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LENGUA Y CULTURA LATINA III (SUÁREZ) (2013)

BERRY, D. H. (2005) “Oratory”, en HARRISON, S. (ed.) A Companion to Latin


Literature, USA, pp. 257-269. (Resumen y traducción de Roxana Nenadic)

1. INTRODUCCIÓN.
El propósito del artículo es realizar un breve repaso de la historia de la oratoria romana,
en paralelo con la historia de la retórica. Para ello, se efectúan en primer lugar las
siguientes aclaraciones:
§ “Oratoria” y “retórica” no deben confundirse. La primera abarca los discursos
pronunciados y/o publicados por los oradores, y la segunda es el conjunto de reglas
teóricas que subyacen en un discurso y que son expuestas en los tratados retóricos.
§ En Roma, igual que en Grecia, la oratoria precedió a la retórica. Es sabido que ya en
la épica de Homero se encuentran las primeras manifestaciones de oratoria, siglos antes
de que los teóricos sistematizaran por vez primera sus principios. En el caso de Roma,
el sistema republicano favoreció el empleo de discursos formadores de opinión mucho
antes de recibir de Grecia, en el siglo II aC, formación teórica específica. Con todo, el
ejemplo de Homero nos señala que la oratoria puede aparecer intercalada en otros
géneros.
§ El discurso latino más antiguo cuya existencia conocemos fue pronunciado en 280 aC
por Apio Claudio Ceco, quien persuadió al senado de no hacer la paz con el rey Pirro de
Epiro. Dicho discurso no ha llegado hasta nosotros.
§ En el siglo siguiente (II aC), Roma cayó bajo la influencia de la cultura griega. Esto se
explica por el triunfo romano sobre Macedonia, que suscitó numerosas embajadas
griegas a Roma. Según el testimonio de Cicerón (De oratore 1.14), el conocer la
oratoria griega provocó en los romanos deseos de aprender, y así fue como los retóricos
griegos comenzaron a proveerles instrucción. Este hecho generó dos reacciones
contrapuestas: por un lado, los más conservadores pusieron bajo sospecha a estos
nuevos maestros,1 por el otro, la disciplina que enseñaban ganó popularidad pues
resultaba de suma utilidad en una época en la que el crecimiento de poder de la clase
dirigente la obligaba a competir más. Los dos oradores más célebres de este período
ilustran esta tensión:
• Marco Porcio Catón, el Censor (234-149 aC): conservamos fragmentos de sus
150 discursos. Su principio rector “rem tene, uerba sequentur” (mantén el tema,
las palabras lo seguirán), sugiere un alejamiento de la instrucción retórica; sin
embargo, Quintiliano afirma que escribió sobre el tema (Institutio oratoria
3.1.19). Los fragmentos que conservamos no son concluyentes, dado que si bien
muestran el empleo de algunas figuras retóricas eso no implica necesariamente
influencia griega. Por otro lado, no es imposible que Catón haya aprovechado la
retórica griega manteniendo un perfil conservador en sus declaraciones.
• Cayo Sempronio Graco (154-121 aC), hermano de Tiberio. Ambos tuvieron
maestros griegos, según señala Cicerón en el Brutus. Uno de sus fragmentos
evidencia su formación:
“Quo me miser conferam? Quo uortam? In Capitoliumne? At fratris sanguine
redundat. An domum? Matremne ut miseram lamentantem uideam et abiectam?”
(¿Adónde iré, pobre desdichado? ¿Adónde me dirigiré? ¿Al Capitolio? Pero rebosa

1
De hecho, en 161 aC hubo un intento en el senado para expulsarlos.
de la sangre de mi hermano. ¿A mi casa? ¿Para ver a mi pobre madre, lamentándose
y postrada?).

