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Liceo Nacional de Maipú

Departamento de Historia, Geografia y Ciencias Sociales 2024


Educación Ciudadana
Profesores Editores: Alicia Contreras. L. Urrutia y J. Canales.

OPERACIÓN LEER ES PODER.


NÚMERO CUATRO
Para Estudiantes AUTÓNOMOS que aman aprender

“Estás sobre mi vida de piedra y hierro ardiente,


como la eternidad encima de los muertos,
recuerdo que viniste y has existido siempre,
mujer, mi mujer mía, conjunto de mujeres,
toda la especie humana se lamenta en tus huesos.”

Pablo de Rokha, Círculo

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1. PERO ¿EXISTE OTRA ÉTICA?
15 noviembre, 2023

Hace pocos meses, el señor Giorgio Jackson (“alter ego” de Gabriel Boric) afirmó
que “nosotros tenemos una ética distinta y superior a la de generaciones anteriores”.
Poco después, el destape del escándalo de las fundaciones, sin duda la peor
demostración de corrupción gubernamental que conoce la historia de Chile, convirtió su
declaración en mofa porque todo el mundo la calificó como un exabrupto de un
muchachón presuntuoso, malévolo y mal educado. Sin embargo, cabe la posibilidad de
que esa afirmación en realidad apunte a un asunto muy profundo y necesario de
comprender y analizar.

Ello porque la afirmación de Jackson conduce a la pregunta ¿existe otra ética que
la que todos conocemos? Para responder acertadamente a esa pregunta hay que
comenzar por definir lo que es una ética: es un código conductual que le permite al ser
humano escoger fundamentadamente lo que está bien o lo que está mal, o sea distinguir
en cada situación al bien del mal, de modo de emplear su libre albedrío
responsablemente. Además, sus elecciones en la vida tendrán consecuencias tanto para
su existencia en este mundo como la del futuro más allá de éste. Esa definición conduce,
a su vez, a una pregunta ineludible: ¿quién creó ese código y cómo lo impuso a nosotros
los seres humanos? En nuestra civilización judeo-cristiana-occidental, ese código
conductual fue impuesto por un Dios Creador que nos hizo a su imagen y semejanza.
Somos pues un producto final y con un propósito trascendente que depende de nuestro
comportamiento en la vida según ese código que está impreso en nuestra alma (es lo
que llamamos conciencia). En nuestro caso, el tal código se materializa, tal vez
míticamente, en las bíblicas Tablas de la Ley que Dios le entregó a Moisés en el Monte
Sinaí.

Ciertamente que la historia nos enseña que cada civilización ha recibido


su código moral de distintos dioses creadores, de modo que han existido
distintas éticas. El ejemplo más palpable de uno que todavía está completamente
vigente, es la ética musulmana que se diferencia en aspectos fundamentales de la
nuestra. Sin embargo, todos quienes creen en un Dios Creador derivan de él sus códigos
morales, los que muestran similitudes junto a grandes diferencias.

Sin embargo, la historia también nos enseña que siempre han existido ateos, o
sea seres humanos que no creen en la existencia de un Dios Creador, lo que significa que
tampoco creen en el alma ni en alguna forma de vida después de la muerte. Sin
embargo, como un código conductual es inevitable para hacer posible la vida en
sociedad. ¿De dónde cree el ateo que proviene el suyo? Este problema del origen de los
códigos morales en las doctrinas ateas y materialistas las ha atormentado siempre a lo
largo de los siglos. Y ello porque siempre ha habido doctrinas ateas y materialistas y los
primeros en formularlas fueron algunos filósofos jonios de los siglos VI y VII AC.

Algunas de esas doctrinas resolvieron el problema del origen de su código moral


con explicaciones hasta chistosas. Por ejemplo, Epicuro deriva su código moral del placer
que le causa al ser humano superior el hacer el bien. De esa forma, ser bueno produce
placer y por eso el ser humano lo practica.

La más potente y actual doctrina ateo-materialista es la planteada en el


siglo XIX por los filósofos alemanes Marx y Engel. Para ella, Dios no existe, el
universo no es otra cosa que materia en eterna evolución bajo la acción de inmutables
leyes físicas y químicas, el ser humano no es otra cosa que materia en evolución, no
tiene alma inmortal y, por lo tanto, es intrascendente. Su código moral proviene de
las necesidades de la sociedad de seres humanos y, como ésta es evolutiva, es
un código moral también evolutivo y, por tanto, relativo. Si no existe más vida que
la material, ¿cuál es su objeto? No es otro que el de la felicidad en este mundo, la que
hay que buscar eliminando las causas de infelicidad que afectan a la gran mayoría de los
seres humanos. Y la principal de esas causas es la desigual distribución de los bienes
materiales que hacen la vida más placentera.

De allí surge la necesidad de ayudar a crear una sociedad completamente


comunitaria y sin las clases sociales que determina la desigual distribución de la riqueza.
Es bueno todo lo que propende a ese fin igualitario y es malo todo lo que lo obstaculiza.
De ese razonamiento que sigue una lógica desde el axioma fundamental de la

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inexistencia de un Dios Creador, deriva pues una ética relativa que convierte lo bueno y
lo malo en un asunto de circunstancias. Matar es generalmente malo, porque es
necesario evitarlo para poder vivir en sociedad, pero es bueno si se mata a un enemigo
del objeto final que es la creación de esa sociedad igualitaria y sin clases. Lo mismo
ocurre con el robo, con la mentira, con la calumnia, etc.

Ahora bien, no creo que todos los marxistas se den cabal cuenta del origen último
de todas sus doctrinas y todas sus praxis políticas. Sin duda entre ellos existe una
mayoría que acepta como dogmas lo que son consecuencias lógicas del axioma
fundamental de inexistencia de un Dios Creador. En nuestra religión cristiana, también
existen multitudes que han convertido en dogma las reglas éticas y conductuales que
siempre hemos conocido, sin siquiera cuestionarnos que son derivados lógicos del dogma
fundamental de la existencia de un Dios Creador que nos hizo a su imagen y semejanza,
por lo que somos un producto final y trascendente.

