Está en la página 1de 11

Morir en Venecia o sobre la analogicidad hermenéutica como

ironía trágica.

Joaquín Esteban Ortega


Universidad Europea Miguel de Cervantes

No creo que vaya a ser para siempre, pero las circunstancias están haciendo que a
uno le resulte cada vez más difícil encontrar argumentos racionales para casi nada.
Insisto en que espero que sea algo pasajero. Puede que nos esté ocurriendo algo
parecido a lo que le ocurría a Zelig, el personaje de la película de Woody Allen y de
manera camaleónica nos estamos contagiando de la época. Lo que aún está por
descubrir es si esto es algo malo o es algo bueno.
Así las cosas, en esta exposición presento simplemente un padecimiento analógico
inspirado en la película/novela Muerte en Venecia, algunas intuiciones sobre lo que
pudiera significar instalar la hermenéutica en la perspectiva de la ironía trágica y una
serie de preguntas. La sensación que se pueda tener al final es que, tras las preguntas, el
padecimiento analógico se haya podido convertir en una patología analógica.
Esperamos, en todo caso, que no sea grave y si las cosas se complican, no obstante,
tenemos entre nosotros al doctor Mauricio Beuchot que además, y especialmente, es
nuestro amigo.

Comenzamos.

Venecia es el lugar en el que hay que morir. No cabe plantear alternativas. Gustav
von Aschenbach, el conocido protagonista del relato de Mann/Visconti, fue atravesado
trágicamente por la urgencia del tránsito y pretendió de manera estertórea deambular
analógicamente de un lugar a otro desesperadamente sin caer en la cuenta de que la
propia analogía veneciana era la única posibilidad. Como Gustav nos ha mostrado con
el testimonio inercial de su sacrificio, situar la analogía verdaderamente en el límite, en
tanto que espacio habitable, es decir, llevarla hasta sus últimas consecuencias, implica
propiamente la desaparición; hacerla desaparecer. Sin embargo, de las eventualidades

1
del destino no podemos hablar de manera lineal, oblicua o poética. Sólo diciendo sin
decir, o diciendo siempre de otro modo, somos capaces de reinventar la agonía de
nuestra limitación. Únicamente podemos hablar de la desaparición del destino si nos
desdibujamos de manera trágica en los impulsos de la ironía y admitimos la
imposibilidad hermenéutica de ordenar los estallidos de la contradicción y de la
desproporción en la que habitamos. Dejémonos ayudar en esta ocasión por la pasión de
Gustav para poder “asistir sin asistir” a la nuestra propia. Intentemos, de este modo, leer
la analogicidad hermenéutica como ironía trágica.

1.

Se abre la tiniebla veneciana que recibe el barco de Gustav. El tránsito analógico


por la frontera de canales invita al adormecimiento inicial y expectante que proviene del
otro lado. Mahler actúa como un Caronte implícito, sobrecogedor y hermenéutico que
anuncia lo impronunciable. Venecia en panorámica recibe la incierta mirada de Gustav
y la histriónica carcajada terapéutica de lo enmascarado. El gondolero, el rostro
explícito de Caronte en este caso, genera la exasperación de Gustav cuando le derriba la
voluntad y le impone el destino al que está abocado. Se ha cruzado la laguna pero se
permanece en ella. El gondolero, Caronte, no tiene licencia. Es la trasgresión entendida
como modo de ser del límite puro. El viaje al Lido no ha comportado ningún gasto.
Hablamos de la gratuidad del destino.
En la recepción no se quiere saber nada. Es preferible evitar el anuncio de aquello
que anima lo incomprensible. El tumulto del hotel, del bálsamo anestesiante tan afín a
nuestras propias anestesias contemporáneas, funde la apariencia de su falsedad con el
escondido silencio del primer flash back tras el colapso cardiaco de Gustav. Un colapso
provocado por el fracaso de la representación, por “hacer trampas”, como impreca el
contrapunto constante de su amigo Alfred. “¿Dureza en las formas, perfección absoluta,
severidad, abstracción de los sentidos..?. Todo ha terminado. Ha terminado la aspiración
del perfecto equilibrio entre hombre y artista. Juntos han tocado fondo”
La ironía del reloj de arena, con la angostura de su conducto, muestra sin mostrar.
Muestra el tiempo sin percibirlo pero radicalizando su presencia. “Se ha cumplido el
tiempo, dice Gustav, y no queda un minuto para pensar”. Se reconoce el fracaso de la
univocidad del pensamiento y se abre, por inercia cultural y sin saberlo, la posibilidad a
la diferencia, a la equivocidad, a los caóticos impulsos vitales de la sensibilidad. Quizás

