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Dios el Espíritu Santo

Por Robert Letham — 16 febrero, 2021

Nota del editor:  Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de  Tabletalk
Magazine: La Trinidad

El Espíritu Santo subsiste en la Trinidad indivisible como una de las


tres hipóstasis (personas). Como tal, Él es plena y exhaustivamente Dios, uno en Su ser
eterno con el Padre y el Hijo, uno en poder y gloria. Todo lo que Dios hace, lo hace el
Espíritu, pues en todas las obras de Dios las tres personas trabajan de forma inseparable, ya
sea en la creación, la providencia o la salvación. Por lo tanto, cuando hablamos de la obra del
Espíritu, siempre debemos recordar que el Padre y el Hijo también están involucrados.
No obstante, el Espíritu Santo no es el Padre ni tampoco es el Hijo, ya que los tres son
eternamente distintos. Solo existe un Dios, de modo que el Espíritu es idéntico en ser o
esencia al Padre y al Hijo, pero en términos de personalidad, es irreductiblemente distinto.
Por consiguiente, existen acciones atribuidas (o asignadas) al Espíritu en particular: solo Él
fue enviado en Pentecostés, pero incluso entonces fue enviado por el Padre a través del Hijo y
en el Hijo. 

Debemos enfatizar que el Espíritu no es una fuerza o un poder impersonal. La Biblia


lo describe en términos personales.
En lo que respecta a las relaciones eternas de las tres personas, el Espíritu procede del Padre
(Jn 15:26). En este sentido, el Espíritu es del Padre, relación que no implica ningún elemento
de subordinación, inferioridad o precedencia temporal, sino que más bien apunta a un orden
relacional e hipostático (personal). Esto es algo que va más allá de nuestra capacidad de
comprensión, pues ocurre en el misterio de la vida interna de Dios. Sin embargo, por la fe
buscamos entender.

En consonancia con esta procesión eterna1, el Padre envía al Espíritu, a través del Hijo y en el
Hijo, en lo que respecta a todas Sus obras en la creación, incluyendo nuestra redención (Hch
1:8; Gal 4:4-6). Esto se conoce como misión (envío)2. 
Como ya se señaló, el Hijo está involucrado activamente junto al Padre en el envío del
Espíritu. Jesús se refiere al envío del Espíritu por parte del Padre en Pentecostés como una
respuesta a Su petición o algo que se realizaría en Su nombre (Jn 14:16, 26). También dice
que Él mismo enviará al Espíritu (16:7), y luego sopla sobre Sus discípulos y les dice:
«Recibid el Espíritu Santo» (20:22).
Esto ha dado lugar a un debate interminable sobre el modo en que el Hijo está involucrado
eternamente en las relaciones entre el Padre y el Espíritu. No hay una afirmación bíblica
explícita que diga que el Espíritu procede tanto del Hijo como del Padre. Originalmente, el
Credo Niceno solo señalaba que el Espíritu «procede del Padre». Más tarde, la Iglesia latina
añadió la frase filioque  («y del Hijo») al credo, ante la oposición eclesiástica y teológica
vehemente y continua de las iglesias orientales. Occidente entendió que el Padre había
entregado todas las cosas al Hijo, incluso la espiración (o procesión) del Espíritu, mientras
que Oriente sostiene que esto pone en tela de juicio al Padre como la fuente de la subsistencia
personal tanto del Hijo como del Espíritu y, además, oscurece la distinción entre el Hijo y el
Espíritu. Sin embargo, tanto las iglesias orientales (la Iglesia Ortodoxa) como las occidentales
(el catolicismo romano y el protestantismo) concuerdan en que, como la Trinidad es
indivisible, las tres personas están íntegramente involucradas.
Pedro iguala al Espíritu con Dios cuando dice que mentirle al Espíritu Santo es mentirle a
Dios (Hch 5:3-4). Las obras que Él realiza solo puede hacerlas Dios. El Espíritu es
mencionado continuamente en las declaraciones triádicas de las cartas del Nuevo Testamento,
teniendo en mente que theos (Dios) por lo general se refiere al Padre y kyrios (Señor), al
Hijo. Como Dios, el Espíritu posee todos los atributos divinos de manera exhaustiva (p.
ej., Sal 139:7-10). Por lo tanto, las tres personas en conjunto no son mayores que el Espíritu
de manera particular. 
Debemos enfatizar que el Espíritu no es una fuerza o un poder impersonal. La Biblia lo
describe en términos personales. Es afligido por el pecado (Ef 4:30), persuade y convence (Jn
14-16), intercede (Rom 8:26-27), testifica (Jn 16:12-15), clama (Gal 4:6), habla (Mr 13:11) y
les informa a los evangelistas y apóstoles lo que deben hacer (Hch 8:29, 39; 16:6-10). Tiene
una mente (Rom 8:27) y opera junto a nosotros de maneras que emplean nuestra propia
inteligencia (1 Co 12:1-3; 2 Co 10:3-6). No centra la atención en Sí mismo, sino en Cristo el
Hijo (Jn 16:14-15; ver 13:31-32; 17:1-26), y produce la confesión de que Jesús es el Señor (1
Co 12:1-3). Es invisible, ya que no comparte nuestra naturaleza. Si bien la palabra
griega pneuma  (Espíritu) es un sustantivo neutro, eso no tiene ninguna relevancia para los
debates contemporáneos sobre el género, ya que Dios no es un ser sexual. 

