseando que el hombre se hiciera
con el control de sus palabras y se defendiera.
—Perdóname la vida, Xena, por favor —suplicó, con voz hueca por la
derrota.
La espada se movió tan deprisa que Gabrielle casi ni la vio. Los ojos de
Demóstenes se llenaron de un horror silencioso y un corto chorro de sangre fue lo
único que consiguió soltar por la boca antes de que su cabeza se inclinara hacia
un lado y cayera de sus hombros. Un chorro rojo salió despedido del cuello
limpiamente cortado, una vez y luego otra, y por fin el resto del cuerpo cayó de
lado.
—¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué lo has matado? —protestó Gabrielle a
gritos.
Vociferando, la mujer blandió la espada y puso al caballo al galope,
directa hacia ella. A Gabrielle casi no le dio tiempo de tirarse a un lado y detrás
de ella oyó el roce en el aire de la espada, que no la alcanzó por los pelos.
—¿Por qué lo has matado? ¿Por qué? ¡No tenías por qué hacerlo!
La mujer morena se quitó airada una rama del pelo, mirando furibunda a
la chica.
Una ceja oscura y elocuente se alzó al tiempo que la mujer movía indecisa
la espada en la mano. Hizo avanzar al caballo, aprovechando para mirar bien a la
chica que tenía delante.
—¿Es que no sabes que esto es un campo de batalla? Para una chiquilla es
peligroso andar rondando por el bosque. ¿No crees que deberías volver a ordeñar
las cabras o recoger las aceitunas o dar de comer a las gallinas o lo que sea que
tenga que hacer una cría en la granja?
—No soy una cría... y... no soy granjera.
—¡Tengo suficiente sentido común para saber que lo que acabas de hacer
está mal! Ese hombre estaba de rodillas rogando que le perdonaras la vida. ¿Por
qué has hecho eso? ¿Por qué lo has matado? —El tono de Gabrielle pasó de
osado a suplicante, al tiempo que se le volvía a romper el corazón por lo que
acababa de ver, pues su mente no lograba comprender esa crueldad e injusticia.
El brazo con que la mujer guerrera sujetaba la espada bajó aún más y los
ojos fríos y duros se llenaron de tristeza y pesar.
Y entonces empezó a caer y girar por un vacío negro, hasta que los colores
que llenaban su visión periférica se concretaron por fin en una imagen amarilla y
en la sensación cálida de una mano en la espalda que la acariciaba tiernamente.
Se oía una voz suave, pero no eran los tonos tersos y oscuros de la guerrera, sino
una voz más grave. Se dio cuenta por fin de que era la voz de Peter, que hablaba
con calma al tiempo que le frotaba la espalda y sujetaba un cubo de plástico
amarillo justo debajo de su boca.
—Tranquila, Gabs. Eso es. Échalo todo. Todo el mundo echa la pota la
primera vez. Yo también. Tú échalo todo.
Gabrielle vomitó una vez más y luego se limpió la boca con el dorso de la
mano. Miró a su amigo, sin disimular del todo la leve expresión de rabia de sus
ojos.
—¡Santo Dios, Peter! ¿Por qué demonios no me dijiste lo que iba a pasar?
—¿A caballo? Qué va, eso son las cañerías viejas. Están atascadas y eso.
—Peter se echó a reír y se sentó en la cama, al lado de su amiga. Se rascó la cara
y bostezó—. Estoy cansado. ¿Y tú?
Y luego estaban esos ojos, esos duros ojos azules que brillaban de
inteligencia y comprensión de un mundo cruel y despiadado que Gabrielle apenas
conseguía entender.
—Sí —murmuró por lo bajo y siguió subiendo las escaleras hasta salir del
sótano.
—¡Gabrielle!
¡Mierda!
—¡Gabrielle! —El tono edulcorado sólo podía indicar que los invitados de
su madre eran personas importantes.
—Claro, hola, ¿cómo están? —Gabrielle saludó a las dos con la cabeza,
dedicándoles una sonrisa falsa.
—Va a ir a Trinity.
—¿A Trinity? Cómo me alegro por ti, querida. Estarás cerca de donde
trabaja tu madre.
Gabrielle lanzó una mirada aviesa a su madre. Ni siquiera había pedido
plaza en Trinity College. No había pedido plaza en ninguna universidad. Y si lo
hubiera hecho, desde luego que no querría ir allí.
Campo de batalla.
—Unos pocos.
Entonces, ¿por qué no aparecía Xena en los libros de historia? ¿Era una
lugarteniente olvidada del rey Filipo?
Gabrielle acabó riendo por lo bajo. A lo mejor el rey era en realidad una
reina.
—¿Qué?
—Deberes.
A lo mejor tenía algo que ver con el hecho de que su madre se hubiera ido.
Pero por alguna razón, le parecía que tenía más que ver con el firme
propósito que ahora tenía en mente. Se sentía como si tuviera una misión, algo
que tenía que hacer. Tenía que ser el destino que le daba golpecitos en el hombro,
y hasta sentía el dedo frío sobre la piel.
Ayer la droga de Peter la había llevado hasta allí: tal vez un poco más
volvería a llevarla hoy. Por alguna razón, en su mente se veía llegando justo a
tiempo para avisar a Xena de que su vida y su futuro legado corrían grave
peligro. No sabía por qué le importaba, pero así era. Y cuanto más leía sobre el
rey Filipo y su hijo, Alejandro, más quería regresar allí y advertir a Xena de que
estaba a punto de ser destronada.
Sí, un pequeño chute la había llevado hasta allí. Peter aún no lo sabía, pero
le iba a meter otro y lo iba a hacer hoy. Ahora mismo, cuanto antes, mejor.
Saludó agitando la mano a su amigo Moses, que estaba sentado con los
pies en alto en la caseta de vigilancia.
—¿Eh? ¿Un poco más? —Un poco más de qué, pensó, hasta que su mente
adormilada recordó lo que habían hecho ayer mismo. Se frotó un ojo y sonrió—.
Sabía que te iba a gustar, pero no tanto.
—No, no, claro que no estoy enganchada —contestó ella, molesta por su
reticencia.
—¿Tu madre?
—Jo, lo siento.
—Por eso quiero hacerlo temprano esta vez. Para ponerme bien y llegar a
casa antes que mi madre.
—Sí, bueno...
Peter se quedó callado, pues no sabía si debía decirle a su amiga quién era
su camello. Si no, podría empezar a conseguirla por su cuenta.
—Necesitamos un coche.
Gabrielle enarcó la ceja, dando golpecitos con el pie con aire irritado.
—Bah.
—Me alegro de que necesites algo —murmuró Peter—. Oye, ¿ni siquiera
me puedo lavar los dientes?
—¿Es que alguna vez lo haces? —preguntó Gabrielle, empujándolo hacia
arriba y a través del acceso al sótano.
—A veces eres un coñazo, ¿lo sabes, Gabs? —dijo Peter, con la voz
ligeramente apagada por el esfuerzo de izarse hasta fuera.
El contacto de Peter vivía en una casa y un barrio más agradables que los
suyos. Gabrielle esperó en el coche mientras Peter corría a la puerta y llamaba.
La puerta se abrió y Peter desapareció rápidamente en el interior, tras lo cual
tardó unos segundos en salir de la casa y volver trotando al coche.
Abrió la puerta del coche y le lanzó otro paquetito por el aire, que ella se
apresuró a atrapar.
—¿Qué es grande?
—¿Cómo?
Peter la miró sin dar crédito. No se podía creer que ya estuviera tan metida
en el tema.
—No sé. Cientos. Miles. ¿Y yo qué sé, si apenas llego a los veinte cuando
compro?
Nunca me había dado cuenta, pero qué voz tan cálida tiene, pensó al
cerrar los ojos. Entonces tomó conciencia de que había otras voces que hablaban
y que la voz grave y cálida no era en absoluto la de Peter.
Gabrielle luchó por abrir los ojos, pero no la obedecían. Sabía que estaba
de pie, pero se tambaleaba por el vértigo y tenía miedo de caerse si no lograba
abrir los ojos pronto.
Entonces esa voz oscura y suave le llenó los oídos y se le abrieron los ojos
de golpe por reflejo.
—Con la Hueste Sagrada de Tebas o sin ella, no tienen nada que hacer —
oyó que contestaba Xena.
Gabrielle no lo veía, pero supo que Xena estaba sonriendo, pues el joven
oficial le sonreía a su vez mostrando su acuerdo.
Xena se echó a reír junto con los pocos hombres que se rieron con ella.
Gabrielle supo que Xena sonreía de nuevo porque todos los generales casi
relucían ahora de confianza.
—Por supuesto que han aceptado. Y por el momento, mientras creen que
cuentan con un indulto, tomaremos la siguiente ciudad de Naupacto, aquí, y
luego dejaremos un pequeño contingente de defensa en Delfos. El resto de las
tropas lo situaremos en Queronea. —Xena fue señalando el orden con la punta de
un cuchillo, que sacó aparentemente de la nada y clavó en el mapa.
Gabrielle sonrió de oreja a oreja. ¡Lo había conseguido! Estaba aquí, justo
antes de la batalla de Queronea. Ahora podría advertir a Xena de una posible
conspiración en su contra, dentro de sus propias tropas.
—Pensaba que a lo mejor querías compañía, alguien con quien hablar, con
quien repasar ideas —dijo el joven, rodeando la mesa—. Sé que te vas a pasar
toda la noche levantada estudiando esos mapas.
—Lo sé, lo haré —replicó Xena, dándole otra palmadita en el brazo. Ante
la mirada desconfiada de Alejandro, añadió—: Lo prometo.
Tenía que avisarla, tenía que avisarla ahora mismo. Saliendo de detrás del
pliegue, Gabrielle tomó aliento, armándose de valor para anunciar su presencia.
Sin aviso, Xena atacó con la espada. La estocada era sólo para cortar la
piel, una advertencia, no un golpe mortal, pero la hoja pasó a través sin dejar ni
una marca. A Xena se le dilataron los ojos por la sorpresa y volvió a atacar, de
revés, esta vez con una estocada cuya intención era cortar a la chica en dos. Una
vez más, pasó a través de Gabrielle como si no estuviera allí.
Gabrielle bajó las manos, aunque la guerrera no le había dicho que podía
hacerlo.
Xena dejó caer el brazo con la espada, al darse cuenta de que era inútil
contra la chica, con independencia de lo que fuera.
—¿En serio? —Enarcó una ceja al tiempo que se ponía las fuertes manos
en las caderas—. ¿Y cómo me va a ayudar el fantasma de una cría?
—Ya te lo he dicho, no soy una cría. Soy una mujer. Ya tengo dieciocho
años. Tengo mi propio coche. Termino el instituto dentro de dos semanas y luego
voy a ir a la universidad... bueno, probablemente... aunque no quiero, pero mi
madre me va a obligar a ir de todos modos, aunque eso no viene al caso. La
cuestión es... —Gabrielle se calló un momento para tomar aliento.
La rubia parecía tan ofendida que Xena estuvo a punto de estallar otra vez,
pero se tragó la risa.
—Gabrielle.
Xena advirtió el rubor que subía por las mejillas de la chica y sonrió.
—¿Así que dices que has venido a ayudarme? ¿Mi propia dríada custodia,
tal vez?
—¿Dríada? —preguntó Gabrielle, sin comprender la palabra.
—Da igual.
Esa idea no se le había ocurrido, pero tal vez era exactamente eso.
Xena resopló.
—¿El rey Filipo de Macedonia? No hay ningún rey Filipo. ¿Qué clase de
oráculo eres? —Xena se apartó, otra vez llena de desconfianza.
—Vale, vale. No hay un rey Filipo. Pero hay un Alejandro, ¿verdad? —
afirmó Gabrielle, señalando con el dedo la entrada por la que hacía poco que
había salido el mencionado soldado.
—Eso mismo.
—¿Pero? —la instó Xena con una sonrisa de orgullo, fascinada al oír los
detalles del posible escenario de batalla que ella misma se había imaginado
verbalizados por una fuente tan inesperada.
—No, no atacarás la ciudad por la línea más débil que han puesto ahí
justamente para tentarte. Atacarás a los tebanos, aquí, con tu flanco izquierdo,
porque tú sabes... y yo sé... que si los tebanos caen, ¡se derrumba toda la
enchilada! Los atacarás con tus mejores soldados, tu caballería pesada al mando
del mejor comandante de tu ejército.
—Por supuesto.
—Pues eso quiere decir que entre este momento y tu victoria en Queronea
va a pasar algo... y te va a pasar a ti.
La aguda inteligencia había vuelto con toda su potencia a los ojos de Xena
mientras repasaba la lógica. Así pues, era cierto, la chica era una especie de
oráculo fantasmal enviado tal vez por los dioses, tal vez por el dios de la guerra
en persona. Fuera lo que fuese, no era de carne y hueso, de eso estaba segura. No
sabía qué era un libro de historia, pero sin duda le había dado a la chica un
montón de información sobre una batalla que, hasta este momento, sólo había
estado planeada en el campo de maniobras tácticas de su propia mente.
Xena avanzó hasta colocarse muy cerca, lo más cerca que había estado
hasta ese momento. Gabrielle tuvo que levantar la mirada hasta unos ojos que
amenazaban con tragársela entera.
Y entonces una capa de oscuridad cayó sobre sus ojos y Gabrielle supo
que se estaba alejando del único sitio donde habría preferido quedarse.
La casa estaba vacía y en calma, fría y silenciosa como una tumba, pero de
una forma maravillosa. Estaba así cada vez que su madre se iba de viaje de
negocios, y Gabrielle había aprendido a valorar estos momentos, por solitarios
que fueran. Se producían a menudo, pero no lo suficiente, en su opinión. Sin
temor a llamar la atención al entrar, Gabrielle cerró con estrépito la pesada puerta
de entrada y cruzó con paso tranquilo el vestíbulo hasta las escaleras.
Estaba derrengada.
Con las piernas cansadas, subió despacio las escaleras hasta su cuarto y,
una vez allí, se dejó caer en la mullida cama blanca con un suspiro. Echó un
vistazo rápido a la radio despertador. Dios, había ido a casa de Peter, había
pillado droga, se había lanzado a un viaje alucinante de ida y vuelta en alfombra
mágica a la antigua Grecia, se había vuelto a colocar, se había quedado dormida
un rato mientras se le pasaba el pedo y había vuelto a casa... todo ello antes de las
tres de la tarde.
Qué día.
Alzando las manos, se frotó despacio los ojos y las sienes. Alucinación.
¿Era una alucinación? ¿Era un sueño, por vívido que fuera, pero un sueño al fin y
al cabo? Pero le parecía muy real, pensó contemplando el techo, imaginando esos
ojos azules clavados en los suyos.
—¡O quiere decir que los puñeteros libros de historia sólo dicen
chorradas! —vociferó y tiró el libro de texto al otro lado de la habitación. Se
estampó en la pared opuesta y cayó al suelo, del revés, con las tapas y las páginas
arrugadas sobre la alfombra.
—¡Maldita sea!
Alejandro sonrió.
Xena le hizo un gesto para que saliera de las sombras y se acercara a la luz
dorada de la vela vacilante.
—Sí —confirmó él, acercándose y mirando la mesa para ver qué estaba
estudiando con tanta atención—. Te has pasado toda la noche en vela estudiando
los mapas, ¿a que sí?
—Vaya, así que no estás tan seguro como antes hiciste creer a los otros.
Sé muy bien que estamos en desventaja. ¿Qué es lo que quieres decir?
—Lo que quiero decir es que deberíamos pensárnoslo un poco más. Has
enviado un tratado de paz y Stratocles lo está estudiando. A lo mejor no es
necesario que nos enfrentemos a todo el ejército ateniense. Si acepta nuestros
términos, sería como una rendición, ¿no? Podemos conseguir el mismo resultado
y vivir para luchar otro día.
—No, sí, no... o sea, contigo al mando, tal vez. No lo sé. Lo que sí sé es
que nos superan con creces en número.
En lugar de responder, Xena se volvió y cogió su espada, que estaba
apoyada en un poste de la tienda, hizo un molinete con ella y se la metió en la
vaina que llevaba a la espalda.
—No entiendo por qué a los hombres nunca les entra en la mollera...
Hasta donde alcanzaba la vista, fueron pasando ante largas filas de lanzas,
de entre cuatro y cinco metros de alto, con puntas de hierro tan afiladas que
podían atravesar cualquier tipo de escudo o peto conocido actualmente por el
hombre. Cuando su falange estuviera en posición y colocaran bien esas lanzas,
los desprevenidos atenienses cargarían contra un bosque impenetrable formado
por dieciséis filas de lanzas con punta de hierro capaz de atravesar armaduras.
Otra patada con los talones y Argo aceleró el paso hasta ponerse a trote
largo. Alejandro agitó las riendas para instar a su propio caballo a seguir el ritmo.
Tan embelesado estaba al darse cuenta de esto que casi se quedó atrás
cuando Xena puso a su caballo al galope. No muy lejos, vio su flanco izquierdo:
la formación del batallón más extraordinario de todos los ejércitos de los que
tuviera conocimiento.
Usando sólo las rodillas, Xena hizo girar a la yegua dorada, deteniéndola
de forma muy espectacular. Alejandro tiró de sus riendas sorprendido, pues
estaba a punto de sobrepasarla, y apenas consiguió colocar a su propio semental
oscuro a su lado.
Alejandro casi soltó una exclamación cuando sus ojos lograron enfocar la
vista en el horizonte. El enemigo los esperaba, formado en apretadas falanges
como un tablero de ajedrez a apenas un campo de cultivo de distancia. Los
atenienses, que tendían a hacer la guerra al estilo de los romanos, llevaban
buenas armaduras y un armamento mucho más caro que el de sus propias
fuerzas: a fin de cuentas, tenían a su disposición la riqueza de la gran ciudad de
Atenas. Todos los hombres de las primeras líneas llevaban túnicas de combate de
cota de malla de hierro, y los hombres que iban detrás llevaban petos de bronce o
de anillos de hierro. Alejandro lo sabía por los destellos intermitentes de brillante
luz plateada o dorada cuando los soldados se movían incómodos bajo el calor del
sol que seguía subiendo.
Tragó saliva, pensando que su enemigo parecía una ola interminable de
hombres a punto de alzarse como un maremoto para llevárselos a todos ellos por
delante.
—No creía que hubiera tantos atenienses en el mundo —dijo él, sin
apartar los ojos del espectáculo del formidable ejército bien protegido y bien
armado que tenían delante.
El grupo de hombres más cercanos a ellos se echó a reír. Tal vez se reían
demasiado fuerte, pero al menos todos habían dejado de mirar a los atenienses
con horrorizada fascinación.
—¡No hay uno solo de vosotros! —gritó Xena, con más fuerza para que la
pudieran oír más soldados—. No hay un solo ateniense entre ellos que tenga la
capacidad que tenéis vosotros aquí hoy. Ninguno que pueda seguir en la silla al
tiempo que lanza una jabalina con las dos manos, ¿verdad? ¿Como podéis
vosotros? —afirmó, señalando a soldados concretos con la hoja de su pesada
espada, que alargaba con facilidad, mostrando los músculos del brazo que se
agitaban bajo la piel bronceada.
—Juntos, hemos creado este ejército para acabar con su democracia falsa
y corrupta. Nos hemos entrenado mucho tiempo y muy duro para este día. Pues
aquí estamos, juntos. Tracios y tesalianos: ¿alguna vez soñasteis que sería
posible? ¡Pues aquí estamos! Hoy, todos somos macedonios, el mejor ejército
que haya aplastado jamás la hierba de un campo de batalla. Hoy termina el
dominio de los atenienses sobre nuestras vidas —gritó mientras cabalgaba,
ganando velocidad, y su voz resonaba con fuerza y sinceridad en el callado y
caluroso amanecer—. Se acabó el pago de impuestos por falsas promesas de
protección. Se acabaron los ataques de los señores de la guerra contra nuestras
ciudades y aldeas. ¡Hemos hecho este ejército para luchar por nosotros mismos!
¡Ahora podemos proteger lo que es nuestro! ¡Y lo que será nuestro es todo lo que
vemos!
Un destello de luz que captó por el rabillo del ojo llamó la atención a
Xena. Usando las rodillas, hizo volver a Argo al frente de su línea y se volvió de
cara a su enemigo.
Aunque Argo golpeaba excitada con los cascos, Xena se mantenía firme
en su sitio. Su mirada imperturbable buscaba a Teágenes, el comandante de la
Hueste Sagrada de Tebas. Lo encontró en el extremo izquierdo de su línea y
observó con atención su lenguaje corporal. Stratocles le había dado una orden
frenética para que cargara, pero era evidente que en ese momento no estaba
dispuesto, mientras observaba la caída del centro de sus aliados.
Azuzó a Argo, fingió una estocada contra el cuerpo que hizo bajar la
espada a Teágenes, y con todo el poder de Ares impulsando su espada, Xena
inició la estocada que cortaría la cabeza al comandante tebano.
Xena soltó una exclamación ante lo que veía. La chica, Gabrielle, había
acabado metida en el campo de batalla y estaba de rodillas en el suelo a punto de
ser empalada por la lanza de uno de sus propios hombres.
Gabrielle se arrodilló por encima de ella, diciendo algo, pero por alguna
razón Xena no la oía: sólo oía el ruido áspero de su propia respiración al entrar y
salir y algún que otro choque metálico cuando Alejandro y algunos de sus
hombres se defendían de unos pocos ataques aquí y allá.
Si esto era lo último que iba a ver, prefería mirar a esos ojos verdes que el
contorno humeante de cadáveres putrefactos, que era lo único que veía desde
donde estaba tirada.
—Supongo que todo ocurre exactamente como debe ocurrir —le comentó
en voz baja a la imagen desvaída de su ángel de la guarda.
2
Gabrielle se sentó de golpe en el oxidado camastro, soltando una ronco
grito de negación que quedó apagado por el estampido de la puerta al abrirse en
lo alto de las escaleras y el ruido de unas botas pesadas que bajaban a toda prisa
hacia el sótano. Unas sombras bailaron por las paredes, contornos de formas
oscuras que entraron corriendo en el sótano, apartando viejos cartones, y se
echaron encima de ellos tan deprisa que ninguno de los dos pudo reaccionar.
Sus ojos fríos brillaban de risa engañosa al ver primero a los agentes,
luego a Peter y por fin a su propia hija, medio echada en un catre viejo sucio
mirándola a su vez con una curiosa mezcla de alarma, miedo, desafío y
aturdimiento provocado por la droga.
—Vaya, pero qué bonito —dijo burlona, observando la estancia lúgubre y
llena de trastos y el estado de su hija y su amigo.
—Dicen que la valía de una persona se mide por las personas con las que
se trata —continuó mientras avanzaba, mirando con sorna a Peter, que seguía
teniendo problemas para mantener los ojos abiertos.
—Esta vez te has superado, Gabrielle. —Dejó de sonreír y asintió una vez
al agente—. Levántela de ese nido de pulgas.
Su madre se volvió de nuevo hacia Peter. Sus largos dedos le agarraron las
mejillas pellizcándoselas dolorosamente y le levantaron la cabeza caída.
—Oh, ya lo creo que puedo, querida, dulce y cariñosa hija mía —dijo su
madre al tiempo que salía de las sombras. Doblándose con elocuencia por la
cintura, cogió la jeringuilla, que se había caído al suelo—. Esto —dijo,
sujetándola con evidente asco con la punta de los dedos—, es de lo más ilegal. —
Le lanzó la jeringuilla a uno de los agentes, que apenas logró atraparla sin
pincharse—. Créeme, me gustaría encerrarte en chirona a ti también. Te vendría
muy bien. Pero no puedo tenerte lejos de mi vista... ni por un instante. Necesito
tenerte cerca. Muy cerca. —Un segundo bofetón cayó sobre la mejilla de
Gabrielle, y el agente estuvo a punto de tropezar hacia atrás por la fuerza del
golpe—. ¿Cuándo vas a aprender a no joderme?
—¡Usted! Cierre la puta boca —soltó su madre con furia, clavando ahora
la mirada en el hombre—. No se le paga para que piense. Y, desde luego, no se le
paga para que hable. A ninguno de ustedes —dijo, posando los ojos en los tres
hombres—. Si aparece la menor insinuación de todo esto en los periódicos, me
encargaré de que los tres acaben con el culo metido en los infiernos más
profundos, oscuros y peligrosos de Oriente Medio. ¿Me entienden?
Qué animal tan bonito, pensó, sonriendo con aprecio al ver el reluciente
pelo dorado del hermoso caballo de guerra. Alargó la mano y la cruz de la yegua
se estremeció bajo la caricia delicada cuando le tocó el suave y cálido pelo para
saludarla. El caballo la saludó a su vez con un resoplido, pegándose a la caricia.
Cuando miró a su jinete, unos ojos increíblemente azules y una sonrisa medio
disimulada le dieron la bienvenida. Un brazo fuerte se alargó hacia abajo y ella
aceptó de buen grado la mano que se le ofrecía, agarrándose al antebrazo sin
dudar para ser izada con tranquila elegancia y poder hasta la silla. Sus caderas se
acomodaron en el sitio, sus piernas se apretaron contra las piernas más largas y
fuertes que estaban delante y sus manos, tímidas al principio, se agarraron a una
cintura esbelta para mantener el equilibrio. Las piernas de la guerrera se
flexionaron, poniendo en marcha al caballo, y ella tuvo que inclinar la cabeza
para esquivar los mechones de sedoso pelo negro que se levantaron de los
hombros musculosos. Las manos tímidas se hicieron más osadas, haciendo que
sus brazos rodearan por completo la cintura cubierta de cuero, y pegó la mejilla a
una espalda cálida, sonriendo.
Éste era el sitio que le correspondía, aquí mismo. Éste era su sitio, su
corazón, su karma, su destino: para siempre jamás. ¿Cómo era posible que sus
almas estuvieran separadas por tanto tiempo, tanta distancia?
—No, basta —gimió, sin querer salir del sueño. Un ruido, el crujido de
una cama y el peso de unas pisadas la estaban alejando de la paz de esta visión,
de la fantasía donde vivía su auténtica vida. Sabía que estaba soñando, pero no
quería despertarse: cada segundo que pasaba despierta, más lejos estaba, mayor
era la mentira.
Gabrielle se frotó los ojos y luego se pasó las manos por el largo pelo
rubio. Los sedosos mechones amarillos se colocaron en su sitio y siguió la
espalda de Evelyn con ojos cansados cuando su amiga salió del cuarto.
Evelyn le caía bien, pero la mujer tenía problemas serios, uno de los
cuales era una adicción profunda al alcohol. De hecho, la mayoría de los chicos y
chicas de esta clínica privada le daban mil vueltas con sus adicciones. Y los que
no tenían problemas relacionados con las drogas o el alcohol estaban ahí
encerrados, como Gabrielle, porque sus padres no querían cargar con ellos. Pero
daba igual lo elegante o exclusiva que aparentara ser la clínica: la habían enviado
aquí como si fuera una condena de cárcel, juzgada, hallada culpable y
sentenciada por un jurado compuesto por una sola persona: su madre.
