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VITALY MALKIN

El fantasma
de la moral
Polémica contra el neopuritanismo
El Fantasma de la moral
Polémica contra el neopuritanismo
La moral siempre me ha resultado sospechosa.

Quienes me conocen se sorprenderían bastante de ver que


le dedico mi pluma. No creo y nunca he creído en la moral.
O, más exactamente, en esta moral de ahora, que parece
haberle lanzado un conjuro a Occidente. No crean que yo
me opongo a que la mayoría de la humanidad quiera hacer
el bien. A pesar de estar convencido de que no surgieron
con el judaísmo, sino en tiempos mucho más antiguos,
yo respeto los diez mandamientos. Me preguntarán: si no
tengo nada en contra de los diez mandamientos, ¿por qué
arremeter contra la moral?

En realidad, mi interés por la moral renació reciente-


mente al descubrir la manera como Nietzsche habla de
la conciencia, a la que llama superflua y superficial. Si la
conciencia es superflua y superficial, ¿qué decir de la mo-
ral, su desafortunado engendro? A mí, que no soy profe-
sor, sino librepensador y libertino en el sentido original
de la palabra, me preocupa que la moral vuelva a apode-
rarse de nuestra sociedad. En el momento mismo en que
pensábamos poder enterrar la religión del Dios único, he
aquí que la moral resurge en los discursos de sus nuevos
ideólogos de cabecera: los neopuritanos.

Basta con seguir la actualidad para darse cuenta de que,


cada semana, el campo del Bien va recuperando el terreno
que había perdido. Tanto en el ámbito político como en
el mundo artístico, los nuevos puritanos están dispuestos
a someter a sus enemigos a los mandamientos del juicio
moral. En marzo de 2020, un político francés, Benjamin
Griveaux, se convirtió blanco de sus ataques. Por causa de
un estruendoso escándalo, Griveaux tuvo que renunciar
a su candidatura a la alcaldía de París. Y todo por culpa
de unos vídeos, difundidos por el activista Piotr Pavlenski
en su página web, Pornopolitique. Un acto militante, pre-
sentado como resistencia a la “hipocresía” del candidato
quien, según el activista, había “instrumentalizado a su
familia al presentarse como un modelo para todos los pa-
dres y maridos de París’’.

Valdría preguntarse si la moral, supuestamente “revolu-


cionaria”, de la que se valió el militante no es, más bien,
la de una sociedad que se ha dejado obsesionar por la cor-
rección política. Después de todo, ¿qué importa que un
hombre le haya enviado a una muchacha un vídeo des-
nudo? La conclusión es que el escándalo proviene de otro
lado, de una reflexión implícita que podemos resumir así:
puesto que el hombre es libre, tiene que controlar sus
deseos. De otro modo, es un pervertido. Peor aun, si el
hombre siente deseo, es porque la naturaleza misma es
defectuosa, imperfecta y hay que combatirla. Me pregun-
to cómo es posible que nuestra sociedad tolere un silogis-
mo tan falaz como este.

Spinoza se regodeaba afirmando que “el deseo es la esencia


del hombre”. Todos somos libertinos por naturaleza. En-
tonces, ¿por qué arremeter contra un hombre que lo único
que hizo fue seguir su naturaleza? ¿Qué? Si Griveaux hu-
biera pasado la velada con una de sus amantes en un club
de swingers, ¿habría hecho mal? Yo pienso que no.

Tengo que decir que siempre me ha dado pavor pensar en


una sociedad así de moralizadora. ¿Cómo se puede sopor-
tar que una turba de moralizadores linche a un hombre en
la plaza pública sólo porque no le dijo a nadie que tenía una
amante? Es hora de que reaccionemos a lo que podríamos
llamar el regreso del orden moral. Así es. No es la primera
vez que un hombre se ve atacado por asuntos que atañen
a su vida privada. A veces pienso en lo que Tiger Woods,
el gran campeón de golf que cambió las vidas de miles de
jóvenes estadounidenses, tuvo que sufrir en 2009, la pren-
sa reveló sus relaciones con varias mujeres – entre ellas una
modelo, una mesera y una pin-up de revista. Aún recuerdo
cómo la locura se apoderó de los Estados Unidos. Durante
varios meses, el país enteró estuvo señalando con el dedo
al golfista, sólo porque había engañado a su mujer—¡como
si él, el padre de familia ideal, el deportista modelo, no
tuviera derecho de fugarse un poco de una vida conyugal
llana, aburrida y, al fin y al cabo, infeliz!

Los nuevos puritanos quieren someter a la sociedad a un


ideal de pureza que no sólo es inalcanzable, sino además
antinatural. Lo inventar hombres enfermos, prisione-
ros de su propia impotencia. Su moral “superflua” dis-
tingue entre dos realidades, separándonos de la vida. En
sus sueños, quisieran poder separar también cuerpo de la
conciencia y la naturaleza del deseo.

En ese sistema, los valores no nacen ya de un instinto de


supervivencia, sino de la voluntad de autodestrucción o,
para usar las palabras de Nietzsche, de una “negación de
la vida”. Que lo entiendan esos predicadores de virtud, que
sueñan con separar a la humanidad de esa parte esen-
cial que es el deseo. Olvidan que el hombre está hecho de
pasiones diversas y contradictorias. El mundo que ellos
quieren crear, en cambio, es uniforme.

Cuando pienso en estos sucesos, no puedo evitar recordar


el concepto de “tiranía de la mayoría” que había anuncia-
do Alexis de Tocqueville en su análisis de la democracia
americana, hace más de un siglo. So pretexto de defender
la verdad, la vida social se ve tiranizada por las masas, es
decir, una mayoría de individuos cegados por esa misma
pasión por la verdad y por la conveniencia moral.
En este engranaje, los poderosos son considerados como
culpables a priori, sin derecho a un juicio justo, como en
los peores momentos de la historia. Sin embargo, aún es
posible echar atrás y regresar a cierta forma de sabiduría,
si cada individuo acepta pensar por sí mismo, en vez de
repetir sencillamente lo que digan los demás.

Debemos emanciparnos de esa tiranía, deshacernos de


quienes nos prohíben disfrutar de los placeres de la vida.
Nadie resumió mejor dicha actitud que el poeta antiguo:
“Aprovecha el día presente y no te fíes del mañana” - Carpe
diem quam minimum credula postero. Si tal actitud es posible,
me parece que es la única filosofía verdadera, ya que re-
sulta honroso defenderla.

Me gustaría contribuir no a una forma de pensar, sino de


vivir, en la que los instintos se expresen sin restricciones,
se sublimen y se afirmen, para nuestro mayor deleite.

La otra moral, la superficial, la superflua, la que nos dicta


la sociedad, la mala conciencia, sólo nos queda que desha-
cernos de ella: ¡es que nos quita la libertad de acción, nos
priva de nuestra individualidad y de la alegría de vivir! En
pocas palabras, es nuestra enemiga.

¿Acaso quiere esto decir que la moral debe desaparecer?


¿Podemos imaginar que exista una moral que respete el
deseo y el poder de cada uno de nos otros, a la vez que
instaura una armonía entre todos?

Mi crítica a la moral actual no significa necesariamente


que tengamos que arrasar con las normas morales de las
sociedades tradicionales, las que impusieron el Libro sa-
grado y la Iglesia. Lo que yo quiero es que estas pasen a un
segundo plano, es decir, que no se les permita ni hacer ir-
rupción en la esfera pública, la de la libertad de expresión,
ni invadir la esfera íntima que atañe al comportamiento
sexual. En teoría, nuestras sociedades defienden un en-
torno laico y libre, que debemos preservar. No hago otra
cosa al cuestionar la moral.

Todos los pueblos se han dado reglas similares cuyo obje-


tivo es preservar su existencia ante amenazas exteriores.
Mi objetivo no es afirmar que no las necesitan. No soy
ingenuo.

Aun así, me parece que todo lo necesario al ser humano en


términos morales se encuentra en el código penal y civil.
De hecho, quienes los inventaron tenían razón en afirmar
que las únicas leyes que el hombre necesitaba ya estaban
presentes en la naturaleza.

Para presentarles con mayor detalle mis reflexiones, mis


influencias y las muchas razones que hacen que me oponga
al ambiente “moralizador” de las sociedades occidentales
en las que vivimos, escribí este panfleto, en el que intento
entender el origen y las manifestaciones de esa presión
difusa, en constante aumento, que señala los comporta-
mientos y los pensamientos de los individuos.

Aunque ni Dios ni ningún otro absoluto debería seguir


ejerciendo su autoridad sobre el modo de vida de los oc-
cidentales, me doy cuenta de que, paradójicamente, es-
tamos regresando a una moral restrictiva. Al mezclar la
ideología y el conformismo moral, este neopuritanismo le
ha declarado la guerra a la libertad de expresión, a la di-
versidad de opiniones y a la emancipación sexual.