Volviendo a Giorgio Jackson, no es imposible que sea un apóstol informado de


toda la doctrina marxista. Pero lo cierto es que su afirmación de obedecer a otra ética es
completamente verdadera, lo que lo hace un individuo mucho más peligroso de lo que
resulta de considerarlo nada más que un muchachón jactancioso sin causa alguna. Lo
que es rotundamente falso es que su ética sea superior a la tradicional de un
pueblo que, como el chileno, siempre ha sido parte de la civilización judeo-
cristiana-occidental. En realidad es él el que ya no es parte de esa civilización y forma
el proletariado interno que caracteriza a las etapas últimas de una cultura. Es por eso
que tenemos que tomar medidas para que individuos como Jackson nunca más vuelvan a
controlar los poderes públicos en Chile y ello porque queremos, todavía, prolongar por
decenios la vida de nuestra democracia. (El Líbero)
Orlando Sáenz

2. ISRAEL EN GAZA
15 noviembre, 2023

Escribir sobre la actual guerra en la Franja de Gaza es difícil cuando estamos


conmovidos por el horror, la muerte de tantos inocentes, la reducción a escombros de
una ciudad. Más allá de las causas del conflicto, es necesario un análisis frío del
significado de esta conflagración que tiene en vilo al mundo. Desde luego, condenar el
criminal ataque de Hamas desatado el 7 de octubre y a muchos líderes palestinos, en
particular Hamas, en la tragedia de su pueblo, a la que han contribuido con su
extremismo, sus acciones terroristas y su incapacidad para negociar. Sin embargo, la
referencia será a la política de Israel.

El análisis, en el caso de Israel, se ve dificultado por una confusión que es propia


del pensamiento totalitario y que está presente en muchos de los partidarios de su
gobierno. Me refiero a la confusión entre nación, Estado y gobierno.

La enorme mayoría de las personas tiene admiración por la nación judía, su


historia, su contribución a nuestra civilización, en las artes, la literatura, la filosofía, las
matemáticas, y expresan su solidaridad por la persecución de que han sido víctimas a lo
largo de siglos. También son mayoría quienes defienden la existencia del Estado de
Israel, coexistiendo en paz con el Estado palestino, dentro de fronteras establecidas.

Pero la admiración por la nación judía y el respaldo a la existencia del Estado de


Israel, no conducen a la adhesión acrítica a sus gobiernos. Transformar el juicio adverso
al gobernante en un acto de traición a la nación y al Estado no es aceptable. Netanyahu,
su gobierno, su política interior, exterior y de defensa, deben ser analizados y, de ser el
caso, objeto de rechazo y juicios condenatorios.

Aunque sea comprensible la ira ante una acción terrorista como la del 7/10, un
estadista debe ser consciente de que, como lo prueba una y otra vez la historia, una
escalada de violencia forma parte de la estrategia común a los grupos terroristas. Hamas
sabe que no derrotará nunca a Israel en una guerra convencional o, más claro, que será
derrotado en cualquier contienda de pura fuerza, y es por eso que la originalidad de su
estrategia (Fromkin) es que el Estado se derrote a sí mismo al aplicar una violencia
indiscriminada sobre la población.

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A pocos días de iniciada la guerra ha sucedido lo que todos sabíamos, y es que
Israel, al aplicar su abismal superioridad militar sobre una de las poblaciones más pobres
de la Tierra, tendría una victoria militar absoluta. Pero lo que Netanyahu y su gobierno
debían saber es que esa violencia desproporcionada tendría un costo político nacional y
mundial de enormes proporciones.

Con ello se autoinfligirían un daño provocando un creciente aislamiento


internacional, perdiendo confianza en vastos sectores del mundo occidental, incluso una
parte de la comunidad judía —dentro y fuera de Israel—; alentando una política interna
basada en la influencia de pequeños partidos extremistas. Es una lástima que las
políticas equivocadas de Netanyahu causen tanto daño a una nación que merece
admiración y aíslen crecientemente a un Estado cuya existencia debe ser defendida.

El error esencial de la política de Netanyahu y de la extrema derecha es el rechazo


efectivo —más allá de declaraciones que carecen de sustancia y credibilidad— a la
existencia en Palestina de dos Estados. Ello conduce a extender las anexiones hacia más
territorios, a la expulsión de sus habitantes árabes y a la negación de la democracia que
ha estado en el centro de Israel.

Raymond Aron, notable intelectual de origen judío, hace más de 40 años planteó
el dilema de hierro: la ocupación de territorios conducía a un Estado de Israel binacional
con lo que perdía su esencia judía; pero, a su vez, un Estado de Israel con una
importante minoría no judía excluida del Estado, y aun de la sociedad civil, traicionaba
sus propios principios.

Tony Judt, otro gran pensador de origen judío, hace 10 años concordaba. Si
Israel continúa anexando territorios donde hay una gran población árabe, tendrá que
enfrentarse a unas opciones nada favorables: o sigue siendo judío, pero deja de ser una
democracia; o bien es capaz de convertirse en una democracia genuinamente
multiétnica, pero deja en tal caso de ser judía.

Esta guerra hace más evidente la necesidad de dos Estados, con límites claros, y
de un gobierno palestino efectivo sobre Gaza y Cisjordania. Israel hoy está escribiendo
un nuevo capítulo de lo que, en 1984, Bárbara Tuchman, al analizar distintas guerras
—desde la de Troya hasta la de Vietnam—, describiera como “La Marcha de la Locura”,
esto es, cómo los gobiernos persiguen políticas contrarias a sus propios intereses. (El
Mercurio)
Genaro Arriagada Herrera

3. VERDADES DIFÍCILES
3 diciembre, 2023

Esta semana el embajador de Chile en Washington, Juan Gabriel Valdés, se refirió


a Kissinger —muerto a una edad casi bíblica— diciendo que su “brillo histórico no
consiguió jamás esconder su profunda miseria moral”.

Kissinger intervino en una gran multiplicidad de conflictos y fue un maestro en


proteger los intereses norteamericanos que él creyó eran los de la democracia. Como
recordó Christopher Hitchens (en su famoso ensayo “Juicio a Kissinger”), participó
como asesor de seguridad u otro papel equivalente en la guerra de Indochina, en
Bangladesh, en Nicosia; conspiró en Chipre y en el genocidio en Timor Oriental. Ah, y
por supuesto, en la intervención norteamericana en Chile. Y de alguna forma tomó parte
(no apretó el gatillo, pero tomó parte) en los crímenes que en cada una de esas
ocasiones se cometieron.

