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C O M E N T A R IO
D E T E X T O S N A R R A T IV O S
••
LA NOVELA
D a río V illan u eva
E□
Ediciones Júcar
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UNIVERSITY OF CALIFORNIA
Primera edición: Diciembre de 1989
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U NIVERSITY OF C ALIFO R N IA
A Beatriz
y José Francisco
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y por naturaleza resulta ser proteica y abierta, ¿.a única regla
que cumple universalmente es la de transgredirlas todas, y este
aserto debe figurar en el preámbulo de toda exposición sobre
el comentario o lectura crítica de la novela.
Estudiar y explicar un texto literario, tal y como desde la
Antigüedad se viene haciendo en las aulas académicas, consiste,
fundamentalmente, en identificar en él ciertas constantes retóri
cas ya codificadas, y en valorar su rendimiento y acierto expre
sivo. Otra cosa sería un comentario superficial, una mera pará
frasis. ¿Se puede, entonces, realizar dicha operación con un
objeto perteneciente a estirpe tan rebelde e iconoclasta como
la de la novela? La respuesta que desde nuestra perspectiva
damos es, obviamente, afirmativa. Pero de lo que sí estoy,
personalmente, convencido es de que cualquier método rígido
y maximalista en exceso está reñido con la explicación de la
narrativa.
Existen, sin embargo, instrumentos analíticos que a la vez
iluminan y respetan la libertad de la obra del novelista y permi
ten someterla a esa operación de lectura crítica de la novela
que se viene reclamando desde Percy Lubbock y Ortega y Gas-
set hasta Gérard Genette y Tzvetan Todorov, entendiendo por
tal la descripción del sistema particular de cada texto en concre
to, allí donde las formas y las significaciones revelan su íntima
interdependencia.
La posibilidad de conseguir esto es, por las razones ya apun
tadas, mucho más reciente en el campo de la novela que en
el de la poesía y el teatro, pues desde Aristóteles y Horacio
comenzó la formulación de las reglas para la intelección y el
comentario de textos líricos y dramáticos. Y así, por ejemplo,
ya la lírica y la tragicomedia del Siglo de Oro tienen en España
sus grandes comentaristas, mientras que nada parecido hay para
la narrativa. Sólo muy a finales del siglo xix, en especial a
partir de la polémica del naturalismo, se empieza a discurrir
sobre cómo se hacía una novela. Hasta entonces todo comenta
rio se limitaba al qué: qué decía, qué contaba, qué psicología
manifestaban sus personajes. Puro contenido, absoluta ignoran
cia de lo esencial literario, la literariedad.
Sin embargo, ya hacia 1885 en España tanto José María de
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Pereda como Marcelino Menéndez y Pelayo, refiriéndose a la
composición de Sotileza, utilizan el término estructura, que en
última instancia no viene a significar algo muy distinto que
la antigua dispositio. Contemporáneamente Henry James, el pa
triarca de los modernos estudios de retórica narrativa, al tiempo
que escribe novelas escribe sobre cómo escribirlas, inaugurando
así una fecunda tradición, potenciada luego por las escuelas
formalista rusa y anglosajona, por los estructuralismos, por la
semiología, y de manera muy destacada, por los novelistas-
críticos. Como consecuencia de todo esto, hoy ya existe una
disciplina específica dentro de los estudios literarios: la narrato-
logia. La Teoría de la Literatura parece querer recuperar el
tiempo perdido, y hacerle al fin justicia a aquella hermosa Ce
nicienta que fue la novela.
Mas por esa eterna ley del péndulo hace ya unos años que
comenzó a extenderse un cierto sentimiento de hastío hacia la
inflación teórica que aquejó a nuestros estudios desde los sesen
ta. A partir de la obra literaria se hicieron oscuras y pretencio
sas elucubraciones que en vez de aclararnos el texto, lo toma
ban como pretexto. Si hace un momento lamentábamos la ca
rencia de herramientas de análisis narrativo hasta época bien
reciente, hoy estamos a punto de sufrir el exceso contrario.
Desconfiemos de aquellas teorías que no prueben día a día,
ante diversas piezas novelescas, su utilidad en esa operación
de lectura a que las sometemos. Este será el objetivo específico
del presente libro: cerner, seleccionar aquellos elementos de la
narratología más acreditada que pueden ser aprovechados con
satisfactorio rendimiento para el comentario del texto narrativo.
Nuestro trabajo tiene su origen en sendas conferencias, pro
nunciadas en el II Simposio de Lengua y Literatura española
que tuvo lugar en Valencia en 1981 y en la Facultad de Letras
de la universidad de Leiden, publicadas separadamente en am
bas ciudades en 1982. La edición en la serie «Cuadernos de
Leiden» se agotó muy pronto, a causa del generoso y a todas
luces desmedido interés que le depararon los estudiantes holan
deses y algunos profesores, alumnos y amigos españoles, culpa
bles en 1986 de una segunda salida con texto corregido y aumen
tado. Finalmente, otra nueva revisión del mismo fue publicada
U n iv e rs id a d d e l a B o rg o ñ a
Dijon, febrero de 1989
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Metodología del comentario narrativo
Ya que la lectura crítica de la novela, como apuntábamos
en el prefacio, es hermana menor del comentario del texto líri
co, e incluso así aparece desde un punto de vista puramente
cronológico en la secuencia editorial de la presente colección,
quisiera partir de una distinción que considero fundamental.
NOVELA Y LENGUAJE
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sus Table Talks. Por el contrario, el novelista es según Michel
Butor el escritor que advierte que una estructura está esbozada
en lo que le rodea, quien investiga esa estructura, la hace crecer
y la perfecciona hasta que sea legible. Legible mediante el len
guaje, por supuesto. Pero si el poeta tiene la intuición global
del poema como unidad indisoluble de significante y significa
do, el novelista inventa una historia y concibe una estructura
o forma profunda que luego erige en texto mediante el estilo,
o forma externa o superficial. Idea recientemente ratificada por
Umberto Eco en sus Apostillas a «El nombre de la rosa»: «La
cuestión es construir el mundo, las palabras vendrán casi por
sí solas. Rem teñe, verba sequentur. Al contrario de lo que,
creo, sucede en poesía: verba teñe, res sequentur»'.
En este sentido cabe aplicarle con absoluta justeza a la pro
ducción del discurso novelístico la secuencia de las tres primeras
partes de la Retórica —la invenio o búsqueda de tema, argu
mento y anécdota, la dispositio o estructuración, y la elocutio
o fase puramente estilística, verbal— que en la creación poética
se producirían casi simultáneamente.
El estructuralismo lingüístico reivindicó hace ya una veintena
de años que todo lo literario, la esencia de la literatura o litera-
riedady pertenecía de forma exclusiva al lenguaje, y que ningún
elemento sustancial del poema, drama o novela era admisible
fuera de él. Pero no faltaron voces discordantes entre los pro
pios lingüistas y los escritores. Según Noam Chomsky, por ejem
plo, no existía una razón obvia para que los problemas suscita
dos por el análisis de la literatura pudiesen resolverse exclusiva
mente recurriendo a estudios dirigidos hacia otra cuestión muy
diferente, como es la capacidad lingüística del ser humano. El
novelista Gonzalo Torrente Ballester se preguntaba asimismo
por aquel entonces: «¿En qué medida la palabra constituye la
obra literaria? Por lo pronto, en medida distinta, según Los
géneros. Pero la crítica moderna se aferra a la palabra y niega
todo lo demás. Pero el estudio de la palabra acaba siempre
en gramáticas, que es por donde debía empezar (...) La palabra
narrativa es, ante todo, instrumento, lo cual no quiere decir
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que haya que desdeñar otras posibilidades meramente verbales.
Pero, creo, en la novela, la palabra no constituye, sino que
instituye» 2. Es decir, que para el autor de La saga/fuga de
J. B„ la palabra narrativa no es la estructura del relato, sino
el ropaje —form a externa le hemos llamado ya— jjue reviste
una^ftrmazón7~ o form a interna, que le precede.
Es perfectamente lícito estudiar un texto narrativo como puro
estilo, comentarlo como un poema, desmenuzando sus diferen
tes niveles de lenguaje: fónico, léxico, sintáctico y semántico.
Pero dejaríamos al margen un conjunto de fenómenos que nos
darían su razón de ser específicamente narrativa, fenómenos
que, por supuesto, condicionan la lengua empleada por el escri
tor y llegan hasta nosotros a través de ella. Este es, precisamen
te, el enfoque que daré a mi planteamiento del comentario del
texto novelístico.
H IS T O R IA Y D ISCU RSO
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co-narrativos. Una señora de alto copete y menos encumbrada
cultura habla con un caballero enlutado en el escenario del
paseo del Retiro donde suele instalarse la feria del libro ma
drileña: « —Me han dicho que ha publicado usted una novela.
Tiene que venir una tarde a casa y contármela detalladamente».
A la dama le interesaba sólo la historia, que se puede resumir
en una amable conversación de café, pero no el discurso li
terario que constituye la novela escrita por su interlocutor.
Está claro pues, que la_sustancia del contenido -—vamos a lla
marla así— es la historia, y el continente o expresión, el dis
curso.
Esa historia se puede identificar con el desarrollo de un argu
mento o anécdota, esto es, el encadenamiento temporal y causal
de las acciones que protagonizan los personajes, pero en el
plano semántico desarrolla un tema o complejo temático, como
pueden ser, por ejemplo, el amor, la guerra, la injusticia social,
el viaje, la aventura, etc. Aunque existe una disciplina dentro
de la ciencia literaria conocida como «Temática», los avances
hacia una formalización de las posibilidades prácticamente infi
nitas que en este punto se ofrecen a la imaginación de los
escritores han sido modestos hasta el momento, salvo en lo
tocante a la literatura folclórica en la que se dan por doquier
reiteraciones, mutaciones y combinaciones de una serie relativa
mente reducida de motivos que los repertorios recogen. Existe,
además, otra dificultad adicional, esta vez de índole hermenéu
tica. En efecto, la interpretación de cuál sea el tema central
de una novela determinada puede dar lugar a conclusiones dife
rentes, todas ellas defendibles desde la literalidad del texto al
margen de la que haya sido intencionalidad expresiva del autor,
si de ella ha quedado testimonio. Así por ejemplo, para una
de las obras que más adélante volveremos a citar, L os Pazos
de Ulloa, durante mucho tiempo se consideró como tema el
naturalista de la influencia del medio ambiente —rural o
urbano— en los personajes, o el escabroso de los amores adúl
teros entre una mujer casada y un sacerdote, mientras que a
otros no parece que lo substancial a estos efectos es el doloroso
tránsito del protagonista desde la inocencia adolescente al cono
cimiento de la complejidad del mundo, lo que haría de la obra
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de Emilia Pardo Bazán un auténtico bildungsroman, o novela
de aprendizaje. Huelga decir, no obstante, que el dilucidamien-
to del tema de la novela que se estudia es inexcusable, y debe
ser justificado por el analista desde su lectura personal arropa
da de todos cuantos elementos de convicción estén a su alcance,
y que, congruentemente, la elección de la historia por parte
del novelista es con toda certeza el más importante de esos
elementos, responsable en gran medida del transfondo filosófi
co, político, religioso, social, etc. de toda la obra cuando no
de su significado último. En este orden de cosas se percibe
de un tiempo a esta parte un creciente interés hacia el estu
dio de las historias y los temas novelísticos por parte de quienes
antes se dedicaban exclusivamente al análisis verbal o de estruc
turas.
LA ESTRUCTURA ACTANCIAL
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el objeto es aquello que el sujeto pretende, desea alcanzar. El
destinador —o emisor— es la instancia que promueve la acción
del sujeto y sanciona su actuación, mientras que el destinatario
es la entidad en beneficio de la cual actúa el sujeto. Finalmente,
el adyuvante —o auxiliar— es el papel actancial ocupado por
todos los actores que ayudan al sujeto, y el oponente, el de
los que adoptan la actitud contraria.
Para concretar la abstracción de este modelo el propio A.
J. Greimas lo ha ejemplificado en torno a una posible historia
centrada en un sabio filósofo de los siglos clásicos. El sería,
lógicamente, el sujeto; el Mundo, su objeto; Dios el destinador;
la Humanidad, el destinatario; y la Materia y el Espíritu, res
pectivamente, el oponente y adyuvante4.
Ya en el terreno de los relatos existentes y no meramente
posibles nos encontramos con que a veces pueden producirse
yuxtaposiciones entre los papeles de las dos primeras parejas.
Así, en Madame Bovary de Gustave Flaubert, que como se
recordará cuenta la historia de la joven esposa de un practican
te rural que imbuida de lecturas galantes y descontenta con
la vulgaridad de su medio se entrega a sucesivas aventuras amo
rosas que acaban por destruir su vida, Emma es sujeto y desti
natario; el objeto es la felicidad; el destinador, la literatura
sentimental y romántica; adyuvantes, los amantes de la prota
gonista, Léon y Rodolphe; y oponentes, el marido Charles,
el pueblo Yonville, y otros personajes como Homais, Lheureux
y el propio Rodolphe.
Pero, aparte de que vengan muy a cuento las palabras de
Torrente Ballester ya citadas, reparamos enseguida en que con
este proceder analítico se llega a una estructura de la acción,
del argumento, de la historia, independientemente de cómo haya
sido contada. A una estructura superficial, nunca del discurso.
Y eso no siempre. El método fue concebido para el estudio
de formas elementales del relato, como son los cuentos de ha
das rusos analizados por Propp5. Cabe dudar de que algún
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día aparezca el estudio que contenga el modelo actancial, y
que explicite exhaustivamente la sintaxis de una novela comple
ja como por ejemplo A la recherche du temps perdu.
Y ya que hemos aludido a la obra de Proust, partamos de
la siguiente definición de uno de sus más brillantes comentado
res, Jean-Yves Tadié: el estudio de la arquitectura de la obra
novelística consiste en el análisis de la organización del espacio
y el tiempo en función del yo6. Efectivamente, la conversión
de la historia en discurso mediante una estructura formal impli
ca tres acciones: la modalización, la temporalización y la espa-
cialización. Y esa estructura profunda, que determina en todo
caso el lenguaje narrativo, debe ser el objeto primordial de
nuestra lectura o comentario críticos.
MODALIZACION
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el de la voz. Es decir, ¿quién ve? junto a ¿quién habla? En
la organización del discurso narrativo es fundamental el ángulo
de enfoque de los sucesos de la historia, y la voz o voces
diferentemente moduladas que transmiten información sobre los
mismos recabada desde una o más perspectivas. Las posibilida
des de desarrollo discursivo de una historia, por elemental que
ésta resulte, son prácticamente ilimitadas gracias a las distintas
variantes modalizadoras, como han procurado demostrar desde
siempre los novelistas más imaginativos. Recordemos, por ejem
plo, como un caso destacado de lo que apuntábamos al francés
Raymond Quenau y su libro de 1947 Exercises de style, donde
se narra de noventa y ocho maneras diferentes una anécdota
trivial, la trifulca que se arma en un autobús abarrotado y
el encuentro de uno de los pasajeros con un amigo que le
aconseja se cosa un botón de su abrigo7.
POLIFONIA Y DIALOGISMO
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sobre él8, que ese dialogismo implica a la vez una heterofonía
o diversidad de voces, una heteroglosia o presencia de distintos
niveles de lengua, y una heterología o alternancia de tipos dis
cursivos entendidos como variantes lingüísticas individuales. Todo
ello acarrea una multiplicidad de visiones e interpretaciones de
la realidad, y expresa de forma sincrética la conciencia dialécti
ca de una época.
La modalización se manifiesta, en el plano lingüístico, sobre
todo mediante índices como las personas gramaticales o nom
bres personales. Cada una de ellas, a su vez, arrastra sus corres
pondientes «particulares egocéntricos», esto es, su red referen-
cial de posesión, lugar y distancia, y prescribe determinadas
formas en los términos que admiten concordancia, como la
flexión verbal, el género y el número. Según las elecciones que
el escritor haya hecho en este terreno, el relato será más o
menos objetivo, y en ello influye también el sistema verbal,
como ha sido estudiado por Harald Weinrich9.
El que desde mediados del siglo xix teóricos y novelistas
como Friedrich Spielhagen o Henry James hayan propuesto como
ideal estético para la novela el de la máxima objetividad, enten
diendo como tal la presentación de los personajes y su mundo
ante los lectores aparentemente sin la intromisión de instancias
ajenas, no debe llevamos a ignorar que desde Platón y Aristóte
les está formulada ya la dicotomía entre dos modalidades dife
rentes para el desarrollo verbal de una historia: la pura imita
ción, método objetivo que muestra, y la narración propiamente
dicha, forma indirecta que cuenta.
No son muchas las posibilidades de modalización, por más
que las tipologías existentes sean innumerables, como resultado
de aquel bizantinismo teórico-crítico desafortunadamente tan ex
tendido y que intentaremos evitar. Sigo creyendo que la más
útil de esas tipologías sigue siendo la de Norman Friedman10,
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que data de 1955, no porque en ella esté un paradigma comple
to e inalterable —omite, por ejemplo, implicaciones decisivas
de tipo lingüístico, como las personas gramaticales y el modo
y la modalidad del verbo—, sino porque las aportaciones poste
riores más relevantes en este terreno son susceptibles de ser
integradas, para mejorarlo, en el cuadro de Friedman.
En particular, me refiero a la distinción antes apuntada entre
visión y voz de un Gérard Genette11, el autor implícito de
Wayne C* Booth12, el estilo indirecto libre1*t la tipología de
la representación de la consciencia de los personajes en la nove
la propuesta, entre otros, por Dorrit C ohn14, y dos conceptos
muy próximos entre sí aportados por la tendencia crítica de
la llamada estética de la recepción: el narratorio de Gerald Prin-
ce y el lector implícito de Wolfgang Iser15. Con todas estas
incorporaciones, más las que hemos realizado por nuestra par
te, el esquema de Friedman nos parece que cumple con los
requisitos científicos de claridad y exhaustividad. Ordenaremos,
además, sus ocho posibilidades de m oralización en una escala
ascendente de menor a mayor objetividad.
O M N IS C IE N C IA A U T O R IA L
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historia, sino que también nos son comentados y criticados,
así“comó lá í reacciones» ideas y emociones de ios personajes.
La voz predominante no es, por supuesto, la de éstos, sino
aquella que, como se dice en el Quijote (II, 40), «pinta los
pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas
(preguntas), aclara las dudas, resuelve los argumentos; final
mente, los átomos del más curioso deseo manifiesta».
La caracterización es de la máxima pertinencia, porque la
omnisciencia editorial realmente no sólo dispone de la visión
omnímoda de un narrador todopoderoso (el de Balzac se le
figuraba a un crítico francés como un jefe de la policía que
tuviese acceso a los ficheros de la Providencia divina), sino
también de la voz de un autor implícito que es el que valora,
amonesta, exclama, pondera y advierte. Precisamente por esto,
acaso sea más conveniente traducir con libertad la terminología
de Friedman denominando a esta primera posibilidad de moda-
lización omnisciencia autorial.
Toda obra literaria es una comunicación cuyos elementos cons
titutivos son el autor o comunicante, el texto o mensaje que
se orienta hacia un mundo de referencia, y el receptor o lector.
Pues bien, en el seno de las novelas del tipo que estamos descri
biendo se da un reflejo puntual de dicha estructura, pues hay
un autor implícito por encima del narrador que sustenta el men
saje, o historia, y ese autor implícito hace frecuentes apelacio
nes a un lector implícito al que llega a sugerir o imponer inclu
so una forma de lectura. En las oportunidades en que la voz
imperiosa del autor implícito supera y anula la del narrador
omnisciente, la tercera persona es sustituida por la primera,
lo que no quita que sea aquélla y no ésta la configuradora
fundamental del discurso. «Pero dejemos con su cólera a San
cho, y ándese la paz en el corro, y volvamos a don Quijote,
que le dejamos vendado el rostro y curado de las gatescas heri
das, de las cuales no sanó en ocho días»: en ese dejemos van
de la mano autor y lector implícito (concepto este último sobre
el que volveremos). Pero también son avisos del primero al
segundo las preguntas sobre algún aspecto de la historia o indi
caciones sobre la forma en que está siendo estructurada y escri
ta, cuando no apóstrofes al «querido», «paciente» o «discreto
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lector», como apreciamos en el siguiente fragmento de Los cis
nes, novela del argentino Manuel Múgica Láinez publicada en
1977:
No nos extenderemos todavía acerca de los pormenores que
conciernen a este nuevo personaje coreográfico; más adelante,
deberemos consagrarle algunas páginas, para cumplir con nues
tra obligación de biógrafos del Palacio cisneo. A ntes bien, para
contribuir a la claridad cronológica y con el objeto de comple
tar nuestro capítulo sobre las traiciones desarrolladas paralela
mente con el progreso de las pinturas de la bienamada de Se
bastián Nogales, conviene que consignemos aquí lo relativo a
la deslealtad de Bebé Andía.
¡Ay, el Bebé Andía! ¡tan luego el Bebé Andía! ¡uno de los
incondicionales del Cubo! ¡quizás el que escuchaba con más
atención la palabra augusta de Leonardo [Leonardo Calzetti],
pues era el único que osaba darle una mansa réplica!
En este fragmento de Los cisnes predomina la función meta-
narrativa del autor implícito, que tiende a comentar las peculia
ridades formales del propio discurso transmitiendo al lector algo
así como su andamiaje y tramoya interiores, pero caben otras
dos de no menor importancia, la puramente hermenéutica, utili
zada para lograr desde el propio texto la correcta interpretación
de su sentido, y en ciertos casos la que llamaremos función
ideológica, fundamental en las novelas de tesis, pues'es la~Que
con la presencia del autor implícito transmite al público lecturas
concretas relacionables con un sistema de valores, de intereses
y de pensamiento, es decir, una ideología en el sentido lato,
del término, que trasciende lo estrictamente político dando cabi
da a lo religioso, lo filosófico, lo científico, lo exotérico, etc.
De este modo, la heterofonía de un discurso novelístico mo-
dalizado desde la omnisciencia autorial comprendería la alter-
nancia de voces del autor implícito, del narrador omnisciente,
del protagonista y de los demás personajes. La continuidad
del discurso no sufrirá por ello, pues en los textos narrativos
se da continuamente lo que la Lingüística, sobre todo a partir
de Benveniste y Jakobson, viene denominando desembrague,
OMNISCIENCIA NEUTRAL
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OMNISCIENCIA SELECTIVA Y MULTISELECTIVA
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fe liz, pensaba; más valía a s í También Emma vivía muy conten
ta y le trataba a él m ejor que antes, y a veces le daba a enten
der que le agradecía también la iniciación en aquella nueva
vida... del arte, como llamaban en casa a los trotes en que
se había metido. Todos eran felices, menos él... a ratos. No
estaba satisfecho de los demás, ni de s í mismo, ni de nadie.
Debía serse bueno, y nadie lo era. En el mundo ya no había
gente completamente honrada, y era una lástima. N o había
con quién tratar, ni consigo mismo. Se huía; le espantaban,
le repugnaban aquellos soliloquios concienzudos de que en otro
tiempo estaba orgulloso y en que se complacía, hasta el punto
de quedarse dorm ido de gusto al hacer examen de conciencia.
A hora veía con claridad que, en resumidas cuentas, él era una
mala persona. Pero ¿de qué le valía aquella severidad con que
se trataba a s í mismo a la hora de despertar, con bilis en
el gaznate, si después que se levantaba, y se lavaba, y se echaba
mucha agua en el cogote, resucitaba en él, con el vigor de
la vida, con la fuerza de su otoño viril, sano y fuerte, la concu
piscencia invencible, el afán de gozar, la pereza del pecado
convertido en hábito? Aquello iba mal, muy mal; su casa, la
d e su mujer, antes era aburrida, inaguantable, un calabozo,
una tiranía; pero ya era peor que todo esto, era un... burdel,
sí, burdel; y se decía a s í mismo: « A q u í todos vienen a divertir
se y a arruinarnos; todos parecemos cómicos y aventureros,
herejes y amontonados.»
Después de las palabras exactas de Serafina, y de un párrafo
correspondiente a la voz del narrador, siguen los pensamientos
del pobre Bonis traducidos —por así decirlo— a tercera perso
na, pero con toda la expresividad que transmitirían de llegar
hasta nosotros en forma de monólogo clásico o interior, y por
supuesto, con mucha más que si fuese el propio narrador, como
ocurre en los otros tipos de omnisciencia, el que indirectamente
resumiese su meditación. Huelga decir que la percepción del
estilo indirecto libre es imprescindible para afrontar con éxitQ
la lectura^ comentario críticos del texto narrativo, y que nunca
faltarf fragm entóla Jo largo de una novela que ofrezcan índices
sucesivos, rasgos distintivos de discurso directo, indirecto e in
directo libre. Como marcas lingüísticas de su presencia debemos
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anotar, además de esa fundamental reconversión de la persona
y o a la persona él, la afectividad expresiva proporcionada por
exclamaciones, interjecciones, interrogaciones, la adjetivación y
otros medios, así como la ausencia de lo que los gramáticos
gustan llamar verba dicendi —esto es, esos dijo, respondió,
exclamó, etc. que introducen el discurso directo del personaje
mediante un desembrague de los ya mencionados—, aunque
es normal, como ocurre en la página de Clarín que hemos
transcrito, que un párrafo de estilo indirecto libre se inserte
mediante un pensaba. Pero sin duda el rasgo más determinante
a estos efectos es el empleo exclusivo del imperfecto de indicati
vo, peculiaridad estilística que llamó enseguida la atención a
los críticos de la novela de Flaubert donde se hace un uso
magistral del procedimiento que comentamos.
Precisamente quien por vez primera percibió la naturaleza
del estilo indirecto libre fue el abogado defensor Sénard, que
consiguió el veredicto de inocencia para el propio Flaubert en
el sonado proceso judicial que se le incoó en 1857 por presunta
apología del adulterio e inmoralidad a raíz de la publicación
de Madame Bovary. El fiscal Pinard adujo como un ejemplo
del delito imputado la descripción que se hace de Emma Bovary
ante el espejo después de su primera experiencia con un aman
te, atribuyendo al novelista, a través de la tercera persona del
narrador, la relación entusiasta que se hace del estado de ánimo
de la protagonista. Sénard convenció, sin embargo, a los jue
ces de que mediante una determinada técnica de escritura que
describe con gran tino sin llegar, por supuesto, a calificarla
de estilo indirecto libre —denominación acuñada a principios
del siglo xx por gramáticos como Charles Bally— , ese entusias
mo emanaba de la propia conciencia de la adúltera, que al
fin y a la postre acaba siendo víctima de sus propios excesos.
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tico concreto es, ciertamente, la presentación que en él se da
de la consciencia y el pensamiento íntimos de los personajes.
Contamos, a este respecto, con un esquema tipológico sencillo
y exhaustivo a la vez, el de Dorrit Cohn, que establece cuatro
modos fundamentales coincidiendo en lo fundamental con otras
aportaciones anteriores como la de Robert Humphrey17.
Lo que esta autora denomina psiconarración coincide con
el tratamiento que se da a la intimidad mental de los personajes
novelísticos en las omnisciencias editorial —para nosotros,
autorial— y neutral de Friedman, y por eso Humphrey lo califi
ca de descripción omnisciente: simplemente el narrador, en ejer
cicio de sus prerrogativas, cuenta en estilo indirecto lo que las
criaturas de ficción piensan o han pensado.
„ El monólogo citado, por su parte, es la transcripción en estilo
directo de esos pensamientos, de forma idéntica a como se hace
en la escritura dramática, identidad que Humphrey recoge en
su denominación de esta modalidad: soliloquio. El —dije yo
entre m í— que con frecuencia aparece en el Lazarillo de Tor-
mes ejemplifica con justeza este hablar sin auditor del personaje
novelístico.
Por el contrario, el monólogo narrado del que trata Dorrit
Cohn —monólogo interior indirecto para Humphrey—, defini
do por ella como «el discurso mental de un personaje disfraza
do como discurso del narrador», no es otra cosa que el estilo
indirecto libre del que hemos tratado ya.
Finalmente, su monólogo autónomo comprende esa técnica
común en la novela contemporánea, muy influida por el descu
brimiento científico del subconsciente, que permite representar
el contenido mental y los procesos psíquicos de los personajes
tal y como éstos se producen en el cerebro humano antes de
su formulación consciente y expresión gramaticalmente configu
rada por medio de la palabra. Dicha técnica fue denominada
en Francia por Valéry Larbaud monólogo interior, y su primer
cultivador por extenso, Eduard Dujardin, que escribió en 1887
toda una novela — Les lauriers sont coupés— conforme a ella
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la definió así: «discurso sin auditor y no pronunciado, por
el que un personaje expresa sus pensamientos más íntimos, más
cercanos al inconsciente, antes de cualquier organización lógica
de los mismos —es decir, en el momento en que brotan—,
por medio de frases directas reducidas a una sintaxis mínima,
con el propósito de dar la más absoluta impresión de inmedia
tez»18. Por el contrario, en el ámbito anglosajón se consagró
a estos efectos otra denominación, stream o f consciousness, to
mada en préstamo de los Principios de Psicología (1890) de
William James donde el hermano del novelista autor de Lo
que Maisie sabía y Los embajadores argumenta que la fluencia
de los pensamientos humanos recuerdan más a una corriente
que a una cadena. Es de destacar que en España por aquellos
mismos años el crítico Clarín se refería, a propósito de La
desheredada de Galdós, al «subterráneo hablar de la concien
cia». Robert Humphrey prefiere, a estos efectos, la fórmula
monólogo interior directo, y lo define como «la técnica utiliza
da en el arte narrativo para representar el contenido mental
y los procesos psíquicos de los personajes en forma parcial
o totalmente inarticulada, tal y como los dichos procesos exis
ten a los varios niveles de control consciente, antes de ser deli
beradamente formulados por medio de la palabra» (p. 36).
Como ejemplo de esta última modalidad en la presentación
del pensamiento de los personajes que pretende alcanzar la ob
jetividad máxima, reproduciremos el comienzo del más famoso
monólogo interior de la novelística contemporánea, responsable
además en gran medida de la popularización del procedimiento.
Nos referimos al que monopoliza el último capítulo del Ulysses
(1922) de James Joyce, ofreciéndonos sin solución de continui
dad la corriente de la conciencia de Molly, la esposa del prota
gonista, que espera en duermevela su llegada, cuando ya ama
nece un nuevo día:
S í porque él nunca había hecho tal cosa como pedir el desa
yuno en la cama con un par de huevos desde el H otel City
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Arm s cuando solía hacer que estaba malo en voz de enfermo
como un rey para hacerse el interesante con esa vieja bruja
de la señora Riordan que él se imaginaba que la tenía en el
bote y no nos dejó ni un ochavo todo en misas para ella sola
y su alma grandísima tacaña como no se ha visto otra con
miedo a sacar cuatro peniques para su alcohol metílico contán
dom e todos los achaques tenía demasiado que desembuchar so
bre política y terremotos y el fin del mundo vamos a divertirnos
primero un poco Dios salve al mundo si todas las mujeres
fueran así venga que si trajes de baño y escotes claro que nadie
quería que ella se los pusiera imagino que era devota porque
ningún hombre la miraría dos veces espero no llegar a ser nun
ca como ella milagro que no quisiera que nos tapáramos la
cara pero era una mujer bien educada y toda su chachara con
el señor Riordan por aquí y el señor Riordan p o r allá supongo
que él se alegró de perderla de vista . . . I9.
FENOMENICIDAD O NOUMENICIDAD
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la historia sin que los lectores sepamos por qué y para qué
se hace, ni podamos justificar la entidad material del discurso
en cuanto texto. Es lo que suele ocurrir en la novelística de
la omnisciencia autorial y neutral, sobre todo en la primera
en la que el autor implícito y el narrador, fuentes de la enuncia
ción, perpetran ese «deicidio» del que gusta hablar Mario Var
gas Llosa para referirse a esa capacidad de «suplantar a Dios»
que tienen aquellas voces que a través de las palabras crean
un mundo posible, paralelo al real, dotado como él de persona
jes, paisajes, sucesos, pasiones y temporalidad.
Pues bien, distinguiremos el narratorio del lector implícito
(y explícitoy del que enseguida trataremos) porque aquél es ex
clusivamente el destinatario interno o receptor inmanente del
discurso novelístico que justifica la fenomenicidad del texto que
lo sustenta. Pensemos a este respecto en el desahogo epistolar
del desafortunado Werther de Goethe con su íntimo amigo Wil-
helm, en el «Vuestra Merced» de Lázaro de Tormes, o, incluso,
en los compatriotas del dictador Bocanegra en los que piensa,
al escribir la crónica de su caída, el Pinedito de Muertes de
perro de Francisco Ayala, elementos todos ellos inmanentes al
texto que condicionan decisivamente su discurrir, si bien en
menor medida, por supuesto, que el narrador, Pero éste actúa
como tal porque el narratorio, de forma tácita o expresa, así
se lo reclama:
Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso
muy po r extenso, parescióme no tomalle p o r el medio, sino
del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona.
En esta frase final del prólogo del Lazarillo de Tormes apare
ce justificada la fenomenicidad de la novelita en cuanto escritu
ra en la forma de carta mensajera, que el narrador y autor
implícito se ha puesto a redactar exclusivamente porque su na-
rratario se lo ha pedido. Los coetáneos de Pinedo no lo han
hecho, pero la crónica de Bocanegra existe como manuscrito
porque su redactor ha considerado necesario el conocimiento
por parte de la opinión pública de su país de lo que la corrup
ción dictatorial había representado.
No faltan tampoco relatos en primera persona en donde el
protagonista se desdobla en destinatario: Antoine Roquentin
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describe su angustia existencial en La Nausée de Jean Paul
Sartre para sí mismo, a falta de otro destinatario. La exacerba
ción de este planteamiento lleva a la variante estructural consis
tente en sustituir la primera por la segunda persona, el tú como
desdoblamiento reflejo del y o que encontramos en el relato del
debate sentimental de León Delmont en La Modification de
Michel Butor, o, sin ir más lejos, en el protagonista y narrador
ante un espejo de San Camilo 1936 de Camilo José Cela (y
en La muerte de Artem io Cruz de Carlos Fuentes, que será
objeto específico de un comentario por nuestra parte).
EL PARANARRATARIO
EL LECTOR EXPLICITO
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Perdone, pues, e/ lector, /as sobras, si le molestan, >> aténgase
a lo pertinente al caso, para comprender la importancia de
los favores que hacía el señor don Venancio Liencres al patrón
del *Joven Antoñito de R ibadeo' (...) (Cap. X).
¿s/ lector honrado comprenderá sin esfuerzo la situación de
aquellos infelices (...) (Cap. XXIII).
No merece el bondadosísimo lector, que me ha seguido hasta
aquí con evangélica paciencia, que y o se la atormente de nuevo
con el relato de sucesos que fácilmente se imaginan (...) (Cap.
XXIX).
En los tres casos el sujeto de la enunciación narrativa, o
destinador de la misma, es el autor implícito, no en vano esta
mos en una obra característica de la omnisciencia editorial, y
su destinatario es un lector representado —explícito por tanto—
que es inmanente al texto, pues pertenece a él, sin que su fun
ción sea tan sustantiva como la del narratario, pues este lector
explícito aparece por pura invocación del autor implícito, sin
que le quepa ninguna responsabilidad en cuanto a la fenomeni
cidad del texto (inexistente, por otra parte, en este tipo de
novelas nouménicas de la omnisciencia autorial).
EL LECTOR IMPLICITO
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papel— que permite su existencia prolongada a través del tiem
po. Su constitución ontológica es una estructura de varios estra
tos, unos lingüísticos y otros externos al lenguaje pero relacio
nabas con el mundo y sus aspectos, solidarios todos ellos entre
sí. Pero —y esto es lo que ahora nos interesa en especial—
la obra deja según el caso más o menos elementos de esa su
constitución ontológica en estado potencial, pues en realidad
es un puro esquema. La actualización activa del texto por parte
de cada lector en particular subsana esas lagunas de indetermi
nación o elementos latentes, dándole plenitud a la obra en un
sentido estético.
