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La “Koinonía” eclesial como pastoral de la comunión

Lectura complementaria de Aggenor Brighenti, en “Anunciar la Buena Nueva de la


salvación, Dabar, colección Siquen, pp. 143-157

La Koinonía y la diakonía son los dos aspectos del ministerio de la caridad.


Lo mismo que el servicio, que brota del ser sacramental de la Iglesia como signo y
sacramento histórico de Cristo que sirve, la comunión tiene su fuente en la trinidad y su
realización en el testimonio, en los servicios y en las estructuras que hacen visible con su
organización la fraternidad en el mundo.

1 Fundamentos bíblicos y teológicos de la Iglesia como “Koinonía”

En su vuelta a las fuentes, el Concilio Vaticano II nos ofrece una eclesiología comunitaria
que Puebla leyó en la perspectiva de una “Iglesia comunión y participación”(n.326). La
acción pastoral como un todo se concibe desde esta óptica, puesto que la Iglesia desde sus
albores se auto-comprendió como comunión. La Koinonía es la expresión de la comunión
con el misterio de un Dios que no es un ser solitario, sino una familia.
Bíblicamente, la Koinonía nos remite al misterio de Dios como comunión que se revela.
Dios es comunión de amor. La Trinidad es la plenitud del amor Fruto de este amor
desbordante es la obra de la creación y, dentro de ella, el ser humano invitado a la felicidad
de la unión con Dios. Con la ruptura de esta unidad por la tentación de autosuficiencia por
parte del ser humano, todo el Antiguo Testamento es la historia de Dios que vuelve a salir
al encuentro del “hijo prodigo” para ofrecerle otra vez su comunión. Curiosamente, en la
Biblia “salvación” es sinónimo de comunión. La plenitud de este gesto se dio en Jesucristo
por quien conocemos íntimamente a Dios. En El, las miradas, humana y divina, desviadas
en otro tiempo por el pecado, se convierten en una única mirada de comunión. El
Emmanuel –Dios con nosotros (Mt 1.23)-, vino a convocarnos para vivir como hijos de un
Padre común y, por tanto como hermanos y hermanas. Su Pascua es primicia de una nueva
vida, de comunión, propicia por el Espíritu Santo.
Los Hechos de los Apóstoles presentan a la Iglesia como “comunión de amor”
materializada en la comunión de los hermanos y en la intercomunicación de bienes (Mt 2,
42-47). Ella también, como en Dios, rebasa a la propia comunidad y va hacia las otras
Iglesias, en especial hacia las mas necesitadas (2Co 8, 1-9). San Pablo entiende la Koinonía
como comunión de los cristianos con Cristo y entre sí, como solidaridad cristiana y
participación con los otros en una misma realidad. Esta realidad tiene su centro en la Cena
del Señor, como participación de reconciliación y justificación.

Ahora bien, por más real, concreta e histórica que sea esa comunión, por el hecho de
fundarse en la Comunión Trinitaria estará siempre abierta al futuro. La plenitud que nos
espera, cuyas primicias solo experimentamos en el peregrinar histórico, se consuma en la
escatología. Por eso el tiempo presente no es la única referencia de la comunión. Todo es
con vistas a un futuro escatológico, que también funda la comunión en la Iglesia y, desde la
Iglesia, en el mundo. La plenitud de comunión que esperamos y que ya se hace presente
entre nosotros es el Reino de Dios. En el futuro, sólo habrá el pueblo reunido en la
comunión con la Trinidad. No habrá ya distinción de razas culturas, ni jerarquía, porque la
jerarquía es sólo para el camino. Esa mirada al futuro es la luz que nos permite distinguir
entre lo permanente y lo contingente, lo fundamental y lo accidental, lo absoluto y lo
relativo.

En la perspectiva del Reino, la comunión no se reduce a la comunión eclesial, pues el Reino


de Dios está presente mas allá de las fronteras de la Iglesia por obra del mismo Espíritu que
sopla “donde quiere” (Jn 3,8), como afirma el Vaticano II (AG, n.3). En realidad, la
comunión eclesial no tiene valor en sí misma. En la medida en que la Iglesia existe para
evangelizar, su misión es, desde el testimonio de la comunión intra-eclesial, promoverla en
el seno de la sociedad. En la medida que la Iglesia se hace servicio al mundo, en especial a
los más pobres, anuncia y realiza la comunión, La Iglesia no es una mera sociedad. Su ser y
su misión brotan y culminan en la Eucaristía.

