CONCJLIUM

Revista internacional de Teología C O N C ILIUM

Diez números al año, dedicados cada uno de ellos
a una disciplina teológica: Dogma, Liturgia, Pastoral, Revista internacional de Teología
Ecumenismo, Moral, Cuestiones Fronterizas, Histo-
ria de la Iglesia, Derecho Canónico, Espiritualidad
y Sagrada Escritura.

CONTENIDO DE ESTE NUMERO 76

J.-B. Metz: El futuro a la luz del memorial de
la Pasión 317
J. Moltmann: El «Dios crucificado». El mo-
derno problema de Dios y la historia trini- CUESTIONES FRONTERIZAS
taria divina 335
N. Schiffers: Las huellas del sufrimiento en
la historia y la huella de Dios 348 EL PROBLEMA DE DIOS
G. Baum: Repercusión de los cambios cultu-
rales en el problema de Dios 359
K. Schafef. El testimonia de Jesús sabré Dios. 37Q
A. Durand: Implicaciones políticas del proble-
ma de Dios 379
A. Dumas: Dios como protesta contra «la
muerte del hombre» 389
C. Geffré: Sentido y contrasentido de una teo-
logía no metafísica 406

BOLETINES

K. Skalicky: «Dios no ha muerto del todo».

Los marxistas y el problema de Dios 419
M. Alyn: Presencia y ausencia de Dios en la
literatura contemporánea 427
J. Kamstra: Cambios de la idea de Dios en
las religiones y culturas no occidentales ... 434
G. Deleury: ¿Un Dios hindú para la tecnó-
polis? 443
PUNTO DE VISTA

E. Fromm: Reflexiones posmarxistas y pos-

freudianas sobre religión y religiosidad ... 450

MADRID
Director y editor de la edición española: 1972
P. JOSÉ MUÑOZ SENDINO
No podrá reproducirse ningún artículo de COMITÉ DE DIRECCIÓN
esta revista, o extracto del mismo, en nin-
gún procedimiento de impresión (fotocopia,
Giuseppe Alberigo Bolonia-Italia
microfilm, etc.), sin previa autorización de Willíam Bassett Washington D. C.-EE. UU.
la Fundación Concilium, Nimega, Holanda. Theo Beemer Nimega-Holanda
Franz Bockle RSttgen/Bonn-Alemania Occ.
Werner Brbker Bonn-Alemania Occ.
Christian Duquoc OP Lyon-Francia
Claude Geffré OP París-Francia
Norbert Greinacher Tubínga-Alemania Occ.
Helmut Hucke Neu-Isenburg-Alemania
Peter Huizing Sj Nimega-Holanda
Bas van Iersel Nimega-Holanda
Walter Kasper Tubinga-Alemania Occ.
Hans Küng Tubinga-Alemania Occ.
Johannes-Baptist Metz Münster-Alemania Occ.
Alois Müller Friburgo-Suiza
Roland Murphy o. CARM. Durham/N. C.-EE. UU.
Willi Oelmüller Münster-Alemania Occ.
David Power o MI Roma-Italia
Edward Schillebeeckx OP Nimega-Holanda
Hermán Schmidt sj Roma-Italia
Antón Weiler Nimega-Holanda

CONSEJEROS

Juan Alfaro sj Roma-Italia

Marie-Dominique Chenu OP París-Francia
Yves Congar OP Le Saulchoir-Francia
Andrew Greeley Chicago-EE. UU.
Rene Laurentin París-Francia
Karl Rahner sj Münster-Alemania Occ.
Roberto Tucci sj Roma-Italia

SECRETARIADO GENERAI

Arksteestraat, 3-5, Nimega (Holanda)

Depósito legal: M. 1.399.—1965

 COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

EL FUTURO A LA LUZ DEL MEMORIAL DE LA PASIÓN

Directores:

Johannes-Baptist Metz Münster-Alemania Occ. UNA FORMA ACTUAL DE LA RESPONSABILIDAD

Werner Brbker Bonn-Alemania Occ. DEL CREYENTE
Willi Oelmüller Münster-Alemania Occ.