Era curioso que después de tantos años de colegio huyendo de los libros,
ahora Gabrielle descubriera que prefería pasar el día en la pequeña biblioteca de
la clínica con la nariz hundida en uno. No había en absoluto una gran selección
de material de lectura donde elegir, y la biblioteca tampoco estaba organizada
siguiendo orden alguno. Al parecer, las palabras "caro" y "exclusivo" no incluían
el uso de una biblioteca que siguiera el sistema decimal Dewey. Algunas novelas
románticas, como Un jardín bajo la lluvia y Tormenta tropical, llenaban los
estantes junto con diversos géneros igualmente populares, pero que no tenían
nada que ver, casi todo ficción.
Los dedos de Gabrielle fueron pasando por una fila, acariciando a Stephen
King y Anne Rice, ignorando a Nora Roberts y Tom Clancy, y por fin se posaron
en un viejo libro de texto titulado Grecia y Roma en guerra. Era uno de los dos
libros que no eran de ficción y que había encontrado hasta ahora en la biblioteca:
el otro era Casa y hogar de Martha Stewart.
Sacó su elección del estante y se dejó caer en una silla de una mesa cerca
de la ventana. Hacía un día precioso, pues el verano estaba en pleno apogeo.
Podía pasear por los jardines que rodeaban la clínica, eso estaba permitido. Pero
cada vez pasaba más tiempo en esta pequeña biblioteca, leyendo una y otra vez el
único libro que tenían sobre Grecia antigua.
—¿Qué haces?
—¿Por qué estás tan nerviosa? ¿Qué hay en ese libro... es porno? —Los
ojos de Evelyn recorrieron la página abierta—. Grecia y Roma en guerra, ¿eh?
¡Oye, a mí también me gustan los soldados!
—Cuando dices "salir" te refieres a salir tipo "dar un paseo por los
jardines", ¿verdad?
—Estás loca.
—Ni hablar.
—No, para nada. Y además, ¿en qué clase de lío nos podríamos meter si
nos pillan? ¿Qué nos van a hacer? ¿Obligarnos a fregar los platos?
Gabrielle suspiró.
—Vamos, ¿qué es lo peor que nos pueden hacer? Las dos estamos aquí
voluntariamente... por lo menos yo, y tú... tú estás aquí por voluntad de tu madre.
Lo peor que pueden hacer es decírselo a tu madre.
—Eso precisamente es lo que me da miedo.
—¿Tengo razón?
—Oye, me aburro. En este sitio sólo hay tíos sobrios, y no hay nada más
aburrido que un tío sobrio.
—No he dicho que vaya a beber, sólo quiero pasar un rato con tíos guapos
que lo hagan.
Gabrielle apoyó los codos en la mesa, tapándose la cara con las manos y
sacudiendo la cabeza sin dar crédito.
—Evelyn, estás loca.
—Sí.
—Sí.
—Estás mintiendo.
—No.
—Sí.
—Que no. Te lo juro por mi vida. —Evelyn levantó la mano, con los
dedos cruzados en un solemne juramento.
—¿Cómo lo has...?
Gabrielle se pasó la lengua por los labios. Una noche fuera, una sola
noche. Costaba resistirse, pero no estaba convencida del todo.
—Tienes que tener veintiún años para beber en un bar. Tú tienes la misma
edad que yo. ¿Cómo has entrado?
—No he bebido... bueno, a lo mejor una vez. Pero nada más —añadió
Evelyn apresuradamente—. Además, no lo comprueban.
Escabullirse para tomar una copa y divertirse: sonaba demasiado bien para
decir que no.
Gabrielle tamborileó con los dedos encima del libro. Lo miró y jugueteó
un momento con los bordes de las páginas amarillentas, toqueteando los
pequeños pliegues de las esquinas superiores derechas, las marcas que había
dejado en las pocas partes de interés. No cabía duda, estaba hartísima de leer los
mismos párrafos una y otra vez.
—Y no te han pillado.
Evelyn resopló.
—¿Y bieeeen?
¿Qué es lo peor que podría pasar?, se preguntó Gabrielle una vez más.
Le parecía que llevaba tan sólo unos segundos flotando en ese sueño
glorioso cuando la sombra oscura de Evelyn entró tambaleándose en la
habitación y la despertó al chocar con una papelera.
—No estoy borracha, sólo un poquito pedo —dijo Evelyn arrastrando las
palabras. Tropezó con sus propios pies al intentar rodear la cama.
—No, qué va —rió Evelyn mientras luchaba por quitarse los zapatos.
—No puedo permitir que mi única amiga use agujas sucias —comentó
Evelyn al tiempo que se quitaba la camiseta.
—Ve al baño. Mira debajo del lavabo. Hay una caja de bolsas herméticas
extragrandes. Haz pis ahora en la bolsa y métetela en la cama, para que se
mantenga caliente.
—Asegúrate de que la bolsa está bien cerrada. Deja que te diga que no
tiene la menor gracia si se te derrama en las sábanas —murmuró atontada.
Agarró el paquete con una mano y una jeringuilla con la otra, se levantó
de la cama y echó a correr por la habitación rumbo al baño sin pensárselo más.
Gabrielle esperó hasta que se le pasó el mareo antes de abrir los ojos. Olía
la diferencia, la sentía en la piel, y sabía sin ver que una vez más había hecho lo
imposible y había cruzado el abismo del tiempo.
Saltó a un lado para salir del estiércol y el brusco movimiento hizo que
unos caballos que pastaban allí cerca patearan alarmados el suelo, tan
sorprendidos como se quedó Gabrielle al descubrir que estaba en medio de un
corral. Entonces Gabrielle vio a la bonita yegua que estaba más cerca de ella,
pastando con calma, sin el menor miedo, al parecer. El pelaje rubio y la crin casi
blanca del caballo relucían a la tenue luz de la media luna, y aunque el caballo
era uno de los más grandes del grupo, Gabrielle no estaba preocupada por su
seguridad, pues reconocía a este caballo de color crema aunque no hubiera visto
al animal en toda su vida y, lo que era más extraño, el caballo parecía conocerla a
ella.
Gabrielle se asomó por detrás de la grupa del caballo para ver quién
hablaba. La voz era la de Parmenión: lo reconoció por su pelo gris plateado. Pero
el hombre con quien hablaba estaba de espaldas a ella, apoyado en un poste de
madera.
—Salmoneus.
—Ya, te juro que ese hombrecillo no es más que sílabas y lengua. Me han
dicho que una vez un rey le pagó un pequeña fortuna sólo para que se callara.
Gabrielle pegó otro manotazo a la cola de Argo mientras veía cómo se reía
Alejandro.
—Ya, pues sigo sin comprender por qué hemos hecho eso. Nuestros
hombres lucharon con mucho esfuerzo. Se merecían entrar por las puertas de
Atenas con una marcha triunfal. Y en cambio, se cuela el tal Salmoneus y a
nosotros nos toca avanzar por un pantano de Esparta.
—No va a morir.
—Xena odia a Esparta tanto como a los romanos, y mira lo que les hizo a
esos.
—Con suerte, amigo mío, ocurrirá antes de lo que piensas. Vas a ser un
gran dirigente, Alejandro. Ya te estoy viendo.
Con los ojos como platos, Gabrielle salió de puntillas de detrás de la grupa
de Argo.
Sacudió la cabeza para aclararse las ideas y se apartó del caballo. No tenía
tiempo para dedicarse a este nuevo misterio. Tenía que concentrarse y pensar
rápidamente.
Probablemente muriendo.
Tenía un plan. Bueno, un plan tal vez no, pero una idea sí, o al menos la
semilla de una idea. Ahora, lo único que tenía que hacer era plantar esa semilla.
—Pan comido —dijo Gabrielle, sin hacer caso del resoplido con que
respondió Argo, y atravesó corriendo la madera del cercado para adentrarse a
toda velocidad en la noche.
Esquivar a los centinelas, esquivar unos cuantos miles de hogueras,
encontrar la única tienda en un mar de tiendas donde yacía Xena recuperándose y
luego esquivar a un par de guardias: no era tan difícil, ¿no?
—¿Eh? —Se volvió hacia él, fingiendo sorpresa—. ¿Me dices a mí?
Los ojos del hombre se trasladaron hacia el sur. Acostumbrado a las largas
y amplias faldas de la época, no solía ver las posaderas de una mujer con tanta
claridad. Poco a poco, la lanza fue bajando.
—¿Puedo ir a la fiesta?
Los ojos del hombre seguían apreciando las bonitas curvas de esa parte
anatómica claramente definida.
—Oh, sí...
Gabrielle se dio la vuelta y continuó avanzando por entre los árboles hasta
entrar en el campamento.
Guiñó los ojos, atisbando a la suave luz de las velas, en busca de ese pelo
negro y esos ojos azules, hasta que se fijó en una cama baja, un catre colocado a
salvo en un rincón del refugio de campaña. Avanzando lo más deprisa y
sigilosamente que pudo, se acercó de puntillas hasta colocarse en silencio junto a
la cama para ver quién yacía en ella. Cubierta con cálidas mantas de lana y una
colcha hecha a mano había una figura que dormía apaciblemente. No había duda,
era Xena. El pelo oscuro cubría como un abanico una sencilla almohada, tenía los
labios ligeramente entreabiertos y la respiración profunda, pero congestionada.
Gabrielle se inclinó para verla mejor y lo que vio estuvo a punto de pararle el
corazón. La mujer parecía pálida y frágil, al borde de la muerte.
—Me alegro —dijo Gabrielle, aliviada—. Entonces, ¿por qué has dicho
que te sentiste humillada?
Xena se tapó la herida ya curada con la camisa de dormir y colocó bien las
mantas, luego dio unas palmaditas en el espacio libre que quedaba en la cama a
su lado.
—Siéntate.
—Vaya, gracias. Supongo que ahora tú también me vas a decir que tengo
que descansar y beber más líquidos.
—No sé muy bien qué es una semana, ¿pero deduzco por tu expresión que
es mucho menos que un invierno?
—¡El Monte Olimpo! —exclamó Gabrielle, riendo—. Jo, no. No soy una
diosa.
—No he dicho que seas una diosa, pero esto de que "un momento para ti
es como un ciclo completo de estaciones para mí" es algo que podría decir Ares
—dijo Xena con cara seria.
—Será mejor que no digas eso muy alto, porque no le va a hacer gracia.
—Bueno, ésa sí que es una larga historia. ¿Cuánto tiempo tienes antes de
vomitar y desaparecer, lo sabes?
—Ja ja ja —replicó Gabrielle, arrugando la nariz al mirar a la guerrera—.
No, no lo sé. Supongo que depende de la droga... tal vez de lo potente que sea o
de la cantidad que tome. Pero no estoy segura. Es distinto cada vez.
—Sí, heroína. Es una droga que se saca de la morfina, sólo que mucho
más fuerte. —De repente cayó en la cuenta de una cosa—. La morfina se saca de
unas amapolas. Es un opiáceo. Opio. Vosotros teníais opio en esta época, estoy
segura, ¿verdad?
—¡Oye! Tú no puedes decirme lo que debo hacer. ¡No soy tu hija! —Los
ojos de Gabrielle volvieron a llenarse de fuego, como reacción natural al oír a
alguien, a cualquiera, diciéndole lo que debía o no debía hacer.
—Ya sé que no eres mi hija. ¡Pero sigues siendo una cría que está jugando
con algo de lo que no sabe absolutamente nada!
—No lo eres —repitió Gabrielle, añadiendo una risilla junto con otro
gesto de incredulidad.
Y efectivamente, miró bien a Xena, sus bellas facciones, sus ojos claros, el
pelo largo y revuelto, y cómo, incluso enferma y en cama, parecía fiera y
peligrosa.
—Vale, eres una guerrera, lo reconozco. Una gran guerrera, incluso... pero
no una señora de la guerra. Eres la brillante comandante del ejército macedonio,
una Princesa Guerrera —afirmó Gabrielle con decisión.
—¿Conquistadora?
—¿Eso es todo?
—Y a mí, por supuesto, al frente de mis tropas, colgando como una uva
madura a la espera de ser cosechada.
—Erais el cebo.
—Lo dejé formado al otro lado de un pantano asqueroso que hay al norte
de la muralla de la ciudad. Esparta llevaba décadas cuidando de ese pantano. Se
ha tragado a muchos enemigos que se batían en retirada en otros asedios del
pasado, deja que te diga.
—¿Pero esta vez no?
—¿Cuántos?
—Demasiados.
—Lo ves, por eso te digo que no eres una malvada señora de la guerra.
Una malvada señora de la guerra no lamentaría la pérdida de soldados.
—Quemaréis la ciudad.
—Ése es el plan.
Gabrielle suspiró, juntando las manos. Éste era el momento. Ésta era su
oportunidad.
—¿No?
—Bueno, supongo que podría serlo, si se lucha sin propósito. ¿Qué razón
tienes tú para hacer la guerra, Xena? Diriges a estos hombres hacia delante, hacia
la victoria. ¿Se trata de hacer la guerra por la guerra o con ese medio persigues
un fin?
—Quiero unir a Grecia bajo una sola bandera. Quiero que seamos fuertes,
que nuestras fronteras estén protegidas contra invasores de Persia, de Roma.
Quiero desmantelar las ciudades-estado. Quiero proteger a los pequeños pueblos
de los ataques constantes de la bandas de señores de la guerra que merodean por
allí...
—¿Qué?
—No es tu corazón.
—Atacando a Persia.
—Tengo que vengar los crímenes que Jerjés cometió contra los templos
de los dioses griegos, el de Ares en particular.
—Bueno, él fue quien me dio el poder para hacer lo que hago y, a cambio,
yo le prometí hacer la guerra. Ése fue el trato.
—Dile que te estás ocupando de unas cosas en casa antes de viajar fuera.
—Sí.
—¿Por qué no? Eres su elegida, ¿no? Hasta ahora ha confiado en ti.
Era demasiado, pensó Xena enarcando las cejas hasta el flequillo, la chica
estaba loca. Aunque, por otro lado, sólo por ver la cara de Parmenión cuando le
diera la orden podría merecer la pena.
—¿Quién, yo?
—Deja que se vayan a casa. Con el tiempo, volverán para luchar a tu lado
y esta vez por voluntad propia. Ah, y construye un monumento en Tebas en
honor de la Hueste Sagrada que masacraste.
Se quedaron así largos segundos, mirándose a los ojos, hasta que por fin
los labios de Xena se curvaron hacia arriba con una leve sonrisa de aceptación.
—¿Qué dices?
—Por favor, por favor, ten cuidado —suplicó Gabrielle, sin la menor gana
de apartar la mano, aunque la misteriosa sensación había desaparecido.
—No te fíes de él —le advirtió Gabrielle moviendo los labios sin voz.
—Está bien, está bien —dijo Gabrielle sin voz, alzando las manos para
tratar de calmar a la guerrera antes de que las descubrieran.
Por un instante, antes de que Gabrielle desapareciera del todo, sus ojos se
encontraron y ambas mujeres se dieron cuenta de que el tiempo que tenían para
estar juntas se estaba acabando.
Cuando Alejandro se volvió para ver con quién podía estar hablando
Xena, allí no había nadie.
Con la rabia saciada por el momento, se dejó caer en una butaca y torció el
gesto.
Esto no debería estar pasando. Su poder tendría que ser ahora demasiado
grande para que nadie, hombre o mujer, pudiera rechazarlo. Había pronunciado
los hechizos adecuados, de eso estaba segura. Había hecho lo que debía hacer en
el momento preciso para asegurarse de que todas las mentes presentes estuvieran
sometidas a su control, todas enfocadas a un mismo propósito: el suyo.
Pero por otro lado, estaba esa sensación... esa ligera sensación de... algo.
Lo había percibido y no había hecho caso: en el momento le pareció muy
insignificante. Pero algo había cambiado. Una leve variación, pequeñísima, pero
real. Una disminución de su poder... una sensación de haber perdido algo.
¡Estúpida!
Apartó los dedos de la nariz, cerró el puño y golpeó el brazo de la butaca.
Sus oscuros pensamientos se posaron en su hija.
Y Xena era la fuente que alimentaba ese volcán: su destino alterado había
condenado por fin a su alma al lugar que le correspondía de verdad, atormentada
en las llamas internas de la desdicha. Qué ironía tan placentera, pensó, soltando
una risita de felicidad.
Pero se había producido un pequeño cambio, suficiente apenas para que su
conexión quedara interrumpida momentáneamente, como una burbuja de aire en
la lava que hubiera reventado con un siseo antes de seguir corriendo. Le había
supuesto un ligero retroceso, pero no la ruina. Algo había provocado esa
interrupción, pero no tenía ni idea de lo que podía ser.
La sección era distinta. Por increíble que pareciera, las palabras habían
cambiado. El capítulo ya no describía la destrucción total de la ciudad de Esparta.
Los ojos de Gabrielle recorrieron el texto del libro que se había vuelto a
escribir milagrosamente mientras pasaba a describir la paz común y la alianza
que se había forjado entre todos los estados griegos. Se constituyó una liga
federal helénica, encargada de tomar decisiones comunes por medio de un
consejo en el que estaba representado cada estado según su tamaño y su
importancia militar. Un comité supervisor permanente formado por cinco
presidentes tenía su sede en Corinto, mientras que el consejo mismo mantenía
reuniones generales durante las cuatro festividades panhelénicas más
importantes, en Olimpia, Delfos, Nemea y el Istmo, siguiendo un sistema de
rotación.
Y por último, pero no por ello menos importante, según leyó Gabrielle con
una sonrisa en los labios, se erigió una bella estatua de mármol en Tebas,
esculpida por los mejores artesanos de la época, en honor de la Hueste Sagrada
que había perdido la vida con valor en la batalla de Queronea el 2 de agosto de
338 a. de C.
El opio es una droga poderosa que se conoce desde hace miles de años.
Una droga mística, había dicho Xena. Bueno, sin duda ahora estaba ocurriendo
algo místico: había otra fuerza en juego —imposible de explicar por nadie— que
las unía.
¿Y qué podía hacer ella para averiguarlo? Había hecho una promesa: no
más heroína.
—¿Seguro?
—Sí, lista.
—Pues hazlo otra vez. —Evelyn abrió los ojos, irritada—. Eso es. —
Observó atentamente mientras Gabrielle tomaba aliento profundamente y lo
aguantaba un segundo antes de soltarlo—. No tienes que aguantarlo, tú respira
profundamente y con comodidad. Despacio. Deja que el oxígeno te llene los
pulmones. Concéntrate en la respiración. Respira normalmente, como un ser
humano... los humanos no nos planteamos que respiramos, sabes. Ahora, lo que
quiero que hagas es que pienses sólo en respirar. Piensa en el aire limpio que te
llena los pulmones y envía oxígeno por todo tu cuerpo...
¿Juegos de guerra? ¿Con Roma? Por los dioses, no era mala idea en
absoluto.
—Ya... juegos —repitió Xena, al tiempo que sus ojos volvían al jardín y a
la jovencita, que acababa de desaparecer por una puerta que llevaba a la cocina—
. Los detesto.
Sin decir nada más y ante el asombro de Alejandro, Xena saltó por encima
de la barandilla de mármol del balcón, aterrizó limpiamente de pie y salió
corriendo, en persecución de la chica.
—Por lo que sé, ha ido en pos de una cosita linda de pelo rubio que
acababa de pasar correteando por el jardín.
—Mujer.
—Está loco. Hiperión de Megara hará todo lo posible por evitar que los
juegos se celebren en otra parte. Además, en Corinto no hay un estadio lo
bastante grande.
—Y yo que creía que estábamos hablando de juegos otra vez. ¿Me quieres
decir qué tienen que ver los juegos con Persia?
—La Pitia... ¿la del oráculo de Delfos? ¿Esa Pitia? ¿Y qué tiene que ver el
oráculo de Delfos con los juegos de Corinto y qué tienen que ver esas dos cosas
con Persia?
—¡Estás loco!
—Creo que te equivocas, Atalo. Xena hace bien en arreglar todos los
asuntos domésticos primero, antes de cruzar el Helesponto al frente de una
campaña. Una guerra en el extranjero nos mantendrá lejos de casa durante años.
No nos podemos permitir gobernar en ausencia hasta que estemos seguros de que
todos los estados están unidos y comprometidos a seguir estándolo.
—Te alabo por tu lealtad hacia ella, pero no te cierres a esta advertencia.
Presta atención en la reunión. Si no adoptamos una resolución sobre la guerra,
nos veremos obligados a licenciar al ejército. Al fin y al cabo, los hombres
quieren volver a casa. No puedes echarles en cara que se estén hartando de
esperar. Pasarán años hasta que podamos volver a reunir y entrenar una fuerza
como ésa. Xena lo sabe. Sabe que cualquier retraso a la hora de ponernos en
marcha inmediatamente no sólo retrasará la guerra un invierno, sino varios
inviernos... o para siempre. No sólo lo sabe, sino que cuenta con ello.
—¿Por qué es mi deber quedar mejor que Xena ante los ojos de la Liga de
Corinto?
—Porque haces que Grecia parezca más fuerte ante los ojos del mundo. Y
como segundo al mando, ayudas sabiamente a tu comandante a seguir el camino
correcto.
—¿Y si no lo hace?
—Estoy contigo.
Aterrizó de pie y, sin volverse para mirar a Alejandro, echó a correr por el
jardín dispuesta a interceptar a Gabrielle antes de que la vieran. Xena saltó por
encima de una estatuilla blanca de una ninfa, y sus pesadas botas aterrizaron con
un golpe al otro lado del borde de un macizo de flores. Sus siguientes pasos la
impulsaron a través de la hierba hasta llegar a un sendero de granito machacado,
cuya curva siguió a lo largo del jardín, serpenteando a través de los arbustos y
pasando ante fuentes que goteaban suavemente hasta que llegó al fondo del jardín
y al pórtico que daba a la cocina.
Xena dobló otra esquina. Ya veía a la chica, cuyo largo pelo dorado se
balanceaba graciosamente de lado a lado mientras avanzaba decidida casi hasta la
puerta de la cocina.
Los ojos de Xena relucían de auténtica felicidad al ver que la joven se las
había arreglado para volver con ella otra vez. No se había dado cuenta de lo
mucho que echaba de menos a su ángel de la guarda.
—Ya —dijo la anciana, levantando la mirada—. ¿Es esta otra persona que
buscas alguien a quien pueda hacer llamar por ti?
—Levanta, niña —dijo y agarró a la chica, tirándole del brazo para que se
levantara—. Tú y yo estamos de suerte.
—Bueno, si por algo te refieres a que casi me quedo dormida, pues sí.
—Va a hacer falta algo más que la meditación para volver allí.
—¿Eso existe?
—¿Y qué tiene que ver una vida anterior con que bebas? ¿Es que eras una
especie de borrachuza de la antigua Roma?
—Tiene todo que ver. Algo de mi pasado quedó incompleto. Algo que
tenía que hacer quedó sin hacer. Mi alma se siente inquieta y atormentada por
ello.
—¿Y el hecho de que tus padres sean unos cabrones forrados de dinero
que casi nunca están en casa y que se pasan borrachos la mayor parte del día no
tiene nada que ver?
—¿No me digas? ¿Y qué pasa con tu propia alma atormentada? ¿Te has
parado a pensar por qué estás aquí cuando está clarísimo que sientes que tu sitio
está... en otra parte?
—No sé. Pura coincidencia. El destino. ¿Por qué? ¿Es que tú crees que
hay otra razón?
—Lo sé, lo sé. Eso ya lo he oído. Todo ocurre precisamente como debe
ocurrir.
—Todo debería ocurrir precisamente como debería ocurrir. Pero ¿qué pasa
si no es así?
—¿Estás diciendo que piensas que las cosas no han ocurrido como
deberían... y que ésa es la razón de que nos hayamos conocido?
—¿Tú no lo piensas?
—Pienso que deberíamos ver cómo nos pueden hipnotizar a las dos.
—A mí ya me han hipnotizado.
—¡Nada de artículos!
—¡Que no!
—Gabrielle, no tienes sentido del humor —se quejó Evelyn, cruzándose
de brazos.
Xena avanzó malhumorada por el vestíbulo y bajó por un pasillo que sabía
que acabaría desembocando en la Gran Sala. Toda la situación sería risible, si no
tuviera ganas de atravesar de un puñetazo la pared de mármol.
Isócrates se ajustó la toga blanca para que le colgara con un poco más de
elocuencia por el hombro y siguió caminando por el largo pasillo que llevaba a la
Gran Sala del Foro de la ciudad. Iba a asistir al segundo congreso de dirigentes
de las ciudades-estado que formaban lo que cada vez se conocía más como la
Liga de Corinto. Como estadista ya mayor y famoso orador del senado de
Atenas, no tenía grandes esperanzas puestas en esta segunda reunión oficial de la
Liga. El primer intento del año anterior de crear la unidad de los estados griegos
había terminado en feroz desacuerdo y con la amenaza de una nueva guerra.
Pasándose los dedos por el espeso cabello blanco como la nieve, pensó
que no creía que un bárbaro señor de la guerra de Macedonia pudiera mejorar las
cosas, y menos una mujer. Su legendaria belleza podría haberle granjeado la
equivocada lealtad de una legión de soldados, pero los hombres más ancianos y
sabios de los senados de las diversas ciudades no se dejarían seducir tan
fácilmente. Él era un político avezado y había logrado sobrevivir y prosperar en
el mortífero océano político, siempre en constante movimiento, de la ciudad
griega más grande de todas: Atenas. Cada diez años más o menos, algún señor de
la guerra incivilizado conseguía juntar un ejército que zurraba la badana a
algunas de las milicias de los estados en un par de batallas. Entonces tenían que
aguantar el previsible fanfarroneo de alguien que se autoproclamaba el nuevo
rey... o reina, se corrigió Isócrates al pensar en Xena. Pero él sabía que, como
ocurría con todo, también esto acabaría pasando.
Por el momento, la gran ciudad de Atenas, que era su hogar y por lo tanto
objeto de su lealtad, lo había elegido a él para que la representara aquí, de modo
que la representaría lo mejor que pudiera... y con suerte, sacaría algún provecho
para sí mismo mientras lo hacía.
—Pues poco les falta. No podemos permitir que se hagan con el control de
sus mares, Isócrates. Si lo hacen, ten presente que estarán a pocos golpes de remo
de Atenas.
Isócrates asintió.
Aunque nunca se habían visto, Xena reconoció a los dos hombres. Tenía
la arraigada costumbre de averiguar todo lo que podía sobre todas las personas
importantes de Grecia. Isócrates era inconfundible como el venerable senador de
Atenas, y el otro, Mausolo, aunque no era tan destacado, era un estadista de
Tebas. Los dos eran famosos oradores y habían asistido al primer congreso de
Corinto.
Con una mueca feroz, Xena pensó que la política era en realidad otra
forma de guerra. Y la guerra era un juego que ella practicaba muy, muy bien.
Las puertas de mármol de la Gran Sala se abrieron de par en par,
empujadas por los músculos tensos de dos esclavos nubios, y Xena entró en la
sala flanqueada a cada lado por Alejandro y Atalo. Su atuendo, túnica oscura de
cuero, la espada colgada cómodamente a la espalda y el chakram en la cadera,
contrastaba marcadamente con las togas blancas de los estadistas y reyes que se
habían congregado en la Gran Sala para la segunda reunión oficial de la Liga de
Corinto.
