con textos de Benedicto XVI Ofrecemos a continuación las Siete palabras de Cristo meditadas por el Papa Benedicto XVI, tomadas de diferentes homilías y discursos. Quiere ser un homenaje póstumo al Papa por los años de su Pontificado al servicio de Dios y de la Iglesia Universal, iluminando con sus palabras los misterios de la fe. Al principio de la meditación, hemos tomado unas letanías de santa Margarita María dedicadas a la Pasión del Señor y como oración conclusiva cada día se ha puesto una oración de algún santo que ilumina lo meditado convirtiéndolo en plegaria. Nuestro deseo es que sirva de ayuda para vivir intensamente la Semana Santa y el Santo Triduo donde conmemoramos los misterios de nuestra Redención. ORACIÓN PARA COMENZAR TODOS LOS DÍAS
Por la señal de la santa Cruz, de nuestros enemigos,
líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Poniéndonos en la presencia de Dios, contemplando el
misterio de la cruz, adoremos a nuestro Señor Jesucristo Crucificado diciendo con santa Margarita María de Alcoque:
Oración de Santa Margarita María de Alacoque
Humildemente postrada al pie de tu Santa Cruz, te diré
con frecuencia, divino Salvador mío, para mover las entrañas de tu misericordia a perdonarme. Jesús, desconocido y despreciado, R/. Ten piedad de mí. Jesús, calumniado y perseguido. Jesús, abandonado de los hombres y tentado. Jesús, entregado y vendido a vil precio. Jesús, vituperado, acusado y condenado injustamente. Jesús, vestido con una túnica de oprobio y de ignominia. Jesús, abofeteado y burlado. Jesús, arrastrado con la soga al cuello. Jesús, azotado hasta la sangre. Jesús, pospuesto a Barrabas. Jesús, coronado de espinas y saludado por irrisión. Jesús, cargado con la Cruz y las maldiciones del pueblo. Jesús, triste hasta la muerte. Jesús, pendiente de un infame leño en compañía de dos ladrones. Jesús, anonadado y confundido delante de los hombres. Jesús, abrumado de toda clase de dolores. ¡Oh Buen Jesús! que has querido sufrir una infinidad de oprobios y de humillaciones por mi amor, imprime poderosamente su estima en mi corazón, y hazme desear su práctica.
Se medita la palabra del Señor en la cruz
correspondiente a cada día.
Para concluir cada día:
*** Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío. Inmaculado Corazón de María, sed la salvación mía. Glorioso Patriarca san José, ruega por nosotros. Santos Ángeles Custodios, rogad por nosotros. Todos los santos y santas de Dios, rogad por nosotros. *** ¡Querido hermano, si te ha gustado esta meditación, compártelo con tus familiares y amigos. *** Ave María Purísima, sin pecado concebida. Primera Palabra “PADRE, PERDÓNALOS, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN” (Lc 23,34) Benedicto XVI, 15 de febrero de 2012
“La primera palabra la pronuncia inmediatamente
después de haber sido clavado en la cruz, mientras los soldados se dividen sus vestiduras como triste recompensa de su servicio. En cierto sentido, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. Escribe san Lucas: «Y cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte» (23, 33-34). La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión: pide el perdón para sus propios verdugos. Así Jesús realiza en primera persona lo que había enseñado en el sermón de la montaña cuando dijo: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian» (Lc 6, 27), y también había prometido a quienes saben perdonar: «será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo» (v. 35). Ahora, desde la cruz, él no sólo perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo a su favor. Esta actitud de Jesús encuentra una «imitación» conmovedora en el relato de la lapidación de san Esteban, primer mártir. Esteban, en efecto, ya próximo a su fin, «cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y, con estas palabras, murió» (Hch 7, 60): estas fueron sus últimas palabras. La comparación entre la oración de perdón de Jesús y la oración del protomártir es significativa. San Esteban se dirige al Señor resucitado y pide que su muerte —un gesto definido claramente con la expresión «este pecado»— no se impute a los que lo lapidaban. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no sólo pide el perdón para los que lo crucifican, sino que ofrece también una lectura de lo que está sucediendo. Según sus palabras, en efecto, los hombres que lo crucifican «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Es decir, él pone la ignorancia, el «no saber», como motivo de la petición de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino hacia la conversión, como sucede por lo demás en las palabras que pronunciará el centurión en el momento de la muerte de Jesús: «Realmente, este hombre era justo» (v. 47), era el Hijo de Dios. «Por eso es más consolador aún para todos los hombres y en todos los tiempos que el Señor, tanto respecto a los que verdaderamente no sabían —los verdugos— como a los que sabían y lo condenaron, haya puesto la ignorancia como motivo para pedir que se les perdone: la ve como una puerta que puede llevarnos a la conversión» (Jesús de Nazaret, II, 243-244).