Así, el juicio del embajador Valdés parece correcto. Pero bien mirado, arriesga
incurrir en la simpleza del buenismo.

Porque ¿a qué alude la “profunda miseria moral” que habría padecido Kissinger?

Vale la pena reflexionar sobre ese problema no para defender a Kissinger, sino
para intentar dilucidar la particular y trágica índole del político de su estatura.

Desde luego, cabría preguntarse si hay algún político de su talla, o cerca de ella,
que pueda haber ejercido el oficio y haberse encumbrado sin haber consentido violencias
y crímenes, o sin haberlos conocido y decidido callar, o sin haberlos cohonestado o sin

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haber infringido deliberadamente los códigos morales como única forma de proteger
intereses que juzgó, en su momento, superiores. Los casos que vienen a la memoria
sobran. Es evidente, por ejemplo, que Fidel Castro al llevar adelante la revolución, pero
sobre todo al consolidarla y defenderla, debió ejecutar actos criminales. Y para qué decir
el Che, quien a pesar de su desprecio por la vida es eternizado hoy en camisetas y
tazones de café por todo el mundo. Y Lenin al fundar la URSS. Y Charles de Gaulle que,
para consolidar la Quinta República, debió consentir el colonialismo primero y traicionarlo
después. O Tito al fundar Yugoslavia. O incluso Churchill cuando consintió bombardeos
masivos, o Truman cuando autorizó los bombardeos a Hiroshima o Nagasaki. Y así.

Si lo anterior es cierto, si todos los grandes hombres de la historia, como los que
se acaban de citar, han cometido, cohonestado u ordenado crímenes, el tuit del
embajador invita a plantear dos preguntas: la primera, ¿en qué consistiría la miseria
moral o, lo que es lo mismo, la riqueza moral de la que alguien como Kissinger
carecería?; y la segunda, si todos los grandes hombres se han comportado parecido
¿quiere decir eso que todos eran miserables moralmente hablando, caso en el cual no
sería un problema de Kissinger, sino del oficio?
Veámoslos en ese mismo orden.

Desde luego, no es lo mismo la miseria moral que la inmoralidad. De alguien que


es inmoral porque transgrede esto o aquello, no se dice que llega al extremo de ser
miserable. Para calificarlo de esto último se requeriría una inmoralidad en grado sumo,
una reiteración pertinaz en obrar voluntariamente de manera contraria a lo que la moral
ordenaría. Bien, ¿y qué ordenaría la moral al político de Estado en medio de una crisis o
una guerra?, ¿salvarse él o salvar aquello que está bajo su custodia? El florentino diría
que el político de verdad estaría dispuesto a sacrificar su alma para salvar a la
patria, que es más o menos lo que Kissinger habría hecho. En suma, al parecer, la
índole del político es tan distinta a la del común de los mortales que parece injusto
juzgarlo como si en vez de político fuera odontólogo o abogado. Lo que es miseria moral
para este último puede no serlo para el político puesto en una encrucijada o en una
tragedia moral.

Si lo anterior es así, de ahí se sigue que el arquetipo del político (un arquetipo no
es lo mismo que un ideal. El primero es un esquema de la realidad que es; el segundo,
un dibujo de lo que debe ser. Del primero se ocupó Maquiavelo; del segundo, Quevedo o
el Padre Rivadeneira) supone una cierta sombra moral porque nadie que esté a cargo del
Estado, y menos si participa del estado de naturaleza en que se convierte la relación
entre los Estados, puede, llegada la oportunidad desgraciada, eximirse de la decisión
trágica, de manera que no cabe sino concluir que el gran político poseería lo que el
embajador llama miseria moral. Porque supuesto que Kissinger haya sido el arquetipo del
político real, brillante pero miserable, la pregunta que cabe plantear y que formula
Raymond Aron es la siguiente: y puesto en el lugar de Kissinger y creyendo lo que él
creía, ¿qué habría hecho un político ideal?

Kissinger no es —sobre eso no hay duda— el ideal del político, y en eso el


embajador tiene toda la razón. Pero fue un arquetipo del político o de la mayoría de los
políticos que se desenvuelven en el tablero inmisericorde y trágico en que a veces se
convierte la política internacional. Si no, hay que mirar a Netanyahu y, acto seguido,
responder con honestidad la pregunta ¿qué haría yo en su mismo lugar?

La respuesta quizá exige aceptar lo que Kissinger en su último libro llama


“verdades difíciles”. (El Mercurio)

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4. LET’S FACE IT
5 diciembre, 2023
Las dos opciones concurrentes en el próximo plebiscito hacen esfuerzos
denodados para ganarse a una ciudadanía indiferente e irritada, a la que hastía un
debate que no entiende y que le suena estéril. Para ambas corrientes, la situación es
incómoda. Como en un juego de máscaras, las dos han tenido que adoptar posturas que
jamás habrían imaginado. Las derechas unidas votarán a favor de suplantar la
Constitución vigente, la misma que defendieron con dientes y uñas y en defensa de la
cual muchos acusaron al presidente Piñera de traidor. Las izquierdas nuevamente
reunidas, por su lado, votarán para ratificar la Constitución “tramposa” que algunos tanto
bregaron por suplantar, pues sería preferible a la emanada de un Consejo dominado por
la derecha.

Nada de eso lo pueden decir abiertamente, pues sería perder cara ante sus
electores. De ahí el gigantesco desafío de las franjas de propaganda electoral: ¿Cómo
despertar adhesión en un electorado escéptico que no comprende cuál es la encrucijada,
ni por qué elegir entre opciones por las que ni sus promotores se cortarían las venas?
Sus estrategas y creativos seguramente se plantearon lo obvio: tenemos que constituir
un dilema que posea dramatismo, que parezca de vida o muerte, e identificar un
adversario tenebroso, pero que el ciudadano común —cual moderno David— puede
derrotar con el arma de su voto.

