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MEDITACIÓN

DE LAS SIETE PALABRAS


con textos de Benedicto XVI
Ofrecemos a continuación las Siete
palabras de Cristo meditadas por el Papa
Benedicto XVI, tomadas de diferentes
homilías y discursos.
Quiere ser un homenaje póstumo al
Papa por los años de su Pontificado al
servicio de Dios y de la Iglesia Universal,
iluminando con sus palabras los misterios
de la fe.
Al principio de la meditación, hemos
tomado unas letanías de santa Margarita
María dedicadas a la Pasión del Señor y
como oración conclusiva cada día se ha
puesto una oración de algún santo que
ilumina lo meditado convirtiéndolo en
plegaria.
Nuestro deseo es que sirva de ayuda
para vivir intensamente la Semana Santa
y el Santo Triduo donde conmemoramos
los misterios de nuestra Redención.
ORACIÓN PARA COMENZAR TODOS LOS DÍAS

Por la señal de la santa Cruz, de nuestros enemigos,


líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre,
y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Poniéndonos en la presencia de Dios, contemplando el


misterio de la cruz, adoremos a nuestro Señor
Jesucristo Crucificado diciendo con santa Margarita
María de Alcoque:

Oración de
Santa Margarita María de Alacoque

Humildemente postrada al pie de tu Santa Cruz, te diré


con frecuencia, divino Salvador mío, para mover las
entrañas de tu misericordia a perdonarme.
Jesús, desconocido y despreciado,
R/. Ten piedad de mí.
Jesús, calumniado y perseguido.
Jesús, abandonado de los hombres y tentado.
Jesús, entregado y vendido a vil precio.
Jesús, vituperado, acusado y condenado injustamente.
Jesús, vestido con una túnica de oprobio y de
ignominia.
Jesús, abofeteado y burlado.
Jesús, arrastrado con la soga al cuello.
Jesús, azotado hasta la sangre.
Jesús, pospuesto a Barrabas.
Jesús, coronado de espinas y saludado por irrisión.
Jesús, cargado con la Cruz y las maldiciones del
pueblo.
Jesús, triste hasta la muerte.
Jesús, pendiente de un infame leño en compañía de dos
ladrones.
Jesús, anonadado y confundido delante de los hombres.
Jesús, abrumado de toda clase de dolores.
¡Oh Buen Jesús! que has querido sufrir una infinidad de
oprobios y de humillaciones por mi amor, imprime
poderosamente su estima en mi corazón, y hazme
desear su práctica.

Se medita la palabra del Señor en la cruz


correspondiente a cada día.

Para concluir cada día:


***
Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.
Inmaculado Corazón de María, sed la salvación mía.
Glorioso Patriarca san José, ruega por nosotros.
Santos Ángeles Custodios, rogad por nosotros.
Todos los santos y santas de Dios, rogad por nosotros.
***
¡Querido hermano, si te ha gustado esta meditación,
compártelo con tus familiares y amigos.
***
Ave María Purísima, sin pecado concebida.
Primera Palabra
“PADRE, PERDÓNALOS,
PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN” (Lc 23,34)
Benedicto XVI, 15 de febrero de 2012

