lugar privilegiado, la consolidación del bloque socialista, asentada siempre en un férreo control ejercido sobre los Estados aliados. Moscú puso todo lo que estaba de su parte para reforzar —frente a unos y otros competidores— su imagen de cabeza mundial del movimiento comunista, y no le hizo ascos a eventuales expansiones en el Tercer Mundo; en el caso de estas últimas, los dirigentes soviéticos fueron muy cautelosos, sin embargo, a la hora de asumir riesgos. Por lo demás, propiciaron un entendimiento con los Estados Unidos, sobre la doble base de un control mutuo en lo que se refiere a las dimensiones y prestaciones de los arsenales militares, y de un reconocimiento de las respectivas «esferas de influencia» en las distintas partes del globo.
Nomenclaturistas, gerontócratas y disidentes
El interregno que siguió a la destitución de Jrushchov tocó parcialmente a
su fin con ocasión de la celebración del XXIII Congreso del PCUS, en marzo-abril de 1966. En su transcurso se produjo la ratificación de una singular división de atribuciones: Leonid Brézhnev fue confirmado como secretario general del Partido, Alekséi Kosiguin lo fue en su calidad de primer ministro y jefe del Gobierno, mientras Nikolai Podgorni conservó sus funciones como jefe del Estado. El Congreso se adaptó a la perfección, por lo demás, a la nueva etapa que se abría: en sus sesiones se obvió por completo la discusión de materias conflictivas, como en su caso lo hubieran sido las relativas al estalinismo o a las políticas de Jrushchov. Sobre el papel, y con Podgorni en un segundo plano, Brézhnev quedó a cargo de los asuntos relativos al Partido y a la política interna, mientras Kosiguin asumía la dirección de la política exterior, y uno y otro compartían responsabilidades en lo que a la economía se refiere. En los hechos, sin embargo, pronto fue evidente que Brézhnev gustaba de hacerse presente en los eventos internacionales más diversos y que Kosiguin iba quedando cada vez más relegado. El nombramiento del mariscal Andréi Grechko como ministro de Defensa, en 1967, puso de manifiesto, por otra parte, el apoyo que Brézhnev estaba empezando a recibir de las fuerzas armadas. Figura en claro ascenso, Brézhnev fue, a la postre, el arquitecto soviético de la distensión con los Estados Unidos. En los años de dirección brezhneviana todas las instituciones políticas experimentaron un claro anquilosamiento. La relativa vitalidad que habían exhibido en tiempo de Jrushchov remitió en beneficio de un sistema en el que el Soviet Supremo, que se reunía durante unos pocos días un par de veces al año, y cuyos miembros eran designados por los votos de la población en elecciones en las que se presentaba un solo candidato, se limitaba a ratificar las propuestas de ley realizadas por el poder ejecutivo. Este se encarnaba en dos instancias, el Politburó y el Secretariado del Comité Central del PCUS, cuyos miembros eran cooptados. Aunque existía formalmente un Gobierno con un complejo aparato ministerial, en los hechos la tarea de gobernar correspondía al Politburó. Un significativo rasgo adicional lo era la escasa rotación de las personas en los puestos, que pronto tuvo como consecuencia un notable envejecimiento de la clase política, y la afloración de una auténtica gerontocracia. Entre 1964 y 1979 la rotación de los dirigentes locales del PCUS fue un 50% inferior a la registrada entre 1953 y 1964. De las 58 personas que en 1966 tenían la condición de ministro o de viceministro, únicamente 12 la habían perdido en 1978, y ello pese a que un año después el promedio de edad del grupo correspondiente era de 70 años. Entre los miembros del Politburó la edad promedio había ascendido desde 62 años en 1972 hasta 69 en 1979, mientras que entre los del Comité Central del PCUS se había elevado desde 56, en 1966, hasta 63, en 1982; para estos dos últimos años, las cifras correspondientes al Consejo de Ministros eran de 58 y 65. En el origen de casi todos los problemas estaba, de cualquier modo, otra circunstancia:
Se trataba de una organización dominada por la dirección y en la
cual se confiaba en que todas las políticas procedieran de esta. No existía, por tanto, la expectativa de que los agentes actuasen por su propia iniciativa. Si la dirección no era dinámica, o no se mostraba capaz de llamar a la tropa cuando había que batallar, ninguna acción emanaría del aparato del Partido: simplemente mantendría en vigor las prácticas habituales, preservaría el statu quo y defendería su posición frente a los ataques que llegasen de arriba o de abajo.
