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Los Modelos Epistemológicos en las Ciencias Humanas

Por Georges Gusdorf

Tomado de la revista
Psychologie, tomo XLIII,
No. 397 de 19901

Prolegómenos

La palabra “antropología” designa el conocimiento del hombre por el


hombre. Si se considera que el hombre es a la vez el punto de partida y el
punto de llegada de todo conocimiento, la antropología en el sentido más
amplio, designaría el horizonte común o la recapitulación de todos los
saberes.

Siendo la realidad en este mundo una realidad humana, realidad a escala


humana, podría llamarse antropología, en un sentido más restringido, el
reagrupamiento de todas las informaciones que conciernen exclusivamente
al ser vivo humano, por oposición a aquellas que conciernen al mundo
(cosmología) y a aquellas que conciernen a Dios (teología).

En este segundo sentido, el ser humano puede ser abordado por la vía de
la reflexión, en virtud del privilegio de acceso directo de la conciencia
pensante a la conciencia pensada. Nos esforzaremos de hacer un “tour du
monde” personal, caminando de idea en idea sin romper jamás el hilo de
la meditación, con el sentimiento de una plena autonomía con respecto a
los eventos exteriores.

Pero el hombre puede ser también objeto de aproximaciones extrínsecas


que lo tratan como objeto entre objetos, según los procedimientos en uso
del saber del mundo material. Las ciencias humanas han conocido un
desarrollo rápido en los tiempos modernos; han ampliado
considerablemente nuestro conocimiento del cuerpo y su funcionamiento,
su anatomía, psicología, biología, patología, pero también el conocimiento
de la conciencia y los comportamientos individuales, además de aquellos
de los grupos sociales en la diversidad de los espacios y los tiempos.

Un saber enorme del hombre sobre el hombre se ha fragmentado poco a


poco en un saber desafortunadamente anárquico, pues las disciplinas a
medida que en su desarrollo se alejan cada vez más de sus orígenes, el ser
vivo humano en su estado actual, no solamente le dan la espalda sino que
se dispersan cada vez más y se fragmentan; explotan como un obús cuyos

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Traducido por Rodrigo Muñoz G., profesor de la Escuela de Administración de la Universidad EAFIT
fragmentos se atomizan olvidándose de la figura humana de la que ellas se
enorgullecían en un principio de derivar su configuración.

No obstante que las ciencias humanas procedan tan activamente a la


disolución de la figura humana, la antropología reflexiva prosigue su
camino sin dejarse molestar por los eventos exteriores. Bajo el nombre de
antropología filosófica, ella retoma sin abandonar la empresa de Descartes,
Husserl y muchos otros, pienso, luego existo y prosigo el inventario de mis
ideas, doy la vuelta como propietario de mi espacio interior, contra vientos,
mareas y tempestades de la epistemología. Los siglos pasan y las
tentativas de la antropología filosófica se repiten; ellas exponen sin cesar
los mismos ajustes conceptuales, castillos de naipes intelectuales para el
placer de los iniciados.

Habrá entonces, independiente una de la otra, una antropología llamada


científica, montón incoherente de saberes, ciencias sin hombre y una
antropología llamada filosófica caracterizada por su soberbia indiferencia
con relación al mundo real, material, histórico, machaqueo incesante de
conceptos descarnados. El lector no prevenido no puede evitar ver allí más
que malabares verbales.

Así, el problema fundamental de la antropología se encuentra


definitivamente rodeado por unos y otros. No se trata de construir edificios
conceptuales que no convencen a nadie. No se trata tampoco de dejarse
llevar por el vértigo epistemológico y, bajo el pretexto del conocimiento
exacto de perderse en una huida en la abstracción que busca acercarse
indefinidamente a un límite de perfección exacta y rigurosa sabiendo que, a
la manera de las matemáticas y según Bertrand Russell, no saben de qué
hablan, ni si lo que dicen es verdadero.

Una antropología digna de ese nombre no pude presentarse como un


discurso unidimensional, hilera lógica de conceptos y datos de cualquier
naturaleza. La antropología, ciencia de las ciencias humanas no puede ser
más que una ciencia de síntesis, una síntesis de ciencias. Es absurdo
escoger una perspectiva de inteligibilidad y promulgar que ella sola
constituye la autoridad excluyendo a todas las demás.

El conocimiento del ser humano y su corporalidad no pueden excluir el


saber del organismo vivo y sus orígenes paleontológicos; debe integrar la
génesis del individuo y de la humanidad, englobar el devenir de las culturas
y las civilizaciones, así como todas las disciplinas conexas que contribuyen
a la investigación de este inmenso campo. No puede despreciar ni la
prehistoria, ni la etnología, ni la medicina, ni la lingüística, ni la
demografía, ni el conjunto de los enfoques históricos del devenir humano.
Si se le mira de más cerca, la universidad en su conjunto se define como el
lugar propio, la sede social de la antropología. En griego, la palabra
“universidad” se dice enkluklios paideia, enciclopedia, tal como está escrito

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sobre el magnífico portal plateresco de la antigua universidad de
Salamanca.

Modelos epistemológicos

Resulta de estos prolegómenos que las ciencias humanas no pueden ser


consideradas una a una, ni una después de la otra como acceso directo a la
antropología. Una ciencia no puede llamarse “humana” más que si ella
presupone la configuración global de la realidad humana en cuanto tal.
Cada disciplina particular puede proponerse una inteligibilidad específica,
un lenguaje propio y una metodología pero no tiene el derecho de
encerrarse sobre sí misma. Debe inscribirse en el horizonte previo de una
vista global del hombre sobre el hombre, entre otras varias disciplinas con
las cuales debe mantener una constante comunicación. Uno de los mayores
errores del positivismo cientifista consiste en imaginar que el monólogo de
un saber particular cualquiera puede englobar y atrapar el fenómeno total
del ser humano en su singularidad.

La primera y segunda antropología aparecen entonces como el hogar de la


divergencia y de la convergencia de todos los enfoques. Esta condición,
imposible de eludir, corresponde a la existencia de un modelo de
humanidad que afianza en una época dada todos los análisis relativos al
campo humano. Todo pensador que pone al hombre bajo cuestionamiento
inscribe su investigación en el seno de un espacio de configuración dotado
de una estructura preestablecida; su trabajo tiende a corregir el capital
acumulado previamente del saber. Ningún estudio ha comenzado de cero;
ningún sabio por genial que haya sido, ha construido su edificio en el vacío.

El modelo astro-biológico

El más antiguo y quizás el más armonioso de los modelos generales del


saber es el paradigma astro-biológico, síntesis reguladora que ha dominado
la tradición de la cultura occidental durante milenios hasta el origen de los
tiempos modernos. Esta visión global rige el conjunto de los fenómenos del
universo a partir de unos pocos principios simples y racionales. La
autoridad divina procede de los astros-dioses; sus trayectorias regulares se
inscriben sobre las esferas concéntricas cuya organización al rededor de la
tierra, localizada en el centro del mundo, constituye un caparazón
protector. La inteligibilidad desciende de los seres divinos en su perfección
soberana hacia las realidades inferiores de la tierra, dominio de lo sensible
y de lo impreciso. Un principio de analogía se ejerce de arriba hacia abajo
bajo la condición restrictiva de una degradación en valor que distingue el
mundo inferior del mundo superior del cual el primero es la proyección.