El Concilio Vaticano II hablara de la Iglesia Koinonía como comunión de comunidades


reunidas “por el Espíritu y en el Espíritu Santo”. Esto compromete al cristiano, por la
adhesión personal a la llamada de Dios, a estar en comunión con El y con los hermanos y a
afiliarse a una comunidad de fe, porque la Iglesia es congregatio Fidelium. La comunión
es don y tarea, gracia y compromiso. En la Iglesia se expresa en los servicios para la
comunión, que tienen también como un carácter sacramental. Ad intra, la Iglesia es
comunión cuando acoge en especial a los más pobres; cuando los que la presiden sirven;
cuando sobrepasa sus muros y sale al encuentro de todos; cuando sus estructuras son
organismos promotores de comunión, estructuras participativas que promueven la igualdad
de todos; en fin, cuando la pluralidad se ve no como una amenaza, sino como una riqueza y
fuente de nuevas posibilidades, Las estructuras son el signo visible de una comunión que,
cuando es auténtica, es comunión horizontal. Ad extra, la Iglesia es comunión cuando
asume su condición de sacramento de unidad para el mundo, de manera que toda la
humanidad camine hacia utopía del “banquete universal”; cuando crea servicios y
estructuras que contribuyen a la edificación del Reino, ya en este mundo; cuando ella se
hace diálogo y acogida de las diferencias y promueve la unidad en torno a la justicia, la paz
y el amor, trilogía que conforma el misterio del Reino de Dios

2 Las diferentes caras de la comunión eclesial

La comunión eclesial es una realidad amplia e incluyente. Sin embargo, determinados


modelos reducen la Koinonía a ciertas esferas que comprometen su carácter eclesial y
universal. Una de ellas es la “reducción sacramental”, que restringe la comunión a
“comulgar en la eucaristía”. Ahora bien, el Vaticano II recuerda que la eucaristía es un
sacramento con dimensiones universales, que sobrepasan la celebración cultual y las
fronteras de la misma Iglesia (LG, n.33; SC n.2). Otra es la “reducción eclesial”, la
comunión restringida a los cristianos que frecuentan la eucaristía dominical. Estarían fuera
de la comunión eclesial los cristianos apartados o de práctica esporádica, como los
cristianos “sin Iglesia”, que se han distanciado de la institución. Se podrían agregar también
las comunidades no sacramentales o no institucionalizadas, como ciertos movimientos
eclesiales al margen de la comunidad o de la Iglesia local. Una tercera forma de reducción
de la comunión eclesial seria entenderla como comunión de los laicos con la jerarquía, en
especial con el obispo y el papa.

En contraposición a todo tipo de reduccionismos, teniendo presentes los fundamentos


bíblicos y teológicos de la comunión eclesial, su autenticidad está condicionada a
determinados requisitos básicos:

 Comunión de fe. La comunión eclesial implica la acogida y la vivencia de la misma


fe, pues “hay un solo Dios y un solo bautismo” (Ef 4,5). Estamos en comunión
cuando “permanecemos” en Dios como Dios permanece en nosotros (Jn 15,4),
como dice san Juan. La Koinonía supone la reunión y la unión en nombre de Cristo:
“Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”
(Mt 18,20).

 Comunión eucarística. La eucaristía es el sacramento de la comunión, el acto


litúrgico por excelencia de la profesión de la fe cristiana. Es comunión con el
cuerpo y la sangre de Cristo en el Espíritu Santo, que es el alma de la verdadera
comunión. Según la tradición, la eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la
eucaristía.
 Comunión Fraterna. Según los escritos neo-testamentarios, particularmente la carta
de san Juan, la comunión con Dios y con los hermanos son dos caras de la misma
moneda (1 Jn 1, 1-3). La fe en Dios, padre de todos, tienen como consecuencia la
vivencia fraterna con toda la humanidad. San Pablo dice que los bautizados forman
la “comunión de los santos” (1 Co 7,14).

 Comunión de bienes. La fe cristiana, como modo de vida y comportamiento, es


unanimidad en el mismo espíritu (“una sola alma”). En la misma mesa (“un solo
corazón”), y solidaridad material (“una sola familia, en un solo Dios y Padre de
todos” He 4, 42-44). De la misma manera que Dios nos ha dado todo para todos,
todos debemos tener todo en común.

 Comunión inter-eclesial. La iglesia, como “iglesia de iglesias” o comunión de


comunidades, es testigo de la comunión si no hay divisiones entre las iglesias. La
comunión entre las iglesias se da en la unidad de la fe, de los sacramentos y de las
normas jurídicas, aunque flexibles y adaptadas a las particularidades de los
contextos de las culturas.

