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El paso cambiado. Aceleración, urbanismo y postmodernidad.

Baltasar Fernández-Ramírez
Psicología social
Universidad de Almería

Presentaré en este texto algunas ideas sobre el urbanismo y la sociedad


postmoderna, utilizando la metáfora de la aceleración como el hilo conductor
para reflexionar sobre nuestro tiempo y el papel que tenemos en él. De modo
general, defenderé dos tesis: que ningún cambio contemporáneo es tan innovador
que no haya sido anticipado por los gustos, valores y propuestas modernistas
(incluso anteriores); y que, ante el dilema del tiempo que se nos marcha, nuestra
única opción es dejarnos llevar con libertad y contribuir al presente-futuro que se
está forjando a nuestro alrededor. El pensamiento social urbano ha mantenido
durante décadas la contraposición entre ciudad y comunidad como elemento
central para entender la complejidad de nuestras ciudades. El pensamiento
postmodernista, en su afán por trascender los mitos y discursos en que las
generaciones anteriores se han formado, deja de lado esta supuesta diferencia y
la resitúa en el espacio de la metáfora del idílico pasado, planteando para
nuestro tiempo un lenguaje futurista y cibernético, donde los hombres-máquina,
la inmediatez de las comunicaciones, la mundialización y la distopía son algunas
de las nuevas claves de la teoría sobre la ciudad.

Ilusión de velocidad
Mi generación ha visto cambios que sólo han cobrado relevancia con la
perspectiva del tiempo. Fenómenos sociales hoy renombrados y mitificados como
episodios de gran relevancia en nuestra historia cultural (la movida, el punk),
urbanística (el residencial Disney, el grafiti, las olimpiadas del año noventa y dos)
y económica (los Pactos de la Moncloa, la caída del Muro, la UE, el euro, las
economías emergentes asiáticas), entonces no nos parecían sino acontecimientos
de significado limitado frente a la gran Historia (también mitificada, ahora nos
damos cuenta) que nos antecedió. Pasaron por delante de nosotros sin que les
diéramos mucha importancia, como sucesos menores producto de una sociedad
contemporánea de un valor cultural reducido en comparación con épocas pasadas.
La nueva dimensión que cobran al convertirlos en Historia pasada los reenmarca
en un tiempo mítico, lejano y terminado para siempre, que ha creado en nosotros
la ilusión de que el tiempo ha corrido deprisa, cuando sucedieron hace apenas tres
o cuatro décadas, un tiempo irrisorio para la historia de nuestra sociedad.
Imaginemos la sorpresa de los ciudadanos del siglo XIX cuando vivieron la
masiva inmigración industrial como una incomodidad de proporciones insalvables
a la que nadie sabía dar solución. En apenas tres décadas, algunas ciudades
industriales incrementaron su población desde unas decenas de millar hasta
sobrepasar el millón de habitantes1. ¡En el tiempo de media vida! ¿Cómo podrían
1
Michael Dear (2000) resume algunas de estas impresionantes cifras para la ciudad de Los
Ángeles.

1
responder ante esta situación cada uno de ellos, cómo cambiar un sistema de
valores que se forja en las primeras décadas de vida y da al individuo el anclaje
con la realidad, con la tradición, con la historia personal que le permite su
continuidad psicológica? La ciudad de sus padres había desaparecido para siempre
ante sus propios ojos, sin posibilidad de vuelta atrás. Sus vidas se habían
comprimido hasta reducirse al punto unidimensional de su persona y sus
recuerdos, desaparecidas o modificadas para siempre sus referencias ambientales2.
Esto podría estar ocurriendo a nuestro alrededor en la actualidad, sin apenas
darnos cuenta, con los cambios sociales y urbanos de la postmodernidad, la
imparable globalización económica e informativa, la hiperrevolución informática
de los transportes y las comunicaciones. Pequeños detalles como el libro
electrónico, las redes sociales, los centros comerciales, biotecnologías y
nanotecnologías, a los que apenas damos la categoría de anécdotas diarias, serán
los episodios mitificados que recuerden lo que nuestro tiempo fue. Nuestras
ciudades, nuestro mundo, están dejando de ser las ciudades de nuestros padres, de
nuestra infancia, para ser otra cosa. El dilema para nosotros, ciudadanos a caballo
entre dos siglos, es un desafío: refugiarnos en la idílica fantasía de un pasado que
no ha de volver o dejarnos llevar de un futuro que modificará radicalmente
nuestros sistemas de valores, nuestras identidades y muchas de nuestras creencias.
Que nos convertirá inesperadamente en hijos de nuestro propio pasado, hijos de
nosotros mismos, hijos de nuestros hijos.

El idílico pasado
La teoría social urbana ha defendido durante más de un siglo un imaginario
nostálgico centrado en el contraste entre la pequeña comunidad tradicional y la
gran ciudad moderna3. La ciudad ha sido interpretada desde un confuso
sentimiento de rechazo y admiración, rindiéndonos ante la grandeza de la
explosión urbana y torciendo el gesto ante la miseria endémica de los problemas
sociales. La virtud de poder establecer relaciones basadas en el trato directo y
anónimo, en la confianza en el rol o en los mecanismos legales que aseguran el
cumplimiento de los contratos, es para muchos un síntoma de despersonalización,
la pérdida de las relaciones fundadas en la tradición y en la adscripción familiar 4.
2
Me pregunto si desde entonces, quienes alcanzamos una edad madura no asumimos esta visión
romántica sencillamente porque nuestro tiempo empieza a estar pasado, mientras las nuevas
generaciones irrumpen con propuestas que nos resultan ajenas, pero que serán consideradas en el
futuro las claves de esta actualidad en la que vivimos cediéndoles el protagonismo. Nos hacemos
mayores y nos acomodamos en un pensamiento-narración escrito con un lenguaje de añoranzas y
nostalgias. ¿Qué hacer entonces con los jóvenes a nuestro cargo, les trasmitimos nuestros valores
de antigualla o nos subimos en su carro de novedades culturales rupturistas?
3
Intelectuales y científicos han compartido esta visión negativa y la defensa de la pequeña
comunidad o la vida en el barrio como alternativa para el monstruoso tamaño de la gran ciudad
(Corraliza y Aragonés: 1993; Fernández-Ramírez: 2010).
4
Es la idea de Weber sobre el nuevo modo de las relaciones sociales que se inaugura con el
mercado y con el capitalismo, en el origen mismo del nacimiento de la ciudad moderna. No se
establece una relación por pertenecer a cierta familia o ser de cierto grupo, sino por acreditar una
identidad profesional (no necesito una carta de presentación para abrir mi puerta a un fontanero,
me basta con su identificación profesional, con su uniforme, a pesar de no tener ninguna
información personal) o por participar en un intercambio pautado (acepto el intercambio de
productos por dinero en el mercado sin preguntarme por las características ni por los lazos
familiares del otro). El prestigio se gana por un historial personal de reputación y cumplimiento
profesional, no por la pertenencia a un apellido conocido.