EL ESPÍRITU, LA CREACIÓN Y LA PROVIDENCIA


El hecho de que el Espíritu es el Creador junto al Padre y al Hijo inseparablemente3 es
evidente, entre otros pasajes, en Génesis 1:2, donde «el Espíritu de Dios se movía sobre la
superficie de las aguas». En otros textos, cuando el Antiguo Testamento reflexiona de forma
poética en la creación, se hace referencia al Espíritu —o el aliento— de Dios (Sal 33:6-9).
Esto se ve reflejado en el Credo Niceno, donde se confiesa que el Espíritu es «Señor y dador
de vida». De ahí se deduce que Él siempre está activo en la providencia, otorgando,
sosteniendo y poniendo fin a la vida (Sal 104:29-30). 

EL ESPÍRITU EN LA VIDA Y EL MINISTERIO DE


JESÚS
El Espíritu estuvo activo durante la vida y el ministerio de Jesús, el Hijo encarnado. Si bien
Jesús testifica repetidamente que el Padre lo envió (p. ej., Jn 4:34; 5:19-24, 30, 36-38; 6:29-
33, 38-39, 44, 57), fue concebido por el Espíritu Santo (Mt 1:20; Lc 1:34-35). En cada etapa
de su registro de las narraciones del nacimiento y la infancia de Jesús y hasta el inicio de Su
ministerio público, Lucas se refiere a la presencia y a la participación activa del Espíritu (Lc.
1:34-35, 41-42; 2:25-27; 3:16, 21-22; 4:1, 14-19). El bautismo de Jesús es un ejemplo
destacado, cuando el Padre lo reconoce como Su Hijo mientras el Espíritu desciende y reposa
sobre Él (Mt 3:13-17), para ungirlo al inicio de Su ministerio y, de esta manera, indicar la
realidad continua del poder que le imparte a partir de entonces. Dicho poder incluyó
sostenerlo en la humillación de Su encarnación cuando enfrentó la tentación severa por parte
del diablo (Lc 4:1-13). 
Fue «mediante el Espíritu eterno» que Jesús se ofreció a al Padre en la cruz (Heb 9:14), una
clara referencia al Espíritu Santo en lugar de una abstracción psicológica —ten en cuenta que
la palabra «Dios» por lo general designa al Padre en el Nuevo Testamento―. De forma
similar, el Padre resucitó a Cristo de entre los muertos por el Espíritu Santo, lo que será el
modelo de nuestra propia resurrección (Rom 8:10-11). 
En el contexto de Lucas y Hechos, la ascensión de Jesús está relacionada con el envío del
Espíritu pocos días después, en Pentecostés (Hch 1:8-11). Hay una alusión al hecho de que
Elías fue transportado al cielo, antes de lo cual Eliseo pidió una doble porción del espíritu de
su mentor y se le dijo que esto ocurriría si veía a Elías cuando él subiera al cielo (2 Re 2:9-
12). Aquí los apóstoles observan la partida de Jesús, y el resultado es el derramamiento del
Espíritu registrado en los capítulos siguientes. El mismo Jesús conecta el don del Espíritu con
Su ascensión (Jn 7:37-39). A partir de entonces, el Espíritu le da poder al ministerio de los
apóstoles y la expansión de la Iglesia, como se registra en Hechos.

EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA
Somos bautizados en el nombre único del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28:19-20).
El Espíritu efectúa esto, bautizándonos en el cuerpo de Cristo (1 Co 12:13). Aquí hay una
conjunción de la obra del Espíritu y el sacramento del bautismo, que es la señal y el sello del
hecho de que hemos sido injertados en el cuerpo de Cristo. El Espíritu es quien nos atrae
eficazmente a la fe y nos dota de dones para el beneficio de la Iglesia, incluyendo el llamado
al desempeño de oficios eclesiásticos para los que Él ha escogido (Hch 13:1-7). 
La transformación a la imagen del Señor es obrada por el Espíritu (2 Co 3:17-18), quien nos
capacita para batallar contra la tentación y el pecado (Rom 8:12-14). Él nos une a Cristo y
nos permite alimentarnos de Él por la fe en la Cena del Señor. Solo Alguien que es Dios
puede hacer esto; solo Alguien que es Dios puede ser clasificado junto al Padre y al Hijo. Por
último, el propósito final de Dios es que vivamos y florezcamos para siempre en el plano
gobernado por el Espíritu (1 Co 15:35-58).
Todo esto, recordamos, está en el contexto de la Trinidad indivisible y las obras inseparables
de Dios. El Espíritu no opera solo. No se marcha solo, ni deja solo al Padre. El Padre
tampoco deja solo a Su Espíritu. Las tres personas están involucradas en la obra de nuestra
salvación, pero el Espíritu opera de manera distintiva en estas tareas específicas

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