 Comunión apostólica. La universalidad de la iglesia se funda en su apostolicidad.


Como testigos de la resurrección del Señor, nuestra fe se funda sobre aquellas
columnas y sus iglesias, cuyos obispos son sus sucesores al frente de las iglesias
locales. Por eso creemos “en la” (en) iglesia: creemos con los otros y en aquello que
los otros creen. La comunión implica unidad con Pedro y sus sucesores en la iglesia
de Roma – Ecclesia principalis-, como dice san Cipriano, por el hecho de guardar
los sepulcros de los apóstoles Pedro y Pablo.

 Comunión con la creación. Como criatura de Dios, la naturaleza puede se camino


de acceso y comunicación con el Creador. Francisco de Asís se sentía hermano del
sol, de la luna, de la tierra, del fuego, y por ellos o en ellos alaba al Creador.

 Comunión con toda la humanidad. Ser cristiano es necesariamente ser un ciudadano


universal. En la fe del Resucitado ya no hay “judío ni griego ni extranjero” (GAL 3,
28), pues como hijos del mismo Padre, todos somos hermanos e iguales. En Jesús,
el amor tiene una perspectiva universal que incluye hasta los enemigos.

3. La iglesia local como lugar de la “koinonía” eclesial.

En la acción evangelizadora no basta el servicio. Necesita el soporte de la comunión, que


da eficacia y credibilidad, en la medida que se inserta en la pedagogía de la acción con
Jesús. Por la comunión de amor, de la iglesia hace visible en la historia la presencia de la
comunidad de amor de la Trinidad, de la cual es sacramento.

La koinonía eclesial se realiza en la iglesia local, pues en ella está toda la iglesia, aunque no
la iglesia toda. Según K. Rhaner, ésta es la mayor novedad del Concilio Vaticano II, que
supera el parroquialismo y el universalismo de ciertos movimientos y de prelaturas
personales. La perseverancia de toda la iglesia en la iglesia local no es, sin embargo, una
creación del Vaticano II. La novedad para nuestros días es un descubrimiento o resultado
de la “vuelta a las fuentes” de una realidad presente a la iglesia del periodo primitivo y
antiguo, y la pérdida después, sobre todo desde comienzos del segundo milenio. Si la
comunión sólo puede vivirse en una comunidad concreta y en la iglesia, dado que la iglesia
universal se da en la iglesia local, la comunidad necesita ser mas incluyente que la
parroquia y menos extensa que una supuesta “iglesia universal” (universalismo). La
universalidad de la iglesia –su catolicidad – se da en la iglesia local, en comunión con las
demás iglesias de Jesucristo, constituida en Pentecostés, es “iglesia de iglesias”.

El recorrido de la iglesia local

En el origen de la iglesia está la comunión: ekklesia (asamblea del pueblo), congregatio


fidelium (congregación de fieles), conmunio ecclesiarum (comunión de iglesias). Así fue
como empezó la iglesia de Jerusalén, llegó a Antioquia y se expandió poco a poco por todo
el territorio del Imperio Romano, a pesar de la persecución. Es más, en la sangre de los
mártires encontraron los cristianos la fuerza del testimonio de una Iglesia que nace única,
inculturada, diferente en su modo de ser y de actuar en su relación con los demás. Pero su
fuerza nace en lo esencial: una comunidad que expresa su fe, celebra los misterios de
Dios y vive en fraternidad.

En los periodos primitivo y antiguo, como ya hemos visto, prevalece la imagen y el modelo
de la Iglesia como misterio de Cristo. Cada Iglesia se siente en el deber y con la libertad de
imprimir su propio estilo en la misión, en el catecumenado, en la liturgia y en la
organización de la Iglesia local, a partir de una estructura fundamental regulada por todas
las Iglesias. El obispo, ordenado por los obispos vecinos, sirve de lazo de unión entre las
Iglesias.

En los siglos III y IV, con la irrupción de las controversias doctrinales, la unidad y la
comunión son duramente probadas. Surgen entonces las formas colegiadas de intervención
de fuera de la Iglesia en la causa, por medio de los sínodos y concilios regionales o
ecuménicos (universales). Desde el siglo IV, cuando con Constantino de religión perseguida
pasa a ser religión protegida y oficial del Imperio Romano, hay una simbiosis ente lo
temporal y lo espiritual (trono y altar). Queda atrás la imagen y el modelo de la Iglesia
“misterio” y cobra relieve la imagen de una Iglesia “imperio”. Las estructuras de
comunión van siendo poco a poco sustituidas por estructuras jerárquicas y autoritarias. El
“Pueblo de Dios”, concebido hasta entonces como los integrantes de una “asamblea”
(ekklesia) determinada y local, pasa a ser la “cristiandad, el pueblo cristiano extendido por
todo el orbe. Son pasos de un proceso gradual de uniformidad que desbocarán en el
modelo de la “Iglesia universal romana”, la cual tendrá mucho de sociedad y de
institución y poco de carisma y de comunión.