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Mediando esta restricción, el microcosmos humano es la proyección del
macrocosmos divino.

Festugière resume así esta doctrina del Cosmos: “como las energías
astrales se extienden a la tierra entera y a todos los seres concretos que la
habitan, resulta de ello que las diversas partes del mundo son así
relacionadas por una especie de red de fuerzas, que hace que lo que
suceda aquí abajo es como una proyección de lo que pasa arriba, es decir,
simpatías y antipatías que subsisten entre los astros mismos de tal manera
que el mundo aparece como un gran Todo, maravillosamente UNO cuya
unidad se funda sin embargo, no sobre un principio abstracto, sino sobre
las afinidades reales, aunque misteriosas, y de alguna manera divinas (La
Révélation d’Hermès Trismégiste; TI; L’Astrologie et les sciences occultes,
Gabalda, 1950, p.237) La alquimia y la astrología se han tornado
incomprensibles y sospechosas para la mayoría a partir del momento en
que los hombres de Occidente han perdido el sentido de la cosmo-biología,
que asegura la unidad radical del universo y su inteligibilidad. Pero, a lo
largo de los dos mil años o más que esta doctrina ha jugado el papel de
fundamento inductivo para todo conocimiento, esas disciplinas propusieron
alternativas de interpretación racional del devenir

A partir de la religión astral, el modelo astro-biológico da la prioridad en el


sistema del saber a la astronomía concebida como una astrología. El
principio de esta doctrina está representado en la idea de que todo lo que
existe hasta el límite de las estrellas fijas, constituye un ser vivo unánime
cuyos aspectos proceden de un mismo tipo de interpretación y se
encuentran por consiguiente asociados por un sistema de
correspondencias, de simpatías y de armonías. Una biología universal que
cobija bajo sus ritmos la totalidad de los seres particulares según la
inspiración inmanente de un alma reguladora, factor de orden y de razón.

El determinismo trascendente de los astros engloba en su movimiento los


destinos de los hombres. El orden en el hombre imita al del cielo con las
restricciones impuestas por la pertenencia a los dominios de la generación
y la corrupción. El saber teórico engendra una práctica, pues las influencias
astrales que orientan los fenómenos vitales pueden ser compensados o
corregidos por intervenciones que ponen en juego las influencias
antagónicas de las primeras. De allí una concepción de la realidad humana,
anatomía y psicología, y una práctica médica fundada sobre el arte de los
horóscopos que rige el diagnóstico, el pronóstico y la terapéutica de las
enfermedades. Para un individuo dado la constitución física y moral, las
predisposiciones patológicas del temperamento dependen del estado del
cielo y de las relaciones mutuas entre los planetas en el instante de su
nacimiento.

La medicina astrológica es tributaria de una concepción rigurosa del destino


humano, sistema inteligible cuya autoridad se impone hasta los comienzos

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del siglo XVII, aún entre los más grandes espíritus capaces sin embargo de
la observación objetiva. Kepler y aún Galileo en sus comienzos en la
Universidad de Padua, se sitúan dentro de esta síntesis teórica que había
sido bendecida por Aristóteles, Ptolomeo y los Padres de la Iglesia. Esos
grandes espíritus, a decir verdad, no tenían opción pues la astro-biología
suministraba el más perfecto modelo de inteligibilidad racional.

De igual manera la alquimia, en su teoría y su práctica de funda sobre el


postulado del animismo aplicado a la materia cuyos elementos
tradicionales aire, tierra, agua y fuego, entran en el ciclo general de la
economía universal. La idea de la transmutación de una sustancia en otra
no parecería absurda más que en el contexto de una química inorgánica
que opera sobre realidades muertas. Los fenómenos vitales testifican la
transubstanciación que se lleva a cabo de manera permanente en el
crecimiento de las plantas y la nutrición de los organismos, la interacción
de las materias, su ennoblecimiento es un hecho de experiencia normal.
Siendo todos los fenómenos naturales procesos vitales, la síntesis cosmo-
biológica permite una inteligencia unitaria del devenir en el seno de la cual
la realidad humana se encuentra estrechamente asociada a los procesos
cósmicos. Ciencia secreta, la alquimia no se limita a la búsqueda del oro
pues a través de los procedimientos simbólicos se realiza paralelamente la
edificación del ser humano por las vías de la refinación y purificación.

La síntesis astro-biológica y las disciplinas conexas, la astrología y la


alquimia, no son hoy más que curiosidades retrospectivas expuestas en el
museo de los errores de la historia de las ciencias. Aquellos que entre
nuestros contemporáneos las reivindican todavía, se ponen fuera de los
cánones del conocimiento. Es preciso sin embargo reconocer que la cosmo-
biología ha asegurado la unidad mental de Occidente durante la mayor
parte de su historia suministrando a los grandes espíritus a lo largo de los
siglos una visión armoniosa del mundo, a la vez racional y global de cuyo
genio, aún hoy, hacemos honor.

Revolución galileana: el modelo mecanicista

Pero el momento llegó en el que el sistema de pensamiento establecido,


contradicho por nuevos hechos cada vez más urgentes, no consigue
integrarlos a su visión del mundo, ya sea rechazándolos o simplemente
negando la evidencia, así sea pagando el precio de hacer algunas
correcciones leves de su manera de pensar. Entre tanto, las certezas se
inclinan y las nuevas evidencias presionan a las antiguas al precio de una
revisión desgarrante del orden mental establecido.

Esta peripecia se produce en Occidente a principios del siglo XVII con la


aparición del nuevo modelo definido por la concepción mecanicista del
saber. Constituye una revolución intelectual de una amplitud considerable

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pues no concierne solamente al orden de la ciencia, sino también al de la
religión. La aparición del cristianismo –transformación mayor de la historia
de Occidente– se había producido en el interior de la esfera de influencia
de la cosmo-biología sin realmente cuestionar sus principios. Al momento
de imponerse la nueva fe, los campeones de la Iglesia habían reconocido
rápidamente que, a falta de algo mejor que la genial síntesis impuesta por
la sabiduría pagana, era preferible aceptarla y acomodarse en sus muebles
mediando sólo algunas adiciones de pura forma. El procedimiento era el
mismo que permitió a los cristianos instalar sus liturgias en los templos y
basílicas de la religión tradicional. En el cielo de los cristianos, Júpiter,
Marte, Mercurio y Saturno continuaron girando; nos hemos contentado con
adjuntarles cortes angelicales cuyos cantos sagrados no perturban esa
armonía de esferas que Kepler percibirá 15 siglos después de Cristo.