2
El precio por la modernidad es la desaparición de los mecanismos de control
social desarrollados en el seno de las relaciones informales. Con la gran ciudad
perdimos un modo de vida donde el conocimiento mutuo y la confianza eran la
base de una sociedad sana5.
En cierto modo, el argumento sólo es una idealización de las relaciones sociales
preurbanas, en un marco rural o de pequeña ciudad en el que las personas
organizan sus vidas modélicamente de una manera espontánea apenas
intencionada. La idea tiene un enorme potencial teórico, y está en el centro de
toda la teoría social de la ciudad hasta nuestros días (Weber, Tönnies, la Escuela
de Chicago, Jane Jacobs, la territorialidad, el construccionismo social de Berger y
Luckmann, la criminología ambiental, y un largo etcétera). Como tal, no ha sido
cuestionada hasta el momento, y tampoco es mi intención hacerlo aquí, si bien
creo que debe quedar anotada al menos la posibilidad de analizarla como un mero
ideario cuyo sentido se ancla en el romanticismo del XIX y en los valores idílicos
de la vuelta al pasado, la edad de oro (cualquier tiempo pasado fue mejor), etc.
Vean ustedes los planos y dibujos de las ciudades ideales propuestas por
urbanistas, arquitectos y filántropos de la era industrial (Rosenau: 1986),
sintetizadas paradigmáticamente en la ciudad jardín de Ebenezer Howard. La
ciudad ideal no es una ciudad, en el sentido ecológico que la urbe tiene para
nosotros desde el modernismo, sino un pequeño núcleo artificial cerrado,
autosuficiente, limitado en sus fronteras y contenido en su expansión, donde un
número reducido de familias vivirían al margen del mundo en una idílica sociedad
perfecta. La ciudad ideal es una fantasía irrealizable. ¿Cómo podríamos dividir
nuestras megaciudades en pequeños núcleos autosuficientes de apenas cinco mil
habitantes? Si me apuran, el aire asilvestrado, rural y casi pastoril del modelo
pasaría por una nueva Arcadia quijotesca, y tendría el mismo valor urbanístico
que proponer como modelo los jardines colgantes de Babilonia. Muy bonito y
poco más6.
Todos sentimos cierta aprensión ante la imagen descomunal de las ciudades
contemporáneas, y cierto vértigo ante un futuro que muchos imaginan imposible.
Reconociendo que todo artefacto encierra e inaugura una suerte de accidente
propio, según sostiene Paul Virilio en toda su obra 7, a la grandiosidad del artificio
urbano le corresponde una tragedia de dimensiones épicas, como muchos nos
recuerdan a cada paso con el temor al cambio climático, la pérdida de la
5
Supuestamente sana, eso afirma el mito oficial.
6
Es cierto que la utopía sigue alimentando la imaginación de urbanistas y científicos (véase la
expansión del modelo en las ciudades difusas, residenciales extraurbanos y edge cities; Davis:
2007; Garreau: 1991), pero en competencia con la distopía de megápolis, la aldea global
convertida en ciudad-mundo, y los sueños futuristas del ciberpunk (Dear: 2000; Fernández-
Ramírez: 2010).
7
El accidente es una clave metodológica en el pensamiento viriliano (Llorca: 2007). Cada nuevo
avance o cambio tecnológico que llega a sus oídos, lo proyecta imaginativamente hacia el futuro,
suponiendo hasta dónde podrá llegar, y deduciendo los riesgos que conlleva. Mientras el discurso
que elabora es futurista, la conclusión es siempre romántica, pues el temor al accidente preconiza
el rechazo del nuevo artefacto y el refugio en un seguro pasado idealizado. Muy sugerente en el
planteamiento y tremendamente conservador en el resultado. En una segunda acepción, se trata de
una auténtica epistemología del accidente, considerado como paradigma del error, de lo que queda
sin comprender: el accidente como enigma del progreso, en una línea, diríamos que
transfalsacionista, pues no se trata de buscar el error para rechazar una hipótesis, sino de
convertirlo en la tesis principal. Aquí, Virilio se revela como un pensador avanzado, desafiante y
plenamente postmoderno (Virilio: 2003; 2005).

3
biodiversidad y la desaparición de la vida tal como la conocemos. Para algunos
visionarios, ¡será cuestión de apenas unas décadas! El propio Virilio, ante la
magnitud de los cambios que adivina para el futuro, prefiere una especie de huida
hacia atrás en el tiempo para recuperar cierto ideal de sociedad premodernista, en
una suerte de revisión de un (neo)romanticismo que sigue vivo en el pensamiento
social y político de muchos.
Este romántico planteamiento es palpable o más al alcance de nuestra
comprensión en la perspectiva sociológica del control informal, que rastreamos
generalmente hasta la ecología humana de la Escuela de Chicago. O al menos, eso
nos parece a quienes nos hemos formado de algún modo en esta tradición. Si la
sociedad es norma, y la práctica social cotidiana la clave para la fundación,
continuidad, actualización y cambio de las normas sociales, imaginamos que la
sociedad urbana tiene una tabla de salvación en todo tipo de iniciativas que
potencien la vida diaria, una cotidianeidad vivida entre personas que pueden
mirarse a los ojos, rozarse, ceder el paso y convivir. Como sostiene Manuel
Delgado (2004), la ciudad no sería la arquitectura y el asfalto, el trazado y la
densidad del aire, sino un intercambio peculiar entre individuos que se definen por
sus señas de identidad, pero son libres para hablar, habitar los espacios del barrio,
de la calle, y llenarlos de significado, capaces de sorprendernos y avivar chispas
de sociabilidad en un contexto a priori considerado inhóspito. La ciudad es todo lo
que sucede en el marco que presta el vacío del proyecto arquitectónico 8. Tanto la
idea de sociabilidad líquida (Bauman: 2007) o transitoria (Vivas y Ribera-Fumaz:
2007), como la distinción entre el hábitat y el habitar (Merlau-Ponty: 1985), están
presentes en este modo de pensar, si bien no pierden cierto aire de nostalgia por
una idílica libertad preurbana.