A partir del segundo milenio, el modelo de Iglesia comunitario y local centrado en el


Espíritu de Pentecostés queda atrás y surge un modelo societario y jurídico, cristomonista,
centralizado en el papa. La creciente clericalización de la iglesia reduce a los laicos en otro
tiempo sujetos activos, a objetos pasivos, destinatarios de los bienes espirituales que el
clero distribuye. Después, la centralización alcanzara también a los presbíteros que desde el
comienzo del segundo milenio verán desaparecer los consejos presbiterales como
organismos de ayuda al obispo en el gobierno de la diócesis. La iglesia, inspirada en la
organización del Imperio que le da soporte, se configura como una especie de “Estado del
Papa”, como única y gran diócesis, presidida por el papa, con sucursales, que son las
diócesis, en las que los obispos son sus vicarios.
En este contexto, surge la “curia papal”, que da uniformidad a las Iglesias locales según
una única disciplina, la romana. Cuando se produjo el dramático cisma entre los cuatro
grandes patriarcados de Oriente - Jerusalén, Antioquia, Alejandría y Constantinopla- y el
patriarcado de Occidente -Roma-, la “romanidad” de la Iglesia “latina” pasó a ser una
“nota” de la Iglesia. Como telón de fondo está la influencia de la ideología absolutista.
Surgirán los movimientos de reforma del siglo XII, pero se estancarán o serán cooptados,
como ocurrió con el franciscanismo. La Reforma de Lutero, instrumentalizada por los
príncipes, será satanizada. La Contrarreforma acentúa el carácter universal de la Iglesia y
Roma pone el énfasis en una Iglesia visible, societaria, jerárquica, como lo atestigua la
eclesiología de Belarmino. Pare él, estrechando aún más los cortos horizontes del Concilio
de Trento, la Iglesia, como “sociedad perfecta” –vertical y jerárquica-, es una monarquía
pontificia, una asociación de diócesis en el seno de la cual la Iglesias locales no pasan de
ser circunscripciones administrativas subordinadas totalmente a Roma.

El Concilio Vaticano I reafirma esta misma imagen de la Iglesia: el papa es la única fuente
de majestad y magisterio, por encima de las Iglesias locales y del conjunto de sus fieles.
Será necesario esperar el movimiento de renovación de finales del siglo XIX y comienza
del siglo XX para que la Iglesias local recupere su identidad original. El movimiento de
“vuelta a las fuentes” desencadenado en diversos ámbitos de la vida eclesial, en el campo
de la eclesiología, tuvo como pioneros a J.H. Newnan y J.A. Moler. El Concilio Vaticano II
se gestó en este movimiento y elabora una nueva teología sobre la Iglesia centrada en la
Iglesia local.

La teología del Vaticano II sobre la Iglesia:


a) Lex orandi, lex credendi, (La norma de orar es la norma de crecer). En el credo
afirmamos que creemos “en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”. Son las
llamadas “notas”, marcas, atributos, propiedades, que describen lo que es la Iglesia.
Forman parte de la “profesión de fe” promulgada por el concilio de Constantinopla (318),
credo niceno-constantinopolitano”. Las notas de la Iglesia son siempre las mismas, pero en
el Concilio Vaticano II hay otra auto-comprensión de la Iglesia, según podemos constatar al
leer sus textos, sobre todo la constitución Lumen Gentium.