Mcauley, 1992, 82
Dada la inmovilidad de la dirección del PCUS, y la ausencia, histórica, de
controles desde la base, las cosas discurrían por el mejor de los cauces para la burocracia que, con medios de comunicación tan poderosos como amordazados, no podía ser cuestionada desde ángulo alguno. Así las cosas, la extensión de los casos de corrupción, que hoy sabemos fueron numerosísimos en la década de 1970, pasó inadvertida para la mayoría de los soviéticos. Tal vez el dato fundamental para entender la naturaleza de las políticas desplegadas por Brézhnev es el que identifica un deseo de otorgar a la burocracia una estabilidad que, como hemos visto, se había resentido en las etapas anteriores. Al respecto, se hizo un notable esfuerzo para mejorar la condición de vida, y el prestigio, de la nomenklatura, término este que designaba las listas de puestos que, en el Estado y en el Partido, requerían del visto bueno de este último, y que empezó a hacerse común a la hora de identificar a los estamentos burocráticos. Hay quien, con visible exageración, e ignorando la influencia de otros muchos aspectos, ha concluido que fue precisamente esta concesión de Brézhnev la que, al suprimir algunos de los instrumentos de presión que en el pasado habían operado sobre la burocracia, sentó las bases para el estancamiento en todas sus formas. Sean como sean las cosas, de la mano de Brézhnev las diferencias de nivel de vida entre los nomenclaturistas y el resto de la población se hicieron cada vez más evidentes. La utilización con fines privados, y no siempre ajustada a las leyes, de los bienes del Estado se convirtió en regla y los privilegios —viviendas, tiendas especiales, viajes… — de esta minoría de la población alcanzaron cotas insospechadas, tanto más notorias cuanto que el país avanzaba con rapidez por el camino de la crisis. Brézhnev fue, por lo demás, un dirigente de consenso, empeñado en reducir a la nada, aun a costa de adoptar políticas extremadamente ambiguas y vacías, los enfrentamientos entre facciones. Con una enorme paciencia desarrolló un complejo sistema clientelar que acabó por hacer de él, en el marco del proceso que antes describíamos, el dirigente indiscutido del país; en 1977 acumuló en su persona la secretaría general del PCUS y la condición de jefe del Estado. El asiento formal del poder brezhneviano lo fue la mencionada nomenklatura, conformada, según las estimaciones, por uno o dos millones de personas que dirigían los aparatos del Partido y del Estado. El número de miembros del PCUS, entretanto, no dejó de crecer: si en 1964 era de once millones, en 1973 se situaba próximo a los quince, esto es, del orden del 9% de la población adulta. Difícilmente puede sorprender que entre los militantes del Partido predominasen los «cuellos blancos», y que el nivel medio de formación de aquellos fuese sensiblemente superior al característico del conjunto de la sociedad soviética: el PCUS era, con mucho, el principal medio de promoción social. En su seno los varones estaban manifiestamente mejor representados —solo un 22% de los miembros del Partido eran mujeres—, como lo estaban, por lo demás, los rusos. La Constitución de 1977, la Constitución brezhneviana, colocaba al PCUS en el núcleo de todo el sistema político y le otorgaba el máximo papel dirigente. Aunque reconocía un sinfín de derechos y libertades, especificaba que su ejercicio no debía lesionar los intereses de la sociedad y del Estado. Semejante recordatorio no era trivial, por cuanto la era brezhneviana fue también, y no sin paradoja, la de la consolidación de un fenómeno que apenas contaba con antecedentes en la URSS: el de la disidencia. Científicos y escritores llenaron las filas de los escasos, pero ruidosos, movimientos disidentes, que —echando mano casi siempre de publicaciones clandestinas, la llamada literatura de samizdat— pusieron manos a la tarea de denunciar las violaciones de los derechos humanos y los mecanismos de poder vigentes, cuando no se ocuparon de los efectos de la represión nacional y religiosa. Los primeros disidentes en el sentido en que con posterioridad se utilizó esta palabra fueron dos escritores, Yuri Daniel y Andréi Siniavski, procesados en 1966 por publicar en Occidente algunos textos satíricos. Más adelante, y ya en la década de 1970, el exilio del escritor Aleksandr Solyenitsin permitió que Andréi Sájarov, un físico que había trabajado en el diseño de