El nuevo modelo epistemológico del mecanicismo denunciará ese


concordato milenario entre la ciencia y la fe; la ruptura será violentamente
sentida, y eso es lo que muestra el caso Galileo, el genial florentino
campeón del nuevo espíritu que no puede acomodarse en las viejas
formas. La paradoja es que, en los procesos que se le siguió en 1616 y
1633, Galileo fue juzgado y condenado por herejía, es decir, por infidelidad
al cristianismo. La herejía en cuestión consistió en rechazar la doctrina de
Aristóteles y Ptolomeo, que por otra parte no había sido jamás, no podría
serlo, un dogma cristiano materia de fe. La centralidad de la tierra y la
movilidad o inmovilidad del sol no figuran en la confesión de fe de la
Iglesia. Galileo por su parte y hasta el último momento no renegó jamás de
la fe cristiana ni de su pertenencia a la Iglesia. Él fue, sin embargo,
condenado por el tribunal religioso de la Inquisición.

Este hecho capital pone en evidencia la mutación mayor de la


epistemología hacía la autonomía del conocimiento científico en relación
con la exigencia religiosa. Galileo interpone su entera sumisión a la
revelación Biblia, pero afirma que la Biblia tiene autoridad solamente en lo
que concierne a la salud del alma; ella no enseña las matemáticas, ni la
arquitectura, ni tampoco la astronomía. En el campo del saber científico, es
necesario atenerse solo a la observación y a la experiencia. Los antiguos
confundían los diversos órdenes de inteligibilidad pero ahora el libro de la
naturaleza está escrito en lenguaje matemático y los fenómenos naturales
se encadenan con arreglo a leyes de un estricto determinismo que rige los
mecanismos de las partículas de materia en movimiento. Los astros no son
dioses que en forma de esferas perfectas giran sobre inmensas bóvedas de
cristal; ellos están constituidos por masas de materia y circulan en el vacío
según leyes rigurosas y calculables, etc., etc.

La afirmación galileana posee un valor revolucionario pues pone en


cuestionamiento el vasto sistema de seguridad constituido por el
paradigma astro-biológico y mantenido en funcionamiento con la bendición
de la Iglesia. La severa condena impuesta a Galileo, y que hubiera podido

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ser más severa todavía si él no se hubiera beneficiado de altas
protecciones, se justificaba plenamente.

No se trata de un error judicial. Los cardenales que constituían el tribunal


no eran competentes en materia de ciencia exacta; en ese campo el sabio
florentino estaba solo en su genialidad, pero los jueces percibían
confusamente que el acusado era culpable de alguna subversión radical del
orden mental establecido. Su iniciativa desembocó en la destrucción de la
imagen milenaria del Cosmos, garantía de paz y de unanimidad entre los
hombres. Era preciso evitar a cualquier precio un desastre tal de
incalculables consecuencias, no solamente para la fe católica en general
sino también para la condición humana en particular. Pascal ha resumido
en una corta sentencia el desasosiego moderno frente al desastre conjunto
de la antropología y la cosmología: “El eterno silencio de esos espacios
infinitos me atemorizan”.

Pero la resistencia era vana. Galileo había vencido a pesar de las


prohibiciones romanas. La ciencia nueva, fuera de la esfera de la Iglesia
Católica, continúa la geometrización del universo. La inteligibilidad
mecanicista da paso a una reforma general del entendimiento que pone en
cuestionamiento no sólo la idea del mundo y del hombre, sino también el
estatus de Dios. Lo que cambia no es el sistema del mundo sino el mundo
como sistema, el hombre en el mundo y la relación del hombre consigo
mismo, con el mundo y con Dios. El esquema del Cosmos en función del
cual se ensamblaba y se articulaba el conjunto del saber, cede su lugar al
esquema de la máquina, cuya nueva analogía se impondrá en todos los
campos, pensamiento del pensamiento, evidencia de la evidencia, que el
conocimiento busca a través de la gran diversidad de sus objetos. Definido
el modelo, la explicación consiste en encontrar, no importa en qué sector
del saber, una imitación o aplicación del prototipo de partida.

Este cambio de epistemología es solidario con una mutación de la


sensibilidad metafísica e intelectual. La máquina ha sido elevada a la
dignidad de parábola para la comprensión universal glorificada por el
desarrollo de los relojes, los autómatas y las máquinas simples en la
segunda mitad del siglo XV. La mecánica, de una transparencia radical para
el espíritu, produce efectos cada vez más complejos a partir de elementos
simples. El reloj de pulso, que entra en uso al principio del siglo XVII, los
autómatas, objetos de una admiración universal, alimentan las intuiciones
generadoras de una nueva maravilla. Poco a poco se generaliza la
propagación del modelo; Descartes construye en su imaginación un
hombre-máquina; las funciones fisiológicas y psicológicas se producen sin
intervención exterior por la sola virtud de un dispositivo una vez puesto a
punto. Técnico superior, Dios es el relojero supremo que ha concedido un
mundo de autómatas todavía más complicado que el reloj astronómico de
Estrasburgo. Por su parte, El Leviatán de Hobbes (1651) aplica la teoría del
animal-máquina al gran cuerpo social.

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No se trata solamente de un juego de ideas que pone en marcha analogías
sin alcance real; la ciencia mecanicista prueba el movimiento en marcha;
ella no cesa de conquistar nuevas provincias bajo la esfera de influencia de
la ciencia exacta. Uno de los sucesos más sonados de la nueva inteligencia
es el estudio de los movimientos del corazón expuesto por el británico
William Harvey en 1628. Descubrimiento capital, pues si el corazón
funciona como una máquina, las otras funciones orgánicas debe poderse
analizar de la misma manera; la vía ha sido abierta hacia la idea de una
federación de funciones; un ser vivo es una máquina compuesta y esa será
la conclusión de Descartes y varios de sus contemporáneos.

El modelo mecanicista es el portón real de la ciencia moderna. No


solamente justifica las conquistas de la física-matemática, sino que
autoriza a hacer extrapolaciones en los campos más diversos del
conocimiento. El momento decisivo es jalonado por el éxito extraordinario
de la cosmología newtoniana. Su Philosophiae naturalis principia
matemática (1687) oficia por más de un ciclo como obra máxima de la
inteligibilidad científica en apogeo. Entre tanto Kant, en 1786 en sus
Primeros principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza, intenta
negociar las relaciones entre la estructura del universo y las estructuras del
entendimiento humano. Tomará como base de su tentativa la síntesis
newtoniana considerada por él una adquisición tan definitiva como la
geometría de Euclides. La doctrina de la atracción, condensada en algunas
formas matemáticas simples sin presupuesto metafísico aparente, reduce
la naturaleza material en su conjunto a la obediencia de algunas normas de
una gran simplicidad.