Miembros: I
Alfonso Alvatez Bolado sj Madrid-España
Jos Arntz OP Tilburgo-Holanda La confianza en la marcha gradual de la civilización tecnológica
Paul Blanquart OP París-Francia se ha esfumado. El «progreso» no se da realmente sino en oposi-
Henri Bouillard sj París-Francia
Daniel Callahan Nueva York-EE. UU. ción a las generalizaciones ingenuas de muchas futurologías auda-
Bertrand de Clern OP Lovaina-Bélgica ces. La tibia corriente de la teleología sobre la que flotaba nuestra
Joseph Comblin Recife-Brasil conciencia falla cada vez más. La seguridad, basada en la teleología,
Étienne Cornélis Nimega-Holanda
Adolf Darlap Innsbruck-Austria de que cada vez será mayor la reconciliación entre el hombre y la
Heimo Dolch Bonn-Alemania Occ. naturaleza se ha quebrado. Ahora que ha desaparecido caemos en
Albett Dondeyne Lovaina-Bélgica la cuenta del influjo profundo y duradero que sobre nosotros ejer-
Dominique Dubarle OP París-Francia
Iring Fetscher Francfort del Main-Alemania Occ. cía, penetrando nuestra interpretación filosófica y teológica del fu-
Heinrich Fries Munich-Alemania Occ. turo. De repente, reaparecen Sísifo junto a Prometeo, Marx junto
Giulio Girardi París-Francia
Jean-Yves Jolif OP Lyon-Francia
a Nietzsche, Teilhard junto a Camus, Whitehead junto a Monod...'.
Andreas van Melsen Nimega-Holanda Son cada día más evidentes los peligros y antagonismos que
Charles Moeller Roma-Italia
Christopher Mooney sj Nueva York-EE. UU.
surgen cuando se abandonan a sí mismos como si fueran «natura-
Maurice Nédoncelle Estrasburgo-Francia les» los procesos tecnológicos y económicos y cuando fallan nues-
Francis O'Farrell sj Roma-Italia tros sistemas de control político y social: ciudades que se mueren,
Raimundo Panikkar Varanasi-India
Norbert Schiffers Ratisbona-Alemania Occ. contaminación del ambiente, explosión demográfica, caos de la
Heinz Schlette Bonn-Alemania Occ. información, conflicto, cada vez más agudizado, entre Norte y Sur,
Alexander Schwan Berlín-Alemania Occ. que puede actualizar de un modo nuevo la lucha entre las poten-
Juan Segundo sj Montevideo-Uruguay
Robert Spaemann Stuttgart-Alemania Occ. cias del Este y el Oeste. A ello hay que añadir la amenaza que se
David Tracy Chicago/Ill.-EE. UU. cierne sobre la identidad y libertad del hombre con el continuo
Josef Trütsch Schwyz-Suiza
Roberto Tucci sj Roma-Italia
Jan Walgrave OP Lovaina-Bélgica 1
Bernhard Welte Friburgo de Br.-Alemania Occ, Este texto se basa fundamentalmente en una conferencia que pronuncié
en un Congreso de Teología celebrado en Nueva York en octubre de 1971, en
diálogo y discusión con «teólogos del proceso» y con seguidores de Teilhard.
Muchos pasajes del texto tienen como fondo esta discusión.
318 J.-B. Metz
crecimiento de las posibilidades de manipulación psicológica y ge-
nética. Hay que añadir la sospecha de que la planificación tecno-
lógica y económica del futuro, abandonada a sí misma, cree un tipo
de hombre completamente integrado, cuyos sueños y fantasías no
se realizan, sino que se asfixian en el funcionalismo de los mecanis-
mos técnicos, un hombre cuya libertad degenera en pura capacidad
de adaptación de tipo animal a la prepotencia y complejidad de los
modelos de comportamiento preestablecidos; un hombre a quien el
mundo no opone resistencia y que, por tanto, no necesita experi-
mentarlo. La producción del futuro del hombre, planificada desde
los ángulos tecnológico y económico, parece preparar justamente la
ruina del hombre, pues éste se nutre de la sustancia histórica de
su libertad, esto es, de su poder de alternativa ante cualquier adap-
tación. Por eso no faltan en la actualidad voces que, tras la «muer-
te de Dios», proclamada por Nietzsche, anuncian también la
muerte del hombre», el sofocamiento de su espontaneidad y su en-
terramiento en la sepultura del estructuralismo técnico-económico;
estas voces temen que el pensamiento del hombre pierda su tensión
dialéctica frente a lo establecido y que acabe integrado en el proce-
so anónimo de producción que todo lo abarca.
Pienso que en esta situación no puede hablarse del futuro con
categorías desvinculadas del sujeto, tales como «desarrollo», «pro-
greso» e incluso «proceso». Hay que preguntarse más bien: des-
arrollo, progreso, proceso, pero ¿de quién?; desarrollo, progreso,
proceso, pero ¿hacia dónde? El problema del futuro de nuestra
civilización tecnológica no es primordialmente un problema técni-
co, sino de disposición sobre la técnica y sobre los procesos tecno-
lógico-económicos; no es primordialmente un problema de medios,
sino de objetivos y de fijación de prioridades y preferencias. Dicho
en otras palabras: se trata ante todo de un problema político y, en
el fondo, social.
Pero ¿cómo puede la política ser el lugar primario donde hemos
de plantearnos el problema del futuro en nuestra sociedad tecno-
lógica? ¿No es verdad que, cuando la política se independiza de la
tecnología y de la economía, se coloca en una posición antagónica?
¿No es verdad que va creciendo progresivamente la dictadura anó-
nima de las estructuras y los procesos, incomparablemente más
brutal que la dictadura de las personas y los partidos? Dice Ken-
El futuro a la luz de la Pasión 319
neth Boulding: «Cabe pensar en un mundo en el que reine una
dictadura invisible, aunque siga empleando las formas de gobierno
democrático». ¿No es cierto que en nuestra sociedad tecnológica
la eutanasia va por delante de la política? ¿Es que no se está para-
lizando más cada vez la razón política, convirtiéndose en mera ra-
zón instrumental de los procesos tecnológicos y económicos y de
sus «violencias» anónimas? ¿Dónde está la política, cuya misión es
controlar estas violencias e impedir las contradicciones y catástrofes
que se advierten?
¿Serviría para algo el convertir radicalmente la política en una
ciencia? No cabe duda de que la vida política cada vez puede re-
nunciar menos a la utilización y movilización de los conocimientos
científicos. Sin embargo, no es la ciencia la que puede constituir
y garantizar la autenticidad de la conciencia política frente a las
exigencias de la técnica. Nuestros modernos hombres de ciencia
no van a la tecnología de un modo pasajero, sino que son tecnó-
logos por tendencia, lo cual constituye una de las razones de su
éxito y se basa en la forma específica de su saber. Queda aquí
mucha tela por cortar y muchos problemas por plantear, con los
que ahora no podemos enfrentarnos. Nos conformaremos con hacer
la siguiente observación: la política es algo más que una útil adap-
tación a las exigencias de los procesos técnicos y económicos, y se
basa en una realidad superior y diferente de la ciencia (tal como
hoy la conocemos y entendemos).
Es obvio que esta política sólo se dará cuando cambie por com-
pleto nuestra vida política. No nos servirá ni el confiar la política
a una administración puramente tecnológica (política de ordenado-
res), incapaz de superar las aporías que aparecen reproducidas en
sus programas, ni tampoco un decisionismo político de viejo estilo,
un maquiavelismo, lo cual sería hacer política de la Edad de Piedra
en pleno siglo xx. A la larga, necesitamos una nueva forma de vida
y de estructuras políticas. Sólo cuando esto se consiga habrá tam-
bién en el futuro culturas humanas. En este sentido, la política es
de hecho el nuevo nombre de la cultura (y también en este sentido
una teología que intente reflejar las tradiciones cristianas en los
problemas del mundo habrá de ser también una «teología políti-
ca»). Permítasenos ahora indicar algunos aspectos de esta nueva
orientación y estructuración de la conciencia política.
320 J.-B. Metz
El actual estado de cosas hace necesaria una nueva relación
entre política y moral, a cuya luz resulta insatisfactoria, por super-
ficial, la ética del bienestar, latente en la distinción del liberalismo
entre moral y política. Oigamos a Habermas: «Hay indicios para
pensar que la eliminación de la guerra como medio legítimo para
la superación de los conflictos y la supresión de la pobreza de las
masas y de las diferencias en el desarrollo económico son ya, en la
actualidad, imperativos vitales de los sistemas sociales adelantados
o lo serán muy pronto. Aun cuando estos sistemas no aporten to-
davía elementos suficientes para la solución de estos problemas
globales, cabe señalar que una solución será casi imposible a menos
que se introduzcan en la vida pública una serie de normas univer-
salistas que hasta ahora sólo eran exigibles en la vida privada. Ate-
niéndonos a las categorías usuales podemos llamarlo moralización
de la política. Pero no por ello habremos de rechazar estas conside-
raciones como si fueran delirios».
Esta unión de moral y política no puede ser preceptuada desde
arriba. No puede ni debe convertirse en la canonización política de
un determinado sistema de moralidad. Exige la movilización de las
fuerzas espirituales y morales mediante una democratización radical
de la infraestructura de la sociedad, de forma que la libertad y la
responsabilidad eficiente se apoyen siempre en la base.
La vida política, que es condición indispensable para la crea-
ción de una cultura de la libertad en nuestros procesos tecnológico-
económicos, no puede, a mi juicio, renunciar a esas reservas de ima-
ginación moral y política que están desarrollándose en las actuales
subculturas y contraculturas de nuestra sociedad tecnológica. En
esta «cultura juvenil» se expresa algo más que un conflicto gene-
racional corriente. En cierto modo, constituye la forma occidental
de la revolución cultural, el experimento de una alternativa a las
violencias de nuestra sociedad tecnológica. Quien se limite a espe-
rar a que los escapistas vuelvan arrepentidos, como ovejas perdidas,
al sistema establecido, ni conoce esta cultura ni la propia situación
en que se encuentra.
Ya se entiende que esta nueva vida política, cuyos objetivos no
se agotan en los supuestos éxitos de nuestras exigencias tecnológico-
económicas, no aspira a desconectarse de la técnica ni de la econo-
mía sin más. Frente a la técnica no se da una alternativa ni hasta
El futuro a la luz de la Pasión 321
ahora puede hablarse de una técnica que sirva de alternativu. Lo
que se intenta y se exige es una nueva mediatización, una nueva
instrumentalización de esta técnica y de estos procesos técnicos y
económicos. Sobre todo, es imprescindible impedir la disgregación
de la fantasía y la acción política, que corre el riesgo de convertirse
en puro asunto de planificación. La autonomía de la dimensión po-
lítica garantiza la posibilidad de un futuro más humano.
Es conocida la historieta de la lucha entre los dos gigantes. Uno
de ellos, el más débil, está ya casi vencido. Pero de pronto asesta
al más fuerte un golpe inesperado, liberándose de sus brazos. En
su oreja de gigante está sentado un enano jorobado que le anima
y le indica cómo debe pelear. Algo parecido ocurre con la lucha
entre técnica y política, entre la planificación puramente tecnológi-
ca y económica y el proyecto político para el futuro. La fantasía
política no se dejará absorber definitivamente por las violencias
tecnológicas si conserva esa fantasía y fuerza de oposición moral
que crece con el recuerdo del sufrimiento acumulado en la historia.
El enano significa el recuerdo de este sufrimiento, ya que en nues-
tros sistemas sociales avanzados el sufrimiento es, en todo caso,
algo pequeño y odioso, algo que es preferible que no se vea.
Conciencia política ex memoria passionis, actuación política que
parte del recuerdo de la historia del sufrimiento humano. Estas pa-
labras sirven para indicar una concepción de la política de la que
surgen nuevas posibilidades y nuevos criterios en orden a disponer
de los procesos tecnológicos y económicos. Esta concepción inspira
una nueva forma de solidaridad y una responsabilidad amplísima,
puesto que la historia del sufrimiento hace de todos los hombres
una sola cosa, es su «segunda naturaleza». Ello impide una idea
puramente técnica de la libertad y la paz; no permite ningxin tipo
de paz ni de libertad que se mantenga a costa de anular la historia
del sufrimiento de otros pueblos o grupos. Nos obliga a contemplar
el theatrum mundi no sólo partiendo de quienes han logrado sus
objetivos, sino también desde el punto de vista de los vencidos y de
las víctimas. Nos sitúa en la perspectiva estrictamente política (y
no puramente estética) del bufón de corte en la antigüedad. El bu-
fón tomaba partido a favor de los vencidos, de esa alternativa que
quedaba suprimida en la política de su señor. Su política era, por
así decirlo, una política que partía del memorial del sufrimiento y
322 J.-B. Metz
que iba en contra del principio clásico Vae victis, en contra de los
dominadores maquiavélicos. En la actualidad, se trata de suprimir
la «división del trabajo» que existe en el ámbito político entre el
poderoso y el «bufón» con su imaginación impotente del sufrimien-
to. Aquí es donde veo el sentido de una nueva unión de la moral
y la política. De ella surge, finalmente, una forma de vida y res-
ponsabilidad política en favor de la cual podrían movilizarse tam-
bién las grandes tradiciones morales y religiosas de la humanidad,
entendidas a la luz de sus intenciones más radicales.
II
En esta lucha por el futuro, el cristianismo no introduce a Dios
en un momento posterior, en función de «tapahuecos». Lo que in-
tenta es más bien mantener despierta, dentro de los sistemas socia-
les de nuestra civilización tecnológica, esa determinada memoria
passionis, el recuerdo del Señor crucificado, en cuanto que consti-
tuye un memorial subversivo de la libertad. Esta afirmación exige
un desarrollo y unas explicaciones más concretas. Voy a intentarlas
en los puntos que siguen, describiendo los pasos más importantes.
1. En primer lugar, hay que explicar esa categoría que hemos
venido empleando, hasta ahora de un modo pasajero, en nuestras
reflexiones sobre el tema del futuro, la categoría de recuerdo. ¿No
es el recuerdo una categoría tradicionalista e incluso reaccionaria,
radicalmente inaplicable a la determinación del futuro? ¿No se trata
de la antítesis burguesa de la esperanza, que nos dispensa falaz-
mente de los riesgos del futuro? ¿En qué sentido puede alcanzar
una proyección práctica y crítica, e incluso subversiva y liberadora?
Hay diferentes tipos de recuerdos. Hay recuerdos en los cuales
nos relacionamos con el pasado de un modo superficial. El pasado
es para nosotros como un paraíso indiscutible, como un refugio de
nuestras actuales decepciones, una vuelta al «cualquier tiempo pa-
sado fue mejor». Hay recuerdos en los que el pasado aparece aureo-
lado en una luz suave y conciliadora. «El recuerdo transfigura los
hechos», solemos decir; a veces lo advertimos con claridad meri-
diana, como, por ejemplo, cuando nos reunimos en tertulia los com-
El futuro a la luz de la Pasión 32)
pañeros del frente y contamos nuestras experiencias. En estos re-
cuerdos se desvanecen los horrores de la guerra; lo único que queda
parece ser una aventura prolongada. Los acontecimientos pretéritos
quedan tamizados por un clisé de inocencia; desaparece todo lo pe-
ligroso, lo apurado y desafiante; da la impresión de que se les ha
robado cualquier tipo de futuro. Así, el recuerdo se convierte rápi-
damente en una «falsa conciencia» de nuestro pasado y en una
droga para el presente.
Pero hay también otra forma de recuerdo: hay recuerdos sub-
versivos, recuerdos que constituyen un reto. Hay recuerdos en los
cuales irrumpen en nuestras vidas experiencias anteriores que hacen
surgir perspectivas subversivas para el presente. A veces, su luz
deslumbrante nos hace descubrir la cuestionabilidad de cosas con
las que estábamos conformes y la trivialidad de nuestro presunto
«realismo». Derriban los cánones de las evidencias dominantes y
hacen convicta de engaño la seguridad de aquellos «cuyo tiempo
siempre está a mano» (cf. Jn 7,6). En cierto modo, sabotean nues-
tras respetables estructuras e incluso, en este sentido, presentan
rasgos subversivos. Estos recuerdos son como tribulaciones que
vienen del pasado cargadas de una peligrosidad incalculable. Hay
recuerdos con los que tenemos que contar, recuerdos con un conte-
nido de futuro. «El recuerdo del pasado —dice un filósofo con-
temporáneo— puede hacer surgir perspectivas sumamente peli-
grosas; la sociedad establecida parece tener miedo del potencial
subversivo del recuerdo». No tiene nada de casual que la destruc-
ción del recuerdo sea una medida típica de la dominación totalita-
ria. La esclavitud del hombre comienza cuando se le quitan sus
recuerdos. Aquí reside el principio y fundamento de toda coloniza-
ción. Todo levantamiento contra la opresión se nutre de la fuerza
subversiva que late en el sufrimiento hecho recuerdo. En este sen-
tido, el sufrimiento no es algo puramente pasivo, una «virtud» que
renuncia a la acción. Es, o puede ser, la fuente de una acción histó-
ricamente liberadora. Así, el recuerdo del sufrimiento acumulado
se opone al cinismo de los actuales detentores del poder político.
Ciertamente existe hoy el peligro de equiparar a la superstición
todo aquello que en nuestra conciencia está determinado por el re-
cuerdo y que no se somete al cálculo de la razón técnico-pragmática,
relegándolo al ámbito de las preferencias privadas. Pero la verdad
 324 J.-B. Metz
es que no por eso nos hacemos más libres ni más «ilustrados».
Antes bien, puede decirse que caemos aún más fácilmente en las
ilusiones dominantes y nos quedamos nuevamente a merced de sus
seducciones, aunque de otra manera. Los ejemplos podrían multipli-
carse. En este sentido, el recuerdo del sufrimiento acumulado se
opone a la falta de sentido histórico de los modernos profetas. No
nos permite concebir la historia como bastidor de una interpreta-
ción solemne de nuestro destino ni situarnos a distancia como si
fuera puro material para la crítica histórica. La historia, en cuanto
historia del sufrimiento hecho recuerdo, conserva la forma de una
«tradición peligrosa», que no se puede «suprimir» ni silenciar en
una actitud puramente afirmativa del pasado —como ocurre en el
planteamiento de las teorías hermenéuticas— ni tampoco puramen-
te crítica —como ocurre con la crítica de las ideologías—. Su «me-
diación» es, en todo caso, de naturaleza práctica.
2. Nos referiremos ahora al hecho de que este recuerdo es
recuerdo del sufrimiento, memoria passionis. En nuestra vida so-
cial se da una especie de «entredicho» que, en cierto modo, es un
«contexto cegador» y bloquea, o al menos perturba, la visión del
carácter originariamente cognoscitivo y práctico del sufrimiento.
El saber científico de la Edad Moderna ha recibido su impronta
del saber dominador de la naturaleza; la comprensión antropológica
que el hombre tiene dentro de este saber es la de un sujeto que
domina la naturaleza. Scientia et potentia in idem coincidunt: esta
frase de Bacon caracteriza el saber científico moderno como un sa-
ber dominador. Por consiguiente, en una sociedad totalmente in-
fluida por este saber científico, cualquier otra forma de relación
o de saber humano —como, por ejemplo, el sufrimiento, el dolor,
la tristeza, y también la alegría, el juego, etc.— tiene una validez
puramente funcional y derivada y su rango cognitivo crítico es
notablemente subestimado. Por eso es importante que en nuestra
sociedad vaya construyéndose una especie de «antisaber» ex me-
moria passionis, en el que se disuelva la constante identificación
entre «praxis» y «dominio de la naturaleza».
Nuestra representación de la historia está también unilateral-
mente caracterizada por una ceguera para comprender el rango del
sufrimiento. Para nosotros, la historia se define, consciente o in-
El futuro a la luz de la Pasión 325
conscientemente, como una historia de los que han conseguido
abrirse camino, de los que han tenido éxito, de los vencedores. En
el terreno de la historia está vigente una especie de darwinismo,
según el cual se admite el principio de la selección, que se plasma-
ría en el Vae victis! Por ello tendría también una importancia deci-
siva el desarrollar una antihistoria a partir de la memoria del sufri-
miento, una comprensión histórica dentro de la cual se tuvieran
siempre en cuenta las alternativas que fueron vencidas o destruidas,
una comprensión histórica ex memoria passionis, una historia de
los vencidos. Pronto nos ocuparemos de ella con más detenimiento
en otro contexto.
Por último, me parece importante poner de relieve el carácter
antiteleológico y antiontológico del sufrimiento, entre otras razones
para salir al paso de ciertas tendencias que se dan en la propia teo-
logía. Me gustaría aclarar este punto en un breve excursus2. No
se da mediación alguna teleológica y finalística entre hombre y
naturaleza. La ciencia moderna de la naturaleza parece confirmarlo
con todo rigor cuando se convierte en antropología, como ocurre
en el caso de la biología. Basta con leer a Monod en su crítica a
Teilhard y Whitehead. Pero esto sigue siendo válido incluso al mar-
gen de estos autores: el sufrimiento es lo que contradice a cualquier
teoría afirmativa de la reconciliación entre el hombre y la natura-
leza. Cualquiera de estos intentos acaba degenerando en una mala
ontologización de la tortura humana. El sufrimiento introduce un
contraste entre naturaleza e historia, entre teleología y escatología.
Entre ambos extremos no hay reconciliación «objetiva» ni unidad
visible y administrable. Cualquier intento de este tipo se quedaría
muy por debajo del rango del sufrimiento humano. Este hecho apa-
rece con claridad especial cuando se intenta comprender el sufri-
miento humano como si fuera una modalidad más de una recipro-
cidad general que se da en la naturaleza entre «acción» y «pasión».
Nos encontraríamos ante una escolástica —en el doble sentido de
la palabra— del sufrimiento. El más pequeño rastro de sufrimiento
absurdo en el mundo de la experiencia da su mentís más rotundo
a todas las ontologías afirmativas y a todas las teleologías y desen-
2
Para comprender este pasaje es importante tener en cuenta el trasfondo
al que aludimos en la nota 1.
 326 J.-B. Metz
mascara su carácter de mitologías modernas (Adorno). El sufrimien-
to humano contradice, en último término, todo intento de explicar
la historia y el proceso histórico a partir de la naturaleza, de inter-
pretar la naturaleza como sujeto de este proceso histórico. El su-
puesto previo de esta concepción es que en este sufrimiento aparece,
de un modo negativo y siempre reservado, una especie de conciencia
de identidad que no puede ser reducida a la identidad trivial de la
inercia temporal. En esta conciencia de identidad no se articula el
antropocentrismo del poder y del dominio sobre la naturaleza, sino
el antropocentrismo del sufrimiento, que se afirma frente a cual-
quier cosmocentrismo. Cuando intentamos entender la naturaleza
a partir de la historia (es decir, cuando intentamos explicar la rela-
ción entre hombre y naturaleza de un modo dialéctico y no ideo-
lógico), cuando un autor como Bloch interpreta los millones de años
de la naturaleza como un «período ínflacionista» en comparación
con el período histórico del hombre que sufre, no estamos incu-
rriendo en un acto de arrogancia idealista, sino que estamos respe-
tando la dignidad del sufrimiento acumulado en la historia. El
sujeto de la historia humana no es, por tanto, la naturaleza en
cuanto evolución ni en cuanto una especie de proceso que se des-
arrolla de un modo puramente objetivo. La historia natural del
hombre es, en cierta medida, la historia de su pasión. En ella no
queda destruida, sino que se mantiene la irreductibilidad entre
hombre y naturaleza en contra de cualquier proyección ideológica
y de toda generalización ontológica. En efecto, esta historia de la
pasión no tiene finalidad alguna, sino, en todo caso, un futuro. No
es la teleología, sino, en todo caso, el «rastro del sufrimiento» lo
que crea la continuidad que nosotros podemos descubrir en esta
historia. La dinámica esencial de la historia es, según eso, el me-
morial de la pasión en cuanto que constituye la conciencia negativa
de la libertad futura y el estímulo para actuar victoriosamente con-
tra el sufrimiento en el horizonte de esta libertad.
3. La fe cristiana se articula como memoria passionis mortis
et resurrectionis fesu Christi. El punto central de esta fe lo ocupa
una «determinada» memoria passionis, en la que se funda la prome-
sa de libertad futura para todos. En el memorial de este sufrimiento
recordamos el futuro de nuestra libertad. Es ésta una afirmación
El futuro a la luz de la Pasión 327
escatológica que no admite acomodaciones ulteriores que la hagan
comprensible ni es tampoco generalmente verificable. Es siempre
dudosa y discutible; el escándalo que suscita forma parte de su
contenido mediato. En efecto, la verdad de la pasión de Jesús, re-
memorada bajo el nombre de «Dios», y la historia de sufrimiento
de la humanidad únicamente pueden ser pensadas de tal forma
que lesionen los propósitos de aquel que intenta pensarlas. La ver-
dad escatológica de la memoria passionis no es algo derivable de
nuestros condicionamientos históricos, sociales y psicológicos. Esto
la convierte en verdad liberadora. Pero también determina su ca-
rácter constitucionalmente extraño dentro de nuestro sistema de
conocimiento. No obstante, si no queremos que esta verdad esca-
tológica de la memoria passionis se exprese en tautologías y para-
dojas vacías, habremos de estudiarla y determinarla dentro de las
relaciones del tiempo; entonces habrá que deletrear el memorial
del sufrimiento de Jesús como recuerdo subversivo y liberador den-
tro de los conformismos de nuestra sociedad; habrá que conservar
los dogmas cristológicos en cuanto que son fórmulas recordatorias
subversivas.
En este sentido, la memoria cristiana insiste en que la historia
del sufrimiento humano no es algo perteneciente a la prehistoria de
la libertad, sino que es y sigue siendo un momento interno de la
historia de la libertad. La imaginación de la libertad futura se ali-
menta del memorial del sufrimiento; la libertad se corrompe allí
donde los que sufren se ven más o menos tratados como dentro
de un clisé y degradados a la condición de masas sin ojos. Pero con
ello la memoria cristiana se convierte en un «recuerdo subversivo»
que huye de la reconciliación precipitada con los «hechos» y «ten-
dencias» de nuestra sociedad tecnológica. Viene a ser un recuerdo
liberador de cara a las violencias y mecanismos de la conciencia
dominante y su ideal abstracto de emancipación. La memoria pas-
sionis cristiana se articula como un recuerdo que nos hace libres
para sufrir con el sufrimiento de los otros y para atender a la pro-
fecía que brota en el sufrimiento ajeno, aun cuando en nuestra so-
ciedad «progresista» la negatividad del sufrimiento parezca incómo-
da e improcedente. Una sociedad que ignore estas y otras parecidas
dimensiones en la historia de la libertad y en la comprensión de la
misma acabará pagándolo con la progresiva pérdida de su libertad
328 J.-B. Metz
visible. Una sociedad así es incapaz de desarrollar las metas y prio-
ridades que podrían impedir la acomodación paulatina de nuestra
libertad al espacio anónimo y extrasubjetivo de una sociedad de
computadoras.
A esta interpretación querría añadir dos explicaciones.
En primer lugar, cabría objetar que, en este planteamiento, el
memorial cristiano queda reducido unilateralmente a un memorial
de pasión, con lo que el memorial de la resurrección de Jesucristo
pasa a un segundo plano e incluso desaparece por completo. Nues-
tra respuesta es que ambos aspectos —la memoria passionis y la
memoria resurrectionis— no pueden separarse sin más. No hay for-
ma de comprender la resurrección si no es partiendo del memorial
de la pasión. Comprender la resurrección exclusivamente a la luz
de su soberanía no nos liberaría de las oscuridades y amenazas que
aparecen en la historia del sufrimiento humano. Una memoria re-
surrectionis que no se comprenda a sí misma como memoria passio-
nis sería pura mitología. Pero ¿qué quiere entonces decir una me-
moria passionis que, a la luz de la fe, se autocomprende como
memoria resurrectionis? ¿Qué significa facilitar el acceso a la «re-
surrección» a partir del memorial de la pasión? ¿Es posible expre-
sar esta fe en la resurrección mediante símbolos socialmente co-
municables que tengan para nosotros fuerza crítica liberadora?
Semejante fe en la resurrección se expresa en el sentido de que nos
hace libres —de un modo «contrafáctico»— para atender a los
sufrimientos y esperanzas del pasado y para recoger el desafío de
los muertos. Dentro de esta fe se da no sólo una «solidaridad hacia
adelante» (con la «felicidad del nieto», que dice W. Benjamín),
sino una «solidaridad hacia atrás» (con el «sufrimiento de los pa-
dres», que dice el mismo autor). No se da sólo una revolución que
cambie todo de la noche a la mañana en favor de las generaciones
futuras, sino también una revolución que decide de un modo nuevo
sobre el sentido que tienen la muerte de nuestros muertos y las
esperanzas que ellos concebían. La resurrección que nos es dada
mediante el memorial de la pasión quiere decir que los muertos,
los que en otro tiempo fueron vencidos y quedaron olvidados,
tienen un sentido que sigue sin liquidar. El potencial de sentido de
nuestra historia no va vinculado sólo a los que sobrevivieron, a los
que tuvieron éxito y se abrieron camino. La historia que escribimos
El futuro a la lux de la Pasión 329
y estudiamos en nuestros libros es, por el contrario, prácticamente
una «historia de los vencedores». En nuestros libros apenas se ha-
bla de las esperanzas de nuestra existencia histórica que fueron ven-
cidas y sometidas, olvidadas y suprimidas. Ahora bien, esto ¿debe
ser así necesariamente? ¿Por qué razón ha de dominar en la historia
el «derecho del más fuerte», una especie de «darwinismo históri-
co»? En cambio, la gran literatura ha intentado siempre en sus
tragedias descubrir la continuidad y el sentido de la historia justa-
mente en ese «rastro del sufrimiento» marginado y soterrado, pre-
guntándose por la suerte de los que cayeron en el olvido y no con-
siguieron alcanzar sus metas. En este sentido, las grandes tragedias
son una especie de antihistoria. Una Iglesia y una teología en cuyo
centro está el «memorial de la pasión» habrían de dirigir su aten-
ción a este punto. Sólo así podrá evitarse el que poco a poco ven-
gan a ser una Iglesia y una teología de los vencedores y, por tanto,
una religión política (como, por ejemplo, la de estilo constantinia-
no). No obstante, la fe en la resurrección de los muertos tiene un
sentido absolutamente social y crítico-social. En efecto, nos permite
insistir machaconamente en el memorial del sufrimiento acumulado
a lo largo de la historia para, a partir de él, determinar nuestra
actuación y nuestras esperanzas.
La unidad de la memoria passionis y la memoria resurrectionis,
así entendida, se opone también al intento de distinguir entre una
historia intramundana del sufrimiento y una historia supramun-
dana de la gloria, e incluso entre historia profana e historia de sal-
vación en el sentido habitual. La historia profana y la historia de
la salvación no son dos magnitudes que hayan de llegar a una espe-
cie de igualdad de recursos en virtud de la especulación teológica,
ni tampoco pueden ni deben contraponerse desde una perspectiva
meramente formal. Más bien habrá que decir que la historia de la
salvación es la historia profana dentro de la cual se introduce un
sentido que ilumina los sufrimientos y las esperanzas fracasadas y
marginadas. La historia de la salvación es la historia profana en la
cual se reconoce un sentido a esas posibilidades de existencia hu-
mana vencidas y olvidadas, a las que denominamos «muerte»; este
sentido no es revocado ni suprimido por el término de la historia
futura.
Dedicaremos un segundo punto a explicar con más detalle qué
23
330 J.-B. Metz
entendemos por sufrimiento. ¿A qué sufrimiento nos referimos
cuando hablamos en general de memoria passionis? ¿No resultará
arriesgado hablar del «sufrimiento en general»? ¿No perderá en-
tonces el «memorial de la pasión» toda su fuerza crítica, sobre todo
su fuerza crítico-social y política? ¿No quedará entonces el dolor
completamente privatizado e interiorizado? ¿No es verdad que
todos sufrimos a nuestra manera? ¿No sufre también el play-boy
en su bungalow de lujo? ¿Dónde dar con las diferenciaciones nece-
sarias que nos sirven de principios para nuestra conciencia crítica
precisamente en favor de los oprimidos y de los que sufren injus-
tamente? El compromiso social y político, ¿no viene a parar así en
esa actitud grisácea, incolora e indeterminada, que es las más de las
veces la que presenta al mundo de hoy el rostro social y político del
cristianismo y de la Iglesia? Y, entonces, ¿no vendrá a parar todo
en ese consuelo que en definitiva a nadie consuela, ya que tiene la
pretensión de consolar a todos por igual?
No. A la luz del memorial cristiano de la pasión se advierte que
el poder social y la soberanía política no deben ser simplemente
soportados, sino que han de hallar constantemente una nueva jus-
tificación, justamente cuando han de afrontar el sufrimiento concre-
to. Tal vez sea éste el único, aunque decisivo principio político que
cabe tomar del Nuevo Testamento y de su «teología del sufrimien-
to». Pero este principio es suficiente. Al poder social y político de
los ricos y los dominadores habrá que preguntarle hasta qué punto
es el causante de aquel sufrimiento. Esta rendición de cuentas no
admite dispensas. No vale invocar que también los ricos y pode-
rosos sufren a su manera. Esta pregunta crítica al dominio y a la
riqueza forma parte de ese consuelo que el evangelio ofrece a los
ricos y poderosos. Pero esto quiere decir también que yo no puedo
pasar por alto el sufrimiento y la opresión causadas por el poder
y la riqueza, alegando que también los ricos y poderosos están en
el fondo solos, no son felices y sufren a su manera. Más bien ten-
dré que empezar por oponerme a ellos, pues en esta oposición es
donde los sitúo frente a las exigencias del consuelo y de la reden-
ción cristiana. Por eso el memorial de la pasión en sentido cristiano
no se desviará hacia una vaga simpatía de tipo social y político, sino
que justamente agudizará la conciencia social y política en favor del
El futuro a la luz de la Pasión 331
sufrimiento ajeno. Ello impedirá la privatización e interiorización
del sufrimiento, como también la nivelación de sus dimensiones
social y política.
4. Al comienzo de mis reflexiones he dicho —y viene a ser
la primera de mis tesis— que el problema del futuro es primordial-
mente un problema político y, en el fondo, un problema social. Aho-
ra hemos de volver a esta afirmación para preguntarnos: ¿cómo y
con qué derecho puede relacionarse la memoria passionis del cris-
tianismo con la vida política? En último término, ¿qué tienen que
ver la una con la otra? ¿No se echarán a perder al entrar en rela-
ción mutua? Ya he subrayado que no se trata de introducir poste-
riormente el memorial cristiano de la pasión en las formas esta-
blecidas de la vida política, sino que esta memoria passionis debe
mostrar su eficacia en la transformación de la vida política y de sus
estructuras, ya que esta transformación es la exigencia decisiva a
la hora de preguntarse por el futuro. No obstante, sigue en pie la
cuestión fundamental: cuando la memoria passionis del cristianis-
mo entra en contacto con la vida política, ¿no viene a caer ésta en
una actitud más reaccionaria, debido a la influencia de unas normas
universalistas? Por último, esta memoria cristiana, en cuanto es un
recuerdo proyectado al fin de los tiempos, contiene una determinada
interpretación del sentido y sujeto de la historia entera. Pero ¿qué
tiene que ver la cuestión del sentido y sujeto de la historia en su
conjunto con la vida política? Cuando hablamos del sentido uni-
versal de la historia en su orientación política, ¿no caeremos en el
totalitarismo o en los delirios del utopismo acrítico? Todas las teo-
rías positivistas de la vida social y política insisten en este peligro.
A su vez, esta postura hará bien en preguntarse si con tanto conde-
nar la cuestión del sentido de la vida política no la habrá dejado, en
último término, sometida al pensamiento instrumental y entregada
de pies y manos a la tecnocracia. Hará bien en preguntarse si con
tanto hacer tabú y con tanto ignorar esta cuestión del sentido no
habrá creado una especie de ceguera para ver esas ideologías que
progresivamente van enseñoreándose de la historia universal como
si fueran su sujeto y lo que le da sentido, poniendo en peligro nues-
tra acción política y social.
En cambio, en el marxismo clásico y en su teoría de la vida
332 J.-B. Metz
política se ha seguido planteando la cuestión del sentido y el sujeto
de la historia universal con una orientación práctica, a fin de deter-
minar el contenido y finalidad de la praxis revolucionaria. Según el
marxismo, en la historia se descubre un sujeto portador de su sen-
tido y políticamente identificable, el proletariado, cuya praxis polí-
tica tiende a la ejecución de aquel sentido. De hecho, es importante
advertir cómo este ensamblaje del sentido de la historia con la pra-
xis política no conduce, finalmente, al totalitarismo político que se
esconde tras ese cambio que buscamos de cara al futuro.
También el idealismo clásico ha mantenido la cuestión del sen-
tido y sujeto de la historia dentro de su teoría «liberal» de la vida
política. Pero su postura se diferencia de la marxista en que no des-
cubre un sujeto socialmente detectable ni políticamente identifica-
ble de la historia universal, e incluso rechaza cualquier intento de
dar con la identificación política de este sujeto. Hegel, por ejemplo,
llama sujeto de la historia universal al «espíritu del mundo» (Welt-
geist), otros hablan de la «naturaleza», un tercero hablará de la
«humanidad universal»... Todos estos predicados son apolíticos.
Su modo de hablar del sujeto y sentido de la historia sigue siendo
esencialmente abstracto. No obstante, es fácil advertir que este dis-
curso abstracto sobre la historia en su conjunto puede tener una
significación política eminentemente práctica. Hace posible y tiene
como efecto el que la vida política se libere de los condicionamien-
tos universales y de las normas universalistas. La vida política adop-
ta una orientación meramente pragmática; la política va surgiendo
bajo el imperativo de «el objeto mismo», como suele decirse. Ahora
bien, estas «estructuras objetivas», ¿son algo diferente de las es-
tructuras y tendencias que se dan de hecho en nuestros procesos
tecnológicos y económicos? ¿De dónde si no de un puro decisio-
nismo surgirá aquí esa conciencia contrafáctica que constituye el
humus del que se nutre la alternativa política frente a dichos pro-
cesos anónimos? Sin duda, es importante esta línea antiautoritaria
del liberalismo político; pero, en su versión positiva, parece carecer
de impulso suficiente para la deseada transformación de la vida
política.
Pero volvamos una vez más a la conjunción de la memoria pas-
sionis del cristianismo con la vida política. En el memorial de este
sufrimiento Dios aparece en su libertad escatológica como sujeto
El futuro a la luz de la Pasión 333
y sentido de la historia entera. Esto quiere decir, en primer término,
que tampoco esta memoria reconoce un sujeto políticamente identi-
ficable de la historia universal. El sentido y la meta de esta historia
están —por decirlo con una fórmula brevísima— bajo la «reserva
escatológica de Dios». La memoria cristiana se acuerda del Dios de
la pasión de Jesús, al que reconoce como sujeto de la historia uni-
versal del sufrimiento y en la misma línea se opone a integrar y
entronizar políticamente a este sujeto. Siempre que un partido, un
grupo, una raza, una nación, una clase —aunque sea la clase de los
teenócratas— intente presentarse e introducirse como ese sujeto,
se encontrará con la oposición de la memoria cristiana, la cual ha-
brá de desenmascarar este intento, denunciándolo como una idola-
tría, como una ideología política de tendencias totalitarias o —dicho
en lenguaje apocalíptico— «bestiales». Así, pues, a la luz de la me-
moria passionis, la vida política queda a salvo y resguardada del
totalitarismo. Pero —a diferencia de la versión liberal del idealis-
mo— este quedar a salvo tiene ahora una orientación utópica, no
es algo vago e impreciso. En efecto, el memorial cristiano del sufri-
miento es en su meollo teológico un recuerdo anticipador: contiene
la anticipación de un determinado futuro de la humanidad, el fu-
turo de los que sufren, de los que no tienen esperanza, de los opri-
midos, de los que se encuentran rotos, de los inútiles de esta tierra.
Por ello este memorial de la pasión no deja indiferente la vida polí-
tica que en él busca su orientación a la hora de entrar en el juego
de los intereses y fuerzas sociales en que se basan los supuestos
previos del conflicto social; la memoria cristiana no puede quedar
indiferente ante ese juego que siempre favorece al poderoso, no al
amigo, y que sólo considera válido el mínimo de humanidad indis-
pensable para que los propios intereses prosperen. En cambio, el
memorial de la pasión aporta a la vida política una nueva fantasía
moral, una nueva forma de imaginar el dolor ajeno en cuyo seno
habrá de madurar una toma de partido, más avanzada que cualquier
otra, y no calculadora, a favor de los débiles y de los que carecen
de representación. De esta manera, el memorial cristiano, unido a
otras innovaciones no pocas veces subversivas que surgen en nues-
tra sociedad, podrá convertirse en fermento de esa nueva vida polí-
tica que buscamos para nuestro futuro.
334 J.-B. Metz
5. Para concluir, fijémonos por un momento en la situación
de las Iglesias en nuestra sociedad. Claramente se ve que han de-
jado de ser instituciones religiosas del conjunto social, que cada día
son más minoritarias y con menor influencia real y pública. Se van
convirtiendo en lo que llamamos, intelectual y afectivamente, mino-
rías. El problema que entonces se plantea es si con ello las Iglesias
van por el camino de convertirse en sectas y, en caso afirmativo,
si se convertirán en subculturas más o menos irrelevantes dentro
de nuestra gran sociedad tecnológica. Aquí cristaliza una serie de
interrogantes de los que no nos podemos ocupar en este contexto.
Sólo una cosa añadiremos. Si la Iglesia, dentro de nuestra sociedad
tecnológica, deletrea la memoria passionis Jesu Christi, el memorial
del sufrimiento, en el cual no puede olvidarse la historia de la pa-
sión de la humanidad entera, podrá, finalmente, ser o convertirse
en minoría sin encerrarse por ello en una actitud sectaria. Efecti-
vamente, la Iglesia será entonces la portadora de un memorial
arriesgado e incluso subversivo, del cual depende algo que es mu-
cho más importante que la voluntad de autoafirmación de una ins-
titución religiosa, a saber: el futuro de nuestra humanidad.
J.-B. METZ
[Traducción: J. REY MARCOS]
EL «DIOS CRUCIFICADO».
EL MODERNO PROBLEMA DE DIOS
Y LA HISTORIA TRINITARIA DIVINA
La controversia en torno a la existencia de Dios y a las funcio-
nes de la fe en él ha intranquilizado, en los últimos años, a nume-
rosos cristianos, que se encuentran desorientados entre tópicos ta-
les como «Dios ha muerto» o «Dios no puede morir». Por eso, en
la lucha por una nueva Iglesia y una nueva sociedad, algunos han
excluido simplemente el problema de Dios. Pero tras la crisis po-
lítico-social de la Iglesia late una crisis crístológica: ¿sobre quién
se apoya, en definitiva, la cristiandad? Esta pregunta oculta, a su
vez, el problema mismo de Dios: ¿cuál es el Dios que motiva la
existencia cristiana: el crucificado o los ídolos de la religión, clase
o raza? Sin una nueva certeza en el ámbito de la fe cristiana no
podrá existir una credibilidad universal de la Iglesia.
Después de las controversias de los últimos años, y de manera
sorprendentemente nueva, han surgido en el seno de las diversas
confesiones tendencias convergentes del pensamiento teológico que
nos permiten vislumbrar una nueva doctrina cristiana acerca de
Dios'. Partiendo de estos datos iniciales, trataré de seguir profun-
dizando.
1
H. Urs von Balthasar, El misterio pascual, en Mysterium Salutis, III/2
(Madrid, 1971), 143-335; H. Küng, Menschwerdung Goítes. Eine Einführung
in Hegels theologisches Denken ais Prolegomena zu einer zukünftigen Christo-
logie (1970); H. Mühlen, Die Veránderlichkeit Gottes ais Horizont eincr
zukünftigen Christologie (1969); E. Jüngel, Vom Tod des lebendigen Gottes:
ZThK (1968), 93-110; H. G. Geyer, Atheismus und Christentum: EvTh
(1970), 255-274; R. Weth, Heil im gekreuzigten Gott: EvTh (1971), 227-244.

