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Nuñez Ramos - La Poesia
Nuñez Ramos - La Poesia
Nuñez Ramos - La Poesia
Y LITERATURA COMPARADA
LA POESÍA
EDITORIAL
SINTESIS
LA POESÍA
LA POESIA
Rafael Núñez Ramos
Número 15 de la colección:
Teoría de la literatura
Y LITERATURA COMPARADA
Director:
Miguel Angel Garrido
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34. 28015 Madrid
Teléfono (91) 593 20 98
http://www.sintesis.com
ISBN: 84-7738-159-3
Depósito Legal: M. 21.275-1998
Preliminar.............................................................................................. 11
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE
LA POESÍA
7
3.2. Complejidad ............................................................................. 59
3.2.1. Complejidad del discurso y complejidad del sentido, 60;
3.2.2. Complejidad, sentido no conceptual e implicación
del sujeto, 62,
3.3. Originalidad............................................................................. 66
3.3.1. Originalidad y origen, 66; 3.3.2. Originalidad e informa
ción, 68; 3.3.3. Originalidad, comunicación y conocimien
to, 71.
3.4. Unidad ...................................................................................... 71
3.4.1. Unidad y globalidad, 72; 3.4.2. Unidad y linealidad, 74.
Capítulo 4. La FUNCIÓN EXPRESIVA Y I.A UNIDAD PONDO-FORMA EN
EL POEMA................................................................................................................... 77
4.1. Poesía y función expresiva....................................................... 78
4.1.1. Función expresiva y absolutización del lenguaje, 82.
4.2. Exactitud e indeterminación.................................................... 83
4.3. El poema como unidad y como totalidad ............................... 83
4.3.1. Totalidad «representacional» y unidad fondo-forma, 83;
4.3.2. Totalidad, función expresiva y motivación del sig
no, 85.
4.4. Unidad fondo-forma y experiencia estética............................ 87
Capítulo 5. La COMUNICACIÓN POÉTICA ..................................................... 91
5.1. Poesía, juego y comunicación.................................................. 92
5.2. Las figuras del autor................................................................. 94
5.3. Los papeles del lector .............................................................. 98
5.4. Autocomunicación y connivencia............................................ 99
SEGUNDA PARTE
EL POEMA
Capítulo 6. El papel del lenguaje en la poesía........................... 105
8
Capítulo 9. Estructuras sintácticas............................................ 147
9.1. Hipérbaton............................................................................... 148
9.2. Emparejamiento....................................................................... 153
Bibliografía............................................................................................ 213
9
Preliminar
11
palabras, decirlas por primera y última vez, y decirlas a alguien
para que las escuche también por primera y última vez, por
que el hecho de que la poesía sea una conducta lingüística le
hace dar entrada al otro (Poema: búsqueda del tú, dice O. Paz),
no como destinatario de un mensaje, sino como partícipe de
una condición, la condición poética que nos invita a dar un
valor personal a las palabras, aunque sean las palabras reci
bidas.
De esta manera, la poesía, siendo ante todo una forma pro
pia de nombrar el mundo que no tiene que manifestarse nece
sariamente en la institución literaria, puede subsistir como tal
cuando uno hace suyas las palabras de otro, cuando puede
hacer de ellas su propia forma de nombrar las cosas. Porque la
conducta poética es desinteresada, no busca ninguna utilidad
práctica; simplemente trata de explorar los sedimentos más se
cretos de cada uno. Por ello no hay en la poesía siquiera la pre
tensión de convencer o emocionar a nadie; la poesía no es pro
paganda ni retórica.
Si la conducta poética incluye al otro no es en tanto que
destinatario sobre el que hay que actuar. Pero lo incluye, la
poesía no es simple autoexpresión que sólo el propio ejecutan
te podría apreciar. Lo que ocurre es que el otro está en uno
mismo, porque para la conducta poética un hombre es todos
los hombres, siguiendo la misma lógica que llevó a los diarios
a atribuir al hombre la capacidad de saltar una longitud supe
rior a los 8,90 metros sólo porque un hombre la había saltado.
Como afirma H. Domin, la poesía «da sólo la esencia de lo que
acontece al hombre, nos une con la parte de nuestro ser que no
ha sido rozada por los compromisos, con nuestra infancia, con
la frescura de nuestras reacciones» (1986:21), y en esa parte
esencial, en realidad la parte potencial («lo que podría suceder»
que imita la poesía según Aristóteles y por eso es más univer
sal), en esa parte coincidimos todos y podemos reconocernos
sin necesidad de recurrir a convenciones.
Ser el origen de nuestro lenguaje en cualquier ocasión, o
ponernos como origen de un lenguaje que podemos reconocer
como nuestro, que podemos hacer nuestro, sin que se nos
imponga, son dos formas de conducta poética que se encuen
tran precisamente en el poema. Al referirnos a la poesía como
forma de conducta, no estamos pretendiendo relegar el poema a
un segundo plano, sino que queremos subrayar su indispen
sable vinculación con las actitudes del hombre que son las que
lo vuelven auténticamente poético.
14
En este orden de cosas, hay que tener en cuenta que a la
poesía, que constituye una conducta libre, desinteresada, no
afectada por los compromisos que cada uno contrae con los
demás, no le resulta fácil sobrevivir en los sistemas interperso
nales en los que las conductas están gobernadas por el interés
y el intercambio mercantil. Y, sin embargo, estos sistemas no
quieren borrar las huellas de la poesía, sino sólo la poesía, por
que el poema puede limitarse a ser sólo la huella de la poesía
con la que se hace creer a cada cual que satisface esa necesidad
antropológica que la poesía, o el arte, u otras formas de con
ducta, habrían de satisfacer. El arte se ha convertido en un gran
negocio (y su rentabilidad no es sólo económica, especialmen
te en el caso de la poesía) porque responde a una necesidad
humana fundamental (vid. Adorno, 1980:32-33); pero al conver
tirse en negocio se vacía, porque tratándolo como mercancía,
su naturaleza se degrada; y como señala EL Gablik, siguiendo
a Lcwis Elyde, el arte es, por su naturaleza misma (porque es
una conducta desinteresada), un regalo y no una mercancía:
15
un rendimiento para el sistema, a hacer también del intercam
bio de poemas un intercambio de mercancías. Lo que ocurre
entonces no es que el poema en cuanto sucesión de palabras
cambie, lo que cambia es nuestra forma de relacionarnos con
él, como poetas o como lectores, la forma de relacionarnos
entre nosotros (que en vez de libre y espontánea es impuesta y
dirigida), cambia nuestra conducta, la lectura del poema no es
ya lectura de la poesía, ya no es transmutación de nuestros
sedimentos más secretos en poesía.
La renuncia a la poesía como conducta pública, el refugio
en el silencio, la resistencia pasiva a la corrupción de la palabra
por los medios, son respuestas significativas de algunos escri
tores que consideran perdida la batalla. Y tal vez llevan razón:
si la poesía es concebida como un medio de llevar a la sociedad
esa transformación de la conducta que ella misma realiza, no
parece que quepan muchas esperanzas. Las falsas satisfacciones
que produce la inserción de poemas y sucedáneos en los medios
de cohesión social —San Juan teatralmente declamado al termi
no del telediario con espléndidas fotografías de fondo- es
suficiente. L.a necesidad de la poesía, de la conducta poética, se
siente de manera oscura y cualquier simulacro podría conten
tarnos. Así se impide a las personas reconocer su necesidad;
como afirma Gabriel Zaid (1986:134)
16
incluso, «de asignar un valor personal a las palabras» (conducta
poética interior), de recogerlo en un poema y, finalmente, de
que esa salida personal exprese a otros muchos, que podrán
encontrar en el poema la oportunidad para su propia creación.
Lo que, en definitiva, quisiera subrayar en estas páginas in
troductorias es que para caracterizar la poesía es preciso poner
en correlación los objetos en que se manifiesta, es decir los
poemas, y sus características más notorias, con la función que
la creación de esos objetos desempeña en la vida del hombre.
El análisis de los poemas no basta para revelar su función por
el carácter engañoso de que antes hablamos, por eso debemos
comenzar con un breve repaso de las circunstancias en las que
se desarrolla la existencia del hombre en la tierra, los tipos de
conducta que debe realizar y las funciones explícitas o im
plícitas que subyacen en esas conductas para tratar de compro
bar en qué tipo se incluiría la poesía. Si antes invocamos a
Calvino para remitir la justificación de la poesía a las necesi
dades antropológicas que satisface, ahora habría que recordar
a Gadamer (1991:66) cuando apunta que la base antropológica
de nuestra experiencia del arte y, por tanto de la poesía, se
encuentra en los conceptos de «juego, símbolo y fiesta»: la
conclusión de la introducción, en la que nos ocupamos de estos
problemas, es que la poesía consiste, fundamentalmente, en
una forma de juego y que algunas de las características más
notables de la experiencia poética son las propias de la expe
riencia del juego en general.
En la primera parte, a partir del reconocimiento de la pe
culiaridad de la poesía como juego, tratamos de caracterizar en
términos generales el sentido de la experiencia poética, los
mecanismos en que se funda y el tipo de comunicación que
constituye. Y, finalmente, analizamos en la segunda parte las
operaciones a que se somete el lenguaje en el poema para
promover esa conducta característica que se manifiesta en la
asimilación rítmica de la expresión y el contenido.
17
INTRODUCCIÓN
1.
LA POESÍA Y LAS FORMAS DE CONDUCTA
DEL HOMBRE
21
míenlos carenciales de su existencia en oportunidades de pro
longación de su vida.»
22
ciones o proyecciones de su organismo con las cuales algunas
de las funciones de éste pueden realizarse de forma más espe
cífica (es decir, especializada) y eficaz: el carro, el automóvil,
el avión son proyecciones de sus extremidades, el teléfono es
una proyección de la voz, el lenguaje un medio de prolongar
la experiencia en el espacio y el tiempo, etc. Así, el hombre, ese
animal incompleto, se completa a sí mismo y hace posible la
vida.
Las proyecciones son esenciales al hombre; le permiten sa
tisfacer sus necesidades, adaptarse a la naturaleza sobre la que
no posee control genético, responder a los desafíos del entorno
y evolucionar de una manera más rápida; y además, en la
medida en que constituyen exteriorizaciones de su organismo,
le permiten desdoblarse y observarse a sí mismo. Todo el
conjunto de las proyecciones configuran la cultura en el senti
do amplio del término, que sirve para definir al hombre en la
medida en que, como sugiere Geertz, su sistema nervioso no
sólo le permite crear y adquirir cultura, sino que se lo exige
terminantemente para ser una criatura viable (1989:72).
23
Cabe hablar, pues, de un gesto creador en el nacimiento del
lenguaje que hace surgir las cosas al nombrarlas, aunque sea
para reconocerles e imputarles inmediatamente una utilidad;
pero inevitablemente antes está el momento individualizador y
diferenciador, cuando al nombrar el mundo descubrimos en
él su variedad y riqueza. Luego unas cosas se asimilan a otras
en algún aspecto o función y podrán ser recubiertas por una
única palabra que las reemplaza en su ausencia (la palabra es
vocablo: lo que puede llamar, convocar lo ausente). Consi
guientemente, la palabra, en vez de presentar la realidad, la
representa bajo algún aspecto o carácter. Desde el momento en
que el símbolo sonoro se reconoce como reproducible y sepa
rable de la cosa ante la que surge, puede representarla también
sin que la cosa se halle presente, lo que hace posible dirigirse
hacia cosas y realidades lejanas, que no han sido dadas.
24
1.3. Cultura y deshumanización. El lado negativo de
las proyecciones
25
cional de las proyecciones, aunque permite, por un lado, una
satisfacción más inmediata de ciertas necesidades vitales y
una evolución más rápida, por otro lleva a que el hombre re
ciba el acabamiento en las proyecciones de otros hombres
con la consiguiente pérdida de su condición autopoética.
26
1.3.1. Los peligros del lenguaje
Lenguaje y abstracción
Esta escisión obedece a que, en el caso del lenguaje verbal,
la comunicación está mediatizada por el concepto. El lenguaje
27
lleva a la idea, a la noción, no a la cosa, sino a la abstracción,
a la clase de la cosa, lo cual exige una selección de sus propie
dades, conservando las que comparte con otras cosas y despre
ciando las que le son propias. En la comunicación común por
medio del lenguaje, el estímulo sonoro, apenas percibido, se des
vanece, desplazado por su sentido. La percepción, que carece
de valor propio, apenas deja huella sensible, pues es sustituida
inmediatamente por la comprensión y el concepto. Con el uso
práctico del lenguaje abandonamos el orden de lo sensorial
para ocupar el del pensamiento intelectual. Las cosas ya no
están presentes en su concreción y esplendor particular, sino
que son referidas y asimiladas a una etiqueta, a una clase, a
un concepto, a una idea abstracta; como señala Dufrenne
(1973:85):
Lenguaje y falsificación
El reconocimiento del lenguaje en cuanto tal, es decir en
cuanto sistema sustitutivo que contribuye a la formación de la
conciencia, introduce la posibilidad de falsificación, de enga
ñar a los otros y a uno mismo; recuérdese la famosa definición
de Eco según la cual signo es todo lo que puede ser usado para
mentir. El lenguaje, entonces, contribuye a la pérdida de la gracia
e ingenuidad originarias que conservan el niño y el animal:
28
«Si reflexionamos sobre la evolución de la comunicación,
resulta evidente que un estadio muy importante de esta evo
lución tiene lugar cuando el organismo cesa gradualmente de
responder de manera “automática” a los estados afectivos-
signos de otro y se hace capaz de distinguir el signo en cuanto
señal; es decir, a reconocer que las señales de otro individuo
y sus propias señales son solamente señales, en las que se
puede confiar o desconfiar, que pueden ser falsificadas, ne
gadas, ampliadas, corregidas y así sucesivamente.» (Bate-
son: 1985:206).
29
Lenguaje y desarraigo del presente
Finalmente, el lenguaje, al hablar de lo ausente, al evapo
rarse en cuanto materia sensible, se vincula a la memoria
(pasado) y al deseo (futuro), pero no a la experiencia (presente).
«Entre la percepción y la acción industriosa se sitúa una fase
intermedia de trato, no mutante, con las cosas (planificación)»
(Gehlen).
30
• En primer término, son, como las catálisis del relato
según Barthes, momentos de relleno que forman parte de
la conducta general de descanso de la acción productiva;
configuran lo que podemos llamar distracción o entreteni
miento. Consisten en un recrearse en la acción improduc
tiva; no tienen finalidad manifiesta y su función no excede
la de mantener al organismo dispuesto para el trabajo o, en
todo caso, evitar el aburrimiento.
• En segundo término y como resultado de lo anterior,
en el trato descansado y no utilitario con las cosas se re
velan nuevas posibilidades de relación con ellas. Se da esta
situación, por ejemplo, cuando surgen obstáculos en el ca
mino hacia una meta en una situación de satisfacción rela
tiva en el niño a causa del cuidado y protección de los
padres. En estos casos, el obstáculo capta la curiosidad y su
superación se constituye en objeto de la acción del indivi
duo, quedando relegada a un segundo plano la finalidad vital.
De todo ello deriva la ampliación del conocimiento y de las
capacidades del hombre, que pueden ponerse al servicio de
fines prácticos, con lo cual volvemos al mundo de las pro
yecciones y su perfeccionamiento, o bien resultan autosa-
tisfactorios y revelan una nueva dimensión. Nos encontra
mos aquí con un primer esbozo de lo que Caillois llama
ludus, es decir, el gusto por vencer dificultades artificiales
(1967:68).
• Efectivamente, en tercer lugar las conductas no dirigi
das a objetivos vitales ejercen atracción por sí mismas pro
duciendo una satisfacción no ligada a nada exterior a ellas,
de tal manera que no sólo se repiten, sino que son perse
guidas voluntariamente hasta llegar a crear de forma artifi
cial las condiciones que las impulsen, y se ejecutan «como
si tendieran a la satisfacción de una meta instintiva o vital».
31
la utilidad que el trato pone de manifiesto, que anula su con
dición de juego y vuelve a la conducta práctica en sentido pro-
yectivo: centrada en el futuro y en la satisfacción de necesida
des transformadas en intereses. Nótese, sin embargo, cómo
existe una vía en la que pueden confluir el impulso a la acción
productiva con el impulso de juego, que se oponen en cuanto
la primera sitúa el interés en el producto, mientras el segun
do no tiene otro interés que el de la propia acción (cfr. Paz,
1986:29: «el hombre es hombre gracias al trabajo; hay que aña
dir que sólo logra serlo cuando se libera de la faena o la trans
muta en el juego creador».
32
lerés derivado de tales necesidades, la poesía, como todos los
juegos, constituye una proyección del organismo que no se
dirige manifiestamente al cumplimiento de una finalidad;
de hecho, durante mucho tiempo la poesía, como el arte en
general, no fue concebida como un dominio autónomo, sino
como un complemento ornamental o sensual (una forma de
diversión y descanso) al servicio de funciones más precisas;
recuérdese, por ejemplo, el «docere delectando» horaciano, las
diversas formas de arte religioso, la poesía que surge vinculada
a ciertos rituales mágicos, etc. Pero la poesía ha ido progresi
vamente emancipándose de los ámbitos en que actuaba como
mero acompañante reclamando una necesidad que en modo
alguno alcanza a formularse de manera clara contundente. Por
eso Valéry (1990:194) concibe la invención del arte emancipado
como el intento de conferir una especie de utilidad a las sensa
ciones inútiles y una especie de necesidad a los actos arbitra
rios, sin que esa necesidad y utilidad tengan la evidencia y la
universalidad de lo vital, de ahí que cada persona las sienta
según su naturaleza y las juzgue y disponga de ellas soberana
mente, y haya que hablar en términos generales de una finali
dad sin fin. Sin duda, como veremos, el cumplimiento de la
¡unción antropológica del juego y la poesía, exige en cada caso
que ésta no se plantee explícita y conscientemente, como un
objetivo que el jugador ha de perseguir, de ahí que brote
fácilmente en dominios que no la promueven o en cualquier
faceta de la vida, y que se vuelva difícil y problemática preci
samente cuando se persigue de manera voluntaria y consciente
en las épocas actuales del arte emancipado.
33
Y, sin embargo, no nos contentamos con atribuir una gra-
tuidad y arbitrariedad absoluta a los actos que configuran el
juego, ese énfasis que el hombre pone en él parece declarar que
en el fondo posee una funcionalidad, una «seriedad secreta» que
la práctica debe conservar en tal estado para que se cumpla.
Sin introducir elementos trascendentes, que me parecen
respetables, pero que siempre dejarían aspectos misteriosos o
dependientes de la fe de cada cual, conjeturamos que, a pesar
(y también a causa) de su actuación sobre la naturaleza, de su
trabajo, de sus proyecciones, el hombre conserva su condición
carencial, pero, una vez asegurada la conservación de la vida,
la tendencia a la acción característica del animal incompleto
que es, busca una salida en esos comportamientos inútiles del
juego y de la poesía que lo realizan como hombre y le devuel
ven parte de su condición original:
34
i .iniino son determinantes; más bien, de existir, deben ponerse
rime paréntesis.
Según Dufrenne (1973:172-173) la inspiración es la llamada
de la obra por hacer, cuyo esbozo guía al poeta:
35
en una actividad artística, aunque paradójicamente sólo pueda
ser alcanzada de manera particular y siempre distinta. Hoy es
frecuente que se pregunte a los artistas las motivaciones que
les impulsan y, claro está, muchos no lo saben bien y la mayo
ría contestan con formulaciones vagas (buscando el milagro,
para que Dios hable, en busca del misterio) o muy genera
les (conocerse mejor). Si se trata, en fin, de que la conducta del
artista es necesariamente auténtica y espontánea, nada mejor
que los mecanismos del juego para explicarlo.
Efectivamente, en el juego lo que realmente importa es que
la conducta se halla dirigida por una expectativa indetermina
da, que regula los movimientos de los jugadores (del autor y
del lector en el caso de la poesía), pero cuya formulación o cris
talización conceptual destruye el juego y nos expulsa de la
poesía. Y esa direccionalidad de la conducta no necesita otra
explicación que la propia condición de ser incompleto y caren
cial propia del hombre que busca realizarse lo más ampliamen
te posible por sí mismo; si los comportamientos utilitarios
están encaminados a la satisfacción de las necesidades vitales y,
por ende, a hacer posible la vida, los comportamientos lúdicos,
en la medida en que producen una satisfacción cuando la
subsistencia ya está asegurada y no es objeto de preocupación,
llenan la vida de contenido, permiten al hombre ser, y no
simplemente estar en el mundo, realizarse como persona en
diversas facetas según las particularidades de cada juego, en
contrar su propia naturaleza profunda, que es curiosamente la
misión que atribuye Lotman al juego y que, según él, el arte
cumple en una medida todavía mayor. Es, en fin, la condición
de juego la que hace del poema, como dice El. Domin, «un
artículo mágico de uso», como un zapato que se acomoda a
cada pie para seguir el camino hacia lo intransitable, hacia los
momentos en los que el hombre es realmente idéntico consigo
mismo, cosa que no ocurre en la vida práctica cotidiana en la
que se pierde la identidad, al convertirse el hombre en «el
punto de reunión de sus funciones» (cfr. Domin, H., 1986:23).
En fin, el juego produce la satisfacción del encuentro con
uno mismo y con el mundo, frente a la sensación de someti
miento, control exterior, dependencia y escisión que va unida
a las conductas utilitarias y al uso de las proyecciones recibidas
y nunca del todo asumidas. Es la diferencia que Winnicot
establece entre la apercepción creadora y el acatamiento:
36
«Lo que hace que el individuo sienta que la vida vale la pena
de vivirse es, más que ninguna otra cosa, la apercepción
creadora. Frente a esto existe una relación con la realidad
exterior que es relación de acatamiento; se reconoce el mun
do y sus detalles pero sólo como algo en que es preciso
encajar o que exige adaptación. El acatamiento implica un
sentimiento de inutilidad en el individuo, y se vincula con la
idea de que nada importa y que la vida no es digna de ser
vivida. En forma atormentadora, muchos individuos han ex
perimentado una proporción suficiente de vida creadora
como para reconocer que la mayor parte del tiempo viven de
manera no creadora, como atrapados en la creatividad de
algún otro, o de una máquina.» (Winnicot 1982:93).
37
la poesía que es preciso comprender como inherentes a su
condición de juego y que, por tanto, se dan siempre en ella,
cualquiera que sea su contenido. Frecuentemente, estos rasgos
son desarrollados como temas de ciertas composiciones; sin
embargo no es esto lo que las hace poéticas, sino el hecho de
que, se trate de lo que se trate, el lector lo experimente en las
condiciones que el juego impone. No se trata, por ejemplo, de
que la poesía hable de la sensación de totalidad y unidad con
el mundo, sino de que la cree en el lector.
38
planificación que lleva la vida fuera de donde estamos. Es por
su condición de juego por lo que podemos decir que el poema es
consagración del instante, realizada con ocasión de su produc
ción o consumo, pues, desde esta perspectiva es patente que la
existencia del poema no se da más que en cada ejecución
concreta («si es presente, sólo existe en este ahora y aquí de su
presencia entre los hombres», Paz, 1976:187).