Nacido en 1642, algunos meses después de la muerte de Galileo, Newton


lleva hasta su realización completa la revolución galileana. Primer sabio
ennoblecido por causa de la ciencia, tendrá a su muerte en 1727, el honor
de una sepultura en la abadía de Westminster. Su éxito sirvió de prototipo
a todos aquellos que quisieran someter a la obediencia de la ciencia un
campo epistemológico cualquiera que fuera. Su experiencia ejerció una
verdadera fascinación sobre los mejores espíritus de la época de las Luces.
El naturalista francés Buffon (1707-1788), a lo largo de su considerable
histoire naturelle, sueña con ser el Newton del mundo viviente; y
paralelamente el pensador escocés David Hume (1717-1776) busca aplicar
a los fenómenos de la vida mental la doctrina newtoniana, lo que le
permite formular una teoría de la asociación de las ideas calcada de las
leyes de la atracción entre las partículas de materia. En el campo de la
biología, P. J. Barthez (1734-1806), uno de los teóricos del vitalismo de la
escuela de Montpellier, hace de figura newtoniana en la antropología en
sus Nouveaux éléments de la Science de l’Homme (1778), texto en cual el
principio vital corresponde a una variable x, indefinible pero tan generadora
de inteligibilidad como la atracción de Newton. Se podrían multiplicar estas
referencias: explicar, en todos los campos del saber, poner en evidencia un

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principio unitario, reductible preferencialmente a una fórmula matemática,
que someta a sus dominios a un espacio epistemológico tan vasto como
sea posible.

Tal es la ambición, entre otros de la Encyclopédie de D’Alembert y Diderot.


D’Alembert, matemático y físico, estima que una ciencia dada podría
reducirse a “elementos” cada vez más simples; luego, ensamblando los
elementos de diversas ciencias, se extraerán los elementos de los
elementos, raíces simples del saber total, susceptibles de formalización
matemática (cf. El artículo Eléments des sciences, en l’Encyclopédie). El
sueño de D’Alambert revela el sentido de la empresa enciclopédica en su
conjunto: reunir en el espacio más pequeño posible la cantidad más grande
de conocimiento (c.f el artículo Encyclopédie, escrito por Diderot). Esta
destilación de las ciencias permitirá poner en evidencia los primeros
principios que serán siempre los mismos. Dicho de otra manera, el modelo
newtoniano refleja una ambición de formalización, de axiomatización del
saber, para emplear un vocablo más moderno. Sociólogos e historiadores,
todavía en el siglo XIX, se embarcaron en esta vía. Saint–Simon fragua su
proyecto bajo el patronazgo de Newton, y fue también el caso del profeta
social algo delirante, Charles Fourier (1772-1837) cuya utopía del
falansterio da paso a una Théorie des quatre mouvements (1808),
extrapolación socioeconómica de un mecanicismo de inspiración
newtoniana.

El modelo romántico: Revolución anti-galileana

El modelo explicativo newtoniano resistió la prueba del tiempo y el embate


del progreso del saber que pareciera refluir, después de golpearse contra
sus propios límites. La geometrización del universo, la geometrización de la
presencia del hombre en el universo, ha autorizado una generalización
extensiva del conocimiento científico de la cual se benefició la cultura del
siglo de las Luces. Pero llegó el momento en que el progreso de la
inteligibilidad se convierte en un obstáculo a la misma inteligibilidad, pues
reprime y censura las adquisiciones no compatibles con sus propios
presupuestos. La acumulación de nuevas evidencias, no reductibles a las
antiguas formas, termina por hacer tambalear el orden establecido bajo la
presión persuasiva de los valores de la innovación.

El movimiento romántico suscita un corte epistemológico en virtud de una


inversión de los principios del saber, dando origen a un movimiento de
compensación con respecto a la revolución galileana y a la fascinación
newtoniana resultante de la primera. Obviamente no se trata de un puro y
simple regreso al pasado, de una negación de lo adquirido, pero las luces
de la ciencia clásica parecen estar en el límite de sus fuerzas; han agotado
su virtud explicativa.

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Condenado en 1633, Galileo ha ganado la apelación de su proceso y
Newton, su continuador, reina despóticamente sobre el espacio mental y
ese despotismo roza con el abuso de confianza y de conciencia. La empresa
de los revolucionarios franceses, fabricantes de constituciones de todo
género y que pretenden someter a los ciudadanos franceses a la obediencia
de algunos teoremas de una geometría social abstracta e inhumana, evoca
un newtonianismo político. Ahora bien, la sanción no se hizo esperar;
como lo había profetizado Edmond Burke, la revolución francesa ha caído
en la sangre y el terror bajo los ojos de Europa horrorizada para
desembocar, con el consentimiento de los revolucionarios arrepentidos, a
la dictadura de Napoleón Bonaparte. Este fracaso significaba que los
teóricos abstractos de la Revolución habían olvidado en sus cálculos, algo
esencial. Era preciso reivindicar el elemento humano reprimido.

Los historiadores han dado una considerable importancia a Galileo,


considerado equivocadamente su caso como un simple error judicial
cometido por el fanatismo y la intolerancia clerical. Galileo, cuyo genio esta
fuera de discusión, debía imponer un modelo de conocimiento calcado de la
inteligibilidad analítica cuya ley se impone en el mundo exterior. El orden
en el hombre debe imitar el orden de las cosas; el espacio interior no es
más que una sucursal del orden exterior. A partir del punto originario en el
cual el pensamiento viene al mundo, el discurso humano se construye
según las normas de la racionalización intelectual. La elaboración de una
verdad en la escuela del saber objetivo reduce el conocimiento a la función
de conciencia de la ciencia. Tal es el punto de partida y el de llegada de
todos los positivismos y cientificismos por venir.

Los jueces de Galileo, que no eran sabios en el sentido moderno del


término, no estaban en posibilidad de comprender su genio científico pero
se podría pensar que presentían el peligro de una revisión desgarrante por
parte de todos los valores espirituales y morales contenidos en germen en
el proyecto de la nueva ciencia galileana. La física-matemática a diferencia
de la revelación bíblica no es una verdad con rostro humano; ella amenaza
con aislar al ser humano en un desierto de ausencia de sentido simbolizado
por fórmulas matemáticas. Sólo subsistirá a fin de cuentas, en una
naturaleza desnaturalizada, un hombre deshumanizado. La condenación del
infeliz Galileo seria de esta manera una reacción de defensa instintiva pero
también torpe e ineficaz, destinada a conjurar las amenazas de un dudoso
porvenir.