Sí, la sociedad occidental derrocó a Dios y a la Iglesia y


a otros ídolos tradicionales, pero no ha dejado de pensar
que una moral sea necesaria. De acuerdo. Por eso hago la
siguiente pregunta: ¿puede existir una moral que, en vez
de imponerles limitaciones a nuestros deseos y a nuestra
personalidad, nos permita seguir siendo nosotros mismos
y existir en armonía con los demás?

Moral social,
moral entumecida
Si lo que dice Nietzsche es cierto, la moral social se reve-
la superflua y superficial, en la medida en que disimu-
la la decadencia del hombre. Su raíz se encuentra en el
monoteísmo, esa doctrina contra natura que reprime las
pasiones y los deseos. Hoy por hoy, la moral forma parte
de una serie de nuevos dogmas y de nuevos puritanis-
mos de inspiración izquierdista. Ejerce un poder coerci-
tivo sobre los individuos, en particular a través del cuerpo
y de la libertad de expresión. Basándose en pensadores
como Nietzsche, Spinoza, Tocqueville o Hegel, mi crítica
se remonta a las fuentes de la moral social y cuestiona sus
formas de expresión.

Para comenzar, trato el problema de la moral según dos


postulados:
-Dios existe, todo es sencillo, el absoluto exige la existen-
cia de un marco moral estricto y necesario.
-Dios no existe. ¿Para qué multiplicar las entidades? Si
Dios no existe, todo está permitido… salvo por la regla de
oro de la ética.

Como es bien sabido, en nuestras sociedades, la creencia


religiosa se ha desplomado. ¿Y acaso todos los hombres se
han vuelto criminales y depravados? ¡No! Entonces ¿esta-
mos ante un falso problema?
El mito del Bien y del Mal
En el marco de su reflexión ética, Spinoza, antes de
Nietzsche, mostró el carácter ilusorio del Bien y del Mal
como valores absolutos. Los redefinió como valores re-
lativos —lo bueno y lo malo para mí— invirtiendo ra-
dicalmente el idealismo griego, según el cual el Bien es
una idea absoluta, aislada del mundo o de la naturaleza.
Spinoza se aparta, por lo tanto, de la filosofía de Platón,
quien argumenta que la razón humana debe elevarse ha-
cia cierta idea del Bien, que es la única capaz de inspirar
y guiar nuestras acciones. En mi opinión, el gran error de
la tradición filosófica fue el considerar siempre a la moral
como algo inmutable, trascendente y eterno. Aún segui-
mos sufriendo las consecuencias de este error. En cambio,
para Nietzsche, como para Spinoza, el Bien y el Mal no son
realidades exteriores al hombre y al mundo. En Así hablaba
Zaratustra, Nietzsche escribe: “¡En verdad les digo que un
bien y un mal imperecederos son cosa que no existe!” La
moral, por el contrario, es el producto de la relación del
cuerpo del hombre, es decir, de sus instintos y sus afectos,
con la realidad vivida.

Sobre este punto, todo el proyecto filosófico de Nietzsche


es determinar cuáles son los orígenes extramorales de la
moral –o de las morales que han existido históricamente.
Como ocurre con cualquier doctrina filosófica, religiosa o
política, la moral, según Nietzsche, es una interpretación
de la realidad efectuada por cada individuo según las cir-
cunstancias de su vida. Por eso no existe una moral única
sino una diversidad de morales que difieren según el es-
pacio y el tiempo, los lugares y las culturas, y se inscriben
siempre en una historia, en un proceso. No se puede en-
tender correctamente el concepto de moral si no se piensa
en plural, ya que las morales son múltiples y variables.
Por lo tanto, la moral no tiene validez absoluta.

Nietzsche tiene plena conciencia del hecho de que existen


varias formas de moral. Pero siempre habla de “la moral”,
pues identifica en cada una de ellas un punto en común: la
absoluta fe en la mente, la razón, la objetividad, la ciencia
y, al mismo tiempo, la desconfianza, o incluso el odio por
el cuerpo y las pasiones. Observa que ser virtuoso consiste
siempre en afirmar la voluntad del espíritu, en vez de los
placeres del cuerpo, lo cual equivale a negar la vida. Pero
en vez de definir la moral como un conjunto de reglas, la
originalidad de Nietzsche radica en considerarla como el
síntoma de una enfermedad. Nietzsche afirma que quien
escoge una moral reconoce que no puede aceptar la vida
tal y como es, admite el malestar que siente ante el po-
der de los instintos cuya raíz se encuentra en el cuerpo y,
además, confiesa que es incapaz de sublimarlos.

Según Nietzsche, hay que considerar que el cuerpo es una


red compuesta por fuerzas, instintos, pulsiones que lu-
chan entre ellos por la dominación. El cuerpo es como un
caos donde está en juego los impulsos que llevan a que un
individuo actúe, piense, hable. En otras palabras, todo se
decide en el cuerpo, y el hombre sólo tiene la ilusión de
que decide por sí mismo, una vez que toma conciencia
de sus propios pensamientos. Mejor dicho, el hombre no
piensa por sí mismo: ¡lo piensan sus propias pulsiones, lo
deciden sus propios instintos! Por eso Nietzsche escribe:
“Ello piensa.” ¡Abajo con el supuesto poder absoluto de la
razón! El cuerpo es el que manda.

Así las cosas, el hombre es, sin más, un misterio para sí


mismo, y la vida aun más. Así pues, las pulsiones, como
la agresividad o la sensualidad, son misterios insondables,
pero también son la vida misma, que se despliega en el
cuerpo antes de surgir en la conciencia. Nietzsche le llama
“interpretación” a este fenómeno, o sea, la dominación,
por parte de una pulsión, de todas las demás. En el fondo,
nuestros pensamientos no son más que interpretaciones,
pues se trata del producto de un proceso de dominación
de una pulsión. Ahora bien, para Nietzsche sólo existen
interpretaciones, pero nunca hechos, ni certidumbres ni
verdades. Por lo tanto, proponerse una moral, es conce-
derle a una interpretación la condición de verdad, lo cual
no constituye nada más ni nada menos que una mentira
o incluso un debilitamiento del hombre, pues lo reduce a
una única perspectiva.

En resumidas cuentas, en este proceso la vida misma ter-


mina debilitándose, ya que en él se niegan su riqueza y
su fuerza. Esto es propiamente inmoral, según Nietzsche:
evaluar la vida, criticarla y someterla a un juicio categóri-
co, inclusive a la represión de una interpretación única.

La moral como arma de guerra


Con ese tipo de moral, el hombre se transforma en una
suerte de animal estúpido, un bovino –Nietzsche no deja
de repetir que la moral es lo que permite conducir rebaños.
Pensemos en el consumidor pasivo de hoy, en el ciudada-
no conformista, en suma, en el individuo que se regodea
en la mediocridad. Así es: someterse a la mediocridad es
obedecer a una moral artificial, aislada de cualquier ten-
dencia espontánea de la naturaleza humana, es someter
su libertad individual y sus valores a un deber sin fun-
damento. ¡Es mutilar su propia naturaleza, renunciar a
su potencial, ponerle freno a su impulso vital, su energía,
su fuerza, negar el movimiento mismo de la vida y aislar
al hombre de sí mismo! He ahí el resultado de esa moral
superficial y mortífera condenada por Nietzsche.

Además, Nietzsche entiende que la represión de la vida


por parte de la moral esconde una pasión, un resentimien-
to, un odio. En otras palabras, esos bonitos principios que
salen a relucir a cada oportunidad no son más que un sín-
toma de un mal profundo, el resentimiento de los débiles.
Cuando habla de “débiles”, Nietzsche se refiere a quienes,
en vez de actuar en función de sus fuerzas propias, sólo
son capaces de reaccionar ante las acciones de los demás,
o sea los “fuertes” o los “libres”. El débil siempre es un ser
reactivo, que sólo puede definirse por contraposición con
un ser activo. El débil es el que necesita del ejemplo ajeno
para existir. Le costaría mucho vivir su vida por sus pro-
pios medios y aceptar lo que es.

En este contexto, Nietzsche revela que, en el centro de la


moral, se encuentra una pasión más fuerte que todas las
demás, un resentimiento al cuadrado que, sin revelar su
nombre, avanza disimulándose bajo la máscara del Bien y
la Verdad. Después de haber sondado el origen de los va-
lores, Nietzsche critica el valor de dicho origen. Pero ¿qué
es un valor, exactamente?

Al formular dicha pregunta, Nietzsche se distingue de to-


dos los demás filósofos que, según él, nunca cuestionaron
lo que está en el fondo mismo de su filosofía: la búsqueda
de la verdad. Un valor es una creencia, o sea una interpre-
tación que se impuso como verdad con el paso del tiempo –a
lo largo de varios miles de años. Es una creencia cuyo origen
no fue cuestionado nunca y adquirió un poder regulador
sobre los hombres.