Esta concentración en el presente, propia del juego, no
entra en contradicción con la pretendida vuelta al origen que
busca la poesía, pues se trata de hacer de cada momento vivido
un momento originario en el eterno presente, lo que no signi-
lica de ninguna manera una vuelta al pasado (vid. 3.3.1.), ni con
la idea de H. M. Enzensberger de que la poesía es transmisión
de futuro, pues ello significa que lo anticipa realizándolo en el
presente, no presentándolo a la conciencia como horizonte
(«No quiere decir que hable del futuro, sino que lo hace como
si el futuro fuera posible, como si se pudiera hablar de libertad
entre esclavos...», Detalles). Así lo expresa Eliot en uno de sus
Cuatro cuartetos (Burt Ñorton):
[El tiempo presente y el tiempo pasado / están quizás los dos presentes en
el tiempo futuro / y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado. / Si
todo tiempo es eternamente presente / todo tiempo es irredimible. / Lo que
podía haber sido es una abstracción / que queda como perpetua posibili
dad / sólo en un mundo de especulación. / Lo que podía haber sido y lo
que ha sido / apuntan a un solo fin, que está siempre presente (trad. de
José María Valverde)]
Sensación de universo
39
parte de una totalidad más amplia en la que está implicado.
Cada juego instaura un mundo. Esto no significa necesaria
mente la creación de un espacio en el que se suspenden las leyes
del mundo real, cosa que de hecho ocurre en muchos juegos,
como por ejemplo los deportivos que delimitan un «terreno de
juego», sino que esta acotación de un ámbito propio constituye
un medio que el mecanismo del juego emplea para transformar
todo el sistema de referencias y de relaciones con las cosas ca
racterístico del mundo en que impera la vida práctica e inscri
bir al jugador en un microcosmos particular dentro del mundo.
El jugador es absorbido de tal suerte que en el instante del
juego ese microcosmos es el único mundo o, lo que viene a ser
lo mismo, el mundo entero es experimentado en relación con
las exigencias del juego, con el sistema de relaciones que impo
ne. Así lo considera Eotman, precisamente al tratar el tema del
marco y el espacio en el dominio del arte:
40
logia) que procede del exterior (es un objeto que el niño mani
pula) pero que el individuo (el niño) considera como proyecta
do, puesto ahí por él, una zona neutral de experiencia que no
será cuestionada en virtud de un convenio entre el niño y los
padres en el sentido de que no se le formulará la pregunta de
si ese objeto o espacio fue concebido por él o le fue presentado
desde fuera. La extensión de ese espacio, que define la mayor
o menor capacidad de juego, es variable según los individuos,
pues depende de sus primeras experiencias vitales; su funda
mento se halla en la confianza del niño en la madre, experi
mentada en un período lo suficientemente amplio que coincide
con la etapa de separación del no-yo y el yo. El espacio transi-
cional que analiza Winnicot cubre esa zona y, paralelamente,
permite evitar la separación al llenarla con juegos cada vez más
desarrollados.
Así, el juego es una experiencia en el continuo espacio-tiem
po que se desarrolla en el límite teórico entre lo subjetivo y lo
que se percibe de manera objetiva, de ahí su precariedad, pero
de ahí también el estado de alejamiento y concentración que
produce. Quien juega, como quien lee o compone, se instala en
esa región (y en ese tiempo) en la que cualquier comunicación
exterior se siente como una perturbación que, al poner límites
al espacio, pues viene de un «afuera» que estaba neutralizado,
le rompe su unidad y su capacidad de extenderse, de abarcar al
mundo entero. El lugar del canto, dice Valente, «no tiene re
presentación porque su realidad y su representación no se di
ferencian. El lugar es el punto o el centro sobre el que se
circunscribe el universo» (1973:16), por tanto no es exterior al
hombre, porque lo incluye, es aquello donde se encuentra.
En esa región o lugar, que en la experiencia del juego es
sentida como el universo entero, el hombre está implicado,
forma unidad con él, de ahí que se pueda decir con Bateson
(1985:469) que en el arte creador el hombre tiende a experimen
tarse a sí mismo en cuanto personalidad global como un mo
delo cibernético: es decir, como una pequeña parte de un sis
tema mucho más amplio que, sin embargo, se siente como
personal e íntimamente ligado a cada uno, lo que Valéry llama,
en relación con la poesía, «sensación de universo» (1990:137).
En el juego, pues, no hay separación, sino relación y comu
nicación con el mundo, inmediata presencia como antes de que
surgieran la conciencia y el lenguaje, pero ahora con concien
cia (aunque sin concepto) y, en el caso de la poesía, con lenguaje,
41
si bien necesariamente transformado, según se verá más ade
lante.
Sentimiento
42
.ilr.mza al absorber al individuo en la actividad que realiza
(< liando se juega realmente es imposible atender a otra cosa al
mismo tiempo) lo que supone una fuerte identificación con el ób
lelo de la propia actividad, del sujeto con el objeto.
Pero el juego, como el sentimiento, no es sólo experiencia
subjetiva, ésta va indisolublemente ligada a movimientos, ac-
i iones, operaciones con las cosas, las cuales lo manifiestan ex
ternamente: el juego es también expresión, de ahí que el juego
pueda ser ofrecido en espectáculo a la percepción y compren
sión de los demás, de ahí que la poesía haya sido entendida como
lenguaje expresivo de las emociones del poeta. No es éste, sin
embargo, nuestro punto de vista, pues la contemplación del
juego de otro concebida como expresión del sentimiento del
otro no satisface de ninguna manera las condiciones propias de
la experiencia del juego que venimos analizando: no se trata de
negar la comunicación ni la recepción estéticas, sino de consi
derarlas de una manera activa, personal, implicativa y creadora,
que los términos recepción y contemplación parecen negar. El
juego no es una forma de transmisión de contenidos sino un
mecanismo para producir experiencias, para sentir lúcidamente
la relación con el mundo, pues, como observa Yurkievich, «el
juego absuelve de las restricciones de lo real empírico y al
trasladar a un tiempo y un espacio diferentes, al instaurar una
comunidad aparte en un dominio separado, posibilita un con
tacto extraordinario con la realidad» (1978:27), por tanto, un
conocimiento sensible del mundo y de uno mismo.
43
términos. Mientras en el proceso primario, el mapa y el terri
torio, el signo y la cosa, se identifican: el que sueña no siente que
el sueño, que es un proceso simbólico, sea símbolo de otra cosa,
se limita a soñar, a vivir en el mundo del sueño, y en el proceso
secundario se distinguen: en los comportamientos simbólicos
conscientes el símbolo se siente y percibe como sustituto de lo
que simboliza; en cambio, en el juego se los identifica (el que
juega ejecuta acciones reales que no percibe como simbólicas,
se trata entonces de proceso primario, significación no conven
cional, icónica, o ausencia de sentimiento de simbolización,
como en los sueños) y se los discrimina (pues se sabe que esas
acciones no tienen entidad vital, sino que obedecen a la con
vención del juego, por lo tanto hay proceso secundario, con
ciencia: se sabe que se los identifica, pero si se sabe que se los
identifica es que se los puede discriminar, sin que esa discrimi
nación llegue a producirse, pues rompe el juego, de ahí la pa
radoja).
Así, el juego es conciencia sin conciencia, espontaneidad y
expresión no convencional realizada más que percibida, por lo
cual se constituye en medio involuntario de recuperar la gracia
y la ingenuidad originaria, de provocar la expresión y el senti
miento de contenidos hundidos en los niveles no conscientes
del hombre; contenidos inconscientes entre los que se encuen
tra no sólo lo reprimido, sino lo aprendido y utilizado de ma
nera automática, pero sobre todo, lo posible y originario, todo
lo que somos en potencia, pero no hemos llegado a desarrollar.
44
PRIMERA PARTE
La poesía
2.
LA POESÍA COMO JUEGO:
CARACTERÍSTICAS ESPECÍFICAS.
EL PAPEL DEL LENGUAJE
47
nicación al mínimo precio, como en los intentos de instaurar
un english basic, resulta también de la vocación racional del
lenguaje, o si se prefiere de la exigencia de racionalidad que
el lenguaje mismo ha despertado; pues a medida que esa exi
gencia se afirma, el espíritu se vuelve indiferente a la natura
leza del signo para no retener más que la significación; recha
za la expresividad del signo y reivindica siempre más enérgi
camente el control de su sentido, hasta crear un lenguaje
artificial como el de la lógica del que pueda tener un total
dominio.»
48
instituye reglas suplementarias para la combinación de los
sonidos y sus componentes (timbre, entonación, intensidad,...)
Je acuerdo con principios de proporcionalidad y armonía que
contribuyen a hacerlos ostensibles. Pero los aspectos sensoria
les permanecen, a pesar de su sometimiento a reglas propias,
en el dominio del lenguaje, es decir, aunque la poesía se basa en
la combinación de sílabas, acentos, timbres, unidades melódi
cas, etc., lo hace respetando la estructura de la palabra y la
i rase; si bien el verso, por ejemplo, se define por el número de sí
labas que contiene, no podemos decir, sin embargo, que esté
hecho con sílabas, sino con palabras, frases o segmentos de
frases.
Ahora bien, la palabra y la frase, por ser unidades lingüís
ticas con dos planos, conservan su condición de signos, su ca
racterística de apuntar a algo distinto de sí, al mundo, a la rea
lidad, a las cosas. Y es aquí donde se sitúa el juego de imitación,
que utiliza la propiedad semántica de los componentes del
lenguaje, pero prescindiendo de su función referencial: los
enunciados poéticos invocan cosas y situaciones, pero no repre
sentan estados de cosas existentes en el mundo; tienen sentido,
pero no referencia. Y, puesto que la referencia no es sino la
realización de esa virtualidad que lleva al signo fuera de sí
dejando atrás al significante, la ficcionalidad de los «signos
poéticos» invoca el mundo y las cosas, pero no para llevarnos
al mundo y a las cosas, sino para traerlos a la materia sensible
de los vocablos con la que el juego combinatorio intenta ligar
los. Puede afirmarse, pues, que la parte combinatoria de este
juego está guiada por una búsqueda de sentido que sólo puede
colmar la parte mimética, puesto que juega con los valores
semánticos de las palabras y las oraciones. En términos seme
jantes se pronuncia 1. Calvino:
49
hombre dotado de una conciencia y de un inconsciente, es
decir, sobre el hombre empírico e histórico; el resultado
poético consistirá en el shock que tiene lugar por el hecho de
que en torno a la máquina escribiente se ocultan fantasmas
del individuo y de la sociedad.» (1980:229-230).
50
ble, a que la condición física del lenguaje se conserve en cuanto
tal.
51
4. En fin, en este proceso se desarrolla el auténtico cono
cimiento estético, que no es posible ante la cosa misma, pues
ante ella nos quedaríamos en lo individual, y el conocimiento
es de lo general; en el poema, en cambio, el conocimiento es
de lo general, pues se percibe la cosa en cuanto universal y
arquetípica, la esencia de la cosa, pero la aprehensión es sen
sorial, por los sentidos, con el cuerpo, y no conceptual, con el
entendimiento que, si interviene, lo hace a través del cuerpo y
los sentidos.
52
3.
EL SENTIDO DE LA POESÍA.
CARACTERES GENERALES
53
ción del juego combinatorio que se manifiesta a través del
sonido depende de la densidaa de significación que el juego
imitativo sea capaz de inyectarle, pues en el poema las palabras
conservan su significado, pero no funcionan referencialmente,
no describen una realidau existencial. Esta circunstancia cam
bia el régimen entero de la significación y el valor mismo del
significante, según acabamos de ver en el epígrafe anterior. Por
ello, para examinar el funcionamiento global del poema, co
menzaremos analizando su valor no referencial, esto es, su
condición ficticia, para encadenar a ella algunas características
de su sentido y determinar luego, en el próximo capítulo, los
mecanismos por los que se incorpora indisolublemente a una
forma no transformable.
54
su respuesta no lo es a un pequeño estímulo verbal, simplemen
te, «sino a una experiencia virtual, un estímulo dominante».
En fin, la ficción, por su condición de juego (o propuesta
de juego) desencadena una experiencia de complejidad variable
en relación con la complejidad de la vida virtual que pueda
crear: el lector, enfrentado a objetos y situaciones artificiales e
imaginarias (situación lúdica, no seria) reacciona seriamente,
poniendo en juego todo su ser.
Los juegos de ficción, quizá mejor que los demás, permiten
descubrir con un poco más de precisión en qué consiste la
función implícita en este tipo de actividades, su seriedad secre
ta, su importancia para el feliz desarrollo de la especie.
55
embargo, si la ficción aparece en una situación comunicativa es
que realiza una función o produce un efecto.
56
la realidad expuesta por el poema sino la realidad «íntimamen
te conocida por el propio lector, las situaciones que había
vivido o que —según las circunstancias en que vive— podría
vivir, los sentimientos y movimientos de voluntad por los que
pueden ser acompañadas esas situaciones, o las actitudes que
pueden surgir, a base de aquéllas, en el lector mismo», para
decirlo con palabras de Mukarovsky (1977:89). De esta mane
ra, la representación ficticia puede informar acerca de la relación
entre el sujeto que participa lúdicamente en ella y la realidad
global, por medio de la realidad vivida y conocida por el propio
sujeto. El propio Mukarovsky pone el ejemplo de la música
que, privada de la función comunicativa, descubre con más
claridad que las artes temáticas el carácter específico del signo
artístico:
57
plantea explícita y conscientemente, pues ello supondría salirse
del juego, sino corno impulso de sentido y, en definitiva, como
experiencia que hace al juego satisfactorio, que convierte al
comportamiento en juego, y no en mera distracción.
Esta distinción es importante, pues la plenitud del juego va
ligada precisamente a esa absorción que nos impulsa a mover
nos como si nos dirigiéramos a objetivos vitales. No toda fic
ción, entonces, entra en la rúbrica del juego, pues hay historias
que no consiguen afectarnos, que producen una sensación de
trivialidad y gratuidad más propia de lo que llamamos distrac
ción o entretenimiento que del juego propiamente dicho. El
juego, precisamente, consiste en buscar sentido a través de la
ficción, no en inventar ficciones sin rumbo. Así, a pesar de que
la poesía, por ser ficción, no apunta a una realidad exterior a
sí misma, mantiene siempre un doble vínculo con la realidad,
pues por un lado la invoca y por otro la revela, y ello sin
hacernos salir del dominio cerrado y ficticio del juego, dado
que la invocación es una propiedad de las unidades lingüísticas
y la revelación una experiencia efímera y personal del juga
dor al poner en contacto su personalidad global y su experien
cia del mundo con el objeto de ficción, no al contemplar el
mundo desde fuera.
La cuestión de qué clase de objetos imita la poesía fue
planteada por primera vez por Cáscales, quien consideraba al
pensamiento como su materia propia; Batteux la circunscribió
al sentimiento (vid. Pozuelo, 1991), mientras que Hegel habla
indistintamente de uno y otro. Pero estrictamente hablando,
cualquier tipo de objeto o acontecimiento cabe en la poesía,
con tal de que desencadene la implicación del perceptor, el
sentimiento, si se quiere, que será, en todo caso, un efecto en
el acto de leer, y no un objeto que se imita en la concepción
del poeta, pues el poema no nos habla de las experiencias,
situaciones, cosas, entidades ficticias que representa, sino que
habla por medio de ellas, porque provoca nuestra reacción y
nuestra respuesta, porque confrontada con esas realidades ima
ginarias, la realidad conocida y experimentada, nuestra reali
dad personal, o, lo que es lo mismo, nuestra relación con la rea
lidad global, muestra aspectos ocultos, dimensiones desconoci
das, efectos inadvertidos. Por eso, la poesía, en última instancia,
a través de los mundos de ficción habla de lo que más im
porta, de nosotros mismos, pero no del hombre en general, sino
de cada uno en particular, que experimenta, en el acto de lec
58
tura, su relación personal con el mundo a través de su relación
con la realidad imaginaria del poema.
En resumen, las palabras del poema proponen una repre
sentación semántica de experiencias, situaciones, objetos... que,
por ser ficticios (sobre cuya condición la peculiar elaboración
del significante insiste), no reflejan situaciones, objetos, expe
riencias del mundo real, sino que estimulan la respuesta afec
tiva del perceptor invitándolo a confrontar su experiencia vital
con el ámbito imaginario del poema: tal confrontación es la
que produce el conocimiento, no como comprensión intelec
tual de la realidad, sino como sentimiento de implicación en
ella. Apurando la concepción de Wagensberg diríamos que tal
sentimiento constituye un conocimiento característico de la
complejidad del mundo, un conocimiento que es, como ya seña
laba Kant, no conceptual, porque la complejidad, el sentimien
to de la relación con el mundo, es por su propia naturaleza,
por incluir en unidad al perceptor y a lo percibido, ininteli
gible.
Si volvemos ahora a la teoría de los actos de habla podemos
reconocer en la ficción un acto lingüístico, si no serio, pues se
rige por las reglas del juego, sí al menos eficaz, con una meta
u orientación diferente de la asertiva, pero también del engaño
y la broma; podemos definir esa meta como el conocimiento
estético de la complejidad del mundo, pero estético quiere
decir sensorial, subjetivo, personal, afectivo, implicante: por
tanto, el conocimiento del mundo no es sino el conocimiento
de uno mismo. En los epígrafes que siguen desglosaremos esta
meta, que no es diferente de lo que hemos llamado el sentido
del poema, en tres características: complejidad, originalidad y
unidad, para analizar en el próximo capítulo cómo se relaciona
con la función expresiva de los signos y la fusión de la expre
sión con el contenido.
3.2. Complejidad
59
y explicar la pertinencia de otros rasgos, también característi
cos, pero subsidiarios.
60
es decir no usa la lengua natural como lengua natural, sino
como materia para construir su propio sistema de significación,
por lo que la lengua natural y la poesía no constituyen sistemas
homogéneos. Pero indudablemente la poesía aprovecha todas
las posibilidades de esa materia y obtiene otras de su propia
iniciativa. Por tanto, el principio aducido por Lotman de pro
porción entre la complejidad del lenguaje y la comp ejidad
de la información, sigue siendo válido cuando se trata de consi
derar la significación de la poesía; pero además, tanto la hipó
tesis de que el mecanismo mismo de la lengua natural se
somete en la poesía a principios específicos, como el carácter
no referencial de los enunciados poéticos y su condición au-
torreflexiva (la atracción de la atención sobre la forma del
mensaje) nos inducen a pensar que la información del poema
no es sólo cuantitativamente más alta, sino cualitativamente
diferente de la información que transmiten los mensajes or
dinarios.
Efectivamente, los enunciados referenciales agotan su sen
tido en su valor existencial, en su valor de verdad, pero esta
forma de significación queda bloqueada en los enunciados de
ficción, pues no pretenden ser verdaderos. El juego poético,
decíamos, obedece al impulso de una búsqueda de sentido, que
aleje de la trivialidad a las representaciones imaginarias; en
consecuencia, los enunciados de ficción ofrecen o insinúan otro
sentido que, según la lógica lingüística, llamaríamos indirecto,
pero que en la lógica poética resulta inmediato; así describe
G. Gabriel (1974:254) ambos procesos de significación:
61
En otros términos, se podría afirmar que los enunciados de
ficción significan en la medida en que muestran una especie de
ejemplo muy característico de un significado para el que no
existe, a causa de su propia complejidad, concepto ni formula
ción lingüística apropiada.
En todo caso, el poema no muestra, propiamente hablando,
la realidad invocada por las palabras y las frases. Los signos lin
güísticos de la poesía, decíamos, no apuntan designativamente
a nada exterior, sino a su propia consistencia física, al lenguaje
vuelto cosa sensible. El «significado», en lugar de buscar un
referente en el mundo, lo busca en la forma sonora, y así las
cosas invocadas adquieren presencia en el propio significante.
Es así como la poesía muestra el mundo, en la imagen material
que crean las palabras del poema, como si la plenitud de las
cosas, ante la imposibilidad de presentarse en su propia reali
dad o en la abstracción del significado, hallase materia y forma
cabal en la estructura sonora que le da el poema. Por eso se ha
hablado reiteradamente de que la poesía copia la cosa, busca la
esencia de la cosa, por eso se ha dicho que en la poesía el len
guaje significa por naturaleza, y no por convención (Barthes:
«En el fondo, el escritor tiene siempre la creencia de que los
signos no son arbitrarios y que el nombre es una propiedad
natural de la cosa: los escritores están al lado de Cratilo, no de
Hermógenes», Crítica y verdad, p. 54), lo cual sólo metafórica
mente es admisible. En realidad, la poesía va más allá, su
imagen de las cosas es superior, no porque sea fiel, lo cual, por
otra parte, es imposible, sino porque es mucho más potente y
reveladora. La poesía no muestra las cosas en su pura objetivi
dad, sino en su ambigüedad y plenitud, todavía no fragmentada
y tamizada por el filtro conceptual del lenguaje, en su riqueza
primera, inopinadamente encarnada en la materialidad misma
de las palabras, fuera de la relación convencional de significan
te y significado.
62
i calidad, sino de la riqueza misma de las cosas en su relación
plena con el hombre. Pues, ciertamente, las cosas no significan
nada por sí mismas, ni para sí mismas; y su mayor mérito es
mostrarse, presentarse en el poema transmutadas en forma
lingüística, ofreciéndose a la confrontación con la experiencia
acumulada en el lector, con su personalidad global. Y de ahí les
viene el sentido que en sí mismas no poseen, porque su sentido
requiere que alguien tenga sentido de ellas. Las cosas, enton
ces, no pueden decir lo que son o lo que experimentan, porque
no sienten ni piensan; las cosas, al presentársenos en el poema,
63
La complejidad, pues, del sentido poético deriva tanto de la
participación del lector corno de la ambigüedad de la frase que,
por un lado, funciona como objeto sensible, pero por otro, no
olvida su significado, sino sólo su referencia. El contenido no
desaparece, sino que se ofrece sensorial, y no intelectualmente;
por eso Kant, en la Crítica del juicio, debe dar una definición
paradójica de la idea estética: «la representación de la imagina
ción que provoca a pensar mucho, sin que, sin embargo, pueda
serle adecuado pensamiento alguno, es decir, concepto alguno,
y que, por lo tanto, ningún lenguaje expresa del todo ni puede
hacer comprensible». Ningún lenguaje, salvo el lenguaje de la
poesía que, como venimos considerando, aunque utiliza la len
gua natural, no es la lengua natural, no funciona, no significa
como la lengua natural.
E. Coseriu (1977a:201-202), que reconoce como característi
ca del lenguaje poético esta potencia funcional de los signos
concretos, es decir, no de los signos como unidades del código,
sino de los signos cuando son utilizados, por tanto manifesta
dos en una materia concreta, ve en ello una realización de todas
las posibilidades del lenguaje, una absolutización del lenguaje.
Pero tal absolutización no ocurre en el plano lingüístico.
En efecto, el signo concreto funciona al mismo tiempo po
niendo en juego todo su potencial que se compone de los si
guientes elementos (vid. Coseriu, 1977a:202):
64
que ocurre en el poema de Machado con la palabra
cipresal.
65
integrada en la unidad de cada uno, y esa integración no utiliza
la vía del entendimiento, sino los cauces sensoriales del sonido
que afectan inmediatamente al individuo en la forma del ritmo,
tal como se analizará en el capítulo 11 posteriormente.