I
El pensamiento va precedido por el sufrimiento. El problema
de Dios surge en lo más profundo del hombre a partir del dolor
por la injusticia en el mundo y por el desamparo en el sufrimiento.
Son muchos los movimientos y las luchas sobre los que se concen-
tra la historia: luchas por el poder, lucha de clases, luchas racia-
les, etc. Pero cuando se busca la categoría exacta de la historia
universal habrá que encontrarla, tras todos aquellos movimientos
y pugnas, en la «historia de la pasión del mundo» 2. En la posesión
se distinguen los hombres de los hombres, pero en la pobreza son
todos solidarios. En lo positivo se separan los hombres de los hom-
bres, pero en lo negativo son todos iguales. La experiencia y la
percepción del dolor en y del mundo nos conduce más allá del teís-
mo o del ateísmo. Ante el sufrimiento en este mundo es imposible
creer en la existencia de un Dios todopoderoso y lleno de bondad
que «todo lo rige magníficamente». Una fe que justifica el sufri-
miento y la injusticia del mundo y no protesta contra ellos es in-
humana y aparentemente satánica. Pero, por otra parte, la protesta
contra la injusticia pierde toda energía si cae en un trivial ateísmo
para el que todo quedase reducido a este mundo y a su situación
concreta. El airado aliento del clamor está sostenido por la nostal-
gia del «enteramente Otro». Es, como dice Max Horkheimer, «la
nostalgia de que el asesino no debería triunfar sobre su víctima ino-
cente» 3. Es la nostalgia irrenunciable de justicia. Sin la pasión por
la justicia en el mundo y por aquel que, en definitiva, es su garan-
te, no puede darse un sufrimiento consciente por causa de la injus-
ticia. De esta forma, mientras el sufrimiento pone en cuestión la
idea de un Dios justo, la nostalgia de la justicia y de aquel que es
su garantía pone, a su vez, en tela de juicio el sufrimiento, convir-
tiéndolo así en sufrimiento consciente. Más allá del teísmo y del
ateísmo, el sufrimiento y la protesta contra él nos conducen al pro-
blema de la teodicea: Si Deus iustus, unde malum? Si en la pregun-
ta de ¿por qué el sufrimiento? al estímulo lo llamamos «Dios», a
2
W. Benjamín, Ursprung des deutschen Trauerspiels (1963), 183.
3
M. Horkheimer, Die Sehnsucht nach dem ganz Anderen. Ein Interview
mit Kommentar von H. Gumnior (1970), 56s.
El «Dios crucificado» 337
su vez en la pregunta sobre Dios —an Deus sit?— el estímulo es
el sufrimiento.
El teísmo tradicional responde a esta doble pregunta con la jus-
lificación de este mundo como «mundo de Dios». Este mundo, tal
como es en realidad, es un espejo de la divinidad. Pero una respues-
ta así no es posible. El espejo está roto. Por ello una respuesta tal
implica idolatría.
El ateísmo tradicional suprime las bases en las que se apoya la
pregunta por Dios a partir del sufrimiento. «La única disculpa de
Dios es que él no exista» (Stendhal y Nietzsche). Irónicamente, la
no existencia de Dios se convierte en disculpa ante una creación
frustrada. Pero esto significa en la práctica: si el hombre se des-
habitúa a las preguntas absolutas acerca del sentido último y la
justicia, acabará dándose por contento y habituándose a la deficien-
cia de las circunstancias.
La teología crítica, así como el ateísmo crítico, coinciden en el
sufrimiento como marco de la pregunta por la justicia. Cristianos
críticos, al igual que ateos críticos, se encuentran en la lucha contra
la injusticia y su sanción religiosa en este contexto de solidaridad
práctica.
Pero, a nivel de la historia de la pasión del mundo, ¿qué signi-
fica el recuerdo de la historia de la pasión de Cristo? Antes de que
podamos responder a esta pregunta habremos de esclarecer lo que
la historia de la pasión de Cristo significa para el ser mismo de
Dios y, por tanto, para la fe cristiana en Dios. Un Dios que reina
en un trono celeste, en una felicidad indiferente, resulta algo in-
aceptable. Por ello, ¿no deberá la teología cristiana hacerse eco
nuevamente de la antigua cuestión del teopasquismo: ha sufrido el
mismo Dios? Y es que un Dios incapaz de sufrir, ¿no sería también
un Dios incapaz de amar y por ello más pobre que cualquier hom-
bre? Pero, a su vez, un Dios que sufre, ¿qué puede significar para
los hombres sufrientes más allá de una confirmación religiosa de su
dolor?
La teología cristiana sólo puede plantearse la historia de la pa-
sión del mundo superando la ilusión teísta y la resignación atea
cuando se ha planteado la historia de la pasión de Cristo y ha lle-
gado a reconocer el ser de Dios en la muerte de Jesús en la cruz.
 338 J. Moltmann
Sólo cuando se llegue a esclarecer lo que ha sucedido entre el Jesús
moribundo y «su» Dios podremos deducir lo que este Dios signi-
fica para los atribulados y desamparados de esta tierra.
II
¿Por qué ha muerto Jesús? Fue condenado según la ley como
blasfemo a causa de su nuevo mensaje sobre la justicia misericor-
diosa de Dios, así como por su solidaridad con los injustos y los que
están fuera de la ley. Fue crucificado por la potencia romana de
ocupación como un revoltoso contra la pax romana y sus dioses.
Murió, finalmente, en el desamparo de Dios; del Dios y Padre cuya
venida había anticipado y atestiguado en palabras y acciones hasta
entonces inauditas. De este modo, Jesús, en este último sentido,
murió a causa de su Dios y Padre, por el que fue abandonado. En
este punto del desamparo del Hijo de Dios por parte del mismo
Dios se concentra el interrogante cristiano acerca de Dios y el su-
frimiento; interrogante que la teología tradicional esquivó la mayor
parte de las veces. Como uno de los testigos más antiguos, nos cuen-
ta Marcos que Jesús no murió con una muerte fácil y espectacular,
sino que su final tuvo lugar entre clamores y lágrimas. Según Me
15,37, murió Jesús con un grito inarticulado. Me 15,34 lo describe
con las primeras palabras de Sal 22: «Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?» Para completar la paradoja, según Marcos, al cla-
mor de Jesús por el abandono de Dios responde el centurión paga-
no con la confesión de la filiación divina. ¿Cómo se puede entender
esto? La tradición posterior se ha sentido evidentemente escanda-
lizada por la interpretación de Marcos y ha descrito el clamor de
Jesús con piadosas expresiones. Algunas variantes del texto occi-
dental de Marcos dicen: «Dios mío, ¿qué tienes que reprochar-
me?». Lucas sustituye la expresión del abandono con palabras de
la oración judía vespertina tomadas de Sal 31,6: «En tus manos
encomiendo mi espíritu». Juan dice, por motivos teológicos, «todo
está consumado» (19,30). Se puede admitir que el texto de Marcos,
siendo el más difícil, es el que más se aproxima a la realidad his-
tórica.
Cuando dos afirman lo mismo, el contenido de las afirmaciones
El «Dios crucificado» 339
no tiene por qué ser igual. Por eso es falso interpretar el clamor de
Jesús en el mismo sentido de Sal 22, mientras que es, en cambio,
correcto el interpretar Sal 22 a partir del sentido de Jesús 4. En
él, las palabras «Dios mío» se refieren al Dios de la alianza de Is-
rael, y el término «yo» de la persona desamparada al justo sufrien-
te, que reclama la fidelidad de Dios a su alianza. Pero, en Jesús, la
exclamación «Dios mío» comprende todo el contenido global de su
nuevo mensaje sobre el reino cercano, de gracia y liberación, así
como de su propia vida dentro de aquella cercanía de Dios que le
hace hablar siempre y exclusivamente de «mi Padre». De este
modo, su desamparo se convierte en un desamparo muy particular.
El que le abandona no es sólo el Dios de la alianza de Israel, sino
su Dios y Padre. En consecuencia, el «yo» del desamparo no es ya
únicamente el de un interlocutor en la alianza, sino el yo del Hijo.
No obstante, el carácter jurídico de la acusación contra Dios se
mantiene. El clamor de Jesús, como el del salmista, nada tiene que
ver con una «consoladora desesperación», sino que es una llamada
a la fidelidad de Dios en razón del mismo Dios. El salmista se que-
rella contra la fidelidad de Dios en su alianza para con el justo.
Jesús se querella también, pero de la unidad del Padre con él, el
Hijo. Con su muerte no sólo está en juego la fidelidad de Dios, sino
la divinidad de Dios mismo, cuya cercanía y paternidad ha anun-
ciado él. Por eso, con estas palabras, se querella Jesús contra su
propio ser en su especial relación con el Padre, en la cual él es el
Hijo. Se puede, por tanto, entender Sal 22, en boca de Jesús, de
esta manera: «Dios mío, ¿por qué te has abandonado?». En con-
secuencia, este abandono en la cruz ha de ser estrictamente enten-
dido como un acontecer entre Jesús y su Dios. La cruz es, en este
aspecto, un acontecimiento que tiene lugar entre Dios y Dios.
¿Por qué, después de Pascua, fue objeto de tradición el desam-
paro de Jesús en la cruz? Como es sabido, existió un entusiasmo
por parte de la comunidad primitiva, para la cual la cruz sólo re-
presentaba un escalón o un paso más, aunque superado, hacia aque-
lla gloria que se creía experimentar ya con la presencia del Espíritu.
Frente a este entusiasmo de la comunidad primera, Pablo y Marcos
4
Cf. a este respecto H. Gese, Psalm 22 und das Neue Testament: ZThK
(1968), 1-22.
 340
J. Moltmann
subrayan y recuerdan la importancia permanente de la cruz del Se-
ñor resucitado. La fe cuanto más conducía al sufrimiento por el
mundo irredento, tanto más descubría la importancia de la cruci-
fixión de la persona escatológíca de Cristo. La Pascua no convierte,
por tanto, a la cruz en un peldaño o en un paso ya superado, sino
que la cualifica como acontecimiento salvífico. Sólo a la luz escato-
lógica de la fe en la resurrección se convierte la cruz en un misterio
teológico que deja de serlo si se la considera históricamente, por-
que muchos profetas así acabaron. La teología de la cruz en Pablo
y Marcos tiene como presupuesto la fe pascual y es su contenido
concreto. Pero ¿cómo puede Dios mismo ser desamparado por Dios
y padecer y sufrir y morir en su Hijo?
III
El teísmo cristiano cae, en este punto, en una aporía muy ca-
racterística. La nueva literatura de la historia de los dogmas, tanto
protestante como católica, está de acuerdo en que el hecho del des-
amparo de Jesús (derelictio Jesu) constituyó la dificultad central
de la cristología de la primitiva Iglesia. Es verdad que en la adora-
ción del Crucificado por parte de la Iglesia inicial existió una «re-
ligión de la cruz». Ignacio pudo hablar, aún no reflejamente, del
«sufrimiento de mi Dios» (Rom 6,3), del que él mismo será imita-
dor en el martirio. Pero la reflexión teológica no estaba en situa-
ción de identificar el ser mismo de Dios con el sufrimiento y la
muerte de Jesús. La dificultad intelectual provenía del antiguo con-
cepto de Dios, según el cual Dios es imperecedero, inmortal e
incapaz de sufrimiento, mientras el hombre es efímero, mortal y ca-
paz de sufrir. Por otra parte, influía la antigua nostalgia de salva-
ción, según la cual consistía ésta en la divinización y la divinización
equivalía a inmortalidad y permanencia. El mismo Cirilo de Alejan-
dría, que acentuó al máximo la unidad divino-humana de Cristo,
tuvo que dar una nueva interpretación al desamparo de Jesús: el
desamparo de Cristo no es su propio desamparo, sino el de la huma-
nidad. Todo aquel que afirme que Cristo personalmente ha sido
vencido por el temor y la debilidad, ha excluido la confesión de su
El «Dios crucificado» 341
divinidad5. Pero ¿es que resulta realmente imposible referir el
sufrimiento de Jesús al ser mismo de Dios?
Nicea afirma, con razón, frente a Arrio, que Dios no es muda-
ble como lo es la criatura. Pero esto no constituye una afirmación
absoluta, sino sólo comparativa. Dios no está sometido a coacción
alguna por parte de lo que no sea Dios mismo. Lo cual no quiere
decir que Dios no sea libre para alterarse a sí mismo o para hacerse
alterable por otro. De la afirmación relativa de su inalterabilidad
no se deduce, sin más, la consecuencia de su inalterabÜidad ab-
soluta.
Contra los monofisitas de Siria había mantenido la primitiva
Iglesia la impasibilidad de Dios. En contraposición al sufrimiento
pasivo, conocía ella únicamente una incapacidad esencial de sufri-
miento. Pero existe un tercer estrato intermedio: el sufrimiento
activo, el sufrimiento del amor, la apertura libre que se deja afectar
por el otro. Si Dios fuese, bajo cualquier concepto, incapaz de su-
frir sería también incapaz de amar, como el Dios de Aristóteles,
que es amado por todos, siendo él incapaz de amor. Pero quien es
capaz de amor es también capaz de sufrimiento, pues está abierto
al sufrimiento que entraña el amor, permaneciendo sometido a él
en virtud de ese mismo amor. Dios no sufre como la criatura, por
indigencia, sino que, por la plenitud de su propio ser, ama y sufre
también en virtud de la libertad de su amor.
Las distinciones del teísmo entre el ser divino y el humano son
importantes hacia el exterior, pero nada nos dicen sobre las relacio-
nes íntimas entre Dios y Jesús, así como entre el Hijo y el Padre;
por eso no pueden ser aplicadas al acontecimiento de la cruz como
algo que acaece entre Dios y Dios. El humanismo cristiano cae, en
este punto, en una aporía semejante: ve en Jesús al perfecto hom-
bre de Dios, quedándose con su impecancia ejemplar como demos-
tración de «la conciencia siempre inconmovible de Dios» por parte
de Jesús; de manera parecida también la muerte de Jesús sólo po-
dría ser considerada como la perfección de su propia fe u obedien-
cia, pero no como desamparo por parte de Dios. En lugar de la
incapacidad de sufrimiento por parte de la naturaleza divina (apa-
theia), aparece entonces la inmutabilidad (ataraxia) de la concien-
5
W. Elert, Der Ausgag der altkirchlichen Christologie (1957), 95.
 342 J. Moltmann
cia divina de Jesús. De este modo, basta el desplazamiento del
antiguo axioma de la inmutabilidad de Dios al plano de «la vida
interior de Jesús». Las aporías continúan siendo las mismas. Pero
si, por fin, pasamos al humanismo ateo centrado en la figura de
Jesús, desaparece totalmente el problema que va implicado en el
grito de la muerte. Si no existe Dios, tampoco pudo Jesús, en defi-
nitiva, haber muerto abandonado por Dios. El grito de la muerte
como dirigido a Dios sería entonces algo totalmente superfluo.
Toda teología cristiana responde, en última instancia, al clamor
de la muerte de Jesús y explica, consciente o inconscientemente,
por qué Dios le ha abandonado. También el ateísmo responde a esta
pregunta, pero lo hace de tal manera que intenta sustraerle todo
fundamento para liberarse de ella. Pero el clamor de Jesús en su
muerte es más poderoso que la mejor respuesta teológica. Por eso
en la cruz todas las respuestas teológicas se convierten en referen-
cias provisionales a la venida de aquel Dios que puede ser la única
respuesta.
IV
El lenguaje cristiano acerca de Dios tiene que realizarse en la
conciencia y en la plena presencia del desamparo de Jesús por Dios
en la cruz, y sólo en ellas puede encontrar su justificación. O bien
la cruz es el fin cristiano de toda teología o el comienzo de una
teología específicamente cristiana. El lenguaje cristiano acerca de
Dios se convierte, en la cruz de Cristo, en un lenguaje trinitario
sobre la «historia de Dios», y debe distanciarse, en consecuencia,
de todo monoteísmo, así como de todo politeísmo y panteísmo. La
situación central del Crucificado es lo específicamente cristiano en
la historia universal, así como la doctrina de la Trinidad es lo espe-
cíficamente cristiano en la doctrina sobre Dios. Ambas cosas están
íntimamente implicadas. «No son las escasas fórmulas trinitarias
del Nuevo Testamento el fundamento escriturístico para la fe cris-
tiana en el Dios uno y trino, sino el testimonio ininterrumpido de
la cruz; y la expresión más concisa de la Trinidad es la acción divi-
na de la cruz, en la que el Padre permite al Hijo ofrecerse a sí
mismo por medio del Espíritu» 6 .
6
B. Steffen, Das Dogma von Kreuz. Beitrag zu einer staurozentrischen
Theologie (1920), 152.
343
El «Dios crucificado»
Tomamos el contenido exegético para esta tesis de las afirma-
ciones de abandono de la teología paulina. La palabra griega que lo
expresa (paradidomi) tiene, en la historia de la pasión de los evan-
gelios, una resonancia claramente negativa y significa traicionar,
entregar, abandonar, sacrificar o matar. En Pablo aparece este
sentido negativo en Rom l,18ss, en la exposición que él hace del
abandono de Dios para con el hombre ateo. La culpa y el castigo
coinciden: los hombres que abandonan a Dios son abandonados
por él y «entregados» al camino que ellos mismos han elegido: los
judíos a su legalismo y los paganos a su idolatría, y unos y otros al
acicate de la muerte. Pablo introduce un cambio de sentido en las
fórmulas del parédoken (o «entregó») cuando presenta el aban-
dono de Jesús, no en el contexto histórico de su vida, sino en el
contexto escatológico de la fe. Dios «no ha perdonado ni a su
propio Hijo, sino que le ha entregado por todos nosotros. ¿Cómo,
si estamos juntos con él, no nos dará todo por gracia?» (Rom 8,
32). En el desamparo histórico del Crucificado contempla Pablo
desde una perspectiva escatológica aquella entrega del Hijo por el
Padre en favor de los hombres ateos y abandonados de Dios. Pero
cuando, en este contexto, Pablo destaca al «Hijo propio» de Dios
sus afirmaciones comprenden también la entrega misma del Hijo
al Padre (aunque ésta no se realice de igual manera ni dentro de un
esquema patripasiano). Jesús sufre la muerte en el desamparo de
Dios. Pero el Padre sufre la muerte del Hijo en el dolor de su
amor. Si el Hijo es entregado por el Padre, el Padre padece su
abandono por el Hijo. Kazoh Kitamori lo ha llamado acertadamente
el «sufrimiento de Dios» 7 .
Dado que la muerte del Hijo es algo distinto de este sufrimien-
to del Padre, no se puede hablar de «muerte de Dios» en el sen-
tido del teopasquismo. Para comprender la historia de la muerte
de Jesús abandonado por Dios como un acontecer que tiene lugar
entre su Padre y él como Hijo es preciso hablar en esquemas tri-
nitarios, dejando a un lado, en este primer momento, el concepto
general de Dios. En Gal 2,20 aparece la fórmula parédoken con
Cristo como sujeto («... el Hijo de Dios que me amó y se entregó
por mí»). Según esto, no sólo el Padre entrega al Hijo, sino que eJ
' Kazoh Kitamori, Tbeology of the Pain of God (1965).
344 J. Moltmann
Hijo se entrega también a sí mismo. Lo cual hace referencia a una
comunión de voluntades entre Jesús y su Padre en el momento
de su separación total por el desamparo de Dios en la cruz. Ya
Pablo había interpretado como amor el acontecimiento del desam-
paro de Cristo por Dios. Lo cual reaparece en la teología de san
Juan (3,16). Y la primera carta de Juan ve centrada, en este acon-
tecimiento del amor en la cruz, la existencia de Dios mismo: «Dios
es amor» (4,16). Por eso, en la terminología posterior, se puede
hablar, en relación con la cruz, de una homousía o consustanciali-
dad del Padre con el Hijo, y viceversa. En la cruz, Jesús y su Dios
y Padre se hallan distanciados al máximo por el abandono y al mis-
mo tiempo se hallan en la más estrecha unión por la entrega. Pues
del acontecimiento de la cruz entre el Padre que abandona y el Hijo
abandonado procede la entrega misma, es decir, el Espíritu.
Si se quiere interpretar el acontecimiento de la crucifixión de
Jesús en el marco de la doctrina de las dos naturalezas, dispondría-
mos solamente del concepto del Dios único y de la naturaleza divi-
na, y desembocaríamos en graves paradojas. En la cruz clamaría
entonces Dios a Dios. En consecuencia, en este y sólo en este mo-
mento «Dios habría muerto» y, al mismo tiempo, no habría «muer-
to». Además, si contamos únicamente con el concepto de Dios,
siempre estamos inclinados a adscribirlo al Padre, refiriendo enton-
ces la muerte a la personalidad humana de Jesús, con lo que la cruz
es «vaciada» de la divinidad. Pero si, en este primer momento,
prescindimos ya de dicho concepto de Dios, tendremos que hablar
de personas en el marco mismo de las circunstancias peculiares de
este acontecimiento concreto. El Padre es el que abandona y entre-
ga. El Hijo es el abandonado, entregado por el Padre y también
por sí mismo. De esta realidad histórica procede el Espíritu del
amor y de la entrega, que conforta a los hombres desamparados.
Nosotros interpretamos así la muerte de Cristo no como un acon-
tecimiento entre Dios y el hombre, sino principalmente con un
acontecer intratrinitario entre Jesús y su Padre, del cual procede
el Espíritu. Con esta postura, 1) ya no es posible una comprensión
no teísta de la historia de Cristo; 2) es superada la antigua díco-
8
K. Rahner, Advertencias sobre el tratado dogmático «De Trinitate», en
Escritos de Teología, IV, 105-136.
El «Dios crucificado» 345
tomía entre la naturaleza común de Dios y su Trinidad intrínseca,
y 3) resulta superflua la distinción entre Trinidad inmanente y eco-
nómica 8. Así, se hace preciso un lenguaje trinitario para llegar a la
plena comprensión de la cruz de Cristo y se sitúa en su verdadera
dimensión la doctrina tradicional sobre la Trinidad. La Trinidad ya
no es entonces una especulación sobre los misterios de un Dios
«sobre nosotros», al que es preferible adorar en silencio a investi-
gar vitalmente, sino que en definitiva constituye la expresión más
concisa de la historia de la pasión de Cristo. Este lenguaje trinita-
rio preserva a la fe tanto del monoteísmo como del ateísmo, man-
teniéndola adherida al Crucificado y mostrando la cruz como inserta
en el ser mismo de Dios y el ser de Dios en la cruz. El principio
material de la doctrina trinitaria es la cruz. El principio formal de
la teología de la cruz es la doctrina de la Trinidad. La unidad de la
historia del Padre, del Hijo y del Espíritu puede luego, en un se-
gundo término, ser denominada «Dios». Con la palabra «Dios» se
quiere expresar entonces este acontecer entre Jesús y el Padre y
el Espíritu, es decir, esta historia determinada. Ella es la historia
de Dios a partir de la cual sobre todo se revela quién y qué es
Dios. Aquel que quiera hablar cristianamente de Dios deberá «con-
tar» y predicar la historia de Cristo como historia de Dios, es decir,
como la historia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a partir de la
cual se establece quién es Dios, y ello no solamente para el hombre,
sino también en el seno de su propia existencia. Esto significa, por
otra parte, que el ser de Dios es histórico y existe en esta historia
concreta. La «historia de Dios» es así la historia de la historia del
hombre.
V
En la historia cristiana, el Dios de los pobres, de los enfermos,
de los oprimidos y de los esclavos fue siempre el Cristo paciente,
perseguido y oprimido, mientras que el Dios de los ricos y de los
poderosos fue y sigue siendo el Pantocrátor 9 . Pero ¿qué significa
' Cf., por ejemplo, N. Gorodeckaja, The humiliated Christ in modern Rus-
sian Thought (1938); J. Cone, Singend mit dem Schwert in der Hand. Eine
theologische Interpretation schwarzer Spirituals: EvKomm (1971), 442-447;
H. Lüning, Mit Maschinengewehr und Kreuz - oder wie kann das Christentum
24
346 J. Moltmann
para la historia de la pasión de este mundo el conocimiento del
Dios en forma de siervo, del Hijo de hombre paciente y crucifi-
cado?
Quien sufre sin límites comienza siempre creyendo que ha sido
abandonado por Dios. Quien en su dolor clama, mezcla fundamen-
talmente su voz al unísono con el clamor de Jesús en su muerte.
Pero entonces Dios no es sólo el interlocutor oculto por el que el
hombre clama, sino en el más profundo sentido el Dios humano
que clama en él y con él y que se presenta con su cruz por el hom-
bre allí donde éste enmudece en su tormento. Quien sufre no pro-
testa sólo contra su destino: sufre porque vive, y está vivo porque
ama. Quien ha dejado de amar, ha dejado también de sufrir; para
él, la vida se ha convertido en algo indiferente. Cuanto más ama
el hombre, tanto más vulnerable es, ya que el hombre es vulnera-
ble en la medida en que es capaz de felicidad, y viceversa. Esto
podría ser calificado como la dialéctica de la vida humana. El amor
vivifica y hace mortal. La vitalidad de la vida y la mortalidad de la
muerte se experimentan en ese interés por la vida que llamamos
amor.
El Dios teísta es pobre. No puede sufrir porque no puede
amar. Pero el ateo que protesta, vive a su vez en una situación
desesperada: desemboca en el sufrimiento porque ama; pero, al
mismo tiempo, protesta contra el sufrimiento, y por ello contra el
amor, que le arrastra hacia el sufrimiento. ¿Cómo puede uno, a
pesar de la desilusión y de la muerte, permanecer en el amor? La
fe que surge de aquel acontecimiento de Dios en la cruz no res-
ponde a la pregunta del sufrimiento con una explicación teísta de
por qué tiene que ser así; pero tampoco responde con un mero
gesto de protesta, sino haciendo retornar al amor desesperanzado
a su propio origen: «Quien permanece en el amor, permanece en
Dios, y Dios en él» (1 Jn 4,17). Allí donde los hombres sufren
porque aman, Dios sufre en ellos. Allí donde Dios ha sufrido la
muerte de Jesús, demostrando así la fuerza de su amor, encuentran
también los hombres la fuerza para soportar el aniquilamiento y
überleben? (1971). Todos ellos demuestran cómo la piedad de los indefensos
y oprimidos, de los esclavos, los siervos o los indios se ha concentrado sobre
la pasión de Cristo y el Dios que sufre. Una teología de la liberación debería
comenzar a partir de esta cristología.
El «Dios crucificado» 347
para «aferrarse a lo mortal» (Hegel). Hegel llamaba a todo esto
la vida del espíritu: «La vida del espíritu no es la vida que se ate-
moriza ante la muerte y se conserva pura de la devastación, sino
que las soporta y permanece en ellas» 10. Quien llega al amor y, a
través del amor, al sufrimiento, experimentando la mortalidad de
la muerte, entra también en la «historia de Dios». Si reconoce que
su abandono ha sido superado en el abandono de Cristo, puede
permanecer en el amor, en comunión con la entrega de Cristo. Para
Hegel, la comprensión trinitaria de Dios hacía posible únicamente
el conocimiento de la cruz de Cristo como «historia de Dios»: «Esto
es, para la comunidad, la historia de la aparición de Dios; esta his-
toria es historia divina, a través de la cual ha llegado a la concien-
cia de la verdad. A partir de aquí surge la conciencia y el conoci-
miento de que Dios es uno y trino. La reconciliación en Cristo, en
la que se cree en y por Cristo, no tiene sentido alguno si Dios no
es conocido como el uno y trino» ". El acontecimiento de la cruz
se convierte, para la fe liberada y amorosa, en una historia de Dios
que abre futuro, cuyo presente se llama reconciliación con el dolor
del amor y cuyo futuro es el amor en su propio mundo, libre ya de
angustia y opresión. La historia de la pasión del mundo ha sido
asumida en la «historia de Dios» a través de la historia de la pasión
de Cristo. «En este sentido, Dios es el gran compañero, el que sufre
en confraternidad, el que comprende» (Whitehead). Desde el punto
de vista de la Trinidad, Dios es tan inmanente a la historia como
trascendente al mundo; él es (expresado con una imagen insufi-
ciente) en cuanto Padre trascendente, en cuanto Hijo inmanente y
en cuanto Espíritu apertura previa de un futuro a la historia. Si
comprendemos a Dios así, entenderemos nuestra propia historia, la
historia del sufrimiento y de la esperanza de la humanidad, como
«historia de Dios». Más allá de la sumisión teísta y de la protesta
atea, es ésta la historia de la vida, porque es la historia del interés
por la vida, la historia del amor.
J. MOLTMANN
[Traducción: M. GESTEIRA]
10
G. W. F. Hegel, Phanomenologie des Geistes, en Obras, ed. Glockner,
2, 34.
11
G. W. F. Hegel, Phüosophie der Religión, en Obras, ed. Glockner, 16,
2, 308.