Todas las conversaciones cesaron y los hombres que estaban ante las
largas mesas de comida y bebida preparadas para un banquete de pie, se dieron la
vuelta, olvidándose casi de los platos dorados de carne y aves. El vino que estaba
a punto de ser bebido en ornamentadas copas de plata se detuvo cuando apenas
rozaba los sedientos labios a la espera. La congregación de representantes de las
ciudades-estado más importantes de Grecia dejó de hacer lo que estaba haciendo
para mirar cuando Xena, la Princesa Guerrera que ahora era comandante suprema
de toda Grecia, sus territorios y sus ciudadanos en el extranjero, entró en la sala.
Xena sonrió con arrogancia, atrapando a cada hombre presente por turno
con un gesto de reconocimiento, y luego posó los ojos en el magnífico banquete,
los platos excelentes de todo el mundo conocido, los vinos de todas las regiones
que estaban preparados en largas mesas a cada lado de la sala.
Bueno, por ahora parecía que todo el mundo lo estaba pasando bien.
Recorrió la sala con la vista, haciendo casar mentalmente las caras con los
nombres y las actitudes para futura referencia.
—Creía que eso estaba haciendo. —Xena dejó que el silencio continuara
unos instantes, confirmando que Isócrates no contaba con apoyo para sus
objeciones—. No os engañéis —continuó Xena, satisfecha de ver que tenían tan
poco carácter como sospechaba—, cuando salgamos de aquí, tendremos un
tratado firmado por todos y cada uno de vosotros que os llevaréis de vuelta a
casa. Ratificaremos una paz común, constituiremos una política de asuntos
exteriores, solucionaremos las disputas comerciales y fronterizas. En otras
palabras, vamos a limpiar el armario, señores.
—¿Y si surge algún conflicto con las notas? —preguntó Mausolo con
desconfianza.
—Qué agradable ver que todos estáis de acuerdo en algo por una vez. Os
estoy obligando a ateneros a vuestros principios y al juramento que habéis hecho
de representar no sólo a vuestros estados, sino de tener en cuenta las necesidades
de toda Grecia en este congreso. Si negociáis pensando en las necesidades de la
mayoría, dejando de lado vuestro provecho personal, las conversaciones deberían
terminar deprisa. —Sus ojos agudos e inteligentes recorrieron la sala, sin
inmutarse por el descontento—. En el combate, los soldados luchan hasta que su
adversario es derrotado. No hay banquetes, no hay descanso, no hay oportunidad
de dormir. —Xena miró a Isócrates directamente a los ojos—. No hay
oportunidad de entablar negociaciones tramposas. —Xena dio un paso al frente y
se plantó erguida y segura ante una sala llena de políticos, entre los que no había
ni un solo soldado, pero no por ello eran menos peligrosos—. Sólo estás tú, tu
espada y tu enemigo. Cuando la lucha termina, si todavía te mantienes en pie, has
ganado. Que en este día todos logremos la victoria en nombre de Grecia.
Y con eso, Isócrates se dio cuenta de que todos habían perdido la guerra.
Xena, esa criatura hermosa y oscura, le había dado lo que exigían sus
negras artes como sacrificio. La sed de sangre de la guerrera, una sed equiparable
únicamente a la suya, había contribuido a atrapar los espíritus de una tribu entera
de amazonas entre este mundo y el siguiente, alimentándola con el poder puro de
la angustia de sus almas. Pero últimamente algo había cambiado.
Xena había cambiado. Alti notaba una alteración en el tejido mismo del
poder que mantenía todas las cosas unidas con la misma certeza con que notaba
un cambio de clima. Cuando se conocieron, su mutua sed de sangre las había
unido en un camino de destrucción. Pero por alguna razón, su conexión con Xena
se había roto. Sabía que la guerrera no estaba muerta porque los bardos todavía
cantaban sobre sus conquistas por toda Grecia, pero ese fuego hermoso y
libidinoso había desaparecido. La chispa que la había atraído a Xena al principio
se había extinguido poco a poco.
Alti se había planteado buscar a Xena para descubrir qué había sucedido y
tal vez señalarle el camino correcto, pero entonces el olor del mal en el aire
desvió su atención a otra parte. Si Xena ya no compartía sus placeres oscuros, sus
instintos malévolos la llevarían a otro lugar y a otra persona que la servirían de
igual modo.
Se echó a reír, un sonido cascado que rebotó en los árboles, creando ecos
en la noche. Alti cogió un cuchillo y se levantó, ansiosa por encontrar a su presa.
Tres largos días de cháchara política, pensó Xena mientras miraba por la
ventana en arco de la sala de reuniones. Era una maravilla que a estas alturas no
hubiera desenvainado la espada para ensartar a un senador.
Las estrellas brillaban en lo alto del cielo. Xena observó sus guiños en
silencio, contemplando a través del bello panel de vidrio soplado cómo dormía la
ciudad de Corinto. La noche era preciosa, pero la belleza se detenía ante el panel
de la ventana.
Xena no pudo evitar una sonrisa sardónica, al recordar sus rostros cuando
terminó sus asuntos, se colocó bien la falda de cuero y se dio la vuelta. Sus
expresiones atónitas no tenían precio.
Sobre todo cuando Alejandro comentó tan tranquilo: "Sabe hacer muchas
cosas", tan alto que toda la sala, repentinamente silenciosa, lo oyó.
Xena miró por la sala a los senadores que seguían en pie o estaban
echados durmiendo. Jugueteó con el tubo de bambú oculto en su brazal, tallado a
toda prisa minutos antes y luego apodado con afecto su "femipene", inventado
con este único propósito, al saber que iba a ser la única mujer en una sala llena de
hombres.
Hacer un estadio en Corinto era una idea muy buena. Hacer un estadio en
Olimpia era una idea aún mejor. De hecho, ahora que lo pensaba, hacer un gran
estadio en cada ciudad era la mejor idea de todas. La Liga podría rotar sus
reuniones, expandiendo su idea original de celebrar reuniones en las cuatro
regiones más importantes, una por cada estación.
Lo que era más importante, una guerra contra Persia caería rápidamente en
el olvido mientras cada ciudad dedicaba toda su atención y sus recursos a la
construcción de un coliseo más grande, mejor y más caro que la siguiente. Hasta
los césares de Roma conocían el valor de los juegos.
Sí, hacer estadios a escala olímpica era algo más que una idea excelente,
era una forma de conseguir la paz.
—Ahora que todos los temas han quedado resueltos aquí, Xena puede
dejar Grecia en las hábiles manos de la Liga, segura de que el país se mantendrá
unido. Nuestro ejército es el más fuerte que ha existido nunca y, si marchamos
antes de que termine el verano, llegaremos a Persia a finales de otoño. Darío
nunca se esperará que lancemos una invasión durante los meses de invierno. El
momento es perfecto. Incluso Ares ha dado su bendición a esta empresa, ¿verdad,
Xena?
Isócrates, que estaba más allá del agotamiento, sintió una súbita descarga
de adrenalina en las venas. Por fin aparecía una mella en la armadura y se lanzó a
aprovechar la oportunidad de explotarla.
—Claro que está de acuerdo —respondió Alejandro por ella a toda prisa—
. Fue idea suya desde el principio, ¿verdad, Xena? Con la conquista de Persia,
obtendremos todas sus riquezas... riquezas que aquí hacen mucha falta. Cuando
hayamos conquistado Persia, podréis construir todos los coliseos que queráis en
todas las ciudades griegas que queráis... y tendremos a muchos gladiadores
persas para entretenernos. El dios de la guerra quedará muy satisfecho, igual que
el propio Zeus, estoy seguro. —Alejandro sonrió con orgullo a la congregación
de rostros que le sonreían a su vez mostrando su acuerdo—. Y no lo olvidéis,
después de Persia, con el poderío de la gran fuerza naval de Atenas
respaldándonos —anunció Alejandro, indicando con deferencia a Isócrates—,
sólo estaremos a unos cuantos golpes de remo de la riqueza de Egipto.
Isócrates se rió por lo bajo, sabiendo muy bien que si los fríos ojos de
Xena pudieran hacerlo, estarían clavándole cuchillos a su comandante. Tal y
como estaban las cosas, gracias a Alejandro, se iban a librar durante años de su
presencia macedonia. Era curioso cómo con un solo discurso de nada, la derrota
absoluta se podía transformar en gloriosa victoria. Se había olvidado de que la
espada no era nada comparada con el poder de las palabras.
—Has hecho un trabajo maravilloso, Xena. Hemos hecho más en tres días
que en tres décadas —añadió Clímeno de Olimpia—. Entiéndeme, no deseo que
mantener reuniones de esta manera se convierta en una costumbre, pero sin duda
parece haber funcionado. Enhorabuena.
—Si sabes que te han hipnotizado, lo más seguro es que no haya sido así
—dijo la doctora Braid, llevando a sus pacientes a los dos divanes de la sala—.
Cuando un paciente entra en estado hipnótico profundo, por lo general se va sin
creerse que lo hayan hipnotizado en absoluto.
—¿Sugestión?
—Así que no puede demostrar que Evelyn fuese una curandera en su vida
anterior.
—Perdón, chamana.
—A veces, cuando comprendes por qué tienes pesadillas, eso hace que te
den menos miedo.
—Vaya, es la primera vez que lo veo. ¿Estáis seguras las dos de que
queréis hacer esto?
—No.
—¿Alguna vez has hecho un esfuerzo para que te hipnoticen antes de hoy?
—No.
—Sí.
—¿Estás segura?
—Sí.
Nada te va a molestar.
Dado que Alejandro era el que había sacado el tema de la guerra con
Persia, todo el mérito de la ratificación por parte del consejo recaía sobre él. Si
ganaban la guerra, habrían ganado su guerra. Él tenía que saberlo. Lo único que
podía hacer ella para difuminar la variación en el poder era ordenarle que se
quedara atrás como sustituto. Ahora volvía a ser su guerra, pero durante los
próximos años, Alejandro sería, a todos los efectos, el gobernante de Grecia. No
creía que Alejandro pudiera concebir siquiera una manipulación a tal escala.
Estaba claro que había subestimado la capacidad de su segundo al mando para la
estrategia.
—Lo siento, Gabrielle —dijo Xena en voz alta, pensando en la joven rubia
mientras contemplaba el jardín por la ventana, el mismo jardín donde había
echado a correr detrás de una sirvienta creyendo que era el espíritu de su joven
visitante—. Supongo que no estoy destinada a vivir en paz. Pero lo hemos
intentado, ¿verdad?
—Disculpa, señora.
La voz casi hizo dar un respingo a Xena, que se volvió enfadada por la
interrupción y también consigo misma por no darse cuenta de que había entrado
alguien en sus aposentos.
—¿El qué has pensado? —le espetó Xena, dando un paso amenazador.
Antes de que Xena pudiera responder, la joven de suave pelo rubio, la que
había perseguido por el jardín, entró por el arco. La vieja esclava le hizo un gesto
para que se acercara y la muchacha avanzó, acercándose aún más empujada por
la mano de Lavidia sobre su espalda.
—¿Ah, sí? —preguntó Xena, sonriendo—. ¿Es cierto? —Se acercó más a
la joven esclava y la contempló con aprobación—. ¿Me admiras?
—Sí, mi señora —contestó la joven con voz suave y levantó los ojos para
mirar a la mujer bella y peligrosa que daba vueltas a su alrededor.
Esa sonrisa de medio lado le resultaba muy conocida.
—Eres muy bella —contestó la joven sirvienta con timidez. Sus mejillas
se tiñeron de un adorable tono sonrosado por la turbación, igual que las de
Gabrielle.
El interés era evidente en los ojos de Xena. Lavidia dio un último empujón
a la chica para que entrara en la estancia y retrocedió, disimulando una sonrisa
maliciosa.
Cuando Xena sintió el pequeño cuerpo pegado al suyo, perdió sus últimos
vestigios de control. Sus brazos rodearon a la esbelta figura, pegándola a su
armadura, y los labios de Xena se deslizaron sobre los que se le ofrecían,
paladeando con lengua hambrienta el delicioso sabor del deseo dentro de una
boca húmeda y acogedora.
Sus manos se deslizaron por una espalda fuerte por el trabajo duro hasta
agarrar unas nalgas firmes, tal y como había imaginado. La mente de Xena daba
vueltas, viendo a Gabrielle en sus brazos, y profundizó el beso, gimiendo en la
boca que había soñado devorar.
Xena volvió la mirada hacia la chica medio desnuda que estaba encogida
en las sombras y se dio cuenta de que esta jovencita a quien acababa de estar
acosando no se parecía en absoluto a Gabrielle, ni en lo más mínimo.
—¡Fuera! —ordenó.
—Xena —oyó que decía el dios de la guerra con su típico tono suave y
despectivo—. ¿Qué coño está pasando?
Una luz brillante estalló desde el centro y colmó la noche, bañando a Alti
y todos los árboles del bosque circundante en un fiero resplandor. Alti parpadeó,
protegiéndose los ojos con la mano, y tuvo que apartar la vista. Cuando el
resplandor disminuyó, Alti bajó la mano y pocos instantes después logró
distinguir la forma que se había materializado en el aire.
—¡Tú no tienes poder para estar aquí, Yakut! —gritó Alti, avanzando sin
dejar de señalarla con el dedo ensangrentado—. Te quité el poder cuando te quité
la vida. ¡Estás muerta!
—¡Yo te expulso de aquí! —repitió Alti y arrancó las venas con sus
dientes manchados de sangre.
—¡Yakut! —Alti se irguió cuan alta era, que no era poco—. Éste es mi
mundo ahora. ¡En el nombre de Hécate, yo te expulso de aquí! ¡Yakut! ¡Yo te
expulso de aquí!
Evelyn sintió que su mundo se ponía a dar vueltas de nuevo. El fuerte olor
de la sangre le inundó la nariz y se le revolvió el estómago. Giró la cabeza y echó
del estómago los restos de la comida que había compartido con Gabrielle.
—¿Cómo?
—Mi nombre —replicó, sonriendo entre los restos de comida que todavía
tenía en la cara—. Yo era chamana y me llamaba Yakut.
Xena entró en el templo del dios de la guerra, sin hacer caso del sacerdote,
que se apresuró a escabullirse en silencio. El templo estaba sumido en un silencio
espeluznante. Las inmensas paredes de mármol mantenían el edificio fresco
incluso cuando el sol caía sobre él en pleno calor de un agobiante agosto corintio.
El diseño era deliberadamente austero, salvo por una estatua tallada que había en
el centro, una efigie del propio Ares.
Los pesados pasos de sus botas resonaban por la amplia cámara mientras
avanzaba hasta plantarse delante del monumento, levantando la mirada hacia la
figura alta y fuerte. Estaba tallada con gran habilidad: los hombros firmes, un pie
sobre el peñasco de una montaña y un rostro bello que contemplaba el horizonte,
posiblemente un campo de conquista.
Sólo había un problema: la escultura no se parecía en nada a Ares.
Xena jugó con el borde del chakram que llevaba en la cadera, costumbre
que tenía desde que el dios se lo regaló. La forma en que le cortaba la piel de la
yema del dedo le recordaba el mortífero filo que tenía y, como siempre, el
escozor le resultaba placentero. Contemplando el monumento, recordó las
palabras de Ares cuando apareció ante ella la noche anterior, la segunda vez que
se le había aparecido en su vida. El dios de la guerra había manifestado su
preocupación, porque ella parecía haber perdido concentración. No sabía cuánta
razón tenía, y si supiera el por qué, seguramente le habría dado un ataque de risa.
Lo cierto era que su mente había dejado de pensar en la guerra: últimamente en
lo único en lo que lograba pensar era en cierta visitante rubia y misteriosa.
Sin embargo, la presencia del dios le resultó tan seductora como siempre y
con consumada habilidad, la apartó del radiante rayo de luz que era Gabrielle,
para que volviera a su lado oscuro del campo de batalla.
—Xena, Xena, Xena —susurró. Cuando pegó contra ella la dureza de roca
que llevaba oculta en sus pantalones de cuero, ella se perdió en una bruma de
pasión lujuriosa—. Eso del amor no existe, sólo existe la lujuria. Esto... y lo que
sientes cuando te lanzas a la batalla, cuando blandes la espada... o tocas tu
chakram... esto es el único amor que necesitas. Olvídate del amor, Xena. Debes
matar a quien se interponga en tu camino, aunque sea Afrodita en persona. La
verdad está en el corazón del arte del combate. Una vez dominado, no temerás a
nadie. Además —terminó el dios de la guerra, pasándole la mano por la recia
armadura que le protegía el pecho—, el amor no es más que un truco con que los
dioses engañamos a los humanos para acostarnos con vosotros. —Y entonces
desapareció sin más. Ella se quedó sola en su habitación a oscuras, pero seguía
notando el calor de su mano sobre su pecho, a pesar del bronce que se lo
protegía.
A éste le encantaba retrasar los placeres, pensó Xena con una sonrisa
burlona. Aunque su caricia le provocaba un estremecimiento de fuego por toda la
piel, lo único que le ofreció esa noche fue consejo y la dejó en tal estado que
estuvo a punto de salir corriendo de la habitación para buscar a esa criada y
aliviarse. Afortunadamente, todavía le quedaba suficiente presencia de ánimo
para saltar en cambio del balcón al jardín de debajo, no para perseguir sueños
fantasmales de amor, sino para hacer una serie de ejercicios con la espada. Esa
noche practicó estocadas mortales con la espada en el jardín, bajo el ojo atento de
una luna menguante, hasta que el sudor eliminó la pasión de sus venas y pudo
desplomarse en la cama y dormir bien.
Ella asintió dándole las gracias y esperó a que la mano se retirara antes de
llevarse la copa a la nariz y hacer girar el contenido para gozar de su fragancia un
instante, tras lo cual bebió un sorbito. Él dejó la botella y rodeó su asiento hasta
su propia butaca. Ella siguió su atractiva figura con los ojos entornados,
examinándolo mientras se sentaba.
Las cosas iban bien. De hecho, nunca se había sentido mejor, pensó,
observándolo mientras él se sentaba en la butaca de enfrente y le dirigía una
sonrisa provocativa.
Alzando la copa, le dirigió a su vez una sonrisa igualmente seductora.
Ella bebió un sorbo y jugó con el líquido engañosamente frío con la punta
de la lengua antes de tragarlo, gozando de la sensación ardiente del brandy al
deslizarse por su garganta.
Él enarcó una ceja oscura, con una chispa en los ojos azules.
Ella bebió otro trago del suave licor. Los ojos claros y azules de él le
trajeron a la mente una imagen de Xena a la carga sobre su caballo de guerra
dorado, con el pelo al viento, los ojos en llamas y el sol provocando destellos en
la hoja de su espada justo antes de descargarla en un largo arco de lado para
decapitar a un desdichado enemigo.
Ah, sí, Xena debía de haber vuelto a su patética vida como Destructora de
Naciones porque notaba la fuerza hasta la punta de los pies. Se le presentaban
oportunidades para expandir su propio imperio casi a diario.
Frunció los labios con aprobación al ver el ofrecimiento grueso y duro que
le hacía. No era lo que le solía gustar, eso tenía que reconocerlo. Pero por otro
lado, tenía sus ventajas. Vicepresidenta no estaría tan mal, pensó. De un último
trago, se terminó el brandy, dejó la copa y se lamió los labios como el gato que
estaba a punto de comerse al proverbial canario.
A fin de cuentas, cuando fuera vicepresidenta, ¿qué problema tendría para
organizar un asesinato?
Pero eso era entonces. Esto era ahora, y la que estaba al mando era ella.
Xena estaba más que segura de que no tendrían problemas para incluir a las
amazonas y sus tierras en el seno de la nación griega. Aunque había ordenado
que un escuadrón de naves de guerra atenienses zarpara de Bizancio al Mar
Negro para subir por el Danubio, esas naves no transportarían ni a un solo
ateniense aparte de su tripulación.
La campaña por tierra serviría para algo más que consquistar a un antiguo
enemigo: acabaría estabilizando las fronteras griegas. Y la lucha contra las
amazonas tendría la ventaja añadida de servir como ejercicio táctico a gran escala
como preparación para el ataque sobre Persia.
Las amazonas no serían una excepción. Años atrás había asestado un duro
golpe a su nación, durante sus días de lujuria y sangre. Y ahora, iba a volver para
terminar el trabajo.
Los centauros, pensó Xena de nuevo, con el alma en los pies. Sus tierras,
aunque no estaban directamente en su camino, no estaban lejos de las amazonas.
El hecho de que las amazonas y los centauros fueran antiguos enemigos y que
llevaran siglos en guerra no tenía importancia.
De algún modo, iba a tener que evitarlos por completo. De algún modo,
iba a tener que descubrir una manera de guiar al ejército más grande reunido
jamás por Grecia para sortear las provincias centauras sin que nadie se diera
cuenta. Tenía un acuerdo personal y muy privado con los centauros que nadie
podía conocer jamás, el dios de la guerra menos que nadie.
Metió los pensamientos sobre los centauros en los rincones más oscuros
de su mente junto con el resto de su pasado cuando sus agudos sentidos la
alertaron, mucho antes de que sus caballos levantaran el polvo a su lado, de que
Parmenión y Atalo se estaban acercando.
—Ah, estará allí para verlo. Sólo que creo que Xena no.
No era niguna Xena, eso seguro, ni por estatura ni por belleza, pensó Alti,
estableciendo la comparación crítica inmediatamente. El rostro de la reina tenía
los rasgos marcados y duros de una mujer que rara vez sonreía, a menos que
estuviera matando o al frente de una carga en una batalla victoriosa.
—¿Servicios?
—¿El precio? —Alti soltó una risilla—. Mi querida reina, mis servicios no
tienen precio. Sin duda, eso ya lo sabes.
—Eso lo debes decidir tú. Aunque lo cierto es que creo que descubrirás
que te puedo ser muy valiosa.
La reina resopló.
—No me digas. Por alguna razón, no me parece que puedas darme nada
que no esté destinada ya a tener.
—Exacto.
—Detalle del que dejaré que te ocupes tú. Digamos que es tu primer
encargo oficial.
—Como desees, reina...
—¿Qué dijo?
—¿Estabas enfadada?
—¿¡Qué!?
—Y firme.
—Sí, estoy prácticamente segura de que era rubia. De todas formas, la luz
de las velas se le reflejaba en el pelo. —Gabrielle se calló, advirtiéndo cómo la
miraba Evelyn—. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —Evelyn puso los ojos en blanco—. ¿Te
hiciste una idea de cuánto tiempo había pasado?
—¿Antes de qué?
Gabrielle asintió.
—¡Evelyn!
—¡Qué! ¡Eres tú la que ha dicho que era guapa! No creo que lo pasara en
grande en una sala llena de viejos senadores. Ve a una linda esclavita que le
recuerda a ti... ¿empiezas a captarlo?
—Sí, eso sí. Pero también te entraron celos. Por eso no me lo habías
contado. Tenías celos y te daba corte contármelo.
—¡No es cierto!
—¡No!
—Para mí está claro como el agua, Gabrielle. ¿Es que no te das cuenta?
Gabrielle miró a su amiga con los ojos entornados, sin acabar de creérselo.
—¿Cómo puedes saber tantas cosas?
—Estás... loca.
—Para indicarle a Xena la dirección que tiene que seguir. Para colocar las
cosas en su sitio. O lo más cerca posible, dado lo caótico que está todo. Ahora lo
empiezo a tener claro.
—Pues me alegro de que puedas ver a través del espejo, porque para mí
está de lo más oscuro. No entiendo qué tiene que ver mi llegada al tocador de
Xena justo a tiempo de impedir que se enrolle con una esclava con colocar las
cosas en su sitio.
—Y tú.
—Ya, pero si pudieras. SI... pudieras. Si hubiera una forma, ¿lo harías?
¿Debería?
Evelyn se rió por lo bajo. No hacía falta ser chamana para saber cómo
captar la atención de Gabrielle.
Tan gozoso como el sexo, pensó Xena y volvió a cruzar el aire con una
serie de maniobras con la espada que prácticamente les hicieron la raya en el pelo
a los hombres que luchaban con ella. Cada uno fue perdiendo la espada o los
pantalones, dependiendo de si Xena apuntaba a su arma o a su cinturón.
Que miren, se dijo y agitó la sudorosa melena negra para quitarse el pelo
de los ojos. Blandió la espada en la mano para reequilibrarla y sonrió de nuevo,
plenamente. El movimiento de los músculos bronceados sobre el fondo de cuero
negro y el destello de dientes blancos con la sonrisa deslumbrante de su rostro
asombrosamente bello pillaron desprevenidos por completo a sus adversarios.
Todavía tienes lo que hay que tener, Xena, se dijo y alzó la espada para
saludar al gentío que aplaudía. Sus claros ojos azules chispeaban de placer al
observar los rostros que le sonreían desde arriba. Le interesaba muchísimo ver
quién estaba presente para ver el espectáculo.
Allí estaba Alejandro, flanqueado por Atalo e Isócrates, nada menos. Esos
tres estaban últimamente muy pegados.
Todavía no había decidido si era amigo o enemigo. ¿Tal vez debía tomarlo
como amante?
A menos que el sol le estuviera afectando la vista, parecía que había una
chamana amazona en el balcón de un edificio gubernamental de Corinto
observando su entrenamiento a espada.
Manto de piel de ciervo, un gorro con cuernos... era una chamana... ¿o no?
Usó la hoja de la espada para protegerse los ojos del resplandor del sol.
Casi como...
Se reunieron con Xena y ésta les hizo un gesto para que registraran el
pasillo vacío mientras ella volvía a la terraza para comprobar la zona una última
vez.
Nadie. Nada. Posó los ojos en el punto donde había estado la mujer
misteriosa y vio un trozo de algo en el duro suelo de granito al lado de una urna.
Se agachó, cogió el trozo y lo estudió con curiosidad.
Ni siquiera era ardilla: no era ninguna clase de animal. Lo olió, confusa
ante la falta de olor, y luego lo frotó entre los dedos. No era piel, sino una especie
de tela que no había visto nunca. Parecía piel... lo frotó de nuevo entre los
dedos... era suave como la piel, pero estaba clarísimo que no era piel en absoluto:
era falso.
Y si era lo que ella pensaba que era, y no era Gabrielle, entonces ¿quién
Hades era?
—No.
—¿Los indios? —Gabrielle enarcó las cejas incrédula—. ¿El qué? ¿Fumar
peyote?
—Té.
—¿Té? —Gabrielle miró el tarro con más atención. El líquido era tan
oscuro que hasta se veía reflejada en él—. Si eso es té, es el té más cargado que
he visto en mi vida. Evelyn, amiga mía, ¿intentas envenenarme?
—¡Puaj! ¡Evelyn! ¡Lo dirás en broma! —El olor amargo le atravesó los
senos como mostaza picante—. Si te crees que me voy a beber eso, pues... ¡has
estado bebiendo demasiado!
—Fíate de mí, Gabrielle. Está mejor cuando se calienta. No está nada mal,
cuando te acostumbras. En realidad, es una antigua receta india para hacer té de
peyote, sólo que sin peyote.
Sin contestar, Evelyn volvió a enroscar la tapa del tarro y luego fue al sofá
y se sentó.
