Nikita Jrushchov y Richard Nixon brindan después de su «Kitchen Debate» el 24 de
junio de 1959. (UPI/CORBI-NETTMAN).
Un nuevo curso económico
En 1959, el año del primer censo de la era de Jrushchov, la Unión Soviética
contaba ya con 209 millones de habitantes, una cifra un 10% superior a la registrada veinte años antes. Muchos de los desastres de la guerra habían quedado atrás y, desaparecido Stalin, parecían dadas las condiciones para revisar el esquema económico que había adquirido carta de naturaleza en la década de 1930. De manera genérica, las medidas impulsadas por Jrushchov en el decenio de 1950 se propusieron hacer frente a algunos de los problemas suscitados por la planificación estaliniana. Con una precaria información sobre lo que sucedía en la economía, la planificación centralizada instaurada dos décadas antes no permitía adoptar el sinfín de decisiones necesarias para hacer posible un desarrollo armónico, de tal suerte que los «cuellos de botella» eran una realidad cotidiana. Los precios nada indicaban, los suministros no llegaban a tiempo, los proyectos se paralizaban o se postergaban, los productos no respondían a las demandas de empresas y consumidores, los planes financieros no acertaban a satisfacer las necesidades de cada momento… Muchas veces se han subrayado, por ejemplo, las consecuencias de un plan que, al fijar en toneladas brutas los niveles requeridos de producción de camiones, incitaba a fabricar unidades singularmente pesadas y obligaba a los destinatarios a aceptarlas; ni siquiera la multiplicación en el número de los indicadores permitía sortear este problema, toda vez que el resultado no era otro que el incumplimiento de todos o casi todos ellos. En este contexto, y por añadidura, apenas se abrían camino la innovación tecnológica y los nuevos procedimientos de gestión, que alteraban sensiblemente las rígidas reglas del plan. En la era estaliniana todos estos factores no parecían excesivamente graves por cuanto el énfasis absoluto depositado en el desarrollo de la industria pesada y la disponibilidad de una mano de obra que podía moverse a capricho de los gobernantes facilitaban el olvido de muchos desequilibrios. Irrumpieron de manera poderosísima, sin embargo, en el momento en que los sucesores de Stalin empezaron a prestar atención a los consumidores, a la agricultura o a la industria ligera. Fue entonces cuando se hizo evidente que
[…] el sistema no había sido diseñado para responder a la demanda,
de los consumidores o de las empresas […]. Había sido construido para responder a las órdenes que llegaban de arriba, para llevar a su fin proyectos de inversión en gran escala y para incrementar el volumen de producción.
Nove, 1980, 356-357
Si uno de los elementos centrales del proyecto de Jrushchov era la plena
recuperación de las capacidades de dirección y control del Partido, su concreción principal en el ámbito económico fue un peculiar intento de descentralización y repartidización —en detrimento de la maquinaria del Estado— en la mecánica planificatoria. En 1954-1956 eran once mil las empresas que, desde el centro moscovita, habían sido traspasadas a la jurisdicción de las repúblicas. En manos de estas, que empezaron a asumir buena parte de las decisiones de planificación y financiación, recayó también, en 1956, la dirección de las unidades económicas dependientes de doce de los ministerios centrales. En el año siguiente fueron abolidos, en fin, nada menos que sesenta ministerios —entre ellos no se incluían los vinculados a la industria de defensa—, al tiempo que en más de un centenar de regiones se establecían consejos económicos o sovnarjozi, cuyo cometido estribaba en dirigir, por separado, la actividad industrial y la agrícola. De esta manera se esperaba que los dirigentes locales del PCUS pudiesen hacer valer su opinión al respecto de los problemas económicos, estimulasen la introducción de nuevas tecnologías y se ocupasen de imponer un uso más racional de los recursos. Los inevitables problemas de coordinación se intentaron atajar, entre tanto, mediante la creación de algunos comités estatales encargados de aunar, por ejemplo, los programas de investigación en curso en una determinada área industrial. La política en proceso de aplicación creaba, con todo, una situación delicada, toda vez que alteraba la tradicional cadena vertical de decisiones. La separación de las funciones de gestión correspondientes a la industria y a la agricultura reducía los poderes de determinadas instancias, ocasionaba eventualmente traslados obligados de funcionarios y en algunos casos convertía en forzados responsables económicos a personas que con anterioridad habían desempeñado tareas de formación o de propaganda ideológica. La falta de coordinación ratificó, por su parte, viejos problemas de innovación tecnológica, de calidad en la producción y de uso eficiente de recursos escasos. Al margen de los sovnarjozi apenas se hizo nada por introducir otras novedades en la gestión industrial; la planificación con arreglo a indicadores brutos siguió perviviendo, los controles de calidad brillaron por su ausencia y, por encima de todo, el conservadurismo mantuvo su presencia tradicional.