La tarea parecía más fácil para el En contra. Repudiar es, por sí mismo, un acto
de dignidad y heroísmo; algo así como una vitamina para el ego. Cuando se miran las
franjas, sin embargo, es la opción A favor la que mejor lo ha hecho en este plano. Su
narrativa se organiza sobre el dilema siguiente: o continuar con la violencia, el crimen, la
corrupción, la inmigración y la impericia gubernamental nacidas con el “estallido”, o
volver al Chile pre octubre de 2019 (el del “oasis”), poniendo un candado a los cambios
promovidos o tolerados por quienes se sintieron identificados o interpelados por esa
irrupción. Bajo este encuadre no tiene sentido referirse a las bondades de la oferta: lo
importante es denunciar la amenaza que entraña la opción contraria. Es el mismo
camino que siguió el Sí en 1988: presentarse como la barrera ante el temor que producía
el retorno a la UP, no como la continuidad de Pinochet. Ahora es lo mismo, pero mejor
hecho.

Para el En contra las cosas se han vuelto cuesta arriba. Sus partidarios no
pueden llamar a un voto de protesta, que es lo propio de un rechazo. ¿Protesta contra
qué? Aunque no sean su responsabilidad, están en el Gobierno y la población les endosa
sus problemas. Aunque les disguste el orden constitucional actual, ahora deben
respaldarlo como mal menor. En caso de triunfar, por ende, no será un avance de la
agenda de las izquierdas: será apenas mantener el derecho a sobrevivir. Solo les queda
denunciar el proyecto como “malo” y como un “retroceso”, lo cual no es fácil explicar
porque son sutilezas que son invisibles a los ojos de los legos, y diamantes en manos de
tinterillos inescrupulosos.

Nadie sabe qué opción va a triunfar, pero ya hay un resultado inamovible: la


aspiración de enterrar el tipo de orden capitalista que prevalece en Chile desde hace casi
40 años mediante una nueva Constitución, queda fuera del radar por, al menos, una
generación. Es más: si gana el A favor sus rasgos liberal-contractualistas se verán
radicalizados, con más límites a lo público y más espacios para lo privado; esto,
sazonado con un aire moralista conservador. Esta consolidación ya no se puede imputar
a la dictadura o a la inercia de los “30 años”: es una decisión democrática adoptada tras
un largo proceso deliberativo.

“Let’s face it” exclaman los anglohablantes cuando llega el momento de ser
realistas, de aceptar un hecho aunque sea incómodo y de enfrentarlo con espíritu
positivo. La Convención, paradójicamente, legitimó el orden democrático-
capitalista chileno, y ahora solo queda por decidir si este seguirá abierto —como
hasta ahora— a dosis homeopáticas de valores socialdemócratas o si cualquier
resquicio quedará cerrado por la Constitución. Poco importan las franjas o las
declaraciones: esto es lo que está en juego el 17-D. “Let’s face it”. (El Mercurio)

Eugenio Tironi

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5. EL PLEBISCITO Y LA ENCRUCIJADA DE LAS IDEOLOGÍAS

13 diciembre, 2023
Ideológicamente hablando, el plebiscito del próximo domingo no representa una
salida para la crisis de visiones, ideas, ideologías e imaginarios que la sociedad
chilena arrastra desde el fin de la hegemonía de la Concertación, al terminar el primer
gobierno Bachelet.

Se trata de la crisis en una esfera crucial de la sociedad; aquella en que nos


constituimos como una comunidad imaginada, una nación. Y donde circulan los
cuerpos de ideas, o ideologías, que constituyen a los actores políticos y les otorgan una
identidad en las disputas por el apoyo del electorado.

Allí se constituyen también los discursos y los relatos que buscan orientar
a la opinión pública, sean de gobierno u oposición, de partidos y movimientos sociales,
de corrientes culturales y grupos religiosos, de intelectuales y expertos, de editorialistas
y columnistas. En breve, las múltiples y discordantes voces que pugnan por explicar los
sucesos del día, proyectar horizontes de posibilidad e interpelar a la gente para que
adopte una posición y la manifieste en la plaza pública (conversación cívica, redes
sociales, testimonio, actuación militante, ejercicio de derechos, defensa de causas,
protagonismo comunitario, etc.).

En el trasfondo de esta esfera vital de las sociedades se halla un entramado de


medios de comunicación, fuentes de información, asociaciones y organismos locales,
instituciones escolares y académicas, archivos y registros físicos y virtuales, museos,
iglesias, relatos familiares, tradiciones, usos y costumbres, estamentos, ritos de honor y
de mérito. Es un plano, por tanto, inseparable de la política; si se quiere, allí donde esta
empalma con la cultura.

Nunca mejor que en momentos de conmoción de esta esfera -cuando los


lenguajes, las ideas, los valores y los intereses de las personas y grupos están (o se
perciben) en juego, como actualmente ocurre en Chile- puede percibirse el
funcionamiento de dicho entramado, sus tensiones internas e impacto sobre las
demás esferas y ámbitos de la sociedad.

De hecho, el proceso político de los últimos 4 años, desde el estallido social de


octubre de 2019 hasta ahora, o bien, en perspectiva más larga, desde el primer gobierno
Piñera hasta el gobierno Boric, transcurre esencialmente en dicha esfera ideacional de la
sociedad. Y expresa su crisis.

Particularmente, el llamado «momento constitucional» ha consistido casi en su


totalidad en una lucha de ideas e ideales, de ideologías y su desmontamiento, de
creación -a través de las palabras- de variadas promesas de futuro, de
escrituración de una Carta Fundamental. Definición de principios y derechos,
generación de espacios de posibilidad y de cierre de otros, establecimiento de jerarquías,
de un Estado y su «sala de máquinas», de movilización de ideas atadas a proyectos de
poder, o a tradiciones de clase social, o al lenguaje experto de profesionales (de la
economía y el derecho, la salud y la educación, la sociología y la seguridad ciudadana, la
ecología y la moral, las relaciones internacionales y la geopolítica).

Miradas las cosas con cierta distancia y sólo desde este ángulo, lo que se
despliega ante nuestra vista es un intenso, grandioso (aunque no lo parezca) y a la vez
efímero ejercicio de construcción de conceptos, reglas, valores, derechos e intereses; las
bases, por tanto, de una polis civilizada a la altura del siglo XXI.

Por cierto, no es una empresa pacífica, de mera empatía y motivos puros,


de la razón desinteresada y verdades reveladas. ¡Todo lo contrario! Lo que mueve
a esta esfera en que buscamos establecer un pacto de convivencia duradera -pero qué
significa eso ahora, ¿diez, veinte, quizás treinta años hasta llegar a la mitad del presente
siglo?- son resentimientos y pasiones, visiones de mundo contrapuestas, éticas e
identidades que compiten entre sí, ideologías de signo contrario. En suma, una apenas
velada «guerra cultural», convicciones excluyentes, creencias encontradas, poderes que
tributan a dioses y a clases sociales que se hallan enfrentados en una red de
antagonismos.