Así pues, los europeos asumieron, sin más, la verdad como


valor, como si fuera inútil cuestionarla. La verdad - el pri-
mero de los valores - es un bien por sí misma; la mentira,
en cambio, es un mal. Pero la verdad y la mentira no son
más que construcciones de la moral, creadas para intentar
reducir la vida a un objeto de conocimiento preciso, fácil
de dominar.

A partir de la ecuación “Verdad = Bien”, Nietzsche logró


redefinir la moral como proceso cuya temible consecuen-
cia es simplificar la realidad, hacerla comprensible para
la inteligencia. ¡Pero la realidad siempre es mucho más
compleja que su representación! Por ejemplo, detrás de
toda verdad se esconde una mentira, detrás del bien se
esconde un mal, detrás de la moral se esconde un deseo
de dominación.

En todos estos casos, las interpretaciones, dominantes, se


esconden tras la máscara de la verdad. La moral es siempre
un arma de guerra, un instrumento de dominación en las
manos de quienes la manipulan para imponerse: en pri-
mer lugar, los sacerdotes (quienes se imponen a los seres
serviles al reducir la vida a la moral), luego los filósofos
(quienes se imponen a los ignorantes, al reducir la vida
a un objeto de conocimiento). La articulación entre bien
moral y verdad podría resumirse en una sola fórmula: ha-
cemos el bien al buscar la verdad. Pero Nietzsche entien-
de que al buscar la verdad o, peor aun, al afirmar que la
poseemos, nos apartamos de la vida. Que quede claro que
Nietzsche no rechaza que existan verdades. Sin embargo,
tampoco acepta que una interpretación pueda imponerse
como verdad excluyendo a todas las demás. Pues resulta
que ese es nuestro problema: una moral que se presenta
como la verdad exclusiva, cuando no es más que una in-
terpretación.

El método genealógico - la Genealogía de la moral - consiste,


por tanto, en recorrer en sentido inverso el proceso de
creación de los valores para sondearlo profundamente.
Para Nietzsche, no se trata ya de preguntarse, pregunta
bastante clásica, si la verdad existe, ni siquiera de buscar-
la, sino de cuestionar de dónde viene la necesidad. ¿Por
qué necesitamos una verdad, sea cual sea? Y ¿por qué nos
resulta tan natural creer que la verdad es necesaria para la
vida? Hay que tener en mente que Nietzsche se considera,
como otros antes de él, como un filósofo-médico: busca
entender de dónde viene el mal que afecta a sus contem-
poráneos, llamado “nihilismo”. Aquí, el nihilismo es un
proyecto de negación de la vida.

El diagnóstico de Nietzsche es el siguiente: la moral ha


penetrado en los espíritus de tal manera que, aunque
hayamos matado a Dios - entiéndase, aunque hayamos
cuestionado la dominación de la religión como principio
de organización de las sociedades modernas -, su sombra
sigue cerniéndose sobre nosotros a través de su herencia
omnipresente. La ciencia, por ejemplo, no es más que una
continuación de la moral, puesto que, a pesar de haber
contribuido al retroceso de las creencias religiosas, tam-
bién transforma todo lo que vive en un objeto de cono-
cimiento sin darse cuenta de que es voluntad de poder,
de que está compuesta una multitud de interpretaciones
que constituyen su riqueza. Por lo tanto, al igual que la
ciencia, la moral es mortífera. Tengo ejemplos infinitos
que demuestran que la sombra de Dios sigue cerniéndose
sobre nuestra civilización.

Un mecanismo de moral tiránica


Para entender mejor cómo esa moral está arraigada en
nuestras sociedades, quiero acudir al pensamiento de Toc-
queville y, en particular, a sus reflexiones sobre la noción
de opinión pública.

Tocqueville es conocido por su trabajo sobre la democracia,


en particular en Estados Unidos. Quizás se le conoce me-
nos por haber sido el primero en entender la articulación
del fenómeno democrático con la moral moderna. Según
Tocqueville, la democracia no se resume a un simple ré-
gimen político con instituciones que permiten la libre ex-
presión de los ciudadanos. Para él, la democracia es, ante
todo, un proceso de gran envergadura en el que se nivelan
equitativamente de las condiciones sociales y las mentali-
dades. Para él, la democracia consiste en dejar de admitir
que existe una jerarquía en las relaciones del hombre son
sus semejantes. Todos los hombres son iguales y, por lo
tanto, la idea de igualdad se posiciona en el centro no sólo
de la democracia, sino también de toda la modernidad;
constituye el verdadero punto de Arquímedes de nuestra
época, aun más que la idea de libertad.

Sin embargo, Tocqueville observa que esa noción de igual-


dad presenta consecuencias inesperadas. ¿Cuáles? ¿Y qué
relación tiene esto con la moral? La consecuencia más
visible, según Tocqueville, reside en la aparición del in-
dividualismo. Los individuos abandonan el campo de la
deliberación política para interesarse exclusivamente en
la felicidad privada y dan paso a la constitución de una
opinión pública cada vez más dominante. Dicha opinión
pública, que prospera, generalmente, gracias a la carencia
de información por parte de los ciudadanos, se impone
paulatinamente como producto de la sociedad misma. Los
individuos, abandonados a sí mismos, desprovistos de re-
ferencias colectivas, asumen como deber el reproducirla
como ley moral.

Así es como una opinión mayoritaria en el corazón de la


sociedad se erigen en norma moral y se presenta como
verdad. Apoyar cualquier opinión diferente deja entonces
de ser considerado como algo moralmente aceptable,
puesto que la masa considera que posee la verdad. Con el
pretexto de que se trata de una opinión mayoritaria, esta
deja de ser considerada como una simple opinión, para
volverse exigencia moral, sin posibilidad de debate. En su
obra De la democracia en América, Tocqueville llamaba a este
fenómeno “tiranía de la mayoría”. Sin darse cuenta, la
muchedumbre legisla sobre lo que hay que hacer o pensar.
Se transforma en tribunal popular. Bajo el amparo de
una supuesta verdad, la vida social se ve tiranizada por
la muchedumbre, es decir por una mayoría de individuos
cegados por una misma pasión de la verdad y de lo moral-
mente conveniente. Así, un individuo puede ser excluido
cuando sus palabras no se apegan a la moral colectiva, o
puede ser aclamado como un héroe cuando hace suyo el
discurso dominante. La sumisión de las opiniones mino-
ritarias no es legal, sino social, mundana. De este modo,
puede haber delitos de pensamiento, los cuales, a pesar de
que el derecho no los contempla, existen realmente en la
sociedad, en las redes sociales de nuestros días, por ejem-
plo. La consecuencia de esto es funesta, no sólo para la
libertad de opinión (y, por tanto, para la democracia), sino
también, y mucho más, para la mismísima vida social.

¿Por qué? Porque en el origen de esta deriva de opinión,


transformada en moralidad, se encuentra una confusión
entre derecho y capacidades. Tocqueville, como lo dije an-
teriormente, define la democracia como un movimiento
de nivelación equitativa de las condiciones sociales. Esto
hace que cada individuo crea que se encuentra en igualdad
de condiciones con cualquier otro individuo. ¡Pero esto es
falso! Es una consideración puramente teórica.

En realidad, no existe igualdad en los hechos, lo cual pue-


de observarse en todos los campos y da lugar a incontables
reivindicaciones cuyo fin es instaurar una auténtica igual-
dad. Pero esa aspiración por alcanzar una igualdad per-
fecta resulta peligrosa, dado que conduce potencialmente
a que se nieguen las capacidades de los individuos. Así es
como la gente llega a pensar: “que otra persona sea más
competente que yo, no significa que yo no tenga derecho
de hacer lo mismo, de expresarme en su lugar”. Cualquier
individuo puede presentarse como especialista, y está en
su derecho, siempre y cuando su opinión personal sea
consciente de sí misma, siempre y cuando sepa que es una
opinión y no una verdad. Ahora bien, esa confusión entre
el derecho de opinar y la verdad, precisamente, engen-
dra una moralidad social desquiciada, pues ha dejado de
reconocer la legitimidad de ciertas personas para hablar
de temas que conocen. La vida social se transforma en
dictadura de la moralidad, decretada por una mayoría que
pretende ser el todo. En tales condiciones, al menor paso
en falso, hay una tormenta de tuits, de tribunas y de indi-
gnación colectiva. La policía del pensamiento va ganando
terreno cada día. Y esta cacería de culpables le da un po-
der absoluto a la muchedumbre; una muchedumbre que
se ha vuelto virtual, tomando la forma de una “comuni-
dad” o una “red”, en la que todo se vale para hacer añicos
a sus adversarios. Lo que entendió Tocqueville, es que el
fenómeno que define la modernidad, es decir, la creación
de condiciones igualitarias (la democracia) contiene en sí
mismo un riesgo: el conformismo. Tocqueville se da cuen-
ta de que, cuando los hombres entran en una dinámica en
que todos se vuelven iguales a todos, va apareciendo una
moral que se impone de manera tiránica a cada individuo.