2
allí se encuentre la salvación. Von Aschenbach vuelve a perderse en la tensión dualista
que cree en los lugares y que no cree en el camino. La inercia le anima a anhelar algún
tipo de salvación en la sacralización de la llegada. Sin embargo, el tumulto de los
sentidos también es demasiado explícito.
Al comenzar a andar, la evocación y la nostalgia le recuerda que su procedencia es
el miedo; que la belleza es producto racional de una labor espiritual orgullosa ya que la
realidad nos defrauda. El espíritu es la única adormeciente terapia que, al controlar a los
sentidos, permite hacer del arte la mayor fuente de educación y al artista lo convierte en
ejemplo de equilibrio y fuerza. Para la inautenticidad del Gustav orgulloso al arte no le
cabe ambigüedad; sin embargo, ya ha comenzado a andar hacia la muerte, y el camino
le anuncia la incoherencia y la imprevisibilidad de sentirse vivo. Se vislumbra la
posibilidad destinal de la espontaneidad de la belleza y de la imposibilidad de filtrarla y
neutralizarla categóricamente. Será más adelante cuando los cuerpos concentren la vida
y la muerte en un suspiro y al mismo tiempo.
Mientras, el siroco sigue preocupando. Preocupa el viento que transporta; el viento
que convierte en nómada equívoco a quien se ha anclado en la fuerza unitaria del
espíritu. El siroco preocupa por su inestabilidad, por su ambivalencia, por la
ambigüedad que genera su energía, por la desazón. “Estoy intentando averiguar y nadie
me dice la verdad”, pregunta Gustav exaltado al banquero. Es el viento analógico quien
lo impide y nos muestra la trágica vulnerabilidad de Venecia con sus lágrimas y sus
corrientes. En su fuerza, en el misterio de su brisa, descubrimos poco a poco ese aliento
irónico que rescata a la analogía hermenéutica de su adormecimiento instrumental. El
responsable del hotel encarna el interesado síntoma del sueño inauténtico, de aquellos
que “no están despiertos” (Heráclito), del engaño. “No hay razón para preocuparse”.
Parece como si los brotes más ingenuos de la analogía sufrieran la ancestral patología de
la mediación analgésica. Sin embargo Gustav ya está embarcado en una analogía sin
remisión, es decir, que no se remite más que a sí misma y por eso ya no puede dejar de
preocuparse por el anuncio sobre su fin en el momento mismo de zambullirse en el
éxtasis del comienzo al encontrar a Tadzio.
Sentirse tránsito y sentirse transitado. Sentirse principio y sentirse fin. El
hermeneuta respira con la memoria y con el tiempo. Con el baúl perdido se proclama la
imposibilidad de la resistencia y la salida cercana de la temporalidad. La memoria se
solidifica y lastra la huida. La memoria se hace contingencia, se hace peso. En el
momento de descubrir la seducción de la memoria se descubre su capacidad de matar.