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Nunca fue más claro todo esto que con ocasión de la primera fase del proceso
constituyente, desde el 15-N de 2019 hasta el 4-S de 2022. Ese trienio extendió ante la
mirada sorprendida de las y los chilenos un enorme fresco de nuestra crisis en la esfera
simbólica-ideológica, que quedó inicialmente retratada en los muros de nuestras
ciudades.
Allí, todo el orden simbólico explotó por los aires, consumido por el fuego
de la revuelta violenta y la eclosión anárquica de un imaginario destituyente y
derogatorio.
El proceso constituyente nacido de ese volcán de deseos e ideas, una verdadera
revuelta contra el sistema en su memoria, presente y proyecciones futuras fue,
efectivamente, un intento por refundar (repensar, rediseñar y reescribir) una comunidad
imaginada como utopía.

En este caso, se postuló, libre del lastre del colonialismo, de una dominación
secular de clase, de las explotaciones y destrucciones del industrialismo extractivo, de la
moderna razón burguesa, del especismo, de la dictadura del capital, las desigualdades
del capitalismo y las violencias físicas y simbólicas, domésticas y públicas, ejercidas
sobre las mujeres.

El texto resultante de aquel proceso, que intentó superar la crisis de la esfera


ideacional borrando la historia para empezar de nuevo en nombre de un pueblo
imaginado, deseado -desde una página en blanco- fue rechazado rotundamente.

Más interesante todavía fue que dicho rechazo fue gradualmente compartido por
todas las principales fuerzas políticas y los principales articuladores de la opinión pública,
con excepción del núcleo más recalcitrante de las izquierdas y de los destituyentes-
profetas de cátedra. Pasó a ser considerado una insensatez, un absurdo, incluso por
varios de de sus autores.

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Enterrada esta propuesta refundacional que pretendió, a través de una
verdadera «ruptura democrática» impuesta en las calles, pero canalizada
institucionalmente por vía de una nueva Constitución, se abrió de inmediato una
segunda fase constituyente. Sólo que ahora en un ambiente de restauración
generalizada del orden amenazado por la fracasada revuelta previa.

De un ascenso de las fuerzas del pueblo -izquierda radicalizada, listas del pueblo,
programa maximalista del gobierno de Boric, infantilismo revolucionario, utopismo
extremo- pasamos a un profundo reflujo en que el rechazo del 4-S se fundió con la
derrota del gobierno de Boric y su programa, la disolución de las listas del pueblo, el
fenómeno social postraumático de la pandemia, el estancamiento económico y el auge
del crimen organizado con sus deletéreos efectos en la intimidad de los hogares, las
comunidades locales, la agenda pública, las pantallas de TV, las redes sociales y la
opinión popular.

Se instaló así un nuevo clima en la esfera de las imágenes e ideas políticas, del
sentimiento público, de la confrontación de ideologías y del medio ambiente que respira
la población. La demanda por orden, seguridad y disciplina creció fuertemente después
del 4-S de 2022, a la par con el rechazo hacia «los políticos», la inefectividad de sus
actuaciones, la corrupción de las fundaciones, el descontrol de la violencia y las querellas
entre y dentro de las élites.

Se difundió la idea de un Estado de malestar (contra toda la retórica del Estado


de Bienestar), de un país paralizado, desbordado por la inmigración y amenazado por las
mafias, la inflación de las expectativas y el miedo al cambio y el futuro.

En ese marco se desplegó la segunda fase del proceso constituyente, incluyendo


el esfuerzo por ponerle bordes, dotarlo de un componente experto y someterlo al juicio
de un órgano electo controlado por la representación del «nuevo pueblo» emergido del
rechazo del 4-S, mayoritariamente de derechas o alienado de la política, que da lugar a
una ola restauradora, a demandas de orden y a la necesidad de contrarrestar los
fantasmas del octubrismo.

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El texto de Carta Fundamental surgido en estas circunstancias refleja tanto las
condiciones políticas de su producción como la voluntad hegemónica de las derechas
presididas por su extremo Republicano. Voluntad de imponer una Constitución de la
seguridad, ethos conservador, libertad de mercados y una democracia protegida
frente a los riesgos de sus propios excesos y el desborde de las demandas y las
fantasías populares.

Se propone entonces al país, que deberá pronunciarse el próximo domingo, una


nueva articulación de su plano simbólico y una nueva comunidad imaginada, consistente
en un orden estructurado -desde la familia hasta el Estado- en torno a los tópicos del
orden y las jerarquías ‘naturales’, deberes como contracara de derechos, realismo fiscal,
apuesta neoliberal por los mercados como motor exclusivo del crecimiento, la idea de
desigualdades dinámicas, cuerpos intermedios, adhesión a las tradiciones y una
subsidiaridad de lo público en razón de la primacía de los intereses y las elecciones
privadas.

Estamos frente a una apuesta tan radical como la del octubrismo en la


Convención Constitucional, aunque expresada de manera no-rupturista. Al
contrario, buscando mantener las formas con el fin de preservar la continuidad con la
Constitución de 1980 -pre-firma de Lagos- en cuanto a su inspiración guzmaniana.

Dicho en otros términos, tras la disolución de la esfera simbólico-política plasmada


por la Concertación -la que no pudo renovarse a sí misma para adaptarse a la
modernización del país impulsada por ella- ingresamos a un período de sucesivos
fracasos en el intento de recomponerla.

Las derechas, en su faz piñerista, intentaron en dos oportunidades una


reorganización gerencial de esta esfera, sin resultados aparentes. Fueron criticadas,
incluso desde su interior, por la insistencia en ‘empresarializar’ la gobernabilidad de la
nación, con un consiguiente debilitamiento de la política y la ausencia crónica de
un relato. Ambos elementos quedaron al desnudo, finalmente, con el estallido social y
las grandes protestas de masas de octubre de 2019.