“La primera palabra la pronuncia inmediatamente


después de haber sido clavado en la cruz, mientras los
soldados se dividen sus vestiduras como triste
recompensa de su servicio. En cierto sentido, con este
gesto se cierra el proceso de la crucifixión. Escribe san
Lucas: «Y cuando llegaron al lugar llamado “La
Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores,
uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte» (23,
33-34).
La primera oración que Jesús dirige al Padre es de
intercesión: pide el perdón para sus propios verdugos.
Así Jesús realiza en primera persona lo que había
enseñado en el sermón de la montaña cuando dijo: «A
vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros
enemigos, haced el bien a los que os odian» (Lc 6, 27),
y también había prometido a quienes saben perdonar:
«será grande vuestra recompensa y seréis hijos del
Altísimo» (v. 35). Ahora, desde la cruz, él no sólo
perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente
al Padre intercediendo a su favor.
Esta actitud de Jesús encuentra una «imitación»
conmovedora en el relato de la lapidación de san
Esteban, primer mártir. Esteban, en efecto, ya próximo
a su fin, «cayendo de rodillas y clamando con voz
potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este
pecado”. Y, con estas palabras, murió» (Hch 7, 60):
estas fueron sus últimas palabras. La comparación entre
la oración de perdón de Jesús y la oración del
protomártir es significativa. San Esteban se dirige al
Señor resucitado y pide que su muerte —un gesto
definido claramente con la expresión «este pecado»—
no se impute a los que lo lapidaban.
Jesús en la cruz se dirige al Padre y no sólo pide el
perdón para los que lo crucifican, sino que ofrece
también una lectura de lo que está sucediendo. Según
sus palabras, en efecto, los hombres que lo crucifican
«no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Es decir, él pone la
ignorancia, el «no saber», como motivo de la petición
de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja abierto
el camino hacia la conversión, como sucede por lo
demás en las palabras que pronunciará el centurión en
el momento de la muerte de Jesús: «Realmente, este
hombre era justo» (v. 47), era el Hijo de Dios. «Por eso
es más consolador aún para todos los hombres y en
todos los tiempos que el Señor, tanto respecto a los que
verdaderamente no sabían —los verdugos— como a los
que sabían y lo condenaron, haya puesto la ignorancia
como motivo para pedir que se les perdone: la ve como
una puerta que puede llevarnos a la conversión» (Jesús
de Nazaret, II, 243-244).

PETICIÓN: Señor, perdónanos porque hemos sido


“ignorantes” pecando.

FRUTO: Pedir y hacer el bien a nuestros enemigos.

CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación, con


la oración de san Francisco Javier:
ORACIÓN A LAS CINCO LLAGAS
Oración de san Francisco Javier
Señor mío Jesucristo, en cuya mano están todas las
cosas, y no hay nadie que pueda resistir vuestra
voluntad, que os habéis dignado nacer, morir y
resucitar: por el misterio de vuestro Santísimo Cuerpo,
y por las cinco llagas, y el derramamiento de vuestra
preciosísima sangre, compadeceos de nosotros, como
vos sabéis lo necesitamos en nuestras almas y en
nuestros cuerpos; libradnos de las tentaciones del
demonio y de todo lo que veis que nos aflige; y
conservadnos y fortalecednos hasta el fin, en vuestro
servicio, y dadnos una verdadera enmienda, y espacio
de verdadera penitencia, y el perdón de todos los
pecados después de la muerte; y haced que amemos a
nuestros hermanos, hermanas, amigos y enemigos; y
que con todos los Santos gocemos eternamente en
vuestro reino, que con Dios Padre y el Espíritu Santo
vivís y reináis, Dios por los siglos de los siglos. Amén.
Segunda Palabra
“HOY ESTARÁS CONMIGO
EN EL PARAÍSO.” (Lc 23, 43)
Benedicto XVI, 15 de febrero de 2012

“La segunda palabra de Jesús en la cruz


transmitida por san Lucas es una palabra de esperanza,
es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres
crucificados con él. El buen ladrón, ante Jesús, entra en
sí mismo y se arrepiente, se da cuenta de que se
encuentra ante el Hijo de Dios, que hace visible el
Rostro mismo de Dios, y le suplica: «Jesús, acuérdate
de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). La respuesta
del Señor a esta oración va mucho más allá de la
petición; en efecto dice: «En verdad te digo: hoy estarás
conmigo en el paraíso» (v. 43).
Jesús es consciente de que entra directamente en la
comunión con el Padre y de que abre nuevamente al
hombre el camino hacia el paraíso de Dios. Así, a
través de esta respuesta da la firme esperanza de que la
bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último
instante de la vida, y la oración sincera, incluso después
de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos
del Padre bueno que espera el regreso del hijo.