3
El baúl es la vida contada y compensada, pero también anuncia la amenaza de la peste,
del no lugar, en la estación de ferrocarril y de la muerte. Caronte, ahora la propia
memoria, le ofrece de nuevo el sueño de la autoaceptación. Sin embargo cada vez se
filtra más el autoengaño. La muerte, es decir, la vida en el lenguaje trágico de la ironía,
se hace cada vez más presente y más deseada. El azaroso extravío del baúl del destino
remite a la luz y a la sombra al mismo tiempo y en el mismo espacio. Anuncia la
despedida y el peso de la propia aceptación.
En la película de Visconti la celebérrima bagatela “Para Elisa” de Beethoven, que
comienza interpretando Tadzio, es racord sonoro de continuidad hacia otro importante
momento del recuerdo: el recuerdo de Esmeralda o el reconocimiento explícito de la
imposibilidad de encorsetar la vida en normas morales o estéticas y el fracaso de
reconocerlo; el síntoma de saber ya desde siempre aquello de lo que permanentemente
queremos sustraernos; el ridículo de pensar que podemos liberarnos del destino.
El progresivo deterioro del autoreconocimiento mediante la sinrazón de Tadzio
libera el impulso sincero de la pasión turbulenta, más allá del bien y del mal, más allá de
los valores, hacia la sujeción referencial de la muerte.
La energía dionisiaca del cuerpo y de la sonrisa de Tadzio urge la recreación de
uno mismo en el momento preciso de su desaparición. Por eso cada instante se convierte
en un instante eterno. (Mafesoli). Instantes en los que todo el tiempo se concentra
alentados por la aceptación trágica y creativa de la fatalidad. Un viaje estético de
instantes.
El ascensor del hotel, que con su levedad se convierte en otro síntoma del viaje y
de la transformación, somete a Gustav, nos somete a todos, a la angostura física de la
caducidad y de la decrepitud al sentir el opresivo aliento de los cuerpos jóvenes en su
inquietante cercanía. Cuerpos cercanos, cuerpos antagónicos, que anuncian la crisis de
lo inevitable, del reconocimiento de la impureza de las pasiones, el sometimiento de la
razón a la vida y el carácter irónico y trágico del deambular analógico.
Los cuerpos de los jóvenes, manchados por la fuerza vital de la tierra, se golpean
entre sí en la playa ante la envidiosa mirada del sueño delirante de la razón en el mismo
momento que descubre su incapacidad. El cuerpo de Tadzio y de los jóvenes son
híbridos en su actividad y rompen con las deudas dualistas al concentrar la vida y la
muerte. En esta síntesis es cuando renace la inspiración poética del artista, del músico
viscontiano o del escritor en Mann. Se acepta al fin el único reto posible sobre lo real
sin desdoblamientos (Rosset) y en la alegría que provoca queda convocada la impureza

4
y la provisionalidad del impulso creativo. La creatividad ya no clasifica, ya no disgrega.
Es el momento, al querer decir únicamente lo que hay, en el que acontece la ironía de su
inefabilidad y acontece la fuerza generadora del espíritu trágico. La vida y la muerte han
dejado ya de ser dos cosas y hemos llevado ya hasta sus últimas consecuencias al
tránsito analógico de la hermenéutica. Únicamente porque la analogía es una
persecución incierta.
Dionisio es apasionadamente perseguido a través de una Venecia que anuncia la
muerte. A Dionisio únicamente se le puede perseguir a través de los lazos íntimos que
tejen la muerte y la vida. El aprendizaje en el laberinto de canales enrojecidos ya no es
formativo sino iniciático. Arrastrado por la seductora mirada de lo que quiere ser
conocido siempre nuestro protagonista, nosotros mismos, nos sometemos al engañoso
guía que nos inserta en el corazón mismo del laberinto. El reto vivo de aspirar a salir y
no consumirnos en el encierro del tiempo nos hinca más en el pozo seco de una
hilarante desesperación. La muerte cancela toda pedagogía y convierte toda preparación
racional en algo nulo e inválido. Ya sólo se puede sentir.
“¿Qué es ese olor tan repugnante que está en la ciudad?”. Ese olor tan repugnante
soy yo. Gustav reconoce su propio olor. La historia de occidente, sobre todo tras los
procesos modernizadores, se adiestró bien en la neutralización de la corporalidad
dionisiaca imposibilitando el conocimiento a través del olor. Oler, sentir, no dicen la
verdad, sin embargo ahora, al bordear el abismo, es precisamente el olfato el que le
permite a Gustav desde esta suerte de ironía analógica detectarse en el hedor de la
muerte y en la fragancia del deseo.
El seductor paseo persecutorio por las calles de Venecia ardiendo con el olor de la
contingencia tiene, por tanto, como guía analógica el más extremo límite en el
encuentro del horror y el sufrimiento con la extrema belleza. Se hace la noche al
recorrer silenciosamente el camino tortuoso del desconocimiento. Tadzio no es nada; es
la inmensa fascinación de la desaparición absoluta. Su penetrante mirada es ausente,
abrasa y exige expulsar por los poros de la piel la vida mientras transpira. El llanto del
sinsentido, del engaño, se hace incomprensible sonrisa en el irónico éxtasis de la más
extrema desesperación.
La epidemia, por tanto, no es la vida o la muerte sino el escenario analógico que se
ha de recorrer y en el que se habita. Un escenario que llevamos con nosotros mismos y
que cargamos ritualmente con el maquillaje de nuestros estertores.