Las fuentes del neopuritanismo


Quizás la verdadera justicia sea respetar al fuerte (es decir,
en nuestros días, a quien posee competencias para hablar
de un tema) en vez de esforzarse por tomar su lugar sin
disponer de medios suficientes para hacerlo. Me refiero,
particularmente, a las redes sociales, donde todos creen
ser expertos, periodistas, profesores, etc. Esta transfor-
mación del débil en fuerte en nombre del derecho no es
pura casualidad. Se resume sencillamente en un esfuerzo
de moralización de las mentalidades que, como lo había
entendido Nietzsche (en su Genealogía de la moral) consistió
en hacer ver al fuerte como un malvado y al débil como
víctima.

Así pues, la moral se transcribió en derecho para darle


la razón al débil. En este sentido, el Estado de derecho
moderno puede entenderse como el producto final de la
moral de los esclavos: es decir, de principios absolutos que
ya no es posible desafiar, que se encuentran a salvo de
todo debate, de toda forma de crítica. Los principios do-
minantes de las sociedades modernas (los derechos huma-
nos en este caso) son la evolución definitiva del Bien y de
la moral cristiana. Le abren el camino a un puritanismo
moderno, que hoy vemos en los posicionamientos de una
izquierda progresista que afirma defender viudas y huér-
fanos y luchar noblemente contra el fascismo y el racismo.
El filósofo y sociólogo Jean-Pierre Le Goff utiliza a este
respecto la expresión “izquierdismo cultural”. Este
concepto designa un conjunto de temáticas, de ideas, de
representaciones que se expresan hoy (y desde hace más o
menos veinte años) en Francia, tanto en los medios como
en el ámbito universitario, cultural, en las asociaciones y,
por supuesto, en la política. Cada vez más radicales, con
frecuencia contradictorios, los diferentes discursos del
izquierdismo cultural se confunden con una nueva forma
de puritanismo. Se trata de la modalidad contemporánea
de los valores absolutos que, como ella, separa entre dos
bandos al Bien del Mal, a los buenos de los malvados. Ya
volveré a este tema.

Su origen se remonta a lo que ocurría en las grandes uni-


versidades de Estados Unidos en la década de los 60. En
ese entonces, en ese país se debatía sobre la adopción de
derechos civiles para personas negras. La violencia de las
manifestaciones condujo rápidamente a posicionamien-
tos cada vez más radicales, lo cual causó una moralización
cada vez mayor del discurso político. En pocas palabras,
los blancos fueron presentados como racistas y segrega-
cionistas, mientras que los negros eran víctimas inocentes
de la herencia de la colonización, la esclavitud y el racismo.
Pero lejos de aclarar la sensatez de las reivindicaciones de
las minorías, esta simplificación extrema del debate social
y político tuvo por única consecuencia el que aumentaran
las tendencias entre los partidarios de ese nuevo “pen-
samiento correcto” y quienes defendían una visión más
tradicional de la sociedad estadounidense.

Sin embargo, este fenómeno sólo empieza alcanza una


magnitud importante en los años 2000, con el auge de
internet y las redes sociales. Para entender mejor la no-
ción de “buenismo” o de “pensamiento correcto”, que lleva
avivando y orientando el debate social desde hace varias
décadas acudí al pensamiento de Hegel y a su definición
del “moralismo.”

En su Fenomenología del espíritu, Hegel critica lo que llama


el “alma bella”, llena de nobles y generosas ideas respecto
de los asuntos mundanos y los destinos humanos. Denun-
cia la precipitación y el afán del hombre de buenos senti-
mientos por imponer, sin más, por todas partes, el ideal
moral, sin que este haya podido alcanzar (socialmente,
económicamente, jurídicamente, etc.) sus condiciones de
realización. A la impaciencia y la forma apresurada con la
que el idealista intenta encarnar sus valores en el mundo
se les llama “presunción.”

Para Hegel, hay que evitar ante todo confundir la moral


real, en acción, y el moralismo, es decir los buenos senti-
mientos morales. El moralismo es incapaz de contextua-
lizar una situación y de construir un juicio basándose en
realidades concretas. Le basta con apreciar ingenuamente
las cosas desde el único punto de vista de sus sentimien-
tos y de su moral particular. Hegel condena y ridiculiza al
hombre idealista y moralizador, que critica el mundo tal
y como es sin tomarse el trabajo de cambiarlo. Esta alma
bella, que nunca se ensucia las mano, se congratula de
tener buenos sentimientos, de tener un corazón dado a la
caridad, se glorifica porque juzga la realidad desde su ideal
moral. Tal voluntad de juzgar moralmente cualquier cosa
nace de una forma de narcisismo, nos explica Hegel. El
idealista, con su conciencia aparentemente limpia, encar-
na en realidad poco más que una figura de la impotencia,
la debilidad y la cobardía a la hora de pasar realmente a
la acción, a hacer que las cosas de verdad avancen en el
ámbito ético.

Esa es la visión angélica, pero cobarde, del alma bella: mo-


raliza y condena al mundo y, al mismo tiempo, se mantie-
ne aislado del mundo, como un espectador. Dicha actitud
hipócrita no es de naturaleza moral, nos advierte Hegel.
Por el contrario, es inmoral, pues se opone a la lealtad del
hombre de honor y de acción, el cual encarna los valores
en los que cree. En vez de actuar de forma comprometida,
al alma bella le basta con la grandeza y la pureza de sus
buenos sentimientos. ¡Cómo va a comprometerse en la ac-
ción, correr el riesgo de cometer errores y de enfrentarse a
la complejidad de lo real!

Así pues, Hegel condena rotundamente el idealismo mo-


ralizador del alma bella, pues esta moral del corazón, pu-
ramente interna, no tiene realidad efectiva alguna. Hegel
nos invita a distinguir entre el moralismo - la moral del
corazón y de los bellos sentimientos, cuyo ideal defiende
con discursos nobles sin tomar en cuenta la realidad— y la
moralidad, o sea la acción real, comprometida con seguir
una vía conforme con sus valores morales.
Este moralismo, descifrado y criticado por Hegel, me in-
cita a preguntarme lo siguiente: ¿cómo explicar el senti-
miento de superioridad que emerge en esa moral, domi-
nante hoy en día, del buenismo políticamente correcto?

El “buenismo” en el poder
Como ya hemos visto, la moral social, políticamente cor-
recta y dominante, que en otro tiempo se veía encarna-
da en la moral cristiana, ha tomado en nuestros días la
forma de la moral progresista, que domina a Europa y,
de manera general, al mundo occidental. La característica
principal de tal moral, y su principal fuerza y peligrosi-
dad, es que está convencida de que tiene una misión casi
profética, que se cree el representante oficial de cierta idea
del Bien. En otros términos, se ve como defensora de la
moral legítima y, en cierto sentido, poseedora de la verdad
absoluta.

Una idea de estas o, mejor dicho, una creencia como estas,


constituye una formidable arma de guerra, en la medida
en que siempre considera que está en su derecho cuando
se trata de descalificar o desprestigiar cualquier forma de
resistencia y de aniquilar a sus adversarios. Es lo que yo
llamo una moral de geometría variable, en la que la tole-
rancia sólo es válida para el círculo de sus partidarios.

Precisamente ese sentimiento, interiorizado por los par-


tidarios de dicha moral, les procura una “conciencia lim-
pia” a bajo costo, que divide el mundo, según ellos, en dos
campos: uno “bueno” y otro “malo: de un lado están los
“buenos” y del otro, los “malvados”. El “campo del mal”,
naturalmente, tiene que lidiar con su “mala conciencia”
y debe esforzarse por volver al camino recto si quienes se
han apartado de él no quieren ser tildados de reacciona-
rios. Oponerse a tal moral (que se caracteriza por negar la
realidad), es carecer de caridad, de benevolencia y de bue-
nos sentimientos, es rehusarse a defender a los débiles.

Esa ideología moral se impuso a través de varios temas,


estrechamente vinculados con asuntos sociales como el
cuerpo, la sexualidad, la educación de los niños, etc.

Es la moral que, hoy en día, se propone regentar la vida


cotidiana y las relaciones sociales al imponer sus propias
concepciones ideológicas de lo que, según ella, es el Bien
en el ámbito de las costumbres y la cultura. Eso le da una
dimensión totalitaria, que se manifiesta en la emergencia
de un pensamiento único y de un ideal políticamente cor-
recto.

Pero para la moral progresista no basta con rechazar,


como si fueran simples prejuicios, toda forma de pensa-
miento crítico. También se esfuerza por encontrar rastrear
los malos pensamientos, las ideas malsanas, las insinua-
ciones, las alusiones, las bromas de mal gusto y las pa-
labras culpables e incluso llega a practicar la delación y a
presentar demandas judiciales. Ese es su lado inquisidor y
justiciero, hipócrita y orwelliano. Dicha moral le abre las
puertas a una nueva era de sospecha y desconfianza en las
relaciones sociales y el mundo intelectual. Al juzgarlo todo
con el rastrero de una concepción determinada del Bien,
rehabilita la idea de la falta o el pecado de pensamiento, de
palabra, por acción o incluso por omisión.