Evelyn dio una palmadita en el espacio libre que había a su lado en el sofá
de cuero, indicándole a Gabrielle que se sentara, y sonrió cuando ésta así lo hizo.
—He estado leyendo. Los indios americanos, los aborígenes, todas las
culturas, antiguas y modernas, tienen rituales espirituales en los que se emplea
algún tipo de droga.
—No se comen el peyote así sin más y hala, a ver qué pasa. Hacen cosas
para prepararse, para estar listos para el viaje, tanto mental como físicamente.
Nosotras no lo hemos hecho.
—¿No?
—Exacto.
—Eso —explicó Evelyn, sin hacer caso del comentario—, es una copia
original de una réplica exacta de un traje de amazona.
—¿Sí?
—¿Has pagado a alguien para que haga esto? —Gabrielle dejó las cuentas
y cogió la máscara, mirándola fijamente. La máscara de cartón piedra la miró a
su vez sin darle respuesta.
Gabrielle dejó caer los objetos que tenía en las manos sobre su regazo.
—¿Y entonces qué, Evelyn? ¿Qué ocurre? ¿Qué lleva ese té?
—OxyContin.
—Es un opiáceo.
—Porque ya lo he probado.
—Ya. —Al instante, Gabrielle se levantó del sofá y se puso a recoger los
componentes de su atuendo de la alfombra. Se pegó cada prenda al cuerpo,
comprobando las medidas—. Bueno, ¿dónde va cada cosa y cómo?
Por supuesto, ser nombrado paje real era un gran honor y sólo se concedía
a las familias más importantes. La mayoría de los padres entregaban a sus hijos al
servicio de muy buen grado. Los muchachos mismos estaban deseando irse,
sedientos de aventuras, como suelen estarlo los jóvenes. En realidad, el único
propósito que tenía su presencia era darle a Xena un gran control sobre las
familias ricas, a menudo traicioneras. Había hecho lo mismo con muchos jefes de
tribus aliadas o con senadores ambiciosos y recalcitrantes: se quedaba con sus
jóvenes hijos como garantía contra la sedición.
Fuera cual fuese la razón, los muchachos siempre estaban deseando irse, y
para los jóvenes aspirantes a oficiales era muy emocionante tener la rara
oportunidad de entablar conversación con su comandante suprema. Charlaban
encantados con ella y ella les regalaba el destello de sus ojos azules y una gran
sonrisa que hacía reír a los más jóvenes y sonrojarse a los de más edad.
—Ten siempre el valor de hacer una pregunta, así es como se aprende. Así
que escuchad atentamente: cuando viajéis por territorio desconocido, planificad
siempre cada paso que vais a dar antes de darlo.
Xena se echó a reír, con una carcajada profunda y sonora que llamó la
atención.
Se volvió para mirar a los cadetes, que seguían mirándola, con una
interesante mezcla de miedo y adoración en los ojos.
Muy bien, que empiecen los juegos, se dijo Xena riendo con sorna
mientras se abría paso por la masa de celebrantes.
Ahora que todos los preparativos militares estaban completos, Xena estaba
decidida a animar a su ejército. Siguiendo una tradición establecida por el rey
Arquelao, había decretado nueve días de fiesta en honor de Zeus y las Musas, que
culminarían con un gran banquete de proporciones épicas. Se había levantado
una gigantesca y lujosa tienda, lo bastante grande como para albergar más de cien
divanes, para ofrecer un magnífico festín a sus oficiales de mando, así como a los
embajadores de las diversas ciudades-estado griegas. Como lo que más le
importaba siempre eran sus tropas, invitó a sus generales a seleccionar a ciertos
oficiales de menor graduación, caballeros, infantes, arqueros e incluso
mercenarios, para que asistieran como recompensa por sus servicios hasta la
fecha. Se hicieron abundantes sacrificios a los dioses, seguidos de teatro y
música. Todos los animales sacrificados se ofrecieron a los soldados en una
versión igualmente espléndida, pero sin duda mucho más jaranera, del mismo
festín que se estaba celebrando por todo el campamento.
En muchos sentidos, Xena deseaba poder estar bebiéndose una jarra del
vino dulce que había importado especialmente de Pompeya junto a las hogueras
de los soldados rasos, en lugar de tener que esquivar las pullas de los pomposos
invitados que había aquí.
Arrebatando una copa de vino de las manos de Atalo al pasar, bebió un
sorbo y sonrió al oír cómo se tragaba la protesta cuando reconoció a la persona
que le había quitado la copa.
Ante el pasmo de todos, Xena fue al asiento vacío, apartó con gesto
historiado su espada samurai y estiró su largo cuerpo, hundiéndose en el blando
diván de terciopelo con un suspiro.
Con los ojos chispeantes, alzó la copa de oro que ya tenía en la mano.
Se lamió los labios con satisfacción y luego alargó el brazo pidiendo más
en silencio.
El joven oficial que estaba a su lado le llenó la copa y ella le dedicó una
sonrisa resplandeciente que lo dejó todo sonrojado. Con una sonrisa chulesca,
Xena alargó la mano por encima del plato y cogió una pata de cordero, sabiendo
muy bien que, por el momento, el asiento que ocupaba tan inesperadamente le
permitiría comer sin temor.
Que Ares se coma sus propios testículos, pensó Xena al tiempo que
hincaba los dientes toda contenta en la carne para arrancar un bocado suculento.
Por el abdomen que tenía, daba la impresión de que se había pasado meses
sin hacer otra cosa más que flexiones en el gimnasio. La franja de cuentas caía
por delante cubriendo lo suficiente, sin cubrir prácticamente nada. Y cuando
Gabrielle se dio la vuelta para mostrarle la parte de detrás, Evelyn se dio cuenta
de que esa parte inferior no eran unas bragas en absoluto: era prácticamente un
tanga. Se quedó mirando boquiabierta, pasmada por el movimientos de los
músculos que se agitaban por la columna de su amiga hasta terminar en un par de
nalgas firmes y maravillosamente formadas.
Evelyn se miró su propia tripa, que estaba tapada por el manto de piel que
llevaba. El movimiento hizo que el gorro que lucía se le cayera por encima de los
ojos. Volvió a colocar en su sitio el sombrero cornudo y sonrió.
—Estás genial —dijo Evelyn, haciendo un buen nudo—. Igual que una
amazona. —Colocó la siguiente banda en el otro brazo de Gabrielle—. ¿Dónde
está la máscara?
—Ya casi es medianoche. Todo está preparado, así que supongo que
podemos empezar. ¿Estás lista?
—¿Me tengo que quedar con esta cosa puesta todo el tiempo?
—Sí. —Evelyn se sentó cruzada de piernas en la alfombra dentro de un
interesante círculo que las dos se habían dedicado a dibujar en la alfombra con
tizas de colores. Se puso de cara a un conjunto de incienso, velas y tazas de té
que había en el centro del círculo.
Evelyn no le hizo ni caso, cerró los ojos y se preparó para la tarea que se
avecinaba.
—¡Tengo que hacer pis! —voceó Evelyn desde dentro del dormitorio.
—Lo sé, lo sé, está muy amargo. Pero te lo tienes que beber.
Gabrielle tomó aliento con fuerza y se bebió de un trago todo lo que pudo.
—¿Todo?
—¿Estás seguro? —replicó Xena. Bebió de la copa que había robado y vio
cómo le cambiaba la cara cuando estaba a punto de beber de la de ella.
Oh, sí, estaba achispada, desde luego, porque el ruido que se esperaba oír
fue el de la copa al golpear una mesa, no la cabeza de alguien. En fin.
Una bailarina anónima podría ser una acompañante segura para la noche,
pensó, justificándose cuando el estimulante ambiente la llevó a pensar en tener
compañía del tipo caliente y sudoroso. Por otro lado, estaba Alejandro.
Xena miró a su ex prodigio por encima del hombro. Dado cómo miraba al
poeta y cómo el poeta lo miraba a él, era evidente que Alejandro tenía planes de
índole totalmente distinta. Alzó el labio con una mueca de desprecio.
¿Uno de sus amigos de la mesa? Miró uno por uno sus rostros atractivos y
entusiastas. Guapos, limpios y suficientemente viriles, pero todos ellos iban a ir
con ella a Persia y eso quería decir que tendría que aguantar que uno de ellos
fuera olisqueando detrás de ella desde este momento hasta que terminara la
invasión.
—No tengo nada por que sonreír, Alejandro —replicó Xena, cambiando
de postura para apartarse un poco de él—. Además, tirar copas es muy divertido.
—Oh, sí, ya lo creo. Ahora más que nunca. Tienes muy pocos amigos en
esta sala, Xena.
—Supongo que lo sabes, pero lo que no pareces saber es que yo soy uno
de ellos.
La vida real le había dado una lección mucho más cruel: ten a tus amigos
cerca y a tus enemigos más.
—Se quedarán aquí en Corinto, junto con Alejandro como mi regente. Por
supuesto, estoy segura de que habrás oído las discusiones sobre por qué he
elegido a Alejandro y la opinión de que la milicia que se queda debería estar en
Atenas. Pero yo tengo mis razones para haber tomado ambas decisiones.
Antípatro hizo una pausa antes de contestar, esperando a que la criada que
había venido a rellenarles las copas terminara de servirles. La esclava escanció,
sonriendo alegremente a Xena con la esperanza de captar su atención. Xena la
reconoció perfectamente, pero optó por no hacer caso de la bonita rubia. A fin de
cuentas, acababa de besar a Atalo y la mera idea le había hecho perder todo
interés por la chica. La criada terminó de servir el vino en la copa de Xena y se
alejó, con un ceño de decepción.
Ella se echó hacia delante en el diván, pues era consciente de que había
otra pregunta por contestar y le interesaba muchísimo lo que fuera a decir este
joven a continuación.
—¡XENA, NO!
Atalo sabía que sólo tenía esta oportunidad, este segundo de sorpresa.
Apartó de un empujón a un oficial y desargó su espada contra ella con todas sus
fuerzas, que no eran pocas.
Xena retrocedió.
—Lleváosla.
—Gracias, Antípatro —dijo Xena y metió la mano con que había sujetado
el frasquito en un cuenco de agua que le trajeron a toda prisa. Otro criado le pasó
un paño, que usó para secarse los dedos y que luego tiró.
A la primera que vio fue a la pequeña chamana. El gorro que llevaba era
demasiado grande para su cabeza y no paraba de caérsele hacia un lado. La joven
se lo colocaba bien sin darse cuenta siquiera de que lo hacía. El manto extraño
era de esa misma piel que no era piel del trozo que había descubierto en el
balcón.
Xena reprimió una sonrisa al ver que la joven chamana sofocaba una
exclamación cuando se dio cuenta de que Xena la había visto y ahora venía hacia
ella. Uno a uno, los presentes se apartaron para dejar pasar a Xena, hasta que la
última persona que se echó a un lado reveló a la dueña de la voz que le había
salvado la vida.
Xena se olvidó prácticamente del dolor que tenía en la muñeca cuando sus
ojos se posaron en la mujer que tenía delante. El pelo era más largo y caía en
guedejas lisas y sedosas que reflejaban la luz de las antorchas que había a su
alrededor como un halo de luz del sol alrededor de una nube.
Xena no pudo evitar que se le dilataran los ojos ante lo que veía. Un
atuendo lleno de cuentas artísticamente colocadas y de un profundo color rojizo
al estilo de las amazonas dejaba poco que imaginar de un cuerpo bien formado.
Se quedó mirando sin dar crédito, primero los firmes pechos, apreciando cómo
subían y bajaban, luego un vientre de una sorprendente y bella definición y por
fin, la caída de las tiras de cuero adornadas con cuentas que acariciaban
juguetonas un par de largas y bonitas piernas.
Alzó la mirada, sin poder creer que esta bella mujer amazona que tenía
delante pudiera ser la muchacha que pensaba que era. Mirándola a su vez,
estaban el pico puntiagudo y los ojillos relucientes de un pájaro de aspecto
extraño.
Evelyn asintió.
La ceja de Xena se enarcó hasta unas alturas que Gabrielle nunca había
visto.
—Los has encargado —corrigió Gabrielle—. Xena, ¿qué pasa con esa
anciana y la chica?
—¿El qué? ¿Que a las dos os gusta disfrazaros con cosas raras?
Gabrielle le echó una sonrisa falsa y continuó, sin hacer caso de la pulla.
—Evelyn tiene sueños. Sueños como los míos, Xena. Sólo que en su
sueño, era una chamana amazona, llamada Yakut. Existen las chamanas
amazonas, ¿verdad?
—¿La hipnosis?
—La primera vez que conseguí volver fue cuando Gabrielle y yo nos
sometimos a hipnosis. Vi a una mujer horrorosa. La siguiente vez fue con mi
propio conjuro y te vi a ti.
—¡No quería decir eso! —Evelyn se echó hacia delante para acercarse
más a Xena y Gabrielle y poder hablar sin temor a que la oyera nadie más—. Era
una mujer, o al menos creo que era una mujer. Era una chamana también, pero
era vieja... creo... o parecía vieja. Tenía los ojos negros y penetrantes como un
cuervo y la frente toda manchada de sangre. Unos labios gruesos, chorreantes de
sangre. Parecía que estaba a punto de comerse un corazón.
—Alti. —Xena soltó el nombre con odio—. Alti —repitió, esta vez muy
pensativa.
—Menudo par estáis hechas. No sé si debería darte una azotaina por haber
venido —dijo, mirando directamente a Gabrielle—, o besarte.
—No, darles una recompensa no. ¿Pero por qué más muerte? ¿No se ha
derramado ya suficiente sangre por una noche? ¿De verdad crees que una
jovencita y una anciana formarían parte de una conspiración para asesinarte? ¿No
crees que es más probable que las estuvieran utilizando?
—Claro que las estaban utilizando, Gabrielle. Sólo que han sido
demasiado estúpidas para caer en la cuenta.
—¿Y ahora tienen que pagar con su vida por esa estupidez?
—¿De qué va todo esto, Gabrielle? ¿Es tu forma de intentar insinuar que
debería acabar con la esclavitud? Porque si es así, no eres para nada tan
inteligente como yo creía. La esclavitud es una institución en Grecia. En muchos
sentidos, nuestra economía depende de ella.
Una vez más, Xena soltó un gruñido de irritación. La verdad era que ella
no creía en la esclavitud. Ella misma no tenía esclavos y no permitía que los
hubiera en su ejército. Recordó por un instante ese breve período de su vida en
que intentó seguir el camino del bien y luchar por la justicia. En incontables
ocasiones había acabado con una red de tratantes de esclavos y cuando se daba la
vuelta, descubría que habían reemprendido el negocio en otro sitio. Sus esfuerzos
para acabar con la esclavitud, como su intento de redimirse, habían sido
infructuosos.
—Entonces eso no sería un mal castigo por lo que han hecho, ¿no?
Expúlsalas de la casa donde servían al mundo real, donde tendrán que aprender a
sobrevivir por sí mismas.
Xena no se lo podía creer. Una vez más, la chica había logrado convertir
una decisión absolutamente lógica en una cosa totalmente distinta.
—Sí.
—¿Concederles la libertad? ¿Por intentar envenenarme, debería liberarlas?
—Sí, pero no tienes por qué expresarlo así. Haz que su castigo sea
justamente lo que han pedido: dales la libertad, pero destiérralas de Corinto y
prohíbe que vuelvan a servir nunca en una casa adinerada. Acaba con el ciclo,
Xena, con uno o dos esclavos de cada vez. Además, ¿no podrías decir que sería
un mal augurio matar a una anciana en vísperas de una campaña?
Xena miró a Gabrielle con los ojos entornados. Era inteligente, ¿pero era
transparente? Sin duda, sería inesperado. Volviéndose, llamó la atención de
Alejandro y lo llamó con un gesto de la mano. Cuando se puso a su lado, se
levantó, le susurró algo al oído y no hizo el menor caso de su cara de asombro.
Esperó pacientemente, frunciendo el ceño hasta que él salió apresurado para
cumplir su orden.
—Antes dije que no sabía si darte una azotaina o besarte. Creo que ya lo
he decidido.
Qué pícaro, menudo par tiene, pensó Xena, y volvió a levantarse, molesta
por tener que estar de pie otra vez.
—Y yo.
Xena hizo un gesto con la cabeza y Gabrielle se dio cuenta de que habían
llegado a su destino. Los bailarines que ya estaban allí les hicieron sitio y se
colocaron, frente a frente.
Xena miró con cariño a su misterioso ángel de la guarda, antes niña, ahora
milagrosamente mujer, y muy bella.
—¿Qué?
Es más que adorable, pensó Xena al verla brincar, pero no tiene ni idea de
bailar. Ese pensamiento se evaporó rápidamente en cuanto Gabrielle le dio la
espalda a Xena y, por primera vez, Xena vio perfectamente lo revelador que era
en realidad el nuevo vestuario de la reina.
Los gritos, silbidos y alaridos, así como los zapatazos del público se
fueron uniendo a las bailarinas y al poco la tienda entera daba palmas a la vez,
animándolas. Los tambores y otros instrumentos de percusión fueron aumentando
de volumen y ritmo y las bailarinas empezaron a dar saltos por el aire, pasando
junto a Gabrielle más deprisa de lo que ella podía reaccionar, pero probó con
valor a hacer un movimiento parecido y no lo hizo nada mal, ante la sorpresa de
Xena. Su piel clara estaba cubierta de sudor que relucía a la luz de la tienda y el
repentino deseo de coger a la mujer en brazos y sacarla de la tienda se apoderó de
Xena como un incendio forestal.
La pregunta puso en marcha a Xena: por fin había algo que sabía cómo
solucionar.
—¡No está!
Xena se detuvo a media zancada y bajó la mirada hacia la mano que tenía
en el estómago, sonriendo risueña de medio lado. El gesto sólo había conseguido
que el brazo de Gabrielle desapareciera en el abdomen de la guerrera, pero este
acto inconsciente le hacía gracia por lo familiar que le resultaba. Consciente de
que un brazo hundido hasta el codo dentro de ella seguramente produciría cierta
extrañeza a cualquiera que lo notara, Xena retrocedió un poco para que la mano
ligeramente abierta diera ahora la impresión de estar apoyada sobre su túnica.
Xena bajó la mirada para contemplar la preciada cabeza rubia que estaba
delante de ella y soltó un profundo y triste suspiro. La desaparición de la pequeña
chamana sólo podía anunciar una cosa: el tiempo que tenían de estar juntas
estaba tocando a su fin.
—Sí, antes. —Xena indicó el cielo con un elegante gesto del brazo y la
tela de seda de su túnica se agitó suavemente con la cálida brisa veraniega—.
Esos momentos que pasaba en el campo con mi ejército, en la quietud de la
noche cuando el resto de las tropas dormía, salvo los guardias... me encantaba
pasear por el campamento. Miles de soldados extendidos por un prado y
durmiendo bajo el manto de las estrellas parpadeantes. Me imaginaba que las
estrellas eran las lágrimas de los dioses, que lloraban por aquellos que iban a
morir. Pensaba que esos momentos eran los más bellos de mi vida.
—¿Por qué siempre lo relacionas todo con tu ejército, con la guerra... con
la muerte? La vida debería ser mucho más que eso.
—Eso lo sé ahora.
—Xena —dijo Gabrielle, mirando a los ojos tiernos que rivalizaban con la
belleza de las estrellas—, hay tantas cosas que quiero decir. Tantas cosas que
necesito decirte.
Gabrielle tuvo el repentino deseo de subir la mano y pasar los dedos por
esa frente elegante y expresiva, de apoyar la palma en la piel suave y acariciar la
cara de Xena, para asegurarle que no había ningún aspecto de ella, ni oscuro ni
peligroso ni nada, que pudiera llegar a alejarla jamás. Había otras cosas que
quería hacer para convencerla de esta verdad, pero lo único que tenían eran
palabras y, por tanto, con palabras se las tendría que arreglar.
—Pero...
Xena suspiró y levantó la vista al cielo. ¿Es que esta chica tiene que
cuestionarlo todo? La diosa del amor estaba ahí arriba riéndose de ella, de eso
estaba segura.
—Me han llamado muchas cosas, pero debo reconocer que jamás me han
dicho que fuera agradable.
—¿Y qué te hace pensar que no lo voy a hacer? —replicó Xena con un
tono suave y seductor, enarcando aún más la ceja al tiempo que daba un pequeño
pero amenazador paso hacia delante, hacia Gabrielle.
—Sí. Tal vez no con la mano, o con el contacto de tu piel sobre mi piel,
pero sí de otras formas que importan más —afirmó Xena, observando el rostro
inocente que la miraba a su vez.
Todas las terminaciones nerviosas del cuerpo de Xena le gritaban para que
besara a la chica. Pero, por alguna razón, lo único que podía hacer era mirar
enmudecida a Gabrielle como una adolescente boba a punto de robar un beso por
primera vez.
—Xena, para lo que valga, ojalá que de verdad me pudieras besar ahora
mismo.
—Sí, en serio.
Los ojos azules que hasta hacía un momento eran tan vulnerables, se
volvieron pícaros y traviesos.
Xena se acercó más, dando ese pequeño paso necesario para que la
distancia y el ambiente que había entre ellas pasara de tranquilo y amistoso a
eléctrico y personal. Estaban tan cerca que Xena se imaginó que olía el delicado
aroma a jazmín del pelo dorado de Gabrielle.
—Tú mira.
Mientras luchaba por respirar se dio cuenta de que había verdad en esas
visiones. Había verdad en todas y cada una de ellas. Su destino era estar juntas y
todo esto, el ejército, las conquistas, todas las guerras, todo lo que ahora estaba
viviendo, todo eso estaba mal.
¡Estaba todo mal! Y todo lo que estaba bien lo tenía justo delante. La
mente de Xena sufrió un ataque de vértigo con esta revelación.
Fuera lo que fuese lo que se trajera esa mocosa entre manos, si se daba
prisa, tal vez podría pillarla haciéndolo.
Salió por la puerta del dormitorio y bajó corriendo las escaleras antes de
ponerse del todo el abrigo. Se detuvo únicamente para coger su bolso y luego
llamó al chófer, giró el ornamentado picaporte dorado de la pesada puerta de
entrada y la abrió de un tirón.
La limusina negra subía a toda velocidad por el camino justo cuando cerró
la puerta de golpe. A veces venía bien tener un chófer disponible las veinticuatro
horas del día. Normalmente, utilizaba el servicio para llevar discretamente a su
casa al entretenimiento de la noche.
Esta mañana, sin embargo, iba a usar el servicio para atrapar a una rata: a
una pequeña rata rubia, en realidad.
Ella lo fulminó con la mirada, como si los pocos segundos que había
tardado en llegar de la caseta del guarda a la puerta principal no fueran ni por
asomo un récord de velocidad.
El chófer fue a cerrar la puerta del coche, pero ella lo detuvo de repente,
sujetando la puerta con la mano.
Se levantó el viento, que lanzaba por todas partes gruesas gotas de lluvia.
Evelyn se encogió asustada al ver un rayo seguido de un trueno. Ya tenía el
manto empapado y la piel falsa estaba aplastada y oscurecida por la lluvia. Alzó
los dedos mojados para palparse el gorro y descubrió que los cuernos de
terciopelo rellenos que llevaba en lo alto del sombrero ya se estaban empezando
a vencer.
Evelyn se enjugó la cara con la manga del manto y se puso a mirar atenta
a su alrededor.
¿Y ahora qué?
El aguacero era tan fuerte que las gruesas gotas empezaban a resbalarle
por las pestañas y a caerle por la nariz. Parpadeó unas cuantas veces y echó a
andar despacio y chapoteando a través del fango hacia la cabaña más próxima.
Dentro no había luz. ¿Tal vez estaba vacía? Podría guarecerse de la tormenta un
momento mientras pensaba las cosas.
Otro rayo zigzagueó por el cielo y Evelyn se quedó con los ojos
desorbitados cuando el relámpago iluminó el pecho de la víctima justo en el
momento en que estaba siendo cortado por el filo de un cuchillo curvo. La afilada
hoja bajó entre unos pechos blancos como la leche hasta el ombligo como si
cortara mantequilla. Otro relámpago y Evelyn vio que el asesino abría la caja
torácica y luego metía con regocijo las largas y ajadas manos en el gran agujero
ensangrentado para hacerse con el premio que había dentro.
Hubo otro rayo que iluminó la cara del asesino y entonces Evelyn supo a
quién estaba mirando: era Alti. La mujer identificada por Xena. El monstruo con
el que se había encontrado la última vez. Y que, al parecer, estaba haciendo lo
que más le gustaba hacer.
Evelyn había llegado apenas unos segundos demasiado tarde para impedir
un asesinato.
Estalló otro rayo que iluminó todo lo que había dentro de la oscura choza
y Evelyn vio que la asesina estaba a punto de comerse el corazón de su
desdichada víctima. El órgano seguía latiendo y ahora Evelyn creyó que de
verdad iba a vomitar.
—¡AAAAHHHHHHH!
Volvió a perder pie, se cayó casi sobre una rodilla y de algún modo tuvo el
valor de echar un rápido vistazo atrás.
Evelyn se levantó del suelo fangoso, se resbaló una vez y echó a correr. Su
gorro de chamana se le cayó sobre los ojos, pero se lo echó hacia atrás justo a
tiempo de evitar estamparse con un alto poste. Usando las manos, se agarró al
poste y, aprovechando el impulso, giró y cambió de dirección para echar a correr
ante otra hilera de cabañas.
Con un ojo en el camino que tenía detrás, dobló una esquina, resbalándose
en el lodo y el agua, y se chocó con algo que la detuvo en seco.
—Me llamo Evelyn, digo Yakut. Soy Yakut y esa zorra, Alti, acaba de
matar a una chica en esa cabaña de ahí detrás —contestó Evelyn, señalando hacia
atrás con el pulgar. De repente, recordó por qué estaba corriendo y se levantó de
un salto, sobresaltando a la guerrera.
—¿Yakut, dices?
—Sí.
—Hola, Ephiny —dijo Evelyn, alzando una mano cubierta por la larga y
pesada manga de su manto para saludar—. A mí no me suena tu nombre, pero
gracias por salvarme de todas formas.
Gabrielle recordó que las dos habían bebido de las tazas. Entonces, ¿qué
hace aquí todo este tinglado de esnifar?
Volvió a probar el polvo blanco e hizo otra mueca. Era el mismo sabor
amargo disimulado por el té cargado que habían bebido durante la ceremonia.
¿O no?
¿Y si ése era el aspecto que se les ponía cuando estaban allí? ¿Y si Evelyn
había esnifado la droga y simplemente había vuelto?
Gabrielle se dio cuenta de que éste era el aspecto que debían de tener
cuando sus almas se iban, que debían de parecer catatónicas aunque seguían
conectadas de algún modo a su espíritu errante por un hilo finísimo.
Aunque lo del gorro mojado... eso no era fácil de explicar. Cogió el gorro
y lo examinó, levantando un cuerno fláccido y dejándolo caer de nuevo, con una
sonrisa afectuosa.
Seguía lloviendo, pero las gotas eran mucho menores en tamaño, apenas
poco más que una molesta llovizna. Evelyn iba dejando profundas huellas en la
tierra mojada al torcer a la izquierda, guiando a Ephiny por una hilera de chozas
por la que le parecía recordar que había pasado.