3.3. Originalidad
33.1. Originalidad, y origen
66
acuerdo con el propio Bateson (1985:165), es un ejercicio sobre
el comunicarse respecto de las especies de inconsciencia, es una
vía de acceso al origen:
67
o singularidad». Ya decíamos hace unas líneas que todo acon
tecimiento es único desde el punto de vista existencial en tanto
no se somete a los moldes del símbolo y la costumbre y con
serva su fuerza originaria, arraiga en las profundidades de cada
uno. Los lenguajes repetitivos y estereotipados están dispuestos
antes de cada acontecimiento para reducirlo y catalogarlo, para
impedir que reconozcamos, que experimentemos su particula
ridad que es nuestra particularidad desconocida. La novedad de
los estímulos poéticos no es, entonces, la de una información
que nos viene de fuera para que la aprehendamos, sino la de
un acontecimiento que rompe las rutinas de las que estamos
revestidos para poner en marcha nuestra iniciativa, obligarnos
a reaccionar por nosotros mismos, y conocer de forma vivida
(no intelectual) el fondo originario de nuestras posibilidades.
68
secuencia con la equiprobrabilidad de todos los acontecimien
tos en la expectativa del destinatario. Los códigos constituyen
una selección de algunas de las posibilidades, una reducción de
la incertidumbre, en fin, una especie de orden en el desorden
originario; para recuperar la información hay que poner en
crisis los códigos.
Los acontecimientos originales, improbables, no previstos
por los códigos, al entrar en contacto con un organismo huma
no, no alcanzan una interpretación clara, unívoca y definitiva,
sino que provocan en él una revisión de sus mecanismos de
respuesta; es decir, los mensajes de este tipo no contienen la
información para ser reconocida por el receptor, por eso, como
afirma Eco, no exigen ser descifrados, sino que se convierten
en «la fuente» de una nueva cadena de comunicación. En este
punto, sin embargo, el mensaje, y por lo tanto la fuente, no
puede desligarse ya del receptor; es decir, los mensajes nuevos,
al convertirse en fuente no hacen sino obligar al receptor a
tomar el mando de esa nueva cadena comunicativa y cuestio
narse sus posibilidades de interacción con el mensaje. Así, la
información, en cuanto resolución de una incertidumbre, evoca
dicho estado de incertidumbre, es decir la presencia simultá
nea y equiprobable de todos los acontecimientos inéditos, y se
convierte en revelación de lo posible originario que hay en cada
uno.
Por otra parte, como señala Agnes Heller (1979:25-30), en
toda percepción se da la implicación, es decir, el sentimiento,
si bien más como fondo que como figura; llega a ocupar el foco
de la conciencia si el estímulo es lo bastante fuerte y significa
tivo para la persona; y «hay una gran intensidad si percibimos
algo que nos resulta nuevo». En ciertas circunstancias figura y
fondo vienen a ser una sola cosa y se identifican el sujeto y el
objeto de la implicación; este tipo de acontecimientos se dan
por ejemplo al rendir totalmente al objeto de nuestra implica
ción, cuando subjetivamos inmediatamente el objeto y llega
mos a estar absorbidos por él con toda nuestra personalidad.
En tales instancias la implicación es a la vez profunda e inten
siva (id.:30). Así ocurre en la percepción estética del poema:
La originalidad o novedad del objeto estético, la suspensión de
la temporalidad cotidiana que el juego realiza y la actitud de
apertura a lo posible y a la sorpresa que crea en el jugador
(todo juego tiene un componente de azar, y no sólo los juegos
de alea: «un desarrollo conocido de antemano, sin posibilidad
69
ellas comienzan a intercambiar nítida o difusamente (rayo o
halo) sus radiaciones de sentido (Yurkievich, 1978:168).»
72
igualmente lineal, sucesiva, debe producirse en cada instante de
l.i lectura. Junto a ella, sin embargo, cabe postular una percep
ción global o sinóptica que, basada en la memoria y la expecta
tiva, pone en conexión unos segmentos con otros. Las primeras
unidades, una vez actúan de manera inmediata en la conciencia
del lector, quedan, almacenadas, en su memoria, y de esta
manera pueden ser vinculadas con las unidades posteriores y,
recíprocamente, por retroalimentación, éstas modifican a las
que le preceden.
La percepción sinóptica es, sin embargo, conceptual, pues
la memoria no puede retener el detalle de lo que percibe, debe
procesarlo y reducirlo, y es así transformado como actúa en la
conciencia del lector. Pero esta aprehensión global tiene valor
estético en la medida en que interactúa con la percepción in
mediata, es decir, en la medida en que se considera como proce
so, y no como resultado, en la medida en que cada instante de
la lectura es simultáneamente aprehensión inmediata que con
tiene el recuerdo de lo anterior y la expectativa de lo por venir.
Así pues, la unidad, como propiedad del sentido, no es la
consideración final de que todo encaja en el todo, sino el senti
miento permanente en el acto de percepción de esta interre
lación; la unidad es una propiedad dinámica, que se define por
la tensión entre la memoria y el deseo sentida en cada instante
de la lectura, no es la mera comprobación de una habilidad del
artista para dar cohesión a los materiales, la perfecta armonía
que descubrimos al final de la lectura. Es pues el resultado no
prefijado de un tarea que el texto impone al lector: si la tarea
es demasiado fácil o tiene una solución o una meta predeter
minada, entonces la aprehensión tiende a ser mecánica y no
controlada por el lector, en definitiva, no estética. Por el con
trario, si el lector no halla una dirección en los componentes,
si la dificultad de la tarea es excesiva, entonces no le será
posible percibir los componentes como partes de un todo y la
experiencia estética será, a lo sumo, experiencia del desorden,
o suma de experiencias, en el caso de que cada parte posea
individualmente las condiciones requeridas. Mukarovsky ha
examinado el problema con detenimiento:
73
se automatizan rápidamente. Si, en cambio, el descubrimien
to de la unidad es una tarea demasiado difícil para el recep
tor, es decir, si las contradicciones prevalecen demasiado
sobre las convergencias, puede ocurrir que el receptor no sea
capaz de comprender la obra en tanto que construcción in
tencional. No obstante, la inmensidad de las contradicciones
que crean un exceso de obstáculos no paraliza el efecto que
puede producir la obra en la misma medida que la falta de
ellas: una impresión de desorientación, de incapacidad de
descubrir la intención unificadora de la obra artística es
corriente incluso en el primer encuentro con una formación
artística totalmente inhabitual. La tercera posibilidad es final
mente aquélla en la que tanto las convergencias como las
contradicciones, condicionadas por la construcción del arte
facto artístico material, son poderosas, pero se mantienen en
equilibrio; este caso es, evidentemente, óptimo, y correspon
de de manera más completa al postulado del valor estético
independiente.» (Mukarovsky, 98-99)
74
durante la percepción entre la memoria de los datos recibidos
y el deseo, suscitado por la propia memoria de los datos por
venir, el impulso continuado hacia ellos, y esa tensión es la
experiencia misma de la unidad (Cfr. Paz, O., 1976:159): «El
poema fluye, marcha. Y este fluir es el que le otorga unidad [...]
En suma, la unidad del poema se da, como la de todas las obras,
por su dirección y sentido»).
Así entendida, la unidad, como componente de la experien
cia estética, opera también en la percepción de textos fragmen
tarios, esto es, como proyección que el lector realiza y que el
objeto no colma; pero, en este sentido, todo objeto estético se
ofrece como fragmentario, es decir, como una tarea para el
lector y, a la inversa, todo fragmento susceptible de aprehensión
estética se reconoce como unitario, como orientado hacia un
sentido, o un objetivo indeterminado. Adorno (1980:246) lo ha
expuesto a propósito de ciertas formas de arte fragmentario
contemporáneo:
75
4,
LA FUNCIÓN EXPRESIVA Y LA UNIDAD
FONDO-FORMA EN EL POEMA
77
raleza concreta e idiosincrática del objeto y por la iniciativa del
sujeto.
La función representativa del lenguaje, que es la predomi
nante en el uso ordinario, se apoya en el carácter convencional,
social y conceptual del signo lingüístico. En este sentido, las
unidades y combinaciones del lenguaje constituyen un conoci
miento ya elaborado, preestablecido, que mediatiza nuestra
relación con el mundo, que se interpone entre el sujeto y el
objeto del conocimiento, y, por tanto, niega la iniciativa perso
nal del sujeto, su disposición a captar directamente el objeto.
Además, el signo lingüístico manifiesta un conocimiento con
ceptual, genérico, que hace abstracción de las características
individuales y reduce la riqueza concreta del objeto particular
(Cfr. Maslow, A., 1987:132: «Aquello que llamamos conocimien
to, es decir, la colocación de una experiencia dentro de un
sistema de conceptos, palabras o relaciones, inhibe toda posi
bilidad de un conocimiento pleno»). La función representativa
o referencial no permite, más bien obstruye, el conocimiento
estético, la función estética que, como señala Mukarovsky
(1977:134), «proyecta en la realidad, como un principio unifi-
cador, la postura que el sujeto adopta frente aquella».
El conocimiento estético no supone, pues, la asunción con
ceptual de una información ya elaborada, sino el desarrollo de
una respuesta personal, la formación de una actitud, por lo
cual su manifestación no puede hacerse a través del sistema
lingüístico convencional y representativo; para expresar el co
nocimiento estético, el sujeto debe elaborar su propio lenguaje;
es el conocimiento estético el que exige la creación del lengua
je necesario para su representación, aunque en la práctica am
bos sean simultáneos (vid. Pimenta 1978, 92-94).
78
realidad subjetiva expresada referencialmente), sino por otros
medios: Bühler lo expone claramente cuando afirma que en
este caso el signo no es símbolo (lo que para él significa con
vencional, codificado, previo), sino síntoma o indicio, que
como tal sólo adquiere sentido en relación con los conocimien
tos y experiencias particulares de los sujetos. Un ejemplo que
pone Segre en su Crítica bajo control (pp. 48-49) me parece acla
rados una mujer, al decirle al marido «¡Llueve!», puede querer
decir algo así como «preferiría que te quedaras en casa», o «es
mejor que cojas el paraguas», es decir, el significante «llueve»,
por un lado, representa convencionalmente un acontecimiento
extralingüístico, la lluvia; pero, por otro lado, puede ser inter
pretado como síntoma de una intención no directamente ex
presada y reconocible solamente en relación con la psicología
o las costumbres familiares, por ejemplo, es decir, en relación
con códigos y convenciones extralingüísticas.
La semiótica, particularmente la pragmática, ha conseguido
explicar algunas de las leyes y mecanismos que permiten reco
nocer en los enunciados los valores no referenciales. Se dice,
por ejemplo, que lo que el enunciado expresa o evoca consti
tuye su «sentido pragmático». Las condiciones de los actos de
habla nos dicen lo que el hablante «expresa o implica» al
realizar el acto. Los actos de habla indirectos, a los que en
cierto modo puede adscribirse la literatura, cuentan, según
Searle (1982:73), con la capacidad de inferencia del oyente y
apelan a una información compartida por los interlocutores
(dan cabida a lo extrasistémico, en términos de Lotman). Pero
la significación pragmática, que es, desde luego, indicial, pues
no se halla en los signos en cuanto tales, sino en el hecho de
ser empleados (recuérdense las tesis sobre la absolutización del
lenguaje que comentamos en 3.2.2.), no constituye más que una
parte mínima, la más convencional y social, de la significación
expresiva. Esta es mucho más rica, compleja y subjetiva, pues
constituye la reacción y actitud del hombre ante las cosas, pero
por ello es también más imprecisa; sólo circula eficazmente a
través de los mensajes cuando hay un fondo común de expe
riencias compartidas, como en el caso del matrimonio del
ejemplo y, en general cuando se ha vivido durante mucho
tiempo en un mismo contexto, participado en los mismos
acontecimientos y manejado las mismas cosas, pues, en defini
tiva, son las cosas, los acontecimientos y los contextos los
auténticos portadores de la significación expresiva.
79
En la poesía domina la función expresiva; su condición
ficticia, es decir, de afirmaciones que no pretenden ser creídas,
fortalece la idea de un efecto ilocutivo indirecto ligado a la
expresión. Así, en el poema, las formas lingüísticas representan
una realidad imaginaria y, al mismo tiempo, y entre otras ra
zones por el mismo carácter no referencial de la realidad repre
sentada, pueden ser entendidas como síntoma de una persona
lidad, reveladoras de una actitud, en fin, como expresión de un
sujeto. Tal formulación, sin embargo, puede dar a entender
que, en última instancia, el texto funciona como síntoma de la
actitud del autor y que la percepción estética consiste en des
cubrir esa actitud. Esto supone, por un lado, una codificación
previa a la lectura, y por otro, un comportamiento pasivo del
lector, y ambas cosas se oponen radicalmente a la postura
estética que, en estas condiciones, sería imposible para los
receptores (pues habrían de limitarse a un ejercicio de recono
cimiento) y quedaría reservada al autor.
Si la descripción es válida para el intercambio lingüístico
cotidiano, en el caso de la literatura y el arte en general es ne
cesario desvincular la personalidad, la actitud, el sujeto impli
cado en el texto, del autor empírico, para dejarlo en una posi
ción del texto que habrá de ocupar quien lo lea. Por lo tanto,
al apelar a la función expresiva, no pretendemos, como se
puede deducir de lo expuesto hasta aquí, reducir lo estético a
una especie de subjetivismo emotivo de carácter autorial. Muy
al contrario, si recurrimos a las funciones del lenguaje tal como
las han presentado Bühler y Jakobson, si destacamos en el texto
literario el desplazamiento de la función referencial y la rele
vancia de la función expresiva, no es para adherirnos a ninguna
forma de teoría de la expresión para el arte (y en este sentido
tanto las denominaciones de Bühler, «expresiva», como la de
Jakobson, «emotiva», nos parecen enojosas para nuestros fines),
sino para subrayar:
80
2. porque, por la misma razón, por la ausencia de códi
gos y relaciones de significación previas, por el anclaje de
las unidades «significantes» en elementos del lenguaje hete
rogéneos y no explícitamente mostrados como tales, corres
ponde al lector no ya producir el sentido, desarrollar su
postura ante el síntoma textual, sino crear el propio signi
ficante sintomático a partir del material que proporciona el
texto. Este resulta, entonces, rico, no en sentidos, que deben
ser producidos por el lector, sino en posibilidades de cons
trucción de significantes «expresivos». Parafraseando una
sentencia de Barthes (Ensayos críticos, 266), empleada con
otro propósito, podríamos decir que el juego de los signifi
cantes puede ser infinito, con tal de que el signo literario
permanezca inmutable.
81
en el capítulo precedente nos han servido para definir su ori
ginalidad.
82
4.2. Exactitud e indeterminación
Ahora bien, esta inalterabilidad, como se ve, no le es exigida
al poema por la precisión de un contenido que se pretenda
comunicar, sino que es el resultado de la diseminación de ele
mentos dotados de energía significativa potencial (síntomas
o indicios) por los ámbitos más insospechados del material
lingüístico. Por eso, si la palabra poética se considera por su
inmutabilidad como fórmula de precisión y exactitud, es a
condición de entender estos términos vinculados a las nociones
complementarias de vaguedad e indeterminación, tal como
hace Calvino comentando a Leopardi: la belleza de lo vago y
lo indeterminado se alcanzaría sólo a partir de una atención
muy precisa y meticulosa en la composición de cada imagen,
en la definición de los detalles, en la selección de los objetos,
de la iluminación de la atmósfera; «el poeta de lo vago puede ser
sólo el poeta de la precisión, que sabe captar la sensación más
sutil con ojos, oídos, manos rápidos y seguros» (1989:75-76).
La indeterminación no es, consecuentemente, una carencia
del poema, es más bien la necesaria huella de la presencia del
observador en el objeto observado (recuérdese el principio de
indeterminación de Heisenberg), presencia activa que los obje
tos estéticos deben favorecer, de ahí lo que Domin (1986:162)
considera como característica de la lírica: «exactitud inespecífi
ca», pues el poema busca el punto exacto que ha de encontrarse
con precisión matemática, pero en torno al cual cristalizan los
casos individuales multiformes correspondientes. Por la exacti
tud inespecífica la palabra poética hace sonar lo que no está
contenido directamente en ella, su círculo de vibraciones y su
margen de respiración que la hacen inespecífica, abierta a quien
haya de poner su voz; el carácter fijo del texto, la condición no
transformable de su expresión se revela como la forma exacta,
no de reproducir un sentido (específico), sino de acoger el de
muchos (inespecífico).
83
para decirlo con los términos de Susanne Langer, de lo discur
sivo a lo presentacional: en el lenguaje, tal como se da en la
poesía, no hay un vocabulario previo (incluso los significados
funcionan como significantes), ni una sintaxis (las relaciones
entre las partes pueden ser de muy diversos tipos, y las relacio
nes gramaticales canónicas sirven para instituir significados lin
güísticos de orden mayor, que, en lo literario, funcionan como
significantes), ni por tanto un funcionamiento lineal (sólo la
totalidad puede hacer perceptibles las relaciones de los compo
nentes del texto); y aun en el caso de que se pudiera hablar de
una representación semántica global e inmanente, no tendría
tampoco más que una función de significante que para alcan
zar sentido habría de reaccionar frente al sistema de valores del
receptor.
Lotman (1973:50-55) ha explicado con claridad este carácter
«motivado» del signo literario, en el que se produce la seman-
tización de los elementos extrasemánticos (sintácticos) de la
lengua natural; lo sintagmático en un nivel jerárquico del texto
se revela como semántico en otro nivel; ahora bien, al ser los
elementos sintagmáticos los que delimitan y segmentan el tex
to en signos más pequeños, la supresión de la oposición semán
tica/ sintaxis provoca la erosión de los límites del signo, de
manera que el texto se constituye en signo integral en el que
los signos lingüísticos menores (que como tales signos tienen
valores estables prefijados) pierden este carácter de signo para
ser sólo elementos (no partes, pues no pueden ser discrimina
dos con facilidad) del signo global. Los fonemas y sus combi
naciones extralingüísticas, las palabras, las frases, sus significa
dos, etc. juegan en el texto literario el mismo papel que en un
retrato juegan los trazos, los colores, las zonas de luz y de
sombra, etc., forman una red de interrelaciones significativas
virtuales que sólo la totalidad manifiesta y que ninguna sin
taxis puede codificar. S. Langer ha descrito con precisión su
funcionamiento simbólico:
84
nominables. Las gradaciones de luz y sombra no pueden ser
enumeradas. Pueden ser puestas en correlación, una a una,
con partes o características por medio de las cuales podría
mos describir a la persona que posó para el retrato. Los
“elementos” que la cámara representa no son los elementos
que el lenguaje representa. Son mil veces más numerosos.
Por esta razón la correspondencia entre una palabra-cuadro
y un objeto visible nunca puede ser tan estrecha como la que
hay entre el objeto y su fotografía. Dados todos simultánea
mente al ojo inteligente, una increíble riqueza y detalle de
información es transmitida por el retrato, en el que no tene
mos que detenernos a construir significados verbales» (1946:
94-95).
85
a no ser que se separen y se muestren como totalidad, es decir,
como poema, como estructura en la que las partes «coexisten
en fluida dependencia, corrigiéndose y ajustándose para formar
un tipo de unidad superior» (Valente, 1973:10).
En resumen, el poema pone en marcha la función expresiva
de los signos en virtud de su carácter «presentacional», y lo que
presenta es el signo en su unidad indisoluble de significante y
significado, las cosas, o mejor el sentido de las cosas en el signo,
pues la expresión, como quiere Dufrenne (1973:132) no es sino
«la presencia en cierto modo sensible del significado en el sig
nificante, cuando el signo despierta en nosotros un sentimiento
análogo al que suscita el objeto», y la expresividad se relaciona
tanto con el sentimiento suscitado, que varía en cada ocasión,
como con la fuerza evocadora de las cosas y los acontecimien
tos que el poema hace presentes en la materialidad intocable
de su forma sonora.
La motivación del signo no es, entonces, no puede ser de
ninguna manera, una imitación del significado por el signifi
cante, de la cosa por la palabra, pues son casi siempre realida
des de distinta naturaleza entre las que no cabe la relación de
semejanza, salvo de manera muy tosca. La semejanza no es una
relación entre la palabra y la cosa, sino entre lo que el poema
evoca en el lector y lo que evocaría la cosa o el acontecimiento.
Y esa semejanza es variable en cada respuesta pues, al no haber
ningún código que determine qué elementos o relaciones son
significativos, ni mucho menos qué sentido se les ha de dar, es
el lector quien debe tomar la iniciativa formando signos (cuan
do establece relaciones entre los componentes del texto) y
produciendo significaciones (cuando los vincula con la unidad
de su persona).
Así pues, la objetividad del texto, que lo hace igual para
todos, al menos materialmente, no sólo no es incompatible con
la subjetividad y la variabilidad de las respuestas, sino que es
lo que las hace posibles. El sentido es difuso, sin contornos,
connotativo, pues no está expresado a través de las categorías
gramaticales, sino de las relaciones que cada lector establece
(en realidad no puede ser de otra manera, a causa de la com
plejidad que lo caracteriza), pero tiene un fundamento en la
materialidad del texto, pues procede del contacto que el lector
mantiene con él; y así, siendo personal, se siente también como
objetivado en la estructura del mensaje.
86
■1.4. Unidad fondo-forma y experiencia estética
De esta manera, la unidad de la expresión con el contenido
permite explicar tres aspectos esenciales de la experiencia esté
tica ya formulados por Kant en la Crítica del juicio cuando
•tlirma que «lo bello es lo que, sin concepto, es representado
como objeto de una satisfacción universal».
Efectivamente, la experiencia estética es, en primer térmi
no, personal y subjetiva, dependiente de la iniciativa del recep
tor, que no encuentra en el mensaje una información cifrada
en un código cuyo dominio le permite el reconocimiento inme
diato, sino un conglomerado de elementos no convenciona
les con los que debe elaborar un lenguaje apropiado a su con
dición.
En segundo lugar, y en relación con lo anterior, el sentido
poético es no conceptual, y la unidad de expresión y contenido
es el resultado de la disolución de los significados convencio
nales y representativos, de la desconceptualización de los sig
nos lingüísticos, todo lo cual favorece que el objeto sea expe
rimentado, sentido, en lugar de comprendido e interpretado.
Connotación y evocación no deben entenderse como significa
ciones categoriales, sino como efectos afectivos sin forma lin
güística que los exprese.
Y finalmente, la experiencia estética produce el sentimiento
de comunidad, de conexión con el mundo y el hombre, y lo
hace precisamente porque la experiencia, que es subjetiva («to
dos los juicios de gusto son individuales», Kant), es sentida por
el receptor como compartible por todos, y ello por dos razones.
En primer lugar, porque es desinteresada y, en consecuencia, pre
sumiblemente fundada en lo que todos comparten; y en segun
do lugar, porque la misma atribución de sentido se siente como
¡ntersubjetiva, aunque sea la forma de una confrontación per
sonal del lector con el poema, por estar referida a la estructura
del texto; como si la experiencia vital del lector que entra en
relación con el texto para crear sentido y se instituye en código
para la ocasión formase parte de un acervo común de experien
cias compartidas, de manera que cualquiera, en el mismo lugar,
hubiera de responder de manera semejante.