21 de noviembre de 2010

El Evangelio de san Lucas presenta, como en un


gran cuadro, la realeza de Jesús en el momento de la
crucifixión. Los jefes del pueblo y los soldados se
burlan del «primogénito de toda la creación» (Col 1, 15)
y lo ponen a prueba para ver si tiene poder para
salvarse de la muerte (cf. Lc 23, 35-37). Sin embargo,
precisamente «en la cruz, Jesús se encuentra a la
“altura” de Dios, que es Amor. Allí se le puede
“reconocer”. (...) Jesús nos da la “vida” porque nos da
a Dios. Puede dárnoslo porque él es uno con Dios»
(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pp.
403-404. 409). De hecho, mientras que el Señor parece
pasar desapercibido entre dos malhechores, uno de
ellos, consciente de sus pecados, se abre a la verdad,
llega a la fe e implora «al rey de los judíos»: «Jesús,
acuérdate de mí cuando entres en tu reino» (Lc 23, 42).
De quien «existe antes de todas las cosas y en él todas
subsisten» (Col 1, 17) el llamado «buen ladrón» recibe
inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el
reino de los cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás
conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Con estas palabras
Jesús, desde el trono de la cruz, acoge a todos los
hombres con misericordia infinita. San Ambrosio
comenta que «es un buen ejemplo de la conversión a la
que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le
concede el perdón, y la gracia es más abundante que la
petición; de hecho, el Señor —dice san Ambrosio—
siempre concede más de lo que se le pide (...) La vida
consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo
allí está el Reino» (Expositio Evangelii secundum
Lucam X, 121: ccl 14, 379).

PETICIÓN: Señor, venga a nosotros tu reino y no sean


en balde los sufrimientos de tu pasión.

FRUTO: Rezar y acompañar a los moribundos.


CONCLUSIÓN: Concluyamos nuestra meditación
con la oración de san Juan de la Cruz, pidiendo al
Señor ayuda para llevar la Cruz:

AYÚDAME A LLEVAR MIS CRUCES


Oración de San Juan de la Cruz
Vuestro emblema fue siempre padecer y ser
despreciado.
¡Oh, si pudiese yo al menos resignarme en mis
tribulaciones, ya que no soy tan generoso como tú en el
padecer y ser despreciado!
A ti, pues, que en tantos sufrimientos fuisteis
siempre paciente, resignado y gozoso, a ti me
encomiendo para que me enseñéis a resignarme en mis
muchas penas.
Tampoco me faltan fuertes pesares y pesadas cruces,
y muy a menudo cansado y desalentado me quedo…,
me abato…, y caigo. Ten compasión de mí, y ayúdame
a llevar con resignación y gozo mis cruces, con la
mirada siempre vuelta al cielo. Os tomo por protector
mío, por mi maestro y mi guía aquí en la tierra, para ser
vuestro compañero en la patria del Paraíso.
Tercera Palabra
“HE AQUÍ A TU HIJO:
HE AQUÍ A TU MADRE” (Jn 19, 26)
Benedicto XVI, 12 de agosto de 2009

Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz


y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es
una persona, un individuo muy importante; pero es
más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los
discípulos amados, de todas las personas llamadas por
el Señor a ser "discípulo amado" y, en consecuencia, de
modo particular también de los sacerdotes.
Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn
19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su
Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también
dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El
Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan, el
hijo predilecto, acogió a la madre María "en su casa".
Podríamos traducir más exactamente: acogió a María en lo
íntimo de su vida, de su ser, en la profundidad de su
ser.
Acoger a María significa introducirla en el
dinamismo de toda la propia existencia —no es algo
exterior— y en todo lo que constituye el horizonte del
propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo
tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe
entre María y los presbíteros es la fuente primaria, el
motivo fundamental de la predilección que alberga por
cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la
predilección que María siente por ellos: porque se
asemejan más a Jesús, amor supremo de su corazón, y
porque también ellos, como ella, están comprometidos
en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al
mundo. Por su identificación y conformación
sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María,
todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente
hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre.
El santo cura de Ars, solía repetir: "Jesucristo,
cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso
hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es
decir, de su santa Madre" (B. Nodet, Il pensiero e
l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale
para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo
especial para los sacerdotes.

PETICIÓN: Gracias, Jesús mío, por habernos dado a


tu Madre como Madre nuestra.

FRUTO: Amar y hacer amar a la Virgen a todos


aquellos con los que tratamos.

CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación con


la oración de San Pío de Pietrelcina manifestando a la
Virgen nuestro amor y pidiendo su intercesión:

YO TE AMO, SEÑORA AMABILÍSIMA.