El romanticismo sanciona la declinación del Aufklärung, es una revolución


no galileana en el mismo sentido de cuando hablamos por ejemplo de una
geometría no euclidiana. Galileo es cuestionado, acusado en un segundo o
tercer proceso en la persona de Newton, hijo de sus obras y campeón del
oscurantismo culpable de alta traición a la realidad humana. Se trata de
restaurar una interpretación humana de los fenómenos humanos, una

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inteligencia del hombre, del mundo y de Dios, liberada de la ideología
dominante del siglo XVIII. La relación con la verdad según las Luces, es
una relación de sobrevuelo y de dominación caracterizada por la
preponderancia de una mirada que toma distancia de su objeto con la
esperanza de medirla según las normas de una geometría unitaria del
espacio mental. La perspectiva filosófica se esfuerza por coincidir con la
mirada soberana de un Dios geómetra. “El Universo, describe D’Alambert
para quien sepa abrazarlo desde un sólo punto de vista, no sería, si se le
puede decir, más que un hecho único y una gran verdad”.(discurso
preliminar de la Encyclopédie, I 1751).

El universo de Newton es un mundo esquematizado sin espesor donde la


presencia humana en su densidad y el sobrepeso de sus valores ha sido
desterrada. Fantasma entre fantasmas, el individuo fue reducido a un error
entre figuras matemáticas sin color, sabor, ni olor; el orden del sentimiento
fue neutralizado en la disolución general de la realidad humana. Desde
entonces la casi totalidad de nuestra existencia se sitúa fuera de una
verdad que rehúsa a hacer causa común con la realidad; paradoja
inverosímil, al ser vivo que es cada uno de nosotros le esta prohibido
habitar en los campos de maniobra del intelecto. “El espacio de Newton es
el vacío del corazón”, decía Max Scheler.

De allí la revuelta romántica. La acusación a Newton es particularmente


afirmada en Inglaterra, donde poetas y pintores denuncian el criminal
sacrilegio que ha osado destruir el arco iris con sus análisis impíos. El
poeta, profeta inspirado en el grabadista William Blake (1757-1827)
denunció con violencia apocalíptica a ese sabio ateo que destruía el
esplendor de la obra de Dios. Pero el acusador más consecuente en el
proceso seguido a Newton, fue Goethe, que no se contenta con las
invectivas y lleva el debate al terreno del conocimiento positivo. A partir de
1790, Goethe emprende investigaciones, observaciones y experiencias de
todo genero que desembocaron en la publicación en 1810, de su Teoría de
los Colores (Farbenlehre). Su meta era rebatir a Newton en el terreno de la
óptica geométrica cuyo último desarrollo había sido propuesto en un
tratado de este último de 1704: Optics or a Treatise of the Reflexions,
Refractions, Inflexions and Colours of Light.

Goethe no era solamente un poeta, un romántico. Él era, o mejor, él quería


ser un sabio, un observador y teórico de los fenómenos de la vida y sus
intuiciones en materia de historia natural son dignas de un gran interés. Su
crítica de la óptica geométrica, fruto de 20 años de esfuerzo, constituye el
principio del fin a la geometrización de la realidad, en aras de la exigencia
de fidelidad a la experiencia plena de la presencia humana en el mundo
humano. El espacio mental del Newton no es un espacio vital. El proyecto
goethiano rehúsa tomar en consideración ese universo matemático
constituido de manera ideal, donde líneas abstractas entretejen sus
telarañas teóricas; él se ciñe al estudio “El mundo de los ojos” (Die Welt

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des Auges), el orden de lo visible, compuesto de colores y de formas,
expresión privilegiada del ser humano; en su investigación, él quiere ser el
compañero de ruta del transeúnte, del pintor y no del físico. Los colores,
los contornos, las configuraciones del paisaje, exponen todas las formas de
la conciencia cargadas de significaciones estéticas, psicológicas y morales.
La rebelión de Goethe contra la tiranía de Newton es una lucha por la vida,
oprimida y alienada por la reducción mecanicista del universo.

A veces considerado equivocadamente por algunos bromistas como un


adversario del romanticismo, el Goethe de la Farbenlehre y de los ensayos
de la morfología comparada, es un portavoz de la concepción romántica de
la naturaleza y de la inserción en el mundo. Al mecanicismo de la ciencia
clásica, que tomaba por emblema el reloj del autómata, el romanticismo
opone la noción de organismo y el paradigma del árbol. Con respecto al
tema mecanicista del sistema, un arreglo artificial de partes articuladas
entre ellas, la idea del organismo propone una totalidad vigente en
constante desarrollo en virtud de una armonía interna, que debe ser
comprendida como un potencial infinito. Existe una vida inmanente al
orden de las cosas impregnado de la identidad entre la naturaleza y el
espíritu y que funda la posibilidad de una comprensión del mundo y de sí
mismo sobre el principio de una analogía dinámica. Modelo epistemológico
aplicable a todos los dominios del saber, el organismo permite variaciones
infinitas sobre un tema general, tantas como todas las metamorfosis
posibles que conserven la analogía fundamental del prototipo común.

El saber romántico se presenta como una filosofía de la naturaleza o una


organología, cuya amplitud se despliega entre el organismo total
(Totalorganismus) del gran cuerpo de la Naturaleza en su conjunto y el
organismo más pequeño, la célula, grano de vida que posee su
organización interna. Esta analogía retoma los caminos de la cosmo-
biología de los Antiguos, reprimida y puesta fuera de servicio por la
revolución galileana. La Naturaleza no será más una inmensa máquina,
sino un gran ser viviente cuya alma evoca el Alma del Mundo celebrada por
los filósofos antiguos. La analogía del microcosmos y del macrocosmos
toma sentido en la idea de una jerarquía de organismos encajonados el
uno en los otros. Las doctrinas tradicionales de los temperamentos y los
humores, de las simpatías y antipatías cósmicas son reintegradas
plenamente en el corpus general del saber.

El prototipo de inteligibilidad no se inspira ya de las formas sólidas de la


geometría sino de una dinámica de la fluidez, metamorfosis continua del
devenir vital según el eje crecimiento-degeneración. El tema del
organismo, a todos los niveles, modula una comprensión flexible de los
fenómenos, según la inspiración del poder latente de la vida. Esta
inteligibilidad vegetativa encuentra una de sus expresiones fundamentales
en el emblema del árbol, imagen provista de un privilegio de inteligibilidad
inmediata en los campos más variados. El hombre desde siempre ha hecho

12
alianza con la selva que le sirve de asilo y le suministra los materiales
indispensables al sostenimiento de la vida. En las representaciones arcaicas
el árbol era ya una figuración del universo. La experiencia mítico-religiosa
hace honor en la percepción del árbol a una manifestación de lo sagrado,
una epifanía de sentido, cuyo alcance evoca no solamente el destino del
hombre, sino la estructura entera del mundo. La mitología comparada, la
ciencia comparada de las religiones, considera el ideograma del árbol como
una fuente abundante de valores y significaciones que se irradia en
diversos sentidos en virtud de evidencias indiscutibles. El árbol romántico
es parábola de identidad y de comunidad vital, revelador del orden natural
más esencial que las construcciones arbitrarias del espíritu. La Naturaleza
en su conjunto, enseña Friedrich Schlegel, es un árbol de vida
(Lebensbaum). La forma orgánica estructura a priori de la representación y
de la acción, intervienen en la percepción de los seres y de las cosas, en la
elaboración de las teorías científicas pero todavía más en la creación de
obras de arte, que imitan ellas también en su constitución espontánea, el
dinamismo vital inmanente del universo.

