Por Rocío Oviedo y Pérez de Tudela La relación de la poetisa uruguaya con el malditismo decadentista ha sido un lugar común en la crítica. María José Bruña, en una excelente tesis1 sobre la obra de la escritora modernista, afirma la huella de la melancolía en Los cantos de la mañana y de lo siniestro en poemarios como Los cálices vacíos. En concordancia con la teoría de Freud, lo siniestro se define como «vuelta de lo familiar que no acaba de reconocerse plenamente» (180). La cualidad de lo siniestro, de acuerdo con esta definición, aproxima la poética de Agustini a la Vanguardia. No en vano, uno de los proyectos esenciales del surrealismo será transmitir una inquietud en lo que nos es cotidiano, ante la posibilidad de una conducta distinta a la esperada. Duchamp en sus cuadros y Buñuel y Dalí en cine y pintura serán artífices esenciales de esta propuesta. Lo siniestro introduce un interrogante en el conocimiento y se interna por el camino de lo maldito.
Cubierta del libro de Delmira Agustini Cantos de la mañana.
Esta preferencia por lo maldito es un síntoma que hunde sus raíces en la melancolía, definida como la tensión que suscita el deseo de alcanzar lo imposible. La melancolía es producto del sufrimiento infinito de la Voluntad por el enfrentamiento que surge entre el creador y la destrucción de las fuerzas físicas. El ensimismamiento del melancólico se hace presente en el tedio que caracteriza la poética inicial de Delmira: «Perfil que me diste un día/ largo de melancolía / y rojo de corazón; /... / Perfil que el tedio corona» («Tres pétalos a tu perfil»). Una melancolía, imprecisa aún, que se confunde con el tedio pero que a lo largo de su trayectoria poética girará en torno a un único objeto: lo erótico. El mundo que nos ofrece carece de la vitalidad que era norma en la plenitud del modernismo y mantiene una especial predilección por lo negativo y enfermizo que propugnó el decadentismo. Lo saturnal, calificativo que el clasicismo (Platón2 y Aristóteles3 ) aplica a la bilis negra o melancolía, se abre paso frente a lo sublime y contagia todo aliento vital. Un ejemplo singular nos lo ofrece la poeta uruguaya al comparar nubes y gusanos («Astrólogos»). Pero no será un hecho aislado. El hálito de lo decadente y maldito se apodera de la poética de Delmira. Hay hondas visiones, visiones que hielan, Visiones que amargan por toda una vida! La luz anunciada, la luz bendecida Llenando los campos en forma de flor! Y... en medio... un cadáver... crispadas las manos Que ahondando murieran la trágica herida!... Y en toda una nube de extraños gusanos Babeando rastreros el sacro fulgor! («La siembra») La muerte y su descenso a los infiernos del yo se reescribe en poemas como «Lo inefable» (Los cantos de la mañana). La influencia saturnal de la melancolía se expresa como un ansia indefinida: «Muero de un pensamiento mudo como una herida... / ¿No habéis sentido nunca el extraño dolor? / De un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida / Devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?» («Lo inefable»). Sin embargo el pensamiento melancólico en Agustini arrastra menos una actitud ante la existencia que un sentimiento en el que poder refugiarse: «Arropada en el manto / pálido y torrencial de mi melancolía» («Un alma»). Pese al arraigo que adquiere en su poética, atiende más a los contenidos subjetivos que a una postura ante el conocimiento y la existencia, como tradicionalmente han llevado a cabo los estudios filosóficos y psicológicos sobre el tema. El sentimiento melancólico tiene su correlato decimonónico en el spleen o tedio, característico del modernismo. Los símbolos utilizados para su manifestación abarcan un extenso bestiario y cada escritor elige aquellos que mejor se adaptan a su poética. En el caso de Delmira son en extremo sugerentes las cualidades que atribuye a la araña y al búho. La araña en su poética adquiere las características de continuidad de lo cotidiano y la rutina: «Yo vivía en la torre inclinada / de la Melancolía... / Las arañas del tedio, las arañas más grises, en silencio y en gris tejían y tejían» («Oh Tú!», Los cálices vacíos). Otro animal vinculado con la melancolía será el búho4. Paradigma de la observación y de la vigilancia en un buen número de emblemas, se interpola con el silencio, y llega a ser un elemento recurrente del pensamiento melancólico. Sin embargo, no siempre revela como cualidad peculiar el silencio, pues, en el Primer Sueño de Sor Juana el búho será el ministro parlero de Plutón5. Por el contrario, en Delmira el búho, ave rapaz relacionada con la muerte, habita la torre de marfil en el mundo saturnal de la noche y es tan mudo: «Que el Silencio en la torre es dos veces» («Oh Tú!», Los cálices vacíos).