Quiere ello decir, aplicando la teoría al género que nos ocu
pa, que el texto narrativo es una suma de presencias y de va
cíos. El discurso novelístico está compuesto, sin embargo, tanto
por lo que contiene explícitamente como por lo que le falta
e implícitamente reclama al lector para que con su cooperación
contribuya al éxito de la operación cocreadora que es la lectura.
¿Y cómo saber qué le falta a la novela que leemos? Precisa
mente en el transcurso de lo que el propio Wolfgang Iser llama
el acto de leer, a partir de lo que es la pura presencia del
texto —sus palabras— percibimos las lagunas o ausencias. El
narrador puede no darnos todos los datos para comprender
a un personaje; hay novelas, como las de William Faulkner,
en las que se omite la situación decisiva para el desarrollo de
la intriga; entre un capítulo y otro los protagonistas han podido
cambiar de edad, lugar, actitud, o simplemente desaparecer;
la Vetusta de La Regenta es un escenario incompleto, tan sólo
esbozado mediante algunas frases del discurso...
Pues bien, todas esas ausencias, vacíos, blancos, lagunas o
indeterminaciones, que pertenecen al texto pues son elementos
constitutivos del mismo, componen el espectro de nuestra no
ción del lector implícito, junto con aquellas otras técnicas de
narración o escritura que exigen una determinada forma de de
codificación. Pienso por ejemplo en la ironía, que reclama del
lector la sustitución sistemática del sentido literal por su contra
rio, pues se quiere decir lo opuesto a lo que se dice. Ello se
da, por ejemplo, en el Lazarillo de Tormes, cuyo lector implí
cito aparece marcado por esta norma pues el discurso está
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programado para que donde se lee que el protagonista ha llega
do a la «cumbre de toda buena fortuna» y que su esposa es
«tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo»
se entienda irónicamente que Lázaro ha aceptado la poco hon
rosa situación del marido que consiente un «ménage á trois»
con el Arcipreste de San Salvador, su amo. De esta forma,
situando en los propios vacíos y demandas del texto esa instan
cia intrínseca del lector implícito, trato de concretar y hacer
más coherente el concepto de Wolfgang Iser, al que se le ha
criticado una cierta indeterminación entre lo inmanente y lo
extrínseco20.
Podemos ya, por lo tanto, proponer un esquema para una
tipología del receptor inmanente en narrativa. En la gradación
que dicho esquema contiene hemos establecido, a partir de la
situación enunciativa real —empírica—, cuatro niveles distintos
de emisión y recepción inmanentes, correlativos entre sí pero
no excluyentes los unos de los otros, proporcionándonos el cuarto
la posibilidad narrativa del relato secundario dentro de la novela,
uno de cuyos personajes actúa ahora como paranarrador y otro
u otros como paranarratarios2'.
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TIPOLOGIA DEL RECEPTOR INMANENTE
EN NARRATIVA
MODO DRAMATICO
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grar, como en el teatro, una imitación pura, reduciendo la
heterofonía de la novela a la simplemente derivada de la co
municación verbal entre los personajes.
MODO CINEMATOGRAFICO
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rácter esquemático de la obra literaria está llevado al máximo,
lo que deja gran número de lagunas e indeterminaciones que
en su conjunto configuran un receptor inmanente sumamente
activo. Todo ello se aviene muy bien con su condición de rela
tos de intriga, pues nada se nos dice de lo que los personajes
piensan, si bien el texto va deslizando pequeñas referencias,
datos y pistas que permiten avanzar hacia la comprensión del
desenlace. En el extremo opuesto se sitúa el lector implícito
de la omnisciencia autorial, pues en las novelas escritas desde
ella tanto la omnisciencia del narrador como las funciones cum
plidas por el autor implícito dejan muy pocas indeterminacio
nes, tanto en plano diegético —esto es, correspondiente al uni
verso espacio temporal en el que sitúa la historia— y discursivo
como en el metanarrativo e ideológico.
Otra cosa sucede con las omnisciencias selectiva y multiselec-
tiva, porque al desaparecer el autor implícito y adaptarse el
narrador a un punto de vista o visión de personaje, que puede
no ser fidedigno sino precario, el lector implícito desempeña
un papel fundamental, pues se configura a partir de los vacíos
producidos por la moderación del narrador y la limitación de
la perspectiva —o, en su caso, perspectivas— desde la que na
rra. En el modo dramático, la exclusividad del diálogo propone
un lector implícito al que compete reconstruir el exterior de
los personajes desde su interior, expresado mediante sus propias
palabras, mientras que en el m odo cinematográfico ocurre pre
cisamente lo contrario, desde el exterior de los gestos, los movi
mientos, la más mínimos signos corporales se trata de deducir
lo que los impenetrables personajes de la novela puedan estar
pensando.
Para concluir con la tipología modalizadora de Norman Fried-
man, de cuya utilidad práctica, tras las adiciones y modificacio
nes a las que la hemos sometido, seguimos convencidos, hay
no obstante que advertir de algunos errores posibles a la hora
de su aplicación.
El primero de ellos es que a lo largo de un discurso novelísti
co cualquiera es posible encontrar varias modalizaciones distin
tas, mas como la novela es un texto extenso hay que valorar
el influjo real de cada una de ellas en la constitución general
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de la estructura, para concluir en tal caso cuál es la predomi
nante. Análisis microscópicos, que por atenerse a los árboles
uno a uno no nos dejarían ver finalmente el bosque, nos pue
den llevar a encontrar, por ejemplo, páginas de m odo dramáti
co o de yo protagonista en una novela claramente construida,
no obstante, desde la omnisciencia autoriaL
Otro error que me interesa sobremanera atajar, sería el de
la personalización, por así decirlo, de las modalizaciones. Aun
que hablemos de narrador, autor implícito, lector implícito, etc.
no nos estamos refiriendo, obviamente, a identidades persona
les, con la única excepción de los relatos en primera persona
que poseen, por lo tanto, un narrador y /o autor implícito re
presentado por personajes. En todos los demás casos, con tales
denominaciones nos estamos refiriendo a los actantes básicos
de la comunicación narrativa. Es decir, a puras funciones tex
tuales o discursivas.
EL CRONOTOPO
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es el estado de Arizona, posee un solo término para nuestros
conceptos de tiempo y espacio, que Einstein nos enseñó a rela
cionar íntimamente con su teoría de la relatividad, de gran
influencia en el pensamiento y el arte contemporáneos.
ESPACIALIZACION
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acabamos de ver), según analiza Ricardo Gullón en un libro
básico sobre el tema23. Se trata, por otra parte, de un puro
esquema en la acepción ontológica de la obra de arte literaria
debida a Román Ingarden a la que nos hemos referido ya.
En efecto, en ningún otro aspecto del universo narrativo se
advierte con mayor intensidad ese esquematismo, y se configura
un lector implícito más lleno de competencias que en el de
la construcción de ios espacios. Pero es fundamental no con
fundir aquellas dos perspectivas de la historia y del discurso,
por más que en numerosas novelas los nombres de los enclaves
espaciales no sean, como en La Regenta, imaginarios, sino to
mados de la propia realidad geográfica. Aun así, en el texto
funcionarán como puros signos inmanentes. El itinerario de don
Quijote sirve perfectamente a los intereses del discurso cervanti
no, y sin embargo desespera, por incoherente, al geógrafo afi
cionado a la literatura.
Resultaría ocioso reseñar los índices lingüísticos que erigen
el lugar dentro del texto narrativo, todo el conjunto de procedi
mientos estilísticos y recursos retóricos de la descripción y la
evidentia, así como subrayar la sutil tiranía que la modalización
—la visión y la voz— imponen al espacio descrito: sólo conoce
remos de él aquello que ilumine la perspectiva o perspectivas
aplicadas, y precisamente en la forma que establezca el registro
o registros de la narración. En la novela de Emilia Pardo Bazán
el espacio, que le da título, desempeña un papel muy destacado.
Algunos críticos lo han relacionado con el tema naturalista de
la influencia del medio sobre el temperamento de las personas,
que se embrutecería por el aislamiento de los decrépitos y apar
tados pazos de Galicia en vez de refinarse por la relación social
en la ciudad. Pero en el primer capítulo de la novela se nos
ofrece una descripción muy precaria de ese ambiente, tenebrosa
por no decir truculenta, lo que introduce ya en el lector un
determinado registro negativo en la percepción de lo que será
el escenario de toda la historia. Y todo ello es debido a la
omnisciencia selectiva que caracteriza la composición de Los
Pazos de Ulloa, donde el narrador en tercera persona cuenta
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lo que el capellán, Don Julián, ve, y éste llega por primera
vez allí desde Santiago de Compostela precisamente cuando ano
chece.
TEMPORALIZ ACION
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TECNICAS DEL RITMO NARRATIVO
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del escritor helenístico Caritón de Afrodisias, se cuenta un ar
gumento similar al de la mayoría de las otras novelas llamadas
bizantinas, la separación de los dos amantes que titulan la obra
y el gran número de avatares y peripecias que cada uno de
ellos habrá de pasar por separado hasta el feliz reencuentro,
que se presenta así:
¿ Quién podría describir aquella noche, llena de cuántas expli
caciones y de cuántas lágrimas entremezcladas con besos? Em
pezó primero Calírroe, contando cómo había vuelto en s í de
la tumba, cómo había sido raptada p o r Terón, cómo había
navegado, cómo había sido vendida. (...)
Y (Quéreas) le contó todo minuciosamente, envaneciéndose
de sus éxitos. Y cuando ya había habido bastantes lágrimas
y relatos, abrazándose uno a otro llegaron felices al rito de
su antiguo lecho.24
Obsérvese que en este fragmento —del que hemos suprimido
cuatro breves párrafos para no alargar más la cita— se da
en boca de los dos protagonistas un relato resumido de lo que
el narrador nos ha contado, más prolijamente, en todas las
páginas anteriores. Si no hubiera diferencias de ritmo en los
relatos de unos y otro, la novela de Caritón de Afrodisias ten
dría el doble de páginas de las que finalmente tuvo.
Más radical que el resumen es la elipsis: trancos temporales
de la historia son, simplemente, omitidos en el discurso. En
el penúltimo capítulo de Los Pazos de Ulloa Don Julián, el
sacerdote protagonista, desterrado en una perdida parroquia de
la montaña, recibe la noticia de la muerte de Nucha, su antigua
señora en el pazo. Punto y aparte. Allí mismo, diez años des
pués, le llega su nombramiento como párroco de la aldea de
Ulloa, adonde se traslada en el capítulo siguiente. Las pausas
descriptiva —sustentada por el narrador— y digresiva —por
el autor implícito— lógicamente consumen texto, pero no tiem
po, pues se consagran al espacio y a la interpretación o metana-
rración, respectivamente. Podemos añadir, finalmente, que en
la novela contemporánea se da a veces un nuevo movimiento
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ORDEN
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o contenido diegético diferente de la del relato prim ario— y
homodiegéticas, que inciden sobre él, bien para completarlo
—completivas— o para repetirlo —repetitivas— . Todas estas
posibilidades podrían darse igualmente en las prolepsis, aunque
esta alteración del orden lógico-temporal hacia adelante es mu
cho menos corriente en la novela que su contraria.
Pero si la estructura narrativa es, como creo, modalización,
espacialización y temporalización, ninguno de estos tres aspec
tos va aislado, sino que constituyen un sistema. Y así las ana-
lepsis pueden estar sustentadas en el narrador omnisciente, en
el personaje narrador en primera persona, en la visión de un
personaje hecha voz en tercera, o en el mero disloque de las
secuencias cronológicas de la historia en el discurso más objeti
vo —es decir, según el modo dramático y cinematográfico—
o simplemente neutral. Sin duda, las formas de modalización
desde el y o son las que facilitan una mayor labilidad para las
anacroníaSy y éstas, al alterar la secuencia natural en el orden
de los sucesos, introducen clarísimas determinaciones para el
lector implícito.
En cuanto al ritmo narrativo se refiere, el más rápido suele
venir de la mano del y o protagonista, del y o testigo y de las
omnisciencias selectivas, mientras que la objetividad a ultranza
y las omnisciencias autorial y neutral suelen incurrir en un deta-
llismo que remansa considerablemente el flujo de la narración
Oo que frecuentemente se compensa mediante ágiles resúmenes
o radicales elipsis).
Por lo mismo, soy muy reacio a admitir como tercera catego
ría de la temporalización novelística, junto a la de orden y
ritmo (o duración)t la de frecuencia que Shlomith Rimmon-
Kenan25 desarrolla cumplidamente a partir de las primeras pro
puestas de G. Genette. En ella cabrían tres tipos de relatos:
el singulativo, consistente en contar una vez lo que ocurrió
asimismo una sola vez; el repetitivo, que contaría n veces un
suceso singular, como ocurre en los Ejercicios de estilo de Que-
nau que ya comentamos; y el iterativo, cuando se narra una
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vez lo que pasó n veces. Creo que se trata de puras variantes
relacionadas con la modalización, no con la temporalización,
porque dependen de la frecuencia con que las instancias de
visión y de voz abordan, desde una o varias perspectivas y
con registros singulares o múltiples, un segmento de la historia
que se pretende volcar en el discurso.
La temporalización, como la espacialización, autentifica el
relato, y desde el punto de vista textual consiste en la aporta
ción de una serie de referencias o indicadores, que pueden ser
explícitos o implícitos, según obedezcan al tiempo medido por
el reloj o por otros referentes cósmicos —el sol, la luna— ,
paisajísticos —las modificaciones del espacio o escenario según
las estaciones—, o convencionales, tal y como sucede, por ejem
plo, en otra novela de Miguel Delibes, Las ratas, donde cerca
de un centenar de menciones al Santoral cristiano —del tipo
«Por San Celestino y San Atanasio concluyeron las rogati
vas...»—, perfectamente congruentes con la ambientación rural
del relato, sirven para ubicarlo en el tiempo histórico y reflejan
sus avances y retrocesos. Lingüísticamente, la estructura tempo
ral se basa en el adverbio y locuciones adverbiales, pero sobre
todo en el verbo, con sus diferentes matices expresivos del pre
sente, el futuro y el pasado, la categoría gramatical del aspecto
perfectivo o imperfectivo, y la semántica de lo que los filólogos
alemanes llaman la aktionsart puntual, momentánea, iterativa,
ingresiva, frecuentativa, progresiva, terminativa, etc. Recorde
mos también variantes estilísticas propias de la narración, como
el presente histórico o el imperfecto como representación viva
de, entre otros, Lorck, Lerch y Guillaume, que permite armoni
zar el inevitable relato de un hecho pretérito —sólo se puede
narrar lo que ya ha sucedido, por muy inmediatamente que
se haga— y la viveza que se le quiere dar, si es el caso, al
discurso. No es un azar que esta capacidad sincrética del imper
fecto le haga también imprescindible para aquella forma de
discurso, que llamábamos neutral entre el personaje y el narra
dor, del estilo indirecto libre.
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TIPOLOGIA DE LA TEMPORALIZACION
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general del comentario novelístico. En primer lugar, que esta
modalidad prueba bien a las claras la absoluta interdependencia
del espacio y el tiempo en la narrativa, pues la simultaneidad
no es resultado de otra técnica que del sometimiento del tiempo
a una multiplicación de los espacios, razón por la cual este
tipo de narraciones son denominadas también, desde un trabajo
de Joseph Frank26, novelas de form a espacial. Y en segundo
término, que si bien lo que Wolfgang Kayser llama form as
constructivas externas11, esto es, el párrafo, el bloque narrati
vo, el capítulo, la parte, el libro, etc., no deben confundirse
nunca con la estructura de la obra, que es algo más profundo
(el capítulo de las novelas decimonónicas depende de un hecho
tan aleatorio como las columnas que el periódico dedicaba al
folletón), a veces ese diseño editorial o distribución del texto
en unidades menores identificables tipográficamente tiene evi
dentes repercusiones estructurales. Además de que la fragmen
tación secuencial facilite, como apuntábamos hace un momen
to, el efecto de simultaneidad, no es infrecuente que un hiato
editorial represente un cambio de punto de vista o, en términos
de temporalización, una elipsis, amén de contener por omisión
en su blanco tipográfico —valga la paradoja— claras o sutiles
determinaciones para el lector implícito.
Estrechamente ligado a este aspecto del diseño editorial está
el que Gérard Genette ha estudiado como paratexto28, es de
cir, la relación —generalmente de índole semántica y de máxi
ma pertinencia para una lectura cabal— que el discurso en sí
mantiene con su título general, el de cada uno de sus capítulos
o partes, y otros elementos como prefacios, notas, marginalia,
ilustraciones y, en su caso, ilustraciones.
En resumen, nuestra experiencia en el comentario crítico de
la novela nos lleva a proponer que consiste en el discernimien
to, a través del análisis de la disposición y del entramado lin
güístico de su texto, de la mayor o menor pertinencia expresiva
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con que una historia se ha transformado en discurso mediante
tres operaciones: la modalización —suma de perspectiva y voz—,
la temporalización —ritmo y orden—, y la espacialización.
Y ésta será una de las posibilidades para el rescate de los
estudios sobre la narrativa de la vaguedad, la imprecisión y
la carencia de rigor de la paráfrasis epidérmica, que siempre
acaba en lo mismo, en el tópico falaz del realismo —como
si éste no fuese en novela el resultado de una prestidigitación
ilusionista— y la supuesta «verdad» psicológica de los personajes.
EL PERSONAJE
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Deseo subrayar, finalmente, algo que ya aparece explícita
mente mencionado en mi penúltimo párrafo: que el modelo
que propongo es una de las posibilidades —en modo alguno,
la única— de realizar con rigor el comentario de un texto nove
lístico. Obsérvese, por ejemplo, cómo todos los elementos que
forman parte del mismo aparecen también en la excelente Teo
ría general de la novela que María del Carmen Bobes Naves
elaboró inductivamente a partir de La Regenta y sobre un para
digma semiótico.
Dos fases complementarias constituyen su modelo. La prime
ra es el análisis textual, comprehensivo de un estudio sintáctico
de funciones, personajes, tiempo y espacio, y del estudio se
mántico, atento a las manipulaciones que el narrador hace de
las unidades estudiadas en el apartado anterior. Ello exige revi
sar las relaciones del narrador con el lenguaje (lo que dice)
y las relaciones del narrador con la referencia (lo que sabe),
esto es, la problemática modalizadora de la voz y de la visión
en mi propuesta. El trabajo concluiría con la segunda fase del
análisis pragmático de las relaciones del texto con el autor y
el lector además del marco contextual —literario, histórico, fi
losófico, social, etc.— de la obra. Una afirmación de Carmen
Bobes nos conviene destacar ahora, en apoyo de lo que ya
en su momento proponíamos a propósito de la estructura narra
tiva: «que en la novela todo es significante y que todas las
unidades y sus relaciones están semiotizadas, es decir, están
manipuladas para utilizarlas como signos cuyo significado crea
el sentido general de la obra»30.
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LA PRACTICA D E LA TEORIA
FASE PRELIMINAR
Lectura inicial
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Segunda lectura: La historia y sus implicaciones
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Seguiremos con lecturas sucesivas centradas ya en el análisis
de las operaciones compositivas mediante las cuales la historia
se ha convertido en discurso, y para ello tendremos siempre
en cuenta la interacción esencial que se da en todo caso entre
la form a interna o estructura propiamente dicha, y la form a
externa, el estilo; es decir, qué recursos del lenguaje, qué proce
dimientos retóricos se han puesto sucesivamente al servicio de
la organización compositiva del discurso. Hablando en los tér
minos de la Retórica, se trata ahora de analizar la dispositio
y la elocutio conjuntamente.
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dores temporales implícitos o explícitos, así como la presencia
a lo largo del discurso de las distintas formas verbales.
Sin perder nunca de vista la evidencia de que la modalización
condiciona también estructuralmente el tratamiento del tiempo
en la novela, a partir de una línea horizontal hipotética que
recoja la trayectoria cronológica de la historia que se nos cuen
ta, se contrastará el tiempo del discurso, para advertir las varia
ciones del ritmo narrativo, y las posibles alteraciones del orden
hacia atrás o hacia delante en relación con el relato prim ario.
Es imprescindible que en ambos casos descubramos la razón
de ser o pertinencia expresiva de cada fenónemo destacado,
así como su incidencia sobre el lector implícito, sobre todo
en el caso de las anacronías.
Finalmente, todos estos análisis nos permitirán identificar a
qué modelo de la tipología del tratamiento del tiempo en la
estructura novelística se ajusta la obra —o, en su caso, frag
mento— objeto de nuestro comentario.
En cuanto a la espacialización, resulta también de la máxima
importancia atender a las conexiones estructurales entre la mo
dalización y la forma de construir el espacio novelístico, así
como la concurrencia de la forma externa, a través de los pro
cedimientos retóricos y estilísticos, al logro de este objetivo.
Para ello es fundamental determinar todos los enclaves espacia
les que aparezcan en el discurso, su relación con la estructura
temporal, con los personajes, y, en definitiva, con la propia
semántica de la novela.
FASE COMPLEMENTARIA
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en cuanto obra. El último de los aspectos mencionados abre
paso a la apasionante investigación de la intertextualidad, que
comprendería en un sentido amplio el conjunto de vínculos
que cada obra mantiene con el género y los subgéneros novelís
ticos, con determinadas tendencias, estilos o escuelas, y con
otras novelas del mismo autor o de otros que le precedieron
o le siguieron en la serie literaria.
* * *
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rales o temáticas al conjunto de las novelas de las que hemos
seleccionado los cinco fragmentos, con el fin de contextualizar-
los. Hemos procurado, con todo, escoger secuencias narrativas
dotadas de una cierta autonomía interna, y por lo tanto de
extensión muy superior a la de un poema largo, y ha sido
necesario desglosarlas en unidades textuales menores, cada una
de las cuales aparecerá identificada en nuestro comentario por
una letra mayúscula. Para facilitar su comprensión se reprodu
cen en algunas de ellas las notas a pie de página elaboradas
por los preparadores de las ediciones utilizadas, en las que he
mos valorado la fidelidad textual y el planteamiento no excesi
vamente erudito o especializado de sus anotaciones.
Precisamente a causa del volumen de páginas ocupado por
los cinco textos novelísticos sobre los que trabajaremos y por la
conveniencia de no exceder los márgenes aconsejables para un
libro con las características del presente, hemos renunciado a
desarrollar la que llamábamos fase complementaria de nuestro
análisis, abierta a un conjunto prácticamente ilimitado de as
pectos históricos, sociales, políticos, filosóficos, artísticos o lite
rarios.
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T ra tad o quinto
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entre ellos un santo Thomás y hablaba dos horas en latín.
A lo menos que lo parecía; aunque no lo era.
D. Cuando por bien no le tomaban las bulas, buscaba cómo
por mal se las tomasen. Y para aquello hacía molestias al pue
blo e otras veces con mañosos artificios. Y porque todos los
que les veía hacer sería largo de contar, diré uno muy sotil
y donoso, con el cual probaré bien su suficiencia.
E. En un lugar de la Sagra de Toledo había predicado dos
o tres días, haciendo sus acostumbradas diligencias, y no le
habían tomado bula ni a mi ver tenían intención de se la tomar.
Estaba dado al diablo con aquello y, pensando qué hacer, se
acordó de convidar al pueblo para otro día de mañana
despedir3 la bula.
F. Y esa noche, después de cenar, pusiéronse a jugar la
colación4 él y el alguacil. Y sobre el juego vinieron a reñir
y a haber malas palabras. El llamó al alguacil ladrón y el otro
a él falsario. Sobre esto, el señor comisario, mi señor, tomó
un lanzón que en el portal do jugaban estaba. El alguacil puso
mano a su espada, que en la cinta tenía.
G. Al ruido y voces que todos dimos, acuden los huéspedes
y vecinos y métense en medio. Y ellos, muy enojados, procu
rándose desembarazar de los que en medio estaban para se
matar. Mas, como la gente al gran ruido cargase y la casa
estuviese llena della, viendo que no podían afrentarse5 con las
armas, decíanse palabras injuriosas. Entre las cuales el alguacil
dijo a mi amo que era falsario y las bulas que predicaba que
eran falsas.
H . Finalmente que los del pueblo, viendo que no bastaban
a ponellos en paz, acordaron de llevar el alguacil de la posada a
otra parte. Y así quedó mi amo muy enojado. Y después que
los huéspedes y vecinos le hubieron rogado que perdiese el eno
jo y se fuese a dormir, se fue y así nos echamos todos.
I. La mañana venida, mi amo se fue a la iglesia y mandó
tañer a misa y al sermón para despedir la bula. Y el pueblo
3 despedir: «despachar».
4 colación: «comida ligera, nocturna».
5 afrentarse: «enfrentarse, luchar».
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se juntó. El cual andaba murmurando de las bulas, diciendo
como eran falsas y que el mesmo alguacil riñendo lo había
descubierto. De manera que, tras que teman mala gana de to-
malla, con aquello del todo la aborrecieron.
J ,. El señor comisario se subió al pulpito y comienza su
sermón y a animar la gente a que no quedasen sin tanto bien
e indulgencia como la santa bula traía.
Estando en lo mejor del sermón, entra por la puerta de la
iglesia el alguacil y, desque hizo oración, levantóse y con voz
alta y pausada cuerdamente comenzó a decir:
J 2. —Buenos hombres, oídme una palabra, que después
oiréis a quien quisiéredes. Yo vine aquí con este echacuervo6
que os predica. El cual me engañó y dijo que le favoreciese
en este negocio y que partiríamos la ganancia. Y agora, visto
el daño que haría a mi consciencia y a vuestras haciendas,
arrepentido de lo hecho, os declaro claramente que las bulas
que predica son falsas y que no le creáis ni las toméis y que
yo directe ni indirecte no soy parte en ellas y que desde agora
dejo la vara7 y doy con ella en el suelo. Y si en algún tiem
po éste fuere castigado por la falsedad, que vosotros me seáis
testigos como yo no soy con él ni le doy a ello ayuda; antes
os desengaño y declaro su maldad.
J 3. Y acabó su razonamiento. Algunos hombres honrados
que allí estaban se quisieron levantar y echar el alguacil fuera
de la iglesia por evitar escándalo. Mas mi amo les fue a la
mano e mandó a todos que so pena de excomunión no le estor
basen; mas que le dejasen decir todo lo que quisiese. Y ansí
él también tuvo silencio mientras el alguacil dijo todo lo que
he dicho.
J 4. Como calló, mi amo le preguntó si quería decir más
que lo dijese.
El alguacil dijo:
—Harto hay más de decir de vos y de vuestra falsedad; mas
por agora basta.
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J 5. El señor comisario se hincó de rodillas en el púlpito
y, puestas las manos8 y mirando al cielo, dijo ansí:
—Señor Dios, a quien ninguna cosa es escondida, antes todas
manifiestas, y a quien nada es imposible, antes todo posible:
tú sabes la verdad y cuán injustamente yo soy afrentado. En
lo que a mí toca, yo lo perdono, porque tú, Señor, me perdo
nes. No mires a aquel que no sabe lo que hace ni dice; mas
la injuria a ti hecha te suplico y por justicia te pido no disimu
les. Porque alguno que está aquí, que por ventura pensó tomar
aquesta santa bula, dando crédito a las falsas palabras de aquel
hombre lo dejará de hacer. Y pues es tanto perjuicio del próji
mo, te suplico yo, Señor, no lo disimules; mas luego muestra
aquí milagro y sea desta manera: que, si es verdad lo que
aquél dice y que yo traigo maldad y falsedad, este púlpito se
hunda conmigo y meta siete estados9 debajo de tierra, do él
ni yo jamás parezcamos; y, si es verdad lo que yo digo y
aquél, persuadido del demonio, por quitar e privar a los que
están presentes de tan gran bien, dice maldad, también sea
castigado y de todos conocida su malicia.
K. Apenas había acabado su oración el devoto señor mío,
cuando el negro alguacil cae de su estado y da tan gran golpe
en el suelo, que la iglesia toda hizo resonar, y comenzó a bra
mar y echar espumajos por la boca y torcella, y hacer visajes
con el gesto, dando de pie y de mano, revolviéndose por aquel
suelo a una parte y a otra.
L. El estruendo y voces de la gente era tan grande, que
no se oían unos a otros. Algunos estaban espantados y temerosos.
Unos decían: «El Señor le socorra y valga». Otros: «Bien
se le emplea, pues levantaba tan falso testimonio».
Finalmente, algunos que allí estaban, y a mi parecer no sin
harto temor, se llegaron y le trabaron de los brazos, con los
cuales daba fuertes puñaladas a los que cerca dél estaban. Otros
le tiraban por las piernas y tuvieron reciamente, porque no
había muía falsa en el mundo que tan recias coces tirase. Y
así le tuvieron un gran rato. Porque más de quince hombres
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estaban sobre él y a todos daba las manos llenas y, si se descui
daban, en los hocicos.
LL. A todo esto, el señor mi amo estaba en el pulpito de
rodillas, las manos y los ojos puestos en el cielo, transportado
en la divina esencia, que el planto y ruido e voces que en
la iglesia había, no eran parte para apartalle de su divina con
templación.
M. Aquellos buenos hombres llegaron a él y dando voces
le despertaron y le suplicaron quisiese socorrer a aquel pobre,
que estaba muriendo y que no mirase a las cosas pasadas ni
a sus dichos malos, pues ya dellos tenía el pago; mas, si en
algo podría aprovechar para librarle del peligro y pasión que
padecía, por amor de Dios lo hiciese, pues ellos veían clara
la culpa del culpado y la verdad y bondad suya, pues a su
petición y venganza el Señor no alargó el castigo.
N. El señor comisario, como quien despierta de un dulce
sueño, los miró y miró al delincuente y a todos los que alderre
dor estaban muy pausadamente les dijo:
—Buenos hombres, vosotros nunca habíades de rogar por
un hombre en quien Dios tan señaladamente se ha señalado;
mas, pues él nos manda que no volvamos mal por mal y perdo
nemos las injurias, con confianza podremos suplicarle que cum
pla lo que nos manda y su majestad perdone a éste, que le
ofendió poniendo en su santa fe obstáculo. Vamos todos a
suplicalle.
Ñ. Y así bajó del púlpito y encomendó aquí muy devota
mente suplicasen a nuestro Señor tuviese por bien de perdonar
a aquel pecador y volverle en su salud y sano juicio y lanzar
dél el demonio, si su majestad había permitido que por su
gran pecado en él entrase.
O. Todos se hincaron de rodillas y delante del altar con
los clérigos comenzaban a cantar con voz baja una letanía.
Y viniendo él con la cruz y agua bendita, después de haber
sobre él cantado, el señor mi amo, puestas las manos al cielo
y los ojos, que casi nada se le parecía sino un poco de blanco,
comienza una oración no menos larga que devota, con la que
hizo llorar a toda la gente, como suelen hacer en los sermones
de pasión, de predicador y auditorio devoto, suplicando a nues
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tro Señor, pues no quería la muerte del pecador, sino su vida
y arrepentimiento, que aquel encaminado por el demonio y per
suadido de la muerte y pecado le quisiese perdonar y dar vida
y salud, para que se arrepintiese y confesase sus pecados.
P. Y esto hecho, mandó traer la bula y púsosela en la cabe
za. Y luego el pecador del alguacil comenzó poco a poco a
estar mejor y tornar en sí. Y desque fue bien vuelto en su
acuerdo, echóse a los pies del señor comisario y demandóle
perdón y confesó haber dicho aquello por la boca y manda
miento del demonio, lo uno por hacer a él daño y vengarse
del enojo, lo otro y más principal porque el demonio reciba
mucha pena del bien que allí se hiciera en tomar la bula.
Q. El señor mi amo le perdonó y fueron hechas las amista
des entre ellos. Y a tomar la bula hubo tanta prisa, que casi
ánima viviente en el lugar no quedó sin ella, marido y mujer
e hijos e hijas, mozos y mozas.
R. Divulgóse la nueva de lo acaecido por los lugares comar
canos y, cuando a ellos llegábamos, no era menester sermón
ni ir a la iglesia, que a la posada la venían a tomar, como
si fueran peras que se dieran de balde. De manera que, en
diez o doce lugares de aquellos alderredores donde fuimos, echó
el señor mi amo otras tantas mil bulas sin predicar sermón.
S. Cuando él hizo el ensayo, confieso mi pecado que tam
bién fui dello espantado y creí que ansí era, como otros mu
chos; mas con ver después la risa y burla que mi amo y el
alguacil llevaban y hacían del negocio, conocí como había sido
industriado por el industrioso e inventivo de mi amo.
T. Y, aunque mochacho, cayóme mucho en gracia y dije
entre mí: «¡Cuántas déstas deben hacer estos burladores entre
la inocente gente!»
U. Finalmente, estuve con este mi quinto amo cerca de cua
tro meses, en los cuales pasé también hartas fatigas.
* * *
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nes más tempranas que han llegado hasta nosotros sean todas
de 1554.
De acuerdo con la estructura episódica de esta obra, el frag
mento escogido se centra en el relato de la etapa del protagonis
ta al servicio de su quinto amo, tras haber sido pupilo del
ciego, el clérigo de Maqueda, el escudero toledano y el fraile
de la Merced. Se trata ahora de un buldero, comisario recauda
dor de un impuesto singular, generalizado durante el mandato
de Carlos V, del que, pese al fundamento religioso de la bula,
obtenían pingües beneficios el Estado y ciertos particulares, en
virtud del procedimiento de aplicación del mismo que favorecía
todo tipo de corruptelas y coacciones. En efecto, la bula era
un documento por el cual el Papa concedía indulgencias y otros
beneficios espirituales a cambio de la aportación económica de
unos dos reales que en teoría se destinaban a financiar la cruza
da contra los turcos. Pero sólo una mínima parte de lo cobrado
llegaba a Roma. Era la administración del Estado la que adju
dicaba, por un tanto alzado, la concesión de las bulas a empre
sarios particulares, que en consecuencia obtenían más o menos
ganancias según el número de ellas que fuesen capaces de ven
der entre la población.
Este episodio aparece enmarcado por una división paratextual
muy clara. Comprende el Tratado quinto de la novelita, subti
tulado de manera harto expresiva de su contenido: Cómo Láza
ro se asentó con un buldero y de las cosas que con él pasó.
Mas si nos fijamos en el primer párrafo de los veintisiete
en que hemos distribuido el texto de este tratado, identificándo
los con letras mayúsculas y, en su caso, índices numéricos adi
cionales a efectos de la localización de nuestros comentarios,
advertiremos ya una contradicción sumamente significativa. En
efecto, el discurso narrativo en sí está en primera persona, de
manera que es el propio personaje Lázaro el que narra su adhe
sión al buldero, mientras que el epígrafe paratextual está cons
truido desde la tercera persona.
Asimismo es de notar la ruptura de una secuencia gramatical
que ese mismo elemento del diseño editorial provoca. «En el
quinto por mi ventura di, que fue un buldero, el más desenvuel
to y desvergonzado y el mayor echador dellas que jamás yo
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vi ni ver espero ni pienso que nadie vio»: en este arranque
de A se echa en falta un antecedente —«quinto am o»— que
hay que encontrar en el último párrafo del Tratado tercero
—«Así, como he contado, me dejó mi pobre tercer amo»—,
porque el brevísimo tratado siguiente comienza también con
una frase con la misma dependencia: «Hube de buscar el cuarto
y éste fue un fraile de la Merced».
Todo ello acredita lo que Francisco Rico ha demostrado cum
plidamente (véase su libro Problemas del Lazarillo, Madrid,
Cátedra, 1988, pp. 113-151): que la división y titulación de
los tratados de la novelita anónima no son imputables al propio
autor, como tampoco el título general de la obra, La vida de
Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, los cua
les aparecen en las ediciones de 1554 porque éstas reproducen
otra anterior. El diminutivo que figura en el título es, por otra
parte, contradictorio con el propio nombre que el protagonista
se da a sí mismo desde el principio: «Pues sepa Vuestra Mer
ced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes,
hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Teja
res, aldea de Salamanca».