El pasaje muestra el uso de la dubitatio y la estructura del dilemma, además de


reconocerse un paralelo con Medea de Eurípides (502-505): “¿Adónde voy a
dirigirme ahora? ¿A la morada paterna, a la que traicioné, y a mi patria, por
seguirte? ¿A la casa de las desgraciadas hijas de Pelias? ¡Bien me iban a recibir en
su casa, después de haber matado a su padre!”. Con todo, lo más importante que
exhibe la cita es uno de los cambios más notorios que la retórica helenística
introdujo en la oratoria romana: el empleo de patrones rítmicos en el final de cada
frase.

2. LA RETÓRICA EN ROMA EN EL SIGLO I AC.


Sabemos que al comienzo del siglo I aC había retóricos tanto griegos como romanos: en
92 aC, los censores emitieron un edicto desaprobando el estudio de retórica con
maestros latinos, dado que ese hecho no tenía precedentes en la historia de Roma.
Sabemos también que Cicerón, siendo un joven, aspiró a instruirse con uno de ellos,
Lucio Plocio Galo, y que sus mentores, en cambio, eligieron que estudiara en Grecia.
En la década de los 80 aC Cicerón escribió su primer tratado, De inuentione. De esa
misma época es la Rhetorica ad Herennium, de autor desconocido, que nos da una idea
de cómo los rétores latinos concibieron la retórica helenística:
• La oratoria se dividía en tres tipos: genus iudiciale (forense o judicial, propia de
la corte, que se ubicaba en el Foro), genus deliberatiuum (deliberativa, de las
asambleas políticas), genus demonstratiuum (demostrativa o epidíctica, cuya
función primordial no era la persuasión y cuyo ámbito de acción involucraba
variadas escenas públicas).
• Cinco funciones para el orador (o cinco partes de la retórica): inuentio
(formulación de los argumentos), dispositio (su arreglo o composición), elocutio
(estilo), memoria (los oradores no se ayudaban con notas), actio (que incluía el
manejo del cuerpo).
• Seis partes del discurso: exordio o apertura, narración de los hechos, partición o
división, prueba, refutación, conclusión o peroratio.
• Cuatro temas o fuentes: conjetura, definición, cualidad y objeción.
• Tres estilos: elevado, medio y llano.
Los oradores entrenados se servían de este sistema, tomando lo necesario para cada caso
y rompiendo las reglas si se precisaba.
Durante el siglo I aC la república romana, de quinientos años de antigüedad y
gobernada por magistrados anuales, se fue convirtiendo gradualmente en una monarquía
absoluta, con un emperador que gobernaba de por vida. En este proceso signado por
guerras civiles intermitentes, la oratoria, especialmente la forense y la deliberativa,
cobró una importancia única. Con la república desintegrándose, los oponentes políticos
podían acusarse de toda clase de crímenes, reales o imaginarios: malas prácticas
electorales, asesinato, violencia, extorsión, traición, entre otras. La condena podía
incluir el exilio y, en consecuencia, la extinción política. A diferencia de lo que ocurría
en Grecia —donde cada persona abogaba por su propio caso, aunque fuera con un
discurso escrito por otro—, en Roma era tradicional que el acusado llamara a un
abogado o patronus que hablaba en representación de su parte. Los abogados exitosos,
entonces, podían llegar a una posición de influencia, determinando quiénes podían ser o
no removidos de la vida política. Además de una gran fortuna, ganaban favores
políticos, que podían invocar cuando lo consideraran necesario. Cicerón es el mejor
ejemplo de esto: su habilidad en la corte le permitió ganar el apoyo necesario para llegar
al consulado en el 63 aC, a pesar de no haber nacido en Roma y de no haber tenido
senadores en su familia. También la oratoria deliberativa traía sus réditos, y el ejemplo
en este sentido es Publio Clodio Pulcro, político de la facción popular que en la década
del 50 aC desafió el poder de los triunviros y del senado gracias a que había alcanzado
gran influencia en las asambleas.
Los discursos de cualquier persona prominente de este período serían sin duda de sumo
interés, y somos afortunados al tener los de Cicerón. Sus discursos, junto con sus cartas,
son la fuente histórica más importante de dicho período, que es, además, el mejor
atestiguado de la historia antigua. Cicerón fue considerado en su época como un orador
excepcional y a esa fama se le sumó posteriormente la de escritor de la mejor prosa
latina. Esta reputación de Cicerón tuvo consecuencias positivas y negativas. Entre estas
últimas se encuentra el hecho de que llegaran hasta nosotros muy pocos discursos de
otros. Así, por ejemplo, no ha sobrevivido ninguno de los discursos de la contraparte de
los veintiocho discursos forenses de Cicerón conservados. Esto dificulta el
conocimiento de múltiples aspectos: el alcance de la manipulación de Cicerón frente al
jurado, la inocencia o culpabilidad de los defendidos, si los casos tuvieron o no que ver
con los cargos presentados, la totalidad del procedimiento penal, el contexto político y
social de los juicios en sí.
Por el Brutus de Cicerón, escrito en el 46 aC y que consiste en una historia de la oratoria
romana, sabemos el nombre de más de doscientos oradores, entre otros:
• Quinto Hortensio Hórtalo (114 – 50 aC): rival de Cicerón, cultor del estilo
asianista y conocido por defender miembros de la aristocracia.
• Marco Porcio Catón (95 – 46 aC): moralista estoico, bisnieto de Catón el
Censor.
• Cayo Julio César (100 – 44 aC): admirado por la pureza de su lenguaje y autor
de un tratado llamado De analogia, dedicado a Cicerón.
• Cayo Licinio Calvo (82 – 47 aC): amigo de Catulo, cultor del estilo aticista.
• Marco Junio Bruto (85 – 42 aC): crítico del estilo ciceroniano por considerarlo
“dislocado y sin energía” (“fractum atque elumbem”), según el testimonio de
Tácito, Dialogus de oratoribus, 18.5).

