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LA ORATORIA ROMANA (Cicerón, Quintiliano)

La oratoria romana

En Roma la enseñanza superior, lo que hoy llamamos enseñanza universitaria,


a la que sólo tenían acceso los jóvenes pertenecientes a familias acomodadas
y con pretensiones políticas, se impartía en las escuelas de retórica.

El rhetor completaba la educación básica, impartida por el litterator y el


grammaticus, enseñando a sus discípulos la técnica oratoria, es decir, el
complicado sistema de reglas y procedimientos tradicionales que ya habían
puesto en práctica los antiguos griegos. En las escuelas de retórica los
alumnos componían, memorizaban y recitaban discursos sobre temas ficticios.
El maestro corregía la pronunciación, el tono de voz, los gestos y cuantos
defectos observase.

Estos ejercicios eran el entrenamiento del futuro abogado o político, que pronto
tendría que enfrentarse con los problemas y polémicas de la vida real. Los
jóvenes completaban su formación en el Foro, donde escuchaban los discursos
de oradores famosos hasta que, con la instauración del régimen imperial,
cesaron las rivalidades electorales y las campañas de captación de votos y, con
ello, disminuyó la actividad oratoria. La retórica se refugia en las escuelas,
pero, falta de contraste con la realidad, en la calle y ante un público, se va
convirtiendo en puro artificio, lleno de afectación y carente de vida.

La oratoria, en efecto, necesita de un clima democrático para crecer lozana y


floreciente. En la república romana, la carrera política se iba forjando en el
Foro, en las asambleas del pueblo y en el Senado. Para subir los peldaños del
cursus honorum, los candidatos debían poner a prueba constantemente sus
dotes de persuasión. Hasta las dotes de mando de un general se
complementaban con su capacidad para pronunciar vibrantes arengas.

Los romanos sentían verdadero entusiasmo por la oratoria. El pueblo


escuchaba extasiado, aplaudía con fervor a los oradores brillantes y participaba

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con interés en las disputas entre las diferentes tendencias y estilos de retórica.
La importancia que los romanos daban a la oratoria queda reflejada en la
costumbre de redactar de nuevo y publicar los discursos más o menos
improvisados ante un público. Tal es el caso de Cicerón, el hombre que
personifica la oratoria romana.

La retórica, como arte del discurso, se dirigía esencialmente la organización de


los discursos en sus diversas partes:
- exordium: introducción
- propositio: narración de los hechos
- argumentatio: presentación de pruebas o argumentación
- refutatio: refutación del contrario
- digressio: epílogo

Distinguía, además, tres géneros de elocuencia:


- judicial, empleado en los procesos,
- deliberativo, empleado en las asambleas deliberativas,
- demostrativo, empleado en los discursos de lucimiento, como las
laudationes fúnebres.

En el ámbito de la retórica se formaron tendencias o escuelas que tuvieron un


papel determinante en la evolución y formación de la oratoria romana. La
escuela aticista defendía un estilo sobrio y severo; la asiana, un estilo
exuberante y grandioso, lleno de adornos y figuras estilísticas.

La práctica de la oratoria ha tenido en Roma unos orígenes muy remotos. Ya


en los comienzos de la República se encuentran eminentes hombres políticos
que se sirvieron de la palabra como arma política. Entre ellos se encontraban L.
Bruto, Apio Claudio el Ciego y Catón el Censor. Oradores famosos en su
tiempo fueron también Escipión Emiliano y los dos hermanos Graco.

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Marco Tulio Cicerón

Marco Tulio Cicerón (106 – 43 a. C.) nació en la ciudad de Arpino en el seno de


una familia acomodada, aunque no se había dedicado a la política con
anterioridad, lo que motivó que Cicerón siempre fuese considerado como un
“homo novus”.

Su amor a la gloria lo empujó a los cargos públicos. Para conseguirlos contaba


con un arma infalible en aquella época, la elocuencia. Al mismo tiempo,
consiguió una formación integral a lado de los maestros más ilustres de la
Retórica, la Historia y la Filosofía.