LAS HUELLAS DEL SUFRIMIENTO EN LA HISTORIA
Y LA HUELLA DE DIOS
1. PERSPECTIVA DEL QUE SUFRE SIN ESPERANZA: LA NADA
El sufrimiento no es una experiencia, conducta o tarea a la que
el hombre pueda dedicarse cuando quiera o de la que le sea posible
excusarse por libre decisión. Pensar, trabajar, comprometerse, es-
cribir y leer, reír y llorar, etc., son actividades humanas que tienen
su tiempo. Nadie tiene la necesidad de hacer todas y cada una de
tales cosas día por día. Todo el mundo puede concederse unas va-
caciones para, desde el retiro, volver con nuevas fuerzas al trabajo.
Sin embargo, un hombre que sufra -—y nos referimos a uno que
sufra verdaderamente y no al que por un par de días se siente mo-
lesto y desganado— no sabe cómo salir de ese sufrimiento. Los
hombres que sufren son prisioneros del sufrimiento, se consideran
presos, faltos de libertad. Y esto es tanto más verdad cuanto que
los hombres que llevan mucho tiempo sufriendo ya no pueden ha-
cerse una idea de su propio sufrimiento. Se han acostumbrado a
él: son indiferentes a la vida y al dolor, así se van extenuando y
envejecen, llegan a vivir eso tan terrible que se llama el sosiego
en la desesperanza. Es un sosiego que no conoce descanso. No exis-
te ningún asidero para el día presente y el futuro parece perder
toda consistencia. La perspectiva de quien sufre sin esperanza es
la nada.
Una nada que al principio aparece como una nebulosa en la que
se han perdido los contornos de tiempo y lugar, dentro de cuyas
dimensiones creen poder seguir identificándose los impedidos por
el dolor. Si por fin logran disipar la niebla de su aflicción en busca
de su libertad, todo lenguaje, toda idea y, por último, toda imagen
les resulta imposible porque todos los caminos posibles se han es-
fumado. Hacia todas las partes, hacia adelante y hacia atrás, arriba
Las huellas del sufrimiento 349
y abajo, se abre ante ellos un espacio desorientado y sin fin. Este
espacio impalpable en que se mueve el hombre que sufre ya no es
tal espacio; es como la nada. Una nada redonda en su monotonía:
no se le ve salida alguna y en ella no caben palabras como descan-
so, esperanza, paciencia, tacto o vista, ya que en la infinitud del
vacío sólo existe un estado de ingravidez que convierte al hombre
en algo parecido a un objeto muerto sin peso alguno.
Jean Paul, con su visión de un Cristo muerto flotando en el
universo vacío, ha presentado como lo verdaderamente angustioso
la terrible realidad de un sufrimiento cuya corriente no conoce ori-
llas ni de tiempo ni de espacio, de una nada y una indiferencia
absolutamente monótonas. Ciertamente, esta visión no es más que
la imagen de un poeta. Pero, como imagen, es la antropología más
radical que pueda hacerse del hombre que sufre: su infierno está
en vivir sin finalidad y sin centro de gravedad propio, muerto como
un objeto cualquiera.
2. LAS HUELLAS DEL DOLOR SON DÉBILES IMÁGENES
DE LA REALIDAD COTIDIANA QUE VIENEN PRECISAMENTE
A NEGAR LA NADA
Probablemente con esa representación, con su visión del absur-
do ingrávido que está al final del sufrimiento, el poeta se ha sal-
vado de la nada y del horror. Donde existe una posibilidad de
representación, aunque sea de un fantasma muerto, la nada retro-
cede, y aparece, al menos, la angustia. Angustia que permite entre-
ver en la calamidad una realidad consistente contra la que el sufri-
miento puede volver sus débiles esperanzas. Así se vio Van Gogh
al principio de su locura, cuando se pintó como un anciano decré-
pito de barba enmarañada y ojos húmedos y rojos, echado sobre su
banqueta. Aparece como plegado, pero todavía los brazos, apoyados
en sus rodillas, le permiten estar un poco erguido y mantener le-
vantada la cabeza. El hombre marcado por las huellas del dolor
busca lo usual, la banqueta y los miembros de su cuerpo, para apo-
yarse y mantenerse erguido.
Los que verdaderamente sufren se pintan, se poetizan, se sue-
ñan, dentro de la nada vacía, un objeto, un algo que viene a negar
350 N. Schiffers
la nada: Jean Paul condensó en el espacio vacío su visión de la
imagen del Cristo muerto; Van Gogh se pinta a sí mismo y las
diagonales geométricas de una banqueta con la nada como fondo.
Para Stefan Andrés, una gota de agua en el techo, dominando
la situación de una persona probada por el sufrimiento, se convier-
te en el marco cartográfico del país de la nostalgia, en utopía.
En el salmo 107 resuena el gemido de los angustiados a quienes
ya nadie puede mantener, el desierto con tinieblas de muerte, y las
puertas de bronce, los cerrojos de hierro y las cadenas son señales
para los que andan desorientados por la nada. Las realidades ordi-
narias se convierten en signos de que la enajenación mental no
anuncia la nada infinita. También los muros cerrados de una cárcel,
en cuyo interior yace postrado y sin fuerzas el hombre mientras
espera impaciente una respuesta a su oración, pueden servir de
imágenes de la nada. El hombre que sufre hasta el punto de sentirse
abocado a la nada, antes de llegar a la locura, siempre ha forjado
objetos, construido imágenes y lanzado gritos en contra de esa nada.
Los que sufren gritan, aun cuando nadie, fuera de ellos mismos, les
escuche, porque no buscan tanto un interlocutor como palpar un
eco de la realidad. En el trasunto del mundo y en el eco de su pro-
pia voz, de sí mismos al fin y al cabo, esos hombres buscan orienta-
ción y apoyo. La huella del sufrimiento es la huella del hombre
mismo que en él se consume, es la huella de la mecha humeante, la
huella de una fibra radicular que alguna vez tendría que conver-
tirse en árbol. Huellas del dolor son algunas débiles imágenes que,
a pesar de todo —como dice André Malraux—, son lo suficiente-
mente fuertes como para negar nuestra nada.
Para estas débiles imágenes, estas maravillas realizadas por el
hombre para negar la nada, poco importa que su telón de fondo sea
la penosa oscuridad o la luz cegadora. En Retour a Tipasa cuenta
Camus cómo él se exponía al sol resplandeciente del mediodía para
acallar su doble sed de amar y de admirar. Pero, impresionado por
la luz, se le desvanecía la admiración, porque desde los sueños le
asaltaba la desgracia. «Fijo en el mar... al mediodía —anota Ca-
mus—, yo acallaba mi doble sed de amor y de admiración. Pues
cuando no se es amado, se tiene mala suerte; pero cuando no se
ama, es algo más: es una desgracia... ¡Oh luz! Finalmente, me di
cuenta de que en mí existe un verano invencible». También Camus,
Las huellas del sufrimiento 351
al parecer, lo único que intenta oponer a la nada que asoma en la
desgracia es la imagen del verano que vuelve cada año. Pero, al unir
su intento con un hambre y una sed insaciables y subordinar la
imagen del verano al deseo de poder amar siempre y con todas sus
fuerzas, este autor hace aparecer un nuevo motivo entre las huellas
del sufrimiento: el de la melancolía.
3. LA MELANCOLÍA DESCONOCE LAS DÉBILES HUELLAS DE
LO QUE EN EL MUNDO ES CAPAZ DE CONSOLAR, OPTANDO
POR LA FUERTE IMAGEN DE LA MUERTE DESTRUCTORA
La persona que ama siempre sentirá no ser amada lo suficiente.
O sea, que, de rechazo, el mismo amor se convierte en una débil
huella, por cuya insuficiencia sufre la persona que ama. Ahora bien,
dondequiera que el hombre sienta el dolor de su propia insuficien-
cia, está al acecho la tentación de la melancolía, capaz de destruir
la fuerte negativa opuesta a la nada aunque sea en débiles imágenes.
La melancolía —así piensa Camus— es la desgracia del hombre,
que ajusta su mirada para afrontar la nada y, consiguientemente,
lo incapacita para negar la nada por medio de imágenes cotidianas.
La referencia camusiana al amor insaciable señala con acierto la
disimulada infelicidad que se oculta en los momentos de la admira-
ción dichosa; hace saltar al león agazapado de la melancolía, porque
la admiración no es más que la débil imagen del amor cuya afirma-
ción necesaria niega la nada. Tal vez Pablo y la primera carta de
Juan se refieran a lo mismo cuando vienen a decir que todos los
hombres tienen necesidad de amor y que su ausencia sitúa al hom-
bre ante la muerte, suscita en él la infelicidad, el poder destructor
de la muerte. Así, pues, la canción de amor y sufrimiento sólo es
consistente cuando sus débiles imágenes de la vida no caen cu In
melodía de la melancolía, que sólo es capaz de lamentar la viiln.
El experimentar la insuficiencia del amor humano puede con-
vertirse en pathos, en canción de muerte, en la canción patológica
dictada por la melancolía del que ama. Ahora bien, este pal hits de
la melancolía, producido por la idea de que nadie anuí lo suficiente,
sería una huella del sufrimiento que supone ese «círculo vicioso»
del hombre en torno a su propia insuficiencia. El peso tic la ex pe-
352 N. Schiffers
riencia repetida de que el amor no es lo suficientemente fuerte
como para cambiar el mundo puede alterar el sentimiento de la
nada y de la negación de la nada, porque no es más que el recono-
cimiento de la propia debilidad humana. Si el hombre que sufre no
consigue sustituir la imagen de su debilidad por imágenes débiles
de su propia fortaleza, entonces busca el final de su sufrimiento en
la muerte. La experiencia consolidada de su propia insuficiencia
diaria puede convertirse para la persona que ama en una huella
materializada del sufrimiento que la remita hacia la muerte. Cuan-
do, por la afición humana a apariencias racionalmente claras, las
imágenes fuertes de la insuficiencia humana ya no quieren ser dé-
biles huellas del sufrimiento, éste busca patéticamente la muerte.
Los melancólicos están dispuestos a pagar este precio. Y lo pagan
incluso cuando aún son capaces de ver claramente las imágenes dé-
biles del hombre fuerte en las huellas del sufrimiento. Porque el
hombre, cuando cae en la melancolía, llega a negar lo que ve. No
quiere saber nada de la realidad del hombre débil y elige el poder
de la muerte precisamente como signo de su propia fuerza volunta-
riamente escogida.
4 . ACORDARSE DE LA REALIDAD DIARIA SIGNIFICA DEVOLVER
AL SUFRIMIENTO LAS HUELLAS ORIENTADORAS DE LA VIDA
Más sinceros consigo mismos y más valientes frente a la reali-
dad que estos enfermos, los neuróticos de la melancolía son los
evocadores, literatos y pintores, de las débiles huellas del sufri-
miento. A la amenaza de la nada no oponen el acto de fortaleza
de una muerte conscientemente elegida. Como hombres que sufren,
quebrantados por la acción, no vuelven a poner su confianza en la
acción. Porque la acción propia o extraña significó para ellos sufri-
miento, no vuelven a entregarse a la acción, sino a la evocación. Con
toda la racionalidad de que aún disponían, los evocadores de las
débiles huellas del sufrimiento han recogido y elaborado el recuer-
do del espacio —por ejemplo, el que necesita una banqueta— para
oponerlo a la negación de tiempo y espacio que la nada significa.
No hablan de un sitio en la playa de Tipasa; en su lugar, evocan la
dimensión espacial, infinita, pero limitada, del universo. Se aferran
Las huellas del sufrimiento 353
incluso a los muros de su cárcel, que les devolvían en eco sus pro-
pios gemidos, para encontrar de nuevo el mundo perdido por el
sufrimiento. Por la evocación hacen presente el mundo en que
vivieron para oponer así, valiéndose de los objetos que tienen a
mano, una nueva realidad espacio-temporal a la nada amenazante.
La evocación realizada por quienes el dolor ha debilitado permite
que, en las huellas que todavía quedan de experiencia corporal, los
angustiados por la nada vuelvan a vivir el tiempo y el espacio,
convirtiendo de forma objetiva y consciente el aburrido vacío en
la mezquina realidad ordinaria que el hombre necesita para vivir.
Evocar lo ordinario significa ofrecer al sufrimiento una huella de
vida que le sirva de orientación. Las huellas del sufrimiento, ela-
boradas por el recuerdo que la vida opone a la nada, son líneas
orientadoras en el tiempo y en el espacio, son huellas de hombres
que, en lo poco —y quizá en lo único— que les quedaba, vuelven
a descubrirse a sí mismos y también su historia. Las huellas del
dolor son las huellas de la historia descubiertas de nuevo.
5. LAS HUELLAS DEL SUFRIMIENTO SON NECESARIAMENTE
LAS HUELLAS PERSONALES DEL SUJETO QUE SUFRE. LA
TEORÍA SOBRE EL SUFRIMIENTO, LA COMPASIÓN Y EL CULTO
AL HEROÍSMO SON FALSIFICACIONES Y NO HUELLAS DEL
SUFRIMIENTO
Quien, en contra del autoengaño de la melancolía y frente a la
amenaza de la nada que acecha en el sufrimiento, defienda la evo-
cación como una referencia al mundo por parte del que sufre tiene
que examinar críticamente las historias que cuentan las personas
marcadas por el sufrimiento para no interpretarlas falsamente.
Los viejos cuentan hasta el aburrimiento, y siempre con la mis-
ma intensidad, historias de su juventud. Repiten sus recuerdos con
tanta frecuencia, que se llega a sospechar si no será que el hombre,
rebelde ante cualquier amenaza a la vida, cuando ve la muerte cer-
ca, se refugia en el pasado rosa. Pero lo que sucede en realidad
es que estos hombres mayores, debilitados por toda una serie de
experiencias dolorosas, quieren demostrarse a sí mismos y a los
354 N. Schiffers
jóvenes que los rodean que todavía en la actualidad ellos pueden
seguir afirmándose. Buscan en el recuerdo la confianza en sí mis-
mos; les conforta todo lo que antes intentaron y consiguieron. Pero
en su evocación no aparece la petulancia del orgulloso; repiten
constantemente: «Lo que nosotros hicimos un día lo podéis hacer
también los jóvenes ahora y más tarde». Se cuentan los recuerdos
para que el protagonista recupere y el oyente acreciente las ener-
gías que domeñan la vida. Evocar las historias pasadas no es una
huida; constituye un intento de perseverar y seguir actuando en la
vida.
Si esta interpretación es correcta, hay que admitir una preten-
sión más en esa repetición de recuerdos exuberantes de vitalidad:
el hombre viejo y caduco quiere apartar a su prójimo de las huellas
del dolor que él tiene que soportar. Las personas enfermas, viejas
y débiles saben, casi minuto a minuto, que tienen que soportar so-
las su dolor y que no pueden sacudírselo; pero, además, no quieren
que sus prójimos intenten siquiera prestar una atención total a este
su sufrimiento personal. Por esta razón recurren a la maniobra de
despiste de contar historias que recuerden la exuberancia de la vida.
Admitido ese razonamiento, aparece el fundamento último por
el que —de forma inconsciente, pero efectiva— se inicia una y
otra vez la maniobra de despiste. Si las cosas son como parecen,
los hombres decrépitos nos despistan de las huellas de su sufrimien-
to, porque por lo menos presienten, y probablemente saben a cien-
cia cierta por experiencia, que tanto el sufrimiento que llevan
encima como sus huellas son algo necesaria y exclusivamente suyo
propio. Las personas debilitadas recurren a las energías vitales cons-
tatabas en todo hombre, a la confianza y la capacidad de compren-
sión comunes a todos los hombres; nos desvían hacia lo que tiene
validez universal porque saben que el sufrimiento propio y sus
huellas sólo a ellos les pertenecen, es decir, que no son algo uni-
versal, teorizable y repetible. El ansia vital y la esperanza que com-
porta —que en sí son virtudes— pueden ser universales, teoriza-
bles. Pero el sufrimiento no es experimentado por todos de la
misma manera, sino que cada uno lo vive, de forma irrepetible,
como dolor propio. Por eso las huellas del sufrimiento son también
tan características, que sobre ellas no puede hacerse una teoría um-
versalmente válida. Ahora bien, lo que no es universal no puede
Las huellas del sufrimiento 355
comunicarse; no es enunciable y, por consiguiente, resulta tan cho-
cante, tan raro y terrible, que es preferible desviarse hacia otros
temas.
Si las cosas son tal como las estamos suponiendo, tendríamos
aquí una objeción contra cualquier teoría universal sobre el dolor;
ésta sería una superestructura. La misma dificultad habría que opo-
ner a la tentación de esos teólogos que pretenden teorizar las hue-
llas de un sufrimiento que sólo existe con carácter personal, para
enunciar, como resultado de tal teoría, un camino apropiado para
todos los hombres y que conduzca a Dios. Los teóricos del sufri-
miento, filósofos o teólogos, borran con sus abstracciones las hue-
llas del sufrimiento, acuñan moneda falsa, siendo así que el hombre
da a cambio sufrimientos que llevan la firma de su propio puño.
Tal vez esta realidad moleste a los teóricos que buscan las hue-
llas de lo universal, de lo lógicamente necesario y absoluto. Pero
alimenta el respeto hacia la persona que sufre. Aunque sólo fuera
porque la irrepetibilidad del sufrimiento y de sus huellas protege
a quien sufre de la compasión de los demás hombres.
Efectivamente, la compasión, como expresión sentimental, ten-
dría alguna cabida en nuestro contexto si las huellas del sufrimiento
fueran teorizables, fueran unas vías universales de comunicación.
Los que no sufren podrían proyectar a los que sufren en el plano
de su mero sentimiento, bastaría la sola afección interna para ha-
cerse cargo totalmente del dolor que los débiles, los enfermos, los
moribundos experimentan, siempre y en primer lugar, externa-
mente.
Pero el que no pierde de vista, frente al torpe intento de la
compasión, la distancia insuperable que existe entre el sufrimiento
grabado en el propio cuerpo y el mero sentimiento de quien no está
marcado corporalmente, queda vacunado contra la falsa reducción
de las huellas del sufrimiento al plano de una compasión con pre-
tensiones niveladoras. Constatará perplejo que, precisamente por
ser consciente de esa distancia, sólo puede estar junto al sufrimiento
sin intentar interpretaciones y en silencio. Y precisamente en esa
perplejidad, basada en el abismo insalvable que hay entre él y el
que sufre, aprenderá a ver que el espíritu humano no puede ence-
rrar el hecho de la existencia del dolor en su mundo en esa actitud
de simpática comprensión, de la que los espiritualistas lo esperan
 356 N. Schiffers
todo. La experiencia de esa distancia y el consiguiente reconoci-
miento de que la compasión no produce una identificación con el
que sufre preservan al hombre, desamparado ante el dolor ajeno
como ante un hecho extraño, del inadmisible triunfalismo de la
compasión; frente a las huellas del sufrimiento ésta resulta ridicula.
Sigmund Freud llamó la atención sobre esta realidad, que contribuye
a desmitifícar la compasión; consiguientemente, hizo que se pusiera
más esmero en el trato del que sufre.
Pero yo creo que se debería dar un paso más: quien, frente a
los cantos de sirena de la compasión, ha vuelto a emprender deci-
dido el camino de la auténtica atención al que sufre, se ha empeña-
do en todo un proceso de aprendizaje; en él aprende a ver que no
son las cosas monumentales, sino precisamente las múltiples peque-
neces de cada día (que hacen posible nuestra existencia en el mun-
do) las que están llenas de las huellas del sufrimiento. Precisamente
porque las personas que sufren se aferraron a las cosas de cada día
—y aquí empalmamos con la reflexión inicial—, nuestro espacio
vital está lleno de huellas del sufrimiento. Las huellas del sufri-
miento van adheridas a todas las realidades cotidianas del mundo
en que vivimos.
Esta idea me parece digna de atenderse desde una doble pers-
pectiva: en primer lugar, porque demuestra que los hombres no
tienen derecho a colocar a las personas marcadas por el sufrimiento
sobre el pedestal conmemorativo del culto a los héroes. Aunque
afirmemos que las huellas del sufrimiento llevan el sello de la per-
sona que sufre, no hay razón alguna para sacar a la persona que
sufre de nuestro mundo cotidiano y condenarla, como algo especial,
al santuario del culto al heroísmo. Nuestro mundo vive de las pe-
queneces a las que precisamente se aferraron los hombres del sufri-
miento. Por tanto, éstos son de los nuestros y no pertenecen al
recinto cerrado de lo sagrado. Los romanos, cuando aún no cono-
cían el culto al emperador, rendían culto a sus muertos en el marco
ordinario de sus casas. Los cristianos decían que los mártires perte-
necían a la Iglesia, que busca su camino en medio de las realidades
cotidianas del mundo. Jesús murió ciertamente fuera de la ciudad,
pero los cristianos lo veneran en el decurso de sus vidas, marcadas
por la cruz de cada día. Para este tipo de culto nada hay despre-
ciable, porque todas las realidades diarias están llenas de las huellas
Las huellas del sufrimiento 357
del sufrimiento. Lo único extravagante en un mundo así caracteri-
zado es el culto al heroísmo, que pretende ser extraordinario.
Esta advertencia nos lleva de la mano a la segunda huella digna
de atención y que de buena gana llamaremos la huella indirecta de
Dios en las huellas del sufrimiento.
6. LA HUELLA Í N D I R E C T A DE DIOS
EN LAS HUELLAS DEL SUFRIMIENTO HUMANO
En una reflexión sobre las huellas del sufrimiento no es nece-
sario demostrar que no ya esas huellas, sino tampoco el sufrimien-
to mismo, tienen como causa a Dios; provienen del hombre. En
contra de las disquisiciones barrocas sobre el origen del mal, baste
decir que en el Antiguo Testamento nunca se afirma de modo gene-
ral que el sufrimiento sea un signo constitutivo del pueblo de Dios.
El sufrimiento no es causado por Dios, sino por hombres: por pa-
dres, hijos, parientes y enemigos o por situaciones calamitosas como
las catástrofes (2 Re 22,19), injusticias (Ez 35,5), explotación (Ez
18,18), pobreza (2 Re 8,13), persecución (1 Tes 1,6) o cárcel (Act
20,23), cosas todas contra las que nada puede hacer el hombre. No
Dios, sino los hombres, son quienes causan el sufrimiento.
Lo que se dice sobre el sufrimiento hay que decirlo también,
según la Biblia, de sus huellas. La angustia propia de la aflicción
hace afluir a los labios del hombre el gemido de la maldición, le
obliga a buscar a tientas en la oscuridad unos objetos o las manos
de otros hombres o a esperar impaciente el alba o la luz del sol
(Job 17,3.12-16; Sof 1,15-18; Is 8,21s; Jn 5,7). Las huellas del
sufrimiento, las lágrimas, el sudor, la sangre y el gemido llenan
la tierra y son las huellas de Job, el hombre, y no de Dios (Job
16 y 17).
El Nuevo Testamento repite este mismo modo de ver las cosas,
aplicándolo de tal forma al hombre Jesús, que todos los sufrimien-
tos y todas sus huellas son interpretados como huellas de Cristo
(Col 1,24; Flp 3,10; 1 Pe 4,13; cf. 2 Cor 1,5; 4,8.lOs; Ap 7,14).
También para la Biblia las huellas del sufrimiento en el mundo
son huellas del hombre que sufre. No son huellas de un dolor divi-
no intramundano ni de Dios mismo. Según la Biblia, por tanto,
 358 N. Schiffers