Una fórmula de Bateson sintetiza de manera excelente lo
que queremos decir. Para Bateson «estético» quiere decir «sen
sible a la pauta que conecta». «¿Cómo se relacionan ustedes con
este ser? ¿Qué pauta los conecta a él?» (Naturaleza y espíri-
87
tú, p. 9) son, preguntas estéticas (muestran la tendencia del
individuo a una relación de unidad y totalidad con el mundo),
preguntas a las que tratamos de responder, intuitivamente y sin
que nos sean formuladas, en los procesos de percepción estéti
ca, en la experiencia estética de los objetos habría que decir
mejor, para evitar la noción de pasividad que parecen contener
«percepción» y «recepción». Los objetos estéticos, el texto lite
rario en particular, se componen de múltiples elementos; aisla
dos o por separado son pura virtualidad, como un fragmento
de un cuadro fuera de éste (o bien carecen de significado, si se
trata de unidades menores, o bien poseen un significado gene
ral con múltiples relaciones posibles, y por ello, un sentido
vago e impreciso); en la lectura esos elementos pueden adquirir
valor sintomático, significante, si son capaces de «implicarnos»,
si logramos integrarnos en ellos:
88
mismo, sobre su actividad habitual y su lugar en el mundo. De
este modo se realiza el efecto estético», Pimenta, 1978:118). Y
cu todo caso, la experiencia, que se siente justificada por las
características del texto, iguales para todos, y por una disposi
ción humana común, pues ningún interés particular la susci
ta, la experiencia estética, decimos, es también experiencia de
comuni dad, y así, la inseparabilidad de la expresión y el conte
nido, lejos de ser una condición formal de los objetos estéticos,
es una exigencia de su funcionalidad antropológica, ambivalen
te y paradójica, pues permite al hombre ser plenamente él
mismo sin dejar de sentirse vinculado al grupo.
89
5.
LA COMUNICACIÓN POÉTICA
91
que ambos forman una única realidad compleja ante la cual el
lector reacciona poniendo en juego su personalidad global. Pa
rece legítimo considerar, entonces, que la reacción del lector es
desencadenada por el signo complejo que tiene delante de él,
pero no que es significada por dicho signo, ni que tal signo
reproduce la experiencia de quien lo emitió. Sin duda se da una
relación entre los tres términos del proceso (emisor-mensaje-re
ceptor), una relación que puede considerarse de comunicación,
aunque no de comunidad exacta de experiencias, ni de circula
ción unívoca de contenidos.
92
no quiere jugar no puede jugar), y en parte directrices (pero no
tienen finalidad práctica).
Esta combinación de prescripción y directriz que define a
las reglas de los juegos constituye una forma singular de co
municación en la que no se garantiza la homogeneidad de los
resultados (porque asume la aportación de los contextos y los
destinatarios), pero que, de todas formas, realiza una codifica
ción, no de la información o de la realidad, sino de la experien
cia subjetiva de la realidad: por ello tal codificación ha de ser
necesariamente leve, pues ha de dejar un margen a la indivi
dualidad y a la libertad de cada cual que (vid. 3.3.3.), acaba
erigiéndose no sólo en destino, sino también en fuente del
mensaje.
Estamos ante lo que G. S. Brown (1969:77) denomina ins
trucción (injunction), la forma primaria de comunicación ma
temática:
«la forma primaria de comunicación matemática no es la
descripción, sino la instrucción. En este sentido es compara
ble a las formas prácticas del arte como la cocina en la que
el gusto de un bizcocho, aunque literalmente indescriptible,
puede ser transmitido a un lector en forma de un conjunto de
instrucciones llamadas receta. La música es una forma simi
lar, el compositor ni siquiera intenta describir el conjunto de
sonidos que tiene en mente, mucho menos el conjunto de
sentimientos que producen, sino que escribe bajo un conjunto
de prescripciones que, de ser obedecidas por el lector, pue
den dar lugar a la reproducción en el lector de la experiencia
original del compositor.»
93
Esta peculiaridad de las aserciones de la poesía, junto a su
condición de juego, dan pie, por consiguiente, para considerar
la como una forma de comunicación por instrucción (injurie-
tion). El poema es la regla que invita al lector a pronunciar sus
frases y, en el mismo acto, a experimentar su postura frente a
la realidad global por confrontación de su experiencia y cono
cimiento con el ejemplo ficticio que se le presenta. La presencia
e implicación del sujeto en la realidad no puede ser comunica
da en términos lingüísticos, pero puede ser provocada por esta
forma de comunicación que combina la presentación de un mun
do imaginario y la invitación a responder a él «como» si fuese
real, dentro de la lógica paradójica característica de todo juego.
El mismo sentido tiene la definición del poema como un
«programa» que promueve la ejecución de una serie de actos
tanto locucionarios (ligados a la pronunciación) como anírni-
co-afectivos (ligados a la experiencia de la ficción), sin que
dichos actos estén totalmente predeterminados por el progra
ma, pues éste prevé cierta iniciativa por parte del lector y en
particular un inevitable despliegue de movimientos personales
de acoplamiento rítmico. El inventor de la regla, es decir del
juego, del programa no puede prever todas las jugadas, todas
las ejecuciones, todos los resultados, y sin embargo, no puede
dejar de pre-sentir cierta comunidad en las respuestas debida a
la identidad de las reglas y a la presunción de universalidad que
el comportamiento libre y desinteresado que el juego lleva con
sigo. Por ello, la vinculación de la poesía con el juego y la comu
nicación por instrucciones-directrices sirve de apoyo a las con
cepciones modernas que tienden a distinguir diversas figuras y
papeles para los participantes en el proceso de comunicación
poética.
94
tener el reconocimiento y clasificación de varias instancias
enunciativas, textuales o transtextuales, nos limitaremos a con
siderar dos tipos de sujetos, el real y el imaginario, tanto del
lado del autor como del lado del lector, si bien el imaginario
puede ser visto en dos dimensiones, la puramente ideal inscrita
en la conciencia del otro, y la textual, proyección de la ideal
por parte del autor (el autor proyecta en el texto su lector
imaginario ideal) o fundamento para su formación por el lector
(el lector real reconstruye en su imaginación al autor ideal a
partir del autor imaginario textual).
La comunicación artística es, en principio, una comunica
ción cruzada: va del autor real al lector imaginario, y del autor
imaginario al lector real. Entre autor imaginario y lector ima
ginario no puede haber comunicación por su mismo carácter.
Y entre autor real y lector real tampoco hay auténtico contacto
por no estar presentes simultáneamente en el acto comunicati
vo y por el carácter ficticio del enunciado artístico. Por eso es
preciso comenzar aceptando la realidad de que en el dominio
de la literatura y el arte no se da una comunicación inmediata
y directa entre los sujetos empíricos. La comunicación artística
es, pues, constitutivamente, imaginaria, no reversible, a distan
cia. Alguna vez ha sido cuestionada, precisamente por su ca
rencia constitutiva, como si el abismo que separa a la persona
del autor de la del receptor no pudiera ser salvado en ningún
caso, cuando la conversación ordinaria sufre, de hecho, idénti
cas carencias, sin que neguemos su carácter. Pero, lo que en el
intercambio cotidiano supone su fracaso como acto comunica
tivo, en el arte es el primer paso para un éxito posible. La re
cepción de la obra artística supone una modulación de las dis
tancias, con fases de acercamiento y de alejamiento, de identi
ficación y de separación, de libertad y, en última instancia, de
creación.
Pero, de momento, el primer dato relevante lo encontramos
en el hecho de que el autor empírico no entra en contacto real,
personal, con el lector, y viceversa. Esta distancia es constitu
tiva del arte, se funda, como hemos señalado, en el carácter fic
ticio de la realidad representada en el mensaje, y lo hace poli
valente, multidireccional y con vocación de universalidad, y en
ello radica una de sus características más definitorias, pero
tiende a reducirse y a modularse de diversa manera en la re
cepción concreta, y esta tendencia a jugar con la distancia es
también constitutiva de la experiencia literaria.
95
Entre autor empírico y autor imaginario media una distan
cia, mayor o menor, pero en todo caso insalvable. El autor
textual, como todo el universo de la obra, es imaginario, de ahí
su diferencia con respecto al autor real. Ciertamente, la perso
nalidad global del emisor es irrelevante en el proceso de comu
nicación. Sin embargo, su figura no puede ser expulsada total
mente del proceso (el arte lo crean personas, no seres implícitos
o imaginarios). Las mismas condiciones del fenómeno comuni
cativo le imponen un papel y, a la postre, la vuelven pertinente.
Pero, en todo caso, la inscripción del autor en el texto lo somete
al proceso de ficcionalización general del poema. Si toda obra
humana lleva la huella de su creador, en la obra de ficción esa
huella está marcada por la suspensión declarada de la sinceridad
y, en consecuencia, entregada a la máxima indeterminación.
El autor real, en fin, por más que como persona participa
plenamente en la aventura estética con ocasión de su tarea
creadora, una vez que ésta finaliza queda reemplazado en el
poema por el autor imaginario, y es éste el que se habrá de pre
sentar ante el lector. Para el autor real que participa en el jue
go que crea, el autor imaginario no es sino la conciencia de que
el juego lo envuelve en su sistema de referencias ficticias y
le obliga a asumir uno o varios papeles: luego, en cuanto su
actividad creadora se ofrece a los demás, esos papeles quedan
inscritos en el objeto y configuran una imagen del autor para
el lector. El poeta de carne y hueso deberá asumir su desplaza
miento del texto en beneficio de una imagen ficciona izada
producto de su actividad lúdica. Luego, desde otros ángu os, se
podrá tratar de jugar con esa distancia, de acercar e incluso
identificar al ser real con el ser textual, pero en ello no interviene
ya el autor empírico, separado definitivamente de su criatura.
Las formas concretas de modulación de la distancia entre
autor real y autor imaginario son variadísimas, pues dependen
no tanto de los procedimientos artísticos como de los conteni
dos particulares de cada obra y del horizonte axiológico en que
se inscribe: la imagen textual, por ejemplo, puede emerger de
un personaje que habla en primera persona, ya sea por asimi
lación, ya sea por oposición o contraste, pero también de per
sonajes presentados de manera objetiva en tercera persona o,
simplemente, de la estructura global de la obra.
Así pues, la figura del autor imaginario es resultado de un
juego complejo de relaciones entre los distintos personajes; el
yo lírico no es más que uno de ellos. El autor imaginario, en
96
tonces, puede definirse como la figura que surge como emisor
postulado del acto comunicativo y se perfila, se llena de con
tenido, se personaliza a través de las relaciones que mantiene,
necesariamente y en un nivel implícito, con el mundo y los
seres de la obra, desde el mismo momento en que se manifiesta
como hablante, como enunciador de un mensaje de ficción.
Pero aún hay otra condición en la que necesariamente se ve
atrapado el autor real en virtud del tipo de actividad que
realiza: la asunción y prefiguración de un lector interiorizado,
un «otro» al que tiene presente en cuanto creador que sitúa su
obra en un plano existencial y la concibe desde su alteridad
constitutiva. Esta imagen del lector o lector ideal, emanado del
deseo autorial no es una categoría de lo vivido, sino una pro
ducción del espíritu, una proyección figural, que puede ser
rastreada a través de ciertos rasgos textuales, pero que aquí nos
interesa solamente en cuanto categoría abstracta que define al
destinatario del autor real y configura, también en este nivel, a
la comunicación artística como imaginaria. El lector imagina
rio no es, sin embargo, una especie de representante del público
en la conciencia del autor, sino fundamentalmente una condi
ción de la textualidad —todo texto implica una recepción
ideal— en que se manifiesta la actividad artística del autor. Si
el poema es un juego, lo es en primer lugar para el propio autor
quien, una vez que lo practica, lo experimenta libre y desinte
resadamente, lo propone a los demás en nombre de esa presun
ción de universalidad que caracteriza al juicio estético según
Kant y que se basa en el mismo carácter libre y desinteresado
del juego. Y si lo comparamos con un «programa de ordena
dor», como hace G. Zaid (1985:101-102), entonces el escritor
(no el autor imaginario) es la primera persona que comprueba
su funcionamiento, pero de manera existencial, aplicándolo,
leyéndolo, y en esa comprobación se presenta en él el lector
imaginario:
97
que tú Ices. Aunque lleguemos a compartir por completo una
lectura, el centro de tu lectura está en ti, como el de la mía
está en mí.»
98
su papel de muchas maneras (o no lo cumplen, o lo cumplen mal
e impiden que el proceso de comunicación se consume). El lec
tor empírico de cada obra actúa con libertad y, por tanto,
puede aceptar su papel, con o sin condiciones, o rechazarlo: en
todo caso, en los aspectos más técnicos hará uso de su compe
tencia literaria en relación con la postulada por el texto, mien
tras que en los aspectos más existenciales, semánticos, ideoló
gicos y, en suma, estéticos, participará con su personalidad
acoplándose más o menos con el lector virtual, según las cir
cunstancias. Pero, como en el caso del autor, entre lector real
y lector imaginario hay una distancia insuperable, sujeta a
modulación en el acto de lectura y, por tanto, fundadora de la
multiplicidad de las recepciones.
99
la poesía es comunicación con uno mismo en connivencia con
el otro, pues se realiza a través de un objeto concreto y objetivo
común, el poema.
En definitiva, no puede haber comunicación real entre au
tor real y lector real si por comunicación entendemos la trans
ferencia de un contenido desde la conciencia de uno a la del
otro, pues el carácter imaginario del universo evocado, la au
sencia del emisor, la falta de un contexto compartido por los
participantes y la condición connotativa del mensaje lo vuelven
ambiguo, variable según los lectores y los contextos (salvado,
naturalmente, el margen de identidad del texto). Si aceptamos,
en cambio, la diferencia originaria, si consideramos que la co
municación no busca la fusión, sino que respeta la individuali
dad del otro, sin negar la de uno mismo, la del lector que se
sitúa como fuerza productora de sentido textual a partir del
universo imaginario representado por la literalidad de la obra,
entonces se puede hablar de comunicación real entre los indivi
duos empíricos en cuanto tales (es decir, en cuanto autor y
lector que participan en un mismo juego, y no como entidades
psicobiológicas complejas y proteicas). El autor es origen de la
comunicación en cuanto ser en el mundo, pues a pesar de su
carácter ficticio, la creación no es posible más que por la
experiencia de la vida que posee el autor, de la misma manera
que no es posible la lectura sin la experiencia en el mundo del
lector. Ambas experiencias se encuentran en el texto como
impulsos creadores de sentido, no necesariamente idénticos, y
ese encuentro constituye la auténtica comunicación. Así lo ha
expresado O. Paz (1976:192):
100
profunda con uno mismo y una experiencia de unidad e impli-
i ación en el mundo. Sin duda, esta comunicación interior y
esta experiencia del mundo no son transmitidos por el poema,
sino inducidos por él. El juicio estético y la experiencia del
luego son personales y subjetivos. Pero, al mismo tiempo, la
presencia del poema como fuerza inductora revela la existencia
del otro, del autor, a quien no es posible dejar de atribuir una
especial capacidad de codificación, y tan especial, porque lo
que, en forma de instrucción y directriz, de regla del juego, ha
codificado en el poema no es su experiencia (que tendría un
interés limitado para los demás), sino que ha codificado el
propio sentimiento del lector, la experiencia particular y dis
tinta de cada lector, que es una experiencia de conocimiento y
profundización en sí mismo, en su ser original y posible. Hacer
poesía es hallar una forma propia de nombrar el mundo y la
inclusión en él. Comunicar la poesía no puede ser sino comu
nicar la facultad de creación de lenguaje, de convertir al lector
en «origen» de las palabras del poema que, en cuanto partes de
un objeto que construye como signo cada cual, de un lenguaje
que se crea en cada ocasión, son pronunciadas por primera vez
en cada acto poético.
Y si la experiencia del lector no es igual que la experiencia
del autor y ambas son irreductibles a formulación lingüística
regular; en cambio, sí se puede decir que ambas están en cierto
modo previstas en el poema y a través de él están conectadas
y se comunican. Pero no es una comunicación, una transferen
cia de contenidos, sino el diálogo de dos fuerzas creadoras
autónomas que se reconocen como tales. La comunidad que
produce la poesía no es el consenso social, porque no se refiere
a lo que el hombre ha llegado a ser, sino a lo que podría ser si
fuera plenamente, originariamente.
Y, sin embargo, es esta capacidad de comunicación lo que
hace de la poesía un objeto de intercambio y difusión en las
sociedades humanas; pero su éxito social no significa su efica
cia comunicativa propia, su éxito como poesía. Este depende,
en última instancia, de la experiencia íntima de cada lector, de
ahí que el juicio sobre ella sea de los difícilmente demostrables
y esté librado a la buena fe más que a la racionalidad (Domin,
1986:61), de ahí en fin que, frente a las afirmaciones de la ciencia,
que son refutadas por un solo caso que no las cumpla, en la
poesía «el conocimiento es artístico si el acto se consuma, y para
ello basta con que ocurra una sola vez» (Wagensberg 1985:122).
101
SEGUNDA PARTE
El poema
6.
EL PAPEL DEL LENGUAJE
EN LA POESÍA
105
(conocimiento de la lengua —invención de la lengua— a través
del nexo concreto de la ligazón con el objeto). Este último es el
modo estético de conocimiento y representación del mundo» (su
brayado original).
106
código de la lengua, pierden esta condición para ser sólo
partes de un signo más amplio,
2. este signo más amplio es el poema como un todo, en
relación al cual los significantes y los significados de los
términos son sólo partes dotadas de una energía significa
tiva que sólo su posición en la totalidad permite liberar y
orientar, es decir, tanto la forma fónica como el significado
de un término son como un trazo o una mancha en un cua
dro, cuyo valor depende menos de sus propiedades (el color
de la mancha, la dirección del trazo, el significado conven
cional o la estructura fónica), que de las relaciones que
contraen con las demás partes y con el todo; esta circuns
tancia se ve favorecida por el carácter no referencial de los
signos artísticos. Por eso, la poesía no se puede traducir, ni
el poema se puede decir con otras palabras.
107
dundancia, liberando las ataduras sintácticas, rompiendo inclu
so la unidad de la palabra o la linealidad del discurso en las
distribución sobre la página. El desvío constituye un principio
de explicación de gran parte de las figuras tradicionales y su
rendimiento poético, según veremos en los casos concretos,
está orientado a romper las conexiones estrechas que el lengua
je impone en la combinación de palabras, a favorecer la sus
pensión de la función referencial y, en consecuencia, a liberar
el sentido latente de los elementos combinados. El hipérbaton
y la metáfora son los mejores ejemplos. Pero hay otros, como
la creación de palabras que al hacerse al margen de los cauces
que sigue el sistema de la lengua, no son siquiera reutilizables.
Él ejemplo pertenece a O. Girondo y reúne desvíos de todo
tipo:
NOCHE TOTEM
Son los trasfondos otros de la in extremis médium
que es la noche al entreabrir los huesos
las mitoformas otras
aliardidas presencias semimorfas
sotopausas sosoplos
de la engallada libido posesa
que es la noche sin vendas
son las grislumbres otras tras esmeriles párpados
videntes
los atónitos y yesos de lo inmóvil ante el rclluido herido
interrogante
que es la noche ya lívida
son las cribadas voces
las suburbanas sangres de la ausencia de remansos
omóplatos
los agrinsomnes dragas hambrientas del ahora con su limo
de nada los idos pasos otros de la incorpórea ubicua también
otra escarbando lo incierto
que puede ser la muerte con su demente célibe muleta
y es la noche
y deserta
108
liar del espacio textual que favorece la creación de relaciones
entre las partes, la institución de significantes no convenciona
les, la suspensión de la referencialidad, la profundización en el
sentido y la promoción de una forma específica de respuesta:
la aprehensión rítmica. Ilustramos las variedades de recurren
cia con un poema de Bernardo Schiavetta:
alucinada nada
vagas vislumbres lumbres
sombras tinieblas nieblas
alguna esfinge finge
en mis inversos versos
en mis inversos versos
alguna esfinge finge
sombras tinieblas nieblas
vagas vislumbres lumbres
alucinada nada
109
ambos principios queda bien explicado por Octavio Paz en
su libro Conjunciones y disyunciones:
110
7.
MÉTRICA
111
sica o de los signos cinésicos y paralingüísticos que la oralidad
lleva consigo.
Cualquiera que sea el canal que la poesía se vea obligada a
utilizar, este carácter articulatorio y sensorial, esta manifesta
ción «en el sonido» por la que se define, debe permanecer. La
música acompañante y la recitación oral han desaparecido,
pero han dejado sus huellas, han impuesto su sistema de orga
nización del material, un sistema que opera con las unidades
lingüísticas segmentándolas y distribuyéndolas para buscar la
armonía, la proporción, la regularidad, la melodía y, en fin,
cualquier condición que permita conservar el sentimiento de la
forma, y no su desaparición en favor del sentido. En último
término, ese sentimiento de la forma no es otra cosa que la
experiencia del ritmo, al que apunta todo el trabajo sobre el
lenguaje que la poesía efectúa.
Pero el ritmo es una síntesis compleja de la que todavía no
estamos en condiciones de tratar. Detengámonos ahora en su
punto de partida: el tratamiento cuantitativo a que se somete
el lenguaje para conservar los rasgos de la música y la oralidad,
es decir, la métrica. La métrica, como su nombre indica, se
ocupa de las unidades del lenguaje en lo que tienen de medible
y cuantitativo, opera, pues, con magnitudes físicas para decidir
en qué proporción y según qué criterios se deben distribuir en el
enunciado.
En sentido amplio se puede considerar que cualquier emisión
lingüística que tenga presentes estos elementos, es decir que se
apoye en el sentimiento (no es necesaria una conciencia exacta
de los términos) de una distribución armónica de segmentos
lingüísticos cuantificables, tiene una base métrica. En sentido
restringido, la métrica se refiere sólo a las reglas convencionales
que rigen dicha distribución. En ambos casos, sin embargo, es
posible reconocer un componente lúdico, una regla artificial,
más o menos rígida, más o menos explícita, que se impone a la
estructuración de los mensajes. Por supuesto, el juego se queda
en mera diversión o entretenimiento si el resultado no va más
allá del gusto por superar la dificultad que se adopta conven
cionalmente, como cuando completamos correctamente los
versos de un soneto por el placer de rellenar el esquema, pero
prescindiendo de cualquier impulso de sentido.
Ya hemos visto que el juego de la poesía es doble, el juego
combinatorio, del que forma parte fundamental la métrica, está
guiado por el juego de sentido y, aunque en la experiencia
112
poética no puedan desligarse y nuestra argumentación trate de
determinar cómo se integran, su comprensión exige el análisis
y la consideración previa del juego combinatorio. Esta prio
ridad, por otra parte, parece más respetuosa con el carácter
abierto de la comunicación literaria y la consiguiente iniciativa
del lector que debe producir el sentido a partir del estímulo
sonoro, todo ello con independencia de cómo transcurra el
proceso creador. En la misma dirección Friedrich recoge testi
monios de Baudelaire, Guillen y Strawinsky defendiendo la
supremacía de la forma y la métrica sobre la voluntad de
expresión como ejemplos de una práctica general de la poesía
moderna en la que «las convenciones de la rima, el número de
sílabas de los versos y de la construcción de las estrofas son
considerados como instrumentos que actúan sobre el lenguaje
estimulando reacciones a las que el mero esbozo de conteni
do del poema jamás habría llegado» (1974:55).