PETICIÓN: Señor, perdónanos porque hemos sido
“ignorantes” pecando.
FRUTO: Pedir y hacer el bien a nuestros enemigos.
CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación, con
la oración de san Francisco Javier: ORACIÓN A LAS CINCO LLAGAS Oración de san Francisco Javier Señor mío Jesucristo, en cuya mano están todas las cosas, y no hay nadie que pueda resistir vuestra voluntad, que os habéis dignado nacer, morir y resucitar: por el misterio de vuestro Santísimo Cuerpo, y por las cinco llagas, y el derramamiento de vuestra preciosísima sangre, compadeceos de nosotros, como vos sabéis lo necesitamos en nuestras almas y en nuestros cuerpos; libradnos de las tentaciones del demonio y de todo lo que veis que nos aflige; y conservadnos y fortalecednos hasta el fin, en vuestro servicio, y dadnos una verdadera enmienda, y espacio de verdadera penitencia, y el perdón de todos los pecados después de la muerte; y haced que amemos a nuestros hermanos, hermanas, amigos y enemigos; y que con todos los Santos gocemos eternamente en vuestro reino, que con Dios Padre y el Espíritu Santo vivís y reináis, Dios por los siglos de los siglos. Amén. Segunda Palabra “HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO.” (Lc 23, 43) Benedicto XVI, 15 de febrero de 2012
“La segunda palabra de Jesús en la cruz
transmitida por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con él. El buen ladrón, ante Jesús, entra en sí mismo y se arrepiente, se da cuenta de que se encuentra ante el Hijo de Dios, que hace visible el Rostro mismo de Dios, y le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición; en efecto dice: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Jesús es consciente de que entra directamente en la comunión con el Padre y de que abre nuevamente al hombre el camino hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último instante de la vida, y la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo.
21 de noviembre de 2010
El Evangelio de san Lucas presenta, como en un
gran cuadro, la realeza de Jesús en el momento de la crucifixión. Los jefes del pueblo y los soldados se burlan del «primogénito de toda la creación» (Col 1, 15) y lo ponen a prueba para ver si tiene poder para salvarse de la muerte (cf. Lc 23, 35-37). Sin embargo, precisamente «en la cruz, Jesús se encuentra a la “altura” de Dios, que es Amor. Allí se le puede “reconocer”. (...) Jesús nos da la “vida” porque nos da a Dios. Puede dárnoslo porque él es uno con Dios» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pp. 403-404. 409). De hecho, mientras que el Señor parece pasar desapercibido entre dos malhechores, uno de ellos, consciente de sus pecados, se abre a la verdad, llega a la fe e implora «al rey de los judíos»: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino» (Lc 23, 42). De quien «existe antes de todas las cosas y en él todas subsisten» (Col 1, 17) el llamado «buen ladrón» recibe inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el reino de los cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Con estas palabras Jesús, desde el trono de la cruz, acoge a todos los hombres con misericordia infinita. San Ambrosio comenta que «es un buen ejemplo de la conversión a la que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el perdón, y la gracia es más abundante que la petición; de hecho, el Señor —dice san Ambrosio— siempre concede más de lo que se le pide (...) La vida consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino» (Expositio Evangelii secundum Lucam X, 121: ccl 14, 379).
PETICIÓN: Señor, venga a nosotros tu reino y no sean
en balde los sufrimientos de tu pasión.
FRUTO: Rezar y acompañar a los moribundos.