3. LOS DISCURSOS DE CICERÓN.


Se conservaron de este autor cincuenta y ocho discursos: veintiocho forenses, veintisiete
deliberativos y tres epidícticos (Post reditum in senatu y Post reditum ad populum,
ambos del 57 aC, Pro Marcello del 46 aC). Su primer discurso, Pro Quinctio, data del
81 aC, y el último, la XIV° Filípica, del 43 aC, ocho meses antes de su muerte. Todos
ellos fueron escritos en el “estilo periódico”. La esencia de este estilo es el suspenso:
una vez que la sentencia o período se ha iniciado, la audiencia debe esperar cierto
tiempo hasta que las varias subordinadas en su interior se vayan desarrollando y el
sentido se vaya, de este modo, completando. A medida que el período evoluciona, el
receptor tiene expectativas acerca de cómo seguirá y concluirá, de modo que, cuando
finaliza (gramatical y semánticamente), dichas expectativas quedan satisfechas o, a
veces, son burladas con un final que sorprende al receptor. Las cláusulas o frases que
conforman el período pueden ser en ocasiones mero relleno, pero en general logran que
sea más impresionante y poderoso. Además, contribuyen a demorar su completitud y,
con ello, aumentan la sensación de satisfacción en el oyente cuando termina. Las
cláusulas en sí, o las palabras o grupos de palabras dentro de ellas, suelen estar
dispuestas en pares cuidadosamente balanceados para crear un contraste, o un patrón
simétrico (chiasmus). A veces se agrupan en tríos (tricolon), con un peso creciente en
cada ítem, o con el elemento de mayor peso reservado para el último o los dos últimos
ítems (tricolon ascendente). La frase inicial del Pro Archia (62 aC), discurso de
mediados de la carrera de Cicerón, puede servir como ejemplo:

Si quid est in me īngĕnī, iūdĭcēs, quod sentio quām sit ēxĭgŭŭm, aut si qua
exercitatio dicendi, in qua me non infitior mediocriter ēssĕ uērsātŭm, aut si
huiusce rei ratio aliqua ab optimarum artium studiis ac dīscĭplīnā prŏfēctă, a qua
ego nullum confiteor aetatis meāē tēmpŭs ăbhōrrŭīssě, earum rerum omnium uel
in primis hic A. Licinius fructum a me repetere prŏpĕ sŭō iūrě dēbět.