Esta actitud no supone una ruptura de la expresión y el
contenido, que es una condición de los enunciados concretos
resultantes, antes bien favorece su unión puesto que tiende a
quebrar la relación convencional de los componentes del signo
y a crear efectos de sentido que proceden de la musicalidad y
la sonoridad de la frase más que de su estructura gramatical y
semántica.
Y tampoco cabe hablar de menoscabo en la libertad carac
terística del juego, pues tal libertad se refiere en primer lugar
a la decisión de jugar, lo que significa aceptar y seguir sin dis
cusión su sistema de reglas, en este caso inscribir los enuncia
dos en moldes de distribución que someten los aspectos cuan
titativos de los signos a los criterios de proporción y armonía
que define la métrica, y en segundo lugar en desarrollar una
conducta personal e inventiva dentro del ancho margen que
definen las reglas: muchos sonetos posibles pueden llenar la
regla abstracta de su esquema.
Tan contrario a la naturaleza del juego es el desarrollo to
talmente previsto de antemano como la situación en que todo
está permitido, sin ninguna resistencia ni cauce para el impulso
a la acción que define a la conducta lúdica y que actúa como
llamada o invitación al juego. El mencionado Strawinsky pen
saba, y no es casualidad que la cita provenga del mundo de la
música, que la libertad del arte es mayor y más profunda
cuanto más limitado, trabajado y vigilado esté, pues lo que
libra de una traba también quita una fuerza (citado por Fretg-
113
man, 1989:264); la métrica juega precisamente este papel de
traba que concita la fuerza del sentido.
114
pausa es precisamente el punto en el que el tiempo se detiene
para «volver» a empezar (verso procede del latín versus, de
vertere, «volver»), es la detención la que, aun sin encabalga
miento, por la repetición, esto es la vuelta del mismo verso-ti
po, sustituye la organización sintáctica basada en la argumen
tación lógico-semántica por la organización del sonido que el
verso reproduce. La disposición gráfica, tan característica, invi
ta a relacionarse con el texto del poema como lo exige este tipo
de organización. Nada más alejado de la poesía que esos
recitados que pasan por encima de las pausas finales y susti
tuyen el flujo autorreproductivo del verso por una declama
ción dramatizada.
115
que no (vid. Balbín, R.:1986). En el endecasílabo son rítmi
cos los pares:
116
la estrofa no pueda extenderse indefinidamente, aunque algu
nas, como la estancia, tengan un número de versos y una
distribución variable, o las estrofas abiertas, como el romance,
se prolonguen indefinidamente gracias a un sistema de articu
lación interno basado en las rimas. Pero la estrofa requiere
cierta concentración que favorezca los encuentros fónicos y
sintácticos que dan espesor y consistencia a la realidad sensible
del poema. La estrofa es el espacio de interrelaciones múltiples
en el que se despiertan los vínculos entre los componentes sen
soriales del lenguaje que el uso ordinario desdeña y donde se
despliegan los acoplamientos de las estructuras sintácticas pa
ralelas y comparables. La estrofa es una unidad métrica, pero
tiende también a la unidad sintáctica por esta condición de
centro de interrelaciones por la que alcanza justificación fun
cional.
Más allá de la estrofa no hay sino la combinación de estro
fas, en las que se asegura la continuidad métrica por diversos
procedimientos (relación del final de una con el principio de la
siguiente, cambio sólo parcial de rimas, rimas encadenadas,
estribillos, repetición de la misma estrofa-tipo o procedimien
tos más particulares). Sin duda, los motivos de todo tipo que
se presentan en una estrofa pueden reaparecer en estrofas su
cesivas, pero esta recuperación será más la huella de un énfasis
semántico o funcional que un fenómeno métrico, pues el exce
sivo distanciamiento destruye la necesaria impresión de regu
laridad y medida.
La rima, por subrayar la consistencia sensorial de toda la
sucesión, y la estrofa, por convocar en su espacio todo tipo de
recurrencias, anuncian ya la irrupción def ritmo, su efecto
específico. El ritmo está formado por la oscilación peculiar que
se produce en el seno de una sucesión regida por la regularidad;
el ritmo asume e incorpora en su trazado todo lo irregular que
se encuentra entre los intervalos pautados. Pero para ser per
ceptible necesita someter lo totafmente irregular a pequeñas
instancias de regularidad: estas instancias están formadas por
esas figuras fónicas y sintácticas que la estrofa promueve y la
rima enfatiza. Por eso, el análisis rítmico no es sino una com
plicación progresiva del esquema elemental fijado por las uni
dades métricas más convencionales en el que se van integrando
las repeticiones menores que, a su vez, dan pie a la integración
de todo lo que no se encuentra sometido a canon. Se llega así
al movimiento singular del poema, donde el metro se une con
117
el ritmo orgánico, «expresando así la esencia misma del objeto,
mientras que, bajo su forma elemental, no es más que una
trama y para nosotros un medio de acceso. Pues esas son las
dos funciones del ritmo: bajo las especies del esquema dar pie
a la percepción de la obra, y cuando la percepción se apodera
del objeto estético, adherirse y expresar el ser mismo del obje
to» (Dufrenne, 1967:325).
118
hace siguiendo los impulsos que surgen en cada composición y
no los que imponen las pautas previas:
«El poema nuevo, al desligarse del rigor en la medida del
verso y de la rima y también de la estrofa comunes, establece
el centro de gravitación rítmica en el conjunto de la obra
entendida como unidad poética. En consecuencia, el poema
no cuenta como una sucesión de versos perfectos, de rimas
logradas, de estrofas pulidas, sino que extrae de sí mismo, de
la fuerza interior, desarrollada por los elementos que inte
gran el conjunto, la ley de cohesión rítmica como manifesta
ción creadora. Y estas leyes resultan siempre distintas, pues
los poemas lo son, y por eso no cabe formularlas en forma
estricta, pues el poema se evade siempre. La novedad cons
tante de esta métrica es su ley constitucional, pero no lo es
como propósito deliberado, sino como consecuencia de esta
fidelidad consigo misma». (López Estrada, 1974:18).
119
de cómputo en la cohesión de la expresión y el contenido; lo
que ahora nos interesa estudiar es la capacidad que tiene para
conformar el discurso poético en su conjunto, pues resulta
patente el peligro de redundancia y trivialización que arrastra
una repetición excesiva.
Si en la métrica tradicional el modelo estrófico configura
un sistema de expectativas que prefigura la estructura del con
junto, en la métrica moderna, el rechazo de cualquier forma de
esquemas convencionales predeterminados obliga a crear en cada
ocasión el mecanismo métrico que regule la percepción rítmica.
En este sentido, merece la pena destacar que el ritmo, al que
dedicamos el último capítulo por su condición de mecanismo
integrador, aunque es una cuestión de conjunto y totalidad, se
manifiesta y asimila sucesivamente. Entonces el ritmo no es
sólo ni fundamentalmente producto de la disposición del ma
terial sonoro de acuerdo con un plan global, de forma que un
sentimiento de la totalidad esté presente desde el principio en
la conciencia del lector, según sugiere el sistema estrófico, el
ritmo es sobre todo la concatenación de los estímulos métricos
de manera que se evoquen mutuamente, produciendo así esa
unidad dinámica y en tensión continua que ya hemos analizado
(vid. 3.4.2.). Así lo ve S. K. Langer:
120
verso corno libre, la que hace que se nos aparezca «como una
entidad autónoma independiente de los demás versos del poe
ma» según señala Lázaro Carreter en su Diccionario de términos
filológicos, y efectivamente lo es si se considera paradigmática
mente, pues no reproducen un esquema, aunque sintagmática
mente hay entre ellos todo tipo de enlaces. Esto significa, por
otra parte, que el verso tiene una orientación métrica doble:
por un lado es el lugar de aparición de recurrencias específicas
que no suele compartir enteramente con los demás versos
(aliteraciones, alternancias regulares de tónicas y átonas, por
ejemplo), y, por otro, es un tránsito entre dos versos, una
proyección hacia los versos siguientes, que recoge el impulso
que viene de los precedentes, compartiendo alguna de sus re
currencias o alternancias acentuales, completando la estructura
gramatical, reproduciendo parcialmente su esquema, etc. Se
observará con mayor claridad en un ejemplo, un poema dejóse
Carlón:
óoooóoooóoooóooóo/
ooóoooóooóoooóo/
oooóooóoooóooóo/
oóooóoooóooooó/
oóoooóooóooóo/
ooóoooóoooóooooóo/
oóo/
oóoóooóooooóo/
oooóo/
121
ridad acentual no es significativa; pero a ella hay que añadir la
recurrencia fónica; reproducimos el poema subrayando la re
presentación de los sonidos recurrentes en cada verso:
122
el efecto de un aumento o disminución del número de sílabas
y de equivalencia cuantitativa entre versos de distinta medida.
Puede comprobarse en este poema, que, aunque breve, pone
en juego todos los componentes de la métrica moderna, cómo
el verso posee una entidad métrica autónoma, pero es a la vez
proyección hacia los versos siguientes y recapitulación del im
pulso de los versos anteriores, afectando de esta manera a la
configuración global del poema y contribuyendo a su estruc
tura.
123
han de ser subsidiarios y, si se imponen, transforman el ca
rácter específico de la poesía que consiste en utilizar como
medio las condiciones sensoriales de la lengua, no las de la
escritura. Me parece que, en los casos más destacados, la dis
posición gráfica se proyecta sobre la realización oral; es lo que
ocurre, por ejemplo, en el siguiente poema de Sánchez Ro-
bayna, en el que los versos no son las líneas, sino los grupos de
líneas separados por blancos (en otro caso la ejecución resulta
ría torpe y sin ritmo), y la disposición sobre la página sirve para
visualizar gráficamente y subrayar las recurrencias fónicas:
LA RETAMA
retama
tu que
yaces sobre
páramos
de viento y
matas
y sol
lento
dime tu
solo
ápice
blanco
de soledad
adamada
retama
II
si tu
sentido
tu
savia
breve
124
tu
curva al
sol
de octubre
savia
que sube
blanca
hasta el
sonido
del viento
III
sigiloso
sentido
en la
ventisca
sigues
alta
medula
de
luz
dime tu
solo
soplo
retama tú
que
IV
retama
tú que
alzas
albor
no
temes
sombra sobre
tu
ramo
de claridad
125
di me al
oído
di-
le
tu solo
silencio
le
vantado del
viento
en la
ladera
de
soledad
del
lado del
sol
seco
que un
sol
sopla
retama
di me la
soledad
la sola
luz
126
rasga el aire,
se desliza,
eorta el
agua y
cae,
contempla
su caída
inventa
animalitos
de ternura,
recuerda
ríos de amor
bajo la noche
poblada de
leones,
brilla
en el papel
de estaño,
envuelve
lunas, se
hunde en
el espejo;
al otro
lado del
cristal
gira,
lenta,
su muer
te
La san
gre se
diluye
en el
pai
sa
J
127
la aceleración del tempo procedería aquí por un lado de la
recurrencia de la categoría gramatical de verbo en tercera per
sona de singular (que es el factor métrico más destacado junto
con las repeticiones fónicas que arrastra) y de la ambigüedad
no resuelta en la localización del verso entre la línea (tempo rá
pido característico de los versos cortos), que parece imponerse
al comienzo, pues el verbo en forma personal produce el mo
vimiento melódico completo de la frase, y el grupo de líneas
(tempo más lento, como en el poema de Sánchez Robayna) que
triunfa al final a causa de la fragmentación de las letras de una
misma palabra en varias líneas.
También se debe incluir dentro de este apartado de la
disposición gráfica el papel de la puntuación: la puntuación es
una guía para dirigir la entonación, para regular el tempo de
lectura («ía puntuación es una caja de velocidades», Herberto
Helder), para subrayar la argumentación lógico-sintáctica del
discurso: los signos de puntuación son los jalones que segmen
tan el texto, que marcan los tránsitos del sentido. La ausencia
de puntuación, frecuente en la poesía moderna, aparte de favo
recer un movimiento rítmico más rápido, tiene otras dos con
secuencias importantes:
128
sual y lo auditivo, en la que la audición no procede de la es
cucha de una voz exterior (cualquier timbre es excesivamente
individual), sino de una voz interior sin timbre (Gadamer,
1991:108: «Ninguna voz del mundo puede alcanzar la ideali
dad de un texto poético»), operación singular, pues en ella,
como sostiene O. Paz (1976:278), «oímos mentalmente lo que
vemos».
El hecho de que el poema moderno se presente de tal
manera que parece dirigido al sentido de la vista es, en el fondo,
la declaración misma de su condición de verso, que procede de
la tensión entre la pronunciación autónoma de la línea y la que
exige la argumentación lógico-sintáctica; y la pronunciación y
el aliento son, en última instancia, las auténticas manifestacio
nes del poema, como subraya H. Domin (1986:190).
«El poema moderno es algo esencialmente óptico, tal es
ciertamente la doctrina dominante (Benn y otros). Tiene que
ser percibido con los ojos. Eso es seguramente cierto. Pero
es también sólo una verdad a medias. Tiene que ser respi
rado.
El aliento (dicho no metafórica, sino literalmente) es el
médium del poema, en él se une lo que antes se llamó “for
ma” y “contenido”, que sin embargo no hay ni puede haber
en el poema viviente. Las lincas conducen el aliento del
lector, son “unidades de aliento”, aunque al mismo tiempo
son unidades ópticas, tanto las lincas como las líneas vacías.
Surge una relación de tensión entre excitación, identificación
(aliento) de un lado e intelecto, distancia (agrupación óptica
de los portadores de sentido) del otro. Esta relación de ten
sión con sus contraposiciones me parece ser típica del poema
moderno».
129
7.4. Poema en prosa
130
bico bastante regular de las unidades melódicas que podrían
segmentarse predominantemente en secuencias de once y siete
sílabas.
El poema en prosa, como todos los poemas, busca el ritmo
con todas sus consecuencias; si asume los riesgos que la prosa
supone de predominio del sentido, es sin duda para huir del
peligro de ostentar una identificación formal que es utilizada
con frecuencia como signo falso de la poesía.
131
8.
RECURRENCIAS FÓNICAS
133
homofonía más que por homología. En poesía, como seña
la Yurkievich, (1984:113) «la impositiva es la vecindad sonora»,
la selección de los vocablos está determinada no sólo por lo que
signifiquen sino por el parentesco fónico con los de su entorno.
Esta coordinación de las palabras en relación con su constitu
ción fónica es característica de un gran número de figuras re
tóricas clasificadas por la tradición: aliteración, asonancia, ana
grama, paranomasia, anáfora, palíndromo, onomatopeya, etc.
En mi opinión pueden ser tratadas unitariamente en fa medida
en que aplican un mismo principio, el de la función poética,
sobre un material específico, el fónico; de ahí la denominación
de recurrencias fónicas que damos a todas ellas.
8.2. Funciones
Cuando tratamos, en el capítulo 2., de la capacidad de la
poesía para superar las restricciones del lenguaje, la caracteri
zamos como la intersección de dos juegos simultáneos, uno
combinatorio y otro mimético, uno que juega con las unidades
del lenguaje intentando acoplarlas y otro que juega con la
capacidad que tienen esas unidades de invocar el mundo y
producir sentido, como si el juego combinatorio estuviese coor
134
dinado con el juego de ficción para cumplir la función, (vid. en
3.1.3 y 3.2.), de producir un conocimiento de la complejidad del
mundo. Las recurrencias fónicas son el resultado del juego
combinatorio y llaman la atención sobre el mensaje mismo, de
acuerdo con la tesis de la función poética jakobsoniana, pero
caerían en la banalidad y el juego de ingenio si no fueran más
allá de la pura estructura formal.
Cabe suponer, pues, que las recurrencias fónicas cumplen
alguna función en relación con el sentido del poema y que esa
f unción va más allá de la puramente ornamental o metapoética,
es decir que no se limitan a actuar como signos externos o sig
nificantes vacíos que declaran la presencia de la poesía, sino
que lo hacen como resortes que promueven la participación del
lector en la producción del sentido característico de lo poético
y, en definitiva, de la experiencia estética.
135
recibe un refuerzo sensorial, sonoro, de la aliteración de eses
que, por sus condiciones articulatorias y acústicas se empareja
bien con el tipo de realidades invocadas por el verso (el sonido
del viento), pero que resultaría gratuita e insignificante en otra
frase con otro sentido («Sor Silvia sonríe a Marisa», por ejem
plo).
Así pues, la recurrencia crea una imagen sonora de una
realidad sonora que es invocada convencionalmente, lo que no
le impide producir el efecto de presencia de la cosa e invitación
a someterse a su sentido sin el intermediario de la significación
convencional que, después de invocar las cosas, queda despla
zada.
Por otra parte, las unidades fónicas implican movimientos
articulatorios, musculares, respiratorios, que constituyen autén
ticos gestos expresivos en la medida en que las emociones
pueden estar ligadas a distintos grados de tensión de los mús
culos y éstos a su vez a la realización de determinados fonemas
(Spire, 1986:434-435). Es esta particularidad la que justifica una
tesis como la de Bateson según la cual la poesía es una evolu
ción de las formas de comunicación cinésica y paralingüística
(analógicas), que cumplen funciones totalmente diferentes a las
del lenguaje (básicamente digital). En todo caso, y para lo
gue aquí estamos tratando, el modo de funcionamiento de lo
fónico, en cuanto implica movimientos orgánicos varios, es
semejante al de las aliteraciones onomatopéyicas, es decir, los
fonemas que producen una tensión muscular ligada a una
emoción determinada sólo podrán ser sentidos como reproduc
ción de dicha emoción en el caso de que los significados con
vencionales también la manifiesten.
136
(citado por Germain, 1973:208) es incluso más importante que la
metáfora misma, pues es la que permite decir «llueve» sin caer
en la banalidad, por lo tanto, profundizando en el sentido de
la palabra, mejor dicho, en el sentido del fenómeno o la cosa.
Y esta profundización se apoya en los nexos que se crean entre
los vocablos plenos a causa de sus afinidades fónicas, que
actúan como operadores de relación no codificados, pero efi
cientes de manera sutil, no conceptual, ni categorial, estética;
«se sobreponen, dice Lázaro Carreter (1990:238) a las marcas
de relación gramatical (orden de palabras, concordancias, pau
sas), otras, sintácticamente superfluas y, por tanto, inexistentes
o irrelevantes en el lenguaje ordinario, que saturan el texto con
una red de enlaces fónicos».
Estos nexos fónicos crean nuevas variables de sentido. La
rígida estructura de la oración expresa directamente las relacio
nes entre los vocablos y favorece la selección unívoca de su
significado. En el lenguaje ordinario las palabras se combinan
de una en una y por eso sólo actualizan una de sus variables de
sentido; pero en potencia cada palabra contiene una plétora de
sentido que se vuelve efectiva en contacto con otras palabras;
esta característica se encuentra arraigada en el mismo código
lingüístico, pues sabido es que la acepción de un término varía
según el contexto en que se inserta, de manera que si, por
ejemplo, la palabra «oscuro» significa «falto de luz» si se com
bina con un término que pertenece a la clase de los inanimados
(casa oscura) y «humilde, confuso, malicioso» si se aplica a un
término de la clase de los animados y humanos («un razona
miento oscuro»).
En el lenguaje poético la afinidad fónica funciona como
elemento de relación no instituida gramaticalmente. Palabras
alejadas en el discurso y no relacionadas por ninguna categoría
sintáctica contraen nuevos vínculos por su parentesco fónico,
de manera que las relaciones se multiplican y de ellas surge la
emergencia de varios sentidos simultáneamente (cuando las
relaciones están implícitas en el código y el poema no hace sino
reunirlas en el mensaje), y la revelación de nuevos sentidos y
aspectos de las cosas (cuando la vecindad sonora promueve un
acercamiento inusual entre significados o cosas alejadas). Así la
recurrencia fónica no es sino una imagen en la que sus térmi
nos se encuentran unidos por nexos no gramaticales, pero
imagen al fin, en la medida en que los vocablos contrayendo
libres relaciones entre sí muestran «todas sus entrañas, todos
137
sus sentidos y alusiones, como un fruto maduro, o como un
cohete en el momento de estallar en el cielo» (Paz, O., 21-22).
Imágenes sutiles, difíciles de establecer y percibir, y mucho
más de interpretar conceptualmente, puesto que ningún código
las respalda, ni autoridad alguna puede identificarlas. En reali
dad constituyen uno de los márgenes de juego del lector, y, en
última instancia, sólo existen en cuanto alguien realiza de
manera rápida e intuitiva las operaciones de reconocimiento y
creación de sentido. Paradójicamente, esto es (vid. 4.3.), lo que
hace al poema intocable en su forma, pues todos sus compo
nentes, incluso los infralingüísticos, están a disposición del
lector para que forme la imagen y asuma el sentido.
En resumen, las anafonías se producen cuando un fragmen
to de un significante, asociado en cuanto signo a un significado
convencional, se reproduce en otro significante que como signo
se asocia a un significado distinto del primero, y crea sentido
en la medida en que la nueva relación entre los signos permite
descubrir dimensiones ocultas en las cosas que invocan. Con
sidérense, por ejemplo, las relaciones semánticas que pueden
establecerse entre boca-corazón-barcarola a partir de las corre
laciones fónicas que se crean en el poema de Neruda que ci
tamos más adelante (vid. 8.4.).
En poesía, en fin, toda semejanza fónica tiende a plantear
una relación de sentido entre los términos semejantes, y ello da
lugar a una tercera función.
138
lenguaje utiliza este principio para su organización, el princi
pio de la motivación relativa. Esta no busca la semejanza entre
significante y significado, sino la proporcionalidad de la seme
janza de dos o más significantes con sus significados respecti
vos: en dos signos cuyos significantes son parcialmente homo-
fónicos sus significados son parcialmente homológicos. Se trata
de una motivación que utiliza el código del lenguaje por razo
nes de economía:
Significante 1 Significando 1
Significante 2 Significando 2
/ padre/ «padre»
/ madre/ «madre»
139
8.3. Un ejemplo de recurrencia ocasional
140
«Junto a la línea de contenido conceptual (el malagorero
grupo de pajarracos nocturnos), se comunica una serie de
notas no conceptuales, sino sensoriales y afectivas: la oscuri
dad, la confusión, el malestar y la angustia. Claro que estas
notas van sustentadas por los conceptos correspondientes a
“nocturnas”, “turba”, “infame”. Pero además, “oscuridad-
confusión-malestar” y el movimiento rítmico del batir de alas
(imágenes y sentimientos) se “pintan” en esas dos sílabas túr
túr de las cimas acentuales del verso. El fonema u nos da
—y más repetido— e.wz atmósfera de oscuridad y malestar, el
doble ritmo de las dos t nos da el aletazo de las aves, las dos
vibrantes el zumbido del vuelo y los gruñidos de las aves.
¿Son, pues, aquí “significantes” los fonemas? Hay quien lo
cree. La u nos produce sensación de oscuridad, de confusión,
de malestar, porque es un sonido grave, porque en nuestros
hábitos lingüísticos solemos asociarla con lo oscuro, lo som
brío, lo confuso.»