El modernismo y sus contradicciones


Los problemas y cuestiones que hoy forman el debate sobre nuestras ciudades son
en parte una continuación de los que se mantuvieron en nuestro reciente pasado
modernista, y son en parte una consecuencia de las soluciones que entonces se
pusieron en práctica. Lo que algunos califican como los males de las ciudades
contemporáneas son el museo al aire libre del accidente modernista, y la
postmodernidad puede ser calificada con justicia como hipermodernidad, como un
ir más allá de la modernidad, llevada hasta el límite de sus propios valores y
propuestas. Los planificadores modernistas trajeron este caos fragmentado en que
vivimos, y tenemos que trabajar sobre los problemas que sus soluciones crearon,
del mismo modo que la racionalidad positivista trajo nuestra desconfianza

8
Manuel Delgado interpreta de manera original el concepto de no-ciudad, identificando la ciudad
con la solidez de la arquitectura y las normas establecidas, irrelevantes ante la capacidad de
sorpresa de las personas que transitan los espacios de la indefinición (los no-lugares de Marc
Augé), presente puro del habitar como creación de significados. “En ese territorio residual no hay
nada: ni pasado, ni futuro, nada que no sea el presente, hecho diagrama, de quienes lo cruzan”
(Delgado: 2004,149).

4
relativista9, la libertad del urbanita trajo el miedo al extraño, y la ecología
(equilibrio del sistema) trajo la utopía de la sostenibilidad10.
El sueño de la ciudad modernista es futurista. Basta con recordar la obra artísitca
de los futuristas italianos, deslumbrados con el automóvil y la máquina como
metáforas de la vida moderna, o las imágenes de la película Metrópolis (Fritz
Lang, UFA, 1927), modesto antecedente del cómic y la filmografía postista del
ciberpunk. Mientras el urbanismo y la sociología del siglo XIX tejían los
argumentos para la utopía científica del interminable progreso de la humanidad,
los novelistas llevaban la metáfora de la máquina y el progreso hasta el extremo
de fundar la distopía como nuevo antimodelo de pensamiento futurista. El perfil
babélico de las grandes capitales, con su cielo recortado de enormes moles de
hormigón y acero, la electricidad y el néon extendidos hasta una altura fuera de lo
humano, las asombrosas imágenes del Burj Dubai, las Torres Petronas y otros
proyectos similares, no son una invención postmoderna, no son el delirio
irracional de una sociedad post que ha perdido su norte y sus valores, sino la
consecuencia directa del modo en que los modernistas redefinieron la
grandiosidad del espacio urbano, un paso más allá de la arquitectura religiosa y
civil del barroco y el neoclasicismo como símbolos del poder político y
económico, la vuelta de tuerca asiática al Empire State Building y las Torres
Gemelas11.
La llegada y popularización del automóvil exigió entonces la remodelación de
grandes espacios y elevó la autovía (el bulevar, la avenida) a elemento principal
9
Llevada al extremo, la racionalidad se contradice a sí misma y lleva al irracionalismo y el
relativismo. No tengo aquí espacio para desarrollar esta tesis, pero es deliciosamente
contradictorio comprobar la finura racional de los argumentos que se utilizan para alcanzar las
conclusiones relativistas (Fernández-Ramírez: 2009). De igual modo, es asombroso cómo los
racionalistas, en su imposible búsqueda de leyes y verdades, eluden abiertamente el valor de la
duda, que es clave en el pensamiento occidental con Sócrates, Descartes o Popper (con matices en
cada uno de ellos, pues no dejan de ser mitos oficiales de nuestra historia intelectual).
10
La insostenibilidad no es una evidencia científica, sino una hipótesis teórica que resulta de
aplicar la teoría clásica de sistemas, con su corolario del equilibrio del sistema como valor central,
sobre un mar de números, estadísticas e intuiciones que nos hablan sobre modificaciones más o
menos evidentes de los hábitats naturales. Por cierto, que la tesis de la insostenibilidad también
encierra sus propias contradicciones, como la de anteponer el valor del equilibrio del sistema sobre
la adaptación de las especies como factor determinante de la biodiversidad y el sostenimiento de la
vida. La contradicción entre ambos valores sólo puede resolverse en un planteamiento teórico
alternativo, donde el cambio no se haga equivalente de una ruptura dramática e indeseable de los
sistemas, sino la mera consecuencia de su irrefrenable dinamismo. (Amén de la enorme perversión
política y demagógica de hacer equivalente todo cambio ambiental a un desarrollismo mal
comprendido y directamente tachado de facha, neoliberal y capitalista, mientras que lo sostenible
equivale a un idílico progresismo, al mito del buen salvaje que el capitalismo feroz pretende
aniquilar.)
11
Virilio se escandaliza del hiperrealismo presente en algunas tendencias artísticas actuales, como
en las impactantes figuras de Gunther von Hagens, a las que podríamos añadir los niños ahorcados
de Maurizio Cattelan, el cine gore de los años noventa, el Cristo de Mel Gibson o los modelos del
diseñador David Delfín. Quizá haya cierta exageración en estos movimientos contemporáneos,
pero nada que no pudiéramos apreciar ya con total contundencia en la obra de Francis Bacon, en
los monstruos de Karloff y Lugosi o en los zombis de George A. Romero, por citar algunos
ejemplos a vuelapluma. En su historia de la fealdad, precisamente, Umberto Eco (2007) da
cumplidos ejemplos de una retorcida pasión por todo tipo de monstruos a lo largo de la historia
reciente de nuestra cultura desde el romanticismo. Estremecen las estatuas de van Hagens, pero no
menos que causan un escalofrío los silenciosos alaridos de los cuadros de Bacon, las narraciones
terroríficas de Poe, Bécquer o Bram Stoker, e incluso las versiones originales de los cuentos de los
hermanos Grimm.

5
de la estructura urbana. Las grandes avenidas haussmanianas derruyen la ciudad y
dan paso al imperio del automóvil y al vértigo del rascacielos frente a la mole de
la catedral como símbolos del poder urbano. El peatón quedó ya entonces
relegado a una imagen fantasmal o romántica, vagabundo solitario, sólo ensalzada
en las páginas de poetas y artistas (el flanèur de Baudelaire; Vivas, Mora, Vidal y
otros: 2005). La lentitud de la vida tradicional no ha dejado de retroceder,
relegada a la vida de aspecto rural de algunos barrios o vecindarios. Caminar
despacio exige un esfuerzo de aislamiento, de no mirar alrededor para no dejarse
arrastrar del ritmo de los múltiples acontecimientos que se suceden a cada paso.
Los modernistas marcaron el camino al hilo de la revolución industrial: la
producción en cadena frente a la calma del taller, el ferrocarril urbano y el
automóvil frente al paseo o el coche de caballos, el teléfono frente al correo
postal, el periódico frente al mentidero.
El automóvil es el símbolo perfecto de la modernidad, ya no hay ciudadanos sino
conductores, y la avenida, la autopista interior y el rascacielos son la síntesis que
forma el imaginario de la ciudad modernista. Si hoy hemos llegado a la
fragmentada ciudad de Los Ángeles como contramodelo del urbanismo
postmoderno es porque, desde comienzos del siglo XX, la ciudad quedó así
planteada en centros múltiples como resultado de la especulación, la tecnocracia
de los urbanistas y la segregación de grupos étnicos y económicos; las autovías
que hoy estructuran esta ciudad caótica siguen los trazados de los ferrocarriles que
ya entonces introdujeron en una ciudad científicamente descontrolada el
argumento de la velocidad como una necesidad para unir espacios y personas
(Dear: 2000).