A su vez, la Concertación intentó, ya en plena decadencia, crear una nueva


ilusión con Bachelet 2. Buscó tender un puente entre la crítica a las dos décadas
conceracionistas y un proyecto de cambio de paradigma que debía servir de base para
una nueva gobernabilidad progresista. Ofreció un modelo socialdemócrata (nórdico) de lo
público, con centro de gravedad en una alianza de izquierdas, esperando con ello
desencadenar un ciclo de grandes «reformas estructurales». Aunque con algunos
elementos interesantes de renovación ideológica y discursiva, este experimento tuvo sin
embargo un pronto final, en medio de la confusión de las políticas públicas, el
desorden comunicacional y la debilidad de los diseños técnico-políticos de las
reformas.

La coyuntura del estallido social y de las protestas abrió momentáneamente una


ventana de oportunidad para las izquierdas radicales. Encabezadas por el FA y el PC,
encontraron -o, más bien, creyeron encontrar- las condiciones objetivas de fuerza y
subjetivas de conciencia colectiva necesarias para emprender una radical
transformación de los parámetros constitucionales de la nación. Esto, junto con
la elección del gobierno Boric y de la propuesta constitucional emanada de la
Convención, los llevó a pensar que era posible un tránsito rápido -quiebre democrático-
hacia la refundación de las bases institucionales de la República.

Fracasado también este intento con el masivo rechazo de la propuesta


refundacional, y tras un pronunciado cambio de marea en el clima político de ideas,
sentimientos, emociones e ideologías, las derechas -que algunos creyeron estuvo a
punto de desaparecer del mapa político el 18-O- regresan al centro de la escena
política intentando ahora una contraofensiva ideológica conservadora de restauración
del orden y la seguridad.

La cuestión de la crisis de la comunidad imaginada en que anhelamos


convertirnos para lo que resta de la primera mitad del siglo XXI permanecerá
abierta, cualquiera sea el resultado del domingo próximo (17-D).

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Sin duda, el perfil ideológico de triunfadores y perdedores -sea que se imponga
el A Favor, opción que no cabe descartar, o que gane el En Contra, según anticipaban las
encuestas hasta hace poco- saldrá fortalecido uno y debilitado el otro. Esto determinará
quién conducirá la siguiente etapa en la lucha por solucionar dicha crisis.

Tal vez este vaya a ser el principal efecto tras darse a conocer el resultado del
plebiscito. Dejar establecido cuál será el marco de reglas, la Carta Fundamental, que en
adelante regirá la confrontación y las negociaciones en torno a las ideas, ideologías,
significados y comprensiones que orientarán el desarrollo del país durante las próximas
décadas. Para eso servirán -cada una con sus propios problemas- tanto la Constitución
de Lagos que hoy nos rige, como la nueva atribuida con razón a Kast y Republicanos.

Por el contrario, este domingo no habrá un desenlace ni un punto final. La


piadosa frase de que “aquí se cierra definitivamente el proceso” no pasa de ser
un juego de palabras. Sirve sólo para tranquilizar a la población y ocultar el hecho de
que nuestras élites políticas no han sido capaces de construir una visión común
que permita fundar una gobernabilidad relativamente estable y eficaz en
beneficio del país.

De cualquier forma, el triunfo de una u otra opción traería consecuencias


inmediatas para las fuerzas victoriosas y derrotadas.

En el caso del A Favor, se consolidaría la ola conservadora con un triunfo de


Republicanos que sería considerado histórico. El gobierno vería incrementado su
aislamiento ideológico y se vería forzado a adoptar una agenda mínima con tópicos de
seguridad, crecimiento y salud, dentro de los límites fijados por una oposición
empoderada.

A su vez, en caso de salir victorioso el En Contra, el escenario se mantendría en


un relativo status quo, con una Constitución algo más legitimada, a pesar de no haber
recibido respaldo directo alguno. El gobierno y la oposición estarían compelidos a
rendirle obediencia cívica, con más o menos incomodidad. Las relaciones entre las
fuerzas principales de ambos lados continuarían en la balanza, proyectándose hacia las
elecciones en regiones y comunas del año próximo.

En efecto, seguimos en un período de polarización, donde las fuerzas


adversarias principales imaginan que pueden imponer a la sociedad un modelo
que refleje únicamente su propia concepción de mundo, sus valores e ideas, su
ideología y temores.

En esto llevamos ya más de una década, mientras el país permanece detenido por
falta de conducción.
(El Líbero)
José Joaquín Brunner

6. NUDOS CRÍTICOS EN DIFERENCIAS SALARIALES-HARALD BEYER


20 marzo, 2024
No ayuda a la discusión sobre los salarios y, en general, sobre el comportamiento
del trabajo, si se pone el foco en la disposición de los empleadores a pagar más o menos.
Los desafíos están en otros ámbitos. Además, olvida los enormes cambios que han
estado ocurriendo en el país.

El coeficiente Gini de los ingresos del trabajo (mientras más pequeño más
igualitarios son estos) descendió de 0,541 en 1992 a 0,451 en 2022 (encuestas
Casen). Si se considera a los asalariados la reducción es de 0,46 a 0,407. Son cambios
sustanciales que han estado a la base de las reducciones de la desigualdad en Chile.

Si se toma la Encuesta Suplementaria de Ingresos, que realiza anualmente el INE,


articulada con la Encuesta Nacional de Empleo del trimestre móvil octubre-diciembre, la
misma tendencia está presente. En esta el Gini de los ingresos del trabajo para 2010 se
situaba en 0,515 descendiendo a 0,444 en 2022. Por cierto, son números aún altos y,
por tanto, no pueden dejar satisfecho al país.

Revisar las instituciones laborales del país puede ser un camino para seguir
progresando, pero en general estas comprimen la parte inferior de la distribución de los

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ingresos del trabajo. Las elevadas desigualdades aún observadas se explican, en
cambio, por las grandes brechas que persisten en la parte superior de aquella. Además,
las oportunidades de empleo para los menos calificados están al debe. En la última
década, la tasa de empleo de la mujer de 25 a 59 años poco calificada se redujo
en 2,5 puntos porcentuales. Para los hombres de este grupo la caída fue de 6,8
puntos porcentuales.

Hay que poner énfasis, entonces, en otros factores. Es interesante, por ejemplo,
que el tamaño de la empresa influye significativamente en el monto de las
remuneraciones. Así, para las personas con educación media completa sus
salarios netos son un 36 por ciento más altos si trabajan en una empresa de
más de 200 trabajadores que en una de menos de 10 trabajadores. Si la empresa
tiene más de 50 trabajadores y menos de 200, la diferencia es de solo 13 por ciento,
pero aún existe.