Tales precisiones nos ilustran acerca de un asunto de gran
trascendencia, y no sólo para el comentario de obras narrativas,
sino en general. Me refiero a la imprescindibilidad de contar
con textos fiables, establecidos con el máximo rigor filológico,
que nos permitan conocer lo que fue la voluntad expresiva del
autor al margen de toda manipulación o contaminación de su
escritura. La Ciencia literaria incluye una disciplina específica
a estos efectos, la Crítica textual, que nos proporciona edicio
nes críticas de las obras literarias de todos los tiempos.
El Lazarillo de Tormes es uno de los textos más trabajados
a este respecto, y concretamente en el fragmento objeto de
nuestro comentario se da una circunstancia de singular relieve
en tal orden de cosas. Se trata de la intercalación entre los
párrafos S y T de otro extenso episodio con una nueva estafa
del buldero, que sólo aparece en la edición de 1554, impresa
en Alcalá, junto a otras interpolaciones asimismo ajenas a la
voluntad del anónimo autor. Por mantener la literalidad del
original también prescindiremos de una frase que dicha edición
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de Alcalá añade al último párrafo del tratado quinto (U en
nuestra nomenclatura): «Finalmente, estuve con este mi quinto
amo cerca de cuatro meses, en los cuales pasé también hartas
fatigas aunque m e daba bien de comer a costa de los curas
y otros clérigos do iba a predicar». Para todos estos extremos,
así como para el estudio de la obra en su conjunto y su herme
néutica es de consulta obligada la extraordinaria última edición
que del Lazarillo d e Tormes ha preparado el propio Francisco
Rico (Madrid, Cátedra, 1987).
Una vez hechas estas obligadas precisiones, cumple entrar
ya en el comentario propiamente dicho, y confirmar lo que ya
quedó apuntado a propósito de la contradicción modalizadora
entre el paratexto y el texto en sí. Allí, Lázaro es él; aquí,
un rotundo y o que asume el papel de sujeto de la enunciación
narrativa.
Estamos, en efecto, ante un discurso sustentado en un narra
dor homodiegético, pues forma parte de la propia historia que
se relata. Con la primera persona narrativa, según hemos ex
puesto ya en el plano teórico, visión, voz y personaje se funden
coherentemente, y lo mismo cabe decir de las funciones de Na
rrador y Autor implícito.
Llegados a este punto se impone abordar una dificultad adi
cional de la que ya hemos advertido y se concreta arquetípica-
mente en el texto seleccionado, pese a pertenecer a una obra
narrativa de muy reducidas dimensiones si la comparamos con
las novelas de las que extraeremos capítulos o fragmentos para
nuestros cuatro comentarios posteriores. Me refiero a aquella
advertencia que hacíamos en el sentido de que la estructura
global de una novela en lo que a la modalización se refiere
puede ser contradictoria con la que se nos manifieste en una
de sus partes, pues el discurso novelístico se caracteriza por
una gran labilidad que permite cambiar de perspectivas, voces,
registros, personajes, espacios, tiempos, etc. sin que por ello
deje de ofrecerse una disposición coherente de todo ese abiga
rrado conjunto, en la que una opción predominará sobre las
demás imponiendo, por así decirlo, su sello a toda la obra.
Lo mismo se puede afirmar a propósito del tema o contenido,
y este tratado quinto del Lazarillo de Tormes nos ofrece prue
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te el cual un paria de la sociedad aprende a anteponer la super
vivencia a cualquier otra consideración y a defender cínicamen
te una contramoral basada en la identificación de la honra con
el provecho, lo que le permite aceptar el «ménage á trois»
propiciado por su boda con la barragana de quien es su protec
tor económico, un Arcipreste toledano.
Nada de este «caso» —el escándalo de la aceptación por
parte de Lázaro de tal indignidad conyugal— apunta en el tra
tado quinto, lo que aparentemente le confiere el carácter de
relato intercalado, ajeno a la historia central, y por lo tanto
perteneciente a lo que en narratología se denomina «nivel hipo-
diegético» del discurso. Nada más lejos de la realidad, no obs
tante, si analizamos el Lazarillo de Tormes en su totalidad.
Su condición de auténtica «novela de aprendizaje» —bild-
ungsrornan— explica el sentido de cada uno de los episodios
y la propia extensión de los mismos. Lo que se cuenta es ilus
trativo de una serie de lecciones que el protagonista va recibien
do de la vida, el conjunto de las cuales explicará su actitud
cínica e indigna final, el famoso «caso» del triángulo amoroso
consentido por el de Tormes. Con el ciego aprende, así, a no
fiarse de nadie, a valorar el provecho que se puede sacar de
las mujeres, a ejercer el disimulo y la venganza; con el clérigo
de Maqueda, la terrible lección del hambre y que siempre se
puede empeorar por muy mal que a uno le vayan las cosas;
con el escudero toledano, la importancia de las apariencias y,
sobre todo, la inutilidad de la honra sin posición económica...
En el episodio que nos ocupa el protagonista comprende la
conveniencia de ver, oír... y callar la verdad de las cosas por
indigna que ésta sea, si de ello se puede obtener asimismo pro
vecho, lección que no dejará de aplicar a la hora de su contro
vertido matrimonio y el contrato implícito establecido con el
Arcipreste de San Salvador. De esta forma el tratado quinto,
que se nos figuraba dotado de una autonomía rayana con la
desconexión en cuanto a la estructura global del Lazarillo de
Tormes, revela su verdadera funcionalidad en aras del conjunto.
Así como la realidad textual de este tratado nos obliga a
reconocer en él un YO TESTIGO y no PROTAGONISTA, no
aporta por el contrario los signos distintivos de la estructura
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básica de la enunciación narrativa de la obra, que son caracte
rísticos en grado sumo.
En efecto, nada asoma aquí de la fenomenicidad del texto,
justificado como una carta de relación que el protagonista, na
rrador y autor implícito Lázaro de Tormes escribe a instancias
de un narratario de presencia tan notoria como el corresponsal
curioso mencionado en el prólogo: «Y pues Vuestra Merced
escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, paresció-
me no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga
entera noticia de mi persona». Con posterioridad a esta men
ción, precedida por otra inmediatamente anterior -—«Suplico
a Vuestra Merced reciba el pobre servicio...»—, se registran
en torno a una decena de interpelaciones más del narrador al
narratario, frecuentemente con la fórmula sepa Vuestra Merced
o vea Vuestra Merced, pero ninguna de ellas en el texto que
comentamos. Exclusivamente desde él no podemos, en conse
cuencia, hablar de fenomenicidad, ni de la presencia de un
destinatario inmanente que la justifique.
El punto de vista de un YO TESTIGO es, por lo demás,
respetado escrupulosamente en lo tocante a sus limitaciones y
renuncias a la omnisciencia, a la ubicuidad y al conocimiento
del pasado y del pensamiento del resto de los personajes por
parte del narrador homodiegético que se sitúa a un mismo nivel
que ellos. Lázaro nos da aquí su opinión sobre el buldero,
y la ilustra como prueba de evidencia con el episodio de su
aconchabamiento con el alguacil. No hay ninguna ingerencia
en la intimidad psíquica de ambos personajes. El narrador des
cubre el contubernio existente entre ellos una vez que los hechos
han concluido y su amaño resulta evidente: «Cuando él hizo
el ensayo, confieso mi pecado que también fui dello espantado
y creí que ansí era, como otros muchos; mas con ver después
la risa y burla que mi amo y el alguacil llevaban y hacían
del negocio, conocí como había sido industriado por el indus
trioso e inventivo de mi amo».
Repárese en el efecto de suspensión producido gracias a que
el narrador no ha adelantado las intenciones de los dos perso
najes, pues esto que una omnisciencia autorial o neutral admiti
ría no es conforme al estatuto narrativo de un YO PERIFERI-
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CO o TESTIGO, que es de sesgo objetivista. Unas veces el
narrador nos resume las disputas entre buldero y alguacil en
estilo indirecto, como en F —«El llamó al alguacil ladrón y
el otro a él falsario»— o G : « ... decíanse palabras injuriosas.
Entre las cuales el alguacil dijo a mi amo que era falsario
y las bulas que predicaba que eran falsas». Pero muy pronto
no duda en recurrir al estilo directo, con lo que enriquece consi
derablemente no sólo la heterofonía del discurso, sino también
su heterología y heteroglosia mediante la recreación del hablar
fingidamente indignado del alguacil en J 2 y, sobre todo, la
hábil retórica sermonaría del buldero en J 5 y N . Sin embargo,
la oración que finalmente pronuncia este comisario de la bula
de la Santa Cruzada para que el réprobo alguacil se recupere
del terrible ataque epiléptico que está fingiendo se inserta en
el discurso de nuevo mediante el estilo indirecto (P ).
No falta tampoco en T un buen ejemplo de lo que llamába
mos, siguiendo a Dorrit Cohn, monólogo citado, pues reprodu
ce de forma articulada el pensamiento interior de un personaje,
en este caso el propio Lázaro que acaba de descubrir las mañas
del buldero: «Y, aunque mochacho, cayóme mucho en gracia
y dije entre mí: «¡Cuántas déstas deben hacer estos burladores
entre la gente inocente!».
Y aunque no aparezca ningún indicio de comunicación entre
Lázaro como autor implícito y el narratario Vuestra Merced,
hay en D una frase reveladora de la función metanarrativa
que le compete: «Cuando por bien no le tomaban las bulas,
buscaba cómo mal se las tomasen. Y para aquello hacía moles
tias al pueblo e otras veces con mañosos artificios. Y porque
todos los que les veía hacer sería largo de contar, diré uno
muy sotil y donoso, con el cual probaré bien su suficiencia.»
En lo subrayado va no sólo la ratificación del YO TESTIGO
—«...todos los que les veía hacer...»— sino también una nota
que atañe a la economía del relato, y emana por tanto de
la función autorial que el personaje asume.
En cuanto al elemento temporal, una opción modalizadora
como la descrita va emparejada a una estructura retrospectiva
que para el conjunto de esta novela impone un relato primario
y desde él, una amplia analepsis. Aquél queda instaurado ya
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en el prólogo, desde el momento en que Lázaro manifiesta
su propósito de contar toda su vida para satisfacer la curiosidad
de su corresponsal, provocada por los rumores del «caso»: «Y
pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy
por extenso, parescióme no tomalle por el medio, sino del prin
cipio, porque se tenga entera noticia de mi persona». Y la
retrospección tiene un alcance y una amplitud iguales a la edad
de Lázaro de Tormes, de manera que el punto cronológico
del tiempo de la historia al que llega el discurso en la última
página de la narración es coincidente con el representado por
el relato primario (el momento de la escritura).
Sin tanta riqueza de matices y referencias como las que pro
porciona el análisis del texto completo del Lazarillo de Tormes,
el tratado quinto reproduce, como no podría ser de otra forma,
esta misma temporalización. Es claramente perceptible el balan
ceo entre el ayer del Lázaro criado del buldero y el hoy del
Lázaro narrador, más reflexivo y sesudo. En una cita de T
que acabamos de transcribir bien lo apreciábamos, cuando el
narrador confiesa que, aunque mochacho, le cayó en gracia
la habilidad embaucadora del que había sido su amo en el
momento de descubrir su contubernio con el alguacil.
Ese primer nivel temporal corresponde, como ya queda di
cho, al presente de la escritura, y desde él se da el salto al
pasado de la vida. Gramaticalmente, desde el mismo párrafo
A tal dicotomía se marca mediante la alternancia del presente
y el pretérito indefinido: «En el quinto por mi ventura di, que
fu e un buldero, el más desenvuelto y desvergonzado y el mayor
echador dellas que jamás yo vi ni ver espero ni pienso que
nadie vio».
Enseguida el escritor recurre, no obstante, al imperfecto de
indicativo, cuya viveza para actualizar hechos pasados es noto
ria gracias a su aspecto imperfectivo y su valor durativo: «En
entrando en los lugares do habían de presentar la bula, primero
presentaba a los clérigos o curas algunas cosillas... Ansí procu
raba tenerlos propicios... Cuando por bien no le tomaban las
bulas, buscaba cómo por mal se las tomasen...».
Más adelante, a partir del fragmento J 1 el hábil artista de
la palabra que sin duda era el anónimo escritor del Lazarillo
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d e Tormes, para dar si cabe mayor viveza a la anécdota central
del episodio —la estratagema urdida para vender más bulas
por el comisario y el alguacil— echa mano de una variante
estilística del sistema verbal, el llamado presente histórico, con
sistente en narrar en ese tiempo lo pretérito:
«El señor comisario se subió al púlpito y comienza su sermón
y a animar la gente a que no quedasen sin tanto bien e indul
gencia como la santa bula traía.
Estando en lo mejor del sermón, entra por la puerta de la
iglesia el alguacil y, desque hizo oración, levantóse y con voz
alta y pausada cuerdamente comenzó a decir: ...» .
El ejemplo es, a lo que creo, excelente para justificar esa
flexibilidad de los discursos narrativos bien conformados que
tanto ponderábamos, pues sin solución de continuidad hemos
leído el tránsito del pretérito indefinido al presente histórico,
y de éste de nuevo a aquel tiempo verbal. Lo mismo que en
otro párrafo al que se le quiere dar especial énfasis expresivo,el
del ataque fulminante que el alguacil sufre cuando el buldero
propone una a modo de ordalía o juicio de Dios:
«Apenas había acabado su oración el devoto señor mío, cuan
do el negro alguacil cae de su estado y da tan gran golpe
en el suelo, que la iglesia toda hizo resonar, y comenzó a bra
m ar y echar espumajos por la boca...» (.K).
Esa misma virtud de las transiciones se comprobará a propó
sito del pretérito indefinido y el imperfecto en O: «Todos se
hincaron de rodillas y delante del altar con los clérigos comen
zaban a cantar con voz baja una letanía».
Ya a punto de finalizar el tratado, concretamente en 5, de
nuevo reaparece el presente de indicativo, para ratificar la refe
rencia temporal del relato prim ario: «Cuando él hizo el ensayo,
confieso mi pecado que también fui dello espantado y creí que
ansí era, como otros muchos».
Completará nuestro análisis de la temporalización de este epi
sodio del Lazarillo el rastreo de los fenómenos de ritmo narrati
vo perceptibles en él.
En los fragmentos iniciales hasta D inclusive, el narrador
se mantiene en un tono de afirmaciones generales sobre la per
sonalidad del buldero que constituyen, como ya precisamos,
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una verdadera etopeya. Hay, pues, una deliberada indetermina
ción en el tiempo y en el espacio. Otra cosa ocurre a partir
de £ y prácticamente hasta el final.
En efecto, ese fragmento comienza con una precisión geográ
fica —«En un lugar de la Sagra de T oledo...»— necesaria para
dar fuerza de veredicción a lo que se va a contar de forma
demorada: la estratagema de buldero y alguacil para estafar
a los parroquianos. A la viveza aportada por las formas verba
les que ya comentamos, se añade la ralentización del ritmo
narrativo por gracia del diálogo directo, es decir, de la escena.
Compárese el telegrafismo del resumen con que se despachan
«dos o tres días» de infructuosa prédica de las bulas en la
citada localidad y la atención textual —no menos de cuatro
páginas— concedida de seguido a la noche de la falsa riña
entre los dos estafadores y lo ocurrido en la iglesia a la mañana
siguiente. La razón de ser de esta alteración rítmica es clara:
el narrador quiere concentrar en una sola actuación del comisa
rio de las bulas todas las pruebas necesarias para convencer
a los lectores de su codicia, mendacidad y recursos, así como
de la corrupción generalizada de tal práctica favorecida por
la Iglesia y el Estado.
Y así, en R reaparece el resumen —en este caso, tanto espa
cial como temporal— para despachar la mención a los éxitos
de venta inmediatamente obtenidos por el comisario cuando
la fama de la santidad de su bula se propagó. Lo mismo cabe
decir del último párrafo de nuestro comentario, mediante el
cual el tiempo de la historia avanza en una dimensión cronoló
gica de cuatro meses a costa tan sólo de un mínimo espacio
textual de dieciocho palabras: «Finalmente, estuve con ese mi
quinto amo cerca de cuatro meses, en los cuales pasé también
hartas fatigas».
En textos tan sucintos como éste se cumple con intensidad
máxima aquella caracterización fenomenológica de la obra de
arte literaria como un puro esquema, cuyos blancos, omisiones
e imprecisiones configuran de una forma o de otra lo que lla
mábamos Lector implícito. ¿Cuáles fueron esas fatigas de Láza
ro con el buldero durante más de cien días de los que nada
se nos dice? Algo semejante, pero con mayor fuerza de incerti-
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dumbre, sucedía en el breve tratado anterior, el del fraile de
la Merced, de quien Lázaro dice: «Este me dio los primeros
zapatos que rompí en mi vida; mas no me duraron ocho días.
Ni yo pude con su trote durar más. Y p o r esto y p o r otras
cosillas que no digo, salí dél». Las palabras subrayadas, delibe
radamente ambiguas y ejemplificadoras a su vez de la técnica
de la elipsis narrativa, han dado lugar a muchas y muy vario
pintas suposiciones por parte de hermeneutas o simples lectores.
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COMENTARIO SEGUNDO:
Sotileza de José María de Pereda.
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VII. LOS «MARINOS» DE ENTONCES
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filas de casas altas, angostas, desvencijadas, adheridas unas a
otras para sostenerse mejor, cargadas de balcones derrengados
y de aleros podridos, y los balcones de redes y de trapajos,
con rabas de pulpo y artes de pescar secándose en las paredes
del fondo, y tripas de sardina y piltrafas de bonito por los
aires, y madres desgreñadas y sucias espulgando a sus hijos
medio desnudos a la puerta de la calle; que todo eso y mucho
más que no digo, porque se adivina y porque no cabe en la
pulcritud del arte, era el barrio de los mareantes de Arriba
y en la misma forma continuó siendo durante muchos años.
Aunque en la contemplación de éste y del otro espectáculo quie
ra detenerse, repito, el susodicho lector de ultrapuertos y aun
que se pare un instante a la puerta de la taberna del tío Sevilla,
atestada de marineros, que más se ocupan en tomar la mañana
que en examinar las cuentas del Cabildo, aún nos queda tiempo
sobrado para llegar, poco a poco, a la calle de San Francisco,
por la cual discurrían los elegantes de entonces con sus tuinas
de mezclilla verdosa, prenda recién introducida en la indumen
taria al uso, y penetrar, con la debida Ucencia, en casa del
capitán de la Montañesa, don Pedro Colindres, más conocido
entre la gente de mar por su mote de Bitadura, en el instante
de llegar con su señora y su hijo de la misa de once de la
Compañía.
A 2 * Y quiero que sea éste el momento de nuestra presen
tación a él, para que le vean con todas sus empavesadas de
señor los que hayan podido verle a bordo o desembarcar al
día siguiente con su ropaje del oficio, sin arrastraderos, macizo
y basto.
N o era este personaje de mucha talla, quizá no pasaba de
la regular; pero, en cambio, era doble, sobre todo de espaldas,
de brazos y de manos...
B. Perdone la impaciencia del lector, pero necesito tomar
esta figura desde más atrás, ab ovo casi, para que resulte con
todo el relieve que debe tener en el momento de aparecer en
el cuadro2. Procuraré ser breve, pero, aunque no lo consiga,
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no se apure, pues esta digresión, además del fin inmediato que
lleva, ha de ahorramos otras por el estilo, despejándonos el
terreno en que vamos a entrar; porque la especie abunda en
ejemplares y ab uno disce om nes3.
C ,. De cepa marinera por todos sus cuatro costados, ape
nas salió de la Escuela de don Valentín Pintado, ingresó a
estudiar en el Consulado4 con don Fernando Montalvo; pero
ya para entonces, aunque sólo contaba trece años, fumaba va
lientemente de lo pasiego, si no había tabaco más suave a sus
alcances; nadaba de espaldas y se sostenía derecho en el agua
sin mover los brazos; se hacía el muerto y, en fin, echaba
un colé desde el paredón del muelle Anaos; daba torno5 a
cualquiera de su parigual remando en un bote, había capitanea
do dos guerras y en la bofetada limpia era una reputación
en la plaza de las Escuelas, en la Maruca, en el Prado de
Viñas y en otros holgaderos por el estilo; le temían de lumbre6
muchísimo zapateros del portal; tenía buenas amistades en el
Paredón de la calle Alta, y en la mesa de la Zanguina llegó
a dar las tres bolas y el cangrejo a un cabo de la guarnición
que había sido pinche de billar en su tierra, y así y todo le
ganó la partida.
Pero todavía conservaba en el vestir y el andar y el decir
el aire terrestre; todavía era vivaracho, desorejado de borce
guíes; gastaba cachucha, tiraba a rubio, decía ¡coila! cuando
se enfadaba y comía mucho pan, pellizcando, sin sacarle, el
zoquete que llevaba siempre en el bolsillo.
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C 2. En cuanto fue náutico se asimiló poco a poco los aires
y el estilo de aquella raza especialísima de estudiantes, que no
parecían nacidos de madre como toda la descendencia de Adán,
sino construidos de roble en las gradas de un astillero. De ellos
tomó la rudeza del acento, el apóstrofe crudo, el mirar osado,
la falta de respeto a todo profesor que no fuera el suyo, el
andar oscilante con los hombros levantados, el horror a los
faldones, la chaqueta abrochada, la gorra con galón dorado
y visera de charol, muy pegada a la frente..., y hasta la tez
empañada.
C 3. Cuando concluyó los cursos de náutica necesitó hacer,
en calidad de agregado, dos viajes redondos a la isla de Cuba.
Y los hizo en un barco que mandaba un amigo de su padre.
En estos viajes tuvo la categoría de m ozo de a bordo, es decir,
la de marinero principiante. Después se examinó en El Ferrol
y, allí, aprobados sus ejercicios, obtuvo el título de tercero,
con el cual se embarcó en Santander en una fragata, para hacer
los tres viajes que se le exigían en poco más de un año, a
ratos navegando como en una palangana y a ratos con la vida
en un hilo.
Del último de estos viajes volvió, aunque crisálida todavía,
apuntándole las alas de mariposa. Ya el espeso pelambre de
su cara, afeitada de quijadas arriba, era algo más que sombra
de patilla a la catalana; sus manos comenzaban a ponerse vellu
das, su voz a embronquecerse y sus espaldas a encorvarse; era
muy atezado y formaba con los marinos en sus parrandas y
rumantelas.
C 4. Preparóse, repasando con Montalvo una temporadita;
fuese a El Ferrol por segunda vez, aprobándole en el rígido
examen a que fue sometido, y se le extendió su título, en toda
regla, de segundo, o sea, de piloto de derrotas, que es lo que
iba buscando Pedro Colindres, ya para entonces conocido entre
la gente del oficio con el mote de Bitadura, no sé por qué...
Y aprovecho esta oportunísima ocasión para advertir a los lec
tores de tierra adentro, persuadidos quizá de que es un capricho
mío la coincidencia de que casi todos los personajes que van
apareciendo hasta ahora en este libro tengan un mote por nom
bre, que no hay tal capricho ni cosa que lo parezca. Tan fre-
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cuente es el mote entre las gentes de mar de este puerto y
tan avezadas están a oírse llamar por él que en el gremio de
pescadores ha habido quien desconocía su propio nombre de pila
y muchos que no le conocieron hasta que le necesitaron para
inscribirle en el libro de matrículas de mar. Lo mismo entre
estas gentes ignorantes y zafias que entre las más elevadas y
cultas, de carrera, el mote aparece sin saberse por dónde ni
cómo. Generalmente procede de un dicho o de un hecho o
de una circunstancia cualquiera de la persona, que se le halla
encima de la noche a la mañana; pero quién se le puso y cuán
do no es fácil de averiguar.
Bitadura tardó bastante en colocarse después de recibir el
título de segundo, porque estas plazas no abundaban, con ser
entonces tan numerosa la marina mercante de vela; pero, al
fin, halló barco y en él hizo su primer viaje de piloto.
C 5. A la vuelta de este viaje fue cuando apareció en San
tander en perfecto carácter de «marino»; ya era... como todos.
Porque yo no sé cómo diablos sucedía eso, pero sucedía: que
fueran rubios o delgados o altos o bajos los náuticos del Insti
tuto o los agregados en su primer viaje poco a poco iban trans
formándose; y cuando volvían de segundos todos eran iguales:
todos teman mucha espalda, con mucha mano y muy velluda;
todos eran morenos, con patilla corrida, muy espesa; abiertos
de brazos, ásperos de voz, lentos en el andar, duros de ceño,
secos de frase, pero pintorescos de palabra, y de gustos pueriles
y espíritu regocijado. Por último, todos vestían el mismo traje:
la gorra con galón de oro y botón de ancla sin corona, el
chaquetón pardo, las botas de agua sobre pantalón pardo tam
bién y la corbata negra a la marinera; y acaso esta rigurosa
uniformidad de vestido y de modales contribuyera a darles la
extraordinaria semejanza que se notaba entre ellos7.
C 6. Bitadura fue uno de los más populares de su tiempo
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y cuando, después de haber corrido borrascas en todos los ma
res de los dos mundos, dio en antojársele que no le llenaban
por entero, al llegar a Santander, los entretenimientos del café
de ia Marina, las parrandas nocturnas, las culebras8 en las ro
merías y otras hazañas de rigor en el gremio, algunas de ellas
harto pueriles, se armó un día de valor, él, que no se amilanaba
entre los abismos del mar embravecido; se atusó un poco la
greña, se puso camisa limpia y unas botas de charol debajo
de las perneras y se fue a pedir a un corrida de eslora, recia
y levantada de amuras, airosa de años, la única hija que tenía,
moza a la sazón, en la flor de su primavera y, como decía
el mismo Bitadura al describírsela a un amigo, después de con
fesarle su proyecto, «bien corrida de eslora, recia y levantada
de amuras, airosa de rasel y alta de guinda».
Estaba hecha a poco la pretendida, porque en aquel tiempo
aún no había clases y apenas gastaban seda las chicas solteras
de más de siete familias de Santander. Era bien afamado el
pretendiente, porque no se tomaban a pecado las calaveradas
temporeras, digámoslo así, de aquellos mozos tan honrados en
el fondo de sus almas y tan valientes y sufridos en la mar.
Le estimaba mucho el padre, y la hija le había visto, por tres
veces, barrer a bofetadas la acera de enfrente para quedarse
él sólo echándola requiebros, mentalmente, desde allí; de modo
que, aunque todavía no había pasado de piloto y era tan des
mañado en finiquituras y voquibles que sudó brea para dar
a entender lo que quería en aquel trance (porque claro de todo
no acertó a decirlo), concediéronle la chica, que se llamaba
Andrea y tenía dos ojos como dos soles, un pelo que relucía
de negro y tan abundante que no le cabía en la cabeza, y
una boca y un color...; en fin, una buena moza en toda la
extensión de la palabra.
C 7. Casóse con ella andando los días; y antes de un mes
de casado embarcó para hacer su último viaje de piloto. Porque
a la vuelta, habiéndose desembarcado el capitán por una larga
temporada, le dieron a él el mando del buque, que era un
bergantín bien afamado. Y hete aquí ya a Periquito hecho frai
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le. Ya era capitán, ya tenía una paga de sesenta pesos al mes
y no tardaría en disfrutar de los beneficios que generalmente
conceden los fletadores o dueños del barco al capitán que le
manda con celo e inteligencia... Pero, en cambio, ¡qué peso
tan molesto el de los deberes que le imponía su repentina trans
formación! ¡Cómo le costaba amoldarse al ritual de su nueva
categoría! Por de pronto, fuera chaquetones y botas de agua,
y todo cuanto ésta y las demás prendas del hábito de un piloto
representaban en su vida pública: la independencia, la holgura,
la vida alegre de mozo descuidado, el lenguaje convencional
y pintoresco...; ¡y hágase usted hombre formal y hable en serio
con mercaderes y corredores, y, sobre todo, vístase usted de
paño fino, con alas y arrastraderas..., y meta el corpachón
macizo debajo de una levita, los pies dentro de unas botas
de charol, las manazas, gruesas y velludas, en guantes de cabri
tilla, y... ¡horror de los horrores!, sobre la cabeza, arreglada
por la hoz del peluquero, encájese el oprobio de la castora...
y échese usted con ese aparejo a la calle, sin atreverse a andar
ni a revolverse mucho por temor de que salten los botones
o revienten las costuras; y salude a la moda en los escritorios
y consulados; y mientras habla o le despachan, siéntese, p o r
lo fin o, en una silla y mátele la duda de si pondrá la canoa
en el suelo o la tendrá entre las manos o la arrojará por el
balcón, que es lo que él preferiría!
D. La primera vez que se vio ataviado así delante de un
espejo soltó la carcajada.
—Con esto y un bastón —exclamó—, un matasanos de aldea.
—¿Por qué no le compras? —le dijo su mujer.
Bitadura la miró con el asombro pintado en la cara.
Decir a un capitán de aquellos que saliera con bastón equiva
lía a aconsejar a un coracero que llevara en la mano un abanico.
Pero, en fin, se fue acostumbrando a la librea, aunque no
la usaba más que en actos oficiales, digámoslo así, o en mo
mentos muy solemnes; fuera de esos casos, un traje holgado,
de medio aparejo, entre piloto y capitán; cómodo sin dejar de
ser serio.
E. Cuando ya tenía un hijo de tres años, le dieron el mando
de la Montañesa, uno de los mejores barcos de la matrícula de
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Santander. Como no era lerdo, se acostumbró primero al trato
de gentes que al uso de las prendas finas. Llegó a ser un capi
tán de los más atractivos para los pasajeros y el armador de
la Montañesa no tuvo motivos para arrepentirse de haberla pues
to bajo su mando. Como además era un marino consumado
y un administrador celosísimo, abriósele ancha mano, llevando
por su cuenta pacotillas de frutos peninsulares y trayéndolas
de ultramarinos, se granjeó muy buenas ganancias en pocos
viajes; y señalósele más tarde un buen interés en los cargamen
tos que se le encomendaban. A pesar de ello y de tener muy
rebasados los cuarenta cuando el lector le ha conocido, conti
nuaba siendo, fuera de servicio, el Bitadura de siempre, el mu
chacho grande, dado con pasión a las cosas chicas de su tierra,
a los placeres sencillos, a la frase pintoresca y al vestido cómodo.
Andrea, que no tuvo más hijos que el que conocemos, se
había ido ajamonando poco a poco y era, en la ocasión en
que aparece aquí, una mujer de gran estampa: blanca y apreta
da de carnes, rica de formas y de rostro alegre y bello.
F. Había ido a misa de once aquel día del bracete de su
marido con vestido de gro negro, chal de Manila, mantilla de
blonda, abanico de nácar y mitones de seda calados. Él, con
levita y pantalón de paño negro finísimo, con trabillas de bolín,
chaleco de raso, sobre el oro de su reló; chalina de seda, de
cuadros oscuros, con dos alfileres de brillantes, unidos por una
cadenilla de oro; sombrero de copa, muy reluciente; botas de
charol y guantes de seda de color de ceniza. Sudaba el hombre
de calor y de molestia debajo de aquellas galas que le oprimían
por el cuello, por la cintura y por las manos y por los pies;
y relucía su atezado rostro, encuadrado entre las patillas, algo
grises ya, y las alas del sombrero, mientras el almidonado cue
llo de la camisa se resblandecía y arrugaba con el sudor del
pescuezo.
G. Todo aquello lo esperaba él y bien sabe Dios lo que
le desazonaba, pero la salida era de necesidad, porque su mujer
había estado soñando con ella meses enteros; no conocía satis
facción más grande y él quería demasiado a su mujer para
no complacerla, sin regatear, en cosa tan hacedera. Por otra
parte, ¿a qué negarlo?: si Andrea se creía más alta que una
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corregidora por ir del brazo de marido como el suyo, Bitadura
pensaba que, en opinión de cuantos pasaban a su lado, no
había princesa que valiera en estampa lo que su mujer.
H. Y así marchaban los dos, calle San Francisco arriba y
Plaza Vieja adelante, recibiendo a cada paso bienvenidas y apre
tones de manos él, y felicitaciones y saludos ella, mientras An
drés, que caminaba a la derecha de su madre con su vestido
de los domingos, compuesto de chaqueta entallada, con cue
llo de moaré, pantalón de mezclilla de lana, chaleco jaspeado,
corbata de mariposa, borceguíes nuevos y gorra de felpilla imi
tando piel de tigre, saludaba muy ufano a los amigos de su
mismo pelaje o se hacía el desconocido cuando le guiñaba el
ojo algún granuja, su camarada de hazañas del muelle Anaos.
I. Al salir de misa, nuevos y más numerosos saludos, nue
vas detenciones y bienvenidas; y vuelta a casa con el posible
apresuramiento, porque no faltarían visitas que recibir en ella,
amén de que había convidados a la mesa. Se comía a la una
en punto y Andrea no se fiaba ni de la guisandera que había
tomado para aquel lance, superior a los recursos culinarios de
su criada.
J. El lector y yo llegamos en el momento, en que el capitán
largaba los. guantes y la cacimba9 sobre una cómoda, y su mu
jer, después de plegar la mantilla y el pañolón de seda, los
guardaba en un tirador del propio mueble. De buena gana hu
biera cambiado Andrea su vestido de gro por otro más modes
to, de raso de lana, y el capitán sus arreos de «señor de Ayun
tamiento» por el atalaje de a bordo; pero, como ya se ha dicho,
aguardaban visitas, por ser de rigor en aquellas circunstancias,
y las visitas de entonces no las recibía un recién llegado como
Bitadura sin echarse encima el fondo del baúl, máxime siendo
día de fiesta y teniendo una mujer tan escrupulosa en estos
particulares y tan guapota y apuesta como la que él tenía.
K. Mientras ésta se daba una vuelta por la cocina, se oye
ron golpes a la puerta de la escalera y Bitadura salió corriendo
a la sala..., sala de capitán de entonces, con los retratos de
todos los barcos en que había navegado, desde piloto inclusive;
9 Cacimba: pipa.
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un espejo de marco de papel dorado y dos o tres cuadritos
de bordados de felpilla, obras de la capitana cuando iba al
colegio, colgados en las blancas paredes; sobre las rinconeras
y la consola de caoba, caracoles de la china, ramilletes de coral,
monigotes de especial, una bandeja grande, puesta de canto,
detrás de una caja de música; y entre dos fruteros de cera,
con sendos fanales, y debajo de otro ovalado, un barco que
se bamboleaba sobre una mar contrahecha en cuanto se tocaba
un resorte que tenía la peana; sillería de cerezo; una alfombra
delante del canapé; cortinillas de muselina rameada en las vi
drieras del balcón, en las de la alcoba, carrejo y gabinete; el
suelo de tabla de pino, muy fregado... y paren ustedes de con
tar. Las sillerías de caoba con embutidos de limoncillo y asien
tos de tejido de cerda, el reló de sobremesa, los candelabros
de plata, los espejos de vara y media de altos con marco de
pasta dorada, el retrato de cuerpo entero, obra del pincel de Salvá
o de Bardeló, el papel aterciopelado en las paredes, las cortini
llas de tafetán encarnado en las vidrieras de las alcobas, y la
alfombrita delante de cada puerta y de cada mueble importante
de la sala quedábanse para un puñadito de familias, cuyas mu
jeres torcían el gesto cuando se rozaban con el vulgo de los
mortales y cuyos muchachos gastaban las únicas levitas forra
das de seda que se vieron entre sus coetáneos10; no bebían
agua en las fuentes públicas aunque se murieran de sed, jugan
do finalmente al marro con sus congéneres, y antes se hubieran
dejado desollar que descalzarse en la Maruca para navegar un
poco en sus flotantes perchas...
L, Y perdone otra vez el lector, que me marcho por los
trigos nuevamente; puede más que mi propósito de no extra
viarme con el relato la fuerza de los recuerdos que vienen enre
dados a cada detalle que apunto de aquellas gentes y de aque
llos tiempos que se grabaron en las tablas vírgenes de la memoria.