141
Por un lado, nocturnas viene a ser un resumen fónico de
todas las palabras que significan “oscuridad” que conservan su
eficacia semántica en el verso infame turba de nocturnas aves,
donde, por otra parte, se establece el nexo gramatical turba
aves nocturnas; si consideramos que esta expresión, a través del
vínculo fónico túr, pone en relación todos los vocablos fónica
y/o semánticamente asociados con nocturnas con todos los
vocablos relacionados sintácticamente con turba y aves, obser
varemos cómo esas relaciones exigen acepciones de los voca
blos distintas de las que pone en juego el significado literal de
la frase:
142
por ejemplo), pero que la construcción gramatical no invoca,
sino la vinculación homofónica de los vocablos; ésta, sin em
bargo, puede también promover nuevas acepciones, como en
las metáforas; es más, algunas de las acepciones ya asimiladas
por la lengua tienen su origen en la metáfora, es decir, en una
confluencia de términos incompatibles que se vuelve revelado
ra, es lo que ocurre con todos los sentidos de oscuro que el
cuadro recoge. Así pues, el ejemplo ilustra tanto el mecanismo
de creación de sentido (la vinculación sintagmática de los vo
cablos por cauces extragramaticales) como el de fusión del
sentido con el sonido (pues es la homofonía la que opera el
acercamiento).
143
si soplaras en mi corazón cerra del mor, llorando,
sonaría con un ruido oscuro, con sonido de ruedas de
tren con sueño,
como aguas vacilantes,
ramo el otoño en hojas,
como sangre,
como un ruido de llamas húmedas quemando e/ cie/o,
soaando como sueños o ramas o lluvias,
o bocinas de puerto triste,
si tu soplaras en mi corazón, cerca del mar, como un
fantasma blanco,
al borde de la espuma,
en mitad del viento,
como un fantasma desencadenado, a la orilla del mar,
llorando...
y al final:
144
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
145
9.
ESTRUCTURAS SINTÁCTICAS
147
9.1. Hipérbaton
Para comprender las formas y funciones de los diferentes
tipos de hipérbaton puede ser suficiente examinar las implica
ciones de su definición más simple. Hipérbaton es la alteración
del orden normal de las palabras; éste es una consecuencia del
carácter lineal del lenguaje y no obedece, por lo general, a leyes
rígidas; cuando lo hace es porque cumple una función sintácti
ca, es decir, constituye un medio de expresar las relaciones gra
maticales entre los diferentes componentes de la oración.
Ahora bien, las relaciones sintácticas pueden expresarse por
otros medios:
148
aunque la concordancia asegura la relación monte-eminente, la
contigüidad sugiere una relación miembros-eminente, que no
queda bloqueada por la agramaticalidad, pues la unión del
adjetivo y el nombre, aun sin concordancia, posee tanta fuerza
como la relación por concordancia de los elementos separados.
2. Orden desviante o hipérbaton propiamente dicho; la al
teración en el orden lineal de las palabras impide reconocer los
vínculos que unen una palabra a las demás, la función que
desempeña dentro del conjunto; llamaremos por extensión hi
pérbaton a cualquier circunstancia que contribuya a debilitar
los vínculos sintagmáticos entre los vocablos.
La flexibilidad en la distribución de los elementos del enun
ciado varía según las lenguas y, con ella, la definición misma de
hipérbaton. El castellano, sin poseer la flexibilidad del latín,
está lejos de la rigidez del francés. Por ello ciertas variaciones
estilísticas son casi tan naturales como la ordenación lineal, de
manera que no producen violencia, no constituyen transgre
sión alguna, y, sin embargo, permiten a la frase acoplarse rít
micamente al conjunto o favorecer enlaces sonoros significa
tivos:
149
En todos estos casos, sin embargo, la poesía no hace sino
desarrollar y atraer a su causa las condiciones propias de la
lengua natural en la que la significación deriva de la disposición
de la palabra en el discurso; la sintaxis, es decir, la construcción
del sentido en una progresión lineal y lógica, se conserva, y en
este punto la institución del lenguaje no ha recibido ninguna
violencia, y la frase contribuye con su sentido global a la for
mación del conjunto.
La figura propiamente poética de la sintaxis es la que niega
la sintaxis misma en nombre de esa condición de signo único
que constituye el poema y que hace que las palabras (las frases
en algunos casos, como acabamos de ver) que en él se inscriben
no lo hagan como elementos de un vocabulario preexistente
que fija su significado y sus posibilidades combinatorias, sino
como partículas dotadas, sí, de una energía significativa, pero
que sólo actúa globalmente en la figura unitaria del poema,
de la que recibe orientación.
La poesía, pues, tiende a la disolución de los lazos conven
cionales que atan a los vocablos, a dejarlos libres en el espacio
textual para que ellos mismos generen sus vínculos a través de
las relaciones de afinidad u oposición que el marco entero del
poema permita. Así, por ejemplo, en el final de la estrofa gon-
gorina que analizamos en el último capítulo:
150
mentó o a qué predicado corresponde tal sujeto, s¡ a] menos
éste puede ser reconocido como tal. El ejemplo que sigue es un
poema de Félix de Azúa titulado Frankfurt:
mundo de piedra
lluvias
el duero cabeceando
ojos arriba amor
cabeceando el duero
lluvias de primavera
amor
Martínez Sarrión
Y he llegado al silencio
(lenguaje y pensamiento miles de páginas, libros, el
huevo o la gallina, los inicios del hombre)
He llegado al silencio
por que no sea el vocablo quien me ordene.
No pensar y el silencio...
151
Tan simplemente oculto es el silencio
A UNA ROCA
roca
rósea
desierto
desierto el mar
de
nubes
rojas
el
origen
bajo la claridad
desierta de la lámpara
152
absolutización de la que habla Coseriu (vid. 3.2.2.), o a lo que
Jean Cohén (1982:103) llama negación de la negación:
9.2. Emparejamiento
Si el hipérbaton y sus variantes constituyen mecanismos de
liberación de los lazos sintagmáticos que unen a las palabras
para dotarlas de una mayor disponibilidad de asociación según
criterios extragramaticales, el emparejamiento es precisamente
un mecanismo de asociación de palabras en el texto que se
superpone al mecanismo gramatical, en el que, sin embargo, se
apoya.
D. Alonso estudió con atención y prolijidad las formas «ar
quitectónicas» en que se presentaban algunas composiciones
de la poesía española tradicional y, sobre todo, clásica. Estos
poemas se estructuraban a base de colocar en un solo verso los
miembros sintácticamente equivalentes de oraciones estructu
ralmente equivalentes, que aparecían así correlacionadas a lo
largo del poema, en vez de sucederse una detrás de otra; se
trataba entonces de Versos plurimembres y poemas correlativos,
para decirlo con el título de un trabajo del propio D. Alonso.
Un ejemplo sencillo y exacto, el comienzo de un soneto de
Cervantes:
153
excesivo énfasis por todo el poema y concentrar al final en un
verso plurimembre los elementos de distintas oraciones corre
lativas que antes habían aparecido dispersos. Un soneto de
Lope es uno de los muchos ejemplos que analiza D. Alonso:
154
— Ilustre y hermosísima María
— Te me mueres de casta y de sencilla
— Desciende en cuerpo y niebla
— retama
tú que
yaces sobre
páramos
de viento y
matas
y
sol lento
155
costa de impedir otros efectos igualmente importantes; por eso
la cantidad de emparejamientos no está en correlación con la
calidad del poema; como afirma el propio Levin (1974:73):
156
Sin duda, como ha observado Levin, el emparejamiento va
encaminado a producir dos efectos genuinamente poéticos:
157
b) las variaciones en los elementos emparejados que
unas veces son simples (vives), otras perifrásticos (se te
puede buscar) y otras están elididos;
c) la introducción de elementos no emparejados (arder
en los cristales —saltar en las pupilas— consumirte en los
ecos de un abismo innombrable); la renovación sucesiva de
los emparejamientos y la conservación de ciertos ecos.
El resultado es un poema fuertemente unificado, y sin
embargo, complejo, ambiguo y variado, en el que los empare
jamientos introducen numerosas relaciones entre las palabras
para extraer de ellas todo su caudal; repárese, sin ir más lejos,
en la relación espuma, sueño, nieve, plata de los cuatro prime
ros versos:
1
Se te puede buscar bajo un ciprés de espuma,
en los dedos del aire, metálico, del sueño,
en un volcán de pájaros incendiados de nieve
o en las olas sin voz de los peces de plata.
158
y un tic-tac indecible que me lleva
hasta un profundo dios hecho de espuma.
Y es otear el aire,
arañar el misterio, acuchillar la sombras.
Y te voy descubriendo,
metálica mujer, entre el espino:
un murmullo de sangre transparente
en el rostro perdido del silencio.
III
Por ti la luz asciende a mediodía,
arena prolongada hasta mis labios,
hilo de tierra ardiente y presurosa
donde el espacio brota más intenso.
Es un géiser de espuma,
de interrumpida lava,
de paloma incompleta
que multiplica el aire en dimensión de voces.
159
10.
EL POEMA Y LA SIGNIFICACIÓN
161
En todo caso, la expectativa de que el poema ha de com
portarse como un texto rige la percepción de manera simultá
nea con la asimilación sensorial que promueve la forma y, si
bien es cierto que las condiciones que el texto debe cumplir se
ven con frecuencia quebrantadas por el poema, no lo es menos
que la expectativa de su cumplimiento rige la percepción, corri
ge las anomalías y facilita un funcionamiento adecuado del
conjunto.
El texto se caracteriza, ante todo, por su unidad, por la
cohesión de su significado, y tiene dos vertientes:
a) homogeneidad, consistencia, identidad: el texto debe
referirse a algo, y ese algo debe mantenerse a lo largo del
texto, no debe variar constantemente;
b) desarrollo, a medida que el texto progresa, se desplie
ga, debe introducir información nueva, aportar nuevos con
tenidos que justifiquen su continuación. En otras palabras,
para preservar su identidad, el texto ha de poseer coheren
cia global; para que la información nueva se acomode con
la información dada (que puede ser extratextual, al comien
zo del texto, por ejemplo), el texto ha de poseer coherencia
lineal.
La coherencia lineal es la adecuación de unas unidades
con las que le siguen y preceden. La categoría gramatical y
semántica de una unidad léxica determina, restringe, selec
ciona las unidades que pueden combinarse con ella para
formar oraciones, de manera que una oración como:
162
Una sucesión de oraciones como las que siguen no es, en
cambio, linealmente coherente:
/. Permanencia:
La forma más ordinaria de unidad semántica la tenemos
cuando toda la variada información suministrada por el texto
se aplica a un objeto x al que llamamos asunto:
163
exige que el número de asuntos sea reducido y se encuentren
relacionados entre sí.
2. Recurrencia:
164
DESEO DE SER PIEL ROJA.
(Sitting Bull ha muerto, los tambores
lo gritan sin esperar respuesta.)
165
«Toda imagen, afirma O. Paz (1976:98), acerca o acopla rea
lidades opuestas, indiferentes o alejadas entre sí» y, en efec
to, el poema crea una realidad imaginaria que inevitablemente
ha de confrontarse con la realidad conocida y vivida por sus
usuarios, alcanzando en tal confrontación su sentido. En todo
caso, el poema como totalidad no debe entenderse «literalmen
te», es decir, referencialmente, como representación de una
realidad existencial, sino como metáfora. Toda frase del poema
recibe de este régimen, característico del conjunto, su condi
ción de imagen, por ello el propio O. Paz considera imagen
«toda forma verbal, frase o conjunto de frases, que el poeta dice
y que unidas componen un poema», pues dentro del poema cum
plen el requisito de «preservar la pluralidad de significados
de la palabra sin quebrantar la unidad sintáctica de la frase o
del conjunto de frases»; en este sentido, todas las figuras que
hemos estudiado hasta ahora tienen, como se ha podido notar,
algo de metáforas. Sin embargo, dentro del poema es posible re
conocer un tipo de expresiones de comportamiento lingüístico
singular, que reproducen el modo de ser del poema: se trata de
las metáforas propiamente dichas. Toda metáfora constituye
un pequeño poema y por ello el análisis de su funcionamiento
habrá de contribuir a una mejor comprensión del fenómeno
poético en general.
166
rentes no sólo hablan lenguas diferentes sino que, lo que es más
importante, habitan mundos sensoriales diferentes» afirma Hall,
(1971:15) llevando a sus últimas consecuencias la hipótesis Sa-
pir-Worf. Pero, en virtud del funcionamiento del sistema ner
vioso humano, los contenidos del aprendizaje cultural se van
sumergiendo poco a poco en las profundidades del individuo,
de manera que los modelos que dirigen la conducta y la per
cepción no se remontan a la conciencia más que cuando nos
enfrentamos ante una anomalía, una circunstancia imprevista
que vuelve inoperantes nuestros mecanismos de reacción (cfr.
Hall, 1979:49-50) y nos impulsa a tomar conciencia de la situa
ción y de nuestra relación con ella, de nuestra experiencia.
«Toda exploración cultural comienza por el disgusto de estar
perdido» (1979:51). Es entonces cuando debemos tomar la ini
ciativa para el conocimiento, cuya manifestación, necesaria
mente fuera de los moldes del sistema de categorías aprendido,
debe acudir a la invención lingüística, a la metáfora por ejem
plo.
Las circunstancias que confluyen en la creación metafórica
se dan con mayor énfasis en los primeros años de la vida del in
dividuo, cuando su experiencia acumulada es escasa y el caudal
lingüístico reducido. El niño se enfrenta con relativa frecuencia
a objetos y acontecimientos que le resultan insólitos sin que su
conocimiento de la lengua le permita reconocerlos, clasificarlos
y denominarlos; es entonces cuando se ve impelido a crear
metáforas.
H. Gardner (1982) ha realizado diversos experimentos y
análisis empíricos de la capacidad artística de los niños y ha
comprobado que los que se encuentran en edad preescolar
actúan con un alto grado de espontaneidad, sin atender a reglas
ni convenciones y desarrollando una elevada habilidad para
proferir enunciados metafóricos. Todo ello va decreciendo en la
etapa escolar, cuando las experiencias resultan más previsibles
y fáciles de asimilar al catálogo que ofrece un vocabulario más
amplio y consolidado, aparte de otros factores psicosociales,
como por ejemplo el mayor sometimiento a diferentes tipos de
normas y convenciones. Gardner interpreta estos hechos con
siderando que «no parecen tener otra finalidad que el mero
placer que le produce la actividad de representar, [...] a
no ser que se quieran contar el de conocer mejor el mundo y
y el de comunicarse con éste con mayor eficacia» (1982:192)
Desde este punto de vista, que él parece desdeñar pero que es
167
central en la concepción que venimos desarrollando, sus inves
tigaciones pueden dar lugar a conclusiones todavía más intere
santes, pues ponen de relieve las relaciones del proceso estético:
el conocimiento, la experiencia del niño (subjetiva y no media
tizada) le impulsa a la invención de un lenguaje con el que
poder manifestarla, y demuestra que la adquisición del lengua
je, y por tanto la estructura conceptual que lo sustenta, consti
tuyen un freno en la iniciativa del conocimiento personal, en la
medida en que el conocimiento social, codificado, puede sen
tirse como suficiente y detener el movimiento creador. Pero
además resulta fácil reconocer en las motivaciones aceptadas
por Gardner («el mero placer que le produce la actividad de
representar») y en las que cuestiona (conocer mejor el mundo
y comunicarse eficazmente con él) los dos momentos caracte
rísticos del juego:
168
mo y mejor conocido alcanzar contacto mental con lo remoto
y difícil de aprehender, lo que nos cuesta trabajo no ya nom
brar, sino también pensar, Lakoff y Johnson hacen de la metá
fora una cuestión de pensamiento, experiencia y acción antes
que de lenguaje; la acercan al dominio de lo estético por su
mecanismo mismo y no por su inclusión en los objetos ar
tísticos:
169
tuaciones, las experiencias y, con ella, una nueva dimensión, un
nuevo sentido de las cosas, las situaciones y las experiencias
mismas. La metáfora, entonces, es una muestra de la comuni
cación realizada con uno mismo y de la connivencia con el otro
(vid. 5.4.): comunicación con uno mismo, pues el descubrimien
to es obra de cada uno, y connivencia, pues la expresión meta
fórica, a pesar de su incoherencia aparente, se ofrece como el
elemento común del intercambio.
170
él mismo debe formar, «al igualar dos cosas muy diferentes, la
mente entra en un estado muy perceptivo, de gran energía y
pasión, en el que se dejan atrás o se disuelven algunos aspectos
excesivamente rígidos de la infraestructura tácita» (Bohm y
Peat, 1988:74-75). Se comprende, entonces, la doble raíz del
placer que produce la intervención en el proceso metafórico,
pues en él se combinan la tensión autoafirmativa de la trans
gresión, con la descarga de esa tensión por el hallazgo del
sentido (vid. Martínez, 1975:557-562).
171
limitarse a reconocerlas. O, mejor todavía, percibe en la con
clusión, en la metáfora, toda una nueva configuración de la
realidad en relación con la cual la metáfora deja de ser desvian
te. En este orden de cosas, P. Watzlawick (El lenguaje del
cambio, 19-20) subraya la existencia de dos formas de concebir
la realidad, una lineal y analítica, ligada al lenguaje y a la ló
gica, al hemisferio izquierdo del cerebro, y otra global y holís-
tica orientada a la comprensión unitaria de conjuntos comple
jos, ligada a la imaginación y al hemisferio cerebral derecho.
La metáfora sería un ejemplo de esta segunda forma, o quizá
una rápida integración de ambas. Es esta capacidad de totaliza
ción y de captación de conjuntos complejos de manera sintéti
ca uno de los factores que hacen de cada metáfora un pequeño
poema que implica la totalidad del mundo. Jean Cohén ha
estudiado el mecanismo al comentar el verso:
172
semántica, pues, que convierte la frase en la expresión de la
totalidad del mundo.» (1982:73)
173
que formas de conocimiento se nos presentan como enigmas
que es preciso descifrar o como meros ornamentos), las metá
foras propiamente tales tienen un sentido flotante, sin contor
nos, que no se deja encerrar en los moldes categoriales de la
lengua; he ahí el riesgo y la apertura de este juego: el resultado
depende de la experiencia y el conocimiento del mundo de cada
uno, conocimiento y experiencia que afloran a la conciencia al
producir o encontrarse con el enunciado insólito y en el en
cuentro se transforman y acrecientan.
Hay, en la creación de sentido de la metáfora, todo un
trabajo sutil, imperceptible quizá por la velocidad con que se
realiza, pero que resulta evidente por ejemplo cuando la metá
fora se resiste, el trabajo de buscar la semejanza y hacer con
gruentes los dominios separados; «cuanto más diferentes son las
cosas, más importante será descubrir en qué se parecen» (Bohm
y Peat, 1988:62), pues más penetrante y enriquecedora será
la percepción; trabajo que obliga, para superar la incongruencia
de la que se parte, a tener presentes, no ya las palabras, sino
las cosas que representan, en todas sus dimensiones vitales, en
todos sus aspectos, en todas sus relaciones con el hombre; por
eso la metáfora no es sólo ni fundamentalmente un fenómeno
lingüístico, sino una forma de experiencia. La equiparación de
entidades que lógica y lingüísticamente no son equiparables
dirige inmediatamente la atención sobre los objetos que repre
sentan, y no sobre el significado que el sistema de la lengua les
atribuye. Precisamente en este sentido se pronuncia E. Coseriu
(1977 b:101-106) cuando considera como algo previo a todo
estudio estructural del léxico la distinción entre las asociacio
nes y las palabras, pero que en realidad son asociaciones entre
las cosas y asociaciones debidas a las ideas y opiniones acerca
de las cosas («las ideas de fuerza, de resistencia, etc., es el objeto
buey el que las evoca, o su imagen, no la palabra»), cuyo cono
cimiento el propio Coseriu considera fundamental en relación
con la fraseología metafórica. En definitiva, la metáfora nos
coloca delante de las cosas y su significado no es tanto el que
los tériítinos movilizan convencionalmente como el que des
pierta la presencia de las cosas mismas.
El éxito de la metáfora («que la metáfora funcione») depen
de, entonces, de la sensibilidad del enunciado al contexto, que
es el lugar compartido y colectivo en el que se integra la
experiencia y el conocimiento de las cosas (el propio Coseriu
subraya que las evocaciones de boeuf (buey), en cuanto depen
174
den de la cosa, y no de la palabra, se producen «en la comuni
dad francesa», y no «en francés»). Se diría que unas imágenes
funcionan mejor porque se acomodan mejor o conectan mejor
con el lenguaje de las cosas mismas (vid. Germain, 1973:232).
En fin, de esta forma, la metáfora vuelve concreto, pues consi
dera al objeto como algo vivido en la comunidad, lo abstracto,
la palabra a través de la cual se manifiesta.
Así, cuanto más rico es el contexto, más rica, más eficaz y
más necesaria es la comunicación a través de metáforas, pues
sólo ellas pueden captar con propiedad la complejidad de sig
nificaciones que pueden llegar a tener las experiencias. De ahí
también que las metáforas tengan un sentido difuso, que se
resiste al análisis semántico, a la descomposición en unidades
menores de significación, a la reproducción en otros términos.
Como el soldado, mencionado por Hall (1971:115), que siente
latir su corazón mojando un vulgar pastel en el café de la
mañana y no puede decirnos por qué encuentra tan gratificante
este simple gesto, pues cuantas más significaciones tienen sus
actos, cuanto más rico es el contexto, menos capaz es de hablar
de ellos, (1979:115), la metáfora, que sería un buen recurso para
el soldado, tampoco admite la descripción de su sentido, aun-
3ue cada usuario reconozca en ella la formulación más precisa
e la experiencia a la que se refiere, pues posee la consistencia
misma de la cosa o la experiencia que comunica, pero también
su ambigüedad:
175
afirmación de que enseguida nos damos cuenta, cuando trata
mos de decir «qué significa» una metáfora, que lo que quere
mos mencionar no tiene fin; lo que ocurre en mi opinión es
que la metáfora no transmite el significado literal de la palabra
(entendiendo por significado el contenido dado en el sistema
de la lengua), sino que, presentando la cosa (o la experiencia, o
lo que fuere) a través de la palabra, permite experimentar el sen
tido de la cosa misma, nuestra relación con ella; como dice el
propio Davidson, y en esto concordamos, «a menudo las metá
foras nos hacen notar aspectos de las cosas que no habíamos
notado antes; sin duda atraen nuestra atención hacia analogías
y similitudes sorprendentes; efectivamente proporcionan una
especie de lente, como dice Black, a través de la cual vemos los
fenómenos relevantes». (260)
La metáfora, pues, constituye un mecanismo que reduce o
anula la distancia entre el signo y la cosa; por ello no requiere
explicación o interpretación; como afirma Paz de las imágenes
del poema, no nos llevan a otra cosa, sino que nos enfrentan a
una realidad concreta:
176
En este sentido sí que se puede aceptar que las metáforas
significan literalmente, esto es, presentan ante nosotros las
cosas que significan literalmente y no poseen, en consecuencia,
un sentido indirecto que haya que descifrar. «El sentido del
poema es el poema mismo» (Paz, ibídem) y ya hemos señala
do que la metáfora es una especie de micropoema: la metáfora
no nos lleva a otra cosa, pues en ella está en realidad aquello a
lo que nos llevaría: la cosa misma. Así sí hay que entenderla
literalmente, como hace Gadamer (1991:91) a propósito de la
obra de arte en general, comparándola con el sacramento de la
Eucaristía en la tradición católica romana, para la cual el pan
y el vino «son» el cuerpo y la sangre de Cristo, o como afirma
Bateson a propósito de las complicaciones e inversiones que se
operan en los campos del juego, la fantasía y el arte:
177
la expresión de un concepto u objeto bien delimitado y se
lexicaliza en una categoría lingüística, porque la vida de la me
táfora es precisamente esa permeabilidad que tiene para ser
creada de nuevo una y otra vez. Cuando la metáfora es absor
bida por el dominio de la experiencia que debía estructurar,
entonces el dominio del que procedía queda olvidado y ya no
es posible recrear ese lugar único en que todo se conecta con
todo.
