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LAS TRES HERIDAS DE MACHADO

Llegó con tres heridas

la del amor,

la de la muerte,

la de la vida.

Miguel Hernández

La vida de Antonio Machado podría ser la trama de una novela trágica por sus vicisitudes.
En ella convive el exilio con la muerte prematura de su mujer y el amor irrealizable de
Guiomar. Sin embargo, las tres heridas del poema de Miguel Hernández no oscurecen su
lírica: la profundizan. Lejos del lenguaje barroco, aunque sí cerca del modernismo,
particularmente de la obra de Rubén Darío, Machado consigue lo que es quizá el logro de
mayor dimensión en la poesía: a través de la sencillez en el lenguaje, conseguir la
universalidad de los temas recurrentes del arte, las mismas tres heridas del epígrafe.

Para ejemplificar lo anterior, enseguida se analizará el poema LXXVII de su primer libro,


Soledades.

Es una tarde cenicienta y mustia, destartalada, como el alma mía;

y es esta vieja angustia que habita mi usual hipocondría.

La causa de esta angustia no consigo ni vagamente

comprender siquiera;

pero recuerdo y, recordando, digo:

—Sí, yo era niño, y tú, mi compañera.


Y no es verdad, dolor, yo te conozco, tú eres nostalgia de la

vida buena y soledad de corazón sombrío, de barco sin

naufragio y sin estrella.

Como perro olvidado que no tiene huella ni olfato y

yerra por los caminos, sin camino, como el niño que en la

noche de una fiesta

se pierde entre el gentío y el aire polvoriento y las

candelas chispeantes, atónito,

y asombra su corazón de música y de pena,

así voy yo, borracho melancólico, guitarrista lunático,

poeta, y pobre hombre en sueños,

siempre buscando a Dios entre la niebla.

Desde el inicio, Machado se mimetiza con la tarde, adjetivándola como símil suyo. El
lenguaje estilizado pero sin trucos verbales o adornos, resalta la profundidad del fondo del
poema: el destino trágico del ser humano, la fugacidad, la nostalgia de la vida buena,
destino incomprensible por otro lado, existencialismo temprano, cerca de Baroja y
Unamuno. Eso que resulta incomprensible, el poeta trata de transmitirlo con el uso de
símbolos: un perro olvidado sin el olfato, un niño que se pierde pero sin embargo,
asombra su corazón de música y de pena.

Yo te conozco, dolor, afirma el poeta. Melancólico, lunático, pobre, hipocondriaco,


Machado se exhibe para exponer a la humanidad entera en su búsqueda infructuosa,
presente desde la infancia, permanentemente referida en la obra del poeta, igual que los
elementos como los caminos, esta vez sin caminos y los sueños. El poema transmite una
sensación de abandono por la ausencia de Dios, ausencia metafísica propia de su
generación.

LOS TRES COFRECILLOS DE AZORÍN

En Las confesiones de un pequeño filósofo, José Martínez Ruiz, Azorín, a través de una
prosa completamente estilizada, en pasajes de corto aliento describe de manera
autobiográfica episodios de infancia como elementos para explicarse y explicar al lector
mediante una sintaxis simple, los conflictos de un niño en su etapa escolar, los cuales
trascienden hacia el los temas presentes a lo largo de su obra y que pueden resumirse en
la realidad española.

En el capítulo XXXVII, Azorín define en tres corolarios la idiosincrasia del pueblo español:

Si yo tuviera que hacer el resumen de mis sensaciones de niño en estos pueblos opacos y
sórdidos, no me vería muy apretado. Escribiría sencillamente los siguientes corolarios:

«¡Es ya tarde!»

«¡Qué le vamos a hacer!», y

«¡Ahora se tenía que morir!»

Tal vez estas tres sentencias le parezcan extrañas al lector: no lo son de ningún modo; ellas
resumen brevemente la psicología de la raza española: ellas indican la resignación, el
dolor, la sumisión, la inercia ante los hechos, la idea abrumadora de la muerte.

Esta capacidad de resumir, cercana al silogismo, por su economía del lenguaje, aproxima
al lector a un razonamiento sociológico, filosófico, a través de la ironía de un lenguaje
pulido y accesible. Azorín resalta la resignación y el conformismo, en la voz del joven
filósofo inmerso en el modelo educativo de su generación: rígido, estricto, dogmático,
concentrado en los modales y las apariencias más que en la libertad del pensamiento. Ese
contraste entre el pensamiento liberal del pequeño filósofo (Azorín) y la rigidez arraigada
en la tradición, refleja también la diferencia entre conocimiento y sabiduría. El medio
aterrador que describe el autor entre las paredes del colegio, contrasta con las
descripciones del paisaje, al igual que contrasta el sentimiento entrañable por el pueblo,
descrito en el capítulo XXXVIII (Las vidas opacas): “Yo no he ambicionado nunca, como
otros muchachos, ser general u obispo; mi tormento ha sido -y es- no tener un alma
multiforme y ubicua para poder vivir muchas vidas vulgares e ignoradas.” Un alma sencilla,
pero con el conflicto permanente del ser humano: no ser todos ni estar en todas partes.

La estética de lo bello de la que hablaba en Hispanoamérica José Enrique Rodó


(contemporáneo suyo) en su Ariel, se profundiza tomando distancia de lo aristocrático y
refugiándose en la concepción profunda del pueblo.

El epílogo de estas confesiones resume a través del coloquio de tres perros, la esencia de
la narrativa de Azorín:

Uno de ellos explica:

Señores: yo soy un can mundano, amigo del progreso. El bullicio y el ir y venir rápido de los
trenes me encantan. ¿Añadiré que aquí los mantenimientos son fáciles de hallar? Piltrafas,
huesos de pollo, cortezas de queso, restos de carnes asadas: todo esto es lo que yo
encuentro y saboreo en la estación. Además, yo amo profundamente la democracia. Os
diré por qué al principio de frecuentar las estaciones, yo observaba que sólo comían los
viajeros que iban en los coches modestos, incómodos. Los que iban en coches lujosos, no
comían. Me era imposible el explicarme este absurdo.

Otro argumenta: “no hay nada como la paz, el silencio y la sanidad del campo.”

Ambas ideas y visiones arraigadas en el pueblo, una forma de interpretar al mundo. Las
dos quizá de alguna manera compartidas por Azorín. Argumentos válidos ambos, tomando
en cuenta las circunstancias, cerca del pensamiento de José Ortega y Gasset (otro de sus
contemporáneos). Azorín entiende estas circunstancias y es por eso que su pensamiento
es liberal en su didáctica, con esa sencillez aparente que esconde los razonamientos más
profundos.

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