5
Una canción rusa de cuna acompaña en la secuencia final al contradictorio
acontecimiento escénico de la vida y de la muerte en el instante definitivo. La brisa y el
sonido del mar en su propia agonía despiertan el inexistente cuerpo de Tadzio a la lucha
ritual de la necesaria compensación humana por indicar sentido. Los cuerpos se vuelven
a hincar en la arena; en esa playa que se desvela también como el escenario de la
ambigüedad y del deseo al que no podemos renunciar a pesar de aquellas atinadas
propuestas schopenhauerianas. La luz, la vida y la muerte en el holograma de cada
grano de arena.
Una cámara fotográfica querría dejar noticia del instante, pero la belleza absoluta
y unívoca se termina difuminando en el límite, en el horizonte iluminado del cuerpo
terso de Tadzio junto al agua. Sólo existe una silueta, la silueta de Hermes que indica
con su brazo alzado la pasión del otro lado. Se trata del reconocimiento irónico de la
vida en la muerte y de la muerte en la vida. La tragedia se ha consumado porque se
había consumado ya desde siempre.

2.

Habitar la analogía no es un ejercicio de la voluntad, sino un destino ineludible. A


pesar de los beneficios metodológicos coyunturales que puede aportar al ser puesta a
funcionar como una estrategia de lectura y de acción, no es propiamente una práctica
sino un estado. Entendida de este modo nos sustraemos de su dinamismo implícito y se
manifiesta trágicamente como ironía ya que su modo constante de ser y de condicionar
lo que somos se especifica radicalmente en nuestra aspiración permanente de
deshacernos de ella.
La noción de ironía trágica con la que comenzamos a dar aliento hermenéutico a la
necesidad humana de leer siempre implica la combinación de la absoluta desesperación,
a causa de la desaparición, y la anulación propias de la caducidad y del destino, con el
carácter absolutamente contingente de tal desesperación. La desesperación no es esencia
previa de nada, ni fundamento de alguna suerte de pesimismo o, por su parte, de algún
tipo de vitalismo. La propia desesperación es contingencia y, por tanto, permite la
posibilidad siempre provisional de esperanzas efímeras fundadas en la finitud misma.
En esta mutabilidad frenética es donde arranca la fuerza ética radical de la ironía
vinculada al peligro implícito que comporta el haberse tomado en serio a sí misma