Los fragmentos del presente


La postmodernidad nos ha traído algunos cambios de calado, aunque muchos no
hacen sino continuar de forma coherente las imágenes, modas y valores
modernistas. Hemos dejado de creer en los grandes discursos del progreso, el
control científico y la sociedad política ideal, las utopías sociales han venido a
convertirse en lo que eran desde un inicio, imposibles escasamente reflexionados,
ideales iluministas que desconsideraban la complejidad del mundo y el carácter
cambiante, sorprendente e inesperado de los fenómenos humanos. Relean ustedes
cualquiera de las grandes obras utópicas de nuestra edad moderna (desde Tomás
Moro a Burrhus F. Skinner), para comprobar la ingenuidad de sus reflexiones y la
falta de una dimensión autocrítica, la carencia de elementos que contradigan sus
visiones y que son tan fáciles de imaginar según se avanza en su lectura con sólo
pensar en lo que sucede a nuestro alrededor en el mundo.
Los valores y creencias que conservamos apenas son retazos de lo que fueron, en
una búsqueda alocada de nuevas metáforas y epistemes, a cuya integración
coherente renunciamos desde el principio para no caer en los errores que
criticamos en nuestros ilustres y visionarios antepasados; creencias que no pueden
ser reflexionadas en exceso, a riesgo de comprobar con qué facilidad caen los
argumentos que las sustentan, en una suerte de nihilismo pragmático, un dejarnos
llevar asumiendo que nuestros actos son valorados sólo por sus consecuencias, y
eso es todo. Indudablemente, como protagonistas de la historia, aún tenemos un
papel; pero el de analistas y científicos se nos antoja pretencioso y naíf en muchos
casos.

6
Nuestra concepción de las ciudades actuales no se aparta de esta (placentera)
desconfianza e inseguridad histórica12. Dos elementos caracterizan nuestro
pensamiento urbanista: la fragmentación y la desacralización. Ambos constatan
una ruptura con el pensamiento social tradicional (de quien somos deudores y
continuadores, no se olvide), en el sentido de legitimar un presente caótico,
contradictorio y desordenado, abandonando los valores del reformismo idealista
(la tecnocracia y el control científico) para recrearse en la distopía y en la
aceptación de muchas modas y productos culturales actuales que, pese a chocar
con los cánones de cierto clasicismo a la victoriana, son la clave para entender
nuestro tiempo y están dando forma a nuestras identidades históricas mal que nos
pese13.
La fragmentación de la ciudad es un modelo de (anti)planificación urbana, que
choca con la racionalidad ingenua de la ciudad concéntrica y las grandes reformas
globales características del urbanismo modernista. Es una idea surgida entre
representantes de la ecología humana de Chicago, como respuesta ante la
evidencia empírica de que el modelo concéntrico no tiene un reflejo en la forma y
el crecimiento de nuestras ciudades. Para los colegas de la Escuela de Los
Ángeles (Dear: 2000; Soja: 2001), es un concepto descriptivo que ayuda a
entender la forma que su ciudad ha venido tomando durante el siglo XX como
resultado de decisiones tecnocráticas, económicas y sociales variadas y complejas.
Y es un concepto que ha revelado un gran potencial para entender la forma
aparentemente irracional de muchas de nuestras ciudades (Bosdorf, Hidalgo y
Sánchez: 2007). Y digo irracional, no porque no podamos encontrar factores
históricos que den cuenta del desordenado resultado, sino porque evidentemente
su diseño no responde a ningún plan racional previsto. Más bien, son un producto
social resultante de múltiples decisiones de pequeña escala tomadas a pesar de los
esfuerzos racionales de planificación política y técnica, e incluso en contra de los
mismos.
La desacralización hace referencia a la pérdida de los valores que hacían de
ciertos objetos e ideas símbolos potentes de lo trascendente, bien por su origen
religioso o por ser instrumento de poderes que parecían superar al individuo: las
instituciones del gobierno –el parlamento, el tribunal supremo, el ayuntamiento-,
el poder militar –el cuartel, la capitanía general- o el poder económico –el banco
central, la bolsa, el complejo financiero-. Todos ellos han producido edificaciones
simbólicas que han condicionado la imagen de la ciudad desde el Medievo,
edificios que han venido quedando como huellas de la Historia, así con
mayúscula, y ante las que el ciudadano se detenía con veneración o con un respeto
temeroso ante fuerzas que lo superaban y gobernaban sus destinos. Nuestro
tiempo postmoderno les ha perdido el respeto. Mientas que los nuevos aires
12
El nihilismo es una actitud con un fuerte sabor poético, que entronca con facilidad en la historia
más excelsa de nuestras letras y nuestra filosofía, del Barroco a la generación del 98, con su gusto
por las ruinas y el canto a lo que no ha de volver, y de Séneca a Unamuno, con su serena
disposición al suicidio y su contradictorio existencialismo ateo y religioso por turnos (Abellán:
1996). Este nihilismo español podría estar presente también en el placer de mi generación por el
cómic y la fantasía futurista de un mundo de máquinas después de la hecatombe (nuclear hasta
hace unos años, hoy climática), donde el hombre ha perdido completamente el protagonismo y se
limita a sobrevivir en condiciones paupérrimas de indignidad y contaminación.
13
El arte del espanto (que tanto horroriza a Virilio), el grafiti, la performance y tantas vanguardias
rupturistas son los movimientos culturales con los que el futuro juzgará a la sociedad actual,
dejando atrás a toda suerte de críticos que los desprecian desde criterios trasnochados apelando a la
moral o a la pureza del arte, elevando a clasicismo lo que fue vanguardia hace apenas un siglo.