nadie tiene derecho a encumbrar hasta el cielo el sufrimiento del

hombre y sus huellas. Se quedan en la tierra, al pie del altar, como
testigos de cargo nuestros (cf. Ap 6,9s). No es la pobreza, la aflic-
ción, el sufrimiento o el llanto los que son proclamados bienaven-
turados, sino los pobres, los afligidos, los que sufren y lloran, los
que dejan en nuestro mundo las huellas de su dolor. Hombres
como Lázaro, que permanecen a nuestras puertas marcados por el
sufrimiento, son los que nos acusan y, a la vez, aquellos en quienes
Dios se fija (Le 16,19ss).
Esto es lo único que la Biblia dice de Dios y del sufrimiento
humano: Dios se fija en el sufrimiento del hombre y en las huellas
de ese sufrimiento. Pero éstas no son sus huellas; siguen siendo
huellas del hombre que sufre. Ahora bien, como Dios se fija de
modo especial en las huellas del hombre que sufre, podemos decir
que es Dios mismo quien se muestra en este sufrimiento del hom-
bre. Esta es la razón de por qué la Biblia dice que los días del
sufrimiento son días de prueba de Dios, que los débiles entre nos-
otros son los verdaderamente fuertes y que las huellas del sufri-
miento son las huellas de la pasión de Jesús en el mundo: signos
de la denuncia, del juicio y también de la salvación en medio de
nuestra vida ordinaria.
Precisamente porque Dios se fija en el que sufre y considera
sus huellas como signos dignos de su atención, las huellas del sufri-
miento pueden ser a la vez huellas directas del hombre y huella
indirecta de Dios. Al que esto le parezca poco, que reflexione si
no es ya bastante poder decir que las huellas del sufrimiento apa-
recen por doquier en nuestro mundo como huellas del hombre que
sufre, que se oponen a la nada, y se muestran también como huellas
del juicio y de la salvación, como signos, como huella indirecta de
Dios.
N. SCHIFFERS
[Traducción: D. ROMERO]
REPERCUSIÓN DE LOS CAMBIOS CULTURALES
EN EL PROBLEMA DE DIOS
El problema de Dios en su planteamiento clásico se refiere a
su existencia. «¿Existe Dios? ¿Es el universo visible lo único que
existe, o existe por encima y por debajo del mundo un ser invisi-
ble y supremo al que llamamos Dios?». Esta era la pregunta crucial
que las gentes se hacían; según la respuesta que diesen, eran teístas
o ateos. Los cristianos eran teístas: aceptaban y proclamaban la
existencia de Dios como presupuesto básico de la fe cristiana. Pero
¿existe realmente este ser supremo invisible? Los filósofos han
venido debatiendo durante siglos esta cuestión y le han dado una
serie de respuestas contradictorias. Algunos pensaron que podían
demostrar la existencia de Dios a partir de la existencia de las cosas
que vemos, mientras que otros creían que era posible explicar el
universo visible sin referencia alguna a lo divino.
Hoy se plantea de otra manera la cuestión crucial referente a
Dios. Esto es, al menos, lo que aseguran muchos teólogos contem-
poráneos. Dados los cambios significativos de la sociedad occidental,
que en algunos casos han afectado también a la vida de la Iglesia,
las personas han redefinido sus relaciones con la realidad, llegando
también a plantear de una forma nueva la cuestión relativa a lo
divino. Es significativo el hecho de que por primera vez en la his-
toria Dios se haya vuelto problemático dentro de la Iglesia cristia-
na. Pero antes de que podamos formular la cuestión contemporánea
acerca de Dios tendremos que examinar las raíces de la nueva auto-
conciencia del hombre en las instituciones sociales de la vida mo-
derna, pasando revista al papel que desempeña la religión en la
construcción de la sociedad.