Compaginó el ejercicio profesional de la abogacía con su carrera política, que


lo llevó a ocupar las distintas magistraturas del cursus honorum, hasta llegar al
consulado en el año 63 a. C. En ese cargo logró desarticular la conjuración de
la nobleza capitaneada por un noble arruinado, Lucio Catilina, pero al dejar el
consulado fue condenado al destierro. A su vuelta, las circunstancias de la
política romana habían cambiado y se había formado el primer triunvirato, con
César, Pompeyo y Craso. Cicerón ya no tenía sitio en el primer plano de la
política y se dedicó escribir y editar sus discursos. Con la muerte de César
volvió a la escena política momentáneamente, pero su enfrentamiento con
Marco Antonio lo condenó a muerte cuando éste formó el segundo triunvirato
junto con Octavio y Lépido.

Cicerón cierra una época de la Historia de Roma, en los umbrales de un


periodo nuevo, que alumbra la gestación del Imperio. Conservador moderado y
último gran defensor de formas políticas ya anacrónicas, no comprendió la
honda transformación que se operaba en el seno de su patria.

Se pueden dividir los discursos en jurídicos o forenses y políticos:


a) Discursos forenses:
- Verrinas : In Verrem ( acusándolo de concusión)
- Pro Murena (defendiéndolo de intriga electoral)

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- Pro Archia poeta (defendiéndolo de haber usurpado la ciudadanía
romana)

b) Discursos políticos:
- De imperio Cn. Pompei, a favor de que concedieran un mando a
Pompeyo.
- Catilinarias: In Catilinam (cuatro discursos )
- Filípicas: catorce discursos violentos, reales o ficticios, redactados
como panfletos, contra Marco Antonio.

La técnica oratoria de Cicerón consistía en saber ordenar el discurso (faciunda


ratio) y en saber adornarlo (poliunda ratio). En la práctica oratoria, encontramos
en Cicerón una evolución: desde el estilo exuberante e hinchado de sus
primeros discursos hasta el más ponderado y sobrio de los siguientes.

Como teórico de la oratoria, escribe también otras obras en las que reflexiona
acerca de cómo debe ser la formación del orador (De oratore), cómo es el
orador ideal (Orator) y traza una historia de la elocuencia romana (Brutus). A
estas obras pueden añadirse también dos tratados técnicos: Partitiones
oratoriae y Topica.

En cuanto a la forma, sus discursos ofrecen una variedad, brillantez,


abundancia, ritmo y armonía realmente inimitables.

En cuanto al fondo, Cicerón considera que un discurso debe instruir, agradar y


conmover al mismo tiempo. ¿Cómo lo consigue? Lo primero, mediante un
estudio concienzudo, capaz de aportar hechos, argumentos y testimonios
contundentes. Para agradar, sabe despertar la atención con un tono carente de
monotonía, vivaz, agresivo a veces, tranquilo a ratos; emplea digresiones,
lugares comunes, ejemplos, anécdotas; todo ello condimentado con chistes,
juegos de palabras, alusiones. Y, por último, logra conmover a su auditorio con
los recursos de su fina sensibilidad y de su imaginación.

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La influencia de su técnica oratoria, que procuró plasmar en sus tratados
teóricos, fue inmensa. Quintiliano, autoridad oficial en materia de retórica a
comienzos del s. II de nuestra era, pretendió restablecer en toda su pureza los
principios oratorios ciceronianos, y en el Renacimiento se consideraba el estilo
y la técnica oratoria de Cicerón como el único digno de ser tenido en cuenta en
su género.

Quintiliano

La instauración del régimen imperial coartó la libertad pública, con lo que


decaen la oratoria política y la judicial. Sin embargo, el amor de los romanos
por la palabra no decayó, sino que sustituyó el foro por los “recitales” de
discursos sobre temas imaginarios. Durante el Imperio florecieron los
“declamadores” (hoy les llamaríamos “conferenciantes”). Destacan los nombres
de Séneca el Rétor (padre del filósofo), Plinio el Joven, que creó el género del
“panegírico” o alabanza, y Apuleyo.
La figura que probablemente más haya influido en el desarrollo de la educación
romana, y aún después, vivió también en esta época. Se trata de M. Fabio
Quintiliano.

Nacido en Calagurris (Calahorra) en la Hispania Tarraconense, hacia el año 35,


fue pronto conducido por su padre, también profesor, a Roma, donde
perfeccionó su formación. Alcanzó gran fama como profesor de oratoria y
Vespasiano creó para él una cátedra de elocuencia, asignándole un sueldo a
costa del erario público. En ese cargo permaneció durante veinte años,
retirándose para escribir su gran obra, Institutio oratoria. En ella recoge las
reflexiones y experiencias de sus veinte años de enseñante. Trata de la
formación del orador, proponiendo a Cicerón como el modelo a seguir.

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