6
(Románticos). Jankelevitch nos habló de este peligro: “La ironía, decíamos, es lo que no
es, y no es lo que es: es distinta de sí misma, siempre un poco más o un poco menos:
quiere y no quiere, nunca acabamos de saberlo. Pero, en realidad, ¿acaso lo sabe ella
misma? Ahora veremos que, si los hipócritas acaban por no entender nada, el ironista, a
su vez, se convierte en un enigma para sí mismo, y que la ironía, antes de ser una
injusticia para el objeto, es un peligro para el sujeto” (Jankelevitch, 114)
La mediación ya no consigue ser siempre una terapia semántica. La rememoración
trágica de la ironía se hace muy exigente con la racionalidad y con el concepto y al
exigir de nosotros que nos desprendamos de nosotros mismos releyéndonos como
enigmas nos atraviesa de desconfianza. “La ironía, continúa Jankelevitch, pone en
eterno entredicho las premisas supuestamente sacrosantas; con sus preguntas indiscretas
arruina toda definición, reaviva sin cesar los puntos problemáticos de toda solución,
incomoda permanentemente la pedantería siempre dispuesta a pontificar desde el podio
de una deducción satisfecha. La ironía es inquietud e incomodidad. Nos presenta su
espejo cóncavo para que nos avergoncemos de nuestras muecas y deformaciones; nos
enseña a no adorarnos a nosotros mismos, y preserva los derechos de nuestra
imaginación sobre sus díscolas criaturas” (Jankelevitch, 159.
Nos enfrentamos ahora con un tipo de creatividad, adormecido por los grandes
impulsos instrumentales derivados del miedo, que tiene que ver con el sufrimiento; con
la empatía del sufrimiento. La aceptación irónica de la alteridad se hace simultánea a la
incertidumbre que genera el desprendimiento de uno mismo al decirse restringiendo lo
dicho o incluso diciéndose como contrario, como híbrido.
Si desde una perspectiva ética hacemos nuestras las reflexiones estéticas de
Valeriano Bozal sobre la necesidad y la lucidez de la ironía nos encontramos con lo
siguiente: “La ironía no mira para otro lado. No se concibe como una experiencia
distinta, alejada de aquello que ironiza. Si alguna virtud tiene, es que no deja de su
mano a lo otro: lo conserva, pero lo conserva como objeto de su mirada. Lo pone
delante, pero ahora con una figura distinta de la que pretende. La ironía no rechaza lo
ironizado, sino que, poniéndose a distancia, descubre que lo que éste dice no es tal”
(Bozal, 99-100). No cabe ya la alternativa ya que la ironía hermenéutica, tras el
sacrificio de la analogía, incluye la afirmación y su contrario, la luz y la sombra, el
patetismo del simulacro y lo real. “La ironía, sigue Bozal, no se limita a decir ‘eso no es
lo que pretende ser’, sino que pone ante nosotros lo que tal cosa es (y que en el motivo
ironizado sólo se simula): saca a la luz el simulacro, pero también aquello sobre lo que

7
el simulacro se ha ejercido” (Bozal, 100). La ironía trágica nos libera de los
desdoblamientos reinsertando la complejidad ambigua y ambivalente de lo múltiple en
lo real. Se le hace difícil a la hermenéutica seguir manteniendo la aspiración previa de
un talante ontológico limpio que derive hacia una ética sustentada por un irenismo
mediador.

3.

Hace unos instante hemos tenido la sensación de intuir la idea de que llevar hasta
sus últimas posibilidades y consecuencias a la analogía supone irónicamente hacerla
desaparecer. La desaparición, siempre latente, de la analogía nos puede liberar de la
alternativa dualista e incorporar en la raíz íntima de la vida los efectos de la cara
múltiple y divergente de la contradicción. El límite no es alternativa a nada ya que la
alternativa implica espacios de realidad diferenciados. El límite es lo único real, sin
doble (Rosset) y en él se da la complejidad mética (titánide que personificaba la
prudencia) de las cosas y de lo que nos pasa. Más allá del mestizaje antropológico, el
mestizaje ontológico del ser humano hace que la analogía sea imposible ya que de
manera previa e irremediable el ser humano ya es un claroscuro. Querría esto decir que
ya no se necesitaría habilitar un espacio racional exclusivo para que habite
simultáneamente lo uno y lo múltiple ya que antes de eso, de manera trágica como
hemos visto, ya habita en nosotros la condición de límite centrífugo y centrípeto al
mismo tiempo.
De algún modo, la intuición de esta importante desaparición trágica e irónica de la
analogía en la hermenéutica se encontraba ya en lo que, según Napoleón Conde en su
libro sobre El movimiento de la hermenéutica analógica,( ) fue el primer trabajo que
se dedicó en España más detalladamente a la HA. En la parte conclusiva de aquel
artículo del año 2000 me preguntaba algunas cosas, que me gustaría reproducir aquí
para ponerlas en común, como por ejemplo: ¿No está comprometido en exceso por la
coyuntura el pensamiento analógico con el orden al constatarse que lo puramente
unívoco no lo necesita y que lo puramente equívoco es imposible de ordenar? ¿De
verdad la radicalización filosófica de la hermenéutica puede llegar a ofrecer algún tipo
de esperanza más allá de la disposición dialógica de la existencia humana? ¿No podría
ser interpretado que, dentro de este pensamiento analógico-hermenéutico, el pretendido
predominio ‘parcial’ de lo equívoco y diferente sobre lo unívoco, de lo particular sobre