En nombre de sus principios, los nuevos censores querrían


proscribir la franqueza del vocabulario, expulsar fuera del
lenguaje las palabras que no les convienen. En esa neolen-
gua orwelliana que nos imponen los puritanos modernos,
ya no hay que decir “ciego” sino “discapacitado visual”, no
se puede hablar más de “sexo” sino de “género binario”.
Esas palabras, que han perdido por completo el sentido,
colonizan poco a poco nuestro lenguaje y sirven para san-
cionar las “salidas de tono” de los humoristas e incluso las
“bromas cuestionables” de nuestros compañeros de mesa.
Esta moral se caracteriza también por un sentimentalis-
mo y una excesiva victimización, que hacen a un lado la
idea misma de responsabilidad. En este caso también, con
deshonesto fervor, el lenguaje se transforma en caricatura
desnaturalizada, tanto en su uso como en sus significados.
Además de la idea de que el mundo está compuesto por
dos campos, como lo hacía notar más arriba - el del bien
y la gente amable y el del mal y los malvados - podemos
identificar en esos discursos caricaturas que contraponen
palabras como “amor”, “fraternidad”, “generosidad” con
“odio”, “egoísmo”, “actitud cerrada”. Como telón de fondo
del debate, siempre hay una suerte de chantaje emocio-
nal y victimario, que manipula el sentimiento de culpa y
la mala conciencia para cumplir su cometido. Quien no
adhiera a ese principio, quien no se someta, no es más
que un canalla, por supuesto. Quien no tenga la ambición
de salvar a la humanidad, de ser un defensor de quienes
son víctimas de discriminación, de los desvalidos, de los
perseguidos, quien no viva por tales ideas nobles y ge-
nerosas, será necesariamente objeto de sospecha, como si
estuviera empecinado en impedir la realización del bien y
de todo lo moralmente bueno.

Es tal la presión que se ejerce sobre las opiniones y los


comportamientos, organizada por los débiles y sus nobles
defensores, que se transforma en una tiranía de las mi-
norías en nombre del Bien.

Cuando hablo de tiranía de las minorías, me refiero a la


moral de los puritanos que se expresa en forma de prohibi-
ciones impuestas a la mayoría de la opinión pública. Se les
prohíbe pensar, hablar, actuar. Por supuesto, los medios
para llegar a ese objetivo no son castigos, sino formas de
exclusión social. Quienquiera que hable de manera distin-
ta, expresando dudas, debe reducirse a un enfermo men-
tal, o incluso a un fascista. Tal forma de tiranía consiste
en tratar en términos siquiátricos a quienes no están de
acuerdo: es un loco, un enfermo, un nazi, un antisemita,
un racista, un monstruo, una bestia… Lo que está en juego
en este asunto no es nada más y nada menos que la prohi-
bición del pensamiento inquisitivo.

Desde la perspectiva de la moral, pareciera que la libertad


representara un riesgo demasiado grande, un peligro que
la sociedad no es capaz de asumir. Incluso la cultura clá-
sica se ve cuestionada, a pesar de ser una fuerza emanci-
padora que permite problematizar y pensar. Por ejemplo,
recuerdo cuando se cancelaron representaciones de trage-
dias griegas (entre ellas Las suplicantes de Esquilo) por
causa de las protestas de un grupo de estudiantes izquier-
distas que las consideraban una representación colonial y
racista.

Por último, debo señalar que esta reaparición del purita-


nismo en forma de tiranía invierte la relación a la mayoría
que Tocqueville había definido. En efecto, el filósofo fran-
cés percibía, en el fenómeno democrático, el riesgo de
una tiranía de la mayoría, es decir de una tiranía de to-
dos sobre los individuos y las minorías. Hoy en día, por el
contrario, se produce exactamente lo contrario: asistimos
a una forma de tiranía de las minorías sobre la mayoría.

Cuando hablo de puritanismo moderno, me refiero, por


tanto, al hecho de purificar los discursos, los comporta-
mientos, las costumbres en general, de cualquier conteni-
do cuyo objetivo sea negar el sufrimiento de las minorías
en la historia, frente a poderes establecidos (político,
económico, pero también las fuerzas del orden…). La mo-
ral del campo del Bien está totalmente basada en la defen-
sa de las minorías, consideradas, como cuestión de princi-
pio, víctimas de opresión, aunque los poderes con los que
se combaten hayan relevado a la palabra progresista. Así
es. Lo más absurdo en este asunto es que la moral se la
pase armando escándalos, aunque el poder político al que
pretende enfrentarse ya esté comprometido con su cau-
sa. Eso le permite al biempensante cuestionar la autori-
dad, haciéndose pasar por un rebelde, o hasta un héroe,
aunque todo el mundo esté de acuerdo con él ¡empezando
por la mismísima autoridad pública! El moralista moder-
no no hace más que dilatar la opinión común, sin riesgos
ni peligros, pero aprovecha para llevarse el crédito. De este
modo, hace reinar, de forma tiránica, a nivel individual, la
ley moral, que no es más que la ley de la opinión pública,
al tiempo que se da aires de revolucionario que lo hacen
verse aun más ridículo.

Para terminar, diría que este hito del moralismo en la so-


ciedad es un movimiento ideológico de amplio alcance,
muy heterogéneo. Una cosa está clara: ese movimiento de
moralización es absolutamente real. Tiene a disciplinar
al género humano y a imponerle imperativos de pensa-
miento por distintos canales de difusión. Sin embargo, al
rehusarse a plantear el problema del malestar identita-
rio europeo, la moral progresista se muestra incapaz de
responder a los muchos problemas sociales –inmigración,
historia y reivindicaciones de las minorías, comunitaris-
mo, evolución de las costumbres— que sacuden y estre-
mecen el debate público.
La moral natural,
del placer a la meritocracia
La crítica de la moral progresista que acabo de desarrollar
no basta. Se me acusaría de deconstruir la moral tradicio-
nal sin proponer nada positivo a cambio. Por eso les voy
a exponer cuál es la moral natural, que, en mi opinión,
constituye la manera más eficaz de regular la sociedad.

En principio, resulta difícil definir una “moral natu-


ral”, pues eso equivaldría a aislar una naturaleza que no
podemos conocer. Lo que sí podemos hacer es intentar
examinar qué elementos a priori, es decir, universales y
necesarios, pueden constituir una moral anterior a toda
historicidad, antes de entrar en el campo de la Historia y,
por lo tanto, antes de que exista cualquier punto de refe-
rencia a un espacio cultural específico.

Es cierto que toda moral está ligada a una cultura y


consiste, precisamente, en la domesticación de la natu-
raleza que está en nosotros. Sin embargo, esto es precisa-
mente lo que Rousseau intentó hacer en su Discurso sobre
el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres.
Rousseau retrocedió en el tiempo usando la ficción como
instrumento eficaz y logró identificar la moral que existe
en la naturaleza misma. Esta moral estaba compuesta por
dos elementos: la piedad y el amor de sí mismo. Este úl-
timo no es el amor propio, sino un amor por el género
humano, mezclado con un instinto de conservación de su
propia vida y de la especie.

Para Hobbes, en cambio, la paz y la preservación de sí


mismo considerados bienes, cuyo fundamento radica en
las leyes de la naturaleza, que a su vez los defienden. Con
este argumento, Hobbes resalta el hecho de que la ley na-
tural y la ley civil son de una misma especie y comparten
el objetivo de alcanzar la equidad, a pesar de ser dos partes
distintas de la ley. Sin embargo, la ley civil, así como su
legislación, también limita el derecho natural –la libertad
natural del hombre— con el fin de permitir la instaura-
ción de la paz.

Sin retomar las categorías de Rousseau y de Hobbes, me


gustaría distinguir tres componentes de una “moral natu-
ral”, o de una moral que precede a la moral.

He aquí los tres elementos que desarrollaré aquí abajo: la


ausencia total de valores morales absolutos en la naturale-
za (algo así como el Bien y el Mal), una relación al mundo
basada en un rechazo del dualismo y, por fin, el respeto de
la desigualdad natural entre los seres.