CONCLUSIÓN: Concluyamos nuestra meditación con la oración de san Juan de la Cruz, pidiendo al Señor ayuda para llevar la Cruz:
AYÚDAME A LLEVAR MIS CRUCES
Oración de San Juan de la Cruz Vuestro emblema fue siempre padecer y ser despreciado. ¡Oh, si pudiese yo al menos resignarme en mis tribulaciones, ya que no soy tan generoso como tú en el padecer y ser despreciado! A ti, pues, que en tantos sufrimientos fuisteis siempre paciente, resignado y gozoso, a ti me encomiendo para que me enseñéis a resignarme en mis muchas penas. Tampoco me faltan fuertes pesares y pesadas cruces, y muy a menudo cansado y desalentado me quedo…, me abato…, y caigo. Ten compasión de mí, y ayúdame a llevar con resignación y gozo mis cruces, con la mirada siempre vuelta al cielo. Os tomo por protector mío, por mi maestro y mi guía aquí en la tierra, para ser vuestro compañero en la patria del Paraíso. Tercera Palabra “HE AQUÍ A TU HIJO: HE AQUÍ A TU MADRE” (Jn 19, 26) Benedicto XVI, 12 de agosto de 2009
Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz
y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona, un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas por el Señor a ser "discípulo amado" y, en consecuencia, de modo particular también de los sacerdotes. Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María "en su casa". Podríamos traducir más exactamente: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, en la profundidad de su ser. Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la propia existencia —no es algo exterior— y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre. El santo cura de Ars, solía repetir: "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Madre" (B. Nodet, Il pensiero e l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo especial para los sacerdotes.
PETICIÓN: Gracias, Jesús mío, por habernos dado a
tu Madre como Madre nuestra.
FRUTO: Amar y hacer amar a la Virgen a todos
aquellos con los que tratamos.
CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación con
la oración de San Pío de Pietrelcina manifestando a la Virgen nuestro amor y pidiendo su intercesión:
YO TE AMO, SEÑORA AMABILÍSIMA.
Oración de Padre Pío a la Virgen María
Santísima Virgen Inmaculada y Madre mía María, a
ti que eres la Madre de mi Señor, la Reina del mundo, la Abogada, la Esperanza, el Refugio de los pecadores, recurro hoy, yo que soy el más miserable de todos, te venero, oh gran Reina y te agradezco por todas las gracias me has dado hasta ahora, especialmente haberme librado del infierno, tantas veces merecido por mí. Yo te amo, Señora amabilísima, y por el amor que te tengo, prometo querer servirte siempre y hacer todo lo que pueda para que tú seas amada más por los demás. Pongo en ti, después de Jesús, todas mis esperanzas, toda mi salud, acéptame como tu siervo, y acógeme bajo tu manto, tú, Madre de Misericordia. Y ya que eres tan potente ante Dios, líbrame de todas las tentaciones o obtenme la fuerza de vencerlas hasta la muerte. A ti te pido el verdadero amor a Jesucristo, de ti espero hacer una buena muerte, Madre mía, por el amor que tienes a Dios, te ruego me ayudes siempre, pero más en el último momento de mi vida. No me abandones hasta no verme salvo en el cielo, bendiciéndote y cantando tus misericordias por toda la eternidad. Amén. Cuarta Palabra “DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?” (Mt 27, 46) Benedicto XVI, 8 de febrero de 2012
Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la
oración de Jesús en la inminencia de la muerte. Los dos evangelistas nos presentan la oración de Jesús moribundo no sólo en lengua griega, en la que está escrito su relato, sino también, por la importancia de aquellas palabras, en una mezcla de hebreo y arameo. De este modo, transmitieron no sólo el contenido, sino hasta el sonido que esa oración tuvo en los labios de Jesús. Escribe san Marcos: «Llegado el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lemá sabactaní?”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (15, 33-34). En la estructura del relato, la oración, el grito de Jesús se eleva en el culmen de las tres horas de tinieblas que, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cubrieron toda la tierra. La oscuridad ocupa ella sola toda la escena, sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, sólo está la oscuridad que cubre «toda la tierra». Incluso el cosmos toma parte en este acontecimiento: la oscuridad envuelve a personas y cosas, pero también en este momento de tinieblas Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es signo de la presencia y de la acción del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios, que es capaz de vencer toda tiniebla. Jesús, ante los insultos de las diversas categorías de personas, ante la oscuridad que lo cubre todo, en el momento en que se encuentra ante la muerte, con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte donde parece haber abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo, de donación total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto. Al acercarse la muerte del Crucificado, desciende el silencio; no se escucha ninguna voz, aunque la mirada de amor del Padre permanece fija en la donación de amor del Hijo. Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», la duda de su misión, de la presencia del Padre? En esta oración, ¿no se refleja, quizá, la consciencia precisamente de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista reza: «Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel» (vv. 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de su oración: en el momento de angustia la oración se convierte en un grito. Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle. En la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la certeza de que él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración debemos superar las barreras de nuestro «yo» y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y a los sufrimientos de los demás. La oración de Jesús moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan con una palabra de consuelo. Llevemos todo esto al corazón de Dios, para que también ellos puedan sentir el amor de Dios que no nos abandona nunca.