LL. Vuelvo, pues, al asunto y digo que la primera visita
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al recién llegado capitán fue la del matrimonio del cuarto piso
con la mayor de sus hijas, apreciable familia de tenderos por
juro de heredad, pero harto insípida para unos gustos tan espe
ciales como los de Bitadura. Algo más le entretuvo después
el jubilado capitán Arguinde con sus alegrías de carácter y su
desatinada sintaxis de vizcaíno impenitente; no tanto dofta Sin-
foriana Cantón, viuda desde muy joven, y ya pasaba de los
cuarenta y cinco, de un piloto que murió de calenturas en la
costa de África; mucho menos la señora y las hijas de un co
mandante retirado, amigas de su mujer, y menos todavía otras
personas que acudieron también a verle por razón de parentesco
remoto o de gratitud o de interés. Porque con los amigos y
camaradas, con la gente del aligóte11, como él llamaba a los
del oficio, ya se había visto despacio y en lugar conveniente
para hablar sin trabas y reír sin medida.
M. De esta gente eran los tres convidados que aguardaba,
además de su piloto Sama, y fueron llegando uno tras otro.
Uno solo de ellos era capitán. De los dos pilotos, sin contar
a Sama, uno se llamaba Madruga, prototipo de la especie; el
otro era Ligo, el mozo que vimos en San Martín con Andrés.
Éste era el más joven de todos y quería ser el más elegante
y culto; desde luego era el más aparatoso y el más desatinado.
Madruga y él formaban un delicioso contraste. Madruga era
impasible de fisonomía, hablaba bajo, poco y como de mala
gana, pero lo que hablaba salía forrado en cobre de sus labios,
cuya expresión de burla estaba tan cerca de la del enojo que
se confundían muy a menudo; de aquí el interés singularísimo
de su pintoresca palabra. Ligo, al contrario, era locuaz, con
grandes presunciones de hombre de mundo o de ser capaz de
serlo; hablaba de todo en el estilo y con la brusquedad de lo
que era, con términos finos que él fabricaba a su gusto cuando
la necesidad se lo exigía; de este modo, resultaban unos potajes,
unas finezas tan burdas y unas groserías tan finas que era todo
lo que había que oír.
N. Había señoras todavía en casa de Bitadura cuando él
llegó, y llegó el último. Madruga se había portado tal cual,
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quitándose la gorra y haciendo su poco de reverencia antes
de sentarse. Sama tampoco se había metido en muchos dibujos,
porque no los conocía, y se había achantado muy calladito
en un rincón, donde se entretenía en dar vueltas a la gorra
entre sus manos, mientras silbaba, casi mentalmente, una
sopim pa12 de allá.
Ñ. El capitán Nudos, algo más joven que Bitadura y tan
bien vestido como él y cortado por el mismo patrón que él, no
le aventajaba un ápice en perfiles de cortesía y ceremoniales de
sociedad: verdaderamente estaba casi rapado a navaja en esos par
ticulares; pero, al cabo, había tenido trato de gentes por razón
de su empleo y tenía oído que en una casa la señora debe ser siem
pre la persona más atendida de propios y extraños; por lo cual,
viendo desocupado un hueco en el canapé donde se sentaba
entre otras amigas la capitana, allá se coló y allí dio fondo junto
a ella, sin más trabajo que el de removerse algo para agrandar
la plaza en que no encajaban bien sus anchas posaderas. Y
allí se estaba, algo oprimido y molestando un poco a sus colate
rales, pero, al cabo, como un señor y sin meterse con nadie.
O. Cuando entró Ligo con gran estruendo de tacones y re
soplidos y mucho zarandeo de arboladura, el amo de casa en
tretenía como Dios y su impaciencia le daban a entender, aque
llos ratos fastidiosos; Andrea hablaba con las señoras; Sama,
cansado de voltear la gorra, se había puesto de codos sobre
los muslos y se divertía en meter escupitinas, a plomo, por
la juntura de dos tablas del suelo; Madruga, con el pie izquier
do descansando sobre la rodilla derecha, muy tirado el cuerpo
hacia atrás, con una mano entre las solapas del chaquetón y
en la otra la gorra, escuchaba con una atención tan afectada
mente grave que resultaba cómica lo poco que en serio se le
ocurría a Bitadura, y el capitán Nudos, a juzgar por la cara
que ponía, le estaba pidiendo a Dios que le inspirara un modo
de salir cuanto antes de aquellas estrecheces.
P. Por entrar Ligo y observar el cuadro, se ratificó en su
creeciea de que aquellos hombres no valían para el trance en
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que estaban metidos y sospechó que las señoras se aburrían.
Él lo iba a arreglar todo dando una lección de cortesía y trave
sura elegante a sus camaradas y un poco de amenidad a la
visita, para recreo de las señoras. ¡Y allá va! Apóstrofe a éste,
palmoteo sobre la espalda del otro, indirectas a Bitadura, chico
leos a la capitana, fineza por aquí, galantería por allá, cómo
se las arreglaría el bueno de Ligo y de qué calidad serían sus
discreciones y amenidades que, antes de que pensara en sentarse
en la silla que arrastraba de un lado para otro mientras hablaba
y se revolvía dentro del corro, ya no quedaba en la sala una
señora y salía detrás de la última la capitana con las mejillas
coloradas y mordiéndose los labios de risa.
Q. En cuanto se vieron solos los cinco marinos, Bitadura
cayó sobre su compañero, el del sofá, que comenzaba a desa
rrugar la faz y a desentumecerse, diciéndole, mientras le abru
maba a resobones:
— ¡Osio, M acario..., desínflate ya, hijo, que tienes la cara
como una ufía!
A lo que añadió Ligo:
— ¡Si él no se metiera en manipulencias que no entiende!...
—Para manipulencias y pitifanesl3, tú —objetó Madruga
muy serio.
—Ya se ve que sí —repuso Ligo—. Aquí hay aparejo para
navegar en todas aguas, lo mismo de aligóte que de pitiminí.
Y si no, mira cómo se desguarnían de risa las señoras, que
estaban cuando yo entré como en el cuarto de oración... ¡Na,
hombre, que sois toninas de la mar y no más que eso!...
R. Y por aquí siguió la porfía; y al ruido del tiroteo y
de las carcajadas perdió Sama el respetillo que le infundía la
presencia de Bitadura, que, al cabo, era su capitán; largó una
sopimpa de cornetín, remedándole con los puños y con la voz,
y cata a los cuatro restantes bailándola como los mismos negros
de Cuba. Y no jugaron después a p a so 14 o al soleto15 porque
16 Ironía del autor contra las preocupaciones políticas del ciudadano medio.
Don José María defendió la idea de un patemalismo político, del que hizo
tesis en Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879).
* * *
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siglo XIX que, además, ajustaban con frecuencia la extensión
de tales capítulos al espacio que el periódico consagraba a la
literatura creativa. En efecto, era muy frecuente entonces que
las novelas, antes que en libro, aparecieran impresas por entre
gas en folletón.
Dada la amplitud del capítulo seleccionado, que es el VII,
identificaremos en él mediante letras mayúsculas, y en su caso
índices numéricos adicionales, fragmentos sucesivos según crite
rio de pura conveniencia práctica. En cuanto al título, LOS
‘MARINOS’ DE ENTONCES, adelanta ya algo que la mera
lectura del capítulo ratifica: su carácter de narración costum
brista relativamente autónoma, con leve incidencia en el desa
rrollo de la historia central que Sotileza narra, fenómeno que
no es ajeno a otros capítulos de la misma novela. En efecto,
nada hay aquí de la intriga central de la obra, ni de la protago
nista que le da título, la hermosa huérfana del pescador Mueles
en torno a la cual se trenza una trama amorosa en la que
se enfrentan tres jóvenes de muy diferentes características, el
deforme Muergo, el marinero Cleto, y Andrés, hijo del capitán
Pedro Colindres, alias Bitadura.
Precisamente el capítulo que comentamos está centrado en
este último personaje, tomado aquí como arquetipo para trazar
un retrato genérico de los viejos marinos montañeses (su hijo
Andrés parece sucintamente descrito en H y como objeto de
una conversación en V). De ahí la autonomía de la que hablá
bamos, que hace en cierto modo similar el planteamiento de
este capítulo de Sotileza al de las piezas que el propio Pereda
había reunido en libros anteriores de carácter misceláneo y cor
te costumbrista como Escenas montañesas (1864), Tipos y pai
sajes (1871) o Esbozos y rasguños (1881).
En las primeras líneas de A 1 se establece, no obstante, un
enlace con el capítulo anterior, muy importante para el desarro
llo de la historia de Silda o Sotileza, pues en él el Cabildo
de pescadores decidía encomendar su tutela a la familia de Me-
chelín y Sidora, liberándola de la tiranía de sus tutores prece
dentes, Mocejón y Sargüeta. Pero, ya en relación al núcleo
de nuestro comentario, desde ese comienzo se hacen patentes
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enseguida signos inequívocos que nos permiten identificar ia
forma de modalización a la que el capítulo se somete.
Me refiero a la presencia de un Lector explícito —«Aunque
el lector de ultrapuertos quisiera permanecer un ratito en el
Paredón después de terminado el Cabildo...»— que es interpe
lado por un Autor implícito representado que se dirige a él
con autoridad e insistencia: «Aunque en la contemplación de
éste y del otro espectáculo quiera detenerse, repito, el susodicho
lector de ultrapuertos (...) aún nos queda tiempo sobrado para
llegar, poco a poco, a la calle de San Francisco (...) y penetrar,
con la debida licencia, en la casa del capitán de la Montañesa,
don Pedro Colindres...».
La presencia de esta voz del Autor implícito representado,
que desempeña las funciones que enseguida comentaremos, jun
to a la perspectiva privilegiada desde la que se describe y relata,
sin que nada limite las prerrogativas del narrador, son datos
suficientes para concluir que nos encontramos ante una clarísi
ma modalización de Omnisciencia autorial. No nos debe con
fundir, a este respecto, el que el Autor implícito representado
se manifieste en primera persona a la hora de establecer esa
constante comunicación unidireccional con el Lector explícito,
al que califica además como forastero —«de ultrapuertos»—,
esto es, ajeno al conocimiento del mundo santanderino que
se recrea. Como ya quedó apuntado en nuestro capítulo inicial,
en la Omnisciencia autorial la tercera persona es sustituida por
la primera cuando esa voz imperiosa supera y anula a la del
narrador, lo que no empece que sea aquélla y no ésta la confi-
guradora fundamental del discurso.
Realmente, ninguna de las dos posibilidades modalizadoras
del Yo protagonista y el Yo testigo cabe aquí. Ese Autor implí
cito representado no es un elemento intradiegético, sino que
se sitúa por encima de la historia que comenta a su Lector
explícito. No es, en modo alguno, un protagonista al mismo
nivel de Sotileza, Muergo, Cleto o Bitadura. Pero tampoco un
testigo —aunque Pereda juegue con tal sugerencia en el prólogo
de la novela y ciertas alusiones esporádicas en el cuerpo de
la narración—, pues su grado de conocimiento de la historia
y sus personajes trasciende por completo lo que el más informa
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se percibe en este comentario de C 6: «Estaba hecha a poco
la pretendida, porque en aquel tiempo aún no había clases y
apenas gastaban seda las chicas solteras de más de siete familias
de Santander».
Se cumple, asimismo, aquí con la función hermenéutica, pu
ramente interpretativa, del Autor implícito representado. Repá
rese, por ejemplo, en el fragmento C 4, en el que su interpela
ción al Lector explícito «de tierra adentro» va encaminada a
justificar el por qué del sistemático uso que el narrador hace
de motes para nombrar a los personajes. Pero es en la última
página del capítulo donde esto se hace más patente (fragmento
Y). En ella, la voz del narrador que ha predominado en los
párrafos inmediatamente anteriores (U, V, W y X ) es reempla
zada una vez más por la del Autor implícito representado que
resume el sentido de todo el cuadro costumbrista en forma
de lo que la Retórica llamaba Epifonema, es decir, una frase
enfática, con frecuencia exclamativa, en la que se sintetiza el
sentido profundo de un discurso previo.
En Y hay, efectivamente, una exclamación, mediante la cual
se pondera la grandeza presente en la sencillez y humildad de
los viejos marinos cántabros, y una interrogación, que apela
obviamente al lector, reclamando de él anuencia para justificar
la dignidad literaria —épica incluso— del pormenorizado relato
de sus costumbres.
Por lo demás, la omnisciencia del narrador es asimismo pa
tente en este capítulo en donde el discurso indirecto lo ocupa
todo, apenas dejando lugar para la presentación directa de las
conversaciones y pensamientos de los personajes. Son excepcio
nales los párrafos de diálogo, breves y escasamente funcionales
para el desarrollo de la situación. En D Bitadura y su mujer
se intercambian sendas líneas; en Q la conversación entre el
capitán recién llegado de una larga travesía y sus camaradas
que acuden a saludarle da tan sólo para cuatro frases. Y es
digno de reseñar que en K, tras unas ráfagas de estilo directo
en U, sea el narrador el que indirectamente nos resuma el desa
rrollo de la conversación de sobremesa, en vez de dar paso
a las voces de los propios interlocutores, que enriquecerían así
dialógicamente el discurso, mediante la inclusión de los colo-
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anterior. Efectivamente, la misma mañana del domingo en que
se reúne el Cabildo en el Paredón es la que el narrador elige
para presentarnos al capitán Bitadura como ejemplo de «los
‘marinos* de entonces». Así se percibe en el fragmento A 1,
en el que se abandona el enfoque de la taberna del tío Sevilla,
donde los asistentes al Cabildo recuperan fuerzas al final de
éste, para trasladar la perspectiva narradora «a la calle de San
Francisco (...) y penetrar, con la debida licencia, en casa del
capitán de la Montañesa, don Pedro Colindres (...) en el instan
te de llegar con su señora y su hijo de la misa de once de
la Compañía».
Mas desde este punto del tiempo de la historia, y cuando
la voz narradora parecía iniciar el retrato del personaje en A
2, se produce inmediatamente una anacronía de índole retros
pectiva, anunciada por una nueva intervención metanarrativa
en B. En efecto, el Autor implícito representado anuncia que
tomará la figura ab ovo, es decir, desde muy atrás, y no oculta
que con ello más que servir a la economía de la novela y a
su argumento central, trazará a partir de un individuo la des
cripción de todo un tipo: «Procuraré ser breve, pero, aunque
no lo consiga, no se apure [el lector explícito], pues esta digre
sión, además del fin inmediato que lleva, ha de ahorrarnos
otras por el estilo, despejándonos el terreno en que vamos a
entrar; porque la especie abunda en ejemplares y ab uno disce
omnes».
Comienza, por tanto, en C 1 esa anunciada retrospección,
que nos lleva hasta la infancia de Pedro Colindres, cuando aban
donó la escuela. Como el personaje es ya un hombre maduro,
según se revela en E («A pesar de ello y de tener muy rebasados
los cuarenta cuando el lector le ha conocido...»), el alcance de
esta analepsis es de en tomo a cuatro decenios, lo mismo que
su amplitud, pues ese salto anacrónico avanza en el tiempo de
la vida de Bitadura hasta enlazar, en la secuencia / , con el
momento del presente o relato primario, tras media docena de
páginas retrospectivas: «El lector y yo llegamos en el momento
en que el capitán largaba los guantes y la cacimba sobre una
cómoda, y su mujer, después de plegar la mantilla y el pañolón
de seda los guardaba en un tirador del propio mueble».
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La analepsis atiende, pues, al período de aprendizaje del Pe
dro Colindres adolescente, en el Consulado de Santander, la
escuela de náutica, y ya como m ozo de abordo en navios que
hacían la ruta de Cuba. Luego, tras exámenes en El Ferrol,
su personalidad profesional se va afianzando al tiempo que su
mote marinero de Bitadura. Sigue el relato sucinto de su no
viazgo con Andrea, y su boda poco antes de su ascenso al
empleo de capitán, posición que, pasado el tiempo, le pondrá al
frente de la Montañesa, «uno de los mejores barcos de Santan
der», con el que acababa de regresar de un periplo la víspera
del domingo del que la narración partía.
Pero la analepsis propiamente dicha incluye la mañana de
ese mismo día hasta el regreso de la familia a casa. En F,
G y / / , por ejemplo, se describe el trayecto seguido por los
Colindres para llegar a la misa de once, así como las galas
vestimentarias de Pedro y su esposa. Igualmente en / la salida
de la iglesia y la vuelta a casa, de manera que, como ya quedó
apuntado, el punto en que se cierra la retrospección es el co
rrespondiente a la secuencia 7, que enlaza por ello con A / .
A partir de este momento, el relato se vuelve lineal, pues
avanza progresivamente narrando la llegada de visitas que quie
ren saludar al capitán recién desembarcado (ÁT, L , LL), y de
sus invitados (A/, N, Ñ, O y P), el primer momento en que
Bitadura se encuentra por fin a solas con sus compañeros de
profesión (Q y /?), el almuerzo consiguiente (T, U, V y W)y
y finalmente, una sobremesa demorada «hasta la hora de irse
a correr un largo a la Alameda de Becedo» (X ).
En cuanto al otro factor de la temporalización narrativa,
además del orden que acabamos de analizar, son de notar algu
nos aspectos de interés. Se trata, por supuesto, del ritmo con
el que el relato es llevado, que no resulta uniforme a lo largo
del capítulo que comentamos.
Como ya destacábamos, la reiterada presencia de la voz del
Autor implícito representado trae consigo frecuentes pausas di
gresivas, de naturaleza metanarrativa, hermenéutica o ideológi
ca. Por el contrario, no abundan las descripciones, salvo las
apuntadas a propósito de la vestimenta de los protagonistas
en F y H y la que de la sala de su casa se hace en K . En
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cuanto al espacio exterior, apenas si se repara en él, a no ser
en el programa descriptivo que el Autor implícito menciona en
A 1 para no cumplirlo por la urgencia de abandonar, junto
con el Lector explícito, el barrio Alto donde está el Paredón
y trasladarse a la calle de San Francisco donde vive Bitadura.
Tampoco hay escenas, pues el diálogo es escaso, por esa
tiranía que la voz del Autor implícito y el narrador mantienen
a costa del dialogismo que aportaría una mayor intervención
oral de los personajes por sí mismos. Pero lo que sí se percibe
con nitidez es la diferente «velocidad» con que se desarrolla
la narración del relato primario y la analepsis que surge en
relación a él. Esta mantiene un ritmo muy rápido, que permite
avanzar los cuarenta años aproximados de su amplitud en seis
o siete páginas. En contraposición un espacio textual equivalen
te es ocupado por las horas comprendidas entre el regreso de
la misa de once y la hora del paseo vespertino con cuya alusión
concluye el capítulo.
En la analepsis es, así, apreciable el procedimiento agilizador
del resumen al principio de E\ «Cuando ya tenía un hijo de
tres años, le dieron el mando de la Montañesa (...) Como no
era lerdo, se acostumbró primero al trato de gentes que al
uso de las prendas finas. Llegó a ser un capitán de los más
atractivos para los pasajeros». En pocas líneas se adelanta la
historia en tres años más el período de consolidación de Bitadu
ra en su nuevo empleo. Por el contrario, en la última página
correspondiente al relato básico se omite, mediante elipsis, un
cierto período del tiempo de la historia, lo que favorece el
tratamiento demorado que se había seguido en relación a los
momentos precedentes. En W, concluida la comida y retirados
Andrea y su hijo, «quedáronse los marineros mejor que que
rían». Tras un punto y aparte, ya en el fragmento que identifi
camos por !a letra X , el salto temporal se resuelve de la forma
siguiente: «Una hora después Madruga bailaba el Cucuyé con
Ligo y, un poco más tarde, a instancias del anfitrión, su piloto,
provisto de un cuchillo y una servilleta retorcida, cantaba y
representaba el Sama-la-culé (precisamente por representar esto
tan a la perfección se le había puesto el mote que llevaba),
haciéndole el coro y ayudándole en la escena todos los demás...».
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Con lo dicho no queda, de todas formas, agotado el estudio
de la temporalización en este capítulo de Sotileza. Hemos deja
do para el final de nuestro comentario el análisis de un nivel
temporal de características muy particulares, íntimamente vin
culado, por lo demás, a la naturaleza de la modalización predo
minante, no sólo en «Los ‘marinos’ de entonces» sino también
en todo el conjunto de esta novela perediana.
Me refiero al plano que instaura en el discurso la voz del
Autor implícito representado cuando ejerce las funciones meta-
narrativas a las que nos hemos referido ya con anterioridad.
Ese plano parece corresponder al momento de la enunciación
por parte del Autor implícito, y está marcado por el empleo
del presente de indicativo. Así en A 1: « ... que todo eso y
mucho más que no digo...», «...aún nos queda tiempo sobrado
para llegar, poco a poco, a la calle de San Francisco..». Tam
bién en A 2 —«Y quiero que sea éste el momento de nuestra
presentación a él...» — y B: « ... necesito tomar esta figura des
de más atrás...».
La clave para ubicar correctamente todo este conjunto de
fenómenos en los que la modalización omnisciente editorial pa
rece reclamar la existencia de un corte temporal distinto al del
relato primario —el domingo de la familia Colindres— y la
analepsis —la historia de Bitadura— se nos manifiesta un poco
más adelante, concretamente en el fragmento o secuencia C 4.
En efecto, después de un párrafo inicial asumido por la voz
del narrador, el Autor implícito interviene para justificar el
empleo de motes para nombrar a los personajes: «Y aprovecho
esta oportunísima ocasión para advertir a los lectores de tierra
adentro, persuadidos quizá de que es un capricho mío la coinci
dencia de que casi todos los personajes que van apareciendo
hasta ahora en este libro tengan un mote por nombre, que
no hay tal capricho ni cosa que lo parezca».
La respuesta está en las palabras que he subrayado, que apun
tan hacia la justificación fenoménica del texto que estamos le
yendo. De hecho, se está sugiriendo un reflejo interno de la
situación empírica por la que un escritor real produce una escri
tura que piensa comunicar a futuros lectores. De ahí la clamo
rosa ingerencia de un Autor implícito representado que una
106 y otra vez se dirige a los Lectores explícitos en relación al
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mensaje narrativo propiamente dicho. Esa posición enunciadora
implica la existencia de una referencia temporal correspondien
te, heterodiegética porque no pertenece a la historia que se
cuenta, sino al momento en que es contada por un emisor
nostálgico. De hecho, tanto en el prólogo como a lo largo
de los distintos capítulos de Sotileza hay algunos indicios de
una considerable distancia temporal entre lo que se narra y
la perspectiva del que lo narra y del que lo comenta. Sin ir
más lejos, el propio título del capítulo sobre el que trabajamos
da fe de ello: Bitadura es un arquetipo de «los marinos de
entonces», no de los del ahora del narrador y autor implícito.
Una frase de C 6 ya comentada nos confirma en tal hipótesis:
«en aquel tiempo aún no había clases». A la referencia del
paratexto se vuelve en T: «A Bitadura y a todos los Bitaduras
d e entonces les teman estas cosas sin cuidado».
Reconozcamos, pues, la existencia de ese tercer plano tempo
ral, que no se corresponde con ningún momento de la historia,
sino que está vinculado a las características modalizadoras del
discurso, en concreto a la instancia de la enunciación narrativa
representada por el Autor implícito y la fenomenicidad con que
se quiere justificar la existencia de lo que se enuncia como tal
texto, como tal libro. Se trata, no obstante, de una fenomenici
dad no totalmente conseguida, pues entre otros requisitos carece
de ese elemento decisivo a estos efectos que es el narratorio,
aquel destinatario interno que justifica con su demanda o curio
sidad la escritura del discurso. En la esfera de la recepción inma
nente hemos visto cómo aquí predomina otra posibilidad de me
nor trascendencia estructural, pues deriva de la propia existencia
de un Autor implícito representado: el Lector explícito.
Concluyamos: el capítulo VII de Sotileza nos proporciona
un ejemplo arquetípico de modalización omnisciente editorial
y de temporalización anacrónica retrospectiva. Entre ambos ele
mentos compositivos hemos detectado, además, interesantes co
nexiones. Todo ello se acomoda a la perfección al tono nostál
gico propio de un determinado registro ultraconservador que
se da en el género de costumbres. De hecho, el capítulo goza
de una considerable autonomía en relación al resto de la novela
perediana y se ajusta con bastante precisión al modelo genérico
del retrato costumbrista.
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COMENTARIO TERCERO:
La Regenta de Leopoldo Alas, Clarín.
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A ,. Al día siguiente, 27 de Diciembre, don Víctor y Frígi-
lis debían tomar el tren de Roca Tajada a las ocho cincuenta
para estar en las Marismas de Palomares a las nueve y media
próximamente. Algo tarde era para comenzar la persecución
de los patos y alcaravanes, pero no había de establecer la em
presa un tren especial para los cazadores. Así que se madrugaba
menos que otros años. Quintanar preparaba su reloj desperta
dor de suerte que le llamase con un estrépito horrísono a las
ocho en punto. En un decir Jesús se vestía, se lavaba, salía
al Parque donde solía esperar dos o tres minutos a Frígilis,
si no le encontraba ya allí, y en esto y en el viaje a la estación
se empleaba el tiempo necesario para llegar algunos minutos
antes de la salida del tren mixto.
A 2. De un sueño dulce y profundo, poco frecuente en él,
despertó Quintanar aquella mañana con más susto que solía,
aturdido por el estridente repique de aquel estertor metálico,
rápido y descompasado. Venció con gran trabajo la pereza,
bostezó muchas veces, y al decidirse a saltar del lecho no lo
hizo sin que el cuerpo encogido protestara del madrugón impor
tuno. El sueño y la pereza le decían que parecía más temprano
que otros días, que el despertador mentía como un deslengua
do, que no debía de ser ni con mucho la hora que la esfera
rezaba. No hizo caso de tales sofismas el cazador, y sin dejar
de abrir la boca y estirar los brazos se dirigió al lavabo y de
buenas a primeras zambulló la cabeza en agua fría. Así contes
taba don Víctor a las sugestiones de la mísera carne que preten
día volverse a las ociosas plumas.
A 3. Cuando ya terna las ideas más despejadas, reconoció
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imparcialmente que la pereza aquella mañana no se quejaba
de vicio. «Debía de ser en efecto bastante más temprano de
lo que decía el reloj. Sin embargo, él estaba seguro de que
el despertador no adelantaba y de que por su propia mano
le había dado cuerda y puéstole en la hora la mañana anterior.
Y con todo, debía de ser más temprano de lo que allí decía;
no podían ser las ocho, ni siquiera las siete, se lo decía el
sueño que volvía, a pesar de las abluciones, y con más autori-
.dad se lo decía la escasa luz del día.» «El orto del sol hoy
debe de ser a las siete y veinte, minuto arriba o abajo; pues
bien, el sol no ha salido todavía, es indudable; cierto que la
niebla espesísima y las nubes cenicientas y pesadas que cubren
el cielo hacen la mañana muy oscura, pero no importa, el sol
no ha salido todavía, es demasiada oscuridad ésta, no deben
de ser ni siquiera las siete.» No podía consultar el reloj de
bolsillo, porque el día anterior al darle cuerda le había encon
trado roto el muelle real.
B. «Lo mejor será llamar.»
Salió a los pasillos en zapatillas.
— ¡Petra! ¡Petra! —dijo, queriendo dar voces sin hacer ruido.
—Petra, Petra... ¡Qué diablos! cómo ha de contestar si ya
no está en casa... la picara costumbre, el hombre es un animal
de costumbres.
Suspiró don Víctor. Se alegraba en el alma de verse libre
de aquel testigo y semivíctima de sus flaquezas; pero, así y
todo, al recordar ahora que en vano gritaba «¡Petra!», sentía
una extraña y poética melancolía. ¡Cosas del corazón humano!
—¡Servanda! ¡Servanda! ¡Anselmo! ¡Anselmo! Nadie respon
día.
—No hay duda, es muy temprano. No es hora de levantarse
los criados siquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelantado
el reloj...? ¡Dos relojes echados a perder en dos días...! Cuan
do entra la desgracia por una casa...
C. Don Víctor volvió a dudar. ¿No podían haberse dormido
los criados? ¿No podía aquella escasez de luz originarse de
la densidad de las nubes? ¿Por qué desconfiar del reloj si nadie
había podido tocar de él? ¿Y quién iba a tener interés en ade-
112 lantarse? ¿Quién iba a permitirse semejante broma? Quintanar
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pasó a la convicción contraria; se le antojó que bien podían
ser las ocho, se vistió deprisa, cogió el frasco del anís, bebió
un trago según acostumbraba cuando salía de caza aquel enemi
go mortal del chocolate, y echándose al hombro el saco de
las provisiones, repleto de ricos fiambres, bajó a la huerta por
la escalera del corredor, pisando de puntillas, como siempre,
por no turbar el silencio de la casa. «Pero a los criados ya
los compondría él a la vuelta. ¡Perezosos! Ahora no había tiempo
para nada... Frígilis debía de estar ya en el Parque esperándole
impaciente...»
—Pues señor, si en efecto son las ocho no he visto día más
oscuro en mi vida. Y sin embargo, la niebla no es muy densa...
n o... ni el cielo está muy cargado... No lo entiendo.
D ,. Llegó Quintanar al cenador que era el lugar de cita...
¡Cosa más rara! Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el Par
que...? Se echó la escopeta al hombro, y salió de la glorieta.
En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezara,
dio tres campanadas.
Don Víctor se detuvo pensativo, apoyó la culata de su esco
peta en la arena húmeda del sendero y exclamó:
— ¡Me lo han adelantado! ¿Pero quién? ¿Son las ocho menos
cuarto o las siete menos cuarto? ¡Esta oscuridad...!
D 2. Sin saber por qué sintió una angustia extraña, «tam
bién él tenía nervios por lo visto». Sin comprender la causa,
le preocupaba y le molestaba mucho aquella incertidumbre.
«¿Qué incertidumbre? Estaba antes obcecado; aquella luz no
podía ser la de las ocho, eran las siete menos cuarto, aquello
era el crepúsculo matutino, ahora estaba seguro... Pero enton
ces, ¿quién le había adelantado el despertador más de una hora?
¿Quién y para qué? Y sobre todo, ¿por qué este accidente
sin importancia le llegaba tan adentro?, ¿qué pretendía?, ¿por
qué creía que iba a ponerse m alo...?»
E ,. Había echado a andar otra vez; iba en dirección a la
casa, que se veía entre las ramas deshojadas de los árboles,
apiñados por aquella parte. Oyó un ruido que le pareció el
de un balcón que abrían con cautela; dio dos pasos más entre
los troncos que le impedían saber qué era aquello, y al fin
vio que cerraban el balcón de su casa y que un hombre que
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parecía muy largo se descolgaba, sujeto a las barras y buscando
con los pies la reja de una ventana del piso bajo para apoyarse
en ella y después saltar sobre un montón de tierra.
«El balcón era el de Anita.»
E 2. El hombre se embozó en una capa de vueltas de gra
na y esquivando la arena de los senderos, saltando de uno
a otro cuadro de flores, y corriendo después sobre el césped a
brincos, llegó a la muralla, a la esquina que daba a la calleja
de Traslacerca; de un salto se puso sobre una pipa medio podri
da que estaba allí arrinconada, y haciendo escala de unos restos
de palos de espaldar clavados entre la piedra, llegó, gracias
a unas piernas muy largas, a verse a caballo sobre el muro.
E 3. Don Víctor le había seguido de lejos, entre los árbo
les; había levantado el gatillo de la escopeta sin pensar en ello,
por instinto, como en la caza, pero no había apuntado al fugiti
vo. «Antes quería conocerle.» No se contentaba con adivinarle.
A pesar de la escasa luz del crepúsculo, cuando aquel hombre
estuvo a caballo en la tapia, el dueño del Parque ya no pudo
dudar.
«¡Es Alvaro!» pensó don Víctor, y se echó el arma a la cara.
F. Mesía estaba quieto, mirando hacia la calleja, inclinado
el rostro, atento sólo a buscar las piedras y resquicios que le
servían de estribos en aquel descendimiento.
«¡Es Alvaro!» pensó otra vez don Víctor, que tenía la cabeza
de su amigo al extremo del cañón de la escopeta.
«Él estaba entre árboles; aunque el otro mirase hacia el Par
que no le vería. Podía esperar, podía reflexionar, tiempo había,
era tiro seguro; cuando el otro se moviera para descolgarse...
entonces.»
«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no se podía vivir,
con aquel cañón que pesaba quintales, mundos de plomo y
aquel frío que comía el cuerpo y el alma no se podía vivir...
Mejor suerte hubiera sido estar al otro extremo del cañón, allí
sobre la tapia... Sí, sí; él hubiera cambiado de sitio. Y eso
que el otro iba a morir.»
«Era Alvaro, ¡y no iba a durar un minuto! ¿Caería en el
Parque o a la calleja...?»
114 G. No cayó; descendió sin prisa del lado de Traslacerca,
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tranquilo, acostumbrado a tal escalo, conocido ya de las pie
dras del muro. Don Víctor le vio desaparecer sin dejar la punte
ría y sin osar mover el dedo que apoyaba en el gatillo; ya
estaba Mesía en la calleja y su amigo seguía apuntando al cielo.
— ¡Miserable!, ¡debí matarle! —gritó don Víctor cuando ya
no era tiempo; y como si le remordiera la conciencia, corrió
a la puerta del Parque, la abrió, salió a la calleja y corrió hacia
la esquina de la tapia por donde había saltado su enemigo.
N o se veía a nadie. Quintanar se acercó a la pared y vio en
sus piedras y resquicios la escalera de su deshonra.
H. «Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora no veía más
que eso; ¡y cuántas veces había pasado por allí sin sospechar
que por aquella tapia se subía a la alcoba de la Regenta!»
Volvió al Parque; reconoció la pared por aquel lado. La pipa
medio podrida arrimada al muro, como al descuido, los palos
del espaldar roto formaban otra escala; aquélla la veía todos
los días veinte veces y hasta ahora no había reparado lo que
era: ¡una escala! Aquello le parecía símbolo de su vida: bien
claras estaban en ella las señales de su deshonra, los pasos
de la traición; aquella amistad fingida, aquel sufrirle comedias
y confidencias, aquel malquistarle con el señor Magistral... todo
aquello era otra escala y él no la había visto nunca, y ahora
no veía otra cosa.
«¿Y Ana? ¡Ana! Aquélla estaba allí, en casa, en el lecho;
la tenía en sus manos, podía matarla, debía matarla. Ya que
al otro le había perdonado la vida... por horas, nada más que por
horas, ¿por qué no empezaba por ella? Sí, sí, ya iba, ya iba;
estaba resuelto, era claro, había que matar, ¿quién lo dudaba?
pero antes... antes quería meditar, necesitaba calcular... sí, las
consecuencias del delito... porque al fin era delito... Ellos eran
unos infames, habían engañado al esposo, al am igo... pero él
iba a ser un asesino, digno de disculpa, todo lo que se quiera,
pero asesino.»
I. Se sentó en un banco de piedra. Pero se levantó en segui
da: el frío del asiento le había llegado a los huesos; y sentía
una extraña pereza su cuerpo, un egoísmo material que le pare
ció a don Víctor indigno de él y de las circunstancias. Tenía
mucho frío y mucho sueño; sin querer, pensaba en esto con
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claridad, mientras las ideas que se referían a su desgracia, a
su deshonra, a su vergüenza, se mostraban reacias, huían, se
confundían y se negaban a ordenarse en forma de raciocinio.
Entró en el cenador y se sentó en una mecedora. Desde allí
se veía el balcón de donde había saltado don Alvaro.
El reloj de la catedral dio las siete.
J |. Aquellas campanadas fijaron en la cabeza aturdida de
Quintanar la triste realidad... «Le habían adelantado el reloj.
¿Quién? Petra, sin duda Petra. Había sido una venganza. ¡Oh!
una venganza bien cumplida. Ahora le parecía absurdo haber
tomado la poca luz del alba por día nublado. Y si Petra no
hubiera adelantado el reloj o si él no lo hubiese creído, tal
vez ignoraría toda la vida la desgracia horrible... aquella des
gracia que había acabado con la felicidad para siempre. La
pereza de ser desgraciado, de padecer, unida a la pereza del
cuerpo que pedía a gritos colchones y sábanas calientes, entu
mecían el ánimo de don Víctor, que no quería moverse, ni
sentir, ni pensar, ni vivir siquiera. La actividad le horrorizaba...