7
intelectuales nos han enseñado a relativizar su valor y a devolverlos a la pequeñez
de nuestra insignificante humanidad, los nuevos ciudadanos manchan sus paredes
con pintadas identitarias o los recorren, cámara en ristre, como el que observa al
animal enjaulado, otrora temible y ahora tristemente perezoso y maloliente, que
apenas merece una mala foto de recuerdo, un yo estuve allí, que reemplaza el
valor histórico del símbolo por el valor familiar de la visita turística y el álbum de
recuerdos personales.
La banalización de los símbolos inscritos en el paisaje urbano, la urbanalización
que da título al libro de Françesc Muñoz (2008), da pie a este autor para describir
e incluso ensalzar la nueva personalidad urbana del territoriante (Fernández-
Ramírez: 2010). El antiguo paseante que deambulaba libremente por la ciudad (el
flanèur), dejando que la calma del paseo le descubriera pequeños rincones
sugerentes y valiosos, ha dejado paso al rápido deambular del territoriante,
personalizado en la figura del turista que recorre con prisa espacios de gran valor
histórico, sin profundizar en ninguno, sin tiempo para detenerse y respirar el aire
sacro de la historia hecha piedra y fachada, de la obra de arte, en un zapping
apresurado para llegar a más lugares que visitar, a más hitos en el recorrido que le
marca el plano turístico, en los cuales repetir la fotografía oficial del lugar, la que
puede comprar en el quiosco de recuerdos, pero que prefiere realizar él mismo, en
una versión devaluada y algo movida que dé testimonio de la presencia personal.
El territoriante es el protagonista de los centros urbanos desacralizados, turistas de
mochila y playa que se repiten ante la catedral, en las ruinas o ante crucificados y
dolorosas de la Semana Santa, el nuevo propietario del espacio urbano. Incluso el
residente tradicional se ha convertida en turista interno. Donde la ecología
humana preconizaba la ocupación duradera de los espacios por parte de sus
residentes, desplegando comportamientos e indicios de territorialidad, creando las
normas sociales necesarias para contrarrestar la despersonalización de la gran
ciudad moderna, sólo encontramos ya ocupantes efímeros del espacio, cuyo poder
de territorialización es reducido, efímero, perecedero en su propia velocidad de
paso, habitantes de un simulacro de ciudad de fragmentos sobre los que surfear
para recomponer un puzle personal (banal como el territoriante mismo,
fotografiando la biografía de su irrelevancia).
Los antiguos centros históricos, con su pesado simbolismo, se han convertido en
parques temáticos -en metáfora de los autores de la Escuela de Los Ángeles; Soja:
2001; Dear: 2000-, una sucesión de atracciones falsificadas, un simulacro de lo
que fue, entremezclado con las mismas tiendas de comida rápida, moda y
complementos baratos que pueblan la interminable repetición de los centros
comerciales que se han extendido por todo el país, e incluso por todo el mundo.
La homogeneización del espacio, del recorrido y de la oferta de ocio, es otro
modo por el que estamos llegando hasta la ciudad-mundo, un efecto de
macdonalización, según el cual, ciudadanos del mundo, no nos encontramos
perdidos en ningún lugar civilizado, pues todos son el mismo sitio, con los
mismos nombres, restaurantes y costumbres. Paradoja de la velocidad
postmoderna: eliminar la distancia mediante el desplazamiento inmediato para
llegar al mismo sitio.

El vértigo de la red

8
No sé si alguien se imagina cuántas páginas pueda haber en la red de redes,
contando las activas y las que no son más que retazos de páginas no actualizadas.
Quizá haya millones, decenas o centenares de millones, quizá más14. Basta picar
alguna palabra clave de la noticia del día para que Google encuentre decenas de
miles de páginas. Cualquier nombre que se pique en el buscador da como
resultado alguna página en donde se trata el tema, con mayor o menor acierto y
erudición, en esta magna enciclopedia descontrolada que es internet.15 Cómo
podremos revisar la información contenida en las miles de páginas que tratan el
tema que nos interese en el momento, sino dejándonos llevar con prisa,
construyendo recorridos virtuales que se deshacen inmediatamente al encontrar
nuevas pistas que nos remiten a lugares inesperados, nuevos recorridos tan
efímeros como los anteriores. El cibernauta anclado en su sillón queda atrapado en
un vértigo de información, imágenes y sonidos que siempre aventuran un inmenso
más allá que no puede ser explorado aunque robemos el tiempo a las restantes
facetas de nuestra vida. El clic nervioso del ratón nos atrapa en una experiencia de
velocidad e inmediatez, de sorpresa, en un surfing imparable cuya emoción, como
el viaje a Ítaca, pertenece a la experiencia del recorrido y no tanto a la
culminación del viaje16. La televisión, la prensa y el teléfono se están sumando a
esta oferta de multiplicidad para ofrecer a sus clientes un recorrido a la carta.
Frente a la actitud pasiva del espectador que zapea ante una oferta amplia pero
limitada de canales, la red traslada al individuo una ilusión de protagonismo,
como un observador que tiene el mundo entero ante sí mismo y crea veloces
recorridos imprevistos y cargados de significado y emoción, definiendo
identidades múltiples simuladas amparado en el aparente anonimato de la
dirección IP.
La metáfora del surf nos traslada a los nuevos discursos sobre la mundialización,
la aldea global y la megápolis única de ciudad-mundo. El navegante que surfea no
tiene interés en profundizar, en comprender de manera exhaustiva, no tiene afán
de erudición, sino de salto, cabalgando sobre la superficie de páginas y vínculos.
El dominio del objeto es encontrar el modo de sortearlo, de darle sentido como
punto rápido de paso en una experiencia de navegación que se agota en sí misma y
no tiene fin.
Surf, zapeo, ciborg, red, aceleración, y otras metáforas similares, demuestran hasta
qué punto las tecnologías de la información están creando el nuevo imaginario del
pensamiento social. De modo similar, nuestro territoriante, encarnación de la
nueva personalidad del urbanita, recorre la ciudad en un esfuerzo de acumulación.
Importa el número de lugares que han sido visitados o poseídos (fotografiados),
14
Netcraft Ltd. realiza este tipo de estudio desde 1995. En 2008, estimaba que hubiera
186.727.854, y que se estuvieran creando cincuenta y dos mil páginas diarias.
15
La red sintetiza perfectamente el carácter de nuestro tiempo. El ideal enciclopédico ilustrado da
como resultado una maraña desordenada de fragmentos interconectados por múltiples vías,
mezclando sin criterio la información erudita, el arte, el saber técnico y los pensamientos
religiosos con la mera propaganda, la publicidad, la broma, la irreverencia y la opinión inculta. El
ideal decimonónico resulta en nuestro tiempo fragmentación, desorden y simulacro.
16
Simone Belli ha escrito una interesante tesis sobre la experiencia emocional de la velocidad,
característica de la navegación por internet, entendida como una performance que es construida
activamente por el cibernauta (ver Belli, Harré e Íñiguez: 2009). La metáfora de la navegación
virtual (surfing) ha sido desarrollada por Baricco (2008) como epítome del bárbaro asalto
postmoderno a nuestro tiempo. Superficie, rapidez y movimiento son claves para que la
navegación cobre su poder performativo, su capacidad para construir recorridos significativos que
actualizan posibilidades en un inmenso mar de páginas, imágenes e informaciones.