Si hay en mí algo de ingenio, jueces, aunque comprendo cuán exiguo es, o si


alguna práctica de hablar, en la que no niego estar yo medianamente versado, o si
alguna facultad de esta cosa surgió de los estudios de las mejores artes y de su
enseñanza, de la cual yo confieso no haberme apartado en ninguna época de mi
vida, de todas estas cosas incluso entre los primeros este A. Licino debe
reclamarme el fruto casi por derecho propio.

En este período hay una gran demora hasta que el sentido se completa, pues el sujeto
“Licinius” aparece casi al final y el verbo “debet” es la última palabra. Esto enfatiza
ambas palabras e incrementa la dignidad inherente al nombre romano del acusado, Aulo
Licinio —algo que claramente Cicerón desea resaltar, puesto que lo que se debatía en el
juicio era la ciudadanía romana de Archias. La posición final de “debet”, por su parte,
subraya el sentido de obligación ya designado por el verbo en sí. La demora es también
lograda por la inclusión de tres condicionales paralelas, que contienen, a su vez, una
proposición relativa y otra sustantiva. Es un tricolon ascendente, puesto que el segundo
y el tercer miembro son cada uno más extensos que el anterior.
Otra característica del estilo periódico es la prosa rítmica: los finales de cada una de las
cláusulas mayores (o cola) presentan esquemas métricos (en latín, clausulae) que son
propios de la prosa. En el pasaje citado del Pro Archia se encuentran marcados algunos
de los esquemas más frecuentes en Cicerón. Cabe aclarar que las clausulae no estaban
confinadas a los cola, sino que podían aparecer en cualquier punto del discurso en que
hubiera una pausa natural.
Desde el punto de vista estilístico, algunos rasgos de la prosa ciceroniana son: preguntas
retóricas (que no esperan respuesta), anáfora (repetición de una palabra o frase en
oraciones sucesivas, como el “si” que inicia las condicionales en la cita del Pro Archia),
asíndeton (falta de coordinantes), apóstrofe (evocación o interpelación de una cosa o
persona ausente), exclamación, aliteración y asonancia, juegos de palabra y metáfora.
Los discursos de Cicerón, por otro lado, presentan ciertas peculiaridades en lo que
respecta a sus estrategias argumentativas. Algunas de ellas están ligadas a su
personalidad, que conocemos, además de por los discursos, por sus cartas. Cicerón es un
autor que habla extensamente de sí mismo, algo en clara consonancia con la relevancia
que tenía en la oratoria romana la explotación del propio carácter. El propósito de la
oratoria forense y deliberativa era persuadir, y era más probable que lo lograra un
orador visto como honesto, responsable, patriota, no demasiado intelectual, creyente de
los valores tradicionales, relevante para el Estado y partidario de los intereses de la
audiencia. Así es como se presenta Cicerón en la mayoría de sus discursos. En general,
intenta proyectar su propia auctoritas, aquella influencia y prestigio personal que quien
fuera o hubiese sido senador o magistrado podía alcanzar y que podía inclinar a la
audiencia a creer en la verdad de sus palabras. En el caso de Cicerón, es evidente que se
apoyó en la auctoritas brindada por su consulado del 63 aC cuando persuadió al pueblo
con De lege agraria para votar en contra de un proyecto que proponía repartir entre los
pobres las tierras públicas en Italia. Lo mismo puede decirse del Pro Sulla (62 aC), con
el que defendió a Sila de haber apoyado a Catilina con un razonamiento que puede
sintetizarse en la siguiente idea: “Mi cliente debe ser inocente porque yo difícilmente lo
defendería si no lo fuera”. En los inicios de su carrera, incluso capitalizó su falta de
auctoritas para estructurar una defensa a una acusación de parricidio (Pro Roscio
Amerino, 80 aC), al proclamar que su propia insignificancia le daría oportunidad de
decir la verdad. En el Pro Murena (63 aC), un discurso con el que defendió al cónsul