Un breve desvío por un mundo sin


moral
¿Por qué pensar en teoría una ausencia de Bien y de Mal?
Porque si nos deshacemos de todos sus atributos cultu-
rales, si lo entendemos fuera de todo plano histórico, en-
tones podemos ver al hombre como un ser que sólo desea
conservar su cuerpo y su vida, sin coerción ni obligación.
Este principio de conservación no exige, por parte del in-
dividuo, nada más que el gozar de lo necesario para la sa-
tisfacción de sus necesidades. En ese caso, existe un equi-
librio perfecto entre lo que desea y lo que el mundo puede
ofrecerle. Así, el deseo que siente no es reprensible en ab-
soluto: sencillamente, es la expresión de su naturaleza, es
perfectamente inocente.
Antes de que apareciera cualquier moral, cualquier for-
ma de Bien o de Mal, es posible imaginarse a un hombre
que vive en el estado natural, en paz consigo mismo, sin
conflictos con sus congéneres y en armonía con el mun-
do animal. Caza y pesca para alimentarse en territorios
vírgenes, en los cuales la noción de propiedad no existe
aún. Por eso no le roba nada a nadie. Desconoce por com-
pleto la idea misma de robo, la mentira, la disimulación,
el engaño, la envidia. Ese hombre no se ha visto aún atra-
pado en la espiral de la socialización, en la que la compa-
ración con los demás es necesaria en cada momento. Vive
exclusivamente en el instante, en una suerte de eterno
presente donde el mundo corresponde a sus deseos.

Una moral natural debe entenderse como una relación


apacible del hombre consigo mismo. Es decir que no está
sometido a imperativos morales, a órdenes dadas con vis-
tas a un Bien, ya que vive en un mundo sin moral. La
ausencia de moral implica una ausencia de deber. Na-
die puede imponerle una ley moral, sea cual fuere, a un
hombre de esos, digamos, a un hombre natural. Es más,
el deseo, en todas sus formas, comenzando por el deseo
sexual, no es condenable, el placer no está prohibido.

En este contexto, sólo una obligación puede imponérsele


a este hombre, con base en el amor de sí mismo: respe-
tar a sus hijos. Así pues, existe un tabú primordial, el del
incesto, que constituye la única forma de moral, pero por
razones asociadas al respeto de la humanidad como tal.

La aparición de grandes categorías morales en términos de


Bien y de Mal es una cuestión de extrema complejidad a
la cual me resulta imposible responder con claridad, pero
por lo menos resulta obvio que no pueden ser el producto
de una relación directa del hombre con la naturaleza, tal
y como lo mostré a la luz de Rousseau. En otras palabras,
el Bien y el Mal sólo pueden aparecer como resultado de
una convulsión de la relación del hombre con la natu-
raleza, o también de su manera de vivir y de aceptar su
propia naturaleza. Para Rousseau, esas habrían podido ser
las consecuencias de la socialización.

Me hubiera sido posible emplear el pensamiento de Claude


Lévi-Strauss que, en sus Estructuras elementales del parentes-
co, considera que todas las sociedades se basan en estruc-
turas elementales a nivel del matrimonio y de la prohi-
bición del incesto. Sin embargo, la existencia de un tabú
primordial no permite entender la aparición y, mucho
menos, la legitimidad, de los valores morales tal y como
los conocemos. Mejor dicho, el Bien no puede ser más que
un invento, una fabricación y, por lo tanto, una mentira.

Aun así, se trata de una mentira funcional ya que repre-


senta el fundamento de la religión cristiana y, por ende,
de la civilización occidental, e incluso más allá de esta.
Como lo vimos con Nietzsche, el Bien es un valor, es de-
cir una interpretación del mundo, cuyo origen olvidamos
cuestionar. Por eso se presenta como una verdad obvia.
Ahora bien, el problema de los valores absolutos es que,
por definición, no toleran ser cuestionados, mucho menos
desafiados. Pero ¿qué legitimidad podemos seguir recono-
ciéndoles a tales problemas impensados? ¿Qué valor atri-
buirle a cualquier valor, cuando empezamos a explorar su
trasfondo, o sea el vacío?

El sonido que proviene de los valores, como si se tratara de


estatuas, es un ruido sordo, hueco y sin consistencia. Por
ello una moral de valores absolutos siempre es ilusoria y
mentirosa. Muy por el contrario, es posible entender que,
para una moral natural, es importante asumir el hecho de
que la vida no tenga por qué, ni explicación, ni justifica-
ción. Se trata de renunciar al absoluto para comprender
mejor el movimiento mismo del mundo. De otro modo,
se corre el riesgo de hundirse en el fanatismo de quienes
piensan poseer una verdad definitiva.

La reunificación del mundo


Cuando se vuelve imaginable ese tipo de relación al mu-
ndo, y cuando el Bien se pone en entredicho, la etapa si-
guiente es cuestionar el dualismo. En definitiva, el mundo
no encuentra justificación en una realidad superior, en un
mundo más allá del mundo sensible. Ese dualismo forjó la
mayor parte de nuestro entendimiento de la realidad des-
de Platon y su mundo inteligible, hasta el advenimiento
del judeocristianismo. Así es. Ver el mundo desde el punto
de vista de un Bien ideal, oponiéndose al Mal, permitió
disociar dos realidades (sensible-inteligible), de las cuales
una es transitoria, imperfecta, y la otra un horizonte úl-
timo.

En otras palabras, la llamada moral “superflua” (no na-


tural), la moral fabricada, marca una distinción entre dos
realidades, mientras que la moral que definí como natu-
ral, primordial, considera el mundo en su unicidad. Según
esta última forma de moral, no existe un mundo único,
una única realidad. En suma, todo lo que es está en este
mundo, no hay salvación después de la vida, no hay pa-
raíso que podamos esperar. De hecho, todas las sociedades
tradicionales de la Antigüedad consideraban que el mun-
do era un fin en sí y no una etapa hacia otra forma de vida.
La existencia sobre la tierra no tenía otro sentido que ella
misma, no tenía más horizonte que sus propios límites, ni
otra finalidad que su propia muerte.

Así las cosas, el mundo es totalmente cognoscible por me-


dio del desarrollo científico, en cuanto respecta a su fun-
cionamiento, pero está basado en la ausencia de un doble
ideal que le sirva de justificación o sea en un misterio que
no tiene respuesta. En ese caso, la moral natural consiste
en aceptar el mundo tal y como es, sin lamentar que no
coincida con nuestras esperanzas. Se entiende que ese re-
chazo del dualismo tenga como consecuencia el que no se
busque justificar la vida, el no lamentar ni maldecir lo que
ella es (para parafrasear a Spinoza). El mundo y la vida, de
manera general, son. A los hombres les corresponde vivir
esa vida que no pidieron vivir y que, es cierto, carece de
justificación, pero que deben aceptar y construir por cues-
tión de dignidad, incluso cuando no tiene sentido.

Ese tipo de moral es resueltamente trágica, en el senti-


do griego de la palabra, es decir que le hace frente a lo
imposible, incluso a un mundo carente de sentido, sin
esconderse en las mentiras de la moral que construye el
monoteísmo. Podemos hablar, en este caso, de una moral
superior, incluso de una moral para hombres superiores:
quiero decir, una moral para hombres libres, una moral
del puro placer de existir, sin obligaciones ni restricciones.
Cuando se rechaza el dualismo sensible-inteligible, se
desmorona otro (que se esconde detrás del primero), el
dualismo cuerpo-mente. Dicho de otro modo, si el mundo
carece de realidad superior, entonces el hombre no está
divido en dos instancias, de las cuales la primera, que es
espiritual, le da órdenes a la segunda, que es física. Vol-
veré a este punto más tarde al hablar de Spinoza.

Toda moral del Bien, en particular su versión religiosa


monoteísta, tiende naturalmente a despreciar el cuerpo,
los instintos, el deseo. ¿Pero acaso la verdadera moral no
consiste en respetar la vida sin juzgarla? ¿Y a no moralizar
su dimensión sensible? Ahora, si es verdad la moral na-
tural está basada en un rechazo del dualismo, entonces es
necesario volver al cuerpo como fundamento de la moral.
Esto no significa que nos transformaríamos en cuerpos
privados de espíritu, sino que el cuerpo y el espíritu for-
man una unidad. Así pues, la moral verdadera consiste
en una espiritualización del cuerpo y en una encarnación
del espíritu. Espiritualizar el cuerpo, es reconocer los de-
rechos de nuestros instintos, como signo distintivo de la
vida, que es lo único sagrado que existe. Encarnar el es-
píritu es hacer que nuestras representaciones espirituales
o mentales puedan percibirse en la materia, por ejemplo,
en el arte. La vida sirve exclusivamente para crear, o sea
desplegar todas nuestras potencialidades. Desde este pun-
to de vista, se entiende que quien es divino es el hombre;
Dios no es más que una representación entre otras, que a
veces son temores, a veces esperanzas, seres angustiados
o enfermos.

Conformarse con las diferencias entre


individuos, ¿es tan malo como parece?
Está claro que la idea de moral natural que tengo yo era
la norma para las sociedades tradicionales, por contrapo-
sición con las sociedades modernas. Llamo tradicionales
a las sociedades cuya organización social y política estaba
fundada en un principio que, acompañándolas desde el
momento en que emergieron, les servía para justificar su
existencia. Así en esas sociedades, todo el sentido de la
vida radicaba en hacer efectivo ese principio en todos los
ámbitos de la existencia colectiva.