¡Oh, qué bien si se parase el tiempo! Pero, no, no se paraba;
corría, le arrastraba consigo; le gritaba: muévete; haz algo, tu
deber; aquí de tus promesas, mata, quema, vocifera, anuncia
al mundo tu venganza, despídete de la tranquilidad para siem
pre, busca energía en el fondo del sueño, de los bostezos arran
ca los apostrofes del honor ultrajado, representa tu papel, aho
ra te toca a ti, ahora no es Perales quien trabaja, eres tú,
no es Calderón quien inventa casos de honor, es la vida, es
tu picara suerte, es el mundo miserable que te parecía tan ale
gre, hecho para divertirse y recitar versos... Anda, anda, corre,
sube, mata a la dama, después desafía al galán y mátale tam
bién... no hay otro camino. ¡Y a todo esto sin poder menear
pie ni mano, muerto de sueño, aborreciendo la vigilia que pre
sentaba tales miserias, tanta desgracia, que iba a durar ya siem
pre!»
J 2. «Pero había llegado la suya. Aquél era su drama de
capa y espada. Los había en el mundo también. ¡Pero qué
feos eran, qué horrorosos! ¿Cómo podía ser que tanto deleita
sen aquellas traiciones, aquellas muertes, aquellos rencores en
116 verso y en el teatro? ¡Qué malo era el hombre! ¿Por qué re
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crearse en aquellas tristezas cuando eran ajenas, si tanto dolían
cuando eran propias? ¡Y él, el miserable, hombre indigno, co
barde, estaba filosofando y su honor sin vengar todavía...! ¡Ha
bía que empezar, volaba el tiempo! ¡Otro tormento!, ¡el orden
de la función, el orden de la trama! ¿Por dónde iba a empezar,
qué iba a decir; qué iba a hacer, cómo la mataba a ella, cómo
le buscaba a él?»
K ,. El reloj de la catedral dio las siete y media.
De un brinco se puso Quintanar en pie.
— ¡Media hora! media hora en un minuto; y no he oído
el cuarto...
«Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto...»
Don Víctor tuvo conciencia clara de que su voluntad estaba
inerte, no podía resolver. Se despreció profundamente, pero
más profundo que el desprecio fue el consuelo que sintió al
comprender que no tenía valor para matar a nadie, así, tan
de repente.
—O subo y la mato ahora mismo, antes que llegue Tomás,
o ya no la mato hoy...
K2. Volvió a caer sentado en la mecedora, y aliviada su
angustia con la laxitud del ánimo, que ya no luchaba con la
impotencia de la voluntad, recobró parte de su vigor el senti
miento, y el dolor de la traición le pinchó por la vez primera
con fuerza bastante para arrancarle lágrimas.
Lloró como un anciano, y pensó en que ya lo era. Jamás
se le había ocurrido tal idea. Su temperamento le engañaba,
fingiendo una juventud sin fin; la desgracia al herirle de repente
le desteñía, como un chubasco, todas las canas del espíritu.
«Ay, sí, era un pobre viejo; un pobre viejo, y le engañaban,
se burlaban de él. Llegaba a la edad en que iba a necesitar
una compañera, como un báculo... y el báculo se le rompía
en las manos, la compañera le hacía traición, iba a estar solo...
solo; le abandonaban la mujer y el am igo...»
K3. El dolor, la lástima de sí mismo, trajeron a su pensa
miento ideas más naturales y oportunas que las que despertara,
entre fantasmas de fiebre y de insomnio, la indignación contra
hecha por las lecturas románticas y combatida por la pereza,
el egoísmo y la flaqueza del carácter.
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No sentía celos, no sentía en aquel momento la vergüenza
de la deshonra, no pensaba ya en el mundo, en el ridículo
que sobre él caería; pensaba en la traición, sentía el engaflo
de aquella Ana a quien había dado su honor, su vida, todo.
¡Ay, ahora veía que su cariño era más hondo de lo que él
mismo creyera; queríala más ahora que nunca, pero claramente
sentía que no era aquel amor de amante, amor de esposo ena
morado, sino como de amigo tierno, y de padre... sí, de padre
dulce, indulgente y deseoso de cuidados y atenciones!
K4. «¡Matarla!, eso se decía pronto, ¡pero matarla...! Bah,
bah... los cómicos matan en seguida, los poetas también, por
que no matan de veras... pero una persona honrada, un cristia
no no mata así, de repente, sin morirse él de dolor, a las
personas a quien vive unido con todos los lazos del cariño,
de la costumbre... Su Ana era como su hija... Y él sentía su
deshonra como la siente un padre; quería castigar, quería ven
garse, pero matar era mucho. No, no tendría valor ni hoy
ni mañana, ni nunca, ¿para qué engañarse a sí mismo? Mata
el que se ciega, el que aborrece, él no estaba ciego, no aborre
cía, estaba triste hasta la muerte, ahogándose entre lágrimas
heladas; sentía la herida, comprendía todo lo ingrata que era
ella, pero no la aborrecía, no quería, no podría matarla. Al
otro sí; Alvaro tenía que morir; pero frente a frente, en duelo,
no de un tiro, no; con una espada lo mataría, aquello era
más noble, más digno de él. Frígilis terna que encargarse de
todo. Pero ¿cuándo?, ¿ahora?, ¿en cuanto llegase? N o... tam
poco se atrevía a decírselo así, de repente. Después de hablar
con alma humana de tan vergonzoso descubrimiento, ya no
había modo de volverse atrás, esto es, de cambiar de resolu
ción, de aplazar ni modificar la venganza. En cuanto alguien
lo supiera había que proceder deprisa, con violencia; lo exigía
así el mundo, las ideas del honor; él era al fin un marido
burlado... Y a ella habría que llevarla a un convento. Y él,
él se volvería a su tierra, si no le mataba Mesía; se escondería
en La Almunia de don Godino.»
L. Al llegar aquí se acordó el infeliz esposo que Ana, meses
118 antes, le proponía un viaje a La Almunia. «¡Tal vez si él hubie-
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mucho. Cualquier cosa que hiciera ¡iba a ser tan grave!» Le
acongojaba la idea de la inmensa responsabilidad de sus próxi
mos actos. El sentir que de su voluntad siempre tornadiza,
impresionable y débil iban ahora a depender sucesos tan impor
tantes, la suerte de varias personas, le sumía en una especie
de pánico taciturno y desesperado. Veleidades tenía de llamar
a Frígilis, decírselo todo, ponerlo en sus manos todo... «Frígi
lis, aunque era un soñador, llegado el caso tenía mejor sentido
que él; sabría ser más práctico... ¿Qué haría?»
Por lo pronto seguir a Tomás a la estación. Y callar. Para
hablar siempre era tiempo.
M 3. La mañana seguía cenicienta; nubes y más nubes plo
mizas salían como de un telar de los picos y mesetas del Corfín,
caían sobre la tierra, se arrastraban por sus cumbres, resbala
ban hacia Vetusta y llenaban el espacio de una tristeza gris,
muda y sorda.
«No hace frío», observó Frígilis al llegar a la estación. N o
llevaba más abrigo que su bufanda a cuadros. Pero decía él
que su cazadora valía por la piel de un proboscidio. N o le
entraban balas ni catarros.
M 4. En cambio Quintanar, ceñido al cuerpo el capotón es
peso, tenía que hacer esfuerzos para no dar diente con diente.
— ¡No, no hace mucho frío! —dijo, por miedo de delatarse.
«Afortunadamente éste es un sonámbulo que no se fija nunca
en si los demás tienen cara de risa o cara de vinagre. Debo
de estar pálido, desencajado... pero este egoísta no ve nada de
eso.»
M 5. Entraron en un coche de tercera. En su mismo banco
Frígilis encontró antiguos conocidos. Eran dos ganaderos que
volvían de Castilla y después de hacer noche en Vetusta busca
ban el amor de su hogar allá en la aldea. Crespo, como si
no hubiera en el mundo penas, ni amigos que se ahogaban
en ellas, alegre, con aquel insultante regocijo que le inspiraba
a él la helada en las mañanas más frías del año, frotaba las
manos y hablaba del precio de las reses, y de las ventajas de
la parcería, locuaz, como nunca se le veía en Vetusta. Parecía
que, según el tren se alejaba de los tejados de un rojo sucio,
120 casi pardo de la ciudad triste, sumida en sueño y en niebla,
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el alma de Frígilis se ensanchaba, respiraba a su gusto aquel
pulmón de hierro.
M 6. «N o sospechaba aquel ciego, tan inoportunamente ale
gre y decidor, que su amigo, su mejor amigo, al romper la
marcha el tren había tenido tentaciones de arrojarse al andén;
y después, de tirarse por la ventanilla a la vía, y correr, correr
desalado a Vetusta, entrar en el caserón de los Ozores y coser
a puñaladas el pecho de un infam e...»
Sí, todo esto había querido hacer don Víctor, que se sintió
morir de vergüenza y de cólera contra los infames adúlteros
y contra sí mismo en cuanto notó que el tren se movía y le
alejaba del lugar del crimen, de su deshonra y de su venganza
necesaria...
M 7. «¡Soy un miserable, soy un miserable!» gritaba por
dentro Quintanar mientras el tren volaba y Vetusta se quedaba
allá lejos; tan lejos, que detrás de las lomas y de los árboles
desnudos ya sólo se veía la torre de la catedral, como un gallar
dete negro destacándose en el fondo blanquecino de Corfín,
envuelto por la niebla que el sol tibio iluminaba de soslayo.
«Huyo de mi deshonra, en vez de lavar la afrenta, huyo
de ella... esto no tiene nombre... ¡oh...! sí lo tiene...» Y ¡zas!
el nombre que tenía aquello, según Quintanar, estallaba como
un cohete de dinamita en el cerebro del pobre viejo.
«¡Soy un tal, soy un tal!» y se lo decía a sí mismo con
todas sus letras, y tan alto que le parecía imposible que no
le oyeran todos los presentes.
«Pero el tren huía de Vetusta, silbaba, le silbaba a él; y
él no tenía el valor de arrojarse a tierra, de volver al pueblo...
iba a tardar más de doce horas en ver el caserón, ¡aplazaba
su venganza más de doce horas...!»
N ,. Pasaron un túnel y no quedó ya nada de Vetusta ni
de su paisaje. Era otro panorama; estaban a espaldas de la
sierra; montes rojizos, lomas monótonas como oleaje simétrico
se extendían cerrando el horizonte a la izquierda de la vía.
El cielo estaba oscuro por aquel lado, bajas las nubes, que
como grandes sacos de ropa sucia se deshilachaban sobre las
colinas de lontananza; a la derecha campos de maíz, ahora
vacíos, enseñaban la tierra, negra con la humedad; entre las
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manchas de las tierras desnudas aparecían el monte bajo, de
trecho en trecho, las pomaradas ahora tristes con sus manzanos
sin hojas, con sus ramos afilados, que parecían manos y dedos
de esqueleto. Por aquel lado el cielo prometía despejarse, la
niebla hacía palidecer las nubes altas y delgadas que empezaban
a rasgarse. Sobre el horizonte, hacia el mar, se extendía una
franja lechosa, uniforme y de un matiz constante. Sobre los
castañares que semejaban ruinas y mostraban descubiertos los que
eran en verano misterios de su follaje, sobre los bosques de
robles y sobre los campos desnudos y las pomaradas tristes pasa
ban de cuando en cuando en triángulo macedónico1 bandadas
de cuervos, que iban hacia el mar, como náufragos de la niebla,
silenciosos a ratos, y a ratos lamentándose con graznar lúgubre
que llegaba a la tierra apagado, como una queja subterránea.
N 2. Mientras Frígilis hablaba de la conveniencia de aban
donar el cultivo del maíz y de cultivar prados con intensidad,
don Víctor, apoyada la cabeza sobre la tabla dura del coche
de tercera, miraba al cielo pardo y veía desaparecer entre la
niebla una falange2 de cuervos por aquel desierto de aire. Ya
parecían polvos de imprenta3, después aprensión de la vista,
después nada.
«¡Lugarejo4, dos minutos!» gritó una voz rápida y ronca.
N 3. Don Víctor asomó la cabeza por la ventanilla. La es
tación, triste cabaña muy pintada de chocolate y muerta de
frío, estaba al alcance de su mano o poco más distante. Sobre
la puerta, asomada a una ventana una mujer rubia, como de
treinta años, daba de mamar a un niño.
«Es la mujer del jefe. Viven en este desierto. Felices ellos»
pensó Quintanar.
Pasó el jefe de la estación que parecía un pordiosero. Era
joven; más joven que la mujer de la ventana parecía.
1 Triángulo macedónico: Figura formada por las falanges del ejército mace-
donio que poco después se mencionan.
2 Falange: Cuerpo tácito de soldados griegos, de ocho, o doce, o veinticin
co de fondo.
3 Polvos de imprenta: ¿Arenilla para secar lo escrito?
4 Lugarejo: Cerca de Oviedo, al norte, hay una aldea llamada Lugones,
y un poco más al norte, otra llamada Lugo de Llanera. Acaso podría aludirse
a alguna de ellas.
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«Se querrán. Ella por lo menos le será fiel.»
N 4. Después de esta conjetura don Víctor se dejó caer otra
vez en su asiento. Cerró los ojos, tapó el rostro cuanto pudo
con una mano. El tren volvió a moverse. El ruido del hierro
y de la madera y la trepidación uniforme eran como canción
que atraía el sueño. Quintanar, sin pensar en ello, medía el
ritmo de las ruedas pesadas y crujientes con el compás de una
marcha que cantaba su tordo, aquel tordo orgullo de la casa...
Después midió el paso del tren con los de cierta polka... y
después se quedó dormido.
Ñ. Media hora después llegaban a la estación en que deja
ban el tren para tomar a pie la carretera que los conducía
a las marismas de Palomares.
Don Víctor despertó asustado, gracias a un golpe que le dio
en el hombro Frígilis.
Había soñado mil disparates inconexos; él mismo, vestido
de canónigo con traje de coro, casaba en la iglesia parroquial
del Vivero a don Alvaro y a la Regenta. Y don Alvaro estaba
en traje de clérigo también, pero con bigote y perilla... Después
los tres juntos se habían puesto a cantar el Barbero, la escena
del piano5; él, don Víctor, se había adelantado a las baterías
para decir con voz cascada:
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se elevaba el monte Areo7 partido por aquel desfiladero; es
trecha garganta por donde sólo cabían la angosta carretera y
el río Abrofto8 que se cruzaban en mitad de la hoz pasan
do el camino, perpendicular al río, por un puente de piedra
blanca.
O ,. Después de almorzar en Roca Tajada, en la taberna
de Matiella, estanquero y albañil, grande amigo de Frígilis, los
dos amigos cazadores dejaron el camino real, y por prados
fangosos de yerba alta, de un verde oscuro, llegaron otra vez
a las orillas del Abroño, allí más ancho, rodeado de juncos
y arena, rizado por las ondas verdes que le mandaba el mar
ya vecino.
0 2. Frígilis y Quintanar pasaron el río en una barca, co
menzaron a subir una colina coronada por una aldea de casas
blancas separadas por pomaradas y laureles, pinos de copa re
donda y ancha y álamos esbeltos. El verde de los pinares y
de los laureles y de algunos naranjos de las huertas, sobre el
verde más claro de las praderas en declive, limpias y como
recortadas con tijeras, alegraba la cumbre resaltando bajo el
cielo lechoso y entre las paredes blancas, que se comían toda
la luz del día, difusa y como cernida a través de las nubes
delgadas. Según subían por la falda de la loma que era como
primer escalón para la colina, el terreno se afirmaba, la hierba
aclaraba su color y menguaba. Frígilis se detuvo y contempló
el monte Areo que tenía enfrente, el río ondulante que quedaba
debajo y la franja del mar, azulada con pintas blancas, que
se veía en un rincón del horizonte, en apariencia más alto que
el río, como una pared oscura que subía hacia las nubes.
O 3. Quintanar se sentó sobre una peña que dejaba descu
bierta el prado. De la parte de Areo, cruzando sobre el río
a mucha altura, vieron venir un bando de tordos de agua.
Cuando estuvieron a tiro, Frígilis disparó los de su escopeta
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con tan mala suerte, que no consiguió más que dispersar las
apretadas filas.
— ¡Tira tú, bobo! —gritó Crespo, furioso.
Quintanar se levantó, apuntó, disparó y cuatro tordos de
agua cayeron heridos por los perdigones que, según pensó en
aquel instante don Víctor, debía tener en los sesos el amigo
traidor, el infame don Alvaro.
O 4. «Sí, aquel tiro era el de Alvaro; los tordos, inocentes,
caían a pares, y el ladrón de su honra vivía.» Y ¡cosa extraña!
cuando allá en el Parque había estado apuntando a la cabeza
de Mesía, no recordaba que el cartucho mortífero tenía car
ga de perdigón; suponíalo lleno de postas9 o de balas.
Muy contra su voluntad, a pesar de la desgracia que tenía
encima, el cazador sintió el placer de la vanidad satisfecha.
«Frígilis había disparado dos tiros y ... nada; disparaba él uno
solo y ... cuatro... Sí, cuatro, allí estaban, sangrando sobre el
prado, mezclando las gotas rojas con la escarcha blanca de
la yerba.»
Media hora después Frígilis tomaba el desquite matando un
soberbio pato marino. Quintanar, por gusto, mató un cuervo
que no recogió.
P ,. Cazaron hasta las doce, hora de comer sus fiambres.
Los perros de Frígilis se aburrían. Aquella caza en que ellos
representaban un papel secundario, les parecía una vergüenza;
bostezaban y obedecían mal a la voz del amo.
Después de comer los fiambres y de beber regulares tragos,
don Víctor sintió su pena con intensidad cuatro veces mayor.
Todo lo veía claro, toda la trascendencia de su descubrimiento
del amanecer se le aparecía como un tratado clásico de historia.
Lo que había sucedido, lo que iba a suceder, lo veía como
en un panorama. Y sentía comezón de hablar y ansias de llorar.
¿Por qué no abría el pecho al amigo del alma, el verdadero,
al único? No se lo abrió. «No era tiempo.»
P 2. Para perseguir un bando de peguetas que volaba de
prado en prado, siempre alerta, se separaron. Aquellos pajarra
cos no se comían, pero Frígilis les tenía declarada la guerra
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porque se burlaban de los cazadores con una especie de ironía,
de sarcasmo que parecía racional. Esperaban, fingían estar des
cuidados, disimulaban su vigilancia, y al ir Frígilis a disparar,
escondido tras un seto... volaban los condenados gritando como
brujas sorprendidas en aquelarre. Por eso los perseguía tenaz,
irritado.
P 3. Se separaron. Si las peguetas iban por un lado al es
capar del prado que cubrían tiñéndolo de negro, se encontraban
con la descarga de Crespo; si tomaban por el otro lado, dispa
raba don Víctor.
El cual se quedó solo, sobre una loma dominando el valle.
El sol no había conseguido disipar la niebla; se le vislumbraba
detrás de un toldo blanquecino, como si fuera una luna de
teatro hecha con un poco de aceite sobre un papel. A lo* lejos
gritaban las agoreras aves de invierno, que después aparecían
bajo las nubes, volando fuera de tiro, sin miedo al cazador,
pero tristes, cansadas de la vida, suponía Quintanar.
Q. «El campo estaba melancólico. El invierno parecía una
desnudez. Y a pesar de todo, ¡qué hermosa era la naturaleza!,
¡qué tranquilamente reposaba...! ¡Los hombres, los hombres
eran los que habían engendrado los odios, las traiciones, las
leyes, las leyes convencionales que atan a la desgracia el cora
zón!» La filosofía de Frígilis, aquel pensador agrónomo que
despreciaba la sociedad con sus falsos principios, con sus preo
cupaciones, exageraciones y violencias, se le presentó a Quinta
nar, a quien el cuerpo repleto le pedía siesta, como la filosofía
verdadera, la sabiduría única, eterna. «Vetusta quedaba allá,
detrás de montes y montes, ¿qué era comparada con el ancho
mundo? Nada; un punto. Y todas las ciudades, y todos los
agujeros donde el hombre, esa hormiga, fabricaba su albergue,
¿qué eran comparados con los bosques vírgenes, los desiertos,
las cordilleras, los vastos mares...? Nada. Y las leyes de honor,
las preocupaciones de la vida social todas, ¿qué eran al lado
de las grandes y fijas y naturales leyes a que obedecían los
astros en el cielo, las olas en el mar, el fuego bajo la tierra,
la savia circulando por las plantas?»
Vivos deseos sintió Quintanar por un momento de echar raí-
126 ces y ramas, y llenarse de musgo como un roble secular de
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aquellos que veía coronando las cimas del monte Areo. «Vege
tar era mucho mejor que vivir.»
R. Oyó un tiro lejano, después el estrépito de las peguetas
que volaban riéndose con estridentes chillidos; las vio pasar
sobre su cabeza. No se movió. Que se fueran al diablo. Él
estaba pensando en Tomás Kempis. Sí, Kempis, a quien había
olvidado, tenía razón; donde quiera estaba la cruz. «Arregla
—decía el sabio asceta—, arregla y ordena todas las cosas según
tu modo de ver y según tu voluntad, y verás que siempre tienes
algo que padecer de grado o por fuerza; siempre hallarás la
cruz.»
Y también recordaba lo de: «Algunas veces parecerá que Dios
te deja, otras veces serás mortificado por el prójimo; y lo que
es más, muchas veces te serás molesto a ti m ism o.»10
«Sí, el prójimo me mortifica, y yo mismo me molesto, me
hago daño hasta sangrar el alma... No sé lo que debo hacer,
ni lo que debo pensar siquiera. Anita me engaña, es una infa
me, sí... pero ¿y yo? ¿No la engaño yo a ella? ¿Con qué
derecho uní mi frialdad de viejo distraído y soso a los ardores
y a los sueños de su juventud romántica y extremosa? ¿Y por
qué alegué derechos de mi edad para no servir como soldado
del matrimonio y pretendí después batirme como contrabandis
ta del adulterio? ¿Dejará de ser adulterio el del hombre tam
bién, digan lo que quieran las leyes?»
S. Le daba ira encontrarse tan filósofo, pero no podía otra
cosa. Comprendía que aquellas meditaciones le alejaban de su
venganza, que en el fondo del alma él no quería ya vengarse,
quería castigar como un juez recto y salvar su honor, nada
más. Y esto mismo le irritaba. Después volvía la lástima tierna
de sí mismo, la imagen de la vejez solitaria... y los alcaravanes,
allá en el cielo gris, iban cantando sus ayes como quien recita
el Kempis en una lengua desconocida.
«Sí, la tristeza era universal; todo el mundo era podredum
bre; el ser humano lo más podrido de todo.»
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T. Y siempre sacaba en consecuencia que él no sabía lo
que debía hacer, ni siquiera lo que debía pensar, ni aun lo que
debía sentir.
«De todas suertes, las comedias de capa y espada mentían
como bellacas; el mundo no era lo que ellas decían: al prójimo
no se le atraviesa el cuerpo sin darle tiempo más que para
recitar una redondilla. Los hombres honrados y cristianos no
matan tanto ni tan deprisa.»
U. De noche, en el tren, cuando volvían solos a Vetusta
en un coche de segunda, por miedo al frío de los de tercera,
Frígilis que miraba el paisaje triste a la luz de la luna, que
aquella vez había podido más que el sol y había roto las nubes,
Frígilis sintió un suspiro como un barreno detrás de sí, y volvió
la cabeza diciendo:
— ¿Qué te pasa, hombre? Todo el día te he visto preocupado,
tristón... ¿qué pasa?
La lamparilla del techo que alumbraba dos departamentos,
apenas rompía las tinieblas de aquel coche que parecía caja
de muerto.
V. Frígilis no podía ver bien el rostro de don Víctor, pero
le oyó, de repente, llorar como un chiquillo, y sintió la cabeza
fuerte y blanca de Quintanar apoyada en el hombro del amigo.
Sí, se apoyaba el pobre viejo con cariño, confianza, y con
la fuerza con que se deja caer un muerto. Parecía aquello la
abdicación de su pensamiento, de toda iniciativa.
—Tomás, necesito que me aconsejes. Soy muy desgraciado;
escucha...
* * *
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Quedamos, por lo tanto, muy cerca del desenlace de la trama,
de manera que las páginas que pasamos a analizar son profun
damente dependientes de las anteriores, en las que se erige un
complejo mundo de referencias, valores, sucedidos, personajes
y pasiones que de forma inexorable determinan el sentido de
lo que leeremos. Mas con algunas indicaciones complementarias
a este respecto, que por fuerza no podremos desarrollar exhaus
tivamente, el episodio que acabamos de transcribir muestra uni
dad suficiente como para merecer comentario aparte, y ofrece
un conjunto valiosísimo de elementos de juicio para calibrar
en qué modo una estructura novelística es resultado solidario
de factores de modalización, espacialización y temporalización.
En efecto, el fragmento que nos ocupa, sometido como en
los casos anteriores a una taxonomización puramente operativa
por nuestra parte, comienza con una muy precisa indicación
cronológica asumida por la voz de un narrador neutral pero
omnisciente, que sabe lo que el protagonista, don Víctor Quin
tanar, ha de hacer al día siguiente, 27 de diciembre —salir
de caza—, en compañía de quién —su amigo Frígilis— y de
acuerdo con qué programa: levantarse a las ocho en punto
para encontrarse con su compañero de aventura cinegética poco
después, y estar en la estación del ferrocarril a las ocho cin
cuenta con el propósito de llegar a las marismas de Palomares
a las nueve y media poco más o menos.
Dicha agenda, adelantada por el narrador en A 7, comienza
a cumplirse en A 2, cuando el despertador suena a la hora
para la que ha sido programado. El narrador omnisciente des
cribe la situación, así como lo que el somnoliento protagonista
siente, esto último mediante un párrafo de indudable psicona-
rración.
Mas a partir de A 3 se produce un marcadísimo proceso
de interiorización de la perspectiva del relato, de manera que
aunque por lo general la voz que rige la literalidad del discurso
sigue siendo la tercera, índice del narrador heterodiegético, la
visión predominante resulta ser, casi en exclusividad, la del per
sonaje de Víctor Quintanar.
Así en A 3 percibimos lo que piensa don Víctor, que a duras
penas consigue espabilarse y llega a suponer que «era bastante
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confidencial entre los dos amigos a buen seguro que contendría
lo que el discurso nos ha proporcionado exclusivamente desde
la intimidad del personaje directamente implicado en el drama
de que se trata, el valetudinario esposo de Ana Ozores. Sería,
por tanto, redundante esta transcripción traducida a diálogo,
salvo que el novelista hubiese buscado —como bien podría ha
berlo hecho— el efecto de una discordancia entre lo pensado
íntimamente y lo exteriorizado. De ser así, ello configuraría
una determinada plasmación de Lector implícito, como también
lo configura la elipsis que de hecho se da entre los dos capítulos
de La Regenta tal y como lo leemos hoy. Se sobreentiende
que Frígilis ha recibido una información sustancialmente coinci
dente con la que desde la perspectiva íntima de su amigo, a
base de estilo indirecto libre sobre todo, hemos asumido ya.
La presencia de Frígilis junto a ese otro personaje reflector
—por usar el término de Henry James— que es el Regente
no empece el mantenimiento de la modalización subjetivizadora
que caracteriza a todo el episodio. La historia se sigue «viendo»
desde la intimidad atormentada del marido de Ana Ozores,
sin la renuncia que, por otra parte, un objetivismo a ultranza
impondría en relación a la perspectiva y voz del narrador. Esta
campa por sus respetos en fragmentos como N 7, de pura des
cripción del contorno físico, dinamizado en este caso por el
viaje en ferrocarril de los personajes. Más adelante apreciare
mos la importancia que la exterioridad espacio-temporal tiene
en estas páginas, tan intimistas por otra parte. Así puede inser
tarse, incluso, una voz anónima y ajena al drama que se narra
como la de N 2:
«Lugarejo, dos minutos», gritó una voz rápida y ronca.
Pero asimismo la flexibilidad del sistema modalizador que
estamos ponderando permite que el narrador omnisciente narre
en tiempo pasado lo que don Víctor acaba de soñar en breve
duermevela (Ñ).
El proceso íntimo, de percepción de la realidad, comprensión
de la misma, debate interno y perplejidad final, que hemos
seguido desde el personaje de Víctor Quintanar es crucial para
el desenlace de la historia que La Regenta ofrece, y en él se
imbrican con magistral sincretismo estructural y temático aspec
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tos básicos de la temporalización y la espacialización de su
discurso.
A nadie escapará el dramatismo temporal que este episodio
suscita. De hecho, las casi dos decenas de páginas que lo com
ponen abarcan una dimensión cronológica del tiempo de la his
toria concentrada en las horas que van desde el amanecer (A
3) hasta la noche (U) de un 27 de diciembre.
Pocos acontecimientos de relevancia ocurren en tan magro
lapso, salvo uno trascendental que tiene lugar en los primeros
momentos narrados, cuyas consecuencias son terribles para los
protagonistas de la novela y, en todo caso, justifican el ensimis
mamiento de Quintanar en el resto de la jornada.
La narración del episodio comienza con un notorio tempo
lento debido no a la escena —no hay diálogo— sino a la minu
ciosidad descriptiva del narrador omnisciente y la paradójica
percepción de la realidad cronológica por parte del personaje.
Don Víctor había dispuesto su despertador para las ocho en
punto (A 1) pero ese otro reloj biológico que todos los seres
humanos poseemos en nuestro interior protestaba que era más
temprano (A 2). En A 3 el personaje asume que algo hay de
irregular en esa contradicción. Una visión del exterior le confir
ma en tal sospecha, y como su reloj de bolsillo había aparecido
roto la víspera se imponía la consulta a terceros: los criados.
Nadie contesta, y Quintanar, espíritu pusilánime e inseguro,
comienza a dudar, culpándoles de perezosos. Y cuando está
ya, presto para el viaje, en la glorieta de su jardín suenan
tres campanadas del reloj de la catedral (D 1) lo que le confir
ma en su sospecha anterior de que alguien ha adelantado el
despertador en, a lo menos, media hora, cuando no en hora
y media.
La narración que sigue es un auténtico ralentí. El momento
lo reclamaba, pues se trata ni más ni menos de que el Regente,
desde el exterior de su casa, vea cómo un hombre se desli
za desde el balcón del dormitorio de Ana Ozores, la Regenta,
y escala el muro que da a la calle de Traslacerca.
Y aquí es donde el ralentí se intensifica hasta el extremo
de figurársenos, por mor de la extraordinaria habilidad narrati
va de Leopoldo Alas, un remedo de la técnica cinematográfica
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de la llamada fo to fija (el pre-cinematografismo de La Regenta,
como también el de Madame Bovary, no han dejado de ser
percibidos por la crítica).
Efectivamente, en E 3 y F la acción casi instantánea de enca
balgarse en un muro para superarlo es demorada a lo largo
de varias líneas para que sigamos lo que es el comienzo del
debate interior de don Víctor, tema de todas las páginas poste
riores, que tiene en el punto de mira de su carabina el cuerpo
del salteador de su honra. Puede así identificarlo como Alvaro
Mesía, y finalmente mostrarse incapaz de apretar el gatillo.
Todo ello, repito, demorado hasta la petrificación por el flujo
interno del pensamiento del protagonista que no se transcribe
esta vez ni en monólogos citado o interior ni en psiconarración,
sino en estilo indirecto libre:
«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no se podía vivir,
con aquel cañón que pesaba quintales, mundos de plomo, y
aquel frío que comía el cuerpo y el alma no se podía vivir...
Mejor suerte hubiera sido estar al otro extremo del cañón, allí
sobre la tapia... Sí, sí; él hubiera cambiado de sitio. Y eso
que el otro iba a morir» (F).
Poco después (/) el reloj catedralicio de Vetusta da las siete:
seis páginas de texto apretado han sido empleadas en narrar
la media hora escasa del tiempo de la historia que va desde
las seis y media de esa misma madrugada hasta las reveladoras
campanadas.
A partir de este punto el ritmo narrativo se agiliza considera
blemente, como prueba que la media hora siguiente consuma
tan sólo dos fragmentos ( / 1 y J 2). Es de destacar, en este
sentido, la asumpción por parte del personaje de ese sentido
relativista del tiempo que más adelante Henry Bergson desarro
llará filosóficamente en su teoría de la «durée réelle». Así, en
K 1 se da la referencia explícita a las siete y media que marca
el lapso transcurrido en las dos secuencias anteriores. Y sigue
esta significativa reflexión de don Víctor en forma de m onólogo
citado:
«— ¡Media hora! media hora en un minuto; y no he oído
el cuarto...
134 Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto...»
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No cabe duda, pues, de que la modalización subjetivizadora
que caracteriza a estas páginas de Clarín condiciona de modo
absoluto su estructura temporal, que lejos de obedecer a magni
tudes externas y universales se somete a la perspectiva particular
del personaje que aporta asimismo el punto de vista narrativo.
Podemos así adscribir este ejemplo de la novelística española
decimonónica a lo que en nuestra tipología expuesta en el capí
tulo teórico denominábamos temporalización íntima.
Continúa el debate personal del marido que acaba de descu
brir su deshonra en K 2, K 3, K 4 y L, para que en LL>
con el anuncio de las ocho campanadas, aparezca efectivamente
el esperado compañero de cacería, y por un momento la pers
pectiva de la narración se vuelva hacia el exterior, con la inser
ción de un breve diálogo incluso. Pero enseguida el discurso
vuelve a centrarse en la agonía interna de Quintanar, mante
niendo no obstante un ritmo más ágil que el de las páginas
iniciales.
En M 5 hay una referencia cronológica implícita: el tren de
Roca Tajada donde van los dos amigos se aleja de Vetusta,
lo que por la información que el narrador nos aportara en
A 1 sabemos que sucede a las ocho cincuenta.
Por la misma fuente queda indicado ya el terminus ad quem
de este viaje: las nueve y media. No todo este lapso de tiem
po de la historia aparece reflejado en el discurso. Hay, efectiva
mente, unas primeras secuencias (M 6, M 7, N 3 y N 4) en
las que perdura la resonancia de lo que el atormentado esposo
va pensando. N 1 es, por su parte, un fragmento de descrip
ción, seguido en N 2 por otro en el que el Narrador se compor
ta omniscientemente. Pero lo más significativo es la elipsis tem
poral entre N 4 y Ñ, justificada por el hecho de que Quintanar
se hubiese dormido. Como era él quien nutría con su perspecti
va la voz del narrador, éste calla cuando el personaje «reflec
tor» pierde la consciencia, lo que no impide que en el fragmen
to Ñ se recupere el contenido de ese sueño a través de lo que
de él recuerda el propio Regente cuando camina ya hacia el
escenario de su ejercicio venatorio.
La agilización del relato se percibe una y otra vez in crescen
d o a partir de este momento, bien por vía de elipsis como
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la que ya hemos visto, bien a través de la técnica del resumen.
De lo primero se dan excelentes ejemplos en O 4 y entre T
y U. Y salvo una primera escaramuza cinegética relatada en
O 3y que da paso de nuevo al ensimismamiento de Quintanar,
todo lo restante de la mañana se despacha con esta frase de
P 1: «Cazaron hasta las doce, hora de comer sus fiambres».
Quiere decirse que las doce horas que don Víctor Quintanar
pasa fuera de su caserón, según él mismo puntualiza en M
7, ocupan menos espacio textual (ocho páginas frente a once
en la edición que seguimos) que las dos horas y media inmedia
tas a su partida. Se repite, por lo tanto, en el episodio que
comentamos el mismo tratamiento temporalizador aplicado al
conjunto de la novela en lo que a la correspondencia entre
las dos dimensiones de la historia y el discurso se refiere. Los
quince capítulos del primer volumen de La Regenta narran tan
sólo tres días, dos tardes y un día más, mientras que el segun
do, con la misma extensión y número de unidades capitulares,
hace avanzar la historia hasta su desenlace casi tres años después.