electo Murena de la acusación de comprar votos, Cicerón armó la defensa socavando la
auctoritas de Catón, que era el abogado de la contraparte y ciertamente no carecía de
estatura moral para convencer al jurado. Para lograr su cometido, Cicerón hizo un
recuento humorístico del estoicismo profesado por Catón.
El humor es también uno de los recursos más presentes en los discursos de Cicerón, y
uno de los ejemplos más célebres es el Pro Caelio (56 aC). El defendido estaba acusado
del asesinato de un importante embajador de Alejandría, el filósofo Dion, además de
otros cargos de violencia. Cicerón distrae al jurado deteniéndose en la examante de
Celio, Clodia Metelli, anunciando que el despecho de la promiscua mujer había
originado la persecución contra el joven. Clodia es el objeto de todo tipo de chistes y
burlas sobre su vida y sus costumbres, hasta el punto de ser descripta como una meretrix
que mantenía una relación incestuosa con su hermano Clodio, enemigo, por lo demás,
de Cicerón. Mediante el recurso de la prosopopeya, que consiste en poner el discurso en
boca de una persona ausente, Cicerón invoca al más célebre ancestro de la familia de
Clodia, Apio Claudio Ceco (“el Ciego”), quien reprocha a la mujer su conducta en una
alocución que, a la par que suma humorismo, muestra la capacidad de Cicerón para
combinar su propio estilo con la oratoria arcaica. En este discurso, por otra parte, la
apelación al humor estaba habilitada ya por las circunstancias mismas en que tuvo lugar
el proceso, los Ludi Megalenses. Los juicios que entendían sobre cargos tan graves
como los mencionados no podían ser pospuestos, de manera que Cicerón pudo
aprovechar la situación para introducir múltiples referencias al teatro, desde el anuncio
explícito de que intentaría entretener al jurado que, por culpa del proceso, no podría
asistir a las funciones, hasta la caracterización de los protagonistas y sus acciones con
alusiones a los tipos y géneros teatrales.
Es claro que Cicerón recurrió a una gran variedad de tácticas en sus discursos. Otra
consiste en ubicar a su audiencia en un determinado punto de vista político: la posición
de Cicerón es autodefinida como la patriota, por lo cual todas las demás resultan
automáticamente enemigas del Estado. Así sucede con Catilina en las Catilinarias, con
Clodio en los discursos Post reditum, o Antonio en las Filípicas. Otra estrategia
descansa en la habilidad narrativa, como en las Verrinas (70 aC), donde la persecución a
Verres, gobernador corrupto de Sicilia, depende de un extenso, complejo y convincente
relato de los hechos que no dejó espacio para otras versiones de lo ocurrido. Otros
discursos, como el Pro Milone (52 aC) o el Pro Cluentio (66 aC), ambos casos de
asesinato, están basados en la distorsión y confusión de hechos, argumentos y cargos.
Muchos otros contienen largas disgresiones que pretenden remover los prejuicios que la
audiencia podría tener contra el orador y/o su cliente, así como distraer del punto central
de la discusión. Aquí, el éxito descansó sobre todo en la devastadora capacidad de
caracterización de Cicerón.
Sin embargo, la maestría de Cicerón se mostró ante todo en la manipulación de las
emociones. Sus defensas a menudo concluían con un llamado a la piedad (miseratio o
conquestio) que movía al llanto. Estas apelaciones tendían a seguir un esquema: si el
defendido era condenado, los últimos años de su anciano padre y/o el futuro promisorio
de su joven hijo se verían destruidos (cfr. Pro Murena, Pro Sulla, Pro Flacco, Pro
Caelio). Cicerón, en el Orator (130, 132) y en el De oratore (189-90), atribuye esta
capacidad no a cuestiones técnicas sino a su propia y genuina simpatía con estas ideas, y
en sus cartas se muestra como un hombre sensible. Con todo, una emoción distinta se
evidencia cuando Cicerón apoya desde su corazón una causa, como al final de la
segunda Filípica (118-119):