8
la totalidad, resultaría aceptar y poner en evidencia la finitud y la superación constante
de las posibilidades humanas frente a la interpelación del sentido a pesar de quererse
mantener la mirada sobre la verdad como aliento de esperanza? ¿Será posible, de este
modo, reconducir el ineludible fenómeno existencial de la tragedia humana como
contenido esencial de una hermenéutica no nihilista, sustrayéndolo de todo
debilitamiento, al reconocer de una vez por todas que es la razón misma la que sufre en
su máxima fortaleza? (ESTEBAN, 2003, 185-186)
A ello deberíamos añadir una cuestión puramente contextual: ¿En qué medida el
surgimiento de la intuición sobre la analogía para la hermenéutica y su posterior
desarrollo temático no ha sido verdaderamente posibilitado por la agónica reapertura
postmoderna sobre el problema de la diferencia?
Otros asuntos tienen que ver con la dimensión sociológica de la hermenéutica
analógica: ¿En qué medida la hermenéutica analógica no es un ejercicio forzado de
autolegitimación de la filosofía mexicana y sus proyecciones? ¿Se trata de una suerte de
reacción espontánea al tradicional etnocentrismo filosófico compartido por analíticos y
continentales? ¿Hay alguna intención oculta en la Ha de autoreconocimiento al haber
sido especialmente violentada la pluralidad mexicana? ¿De dónde arranca la necesidad
de tener una filosofía?
En este mismo sentido, diré que he tenido recientemente la suerte de visitar
México. He podido comprobar personalmente que tienen ustedes en México D.F.
inmensas banderas de 15 o 20 metros cuadrados que paternalmente acogen al conjunto
del pueblo mexicano, del mismo modo que el impresionante museo arqueológico
recuerda oportunamente a todo visitante cuál es también la identidad de los mexicanos.
Que yo haya visto una de esas inmensas banderas de las que hablo, situada en el
“periférico” amenaza de tal manera el anillo circulatorio que éste se ha tenido que
proteger con una estructura metálica, algún malintencionado diría con una jaula, por si
dicha bandera cayera sobre la carretera y enredara fatalmente a los coches. ¿No correrá
la hermenéutica analógica este mismo peligro, es decir, el de convertirse en una
amenaza proidentitaria que neutralice la polifónica creatividad de los mexicanos?
Y, por otra parte, podríamos cuestionarnos también si la sintomática de una
incipiente muerte de éxito de la hermenéutica analógica, manifiesta en la inflación
bibliográfica de las diversas aplicaciones, no tendrá que ver inconscientemente con el
uso performativo que están realizando algunos del calor de un éxito comunitario que
protege a los académicos jóvenes, y no tan jóvenes, de los retos impuestos por la

9
sociedad competencial y credencialista. ¿No estaremos hablando simplemente de una
suerte de comunidad tribal, como las que analizan Bauman y Maffesoli, en la cual los
individuos se sienten protegidos de las agresiones de la exclusión y de las urgencias
decisionistas de la sociedad del riesgo?
Noto al terminar que las dudas que nos surgen han sido formuladas o expresadas
con una cierta acidez. Es algo que no me satisface. Evidentemente nada tienen que ver
con una inquina personal contra la hermenéutica analógica, muy al contrario nos
interesa mucho su actividad para poder llevarla hasta sus últimas consecuencias. Se trata
más bien, por tanto, de una acidez que proviene de esa cierta imposibilidad trágica e
irónica de formular argumentos en la que uno se encuentra y sobre la que anuncié al
principio que se sustentarían las intuiciones de esta exposición.

10
Notas

“No hay acuerdo posible entre la perfidia de la ironía y la franqueza de la risa. La


ironía hace reír, pero ella misma no tiene ganas de reír; bromea fríamente, sin divertirse;
es burlona, pero sombría. Mejor aún: desencadena la risa para congelarla
inmediatamente. Esto se debe a que entraña algo tortuoso, indirecto y helado, a través
de lo cual se deja entrever la inquietante profundidad de la conciencia: por eso la alegría
no tarda en transformarse en tensión y malestar. La ironía apunta a otra parte”
Jankelevitch 115

“La ironía no es pauta de escépticos: siempre tiene delante aquello que ironiza, lo
otro, el motivo ironizado, y también lo otro que surge con su ejercicio, y que al ejercerla
se pone de relieve” Vozal 100

11

También podría gustarte