El tiempo no es aquí, en suma, un simple factor de estructu
ración del discurso, sino que está semiotizado para favorecer,
con su manipulación, efectos de sentido. Su funcionalidad dra
mática está, a lo que creemos, muy clara. El tiempo es en
estas páginas instrumento de la intriga novelesca y de su móvil,
la venganza. En efecto, recuérdese cómo en J 1 es la propia
víctima la que comprende en estilo indirecto libre el engaño
y sus causas: «Le habían adelantado el reloj. ¿Quién? Petra,
sin duda Petra. Había sido una venganza. ¡Oh! una venganza
bien cumplida»
Una venganza mucho más cumplida de lo que el ingenuo
Regente es capaz de calibrar, pues nos remonta hasta el núcleo
de todas las pasiones que enzarzan a los personajes principa
les de esta novela en la que se representa, como es bien sabido,
un doble triángulo amoroso, si consideramos que en torno a
Ana Ozores, la esposa de don Víctor Quintanar, se concentran
las solicitudes eróticas —de muy diferente índole, por otra
parte— del donjuán oficial de Vetusta, Alvaro Mesía, y el p o
deroso canónigo magistral don Fermín de Pas.
136 En lo que al episodio que estamos analizando toca, Quinta-
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nar cree que la criada Petra se ha vengado de él por haberla
despedido a causa del temor a que revelase a Ana ciertas propo
siciones sexuales que en algún momento le había hecho, tal
y como él mismo reconoce en conversación con Mesía en la
primera parte del capítulo 29. Es el propio Alvaro, que se ha
ganado la confianza del marido de su amante, el que le propo
ne la solución de apartar a Petra de la casa, con lo que aliviará
su propio problema: Mesía había sobornado a la criada para
que le facilitase su acceso a la alcoba de Ana haciéndola tam
bién su esporádica amante.
Y así, cuando Petra se encuentra despedida, vuelca su rencor
y el odio que siente hacia la Regenta acudiendo a la casa del
Magistral, con el que por cierto había tenido también ciertos
escarceos eróticos, y revelándole con detalle todo lo concernien
te a la relación entre Ana y Mesía. El Magistral recibe este
informe con furia mal contenida de galán celoso, y entre los
dos, en la página inmediatamente anterior a la primera de nues
tro comentario, urden una estratagema para consumar sus res
pectivas venganzas, que es la que con esa hábil manipulación
del tiempo que tanto hemos ponderado se produce en las prime
ras horas del día 27 de diciembre.
Los cálculos maquiavélicos de don Fermín de Pas no se cum
plen, sin embargo, tal y como él hubiese deseado, pues contaba
con la reacción fulminante de un marido armado con un fusil
de caza que ve descender de la alcoba de su esposa al amante
al que consigue identificar como uno de sus amigos a los que
había entregado de un tiempo a aquella parte toda su confianza.
La clave de este fiasco del Magistral está en los fragmentos
E 3 y F, cuya técnica de ralentí y «foto fija» han sido comenta
das ya. Se inicia así un desarrollo de impecable coherencia psi
cológica mediante el cual el novelista construye ante los lectores
con brillantez máxima la individualidad de un personaje someti
do a una situación límite.
Don Víctor ha sido caracterizado hasta entonces como un
individuo un tanto ridículo. Marido desinteresado de su esposa,
pesa sobre él, no obstante, una mediación literaria muy particu
lar: la de la tragicomedia de Calderón y otros dramaturgos
de nuestro siglo de oro a la que es tan aficionado, con todo
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En el ínterin, la subjetividad narrativa es, por supuesto, predo
minante, y nos permite revisar como final de nuestro comentario
las relaciones existentes entre el narrador heterodiegético, el perso
naje focalizador y el elemento espacial del discurso, ya que el
temporal ha sido objeto por nuestra parte de pesquisas anteriores.
Hasta este momento el ámbito de la acción ha sido la casona
de los Quintanar, en la intimidad de sus dependencias primero,
desde la perspectiva externa de su jardín después.
En M 3 se inicia el desplazamiento de Frígilis y don Víctor
hacia la estación y el narrador hace una primera descripción
del entorno:
«La mañana seguía cenicienta; nubes y más nubes plomizas
salían como de un telar de los picos y mesetas del Corfín,
caían sobre la sierra, se arrastraban por sus cumbres, resbala
ban hacia Vetusta y llenaban el espacio de una tristeza gris,
muda y sorda».
Subrayo unas palabras que me parecen índices claros de cómo
la visión del narrador está ya circunscrita a la del personaje
reflector, todo ello en el marco de la más estricta ortodoxia
de lo que calificamos teóricamente como Omnisciencia selecti
va. En efecto, la recreación del paisaje que se da al lector
aparece coloreada por la sentimentalidad de don Víctor, sumido
en una profunda tristeza. Luego, en M 5, ya en el tren, Vetusta
se ve como la ciudad triste, pero ese tono que desde la subjeti
vidad de Quintanar contamina la descripción del narrador se
hace patente en grado sumo en el fragmento N 1.
Repárese cómo en él se describe el paisaje campestre visto
desde el tren de Frígilis y su compañero una vez que, cruzado
un túnel, Vetusta queda al otro lado de la sierra. Pero no
cambia el tono al que hace un momento nos referíamos. El
cielo sigue oscuro; las nubes son como grandes sacos de ropa
sucia; las pomaradas están ahora tristes; sus manzanos sin ho
jas recuerdan la imagen de un esqueleto; los castañares semeja
ban ruinas; y por las pomaradas de nuevo calificadas de tristes,
cruzan pájaros fúnebres y funestos: bandadas de cuervos, que
iban hacia el mar, como náufragos de la niebla, silenciosos
a ratos, y a ratos lamentándose con graznar lúgubre que llega
ba a la tierra apagado, com o una queja subterránea.
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En La Regenta predomina el relato en tercera persona, asu
mida por un narrador que puede ostentar pruebas de omnis
ciencia. Nada hay, sin embargo, de esa otra presencia, determi
nante y pugnaz, del A u tor implícito representado. Emparejada
a ella está la ausencia homóloga de un Lector explícito. El
discurso tampoco acrcdita su fenomenicidad: es puramente nou-
ménicOy escritura autónoma que no se justifica a sí misma como
tal, ni remite a un narratorio. Sin embargo, es muy poderosa
la configuración de un Lector implícito al que me he referido
ya en otro momento de este comentario. El propio sometimien
to de la visión desde la que se narra a la perspectiva de un
personaje impone una determinada forma de lectura por la que,
verbigracia, en el párrafo N 1 sabemos que la descripción de
la campiña cabe la vía del ferrocarril está filtrada por la entris
tecida sensibilidad de don Víctor Quintanar.
El espacio así feudatario de una modalización muy concreta
se convierte en el más oportuno escenario para el drama del
protagonista, y además de ser soporte estructural de la acción,
se imbrica con la temática de la misma.
No se puede ignorar, por ejemplo, el efecto mediador que
el propio espacio tiene en el proceso íntimo del marido burlado,
en una dirección contraria a la marcada por la influencia calde
roniana. Ya en Ai 6 y M 7 Quintanar se autocalifica de cobarde
por dejarse llevar por el tren que «le alejaba del lugar del
crimen, de su deshonra y de su venganza necesaria...».
Una vez en el campo, descrito con mayor objetividad en
O 1 y O 2, la naturaleza clemente derrota a la literatura de
la venganza. Está explícitamente apuntado en estilo indirecto
libre en otro fragmento, el Q, de interés máximo pues refleja
en tercera persona el pensamiento del Regente:
«El campo estaba melancólico. El invierno parecía una des
nudez. Y a pesar de todo, ¡qué hermosa era la naturaleza!,
¡qué tranquilamente reposaba...! ¡Los hombres, los hombres
eran los que habían engendrado los odios, las traiciones, las
leyes convencionales que atan a la desgracia el corazón! (...)
Vetusta quedaba allá, detrás de montes y montes, ¿qué era
comparada con el ancho mundo? Nada; un punto. (...) Y las
140 leyes de honor, las preocupaciones de la vida social todas, ¿qué
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eran al lado de las grandes y fijas y naturales leyes a que obede
cían los astros en el cielo, las olas en el mar, el fuego bajo
la tierra, la savia circulando por las plantas?».
Así se resuelve el debate interno de don Víctor entre com
prensión y venganza: en una dirección totalmente anticaldero
niana. Resuenan aquí ecos de viejos temas de la literatura clási
ca, como el del «menosprecio de corte y alabanza de aldea»;
hay también un sustrato procedente de la filosofía de Rousseau,
de la que se hace partícipe al propio Frígilis. Pero en otro
párrafo de Q encontramos un diálogo intertextual de Clarín
con Rubén Darío: Vivos deseos sintió Quintanar p o r un mo
mento de echar raíces y ramas, y llenarse de musgo como un
roble secular de aquellos que veía coronando las cimas del mon
te Areo. «Vegetar era mucho m ejor que vivir». Se nos vienen
inmediatamente a la memoria los profundos versos de «Lo fatal»:
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COMENTARIO CUARTO:
La colmena de Camilo José Cela.
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A. (I, 9) Un jovencito melenudo hace versos entre la bara-
húnda. Está evadido, no se da cuenta de nada; es la única
manera de poder hacer versos hermosos. Si mirase para los
lados se le escaparía la inspiración. Eso de la inspiración debe
ser como una mariposita ciega y sorda, pero muy luminosa;
si no, no se explicarían muchas cosas.
El joven poeta está componiendo un poema largo, que se
llama Destino. Tuvo sus dudas sobre si debía poner El destino,
pero al final, y después de consultar con algunos poetas ya
más hechos, pensó que no, que sería mejor titularlo Destino,
simplemente. Era más sencillo, más evocador, más misterioso.
Además, así, llamándole Destino, quedaba más sugeridor, más...
¿cómo diríamos?, más impreciso, más poético. Así no se sabía
si quería aludir al destino, o a un destino, a destino incierto,
a destino fatal o destino feliz o destino azul o destino violado.
El destino ataba más, dejaba menos campo para que la imagi
nación volase en libertad, desligada de toda traba.
El joven poeta llevaba varios meses trabajando en su poema.
Tenía ya trescientos y pico de versos, una maqueta cuidadosa
mente dibujada de la futura edición y una lista de posibles
suscriptores, a quienes, en su honra, se les enviaría un boletín,
por si querían cubrirlo. Había ya elegido también el tipo de
imprenta (un tipo sencillo, claro, clásico; un tipo que se leyese
con sosiego; vamos, queremos decir un bodoni), y tenía ya
redactada la justificación de la tirada. Dos dudas, sin embargo,
atormentaban aún al joven poeta: el poner o no poner el Laus
D eo rematando el colofón, y el redactar por sí mismo, o no
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redactar por sí mismo, la nota biográfica para la solapa de
la sobrecubierta.
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—¿Se le arregló aquello?
—¿Cuál?
—Lo de...
—No, salió mal. Anduvo conmigo tres días y después me
regaló un frasco de fijador.
La señorita Elvira sonríe. Doña Rosa entorna la mirada, lle
na de pesar.
— ¡Es que hay gente sin conciencia, hija!
— ¡Psché! ¿Qué más da?
Doña Rosa se le acerca, le habla casi al oído.
—¿Por qué no se arregla con don Pablo?
—Porque no quiero. Una también tiene su orgullo, doña Rosa.
— ¡Nos ha merengao! ¡Todas tenemos nuestras cosas! Pero
lo que yo le digo a usted, Elvirita, y ya sabe que yo siempre
quiero para usted lo mejor, es que con don Pablo bien le iba.
—No tanto. Es un tío muy exigente. Y además un baboso.
Al final ya lo aborrecía, ¡qué quiere usted!, ya me daba hasta
repugnancia.
Doña Rosa pone la dulce voz, la persuasiva voz de los conse
jos.
— ¡Hay que tener más paciencia, Elvirita! ¡Usted es aún muy
niña!
—¿Usted cree?
La señorita Elvirita escupe debajo de la mesa y se seca la
boca con la vuelta de un guante.
* * *
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prender en su contexto una secuencia que hubiésemos extraído
de un punto más avanzado de la novela.
Nuestra elección ha recaído, pues, en las viñetas número nue
ve, diez, once y doce del capítulo primero, que a efectos de
este comentario identificaremos correlativafnente por las letras
A , Bt C y D.
Estas cuatro viñetas tienen unidad espacial y continuidad tem
poral. El café donde se desarrollan está sugerido por el sustanti
vo «barahúnda» de la primera línea, y explícito en la mención
al «viejo camarero Pepe», la actitud del «señor de barbita blan
ca» que comparte con un niño «un bollo suizo mojado en
café con leche» y en la mesa que fija la conversación de dos
personajes en las secuencias B y D> respectivamente. No hay,
pues, descripción del entorno físico de las figuras: el escenario
está meramente insinuado, de acuerdo con el esquematismo ca
racterístico de toda obra de arte literaria según la teoría feno-
menológica, de cuyas repercusiones sobre lo que hemos denomi
nado, siguiendo a W. Iser, lector implícito hemos tratado ya.
Cuatro personajes principales centran el texto que comenta
mos. Dos de ellos han aparecido ya en secuencias anteriores
de la obra: doña Rosa, la propietaria del café, a la que se
dedica la página inicial de La colmena, y la señorita Elvira,
sobre cuya «vida perra» de prostituta se nos ha informado
en la viñeta séptima. Los otros dos aparecen ahora por primera
vez, «un jovencito melenudo» que «hace versos entre la bara
húnda» y el «señor de barbita blanca» que «se llama don Trini
dad García Sobrino». El orden es joven poeta-doña Rosa-don
Trinidad-señorita Elvira, pero hay que resaltar que mientras
los personajes masculinos recién incorporados a la acción narra
tiva permanecen aislados en su celdilla o estampa, doña Rosa
ejerce su papel de enlace, decisivo para la articulación de este
primer capítulo, ya que se traslada de B a D para mantener
aquí una conversación con la protagonista de la viñeta.
El hiato tipográfico entre las secuencias no significa solución
de continuidad. El escritor ha procurado establecer ligazones
que preserven a la vez el carácter particular de cada fragmento
y lo enhebren con el anterior y el siguiente. Con todo, ese
fragmentarismo determina la función de un particular lector
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implícito, configurado por la suma de los vacíos y transiciones
que se producen entre secuencias, por las técnicas narrativas
empleadas en ellas y por la necesidad de integrar la sucesividad
de los relatos en un marco temporal que no es ajeno a la
simultaneidad, al menos parcial, de los instantes.
La transición entre las dos primeras viñetas viene dada por
el contraste. En A se presenta la figura de un joven poeta
preocupado por cuestiones tan sutiles como la supresión del
artículo en el título dé un poema largo qué está componiendo,
o el tipo de letra idóneo para imprimir el futuro libro. Ya
el comienzo de B lo contrapone a la mujer que llenará su espa
cio en esta secuencia insultando sin compasión a sus empleados:
«Doña Rosa no era, ciertamente, lo que se suele decir una
sensitiva». El clima de violencia en que la dueña sume a su
feudo en B es sintetizado, a modo de enlace, en el primer
párrafo de C: «Flota en el aire como un pesar que se va clavan
do en los corazones». El paso de C a D está de nuevo resuelto
mediante el contrapunto. C termina con la afirmación de que
don Trinidad «por las tardes se iba con el nieto al café de
doña Rosa, le daba de merendar y se estaba callado, oyendo
la música o leyendo el periódico, sin meterse con nadie». Pues
bien, ese aislamiento suyo se contradice con la intromisión de
doña Rosa en los asuntos personales e íntimos de Elvirita en D .
Vemos así el equilibrio logrado por Cela entre la fragmenta
ción y la continuidad narrativa de La colmena. No nos es tam
poco difícil encontrar los lazos de unión del principio y el final
del segmento escogido para comentario con las secuencias ante
rior y siguiente de la novela. En la octava un hombre «cuenta
a gritos» la broma cruel que le gastó a una prostituta, y atrae
la atención de la gente de otras mesas. Finalmente, un gato
«se mete entre las piernas de una señora, y la señora se sobre
salta» y grita. Sin embargo, en A (secuencia nueve) el joven
poeta «está evadido, no se da cuenta de nada», ajeno al escán
dalo. El tránsito de D a la secuencia decimotercera es simple
mente mecánico: de la mesa de la señorita Elvira pasamos a
otras dos contiguas.
La condición de los cuatro protagonistas se revela fundamen-
150 tal para la configuración de estas cuatro viñetas. En A y C
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el predominio del estilo indirecto concuerda con la necesidad
de presentarnos por vez primera al poeta y al prestamista, mien
tras que en B y D, al no ser esto ya necesario, es el propio
personaje el que actúa mediante el diálogo directo. En realidad,
diálogo propiamente dicho sólo existe en D entre Elvira y doña
Rosa, porque ésta, en la secuencia B, ejerce con despotismo
el uso de la palabra recriminando a sus mudos interlocutores
sin darles opción a la respuesta. Recordemos ahora uno de
los preceptos que Ortega y Gasset ofrecía a la consideración
de los escritores en Ideas sobre la novela, la necesidad de pre
sentar y no definir: «Si en la novela leo: «Pedro era atrabilia
rio», es como si el autor me invitase a que yo realice en mi
fantasía la atrabilis de Pedro, partiendo de su definición. Es
decir, que me obliga a ser yo el novelista. Pienso que lo eficaz
es, precisamente, lo contrario: que él me dé los hechos visibles
para que yo me esfuerce, complacido, en descubrir y definir
a Pedro como ser atrabiliario». Camilo José Cela cumple aquí
plenamente con los requisitos orteguianos.
El primer factor estructurante de una novela, la modaliza
ción, que mediante el juego de las perspectivas y las voces
posibilita que una historia neutra se convierta en discurso litera
rio, presenta variedad y riqueza en este segmento, y a la vez
que sirve pertinentemente a la economía y la disposición general
del relato, determina la existencia de diferentes registros estilís
ticos.
En efecto, en estas cuatro secuencias se escuchan alternativa
mente —por así decirlo— las voces del narrador, del autor
implícito y de los personajes, lo que sitúa a La colmena al
margen de la agarrotadora poética del relato objetivista y beha-
viorista9 que todo lo basa en el diálogo de los protagonistas,
no en su pensamiento, y en unas escuetas informaciones del
narrador, referentes a lo que un objetivo fotográfico podría
registrar, puras facticidades sin la menor interpretación subjeti
va. Sin embargo, D cumple estrictamente con todos los requisi
tos de la objetividad a ultranza. Las seis intervenciones del
narrador (frente a catorce de los dos personajes) se atienen
con escrupulosidad a la formulación de unas a modo de «acota
ciones escénicas», por las que se nos da cuenta de las acciones
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y reacciones físicas de doña Rosa («se apoya en una mesa y
sonríe», «entorna la mirada, llena de pesar», etc.) y Elvira
(«chupa del cigarro y ladea un poco la cabeza. Tiene las meji
llas ajadas y los párpados rojos», «sonríe», «escupe debajo
de la mesa y se seca la boca con la vuelta de un guante»).
Otra cosa hay que decir de B. Aparecen allí también, junto
a cuatro intervenciones monologales del personaje, afirmaciones
de objetividad manifiesta por parte del narrador: «Doña Rosa
sudaba por el bigote y por la frente», «se palpa el vientre»,
«levantó la cabeza y respiró con profundidad». Pero enseguida
se deja ver su perspectiva interpretadora de la realidad, precisa
mente en un sesgo que la crítica de La colmena ha destacado,
el de los símiles de animalidad degradante: los ojos de la dueña
son «de ratón», «parecen los atónitos ojos de un pájaro diseca
do»; «los pelitos de su bigote» expresan un «gesto airoso, so
lemne, como el de los negros cuernecitos de un grillo enamora
do y orgulloso». El modo de adjetivar, plenamente literario
—esto es, connotativo—, contribuye a la vez a la ostentación
de esa perspectiva subjetivizadora y al ornato estilístico del dis
curso.
Pero en esta misma secuencia el narrador hace gala de otra
prerrogativa rechazada por los objetivistas. Doña Rosa increpa
primero a dos anónimos empleados suyos. Su tercera víctima,
por el contrario, tiene nombre, Pepe, y la voz narradora pro
porciona al lector una noticia adicional cuya procedencia no
justifica: «el viejo camarero llegado, cuarenta o cuarenta y cin
co años atrás, de Mondoñedo».
Esta omnisciencia destaca en gran número de viñetas del ca
pítulo primero de La colmena que, como A y B, introducen
a un nuevo personaje. En estos casos el narrador ofrece una
especie de ficha o filiación donde se resume la historia del
mismo, de lo que es magnífico ejemplo el párrafo C que co
mienza con «El señor se llama don Trinidad Garda Sobrino
y es prestamista», y llega hasta el presente de dicho personaje
sentado ante el velador en compañía de su nieto.
En cuanto a A , si bien nada se dice del pasado del protago
nista, acaso porque su juventud no de pie para ello, la omnisa-
152 piencia del narrador se manifiesta en el conocimiento que tiene
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de la actividad del escritor en ciernes, que «llevaba ya varios
meses trabajando en su poema» titulado, tras larga duda, «Des
tino», y no «El Destino», del que tiene ya «trescientos y pico
versos». Además, esta información de difícil acceso está mani
pulada en un evidente sentido irónico, que no excluye, sin em
bargo, la simpatía. El personaje parece responder puntualmente
al modelo tópico de poetilla, aquel que busca su identidad como
tal más en una pose o en el reconocimiento de la sociedad
que en el laborioso esfuerzo en pos de la obra. Es melenudo,
escribe arrebatado por la inspiración en un multitudinario café,
y antes de concluir su poema, de tan sospechoso —por tópico—
encabezamiento, ya ha diseñado la maqueta de la edición, pen
sado en el tipo de imprenta y elaborado una lista de suscripto-
res. En un verbo de rotunda carga semántica esa ironía del
narrador se hace abiertamente patente: al joven poeta le ator
mentan dos dudas (en realidad, dos banalidades): el Laus Deo
del colofón y la nota biográfica.
Hay en esta secuencia A un párrafo que ilustra una de las
posibles formas de relación entre el narrador y la intimidad
psíquica del personaje y que merece comentario aparte.
Como ya hemos visto en el plano teórico, el pensamiento
de las criaturas ficticias de una novela puede llegar al lector
directa o indirectamente. Lo primero gracias al monólogo o
soliloquio de inspiración teatral en la narrativa de todos los
tiempos, o por medio del «monólogo interior» o «corriente
de conciencia» en la novelística contemporánea. Lo segundo,
a través de la voz del narrador que resume con sus palabras
lo que el personaje piensa. Aquello reclama la primera persona
gramatical; esto, la tercera.
La tercera posibilidad, de sumo rendimiento expresivo, viene
dada por el estilo indirecto libre, que permite reflejar, de forma
eficaz, el pensamiento del protagonista sin prescindir de la ter
cera persona del narrador. Todas las marcas lingüísticas que
caracterizan este estilo se dan en el párrafo que comienza con:
«Era más sencillo, más evocador, más misterioso», y termina
en punto y aparte. Corresponde, sin duda, a los argumentos
que el poeta, después de consultar a otros más veteranos, se
ha dado a sí mismo para resolver el dilema del título de su obra.
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La voz del narrador puede gozar de una perspectiva más
amplia y libre o más limitada y estricta, pero siempre ha de
cumplir la función de describir espacios y personajes, narrar
acciones, y transmitir los datos pertinentes para la buena com
prensión del relato. Por eso no es difícil distinguir en el discur
so novelístico otra voz por detrás de la narradora, la de un
autor implícito cuya presencia no es imprescindible para la es
tructuración de la obra, pero sí puede serlo para su significado.
Esa voz interpreta lo que en una novela ocurre, transmitiendo
mensajes poéticos, filosóficos o ideológicos, y orientando la
lectura, para lo que es frecuente que apele explícita o implícita
mente a un cierto lector. De ello hay indicios en el fragmento
de nuestro comentario, como se puede apreciar en el siguiente
párrafo de A : «Había ya elegido también el tipo de imprenta
(un tipo sencillo, claro, clásico; un tipo que se leyese con sosie
go; vamos, queremos decir un bodoni), y tenía ya redactada
la justificación de la tirada».
En el primer párrafo de esa misma viñeta comienza predomi
nando la voz del narrador, pero la frase «Eso de la inspiración
debe ser como una mariposita ciega o sorda, pero muy lumino
sa; si no, no se explicarían muchas cosas» pertenece de cierto
a otra función complementaria, la del autor implícito, que aflo
ra otra vez en el rotundo plural de cortesía que acabamos de
subrayar. A él debemos atribuir asimismo las dos frases inicia
les de B y C que ya han sido comentadas, porque sirven a
la armónica transición de las secuencias. La última de ellas,
además, tiene sumo valor semántico, de definición temática,
como más adelante tendremos la oportunidad de comentar, y
en ella nos encontramos de nuevo con otro verbo en la persona
nosotros, que esta vez sugiere ya abiertamente una forma inclu
siva del sujeto de la enunciación y su destinatario (esto es,
el autor y el lector implícitos, respectivamente): « ... sin que
nadie sepamos nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo
que pasa».
El tiempo como factor de la estructura narrativa está en este
texto íntimamente vinculado a la modalización. B y D son lo
que denominábamos escenasy porque en ambas viñetas, por vir-
154 tud del dialogismo predominante, las dos dimensiones tempora
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les, externa e interna, de lo novelístico se igualan convencional
mente, y el ritmo se remansa. Por eso las novelas en que,
como en La colmena, el diálogo predomina ofrecen una notable
reducción del timpo de la historia relatada.
Por el contrario A y C se caracterizan por su estatismo y
su ruptura del orden cronológico, su anacronía. La descripción
de un personaje y sus pensamientos detiene el fluir del tiempo
de la historia, cuando no la proyecta hacia el pasado, como
ocurre llamativamente en C, donde desde el presente de los
años cuarenta en que se sitúa el relato primario de La colmena
retrocedemos hasta la juventud y frustrada carrera política de
don Trinidad durante la República. Pero tampoco en A se omi
te una referencia a los últimos meses de trabajo creador del
poeta.
La plasmación del tiempo en el discurso depende fundamen
talmente del verbo, como la modalización de la persona grama
tical. El relato primario de La colmena, que instituye el estrato
temporal del «ahora» de la ficción narrada, vine dado por el
presente histórico: «El jovencito melenudo hace versos entre
la barahúnda» (A); «Doña Rosa clava sus ojitos de ratón sobre
Pepe» (5); «Un señor (...) le da trocitos de bollo suizo, mojado
en café con leche, a un niño» (C); «Doña Rosa se apoya en
una mesa y sonríe» (D). Se trata de un uso estilístico útil para
el acercamiento al lector de unos hechos inexorablemente perte
necientes —por narrados— al pretérito. Es, con todo, la forma
verbal predominante, a la que el propio autor alude, junto
a la tercera persona narrativa, como elemento constructivo bási
co de su novela en un prólogo muy interesante, titulado «Algu
nas palabras al que leyere» (O. C ., t. VII). La crítica, por
su parte, ha justificado la pertinencia de esta elección en el
reflejo de una ahondad, por así decirlo, que representaría el
estancamiento y monotonía de unas vidas sin esperanza.
En B —«Doña Rosa sudaba por el bigote y por la frente»—
encontramos asimismo un ejemplo de «imperfecto como repre
sentación viva», que refuerza el efecto de ahoridad buscado
por el escritor. La retrospección o analepsis de C se produce
claramente cuando el presente histórico da paso al pretérito
indefinido («El señor se llama don Trinidad García Sobrino
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El léxico matiza debidamente la expresión: cabrearse, leñe,
espabila, la pringas (este último inserto en la narración de C).
Al mismo objetivo contribuye el cúmulo de frases hechas, de
nula originalidad expresiva, que sin embargo sostienen las líneas
maestras del habla de personajes burdos como la duefla del
café: «tosiendo y pisando fuerte como un señorito»; «no seré
yo quien lo vea»; «¡Ya os daría yo para el pelo!»; «no hay
Dios que os quite el pelo de la dehesa»; «tengamos la fiesta
en paz»; «si fueras más hombre ya te habría puesto de patas en
la calle»; «Cada cual a lo suyo»; «¡Es que hay gente sin con
ciencia, hija!». En una viñeta anterior, la primera de este capí
tulo y de la novela, el narrador manifiesta que «doña Rosa
dice con frecuencia leñe y nos ha merengao», y esto se cumple
aquí, por doble partida en cuanto a lo segundo. Las primeras
palabras de doña Rosa en La colmena («—No perdamos la
perspectiva») reaparecen ahora en A , acreditando la penuria
verbal del personaje.
En suma, el escritor consigue cumplidamente en pocas pági
nas aprovechar la lengua hablada en el conjunto artístico de
una obra literaria, y para ello renuncia a las prevaricaciones
idiomáticas y relajamientos fónicos (usté, cuñao, pasmao, dar
p a l pelo... ) con que tan cómodamente cumplían el expediente
costumbristas y autores de sainetes.
Finalmente, el complejo temático de estas cuatro secuencias
incide sobre los aspectos secundarios del significado global de
La colmena y se interrelacionan por oposición. A y C contrapo
nen a «un jovencito melenudo» y «un señor de barbita blanca».
Aquél sueña con ser poeta de éxito, tiene esperanza. Este soñó
con un acta de diputado —eso era el triunfo para él— y ahora
se contenta con vegetar, desesperanzado, viviendo del «lucrati
vo menester del préstamo a interés». En cierto modo —-acaso
por el despego irónico del narrador hacia el personaje— esta
mos seguros de que el poeta, como don Trinidad, acabará frus
trado y aburrido.
Entre B y D contrasta la actitud de doña Rosa. La rotunda
agresividad con que humilla a sus subordinados en B se torna
untuosa afectividad («Doña Rosa sonríe (...) pone la dulce voz,
la persuasiva voz de los consejos», después de su gesticulación
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furibunda de B) para proponer, como celestina, que una pobre
mujer se vuelva a entregar a un sujeto grosero y prepotente.
Mas puede que influya también en su actitud lo que el autor
implícito aventura en la primera página de la novela: «Hay
quien dice que a doña Rosa le brillan los ojos cuando viene
la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta».
Desesperanza, humillación, aburrimiento, pobreza, sexo y el
poder del dinero son los sucesivos semas que jalonan este seg
mento de La colmena. Y todos ellos confluyen en ese clima,
tan sólo superable gracias a la solidaridad humana, que el autor
implícito resume cabalmente con estas palabras de la secuencia
C que ahora cumple ya reproducir en su integridad:
«Flota en el aire como un pesar que se va clavando en los
corazones. Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras
hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepamos nunca, dema
siado a ciencia cierta, qué es lo que pasa».
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COMENTARIO QUINTO:
La muerte de Aríemio Cruz de Carlos
Fuentes.
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A. Yo sé que me atraviesan la piel del antebrazo con esa
aguja; grito antes de sentir dolor alguno; el anuncio de ese
dolor viaja a mi cerebro antes de que la piel lo sienta... ah...
a prevenirme del dolor que sentiré... a ponerme en guardia
para que me dé cuenta... para que sienta el dolor con más
fuerza... porque... darse cuenta... debilita... me convierte en
víctima... cuando me doy cuenta... de las fuerzas que no me
consultarán... no me tomarán en cuenta... ya: los órganos del
dolor... más lentos... vencen a los de mi reflejo... dolor que
ya no es... el de la inyección... sino el m ism o... yo sé... que me
tocan el vientre... con cuidado... el vientre abultado... pasto
so... azul... lo tocan... no lo aguanto... lo tocan... con esa
mano enjabonada... ese rastrillo que me afeita el vientre, el
pubis... no lo aguanto... grito... debo gritar... me sujetan...
los brazos... los hombros... grito que me dejen... me dejen
morir en paz... no me toquen... no tolero que me toquen...
ese estómago inflamado... sensitivo... como un ojo llagado...
no tolero... no sé... me detienen... me apoyan... no se mueven
mis intestinos... no se mueven, ahora lo siento, ahora lo sé...
los gases abultan, no salen, paralizan... no fluyen esos líquidos
que debían fluir, ya no fluyen... me hinchan... lo sé... no tengo
temperatura... lo sé... no sé para dónde moverme, a quién pe
dir auxilio, dirección, para levantarme y andar... pujo... pujo...
no llega la sangre... sé que no llega a donde debía llegar...
debía salirme por la boca... por el ano... no sale... no saben...
adivinan... me palpan... palpan mi corazón acelerado... tocan
mi muñeca sin pulso... me doblo... me doblo en dos... me
toman de los sobacos me duermo... me recuestan... me doblo...
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me duermo... les digo... debo decirles antes de dormirme...
les digo... no sé quiénes son... «Cruzamos el río... a caballo»...
huelo mi propio aliento... fétido... me recuestan... se abre la
puerta... se abren las ventanas... corro... me empujan... veo
el cielo... veo las luces borradas que pasan frente a mi vista...
toco... huelo... veo... gusto... oigo... me llevan... paso ju m o...
junto... por un corredor... decorado... me llevan... paso junto
tocando, oliendo, gustando, viendo, oliendo las tallas suntuosas
— las taraceas opulentas — las molduras de yeso y oro —las
cajoneras de hueso y carey — las chapas y aldabas — los cofres
con cuarterones y bocallaves de hierro — los olorosos escaños
de ayacahuite — las sillerías de coro — los copetes y faldones
barrocos — los respaldos combados — los travesaños torneados
— los mascarones policromos — los tachones de bronce —
los cueros labrados — las patas cabriolas de garra y bola — los
sillones de damasco — las casullas de hilo de plata — los sofás
de terciopelo — las mesas de refectorio — los cilindros y las
ánforas — los tableros biselados — las camas de baldaquín
y lienzo — los postes estriados — los escudos y las orlas —
los tapetes de merino — las llaves de fierro — los óleos cuartea
dos — las sedas y las cachemiras — las lanas y las tafetas
— los cristales y los candiles — las vajillas pintadas a mano
— las vigas calurosas — eso no lo tocarán... eso no será suyo...
los párpados... hay que abrir los párpados... que abran las
ventanas... ruedo... las manos grandes... los pies enormes...
duermo... las luces que pasan frente a mis párpados abiertos...
las luces del cielo... abran las estrellas... no sé...
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con la cera de arrayán, de la compañía del mulato Lunero...
Pero frente a tu convulsión interna... un alfiler en la memoria,
otro en la intuición del porvenir... se abrirá este nuevo mundo
de la noche y la montaña y su luz oscura empezará a abrirse
paso en los ojos, nuevos también y teñidos de lo que ha dejado
de ser vida para convertirse en recuerdo, de un niño que ahora
pertenecerá a lo indomable, a lo ajeno a las fuerzas propias,
a la anchura de la tierra... Liberado de la fatalidad de un
sitio y un nacimiento... esclavizado a otro destino, el nuevo,
el desconocido, el que se cierne detrás de la sierra iluminada
por las estrellas. Sentado, recuperando el aliento, te abrirás
al vasto panorama inmediato: la luz del cielo apretado de estre
llas te llegará pareja y permanentemente... Girará la tierra en
su carrera uniforme sobre un eje propio y un sol maestro...
girarán la tierra y la luna alrededor de sí mismas y del cuerpo
opuesto y ambas alrededor del campo común de su peso...
Se moverá toda la corte del sol dentro de su cinturón blanco
y el reguero de pólvora líquida se moverá frente a los conglo
merados externos, en torno de esta bóveda clara de la noche
tropical, en la danza perpetua de dedos entrelazados, en el diá
logo sin dirección y fronteras del universo... y la luz parpadean
te te seguirá bañando, a ti, al llano, a la montaña con una
constancia ajena al movimiento de la estrella y al girar de la
tierra, el satélite, el astro, la galaxia, la nebulosa; ajenas a
las fricciones, las cohesiones y los movimientos elásticos que
unen y prensan la fuerza del mundo, de la roca, de tus propias
manos unidas esa noche en una primera exclamación de asom
bro... Querrás fijar la vista en una sola estrella y recoger toda
su luz, esa luz fría, invisible como el color más ancho de la
luz del sol... pero esa luz no se deja sentir sobre la piel...