Respice, quaeso, aliquando rem publicam, M. Antoni, quibus ortus sis, non
quibuscum uiuas considera: mecum, ut uoles: redi cum re publica in gratiam. Sed
de te tu uideris; ego de me ipse profitebor. Defendi rem publicam adulescens, non
deseram senex: contempsi Catilinae gladios, non pertimescam tuos. Quin etiam
corpus libenter obtulerim, si repraesentari morte mea libertas ciuitatis potest, ut
aliquando dolor populi Romani pariat quod iam diu parturit! Etenim si abhinc
annos prope uiginti hoc ipso in templo negaui posse mortem immaturam esse
consulari, quanto uerius nunc negabo seni? Mihi uero, patres conscripti, iam
etiam optanda mors est, perfuncto rebus eis quas adeptus sum quasque gessi. Duo
modo haec opto, unum ut moriens populum Romanum liberum relinquam – hoc
mihi maius ab dis immortalibus dari nihil potest – alterum ut ita cuique eueniat ut
de re publica quisque mereatur.

A porfía, créeme, correrán en adelante a realizar tal empresa, sin esperar a que se
presente ocasión oportuna. Mira, pues, Antonio, por la república; te lo ruego
encarecidamente. Considera de quiénes naciste y no con quiénes vives. Haz
conmigo lo que gustes, pero reconcíliate con la república. Tú harás de ti lo que te
parezca; yo, por mi parte, declaro que en mi juventud defendí la república, y no la
desampararé en la vejez. Desprecié las espadas de Catilina, y no he de temer las
tuyas. Antes bien, ofrezco gustoso mi vida si a costa de ella recupera Roma su
libertad y acaba alguna vez el dolor del pueblo romano arrojando lo que ha
tiempo le embaraza. Si hace veinte años negué en este mismo templo que para un
consular pudiese haber muerte prematura, ¿con cuánta más razón no lo he de
negar ahora en la vejez? En verdad, padres conscriptos, después de desempeñar
los cargos que alcancé y de hacer tantas cosas, sólo debo optar por la muerte.
Sólo dos cosas anhelo: una, dejar libre, a mi muerte, al pueblo romano, y éste será
el mayor favor que puedan concederme los dioses inmortales, otra, que a cada
cual le suceda lo que merezca por el bien o el mal que haya hecho a la república.
Poco tiempo después, Cicerón enfrentó las espadas de Antonio sin vacilar, pero su
muerte fue seguida por el final de la república.