Oración de Padre Pío a la Virgen María

Santísima Virgen Inmaculada y Madre mía María, a


ti que eres la Madre de mi Señor, la Reina del mundo,
la Abogada, la Esperanza, el Refugio de los pecadores,
recurro hoy, yo que soy el más miserable de todos, te
venero, oh gran Reina y te agradezco por todas las
gracias me has dado hasta ahora, especialmente
haberme librado del infierno, tantas veces merecido por
mí.
Yo te amo, Señora amabilísima, y por el amor que te
tengo, prometo querer servirte siempre y hacer todo lo
que pueda para que tú seas amada más por los demás.
Pongo en ti, después de Jesús, todas mis esperanzas,
toda mi salud, acéptame como tu siervo, y acógeme
bajo tu manto, tú, Madre de Misericordia.
Y ya que eres tan potente ante Dios, líbrame de
todas las tentaciones o obtenme la fuerza de vencerlas
hasta la muerte.
A ti te pido el verdadero amor a Jesucristo, de ti
espero hacer una buena muerte, Madre mía, por el
amor que tienes a Dios, te ruego me ayudes siempre,
pero más en el último momento de mi vida. No me
abandones hasta no verme salvo en el cielo,
bendiciéndote y cantando tus misericordias por toda la
eternidad. Amén.
Cuarta Palabra
“DIOS MÍO, DIOS MÍO,
¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?” (Mt 27, 46)
Benedicto XVI, 8 de febrero de 2012

Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la


oración de Jesús en la inminencia de la muerte. Los dos
evangelistas nos presentan la oración de Jesús
moribundo no sólo en lengua griega, en la que está
escrito su relato, sino también, por la importancia de
aquellas palabras, en una mezcla de hebreo y arameo.
De este modo, transmitieron no sólo el contenido, sino
hasta el sonido que esa oración tuvo en los labios de
Jesús. Escribe san Marcos: «Llegado el mediodía toda
la región quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y
a las tres, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí,
lemá sabactaní?”, que significa: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?”» (15, 33-34).
En la estructura del relato, la oración, el grito de
Jesús se eleva en el culmen de las tres horas de tinieblas
que, desde el mediodía hasta las tres de la tarde,
cubrieron toda la tierra.
La oscuridad ocupa ella sola toda la escena, sin
ninguna referencia a movimientos de personajes o a
palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la
muerte, sólo está la oscuridad que cubre «toda la
tierra». Incluso el cosmos toma parte en este
acontecimiento: la oscuridad envuelve a personas y
cosas, pero también en este momento de tinieblas Dios
está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la
oscuridad tiene un significado ambivalente: es signo de
la presencia y de la acción del mal, pero también de
una misteriosa presencia y acción de Dios, que es capaz
de vencer toda tiniebla.
Jesús, ante los insultos de las diversas categorías de
personas, ante la oscuridad que lo cubre todo, en el
momento en que se encuentra ante la muerte, con el
grito de su oración muestra que, junto al peso del
sufrimiento y de la muerte donde parece haber
abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza
de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor
supremo, de donación total de sí mismo, aunque no se
escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto.
Al acercarse la muerte del Crucificado, desciende
el silencio; no se escucha ninguna voz, aunque la
mirada de amor del Padre permanece fija en la
donación de amor del Hijo.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús,
aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado», la duda de su misión, de
la presencia del Padre? En esta oración, ¿no se refleja,
quizá, la consciencia precisamente de haber sido
abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son
el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a
Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la
consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de
su pueblo. El salmista reza: «Dios mío, de día te grito, y
no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú
eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel»
(vv. 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante
Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de su
oración: en el momento de angustia la oración se
convierte en un grito.
Y esto sucede también en nuestra relación con el
Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas,
cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer
confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón,
no debemos tener miedo de gritarle nuestro
sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios
está cerca, aunque en apariencia calle.
En la oración llevamos a Dios nuestras cruces de
cada día, con la certeza de que él está presente y nos
escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la
oración debemos superar las barreras de nuestro «yo» y
de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y a
los sufrimientos de los demás. La oración de Jesús
moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por
tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la
vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que
atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan con
una palabra de consuelo. Llevemos todo esto al
corazón de Dios, para que también ellos puedan sentir
el amor de Dios que no nos abandona nunca.

PETICIÓN: En la paz y en la tribulación, en la


abundancia y en la pobreza, en la prosperidad y en la
desgracia, en la honra y en el desprecio, en la alegría y
en la tristeza, en la vida y en la muerte, en el tiempo y
en la eternidad: Te amaré, dulcísimo Jesús.