Revolución cultural en las ciencias humanas: conflicto de las


inteligibilidades.

La conciencia romántica ha suscitado un nuevo punto de partida en la


historia de las ciencias humanas, al modificar los presupuestos de la
epistemología general aplicables a todos los sectores del conocimiento. El
paradigma del crecimiento biológico se opone a los esquemas
deterministas de una inteligibilidad extensiva partes extra partes. Hasta
ahora un agregado de partículas en acción recíproca, el universo deviene
un ser viviente unánime que obedece a un principio interno de desarrollo.
En otro hecho capital, la oposición entre el sujeto y el objeto, exteriores el
uno al otro en el acto del conocimiento, se escriben en adelante en la
economía general de la Naturaleza, en el seno de la cual la conciencia
cognoscente y la realidad conocida se encuentran ligadas por una
solidaridad orgánica. El dualismo ontológico del espíritu y el cuerpo
engendraba un dualismo epistemológico que el sujeto cognoscente,
guardando sus distancias con respecto al objeto, intentaba estudiar. El
romanticismo, tal como lo define Schelling, es un monismo de la identidad.
La ontología de la identidad se prolonga en una epistemología de unidad en
el acto de la comprensión. La analogía de la vida establece un lazo de
simpatía entre el sujeto cognoscente y los seres que lo rodean; la unidad
de inspiración asegura la coordinación armoniosa de todos los momentos y
todos aspectos. El mismo dinamismo de la vida se manifiesta a lo largo de
la metamorfosis de los seres, en la germinación del sentido en el seno de la
sucesión de formas, comprendido entre ellas el hombre mismo. Una misma
inteligibilidad engloba la economía natural, la biología, la medicina, así
como los campos de la historia, la lingüística y la filosofía, la sociología y
aún, las actividades creativas del arte. Los principios comunes aseguran la

13
unidad del campo epistemológico como lo hacía el paradigma newtoniano
en la época de las Luces.

El modelo romántico de verdad en las ciencias de la naturaleza y de las


ciencias del hombre, es obtenido por extrapolación del sentido de la vida,
sin ruptura entre los dos órdenes de fenómenos. El modelo newtoniano
imponía la preponderancia de la legalidad físico-matemática, cuya validez
se entendía como un dominio mental para Hume, un dominio económico
para los fisiócratas, un orden moral, político y social para Jérémie
Bentham. En reacción al imperialismo fisicalista, el romanticismo desarrolla
un saber de referencia biológica, de poderosa aspiración e inspiración, de
desarrollo evolutivo. El modelo newtoniano imponía al universo la
cuadrícula de una axiomática cifrada cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna parte. El modelo romántico centra la expansión
de la vida en cada punto donde se afirma la iniciativa de un ser viviente,
creador de una inteligibilidad autónoma; el insecto más humilde igual que
la individualidad humana posee el privilegio de irradiar el entorno en virtud
de su espontaneidad, más o menos rica, conciente o no.

Sólo la vida, que se anuncia en cada ser viviente es portadora de sentido.


El Dios geómetra del positivismo fisicalista contempla desde lo alto de su
imperio un espacio desierto y muerto donde nadie puede llegar jamás pues
él es programado como una computadora que no puede separarse de la
normas que fijan su predestinación, universo lunar inadaptado a la flora
más elemental y a la más modesta mariposa. El mundo del ojo, tal como
Goethe lo concebía, significa la oposición más radical a las abstracciones
geométricas de Newton que un ciego podría dibujar, excluido por siempre
de la bendición de la luz y de los colores.

La vida es la matriz del sentido, en la iniciativa irreductible de su


emergencia. Llamado a diversificarse en todos los grados de la creación,
ella anima con su soplo la totalidad de los fenómenos que el espíritu
viviente del hombre descubre alrededor de sí. Las formas del saber,
reconocimientos de la presencia universal de la vida por un ser viviente
privilegiado, son celebraciones de ésta presencia universal que se refleja
en cada una de las afirmaciones particulares. La realidad humana, con las
disciplinas que se unen en esta toma de conciencia, representa un eje en
esa inteligibilidad universal. Toda vida particular representa una
encarnación de la vida.

El universo de Newton era una polvareda de partículas, un agregado de


materia. El mundo romántico propone la expresión de una coherencia
interna, de una cohesión solidaria que subyace a la totalidad inagotable de
sus aspectos. La categoría fundamental de la vida ha sido particularmente
resaltada por Dilthey, heredero y sustentador de la epistemología
romántica: “La vida, en su substancia, decía él, es idéntica a la historia.
(...) La historia no es más que la vida, retomada en la perspectiva de la

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humanidad global, que forma un conjunto” (Ges. Schriften, Bd.VII, p.256).
Así se encuentra resaltada la continuidad entre el orden biológico y el
orden cultural, tradicionalmente separados por los teóricos a la manera del
espíritu y del cuerpo. La historia de la naturaleza es la historia de la
humanidad que siguen ambos un mismo proceso cósmico; ellas nos lo
traen a la conciencia de la vida unitaria, hogar común de la inteligibilidad y
el principio de identidad entre las expresiones del conocimiento. La especie
humana toma su lugar y su hora en la odisea de la Naturaleza, según el
gran eje de desarrollo gradual. El orden vital, emergente de las
profundidades oscuras del inconsciente, florece en la especie humana con
la aparición de la conciencia. En virtud de su derecho de retoma y de
puesta en juego de las significaciones, ella anuncia un nuevo comienzo,
una mirada hacia atrás del pensamiento sobre el organismo: evolución que
se torna involución. Una nueva iniciativa permite al individuo tomar sus
distancias con respecto a los imperativos biológicos de las tendencias e
instintos para trasfigurar, según las exigencias específicas, en virtud de la
inauguración de una nueva libertad. La sexualidad instintiva según el orden
biológico deviene así, en el orden humano, en el principio y el terror del
amor, experiencia vivida donde se implican todos los recursos del ser.
Entre la sexualidad animal, simple obediencia a las pulsiones biológicas de
la reproducción, y el amor humano, hay una inmensa distancia con
respecto al sentido del juego de los valores simbólicos y de la intervención
de la preocupación por la libertad. La epistemología de las ciencias
humanas en el siglo XIX se encontrará transformada por la aplicación del
paradigma romántico, a tal punto que las investigaciones y trabajos de la
edad de las Luces, de una amplitud considerable, no tienen hoy más que
un interés meramente histórico retrospectivo. Para los investigadores
actuales son inútiles porque sus presupuestos han perdido toda vigencia.
La historiografía de Voltaire, la gramática general de Beauzée no proponen
más que juegos caducos del espíritu. Contrariamente a los trabajos de la
escuela histórica alemana, las obras de los lingüistas, de los filólogos y
arqueólogos han abierto rutas que en nuestro tiempo no se han cerrado
todavía. La psicología, la antropología y aún la medicina románticas
conservan una cierta actualidad a pesar de sus extravagancias; ellas han
puesto en evidencia, entre otras intuiciones, la importancia decisiva de los
factores inconscientes y de la solidaridad entre el psiquismo y el organismo
en la existencia humana, cuyas trayectorias y condicionamientos no
podrían ser circunscritos a los límites y determinaciones de la conciencia
intelectual, tan a menudo sospechosa de disimularlos.