4. LA ORATORIA BAJO EL IMPERIO.


Al tomar el emperador todas las decisiones, no había gran lugar para la oratoria
deliberativa o forense. Los grandes procesos criminales caían bajo la esfera de acción
del senado o el emperador mismo. Los abogados debían conformarse con casos civiles
en cortes estrictamente reglamentadas en cuanto a la extensión de los discursos y el
número de oradores. Los únicos juicios criminales vinculables con la política eran los
de traición (maiestas), un cargo que suponía conspiración contra la persona del
emperador y cuya ley, sobre todo bajo Tiberio y Domiciano, dio oportunidad a
informantes inescrupulosos (delatores) para impulsar sus carreras y enriquecerse a
expensas de sus eminentes y a menudo inocentes víctimas. Desafortunadamente,
desconocemos el desenlace de estos juicios.
El entusiasmo por la oratoria fue enorme entonces. El resultado fue la emergencia de la
declamación (composición de discursos como un ejercicio retórico) como una
institución cultural de envergadura. El público que antes concurría al Foro ahora lo
hacía a las salas de declamación. Si la oratoria republicana tenía puntos de contacto con
una performance teatral, ahora hasta los temas y personajes parecían salidos de las
comedias. Quintiliano, el gran maestro de retórica del siglo I dC y autor de la Institutio
oratoria, criticaba el alejamiento de la declamación de la vida real, pero la consideraba
un excelente entrenamiento. Las Declamaciones menores atribuidas a Quintiliano
conservan 145 de 388 mini-declamaciones originales y muestran la influencia de esta
escuela. Las diecinueve Declamaciones mayores, también atribuidas a Quintiliano,
parecen ser un poco más tardías pero contienen declamaciones completas. Hay otras
obras del período que muestran la vigencia de la declamatio y provienen
presumiblemente de las escuelas de retórica imperiales: la Invectiva in Ciceronem (a la
manera salustiana), la Invectiva in Sallustium, Pridie quam in exsilium iret y la
Declamatio in Catilinam (los tres compuestos como si hablara Cicerón). Estos discursos
evidencian el interés en Cicerón como modelo para la oratoria y como figura histórica y
culturalmente destacada.
Como contrapartida de la disminución de la oratoria forense y deliberativa, la epidíctica
sufrió un aumento considerable. Durante la república, este género era empleado sobre
todo en los elogios fúnebres (laudationes). Con el gobierno en manos de un solo
hombre, las oportunidades de elogiarlo se multiplicaron. Los panegíricos apuntaban a la
adulación del gobernante, pero también, eventualmente, a advertirle las consecuencias
de un mal gobierno o a animarlo a gobernar bien. Ha llegado a nosotros una colección
de doce panegíricos de este estilo; el primero de ellos es el Panegírico de Trajano
escrito por Plinio el Joven (61 – 112 dC) en 100 dC y claro modelo de los restantes,
pertenecientes a los siglos III y IV dC. Plinio fue alumno de Quintiliano y amigo de
Tácito, y ganó fama como orador, con gran experiencia en las cortes civiles. La
extensión del discurso y lo recargado del estilo no son del gusto moderno.
Sin embargo, la oratoria en el Imperio no solo estuvo vinculada con la figura del
emperador y los acontecimientos en Roma. En otras partes del territorio imperial hubo
un florecimiento de la oratoria a lo largo de todo el período clásico. La llegada y la
partida de los magistrados imperiales dieron ocasión a los discursos epidícticos, y las
cortes continuaron siendo lugares de adquisición y pérdida de fortuna. El único discurso
forense conservado de este período se conoce con el nombre de Pro se de magia liber o
Apologia, de Apuleyo (c. 125 dC). Este es también el único discurso completo que ha
llegado del siglo II dC, además del Panegírico de Trajano. Apuleyo fue un orador y
sofista del norte de África, conocido también por los fragmentos de sus discursos
epidícticos —recopilados bajo el nombre de Florida— y por su novela Metamorphoses
o El asno de oro. Con la Apologia Apuleyo se defiende de un cargo de magia, frente a
un tribunal reunido en 158/159 en Sabrata (a 60 km de la actual Trípoli, capital de
Libia). Hay similitudes y diferencias entre este discurso y los forenses de Cicerón:
• Cicerón es abogado de sus clientes; Apuleyo compone una autodefensa.
• Cicerón pronuncia sus discursos en Roma; Apuleyo, en el norte africano.
• Cicerón está inmerso en casos atravesados por asuntos políticos; el cargo
principal del que se defiende Apuleyo es la magia.
• Cicerón emplea la erudición para impresionar a sus clientes mientras que
Apuleyo abarrota el texto de ella, con toda clase de referencias literarias,
científicas y filosóficas tanto en latín como en griego.
• Ambos emplean argumentos lógicos, pero mientras Cicerón los combina con
apelaciones a la emoción, Apuleyo prefiere deslumbrar con su presentación.
Sin dudas, es un tipo distinto de oratoria: sigue la tradición de los declamadores, pero
intelectualmente pertenece al movimiento del siglo II dC denominado Segunda
Sofística. Se trata no solo de convencer, sino de exhibir talentos sofísticos frente a un
auditorio de clientes potenciales. Por eso la Apologia tiene una dimensión epidíctica que
eclipsa a la forense. No hay que olvidar que, además de Florida, conservamos una
conferencia de Apuleyo sobre demonología medioplatónica, De deo Socratis.
Hasta aquí, el material conservado. Evidentemente, la Apologia de Apuleyo nos da una
idea de la diversidad, complejidad y vitalidad de la oratoria en uno de los momentos
más importantes del Imperio Romano.

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