LA NUEVA AUTOCONCIENCIA
El cambio producido en la autoconciencia del hombre tiene sus
raíces en dos importantes acontecimientos históricos: la revolución
industrial y la Revolución francesa. Los pensadores sociales del úl-
timo siglo, fuesen conservadores, liberales o radicales, estaban de
acuerdo en que estos dos acontecimientos tuvieron una importan-
cia decisiva; llegaban incluso a coincidir en sus descripciones de la
moderna autoconciencia, entonces en vías de formación, aun cuan-
do discrepasen ampliamente en su evaluación 1.
Resumiré brevemente los efectos de ambas revoluciones en la
sociedad y en la conciencia. La revolución industrial trajo consigo
una nueva movilidad en la sociedad europea. La creación de grandes
centros industriales sacó a los trabajadores de sus comunidades
rurales, destruyó los modelos de vida tradicionales, despojó a las
gentes sencillas de su seguridad hereditaria y creó nuevas ciudades
que fueron otros tantos centros de miseria y explotación. Al mismo
tiempo, los que alcanzaron el éxito en las nuevas ciudades se vieron
libres para crear condiciones de vida concordes con sus propios
ideales. Para ellos, la quiebra de los modelos tradicionales significó
nuevas posibilidades de dominar y transformar la sociedad. La crea-
ción de grandes industrias dio a determinadas personas la posibili-
dad de adquirir enormes riquezas, elevarse en la escala social y
asumir una nueva función dominadora en la sociedad. La movilidad
horizontal, y al mismo tiempo vertical, de la sociedad minó los
valores tradicionales, quitó a la vida social su estabilidad e intro-
dujo un principio de cambio permanente en lo social.
Observamos además cómo la nueva tecnología asociada con la
industrialización en gran escala mejoró las condiciones materiales
de vida entre la burguesía y despertó el deseo de elevar año tras
año ese nivel de vida. Las condiciones de vida dejaron de conside-
rarse como una realidad fija a la que debían adaptarse los hombres;
eran más bien una tarea y una responsabilidad. Las gentes empe-
1 proceso social, cuyo pasado quedaba hecho, pero cuyo futuro estaba
Cf. referencias, por ejemplo, en R. Nisbet, Tbe Sociological Tradition
(Nueva York, 1968).
Los cambios culturales y el problema de Dios 361
zaron a soñar con la creación de unas condiciones de vida que res-
pondieran a sus propios deseos.
De manera semejante, la Revolución francesa modificó las ideas
políticas del hombre occidental. Los dramáticos acontecimientos
que tuvieron lugar en Francia a finales del siglo x v m convencie-
ron a los pueblos occidentales de que las instituciones sociales, por
muy sagradas y veneradas desde antiguo que fuesen, no eran per-
manentes: eran creación del hombre y de ahí que pudieran ser des-
manteladas y rehechas de acuerdo con una nueva visión. El ideal
democrático expresaba la búsqueda, en todos los niveles, de unas
instituciones sociales que respondiesen a los valores y a las inten-
ciones de las personas que de hecho pertenecían a ellas. De ahí que
la sociedad no se mirase ya como una realidad dada, a la que el
hombre debía amoldarse, sino como una tarea humana, una estruc-
tura que había de ser creada, un producto de la vida y de la acción
del hombre.
Si bien la urbanización, la movilidad social, la tecnología en
expansión y las estructuras democráticas sólo afectaban en un prin-
cipio a los habitantes de ciertos centros de primer orden en Europa
y América, los pensadores sociales del siglo xix previeron claramen-
te que estas instituciones sociales se difundirían por todo el mundo
occidental y que en su día transformarían la conciencia de las per-
sonas en una vasta escala. No es preciso decir que las raíces de esta
nueva conciencia han de buscarse más allá de las dos revoluciones
antes mencionadas, que después de todo no eran sino los momen-
tos culminantes de los anteriores avances culturales y políticos. Lo
que estas dos revoluciones hicieron fue crear unas instituciones
sociales que estaban llamadas a determinar las formas de vida de
poblaciones enteras, iniciando así a las personas en una nueva con-
ciencia de sí mismas y de su propio entorno.
¿Cómo podríamos caracterizar esta nueva conciencia? Era, in-
evitablemente, un reflejo de la experiencia real que los hombres
tenían de la sociedad. En otro tiempo, la realidad social les venía
dada a los hombres, que se esforzaban por comprenderla y por lo-
grar que su vida encajara en ella. Pero ahora la realidad se experi-
mentaba como algo no acabado, que debía ser edificado, como un
aún por determinar y abierto a la acción del hombre. Se llegó a
25
362 G. Baum
mirar la realidad como un proceso, un desarrollo, una creación en
marcha que no estaba plenamente determinada por unas leyes está-
ticas, sino que dependía de las decisiones y de la acción libres del
hombre. Las personas empezaron a sentirse responsables de su fu-
turo. Les correspondía, en calidad de pueblo, edificar su mundo y,
al hacerlo así, comprometerse en su propia autotransformación.
Filósofos y sociólogos, aunque usaban distintos instrumentos con-
ceptuales, empezaron a considerar la actividad humana como la
intervención decisiva de los hombres en la tarea de edificar el mun-
do en que viven y, simultáneamente, de formarse a sí mismos como
pueblo. Los pensadores que propusieron esa manera de entender
la realidad estaban convencidos de que esta visión no respondía a
una construcción remota, completamente intelectualista, sino que
expresaba la conciencia de la gente normal que vivía en la nueva
situación. Lo dado era un hombre y una realidad en proceso de
creación. La tarea del hombre consistía en construir la realidad y,
al hacerlo así, crear a los hombres en cuanto seres libres y respon-
sables.
Al tomar conciencia de la realidad, se hizo inevitable que los
pensadores alcanzasen una nueva valoración de las ideas y del cono-
cimiento. La actividad mental del hombre entraba a formar parte
de la tarea de construir el mundo. La verdad no era un logro pri-
vado de la mente, consistente en la adecuación de la mente a la
realidad exterior, sino que la verdad empezó a considerarse como
un elemento, un elemento esencial en la producción del mundo y
en la permanente autoconstitución del hombre. Se vio que pensa-
miento y acción van más íntimamente conectados entre sí de lo que
se había imaginado antes. En esta perspectiva, también la verdad
religiosa empezó a ser entendida en términos del mundo que creaba
y de la acción que en ella se expresaba. En este contexto, el proble-
ma de Dios adquiría un nuevo sentido.
RELIGIÓN E IDEOLOGÍA
Los filósofos de la Ilustración consideraban lo religioso como
una costra de supersticiones que había de ser extirpada; en cambio,
los nuevos pensadores del siglo xix y principios del xx llegaron a
adquirir conciencia de que la religión cumple un papel en la socie-
Los cambios culturales y el problema de Dios 363
ilad. Aun cuando su valoración de lo religioso fuera totalmente
negativa, como ocurre en el caso de Karl Marx, entendieron que la
religión constituye una expresión significativa de la vida social. La
valoración positiva de la religión era muy común entre los sociólo-
gos. Emile Durkheim, por ejemplo, consideraba la religión como la
celebración del vínculo social que constituye una sociedad2. La reli-
gión es el elemento de cohesión que mantiene unida a una sociedad.
La religión crea y fomenta los valores con que un pueblo va cons-
truyendo su vida social, cultural y personal. Otros sociólogos, como
Max Weber, se mostraban más sensibles a la función dinámica de
la religión3. Puesto que la religión es una fuente de interioridad
y determina la autodefinición del hombre, tiene un potencial único
para la crítica y el cambio sociales. También en este caso se consi-
dera a la religión como una de las más poderosas energías sociales.
En esta perspectiva, una afirmación religiosa expresa la relación del
hombre con la cultura y la sociedad, dando origen a un curso par-
ticular de la acción. La religión interviene también en la tarea de
edificar el mundo de los hombres.
Los pensadores sociales radicales, por otra parte, vieron en lo
religioso una expresión del hombre alienado de sus semejantes y de
la naturaleza. Era un síntoma de enfermedad social, un reflejo
de las estructuras de dominio que distanciaban al hombre del nivel
más profundo de su humanidad. Para Marx, la religión era «el
lamento de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin
entrañas, el espíritu de una situación desalmada» 4 . La religión era
una ilusión resultante del fracaso del hombre que no llega a recono-
cer las efectivas condiciones sociales y las estructuras de poder que
actúan en su vida.
Es muy significativo el hecho de que Marx rechazara el mate-
rialismo ateo de los filósofos de la Ilustración, incluyendo a Feuer-
bach, casi tanto como rechazaba la religión 5 . Todavía Feuerbach
2
Cf. E. Durkheim, The Elementary Forms of Religious Life (Nueva
York, 1965).
3
Cf. M. Weber, The Sociology of Religión (Boston, 1968).
4
Karl Marx, Critique of Hegel's Philosophy of Right, en T. R. Botto-
niore (ed.), Early Writings (Nueva York, 1968), 43-44.
5
Cf. las famosas Theses on Feuerbach, en T. R. Bottomore (ed.), Karl
Marx, Selected Writings (Nueva York, 1956), 67-69.
364 G. Baum
se había ocupado de la cuestión clásica acerca de Dios: «¿Existe
Dios?». Su respuesta fue negativa. Pero Feuerbach, en opinión de
Marx, no había caído en la cuenta de la importancia de la religión.
No se había preocupado de preguntarse qué es lo que hay en la
sociedad, enfermedad u opresión, que impulsa a las personas a in-
ventarse ilusiones. Mientras esta pregunta quede sin plantear y
no se lleve a cabo el esfuerzo que exige un cambio de sociedad,
dice Marx, las personas seguirán teniendo una falsa conciencia y se
limitarán a sustituir una ilusión por otra. El materialismo ateo tra-
dicional era tanto una ideología como una religión, con la única
diferencia de que reflejaba los intereses de una clase distinta. No
todo ateísmo es verdadero. Marx consideró la cuestión religiosa
bajo una nueva luz. La verdad de una afirmación religiosa depende
de su peso y de su poder en la historia real de los hombres. ¿Qué
conciencia expresa y qué acción inicia la afirmación religiosa?
Si bien es totalmente inaceptable la equiparación de religión e
ideología que lleva a cabo Marx, pocos estarían hoy dispuestos a
negar el componente ideológico de la religión y de otras manifesta-
ciones culturales. Los cristianos en particular han llegado a reco-
nocer que en su religión, en sus formulaciones doctrinales, en sus
expresiones litúrgicas y en sus formas de organización se hallan
presentes en diversa proporción ciertos elementos que representan
una defensa inconsciente de privilegios sociales y de poderes polí-
ticos. Está, ante todo, la ideología de clase, a la que Marx atribuyó
una importancia capital en su análisis. La estrecha vinculación de
una institución eclesiástica a la clase dominante en una sociedad
imprime a la religión y al mensaje religioso un fuerte giro ideológi-
co, lo que sirve para defender el status quo político y para asegurar
la permanencia del orden social existente. Los cristianos podrían
dar hoy numerosos ejemplos tomados de sus propios países, de la
vida eclesiástica en Europa y América, de las misiones en otros con-
tinentes, donde la Iglesia se ha unido estrechamente a un partido
político, quizá a un orden social injusto y hasta a un régimen de
opresión, con lo cual el mensaje cristiano ha adquirido una signifi-
cación ideológica. Hay situaciones en que la proclamación de Dios
se convierte en una defensa del derecho y del orden establecidos,
en que el mensaje de la caridad y del sufrimiento de Cristo consti-
Los cambios culturales y el problema de Dios 365
tuyen una manera disimulada de aconsejar paciencia y conformidad
frente a las injusticias sociales.
Está también la ideología nacional. Los cristianos han adquirido
conciencia de que un intenso sentimiento nacional puede penetrar
las fibras íntimas de la religión, encontrando luego una vía de ex-
presión en la misma práctica y en la proclamación del evangelio.
Toda nación tiende a crear una especie de religión civil, un mito
en que se glorifica su destino nacional, que puede entreverarse
fácilmente con la religión del evangelio6. La religión puede llegar
a convertirse en una expresión y un disfraz de los sentimientos na-
cionalistas. En muchos países, los grupos nacionalistas se convir-
tieron en supuestos defensores de los derechos de Dios y de su
Iglesia. Al mismo tiempo, las Iglesias cristianas tienden a volverse
más bien insensibles ante los pecados y los crímenes de la nación
a que pertenecen. ¿Qué significa afirmar que Dios existe en las
diferentes situaciones históricas?
En la actualidad ya hemos tomado conciencia de la ideología
de raza y cultura. Convertida en religión, puede expresar el conven-
cimiento de la superioridad racial y el deseo de salvaguardar un
determinado ideal de cultura. En varias regiones de Europa y Amé-
rica podemos observar el curioso fenómeno que ofrecen sus ciuda-
danos agnósticos e incluso ateos, profundamente apegados a la glo-
ria de su país o a la pervivencia del predominio racial o cultural
heredado, que se pronuncian contra los cambios doctrinales y litúr-
gicos que se están produciendo en la Iglesia católica y en otras Igle-
sias cristianas.
Está, finalmente, la ideología de la vida personal, que ha sido
explorada ante todo por la psicología profunda. Si bien la visión
reduccionista de Freud en el sentido de que la religión es una pro-
yección inconsciente debida a la represión de los instintos resulta
totalmente inaceptable, pocos negarán hoy que en la religión se dan
proyecciones, de diverso contenido e intensidad, producidas por
problemas sin resolver en relación con los instintos y que posible-
mente se remontan a la primera infancia. Especialmente los sacer-
dotes y los ministros, que emplean mucho tiempo en la labor de
6
Cf. R. N. Bellah, Civil Religión in America, en D. R. Cuttler (ed.), Tbe
Rdigious Situation 1968 (Boston, 1968), 331-355.
366 G. Baum
consejeros personales, han caído en la cuenta de que muchos pro-
blemas relativos a Dios y a la salvación no son problemas religiosos
en absoluto, sino que sirven para ocultar los verdaderos problemas
humanos que la persona se niega a abordar, En la actualidad, in-
cluso los cristianos que no tienen problemas emocionales agudos
procuran alcanzar una mayor autocoiieiencm y aspiran a discernir
en su fe y en su práctica cristiana Ion elementos de proyección de-
bidos a una resistencia inconsciente contra ciertos conflictos vitales.
Los cristianos no tienen inconveniente en admitir que la religión
puede convertirse en un cauce para expresar una falsa conciencia
o en una pantalla que impide al hombre ver ln realidad tal como es.
Al mismo tiempo, los cristianos creen que el evangelio salva a
los hombres de la falsa conciencia. Jesucristo lia venido para liberar
a los hombres de sus ilusiones y del poder que eslas ilusiones ejer-
cen sobre ellos. En su lucha contra los poderosos de Israel, Jesús
demostró hasta qué punto la religión puede convertirse en una de-
fensa oculta y, en gran parte, inconsciente del poder político y de
los privilegios sociales y nacionales. A lo largo de la lucha que man-
tuvo contra el legalismo, Jesús demostró linsia que" punto puede
convertirse la religión en fuente de impulsos de muerte y de una
acción reiterativa en la vida de las personas, alejándolas de la sal-
vación. Su promesa consistió en que su mensaje liaría libre a la
persona. De ahí sacamos la conclusión de que en el evangelio reveló
Cristo que la religión, incluyendo la que se predica en su nombre,
está necesitada de una crítica permanente.
Las anteriores reflexiones han demostrado que los cristianos
ya no se conforman con entender una afirmación religiosa —por
ejemplo, referente a la existencia de Dios— en términos concep-
tuales; quieren examinar también su importancia real y su eficacia
en la vida y en la historia. Una misma afirmación acerca de Dios
no significa necesariamente lo mismo al ser pronunciada por dife-
rentes personas. Los cristianos han de preguntarse qué relación con
la sociedad y la vida personal entraña una afirmación acerca de Dios
y qué acción promueve entre las personas que la aceptan. No toda
actitud teísta está necesariamente de acuerdo con el evangelio7. La
posición teísta es aceptable únicamente en la medida en que sea
7
Cf. Leslie Dewart, The Future of Belief (Nueva York, 1966), 64-72.
Los cambios culturales y el problema de Dios 367
independiente de una ideología, en la medida en que exprese y pro-
mueva la reconciliación y la elevación de la humanidad. La pre-
gunta crucial para un gran número de personas en la actualidad no
es la clásica cuestión teísta, «¿existe Dios?», sino cómo transformar
nuestra conciencia personal y social de forma que exprese y pro-
mueva una relación con la vida y la sociedad en consonancia con
el evangelio de Jesucristo.
LA CUESTIÓN EN TORNO A LA DIVINIDAD
La nueva conciencia de que la realidad no está del todo hecha
y de que el hombre está llamado a crear su propio futuro ha in-
fluido profundamente en la vida de la Iglesia durante el siglo xx.
Incluso las afirmaciones religiosas se toman como expresiones de
la responsabilidad del hombre con respecto a la vida y la esperanza
en un futuro de la humanidad. La Iglesia católica reconoció ofi-
cialmente por vez primera esta nueva conciencia en el Concilio Va-
ticano II. Entonces se nos dijo que «en cada grupo o nación hay
un número creciente de hombres y mujeres conscientes de que ellos
mismos son los artífices y creadores de su cultura y su comunidad.
En todo el mundo se da un avance semejante en el sentimiento con-
junto de independencia y responsabilidad. Ese desarrollo es de suma
importancia para la madurez espiritual y moral de la raza humana.
Esta verdad se hace más evidente si tenemos en cuenta que el mun-
do se une cada vez más y que nos incumbe el deber de edificar un
mundo mejor fundado en la verdad y en la justicia. De este modo,
somos testigos del nacimiento de un nuevo humanismo, en que el
hombre se define ante todo por su responsabilidad con respecto a
sus hermanos y a la historia» 8 .
La Iglesia se asocia en este punto a ese nuevo humanismo. Esto
sorprendió al principio. ¿Cómo puede la Iglesia cristiana identifi-
carse con un humanismo en que el hombre es considerado ante
todo no en relación con Dios, sino en relación con la familia huma-
na y su historia? ¿No significa esto traicionar la tradición cristiana?
Para el cristiano que todavía se plantea la cuestión de Dios en su
8
Lumen gentium, n. 55.
368 G. Baum
forma clásica, esta afirmación tiene que sonar a escándalo. Pero
cuando situamos esta afirmación y el párrafo en que aparece en el
contexto de todo el documento conciliar, queda claro que no hay
olvido de lo divino; se da por supuesto que la dimensión divina,
es decir, sobrenatural, va implícita en la creciente responsabiliza-
cíón del hombre con respecto a sus hermanos y a la historia. En
la visión de la teología contemporánea, Dios es el misterio de re-
dención presente en la vida humana y revelado en Jesucristo, que
libera a los hombres de la servidumbre de la superficialidad y el
egoísmo, potenciando a los hombres para discernir y luchar contra
los poderes de destrucción que surgen en la vida humana y dispo-
niéndolos a acoger la salvación y la elevación de su vida que se les
sigue ofreciendo en su historia.
La cuestión referente a Dios ha pasado a ser una cuestión acerca
de la presencia de Dios en la vida humana como creador y reden-
tor, es decir, la cuestión acerca del significado y el destino de la
historia personal y social.
El primer teólogo católico que entendió la cuestión de Dios
bajo esta nueva luz fue Maurice Blondel, ya a comienzos de siglo 9 .
Si bien no prestó mucha atención a los aspectos, más amplios, so-
ciales y políticos de la autorrealización del hombre, abordó su auto-
rrealización personal, es decir, su historia personal como ámbito
de lo sobrenatural, y demostró cómo la misma vida enfrenta a los
hombres con la cuestión capital acerca de lo divino. En su vida se
siente cada hombre obligado a elegir una y otra vez entre cerrarse,
inmovilizarse en su mundo finito y aferrarse a sus categorías fijas
para interpretar su propia experiencia, o abrirse, desechar su visión
fija y finita de la realidad y aceptar la posibilidad de una nueva con-
ciencia creada por un misterio que le trasciende. Esta decisión, se-
gún Blondel, no se realiza en la mente, sino en la acción del hom-
bre, es decir, en su compromiso vital y en su orientación. Es en la
vida donde Dios se ofrece a los hombres.
Pocos teólogos siguen hoy la fenomenología blondeliana del es-
píritu humano. Pero al mismo tiempo, ya desde aquella época, son
cada día más los teólogos que coinciden con él en que el clásico
problema de Dios no coincide con la cuestión crucial acerca de lo
' Letter on Apologetics and History and Dogma (Londres, 1964).
Los cambios culturales y el problema de Dios 369
divino. La formulación clásica, «¿hay Dios, existe Dios?», oscurece
en cierto sentido el problema capital de la vida humana y del evan-
gelio cristiano, pues parece implicar que la cuestión de Dios se plan-
tea y se responde ante todo en el plano de las ideas y que sólo
después, una vez que ha sido resuelta, da origen a una nueva rela-
ción práctica con la vida. Muchos cristianos sostienen hoy que ello
es tanto como invertir los términos de lo que sucede realmente en
el encuentro del hombre con lo divino. Lo primero, afirman, es el
compromiso del hombre con la vida; es ahí donde el misterio divi-
no se le ofrece. Con su respuesta a la vida, expresada en acción y
en actitud, el hombre se abre a un nuevo futuro o se encierra en el
pasado. Los teólogos describen esta elección, esta pregunta-respues-
ta, de diferentes modos. Puesto que la cuestión surge gratuitamente
en la vida, ya no resulta fácil darle una formulación clara y definida.
Algunos teólogos centran la atención en el compromiso del hombre
en la vida personal, en su apertura a lo nuevo, en su decisión de
enfrentarse a la dimensión del mal, en su conversión o ruptura para
aceptar una nueva conciencia personal, mientras que otros se fijan
más en el compromiso del hombre en la vida social y política, en
su apertura a un nuevo orden, en su decisión de hacer frente a las
dimensiones del mal en la sociedad y en su ruptura para aceptar
una nueva conciencia social. En cualquier caso, la cuestión de Dios
se plantea en la vida. El concepto de Dios y la afirmación de su
existencia resultan de la reflexión del hombre sobre su presencia
en la historia, y no es posible mantener firmemente estas conviccio-
nes a menos que se haya respondido afirmativamente a la presencia
divina en la vida real.
G. BAUM
[Traducción: J. VALIENTE MALLA]