—¿Cómo lo sabes?
Por fin, tras torcer una vez más a la izquierda y pasar ante unas cuantas
cabañas más, Evelyn empezó a reconocer su entorno.
—¡Ahí es! —exclamó nerviosa, tirando a Ephiny del brazo. Fue corriendo
a la cabaña y apartó el faldón con gesto de triunfo—. ¡Es esto! ¡Éste es el sitio!
Ephiny irguió los hombros y fue a entrar, pero Evelyn la agarró del brazo,
deteniéndola a media zancada.
—Ten cuidado. Puede que esa zorra siga ahí dentro. Tenía un cuchillo,
¿recuerdas?
—¡TERREIS!
—Por los dioses —exclamó Ephiny roncamente al tiempo que sus manos
se detenían sobre las heridas abiertas del pecho y el abdomen, sin saber qué
hacer.
Con una mueca de regocijo, Alti empujó más a Evelyn contra el poste,
levantándola del suelo con una fuerza casi inhumana.
Ephiny miraba angustiada, sin saber quién era la enemiga. Cuando los
grandes ojos de la desconocida, inocentes y suplicantes, se posaron en ella,
Ephiny atacó a Alti para defender a Evelyn. Una rápida mirada de la chamana la
lanzó volando al otro lado de la cabaña como si la hubiera golpeado. Se estrelló
contra un escudo decorativo, partiéndolo en dos, y se deslizó despacio por la
pared, hasta caer inconsciente.
—Esta vez, Yakut —susurró Alti, apretando aún más—, te voy a quitar
algo más que la vida. Voy a maldecir tu alma para toda la eternidad. ¿Me oyes,
patética imitación de chamana? Te voy a maldecir para toda la eternidad. —Se le
quebró la voz por la rabia ronca y siguió apretando, con las manos temblorosas.
Evelyn sólo veía los ojos negros de Alti que se clavaban en los suyos.
Necesitaba respirar desesperadamente y el dolor de la necesidad hacía que la
cabeza le palpitara y los oídos le zumbaran con un rugido ensordecedor.
No puede tocarme, gritaba su mente sin dar crédito. ¿Cómo puede
hacerlo? Y en esos breves instantes, cayó en la cuenta de que la lluvia que le
empapaba el manto y la piel, la forma en que había apartado el faldón de la
cabaña y había dejado huellas de pies y manos en el barro, el contacto de su
mano sobre el brazo de Ephiny... nada de todo esto tendría que haber sido
posible. Pero lo era. Había notado la lluvia en la cara, se había caído en el barro,
había rodeado con la mano el fuerte brazo de una guerrera amazona y ahora
estaba aquí, a punto de morir estrangulada.
Esta vez, sin embargo, por alguna razón ella tenía el poder de impedir que
el frío tacto de Alti invocara el dolor de esa vida pasada. Podía verlo, como si
mirara el fondo de un pozo oscuro y amenazador, pero no la afectaba, no podía
hacerle daño.
—¡Zorra! —dijo roncamente, al tiempo que usaba todas sus fuerzas para
aplastar la garganta de Yakut—. ¿De dónde sacas este poder? ¿Quién te está
ayudando? —Estampó la rodilla en la entrepierna de Yakut, soltando una risita al
oír el consiguiente gemido de dolor—. Eso lo has notado, ¿verdad?
Había un poder que corría por dentro de Evelyn: ésta notaba cómo la
llenaba de una fuerza que no sabía que tenía. De repente, la necesidad de respirar
que tenía Evelyn desapareció misteriosamente. Qué liberación sentir que ya no
necesitaba respirar. Y entonces sintió que se caía por un largo túnel oscuro.
Mientras caía, la opresión que sentía en la garganta fue disminuyendo y la voz
amenazadora de Alti y sus ásperas palabras fueron desapareciendo. Era como si
se alejara flotando hasta un lugar muy seguro y apacible, un lugar donde la cara
horrible de Alti y la presión sofocante de sus manos ya no existían, donde nada
existía. Nada en absoluto. Ni siquiera ella.
Nada.
Oh, Dios. Ahora estaba segura de que Evelyn era víctima de una
sobredosis.
¡Respirar!
No respiraba.
Nada.
Juntando de nuevo sus bocas, sopló otra vez.
Y otra.
Y otra, esta vez con más fuerza. Luego, levantó la cabeza de lado y
escuchó atentamente.
Nada.
Sopló unas cuantas veces más en la boca de Evelyn, metiéndole aire en los
pulmones, y luego esperó.
Evelyn tomó aire una vez y luego se sentó de golpe, pegando un susto
espantoso a Gabrielle.
Por fortuna, oyó que Evelyn tosía una vez y luego dos y por fin su amiga
se puso a echar té marrón encima de la alfombra. Gabrielle nunca se había
sentido tan contenta de ver vomitar a Evelyn.
—Sí, soy yo, Evelyn —contestó Gabrielle aliviada—. Has vuelto. Has
vuelto.
—No me extraña.
Gabrielle volvió la cabeza para echar un vistazo al reloj. Eran las seis de la
mañana.
Dejaría que Evelyn durmiera un rato, pero luego la iba a tener que
despertar. Gabrielle pasó los dedos por el pelo de Evelyn, apartando con cariño
algunos mechones mojados.
Con los ojos desorbitados de rabia, Alti dejó caer los brazos y retrocedió,
viendo cómo se iban disipando los últimos restos del vapor casi translúcido.
Alguien está ayudando a esa puta, pensó enfurecida. Yakut nunca había
sido tan poderosa. De algún modo, alguien o algo le estaba dando poder. Alti se
juró a sí misma que cuando lo descubriera, primero iba a cortar ese suministro y
luego ambas cabezas.
—Y cuando lo haga —juró entre dientes—, voy a enviar tu alma y el alma
de quien te esté ayudando a un tormento eterno.
—¡Mentirosa!
—Disfruta de lo que sientes —dijo Alti al tiempo que las levantaba a las
dos de la tierra—, porque este dolor es lo último que vas a sentir en tu vida.
La muerte de Ephiny estaba tan cerca que Alti casi podía saborearla. Se
pasó una lengua ennegrecida por los labios cortados, lamiéndoselos con
hambrienta emoción. El sudor goteaba a través de la sangre seca de su frente,
pintándole los lados de la cara con unas estrías de un rojo espantoso.
Alti aguantó una breve mirada asesina de la reina antes de que ésta se
apartara y se agachara para examinar el cuerpo muerto y mutilado de Terreis que
yacía, tranquilo, en el centro de la cabaña. A pesar del destrozo que tenía en el
pecho, la joven chamana parecía dormida, con el rostro tranquilo y en paz.
Alti sonrió burlona al oír el comentario, pues sabía perfectamente que iba
dirigido exclusivamente a las dos guardias que quedaban.
—Sí, ha escapado.
—¿Y Ephiny?
—Te aseguro, mi reina, que soy todo lo que temen que soy.
La reina sonrió, con los ojos llenos de ese extraño resplandor verde que
producía escalofríos incluso por la malévola espalda de Alti.
Al oír esto, Alti sonrió, revelando una boca llena de dientes amarillentos
tras años de beber la sangre de sus enemigos.
Maldita puerta, ¿por qué las tienen que hacer tan pesadas?
¿Qué querrá decir eso?, pensó Gabrielle mientras arrastraba los pies por
el silencioso pasillo hacia su habitación, sumida en sus pensamientos.
¿Quería decir que cuantos más opiáceos tomara, más real se haría? Y si se
pasaba, ¿moriría o su alma regresaría al lugar que le correspondía, al lado de
Xena?
¿Pero debía hacerlo? ¿Debía arriesgarse a morir para estar con Xena?
—Sé que estás tramando algo —dijo su madre cuando se cerró la puerta—
. Ahora, me vas a decir dónde estabas, qué estabas haciendo y con quién o, si no,
vas a desear no haber nacido.
Y allí estaba su madre, mirándola a su vez, con aire seguro y relajado y los
ojos relucientes de rabia.
Esa mano brutal cayó sobre ella de nuevo, pero esta vez Gabrielle la sujetó
con firmeza. Sonrió con desprecio, satisfecha de ver la expresión sorprendida de
su madre.
—Nunca más vas a volver a pegarme —afirmó Gabrielle, con un gruñido
áspero. Apartó la mano de su madre—. Nunca más.
—Oh, ¿en serio? ¿Y desde cuándo eres tan valiente, ratoncito mío? —
Rodeó a Gabrielle, mirándola con desprecio—. No tienes cojones para plantarme
cara.
—Tú prueba.
El golpe que siguió fue tan rápido que Gabrielle apenas lo vio antes de que
la enviara tambaleándose contra una cómoda. Se llevó la mano a la cara como
reflejo y notó el calor de un pequeño flujo de sangre.
Su madre soltó una risilla burlona mientras se limpiaba el anillo del dedo
corazón.
—No puedes hacer esto. Ya no soy una niña. Ya tengo veintiún años.
Su madre echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Oh, así que ya tienes veintiún años. Veintiún años y jamás te han
besado, ¿eh?
—Escúchame, querida hija mía. Sea lo que sea lo que estás tramando, eso
se ha acabado ya. Y no intentes negarlo.
—Jamás escaparás de mí, Gabrielle. Por mucho que lo intentes, por mayor
que seas. No hay un solo lugar en este planeta donde no pueda encontrarte. Tu
pasado ha quedado borrado y tu futuro ha sido reescrito, querida, y te jodes,
porque no puedes hacer nada para remediarlo. Así que escucha mi pequeño
consejo, de madre a hija: acepta la suerte que te ha tocado en esta vida.
—Ah, y una cosa más, Gabrielle —dijo, ante la puerta ahora medio
abierta, a punto de marcharse—. Sé que te está ayudando alguien. Sé incluso
quién es... más o menos. Sólo es cuestión de tiempo que la encuentre. Y cuando
lo haga, deseará no haber nacido.
La puerta se cerró de golpe y Gabrielle escuchó, paralizada y en un
silencio aterrado, el ruido de los zapatos de su madre al alejarse.
Era su madre.
Gabrielle enarcó una ceja dorada. Dudaba de que el tipo supiera leer
siquiera.
Sus dedos tamborilearon una marcha ligera sobre la mesa durante unos
cuantos segundos más hasta que de repente se le ocurrió una idea. Se levantó de
la silla tan deprisa que el agente del otro lado de la sala no pudo evitar pegar un
respingo sobresaltado. Gabrielle se rió por dentro, mirándolo por el rabillo del
ojo mientras él volvía a acomodarse, al darse cuenta de que ella sólo iba a un
ordenador.
"Haz las cosas abiertamente con el fin de engañar y permite que los
espías las conozcan e informen de ellas al enemigo", repitió Gabrielle en silencio
mientras miraba.
Pensó en comprarse otro móvil, pero lo desechó. Era mucho más divertido
imaginarse a los agentes de su madre teniendo que abrirse paso por la compañía
telefónica para rastrear los números que había marcado en multitud de cabinas
telefónicas públicas. Gabrielle había llamado a amigos para charlar de temas
intrascendentes, había hecho diversos planes para quedar que no creía que fuera a
cumplir y hasta había usado la cuenta de la American Express de platino de su
madre para reservar una habitación de hotel y un vuelo fuera de la ciudad para el
próximo fin de semana.
Eso tendría a los agentes corriendo de acá para allá y daría por el culo a la
estrecha de su madre.
Puta.
Gabrielle tiró las bolsas a la cama y luego se dejó caer ella también,
agotada. Gastar el dinero de su madre era muy cansado... pero qué satisfacción.
Tendría que haberlo hecho desde el principio, pensó riendo, imaginando que el
agente que la había estado siguiendo estaría tan cansado como ella.
Sí, ahí estaba, sentado en un banco. Agitó una ceja al tiempo que soltaba
una risita burlona. Ya no tienes la espalda tan recta, ¿eh, muchacho? Parecía a
punto de quedarse dormido.
Gabrielle salió del taxi y pagó al conductor, dándole una propina que era
casi el doble de lo que marcaba el contador. Él le sonrió ampliamente muy
agradecido y ella agitó la mano saludando cuando se marchó. Su plan había
funcionado impecablemente: Xena estaría orgullosa.
Cuando el taxi se alejaba, Gabrielle atisbó por encima del asiento trasero y
soltó una risita. El agente se quedó esperando debidamente ante la Cantina,
creyendo que Gabrielle había acudido a su cita con Peter.
—Cierra la puerta —dijo Gabrielle con un tono que hizo enarcar las cejas
a Evelyn.
Ésta cerró la puerta y siguió a Gabrielle hasta el sofá del cuarto de estar.
—¿Qué pasa?
—¿Xena?
—Mi madre.
—¿Tu madre?
—No, la tuya. Sí, mi madre, y estaba más furiosa que un pollo de dos
cabezas en el día de matanza, deja que de diga.
—Lo sabía.
—Es ella.
—Me dijo que sabe que me está ayudando alguien, aunque sé fijo que no
sabe quién es... todavía.
—¿Seguido?
—Sus gorilas. Agentes. He tenido que cargar con ellos durante casi toda
mi vida. Ahora me están vigilando muy de cerca. Por eso no voy a poder verte
durante un tiempo. No podemos permitir que mi madre descubra quién eres. Al
menos, todavía no... hasta que estemos preparadas.
—No nos vamos a poder ver durante por lo menos unos meses, tal vez
más. Y nada de hacer "viajes" sin mí, ¿te enteras, Evelyn?
—Lo digo en serio, Evelyn. No te atrevas a volver allí sin mí. De algún
modo, mi madre se ha coscado de lo que estamos haciendo. Y ahora me está
vigilando mucho más de cerca. No podemos arriesgarnos a hacer un ritual, ahora
no. —Gabrielle se rascó pensativa la barbilla—. Al final, acabará hartándose de
vigilarme, siempre se harta. Vamos a tener que esperar hasta entonces.
—Ya, pero sólo porque tomé drogas suficientes para matar a un elefante.
—Sí, y por eso tú también tienes trabajo que hacer. Quiero notar la lluvia
en la cara, igual que tú, Evelyn. Xena me necesita. Tengo que hacerme real para
ella. No sólo en esos segundos antes de aparecer y desaparecer, sino real como si
hubiera nacido entonces. Tiene que haber un modo de poder hacerlo, sin matarme
con una sobredosis.
—¿Sí?
—Yo también te voy a echar de menos. —De mala gana, Gabrielle apartó
la mano del hombro de su amiga y se alejó de Evelyn, avanzando por el
descansillo hacia las escaleras.
—De acuerdo.
Esto no era más que puro boato y Xena lo detestaba. Le parecía una
pérdida de tiempo cuando había tantos otros detalles más importantes que
requerían su atención. Se movió sobre la silla a lomos de Argo y se ajustó la
espada que llevaba a la espalda.
Luego, por supuesto, estaban los grupos más pequeños de veloces jinetes
que habían partido aprovechando la oscuridad de la noche. Avanzadillas de
exploradores que tomarían nota e informarían de posibles movimientos
enemigos, aunque no se esperaba que ocurriera nada hasta que dejaran las
fronteras seguras de Tracia. Y luego estaban los espías, casi tantos espías como
tropas ligeras: más de mil. Su misión había empezado meses antes y Xena había
estado recibiendo un flujo constante de información de estos mercenarios bien
pagados mucho antes incluso de que ella misma llegara a Corinto.
Xena se rió por lo bajo. Más de un año con ella y el pobrecillo seguía en la
inopia.
Alejandro elevó los ojos al cielo y dio gracias por no ser él quien se
quedara atrás para gobernar en ausencia.
Xena tiró ligeramente de sus riendas, una orden para que Argo se
estuviera quieta. Bajo sus piernas la yegua empezaba a agitarse nerviosa, a
medida que crecía el entusiasmo de la muchedumbre que tenían alrededor. Vio
por encima de las cabezas de los soldados que tenía delante que muy pronto
empezarían a moverse.
Y así, en este hermoso día de verano, por fin emprendería la marcha desde
Corinto hacia el Helesponto. Llevaba soñando con este día desde la primera vez
que cabalgó al frente de su primer ejército, y ahora el día estaba a punto de
hacerse realidad.
Xena sonrió con sorna a su compañero cuando por fin consiguió controlar
a su caballo y colocarse a su lado.
—¿Por qué tienes que ser siempre tan perfecta? —preguntó Alejandro sin
mover apenas los labios, intentando imitar la actitud estoica de Xena.
—Disto mucho de ser perfecta —replicó Xena—. El truco consiste en
parecerlo.
—Una luna... veinte días hasta Anfípolis y Tracia... diez días para cruzar
el paso.
—¡Diez días! ¿Tú crees que podemos bajar la montaña en diez días?
—¿Las amazonas?
—Creía que te habías reunido con su reina. ¿No hicisteis una alianza?
Sonrió, observando las flores que caían a su alrededor lanzadas por las
mujeres que chillaban y aplaudían. El aire se llenó de una lluvia multicolor de
pétalos flotantes que bajaron despacio hasta posarse sobre sus cabezas y decorar
las crines trenzadas de sus cuidados caballos.
Por el rabillo del ojo, Xena vio a un mensajero. Se abría paso a través de
la multitud, guiando a su caballo lo más deprisa posible por entre un laberinto de
gente que llenaba las calles de la ciudad.
—¿Qué ocurre?
—¿Asesinadas?
Eran la joven esclava rubia y la anciana. Xena las acababa de desterrar por
su participación en el intento de asesinato. Yacían muertas sobre la hierba de la
cuneta del camino apenas dos días después de haber escapado por poco a una
condena a muerte.
Oyó su voz tranquila y suave sin haberla oído llegar y estuvo a punto de
pegar un brinco del susto.
—¿No quieres abrir una investigación para saber quién las ha matado?
—Es evidente quién las ha matado —afirmó Xena mientras los guardias
levantaban los cuerpos y se los llevaban—. Durante casi toda su vida fueron
esclavas al servicio de las clases altas de Corinto. No sabían nada de los ladrones,
los rufianes y los asesinos de la ciudad. La vieja murió intentando proteger a la
joven bonita. La chica murió después. Así que... ahora son libres.
—Sabías que eso era lo que les iba a suceder. Por eso las perdonaste.
—Al principio pensé que era una decisión estúpida. Que te hacía parecer
débil. Pero más tarde, esa misma noche, oí los comentarios que corrían por toda
la tienda. Te hacía parecer misericordiosa. Atalo era el traidor y todo el mundo
pensaba que las esclavas sólo eran unas estúpidas. Él perdió la cabeza y tú les
diste a las esclavas aquello por lo que estaban dispuestas a jugarse la vida, su
libertad. Toda la noche los hombres estuvieron cantando tus alabanzas por ese
gesto. Y sin embargo, tú sabías desde el principio que esas dos mujeres no
durarían ni una noche.
—Bueno, aquí fuera tenían más posibilidades que con Atalo. Si Atalo
hubiera tenido éxito, habría acabado matándolas.
La mía no, reconoció ante sí misma, y agitó las riendas, azuzando a Argo
para que acelerara el paso y dejar el incidente y Corinto atrás.
Evelyn aceptó la copa con elegancia y brindó por la mujer antes de beber
un sorbo.
—Es una auténtica zorra infernal, deja que te diga. Pero, en estos
momentos, es una de las mujeres más poderosas de Washington. —Bebió un
trago de su martini y observó a Evelyn atentamente—. Hay claras indicaciones de
que va a ser la primera mujer vicepresidenta, si te lo puedes creer. Tu padre debe
de tener importantes contactos para conseguir que asista a su pequeña fiesta.
Evelyn clavó la mirada en el otro lado de la sala, sin oír apenas lo que
decía la mujer que tenía al lado. Se le pusieron los ojos como platos.
Desde el otro extremo, unos intensos ojos verdes se apartaron del rostro de
la persona con la que hablaba y se volvieron, centrándose en Evelyn.
La madre de Gabrielle se abrió paso por entre la gente hasta llegar al sitio,
que aún estaba caliente y palpitante por la energía de la poderosa presencia.
Tanto poder no podía emanar de una universitaria.
Miró a su alrededor en vano. Por fin, enarcó una delgada ceja con altivez.
Por segunda vez, a Evelyn se le pusieron los ojos como platos. Se quedó
sentada en la parte de detrás de la limusina, mirando sin habla a la hermosa
mujer.
Pasó ante una hoguera y saludó inclinando la cabeza a los soldados que la
saludaban a su vez. Le preocupaba saber que ahora estaban muy cerca de
Anfípolis. Una vez más, se planteó la posibilidad de hacerle una visita a su madre
y de nuevo la desechó apresuradamente.
Últimamente, sin embargo, le había dado por montar una tienda por si
cierta persona decidía aparecer.
Tomó un sorbo de vino y tragó, pero no logró reprimir una sonrisa. Sabía
perfectamente lo que diría Gabrielle ante eso. La muy terca seguro que veía lo
que se escondía tras su estoica fachada. Xena se rió por lo bajo, imaginándose la
reprimenda que le echaría la guapa rubia.
En su mente, imaginó que los ojos de Gabrielle se ponían tiernos y que las
comisuras de sus labios se curvaban en una leve sonrisa.
—No los obligo —dijo Xena, ensayando esa respuesta en voz alta—.
Ellos se ofrecen voluntarios y yo acepto.
—Se ofrecen voluntarios porque deben hacerlo. Es el precio que todas las
ciudades griegas pagarán por esa guerra.
—¿Por qué niños? —oyó preguntar a la bella rubia, con los claros ojos
verdes llorosos de pena.
Xena cerró los ojos por el dolor de la verdad. Sabía que Gabrielle diría
que ninguna guerra valía la vida de un solo joven.
—Pero ésta es la vida que nos han dado los dioses —se oyó decir en la
tienda vacía—. ¿Qué otro camino tenemos... tengo?
—¿Y el amor? El camino del amor... ¿no es ése otro camino?
Cuando no hubo respuesta por parte de Gabrielle, Xena resopló y puso los
ojos en blanco.
—¡Ah, está bien! ¡Por los dioses, es que nunca te rindes! —exclamó al
aire—. Iré a ver a mi madre. Iré. Intentaré verla. Pero no te sorprendas si me
vuelve la espalda.
—Debes de estar contenta —dijo una voz clara dentro de la tienda—. Sólo
te ríes de ti misma cuando estás contenta.
Había pasado más de un año desde la última vez que vio a Xena. Los
semestres de clase ya estaban vencidos, los parciales y los finales ya estaban
hechos y aprobados y todavía no había conseguido librarse de los agentes
contratados por su madre para ir a ver a Evelyn. Pasaba los días en clase o
estudiando en la biblioteca, buscando información sobre Filipo de Macedonia o
Alejandro Magno. Por las tardes, estudiaba kendo y kárate, aprendiendo a usar
las manos y los pies en defensa propia y mejorando su manejo de antiguas armas
de artes marciales.
Por las noches, se iba a la cama y cuando se dormía, en todos sus sueños,
estaba con Xena.
En otro se decía que fue asesinado en 336 a. de C. por una amante celosa.
Al leer esta teoría a Gabrielle se le pusieron las orejas coloradas. No quería
imaginarse a Xena con un amante... al menos un amante que no fuera ella misma.
Y si su mutua atracción había hecho que Xena rechazara a un admirador y eso
acabó causándole la muerte...
De modo que, mientras esperaba a que su madre perdiera el interés por sus
ideas y venidas, Gabrielle se esforzaba por resolver un enigma.
¿Dónde había ocultado la historia a la increíble guerrera? ¿Filipo de
Macedonia era realmente Xena? ¿O todo lo que se atribuía a Alejandro Magno
era en realidad obra de la Princesa Guerrera?
Si estar con Xena quería decir que tenía que matar a su propia madre, pues
por los dioses, eso era precisamente lo que iba a hacer.
Incluso con los ojos cerrados, Xena habría reconocido los pastos y las
suaves colinas de su patria. La tierra emanaba el dulce olor a terreno fértil y los
ríos que serpenteaban por el valle colmaban el aire de la delicada música creada
por el suave gorgoteo del agua al correr. Su canción, más que ninguna otra,
siempre le recordaría a su hogar.
Por primera vez en años, Xena se alegró de ver los campos dorados de
Anfípolis. En el pasado, evitaba pasar por allí y elegía en cambio desviar a su
ejército de esta parte de la costa. De hecho, se había separado de Tracia por
completo y había centrado su carrera militar en Macedonia o Tesalia, incluso el
Peloponeso... cualquier sitio con tal de que estuviera lo más lejos posible de los
campos acariciados por el sol de Anfípolis.
—Necesitarás escolta.
—No.
—Xena.
Los guardias que iban con ellos miraron a Alejandro sin saber qué hacer.
Xena bajó al trote por el camino hasta el centro del pueblo, pasando ante
las primeras casas humildes de las afueras.
Tal vez no era muy buena idea, pensó de nuevo, perdiendo rápidamente la
confianza. Su madre no necesitaba verla... no quería verla. Si hubiera querido,
habría estado en los campos observando el paso del ejército, esperándola. Seguro
que todos se habían enterado de que el ejército iba a pasar por aquí: todas las
demás ciudades lo sabían.
—¿Ocurre algo?
—No ocurre nada —repitió Xena, irritada. Dejó lo que estaba haciendo y
miró a Alejandro, con una ceja enarcada—. ¿Ocurre algo en el campamento?
—¿No quieres...?
—No.
—Esta noche no, Alejandro. Recorre el campamento. Pasa el rato con los
hombres. Tengo unos mensajes y mapas que quiero mirar y luego me voy a
dormir. ¿Vale?
—Claro. Vale. —Pero Alejandro no se marchó. Por el contrario, se quedó
en el centro de la tienda, mirando a Xena como a la espera de algo. Vio que
tiraba de una hebilla recalcitrante y que se ponía a luchar con ella con
impaciencia—. Espera, deja que te ayude —dijo suavemente, acercándose para
ayudarla a desarmarse.
Xena suspiró, contenta de estar por fin sola. No podía hablar de sus
problemas familiares con Alejandro, ni con nadie, en realidad. Hacerlo sería una
señal de debilidad.
Xena se quitó el otro brazal y esta vez lo tiró al otro lado de la tienda con
rabia, despreciándose a sí misma. Golpeó la lona y cayó al suelo.
La pregunta, hecha en un tono tan suave, hizo que Xena se diera la vuelta
alarmada. Sus ojos azules parpadearon una vez y luego dos veces, sin creer lo
que veía allí delante, a la luz suave y vacilante de las velas de la tienda de mando.
Gabrielle estaba increíble con esos delicados tonos dorados. Las luces y
las sombras bailaban sobre la tela de aspecto fino de una túnica blanca de manga
corta cerrada por delante con una hilera de círculos pequeños y decorativos que
Xena no había visto nunca. Sus pantalones eran azules, de un tejido más
resistente, y ceñían sus caderas y sus piernas de una forma maravillosa. Gabrielle
estaba en el centro de la tienda, tan tranquila, como si hubiera estado ahí todo el
tiempo, desde hacía años, durante toda la vida de Xena.
—Ya sé que crees que mostrar tus emociones es una señal de debilidad,
pero necesitas hablar con alguien. ¿Por qué no conmigo? A veces es una ayuda,
ya sabes, hablar las cosas.