Foto 19. Nuevos edificios de viviendas en la década de 1960.
Foto 20. Póster con Yuri Gagarin, primer astronauta que dio la vuelta a la Tierra, el 12 de abril de 1961.
En el terreno de los hechos concretos, en 1957 se interrumpió la
aplicación del VI plan quinquenal, iniciado el año anterior, y se empezó a trabajar en un plan de siete años que, para el período 1959-1965, poco más hizo que reproducir las reglas del anterior. Objetivo prioritario del plan septenal lo fue la industria química, lo cual significó que el teórico decantamiento de Jrushchov en beneficio de la industria ligera —era otro de los lugares comunes a los que recurría— no encontraba demasiado apoyo en la realidad; bien es cierto, sin embargo, que Jrushchov concebía la industria química como un complejo productor de fertilizantes, fibras textiles y plásticos de uso cotidiano, y que accedió de buen grado, y esto sí que era un auténtico acoso a los privilegios de la industria pesada, a asumir reducciones en el gasto militar. Los mayores éxitos se produjeron en ámbitos como el del petróleo —se inauguró una etapa de exportaciones en gran escala— y el acero —los niveles de producción empezaron a preocupar tanto a los Estados Unidos como a la recién creada Comunidad Económica Europea—. El despliegue del plan coincidió con la introducción de medidas varias —automatización de procesos, incentivos salariales, cierta libertad de fijación de precios— que intentaban mejorar la gestión empresarial. El plan septenal se solapó cronológicamente, por lo demás, con un formidable avance en el programa espacial soviético, que había tenido su primer antecedente en octubre de 1957, de la mano del lanzamiento de un satélite artificial situado en órbita terrestre. En abril de 1961 se produjo la primera salida al espacio exterior de un cosmonauta: Yuri Gagarin. En otro plano, y en la opinión de G. Hosking, las políticas de Jrushchov encararon con entereza uno de los grandes problemas de la agricultura soviética —la escasa importancia que hasta entonces se le había dispensado —, pero apenas hicieron nada por modificar el estado de cosas en un aspecto crucial: el derivado del lamentable autoritarismo que inspiraba toda la organización agraria (Hosking, 1990, 356). Tempranísima iniciativa de Jrushchov en este ámbito fue la llamada campaña de las «tierras vírgenes», cuyo objetivo era transformar en zonas productoras de cereales espacios hasta entonces no cultivados —trece millones de hectáreas— en la región sudoriental de la Rusia europea, el Kazajistán septentrional y el suroeste de Siberia. Ucrania, que tradicionalmente había corrido a cargo de la producción de cereales, debía reorientar su actividad agrícola hacia el maíz destinado al consumo animal, con el propósito de que de esta forma se desarrollase la producción ganadera. En la cabeza de Jrushchov la prosperidad de su país debía medirse, ante todo, a través de su capacidad para mejorar la dieta alimentaria de una población que, acostumbrada al borshch, una sopa que a menudo solo incorporaba remolacha, merecía un buen gulasch, con carne y abundantes verduras. En un primer momento la campaña de las tierras vírgenes fue un éxito: en solo tres años, entre 1954 y 1956, la producción se triplicó. En 1956 ya eran evidentes, sin embargo, las limitaciones del proyecto: en la mayoría de las tierras en cuestión apenas llovía y las sequías se presentaban con regular periodicidad, circunstancias ambas que, aparte de provocar una notable erosión de la superficie, reclamaban un inabordable riego permanente. En la primera mitad del decenio de 1960, tras dilapidar ingentes recursos, aproximadamente el 50% de las tierras vírgenes originarias quedó inutilizado, y remitió el optimismo de los primeros momentos. No faltaron tampoco, por cierto, críticas que llamaban la atención sobre el subterráneo propósito rusificador que exhibían muchos de los programas de roturación, por lo general en régimen de monocultivo, de nuevas tierras. Al margen de lo anterior, Jrushchov procuró mejorar las condiciones de vida comunes en los koljozi