PETICIÓN: En la paz y en la tribulación, en la
abundancia y en la pobreza, en la prosperidad y en la desgracia, en la honra y en el desprecio, en la alegría y en la tristeza, en la vida y en la muerte, en el tiempo y en la eternidad: Te amaré, dulcísimo Jesús.
FRUTO: Mediante el ejercicio de la caridad, seamos el
sostén del desvalido, el ojo del ciego, el apoyo del débil, el aposentador del peregrino, el defensor del injuriado, el consuelo de los tristes, en fin, la providencia de todos. CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación, diciendo con santa Laura Montoya:
ORACIÓN DEL SI.
Oración de Santa Laura Montoya
Sí, te diré en mi agonía,
sí, al extinguirse el aliento, sí, al terminar de mi vida, sí, al traspasar del tiempo. Sí, en el dolor de mi carne, sí, al deshacerse mis huesos, sí, en el podrirse de mi sangre, sí, en el cerrárseme el tiempo. Quiero decir sí al morir y sí cantar al escuchar el sí que tanto anhelo y diciéndote sí, llegar al cielo. Sí, dirá el humo de mi holocausto, sí, el extinguirse del fuego sí, las cenizas que llevan el viento, sí, hasta Ti levantar el vuelo.” Quinta Palabra “TENGO SED” (Jn 19, 28) Mensaje de Benedicto XVI, a los jóvenes por la JMJ 2007
¿Es posible amar? Toda persona siente el deseo de
amar y de ser amado. Sin embargo, ¡qué difícil es amar, cuántos errores y fracasos se producen en el amor! Hay quien llega incluso a dudar si el amor es posible. Pero el amor es posible. Dios, fuente del amor. San Juan lo subraya bien cuando afirma que “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16); con ello no quiere decir sólo que Dios nos ama, sino que el ser mismo de Dios es amor. La Cruz de Cristo revela plenamente el amor de Dios. ¿Cómo se nos manifiesta Dios-Amor? Aunque los signos del amor divino ya son claros en la creación, la revelación plena del misterio íntimo de Dios se realizó en la Encarnación, cuando Dios mismo se hizo hombre. En Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, hemos conocido el amor en todo su alcance. La manifestación del amor divino es total y perfecta en la Cruz, como afirma san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). Por tanto, cada uno de nosotros, puede decir sin equivocarse: “Cristo me amó y se entregó por mí” (cf. Ef 5,2). Redimida por su sangre, ninguna vida humana es inútil o de poco valor, porque todos somos amados personalmente por Él con un amor apasionado y fiel, con un amor sin límites. Amar al prójimo como Cristo nos ama. En la Cruz Cristo grita: “Tengo sed” (Jn 19,28), revelando así una ardiente sed de amar y de ser amado por todos nosotros. Sólo cuando percibimos la profundidad y la intensidad de este misterio nos damos cuenta de la necesidad y la urgencia de que lo amemos “como” Él nos ha amado. Esto comporta también el compromiso, si fuera necesario, de dar la propia vida por los hermanos, apoyados por el amor que Él nos tiene. La novedad de Cristo consiste en el hecho de que amar como Él nos ha amado significa amar a todos, sin distinción, incluso a los enemigos, “hasta el extremo” (cf. Jn 13,1). El amor es la única fuerza capaz de cambiar el corazón del hombre y de la humanidad entera, haciendo fructíferas las relaciones entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre culturas y civilizaciones. De esto da testimonio la vida de los Santos, verdaderos amigos de Dios, que son cauce y reflejo de este amor originario. Me limito a citar a la Madre Teresa que, para corresponder con prontitud al grito de Cristo “Tengo sed”, grito que la había conmovido profundamente, comenzó a recoger a los moribundos de las calles de Calcuta, en la India. Desde entonces, el único deseo de su vida fue saciar la sed de amor de Jesús, no de palabra, sino con obras concretas, reconociendo su rostro desfigurado, sediento de amor, en el rostro de los más pobres entre los pobres. La Beata Teresa puso en práctica la enseñanza del Señor: “Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). PETICIÓN: Señor, dame tu gracia, para que no tenga más sed.