Xena siguió sin responder. Continuó mirando por la tienda con aire
incómodo, de modo que Gabrielle cambió de táctica, intentando quitarle hierro a
la conversación para lograr que la guerrera se desahogara.
—¿Anfípolis?
—¿Naciste?
—Nací en alguna parte, sabes. ¿No me digas que te crees ese viejo mito
que circula sobre mí?
—¿Qué mito?
Gabrielle resopló.
Xena no dijo nada, pero siguió a Gabrielle con los ojos, agradecidos de
verla, mientras la joven recorría el interior de la tienda, observando lo poco que
había en materia de comodidades.
La rubia se acercó a la mesa y alargó la mano para jugar con algunos de
los mapas y pergaminos que ocupaban la superficie. Los papiros le atravesaron
los dedos como si fuese un fantasma.
—Sí... no. O sea, sí, pero como si no la tuviera. Ella no quiere saber nada
de mí. La verdad es que no la culpo.
—¿En serio?
—Sí... justo a las afueras de una pequeña aldea. Entonces llegaron unos
traficantes de esclavos y atacaron a un grupo de jovencitas fuera del pueblo.
Desenterré mis cosas y se lo impedí —dijo Xena, sonriendo con desfachatez al
recordar esa lucha tan estupenda. Les había arrebatado una lanza y la usó como
eje, girando a su alrededor para golpearlos a todos en la cabeza, uno por uno. Fue
una belleza. La sonrisa desapareció cuando ese momento tan placentero se
desvaneció—. ¿Sabes cómo me lo agradecieron?
—¿Cómo?
—Diciéndome que tenía que salir del pueblo antes de que se pusiera el
sol... o algo así.
—Sí, pero me dio gusto... ayudar a alguien. Bueno, el caso es que me fui a
casa. Creía que podría ir a casa... ser perdonada.
Xena levantó la mirada del suelo, sonriendo. Era más fácil hablar con
Gabrielle que con cualquier otra persona que conocía.
—Un viejo amigo mío me encontró tirada en una cuneta a punto de morir.
Me subió a su caballo, me llevó a su campamento y me curó.
—Es fácil ver la bondad de la gente, cuando se busca. Estoy segura de que
si tu madre se fijara un poco más, ella también la vería. No renuncies a ella,
Xena. Eres su hija. Todavía te quiere y siempre te querrá.
—Creo que me hago una idea muy buena —replicó Gabrielle con un
suspiro.
—¿Por qué? ¿Es que te pasa algo en las manos? —preguntó Gabrielle,
molesta porque el talante de Xena había vuelto a nublarse.
—No sabría por dónde empezar con alguien como tú —dijo Xena,
confesando su inseguridad al suelo.
—¿Eso haría?
—Sí, eso harías. Suave y tiernamente, con todo el amor que sé que sientes
por mí en tu corazón. Y sé cómo sería la sensación de tus labios.
—¿Y entonces?
—Nos besaríamos así hasta se nos quedaran los pulmones sin aire, hasta
que nos viéramos obligadas a parar para respirar. Nos apartaríamos, pero no nos
soltaríamos. Nos quedaríamos así, abrazadas la una a la otra, mirándonos en
silencio. Y yo pensaría que eras la mujer más bella que había visto en mi vida.
La ceja de Xena se movió una sola vez. Como siempre había sido una
mujer de acción, Xena alargó las manos y las pasó por los hombros desnudos de
Gabrielle como si pudiera tocarla. Siguió los contornos de su piel, apreciando su
buen tono muscular. Sus dedos tropezaron con las tiras y la tela del sujetador que
se interponían, molesta por su presencia, aunque no las sentía.
Sin dudar, Gabrielle subió las manos y se bajó despacio las tiras de los
hombros. Las manos de Xena la iban siguiendo como si fuese ella la que estaba
quitando la prenda. Se miraron a los ojos y juntas bajaron del todo las tiras hasta
que el sujetador se apartó del cuerpo de Gabrielle, descubriendo del todo sus
pechos.
Xena esperó sin aliento mientras Gabrielle se llevaba las manos a la
espalda para soltar el cierre. Con una leve sonrisa, se quitó el sujetador y lo tiró al
suelo.
Xena se quedó mirando sin habla la bella ofrenda que tenía ante ella. Por
primera vez, no tenía ningún plan, no lograba pensar en otra cosa que no fuera
amar a Gabrielle durante el resto de su vida. Con manos temblorosas, pasó los
dedos por los fuertes hombros y los brazos musculosos con reverencia y
adoración, absorbiendo la belleza de Gabrielle de todas las formas posibles.
Sus palmas siguieron el contorno de la piel y bajaron para coger los lados
de los pechos firmes y redondos. Xena sonrió cuando oyó que Gabrielle tomaba
aire al ver cómo sus pulgares trazaban lentos círculos alrededor y por encima de
sus pezones.
Gabrielle cerró los ojos y gimió. Era como si pudiera sentir la suave
lengua deslizándose húmedamente por su pecho. La sensación se extendió por
todo su cuerpo hasta los dedos de los pies. Era demasiado. Notó que la tienda
daba vueltas. Como necesitaba sujetarse, subió las manos y las pasó por el largo
pelo oscuro de Xena y se llevó una sorpresa al sentir los mechones como la seda
que se deslizaban por sus dedos. Sin pensar, los agarró y tiró con fuerza de Xena,
acercándola más. Ardía en deseos de sentir más.
Xena saboreó la piel, notó el pezón tenso en su boca, la dulzura salada que
era Gabrielle. Aspiró su olor limpio y fresco. El mundo le dio vueltas cuando se
puso a chupar el pecho de Gabrielle con ganas, gimiendo al notar las manos que
le acariciaban el pelo y tiraban de ella para acercarla más, con más fuerza.
Obedeció feliz, apretando el pecho que le llenaba la mano y devorando el otro
hasta que estuvo a punto de caerse de bruces.
Con los ojos cerrados, Xena se pasó despacio la lengua por los labios,
gozando del leve rastro de sabor a Gabrielle que todavía quedaba en ellos.
Respiró hondo y sonrió: el olor de la mujer le acariciaba la nariz como el más
dulce de los perfumes. En las manos sentía el hormigueo del calor obtenido al
tocar la lisa piel. La postura de la guerrera se vino abajo y se sentó sobre los
talones, en la tierra en medio de su tienda, donde momentos antes había estado
Gabrielle, envuelta en sus brazos.
Xena se levantó del suelo y se irguió cuan alta era, soltando aliento con
resignación. Es hora de beber algo fuerte y ponerme a remojo, decidió mientras
se acercaba a la mesa para servirse un poco de vino. Levantó la pesada jarra con
una mano temblorosa y se concentró en servir el líquido rojo oscuro sin
derramarlo.
—¿Comandante suprema?
—Xena, soy yo. —Una mujer mayor de pelo oscuro y ojos azules empujó
a un lado al guardia y entró en la tienda. Los ojos igualmente claros de Xena se
dilataron por la sorpresa.
Era su madre.
—No sé por qué te volví antes la espalda. Sabía que el ejército iba a pasar
por Anfípolis. Todos lo sabíamos. Me he pasado estos últimos días discutiendo
conmigo misma si saldría o no a verte pasar. No me esperaba en absoluto que
fueras a venir al pueblo, a la posada... después de lo que te hicimos la última vez.
Con dos pasos, Xena cogió a su madre entre sus largos brazos,
estrechándola con un abrazo lleno de renovada esperanza.
—No, Xena. Soy tu madre. Una madre que jamás debería haberse
apartado de su hija.
—Si puedes perdonarme por todos los años en que negué a los
desconocidos que eras mi hija, por haberte dado la espalda, por permitir que
Anfípolis estuviera a punto de matarte... por todo lo que ha sucedido antes de este
momento, Xena, entonces tal vez... tal vez sea cierto... y podemos cambiar... las
dos.
Xena cerró los ojos y por primera vez empezó a darse cuenta de que Draco
tenía razón sólo a medias. No había descanso para el malvado, pero sólo si el
malvado vivía con un corazón vacío.
Dejándose llevar por sus reflejos adiestrados, alzó la rodilla con fuerza
entre sus piernas y lo golpeó de lleno. Peter se quedó paralizado por la sorpresa,
con la cara contraída por el dolor. Ella echó la mano hacia atrás y luego le pegó
un puñetazo en la nariz. El golpe hizo que se tambaleara y se apartara del sofá y,
por suerte, de encima de ella.
—¡Me has pegado una patada en los huevos! —exclamó, con la voz
apagada por la mano—. ¡Me has roto la nariz!
—¿Qué pensaste?
Peter echó la cabeza hacia delante, con el paño todavía en la nariz, y miró
a Gabrielle con un matiz de triste expectación en los ojos.
Gabrielle sonrió.
Peter resopló por la risa al oír el comentario, lo cual le hizo soltar una
pequeña lluvia de sangre que cayó sobre sus pantalones. Soltó una palabrota y
volvió a ponerse el paño en la nariz.
—Sí, supongo que ya me parecía a mí que era demasiado bueno para ser
cierto cuando empezaste a quitarte la blusa.
—Ya te digo. Menuda fuerza tienes. —Torció el gesto al ver las gotas
rojas que le manchaban los dedos—. Sigo pensando que me la has roto.
—¿A Xena?
—Estás enganchado y lo sabes. ¡Mira cómo estás! Mira este sitio. Llevas
así demasiado tiempo.
—Lo sé, pero eso es porque no has tenido a nadie que te ayude. Pues
ahora yo te voy a ayudar. ¿Me dejarás?
—Vale, si tú lo dices.
—Además, Peter, te debo la verdad sobre lo que está pasando. Por qué he
venido aquí.
Ella asintió mostrando su acuerdo. Peter no era en realidad tan tonto como
parecía, por lo menos cuando se trataba de comprender a las personas a las que
quería.
—Yo no estoy enganchada, si es lo que estás pensando —explicó
Gabrielle, moviéndose en el asiento para volverse hacia él—. De hecho, en
realidad no me he metido nada desde que lo hicimos en el instituto. Bueno, aparte
de una vez en rehabilitación... y algo de maría y una droga de diseño que
consiguió Evelyn y esa estupidez de la hipnosis... pero aparte de eso, no lo he
tocado.
—Sí. No. Oxy. Las dos cosas. Mi amiga. Y eso ya lo sé, tonto. Pero nada
de eso importa. Lo que importa es el motivo.
—¿Y si te torturara?
—¿Reír?
—¿Mi reina? —llamó Alti a través del faldón de la puerta antes de entrar.
En los meses que llevaba viviendo con esta tribu de amazonas, se había hecho
muy consciente de que su nueva reina prefería con creces la oscuridad de su
choza cubierta con pieles humanas que pasearse por la aldea a plena luz del día.
—¿Estás segura?
—Oh, estoy muy segura. Conozco muy bien ese sello. Xena me pegó una
vez un puñetazo en la cabeza con él. Me dejó una marca en la frente que me duró
un mes.
La reina sonrió al oír eso y salió pavoneándose a la luz del sol. Sus rasgos
finos y su dura expresión pillaron a Alti desprevenida. No veía a menudo el
rostro completo de la mujer a la luz del día: se reunían sobre todo en las sombras
de su choza o en la oscuridad de la noche, que era el único momento en que la
dirigente amazona paseaba por la aldea. Sus facciones cinceladas bajo la brillante
luz del sol nunca dejaban de sorprender a Alti. Era una mujer bella, con un aire
duro e implacable.
Xena había elegido bien. La mujer era alta y de piel morena, de aspecto
fiero y con todos los rasgos atléticos de una guerrera maravillosamente
adiestrada. Ella misma podría haber sido amazona y probablemente lo era: sin
duda una hermana de una de las tribus más remotas de las lejanas tierras del otro
lado del mar.
—¿Es así como se hace llamar últimamente? —preguntó la reina, con tono
cínico. Alargó la mano con aire impaciente—. Dámelo.
Alti hizo una mueca de desdén, pues sabía muy bien cómo iba a
reaccionar su quisquillosa dirigente al ver que su posición era puesta en duda, y
no se sorprendió cuando avanzó hacia la alta y morena guerrera.
—Que la matéis.
—Mi reina, esto no es muy buena idea —opinó Alti, susurrando una
advertencia ronca al oído de la reina.
La reina dejó de caminar y Alti casi se chocó con ella, pillada por sorpresa
por la brusca detención.
—Xena no es la guerrera que crees que es. —Los duros ojos de la reina
repasaron las palabras, sin apenas cambiar de expresión. Cuando terminó, le pasó
la nota a Alti, dejando que la leyera mientras ella se alejaba contoneándose.
Alti apartó atónita la mirada de la nota. Xena no las iba a matar a todas.
¿Qué era esto? ¿Una especie de Destructora de Naciones más amable y delicada?
Quería hablar.
Alti corrió por la aldea detrás de la reina y la alcanzó justo antes de que
dejara la luz del día por los confines oscuros y fríos de su cabaña.
—Ve a buscar a Ephiny. Dile que quiero convocar una reunión del
consejo inmediatamente.
—¿Una reunión del consejo? ¿De qué vas a hablar? Ya has respondido:
acabas de matar a la mensajera. Si ahora envías una delegación, ¡se las comerá
vivas!
Alti sintió una desazón desconocida en la boca del estómago, una mezcla
desconcertante de emoción y miedo. Incluso a la brillante luz del sol, Alti vio que
los ojos de la reina soltaban destellos de un verde maléfico.
Peter se reclinó en el sofá y se pasó los dedos por el largo pelo revuelto.
Dirigió una mirada a Gabrielle, esforzándose por no echarse a reír, pero no había
forma de tragarse lo que le acababa de contar. Siempre había sabido que a su
amiga le encantaba contar historias. Pero ésta era una pasada.
—Mira cómo me río. —Gabrielle bajó la mano para recoger sus cosas—.
Me prometiste que no te reirías. —Se levantó y metió el brazo por la cazadora,
sintiéndose un poco traicionada por la actitud de Peter.
—Te quiero, Gabs, pero tienes que reconocer que cuesta tragarse esta
historia... eso de que tu alma regresa a la antigua Grecia para estar con esta tal
Xena, Rana Princesa. Si vas a tener una alucinación, supongo que una
alucinación alta, morena y vestida de cuero no está nada mal.
Gabrielle echó una mirada aviesa a Peter mientras metía el otro brazo por
la manga.
—Claro que las había, Peter. ¿Es que no has oído hablar de las amazonas?
—¡Es broma! ¡Es broma! Oye, que yo leo los cómics de Wonder Woman.
Sé todo eso de las amazonas y Atenea y tal. Puede que sea bobo, pero no soy
estúpido.
—Estás como una cabra, Peter, pero eres mi cabra. —No pudo evitar
sonreírle—. Algún día, te presentaré a mi amiga, Evelyn Ellison, y ya verás.
Peter se hizo una cruz sobre el corazón y levantó la mano, cruzando los
dedos.
—Y si no, que me muera.
—Bueno, mantente lejos de mi madre o será una promesa que tendrás que
cumplir.
—Demasiado tarde.
—Hola, Peter. —Su madre inclinó la cabeza para gruñir un saludo por
encima del hombro de Gabrielle—. ¿Cómo va tu problema con las drogas?
Se apartó de Gabrielle.
—Tu pequeña jugarreta con el taxi funcionó una sola vez. ¿No te ha dicho
Xena que nunca debes usar dos veces la misma táctica en combate? En serio,
jamás entenderé qué veía en ti.
—Tráiganla.
—Oh, tráiganlo a él también. Estoy segura de que tienes una historia que
contarme, ¿verdad, muchacho? —La madre de Gabrielle se inclinó y miró a Peter
a los ojos tan de cerca que Peter habría podido jurar que veía a otra persona
mirándolo. Devolvió la mirada, con los ojos desorbitados, al rostro extrañamente
distinto, pero igualmente maligno de la madre de Gabrielle que lo observaba
sonriendo con desprecio desde el remolino verde de sus propios iris.
Instantes después, los agentes los agarraron a los dos y se los llevaron a
rastras por el descansillo.
—He dicho que te calles —advirtió su madre en voz baja al tiempo que
clavaba las uñas en el cuero cabelludo de Gabrielle y tiraba. A Gabrielle no le
quedó más remedio que ir donde la llevaba su madre.
Gabrielle se detuvo, algo sorprendida ella misma por haber pegado tan
bien, y eso bastó para que el segundo agente la atacara por un lado. Su cuerpo
más fuerte y más grande se estampó contra ella, empujándola contra la pared de
cemento con un golpe doloroso que la dejó sin aliento.
—¡Puta! —chilló su madre. Sin hacer caso del chorro de sangre que le
manaba de la nariz, fue hasta Gabrielle y le pegó una bofetada, furiosa porque el
agente no lograba dominar a su hija, que seguía debatiéndose ferozmente para
soltarse.
Su madre pegó otra bofetada a Gabrielle, con tal fuerza que hizo una
mueca por el dolor que sintió en la mano. Se miró la palma con desdén y la echó
hacia atrás, cerró el puño y soltó un derechazo que alcanzó a su hija con toda su
fuerza en la sien. El puñetazo dejó atontada a Gabrielle, que se derrumbó contra
la pared, dando tiempo al agente de agarrarle un brazo y levantarlo, para sujetarlo
con el grillete. Echó el cierre y fue a coger el otro brazo. Gabrielle sacudió la
cabeza para despejársela, echó una mirada a la muñeca que tenía sujeta con el
grillete y levantó la rodilla de golpe, alcanzando al agente justo entre las piernas.
El hombre se desplomó en el suelo, con la cara congelada en un grito silencioso
de dolor.
Gabrielle levantó la mano libre para abrir el cierre, pero su madre le atrapó
la muñeca con una fuerza descomunal. Se miraron a los ojos un instante, lo
suficiente para que Gabrielle viera cómo su madre sonreía descubriendo los
dientes, y luego un puño de hierro se le incrustó en el estómago. Se le quedaron
los pulmones sin aire de repente y mientras luchaba por respirar, su madre le
cogió el otro brazo y se lo sujetó con el grillete, echando el cierre con un
satisfactorio chasquido.
—Dulces sueños, hija querida —dijo con una risilla y luego se alejó,
mirando con desprecio a los agentes que yacían gimoteando en el suelo del
sótano—. Arriba, sacos inútiles de mierda —ordenó.
De repente cayó en la cuenta de una cosa y miró nerviosa por la
habitación. El otro juego de grilletes colgaba de la pared de enfrente... vacío.
—¡Vayan tras él, cretinos, antes de que ese idiota se escape! ¡Quiero que
lo atrapen y lo traigan de vuelta! ¿Me oyen? —bramó la madre mientras el agente
corría escaleras arriba en pos de Peter. Pasó cojeando por la puerta que se
balanceaba suavemente en lo alto de las escaleras del sótano, abierta a toda prisa
cuando Peter huyó desesperado hacia la libertad—. ¡No dejen que se escape! Lo
quiero —gritó la madre mientras subía por las escaleras, a zancadas furiosas—.
¡Lo quiero!
Peter no había corrido tanto en toda su vida. Sus piernas lo llevaron por el
larguísimo camino de entrada, golpeando el suelo con los pies con tal fuerza que
se le entrechocaban los dientes. Sin mirar atrás, movió los brazos con más fuerza,
impulsándose más deprisa por la curva en cuesta, pasando ante el cuidado césped
y la fuente de imitación griega, hasta que por fin vio la gran verja de entrada de
hierro forjado que se elevaba ante él.
—Ay, mierda —murmuró, mirando atónito a los ojos del hombre, que
miraban al cielo sin parpadear—. Mierda. Mierda. Mierda.
—¡Ay, MIERDA!
—Ahí atrás no, gilipollas. Aquí. —La madre ladeó la cabeza, indicando el
lado del pasajero.
Peter sonrió, pues al instante supo dónde había acabado, y se apartó de las
hojas y se puso en pie, sorteando a trompicones los últimos árboles para salir a la
carretera de circunvalación.
Peter se secó la nariz acuosa con el dorso de la mano, contento de ver que
por fin había dejado de sangrar.
Echó un rápido vistazo por la habitación hasta que sus ojos se posaron en
una agenda electrónica situada en el centro de una mesa. Moviéndose deprisa y
en silencio, se sentó en la silla y abrió el portátil, pulsó el interruptor y esperó
nervioso a que el ordenador se encendiera.
Peter activó la sesión y se detuvo un momento al ver el campo de la
contraseña antes de escribir la única palabra que sabía que tenía que ser: XENA.
Efectivamente, el ordenador aceptó la clave de seguridad y abrió el escritorio de
Gabrielle para uso de Peter. Pinchó en la libreta de direcciones y se puso a
recorrer los nombres.
EVELYN ELLISON.
—Escriba XENA.
El agente usó dos dedos, uno de cada mano, para escribir lo que se le
ordenaba, pero el ordenador respondió con un pitido irritante y un mensaje de
error.
—No es eso.
—XENA. X... E... N... A —gruñó, sonriendo al hombre por encima del
hombro, hasta que el ordenador le soltó un pitido, negándole de nuevo el acceso.
Ahora bien, Crystal Method —el grupo— era harina de otro costal.
—Ya se sabe lo que se dice —dijo en voz alta al tiempo que giraba el
picaporte y abría la puerta—. ¡Si la casa se balancea, no se moleste en llamar!
—No, espera. ¡Espera! —Peter forcejeó con ella, pero estaba debilitado
por el mono y ella era muy fuerte.
—¡Gabdielle!
Unos cuantos toques más en las teclas y el técnico se echó hacia atrás en
la silla.
8
Olía la muerte en el aire. Aunque todavía no se había derramado sangre,
Alti detectaba el hedor de la matanza que se iba a producir con la misma claridad
con que veía el sol que se alzaba sobre las montañas a través de las ramas de los
árboles. Se sentía atraída por la promesa de la sangre como la picadura del
aguijón de una abeja por el miedo. Poniéndose más cómoda, Alti colocó bien los
pies y se esforzó por no dar la impresión de que se iba a caer. No tenía la menor
intención de dejar que la reina, que estaba de pie con insultante facilidad un poco
más arriba y a su izquierda, viera lo incómoda que estaba en los árboles.
Alti detestaba la tendencia de las amazonas a atacar desde las copas de los
árboles. ¿Qué eran, una panda de monos?
El grupo podría haber sido una hilera de jinetes a caballo, pero los agudos
ojos negros de Alti sabían que no era así. Al ver a su presa sintió un agradable
cosquilleo de emoción por la espalda y la muerte dejó de ser un mero perfume,
para convertirse en algo que prácticamente podía saborear. El labio le tembló
hasta curvarse en una sonrisa burlona y echó un vistazo a su reina con los ojos
relucientes de emoción.
La intensa mirada verde que se posó en ella le produjo tal desazón que
miró a otro lado. Contempló las hojas de un árbol del otro lado del sendero y vio
a la rubia capitana del batallón de amazonas, Ephiny, que miraba al enemigo con
una expresión extraña.
Observó al enemigo que avanzaba por el sendero del bosque con total
tranquilidad. No tenían motivo para estar preocupados en esta fresca mañana de
otoño. Aunque las amazonas y los centauros llevaban generaciones luchando por
los terrenos de caza y los dioses sabían qué más, hacía casi una década que no se
derramaba sangre. Muchas peleas y discusiones, sí, pero ¿un ataque pleno,
soldado contra soldado, golpe a golpe? Hacía años que no. Melosa era una
dirigente demasiado buena y una negociadora demasiado hábil para derramar
sangre amazona innecesariamente.
—Nunca hagas una promesa que no puedas cumplir, Ephiny. —Una fila
de amazonas se apartó, dejando pasar a su reina.
—¿Cómo te llamas?
Ephiny bajó la espada del todo mientras miraba a los dulces ojos marrones
de Fantes. Era como si lo conociera, como si ya lo hubiera visto antes.
—Que tengas buen viaje —dijo la reina con dulzura y torció la hoja.
—¡MATADLO!
La reina daba vueltas alrededor del cuerpo del centauro caído, sonriendo.
Fantes estaba hecho trizas. La sangre manaba de una multitud de cortes de espada
y caía al suelo del bosque, tiñendo la tierra de un negro oscuro.
—¡He dicho que les cortéis las manos y les cautericéis las heridas! Luego
los podéis dejar marchar.
Una vez más, las amazonas reaccionaron en masa, rodeando a los jóvenes
centauros para cumplir la insidiosa orden.
—Me parece que les vas a mandar a los centauros un mensaje muy claro
—comentó Alti con la boca llena de la carne ensangrentada del órgano.
Alti vio cómo miraba, adivinó lo que buscaba y soltó una risita cuando
apareció el premio, como una reluciente pepita de oro en medio de un montón de
cantos rodados del río.
Tyldus vio impotente cómo uno tras otro iban cayendo los niños
centauros. Oyó el silbido aterrador de una segunda oleada de flechas y entonces
miles más surgieron en arco por encima de los tejados y cayeron sobre su aldea,
matando a hombres, mujeres y niños indiscriminadamente. Al oír un grito de
guerra, se giró en redondo y se preparó para enfrentarse a la carga de las feroces
mujeres, golpeando una espada de amazona con su acero centauro mientras las
lágrimas le nublaban la vista.
¡Zorras!
Sin dejar de galopar, se volvió y agitó la espada, una vez hacia la derecha
y otra hacia la izquierda. Dos columnas de caballería se separaron del grupo
principal, siguiendo unos senderos apenas visibles que rodeaban el camino
principal por completo. En cuanto el grueso de sus fuerzas se enfrentara a las
amazonas y las sacara de los árboles, los dos grupos que se habían separado
atacarían por detrás.
Después de lo que les habían hecho a sus hijos, no iba a quedar una sola
puta amazona en pie.
Las hojas se agitaban ruidosamente con un viento frío que les heló el
alma. El bosque seguía espeluznantemente silencioso mientras los centauros
esperaban, moviendo las pezuñas con inquietud. Al poco, los grupos que se
habían separado llegaron al galope y se unieron a la fuerza principal en el
sendero. El plan de Kaleipus, aunque estaba bien pensado, ahora era inútil.
—¡Ha sido un truco! Han cometido ese espanto para atraernos hasta aquí y
así poder atacar a nuestras mujeres y niños.
Guió la carga por el camino, con el largo pelo negro echado hacia atrás
por la velocidad y el corazón atenazado por el esfuerzo y el miedo mientras
devoraban los pocos kilómetros que los separaban de su hogar, con la esperanza
de llegar a tiempo de detener la carnicería.
El sendero pasó ante una serie de troncos caídos y luego dobló un recodo
y reveló a una sola guerrera amazona que estaba plantada estoicamente en medio
del camino, con la espada aún envainada a la espalda.
Al oír un grito, Alti se giró a tiempo de ver cómo una guerrera amazona
cortaba los tendones de un enemigo con una tremenda estocada en un corvejón y
luego en el otro. Las patas del centauro chorreaban sangre y luego lo traicionaron
y se doblaron. El muchacho cayó al suelo, agarrándose inúltimente con las manos
para intentar levantarse. La guerrera le ahorró el sufrimiento con una vertiginosa
estocada que le cortó la cabeza humana.
