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VIDA EUCARÍSTICA DE MARÍA

EN EL CENÁCULO
San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

HORA SANTA
Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)
Forma Extraordinaria del Rito Romano

 Se expone el Santísimo Sacramento como habitualmente.


 Se canta 3 de veces la oración del ángel de Fátima.
Mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo.
Os pido perdón por los que no creen, no adoran,
No esperan y no os aman.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 22, 14-20

Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: «Con ansia he
deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la
comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios.» Y recibiendo una
copa, dadas las gracias, dijo: «Tomad esto y repartidlo entre vosotros; porque os digo
que, a partir de este momento, no beberé del producto de la vid hasta que llegue el
Reino de Dios.» Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Este
es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío.» De igual
modo, después de cenar, hizo lo mismo con una copa de vino, diciendo: «Esta copa es la
Nueva Alianza, sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros.
VIDA EUCARÍSTICA DE MARÍA EN EL CENÁCULO
El amor exige más que los obsequios asiduos de la conversación y de la
presencia; exige comunidad e identidad de vida.
En el cenáculo, María vivía de la vida eucarística de Jesús.
Había participado de la vida de su Hijo en todos sus misterios, siendo pobre
como Él en Belén, estando oculta en Nazaret, siendo perseguida durante su vida
evangélica e inmolada en la hora de su vida de sufrimiento. Con mayor razón
debía, pues, vivir de la vida eucarística del Salvador, fin y coronamiento de todas
las demás.
Y como la vida de Jesús en el santísimo Sacramento es vida interior, oculta y
sacrificada, lo será también la vida de la santísima Virgen durante veinticuatro
años, con la que acabará su peregrinación terrestre.