EL TESTIMONIO DE JESÚS SOBRE DIOS
1. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
Cuando se trata de cambios en el problema de Dios, hay que
considerar también lo que acerca de Dios dijo Jesús. En efecto: si
como cristianos queremos decir algo sobre «Dios», tenemos no sólo
que informarnos de las ideas que al respecto tuvieron Platón, Agus-
tín, Hegel, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud y Whitehead, sino
también y principalmente escuchar una vez más las palabras de Je-
sús sobre «Dios». Esta es la impresión que tienen muchos cristia-
nos y también muchos teólogos. En el análisis de las palabras de
Jesús sobre Dios, la discusión en torno al Jesús histórico de Naza-
ret, presente en muchos grupos y planteada de distintas formas,
lleva implicado el interés por una realidad última, total, orientadora
y alentadora; en otros términos: va unida a la cuestión de qué es
lo que en el lenguaje de la tradición religiosa se llama «Dios».
El lenguaje de Jesús sobre «Dios» era «indirecto» y «práctico».
Las páginas que siguen pretenden explicar qué quieren decir estos
términos aplicados al lenguaje de Jesús sobre «Dios» y, consiguien-
temente, al Dios de Jesús. Las parábolas ocupan, en este empeño,
el primer lugar porque son un elemento sumamente fidedigno de
la tradición de Jesús y nos transmiten el núcleo principal de su
predicación: el reino de Dios está cerca. Pero no sólo en sus pará-
bolas; Jesús también habló sobre «Dios», de forma fundamental-
mente «indirecta» y «práctica», en sus promesas y amenazas, en
sus instrucciones y en su decidida postura ante problemas concretos
(por ejemplo, el sábado, el matrimonio, la pureza ritual, el ayuno).
Esto va inherente a la realidad de que se habla en todas esas ocasio-
nes. Pero ¿qué tipo de realidad es ésa, de la que se puede y se tiene
que hablar en forma «indirecta» y «práctica»?
2. TRES SUPUESTOS PREVIOS
1) Ni la palabra «Dios» ni otras unidas a ella —como, por
ejemplo, «reino de Dios», «vida eterna» y «padre»— aparecen en
boca de Jesús como nombres que expresen directamente una reali-
dad. Jesús no las emplea como expresiones que asignen o nieguen
a una realidad ya conocida determinadas características. Eso quiere
decir el término «indirecto», a la vez que dilucidar cómo habla Jesús
sobre Dios y qué significa con respecto al Dios de Jesús el hecho
de que él hable así de «Dios». Jesús no se sirvió de afirmaciones
teóricas para adoctrinar a sus oyentes sobre una realidad llamada
«Dios». Y como tampoco tenía una teoría sobre esa realidad como
ya conocida, evitaba igualmente invitar a sus oyentes a que admi-
tieran una teoría concreta como la verdadera. Esto es lo que quere-
mos significar con la palabra «práctico», y preguntarnos qué senti-
do tiene el que Jesús se refiera a «Dios» en situaciones concretas
(al sanar enfermedades, al perdonar pecados, en caso de conducta
irregular, en el trato con hombres socialmente molestos). ¿Qué
tipo de realidad es ésta que se manifiesta en que un hombre, en
una situación determinada, adopta un comportamiento inesperado?
2) Hasta ahora la palabra «Dios» ha sido puesta entre comi-
llas con intención, para quitarle todo viso de evidencia. Hay quienes
consideran a Jesús como un judío palestino que, al igual que cual-
quiera de su ambiente, creía en seres superiores (Dios, ángeles, de-
monios), pero cuya obra e importancia no consisten en esta religio-
sidad socioculturalmente condicionada, sino en sus enseñanzas y
en su existencia ejemplar. Este modo de ver las cosas no responde
a los datos literarios e históricos. La conducta y las manifestaciones
de Jesús fueron consideradas por la clase dirigente de la política
judía contemporánea como ataques contra el Dios oficial del pueblo,
contra la Ley y el templo. Fue precisamente su modo de hablar de
«Dios» lo que costó a Jesús la vida: su promesa de sacrificio por
la sociedad, su anuncio de haber llegado la hora de la alegría y la
libertad, de haber llegado la hora de «Dios». La realidad manifes-
tada en su conducta y expresada en sus palabras, Jesús la puso en
el lugar que ocupaba el «Dios» de sus enemigos. Lo que sus pala-
bras y su conducta indicaban él lo interpretó como la realidad plena
372 K. Schafer
de sentido que todo lo abarca y determina, como la realidad futura
definitiva, como «Dios». Cuando perdona los pecados a un hombre,
cuando trata con los que la sociedad discrimina, cuando en sus bre-
ves historias deja bien claro qué es lo que en su opinión ha irrum-
pido en el tiempo, se está propagando algo que afecta absolutamen-
te a los interesados y dota a la palabra «Dios» de su verdadero
contenido. En la actividad de Jesús se dilucida lo que, según él,
merece llamarse realmente «Dios». Lo que le importa no es la pala-
bra, sino lo que realmente está aconteciendo. La realidad que el
lenguaje religioso llama «Dios» se hace accesible en acontecimientos
como los que Jesús llevó a cabo y que hacen posibles otros: tal es
el caso del acontecimiento del amor, que reúne a los hombres, los
cambia y los capacita para un nuevo modo de vida y acción.
3) El discurso de Jesús sobre Dios se puede analizar desde
muchas perspectivas. ¿Cuál es la justa?
Cabe preguntar: ¿cómo habló Jesús de Dios, a diferencia de sus
paisanos y de las dos primeras generaciones de cristianos? Se parte
entonces de una perspectiva estilística.
Se puede preguntar también: ¿qué dijo de nuevo Jesús sobre
Dios que no existiera en el judaismo de su tiempo? Es decir, se
puede partir del sentido que tienen algunas expresiones caracterís-
ticas de Jesús, como «abba», «reino de Dios», «entrar en la vida»,
etcétera. En ese caso, la perspectiva es semántica.
Otra pregunta sería: ¿cuándo habló Jesús de Dios?; ¿en qué
situaciones, con qué gente, qué cambiaba entonces en la situación
y en la actitud de tales personas? Se trataría, en tal caso, del fenó-
meno que se daba entre Jesús y sus interlocutores. A partir de este
«hecho lingüístico» habría que interpretar el estilo, la sintaxis y el
significado de las palabras de Jesús. El lenguaje de Jesús sobre Dios
se convierte entonces en un problema pragmático.
Aún cabe otra forma de afrontar la cuestión: ¿qué significan las
historias mismas que Jesús cuenta? En este caso, la atención se cen-
tra fundamentalmente en cada parábola aislada considerada como
una estructura literaria autónoma, artificialmente organizada, con
sentido completo en sus elementos y en el nexo que los une. En
esta perspectiva, el modo como Jesús enseña no es referido a otra
realidad cualquiera, sino que es considerado significativo en sí
mismo.
El testimonio de Jesús sobre Dios 373
Finalmente, podemos indagar en busca de un modelo de comu-
nicación y de locución que se ajuste a esas diferentes perspectivas
partiendo del hecho de que el discurso de Jesús sobre Dios es un
fenómeno determinado por muchos factores, pero, a la vez, unita-
rio. Piénsese, por ejemplo, en una historia como la de la «pecado-
ra» de Le 7,36-50: Jesús, en una situación determinada (debida en
este caso al banquete, a la actitud del dueño de la casa y a la con-
ducta de la mujer), se dirige a aquel que tiene necesidad de su pa-
labra (el anfitrión, en nuestro ejemplo). Por medio de una historia
le da a entender lo que está sucediendo en el momento: que una
persona se muestra agradecida por poder empezar de nuevo. En
todo el desarrollo intervienen seis factores: el que habla (Jesús), el
que escucha (Simón), el sistema de locución común (que determina
la breve historia de Jesús), la situación común (las circunstancias
concretas, las personas interesadas, su conducta), un medio de co-
municación (la palabra pronunciada, la voz) y, finalmente, la ense-
ñanza misma (la historia de los dos deudores, Le 7,41-43). La actual
ciencia del lenguaje distingue entre el modelo de este proceso de
comunicación y la teoría general sobre lo que una comunicación
lingüística puede aportar. En efecto, a los seis factores que inter-
vienen corresponden seis efectos distintos del lenguaje. El que
habla puede expresarse a sí mismo. El que escucha puede verse
influido. La situación (el «contexto») puede ser presentada. Todo
el proceso de comunicación puede ser controlado. El sistema común
de comprensión puede, en cuanto tal, ser ilustrado lingüísticamen-
te. La atención puede centrarse en el texto en cuanto tal. Desde
esta última perspectiva, el texto mismo aparece como el efecto lin-
güístico decisivo: se pone de manifiesto su forma, su sentido, su
importancia, él mismo en cuanto fenómeno estético.
3. OTROS DOS PUNTOS DE VISTA
El modelo señalado de los factores y los efectos de la comuni-
cación lingüística puede hacernos avanzar en la comprensión del
tema que nos ocupa. Quien quisiera analizar con ese modelo el
lenguaje indirecto y práctico de Jesús sobre Dios tendría, por ejem-
 374 K. Schafer
pío, que explicar, desde la perspectiva del medio de comunicación,
por qué Jesús necesita una conducta anormal para comentar lin-
güísticamente sus acciones-signos; por qué, por el contrario, la pa-
labra de Jesús crea una situación y la explica claramente (cf., por
ejemplo, Le 15,1.2 o Me 2,5; 2,23). Tendría que concluir que el
lenguaje de Jesús sobre Dios es un modo de acción.
Desde el punto de vista del oyente, habría que señalar cómo
Jesús se hace cargo de los intereses y de las posibilidades de com-
prensión de quienes le escuchan para implicarlos en la buena nueva
que él desarrolla mediante narraciones, cómo al mismo tiempo in-
cita a la protesta para crear conciencia del conflicto que se desarro-
lla entre él y ellos. Habría que mostrar cómo Jesús proporciona a
sus oyentes una nueva comprensión de sus vidas, que al mismo
tiempo les abre los ojos para que se fijen en el prójimo hasta enton-
ces despreciado (cf., por ejemplo, Mt 20,1-16 o Le 7,36-50). El
lenguaje de Jesús sobre Dios habría de interpretarse como un in-
tento de abrir a los oyentes los ojos para que vean lo que hay que
hacer en el momento concreto y que aparece como lo natural (por
ejemplo, Le 15,11-32).
Desde la perspectiva del contexto, habría que considerar, entre
otras cosas, cómo Jesús hace que en sus historias las plantas, los
animales, la tierra y los fenómenos de la vida hablen de «Dios»
indirectamente y por referencia a la práctica al utilizarlos de forma
pantomímica; habría que especificar, en este sentido, qué estaba
en consonancia con la época que él vivió en cuanto hombre y cuál
sería la conducta oportuna hoy día (por ejemplo, Mt 6,26.28s;
Me 4,26-29.30-32). Pero, sobre todo, habría que dejar bien claro
que Jesús habla de «Dios» destruyendo subrepticiamente la estruc-
tura social de la realidad, o sea, las bases ideológicas del «contex-
to» mismo (por ejemplo, Me 2,1.21s.27; 3,33-35; 7,14s; 10,9;
11,15-17; Le 18,9-14). Para Jesús, hablar de «Dios» significa mos-
trar como actuando ya en el presente un futuro en el que las falsas
relaciones de dominio existentes se verán superadas de raíz, porque
su justificación religioso-política habrá quedado destruida. Existe,
pues, un discurso indirecto y práctico sobre «Dios» cada vez que
Jesús arranca a los hombres de una conciencia falsa, de una situa-
ción social en que predominan el miedo y la ceguera. «Dios» apa-
rece en la palabra de Jesús cada vez que se llama la atención sobre
El testimonio de Jesús sobre Dios }75
un cambio de reinado que cambiará la situación. Este paso que
hace variar el «contexto», este derrumbamiento básico de las con-
diciones existentes define también al locutor, es decir, la función
del mismo Jesús. Jesús habla de Dios sin ningún título oficial o de
competencia académica. Considera que su conducta anormal, lo
que actualmente está sucediendo, constituye la realidad total y últi-
ma: cree coincidir con esa realidad. Al intentar comunicar su con-
ducta, deja libre la mirada para que sea posible asomarse a la reali-
dad que determina la situación y que quiere ser captada en esa su
fuerza liberadora: «Dios». Al hablar indirectamente de sus propias
acciones, que introducen una situación concreta, Jesús hace posible
que los oyentes descubran esa situación como la llegada de Dios
(Le 15,1-7.8-10; Mt 13,44-46.47-50): es Dios el que congrega a
los hombres e inesperadamente les sale al encuentro. Por lo que se
refiere a esta función, Jesús se distingue de Dios al relacionarse
con él especialmente en la oración (así, por ejemplo, Me 1,35).
En este artículo no es posible hacer una exposición detallada de
todo lo que cabría decir por cada una de las palabras claves corres-
pondientes a los seis puntos de vista del modelo lingüístico pro-
puesto. Por eso a continuación nos conformaremos con analizar
más detenidamente al menos los dos aspectos aún no considerados
en las palabras de Jesús: su lenguaje como tal y su texto.
1) ¿Hasta qué punto lo que dice Jesús sobre Dios es indirec-
to y práctico en su lenguaje, en su código?
a) Jesús utiliza perífrasis normales cuando felicita a los hom-
bres porque Dios está próximo (por ejemplo, Mt 5,9). Emplea el
código del lenguaje religioso para afirmar que el futuro pertenece
a las víctimas (Le 6,20b-23.24-26). También hace suyas aquí y ¡illií
expresiones directamente religiosas; pero ni siquiera en tales IUSON
adoctrina sobre un Dios lejano, sino que invita a sus oyentes ¡i que
correspondan con su acción a la presencia de Dios, a su deíen-m ¡n
(así, por ejemplo, Mt 5,44s.48 y Me 10,18).
b) Jesús escoge para designar el núcleo de su mensaje un lé\
mino religioso-político cargado de recuerdos y esperanzas: el «reino
de Dios» está cerca. Los hombres aprenden a perdóname unos n
otros, a alegrarse juntos, a saltar por encima de sus propios miedos
y prejuicios, a pensar bien unos de otros, a descender de sus pape
376 K. Schafer
les sociales. En estas pequeñas mutaciones se demuestra el paso de
un reino a otro (Me 1,15a; Mt ll,5s), que las parábolas de Jesús
escenifican de forma literaria. Jesús, pues, incluye en su praxis,
liberadora del hombre y desmitificadora de las instituciones, histo-
rias profanas, inserta la vieja palabra «reino de Dios» en este cam-
po lingüístico no religioso y dentro de este «código» da nuevo
juego a la palabra «Dios». De esta forma, las palabras religiosas se
ven metidas en un contexto áinámíco-práctico, de tal forma que
vienen a calificar indirectamente esta nueva praxis como lo único
que tiene futuro (Le 11,20 y 17,21).
c) Jesús se ha dirigido a su realidad determinante con el tí-
tulo de «abba». Esta palabra, del lenguaje infantil, sólo estuvo en
uso entre hombres que se conocían y se entendían mutuamente, que
eran compañeros y trabajaban juntos. Jesús puede hablar a Dios al
estilo humano y llamarle «padre», porque él ve que su cercanía
hace bienaventurado al hombre (Le 10,21-24; Me 2,13-17). Cuan-
do, al darse cuenta de que a su alrededor sucede algo bueno, habla
a los demás de Dios como el «padre», los invita a que se dejen
contagiar por su alegría frente a Dios y se entreguen a lo que en el
momento está sucediendo, porque de esta buena nueva es el futuro
(Me 10,27; Mt 7,7-11). Una vez más, el lenguaje de Jesús es in-
directo y práctico.
2) ¿Hasta qué punto el lenguaje sobre Dios es indirecto y
práctico en los textos de Jesús?
a) Jesús cuenta historias cortas. Saca a colación fenómenos
frecuentes de la vida doméstica y de la agricultura. Apunta casos
interesantes del terreno social, económico y familiar. Crea personas
y hechos y los pone como ejemplos. Todo pertenece al mundo en
que viven él y sus oyentes. Lo que se cuenta puede darse, al menos
como excepción, en cualquier época. Jesús se atiene al modo de
narrar que gusta al hombre de la calle: conciso, sin divagaciones,
interesante, sin concesiones al sentimentalismo, centrando la aten-
ción en los protagonistas y en sus hechos. Recalca las escenas de
diálogo, en que se llega a reconocer la realidad, en que hay una
opción por la felicidad o por la desgracia. La mayoría de las veces
los conflictos son de tipo socioeconómico. Aparecen deudas, sala-
rios, tributos, arrendamientos, ascensos o descensos sociales y eco-
El testimonio de Jesús sobre Dios 377
nómicos, todo lo que tiene que ver con la existencia física. Se trata
siempre de hombres normales con funciones socialmente normales:
padres e hijos, señores y siervos, hombres piadosos y pecadores,
empresarios y asalariados, gente de la buena sociedad y personas
humildes. Se les presenta en sus actitudes, en su conducta realista
o ilusoria. En tales historias sólo se habla de Dios indirectamente,
en la corriente y el andamiaje que atraviesa y estructura la acción,
en las actitudes e interacciones de los interesados.
b) El lenguaje, por tanto, mirado desde distintas perspectivas,
no versa sobre Dios. Ni él ni otros seres superiores intervienen. La
mayoría de las veces el escenario nada tiene que ver con la religión
(Le 18,9-14 es la excepción). Los ministros de la religión sólo apa-
recen una vez, para demostrar precisamente que la religión puede
conducir a pasar de largo ante la realidad (Le 10,31). Las materias
de conflicto o las situaciones en que un conflicto se resuelve no son,
normalmente, religiosas. Cada vez que en una de esas historias apa-
rece la realidad de Dios, se evita la palabra «Dios»: porque Dios
comienza a reinar en cuanto los hombres se acercan unos a otros.
No hace falta hablar de él (Le 10,33-35). Ni tampoco está Dios en
alegoría detrás de determinados personajes. El padre (Le 15,11-32)
y el dueño de la viña (Mt 20,1-16) no representan a un ser supe-
rior, sino que han de ser interpretados en su actitud, en su conduc-
ta, en el puesto que cada uno ocupa dentro de su respectiva historia.
Es improbable no ver de antemano la bondad de estos actores y de
otros de las historias de Jesús. Esa bondad surge de pronto y tiende
a expansionarse. Al estar determinadas en su totalidad por la apa-
rición repentina de esta bondad paradójica, las historias dan a en-
tender de qué ha llegado el momento. Ha llegado el tiempo del
bien. Quien acoge este momento, responde a la realidad, es decir,
a Dios.
c) Las parábolas de Jesús hablan de Dios de forma indirecta
y práctica porque ponen de manifiesto que ha llegado la hora y
dónde quiere Dios ser encontrado. Es la hora de alegrarse, porque
Dios se deja encontrar (Mt 13,44-46). Es la hora de optar por vivir
unidos a los demás conllevándose unos a otros o por permanecer
solos en el egoísmo (Mt 13,47s.24-30). A partir de ahora se puede
contar con que el tiempo trabaja a favor de Dios (Me 4,26-29),
26
37 B, K. Schafer
porque ya la pequeña semilla de Jesús pone de manifiesto cuál será
el futuro (Me 4,30-32). Pero el tiempo de que ahora se dispone
hay que aprovecharlo (Le 16,1-7), pues Dios nos aguarda donde
quiera que los hombres nos necesitan (Le 10,30-35). Jesús habla
de Dios de forma indirecta y práctica al remitirnos a aquellos que
sin nosotros (¿o por nuestra causa?) se quedan en el camino.
K. SCHAFER
[Traducción: D. ROMERO]
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IMPLICACIONES POLÍTICAS DEL PROBLEMA DE DIOS
El problema de Dios se aborda cada vez más en sus «implica-
ciones políticas». ¿Ocurre esto en virtud de su contenido propio,
o por el hecho de que ya no sabemos plantear la cuestión misma de
Dios? Hay muchos hombres a los que Dios ya no interesa; en con-
secuencia, ¿no estaremos tratando de devolverle un poco de lustre
a este viejo personaje y, no sabiendo cómo hacerlo, recurrimos al
prestigio de que hoy goza todo el que se interroga «políticamente»
a propósito de lo que sea? ¿Hay en todo esto un planteamiento
sincero, o sólo se trata de un nuevo oportunismo de los hombres
de Iglesia?
Evidentemente, se podría responder que al no disponer de un
lenguaje inmediato acerca de Dios en sí mismo, nos vemos obliga-
dos a recurrir, según las posibilidades que nos ofrecen los tiempos
y los lugares, al lenguaje de la metafísica unas veces, y otras al de
la cosmología, la psicología, la poesía o la política. La teología, por
consiguiente, hablaría de Dios metafísica, psicológica o política-
mente por la simple razón de que no puede hablar divinamente,
pero sin tratar de elevar ninguno de estos lenguajes a la categoría
de punto de vista absoluto sobre Dios.
¿Será, pues, la coyuntura cultural la única justificación, bastan-
te pragmática, del tipo de discurso elegido por el teólogo? Si Dios
mismo se ha revelado en un lugar y en un tiempo determinados
(«nadie ha visto nunca a Dios»; sin embargo, «nuestras manos han
tocado al Verbo de la vida»), ello nos remite a una elección norma-
tiva que nos impide hablar de Dios a partir de cualquier realidad
que se nos ofrezca en nuestro campo cultural. Negar tal cosa equi-
valdría a identificar la revelación de Dios con la totalidad del mun-
do, y a negar, en consecuencia, la historia propia de la revelación
de Dios.
Al preguntarnos hoy si el problema de Dios es político, ¿lo ha-
380 A. Durand
cemos por fidelidad al rostro auténtico de Dios revelado en Jesu-
cristo, o simplemente porque estamos embarcados en una lamenta-
ble búsqueda de nuestra última oportunidad?
I. EL PROBLEMA DE DIOS TIENE UNA HISTORIA POLÍTICA
Ante todo es preciso tomar buena nota de una realidad indis-
cutible: el problema de Dios aparece como eminentemente polí-
tico con sólo que nos lo planteemos en relación con nuestra propia
historia. Hasta un pasado muy reciente, la existencia religiosa era
una dimensión inalienable de la comunidad política. Creer en Dios
no era un lujo que la sociedad política hubiera podido ahorrarse.
Por el contrario, todo parece indicar que la vinculación religiosa era
algo indispensable para la misma existencia de una vinculación so-
cial. «La religión —escribía Bacon— es el vínculo principal de la
sociedad». Las creencias religiosas no eran un asunto que afectara
únicamente a la conciencia individual; era un problema político en
la medida en que una sociedad encontraba su cohesión en una iden-
tificación colectiva e institucionalizada con el mundo de los dioses.
La herejía se convertía en un crimen político, del mismo modo que
la oposición política adoptaba una expresión religiosa. A comienzos
de nuestra Era, el cristianismo entró en conflicto con la Roma an-
tigua en calidad de movimiento religioso, no de movimiento políti-
co. Pero este movimiento religioso representaba una amenaza polí-
tica conforme se iba desarrollando, ya que la unidad del imperio y
el poder del emperador pretendían apoyarse en un fundamento
religioso. El problema de Dios pasaba a convertirse en un problema
político debido precisamente al tipo de sociedad en que se plantea-
ba. Cuando la religión pagana resultó ya incapaz de asegurar esta
unidad política, pareció que otra religión, en virtud justamente de
sus éxitos, podría sustituirla; de esta forma, el Dios de Jesucristo
relevó a los dioses del Panteón. Antes de lamentarnos por este
compromiso político de la Iglesia constantiniana, sería preciso in-
tentar comprenderlo a la luz de la lógica propia de este tipo de so-
ciedad. El problema de Dios es una cuestión política por el mero
hecho de que la sociedad política busca para sí un fundamento
religioso.
Implicaciones políticas del problema de Dios 381
En nuestros días, al menos por lo que se refiere a algunas de
nuestras sociedades, las cosas ya no son del todo igual; la religión
ha pasado a ser un «asunto privado», en el sentido de que la per-
tenencia a una sociedad política ya no incluye un «momento» de
identificación religiosa colectiva e institucionalizada'. Se ha opera-
do una ruptura. El orden de una sociedad ya no está referido a un
conjunto de creencias religiosas determinadas; el vínculo social y
el consenso a nivel de asamblea se operan previamente o, si se pre-
fiere, más allá del universo religioso. La religión ha dejado de ser
el elemento integrador de nuestras sociedades, aun en el caso de
que, al nivel de la conciencia de ciertos individuos o grupos, las
convicciones religiosas sigan constituyendo un poderoso factor de
integración (o de rechazo). En la medida en que existen estos gru-
pos religiosos, el mundo de sus representaciones religiosas podrá
eventualmente actuar en el sentido de un sostén de la sociedad
establecida o de las fuerzas de oposición presentes en esa sociedad,
pero ello es ante todo problema de esos grupos, no de la sociedad
en todo su conjunto. La cuestión de Dios ha pasado a ser en nues-
tros días políticamente marginal, pues el eje principal de ordenación
de la sociedad política ha dejado de ser de orden religioso.
Por muy marginado y superfluo que resulte hoy el problema
de Dios, allí donde aún subsiste no puede considerarse política-
mente neutro; ya no tiene implicaciones políticas en razón del ca-
rácter religioso de la sociedad política, sino en virtud de la auto-
nomía y de la universalidad que ha adquirido la misma sociedad
política. Para entender el sentido de esta afirmación hemos de abor-
dar ante todo, aunque sólo sea rápidamente, la cuestión de qué es
esta sociedad.
1
Es importante precisar que las páginas siguientes no pretenden poseer
la misma certeza en todos sus puntos. Han sido escritas principal, aunque no
exclusivamente, teniendo a la vista la sociedad francesa. Por otra parte, habría
que introducir muchos matices en el texto tanto a propósito de la emancipa-
ción de lo político en relación con lo religioso como del análisis de la sobre-
determinación política de las cuestiones religiosas. Se comprenderá que en tan
pocas páginas resulte difícil expresar todos los matices que serían necesarios.

