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En muchas ocasiones a lo largo de nuestra existencia, nos encontramos en una situación

donde cuestionamos la realidad. Las interrogantes que pueden suscitarse provienen de


modelos y esquemas impuestos por la sociedad entendida desde su arista cultural -los
símbolos y las manifestaciones de imaginación social que observamos desde que
tenemos uso de razón- que finalmente se traducen como un escape lógico de lo que se
vive y percibe día a día.
Por supuesto, al ser sujetos de nuestra época no contamos con elementos científicos o
teóricos como para cuestionarla; he aquí donde entra la filosofía como una profunda
reflexión de lo preestablecido en pos de ampliar el espectro de pensamiento, mejorando
la comprensión de lo que se ve o de lo que no se ve. Y es que como asegura Ricoeur,
“sin comprender como vivimos (…), no hay manera de comprender como la realidad
pueda llegar a ser una idea” (51), por lo cual los símbolos culturales deben ser
legitimados –a través de una autoridad o institución- e integrados a la propia experiencia
del individuo. Separando el pasado intelectual y espiritual con un presente abocado a la
construcción de un paradigma propio, jamás podremos cuestionar la realidad que se nos
muestra al persistir el prejuicio y el deseo de desconstruir lo ya determinado.
Necesaria esta deconstrucción, la ideología –entendida como una oposición entre la
praxis y la realidad, según Ricoeur- puede deformarse o confirmarse según el sujeto se
entienda, se cuestione a sí mismo. Claramente, los distintos sistemas estatales y de
liderazgo imponen una normativa cultural moral y sociológica a seguir que legitiman
per sé a la realidad; esto quizá sea fundamental para velar por la armonía social, pero en
su connotación negativa puede llegar a ser una herramienta para la manipulación de
masas. Ejemplos mundiales sobran de esto último; lo importante es rebelarse ante ella
pero no para crear caos o alcanzar logros materiales, sino para poder determinar
caminos alternativos con el fin de desarrollar un sistema de creencias propio y para el
bien colectivo, legitimado esta vez por uno mismo a través del júbilo, el logro de
subvertir la realidad existente.
En esta posición de actitud que no puede ser otra que filosófica y por ende, subjetiva y
abierta, es que el educador debe desarrollar una práctica reflexiva. La disciplina que se
encarga de este tópico –la Filosofía de la Educación- intenta, a nuestro parecer,
transmitir al mundo educacional la tarea de esclarecer los conceptos, según comenta
Fullat, clarificarlos, entendiendo que la profesión en sí y las autoridades que la regulan
cuentan de antemano con estándares sustentados por teoría, práctica y reflexión de
personas que ya se han postulado en su propio tiempo –y que nos heredan el
conocimiento en la actualidad-. Encontramos en el rol docente algo más que el sólo
enseñar; en ocasiones somos padres o psicólogos, cubrimos un espectro profesional
gigantesco, vale calificarlo de desvalorizado y mal remunerado. Dentro de este,
podemos agregarnos la vocación de filósofos; considerarnos ignorantes en pos de una
búsqueda intencional del saber más allá de los libros y conferencias que enriquezca la
práctica individual de la profesión y se pueda transmitir al colectivo.

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