Friedrich Schlegel compara la inteligibilidad matemática a una maya de


armadura que aprisiona y mutila el sentido de la vida. La búsqueda de
sentido debe poner en obra el sentimiento, la intuición que permita abrazar
la germinación de la verdad bajo las apariencias. Aún las ciencias
experimentales preocupadas del universo material derivan la verdad que
les es posible, de su relación con la experiencia íntima que el hombre tiene
consigo mismo; la historia y la lingüística proponen dimensiones

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privilegiadas de una verdad en relación directa con la intimidad del
hombre, en la cual se enraíza la autenticidad de la comprensión. Dilthey
por su parte, propone un desdoblamiento de la inteligibilidad subrayando
que el orden causal extensivo, predominante en la organización de las
series de fenómenos del mundo exterior, no tiene autoridad en el espacio
interior. La explicación extrínseca se opone a la comprensión, específica de
la realidad humana, que pone en obra una inteligibilidad intensiva, que
reenvía el último análisis a la identidad del ser humano. Las significaciones
vividas no son exclusivas sino inclusivas las unas con relación a las otras.
Las estructuras simplistas válidas en el campo de la materialidad espacial
no podrían dar cuenta de la experiencia de vida. Dilthey llama Erlebnis a la
unidad concreta de lo vivido, célula germinativa de sentido que se
condensa en un conjunto a la vez aparente y latente, disponible a la
manera de un infinito en potencia.

La epistemología romántica desarrolla los presupuestos de ésta revolución


cultural. El hombre no se somete a la ley de las cosas, siendo él mismo el
creador de las ciencias, operador y destinatario de todo saber que se
obtenga. La oposición entre explicar y comprender se encuentra de por sí
relativizada; las explicaciones científicas afirman una posición subalterna
con relación a la comprensión global, series fenomenológicas separadas
artificialmente de su contexto. Todas las ciencias creadas por el hombre,
son exponentes de la genialidad humana; todas las ciencias son ciencias
del hombre. Ellas deben jerarquizarse según un orden de complicación
progresiva, de la más abstracta a la más concreta. La ciencia fundamental
no puede ser otra que aquella que reagrupe el más alto grado de
concentración de las significaciones humanas, es decir, la ciencia del
hombre, la antropología fundamental. El paradigma mecanicista imponía la
universalidad de una verdad con referente matemático, el sujeto se reducía
a una pura mirada, a un punto de vista abstracto sobrevolando un desierto
homogeneizado. El saber romántico percibe el mundo como la residencia
del hombre, el lugar de su presencia, irradiado por las significaciones que
proceden a partir del punto de origen donde la vida alcanza la conciencia
de sí misma. La evidencia intrínseca de una solidaridad orgánica entre el
individuo y el devenir de la naturaleza anuncia uno de los fundamentos de
la concepción romántica del mundo.

La filosofía de la vida abraza en su unidad la filosofía de la naturaleza, la


filosofía del espíritu y la filosofía de la cultura. La comprensión romántica
implica una mirada cósmica, cada afirmación particular debe, a fin de
cuentas, ser reintegrada en la plenitud de su sentido. No podría haber
oposición entre el hombre y la naturaleza, puesto que la naturaleza
engloba al hombre, punto culminante pero provisional de su realización. El
principio de una epistemología tal debe entonces ser aquel de la
comprensión global, en función de la totalidad orgánica de la realidad
(Verstehen aus dem Ganzen), según la fórmula de Friedrich Schlegel, que
opone decididamente este procedimiento al proceder analítico de la ciencia

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clásica. Cada parte de un organismo no puede ser comprendido más que
en función del conjunto al cual pertenece y del cual expresa, según su
orden y sus medios, la unidad solidaria. El organismo de la vida, la vida
como organismo, es entonces una realidad irreductible, a partir de todo
conocimiento, fenómeno originario (Urphaenomen) en el sentido goethiano
de la palabra.

Uno de los términos más representativos de la epistemología romántica en


el orden de las ciencias humanas es la palabra hermenéutica, puesto de
moda por algunos genios recientes de la filosofía en Alemania y Francia. No
se trata en realidad de una invención reciente sino de una disciplina
enseñada a partir de la Reforma en las facultades de teología protestante.
Los Reformadores habían realzado el honor de la Biblia, fundamento de la
fe; pero los libros santos no son evidentes por sí mismos, su interpretación
se dificulta por una serie obstáculos interpuestos entre el creyente y la
palabra de Dios. Primero los problemas de orden lingüístico y filológico
suscitados por las traducciones a partir del hebreo, el griego o del mismo
latín. A esto se agregan los problemas de interpretación, de la restitución
de sentido en su autenticidad, tarea compleja y difícil así como lo
atestiguan las querellas y polémicas entre cristianos de diferentes
corrientes. Paralelamente, en el marco del renacimiento de las letras
antiguas, los problemas del mismo orden intervenían a propósito de la
lectura de autores antiguos, problemas técnicos, históricos y filológicos
suscitados por la ambigüedad del sentido. Un autor no puede ser creído
sobre su palabra; es preciso establecer exactamente eso que él quiso decir,
para intentar poner al día eso que él quiere decir. Los problemas de la
interpretación aún si las implicaciones son diferentes, son las mismas en el
campo de la filología sagrada y en el de la filología clásica; la correlación de
los problemas que cada vez más pone en evidencia la lectura de todos los
textos y documentos, ya sean religiosos o profanos, antiguos o modernos y
se aplica también a las cuestiones de la traducción de una lengua a otra.

Hasta el fin de la era de las Luces, la enseñanza de la hermenéutica estaba


presente de una manera muy simple en virtud del postulado según el cual
un texto dado tenía un sentido y la interpretación correcta tenía por tarea
poner ese sentido en evidencia. El sentido estaba en el texto, más o menos
evidente, más o menos oculto, el comentador, armado de los
conocimientos necesarios debía proceder a la extracción, a la manifestación
del sentido. Las ambigüedades, si las había, debían resolverse gracias a la
puesta en obra de técnicas gramaticales, filológicas, históricas, adaptadas
a ese tipo de arqueología del conocimiento. Entre las virtudes del intérprete
figuraban la objetividad, la neutralidad del sabio, que debía protegerse de
sus preferencias y posiciones personales; una erudición imparcial asociada
a un juicio racional, debería permitir a la investigación de la verdad,
desembocar en resultados universalmente válidos.