Hoy en día, en nuestras sociedades modernas se opinar


que una organización social de ese tipo es folclórica, re-
trógrada o incluso reaccionaria, precisamente porque
para las sociedades modernas su historia consiste en ar-
rancarse al pasado y saltar hacia el futuro, considerado
como la búsqueda permanente el progreso. Pero ¿en qué
consiste lo más justo para las sociedades tradicionales? Y,
de la misma manera, ¿en qué consiste la autoridad? En
que cada uno esté en su lugar, el que le corresponde na-
turalmente. Y no se trata sólo de que todos quedarse en
su lugar, sino que además tienen que sobresalir en él. Ser
excelente en el lugar que le corresponde a cada quien: en
eso consiste una sociedad justa para los antiguos.

En ese contexto, hay que entender que las diferencias que


existen naturalmente entre los seres no deben ser recha-
zadas sino, por el contrario, valoradas, dado que, si la na-
turaleza puso a cada uno en la posición en que se encuen-
tra, es porque cada uno de nosotros tiene un papel que
desempeñar en él, como parte de la armonía del conjunto.
Podremos pensar en la imagen de la biósfera para enten-
der este punto: en ella, los seres vivos forman un reino
cuyas especies, una por una, individuo tras individuo,
participa en un equilibrio superior a ellos. En otras pa-
labras, el todo es más importante que sus partes, aunque
estas formen parte del todo.

Mejor aun, no sólo la moral natural consiste en respe-


tar las desigualdades, sino también a valorar la jerarquía.
Que no haya malentendidos, está claro que existe una je-
rarquía en las sociedades modernas y democráticas, pero
la diferencia es que en las sociedades tradicionales la je-
rarquía es natural, mientras que en las democráticas es
fruto de la elección.

Así es como Aristóteles, en su Política, justificaba la escla-


vitud como algo natural. Claro, esta resulta intolerable en
el mundo contemporáneo pero, sin llegar a esos extremos,
podemos preguntarnos si no existe una jerarquía natu-
ral. En otros términos, no todos los seres están destinados
para tener las mismas cosas, las mismas funciones ni el
mismo tipo de vida. En ese sentido, la ilusión democrá-
tica consiste en pensar que los mismos derechos generan
las mismas capacidades o competencias. Quizás, incluso,
haya que ver en la idea de los derechos humanos la trans-
posición política de una idea fundamental de la moral
cristiana: la igualdad de todos los individuos sin importar
sus diferencias. El derecho pretende rectificar la naturale-
za, que nos parece injusta. Sin embargo, según la pregunta
de Calicles a Sócrates, ¿no se convierte el derecho en el
instrumento de los débiles para vencer a los fuertes? ¿La
naturaleza sería acaso injusta? Spinoza tiene la respuesta.

Que nadie se meta con el deseo


¿Qué dice Spinoza de la naturaleza y cuál es su relación con
la moral? De la manera más simple, el filósofo pretende
extirpar el deseo y las pasiones del orden de la moral. En
la Ética, como ya lo ha demostrado, muestra el carácter
ilusorio del Bien y del Mal en cuanto valores absolutos. En
ese contexto, el bien no es nada más que lo que me resulta
útil (lo útil propio). Spinoza concibe, por lo tanto, un paso
progresivo a la libertad y a la alegría gracias a la emanci-
pación del hombre respecto de la moral.

Para alcanzar ese objetivo, es necesario reafirmar la natu-


raleza - en especial la naturaleza que está en nosotros, es
decir el deseo y el conjunto de los afectos - independiente-
mente de toda moral. El deseo no es condenable ya que es
natural. No es más que la manifestación de una dinámica
vital. No puede ser considerado como un mal, salvo a cau-
sa de sus posibles consecuencias o, quizás, de la presión
social, pero no por sí solo. De manera recíproca, si el mal
es visto como una propiedad esencial del deseo, esto sólo
ocurre en virtud de mitologías religiosas del pecado origi-
nal, que lo inscriben en el registro de las faltas.
Detrás de la idea de que el deseo es malo en sí mismo
y, por ende, condenable, se encuentra un error aun más
profundo que Spinoza identifica y que consiste en consi-
derar que el espíritu es independiente del cuerpo y, sobre
todo, a pensar que se trata de una instancia superior que
le da órdenes al cuerpo. La idea, que aparece en la obra de
Platón, que afirma que el cuerpo es la tumba del alma, es
uno de los blancos principales de Spinoza, dado que, para
él, el cuerpo y el alma forman una unidad: el hombre. Este
representa una modalidad de la naturaleza. Por consi-
guiente, el deseo del hombre no es nada más que la ex-
presión de la naturaleza, por lo cual es amoral - es decir
que está más allá de toda moral, no es bueno ni malo en
sí mismo.

En otras palabras, si no existe separación entre el cuerpo


y el espíritu, quiere decir que el espíritu no es superior al
cuerpo y que no lo dirige por medio de no sé qué volun-
tad. Ahí radica precisamente el primer error de los mo-
ralistas: separar el cuerpo del espíritu y considerar que el
hombre es capaz, únicamente por medio de su voluntad,
de controlar su deseo y sus afectos y deducir, por ende,
que cuenta con libre albedrío.

Para Spinoza, por el contrario, lo que nos hace actuar es


el apetito, el deseo y no un libre decreto de la mente. Por
ende, existe una determinación del espíritu por parte del
cuerpo (como lo dirá también Nietzsche más tarde). To-
dos nuestros actos, nuestras ideas, nuestros sueños o vo-
luntades, todo está sometido al cuerpo y no al juicio del
espíritu, que supuestamente determina a la voluntad. Se
trata, en cualquier caso, de un movimiento espontáneo del
cuerpo. Seamos más claros: no hay libertad del espíritu,
creer lo contrario es una simple ilusión.

De ahí viene el segundo error de los mismos moralistas,


para quienes, dado que el hombre es libre, debe ejercer
su imperio sobre sí mismo para no ceder ante su deseo
que es, por naturaleza, un mal que debe evitarse. No debe
flaquear, so pena de que lo consideren un pervertido o,
peor, un depravado. Pero Spinoza resalta que es impo-
sible controlar sus deseos y dejar de desear ¡sencillamente
porque el deseo no es nada más que lo que somos! Renun-
ciar a su deseo es renunciar a su naturaleza y, por ende,
a sí mismo. Así pues, se entiende que el deseo no es una
simple afección, sino, más bien, la vida misma del espíri-
tu, la esencia del hombre. Spinoza afirma que la verdade-
ra libertad no consiste en el supuesto libre albedrío, sino
en el poder de entender la naturaleza y, por lo tanto, de
actuar para alcanzar un mayor grado de perfección, es de-
cir, para librarnos de los prejuicios de la moral. Tal poder
de liberación se encuentra por completo en la razón. Por
eso resulta absurdo rechazar su propio deseo so pretex-
to de respectar un bien ilusorio, pues el deseo se inscribe
siempre en el orden común de la naturaleza, no es in-
moral y menos aun irracional, es natural y, por lo tanto,
racional.

Por consiguiente, el deseo tampoco es el signo de algún


espíritu malévolo. Los valores absolutos pueden, por eso
mismo, ser rechazados como supersticiones. El Bien ver-
dadero no es un valor, sino que consiste, sencillamente, en
que el hombre reconozca que naturaleza es necesaria, y en
que sepa estar satisfecho con lo que es.

El planteamiento de Spinoza consiste, por lo tanto, en evi-


tar dos escollos: primero, la idea del Bien y del Mal como
tales, típicos de las morales teológicas, cuya existencia su-
pone valores transcendentes. Por otra parte, lo contrario,
es decir un relativismo total que afirmaría (como Iván Ka-
ramazov) que, dado que Dios no existe, todo está permi-
tido.
Ahora veamos lo que Nietzsche, que en algo se inspiró de
Spinoza en estos temas, propuso más tarde para elevar al
hombre a la categoría de superhombre.

Sigamos nuestra naturaleza,


¡seamos superhombres!
Nietzsche siempre buscó ennoblecer al hombre. ¿Qué
diría si viviera hoy en día? Hacia el final de su vida, es-
cribió: dadme, por un instante, la oportunidad de ver al
superhombre; pero ahora es de temer que el que advenga
sea el último hombre - el hombre de nuestros días. El úl-
timo hombre es el que ha perdido el deseo, al que le basta
con vivir a medias, en la placidez de la mediocridad. Es
un hombre de fisiología y nervios exhaustos, que ya no
cree en casi nada y no quiere trabajar. Nietzsche diría tal
vez que nuestra época, a pesar de afirmar que es una era
apasionada, no es más que una época tibia que ya no vive
en la espontaneidad.