Alti pensó que ahora estaban todas atenazadas por una especie de fiebre
asesina, casi como si las amazonas fueran víctimas de un hechizo de sed de
sangre. Buscó a la reina y la encontró en el centro de la batalla, cruzando la aldea
y arrastrando a un jovencito humano a quien agarraba de la larga melena rubia.
Sus brazos delgados lanzaban puñetazos a la reina sin parar, pero ella se reía
cruelmente y le dio la vuelta para que el chico no la alcanzara.
—Mira bien, niño —dijo la reina, tirándole del pelo y riéndose al ver su
mueca de dolor—. Mira y contempla a la gran y poderosa Nación Amazona.
Alti sofocó una exclamación junto con el resto de las amazonas cuando el
movimiento vertiginoso de la espada de la reina cortó la cabeza del chico. Su
cuerpo se tambaleó un momento, erguido por una fuerza desconocida mientras de
su cuello brotaban chorros de sangre. Entonces, de una forma casi cómica, se fue
inclinando con una rigidez extraña y cayó.
—Necesitaremos una fosa. Una fosa grande. Una fosa profunda. Quiero
que echéis ahí la mitad centaura de estos bichos asquerosos y la enterréis.
—¿La mitad centaura? —preguntó Alti, tan confusa como las demás.
Alti miró uno de los cuerpos y luego volvió a mirar a la reina, expresando
con el rostro la pregunta que todas tenían.
—Haced lo que digo o acabaréis como ellos. Tirad sus culos de caballo a
la fosa. Pero la parte humana... tengo planes para eso. Se vienen con nosotras.
Salvo éste —dijo la reina, alzando la cabeza—. De éste nos llevamos las dos
partes.
Alti sacudió la cabeza sin dar crédito, apartándose cuando la reina pasó
pavoneándose a su lado columpiando la cabeza del niño con indiferencia. Sólo en
una ocasión anterior había oído hablar de tal horror y carnicería en el escenario
de una gran victoria.
—Me pregunto qué se le pasará a Xena por la mente cuando vea la cabeza
de su hijo colgando de una rama y su cuerpo colgando de otra.
—¿Los exploradores?
—Aún no.
—En Anfípolis.
—Mmm. —Parmenión frunció el ceño, imitando la primera reacción de
Xena—. Ya tendría que haber vuelto. Alertaré al perímetro. ¿Quieres que envíe a
una patrulla para buscarla?
Xena esperó a que se fuera para apartar la mirada de la mesa de los mapas.
Agina tendría que haber estado en el campamento esperando con noticias sobre la
respuesta de la reina de las amazonas. Conocía lo suficiente a la guerrera para
saber que sus largas piernas y su resistencia la habrían llevado hasta allí y de
vuelta al campamento mucho antes de que su caballería llegara al valle.
Sólo había una manera de subir y atravesar esa cordillera, y era a través
del paso de Shiptka. Desde el punto de vista estratégico, era peligroso y una de
las razones por las que Persia no había logrado conquistar Grecia tiempo atrás. El
paso era estrecho y las tropas sólo podían marchar de tres o cuatro en fondo
como mucho. Había muchos puntos donde los riscos ofrecían la oportunidad
perfecta para un ataque. Una división de miles de soldados podía quedar
aniquilada por un puñado de hombres con poco esfuerzo.
A Borias la idea le pareció una majadería absoluta, pero Xena sabía que
esas enormes bestias podrían subir y bajar esas montañas prácticamente por
cualquier parte. Un ataque contra Grecia por cualquier punto que no fuera el paso
de Shiptka sería una sorpresa completa y acabaría con una victoria total, no sólo
sobre las amazonas, sino también sobre toda Grecia.
Lástima que aquí no se criaran esos animales tan grandes y feos, pensó
con un suspiro. En estos mismos momentos estaría dirigiendo a una columna de
ellos por la montaña hasta el otro lado y directamente a través del centro de la
aldea amazona.
—¿Más tranquila?
—¿Sí, Xena?
—Ten cuidado.
Debéis traer con vosotros pertrechos de guerra, pero vivir del enemigo,
les había aconsejado a sus generales, a Alejandro entre ellos. Estaban más
acostumbrados al viejo método de campaña, bien probado, de establecer líneas de
suministros.
Esta campaña, sin embargo, era muy distinta. Confiar en una línea de
suministros a través de estas montañas sería un suicidio.
Volvió a concentrarse en los mapas que tenía delante. Si ella fuese la reina
de las amazonas, habría aceptado la oferta. A fin de cuentas, las fuerzas griegas
superaban a la Nación Amazona a razón de casi diez a uno.
Diez a uno, y sin embargo los espartanos habían hecho más con menos en
las Termópilas.
Recordó una conversación que tuvo una vez, no hacía mucho tiempo, con
el dios de la guerra. Éste había afirmado que con un gran ejército se obtenían
grandes victorias.
Idear formas nuevas y creativas de acabar con sus enemigos: eso era lo
que de verdad la excitaba.
Xena le dio una palmada amistosa en la espalda con su gran mano y le dio
le vuelta para ayudarlo con las hebillas.
Xena sonrió, una cosa rara que, a ojos de Parmenión, iluminó la noche
oscura inesperadamente.
—Arriba, dormilona.
Una voz familiar se filtró por la neblina de su aturdimiento. Gabrielle notó
las palmaditas suaves de una mano sobre su mejilla. Al poco, recibió en la cara
un generoso chorro de agua helada.
—No te vas a poder soltar, así que más vale que te relajes. —Volvió a su
tarea y siguió hablando—. Bueno, ¿dónde estábamos? Ah, sí, Peter. No tienes
por qué preocuparte por él. Ahora mismo tengo a un par de agentes siguiéndolo.
Se ocuparán de él, puedes estar segura.
Su madre tiró una cosa que giró por el aire y golpeó el borde de un cubo
colocado en el rincón. Se balanceó en el borde del cubo un momento antes de
caer dentro. Gabrielle distinguió la manita y el brazo de un bebé, con las venas,
los cartílagos y el hueso expuestos al aire por donde habían sido cortados.
—Xena siempre ha sido la clave. Y tú, querida mía, siempre has sido la
clave para llegar a Xena. Supongo que eso lo supimos desde el principio mismo.
Lo que no comprendimos fue hasta qué punto habías logrado... influirla. El viejo
axioma de César de divide y vencerás no funcionó como estaba previsto. Habías
cambiado demasiado a Xena, de formas mucho más profundas de lo que
llegamos a sospechar. Tardé un poco... unos miles de años, en realidad. Pero, por
fin, me di cuenta de que para lograr que Xena alcanzara su verdadero potencial
para la ira, tenía que hacerte desaparecer por completo del cuadro. Al interrumpir
tu insignificante vida antes de lo previsto y traerme tu alma hasta aquí, contaba
con la ventaja añadida de tener una conexión directa con Xena. Porque tu alma
sigue conectada a la de Xena, sabes. Y yo estoy conectada a ti. Siento el vínculo
que tiene contigo... justo... —la madre tocó juguetona la nariz de Gabrielle con la
punta de un dedo—, ...a través... del nuestro. —Puso la palma fría sobre el
corazón desbocado de Gabrielle—. Estáis tan cachondas la una por la otra que
me pongo caliente sólo de pensarlo.
La madre fulminó a su hija con unos ojos verdes que soltaban vivos
destellos de ira.
Gabrielle observó con desconfianza cuando su madre volvió hasta ella con
un cuenco redondo en una mano y el mismo cuchillo largo y afilado sujeto
flojamente con la otra.
Gabrielle se puso rígida y se plantó con los brazos atados a la gris pared
de cemento, mirándola desafiante.
—Se supone que esto lo tenemos que hacer juntando las palmas, pero así
tendrá que valer. —Rodeó el antebrazo de Gabrielle con su mano sangrante y
apretó—. Sangre con sangre, como Xena y tú. ¿A que es romántico? —dijo su
madre con una mueca de desprecio y burla.
Su madre soltó una risilla regocijada al tiempo que enrollaba una tira de
goma alrededor del bíceps de Gabrielle. La apretó y observó cómo se hinchaban
las venas del brazo de Gabrielle al cortar la circulación de la sangre.
—Qué bonitos brazos tienes, querida. Buenas venas. Los míos son iguales.
Debe de ser genético. —La madre de Gabrielle se rió y usó dos dedos para
golpear una vena especialmente buena, haciendo que se hinchara un poco más—.
Peeeerfecto. Por supuesto, tu alma se sentirá obligada a hacer una parada por el
camino, dado que está unida a Xena. Deberías llegar justo a tiempo de ver cómo
el alma de Xena sucumbe a una ira tan feroz, tan intensa, que provocará una
reacción en cadena cuyos ecos resonaran por toda la eternidad. Tú no tienes ni
idea de lo que es ese poder, ¿verdad? Del incendio que provocará su rabia... de lo
que liberará en el mundo. Llevamos mucho tiempo esperando esto.
Con los ojos como platos, Gabrielle se quedó mirando fijamente mientras
la aguja se acercaba a su brazo. Justo cuando la afilada punta le rozaba la piel,
empezó a debatirse.
—Estate quieta, Gabrielle. Quieres estar con tu preciosa Xena una última
vez, ¿verdad?
—¡He dicho que te estés quieta, puta! —Un duro puño golpeó con fuerza
a Gabrielle en la mandíbula. Se hundió, momentáneamente aturdida, y su madre
aprovechó la oportunidad para clavarle bien la aguja en la vena del brazo.
Rápidamente, empujó el émbolo de la jeringuilla y el horrible líquido se
vació dentro de Gabrielle.
—Creía que me necesitabas con vida —dijo, con una voz que le sonaba
extraña y distante.
—¿Cómo ha...?
—Me llamo Eva. —La mujer sonrió aún más al ver su cara de
incomprensión—. Pasad los dos. Es evidente que hay mucho que explicar y
tenemos mucho que hacer...
—Sí. Por desgracia, después de dos mil años, se nos ha agotado el tiempo.
Peter se detuvo. Habría podido jurar que uno de ellos se había movido. El
ángel de piedra que tenía a la derecha había inclinado la cabeza con humildad y
había hecho un gesto con la mano hacia arriba indicando por dónde tenían que ir.
De mala gana, Peter se dio la vuelta, pero no sin antes echar un último
vistazo desconfiado a la figura. El hermoso ángel lo miraba a su vez con
benevolencia.
La sala estaba bañada en oros y rojos, pintados por rayos alternos de sol y
sombra que se filtraban por una serie de vidrieras. Se adentraron en la cavernosa
sala, siguiendo una senda de colores acariciados por el sol que teñían el suelo de
losas de mármol.
Peter escudriñó a través del polvo reluciente que bailaba en los rayos de
sol para fijarse en el altar. En su centro se alzaba una alta y oscura cruz de
madera. Al principio, pensó que el salvador medio desnudo clavado a la cruz era
el mismo que había en la mayoría de las iglesias. Pero cuando se le
acostumbraron los ojos a las drásticas diferencias de luz y sombra acentuadas por
las vidrieras de colores, Peter se dio cuenta de que era otra persona totalmente
distinta la que estaba allí clavada pagando por sus pecados.
Costaba distinguir los rasgos, pues la cabeza estaba caída hacia delante,
derrotada por la muerte. Largos mechones de pelo tallados en mármol blanco
tapaban el rostro. Una característica, sin embargo, estaba absolutamente clara.
—Yo nunca nací. Eli nunca descubrió su auténtica vocación, nunca fue
sacrificado.
—¿No? Qué pena. —El pelo del ángel se había transformado en una
abundante melena rubia que le caía por los hombros. Lo miraba con unos grandes
ojos marrones llenos de afecto y compasión.
Peter resopló.
—Si hubiera conocido a un ángel de mármol que habla y camina, creo que
me acordaría.
—Me llamo Calisto —dijo, y dejó de sonreír, con el rostro serio—. ¿No te
suena?
Al mirar a la bella mujer que tenía delante, Peter habría jurado que oía
campanas al vuelo, pero no hizo caso.
—Sí, por supuesto... por Gabrielle también. Se nos ha reunido a todos para
luchar contra este mal... para enviarlo de vuelta a las profundidades ardientes de
donde salió y, esperemos, para curar la herida que llevamos todos en el alma. —
Calisto sonrió y se volvió hacia Evelyn, asintiendo—. Es la hora, Yakut. ¿Estás
preparada?
—Bien.
—Tengo una gran deuda con Xena. Ella salvó a mi alma inmortal de la
condenación eterna. En otra época, le hice un gran mal. Un enorme mal. A
Gabrielle también. Les hice mucho daño a las dos. Sin embargo, ellas me
perdonaron. Su valor y su compasión salvaron mi alma. Ahora me toca a mí
hacer lo mismo.
Subió los tres cortos escalones hasta el altar y se detuvo ante la mártir.
Una segunda ráfaga alcanzó las losas cerca de sus pies. Se apartó a toda
prisa, cayendo en la cuenta de que alguien les estaba disparando. Peter echó a
correr hacia el altar y se puso a cubierto en el hueco.
Hubo más disparos y el estampido de los tiros resonó por toda la sala. Otra
ventana se rompió y el cristal cayó en grandes pedazos que se hicieron trizas al
golpear el duro suelo de piedra.
Peter se quedó donde estaba, tumbado boca abajo, detrás de la cruz. Oía
trozos de piedra que se desprendían de la efigie de la guerrera y caían al suelo.
Acurrucado lleno de miedo, esperó en el desquiciante silencio hasta que se
posaron los últimos restos de polvo. Poco a poco, Peter apartó las manos y
levantó la cabeza.
Todo estaba en silencio, salvo por algún que otro crujido cuando algún
trocito de mármol caía de las grietas de las paredes.
—¡Evelyn!
—¡Evelyn!
—Qué triste —dijo una voz grave, seguida del ruido de una pistola
semiautomática al ser amartillada justo detrás de su oreja izquierda.
Peter se volvió y vio a dos hombres vestidos de traje oscuro allí de pie,
apuntándolo a la cabeza con sus pistolas.
—La han matado —los acusó, con los ojos llenos de lágrimas.
Éste se chocó con el segundo agente y los dos cayeron al duro suelo de
mármol. Peter oyó el característico ruido de algo metálico que chocaba con las
losas y se alejaba resbalando. Se incorporó, cerró el puño y golpeó al agente en la
cara con todas sus fuerzas. Bastó para que el agente perdiera el sentido.
Hubo dos disparos a la vez que resonaron con ecos parecidos por la sala.
Una bala alcanzó al crucifijo. El impacto hizo saltar la efigie de Xena en miles de
fragmentos que salieron despedidos en todas direcciones. La cruz de madera se
rajó y se tambaleó durante un instante de angustia hasta que por fin se desplomó
en el suelo. Se rompió en pedazos que se esparcieron por los escalones.
Había vuelto. Yakut saboreó la sequedad del aire, el vacío que era la
totalidad de su universo, su eternidad. Había vuelto al espantoso purgatorio de
sus almas atrapadas.
—Has vuelto —dijo, sujetándole el codo con la mano para que se apoyara.
Una segunda amazona, a quien Yakut reconoció por sus viajes al pasado
como Evelyn, se acercó con expresión muy airada.
—Muy graciosa. Tú ríete. Pero mira cuántas somos, y llegan más sin
parar. La Nación Amazona se está muriendo y nuestras almas llegan aquí...
¡atrapadas contigo!
Cyane puso una mano fuerte en el hombro de Ephiny con gesto tierno.
—Ephiny, cálmate. Ya te dije que Yakut volvería y aquí está. Ahora todo
volverá a su sitio, ¿verdad, Yakut?
Cuando Yakut no asintió de inmediato, Cyane bajó la mano y volvió su
cuerpo delgado y musculoso hacia la chamana.
—¿Verdad, Yakut?
—Todo va tal y como estaba planeado, Cyane. Venid. —Se colocó entre
Cyane y Ephiny, poniéndoles las delicadas manos en la fuerte espalda—. Ahora
tenemos que prepararnos. Tenemos mucho que hacer para prepararnos.
—¡Lo sabía! ¡La zorra de Alti! —bufó Ephiny, apretando los puños.
Xena, sin embargo, sabía que su maniobra de combate preferida era atacar
desde lo alto. Lo advirtió de que el paso estaría abierto para animarlos a entrar y
que entonces usarían las elevadas paredes para lanzar un ataque, primero con
flechas y luego con troncos, carromatos, carros, todo tipo de cosas que bajarían
rodando por las laderas para aplastar a la falange macedonia. Antes de que sus
desmoralizados soldados pudieran volver a formar, las amazonas caerían sobre
ellos desde los árboles, atacando con sus espadas cuerpo a cuerpo, donde las
largas sarisas de los macedonios serían peor que inútiles.
—Podría ser una belleza —le había dicho Xena—, pero la mitad de esa
belleza reside en el factor sorpresa. Y como no nos van a sorprender... —Enarcó
un momento la elegante ceja, acentuando la expresión con una sonrisa chulesca.
—Por los dioses —oyó que susurraba uno de los hombres al tiempo que el
ruido rítimico de las botas se iba haciendo más lento.
Rodó por encima de piedras y baches que había en el suelo sin detenerse,
mientras un rastro de llamas incendiaba todos los arbustos y ramas secos que
rozaba a su paso. La reina observó con gran satisfacción mientras el carro bajaba
por la ladera siguiendo un camino ardiente de destrucción garantizada hasta que
rodó por encima del objetivo, patinando sobre el mar de escudos, y se estrelló
inútilmente al otro lado del desfiladero.
Los arqueros griegos dispararon contra las cuerdas de las que colgaba la
bochornosa muestra de crueldad de la reina. Acompañados de pesados golpes, los
cuerpos empezaron a caer sobre las cabezas de sus asesinas mientras las
amazonas se retiraban.
Con una sensación de temor, Alti vio cómo caía el primero de los
cadáveres de los centauros. La rueda estaba girando. De algún modo, Xena había
conseguido volver la maldad de la reina contra ésta.
Sin esperar a recibir la orden, Alti se volvió y echó a correr entre los
árboles, para regresar a la aldea lo más deprisa que le permitiera su manto de
chamana. Un cadáver cayó de una rama que tenía encima y aterrizó a sus pies.
Eso la detuvo y estuvo a punto de dejarla sin sentido de un golpe. Lo miró y
luego miró hacia atrás. El bosque estaba atestado de hombres armados hasta los
dientes que corrían hacia ella, sin el menor asomo de piedad en los ojos.
Hasta los soldados, que estaban casi encima de sus enemigas, se pararon
en seco para escuchar el alarido que llenaba el aire y rebotaba en las paredes del
cañón con una repetición interminable de horror.
—Ya ha empezado.
El horror que le atravesó las entrañas fue más doloroso que cualquier
herida que hubiera sufrido en su vida. Xena cayó de rodillas al suelo y la ásperas
piedras y los trozos de corteza crujieron bajo sus brazales reforzados. Se quedó
mirando la primitiva entrada de la aldea amazona: un arco de madera con torres
de vigilancia a cada lado y el espantoso recibimiento que colgaba de él.
La cara del niño estaba extrañamente tranquila. Su largo pelo rubio se
agitaba con la ligera brisa. Al lado de la cabeza cortada colgaba su cuerpo, rígido
por la muerte, balanceándose de lado a lado como un trozo de madera.
Xena sabía sin el menor género de duda que era su hijo, Solan, aunque no
lo veía desde que entregó al bebé envuelto en su propio estandarte a Kaleipus, el
dirigente de los centauros.
Cuando abrió los ojos, ya no veía el cuerpo de un niño que colgaba bajo el
sol de la mañana. Veía el futuro, y el futuro era muerte.
Xena.
Los claros ojos azules que lo miraban a su vez soltaban chispas de un odio
frío y brutal.
Ares abrió los musculosos brazos de par en par y se echó a reír. El sonido
produjo ecos por las salas como los tambores de guerra.
Sin apartar la vista de las escenas que se desarrollaban en el Ojo que tenía
encima, Ares se sentó de nuevo en su trono, cogió una copa de vino y bebió un
largo trago del dulce néctar rojo oscuro.
—¡Ha vueeeeeltooo!
Pero entonces la imagen del Ojo fluctuó y notó que las paredes de su sala
empezaban a temblar. Ares dejó caer el vino. La copa se estrelló en la dura piedra
del suelo frío y el vino rojo salpicó por todas partes.
—Quiero sus cabezas, hasta la última —ordenó, con la voz ronca y grave.
—¿Todas?
—Hasta la última —bufó Xena—. No quiero que quede una sola amazona
con vida. ¿Me entiendes?
Xena usó su bota sucia para pegar una patada al cuerpo y quitarlo de su
espada y agarró a otro lugarteniente.
—¿Alguna pregunta?
Ahora se sentía viva como no se había sentido nunca. Xena agarró bien la
espada con la mano derecha y torció la cabeza, para quitarse una contractura del
cuello, que crujió sonoramente. Sonriendo con oscura expectación, percibió sin
mirar a la guerrera amazona que intentaba sorprenderla. Se quedó totalmente
inmóvil y esperó con paciencia inhumana a que la mujer estuviera más cerca y
levantara su arma.
Haciendo señas con las manos y la espada, colocó a sus hombres en una
larga fila, desplegándolos en un amplio frente que se curvaba hacia fuera delante
de la entrada a la aldea. Ella se colocó de forma llamativa, ocupando una
posición de combate bien visible al frente de la falange en forma de cuña, justo
en el centro de su línea de defensa.
La reina se quedó con los ojos como platos. Bloqueando el paso al lugar
donde podrían ponerse a salvo estaba nada menos que la Princesa Guerrera en
persona, respaldada por una división de guerreros armados hasta los dientes. Por
Artemisa, ¿cómo ha metido Xena una legión entera de soldados en la aldea? La
reina miró hacia atrás. Allí, el resto del ejército corría hacia su retaguardia,
mordiéndoles los talones. Había caído en la misma trampa que había tendido a
los centauros.
—Ven por mí, puta zorra del Hades —la provocó Xena, con una blanca y
resplandeciente sonrisa.
Las tropas de Xena cayeron sobre una rodilla y bajaron sus largas lanzas,
preparándose para el ataque.
Se puso en pie, recuperó el equilibrio y paró el golpe de una vara que iba
directo a su cabeza. La dura madera le escoció al darle de lleno en las palmas de
las manos y notó la fuerza del impacto hasta los dientes. Pero agarró la vara de
madera, ante su propia sorpresa y la de la guerrera que acababa de atacarla.
No tardó en dar con la guerrera. Xena era como una fuerza desatada de la
naturaleza que iba abatiendo guerreros con una habilidad y una precisión que
Gabrielle no habría creído posibles. Se quedó mirando, atónita, mientras la
guerrera luchaba. Xena mataba a todo el que se le ponía por delante: mujeres,
hombres, sus propios soldados.
—¡Xena! —gritó, y su grito quedó tapado por los chillidos y los alaridos
de dolor. Aferrando su vara con firme resolución, Gabrielle echó a correr, directa
al centro de la lucha y a Xena.
La muy puta está huyendo, pensó Xena y pegó una patada en el estómago
a un soldado griego sólo porque estaba en medio.
—Adelante, huye. Huye para salvar tu puto pellejo —gruñó entre dientes,
y echó a correr detrás de la reina y se adentró en la aldea siguiendo sus pasos.
Ahora era una cazadora y eso le daba gusto. Xena torció el labio con una
mueca de desprecio. Mucho gusto.
Dejando atrás la mayoría del conflicto, la reina corrió ante las cabañas
sumidas en un silencio espeluznante hacia el centro de la comunidad amazona.
No le hacía falta mirar atrás para saber que la Princesa Guerrera la seguía de
cerca. La presencia de Xena era algo tangible, algo que se sentía fácilmente
aunque no se viera, como el núcleo de un estallido de calor. Por otro lado, lo
mismo se podía decir de la estupenda explosión de poder que emanaba del centro
de la aldea amazona. La reina sentía la energía y se veía atraída a su presencia
como una mosca a la miel. Siguió corriendo, pasando ante los hogares vacíos y
saltando por encima de los cadáveres de sus dueñas, pues sabía que tenía que
llegar a su origen antes de que Xena llegara a ella.
Xena echó a correr, siguiendo la brisa y sus instintos más oscuros sin
planteárselo.
—Te toca —dijo moviendo sólo los labios, y sus bellas facciones se
iluminaron con una sonrisa depredadora. Con paso decidido, Xena avanzó hacia
ella, casi al alcance de su meta.
—Bien —gritó la reina como respuesta, con una confianza que no sentía.
Retrocedió y estuvo a punto de tropezar con una amazona muerta—. Bien.
Mátalas, Xena. Mátalas y luego ven por mí. —Saltó por encima de otro cuerpo y
echó a correr.
—Mentirosa. Todo esto ha sido idea tuya. Sobre todo lo del niño. ¿Cómo
se llamaba?
Al oír el nombre de su hijo, Alti habría podido jurar que los ojos de Xena
dispararon llamaradas.
Esforzándose por concentrarse, lo único que veía eran los ojos duros y
llenos de rabia de Xena. Por primera vez, Alti se dio cuenta de lo que era llenar
de miedo el corazón de los hombres y mujeres que se atrevían a enfrentarse a
Xena en combate. Años atrás, cuando se asomó por primera vez a las
profundidades de esos ojos sobrenaturalmente claros, Alti vio el potencial para
alcanzar un gran poder. Ahora, lo único que veía era muerte.
Un ligerísimo temblor del labio superior de Xena y Alti supo que estaba a
punto de morir.
Se echó a reír.
—He cambiado de idea —dijo Xena con voz ronca, pasándose la espada a
la mano izquierda y agarrando su chakram—. Las reinas primero.
Xena echó el brazo hacia atrás y lanzó el chakram. Cortó el aire, chocó
con una efigie de Artemisa y rebotó en ángulo, zumbando a una velocidad de
vértigo hacia el centro mismo de esa máscara real de las amazonas.
Pero la máscara, creada con dura madera y poderosos hechizos, hizo su
trabajo y protegió a la reina. El chakram la alcanzó y, con una lluvia de chispas,
la máscara se hizo pedazos, y el arma salió disparada en una dirección extraña y
se perdió de vista. La fuerza del golpe hizo que la reina se tambaleara hacia atrás,
momentáneamente aturdida.
Lo que vio Xena entonces hizo que se le parara el corazón por completo.
El dolor desgarrador que había sentido al ver a Solan colgado en pedazos no fue
nada en comparación. Allí plantada, viendo cómo la reina amazona intentaba
recuperar el equilibrio, Xena sintió que se le quedaban los pulmones sin aire
como si le acabaran de pegar un puñetazo en el estómago.
Xena cayó boca arriba en el barro, abatida por un golpe invisible asestado
por un lugarteniente muerto largo tiempo atrás.
De nuevo de rodillas ante Alti, Xena se miró las manos, sin dar crédito
cuando unos agujeros descarnados se abrieron en su piel y empezaron a sangrar.
¡Pero esto no es un recuerdo! Nunca había vivido ese momento: Gabrielle
y ella nunca habían intercambiado esa dulce sonrisa. Lo único que veía ahora era
el rostro de una horrible traidora que había asesinado a su hijo. Mientras su
sangre manaba de las heridas, Xena aulló por el tormento y la confusión. Por
encima de sus propios gritos, oía claramente la risa burlona y victoriosa de la
reina amazona.
—¡BASTA!