Guiñarás los ojos y en la noche como en el día no podrás
ver el verdadero color del mundo, prohibido a los ojos del
hombre... Te perderás, distraído, en la contemplación de la
luz blanca que penetrará en tu pupila con su ritmo tajado y
discontinuo... Desde todos sus manantiales, toda la luz del uni
verso iniciará su carrera veloz y curva, doblándose sobre la
presencia fugaz de los cuerpos dormidos del propio universo...
A través de la concentración móvil de lo tangible, los arcos
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de luz se ceñirán, se separarán y crearán en su permanencia
veloz el contorno total, el armazón... Sentirás llegar las luces
y al mismo tiempo... cercanos los sabores nimios de la monta
ña y el llano: el arrayán y la papaya, el huele-de-noche y el
tabachín, la piña de palo y el laurel-tulipán, la vainilla y el
tecotehue, la violeta cimarrona, la mimosa, la flor de tigre...
las verás claramente retroceder, cada vez más al fondo, en un
reflujo mareante de las islas heladas... cada vez más lejos de
la primera apertura y del primer estallido... Correrá la luz hacia
tus ojos; correrá al mismo tiempo hacia el borde más lejano
del espacio... Clavarás las manos en el asiento de roca y cerra
rás los ojos... Volverás a escuchar el rumor cercano de las
cigarras, el balido de una tropa descarriada... Todo parecerá
marcha, en ese instante de ojos cerrados, a un tiempo, hacia
adelante, hacia atrás y hacia el suelo que lo sostiene... ese zopi
lote que vuela atado a la atracción del más hondo recodo del
río veracruzano y que después se posará en la inmovilidad de
un peñasco, pronto a levantar el vuelo que cortará, en ondas
oscuras, la pareja insistencia de las estrellas... Y tú nada senti
rás... Nada parecería moverse en la noche: ni siquiera el zopilo
te interrumpirá la quietud... La carrera, el girar, la agitación
infinita del universo no se sentirán en tus ojos, en tus pies,
en tu cuello quietos... Contemplarás la tierra dormida... Toda
la tierra: rocas y vetas minerales, masa de la montaña, densidad
del campo arado, corriente del río, hombres y casas, bestias
y aves, capas ignoradas del fuego subterráneo, se opondrán
al movimiento irreversible e imperturbable pero no lo resisti
rán... Tú jugarás con un pedrusco, esperando la llegada de
Lunero y la muía: lo arrojarás por la pendiente para que alcan
ce un minuto de vida propia, veloz, enérgica: pequeño sol errante,
breve calidoscopio de luces dobles... Casi tan rápido como la
luz que lo contrasta; en seguida, grano perdido al pie de la mon
taña, mientras la iluminación de las estrellas sigue corriendo
desde su origen, con la rapidez imperceptible y total... Tu vista
se perderá en ese precipicio lateral por donde la piedra ha roda
d o... Apoyarás la barbilla en el puño y tu perfil se recortará
sobre la línea del horizonte nocturno... Serás ese nuevo elemen-
164 to del paisaje que pronto desaparecerá para buscar, del otro
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lado de la montaña, el futuro incierto de su vida... Pero ya,
aquí, la vida empezará a ser lo próximo y dejará de ser lo
pasado... La inocencia morirá, no a manos de la culpa, sino
del asombro amoroso... Tan alto, tan alto, nunca habías esta
d o... Las cruces de la anchura nunca las habías visto... La
cercanía acostumbrada del mundo pegado al río será sólo una
proporción de esta inmensidad insospechada... Y no te sentirás
pequeño al contemplar y contemplar, en ese ocio sereno de
la incertidumbre, los lejanos cúmulos de nubes, el plano ondu
lante de la tierra y el ascenso vertical del cielo... Te sentirás
mejor, ordenado y distante... No te sabrás sobre un suelo nue
vo, emergido del mar en las últimas horas, apenas, para estre
llar cordillera contra cordillera y arrugarse como un pergamino
apretado por la mano poderosa de la tercera época... Te senti
rás alto sobre la montaña, perpendicular al campo, paralelo
a la línea del horizonte... Y te sentirás en la noche, en el ángulo
perdido del sol: en el tiempo... Allá lejos, ¿están esas constela
ciones, como parecen al ojo desnudo, una al lado de la otra,
o las separa un tiempo incontable?... Girará otro planeta sobre
tu cabeza y el tiempo del planeta será idéntico a sí mismo:
la rotación oscura y lejana quizá se consuma en ese instante,
único día del único año, medida mercurial, separado para siem
pre de los días de tus años... Aquél ahora no será el tuyo,
como no lo será el presente de las estrellas que volverás a
contemplar, adivinando la luz pasada de un tiempo ajeno, aca
so muerto... La luz que verán tus ojos será sólo el espectro
de la luz que inició su viaje hace varios años, varios siglos
tuyos: ¿seguirá viviendo esa estrella?... Vivirá mientras tus ojos
la vean... Y sólo sabrás que ya estaba muerta mientras la mira
bas, la noche futura en que termine de llegar a tus mismos
ojos —si aún existe— la luz que realmente brotó, en el ahora
de la estrella, cuando tus ojos contemplaban la luz antigua
y creían bautizarla con la mirada... Muerto en su origen lo
que estará vivo en tus sentidos... Perdido, calcinado, el manan
tial de luz que seguirá viajando, ya sin origen, hacia los ojos
de un muchacho en una noche de otro tiempo... De otro tiem
po... Tiempo que se llenará de vida, de actos, de ideas, pero
que jamás será un flujo inexorable entre el primer hito del
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pasado y el último del porvenir... Tiempo que sólo existirá
en la reconstrucción de la memoria aislada, en el vuelo del
deseo aislado, perdido una vez que la oportunidad de vivir
se agote, encarnado en este ser singular que eres tú, un niño,
ya un viejo moribundo, que ligas en una ceremonia misteriosa,
esta noche, a los pequeños insectos que se encaraman por las
rocas de la vertiente y a los inmensos astros que giran en silen
cio sobre el fondo infinito del espacio... Nada sucederá en el
minuto sin ruido de la tierra, el firmamento y tú... Todo existi
rá, se moverá, se separará, en un río de cambio que en ese
instante lo disolverá, envejecerá y corromperá todo, sin que
se levante una voz de alarma... El sol se está quemando vivo,
el fierro se está derrumbando en polvo, la energía sin rumbo
se está disipando en el espacio, las masas se están gastando
en la radiación, la tierra se está enfriando de muerte... Y tú
esperarás a un mulato y a una bestia para cruzar la montaña
y empezar a vivir, llenar el tiempo, ejecutar los pasos y adema
nes de un juego macabro en el que la vida avanzará al mismo
tiempo que la vida muera; de una danza de locura en la que
el tiempo devorará al tiempo y nadie podrá detener, vivo, el
curso irreversible de la desaparición... El niño, la tierra, el uni
verso: en los tres, algún día, no habrá ni luz, ni calor, ni
vida... Habrá sólo la unidad total, olvidada, sin nombre y sin
hombre que la nombre: fundidos espacio y tiempo, materia
y energía... Y todas las cosas tendrán el mismo nombre... Nin
guno... Pero todavía n o... Todavía nacen los hombres... Toda
vía escucharás el «aooo» prolongado de Lunero y el sonido
de las herraduras sobre la roca... Todavía te latirá el corazón
con un ritmo acelerado, consciente, al fin, de que, a partir
de hoy, la aventura desconocida empieza, el mundo se abre
y te ofrece su tiempo... Tú existes... Tú estás de pie en la
montaña... Tú contestas con un silbido la entonación de Lune
ro... Vas a vivir... Vas a ser el punto de encuentro y la razón
del orden universal... Tiene una razón tu cuerpo... Tiene una
razón tu vida... Eres, serás, fuiste el universo encarnado... Para
ti se encenderán las galaxias y se incendiará el sol... Para que
tú ames y vivas y seas... Para que tú encuentres el secreto
166 y mueras sin poder participarlo, porque sólo lo poseerás cuando
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tus ojos se cierren para siempre... Tú, de pie, Cruz, trece años,
al filo de la vida... Tú, ojos verdes, brazos delgados, pelo co-
breado por el sol... Tú, amigo de un mulato olvidado... Tú
serás el nombre del mundo... Tú escucharás el «aooo» prolon
gado de Lunero... Tú comprometes la existencia de todo el
fresco infinito, sin fondo, del universo... Tú escucharás las he
rraduras sobre la roca... En ti se tocan la estrella y la tierra...
Tú escucharás el disparo del fusil detrás del grito de Lunero...
Sobre tu cabeza caerán, como si regresaran de un viaje sin
origen ni fin en el tiempo, las promesas de amor y soledad,
de odio y esfuerzo, de violencia y ternura, de amistad y desen
canto, de tiempo y olvido, de inocencia y asombro... Tú escu
charás el silencio de la noche, sin el grito de Lunero, sin el
eco de las herraduras... En tu corazón, abierto a la vida, esta
noche; en tu corazón abierto...
C. 1889: 9 de a b r il
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buscaba, lo buscaba, alargaba los brazos: Lunero cortó el cor
dón, amarró el cabo, lavó el cuerpo, el rostro, lo acarició,
lo besó, quiso entregarlo a su hermana, pero Isabel Cruz, Cruz
Isabel ya gemía con una nueva contracción y se acercaban las
botas a la choza donde yacía la mujer sobre la tierra suelta,
bajo el techo de palmas, se acercaban las botas y Lunero dete
nía boca abajo ese cuerpo, le pegaba con la palma abierta
para que llorara, llorara mientras se acercaban las botas: lloró:
él lloró y empezó a vivir...
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Artemio Cruz... nombre... «inútil»... «corazón»... «masaje»...
«inútil»... ya no sabrás... te traje adentro y moriré contigo...
los tres... moriremos... Tú... mueres... has muerto... moriré
* * *
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que confirma lo anunciado ya por un elemento paratextual tan
importante como es el título de la novela.
En efecto, este y o es el del personaje Artemio Cruz en trance
de narrar los prolegómenos de su propia muerte. Para ello el
escritor ha escogido una forma de discurso nouménico —íntimo,
no pronunciado y sin narratario— que permite reflejar de modo
convincente la intimidad psíquica de tal protagonista: el monó
logo interior o flujo de conciencia. Ello configura un determi
nado lector implícito, capaz de reconstruir a partir de un dis
curso esquemático, hasta cierto punto inconexo y de sintaxis
elemental una situación que se ofrece exclusivamente desde la
perspectiva interiorizada de aquel narrador-personaje.
Así, este fragmento ensarta sin solución de continuidad sig
nos de lo que le sucede de hecho a Artemio Cruz junto a
aquello que él piensa, siente o desvaría. En la primera línea
se incluye una referencia importante: previamente a las manipu
laciones que el cuerpo del personaje-narrador sufre por parte
de sus médicos y enfermeras, como preparativo para una inter
vención quirúrgica, Artemio percibe «que me atraviesan la piel
del antebrazo con esa aguja». Se trata sin duda de una aneste
sia que comienza a surtir sus efectos poco después, como los
propios doctores comprueban según el procedimiento habitual
en estos casos (hacer alguna pregunta al paciente): «me duer
m o... les digo... debo decirles antes de dormirme... les digo...
no sé quiénes son». La frase siguiente, entrecomillada —«Cru
zamos el río... a caballo»— , significa la irrupción en el monó
logo de un nuevo orden de cosas: el pasado o el delirio del
personaje. A partir de ahí, verosímilmente, el discurso se hace
más y más incoherente, en forma de lo que retóricamente po
dríamos denominar una enumeración caótica cuyos elementos
aparecen engarzados por un signo tipográfico no usual como
es el guión, para regresar de esa cadena onírica, en las últimas
líneas, con nuevos indicios de que el sujeto está perdiendo la
consciencia sobre la mesa del quirófano: «los pies enormes...
duermo... las luces que pasan frente a mis párpados abiertos...
las luces del cielo... abran las estrellas... no sé...».
La perspectiva interiorizada que el novelista ha elegido para
170 el narrador nos obliga a deducir de su voz sincopada los signos
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correspondientes al espacio narrativo y a los personajes que
lo habitan. Y no sin dificultad concluimos que se trata de un
sanatorio por cuyos pasillos —«por un corredor... decorado...
me llevan»— Artemio Cruz es trasladado por el personal médi
co hasta el quirófano donde va a ser intervenido. Complemen
tariamente, esta secuencia instaura un momento temporal que
siendo el postrero para un protagonista a las puertas de la
muerte como el título de la novela anuncia, es sin embargo
el que corresponde a lo que narratológicamente denominába
mos relato primario —aquel en relación al cual se establece
la existencia de anacronías, o alteraciones del orden de la histo
ria en el discurso novelístico— , según tendremos la oportuni
dad de comprobar mediante el análisis de los fragmentos poste
riores. La forma verbal predominante aquí, el presente de indi
cativo —desde «sé... atraviesan... grito...» hasta «duermo... pa
san... no sé»— ratifica esa condición de relato primario en
lo que al tiempo se refiere para esta secuencia del YO (como
para todas las anteriores —once, si queremos ser exactos— que
a lo largo de la novela ostentan las mismas características).
Las palabras iniciales de B y «TU estarás allí, en las primeras
cimas del monte», aportan signos explícitos de cambio espacial
y temporal, mientras que la segunda persona gramatical, lejos
de introducir en el discurso un destinatario objetivo al que se
apostrofara, muy pronto revelará su condición de mero desdo
blamiento reflejo del yo . No obstante, la reiteración apelativa
del tú no deja de implicar al lector, provocando en él reacciones
que algunos analistas de La muerte de Artem io Cruz han esti
mado como de fastidio por lo machacón del recurso.
En efecto, ese TU es signo del propio Artemio en diálogo
consigo mismo. Diálogo que adquiere una disposición temporal
muy lograda, pero no exenta de considerable dificultad, pues
impone una complicada operación hermenéutica.
Me refiero a que el tiempo verbal predominante, que es el
futuro simple —«estarás... te detendrás...»— no representa una
dimensión ulterior al presente del relato primario, que se cierra
como veremos enseguida con la muerte del protagonista y na
rrador, sino que por el contrario es una forma paradójica de
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narrar el pasado, pues toda esta secuencia B significa en rela
ción a A una anacronía retrospectiva o analepsis.
Para una completa comprensión de la estructura temporal
que describimos es necesario el concurso de páginas anteriores
de la novela, pero una vez identificado el TU de este fragmento
con el YO narrador del precedente, no faltan en B indicios
que permiten percibir bien a las claras el carácter retrospectivo
de lo que se cuenta. El más explícito de todos es este párrafo,
ya hacia el final del fragmento que nos ocupa: «Tú, de pie,
Cruz, trece años, al filo de la vida...». Pero hay, líneas atrás,
otra frase que nos certifica la identidad del sujeto de la enun
ciación de A y B y nos revela el juego temporal que apuntamos:
«encarnado en este ser singular que eres tú, un niño, ya un
viejo moribundo».
Del delirio interior de A hemos pasado, a lo que se deduce,
a una especie de rememoración en discurso sumamente elabora
do del momento en que, desde la altura liberadora de una
montaña, Artemio Cruz adolescente abandona su pasado, espa
cialmente encarnado en el llano del que escapa, y se abre a
la vida futura, como cumpliendo con un rito de iniciación:
«Liberado de la fatalidad de un sitio y un nacimiento... esclavi
zado a otro destino, el nuevo, el desconocido, el que se cierne
detrás de la sierra iluminada por las estrellas». Al desorden
psicológico y sintáctico del monólogo interior sucede ahora un
estilo de narración profundamente lírico, idóneo para describir
el revelador instante —la epifanía— en que el mundo intrigante
y maravilloso está a merced del sujeto protagonista, en que
todo es posible aún, por inexplorado: «Todavía te laterá el
corazón con un ritmo acelerado, consciente al fin de que a
partir de hoy la aventura desconocida empieza, el mundo se
abre y te ofrece su tiempo».
Comprendemos, pues, el sentido de la sustitución del pretéri
to por el futuro. El TU de Artemio reproduce el pasado como
aquel momento en que todo estaba aún por hacer y escribir,
si bien ese futuro ficticio que el texto erige carece de la libertad
propia de tal dimensión del tiempo, pues todo ha sucedido
ya de una determinada manera, si lo vemos desde la perspectiva
172 del YO agonizante.
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Hay un párrafo donde esta paradoja temporal se hace paten
te, y donde encontramos referencias a la objetividad de los
hechos que están en la raíz de la situación: «Y tú esperarás
a un mulato y a una bestia para cruzar la montaña y empezar a
vivir». Y aunque la secuencia siguiente en nuestro comentario
aporte un dato fundamental para identificar al mulato del que
se habla —que no es otro que Lunero Cruz, tío de Artemio—
la clave para la comprensión de B se encuentra, como ya ade
lantábamos líneas atrás, en la secuencia de la novela inmediata
mente anterior a A , y por lo tanto al margen del texto elegido
para nuestro comentario.
Allí el niño Artemio Cruz vive en un efímero paraíso de
felicidad e inocencia, bajo la amorosa protección de su tío el
esclavo Lunero, en la hacienda de Cocuya que había perteneci
do a los Menchaca, familia de la burguesía criolla que había
robado la tierra a los indios con el apoyo del dictador Santa
Anna, para ser más tarde despojados a su vez de la finca por
el nuevo cacique instalado por Porfirio Díaz. Pero ante el te
mor de verse privado de aquella compañía imprescindible, pues
los nuevos amos habían enviado a un enganchador para que
se llevase a Lunero a otra explotación de tabaco, Artemio mata
por error a don Pedrito, el vástago ruinoso de los últimos Men
chaca, lo que les obliga a los dos protagonistas de esta secuen
cia —Artemio y su tío— a emprender la huida tal y como
se narra en B . En su texto se alude vagamente a todo esto,
con la frase «La inocencia morirá, no a manos de la culpa,
sino del asombro amoroso». Se cumple así con uno de los
pasos fundamentales de toda aventura del héroe: la transgresión
o mitema de la caída, por la que el sujeto se ve expulsado
del Paraíso e inmerso en el torbellino del mundo y la Historia,
representada aquí por la Revolución mexicana en la que Arte
mio se enrola para ir luego traicionándola poco a poco hasta
el mismo momento de su agonía y muerte.
La secuencia a la que acabamos de referirnos, que quedó
al margen del texto elegido para nuestro comentario pero resul
ta necesaria para el cabal desarrollo del mismo, pertenece a
la misma serie de C. Sus características distintivas son, por
una parte, la presencia de la tercera persona gramatical, frente
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a la primera y segunda de las otras dos series, y en segundo
término un elemento paratextual de gran importancia para la
determinación de la estructura tem poralizados del relato.
Ambas secuencias, como también otras diez anteriores en el
conjunto de toda la novela, van encabezadas por una fecha
entre paréntesis, que corresponde al momento cronológico de
la historia que se narra. Así el episodio de la transgresión ini-
ciática de Artemio aparece fechado en enero de 1903. Y hemos
visto cómo en B se da una referencia explícita de suma relevan
cia a este respecto: «Tú, de pie, Cruz, trece años, al filo de
la vida...».
Pues bien, la secuencia tercera de nuestro comentario, que
identificamos con la letra C, se abre con una indicación crono
lógica —«1889: Abril 9»— perfectamente congruente con su
contenido, pues en ella se relata desde la perspectiva distanciada
de un narrador heterodiegético del que es índice el uso de la
tercera persona, el parto por el que Isabel Cruz, atendida por
su hermano el mulato Lunero, daba a luz a un niño -—«lloró:
él lloró y empezó a vivir...»—, que sería el propio Artemio.
Frente al pretérito subjetivizado de B, que como hemos estu
diado encontraba una forma de expresión paradójica pero esti
lísticamente muy efectiva en el futuro verbal, en C se propor
ciona al lector un pasado objetivo, con el concurso gramatical
del indefinido —«detuvo», «cerró», «preguntó», etc.— o del
imperfecto de indicativo («pasaba», «gritaba», «sentía... aso
maba... venía»).
El fragmento siguiente, D , posee singular importancia, pese
a su brevedad. Con él, en virtud de la alternancia armónica
de las personas gramaticales que singulariza el discurso de L a
muerte de Artem io Cruz, regresamos al monólogo interior del
YO. La situación sugerida continúa la iniciada en A . La con
ciencia adormecida y doliente del protagonista se sume en el
caos que precede a la muerte. Pero el escritor aprovecha tal
circunstancia para diseñar en breves líneas un cierre integrador
del YO, el TU y el EL cuyo referente ha sido a lo largo de
toda la novela el mismo, Artemio Cruz: «YO no sé... no sé ...
si él soy yo... si tú fue él... si yo soy los tres...». Carlos Fuentes
174 parece haber intentado así construir su novela desde tres pers-
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pectivas distintas de una misma identidad: la del yo consciente,
la del tú autoconsciente y autorecriminador, y la de la alteri-
dad, la de aquello que somos para los demás.
Ese mismo sincretismo se perpetúa en E. Es de notar, no
obstante, el artificio de enlace entre esta secuencia final y B
del que el novelista echa mano. En esta última, el discurso
concluye con una referencia a «tu corazón, abierto a la vida»,
para indicar el momento iniciático en que un Artemio Cruz
de trece años, en 1903, encetaba el camino de su existencia
independiente, «histórica» por así decirlo. Ahora, en E, de nue
vo se menciona «tu corazón abierto». Pero no lo es ya a la
vida, sino a la muerte. La referencia inmediata al bisturí no
deja lugar a dudas de que se trata no de una metáfora, sino
del comienzo de una operación quirúrgica... «a vida o muerte»,
como se suele también decir. Y en una página de excelente
monólogo interior, donde el clímax de la incoherencia se inten
sifica a medida que el impulso vital del protagonista se extin
gue, se ratifica aquel sincretismo de las personas gramaticales
al que acabamos de referirnos con el complementario de los
tres tiempos verbales, pretérito, presente y futuro, que ha sido
asimismo objeto de comentario por nuestra parte: «los tres...
moriremos... T ú... mueres... has muerto... moriré».
Con todo lo visto estamos ya en condiciones de trazar la
estructura temporal de este fragmento, que resulta por otra
parte muy representativa de lo que es la novela en su conjunto.
El relato prim ario, de escasa amplitud temporal pues correspon
de al breve lapso que va entre la preparación de Artemio y
el comienzo de su intervención quirúrgica en una fecha indeter
minada de hacia 1959-1960, se instaura en las secuencias A ,
D y E. Y desde ese plano temporal, dos analepsis: la del frag
mento B que nos retrotrae al comienzo de la adolescencia del
protagonista, en 1903, y, finalmente la de mayor alcance de
todas cuantas se dan en el texto completo de la novela, la
del relato en tercera persona de C fechado el 9 de abril de
1889, día del nacimiento del protagonista.
Quiere ello decir que la historia narrada en La muerte de
Artem io Cruz tiene una amplitud cronológica de unos setenta
o setenta y un años, de 1889 a 1959 o 1960, que abarca la
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trayectoria vital del personaje principal. Pero el novelista no
ha optado por una disposición constructiva de linealidad tem
poral, sino retrospectiva, pues en el texto predomina como rela
to primario el de las últimas horas de la existencia de Artemio,
y desde ese punto de referencia el discurso va aportando, en
las secuencias del TU y del El, trancos de su vida pasada.
Tipológicamente considerada en relación al tratamiento del tiem
po la novela de Carlos Fuentes se caracteriza por su reducción
temporal —el relato primario tiene una amplitud de tan sólo
horas— y su anacronía retrospectiva.
Este desorden entre el tiempo de la historia y el tiempo del
discurso precipita en un logradísimo efecto semántico que la
crítica no ha dejado de comentar. Me refiero a que en las
dos últimas páginas de la obra se da precisamente el alfa y
el omega de su historia, el nacimiento de Artemio en la hacien
da de Cocuya y su muerte en un quirófano de México D. F.
Ello merece comentario aparte.
Tan sólo cuando ha llegado a este punto, el lector comprende
el sentido pleno de los elementos paratextuales más importantes
de la novela. Y no me refiero únicamente a su título, que
desde la primera secuencia propiamente dicha de La muerte
de Artem io Cruz, donde este aparece ya en estado precomato-
so, adelanta inequívocamente cuál va a ser el desenlace. Pienso
más bien en los lemas o citas literarias que ocupan una página
independiente entre ambos textos (título y secuencia inicial).
Unos versos de El gran teatro del mundo de Pedro Calderón
de la Barca, profundamente barrocos por el motivo que desa
rrollan, preludian ya esa paradoja temporal que acabamos de
estudiar en las últimas secuencias de la novela: «Hombres que
salís al suelo/ por una cuna de hielo/ y por un sepulcro en
tráis,/ ved cómo representáis...». De hecho esas dos situaciones
se encarnan en las secuencias C y D /E en lo que a Artemio se
refiere.
No es difícil relacionar esta configuración temporal, en donde
la contigüidad del principio y el fin parece sugerir la figura
de un círculo, con el mito primordial del «eterno retom o», de
inspiración nietzscheana, estudiado cumplidamente por Mircea
176 Eliade. Pero la crítica especializada en Carlos Fuentes no ha
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dudado en destacar cómo en la cosmología de los antiguos
aztecas, al igual que en la de otros pueblos europeos pre
cristianos, el tiempo carecía de una dimensión lineal proyectiva,
pues al contrario se organizaba sobre el patrón del ciclo y el
retorno. En este sentido, nacer y morir son instantes equivalen
tes, pues ambos se sitúan el uno junto al otro en esa eterna
rueda de la existencia humana y del devenir cósmico.
Algo de ello hay en el tema global de La muerte de Artemio
Cruz, que trasciende hacia lo político y lo histórico. En efecto,
la historia de la traición mejicana se repite. Como ya hemos
visto en una excursión obligada a páginas de la novela anterio
res a las comentadas, los Menchaca, a la sombra de Santa
Anna, son los primeros depredadores de su país luego de su
independencia; tras una nueva guerra, la llamada de Reforma
(1858), los lugartenientes de Porfirio Díaz -—aquí la familia
Bemal— desplazan a aquella burguesía criolla; luego le llega
el turno a la generación de los revolucionarios corruptos a la
que pertenece el propio Artemio; y poco antes de su muerte
se cierne sobre él y sus compinches la sombra amenazante de
jóvenes halcones como Jaime Ceballos. Hay una frase al co
mienzo de la novela, concretamente en la secuencia de tercera
persona fechada en mayo de 1919, que resume con claridad
meridiana este núcleo temático: «desventurado país que a cada
generación tiene que destruir a los antiguos poseedores y susti
tuirlos por nuevos amos, tan rapaces y ambiciosos como los
anteriores».
Nada hay con suficente entidad de este tema histórico-político
en el fragmento comentado, lo que confirma la reserva que
expresábamos al final de nuestro capítulo teórico: la novela
es un signo complejo en cuanto estructura unitaria y solidaria
de formas y significados. Su hermenéutica exige, pues, análisis
globales, no microscópicos. Pero no porque esto sea cierto,
una parte del todo deja de significar autónomamente. Y la
que nosotros seleccionamos significa, sobre todo, la contigüidad
de la vida y la muerte, lo que puede ser leído a la luz del
último lema del paratexto, un verso de cierta canción popular
mejicana que dice lo mismo que las frases de profundo desen
gaño barroco de Calderón o Quevedo —recuérdese por ejemplo
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su título La cuna y la sepultura—: «No vale nada la vida:
la vida no vale nada».
No resulta, por lo demás, contradictorio con este tema otro
que merece, sin duda, ser destacado aquí: el del tiempo, que
en toda la novela de Carlos Fuentes es, amén de elemento capi
tal de la estructura, vehículo de significaciones. Destaquemos,
a este respecto, el fragmento B. Allí, la liberación hacia una
nueva vida emblemáticamente representada por el enclave espa
cial de la montaña, que se opone a la llanura del pasado del
protagonista, se hace coincidir con una toma de posesión
del tiempo por parte del niño-adolescente Cruz: «Y te sentirás
en la noche, en el ángulo perdido del sol: en el tiempo». Pero
esa posesión temporal y vital lleva ya en su seno el germen
del no tiempo, de la muerte (y daremos ahora la cita completa):
«Y tú esperarás a un mulato y a una bestia para cruzar la
montaña y empezar a vivir, llenar el tiempo, ejecutar los pasos
y ademanes de un juego macabro en el que la vida avanzará
al mismo tiempo que la vida muera; de una danza de locura
en la que el tiempo devorará al tiempo y nadie podrá detener,
vivo, el curso irreversible de la desaparición...».
De aquella página paratextual que tan buenas pistas nos ha
proporcionado para enriquecer nuestro comentario del tema y
la temporalización compositiva de los fragmentos analizados,
nos quedan otras tres piezas no menos provechosas desde el
punto de vista de la modalización, el otro gran aspecto de
toda estructura narrativa.
La primera es una cita de los Ensayos de Montaigne que
traduzco: «La premeditación de la muerte es la premeditación
de la libertad». La referencia a la situación básica desarrollada
en el relato primario es de claridad meridiana: el yo de Artemio
tomando conciencia de su propia muerte, que le sobreviene tras
la últimas palabras del discurso, que la anuncian como inmedia
ta: mueres... has muerto... moriré.
La segunda procede también de la literatura francesa, en este
caso de la novela de Stendhal R ojo y negro: «Sólo yo sé lo
que habría podido hacer. Para los otros, no soy más que un
quizás». Hay aquí la contradicción entre la intimidad del suje-
178 to, novelísticamente resuelta por Carlos Fuentes mediante el
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uso de las personas gramaticales del YO /TU, y su alteridad
en relación a los demás, que predomina en las secuencias data
das y en tercera persona.
Finalmente, el sincretismo de la identidad del protagonista
a través del tiempo, que confiere a La muerte de Artem io Cruz
un valor nada desdeñable —el de presentar con un talante hu-
manizador y no puramente ideológico la figura de un personaje
problemático—, aparece sugerido ya en una fragmentaria cita
de Muerte sin fin , del poeta mejicano contemporáneo José Go-
rostiza:
«...de mí y de El y de nosotros tres
¡Siempre tres!...»
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GLOSARIO DE NARRATOLOGIA
A C C IO N N A R R A T IV A . Cadena coherente de acontecimien
tos, regida por las leyes de la sucesividad y causali
dad, y dotada de un significado unitario. Junto con
el MODELO ACTANCIAL refleja la estructura de
la HISTORIA que la novela cuenta.
ACTAN TE. Función básica en la sintaxis de la acción narra
tiva que articula la historia contada en la novela,
y que puede ser desempeñada por uno o varios per
sonajes o por fuerzas objetivas —por ejemplo, el
dinero—, subjetivas —la ambición— , trascendenta
les — la Divinidad— o simbólicas —el Bien o el
Mal—. El modelo actancial de A.J. Greimas com
prende las seis instancias siguientes: sujeto, o fuerza
fundamental generadora de la acción; objeto, aque
llo que el sujeto pretende o desea alcanzar; destina
dor (o emisor), quien promueve la acción del sujeto
y sanciona su actuación; destinatario, la entidad en
beneficio de la cual actúa el sujeto; adyuvante (o
auxiliar), papel actancial ocupado por todos lo que
ayudan al sujeto; y oponente, los contrarios a él.
Este modelo actancial sirve para diseñar la estructu
ra de la historia narrada.
A C T O DE H ABLA. Toda frase considerada no como enun
ciado, sino como enunciación lingüística mediante
la cual un sujeto desea transmitir un mensaje a uno
o varios destinatarios con el propósito de obtener
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de ellos determinadas respuestas. Este planteamiento
constituye la base de la Pragmática lingüística, y
desde ella está siendo objeto de diversas aplicaciones
a la Ciencia literaria.
ADYUVANTE. Véase ACTANTE. Sinónimo de AUXILIAR.
AGONICO, PERSONAJE. Aquel que se debate entre conti
nuas alternativas, y modifica por tanto su conducta
y pensamiento a lo largo de la novela. Equivale
al PERSONAJE REDONDO («round») de Henry
James.
ALCANCE. Distancia temporal que separa una ANACRO-
NIA, ya sea ANALEPSIS o PROLEPSIS, del pun
to cronológico marcado por el RELATO PRIMA
RIO de la novela, o momento en relación al cual
se considera la existencia de saltos hacia atrás o
hacia adelante en la secuencia narrativa.
AM PLITUD. Extensión del TIEMPO DE LA HISTORIA
que cubre, en un sentido restrospectivo o prospecti
vo, la ANALEPSIS y la PROLEPSIS, respectiva
mente.
ANACRONIA. Toda discordancia entre el orden natural, cro
nológico, de los acontecimientos que constituyen el
TIEMPO DE LA HISTORIA, y el orden en que
son contados en el TIEMPO DEL DISCURSO. Véa
se ANALEPSIS y PROLEPSIS. Según su ALCAN
CE y AMPLITUD, las ANACRONIAS pueden ser
EXTERNAS, cuando su alcance las lleve más allá
del específico del RELATO PRIMARIO, INTER
NAS, cuando les haga coincidir con algún punto
de éste, y MIXTAS, cuando el punto de alcance
sea anterior y el punto de amplitud posterior al prin
cipio del RELATO PRIMARIO.
ANALEPSIS. ANACRONIA consistente en un salto hacia
el pasado en el TIEMPO DE LA HISTORIA, siem
pre en relación a la línea temporal básica del DIS
CURSO novelístico marcada por el RELATO PRI
MARIO.
ANISOCRONIA. Toda alteración del RITMO narrativo, tan
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to por remansamiento —en virtud del uso de las
PAUSAS, el RALENTI o la ESCENA— como por
la aceleración producida mediante RESUMENES o
ELIPSIS. Véanse.
ARGUM ENTO. Resumen o síntesis de la HISTORIA narra
da en una novela.
AUTOBIOGRAFIA. Narración retrospectiva autodiegética que
un individuo real hace de su propia existencia, con
el propósito de subrayar la constitución y el desa
rrollo de su personalidad. Una novela autobiográfi
ca se diferencia de la autobiografía propiamente di
cha tan sólo por un rasgo pragmático: el carácter
ficticio del NARRADOR AUTODIEGETICO.
AUTODIEGETICO. Dícese de aquel narrador que, como el
de las AUTOBIOGRAFIAS, refiere las experien
cias de su propia vida.
AU TO R. El escritor que produce una obra literaria, por ejem
plo una novela. Es el EMISOR EMPIRICO de un
mensaje consistente en la novela misma, recogido
usualmente en un libro, del que somos RECEPTO
RES EMPIRICOS los lectores reales que el texto
tiene, ha tenido y tendrá a lo largo de la historia.
AUTO R IM PLICITO. La voz que desde dentro del DIS
CURSO novelístico, de cuya estructura participa
como sujeto inmanente de la enunciación, transmite
mensajes para la recta interpretación de la HISTO
RIA, adelanta metanarrativamente peculiaridades del
DISCURSO, hace comentarios sobre los personajes,
da informaciones complementarias generalmente de
tipo erudito, e incluso transmite contenidos de evi
dente sesgo ideológico. Por todo ello tiende a con
fundirse con el AUTOR EMPIRICO, del que, sin
embargo, debe ser distinguido radicalmente.
AU X ILIA R . Véase ACTANTE.
BE HA VIOURISM. Véase CONDUCTISMO.
BILDUNGSROM AN. Véase NOVELA DE APRENDIZAJE.
CAM ARA . Véase MODO CINEMATOGRAFICO.
CAU SALID AD . Relación de causa a efecto que se establece
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DEICTICOS. Términos o expresiones —«yo», «tú», «aque
llo», «ahora», «aquí», etc.— que en la frase se re
fieren al contexto de su enunciación, esto es, a su
emisor, su destinatario y las circunstancias de tiem
po y espacio con ellos relacionadas.