9
no la profundidad de la interacción con los mismos, quedando el pasado y el
símbolo como mero souvenir, recuerdo banalizado en la fotografía digital borrosa.
La experiencia de la ciudad es superficial, en el doble sentido de la palabra: rápida
y sin sustancia. La ecología humana, centrada en la experiencia de apropiación y
en la personalización territorial identitaria, está dejando paso a una ecología de la
navegación, un nuevo modo de desplazarnos e interactuar, un nuevo habitar que
tiene en la relación líquida o efímera su único sentido y resultado.
El vértigo es un efecto de la aceleración. Utilizamos la metáfora para describir la
inmediatez y multiplicidad de las comunicaciones, el pulso nervioso del zapeo;
para analizar la nueva experiencia urbana del territoriante, con su recorrido rápido
y banal de los espacios simbólicos de la ciudad; y para explicar los cambios que se
producen a nuestro alrededor con un ritmo imparable y acelerado, estupefactos e
inmóviles como espectadores impotentes, temerosos de caer o de que el
movimiento explosione nuestro mundo.
En una ecología centrada en lo humano, el cuerpo define los ejes de apropiación
del mundo (delante-detrás, al alcance la mano; Tversky: 2003); en la ecología
urbana modernista, el vehículo, el asfalto o la vía del tren redefinen los ejes,
comprimiendo las distancias, relativizando y despreciando el valor del cuerpo
como referencia primaria; en la ecología postmoderna (navegación, zapeo, surf)
de las telecomunciaciones y la telepresencia, han desaparecido las referencias
geográficas, no hay distancia ni tiempo. (¿Qué fecha tiene una página que fue
escrita y no ha cambiado? ¿Y si acaba de ser corregida en una pequeña parte, si no
sé si acaba de ser cambiada, en qué se mantiene igual o hasta cuándo estará
vigente en un espacio virtual poblado de retales de páginas-chatarra?) El tiempo
está detenido y sólo hay inmediatez, navegación y velocidad: lejano es igual a
lento, aunque esté cerca, cercano es igual a rápido, aunque se encuentre en las
antípodas. Residir cerca no nos mantiene próximos. La conexión cibernética nos
reúne en una verdadera copresencia con significado psicológico. No hay
distancias ni tiempo, sino velocidad e inmediatez en las nuevas dinámicas sociales
de las redes, las páginas web, las órdenes de compra, la domótica y las
nanotecnologías, espacios tecnológicos de los que emergerán los nuevos valores,
normas y creencias futuras, pues las generaciones que escribirán la siguiente
página de nuestra Historia están creciendo en un hábitat virtual y tecnológico
diferente al nuestro.

La ciudad unidimensional
La aceleración es el incremento de velocidad por unidad de tiempo. Según acelera
el objeto, el significado del tiempo como diferencial del recorrido se desvanece.
En el límite, no sólo es irrelevante, sino que el tiempo desaparece como realidad
psicológica y física. Virilio (1997) enfatiza que el límite de la aceleración ha sido
alcanzado con la fibra óptica, capaz de transmitir señales-información a la
velocidad de la luz, abriendo la experiencia psicológica de la inmediatez. Una
persona enganchada en un sistema de múltiples receptores (incluso implantados,
en cuanto la tecnología lo permita, y no parece algo imposible) puede estar
presente en distintos lugares al mismo tiempo y no sólo como observador, sino
con capacidad para ejecutar acciones gracias a interfaces como el traje de datos o
las gafas de realidad virtual. La ubicuidad simulada, la instantaneidad de la
información y el comportamiento a distancia (la telepresencia) sólo suenan

10
extrañas a quienes se han criado en un mundo previo al imparable y asombroso
avance de la tecnología informática y la industria cibernética 17. La domótica y la
profusión de sistemas informatizados en la vida urbana son buena prueba de que
nuestro tiempo está viviendo un cambio en la dirección que sugiere Virilio.
La inmediatez del cable óptico redefine el tiempo y el espacio como conceptos
relativos, no realidades físicas, con un valor pragmático y no sustancial, así que
dejan de existir cuando dejan de ser útiles para comprender los objetos a través de
su desplazamiento en un espacio dimensional 18. La inmediatez es unidimensional,
y queda bien reflejada en la persona anclada en un sillón conectado a múltiples
terminales que le permiten vivir la simultaneidad y la presencia en diferentes
lugares sin desplazarse. La inmediatez nos reduce a un punto vital desde el que
presenciamos el mundo. Espacio y tiempo son irrelevantes en las interfaces
cibernéticas, al menos en el límite de la fibra óptica y el triunfo domótico (y
urbótico)19.
La unidimensionalidad es una metáfora de relativo éxito en el pensamiento
occidental. Marcuse (1993) suponía que el sistema industrial, la publicidad y los
medios de comunicación estaban definiendo un espacio social simple en el que se
busca que un individuo sin capacidad crítica encaje y participe de la rueda
consumista que sostiene la economía del sistema 20. En una línea similar,
Baudrillard (1993) nos sorprende con su análisis de la sociedad hiperrealista. La
publicidad, la homogeneización de las formas culturales, nos han traído una
semiótica del simulacro, un mundo de falsedades que se nos ofrecen como si
fueran la realidad, sin que seamos capaces de distinguir ya lo que es real y lo que
es mera copia o simulación, y más allá, viviendo y prefiriendo los espacios
simulados a sus referentes originales. Nos vestimos como si fuéramos el personaje
o el grupo con el que queremos ser identificados, navegamos en busca de
relaciones y experiencias virtuales en lugar de salir a la calle a buscarlas, o
recorremos la ilusión de los espacios tematizados de la gran ciudad como si fueran
los restos reales del pasado o del simbolismo tradicional urbano. El urbanita pasa
una importante parte de su vida en espacios de tránsito, donde la relación social
nunca puede ser plena y la apropiación es nula (los no-lugares), conectados a
terminales cibernéticas (el móvil, el portátil, la pda) como si así mantuviéramos el
17
Casi me gustaría aventurar una fecha, pues quisiera identificar la generación de tránsito en la que
formó su imaginación futurista con los cómics de los años setenta y ochenta (Richard Corben,
Frank Miller, la editorial Norma en España, 1984, Akira y el manga, etc.), y el cine de estos
mismos años, por supuesto (desde 2001 a Blade Runner y Matrix). Abbott (2007), por ejemplo, ha
establecido un llamativo paralelismo entre la imaginería del ciberpunk y algunas de las
características principales del urbanismo postmoderno.
18
No olvidemos que espacio y tiempo son conceptos relativamente recientes en la historia del
pensamiento, con algunos momentos clave en el perspectivismo de los artistas renacentistas, el
orden geométrico de Newton y Spinoza, los apriorismos de Kant o la relatividad de Albert
Einstein.
19
Frente a la cara futurista que ofrece Paul Virilio en su análisis de nuestra sociedad, su cara
romántica y premodernista aparecen en su análisis del accidente que acompaña al cambio, con la
muerte de la geografía, la conversión de la persona en un discapacitado funcional anclado en su
sillón en extrema dependencia de la tecnología, y la añoranza de una forma de vida más verdadera
en interacción directa con la realidad (Llorca: 2007).
20
No estoy familiarizado con la obra de Marcuse, aunque me da la impresión de que, más que el
resultado de un análisis social desapasionado, este planteamiento es una aplicación directa del
concepto marxista de alienación y de la sublimación freudiana. Es un problema que todos
compartimos(yo el primero en este mismo texto), convencidos de que nuestras categorías teóricas
se confirman fácilmente a nuestro alrededor con sólo exponerlas de forma coherente.

