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Del día en que me comí a Rafael.

Fuimos río arriba, cruzándolo de vez en cuando sólo por el gusto de meter las zapatillas al
agua y verlas luego adobarse de arena y piedrecillas. El sol era como un ave vigía, los
tábanos guerreros de una batalla que no veíamos y nuestro silbido era el perfecto
soundtrack para la sangre que se derramaría.

Cuando llegamos a una planicie, y el río se ensanchaba en una gran playa de piedras y
musgos; un tronco enmohecido que logró convertirse en refugio de duendes, me llamó la
atención.

- ¿Tú crees en los duendes? – le pregunté a Rafael.

- Por supuesto que sí, de niño me querían robar – respondió.

- ¿Llamemos uno?

Nos desnudamos. Lavamos la ropa en el río y nos metimos al agua. Nadamos un buen rato
para luego secarnos bajo un espino. Nos vestimos. Encendimos fuego y nos servimos un
pan mientras hervíamos agua; luego con las brasas encendí un atado de hierbas y grité para
atrás. El duende apareció desde arriba del árbol, sentado en un quintral.

- ¿Dónde hay oro? – preguntó apresurado Rafael.

- No sé na yo - dijo el duende

- Si vo sabí conchetumadre

- No sé na yo – volvió a decir mientras daba un salto y caía a mi lado – ¿para qué me


llamaste? – me dijo

- Traje a Rafael. Además tengo un pancito para ti - le dije mientras rebuscaba en mi


morral. Al volver hacía él, ya había desaparecido.

Rafael se amurró. Por más que uno explica la gente no quiere entender, nada que hacerle.
Con la ropa húmeda retomamos la caminata, ahora sin silbido. El viento escaseaba mientras
la vegetación poco a poco iba cambiando. Los cerros que nos rodeaban transmitían silencio
y el tiempo no hacía más que colorear el día. Yo me separé en los pensamientos y mientras
caminé olvidé mi propio ser. Di aquellos pasos que no cansan, aquellos que te hacen flotar
sobre la tierra en movimiento. Rafael sí se cansó. Me pidió detenernos y recién ahí noté su
expresión. Estaba sufriendo de pánico. Lo abracé y sin más volvimos a encender un fuego
sobre un lugar sin huellas. Saqué otro atado de hierbas, lo encendí, y le hice respirar el
humo hasta que se durmió.

Al volver el duende, repartimos sus carnes, comimos, contamos nuestro oro, y


desaparecimos para volver a los troncos enmohecidos. Al fin logramos robarnos a Rafael,
pienso, guardaré un atado de su pelo para encenderlo luego cuando baje a la ciudad.

David Arturo Santos Arrieta. (Santiago en 1979). Poeta, Psicopedagogo, Magister en


Educación, radicado en Monte Patria. Miembro de Acción Poética Monte Patria, y gestor del
proyecto para el fomento lector: RIEL, un río de escritura en el Limarí. 

Ha publicado los poemarios Mirándome a los ojos (2005); Mirando el tiempo con ojos de
cristal (2006), Ay Sí (2006), todos autoeditados bajo el concepto de Lagartija Ediciones, donde
además ha editado diversos libros. En el 2015 publica Los Llantos de la Añañuca, en
Cinosargo Ediciones; y en 2019 los libros Aula, en Navaja Ediciones, y Juguete Chino con
Opalina Cartonera. En el 2021 presenta el libro Luna Centinela, ilustrado por Miguel Ponce,
pintor tulahuenino.

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