El último hombre representa las antípodas del supe-


rhombre: aquí nos dan la elección, de cierto modo, sal-
vo que, para alcanzar al superhombre hay que desearlo,
mientras que hasta al último hombre yendo cuesta abajo -
nace por sí solo. La pasividad se instala en nuestras vidas sin
que nos demos cuenta. No es necesario bajar la cuesta a
toda velocidad: nos deslizamos a paso lento pero firme ha-
cia la nada (la aniquilación del pensamiento y la cultura,
etc.). Esa cuesta, ese declive, va apareciendo poco a poco
sin resistencia alguna: por eso Nietzsche nos dice que hay
que resistir de manera activa para no hundirse en ella.

Nietzsche habla de una voluntad que no permite que el


azar nos dicte nuestro modo de vida: en vez de esto, es ne-
cesario imponerse una disciplina. “Hay que estar a cinco
pasos de la tiranía” sin llegar, por lo mismo, a la tiranía,
pues esta conduce a la monomanía. Debemos actuar con
gran disciplina, pero sin llegar a extremos, para que los
excesos no agoten nuestra energía. Tenemos que darles
algo de libertad a nuestros “perros salvajes”, nuestras
pulsiones, sin soltarles completamente las riendas. No
es cuestión de analizar las pulsiones para lidiar con ellas,
sino de permitirles que actúen con espontaneidad: que si-
gan siendo inconscientes, siempre y cuando encuentren
un espacio para expresarse.

Del mismo modo, Nietzsche afirma que el peor de los


crímenes contra la vida es impedirle a la voluntad que sea
lo que es, impedirle, por ejemplo, a un ser vivo que realice
su poder, que exprese su ser. Así las cosas, sólo es bueno
lo que nos permite acceder a una mayor perfección de la
naturaleza humana y malo lo que va en contra de ella.
Esta mayor perfección se manifiesta en la alegría que nos
produce el estar en armonía con nuestros deseos.

En otras palabras, cuando actúo para consolidar mi ser,


realizando aquello de lo que soy capaz, siento alegría. La
virtud verdadera no es nada más que la plena realización
de mí mismo. Ese es el punto crucial: la verdadera virtud
y el poder son la misma cosa. La naturaleza o esencia del
hombre está en lo que puede realizar, y su virtud o su
poder es esa misma realización, no como en las morales
teológicas, que pretenden impedirla. Se entiende que la
virtud es el pleno desarrollo del mi ser y no el respeto de
un supuesto Bien moral. La virtud se identifica, por tanto,
con la utilidad que me aporta mismo despliegue de mis
propias fuerzas. Consiste en mi esfuerzo por perseverar en
mi ser. Lo verdaderamente moral, no es nada más y nada
menos que la realización de lo que somos.

Así es como debemos entender la cuestión del libertina-


je. Don Juan, por ejemplo, va de conquista en conquista
porque es un hombre, o sea, porque es libre. Por eso su
deseo es más poderoso que todas las normas. En este caso,
los moralizadores tildarán a Don Juan de vicioso o, inclu-
so, de enfermo.

Muy por el contrario, si viviéramos según la moral natu-


ral, tendríamos que dejar de juzgar a Don Juan, pues él
sólo está realizando su naturaleza. Un libertino – del latín
libertinus, “esclavo recién liberado”, “liberto emancipado” -
es quien cuestiona los dogmas establecidos, un librepen-
sador, en la medida en que ha logrado emanciparse de la
metafísica y de la ética religiosa en primer lugar.

La moral natural nos exige que asumamos nuestra huma-


nidad, que resistamos a la propensión a ser cobardes, que
amemos la vida a pesar de todos sus riesgos. Nos lleva a
que aceptemos el deseo tal y como es y a que adoptemos
una moral sin obligaciones ni sanciones, profundamente
arraigada en la vida, impulsada por el coraje que se nece-
sita para elevarse y crear pero también para gozar de los
placeres de la existencia.

En definitiva, la moral natural puede entenderse como un


conjunto simple y limitado de principios vitrales. Debe-
mos vivir para asumir nuestra humanidad y para crear -
por ejemplo, tener hijos es crear nuevas formas de vida.

No hay que lamentar el que no vivamos en un mundo


ideal, sino amar ese mundo tal y como es. Tenemos que
aceptar nuestros deseos sin reprimirlos usando una moral
de obligaciones. Por fin, es necesario que exploremos por
completo nuestra naturaleza hasta el final, o sea nuestro
poder, sin buscar de ser lo que no somos.

Atenerse a esos principios de vida, es evadir cualquier de-


terminismo escondido. Es afirmar su poder de ser, vol-
verse un superhombre, en el sentido que Nietzsche le da
al término. Es transformarse en un individuo cósmico que
entiende la totalidad del universo, la historia del mundo
en su conjunto y es capaz de alcanzar un nivel superior.
Es sobrepasar la esfera privada, para mostrar el rumbo,
establecer las pautas de lo que el hombre debe ser. El indi-
viduo liberado señala la cuesta ascendiente. Vive bajo los
auspicios de lo dionisíaco.

Lo dionisíaco es una noción que Nietzsche define en los


primeros párrafos de su primer libro, El nacimiento de la
tragedia y que se opone a lo apolíneo. Lo dionisíaco y lo
apolíneo forman una pareja de conceptos que permiten
entender cómo funciona la vida. Lo apolíneo es la repre-
sentación clara y racional del mundo, un principio re-
confortante que no apolíneo nos permite organizar nues-
tra vida y aliviar la angustia que nos genera la violencia del
mundo. Lo dionisíaco, en cambio, es el deseo irracional,
al que Nietzsche le llama poder. Nuestro poder siempre
sobrepasa la razón y ese alivio que promete lo apolíneo.

Esto quiere decir que vivir según el principio dionisíaco


es abrirle camino al poder creador de la vida, al impulso
vital, pero también aceptar el sentimiento de horror y de
espanto que esta misma puede llegar a suscitar cuando
la miramos de cerca, cuando la vivimos con demasiada
intensidad. Así es. No debemos tomarnos a la ligera la ex-
periencia que permite saborear el poder de la vida, no es
un acto gratuito, nos lleva a la emoción.

Quisiera concluir citando el curso de moral que Bergson


dio en el Liceo Henri-IV en 1893. Según lo entiendo, en él
se ve claramente cómo se articulan la vida, la naturaleza y
la moral para formar un singular impulso que conduce a
la plena realización del hombre:

“Pero si se entiende la naturaleza en toda su plenitud, si


tras el estado se busca la tendencia, tras el hecho la razón
que presiente por el espíritu al explicarla, se percibe que
el placer, el sentimiento, el desarrollo y las aspiraciones
intelectuales no son más que la realización de una única
fuerza, la manifestación del mismo impulso, el impulso
que lleva al hombre aun más a ser sí mismo, a realizar
cada vez mejor la humanidad ideal que existe potencial-
mente en él. En ese sentido, la moralidad no es más que la
expansión completa de la naturaleza.”

¡A vuestra “gran salud”!


El meollo del asunto está en deshacerse de la moral pro-
gresista. Pero un individuo solo no puede conseguir este
objetivo. Quizás ya sea muy tarde: contra un maremoto
no se lucha. En vez de esto, Nietzsche pensaba que los
ciclos de la historia de la humanidad se extenúan solos,
abriendo campo para nuevas formas de vida. Quizás haya
que esperar que este ciclo se extenúe y llegue a su fin.
Quizás también podamos seguir las lecciones de Zaratus-
tra: responder con una carcajada. Primero porque la risa
es pacífica – o, por lo menos, no es violenta - pero sobre
todo porque es una afirmación de la vida y, por ello mis-
mo, del poder, frente a quienes quieren acallar a los más
fuertes. “Hombres superiores, ¡aprended a reír!” tal es la
enseñanza de Zaratustra. Infinitas son las posibilidades
de reír de la moral izquierdista, de hacer mofa de ella para
resaltar su carácter absurdo.

Para afirmar la vida, debemos remitirnos a lo que hombre


en su estado natural. En cierto sentido, todos nuestros es-
fuerzos están dirigidos a reconquistar la “gran salud” de la
que hablaba Nietzsche. Lo que debemos recuperar es esa
naturalidad, esa inocencia de la que habla Zaratustra ¡lo
que le da gusto a la vida! Como si hubiera que aprender a
amar lo que el destino nos impone - amor fati.

¿Qué significa esto para nosotros, para nuestra vida? ¿Us-


ted ama realmente a su amante? Pues bien, que no le dé
vergüenza invitarla a cenar con sus amigos más “fieles”,
los que viven su vida conjugal y nunca han tenido aven-
turas. La vida es corta, hay que saber amarla a pesar de
sus riesgos, volver al sentido auténtico de lo dionisíaco,
respetar sus propios deseos. Ir hasta el fondo de su propia
naturaleza, de la embriaguez que hace que la existencia y
las pasiones sean dignas de ser vividas. En En pocas pa-
labras, la próxima vez que lo inviten a una orgía, no vaya
solo. ¡Lleve a su amante!

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