la bomba de hidrógeno soviética, se convirtiese en la referencia obligada de los movimientos disidentes; galardonado con el premio Nobel de la Paz en 1975, Sájarov fue desterrado a la ciudad de Gorki cinco años después. La principal tarea de Sájarov fue el compromiso con la defensa de los derechos humanos, en un marco en el que la firma de la llamada Acta de Helsinki por la URSS, también en 1975, había obligado formalmente a las autoridades a acatar determinadas normas internacionales; aunque el respeto de estas siguió dejando mucho que desear, el Acta permitió que hiciesen su aparición varios grupos encargados de vigilar su cumplimiento. Otras formas de disidencia tenían un carácter más estrechamente político, y remitían a la reivindicación de un leninismo no adulterado —este era el caso del historiador Roy Medvédev y del general Piotr Grigorenko—, o a un renacimiento del nacionalismo ruso — bien reflejado en la obra del ya citado Solyenitsin—. Aunque innegablemente apreciados por una parte de la población, los disidentes del decenio de 1970, siempre hostigados por los aparatos policiales, tuvieron más eco fuera de su país que en la Unión Soviética. Por lo demás, la era brezhneviana fue un período de monumentalismo, rituales y manifiestos excesos oratorios, difundidos a los cuatro vientos por un nuevo medio, la televisión, que había visto multiplicar por doce el número de sus receptores entre 1958 y 1968. Esa parafernalia provocó tensiones adicionales entre el poder y quienes se ocupaban de problemas reales —la crisis social, la falta de adecuación de las instituciones políticas, la ausencia de libertad— o se dejaban llevar por el influjo de valores, ideas y prácticas procedentes del mundo occidental. En el ámbito literario el desmesurado crecimiento de las ciudades tuvo varias secuelas: una fue la aparición de una cultura de masas, con la paralela difusión de la ciencia ficción o de la novela policiaca; la otra consistió en un significativo, y reactivo, auge de la literatura ruralista que, de la mano de escritores como Valentín Rasputin o Vasili Bíkov, procuraba preservar valores que se estaban perdiendo y servía de fermento ideológico para lo que unos años después sería una eclosión nacionalista en Rusia. El ruralismo, aceptado sin excesivos problemas en los círculos oficiales, acarreaba, sin embargo, una ruptura con los códigos del realismo socialista. Este pervivía, con todo, en el sinfín de relatos que seguían ocupándose de la gran guerra patria y en buena parte de la restante literatura de pretensiones históricas. Junto a la cultura de masas mencionada, no faltaba tampoco una literatura urbana, que contaba entre sus representantes a Yevgueni Popov, Vladimir Voinóvich, Venedikt Yeroféyev y Yuri Trifonov. La década de 1970 fue también el período de estallido de algunas manifestaciones culturales que, muy próximas a la estética de la disidencia, fueron tratadas con alguna tolerancia, en lo que invita a llegar a una conclusión: el deshielo jrushchoviano no fue objeto de una radical inversión en los años de Brézhnev. Las canciones de Bulat Okudyava, las de Aleksandr Galich y, en particular, las de Vladimir Visotski así lo atestiguan. Al amparo de la distensión que imperaba en las relaciones internacionales, los productos musicales occidentales —en particular el rock y el jazz— pudieron difundirse, por otra parte, sin apenas cortapisas oficiales, al tiempo que en algunas ciudades surgía un marginal, pero real, remedo de la cultura hippy. Las propias producciones cinematográficas, tan numerosas como difundidas, ofrecían a menudo una visión de la vida soviética que, cargada de sutileza, de humor o de ironía, no siempre se ajustaba a los cánones; así lo certificaban Osenni marafón (Maratón de otoño), de Gueorgui Daniéliya, o Rabá liubvi (Esclava de amor), de Nikita Mijalkov. Al igual que sucedió en tiempos de Jrushchov, esta relativa tolerancia en modo alguno ilustraba un cambio en los tradicionalísimos gustos artísticos o literarios de la dirección soviética, más próximos a la estética del realismo socialista y de una música popular adobada, una vez más, de valores nacionales, muchas veces cargada de nostalgia y eventualmente interpretada entre marchas militares. Con el concurso de la televisión, el deporte —más en su versión contemplativa que en la participativa— había pasado a ser, en fin, un elemento central de la nueva cultura de masas.