En resumen, cada metáfora es creada una y otra vez, pues
depende de la particular experiencia y conocimiento del mun
do de cada uno, pero a la vez el descubrimiento que propor
ciona se siente como objetivo y que se puede compartir a causa
de su inserción en una fórmula lingüística y, sobre todo, por
que invoca y unifica un contexto común, un lugar en el que
nos es posible reconocer nuestra implicación al dar sentido a
la metáfora, un orden íntegro posible cuya evocación constitu
ye la experiencia de lo bello según Gadamer (1991:85).
La metáfora es, pues, un mecanismo que nos permite apre
hender nuevas realidades proyectando sobre ellas otras realida
des que ya hemos experimentado, un lenguaje con el que
damos por nosotros mismos coherencia y sentido a las noveda
des que buscamos o salen a nuestro encuentro, la metáfora es,
en suma, parte de nuestra dotación sensorial, un medio de
relación, «la única manera de percibir y experimentar muchas
cosas del mundo» (Lakoff y Jonnson, 283).
178
poema, ha de estar organizado en una estructura lógico-semán
tica profunda que es la que permite, por ejemplo, resumirlo o
establecer su tema y, por tanto, aprehenderlo como un objeto
único y no como una yuxtaposición de objetos inconexos.
La lectura es un proceso cognoscitivo complejo de puesta
en relación, de selección, de agrupación, de abstracción, de in
terpretación, un proceso consciente e intuitivo a la vez, que
culmina en la construcción de una representación semántica
unitaria, totalizadora e integradora. Está claro que este proceso
no constituye el núcleo de la aprehensión estética del poema,
que debe hacer prevalecer el lado sensorial, pero es necesario
cuando la comunicación estética se realiza en torno a un poe
ma. Sin embargo, la expectativa del lector permite que el pro
ceso resulte eficaz aun cuando el texto presente fallas en la
coherencia global, pues el lector mismo puede suplirlas, en úl
tima instancia apelando al sentimiento de que el poema invoca
al mundo entero y cualquier representación parcial remite a él;
muchos poemas modernos acuden a la sensación de universo
que esperamos de la poesía para hacer asimilable su condición
fragmentaria o desordenada; de esta forma implican más direc
tamente al lector, que debe dotar de coherencia a lo que no la
presenta, que ha de superar el desconcierto inicial que le pro
duce la presentación de hechos, objetos, pensamientos sin co
nexión explícita. Es, por ejemplo, lo que ocurre con un poema
como La tierra baldía de Eliot que presenta una sucesión de
imágenes localizadas en tiempos y lugares alejados, reuniendo
situaciones del presente más cotidiano con las del pasado mi
tológico, los lugares más dispersos, los personajes más hetero
géneos, los discursos más variados, confiando en que la expe
riencia del mundo y de la vida de cada lector consiga darle
sentido y unidad, y le haga sentirse afectado por esa imagen del
mundo, implicado en ella. Recuérdense como ejemplo los últi
mos versos del dilatado poema:
179
Thcsc fragments I havc shorcd against my ruins
Why thc lie fit you. Hieronymo’s mad againc.
Datta, Dayadhwam. Damyata.
Shantih shantih shantih
180
entre las partes por medio de estructuras que se extienden por
el texto y superan la oración, la expectativa de coherencia
global que obliga a una previsión de la significación del todo,
y, finalmente, la percepción rítmica, estimulada por la métrica,
por la que se suspende la temporalidad y se conserva perma
nentemente el todo como impulso o como recuerdo (véase 11.),
contrarrestan la linealidad del discurso sintáctico-semántico y
favorecen la percepción del poema como un todo.
Por la actuación conjunta de todos estos factores, el poema
se erige en imagen global. La información semántica recurrente
(la macroestructura lógico semántica que define la coherencia
global del poema) constituye el fondo sobre el que se inscriben
todas las figuras del signo único que forma el texto como
totalidad, pues el poema no es una combinación de palabras y
frases. Estas, como ya quedó apuntado, son sólo la materia con
la que se forman los elementos verdaderamente poéticos que,
como tales, no poseen significación previa, la adquieren, como
las líneas y los colores del cuadro, por su inserción en el con
junto.
Se puede, entonces, aplicar al poema lo que Barthes dice de
la imagen, refiriéndose a la fotografía (Mitologías, 201), que
impone la significación en bloque, sin analizarla ni dispersarla.
Pues es el poema, por su valor presentacional (Langer,
1946:94-95, vid. 4.3.1.) la imagen única constituida por todas
esas imágenes parciales, es decir figuras fónicas y sintácticas,
expresiones metafóricas, que pueblan el texto constituyendo
sus partes, aportando su contribución al todo pero, a la vez,
recibiendo de él la energía que le permite adquirir sentido.
La experiencia del poema, dice O. Paz (1976:112), se expresa
y comunica en la imagen, inexplicable, no conceptual, expuesta
al contacto inmediato con el lector. La imagen no tiene un
sentido indirecto que debamos descifrar, y si a veces se entien
de así es porque la imagen «invita a recrearla y, literalmente, a
revivirla», y su sentido no es sino la experiencia de quien la
revive desde su condición particular, desde su historia indivi
dual y social; por tanto, el sentido no está cifrado en el poema,
sino que es el resultado del encuentro de éste con el lector, que
es, a la vez, encuentro del lector consigo mismo, con la com
plejidad de su ser original.
La imagen del poema es de una sola pieza, y en ella no hay
distinción entre lo formal y lo semántico; la imagen, decíamos,
impone la significación en bloque, es decir, impone su presen
181
cia y, con ella, la presencia, no de la realidad, sino de su
sentido, que no es sino «nuestra» experiencia de la «imagen».
Como ya indicamos (vid. 3.1.3. y 1.4.3.), a través de la realidad
que el poema muestra, el lector experimenta su relación con la
realidad toda. Sin embargo, aunque hemos relativizado en todo
momento el papel de lo semántico y hemos subrayado el mo
vimiento desconceptualizador de todas las operaciones que la
poesía efectúa sobre el lenguaje, no hemos dejado de notar que
el significado de las palabras interviene en el poema, ya sea
para asegurar la formación completa de su imagen (coherencia
global), ya sea para favorecer la riqueza misma de los detalles
(ni lo fónico, ni lo sintáctico tienen consistencia propia, fuera
del significado de los términos en que intervienen). El signifi
cado de las unidades lingüísticas, superando la convencionali-
dad de la que parte y potenciando sus valores por su inclusión
en conexiones de todo tipo, participa en la imagen y el sentido;
y, sin embargo, esta participación, para alcanzar una percepti
bilidad fuera de la esfera de lo mental y del concepto en la
asimilación del poema por el lector, debe sufrir una transfor
mación en el particular modo de ser del poema, esto es, en la
ejecución guiada por la estructura métrica, en el ritmo. Si la
imagen es el poema, la imagen es también el ritmo, pues, como
analizaremos en el próximo capítulo, el ritmo es el resultado
de la última integración de lo formal con lo semántico en el
organismo mismo del lector.
182
11.
EL RITMO Y LA EXPERIENCIA DEL POEMA
183
nificado de las unidades y de las relaciones gramaticales que con
traen, es decir, sustituyendo la forma física de las unidades, que
pierde todo valor, por su sentido.
F.l decurso poético, en cambio, sin prescindir de la organi
zación del contenido, la somete al dictado de la expresión. El
verso, decían los formalistas rusos, es un discurso organiza
do en su trama fónica total. El poema, como concatenación de
sonidos y unidades melódicas, forma un todo estructurado: la
trama fónica constituye el argumento poético en el que la
lógica fónica y musical impera sobre la lógica de las acciones
representadas o de los pensamientos formulados.
184
en la previsión, es decir, en la métrica, según hemos estudiado
en el capítulo 7., pero va más allá, pues incorpora en el molde
métrico abstracto toda la riqueza y variedad de la realización
concreta, todos los formantes que comporta la pronunciación
efectiva y los ecos afectivos y semánticos que pueden movilizar
las unidades lingüísticas puestas a pleno rendimiento.
Por eso, una definición de ritmo como la de los formalistas
rusos, «la alternancia regular en el tiempo de fenómenos com
parables», por estar ligada en exceso al componente métrico, no
es del todo adecuada e incluso contradice su condición más ca
racterística, pues atribuye al ritmo un matiz de fijeza y objeti
vidad (por el carácter regular y comparable de los fenómenos)
que, aun sirviéndole de base, queda trascendida en el dinamis
mo vital con que se despliega y ejecuta.
Más interesante resulta entonces una fórmula como la de
Benveniste para quien «ritmo» significa, atendiendo rigurosa
mente a su valor etimológico, «forma en movimiento». Si la
definición de los formalistas aproxima el ritmo a su base mé
trica, de carácter mecánico, la noción de forma en Benveniste,
por el contrario, sin prescindir de la idea de «configuración»,
de «orden» incluso, que le es esencial, se aleja definitivamente
de la fijeza y la objetivación, pues precisamente rithmós desig
na en griego «la forma en el momento mismo en que es asumi
da por lo que es movedizo, inestable, fluido, la forma de lo que
no tiene consistencia orgánica... Es la forma improvisada, mo
mentánea, modificable» (Benveniste, E.:1974:333). La investiga
ción de Benveniste, puramente filológica, resulta reveladora de
aspectos inequívocos de lo poético, subrayando además su
condición dinámica y, por tanto, vital.
En cuanto movimiento, el ritmo se encuentra ligado ínti
mamente a los organismos vivos, es un principio de vida; en el
caso de la poesía el ritmo se presenta, entonces, como una ca
racterística de su ejecución que el texto promueve precisamen
te por estar organizado según criterios métricos, esto es, por
disponer de forma regular ciertos estímulos.
Efectivamente, si aceptamos como punto de partida la de
finición de ritmo de los formalistas, asumiendo el papel que des
empeña la métrica, descubrimos que el ritmo ha de ser cuestión
de totalidad, porque sólo teniendo presente el conjunto podre
mos tener conocimiento de qué fenómenos comparables se
producen y a qué intervalos. El ritmo parece exigir una percep
ción sinóptica y global. Pero su carácter sensorial, su mani
185
festación a través de la linealidad sonora del lenguaje, hacen
imposible este tipo de aprehensión. El ritmo es un fenómeno,
una respuesta corporal que la métrica y la condición de totali
dad no sólo no contradicen, sino que estimulan, pues es la
regularidad el factor que promueve la forma del movimiento
al crear un sistema de expectativas por el que se rigen los
impulsos fisiológicos que intervienen en la fonación. EÍ ritmo
es el movimiento corporal hacia un estímulo que se presiente
en razón de su equivalencia con un estímulo sobrevenido en
un momento anterior también equivalente en su ubicación
temporal. Es la anticipación del estímulo la que orienta las
decisiones que dan forma a toda la sucesión de fenómenos
sonoros, la que determina la entonación, la curva melódica, los
énfasis intermedios; es, pues, la regularidad métrica la que
dirige los movimientos del cuerpo y la que invita a enlazar
unos estímulos con otros en una sucesión continua de antici
paciones que son a la vez evocaciones, puesto que el estímulo
pre-sentido lo es por la propulsión de un estímulo precedente.
El ritmo se halla precisamente en ese impulso de preparación
de un nuevo acontecimiento cuando el anterior está finalizan
do, sin que el acontecimiento presentido deba consumarse
exactamente, pues basta con que mantenga el sistema de rela
ciones que vincula los extremos y da forma a los intervalos.
Pues el ritmo se basa en la concatenación ininterrumpida de
los estímulos, en la presencia en un acontecimiento de los
acontecimientos que lo impulsaron y de los acontecimientos en
que se habrá de transformar, en la tensión vivida en cada
momento (presente) entre la energía que parece consumirse y
la que empieza a brotar.
Anticipación y evocación, memoria y expectativa son los
dos momentos subjetivos que regulan y conforman el ritmo, el
dibujo que hace en el cuerpo del lector la pronunciación del
poema; no han de entenderse, pues, como dimensiones de una
subjetividad mental y semántica, sino corporal, sensible y emo
tiva; por eso, más que de memoria y expectativa tal vez haya
que hablar de un impulso hacia adelante que lleva la huella del
estímulo que lo proyectó. Se observará, entonces, cómo en el
ritmo se realiza aquella condición de actualidad permanente
característica del juego, pues cada momento de la lectura es un
impulso que conserva el principio y anticipa el final. «El ritmo
poético es la actualización de ese pasado que es un futuro que
es un presente: nosotros mismos. La frase poética es tiempo
vivo, concreto; es ritmo, tiempo original, perpetuamente re
186
creándose» (Paz, O.:1976:66). Y este fluir constante de la tem
poralidad se alcanza precisamente por la inscripción de la
memoria en el cuerpo que el ritmo efectúa; compárese con las
ideas de Merleau-Ponty:
187
nuestro cuerpo, mientras que la ausencia de pronunciación
interior es, precisamente, uno de los requisitos de la lectura
rápida, que debe aplicar la vista a grandes bloques de texto,
prescindiendo, para ello, de su sucesividad sonora. «El lector
rápido sólo pone en juego su vista, y advierte el sentido general
sin cuidarse de cada una de las palabras», señala el Manual de
lectura rápida de L.D. Taylor. El lector del poema, en cambio,
debe tomar en consideración cada sílaba, realizar cada golpe de
voz, interiorizar un tempo, acoger corporalmente las resonan
cias de los timbres y las modulaciones que adquieren en la
frase, en definitiva, convertir el objeto inerte que se configura
sobre la página en objeto dinámico dotado de forma móvil y
fluida.
El movimiento no está, pues, en el papel, aunque la disposi
ción del verso lo convoca (y sin duda la página es consustancial
al poema: pero para indicar su peculiar forma de estructuración
sonora, no para producir efectos ópticos). El movimiento lo
pone el sujeto, se lo da el lector. El poema escrito es la masa,
la lectura lo transforma en energía. No se puede leer el poema
rápidamente, de un vistazo, por muy aguzado que tengamos el
sentido de la vista, o por muy breve que sea el poema, pues la
poesía no es masa, es energía, es un tren de sílabas que circula
por el organismo del sujeto, que corre a través de él. Es el
movimiento del organismo del sujeto, su respiración interior y
los movimientos musculares que la acompañan, que se sobre
ponen al movimiento puramente lógico y mental de la sintaxis.
Entre la percepción visual de la escritura y la pronunciación
efectiva o meramente interior media un proceso de descodifi
cación, rapidísimo pero muy complejo. La mirada desencadena
toda una actividad hermenéutica que va desde la misma selec
ción de los objetos y los aspectos a los que se dirige hasta la
interpretación de su significado. Como observa F. Dubois-
Charlier (1976:45), el lenguaje hablado es vivido, pues se ad
quiere en la comunicación con el entorno, mientras que el
lenguaje escrito se basa en el aprendizaje de la habilidad que
permite reducir las letras, que son formas ópticas, a sus carac
teres simbólicos y abstractos; las palabras, que tienen un mayor
grado de concreción por representar conceptos y objetos, nece
sitan una facultad de análisis que las descomponga en letras y
una facultad complementaria de síntesis que a partir de las
letras componga la palabra, esto es, el proceso va de la forma
188
óptica a las letras y de las letras a la síntesis unitaria, ya sig
nificativa, de la palabra. Es este proceso el que hace que la
visión nos mantenga separados del objeto.
La articulación oral, en cambio, aunque en el caso de la lec
tura sea un resultado posterior del mismo proceso, tiene un
peso propio a causa del carácter unificador, integrador y, sobre
todo, interiorizador, del sonido y el oído, que la emancipa de
todo el proceso hermenéutico en que descansa y hace que el
poema sea auténticamente la ejecución del poema («cuando
oigo, percibo el sonido que proviene simultáneamente de todas
direcciones: me hallo en el centro de mi mundo auditivo, el
cual me envuelve, ubicándome en una especie de núcleo de
sensación y existencia. Este efecto de concentración que tiene
el oído es lo que la reproducción sonora de alta fidelidad ex
plota con gran complejidad. Es posible sumergirse en el oído,
en el sonido. No hay manera de sumergirse de igual manera en
la vista.» Ong, 1982:76); en suma, la articulación oral, incluso
si se trata de una articulación meramente interior, se siente tan
pronto como se produce, y ese sentir dentro de uno el flujo
sonoro hace que se le reconozca como tal flujo sonoro y no
como la interpretación de un proceso simbólico y abstracto
que empezó con el reconocimiento en un trazo de una letra.
Por eso, como afirma Zilberberg (1985:54), la percepción del
ritmo es instantánea; o acaso no se trate siquiera de percepción,
sino de una especie de asunción, de incorporación del texto en
quien lo lee y anula así la distancia que lo separa del poe
ma-objeto.
189
este debilitamiento de la voluntad es también una necesidad de
la creación más personal.
El lector, pues, actúa en inmediata interacción con el texto,
«dejándose llevar» por la trama fónica, la cual, por su parte,
posee la plasticidad necesaria para exigir cierto grado de inicia
tiva en el sujeto y plegarse a su movimiento. Se trata de un
proceso del estilo de los que Bateson (1984:153-154) llama de
decisión por integración progresiva, en los que las secuencias
de acciones del individuo están formadas por actos difíciles de
fragmentar y diferenciar, pues forman un todo continuo enca
denado a causa de la elevada velocidad de decisión. Frente a
ellos, la decisión selectiva tiene lugar cuando se elige algo
evaluando directamente las alternativas en relación con la ex
periencia pasada, por ejemplo al escoger una fruta entre varias.
Bateson pone como ejemplo extremo de decisión por «integra
ción progresiva» los movimientos de un bailarín improvisado,
pero no cabe duda de que la lectura del poema, en su orienta
ción rítmica, constituye también una muestra paradigmática
paralela a la de la danza, pues implica igualmente movimientos
complejos relativamente rápidos realizados dentro del «espacio
psicológico». El movimiento del cuerpo que crea el ritmo obe
dece a una sucesión ininterrumpida de decisiones notoriamente
diferentes de las que se toman cuando se elige un postre. Los
pasos del lector reciben la influencia de las condiciones propul-
sivas de los pasos previos y de las resistencias que el material
sonoro interpone al libre fluir de su respiración, de la misma
manera que la elección del bailarín está influida por las carac
terísticas envolventes y arrastrantes de la secuencia de su ac
ción y quizás por la danza de su compañero. El ritmo consti
tuye así una forma de acoplamiento con el entorno, de regula
ción de la actividad psicosomática en relación con aconteci
mientos exteriores pero que, en el marco del juego, no dejan
de experimentarse como la totalidad del mundo.
Así pues, mientras que el objeto visual se mantiene diferen
ciado, separado del sujeto, es lo que existe antes y después de
la lectura, el poema, trama fónica total, no tiene otra manera
de existencia que la pronunciación que el lector realiza, que la
integración progresiva en el lector. Y la pronunciación, movida
por el ritmo, según vimos, constituye un sólo acto fónico (del
que forman parte las pausas como elementos constituyentes,
no como marcas de segmentación en actos más pequeños): en
este acto fónico los estímulos se entrelazan haciendo del poe-
190
ma, como quería Valéry, el desarrollo de una exclamación,
como si el poema fuese un grito continuado pero lleno de
matices, pues inscribe en él todas las modulaciones del sonido
y el sentido, grito proferido por el lector, que en última instan
cia es quien da forma al poema. Y puesto que el ritmo del
poema no constituye exactamente una imposición, pues nece
sita de la intervención activa del lector en toda su complejidad
psicosomática, se produce la situación paradójica en la que la
asunción rítmica del poema constituye una auténtica expresión
de uno mismo, ya que, como decimos, moviliza la complejidad
global de la persona. Al mismo tiempo, el sí mismo tiende a
perder sus contornos, a volverse anónimo o transpersonal,
como si no fuese sino una parte de un sistema más amplio de pen
samiento, acción y decisión (pues la movilización y la rapidez
en la toma de decisiones le impide tener un control unilateral
de la situación). En esto se apoya también el sentimiento de
comunidad y universo característico del juego y la poesía.
Acción fisiológica suscitada por el poema, como cualquiera
de las categorías literarias relevantes, el ritmo no puede ser
definido más que en relación con el receptor: los movimientos
interiores que la organización fonémica del texto produce en
quien lo lee. Cuando el ritmo modeliza la lengua, el discurso,
estamos ante el poema (en el poema en prosa la modelización
del ritmo se acomoda a la de la frase, en la del verso se impone
sobre ésta); cuando el movimiento interior suscitado por la
trama fónica en nosotros rige la percepción del conjunto, lle
gamos a la experiencia estética del poema: pues por el ritmo
introducimos en nosotros, en nuestra carne y en nuestra san
gre, pero también en nuestro espíritu, el poema entero.
191
delizar el lenguaje del poema, el ritmo unifica e integra todos
sus niveles, incluido el plano del contenido: la modelización
que el ritmo, impulsado por la regularidad métrica, impone a
las unidades lingüísticas no rompe su articulación, sino que
convive con ella, superando ciertas tensiones relativas. Las
palabras y las frases conservan en el poema su condición y su
sentido, que el movimiento rítmico debe incorporar, pues «el
cuerpo no puede articular y respirar un poema si no es en
relación con un sentido» (Germain, 1973:142).