b) Creemos “en la” Iglesia en cuanto creemos “en Iglesia”. En realidad,


depositamos nuestra fe “en” Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sólo Dios es digno de fe.
Pero para llegar a Dios se pasa por “mediaciones”. Y él ha querido que la Iglesia sea una
de ellas, no la única, aunque privilegiada, para llegar hasta él, porque es depositaria de
medios privilegiados de salvación, como son su palabra revelada y los sacramentos. Por
tanto, cuando decimos que “creemos en la Iglesia”, afirmamos que creemos “en Dios”,
“con” aquellos que acogen su proyectó de salvación. Por más personal e íntimo que sea
nuestro encuentro teologal presupone una fe antropológica. Creer “en la” iglesia es más
que un mero asociarse, conglomerarse o reunirse, pues el criterio último de la reunión es la
fe en Jesucristo, en el Espíritu, que nos inserta en el proyecto creador y redentor del Padre.
A este respecto, característica fundamental de la fe en el horizonte del Concilio Vaticano II
es la fe cristiano como “fe eclesial”, es decir, una fe que pasa por comunidad. La
conversión a Jesucristo implica, por tanto, la adhesión al sacramento de la comunidad. En
la perspectiva del Concilio Vaticano II, Medellín visualizó en este “creer en Iglesia” la
profesión de comunidades eclesiales de base (Medellín, n. 15, 10-12). Estas son la
mediación privilegiada para la vivencia de una fe que consisten creer con los otros y en
lo que los otros creen. En la misma dirección, Puebla ha visualizado la parroquia como
“comunidad de comunidades” (Puebla, n.644)

c) Creemos “en” Iglesia, que es “una”. Creer “en” Iglesia, que es “una”, significa
que no es una federación de Iglesias independientes o una unión de muchas Iglesias
diversas. La Iglesia es única, una sólo, aunque sean muchas las comunidades eclesiales.
Por la comunión, forman “un solo Cuerpo”, pues tienen en común al mismo Dios Trino, la
misma esperanza, la misma vocación, la misma fe. En otras palabras, la misma palabra
convocadora, el mismo bautismo, la misma eucaristía. Desde el principio fue consciente de
su unidad y universalidad, la Iglesia que se expandió mediante la multiplicación de
“congregaciones locales” (diócesis, en diferentes lugares, sin perder su sentido original de
identidad. Por la koinonía (koinón= común), es decir, por la comunión entre las
“comunidades”, en la misma fe y en el mismo Evangelio, las muchas Iglesias forman una
solo Iglesia, o mejor, una “Iglesia de Iglesias”. El Vaticano II habla de la unidad en la
diversidad (GS, n 92). Los Hechos de los Apóstoles hablan de esta unidad en el sentido
de tener lo mismo en común”; un solo bautizo, una sola fe fundada en la enseñanza de
los apóstoles, una sola comunión en la fracción del pan y en la oración y la sola
eucaristía (2, 42ss). Juan, en su Evangelio se refiere a “un solo rebaño (el Pueblo de
Dios) y un solo pastor (Jesucristo)” (10,16).

En el horizonte del Concilio, el tema de la unidad remite a una de sus palabras-clave, el


dialogo, en cuatro dimensiones: dialogo de la Iglesia consigo misma, con las Iglesias, con
las religiones y con el mundo (CD, n, 13). Con respecto al dialogo interno, el Vaticano II
propuso una reforma de las estructuras eclesiales que hiciese del “Pueblo de Dios” el sujeto
de este dialogo, sin discutir entre clero y laicos, o entre colegio episcopal y primado.
Nacieron las asambleas de pastoral, los consejos de pastoral, el sínodo de los obispos y se
fortalecieron las conferencias episcopales nacionales nacidas una década antes del Concilio.

Con respeto al dialogo ecuménico e inter-religioso, el Concilio Vaticano II, al hablar de la


“unidad en la diversidad” (GS, n. 92), abrió la Iglesia a dos realidades hasta entonces poco
conscientes o presentes
Primero, que la verdadera que subsiste (LG, n.8) en la Iglesia Católica (subsistit
in). Por tanto, hay verdadera Iglesia de Jesucristo fuera de la Iglesia Católica, lo que
significa decir que la fe cristiana o es ecuménica o deja de ser cristiana. Hay presencia de la
“Iglesia una” fuera de la Iglesia Católica.
Segundo, esto implica no solo reconocer esta realidad o estar afectivamente unido a
ella, sino también trabajar por la unidad de los cristianos, para que la “iglesia una” dé
testimonio a toda la humanidad de la Trinidad. El dialogo con el mundo tienen como campo
privilegiado el dialogo con las ciencias, con la ciudadanía, con las ideologías, con las
culturas, etc.

d) Creemos “en” la Iglesia, que es santa. La segunda nota de la identidad de la


Iglesia es su santidad. El Concilio Vaticano II atribuye tres cualidades a la santidad a la
santidad de la Iglesia profesada en el credo: la Iglesia es “genuinamente santa”,
indefectiblemente santa e imperfectamente santa” (LG, n. 39).