DESEMBRAGUE. Operación mediante la cual el sujeto em
pírico de una enunciación y sus circunstancias
espacio-temporales se transforman en signos implíci
tos en el enunciado —«yo», «aquí», «ahora»— , vin
culados y a la vez desconectados de aquéllos. DE
SEMBRAGUE INTERNO es el que posibilita el trán
sito de la función narrativa del narrador principal
a un PARANARRADOR.
DESENLACE. Acontecimiento que resuelve, al final del dis
curso narrativo, las intrigas planteadas a lo largo
de la acción, cerrando el desarrollo de la historia
con una situación estable (maduración, victoria,
muerte, boda, éxito, fracaso, etc.).
DESTINADOR. Véase ACTANTE.
DESTINATARIO. Véase ACTANTE. En otra acepción, es
sinónimo de RECEPTOR. Véase esta entrada.
DESCRIPCION. La representación, mediante las palabras del
discurso narrativo, de objetos, seres, paisajes y situa
ciones en una dimensión estática, espacial, no temporal.
DIALOGISMO. Según Bajtín, cualidad especialmente desta
cada en los discursos novelísticos por la cual éstos
resultan de la interacción de múltiples, voces, con
ciencias, puntos de vista y registros lingüísticos. Ese
DIALOGISMO implica, pues, la HETEROFONIA,
o multiplicidad de voces; la HETEROLOGIA, o al
ternancia de tipos discursivos entendidos como va
riantes lingüísticas individuales; y la HETEROGLO-
SIA, o presencia de distintos niveles de lengua.
DIALOGO. Representación directa en el discurso novelístico
del intercambio verbal entre dos o más personajes.
DIEGESIS. El mundo ficticio en el que se sitúan los persona
jes, situaciones y acontecimientos que constituyen
la HISTORIA narrada por una novela.
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DISCURSO. En la obra novelística, el plano de la expresión,
de la misma forma que la HISTORIA representa
el plano del contenido.
DISEÑO EDITORIAL. Las formas constructivas externas
—parte, libro, capítulo, secuencia, párrafo, etc.—
en que el texto de una novela aparece distribuido
en las páginas del manuscrito o del libro.
DISPOSITIO. Segunda de las cinco partes de la antigua Re
tórica, correspondiente al orden y disposición de las
ideas en el DISCURSO. En términos generales, equi
vale a lo que para nosotros es la ESTRUCTURA,
pues trataba asimismo de la relación entre las partes
y el todo de la obra literaria.
DISTANCIA. El espacio metafórico existente entre el N A
RRADOR y el universo de la HISTORIA que na
rra. Junto con la PERSPECTIVA es un factor fun
damental para la estructuración narrativa. La OB
JETIVIDAD en el relato implica una DISTANCIA
menor que la perceptible en la narración no objetiva.
D RAM ATICO , M OD O . Véase MODO DRAMATICO.
DURACION . Para algunos autores, el conjunto de fenóme
nos vinculados a la relación de desajuste o equiva
lencia entre el TIEMPO DE LA HISTORIA y el
TIEMPO DEL DISCURSO. Véase RITMO.
ELIPSIS. Técnica narrativa consistente en omitir en el DIS
CURSO sectores más o menos amplios del TIEMPO
DE LA HISTORIA, lo que implica un configura
ción del LECTOR IMPLICITO tendente a suplir
esa información no dada sobre personajes y aconte
cimientos.
ELOCUTIO. Tercera de las cinco partes de la antigua Retóri
ca, que atañe a búsqueda de las palabras y expresio
nes lingüísticas que constituirán el DISCURSO.
EMISOR. El sujeto de una enunciación comunicativa, que
codifica y transmite un mensaje al destinatario. En
otra acepción, sinónimo de DESTINADOR en el
MODELO ACTANCIAL. Véase ACTANTE.
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ENUNCIACION. Las huellas que hay en el DISCURSO del
acto que lo genera y las circunstancias del mismo.
EPISODIO. Tramo de la ACCION novelesca dotado de cier
ta unidad parcial que permite diferenciarlo de los
que le preceden y siguen.
ESCENA. Técnica narrativa que por medio de un predomi
nio casi absoluto del DIALOGO produce un RIT
MO narrativo lento, que da énfasis al momento de
la HISTORIA que se está desarrollando en el DIS
CURSO.
ESPACIALIZACIO N . Operación fundamental en el proceso
de transformación de una HISTORIA en un DIS
CURSO mediante una ESTRUCTURA narrativa.
Consiste en la conversión del ESPACIO de la HIS
TORIA en un espacio verbal en el que se desenvuel
van los personajes y situaciones mediante procedi
mientos técnicos y estilísticos entre los que destaca
la DESCRIPCION.
ESPACIO. Categoría fundamental, junto al TIEMPO, de la
ESTRUCTURA narrativa. Véase ESPACIALIZA-
CION.
ESTILO DIRECTO. El que se da en aquellos discursos en
los que se cita las palabras o pensamientos de los
personajes de manera textual, tal y como se supone
que ellos mismos los han formulado. Suelen ir pre
cedidos de fórmulas que los gramáticos conocen
como VERBA DICENDI (Véase).
ESTILO INDIRECTO. Al contrario del ESTILO DIRECTO,
procedimiento por el que las frases o pensamientos
de los personajes son incorporados al discurso del
narrador que con sus propias palabras los resume
en primera o tercera persona narrativa.
ESTILO INDIRECTO LIBRE. Modalidad de discurso que
se puede calificar de neutral, pues permite reflejar,
de forma convincente y vivaz, el pensamiento del
personaje sin prescindir de la tercera persona del na
rrador, por lo que se da fundamentalmente en for
mas de M O DALIZACIO N com o las llamadas
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OMNISCIENCIA SELECTIVA y MULTISELEC-
TIVA. Como marcas lingüísticas de su presencia es
tán el uso del imperfecto de indicativo, la reconver
sión de la persona y o en la persona él, la afectividad
expresiva proporcionada por exclamaciones, interro
gaciones, léxico, coloquialismos, etc., así como la
ausencia introductoria de los VERBA DICENDI.
ESTRATEGIA N A R R A T IV A . Conjunto de procedimientos
y recursos que articulan las relaciones pragmáticas
internas entre el narrador, el universo de la historia
narrada y sus destinatarios implícitos.
ESTRUCTURA. La red de relaciones de dependencia mutua
que se establece entre todos los elementos compo
nentes de un conjunto. La ESTRUCTURA NARRA
TIVA, pues, resulta de la transformación de una
HISTORIA en un DISCURSO mediante la MODA-
LIZACION, la TEMPORALIZACION y la ESPA-
CIALIZACION.
EVIDENTIA. En la Retórica, descripción viva de un objeto
mediante la acumulación de los detalles que lo inte
gran.
EXTRADIEGETICO. Véase NIVELES NARRATIVOS.
FABULA. Término que entre los formalistas rusos equivale
a la HISTORIA, entendida en relación a DIS
CURSO.
FENOMENICIDAD. Condición de algunos discursos novelís
ticos que justifican su propia existencia como tales,
en forma de cartas, crónicas, informes, documen
tos, manuscritos, etc.
FICCION. Relato de una HISTORIA que no ha sucedido
nunca en términos homólogos a aquellos en los que
se contaría una historia real. Véase PACTO N A
RRATIVO.
FICCIONALIDAD. Cualidad específica de la FICCION. Véase
también PACTO NARRATIVO.
FICELLE. Según Henry James, este término sirve para desig
nar a aquellos personajes cuya función principal es
servir al desarrollo de la acción novelesca, enlazan
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do a otros personajes, situaciones, momentos y lu
gares. Lo contrario se da cuando son el resto de
los elementos de la narración los que sirven al per
sonaje, como ocurre con los protagonistas de la no
vela psicológica, por ejemplo.
FIDEDIGNO. Dícese de aquel NARRADOR que se ajusta
a las normas y valores establecidos por el AUTOR
IMPLICITO. De haber discrepancia entre ambos,
nos encontramos por el contrario con un NARRA
DOR NO FIDEDIGNO.
FLASH-BACK. Véase ANALEPSIS.
FLASH-FORWARD. Véase PROLEPSIS.
FOCALIZACION. La elección de una o más perspectivas
desde las que abordar el conjunto de la HISTORIA
que se quiere transformar en un discurso modaliza-
do. Véase VISION.
FORMA ESPACIAL. ESTRUCTURA narrativa por la que
el TIEMPO DE LA HISTORIA se fragmenta, si
multáneamente, en diferentes situaciones localizadas
en espacios distintos, de manera que el lector perci
ba que aquello que lee en páginas sucesivas del DIS
CURSO, en realidad corresponde a un mismo mo
mento. Véase TEMPORALIZACION SIMULTA
NEA.
FORMA EXTERNA. El estilo o envoltura verbal del texto
literario o novelístico.
FORMA INTERNA. La ESTRUCTURA de un texto literario
en general y novelístico en particular.
FRECUENCIA. Relación entre el número de veces en que
un suceso se da en la HISTORIA y las que aparece
narrado en el DISCURSO. Cuando la ecuación es
de uno a uno estamos ante una NARRACION SIN-
GULATIVA; cuando se cuenta n veces un hecho
ocurrido una, se trata de una NARRACION REPE
TITIVA; y en el caso contrario, de la NARRA
CION ITERATIVA.
FUNCION. Elemento estructural básico de un discurso na
rrativo. Por ejemplo, los papeles de los ACTANTES.
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HEROE. Protagonista principal de una novela.
HETERODIEGETICO. Aquel discurso cuyo NARRADOR no
pertenece como personaje a la HISTORIA (o DIE-
GESIS) que se narra. También se puede, por tanto,
atribuir este adjetivo al propio narrador que posee
esta característica fundamental.
HETEROFONIA. Véase DIALOGISMO.
HETEROGLOSIA. Véase DIALOGISMO.
HETEROLOGIA. Véase DIALOGISMO.
HIPODIEGETICO. Véase NIVELES NARRATIVOS.
H ISTORIA. En la obra novelística, el plano del contenido,
de la misma forma que el DISCURSO representa
el plano de la forma. Prueba de la indisolubilidad
de ambos está en que la HISTORIA sólo existe y
es aprehensible a través del DISCURSO.
HOMODIEGETICO. Aquel discurso cuyo narrador pertene
ce en calidad de personaje a la HISTORIA (o DIE-
GESIS) que se narra. Dícese también de ese narrador.
IN M EDIAS RES. Planteamiento del DISCURSO narrativo
que por comenzar el relato en un punto medio del
TIEMPO DE LA HISTORIA, como hizo Homero
en la Iliada, provoca luego la retrospección o ANA-
LEPSIS.
INTERTEXTUALIDAD. El conjunto de relaciones que un
texto literario puede mantener con otros.
INTRADIEGETICO. Véase NIVELES NARRATIVOS.
INTRIGA. La trama interna de una HISTORIA.
INVENIO. O INVENTIO. Parte de la Retórica que atiende
a la búsqueda de lo que se ha de decir en la obra
literaria, esto es su TEMA y ARGUMENTO.
ISOCRONIA. Ritmo narrativo que se mantiene constante.
ISOTOPIA. Reiteración de elementos semánticos o pertene
cientes a cualquier otro plano del lenguaje o del
universo ficticio establecido en el discurso, que tra
ba un texto dotándole de coherencia interna.
ITERATIVA, N ARRACIO N . Véase FRECUENCIA.
LECTOR EM PIRICO. El receptor real que la novela tiene
cada vez que es actualizada mediante la lectura.
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LECTOR EXPLICITO. Receptor interno del mensaje narra
tivo que aparece representado en el DISCURSO como
destinatario ocasional de mensajes emitidos hacia él
por el AUTOR IMPLICITO.
LECTOR IM PLICITO. Instancia inmanente de la recepción
del mensaje narrativo configurada a partir del con
junto de lagunas, vacíos y lugares de indetermina
ción que las diferentes técnicas empleadas en la ela
boración del DISCURSO van dejando, así como por
aquellas otras determinaciones de la lectura posible
del mismo que van implícitas en procedimientos como
la ironía, la metáfora, la parodia, la elipsis, etc.
LITERARIEDAD. Según los formalistas rusos y checos, pro
piedad por la que un discurso verbal entra a formar
parte de la literatura.
M ETANARRACION. Aquel discurso narrativo que trata de
sí mismo, que narra cómo se está narrando.
MIMESIS. Principio básico de todas las artes según Aristóte
les. En la novela, da lugar al REALISMO. En una
acepción más restringida, equivale a OBJETIVIDAD
y ESTILO DIRECTO.
MISE E N ABYM E. Expresión francesa, perteneciente al len
guaje de la heráldica, que se utiliza para designar
la reduplicación especular propia de las estructuras
metanarrativas en las que se insertan relatos dentro
de otros relatos. Véase HIPODIEGETICO.
M O DALIDAD . Expresión lingüística de la actitud de un su
jeto con respecto al contenido de una oración. El
m odo verbal así lo hace, como también el propio
contenido semántico del algunos verbos. La presen
cia intensa de estos procedimientos de MODALI
DAD en una novela en tercera persona manifiestan
la presencia notable del NARRADOR, y por lo tan
to disminuyen la OBJETIVIDAD del DISCURSO.
MODELO A C T A N C IA L . Véase ACTANTE.
M OD O D R A M A TIC O . Forma de modalización que pretende
alcanzar un alto grado de objetividad, al prescindir
de las voces del AUTOR IMPLICITO y sustituir
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la del NARRADOR por unas escuetas indicaciones
a modo de la acotación teatral con el fin de enmar
car un discurso narrativo dominado totalmente por
la voz de los PERSONAJES, bien sea a través del
DIALOGO, bien del MONOLOGO CITADO.
M ONOLOGO A U T O N O M O . Véase MONOLOGO INTE
RIOR.
M ONOLOGO CITAD O. Transcripción directa, en el discur
so novelístico, del pensamiento de un personaje en
forma de soliloquio.
M ONOLOGO INTERIOR. Discurso sin auditor y no pro
nunciado, por el que un personaje novelístico expre
sa su pensamiento más íntimo, próximo a lo sub
consciente, antes de toda organización lógica, por
medio de frases directas reducidas a una sintaxis
elemental. En la tradición anglosajona es conocido
como STREAM OF CONSCIOUSNESS, y en la ti
pología de Dorrit Cohn, como MONOLOGO AUTO
NOMO.
M ONOLOGO N A R R A D O . Representación del pensamiento
íntimo de un personaje en tercera persona mediante
el ESTILO INDIRECTO LIBRE.
MONTAJE. Término procedente de la técnica cinematográfi
ca, referente a la articulación de los diferentes pla
nos y secuencias que constituyen el filme. En novela
equivale a la sintaxis mediante la que se estructuran
los episodios de la HISTORIA en un DISCURSO
narrativo.
M OTIVO. Unidad temática mínima. Véase TEMA.
M UNDO POSIBLE. Noción procedente de la Semántica for
mal pero de gran rendimiento para el estudio de
los discursos novelísticos, en cuanto designa aque
llos universos narrativos entendidos como construc
ciones semióticas específicas, de existencia puramen
te textual. Tales universos configuran un campo de
referencia interno que el lector de la novela llena
de sentido actual mediante la proyección del cam
po de referencia externo que su propia experiencia
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de la realidad le proporciona. En este proceso radi
ca la esencia del realismo novelístico.
NARRACION. Acto de habla consistente en representar co
herentemente una secuencia de acontecimientos real
o supuestamente sucedidos. Es también el género
literario derivado de ese acto de habla.
N A R R A D O R . Sujeto de la ENUNCIACION narrativa cuya
VOZ cumple las funciones de describir el espacio,
el desarrollo del tiempo, los personajes de la novela
y sus acciones.
N A R R A TA R IO . Receptor inmanente de un discurso narrati
vo que justifica la FENOMENICIDAD del mismo.
N ARRATIVIDAD . Conjunto de propiedades que caracteri
zan la COMPETENCIA NARRATIVA y se dan en
los discursos producidos por ella.
N A R R A TO LO G IA. Término propuesto por Tzvetan Todo-
rov para designar la nueva teoría de la narración
literaria.
NIVELES N ARRATIV O S. En una novela en tercera perso
na, el narrador radicaría en un nivel básico EX-
TRADIEGETICO, los personajes de la historia en
un segundo nivel INTRADIEGETICO y cuando uno
de ellos, mediante un DESEMBRAGUE INTERNO,
asumiese el papel de narrador secundario o PARA-
NARRADOR, se abriría el primero de los posibles
niveles HIPODIEGETICOS propios de las obras con
cebidas según la estructura de la llamada «caja chi
na» o de la MISE EN ABYME metanarrativa.
NOUM ENICIDAD. Condición de aquellas novelas o relatos
que no explican su existencia como tales textos,
sino que se presentan como discursos absolutamente
gratuitos, fundamentados en una fuente de enuncia
ción que no precisa justificarse como tal, ni justifi
car el por qué del discurso que asume.
NOVELA D E APRENDIZAJE. La que narra la HISTORIA
de un personaje a lo largo del complejo camino de
su formación intelectual, moral, estética o sentimen
tal en el tránsito de la adolescencia y primera
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juventud a la madurez. Aunque se trata de un géne
ro presente desde antiguo en la Literatura, acaso
por su fundamento antropológico en los rituales de
la iniciación, fue en Alemania donde fue definido
en prim er lu g a r su c o n c e p to —
BILDUNGSROMAN— inspirado por el Wilhelm
Meisters Lehrjahre (1796) de Goethe.
OBJETIVIDAD. Cualidad de aquellas narraciones en las que
el NARRADOR en tercera persona, ajeno pues a
la HISTORIA, o en su caso el AUTOR IMPLICI
TO no interfieren en un DISCURSO en el que pre
domina la presentación directa de los personajes y
situaciones.
OBJETO. Véase ACTANTE.
OMNISCIENCIA AU TO RIAL. La forma menos objetiva de
MODALIZACION, caracterizada por la predomi
nancia de las voces del AUTOR IMPLICITO, que
establece un circuito de comunicación interna en el
DISCURSO con el LECTOR EXPLICITO, y un
NARRADOR ubicuo y omnisapiente, que goza de
un punto de vista sobre la HISTORIA sin limitacio
nes.
OMNISCIENCIA MULTISELECTIVA. Forma de MODA-
LIZACION por la que la voz del NARRADOR cuen
ta tan sólo aquellos aspectos de la HISTORIA per
ceptibles desde la perspectiva de dos o más persona
jes selectos, que le prestan así sus respectivos puntos
de vista. Henry James les denominaba, por ello,
REFLECTORES.
OMNISCIENCIA NEUTRAL. Forma de MODALIZACION
en tercera persona caracterizada por la predominan
cia de un NARRADOR ubicuo y omnisapiente, que
goza de un punto de vista sobre la HISTORIA sin
ninguna limitación.
OMNISCIENCIA SELECTIVA. Forma de MODALIZACION
por la que la voz del NARRADOR cuenta tan sólo
aquellos aspectos de la HISTORIA perceptibles des
de la perspectiva de un personaje escogido, que le
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presta así su punto de vista. A este tipo de persona
je Henry James le llamaba REFLECTOR.
OPONENTE. Véase ACTANTE.
ORDEN. Categoría de la TEMPORALIZACION novelística
por la que se contrasta el TIEMPO DEL DISCUR
SO con el TIEMPO DE LA HISTORIA para adver
tir que la linealidad de éste se preserva en aquél
o, en caso contrario, la existencia de ANACRONIAS.
P A C T O N ARRATIVO . Contrato implícito que se establece
entre el EMISOR de un mensaje narrativo y cada
uno de sus RECEPTORES, mediante el cual éstos
aceptan determinadas normas para una cabal com
prensión del mismo, por ejemplo la de la FICCIO-
NALIDAD de lo que se les va a contar, es decir,
la renuncia a las pruebas de verificación de lo narra
do y al principio de sinceridad por parte del que
narra. Véase VEROSIMILITUD.
PA N O R A M A . Véase RESUMEN.
PA R A N A R R A D O R . Narrador secundario en el DISCURSO
novelístico.
PA R A N A R R A TA R IO . Destinatario al que se dirige el relato
de un PARANARRADOR y que justifica la existen
cia del mismo.
PARATEXTO . El conjunto de elementos verbales —títulos
de la obra, de sus capítulos, notas, marginalia, etc.—
o incluso gráficos —retratos, dibujos, croquis, ilus
traciones en general— que acompañan al texto no
velístico propiamente dicho y que por lo tanto for
man parte del DISCURSO.
PAUSA DESCRIPTIVA. Técnica mediante la que el discurso
se pone al servicio del elemento espacial de la nove
la, consumiendo por lo tanto texto pero no avan
zando en el TIEMPO DE LA HISTORIA, cuyo
fluir queda momentáneamente en suspenso. Véase
DESCRIPCION y RITMO.
PAUSA DIGRESIVA. Técnica mediante la que el discurso
se pone al servicio de las indicaciones hermenéuti
cas, metanarrativas o ideológicas, asumidas general
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mente por la voz del AUTOR IMPLICITO, consu
miendo por lo tanto texto sin avanzar en el TIEM
PO DE LA HISTORIA, cuyo fluir queda momentá
neamente en suspenso. Es un fenómeno vinculado
al RITMO narrativo.
PERIPECIA. Según la Poética de Aristóteles, todo episodio
que marca un cambio brusco, para bien o para mal,
en la suerte de los personajes de una narración o
una pieza dramática.
PERSPECTIVA. Véase FOCALIZACION.
PLAN O , PERSONAJE. En terminología de Henry James
(«fíat character»), lo mismo que para Unamuno es
el PERSONAJE RECTILINEO. Véase.
POLIFONIA N A R R A T IV A . Ver DIALOGISMO.
PRAGM ATICA N A R R A T IV A . Todo lo tocante a la ES
TRATEGIA que relaciona al narrador con el uni
verso narrativo y sus destinatarios implícitos. Desde
una perspectiva externa, el estudio de las relaciones
entre el autor empírico de un discurso narrativo con
su contexto real, histórico, filosófico, político, artís
tico, etc. y el de sus destinatarios efectivos a través
del tiempo y del espacio.
PROLEPSIS. ANACRONIA consistente en un salto hacia el
futuro en el TIEMPO DE LA HISTORIA, siempre
en relación a la línea temporal básica del DISCUR
SO novelístico marcada por el RELATO PRIMARIO.
PRO TAG O N ISTA. Personaje principal de la HISTORIA que
se narra en una novela.
PSICONARRACION. Narración indirecta de la intimidad psí
quica de los personajes a cargo del NARRADOR
omnisciente.
PUNTO D E VISTA. Véase FOCALIZACION y VISION.
RALENTI. Técnica relacionada con el RITMO narrativo por
la que el TIEMPO DEL DISCURSO puede expan
dirse más, por amplificación estilística, que la di
mensión cronológica, por lo general muy breve, del
TIEMPO DE LA HISTORIA. Es, por lo tanto, lo
contrario del RESUMEN.
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REALISM O. Además de una escuela novelística característica
del Siglo XIX, es una constante de la literatura de
todos los tiempos, directamente relacionable con el
principio aristotélico de la MIMESIS. (Véase.) En
términos de la COMUNICACION literaria y su es
tructura, consiste en la fidelidad del MENSAJE a
un REFERENTE ficticio pero homologable al de
la realidad empírica. El DISCURSO más que repro
ducir un referente real, produce un efecto de realidad.
REALISMO DURATIVO. Cualidad de aquellas novelas o
fragmentos de novela en que se experimenta una
verosímil equivalencia entre la amplitud cronológica
del TIEMPO DE LA HISTORIA, la dimensión tex
tual del TIEMPO DEL DISCURSO y el tiempo em
pleado en la lectura. Véase ESCENA y RITMO.
RECEPTOR. En el proceso comunicativo, el destinatario de
un mensaje, que lo asume y descodifica.
RECEPTOR INMANENTE. Los destinatarios internos de los
diversos planos del mensaje narrativo emanados de
instancias también internas de emisión, como el autor
implícito, el narrador o los personajes.
RECTILINEO, PERSONAJE. Según Unamuno, personaje que
mantiene unas mismas características a lo largo de
toda la novela, sin que en su comportamiento o
manera de pensar se produzca ningún cambio sus
tancial. Equivale al personaje PLANO («FLAT»)
de Henry James.
REDONDO, PERSONAJE. Nombre que Henry James da
(«round character») al que Unamuno calificaba como
AGONICO. Véase.
REFLECTOR. Para Henry James, todo personaje que presta
su punto de vista para que desde él el NARRADOR
aborde la HISTORIA que contará, no obstante, con
su propia VOZ.
RELATO PRIM ARIO. Aquel en relación al cual se establece
la existencia de una ANACRONIA. Por ejemplo,
en Cinco horas con Mario de Miguel Delibes el rela
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to primario es el que inicia la esquela de la muerte
del protagonista Mario Diez Collazo y corresponde
a las jornadas de su velatorio y entierro, plano tem
poral desde el que se traza una cadena de ANA-
LEPSIS con la reconstrucción por parte de su espo
sa Carmen de su vida anterior junto a él.
REPETITIVA, N A R R A C IO N . Véase FRECUENCIA.
RESUMEN. Técnica relacionada con el RITMO narrativo me
diante la cual un período amplio del TIEMPO DE
LA HISTORIA ocupa, por síntesis, una dimensión
reducida en el TIEMPO DEL DISCURSO. También
recibe el nombre, entre algunos autores, de PANO
RAMA.
RETO RICA. En un principio, ciencia aplicada a la produc
ción de discursos convincentes, íntimamente ligada
a la dialéctica y la oratoria. Sus cinco partes, en
la tradición greco-latina, eran la INVENIO, DISPO-
SITIO, ELOCUTIO, ACTIO o preparación de los
gestos y entonaciones óptimas para pronunciar el
discurso, y MEMORIA, o memorización del mismo.
Posteriormente, la parte que se desarrolló más fue
la ELOCUTIO, concebida como un repertorio muy
completo de figuras de dicción o de pensamiento
tomadas de textos literarios, y esta RETORICA res
tringida pasó a ser uno de los pilares de la forma
ción humanística y del aprendizaje de los futuros
escritores.
RITMO. Categoría de la TEMPORALIZACION novelística
por la que se contrasta la amplitud cronológica del
TIEMPO DE LA HISTORIA mensurable en unida
des convencionales como horas, días o años, y la
dimensión textual del TIEMPO DEL DISCURSO,
objetivable en líneas, párrafos o páginas, para ad
vertir las variaciones de velocidad narrativa que se
producen en el DISCURSO.
SECUENCIA. Unidad intermedia identificable en un DIS
CURSO narrativo, dotada de coherencia interna pero
no autónoma, sino integrada en un conjunto supe
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rior. Se suele relacionar con la articulación lógica
del relato, y así algunos autores como Paul Lariva-
lle distinguen cinco secuencias fundamentales: Situa
ción inicial, Perturbación, Transformación, Reso
lución, y Situación final. Frecuentemente, sin em
bargo, se emplea en el análisis narratológico en su
acepción cinematográfica.
SHOW ING. «Mostrar». En la terminología de E. M. Fors-
ter, narración objetiva, en la que predomina el esti
lo directo, el DIALOGO y la ESCENA. Véase tam
bién OBJETIVIDAD e IMITACION.
SIM ULTANEISM O. Véase DURACION MULTIPLE.
SINGULA TI VA, NARRACIO N . Véase FRECUENCIA.
SOLILOQUIO. Véase MONOLOGO CITADO.
STREAM OF CONSCIOUSNESS. Véase MONOLOGO IN
TERIOR.
SJUZET. En la terminología de los formalistas rusos, DIS
CURSO, como opuesto a FABULA (HISTORIA).
TELLING. «Contar». En la terminología de E. M. Forster,
narración menos objetiva, en la que predomina el
estilo indirecto. Véase OBJETIVIDAD y ESTILO
INDIRECTO.
TEMA. Síntesis del significado esencial de una novela, que
se extrae fundamentalmente de la HISTORIA.
TEM PORALIZACION. Proceso por el cual el TIEMPO DE
LA HISTORIA se transforma en el único textual
mente pertinente, el TIEMPO DEL DISCURSO, me
diante una estructura regida por los principios del
ORDEN y el RITMO. Véanse estos conceptos.
TEM PORALIZACION A N A C RO N ICA . Aquella por la que
el ORDEN del TIEMPO DE LA HISTORIA se al
tera en el TIEMPO DEL DISCURSO, mediante
ANACRONIAS o saltos desde el RELATO PRI
MARIO (véase) hacia atrás o hacia adelante. Véan
se, respectivamente, ANALEPSIS y PROLEPSIS.
TE M PO R A LIZA C IO N IN TIM A. Sometimiento total del
TIEMPO de la novela en todas sus dimensiones a
la perspectiva de un personaje, tal y como se da
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en las obras de mayor impronta psicológica, subjeti-
vista y lírica.
TEMPORA LIZA CION LINEAL. El modo más elemental y
común del relato, o grado cero en el tratamiento
narrativo del mismo, por el cual se produce una
coincidencia plena entre el orden cronológico propio
del TIEMPO DE LA HISTORIA y el orden tex
tual del TIEMPO DEL DISCURSO.
TEMPORALIZA CION MULTIPLE. Desdoblamiento espa
cial en el TIEMPO DE LA HISTORIA que se pro
yecta en sucesión en la escritura, o TIEMPO DEL
DISCURSO, lo que permite la plasmación narrativa
de la SIMULTANEIDAD. Véase también FORMA
ESPACIAL.
TEMPORALIZA CION PROSPECTIVA. La TEMPORALI-
ZACION ANACRONICA mediante saltos de orden
hacia adelante. Véase PROLEPSIS.
TEM PORALIZACION RETROSPECTIVA. La TEMPORA-
LIZACION ANACRONICA mediante saltos de or
den hacia atrás. Véase ANALEPSIS.
TESIS. La doctrina o sustrato ideológico del TEMA.
TEXTO. En general, todo enunciado o conjunto de enunciados
dotados de coherencia que pueden ser analizados.
Más concretamente, fijación verbal de un DISCURSO.
TIEMPO. Factor estructurante decisivo de la novela en cuan
to relato, con inmediatas implicaciones con la co
rrespondiente categoría gramatical. Véanse TIEM
PO DE LA HISTORIA y TIEMPO DEL DIS
CURSO.
TIEMPO DEL DISCURSO. El tiempo intrínseco de la nove
la, resultado de la representación narrativa del TIEM
PO DE LA HISTORIA. Véase TEMPORALIZA-
CION.
TIEMPO D E LA HISTORIA. Dimensión cronológica de la
DIEGESIS o sustancia narrativa externa. Es el tiem
po de los acontecimientos narrados, mensurable en
unidades cronológicas como el minuto, la hora, el
día o el año.
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TIMELESSNESS. Atemporalidad o ucronía lograda median
te la suspensión del sentido durativo del tiempo que
se da por diversos procedimientos en ciertas novelas
innovadoras.
TITULO. Elemento fundamental del PARATEXTO de una
novela, en cuanto es su primera frase y suele apor
tar signos capitales para la comprensión de su es
tructura y significado.
VERBA DICENDI. Formas de verbos, como «dijo», «res
pondió», «contestó», que designan acciones de co
municación lingüística, o bien verbos de creencia,
reflexión o emoción —«pensó», «lamentó», «pro
testó»— que sirven para introducir, después del dis
curso indirecto del narrador, párrafos de ESTILO
DIRECTO. Véase.
VEROSIMILITUD. O «verdad poética»: cualidad que los tex
tos narrativos bien formados tienen de proponer al
lector un PACTO NARRATIVO por el que es fácil
aceptar que lo que se cuenta podría haber ocurrido
aunque sea pura ficción.
VISION. Aspecto de la MODALIZACION por el que se de
termina desde qué punto o puntos de vista se enfo
cará la HISTORIA para elaborar el DISCURSO,
a partir de la información recabada desde ellos, y
con la concurrencia de las VOCES narrativas.
VOZ. Aspecto de la MODALIZACION correspondiente a
las instancias de enunciación presentes en un DIS
CURSO narrativo. Véase DIALOGISMO, MODA-
LIZACION y VISION.
YO PROTAGONISTA. Forma de modalización narrativa con
sistente en que el personaje central de la HISTORIA
es a la vez el sujeto de la ENUNCIACION de su
DISCURSO.
YO TESTIGO. Forma de modalización narrativa por la que
un personaje incidental o periférico de la HISTO
RIA se convierte en el sujeto de la ENUNCIACION
de su DISCURSO.
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BIBLIOGRAFIA ESCOGIDA
(EN ESPAÑOL)
AMOROS, Andrés (compilador), El comentario de textos, 2.
De Galdós a García M árquez, Madrid, Castalia,
1974.
AMOROS, Andrés (compilador), El comentario de textos, 3.
La novela realista, Madrid, Castalia, 1979.
AYALA, Francisco, Reflexiones sobre la estructura narrativa,
Madrid, Taurus, 1970.
BAQUERO GOYANES, Mariano, Estructuras de la novela ac
tual, Barcelona, Planeta, 1970.
BARDAVIO, José María, Teoría de la novela, Madrid, SGEL,
1976.
BOBES NAVES, María del Carmen, Teoría general de la nove
la. Semiología de ‘La Regenta\ Madrid, Gredos,
1985.
CASTAGNINO, Raúl H ., ‘Sentido* y estructura narrativa, Bue
nos Aires, Nova, 1975.
DELGADO, Feliciano, Técnicas del relato y m odos de novelar,
Universidad de Sevilla, 1973.
DEL PRADO, F. J., Cómo se analiza una novela, Madrid,
Alhambra, 1984.
GULLON, Agnes y Germán (compiladores), Estructura de la
novela. (Aproximaciones hispánicas)> Madrid, Tau
rus, 1974.
O riginal from
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GULLON, Ricardo, Espacio y novela, Barcelona, Bosch, 1980.
SANZ VILLANUEVA, Santos, y BARBACHANO, Carlos J.
(compiladores), Teoría de la novela, Madrid, SGEL,
1976.
TACCA, Oscar, Las voces de la novela, Madrid, Gredos, 1973.
VERDIN DIAZ, Guillermo, Introducción al estilo indirecto li
bre en español, Madrid, RFE, 1970.
VILLANUEVA, Darío, Estructura y tiempo reducido en la no
vela, Valencia, Bello, 1977.
204
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INDICE
PREAMBULO ............................................................................ 9
METODOLOGIA DEL COMENTARIO NARRATIVO 13
Novela y lenguaje ............................................................. 13
Historia y discurso ........................................................... 15
La estructura actancial ................................................... 17
Modalización ....................................................................... 19
Polifonía y dialogismo ................................................... 20
Omnisciencia autorial ....................................................... 22
Omnisciencia neutral ....................................................... 25
Omnisciencia selectiva y multiselectiva ..................... 26
Estilo indirecto libre ....................................................... 26
Modalización e intimidad psíquica de los personajes 28
Modalización en primera persona ............................. 31
Fenomenicidad o noumenicidad .................................. 32
El paranarratario ............................................................... 34
El lector explícito ............................................................. 34
El lector implícito ........................................................... 35
Tipología del receptor inmanente en narrativa . . . 38
Modo dramático ............................................................... 38
Modo cinematográfico ..................................................... 39
El cronotopo ..................................................................... 41
Espacialización ................................................................... 42
Temporalización ................................................................. 44
Técnicas del ritmo narrativo ........................................ 45 205
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Orden .................................................................................... 48
Tipología de la temporalización .................................. 51
Diseño editorial y paratexto ........................................ 51
El personaje ........................................................................ 53
La práctica de la teoría ......................................................... 55
Fase preliminar ................................................................. 55
Fase central: análisis del discurso .............................. 56
Fase complementaria ....................................................... 58
COMENTARIOS ........................................................................ 61
Primero: Lazarillo de Tormes ...................................... 61
Segundo: Sotileza ............................................................. 81
Tercero: La Regenta ....................................................... 109
Cuarto: La colmena ......................................................... 143
Quinto: La muerte de Artemio Cruz ....................... 159
BREVE GLOSARIO DE NARRATOLOGIA ................. 181
BIBLIOGRAFIA ESCOGIDA EN ESPAÑOL ............... 203
INDICE ........................................................................................ 205
206
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