que en muchos casos fueron instigados a convertirse en sovjozi. Al efecto, elevó los precios de los productos agrarios, promovió un mayor esfuerzo de inversión —los recursos se multiplicaron por cuatro entre 1953 y 1964— en la agricultura, propició las agrupaciones de granjas colectivas e intentó que los cuadros del Partido dedicasen una mayor atención a estos menesteres. Además, permitió que los koljozi, que empezaron a disfrutar de cierta autonomía, adquiriesen por su cuenta la maquinaria que necesitaban y escapasen, por tanto, al control que sobre ellos ejercían las llamadas «estaciones de transporte motorizado»; este hecho tuvo, no obstante, algún efecto negativo, como lo fueron las enormes dificultades para obtener repuestos con destino a la maquinaria utilizada. De manera general, los cambios organizativos alejaron a las instancias gubernamentales de la gestión de la agricultura, que cayó de lleno en manos del PCUS, no sin que en algunos casos se permitiese, incluso, la elección de los responsables de las uniones de granjas colectivas. La excesiva propensión que las políticas oficiales mostraron en lo que respecta al despliegue de espectaculares campañas, en detrimento de medidas más tramadas y más incardinadas en el conjunto del aparato productivo, hizo que, a la postre, los resultados estuviesen lejos de los deseados, y que en el ámbito agrario —como en otros muchos— los últimos años de la era de Jrushchov acarreasen la reaparición de tendencias centralizadoras. Hay que recordar al respecto que a principios de la década de 1960 se redujeron los precios que los campesinos recibían por sus productos, aun cuando aumentaron los precios de estos en los mercados estatales, circunstancia que provocó desórdenes en algunas ciudades; en una de ellas, Novocherkassk, se saldaron en 1962 con setenta muertos tras una violenta represión. La sequía hizo, por otra parte, que la cosecha de 1963 fuera muy mala, y que las colas para comprar pan se hicieran comunes incluso en Ucrania, el granero del país. Como consecuencia, y por primera vez, la URSS se avino a comprar cereales en el exterior, lo cual da cuenta del fracaso —bien que relativo, ya que los niveles de producción se habían elevado sensiblemente— de la política agrícola de Jrushchov (algo tuvo que ver con ello también la decisión de reducir las posibilidades de uso de las parcelas privadas que estaban a disposición de los campesinos). Los primeros de la década de 1960 fueron también años en los que se puso de manifiesto una clara reducción en la capacidad de inversión, que tuvo un rápido eco, en 1963 y 1964, en los niveles de crecimiento industrial más bajos registrados desde 1933. Los grandes beneficiarios de la reaparición de flujos centralizadores fueron en este caso algunos ministerios industriales, que a duras penas consiguieron sustraerse, sin embargo, al caos que nacía de la ausencia de genuinas instancias de coordinación. Pese a todo lo anterior, y aunque cualquier juicio al respecto debe tomar en consideración lo que sucedió en los decenios posteriores —está obligado a llamar la atención sobre las responsabilidades consiguientes de la dirección jrushchoviana—, lo cierto es que en términos generales el período 1953-1964 fue de relativa bonanza económica, y ello pese a que los últimos años reflejasen ya una crisis aguda. Por citar algunos datos, y de acuerdo con las propias estadísticas soviéticas, entre 1958 y 1965 —durante el séptimo plan quinquenal— la renta nacional creció en un 58% y el producto industrial bruto en un 84%. Las producciones de hierro, acero, petróleo, gas, electricidad, fertilizantes y cemento se incrementaron, respectivamente, en un 73, un 65, un 115, un 332, un 116, un 163 y un 117%. Ilustrativo de la nula efectividad de algunas políticas fue, de cualquier modo, que la cosecha de cereales de 1965 fuese un 10% inferior a la de 1958. El número de trabajadores pasó de 56 millones en 1958 a 77 en 1965. Tan espectaculares como algunos de esos datos lo son los referidos a las condiciones laborales y sociales imperantes. Las duras