FRUTO: Saciar la sed de Jesús con la práctica de las
obras de misericordia con el prójimo.
CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación,
manifestando nuestro deseo de amar a Cristo con las palabras de san Carlos Borromeo:
ORACIÓN A CRISTO CRUCIFICADO
Oración de San Carlos Borromeo ¡Lo que me lleva hacia ti, Señor, eres Tú! Tú solitario, clavado en la Cruz, con tu cuerpo traspasado y agonizante. Es tu Amor que se ha hecho de tal manera dueño de mi corazón, que, aunque no fuera al paraíso, yo te amaría lo mismo. Nada tienes que darme, para que yo te ame, porque aunque no esperase aquello que espero, igual, yo te amaría como te amo. Amen. Sexta Palabra “TODO ESTÁ CONSUMADO” (Jn 19,30) Benedicto XVI, 20 de marzo de 2008
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que
había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Ha llegado la «hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar. San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso y amor. Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como «paso» a la gloria de Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es como si Jesús, después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los hombres. Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con la expresión «hasta el extremo» san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: todo se ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19, 30). Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios. En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida se convierte en «paso», en transformación. Así recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra existencia. Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un auténtico lavado, una purificación del alma, del hombre interior. El evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en el banquete con Dios y con los hermanos. Pero, después del golpe de la lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino también sangre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8). Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega «hasta el extremo», hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre «para la vida del mundo» (Jn 6, 51). En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más.
PETICIÓN: Gracias, Jesús mío, por haberme amado
hasta el extremo de morir por mí en la cruz.
FRUTO: Confesar con frecuencia y recomendar la
confesión a familiares y amigos. CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación con oración del Beato Juan de Palafox pidiendo hacer siempre la voluntad de Dios.
SEÑOR DE LOS SEÑORES.
Oración del Beato Juan de Palafox Señor de los señores, dulcísimo Jesús y Dios mío, que padecisteis por mí, si conviene a Vuestra gloria y servicio, y al bien de mi alma vuestra esclava, que yo padezca por vos, hágase nuestra santísima voluntad; tenedme, Señor de Vuestra mano, y que yo nunca os ofenda y siempre os sirva, y si vos gustáis de que padezca y que muera, hágase vuestra santísima voluntad; vos sabéis Señor, cuantos enemigos tengo, y las calumnias que se me han impuesto, si vos gustáis que yo muera a sus manos, dame paciencia y amor vuestro y dolor de mis gravísimas culpas; hágase vuestra santa voluntad. Yo, Señor, encomiendo mi alma, y este obispado y a todos mis amigos y a todos mis enemigos; parad a los unos, templad a los otros, y todos juntos hagamos vuestra santa voluntad. Yo Dios mío, quisiera haberos servido mejor; mis deseos han sido buenos, mis obras malas, perdonadme por quien vos sois, y por todos mis santos abogados, hágase en mi, Dios mío, vuestra Santa voluntad. Vuestro esclavo soy Dios, dadme Señor vuestro amparo en todos tiempos, aconsejadme y guiadme y hágase vuestra Santísima Voluntad; Dulcísimo Jesús, mi alma, mi corazón os doy para que hagáis en él vuestra santísima voluntad; esclavo de mi dulcísimo Jesús. Séptima Palabra “PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU” (Lc 23, 46) Benedicto XVI, 15 de febrero de 2012
Detengámonos en las últimas palabras de Jesús