FRUTO: Mediante el ejercicio de la caridad, seamos el


sostén del desvalido, el ojo del ciego, el apoyo del débil,
el aposentador del peregrino, el defensor del injuriado,
el consuelo de los tristes, en fin, la providencia de
todos.
CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación,
diciendo con santa Laura Montoya:

ORACIÓN DEL SI.


Oración de Santa Laura Montoya

Sí, te diré en mi agonía,


sí, al extinguirse el aliento,
sí, al terminar de mi vida,
sí, al traspasar del tiempo.
Sí, en el dolor de mi carne,
sí, al deshacerse mis huesos,
sí, en el podrirse de mi sangre,
sí, en el cerrárseme el tiempo.
Quiero decir sí al morir
y sí cantar al escuchar el sí que tanto anhelo
y diciéndote sí, llegar al cielo.
Sí, dirá el humo de mi holocausto,
sí, el extinguirse del fuego
sí, las cenizas que llevan el viento,
sí, hasta Ti levantar el vuelo.”
Quinta Palabra
“TENGO SED” (Jn 19, 28)
Mensaje de Benedicto XVI,
a los jóvenes por la JMJ 2007

¿Es posible amar? Toda persona siente el deseo de


amar y de ser amado. Sin embargo, ¡qué difícil es amar,
cuántos errores y fracasos se producen en el amor! Hay
quien llega incluso a dudar si el amor es posible. Pero el
amor es posible.
Dios, fuente del amor. San Juan lo subraya bien
cuando afirma que “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16); con
ello no quiere decir sólo que Dios nos ama, sino que el
ser mismo de Dios es amor.
La Cruz de Cristo revela plenamente el amor de
Dios. ¿Cómo se nos manifiesta Dios-Amor? Aunque
los signos del amor divino ya son claros en la creación,
la revelación plena del misterio íntimo de Dios se
realizó en la Encarnación, cuando Dios mismo se hizo
hombre. En Cristo, verdadero Dios y verdadero
Hombre, hemos conocido el amor en todo su alcance.
La manifestación del amor divino es total y perfecta en
la Cruz, como afirma san Pablo: “La prueba de que
Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía
pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). Por tanto,
cada uno de nosotros, puede decir sin equivocarse:
“Cristo me amó y se entregó por mí” (cf. Ef 5,2).
Redimida por su sangre, ninguna vida humana es inútil
o de poco valor, porque todos somos amados
personalmente por Él con un amor apasionado y fiel,
con un amor sin límites.
Amar al prójimo como Cristo nos ama. En la Cruz
Cristo grita: “Tengo sed” (Jn 19,28), revelando así una
ardiente sed de amar y de ser amado por todos
nosotros. Sólo cuando percibimos la profundidad y la
intensidad de este misterio nos damos cuenta de la
necesidad y la urgencia de que lo amemos “como” Él
nos ha amado. Esto comporta también el compromiso,
si fuera necesario, de dar la propia vida por los
hermanos, apoyados por el amor que Él nos tiene. La
novedad de Cristo consiste en el hecho de que amar
como Él nos ha amado significa amar a todos, sin
distinción, incluso a los enemigos, “hasta el extremo”
(cf. Jn 13,1).
El amor es la única fuerza capaz de cambiar el
corazón del hombre y de la humanidad entera,
haciendo fructíferas las relaciones entre hombres y
mujeres, entre ricos y pobres, entre culturas y
civilizaciones. De esto da testimonio la vida de los
Santos, verdaderos amigos de Dios, que son cauce y
reflejo de este amor originario. Me limito a citar a la
Madre Teresa que, para corresponder con prontitud al
grito de Cristo “Tengo sed”, grito que la había
conmovido profundamente, comenzó a recoger a los
moribundos de las calles de Calcuta, en la India. Desde
entonces, el único deseo de su vida fue saciar la sed de
amor de Jesús, no de palabra, sino con obras concretas,
reconociendo su rostro desfigurado, sediento de amor,
en el rostro de los más pobres entre los pobres. La
Beata Teresa puso en práctica la enseñanza del Señor:
“Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis humildes
hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).
PETICIÓN: Señor, dame tu gracia, para que no tenga
más sed.

FRUTO: Saciar la sed de Jesús con la práctica de las


obras de misericordia con el prójimo.

CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación,


manifestando nuestro deseo de amar a Cristo con las
palabras de san Carlos Borromeo:

ORACIÓN A CRISTO CRUCIFICADO


Oración de San Carlos Borromeo
¡Lo que me lleva hacia ti, Señor, eres Tú!
Tú solitario, clavado en la Cruz, con tu cuerpo
traspasado y agonizante.
Es tu Amor que se ha hecho de tal manera dueño de
mi corazón, que, aunque no fuera al paraíso, yo te
amaría lo mismo.
Nada tienes que darme, para que yo te ame, porque
aunque no esperase aquello que espero, igual, yo te
amaría como te amo. Amen.
Sexta Palabra
“TODO ESTÁ CONSUMADO” (Jn 19,30)
Benedicto XVI, 20 de marzo de 2008

«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que


había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre,
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Ha llegado la
«hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el
inicio todo su obrar.
San Juan describe con dos palabras el contenido de
esa hora: paso y amor. Esas dos palabras se explican
mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de
Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación,
como «paso» a la gloria de Dios, como un «pasar» de
este mundo al Padre. No es como si Jesús, después de
una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera
y volviera al Padre. El paso es una transformación.
Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al
entregarse a sí mismo, queda como fundido y
transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora
está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los
hombres.
Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en
un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con la
expresión «hasta el extremo» san Juan remite
anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz:
todo se ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19, 30).
Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis,
transformación del ser hombre en el ser partícipe de la
gloria de Dios.
En esta transformación Cristo nos implica a todos,
arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de
su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra
vida se convierte en «paso», en transformación. Así
recibimos la redención, el ser partícipes del amor
eterno, una condición a la que tendemos con toda
nuestra existencia.
Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón
atento, realizan un auténtico lavado, una purificación
del alma, del hombre interior. El evangelio del
lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar
continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar
para participar en el banquete con Dios y con los
hermanos. Pero, después del golpe de la lanza del
soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino
también sangre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8).
Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se
entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de
su sangre, es decir, con su entrega «hasta el extremo»,
hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple
hablar; es carne y sangre «para la vida del mundo» (Jn
6, 51). En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla
siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle
que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos
penetre y nos purifique cada vez más.

PETICIÓN: Gracias, Jesús mío, por haberme amado


hasta el extremo de morir por mí en la cruz.

FRUTO: Confesar con frecuencia y recomendar la


confesión a familiares y amigos.
CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación con
oración del Beato Juan de Palafox pidiendo hacer
siempre la voluntad de Dios.

SEÑOR DE LOS SEÑORES.


Oración del Beato Juan de Palafox
Señor de los señores, dulcísimo Jesús y Dios mío,
que padecisteis por mí, si conviene a Vuestra gloria y
servicio, y al bien de mi alma vuestra esclava, que yo
padezca por vos, hágase nuestra santísima voluntad;
tenedme, Señor de Vuestra mano, y que yo nunca os
ofenda y siempre os sirva, y si vos gustáis de que
padezca y que muera, hágase vuestra santísima
voluntad; vos sabéis Señor, cuantos enemigos tengo, y
las calumnias que se me han impuesto, si vos gustáis
que yo muera a sus manos, dame paciencia y amor
vuestro y dolor de mis gravísimas culpas; hágase
vuestra santa voluntad.
Yo, Señor, encomiendo mi alma, y este obispado y a
todos mis amigos y a todos mis enemigos; parad a los
unos, templad a los otros, y todos juntos hagamos
vuestra santa voluntad. Yo Dios mío, quisiera haberos
servido mejor; mis deseos han sido buenos, mis obras
malas, perdonadme por quien vos sois, y por todos mis
santos abogados, hágase en mi, Dios mío, vuestra
Santa voluntad. Vuestro esclavo soy Dios, dadme
Señor vuestro amparo en todos tiempos, aconsejadme y
guiadme y hágase vuestra Santísima Voluntad;
Dulcísimo Jesús, mi alma, mi corazón os doy para que
hagáis en él vuestra santísima voluntad; esclavo de mi
dulcísimo Jesús.
Séptima Palabra
“PADRE, EN TUS MANOS
ENCOMIENDO MI ESPÍRITU” (Lc 23, 46)
Benedicto XVI, 15 de febrero de 2012