Retrato de Delmira Agustini con el fondo de un abanico japonés.
Silencio y misterio: génesis de lo oculto, irrevelado, que esconde el sentimiento de la escritora en sus «hondas lagunas del silencio». Esta imposibilidad de descubrir el secreto, coincide con el rasgo esencial del espíritu melancólico. Delmira lleva a cabo una trasposición y su sentimiento se traslada al amado, quien, al ignorar el misterio que esconde la poeta, se inclina hacia ella «como el gran sauce / de la Melancolía»(«Visión»). Es un sentimiento cenital en la poética de Agustini. Puede incluso ocasionar la resurrección del amor, si bien con una insoslayable presencia de lo maldito. Una combinación de elementos que, en definitiva, revela la imposibilidad de lograr un amor pleno. Este signo de lo imposible, propio del espíritu melancólico, vuelve a dejar el rastro de la languidez: «Y renaces en mi melancolía / formado de astros fríos y lejanos» («Con tu retrato»). El rosario de Eros (1924) se construye sobre el paradigma de este encuentro entre lo sublime y lo maldito. Lo maldito (la muerte) y su contrario, lo sublime (el eros) bucean en el síndrome de la antítesis que busca una imposible unidad en la vida, al estilo dantesco. Es el signo de la utopía que caracteriza al melancólico6. Para manifestar la melancolía en un ámbito en el que se intersecciona lo positivo y lo negativo la poeta encadena de modo continuado Eros y Thánatos. Desde el romanticismo se arrastra esta dualidad — que Litvak califica de «Eros negro»— hasta culminar en la muerte «bella como Diana», como expresa Darío en su «Coloquio de los centauros» (Prosas profanas). Eros y Thánatos, y su imposible conjunción, se convierten en materia esencial del espíritu melancólico, uno de cuyos paradigmas se encuentra en la persecución de Beatriz, la donna angelicata en el Infierno de Dante. Hasta aquí podemos observar cómo la melancolía viene signada por la marca de lo imposible. Y existen dos personificaciones claves de este concepto: la Esfinge y la Quimera, símbolos esenciales de lo inalcanzable y del misterio que encierra el ideal. Ambas figuras se hacen presentes, de modo esporádico, en la obra de Delmira Agustini. En el símbolo fantástico de la Esfinge, tradicionalmente, los poetas han representado el origen de los misterios que rodean la existencia. La Esfinge al estilo dariano conserva en su interior el secreto del amor -origen de vida- y de la muerte. Esta doble función la convierte en un monstruo, cuyo rostro dormido infunde pavor («Arabesco»). Si la poetisa se enfrenta a ella es para vencer la muerte, o en sus propias palabras a esa «Esfinge pavorosa y muda» («El Austero»). El continuo contacto de este ser mitológico con la muerte la convierte en «Esfinge tenebrosa suspensa de otras vidas», reflejo de un «dios enmascarado» («La ruptura», Los cálices vacíos). Su antítesis será la Quimera, símbolo de la ilusión y de un futuro en el que aún se pretende la plenitud del amor: «Amáronse talmente que entre sus dedos sabios / palpitó la divina forma de la Quimera». («El Nudo»). Frente al dolor que mana de la Esfinge, la ambrosía mana de la Quimera («Evocación»). Lo terrible (esfíngico) se enfrenta a lo sublime y rodea con «espinas, y flores, y diamantes / como el bagaje espléndido de una Quimera fatua» («Las Coronas»). Personificaciones míticas que se enfrentan a otro mito, el Cisne, símbolo esencial del modernismo que en Delmira se nos ofrece como un cisne derrotado o un cisne símbolo del amado, cisne erótico, que abandona su estirpe heráldica. «Y soy el cisne errante de los sangrientos rastros, / voy manchando los lagos y remontando el vuelo» («Nocturno», Los cálices vacíos). Frente al ave triunfal del «Blasón» dariano, el cisne de Delmira se parece más a «Un pájaro que canta como un Dios / Y arrastra la miseria en su plumaje». («El Arte») Su poética navega entre las aguas de lo sublime y lo maldito, para caer finalmente en lo siniestro víctima de la muerte y del tiempo, leitmotiv esencial de su obra. Su propósito de alcanzar un reino feliz «donde los sueños tienen / lagos de luz para bañar sus alas /...» sin «el espectro destructor del Tiempo», se enfrenta a la realidad de la existencia marcada por el mal («Carnaval»). La vida se contagia de decadentismo y los néctares serán «néctares añejos», sus ensueños «copos de orquídeas enfermizas, pálidas» («Evocación»), y sus fantasmas tétricos «de ojos cansados como enfermas almas», de «negras flores». Este bucear constante por las riberas de lo extraño transforma a símbolos de la serenidad como la estatua de El libro blanco en personajes siniestros. Una sugestión por lo maldito que justifica la alocución a Eros en la que las estatuas, crisálidas de piedra, llevan en los «cráteres dormidos de sus bocas / la ceniza negra del Silencio», mientras «mana de las columnas de sus hombros / la mortaja copiosa de la Calma». La melancolía final de la poeta uruguaya es una melancolía marcada por el erotismo imposible e impreciso. La experiencia amorosa es un fracaso. La unidad que pretende tan sólo se logra a nivel de lenguaje. Y mientras, el cuerpo es, únicamente, puro goce, exaltación corpórea. Una recreación en lo morboso de cuerpos fracturados que se equipara a la fragmentación característica de la vanguardia: «Un corazón herido y acaso muerto flota!» («Supremo idilio»). Decadentismo y malditismo desfiguran la realidad y ofrecen un claro predominio de lo gótico enfermizo a la manera de un Herrera y Reissig en poemas como «Tertulia lunática» o «Berceuse blanca».
Curioso dibujo del rostro de Delmira Agustini.