Primero, la Iglesia es “genuinamente santa” porque por el bautismo el Espíritu


Santo nos santifica, nos hace “santos”: “Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo” (Lev
19, 21 Pe 1, lb.). Dios es el único santo, por tanto la santidad es un don que viene de Dios.
Dios crea criaturas santas que participan de su santidad. No somos unas criaturas cual
quisiera. Pertenecemos especialmente a Dios. Claro que la santidad, además de ser don de
Dios, es respuesta humana. Nadie está obligado a ser santo, pero todos nacemos para ser
santos, y el bautismo, ex opere operato, en sí, nos hace santos y nos introduce en la
“comunidad de los santos”.

Segundo, la Iglesia es “indefectiblemente santa” por la santidad de sus medios –


palabra de Dios, sacramentos carismas-, instituidos por Cristo como medios eficaces de
gracia y salvación. En otras palabras, aunque el predicador y los oyentes sean pecadores, la
palabra de Dios es santa. Aunque el ministro sea pecador, la eucaristía es santa. Estos
medios tienen una “indefectible santidad” que los pecadores humanos no pueden disminuir
o anular, porque pertenecen a la Iglesia, dados por Cristo Jesús. En este sentido, la Iglesia
es sacramento de salvación. Pero esto no quiere decir que el Pueblo de Dios pueda
acomodarse en el pecado. La Iglesia no se compone sólo de esos medios. Ella también es
pueblo y también el pueblo debe ser santo porque santa es la Iglesia. Por gracia, el bautismo
nos hace santos. Por virtud, tenemos deber de vivir la perfecta caridad, vivir el amor (Ef
5,2). En otras palabras, la santidad de la Iglesia no es independiente de la santidad de sus
miembros, aunque sus medios lo sean. La santidad de sus miembros redunda en la santidad
de la Iglesia, así como el pecado de sus miembros disminuye también la santidad de la
Iglesia.

Tercero, la iglesia “imperfectamente santa” en el sentido de que es también


pecadora. Es un error atribuir a la Iglesia, en este mundo, cualidades que sólo tendrá en el
futuro Reino de Dios. La iglesia, en este mundo, aunque posea toda la verdad revelada y
todos los medios de gracia, sus miembros, desgraciadamente, no viven de ese tesoro con
todo el fervor debido. Como dice el Concilio Vaticano II, la Iglesia, como peregrina en la
historia, tienen siempre necesidad de reforma, porque es una institución humana y terrena
constituida por personas santas y pecadoras (UR, n. 6) Karl Rhaner habla de una Iglesia
semper reformanda, en constante reforma.

e) Creemos “en” la iglesia, que es católica. La palabra griega Katholikos viene del
griego kath´holu, que significa “de acuerdo con la totalidad”. Quien empleó esta palabra
por primera vez fue san Ignacio de Antioquia en el siglo II. Iglesia “católica” es sinónimo
de “universal”. Según las Escrituras, la Iglesia es universal por cuatro razones.
Primero, por su fuente trinitaria: todos están llamados a ser hijos de un mismo
Padre. Jesucristo ofrece la salvación no solo a los judíos, sino a todo el género humano. El
Espíritu Santo, principio de comunión, une a todos los fieles en una sola Iglesia de Cristo.
En otras palabras, en la familia de la Trinidad, la Iglesia está abierta congregar a toda la
familia humana en el espíritu de la unidad, para que todos acojan la salvación de Jesucristo
ofrecida a todos. Indudablemente, la gran verdad rescatada por el Vaticano II fue la
Trinidad como modelo de comunidad eclesial. San Basilio, todavía en el seno de la Iglesia
antigua, hablaba de la Iglesia como el “cuerpo de los Tres: del Padre, del hijo y del
Espíritu Santo”. Históricamente, sin embargo, tal vez por influencia de la analogía la
Iglesia con el cuerpo propuesta por Pablo, prevaleció en el periodo de la cristiandad la idea
de la Iglesia “cuerpo de Cristo” y no de los “Tres”.

Segundo, la Iglesia es católica en cuanto universalidad de razas y culturas: lleva


adelante la obra de la salvación universal mediante su inserción en cada cultura, para
encarnar el evangelio de Jesucristo. La Iglesia, cuanto más inculturada y encarnada en cada
cultura, es mas católica y universal. Y al revés, cuanto más encarnada en una única cultura
y presente de esa forma en las demás culturas, sin inculturarse, es menos católica y
universal. A una Iglesia monocultural corresponde una Iglesia no católica. Es imposible
redimir, sanar y restaurar todo en Cristo sin asumir todo: razas y culturas. Nada es ajeno a
la redención de Jesucristo. Nada puede estar fuera de la misión de la Iglesia.