El sentido de las brechas se mantiene para todos los grupos de edad, también es
cierto para otros niveles educacionales. Para los profesionales es incluso más alta: 64 y
24 por ciento, respectivamente. Estas tabulaciones, provenientes de la Encuesta Casen
2022, no deberían sorprender demasiado. En 2017, la publicación “DESIGUALES”
mostró grandes distancias en las remuneraciones de cargos similares para empresas con
distintos niveles de productividad (capítulo 7, tabla 9).

Por ejemplo, los directivos y ejecutivos de las empresas que estaban en el


quintil más alto de productividad tenían remuneraciones que eran casi 2,9 veces
superiores a los cargos equivalentes en empresas del quintil de menor
productividad. Proporciones parecidas existían para otros grupos de trabajadores.
Estas, más allá de que pueden estar afectadas por otros factores, son demasiado
relevantes como para ignorarlas en una discusión sobre los diferenciales salariales en
Chile. Y, claro, dejan entrever que el problema no son los salarios que deciden o no
pagar las empresas grandes.

Esta realidad está asociada íntimamente con otra. La proporción de personas


con estudios superiores en la fuerza de trabajo pasó de un 20,5 por ciento en
1992 a un 46,7 por ciento en 2022 (cifras de Casen). Aun así, el premio a la
educación superior sigue siendo muy elevado. En este último año una persona con
educación superior completa ganaba, en promedio, 2,7 veces más que una persona con
educación secundaria. En términos relativos es del orden de un 80 por ciento más que
en los países desarrollados de la OCDE. Antes esta realidad era más marcada. En 1992
esta razón era 3,4 veces.

De hecho, una parte importante de la disminución en la desigualdad de los


ingresos del trabajo tiene que ver con este cambio. Que el premio siga siendo tan
elevado dice mucho de la calidad de nuestra educación escolar y de la incapacidad de
brindarles un reentrenamiento valioso a personas que no cursaron estudios superiores.

Al mismo tiempo, las diferencias asociadas a la productividad o tamaño de las


empresas sugieren una incapacidad de asegurar que su incremento se extienda a más
sectores y empresas. Este no es un asunto trivial. Terminar con las
heterogeneidades productivas es imposible. Ellas se originan en procesos de
innovación disruptiva o ganancias de eficiencia que no solo son dispersos, sino que
también específicos y, a veces, inesperados. De ahí que sean imposibles de replicar
centralizadamente.

Con todo, cabe la pregunta de si las brechas de productividad que observamos y


el efecto que tienen en remuneraciones pueden abordarse al menos parcialmente.

Hemos descrito dos dimensiones que tienen un enorme peso en las desigualdades
salariales y la atención que se les brinda nos parece demasiado escasa. (El Mercurio)

Harald Beyer
Universidad Adolfo Ibáñez

7. ¿ES VIABLE UNA ALTERNATIVA DE CENTRO EN CHILE?

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21 marzo, 2024
No es pacífica en la literatura la cuestión de si existe, o no, tal cosa como
partidos “de centro”, o tendencias de centro.

Así, por ejemplo, Maurice Duverger, en su teoría “dualista” sobre


sistemas de partidos, sostiene que hay solo dos tendencias; puede haber
partidos de centro, pero no tendencias de centro; el centro sería una colección
de fragmentos, algo residual, una suma de exclusiones.

De una manera similar, Giovanni Sartori subestima el rol de los partidos


de centro; lo que hay, dice, son configuraciones coalicionales bipolares, dos
grandes bloques, ya sea al interior de un sistema de partidos moderado (fuerza
centrípeta) o polarizado (fuerza centrífuga), pero subestima el rol del centro.

Fue Tim Scully, en su magnífico libro Rethinking the Center (party


politics in nineteenth and twentieth century Chile, Stanford University
Press, 1992), quien argumentó de manera decisiva sobre la importancia de los
partidos de centro en la historia de Chile.

A partir de ciertas coyunturas críticas, y de ciertas fisuras (cleavages),


como la cuestión clerical-anticlerical (década de 1850), la cuestión social
(décadas de 1920 y 1930) y la incorporación del campesinado al sistema
político (década de 1960), en Chile se habría dado un caso paradigmático que
nos habla no solo de la existencia de partidos de centro, sino de su centralidad
en el sistema de partidos en su conjunto.

El Partido Liberal, hasta 1920; el Partido Radical, desde los años 30, y el
Partido Demócrata Cristiano en los años 60, fueron fuerzas de centro nítidamente
definidas, que gravitaron de manera decisiva en el funcionamiento del sistema de
partidos en su conjunto.

Desde los años 90 tuvimos una dinámica coalicional dualista, a partir


del sistema electoral binominal instaurado por Pinochet en las postrimerías de la
dictadura; una coalición más de centroizquierda (Concertación) y otra de
centroderecha (Alianza por Chile).

El rol central del PDC y su alianza con el socialismo democrático (PS, PPD,
PRSD) facilitaron una transición pacífica a la democracia, contribuyendo a una
consolidación democrática acompañada del mayor progreso y bienestar
de la historia de Chile.

Lo cierto es que el sistema electoral binominal nunca alcanzó una


legitimidad suficiente. El informe de la Comisión Boeninger, en el primer
gobierno de Bachelet, y la reforma del sistema electoral, bajo el segundo
gobierno de Bachelet, contribuyeron a eliminar el sistema binominal, avanzando
hacia un sistema de representación proporcional moderado o corregido desde el
punto de vista del tamaño de los distritos (de tres a ocho diputados) y
circunscripciones (de dos a cinco senadores). No obstante, la subsistencia de
pactos electorales, y la facilidad para formar partidos, nos condujeron a una
realidad de fragmentación partidaria (20 partidos con representación
parlamentaria), lo que conspira contra la gobernabilidad democrática.

La solución es muy simple: fin de los pactos electorales (los partidos


grandes subsidian a los chicos, y vamos creando partidos). Fue lo que hizo Chile
en las décadas del 60 y comienzos del 70. La prohibición de pactos electorales
establecida entre 1958 y 1962 significó pasar de 19 partidos con representación
parlamentaria en 1953, y 13 partidos en 1957, a seis o siete partidos a fines de
los años 60 y comienzos de los años 70.