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Esta manera de ver aunque algo ingenua, chocaba contra la evidencia de la
experiencia que atestiguaba una irreductible pluralidad de interpretaciones
teológicas de los textos sagrados. De la misma manera, en materia de
filología clásica, los eruditos de generación en generación, no paraban de
enfrentarse por la significación de los autores y de las obras. Prevalecía la
idea sin embargo de que entre varias lecturas una sola era la buena y que
las otras provenían de la terquedad, el error por la mala fe. La perspectiva
debería cambiar radicalmente bajo la influencia del gran pensador religioso
del romanticismo alemán, Friedrich Daniel Schleiermacher (1768-1834),
profesor de la universidad de Berlín y encargado de la enseñanza de la
hermenéutica. En su competencia de maestro espiritual, juntaba la doble
experiencia de intérprete de la Biblia y traductor de Platón. Tal como él la
concebía, la hermenéutica no era tanto la ciencia del texto únicamente,
sino también una ciencia del hombre haciendo así parte del dominio de la
antropología histórica. La hermenéutica romántica introdujo la
hermenéutica en el campo epistemológico, puesto que la invita a poner en
marcha sus facultades en la tentativa de identificación creadora en la
génesis del documento en estudio. Su personalidad, su visión del mundo
intervienen como medios de conocimiento en el enfoque hermenéutico en
el curso del cual él se encuentra confrontado con la personalidad y la visión
del mundo propios del autor en cuestión. La traducción y la interpretación
aparecen como modalidades de encuentro entre dos individuos en relación
de diálogo.

El sentido del texto aparece entonces así como la expresión de una


personalidad creadora que se manifiesta en el origen. Pero ese sentido
originario puede ser reencontrado, sólo por la mediación de esa otra
personalidad creadora del intérprete, confrontada con la del autor, que
impone al trabajo de interpretación la marca de su genio personal, éste
también genio de su época (Zeitgeist). La autenticidad del sentido no se
encuentra entonces en el monólogo originario del escritor, se establece en
el enfrentamiento de dos términos, uno de los dos es una variable cuyo
valor se modifica con la renovación del intérprete. Así se justifica la
relatividad generalizada del sentido, marca su fecundidad indefinida.

El principio de la hermenéutica es que la investigación de las


significaciones, procedimiento vital, coincide con el aprendizaje de la
humanidad. De allí el círculo vicioso, resumido por Schleiermacher: “es
necesario conocer al hombre para comprender su discurso y por
consiguiente es a través de su discurso que se debe primero que todo
buscar el conocimiento de él” (Hermeneutik, hgg Kimmerle, 1959, p. 44).
Esta contradicción resume lo que se ha dado llamar el círculo hermenéutico
que subraya el hecho de que el campo de la comprensión cubre la
presencia total del hombre sobre el hombre; “toda comprensión del detalle
es condicionada por la comprensión del conjunto” (ibid., p. 46).

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La epistemología de las ciencias humanas en la era romántica rechaza el
paradigma matemático para adoptar el paradigma hermenéutico. Todas las
disciplinas que tienen al hombre por objeto deben, en primera y última
instancia ponerse como meta la comprensión del hombre por el hombre,
horizonte común del campo epistemológico. El olvido de esta referencia es
la razón mayor de los extravíos de la cultura contemporánea.

Por una antropología fundamental

El destino de las ciencias del hombre parece así oscilar entre la fascinación
newtoniana de la inteligibilidad fisico-matemática y el modelo romántico de
la comprensión, donde la búsqueda de sentido persigue una profundización
cuyas aproximaciones están abocadas a no concluir jamás.

La experiencia del siglo XX testimonia que las ciencias humanas no pueden


reducirse a axiomas independientes los unos de los otros cubriendo tal o
cual porción reducida del campo fenomenal y resumidas finalmente por un
sistema de ecuaciones, con gráficos y esquemas como lo pretenden hacer
la psicología experimental, la economía matemática, la demografía y aún la
historia cuantitativa de la sociología, con grandes refuerzos estadísticos
interpretados por computadores. La inteligibilidad matemática no puede
considerarse insignificante pero puede convertirse en asilo de la
ignorancia; ella no describe más que una película, una telaraña en la
superficie de la realidad; no pone en juego la exigencia global que subyace
a la afirmación de la vida en la diversidad indefinida de sus metamorfosis.

Las etimologías del conocimiento se sitúan en la constitución del ser


humano. El conocimiento no da paso a un absoluto cualquiera que se da
bajo la forma de ecuaciones o diagramas. El conocimiento devuelve al
hombre lo que él mismo le ha prestado. Espíritu y naturaleza no son dos
realidades independientes que se pudieran reencontrar por azar. Los
principios de la ciencia son estructuras mentales que hacen que el
pensamiento construya el universo en función de sus normas propias de
inteligibilidad, lo que supone que el conocimiento y el mundo no son
extraños el uno al otro como ya lo había afirmado Schelling. Ciencias de la
naturaleza y ciencias de la cultura son indisociables como solidarias son la
antropología y la cosmología.

Sin darse cuenta Galileo y Newton han construido un universo a escala


humana dando a la talla humana el valor de una medida universal y
absoluta. El antropomorfismo es allí claro, pero el peor antropomorfismo
es aquel que, sabiéndose tal, es aún tiránico. Todo conocimiento pone al
hombre en cuestión; los unos y los otros se escalonan a una distancia más
o menos grande de ese punto de referencia que es el ser humano tal como
lo debe poner en evidencia una antropología fundamental. Esta ciencia de
ciencias del hombre debe asegurar la interconexión entre el orden vital y la

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cultura histórica. Las categorías de la vida y de la experiencia vivida
(Erlebnis), evidenciadas por Dilthey, no han agotado su fecundidad.
Psicología, filología, lingüística, sociología, historia, etnología, política,
economía, más allá de sus determinismos específicos, no pueden producir
más que migajas de verdad, verdades incompletas si no se ponen por
causa el orden de los valores humanos, denominador común del saber del
hombre sobre el hombre, cuya exigencia primera es salvaguardar su
carácter antropocosmomórfico.

El fraccionamiento de las pretendidas ciencias del hombre en el periodo


contemporáneo es el signo de una patología canceriforme de la cultura. El
crecimiento anárquico de las especializaciones que bajo el pretexto de la
exactitud y del rigor, pierde de vista el sentido mismo de la investigación,
señala la urgencia de una visión global, comprensiva de la humanidad del
hombre. Se habla hoy por todas partes y a tientas de interdisciplinariedad,
vector epistemológico destinado a compensar en un esfuerzo de
convergencia la pendiente de la divergencia natural entre los diferentes
saberes. Si no se trata de un simple neologismo, otro más, destinado a
disimular un vacío epistemológico, la reivindicación interdisciplinaria señala
la necesidad de una pedagogía fundamental, centrada sobre el principio
regulador de la figura humana, organismo biológico y mental, natural y
cultural todo en conjunto.

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