Tercero: la Iglesia es católica, en cuanto unidad en la diversidad. Dadas las


diferencias entre pueblos y culturas, solo hay unidad si hay acogida de la diversidad. Por
eso la diversidad de tradiciones en las Iglesias locales (diócesis), es expresión de la
catolicidad o universalidad de la Iglesia. Cuanto más espacio hay para las diferencias, mas
unida está la Iglesia. No es que la unidad tolere la diversidad. Es que si la unidad no es
unidad de diversidades será solo uniformidad. Dada la realidad de la diversidad, la unidad
solo puede ser “unidad de diversidades”. Diversidad también en la manera de entender la
misma revelación, lo que redunda en el pluralismo teológico. Todo saber es
contextualizado, incluso el saber teológico. El Vaticano II distinguió muy bien en su
concepto de “evolución del dogma” la verdad de su discurso. Todo discurso es un discurso
humano, incluso el discurso sobre Dios.

Cuarto, la Iglesia es católica por la catolicidad con relación a toda la humanidad.


Sin excepción, todos están llamados a pertenecer al nuevo Pueblo de Dios. La gracia y la
salvación son un don concedido a todos, y la Iglesia debe ser mediación para todo el género
humano, independientemente de la religión, la raza y cultura. A este respecto es de suma
importancia la categoría “Reino de Dios” rescatada por el Vaticano II: el Reino de Dios
está presente en la Iglesia, pero no solo en ella.

f) Creemos “en” la Iglesia, que es apostólica. En la segunda mitad del siglo IV, la
Iglesia de Salamina, en Chipre, añadió en el “credo bautismal” la nota “apostólica”. El
Concilio de Constantinopla la adoptó. Pero el término ya está presente desde el siglo II en
san Ignacio de Antioquia. En los escritos del Nuevo Testamento expresa la importancia de
los apóstoles en la vida de la Iglesia: ellos son los que dan testimonio de la resurrección de
Jesús. Ellos son los que recibieron de él la misión de predicar el Evangelio; y son ellos los
confirmados en su ministerio mediante signos y el mismo sufrimiento por cauda del
Evangelio. En el silo III, san Ireneo y Tertuliano preguntan dónde encontrar la autentica,
enseñanza de los apóstoles. Y responden que no basta la Biblia, pues los herejes dicen
también que se fundamentan en ella. Para encontrar la autentica enseñanza, que está en
la Biblia, hay que ir a los apóstoles, porque ellos confiaron su enseñanza a las Iglesias y
a los encargados de su cuidado. Prueba de estos es que la doctrina apostólica fue
preservada fielmente y garantizada por los obispos. Además, el hecho de que todas las
Iglesias del mundo enseñen la misma doctrina prueba que su enseñanza dimana de la
misma fuente apostólica.

La apostolicidad de la Iglesia trae a cuento los temas de la Iglesia local y de la colegialidad


episcopal. En cuanto a la colegialidad, todo obispo, como miembro del colegio episcopal,
es ordenado, no solo para su Iglesia particular, sino para la Iglesia universal. A su vez, el
primado no es un super-obispo, un obispo de los obispos, sino un primus inter pares, que
preside la unidad del colegio. De ahí la importancia de las estructuras de colegialidad como
el sínodo de los obispos y las conferencias episcopales continentales y nacionales, cuyos
estatutos no expresan todavía la eclesiología del Concilio Vaticano II, pues quedan todavía
a distancia de una verdadera corresponsabilidad de los obispos con el primado con respecto
a la viada de la iglesia universal.

g) La Iglesia local como “la Iglesia toda”, aunque no “toda la Iglesia”.


Finalmente la eclesiología del Vaticano II, con su vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas,
redescubre la diocesaneidad de la Iglesia. El Concilio afirma que la diócesis es una porción
del Pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la cooperación del
presbítero, de modo tal que, unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el
Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está
y obra la Iglesia de Cristo, que es una, santa católica y apostólica (CD, n. 11)

Comentemos algunos aspectos de esta definición.


Primero entre otras cosas, el Concilio habla de la diócesis como “porción del
Pueblo de Dios” reunida por el obispo en el Espíritu Santo. Solo existe Iglesia cuando hay
una asamblea visible, una comunidad concreta que se reúne. No es posible ser Iglesia a
distancia, ser cristiano sin participar de una comunidad, constituyendo una especie de
comunidad emocional e invisible, virtual, como los “cristianos sin Iglesia”. En otras
palabras, no es posible ser cristiano sin estar comprometido en una comunidad local, en una
diócesis.