—Hola... madre.
Era su madre. Su propia y horrible madre. Pero era más joven, más
fuerte... y estaba aquí en el pasado con Xena.
—Has sido tú. Has sido tú todo el tiempo. Tú has sido la que ha hecho
esto.
—¿El qué? ¿Qué he hecho? ¿De qué me vas a echar la culpa ahora,
madre? —preguntó Esperanza, burlándose.
—¿Por qué? Eso es lo que eres. Mi madre. Soy sangre de tu sangre, carne
de tu carne.
Gabrielle aferró su vara, amenazando con golpearla.
—Oh, pero claro que eres mi madre, mamaíta querida. Sólo que no te
acuerdas. —Esperanza se concentró, bajando la mirada, y, como una marioneta,
Alti pegó una sacudida. La chamana lanzó una ola de poder que golpeó a
Gabrielle directamente en el pecho. Retrocedió tambaleándose, a punto de
tropezar con Xena, y se hundió en un mar de visiones, ahogándose en una vida
desconocida.
Gabrielle bajó la vara que sostenía en las manos, con una angustia
evidente en los ojos. Su visión interna se posó en las dolorosas imágenes de otra
vida que se proyectaban en su mente controladas por Esperanza a través del
poder de la chamana Alti.
Xena se volvió hacia Gabrielle, con los ojos tan angustiados como el
rostro de su ángel de la guarda.
—¿Me vas a matar otra vez, madre? —preguntó Esperanza, con los duros
rasgos suavizados por una extraña pena.
Las llamas subieron más y más hasta que dio la impresión de que la
columna de fuego iba a devorar el cielo mismo y entonces, con un rugido
ensordecedor, la torre se contrajo sobre sí misma y regresó a las profundidades de
la tierra junto con Esperanza. Con un cegador destello de luz, la torre de fuego
desapareció.
La tierra se agitó, gimiendo por última vez, y la grieta del suelo se cerró
de golpe y la marca se fue desvaneciendo como si nunca hubiera existido.
—Creo que es hora de que sigas los pasos de tu hija —dijo Alti
roncamente, y corrió veloz hacia Gabrielle, a quien levantó del suelo agarrándola
por el cuello con sus duras y delgadas manos. Soltó una risilla mientras apretaba,
observando con placer cómo se debatía la rubia—. Con tu muerte, voy a ser yo la
que libere al gran mal en el mundo. Podré alimentarme del miedo y la
destrucción durante siglos. —Mientras Gabrielle luchaba por respirar, Alti echó
un vistazo a Xena. La guerrera intentaba ponerse en pie y, con una sola mirada,
Alti volvió a tirarla al suelo, con un golpe que estuvo a punto de dejar
inconsciente a la guerrera.
Una por una, las hermanas amazonas de muchas naciones alargaron los
brazos. Se cogieron de la mano y cerraron los ojos, susurrando como una sola
tribu los cánticos que les había enseñado Yakut.
Sin hacer caso del dolor y empleando los últimos vestigios de su fuerza,
Xena empujó contra el suelo y se puso de pie. Alzó las manos, sujetando en cada
una un trozo de su arma característica.
Los dos trozos empezaron a arder con una luz más brillante que el sol. El
resplandor se dilató hacia fuera, completando los trozos hasta que se convirtieron
en dos armas separadas pero enteras que palpitaban de poder, una brillante y la
otra de una oscuridad malévola y sofocante.
Con una mano, Xena echó hacia atrás el nuevo chakram y sonrió.
—¡Cómete esto, puta chamana! —Xena arrojó el arma, que cortó el aire
tan deprisa que Alti ni siquiera la vio. Alcanzó a la chamana en el pecho, donde
se incrustó con un golpe húmedo en lo más profundo de su negro corazón.
—Estupenda —contestó Xena, que sacó fuerzas para curvar las comisuras
de la boca en una leve sonrisa. La guerrera pasó la mano por la piel suave de uno
de los brazos que la sujetaban—. Qué suave eres, justo como me imaginaba —
dijo, cerrando los ojos con placer.
—No me siento muy fuerte en estos momentos —murmuró Xena, pero sin
dejar de sonreír.
Xena gruñó:
—Ya te digo.
—Sí. En nuestra vida auténtica, los destruimos a los dos. Esperanza debió
de encontrar un modo de volver a explotar su poder. Debió de usarlo para crear
una especie de vínculo con el pasado. Usó ese mismo poder para manipular las
cosas de forma que nunca pudiéramos estar juntas, aunque ése era nuestro
destino.
—¿Y Alti?
—Sólo era un peón dentro de un plan más grande. Eso es lo único que ha
sido Alti en su vida y lo único que llegará a ser.
Gabrielle asintió de nuevo, capaz de aceptar lo que ya había sospechado
basándose en las imágenes que le habían lanzado. Esperanza, viva en el futuro,
había explotado el poder de Dahak y se había reinventado a sí misma como la
reina amazona del pasado. Usó ese poder para robar el alma de Gabrielle y así
cambiar la esencia misma del curso que debían seguir los acontecimientos.
La fuerza de esa poción era la razón de que pudiera sostener a Xena en sus
brazos y también era lo único que la mantenía aquí. Cuando la droga
desapareciera de su organismo...
Xena sonrió con tristeza y no hizo caso del dolor que sentía al levantar la
mano y tocar un mechón del pelo dorado de Gabrielle.
—¿No? —Gabrielle enarcó las cejas—. ¿Quieres decir que todavía queda
libre una fuerza oscura?
—¿Tú?
—El poder absoluto corrompe absolutamente, Gabrielle. Sigo siendo la
comandante suprema del ejército más grande y más fuerte que ha existido jamás
y estoy a falta de una guerra para dominar el mundo. ¿En qué crees que me
convierte eso?
Gabrielle se agachó de nuevo y juntó sus labios con los de Xena, dándole
un beso dulce y tierno que llenó de calor el alma fría y vacía de la guerrera.
Cuando el sol se hundió por el horizonte, la luz del día empezó a apagarse.
A pesar de la oscuridad que era siempre su compañera constante, Xena descubrió
que su mundo se iluminaba de esperanza. Contempló el bello rostro teñido de
tonos dorados por el sol poniente y estudió sus rasgos, memorizándolos. Quería
recordar el aspecto que tenía Gabrielle este día durante el resto de su vida.
—Mi amor por ti será eterno —dijo cuando la montaña se tragó los
últimos rayos del sol y el rostro adorado que tenía delante se desvaneció
lentamente.
Ahí estaba: la palabra, la única palabra que podía abrir las puertas de la
eternidad y el más allá.
Esa palabra, pronunciada en voz alta y con tanto sentimiento por una
guerrera cuya alma llevaba tanto tiempo sometida a la oscuridad, calentó el
viento gélido que azotaba las estériles llanuras de la Tierra de los Muertos de las
amazonas.
10
Morir no está tan mal, pensó Gabrielle. Tenía el cuerpo como si estuviera
flotando apaciblemente en las cálidas y reconfortantes aguas de un mar oscuro e
infinito. La droga que su madre le había inyectado en las venas había llegado a su
punto culminante y ahora bajaba en espiral hacia el olvido final. Pensó en su vida
mientras se dejaba llevar sin dirección aparente y sin necesidad de tenerla. Es
curioso cómo el mundo puede parecer tan maravillosamente convincente hasta
que la muerte destruye esa ilusión y nos expulsa de nuestro escondrijo.
La voz era como el roce de unas uñas sobre una pizarra: le produjo un
horrible escalofrío por la espalda.
La voz estaba más cerca, era más amenazadora. Gabrielle gimió, pues
tenía muchas ganas de alejarse de ella y proseguir su viaje.
—He perdido las elecciones, puta —dijo entre dientes, y luego echó la
mano hacia atrás y pegó un bofetón a Gabrielle, con fuerza.
—Tu amiga está muerta, Gabrielle. Ese idiota estúpido, Peter, se debe de
haber escapado. ¡Panda de gilipollas traidores e inútiles! Uno de ellos le debe de
haber soltado todo a la policía. ¡Ya no hay manera de encontrar buen servicio!
Está en todos los canales, en todas las noticias. ¡Estoy acabada!
—Sé que todo esto ha sido culpa mía, y lo siento, Esperanza. Lo siento
por todo.
—Podríamos haber vivido felices para siempre, ¿no es así? ¿Una familia
feliz, viajando de acá para allá, de un lado a otro, luchando virtuosamente por el
bien supremo?
—Sí.
—¿Convencido? ¿Convencido de qué? ¿De que sólo era un bebé? ¿De que
merecía una oportunidad? ¿De que tu amor podría salvarme?
—Sí.
Gabrielle luchaba por tomar aire y empezó a perder las fuerzas. Poco a
poco, el cuchillo fue bajando hacia su pecho. Con los ojos desorbitados,
Gabrielle trataba con todas sus fuerzas de echar el cuchillo hacia atrás, pero sólo
veía cómo la afilada punta se iba acercando peligrosamente, directa a su corazón.
Tosió atragantándose, desesperada por respirar.
Al notar que le fallaban sus últimas fuerzas, Gabrielle supo que estaba a
punto de perder la batalla definitivamente.
Peter se levantó a toda prisa del suelo a tiempo de ver cómo la hoja se
hundía entre Gabrielle y su madre y desaparecía entre los dos cuerpos en lucha.
Con la garganta por fin libre, Gabrielle tosió, aspirando aire. El ruido hizo
que Peter dejara de mirar horrorizado el cuerpo que yacía en el suelo, los ojos
muertos que lo miraban a su vez, tan parecidos a los de su amiga y, sin embargo,
tan distintos de una forma esencial.
—¿Eh?
—¿Quién sabe? ¿Quién sabe dónde van las almas oscuras? Lo único que
sé es que, por muchas veces que derrotemos al mal, seguirá volviendo a nosotros.
Podrá ser con una cara distinta, en un lugar y en un tiempo distintos, pero es la
misma puñeta. Una y otra vez y otra vez.
—Pues entonces está bien —comentó Peter.
Ayudando a su amiga a andar, Peter subió por las escaleras, dejando atrás
la oscuridad del sótano y los últimos días. Rodeándose el uno al otro con el
brazo, recorrieron despacio los largos y solitarios pasillos de la infancia de
Gabrielle y salieron de la mansión a la luz del día que iba terminando.
—Soy libre.
—¿Qué?
—Soy libre, Peter. Mi alma es libre. —Miró las nubes con melancolía—.
Mi alma estaba atrapada aquí, por ella... por mi madre... o sea, mi hija,
Esperanza.
—Espera un momento. —Peter se volvió con su típica cara de
confusión—. Tu madre era tu hija. No. Tu hija era tu madre. ¿No?
—No lo sé.
—Así que es eso. ¿Vas a volver con Xena así sin más?
Sólo los muertos, había escrito su mano con caracteres fuertes y osados, la
misma letra que había escrito incontables misivas y ultimátums que habían tenido
como resultado la destrucción de naciones enteras: sólo los muertos verán el fin
de la guerra.
¿Ves lo que pasa cuando una se aburre? Echó a un lado las páginas,
rechazando la idea de estampar su firma.
Un dinar por tus pensamientos, Xena. Y eso era lo que valían estos
manuscritos.
—Instrucciones.
—Una semana o dos más no nos van a hacer daño. Además, ¿por qué
hablas todo el rato de "vosotros"? Éste es tu ejército. ¿Cómo puede marchar el
ejército cuando su comandante suprema tiene las piernas rotas?
—Xena...
Xena cogió los pergaminos que tenía en el regazo y los juntó en una pila
ordenada. Se los ofreció a Alejandro y, con una leve sonrisa, lo instó a que los
cogiera.
—Es mortal entrar en una guerra sin voluntad para ganar. Alejandro, estoy
harta de esto... ya no puedo hacerlo.
—Xena...
—¿Qué son?
Alejandro contempló la pila de papiros que tenía en las manos, cada uno
de los cuales estaba escrito de principio a fin.
—¿Unos pocos?
—Por la mañana.
—Esa pregunta es de doble filo. Eres como un zorro astuto, Xena. —Miró
los pergaminos que tenía en la mano y suspiró—. ¿Tú qué vas a hacer? ¿Dónde
vas a ir?
Alejandro se la quedó mirando sin dar crédito, pero los claros ojos azules
que lo miraban a su vez le dijeron todo lo que necesitaba saber.
—Estás enamorada.
Los cascos de Argo resonaban suavemente por las paredes del cañón
mientras bajaba despacio por la montaña y se alejaba del paso de Shiptka,
apartándose de un destino que nunca fue el suyo y dejando la historia en las
capaces manos de Alejandro.
11
Sólo los muertos verán el fin de la guerra. Esas palabras estaban escritas
de su puño y letra. Pero, ¿se las creía?
Qué curioso, lo lejano que parecía todo eso ahora, como si le hubiera
ocurrido a otra persona, a una Xena totalmente distinta. Se miró las manos,
contemplando la suciedad y el hollín que le cubrían las palmas tras haber
encendido el fuego.
La idea de no volver a sujetar una espada nunca más le era tan ajena
como...
Por los dioses, qué idiotez, ahora que se paraba a pensarlo. Tampoco era
que estuviera huyendo para vivir feliz para siempre. Gabrielle era, a todos los
efectos, un sueño al fin y al cabo, ¿no? Igual que un deseo susurrado a la luna.
Xena elevó la vista a través del oscuro dosel de hojas que se agitaban en lo
alto, deseando con todas sus fuerzas que Gabrielle estuviera a su lado. La luna
era una hoz brillante y enigmática que atravesaba un paisaje negro, y se tragó su
deseo sin decir nada.
Gabrielle sólo era un sueño. Un sueño muy agradable, sin duda, pero sólo
un sueño. Se les había concedido contemplar brevemente el amor que deberían
haber tenido, pero que nunca tendrían. Xena estaba convencida de que su ángel
de la guarda había desaparecido de su vida, ahora ya para siempre. La misión de
esa mujer preciosa estaba cumplida. Esperanza había sido destruida y se había
evitado que Dahak entrara en el mundo. Pero, que los dioses se apiadaran de ella,
cuando Gabrielle desapareció, la mujer se llevó el corazón de Xena consigo y,
con él, toda su ansia de sangre y conquista.
Ahora, lo único que le quedaba era una dolorosa necesidad de algo: algo
que debería haber tenido, pero que parecía que nunca iba a tener, al menos en
esta vida.
El problema era que Xena no tenía ni idea de qué podía ocupar el lugar de
Gabrielle.
Se había parado a hacer noche al sur de una pequeña aldea agrícola cuyo
nombre no recordaba en este momento. El denso follaje que rodeaba el claro que
había elegido para acampar ayudaba a contener el calor del fuego, pero así y
todo, hacía mucho frío.
Enarcó una ceja sardónica. Tal vez tenía que replantearse todo este
concepto de la paz.
—No hay nada malo en luchar, siempre y cuando luche por el bien
supremo, ¿verdad, Gabrielle? —preguntó Xena en voz alta, sonriendo a la luna.
La media luna le sonrió a su vez y Xena se sintió como si Gabrielle estuviera
mirándola, asintiendo con esa sonrisa adorable que tenía. Era cierto, ya había
jurado defender "el bien supremo" en otra ocasión y fracasó, pero ahora, por
primera vez, sentía que tal vez podría seguir ese camino de verdad, si así lo
decidía.
Xena tuvo que controlar sus reflejos para evitar ensartar a la intrusa en el
sitio.
—¿Gabrielle?
Ahí estaba, medio oculta en las sombras, vestida con el mismo atuendo
extraño de su vida dislocada. Xena parpadeó, convencida de que la luz vacilante
del fuego jugaba con sus ojos.
—Ven —dijo, dando una palmadita sobre el tronco caído—. Siéntate junto
al fuego, no te vayas a morir de frío.
La guerrera se echó hacia delante y cogió esa mano. Estaba fría y caliente
al mismo tiempo, pero era suave y real, y estaba maravillosamente mojada. Xena
se puso a jugar con los delicados dedos sin poder creérselo, estudiándolos y
contemplando la palma de la mano de Gabrielle como si nunca en su vida hubiera
visto nada tan perfecto.
Xena tiró de la mano hacia y arrastró a Gabrielle para que se sentara más
cerca. Depositó un suave beso en los fríos nudillos y envolvió la mano fría entre
las suyas, pegándoselas al corazón.
—Qué caliente estás —comentó Gabrielle, notando por primera vez la piel
situada justo encima de la túnica de cuero—. ¿Cómo puedes estar tan caliente
con el frío que hace?
—Creía que se había acabado. Creía que te habías ido. Si has hecho una
estupidez, como tomar una sobredosis de opio para poder estar conmigo...
—Basta. Lo entiendo.
Gabrielle resopló.
—Sigue.
Xena la miraba con los ojos chispeantes de risa. Se mordió los labios,
esforzándose por reprimir una carcajada.
—No sé dónde estaba Peter, creo que se cayó por las escaleras. El caso es
que estábamos enzarzadas en un duro combate. Empleé todas mis fuerzas para
impedir que mi madre me atravesara el pecho con el cuchillo, pero estaba muy
débil y sabía que no era posible... no era posible. Miré a mi madre a los ojos, que
relucían con esa especie de fuego extraño y malévolo tipo ya te tengo.
—Sí, era una zorra. —Gabrielle miró a Xena, asintiendo, y luego volvió a
la historia—. Entonces, de repente, la miré profundamente a los ojos y ella me
miró a mí. Por un segundo, sólo un segundo... lo vi —Hizo una pausa cargada de
dramatismo, paralizada en plena lucha.
—Pena.
—¿Qué?
—No lo entiendo.
—¿Por qué crees que hizo lo que hizo, Xena? ¿Robar mi alma? ¿Cambiar
nuestro destino?
—¿Venganza? ¿Poder?
—El mundo se domina dejando que las cosas sigan su curso, Xena. No se
puede dominar interfiriendo. Además, no se trataba de dominar el mundo, nunca
se trató de eso.
—Esperanza nos ocurrió a las dos, Xena. Tú eras madre de Esperanza del
mismo modo que yo lo era de Eva. —Gabrielle estrechó la mano de Xena—.
Amor incondicional. Da igual quiénes seamos, todos deseamos que alguien nos
quiera, desinteresada e incondicionalmente, seamos buenos o malos. Tú quieres a
tu madre, ¿verdad, Xena? ¿Acaso no deseas que tu madre te quiera?
—¿Entonces estás diciendo que ahora tú también estás muerta? ¿Que estás
aquí, pero sigues siendo sólo un fantasma?
—No lo sé. Tal vez. Me obligó a tomar una horrible poción chamánica.
Era lo mismo que había estado usando ella para hacerse real aquí. A mí me afectó
de la misma manera, sólo que con la cantidad que me dio habría podido matar a
un elefante. A lo mejor sí que he sufrido una sobredosis y simplemente me he
muerto. No lo sé. Lo único que sé es que en cuanto Esperanza murió, tanto aquí
como en el futuro, mi alma quedó libre.
Xena frunció el ceño y bajó la mirada, jugando con sus manos. No estaba
convencida de que esto no fuera más que un sueño.
—No lo sé. No estoy segura. Por otro lado, en cierto modo, eso también se
te puede aplicar a ti. ¿Quién sabe cuánto tiempo tenemos? ¿Quién sabe cuánto
tiempo le queda a nadie? Pero una cosa que sí sé con seguridad es que mi sitio
está contigo, en corazón y alma. Aunque desapareciera mañana, volvería a
encontrarte... algún día.
—Se está haciendo tarde —dijo, contemplando el suelo—. Será mejor que
descansemos un poco. Toma. Hace frío. —Xena alcanzó una manta y se la tiró a
Gabrielle.
—¿No?
—¿Y "te quiero"? ¿Alguna vez te han dicho "te quiero"? —preguntó
Gabrielle, pasando los dedos por los mechones sorprendentemente suaves del
largo pelo oscuro de Xena.
Xena cogió el cierre de bronce con el que había estado jugando Gabrielle
y lo soltó, se quitó la armadura y la tiró a un lado. Pegó a Gabrielle contra ella,
entre sus brazos, y la miró intensamente, deleitándose en la sensación del cuerpo
de Gabrielle a través del cuero.
Esa elocuente ceja, la que Gabrielle tanto adoraba, se alzó una vez y luego
los largos brazos intentaron estrecharla de nuevo. Detuvo a la guerrera con un
leve empujón en el pecho.
Su piel es como la mejor seda de China, pensó Xena mientras bajaba los
tirantes. Las copas del sujetador se abrieron y bajaron apenas lo suficiente para
revelar un amago de rosa.
—Mucho mejor —susurró Xena con aprobación y pasó los dorsos de las
manos por la redondez de dos hermosos y firmes pechos. Gabrielle sofocó una
exclamación cuando los dedos de Xena rozaron sus pezones, endurecidos y
erectos por el frío. El sonido fue música para los oídos de Xena. Alimentó la
necesidad, ya inmensa, que crecía en su entrepierna y sus manos bajaron para
agarrar la cintura de los pantalones de Gabrielle—. Fuera —ordenó tirando.
—No hay más —respondió Gabrielle y se bajó ambas prendas por las
piernas, apartándolas de una patada.
—Por los dioses, qué bella eres, Gabrielle —susurró Xena, contemplando
maravillada los contornos de su cuerpo—. Me dejas sin aliento.
—¿Y por qué estás ahí plantada? —preguntó Gabrielle, tomándole el pelo
con cariño—. Yo creía que eras una mujer de acción.
—¿Dónde te crees que vas? —gritó Gabrielle sorprendida al ver que Xena
corría hasta su caballo—. ¡Oye! Que así tengo frío, que lo sepas.
Sin perder tiempo, Xena se quitó las bragas y las tiró hacia atrás. La tela
negra voló dando tumbos por el aire y acabó colgada de una rama baja al otro
lado del campamento.
—Uy. Perdón.
Una vez más, Xena se arrodilló para hacerse con lo que quería.
—¿Y eso?
En las sombras del borde del campamento, una liebre comía tan contenta
la hierba tierna del borde del claro. Dos muñequeras, un par de bandas para los
brazos y una colección variada de cuchillos muy pequeños, pero no por ello
menos afilados, cayeron sobre los arbustos y aterrizaron justo encima de su
cabeza.
—¿Paso ya la inspección? —preguntó Xena, mostrando su cuerpo
desnudo, con los brazos abiertos.
—Si tienes frío, puedo ir a buscar la otra manta —se ofreció Xena, al
darse cuenta de repente de la época del año en la que estaban y del frío que
flotaba en el aire. Se movió, con intención de levantarse para recuperar la manta
de lana que Gabrielle había dejado junto al tronco.
Nada puede compararse con esto, pensó Xena mientras recorría el cuerpo
de Gabrielle con la mano, rozando la suave piel con la yema de los dedos para
pasar por encima de un pecho precioso hasta alcanzar un pezón perfecto y bajar
por un estómago esculpido. Sus dedos se detuvieron justo al llegar al suave
montículo de rizos dorados y se apartaron.
—¿Sí?
Sus dedos siguieron la curva de una cadera y bajaron por la parte interna
de la pierna hasta donde alcanzó. Luego su caricia subió trazando el interior de
un muslo y las zonas más ocultas de la nalga redondeada, tan suave que apenas
sentía la piel. Las puntas de sus dedos jugaron en el pliegue entre la pierna y la
cadera y luego rozaron los dorados rizos rubios. Estaban mojados, empapados de
la necesidad de Gabrielle, y la llamaban para que entrara. Introdujo un dedo y
recorrió los delicados pliegues, recogiendo toda la dulce humedad que
encontraba. El gemido que acompañó a su caricia le produjo un estremecimiento
de emoción que le llegó a la entrepierna. Exploró despacio todos los secretos de
esos labios inferiores, tocando unos pliegues tan húmedos que su propio sexo se
encogió de necesidad.
Había tocado a hombres y mujeres, siempre con una pasión fría y dura,
jamás con esta descarga de emoción que la atravesaba de parte a parte, dejándola
sin aliento e incendiándole la piel.
Las puntas de sus dedos encontraron y jugaron con una perla, rodeando la
dura hinchazón del deseo con caricias regulares y delicadas. Gabrielle empezó a
mover las caderas, alzándose para seguir su caricia, levantándose con urgencia
siguiendo el ritmo de cada caricia, suplicando más.
Con un largo dedo, bajó por toda esa necesidad y se deslizó entre los
suaves pliegues. Se detuvo en la entrada, regodeándose en el momento.
—Rodeáme con los brazos —le indicó Xena suavemente y suspiró cuando
notó que sus brazos le rodeaban el cuello. Besó y mordisqueó la piel suave del
cuello de Gabrielle al tiempo que su pulgar trazaba delicados círculos, levantando
una vez más ardientes olas de deseo, hasta que las caderas de Gabrielle se
movieron de nuevo y su dedo notó que las sedosas paredes de su entrada
empezaban a estremecerse.
Era una sensación increíble, toda esa humedad y cómo esperaba ahora,
aferrándole la espalda con las manos, instándola a penetrar de nuevo.
Xena cerró los ojos con fuerza, abrumada por una oleada casi dolorosa de
esperanza. Hundió la cara en el calor del pliegue del cuello de Gabrielle y esperó
a que se le pasara, preguntándose si su corazón dejaría alguna vez de brincar.
—Te creo, Gabrielle —le susurró tiernamente al oído—. Que los dioses
nos ayuden, te creo.
Los cálidos rayos del sol se derramaban a través de las hojas, haciéndole
cosquillas a Xena en la piel. El cambio de temperatura y luz despertó a la
guerrera, que abrió los ojos y vio las ramas que se mecían ligeramente con la
brisa y el sol brillante de un nuevo día que se abría paso a través del dosel de
árboles de encima.
—Arriba, dormilona.
La voz fue como el canto de los pájaros para sus oídos. Se quitó el brazo
de los ojos y se incorporó de golpe.
—¿Gabrielle?
Con un lío de largos brazos y piernas, Xena salió disparada del petate y
abrazó a Gabrielle con todo su cuerpo, estrechándola con fuerza.
Xena no tenía aliento para responder. Siguió abrazada a Gabrielle, con los
ojos cerrados con fuerza, esperando a que el corazón dejara de darle vuelcos.
—Xena, ¿qué te pasa? —Gabrielle se apartó ligeramente y observó el
rostro angustiado de la guerrera. Se fijó por encima de su hombro en el petate
vacío y de repente cayó en la cuenta de qué era lo que había hecho que esos
claros ojos azules estuvieran desorbitados de miedo—. Oh. Te has despertado y
yo no estaba. Lo siento, Xena. No me he dado cuenta. Has pensado que me había
desva...
Gabrielle se dejó abrazar por Xena y esperó hasta que notó que el
martilleo del fuerte corazón de la guerrera iba cediendo. Acarició la espalda
desnuda con la mano, palpando alguna que otra cicatriz.
Pero Xena no estaba dispuesta a soltar lo que tenía. Con ternura, apoyó la
cabeza de Gabrielle otra vez en su hombro y besó la coronilla dorada.
—No lo dudo.
Gabrielle bajó con la mano por esa larga espalda hasta agarrar una nalga
de forma perfecta.
Si su destino era luchar, esto era lo único por lo que valía la pena luchar,
lo único por lo que valía la pena morir.
FIN