sanciones por absentismo fueron levantadas, las posibilidades de una libre elección de trabajo crecieron notablemente, se creó una especie de salario mínimo y las pensiones experimentaron varias subidas. Las prestaciones sociales mejoraron, el número de médicos y de camas de hospital se incrementó de forma notoria, y se realizó un gran esfuerzo para mitigar el grave problema planteado por la escasez de viviendas; entre 1955 y 1964 se duplicó el número de metros cuadrados de viviendas construidas. El propio sistema educativo, que se expandió de forma consistente por las repúblicas menos desarrolladas, ganó en igualdad cuando se suprimieron muchas de las tasas que era menester pagar y se multiplicó la oferta de plazas; por citar un solo dato, entre 1951 y 1961 el número de estudiantes que cursaban la enseñanza superior pasó de 1 250 000 a 2 400 000. Todos estos avances eran producto de la generosidad oficial, toda vez que los sindicatos, plenamente integrados en la maquinaria estatal, seguían desempeñando sus tradicionales funciones de control sobre los trabajadores. En el decenio de dirección jrushchoviana las posibilidades de expansión de la economía soviética todavía eran grandes y acaso permitieron el postrer salto adelante del que acabamos de dar cuenta. Hicieron también, por cierto, que no resultase en exceso fantasiosa la idea, tan cara a Jrushchov, de que la Unión Soviética dejaría económicamente atrás a los EE UU en un par de decenios. En términos más estrictos, sin embargo, las políticas aplicadas por Jrushchov mostraron preocupantes quiebras, en buena medida relacionadas con el despliegue de medidas inconexas que daban cuenta de la inexistencia de una visión global de las reformas. Si por un lado las tendencias centralizadoras reaparecieron en diversos momentos —los comités estatales que surgieron poco más hacían que reproducir viejas lógicas supuestamente abandonadas—, por el otro el sistema de sovnarjozi propició la configuración de auténticos reinos de taifas en los que los funcionarios locales del PCUS, alejados de cualquier visión general de los problemas económicos, privilegiaban de manera manifiesta intereses particularistas. Ya hemos apuntado que la falta de coordinación no hizo sino ratificar, en fin, viejos problemas y que no fueron muchas las novedades en la gestión industrial. La propensión a imponer ideas simples —el desarrollo de la industria química o la campaña de las tierras vírgenes— no era, con toda seguridad, la fórmula más adecuada para romper los círculos viciosos en los que se hallaba inmersa la economía soviética.
Ida y vuelta en la cuestión nacional
A finales de 1953, bien poco después del fallecimiento de Stalin, se hizo
sentir lo que parecía una mayor sensibilidad en lo relativo a los problemas de las naciones no rusas. Ucrania fue la principal beneficiarla de esta actitud, simbólicamente ilustrada en la decisión de celebrar con singular fasto el trescientos aniversario del tratado de Pereyáslav, que para unos simbolizaba la independencia pasada de la república aun cuando para otros reflejaba su sumisión con respecto a Rusia. Como regalo por el aniversario, Ucrania —en relación con la cual Jrushchov parecía estimar que él mismo había contraído una deuda como representante de Stalin en la década de 1930— recibió, por cierto, la península de Crimea, materia de espinosa negociación a partir de 1991, cuando la URSS se desmembró. En la etapa de consolidación del poder de Jrushchov no faltaron las novedades en relación con los problemas nacionales. Por lo pronto, la rápida decisión de poner en marcha la campaña de las tierras vírgenes tuvo efectos claros sobre una república, Kazajistán, en la que los intereses económicos del centro europeo, a los que se prestaba una inequívoca atención, parecían exigir la implantación de gigantescas superficies de monocultivo. Por otra parte, de la mano de la incipiente liberalización que cobraba cuerpo, muchos chechenos e ingushetios procuraron regresar, con escaso éxito, a sus tierras; en las instancias oficiales parecía prestarse una