Segundo, se trata, además, de una asamblea reunida por el obispo, lo que remite a
la iglesia apostólica. La diócesis es “porción” del Pueblo de Dios, no parte. Por tanto, en
torno al obispo, sucesor de los apóstoles, se hace presente y actúa la totalidad de la Iglesia.
En sentido pleno, la iglesia sólo es Iglesia en la diócesis, que, a su vez sólo es iglesia
cuando es comunión de diócesis.
Tercero, la diócesis está fundada y edificada por la palabra de Dios. La Iglesia es
una institución de la palabra de Dios, que precede a la congregación de los fieles. Existe
para evangelizar: “Ay de mi si no evangelizo” (1 Co 9, 16). La misma Iglesia es resultado
de la evangelización. Por tanto no hay Iglesia sin cristianos evangelizados, que, además,
continuamente, se dejan evangelizar.

Cuarto, la Iglesia está fundada también en la Eucaristía. “La Iglesia hace la


eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia”, como dice el Vaticano II. Por eso, los cristianos
tienen derecho a la Eucaristía y el deber de celebrarla por lo menos el día del Señor,
haciendo memoria de su resurrección. Decir que en la Iglesia local se encuentra y opera
verdaderamente la Iglesia, que es una, santa católica y apostólica”, significa, por un lado,
que en la diócesis esta “la Iglesia toda” y no parte de la Iglesia, porque en ella se
encuentran totalmente el misterio de salvación. La parte nunca contiene el todo, la Iglesia
toda; pero la porción si, aunque no toda la Iglesia. Por otro lado, la diócesis no es “toda
la Iglesia”, pues ninguna de ellas agota en si ese misterio. Por consiguiente, solo hay
verdadera iglesia cuando la diócesis es “católica”, es decir, cuando desde su
particularidad se abre a la comunión con las demás Iglesias. La verdadera Iglesia de
Jesucristo es siempre “Iglesia de Iglesias”, comunidad de comunidades.
RESUMEN

Con la pastoral profética y la pastoral litúrgica, la pastoral de caridad integra el tria munera
Ecclesiae, que conforman en el “que” del ser y del actuar eclesial. La pastoral de la caridad
comprende dos aspectos complementarios: el servicio (diakonía) y la comunión (koinonía).
Ambos aterrizan en la vida personal, comunitaria y social de la fe cristiana, relativa al
ministerio de la caridad, vinculado intrínsecamente, a los ministros de la profecía y de la
liturgia.

La diakonía, como pastoral del servicio, actualiza en el peregrinar de la comunidad


eclesial el lavatorio de los pies del Jueves Santo, como dedicación concreta a Dios en los
hermanos, especialmente a los más pobres. Su fuente está en la encarnación del Verbo, por
la de el Hijo de Dios, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Hay
servicios ad intra y ad extra, como realización histórica de la misión del cristiano en la
Iglesia y en el mundo. Los servicios ad intra se orientan al interior de la Iglesia, condición
para la vivencia y el testimonio de la fe en el mundo. Los servicios ad extra se orientan
hacia fuera de la Iglesia y tienen la finalidad de ofrecer al género humano, como dice la
Gaudium et spes, “la sincera colaboración de la Iglesia para alcanzar la fraternidad
universal”: la utopía del Reino de Dios. Fundado en la encarnación y en le lavatorio de los
pies, el servicio de la Iglesia es sacramento de la escandalosa opción de Dios por los
indefensos y víctimas de la injusticia, que tiene en la opción por los pobres se expresión
más genuina.

En cuanto a la Koinonía es la expresión del testimonio de la vivencia de la caridad entre


hermanos que se sirven mutuamente y, al mismo tiempo, es soporte institucional de la
pastoral de servicio. Tan importante como el servicio es el modo de realizarlo,
obligatoriamente siempre de forma evangélica. El fundamento de la comunión está en la
Trinidad, ideal de vida de toda la comunidad eclesial, comunidad de amor según los Hechos
de los Apóstoles. Su horizonte es la utopía del Reino de Dios, toda la humanidad reunida en
el banquete de la fraternidad, junto al Padre común. La eucaristía es su expresión por
excelencia, de donde brota y culmina el ser y el hacer de la Iglesia. Se trate de la comunión
de diferencias y diversidades en torno a la misma fe, a la comunión eucarística, a la
vivencia de la fraternidad, a la comunión de bienes, a la comunión inter-eclesial, a la
apostolicidad de la Iglesia, a la comunión con la creación y con toda la humanidad. El lugar
de la realización de la comunión es la Iglesia local, donde se hace presente toda la Iglesia,
aunque no la Iglesia toda. Como “Iglesia de Iglesias”, la comunión eclesial hacer ver en el
mundo el misterio de la Trinidad, el mejor modelo de comunidad.

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