11
contacto con el mundo. El mundo real desaparece mientras los espacios virtuales
cobran estatus ontológico de realidad. El simulacro es hiperreal, una nueva
realidad más vívida que la que veníamos considerando verdadera.
El ciudadano es también un espectador pasivo en el análisis viriliano del arte del
espanto, del que ya hemos hecho mención. El enorme impacto inicial de las
esculturas de von Hagens y otras propuestas artísticas similares se reduce de
inmediato a una afectación burguesa, un amago de desmayo que hacemos
mientras paseamos entre sus estatuas y no dejamos de sentir cierta admiración
impúdica. Quizá, como supone Virilio, la destrucción y la catástrofe se conviertan
finalmente en un lenguaje artístico de pleno derecho, igual que el simulacro y la
banalización arquitectónica forman parte ya de la nueva estética urbana. Kitsch,
pastiches, ciberpunk, gore y otros lenguajes del exceso no son una amenaza para
la civilización, sino un desafío para los valores sociales y culturales del
racionalismo en retroceso, la ética afrancesada, el humanismo cristiano, la moral
victoriana y el modernismo funcionalista; es decir, para todos los discursos que
han venido configurando los valores y normas de nuestra sociedad y que están
dejando paso a una nueva civilización en ciernes.
El estatus de la realidad no sólo es cuestionado en la vida urbana diaria, en las
redes cibernéticas o en el arte del simulacro. Asistimos también al rechazo radical
del realismo ontológico y epistemológico desde posiciones construccionistas y
postmodernistas (Fernández-Ramírez: 2009). El relativismo enfatiza el carácter
construido de la realidad (social y natural, de toda ella), sembrando la duda sobre
todos los discursos, objetos y principios que podrían ser aducidos como sustento
para cualquier descripción de corte realista (Ibáñez: 2001). La cuestión no es si un
discurso consistente y bien estructurado puede inventar una realidad alternativa,
sino hasta qué punto estamos ya construyendo un nuevo mundo altamente
virtualizado (por eso, ecología de la navegación) que será tomado por marco para
el análisis de la realidad social y natural en las siguientes generaciones.
Considerarlo un simulacro podría ser no más que una pose intelectual romántica
(otra vez el idílico pasado), puesto que los habitantes de nuestro tiempo, y más los
del tiempo por venir, lo viven como el hábitat natural que les rodea.

El paso cambiado
Estamos cambiando el hábitat de nuestra sociedad en un nuevo espacio de
asociaciones hombre-máquina (actantes, ciborgs), donde los límites entre lo
humano y lo no humano son borrosos e intercambiables 21. Los mayores se van
apagando con el mundo de la urbanización, en la medida en que deciden que este
tiempo postmoderno ya no es su mundo22, que los cambios van demasiado deprisa
21
La teoría del actor-red (Latour: 1998; ver Domènech y Tirado: 1998) es una de las apuestas
sociológicas más potentes de la actualidad, con implicaciones relevantes para el análisis de las
nuevas tecnologías, los mecanismos de poder y control, la crítica epistemológica y el relativismo
de corte construccionista (Sánchez-Criado y López: 2009). Lupicinio Iñiguez (2005) lo considera
clave en el futuro del análisis psicosocial junto al concepto de performatividad y la epistemología
feminista.
22
Cuando uno presta atención por primera vez a los discursos postmodernistas (algunos de cuyos
conceptos e ideas he venido exponiendo en este texto), le invade cierto temor de que todo el
mundo se derrumbará alrededor si aceptamos críticas tan radicales, de que luego deberíamos
comenzar todo de nuevo porque nada de lo que creíamos queda en pie. El rechazo es inmediato y
rotundo, pues no hay argumentos en contra más allá del deseo de salvar todo lo posible. En la
mayoría de los casos, la respuesta es ignorar la posibilidad de estar equivocado, así que muchos

12
y no merece la pena el esfuerzo de redefinirse como protagonistas de la
actualidad, cediendo el paso a un espacio unidimensional y planetario,
contradictorio, complejo y en cambio constante, en el que las nuevas generaciones
se están formando. Las generaciones intermedias sufrimos el vértigo del cambio,
formados en un tiempo que se va y preocupados por no perder nuestro sitio en el
mundo que se avecina.
Las innovaciones contemporáneas tienen un carácter contradictorio en el discurso
teórico. Mientras que se nos manifiestan como nuevas situaciones históricas, en
un momento único que se está configurando por una red irrepetible de
acontecimientos, creencias, valores, normas y desarrollos tecnológicos, no puedo
dejar de pensar en que todos los cambios han tenido un precursor o han sido
vividos ya en otra época. Las nuevas metáforas urbanas cobran su significado a
partir de referencias modernistas, puesto que son una respuesta al mundo que el
modernismo creó, lo que viene después, su alter ego hipermoderno o
postmoderno. Tampoco puedo dejar de pensar que en cada una de las nuevas
metáforas subyace una exageración, el producto del énfasis que cada autor
introduce en sus textos para llegar mejor al gran público o a la crítica
especializada. Mientras camino por las carreterillas regularmente asfaltadas que
conducen a mi barrio o compruebo la chabacanería o la inteligencia popular de la
gente de la calle, me pregunto dónde está ciudad-mundo, la upper class de Dear o
de Castells, dónde están el traje de datos de Virilio o las no-ciudades de Augé, y la
única respuesta coherente (una vez rechazada la opción de hacer como que todo
sigue igual que hace cuarenta, cien o doscientos años) es pensar que estamos
construyéndolo sobre la marcha. Nuestros discursos están dando forma a lo que ha
de venir, dotando de sentido nuestro tiempo y ofreciendo una versión del mundo
que será aprendida y contestada por las siguientes generaciones.
Aceptando, pues, que el simulacro y la fragmentación son características clave de
nuestro tiempo, podemos situarnos en dos lecturas o discursos contrapuestos: el
heredado desde la ecología humana y el positivismo, o el aventurado por una
ecología de la navegación y el postmodernismo futurista. En la lectura nostálgica
del modernismo23, el simulacro guarda connotaciones negativas para los teóricos
de la ciudad, porque rompe con los valores psicosociales del control informal, el
orden social y la manipulabilidad del entorno que hace posible la experiencia de
apropiación y crea el sentido de realidad a través de la identidad ambiental. En su
lugar, los medios de comunicación y las máquinas se han interpuesto entre el