¿Es viable una alternativa de centro en el Chile de hoy?

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La tendencia está a la vista: por la fuerza de los hechos y las dinámicas
político-electorales, lo más probable es que la DC logre algún tipo de acuerdo
electoral con el PC y el Frente Amplio, y que Amarillos y Demócratas logren algún
tipo de acuerdo con Chile Vamos y el Partido Republicano.

Es el camino a la polarización y la fragmentación partidaria.

Pero la demanda política existe: en general, las encuestas muestran que,


llamados a identificarse en el espectro izquierda-derecha, en que 0 es la
izquierda y 10 es la derecha, cerca de un 40% de la gente (opinión pública,
electorado) se ubica en 4, 5 o 6; es decir, más o menos en el centro.

Lo que falta es el ajuste por el lado de la oferta política. Si queremos


evitar la fragmentación partidaria y la polarización, tendiendo a una
simplificación de la oferta partidaria, junto con los incentivos adecuados, como la
prohibición de pactos electorales (lo que significa que cada partido se mide como
tal), se hace necesario constituir una fuerza política que vaya desde la
centroizquierda a la centroderecha; digamos, desde el “laguismo”
(socialdemocracia) a Evópoli; una fuerza política —llamémosla de “centro”— que
englobe a la socialdemocracia, el socialcristianismo, y el social liberalismo (la
tesis la desarrollamos en profundidad en el libro que hemos escrito con Ernesto
Ottone, “Cambio sin ruptura” (una conversación sobre el reformismo),
Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2022.

¿Difícil? Puede ser, pero no imposible. (El Mercurio)

Ignacio Walker

EL OTRO, EL MISMO
21 marzo, 2024
Releyendo a Borges, me impacta el entusiasmo que le despierta la idea de
que todos los seres humanos, pasados, presentes o futuros, somos
esencialmente el mismo; o como reza el título de uno de sus libros de poesía, “el
otro, el mismo”.

La idea se origina en filósofos griegos y religiones orientales, pero Borges


la envuelve en una poesía muy particular, y la ilustra en escenas conmovedoras
en que personajes opuestos de repente se reconocen como en un espejo. Un
héroe se reconoce en un traidor, un letrado en un bárbaro, un asesino en su
víctima. Borges llega incluso a insinuar que asesinar es suicidarse, porque es
destruir atributos que yo también tengo. En “Los Hermanos Karamazov”, de
Dostoevsky, el Padre Zocima recoge la misma idea para proponer que no hay
pecado imperdonable, porque todos lo podríamos cometer. A Zocima lo antecede
Jesucristo, cuando sugiere que el que esté sin pecado tire la primera piedra.

¿Habrá luces en todo esto para entender lo que ha ido ocurriendo en


Chile? ¿Somos todos esencialmente los mismos, con la misma multiplicidad de
atributos? Si lo somos, ¿por qué peleamos tanto? ¿No sería más lógica la
empatía? ¿O es que queremos destruir los atributos propios que más
aborrecemos cuando los vemos en otros? Como si atacar a otro fuera una forma
de expurgarse.

¡Cómo vacilamos en cuanto a cuáles atributos lucir! Hace poco estábamos


en pleno estallido. Las turbas saqueaban, incendiaban o afeaban, como si la
belleza fuera una afrenta. Algunos tal vez lo hacían con propósitos que creían
nobles: para que de los escombros brotara la bondad y la justicia. Pero muchos
lo hacían porque “hay un misterioso placer en la destrucción” (la frase la emite el
narrador del “Congreso” de Borges antes de dar inicio a una brutal quema de

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libros). Más notable aun fue aquella gente pacífica que elogiaba el estallido.
¿Porque también creía en la destrucción necesaria? ¿Porque albergaba a algún
vándalo interno, aquel que quizás alberguemos todos? ¿Por el sometimiento al
que nos lleva el terror?

¿Cómo se conjuga ese terror con el Chile civilizado que hemos estado
observando? El de los funerales de Sebastián Piñera, por ejemplo. Las
ceremonias le gustaban a la gente. ¿Por qué? ¿Por esa coreografía republicana
predeterminada, heredada de generaciones anteriores, que nos une a ellas y que
por tanto nos une entre nosotros? ¡En ese caso qué distinto al estallido en que
todo lo antiguo era denostado! Y todo para honrar a un presidente que llegó a
tener una tasa de aprobación de solo un dígito, aunque la encuesta CEP de
noviembre lo mostrara como el segundo político chileno mejor evaluado. De
presidente vilipendiado a ese grado de aprobación: ¿qué mejor prueba de la
multiplicidad de personas que habitan en cada uno de nosotros? Porque es dable
suponer que muchos que lamentaban la muerte de Sebastián Piñera aprobaron el
estallido.

Lo mismo con los que en la Quinta Vergara ovacionaban a Andrea Bocelli,


rendidos ante la belleza de su música. ¿Cuántos de ellos estaban, antes, afeando
calles? O los que hace dos semanas aplaudían con pasión a la magnífica soprano
chilena Yaritza Véliz en el Teatro Municipal cuando, inaugurando la nueva
temporada, cantó las cuatro últimas canciones de Strauss, acompañada de la
Filarmónica, que está tocando mejor que nunca. Allí en el palco presidencial
estaba la alcaldesa, que con su partido promovió y apoyó el estallido, época en
que el Municipal estaba rayado con consignas. Recuerdo una que decía “asesina
a tu amo”. Genial que el corazón de la alcaldesa vibre ahora con la belleza y
que el Municipal esté recuperado.1

Pero estas gratas instancias no significan que el octubrismo esté superado.


Si cada chileno es esencialmente todos los chilenos, de alguna manera conviven
en nuestras almas pulsiones diversas. Lo grato ha sido ver que las casi olvidadas
pulsiones positivas todavía existen. Mientras existan hay esperanza. (El
Mercurio)

David Gallagher

1
Conviene recordar que contemplar y admirar el arte o su creación, no implica humanidad o
bondad. Así como tampoco, no tener sensibilidad por el arte y sus manifestaciones implica maldad
o crueldad. Por lo pronto viene al caso recordar que Stalin siempre fue un consagrado amante de
la música clásica, la poesía, el teatro y el cine. O que Hitler prácticamente lloraba escuchando a
Wagner.

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