I. Vida oculta
Jesús lleva vida oculta en el santísimo Sacramento. Honra el silencio y la
soledad, condiciones esenciales de la vida en Dios. Se encuentra en él muerto al
mundo, a su gloria, a sus bienes, a sus placeres. Su vida es vida enteramente
resucitada y celestial.
Tal es la vida de María después de la ascensión de su divino hijo: se retira al
cenáculo sobre el monte Sión y se envuelve en obscuridad y olvido. Los santos
evangelistas no repetirán sus admirables palabras ni nos contarán ya para
alimento de nuestra piedad sus santísimas acciones y virtudes purísimas, pues la
han dejado en el cenáculo a los pies del adorable Sacramento, en el ejercicio
habitual de la adoración humilde y anonadada.
Como vive en este centro de amor, está muerta al mundo como su divino hijo.
En la divina Hostia cifra todos sus bienes, toda su gloria, toda su felicidad.
Porque ¿no es ella su Jesús?
Tal debe ser la vida de los adoradores, hijos de María. Deben estar muertos al
mundo profano y terrestre. El principio de su vida sobrenatural debe ser la vida
resucitada de Jesús, cuya forma eucarística, silenciosa y solitaria debe excitarles
a huir del mundo, no teniendo con él más que las relaciones necesarias de estado
y de conveniencia, para dar a sus almas algunos momentos de libertad y de paz
visitando a Dios oculto en el santísimo Sacramento.
Porque la servidumbre del mundo y la tentación de Satanás consisten
cabalmente en absorber de tal manera a los hombres en la vida exterior, por las
exigencias tiránicas de los negocios terrestres, que no tengan ni un momento para
el alma ni para Dios. Y la primera condición de la vida cristiana y eucarística es
la libertad espiritual, es el deshacerse de toda servidumbre mundana, es el saber
dar al alma su descanso y su pan de vida, sin los cuales no tiene más remedio que
morir.
II. Vida interior
En el santísimo Sacramento, Jesús vive con vida totalmente interior. Está
continuamente en actitud de ofrenda de sí al amor y a la gloria de su Padre, cuyas
perfecciones todas contempla su alma humana.
En su estado sacramental, Jesús continúa las virtudes de anonadamiento de su
vida mortal, continúa aquella humildad que le indujo a rebajarse hasta la forma
de esclavo; humillándose aquí hasta la forma de pan, y juntándose con una mera
apariencia de ser llega hasta los linderos de la nada.
En la Eucaristía continúa practicando la pobreza, pues no trae del cielo más
que su persona adorable y su amor. Del hombre espera la hospitalidad, aunque no
sea más que la de un establo, las vestiduras para su culto y la materia del
sacrificio.
Continúa asimismo la obediencia, que es aún mayor y más universal que
durante su vida mortal, ya que obedece a todos los sacerdotes, a todos los fieles y
aun a los mismos enemigos. Obedece de día y de noche, obedece siempre. No
quiere elección ni libertad, porque son cosas que no quiere el amor. La Eucaristía
es el rey de la gloria obedeciendo hasta el fin del mundo.
En la Eucaristía, Jesús continúa su vida de oración; más todavía, la oración es
la única ocupación de su alma. Jesús contempla a su Padre, contempla su
grandeza y su bondad; adórale con profundos anonadamientos que junta a su
estado de gloria; le agradece incesantemente los dones y beneficios que concede
a los hombres; nunca deja de implorar por los pecadores la gracia de la
misericordia y paciencia divinas y de continuo solicita la caridad del Padre
celestial por quienes ha rescatado con su cruz.
Tal es la vida contemplativa de Jesús y tal es también la vida de María. Ella
honra las virtudes humildes de Jesús y las vuelve a vivir imitándolas
perfectamente.
Como el Dios escondido, quisiera no ser más que una apariencia humana,
trocándose y transformándose del todo en la vida de Jesús.
María es pobre, tan pobre como Jesús en el santísimo Sacramento, y aún más
porque puede experimentar en toda su realidad las necesidades y las privaciones
que impone la santa pobreza.
Vive obedeciendo, no sólo a los apóstoles, sino también a los últimos ministros
del estado y de la sociedad. Su obediencia es sencilla y mansa, porque ¡se ve tan
satisfecha de poder obedecer como Jesús!
Pero la vida interior de María consiste sobre todo en el amor a su divino hijo,
amor que le hace compartir todos sus pensamientos, sentimientos y deseos. María
no perdía de vista nunca la presencia eucarística de Jesús, sino que se unía sin
cesar a su oración y a sus adoraciones, y vivía en Él y para Él en contemplación
nunca interrumpida de su divinidad y de su humanidad santísima, sometiéndose
del todo y entregándose a la influencia de la gracia.
El adorador debe imitar junto con María las virtudes interiores de Jesús en el
santísimo Sacramento. Aplíquese con constancia y paciencia a la virtud del
recogimiento, al ejercicio de la contemplación de Jesús por el silencio, el olvido
de las criaturas y los actos de unión fervorosos y repetidos.
¡Oh, feliz el alma que comprende esta vida de amor y la desea y la pide sin
nunca cansarse y en ella se ejercita incesantemente! La tal tiene ya conquistado el
reino de Dios.
III. Vida sacrificada
Pero donde el alma de María se mostraba en toda su pujanza era en la
perfección de su conformidad con Jesús, en compartir el estado de inmolación de
Jesús en el santísimo Sacramento.
María adoraba a su queridísimo hijo sobre este nuevo calvario donde le
crucificaba su amor, presentándolo a Dios para la salvación de su nueva familia.
Y a la vista de Jesús en la cruz, con sus llagas abiertas, renovaba en su alma el
martirio de su compasión. Le parecía en la santa misa ver a su hijo crucificado
chorreando sangre entre tormentos y oprobios, desamparado de los hombres y de
su Padre, muriendo en el acto supremo de su amor. Después de adorar en la
consagración a su hijo presente en el altar, derramaba abundantes lágrimas sobre
su estado de víctima, sobre todo en vista de que los hombres no hacían ningún
caso de este augusto sacrificio; esterilizando así para sus almas el misterio de la
redención, y en vista de que había quienes se atrevían a ofender y despreciar a la
adorable víctima ofrecida ante sus ojos y para su propia salvación.
Para reparar estos ultrajes, María hubiera querido sufrir mil muertes, tanto más
cuanto que los desdichados que así se portaban eran hijos suyos, a ella confiados
por Jesús.
¡Pobre Madre! ¿No le bastaba, por ventura, un calvario? ¿Por qué renovar, por
tanto, todos los días estos tormentos y herir su corazón maternal con nuevas
espadas de impiedad? Con todo eso, en lugar de desechar y de maldecir a los
pecadores, María tomaba sobre sí junto con Jesús, como correspondía a la mejor
de las madres, la deuda de sus crímenes, los expiaba con la penitencia, se hacía
víctima al pie del altar, pidiendo gracia y misericordia por sus hijos culpables.
Viendo a su madre inmolada como Él, Jesús se consolaba del abandono de los
hombres, tenía por bien hechos los sacrificios que tan generosamente hizo y
prefería el estado de anonadamiento y de oprobio al de gloria. Porque con los
obsequios de María quedaba compensado todo y hallaba indecible satisfacción en
recibir su oración y sus lágrimas derramadas para la salvación del mundo.
Sepan, pues, los adoradores unirse junto con María al sacrificio de Jesús, para
también ellos ser un consuelo para la augusta víctima.
Tengan en su vida un lugar para el sufrimiento voluntario abrazado por amor.
Háganse salvadores en unión con Jesús para completar en lo que les concierne lo
que falta a su pasión eucarística.

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