Delmira avanza un paso más y el goticismo se convierte en conducta caníbal incluyendo símbolos propios de las narraciones de terror como el vampiro: «¿Por qué fui tu vampiro de amargura? / ¿Soy flor o estirpe de una especie oscura / que come llagas y que bebe el llanto?» («El Vampiro», Los cantos de la mañana). Es una actitud que no debe sorprendernos, refrendada por los estudios psiquiátricos sobre la melancolía. Freud, al explicar el espíritu melancólico7, especifica que la imposibilidad de alcanzar el objeto amado revierte hacia un narcisismo, es decir, una conducta vampírica, puesto que perder al amado es a su vez una pérdida del yo. La recuperación de la totalidad del yo encuentra su solución en el canibalismo. El erotismo se transforma en Delmira en una necesidad esencial, tan vital e imprescindible como el alimento o la bebida. Gradualmente se corporeiza en escenas donde el Eros se convierte en un espíritu saturnal, presto al banquete: «Mi beso es flor sombría de un Otoño muy largo... / exprimido en tus labios dará un sabor amargo / y todo el Mal del Mundo florecerá en tu boca!». Si Saturno devora a sus hijos, la imagen se repite en este amor posesivo y sádico: «La intensa realidad de un sueño lúgubre/ puso en mis manos tu cabeza muerta; / Yo la apresaba como hambriento buitre...» («Supremo idilio»). El erotismo de Delmira se puede calificar de enfermizo, caracterizado por el sadismo propio del espíritu melancólico. Los cuerpos se desfiguran: son manjares dispuestos para la satisfacción del apetito: «Para sus buitres en mi carne entrego / todo un enjambre de palomas rosas. / Da a las dos sierpes de su abrazo, crueles / Mi gran tallo febril... Absintio, mieles / viérteme de sus venas, de su boca...» («Púrpura»). El canibalismo se traslada al amado, cuervo negro que sufre «hambre de carne rosa»; las caricias, hombre transformado en Esfinge ocultan la traición de las garras: «Tus manos misteriosas / son garras enguantadas de caricias / Tus ojos son mis medianoches crueles, / panales negros de malditas mieles» («Cuentas falsas»). Amor que germina en la muerte y en el mal, conjuga la femme fatal con el vampiro, mientras las aves de carroña se ceban en los cuerpos anhelantes, porque «Los lechos negros logran la más fuerte / rosa de amor; arraigan en la muerte» («Cuentas de sombra»). Eros y Thánatos se encuentran. Temas que giran en torno al eje de lo corpóreo, radicado en la ambivalencia del goce y del dolor, como expresa Duchamp en sus explicaciones «La caja verde» sobre «La novia puesta al desnudo por sus solteros». El erotismo de Delmira evoluciona. El «divino veneno de la melancolía»8, producido por la «serpiente del arroyo», avanza hacia un amor destructor. Ese amor como delirio y melancolía (Jacques Ferrand), que induce de forma ambivalente la satisfacción y el sufrimiento. Su fin trágico fue en cierto modo la culminación de su poética: el beso fatal con que corona la cabeza del amado, es un signo más de lo imposible. Un amor que tan sólo puede conducir a la muerte, hasta ver pasar ese «cadáver de fuego» y caer, en medio de la tristeza, en el abrazo profundo del encuentro entre Eros / Thánatos. 1. 1. Una versión de la misma ha tenido una reciente publicación: Delmira Agustini: dandismo, género y reescritura del imaginario modernista. Bern, Peter Lang, 2005. volver 2. 2. «Fedro» en Diálogos, vol. 3. Madrid, Gredos, 1986. volver 3. 3. El hombre de genio y la melancolía. Barcelona, Quaderns Crema, 1996. volver 4. 4. En la mitología precolombina el búho se vincula con las prácticas chamánicas, relacionado con el mito de la creación. Sin embargo, Delmira parece seleccionar la tradición occidental. volver 5. 5. Por denunciar a Proserpina ante Plutón. Virgilio en La Eneida (IV), califica su canto de anuncio funesto. volver 6. 6. Los estudios sobre la Melancolía se multiplican, desde el ya clásico de Burton (Anatomía de la melancolía, prefacio de Jean Starobinski, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997-2002) al más conocido de Klibansky, Panofsky y Sax (Saturno y la melancolía, Estudios de Historia de la Filosofía de la Naturaleza, la religión y el arte, Madrid, Alianza, 1991) y Jean Starobinski (Razones del cuerpo, Valladolid, Cuatro, 1999) o Roger Bartra (Cultura y melancolía, Barcelona, Anagrama, 2001). volver 7. 7. Sigmund Freud: «Duelo y melancolía», en Obras Completas. Vol. 11, Barcelona: Ediciones Orbis, D.L. 1988. volver 8. 8. Calificativo que adopta de Baudelaire, pero cuya raíz se encuentra en el concepto de «bilis negra» como manifestación del espíritu melancólico, desde Platón. volver