moribundo. El evangelista relata: «Era ya casi mediodía, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta las tres de la tarde, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y, dicho esto, expiró» (vv. 44-46). Algunos aspectos de esta narración son diversos con respecto al cuadro que ofrecen san Marcos y san Mateo. Las tres horas de oscuridad no están descritas en san Marcos, mientras que en san Mateo están vinculadas con una serie de acontecimientos apocalípticos diversos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros y los muertos que resucitan (cf. Mt 27, 51-53). En san Lucas las horas de oscuridad tienen su causa en el eclipse del sol, pero en aquel momento se produce también el rasgarse del velo del templo. De este modo el relato de san Lucas presenta dos signos, en cierto modo paralelos, en el cielo y en el templo. El cielo pierde su luz, la tierra se hunde, mientras en el templo, lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege el santuario. La muerte de Jesús se caracteriza explícitamente como acontecimiento cósmico y litúrgico; en particular, marca el comienzo de un nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es el Cuerpo mismo de Jesús muerto y resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento —«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»— es un fuerte grito de confianza extrema y total en Dios. Esta oración expresa la plena consciencia de no haber sido abandonado. La invocación inicial — «Padre»— hace referencia a su primera declaración cuando era un adolescente de doce años. Entonces permaneció durante tres días en el templo de Jerusalén, cuyo velo ahora se ha rasgado. Y cuando sus padres le manifestaron su preocupación, respondió: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Desde el comienzo hasta el final, lo que determina completamente el sentir de Jesús, su palabra, su acción, es la relación única con el Padre. En la cruz él vive plenamente, en el amor, su relación filial con Dios, que anima su oración. Las palabras pronunciadas por Jesús después de la invocación «Padre» retoman una expresión del Salmo 31: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31, 6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino que más bien manifiestan una decisión firme: Jesús se «entrega» al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de «abandono», llena de confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús ante la muerte es dramática como lo es para todo hombre, pero, al mismo tiempo, está impregnada de esa calma profunda que nace de la confianza en el Padre y de la voluntad de entregarse totalmente a él. En Getsemaní, cuando había entrado en el combate final y en la oración más intensa y estaba a punto de ser «entregado en manos de los hombres» (Lc 9, 44), «le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre» (Lc 22, 44). Pero su corazón era plenamente obediente a la voluntad del Padre, y por ello «un ángel del cielo» vino a confortarlo (cf. Lc 22, 42-43). Ahora, en los últimos momentos, Jesús se dirige al Padre diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su existencia. Antes de partir en viaje hacia Jerusalén, Jesús había insistido con sus discípulos: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9, 44). Ahora que su muerte es inminente, él sella en la oración su última decisión: Jesús se dejó entregar «en manos de los hombres», pero su espíritu lo pone en las manos del Padre; así —como afirma el evangelista san Juan— todo se cumplió, el supremo acto de amor se cumplió hasta el final, al límite y más allá del límite.
PETICIÓN: Repetir muchas veces: Padre, A tus
manos, encomiendo mi espíritu.
FRUTO: Rezar y ofrecer algún sacrificio por el eterno
descanso de los difuntos.
CONCLUSIÓN: Terminemos nuestra meditación
recitando esta breve oración para el momento de expirar utilizada por san Juan de Kety:
ORACIÓN AL EXPIRAR. Oración de San Juan de Kety
Causa y fin de todo lo que existe,
Dios eterno y todopoderoso, que gobiernas y conservas por tu divina providencia todo lo que has creado, recíbeme en tu inefable misericordia, y consiente que por la pasión y los méritos infinitos de tu Hijo, yo me reúna contigo por toda la eternidad. IGLESIA DEL SALVADOR DE TOLEDO –ESPAÑA- Misal 1962 | Forma Extraordinaria del Rito Romano