hacen como si no se hubieran enterado y deciden seguir acríticamente con los mismos esquemas y
valores a los que están acostumbrados, igual que las personas de cierta edad que renuncian a
aprender las nuevas tecnologías. Las respuestas más comunes que yo he escuchado son que el
postmodernismo no nos ofrece alternativas claras, que hay que ser pragmático y seguir (más vale
malo por conocido…), que ya está uno mayor para hacer el esfuerzo que requiere un cambio
personal de tal magnitud, cuando no lo tildan directamente de locura, fantasía o error radical.
Todas ellas demuestran el peso del factor generacional. Entre renovarse o morir, muchos eligen ir
apagándose lentamente con el eco de los maestros que ya murieron.
23
Es paradójica la actitud de quienes sienten nostalgia del modernismo, en una vuelta al pasado
idílico que podríamos calificar como neorromántica, precisamente cuando el modernismo fue un
movimiento de vanguardia que pretendía romper con el pasado aldeano de exaltación del folclore,
el nacionalismo y el terruño que representó el romanticismo durante parte del siglo XIX. Se cruzan
aquí dos mitos recurrentes: la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor y la idea de que
nuestro tiempo contemporáneo es la culminación de la Historia frente al atraso de todo tiempo
pasado.

13
hombre y el medio natural, desnaturalizando la relación, impidiendo el contacto
inmediato y reduciendo toda experiencia a un simulacro (Virilio: 1999).
En definitiva, se nos plantean dos posibilidades: denunciar el simulacro para
devolvernos el idílico concepto del paseo, la experiencia inmediata del viandante,
la posibilidad de percibir nuestro entorno urbano en una escala humana; o
aprender a surfear en el simulacro y explorar los nuevos modos que se abren para
crear nuevas identidades y sentidos psicológicos del yo, aceptando el simulacro
urbano y cibernético como el nuevo hábitat del ser humano de nuestro siglo.

Epílogo
Sin querer exagerar más de lo necesario, creo que las personas somos soberbias y
vanidosas, y que el pecado de vanidad tiene su horma en la simplicidad final de
nuestro pensamiento. (Aunque la conclusión me horrorice, sé que debo aplicarla
también sobre mí mismo; nadie está libre de culpa.) Mientras un mundo que nos
sobrepasa sigue su imparable curso, nos dedicamos a traducir y trivializar la
sutileza de las ideas a modas pasajeras, a ejemplos al alcance de nuestra mano. Sin
apenas salir de nosotros mismos, reutilizamos retazos de los discursos de moda
para engancharnos al tiempo presente, para no quedarnos en el atasco del efímero
presente que ya es pasado. Seguimos en nuestras rutinas diarias mientras todo está
cambiando a nuestro alrededor, como si nada fuera verdaderamente con nosotros.
Vivimos en el falso presente continuo de nuestras pequeñas ciudades mientras la
mundialización avanza. Los más avezados, orgullosos de surfear sobre un futuro
que se actualiza ante nuestros ojos, no hacen sino reinventar lo que inventaron los
futuristas en el cine y en los cómics (las ciudades asiáticas, los ciborgs, la angustia
existencial del hombre-máquina), nacidos en un modernismo que se ha derramado
de sí mismo, fragmentado en múltiples postmodernidades que serán reescritas en
las décadas venideras, inseguros en el vértigo de un tiempo que se acaba.
No creo que nuestras ciudades sean especialmente más complejas que las ciudades
modernistas, o que planteen desafíos más difíciles para su gobierno y
comprensión. Es una ilusión pensar que nuestro tiempo contemporáneo ha
superado al anterior, incluso en sus problemas. Creo que una diferencia crucial
entre ambos es la pérdida de confianza en las posibilidades para la planificación
racional. Mientras los modernistas creían en la utilidad de la ciencia y la
racionalidad para gobernar un futuro de progreso ilimitado (nada que no pudiera
ser analizado, explicado y controlado científicamente), nuestro tiempo
postmoderno habla el lenguaje de la complejidad, la impredecibilidad, el control
imposible que se vuelve en contra del planificador con profecías autocumplidas,
impactos no deseados, efectos mariposa y toda suerte de consecuencias que
escapan a nuestra comprensión y control (Portugali: 1999).
No somos más complejos, ni mejores. Nuestros discursos sobre lo urbano han
cambiado, ahora reparamos en dificultades que antes pasaban desapercibidas o
eran tratadas como errores que la ciencia aún no había tenido tiempo para estudiar
y controlar, y contamos con la experiencia de haber aprendido los complacientes
discursos modernistas, comprobando a nuestro alrededor cómo sus ilusiones no se
cumplían y sus soluciones devenían nuevos problemas que ahora nos toca
afrontar. Vivimos en otro siglo y pensamos de manera diferente. No hay vuelta
atrás, sino un futuro por construir. Pensar, como muchos hacen, que hubo alguna
vez un mundo feliz y ético, de pureza política y humana, y que ahora se está

14
viendo superado por una crisis de valores, por el triunfo de los lobbies políticos o
de las grandes corporaciones, es una soberbia ingenuidad, cuando no una
estupidez. Nunca ha existido ese mundo, y nuestra Historia no está plagada sino
de tragedias y dramas que convertimos en epopeyas de un tiempo mítico. Siempre
ha habido ignorancia y miseria, siempre ha habido poderosos (y candidatos a
serlo) y siempre han maniobrado para disponer de discursos legitimadores, para
crear falsas imágenes de sí mismos y de su época. Sólo la ingenuidad, la
ignorancia o el interés de los descendientes pinta a los antepasados en un cuadro
de pureza que nunca se repetirá y que debería actuar como ideal de vida24.
Entre el mito y la metáfora, elijo la libertad para seguir dialogando. Como
siempre, agradezco al lector que llega hasta este epílogo su paciencia y
amabilidad, reconociendo que no todas las ideas quedan en el papel como uno las
imaginaba en su pensamiento. Este texto no tiene pretensión, no está escrito para
ser útil, sino como un pasatiempo intelectual, como una placentera obligación
académica, si se quiere, o como un modo de pensar y construir el futuro de la
sociedad urbana de nuestro siglo. Si despierta la imaginación del lector y le incita
a pensar por sí mismo en el futuro que prefiere adivinar, me alegro por ello.

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24
Asusta pensar que la barbarie jacobina de la Revolución Francesa se haya convertido en el
mítico origen de los valores de esta época que muere. Y sólo es un ejemplo de otros cambios
radicales cuyo paso a formas modernas de relación social exigieron la limpieza a sangre y fuego de
quienes representaban a los tiempos antiguos.

15
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16
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