Detengámonos en las últimas palabras de Jesús


moribundo. El evangelista relata: «Era ya casi
mediodía, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra,
hasta las tres de la tarde, porque se oscureció el sol. El
velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando
con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo
mi espíritu”. Y, dicho esto, expiró» (vv. 44-46).
Algunos aspectos de esta narración son diversos con
respecto al cuadro que ofrecen san Marcos y san
Mateo. Las tres horas de oscuridad no están descritas
en san Marcos, mientras que en san Mateo están
vinculadas con una serie de acontecimientos
apocalípticos diversos, como el terremoto, la apertura
de los sepulcros y los muertos que resucitan (cf. Mt 27,
51-53). En san Lucas las horas de oscuridad tienen su
causa en el eclipse del sol, pero en aquel momento se
produce también el rasgarse del velo del templo. De
este modo el relato de san Lucas presenta dos signos,
en cierto modo paralelos, en el cielo y en el templo. El
cielo pierde su luz, la tierra se hunde, mientras en el
templo, lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo
que protege el santuario. La muerte de Jesús se
caracteriza explícitamente como acontecimiento
cósmico y litúrgico; en particular, marca el comienzo
de un nuevo culto, en un templo no construido por
hombres, porque es el Cuerpo mismo de Jesús muerto y
resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el
Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
La oración de Jesús, en este momento de
sufrimiento —«Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu»— es un fuerte grito de confianza extrema y
total en Dios. Esta oración expresa la plena consciencia
de no haber sido abandonado. La invocación inicial —
«Padre»— hace referencia a su primera declaración
cuando era un adolescente de doce años. Entonces
permaneció durante tres días en el templo de Jerusalén,
cuyo velo ahora se ha rasgado. Y cuando sus padres le
manifestaron su preocupación, respondió: «¿Por qué
me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las
cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Desde el comienzo
hasta el final, lo que determina completamente el sentir
de Jesús, su palabra, su acción, es la relación única con
el Padre. En la cruz él vive plenamente, en el amor, su
relación filial con Dios, que anima su oración.
Las palabras pronunciadas por Jesús después de la
invocación «Padre» retoman una expresión del Salmo
31: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31, 6).
Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita,
sino que más bien manifiestan una decisión firme: Jesús
se «entrega» al Padre en un acto de total abandono.
Estas palabras son una oración de «abandono», llena de
confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús ante
la muerte es dramática como lo es para todo hombre,
pero, al mismo tiempo, está impregnada de esa calma
profunda que nace de la confianza en el Padre y de la
voluntad de entregarse totalmente a él. En Getsemaní,
cuando había entrado en el combate final y en la
oración más intensa y estaba a punto de ser «entregado
en manos de los hombres» (Lc 9, 44), «le entró un sudor
que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de
sangre» (Lc 22, 44). Pero su corazón era plenamente
obediente a la voluntad del Padre, y por ello «un ángel
del cielo» vino a confortarlo (cf. Lc 22, 42-43). Ahora,
en los últimos momentos, Jesús se dirige al Padre
diciendo cuáles son realmente las manos a las que él
entrega toda su existencia. Antes de partir en viaje
hacia Jerusalén, Jesús había insistido con sus
discípulos: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el
Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los
hombres» (Lc 9, 44). Ahora que su muerte es
inminente, él sella en la oración su última decisión:
Jesús se dejó entregar «en manos de los hombres», pero
su espíritu lo pone en las manos del Padre; así —como
afirma el evangelista san Juan— todo se cumplió, el
supremo acto de amor se cumplió hasta el final, al
límite y más allá del límite.

PETICIÓN: Repetir muchas veces: Padre, A tus


manos, encomiendo mi espíritu.

FRUTO: Rezar y ofrecer algún sacrificio por el eterno


descanso de los difuntos.

CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación


recitando esta breve oración para el momento de
expirar utilizada por san Juan de Kety:

ORACIÓN AL EXPIRAR.
Oración de San Juan de Kety

Causa y fin de todo lo que existe,


Dios eterno y todopoderoso,
que gobiernas y conservas
por tu divina providencia todo lo que has creado,
recíbeme en tu inefable misericordia,
y consiente que por la pasión
y los méritos infinitos de tu Hijo,
yo me reúna contigo por toda la eternidad.
IGLESIA DEL SALVADOR DE TOLEDO –ESPAÑA-
Misal 1962 | Forma Extraordinaria del Rito Romano

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