La experiencia del ritmo en la lectura del poema constituye
la forma misma del conocimiento estético. Algunos autores,
particularmente poetas, han subrayado la anterioridad del rit
mo respecto al sentido, como si en el ritmo interior y anterior
a cualquier verbalización estuviese ya el sentido de los versos
(por ejemplo, Pound en El arte de la poesía : «Creo en un ritmo
“absoluto”, un ritmo en la poesía que corresponde exactamente
a la emoción o al matiz emotivo que quiera expresarse» o Eliot
en The music of poetry. «pero sé que un poema, o un pasaje de
un poema, puede tender a realizarse primero como un ritmo
particular antes de alcanzar expresión en palabras, y que este
ritmo puede dar origen a la idea y la imagen»). Valga la afirma
ción para ponderar el papel del ritmo en el poema, e incluso
para destacar la iniciativa individual (es decir, no regulada por
aprioris convencionales); pero entendida literalmente, no me
parece ajustada, no ya por referir el ritmo a la figura del autor,
pues en definitiva no hay ritmo sin sujeto, sino porque la
palabra es, en la poesía, el vehículo mismo del movimiento, del
ritmo: no hay ritmo sin palabras. Seguramente hay que enten
der aquí la simultaneidad del ritmo y el sentido, la absorción,
en y por el ritmo, del contenido de los vocablos en una expe
riencia unificadora (la del poeta y la del lector) en la que lo
conceptual es indisociable de lo emocional, lo sensitivo, lo
muscular y lo físico (Bohm, 1987:83), de manera que en la
aprehensión del poema la estructura sonora, articulada rítmi
camente, impone su presencia física totalizadora y unitaria,
incorporando el sentido en el conjunto, como si los signos
lingüísticos que la forman no contribuyeran con su significado
propio, y que éste fuera el resultado de la incursión de la pa
labra en la sucesión rítmica. El ritmo, entonces, hace que la
palabra recobre lo que Merleau-Ponty llama su significación
gestual o existencial, su energía originaria que desencadena el
192
comportamiento auténtico del sujeto para que se presente su
toma de posición en el mundo de sus significados:
193
«El ritmo es un liberador del sentido, un liberador muy eficaz
porque toda liberación tiene que tener un límite para no caer
en la dispersión total. El ritmo le pone coto y provoca una
tal disponibilidad semántica que parece que todo puede entrar.
Vibrante, es un todo pulsátil que impone su vectorialidad»).
En resumen, la lectura del poema está regulada por la
modelización y la movilización rítmica; en ella, el valor físico
de la palabra actúa de elemento impulsor al que el significado
«convencional» se pliega; y en ese plegarse del significado a la
proyección sonora el sentido se revela encarnado en la materia
lidad articulatoria, acústica y muscular de la pronunciación,
absorbiendo incluso en lo que podemos llamar su estructura
corporal (pues los vocablos poseen una configuración articular
y sonora que se identifica con una de las modulaciones o usos
posibles del cuerpo, vid. Merleau-Ponty, 1985:196) el pensa
miento y el concepto y, en consecuencia, devolviendo a la pa
labra su condición originaria en la que era simultáneamente
«por entero motricidad y por entero inteligencia» (id., 211), es
decir, unidad de expresión y contenido.
El poema modeliza el mundo, y nuestro comportamiento
rítmico no es sino la forma en que sincronizamos nuestro mo
vimiento con el universo en el que la experiencia poética nos
implica. El sentimiento del ritmo forma parte de esa sensación
de universo de que hablaba Valéry (vid. 1.4.3.), pues el ritmo no
es sino la forma propia de participar en el movimiento del
mundo que adopta cada uno. El individuo, tomando sus deci
siones por integración progresiva, cede libremente parte de su
libertad, se deja llevar por acontecimientos externos en los que
el mundo entero se halla implicado y que, sin embargo, obtie
nen de él una respuesta personal, si no enteramente libre, sí
espontánea y auténtica.
Por medio del ritmo se crea el tiempo original, se manifies
ta en uno el sentimiento de unidad y totalidad con el mundo
y se experimenta uno mismo en su ser original y auténtico con
la densidad particular que cada poema moviliza. El ritmo, que
según hemos subrayado asume e integra el sentido, no es sino
la realización del juego poético en su plenitud paradójica de
experiencia lúcida de contenidos virtuales, latentes y origina
rios del ser. Levinas (1982:107) lo ha dicho con una difícil cla
ridad que conviene para poner término:
194
«De la realidad se desgajan conjuntos cerrados cuyos elemen
tos se llaman mutuamente como las sílabas de un verso, pero
que sólo se llaman imponiéndosenos. Pero se imponen a no
sotros sin que nosotros los asumamos. O más bien, nuestro
consentimiento a ellos se invierte en participación. Entran en
nosotros o entramos en ellos, poco importa. El ritmo repre
senta la situación única en que no se puede hablar de consen
timiento, de asunción, de iniciativa, de libertad —puesto que
el sujeto es captado y transportado por él. Forma parte de su
propia representación. Ni siquiera a pesar de él. pues en el
ritmo no hay ya sí mismo, sino como un paso de uno mismo
ai anonimato. Es ese el hechizo o encantamiento de la poesía
y de la música. Un modo de ser al que no se aplican ni la
forma de conciencia, puesto que el yo se despoja ahí de su
prerrogativa de asunción, de su poder; ni la forma del incons
ciente, puesto que toda la situación y todas sus articulaciones,
en una oscura claridad, están presentes. Sueño despierto. Ni
el hábito, ni el reflejo, ni el instinto se mantienen en esa
claridad. El automatismo particular de la marcha o de la
danza al son de la música es un modo de ser en que nada es
inconsciente, pero en el que la conciencia, paralizada en su
libertad, juega, completamente absorbida en ese juego.
195
Epílogo
197
Es el caso melancólico del indio eremita que cavando con su
azadón la madre tierra lograba frutos de vida, y apoderándo
se de él un furor idólatra, colgó el azadón de un tamarindo y
le adoraba. La tierra se hizo erial. Del mismo modo estos
poetas hacen materia artística de lo que es tan sólo instru
mento para labrar esa materia, nova y única en todas las
artes, la Vida, que sólo lleva frutos estéticos.»
198
por sus formas, la adoración de las palabras, el contacto exter
no y superficial, y no la asimilación interior. Y esto ocurre en
dos direcciones:
Por un lado, las formas externas de la poesía se encuentran
por todas partes, los medios de comunicación de masas apro
vechan su prestigio para llamar la atención y prestigiarse a sí
mismos, los periódicos celebran los aniversarios de los artistas
con reproducción de poemas y comentarios, la poesía no esca
pa a ese fenómeno de estetización suavizada de fa vida contem
poránea que define a la posmodernidad, lo que H. M. Enzens-
berger llama el efecto Alka-Seltzer: ha perdido concentración,
pero aparece disuelta por todas partes.
Por otro lado, con el advenimiento de la autonomía del
arte, ha llegado también el momento de la profesionalización:
escribir poesía, leer poesía, explicar poesía son obligaciones,
medios de vida, instrumentos de progreso en la escala social.
Pero el juego de la poesía no puede resistir esta nueva paradoja,
la de hacer por obligación lo que sólo se puede hacer volun
tariamente.
Hall (1979:79-80), estudiando el fenómeno de la sincronía,
llegó a conclusiones preciosas en este sentido: por ejemplo, la
música y la danza son consideradas, por la transferencia de
proyección, como actividades producidas por artistas e inde
pendientes del público, cuando en realidad público y artistas
participan del mismo fenómeno. Las relaciones del hombre con
la creación artística son mucho más íntimas de lo que se cree
generalmente: el arte es una parte de la conducta del hombre,
y no es posible separarlos. Por eso, la poesía puede surgir en
cualquier circunstancia, incluso en la lectura de un poema,
pero en todo caso siempre que uno transforma las palabras en
experiencia, asignándoles un valor personal y suspendiendo
cualquier provecho, entonces se produce la poesía, esto es el
encuentro de uno mismo y del hombre en general en un puña
do de palabras.
No pretendo negar que la poesía pueda manifestarse en la
actualidad a través de los cauces habituales del poema; la mayor
parte de los ejemplos que aparecen en el libro son de poetas
españoles de hoy, y esto no es una simple casualidad. Todo
poema incita a la experiencia de lo auténtico, pero la experien
cia sobreviene sólo si uno se acerca al poema con la actitud
desinteresada y afanosa propia del juego, sin buscar nada en el.
Y esto es lo difícil hoy en día, en parte por la propia eniaiii i
199
pación del arte con respecto a todo servicio, pues si bien es
cierto que el servicio implicaba utilidad (por ejemplo contri
buir a difundir la fe religiosa), el arte surgía como un lujo
gratuito añadido por el artista a una actividad de la que no iba
a ser beneficiario (la poesía dura lo que su ejecución). Por el
contrario, la consideración de la actividad artística como un
dominio autónomo hace que el arte aflore a la conciencia del
artista y del consumidor como finalidad, como objetivo explícito,
cuando, para ser alcanzado, debería permanecerles secreto.
200
Selección de textos
Retórica
Francis Ponge
* * *
201
Una encuesta fenomenológica sobre la poesía debe reba
sar, por obligación de métodos, las resonancias sentimentales
con las que recibimos más o menos ricamente —según esta
riqueza esté en nosotros o en el poema - la obra de arte. Aquí
debe sensibilizarse la duplicación fenomenológica de las re
sonancias y la repercusión. Las resonancias se dispersan so
bre los diferentes planos de nuestra vida en el mundo, la
repercusión nos llama a una profundización de nuestra pro
pia existencia. En la resonancia oímos el poema, en la reper
cusión lo hablamos, es nuestro. La repercusión opera un
cambio del ser. Parece que el ser del poeta sea nuestro ser.
La multiplicidad de las resonancias sale entonces de la unidad
de ser de la repercusión. Más simplemente dicho, tocamos
aquí una impresión bien conocida de todo lector apasionado
de poemas: el poema nos capta enteros. Esta captación del
ser por la poesía tiene un signo fcnomcnológico que no
engaña. La exuberancia y la profundidad de un poema son
siempre fenómenos de la duplicación resonancia-repercu
sión. Parece que por su exuberancia el poema reanima en
nosotros unas profundidades. Para dar cuenta de la acción
psicológica de un poema habrá, pues, que seguir dos ejes de
análisis fenomcnológicos, hacia las exuberancias del espíritu
y hacia las profundidades del alma.
Claro que la repercusión, pese a su nombre derivado,
tiene un carácter fcnomcnológico simple en los dominios de
la imaginación poética donde queremos estudiarla. Se trata,
en efecto, de determinar, por la repercusión de una sola
imagen poética, un verdadero despertar de la creación poéti
ca hasta el alma del lector. Por su novedad, una imagen
poética pone en movimiento toda la actividad lingüística. La
imagen poética nos sitúa en el origen del ser hablante.
Por esa repercusión, yendo en seguida más allá de toda
psicología o psicoanálisis, sentimos un poder poético que se
eleva candorosamente en nosotros mismos. Después de la
repercusión podremos experimentar ecos, resonancias senti
mentales, recuerdos de nuestro pasado. Pero la imagen ha
tocado las profundidades antes de conmover las superficies.
Y esto es verdad en una simple experiencia del lector. Esta
imagen que la lectura del poema nos ofrece, se hace verdade
ramente nuestra. Echa raíces en nosotros mismos. La hemos
recibido, pero tenemos la impresión de que hubiéramos po
dido crearla, que hubiéramos debido crearla. Se convierte en
202
un ser nuevo en nuestra lengua, nos expresa convirtiéndonos
en lo que expresa.
* * *
203
3) El hombre no puede provocar la inspiración sino
como expectativa de lectura, es decir, leyendo en sí mismo la
falta que tiene, lo cual ya es comienzo de expresión. Sin
embargo,
Gabriel Zaid
204
Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa, como
Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su
eternidad y no en sus palabras y que podemos mencionar o
aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes
que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro
no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino
una cosa más agregada al mundo.
Esta iluminación alcanzó Marino la víspera de su muerte,
y Homero y Dante acaso la alcanzaron también.
J. L. Borges
* * *
205
El predominio de la comunicación ha desplazado en cier
to modo la interpretación de la obra literaria como medio de
acceso a la realidad o a lo que de ésta queda oculto o encu
bierto. Pero sólo entendida como invención o hallazgo de la
realidad encubierta cobra la actividad poética su verdadero
sentido e impone la razón profunda de su necesidad.
No pretendo, por supuesto, excluir el elemento comuni
cación. Se trata sólo de que éste no llegue a invalidar el sen
tido primario de la palabra poética. La comunicación acom
paña como efecto complementario o adicional al proceso
creador, pero no lo condiciona en su origen. Para considerar
la comunicación como primordial o característica del acto
creador sería necesario que el poeta dispusiese al iniciar el
poema de un material previamente conocido que se propu
siera comunicar. No es este propósito, a mi entender, el im
pulso original de la operación poética. Cualquiera que haya
experimentado o analizado el proceso de creación sabe que
el comienzo de un poema (e insisto en que este término se
extiende aquí a toda forma esencial de creación por el len
guaje) es mucho más azaroso c infinitamente más precario.
Todo movimiento creador auténtico es en principio un tanteo
vacilante en lo oscuro. Porque la poesía opera sobre el in
menso campo de la realidad experimentada, pero no conoci
da. En términos absolutos, el poeta no dispone de antemano
de un contenido de realidad conocida que se proponga trans
mitir, ya que ese contenido de realidad no es conocido más
que en la medida en que llega a existir en el poema. Es este
último el que nos permite identificar el material de experien
cia sobre el que hemos trabajado.
* * *
206
esfuerza por retransformar el signo en sentido: su ideal —ten-
dencial— sería llegar no al sentido de las palabras, sino al
sentido mismo de las cosas. Es por eso que la poesía perturba
la lengua, aumenta tanto como puede la abstracción del con
cepto y lo arbitrario del signo y distiende hasta el límite de lo
posible la relación del significante y del significado. La es
tructura «flotante» del concepto es aquí explotada al máxi
mo: contrariamente a la prosa, el signo poético trata de hacer
presente todo el potencial del significado, con la esperanza
de alcanzar por fin una suerte de cualidad trascendente de la
cosa, su sentido natural (y no humano). De ahí las ambiciones
esencialistas de la poesía, la convicción de que sólo ella capta
la cosa misma, justamente por el hecho de que se asume
como antilenguaje. En definitiva, de todos los usuarios de la
palabra, los poetas son los menos formalistas, pues son los
únicos que creen que el sentido de las palabras no es más que
una forma, con la cual los realistas no podrían conformarse.
Es por eso que nuestra poesía moderna se presenta siempre
como un asesinato del lenguaje, una suerte de análogo espa
cial, sensible del silencio. La poesía ocupa la posición inversa
del mito: el mito es un sistema semiológico que pretende
desbordarse en sistema factual; la poesía es un sistema que
pretende retractarse en sistema esencial.
Pero, una vez más, como en el lenguaje matemático, la
resistencia misma de la poesía hace de ella una presa ideal
para el mito: el desorden aparente de los signos, rostro poé
tico de un orden esencial, es capturado por el mito, transfor
mado en significante vacío que servirá para significar a la
poesía. Esto explica el carácter improbable de la poesía mo
derna: al rechazar ferozmente el mito, la poesía se entrega a
él atada de pies y manos. A la inversa, la regla de la poesía
clásica constituía un mito consentido cuya resplandeciente
arbitrariedad formaba una determinada perfección, puesto
que el equilibrio de un sistema semiológico depende de la
arbitrariedad de sus signos.
Barthes, Mitologías
* * *
207
Ninguno de nosotros podrá tornar a aquella inocencia
anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a
justificarse, cuando no se pedía a la obra de arte qué decía,
pues se sabía (o se creía saber) qué hacía. Desde ahora hasta
el fin de toda conciencia, nos veremos obligados a defender
el arte. Sólo podemos discutir sobre este u otro medio de
defensa. Es más, tenemos el deber de desechar cualquier
medio de defensa y justificación del arte que resultare parti
cularmente obtuso, o costoso, o insensible a las necesidades
y práctica contemporáneas.
Este es el caso, hoy, de la idea misma de contenido. Pres
cindiendo de lo que hubiese sido en el pasado, la idea de
contenido es hoy fundamentalmente un obstáculo, un fasti
dio, un sutil o no tan sutil fariseísmo.
Aunque con la actual evolución de muchas artes pueda
parecer que nos distanciamos de la idea de que la obra de arte
es primordialmente su contenido, esta idea continúa ejercien
do una extraordinaria hegemonía. Permítaseme sugerir que
eso ocurre porque la idea ahora se perpetúa bajo el disfraz
de una cierta manera de enfrentarse a las obras de arte,
profundamente arraigada en la mayoría de las personas que
consideran seriamente cualquiera de las artes. Y es que, el
abusar de la idea de contenido comporta un proyecto, peren
ne, nunca consumado, de interpretación. Y, a la inversa, es pre
cisamente este vicio de acercarse a la obra de arte con intención
de interpretarla lo que sustenta el espejismo de que exista en
realidad algo similar al contenido de una obra de arte.
* * *
208
de producción de modo que la poesía se vea en la alternativa
de tener que renunciar a sí misma o renunciar a un público
lector. Por un lado, el resultado es una poética cada vez más
elaborada dirigida a un sector del público que tiende a redu
cirse a cero, y por otro, en un dominio rigurosamente sepa
rado del precedente y progresivamente primitivizado, el su
ministro a las masas de unos sucedáneos de poesía, ya sea
mediante el recurso comercial del best-seller, del digest, del
film y de la televisión, o por los sucedáneos de la propaganda
política fomentados por el Estado.
Por trivial que pueda ser el reproche de ininteligibilidad
que se le dirige a la poesía moderna, es útil y entretenido
concederle un momento de reflexión. Tiene un cierto grado
de verosimilitud en cuanto nos recuerda que esencialmente
toda poesía es oscura. Píndaro y Goethe son también oscu
ros. Sin embargo, esta ininteligibilidad ha caído en olvido, ha
sido arrumbada y hecha inofensiva. Au fond, los autores
clásicos son tan insoportables como los modernos. Su poesía
también es contradicción, pero no está permitido admitir este
carácter insoportable. La sociedad ha cuidado de constituir
las instituciones especiales que se encarguen de «velarlo», de
anularlo y de ponerlo a la medida del estado de cosas exis
tente. Ciertamente son molinos de lenta molienda. La poesía
moderna todavía no ha pasado por ellos: de ahí la hostilidad
con que tropieza. En definitiva, lo que se califica de ininteli
gibilidad es aquello que constituye la esencia de todas las gran
des obras literarias y que está destinado a un olvido perenne,
porque la sociedad no lo acepta, no lo reconoce como ad
misible.
Esta evocación de lo esencial, de lo prohibido, ha ocasio
nado a la poesía moderna oprobio y persecuciones cada vez
que en el proceso histórico el poder de la fuerza se ha mani
festado abiertamente. Los medios desplegados contra ella
por la dictadura declaran el potencial irradiador de la poesía.
Si su difusión es limitada considerada estadísticamente, su
acción, sin embargo, es incalculable. La poesía es un catali
zador. Con su sola presencia pone el presente en tela de
juicio. De ahí que la fuerza no pueda transigir con ella.
H. M. Enzcnsbcrger, Detalles
* * *
209
La palabra de la filosofía por afán de precisión, persi
guiendo la seguridad, ha trazado un camino que no puede
atravesar la inagotable riqueza. La palabra irracional de la
poesía, por fidelidad a lo hallado, no traza camino. Va, al
parecer, perdida. Las dos palabras tienen su raíz y su razón.
La verdad que camina esforzadamente y paso a paso, y avan
zando por sí misma, y la otra que no pretende ni siquiera ser
verdad, sino solamente fijar lo recibido, dibujar el sueño,
regresar por la palabra, al paraíso primero y compartirlo. La
palabra que significa la apertura total de una vida a quien su
cuerpo, su carne y su alma, hasta su pensamiento, sólo le
sirven de instrumentos, modos de extenderse entre las cosas.
Una vida que teniendo libertad, sólo la usa para regresar allí
donde puede encontrarse con todos.
La palabra que define y la palabra que penetra lentamente
en la noche inexpresable: «Escribía silencios, noches; anotaba
lo inexpresable. Fijaba vértigos» (Rimbaud, Temporada en el
Infierno). La palabra que quiere fijar lo inexpresable, porque
no se resigna a que cada ser sea solamente lo que aparece.
Por encima del ser y del no ser, persigue la infinitud de cada
cosa, su derecho a ser más allá de sus actuales límites. «Me
parecía que cada ser tenía derecho a otras vidas». Porque
cada ser lleva como posibilidad una diversidad infinita con
respecto a la cual, lo que ahora es, es únicamente porque ha
vencido de momento. Significa una injusticia.
La realidad es demasiado inagotable para que este some
tida a la justicia, justicia que no es sino violencia. Y la volun
tad aún extrema esta violencia «natural» y la lleve a su último
límite. La palabra de la poesía es irracional, porque deshace
esta violencia, esta justicia violenta de lo que es. No acepta
la escisión que el ser significa dentro y sobre la inagotable y
obscura riqueza de la posibilidad. Quiere fijar lo inexpresa
ble, porque quiere dar forma a lo que no la ha alcanzado: al
fantasma, a la sombra, al ensueño, al delirio mismo. Palabra
irracional, que ni siquiera ha presentado combate a la clara,
definida y definidora palabra de la razón. ¿De cuál de ellas
será la victoria?
La palabra de la razón ha recorrido mayor camino, se ha
fatigado, pero tiene su cosecha de seguridades. La de la
poesía parece estar a pesar de todas las estaciones recorridas,
en el mismo lugar del que partiera. Sus conquistas se miden
por otra medida; no avanza. «Su caridad está hechizada y me
210
tiene prisionera» (ibídcm.). Hechizada y prisionera; así ha de
seguir, sin duda, y su unión con la otra palabra, la de la razón,
no parece estar muy cercana todavía. Porque todavía no es
posible pensar desde el lugar sin límite en que la poesía se
extiende, desde el inmenso territorio que recorre errante.
* * *
211
el esfuerzo para crear el mundo, fábula última de una especie
de montaje planetario según el miedo sagrado y el exorcismo
dentro de las tinieblas.
El corte de las líneas (no las llamemos versos), las corres
pondencias fonéticas, los ecos e incluso las repeticiones vo-
cabularcs, equivaliendo a las disposiciones de volúmenes en
una pintura,
no son los únicos motores del ritmo.
Ni lo son apenas las distorsiones, inversiones y dislocacio
nes de la presentación iconográfica; las discontinuidades
creando precipicios entre fuertes masas de representaciones;
las sobrecargas súbitas, como si un imán hiciese afluir a
cierto instante vocal el rumor de un cortejo de hombres y
animales, en cuanto el inquebrantable velo del tiempo dis
curre subterráneamente; y después el vacío, donde desembo
ca una especie de luz completa que ahoga la imagen pronun
ciada en un gran centelleo unido, único, como su propia ce
guera.
Piénsese además que los sustantivos no son palabras,
sino objetos distribuidos;
y los adjetivos, por ejemplo: las cualidades y las circuns
tancias de la colocación de los objetos en el espacio. Y son
incluso por momentos poderosos sustantivos, ellos mismos
objetos rompiendo por su presión las membranas morfológi
cas: son sustantivos inventados por circulaciones imprevistas,
por pesos nuevos.
Todo esto instiga la percepción del ritmo. Es un cuadro.
La pintura tiene un movimiento potencial. ¿Sería posible
poner un cuadro en movimiento? Sé que la pintura anda de
un lado para otro; el secreto de su trayectoria se refiere a
nuestra intensidad mágica, a lo que llamamos el milagro o la
maravilla orgánica del mundo.
El cinc extrae de la pintura la acción latente de dcsloca-
ción, de recorrido. Tómese un poema: no hay diferencia.
* * *
212
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215
Rafael Núñez Ramos (Vigo, 1951) es profesor
titular de Teoría de la Literatura y autor de
libros y artículos en los que ha abordado temas
como «El Polifemo» de Góngora; los
fundamentos y objetivos de la teoría literaria,
o la literatura, el teatro, el humor y el deporte,
como formas estéticas de conocimiento, expresión
y comunicación.
ISBN 84-7738-159-3