II. ¿QUE HEMOS DE ENTENDER POR SOCIEDAD POLÍTICA?
Al hablar de política nos estamos refiriendo necesariamente a
un conjunto social estructurado mediante unas instituciones o, si
se prefiere, a las instituciones que estructuran a los hombres en un
conjunto dado. En sentido propio, la misma sociedad es la realidad
política. Una acción es política en la medida en que, directa o in-
directamente, a corto o a largo plazo, contribuye a mantener la
estructuración actual de ese conjunto o a modificarlo para dar paso
a otra totalidad estructurada de distinta manera. Como consecuen-
cia de ciertos cambios, entre los que se sitúa en primera fila la in-
dustrialización, ha aumentado considerablemente en intensidad y
en diversidad la interdependencia de los diversos miembros de la
comunidad política, modificándose también hasta el extremo de dar
ocasión a que se formen unas clases nuevas. Ciertos procesos han
pasado a ser cada vez más universales, cada vez más coextensivos
a la sociedad política. Así, la vida económica ya no es asunto de
pequeñas unidades humanas aisladas unas de otras dentro del con-
junto más vasto que forma la comunidad política, sino que abarca
con carácter de universalidad a todo ese conjunto. Lo mismo en el
nivel de la producción que en el de la distribución, o incluso en el
del consumo, resulta fácil comprobar que las estructuras de la vida
económica son hoy también unas estructuras globales de nuestra
sociedad. En este sentido, la economía ha pasado hoy a constituir
una realidad política.
Pero hay algo más. Los diferentes niveles o contenidos de la
existencia humana dependen cada vez más de esas estructuras de
conjunto. El caso de la familia, despojada poco a poco de unas fun-
ciones que hoy están a cargo de instituciones más vastas (produc-
ción económica, educación, diversiones, atención a los enfermos y
ancianos), resulta particularmente significativo al respecto. El des-
tino de la vida familiar se juega hoy en gran parte fuera de la fa-
milia. No sería difícil aducir otros ejemplos. La originalidad de
nuestra situación quizá consiste en que el dominio de un determi-
nado ámbito depende cada día más del dominio que se ejerza sobre
todo el conjunto.
No sería útil seguir insistiendo en esta situación. Por una parte,
Implicaciones políticas del problema de Dios 383
Imy procesos que alcanzan cada día más en universalidad las dimen-
siones de la sociedad política (que llegan incluso a desbordar sus
límites territoriales); por otra, las diferentes opciones de la existen-
cia humana dependen cada vez más de esos procesos universaliza-
dos. Es preciso afirmar que la totalidad de la existencia humana
está saturada —en el sentido fuerte del término— de realidad po-
lítica. No todo es político, ya que existen otras cuestiones en la
vida humana distintas de las que se refieren a la organización ge-
neral de las relaciones humanas y al juego de los poderes que dan
lugar a esta organización. Pero todo es político, puesto que nada
hay que no esté condicionado por esa organización y, a su vez, no
ejerza sobre ella un influjo negativo o positivo. El fenómeno reli-
gioso, considerado al nivel de las creencias, los dogmas, los ritos y
las institucionalizaciones diversas a que da origen no es una excep-
ción a esta regla general.
III. EL TRATAMIENTO POLÍTICO DEL PROBLEMA DE DIOS
EN LA ACTUALIDAD. IDEOLOGÍA, POLÍTICA Y TEOLOGÍA
Ya podemos tratar de comprender más detalladamente las ac-
tuales implicaciones políticas del problema de Dios, así como dis-
cernir en qué condiciones podría referirse a Dios un discurso teo-
lógico políticamente consciente.
1) En la medida en que la sociedad política ha dejado de apo-
yarse en un fundamento religioso colectivo y socializado, es decir,
en la medida en que posee una autonomía con relación a las cues-
tiones religiosas, posee igualmente una mayor realidad que éstas.
El hecho religioso se presenta entonces como una de las múltiples
determinaciones internas que se producen dentro de una realidad
más comprehensiva, la realidad misma de la sociedad política. Con-
trariamente a lo que podía ocurrir en la situación que antes hemos
evocado, las religiones pueden disfrutar a partir de este momento
de cierto «juego libre» que no pone en tela de juicio, de manera
tan inmediata como antes, la organización misma de la sociedad
política. Este es el precio de su pérdida de universalidad. Es tam-
bién lo que, en términos más moderados, se llama la era de la
tolerancia.
384 A. Durand
2) En la medida en que la sociedad política es la única reali-
dad englobante, ejerce además una sobredeterminación de las cues-
tiones religiosas. La emancipación de lo político con respecto a lo
religioso no va acompañada de una paralela emancipación de lo
religioso con respecto a lo político. Tampoco la autonomía es recí-
proca. Pueden debatirse las cuestiones religiosas sin que la sociedad
política se sienta ipso jacto afectada, pues, por una parte, ya no as-
pira a una fundamentación religiosa, y por otra, las cuestiones reli-
giosas no tienen una universalidad coincidente con la que posee la
sociedad política. Y precisamente porque el «libre juego» de que
gozan las cuestiones religiosas se produce dentro de la sociedad
política, aquéllas se encuentran sobredeterminadas por ésta. Ahora
bien, para comprender por qué las cuestiones religiosas están sobre-
determinadas por la actual universalidad de la sociedad política es
necesario tener en cuenta que esta universalidad no es neutra: la
actual estructura de la sociedad política no está al servicio de todos
los ciudadanos por igual. Ante todo apoya los intereses privados
de ciertos grupos o clases. Además, estas mismas clases, mientras
no llegue a formarse una conciencia crítico-política entre aquellos
a quienes dominan, ejercen una presión ideológica sobre la sociedad
en conjunto, de forma que la ideología dominante coincide con la
ideología de las clases dominadoras. En semejantes condiciones, la
sobredeterminación política de las cuestiones religiosas se operará
espontáneamente en un sentido determinado: está en la lógica mis-
ma de semejante sociedad el que el problema de Dios sea abordado
de la manera más favorable a las clases dominantes, es decir, a las
clases que salen favorecidas con la universalidad actual de la socie-
dad política. No es para escandalizarse, sino para tomar conciencia
de ello. Tampoco podría ser de otro modo, al menos mientras no se
forme una conciencia político-crítica entre quienes tratan esta cues-
tión de Dios.
3) Esto es algo que se puede comprobar teniendo en cuenta
la forma en que la Iglesia, en un pasado reciente, ha abordado las
cuestiones religiosas. El mismo problema de Dios se politizó con
relación al tipo de universalidad predominante en una sociedad
transformada por la aparición del capitalismo. Habiendo perdido
su antiguo ascendiente, la Iglesia se encontró estructuralmente mar-
ginada en la sociedad moderna y buscó nuevos modos de integra-
Implicaciones políticas del problema de Dios 385
ción. La influencia de la universalidad «parcial» de la sociedad
política adquirió mayor fuerza aún por el hecho de que la Iglesia
l rato de hacer frente a su propia marginación sin renunciar a la nos-
l algia del puesto dominante que ocupaba en la sociedad medieval.
Por hallarse marginada, le era preciso encontrar una nueva «razón
social» que le permitiera justificarse a los ojos de aquella sociedad.
La Iglesia ofreció la prueba de su utilidad poniendo sus recursos
caritativos al servicio de la sociedad existente y ofreció sus reme-
dios religiosos para hacer más soportables las desdichas de la época.
Supo encontrar dentro de aquella sociedad los fallos que le ofrecían
la oportunidad de hacerse útil, las funciones de suplencia que le
asegurarían el ser admitida. Se vio entonces cómo algunos católicos
afirmaban que el Estado no tenía por qué preocuparse de los po-
bres, pues ésta era una función que Dios tenía reservada a su Igle-
sia. Obrando de esta manera, la Iglesia permanecía perfectamente
dentro de los límites de la sociedad establecida y en el respeto hacia
los poderes. Aquel Dios creador de ricos y pobres, que sólo exigía
a los primeros unas pocas limosnas más y que ofrecía a los segundos
los consuelos del más allá —ese Dios tal como se presenta en la
Rerum novarum, por ejemplo— lleva en su rostro la marca ideo-
lógica de la clase burguesa. Buscando la manera de justificar su
propia existencia a partir de la sociedad tal como era ésta, exacta-
mente igual que hoy algunos quieren encontrar a Dios partiendo
de la vida (pero ¿de qué vida?), la Iglesia renunciaba por ello mis-
mo a toda posibilidad de juzgarla. Su propósito de integración
(propósito consciente o inconsciente, nada hace al caso) le impedía
justificar su existencia a partir de un futuro que ella misma hubiera
podido contribuir a provocar en contra de la situación adquirida.
El paso de un «cristianismo social» a un «cristianismo político»,
como podemos observar en nuestros días, quizá sea el síntoma de
una renuncia a ese proceso de integración, de una libertad naciente
con respecto a la ideología y los poderes dominantes, coincidente
acaso con el planteamiento de un interrogante propiamente político
acerca de las mismas estructuras de nuestra sociedad.
4) Sería demasiado ingenuo pensar que la imagen de un Dios
creador de ricos y pobres, que pide a todos una fraterna colabora-
ción, haya sido inventada para responder a las necesidades de la
sociedad capitalista. Existía ya desde mucho antes... Pero esta
 386 A. Durand
misma imagen adquiere una significación política original en vir-
tud del contexto nuevo en que se ofrece. Mantener esa imagen de
Dios en una época en que los hombres van tomando conciencia de
que tienen poder efectivo sobre las estructuras mismas de su exis-
tencia social equivale a tomar postura contra todo movimiento ten-
dente a ejercer de hecho ese poder. Si la Iglesia anuncia esa imagen
de Dios en una sociedad con débiles posibilidades de cambio, ello
apenas tendrá consecuencia alguna. Pero resultará políticamente
m
uy grave tratándose de otro tipo de sociedad. Es justamente su
forma de presentar a Dios lo que hace que la Iglesia adopte una
posición política.
5) La sobredeterminación política de las cuestiones religiosas
no implica evidentemente que no puedan producirse modificacio-
nes específicas en el ámbito «privado» de las creencias religiosas, o
que estas modificaciones carezcan de repercusiones políticas. Puede
ocurrir, en efecto, que un cambio en la imagen de Dios resulte in-
útil con respecto a la organización actual de la sociedad política en
la medida en que esa organización esté consolidada por la legiti-
mación religiosa que algunos se hayan procurado. Ocurre así, evi-
dentemente, cuando tales creyentes representan un peso político
significativo en la sociedad en cuestión; por otra parte, existe efec-
tivamente una relación, aunque esté mediatizada de diferentes for-
mas, entre la imagen que se forjan de Dios y la manera de definirse
(o de creer que no están definidos) políticamente. Una modificación
de las representaciones religiosas puede ocasionar a la organización
social la pérdida de unos apoyos no despreciables. El problema mis-
mo de Dios puede implicar una baza política tan clara que no re-
sulta raro ver cómo algunos intervienen en los debates religiosos
por razones estrictamente políticas. En Francia, por ejemplo, el
académico M. Druon, que afirma sentirse más atraído por Epicteto
que por Jesucristo, se declara partidario de un retorno a lo «sagra-
do» en la Iglesia porque sabe perfectamente que un cambio en ese
terreno no contribuiría a la estabilidad política de la sociedad que
goza de sus preferencias2. A la inversa, un marxista como Casanova
M. Druon, Une Église qui se trompe de siécle: «Le Monde» (7 de agosto
de 1971).
Implicaciones políticas del problema de Dios 387
sigue con el máximo interés los cambios que se producen en la
imagen de Dios a que se remiten los católicos porque sabe también
perfectamente que ésa es una de las instancias con que es preciso
contar cuando se pasa revista a los elementos susceptibles de con-
tribuir a un cambio de sociedad 3. El problema de Dios, desplazado
de su puesto central, no por ello ha dejado de ser político.
El problema de Dios sufrirá el influjo de la universalidad polí-
tica dominante mientras quienes se interesan por él no tomen con-
ciencia crítica de su situación política. Cuando aún no se ha produ-
cido esa toma de conciencia, al parecer, queda lugar todavía para
una teología capaz de dar testimonio de la situación o para una teo-
logía mesiánica, pero no para una teología políticamente consciente.
Antes de que se tome esa conciencia política, las cuestiones reli-
giosas no pueden sino adoptar la tendencia que impone la uni-
versalidad parcial de la sociedad política, o bien oponerse a ella
adoptando unas formas mesiánicas, prepolíticas, por consiguiente.
No basta con argumentar a partir de la revelación para liberar el
problema de Dios de la presión ideológica dominante. Ese es, cier-
tamente, uno de los momentos necesarios de la investigación teo-
lógica, pero no se comprende cómo podría garantizar que este
discurso se vea libre de la presión que sobre él ejerce la sociedad
política tal como hoy está organizada. El discurso teológico no
podrá evitar el verse al servicio de las clases dominantes si no lleva
a cabo primero una crítica de la ideología de éstas.
Hacer esa crítica no significa que el discurso teológico esté
entonces condenado a sufrir pura y simplemente la atracción de la
ideología opuesta. Si ello fuese así, dejaría de ser crítico. Pero he-
mos de tener muy en cuenta que, en la situación actual de la huma-
nidad, la libertad no es posible —y mucho menos efectiva— a
menos que se lleve a cabo ante todo la crítica de la ideología de las
clases dominantes y a menos que inmediatamente se monte una
vigilancia constante con respecto a toda producción ideológica, cosa
muy distinta de una actitud neutral. Si la fe, como tantas veces se
viene repitiendo, no es una ideología, eso no quiere decir que sea
posible una fe sin ideología, lo mismo que tampoco existe un pro-
3
A. Casanova, Vatican II et Vévolution de l'Église (París, 1969).
3&% A. Duratid

blema de Dios sin implicaciones políticas. Lo mejor será tomar con-

ciencia clara de ello.
Puesto que el vacío que sufrimos es consecuencia ante todo de
una falta de conciencia político-crítica, no será posible liberar el
problema de Dios de la pretendida inocencia política en la que se
intenta mantener hasta que entre en el ámbito de la teología esta DIOS COMO PROTESTA CONTRA
conciencia crítica. «LA MUERTE DEL HOMBRE»
A. DüRAND
[Traducción: J. VALIENTE MALLA]
El concepto de Dios está perdiendo terreno en sus funciones
entre los pensadores contemporáneos. Uso el término «concepto»
para subrayar desde el principio que Dios mismo, el Dios vivo no
conceptualizable, no depende en su realidad de las funciones que
nuestro conocimiento descubre en él. Si es Dios, no pueden crearle
nuestras inteligibilidades. Lo propio de Dios, a diferencia de lo
divino, está en que no es el atributo que nosotros conferimos a la
dimensión última de nuestra experiencia humana, sino que surge
frente a esta experiencia como una alteridad inimaginable por ella.
Dios no es la prolongación ni la coronación de lo humano, sino el
que está enfrente del hombre, lo cual precisamente hace posible la
encarnación, cosa diferente a la infusión. La noción bíblica de Dios
insiste con toda claridad en este elemento de alteridad, de potencia
adversativa del hombre, teniendo en cuenta que tener a Dios como
adversario constituye la oportunidad del hombre, si el hombre
puede convertirle en compañero suyo, ya que para el hombre todo
depende del querer de Dios. Como ha escrito Gottfried Quell: «El
es la potencia ante la cual el hombre no puede resistir... Es muy
probable que la noción de potencia fuera para los semitas la noción
fundamental de su comprensión del ser divino» l . No ocurría lo
mismo para la generalidad del pensamiento griego, en el que lo
divino es la expresión que el hombre otorga a su percepción de la
coherencia armónica del conjunto del cosmos, y lo divino es la su-
peración progresiva de nuestras aprehensiones, limitadas y dema-
siado antropomórficas, del mundo. «La historia del espíritu en el

1
Gottfried Quell, El y Elobím en el Antiguo Testamento, art. «Theos»,
en Theologisches Worterbuch zum Neuem Testament (Stuttgart, 1938),
III, 84.
 390 A. Dumas
mundo antiguo concibe a Dios como esencia que garantiza la esta-
bilidad (de las cosas) en cuanto ser» 2. En la concepción bíblica,
Dios es una fuerza soberana que de ninguna manera depende de
nuestras percepciones, ni de nuestras concepciones, ni de nuestras
imaginaciones, por el hecho de que somos nosotros quienes depen-
demos de la decisión que Dios pueda tomar de revelársenos o de
ocultarse. Para el pensamiento griego, lo divino es lo que el hombre
realiza y percibe en la cumbre más pura de su especulación.
Por tanto, podríamos rechazar tajantemente, como algo que
carece de importancia frente a la realidad de Dios, el hecho de
que haya perdido sus funciones ante la inteligibilidad del hombre,
e incluso podríamos afirmar que la inutilidad que la filosofía mo-
derna experimenta frente a lo divino constituye la mejor situación
para redescubrir que la intervención de Dios es precisamente algo
completamente diferente de la elaboración que el hombre hace de
lo divino. Como filósofo contemporáneo, Gérard Granel lleva razón
cuando dice: «El problema no está en Dios. Es natural. Tenemos
el presentimiento confuso de que Dios choca hoy especialmente,
por decirlo de alguna manera, con su propia dificultad, con el re-
troceso de su trascendencia, con el hecho de ser algo absolutamente
extraño para el hombre. Pero si enfocamos el problema desde el
punto de vista de Dios, es algo fuera de toda duda que Dios superó
siempre esta dificultad aparente, y las características de nuestro
tiempo no son ciertamente, más que las de otras épocas, un obs-
táculo para el Todopoderoso» 3. Sirva esta advertencia como preám-
bulo inamovible. Existe en la actualidad tal inflación de la herme-
néutica, con menoscabo de la dogmática, que corremos el peligro
de desbarrar, comportándonos como si la inteligibilidad humana
fuera el fundamento de la realidad de Dios, como si el hombre
fuera la condición de Dios, como si Dios fuera el producto divino
de nuestras propias elaboraciones. Cuando procedemos así, estamos
confundiendo, al socaire de la crisis que experimenta el concepto
de lo divino en la filosofía contemporánea, la ontología negativa
con una teología que ya ha sido declarada inviable. Si el hombre no
2
Hermann Kleinknecht, La noción griega de Dios, ibíd., 78.
3
Gérard Granel, Sur la situatíon de l'incroyance: «Esprit» (París, enero
1971), 4.
Dios y «la muerte del hombre» 391
se plantea ya el problema de lo divino, nosotros afirmamos que
Dios no puede ya tampoco atestiguarse como alteridad personal.
Bloqueamos la trascendencia de Dios en las dificultades que la in-
manencia humana experimenta para originarse, finalizarse o tota-
lizarse. Aplicamos a Dios los obstáculos que los hombres encontra-
mos frente a lo divino. Esta postura es absurda en lógica y confusa
en teología. Da por supuesto que nuestras condiciones de posibili-
dad prejuzgan una realidad que, por principio y por derecho, no
depende de tales condiciones. Por esta razón prefiero decir a
lo largo de esta reflexión que opero con el concepto de Dios, a
reserva de considerar por último cómo las vicisitudes mismas del
concepto tienen su importancia a la hora de expresar la realidad
de Dios.
I. LA SOCIEDAD ORGANIZADA
Y LA REGULARIDAD DE LA PRACTICA SOCIAL
Estos últimos años estamos asistiendo, a ambos lados del At-
lántico, a una reducción de lo que tradicionalmente se ha llamado
humanismo a partir del Renacimiento, es decir, la afirmación de
la trascendencia de la reflexión y de la acción del hombre sobre su
contorno. Este pedestal glorioso, o por lo menos eminente, sobre
el que estaba situado el hombre como único rincón del mundo
donde palpita la libertad, sufre conmociones. Contemplamos cómo
el hombre vuelve a ocupar un puesto más modesto, más exacto
—quizá debamos decir más insignificante— en el conjunto de las
cosas existentes. Con el fin de comprender esta reducción del tras-
cendentalismo humanista, voy a esbozar someramente la evolución
tecnológica de la sociedad contemporánea, si bien me limitaré espe-
cialmente a los nuevos rumbos de la reflexión, sin pretender por
lo demás que la infraestructura de la primera determine las super-
estructuras de la segunda, cosa que, curiosamente, ha llegado a ser
un argumento polémico contra la evolución actual entre aquellos
mismos que habían rechazado siempre la dependencia de la con-
ciencia con respecto a las situaciones.
Nuestra sociedad se caracteriza por la extensión de la memoria
gracias a las máquinas. La primera revolución industrial alivió a la
humanidad del esfuerzo muscular, liberando la energía oculta que
392 A. Dumas
se contenía en la materia y domesticándola al servicio de los pro-
yectos humanos. La segunda revolución industrial alivia a la huma-
nidad del esfuerzo cerebral, mediante la fabricación de máquinas
que saben calcular, ordenar, almacenar, clasificar y resolver infi-
nitamente más de prisa, más regularmente y más ampliamente que
el hombre. Tenemos la tendencia a llamar inteligentes a estas má-
quinas, porque trabajan con los elementos característicos de la inte-
ligencia, si distinguimos ésta de la intuición, de la evidencia y de la
imaginación, es decir, de la facultad de ordenar, de sintetizar y de
descubrir la solución más económica de una situación complicada.
Estas máquinas modernas tienen también la capacidad de reaccionar
ante los elementos nuevos que se les suministran o que ellas mismas
encuentran a lo largo de su recorrido. Los incorporan y corrigen la
marcha de esos elementos mediante un autorregulador que lleva a
cabo la permanente adaptación de las mismas a las transformacio-
nes que experimentan. Son, pues, unas máquinas que absorben una
cantidad sorprendente de datos, que conservan un equilibrio exacto
a través de los nuevos elementos que van registrando y que, al mis-
mo tiempo, son susceptibles de eliminar las aportaciones excesiva-
mente heterogéneas para ser integradas en el sistema establecido
y de conservar el proyecto inicial mediante una serie de retroaccio-
nes y anticipaciones.
En el caso de las máquinas, podemos encontrar las tres carac-
terísticas que Jean Piaget atribuye a las estructuras en su libro so-
bre el estructuralismo: la formalización de una totalidad, las trans-
formaciones relaciónales y la autorregulación selectiva4. No tiene
nada de extraño, por tanto, que el término de sistema, reservado
normalmente a los productos de la actividad cerebral del hombre,
tienda a generalizarse para aplicarse a todo lo que comporte ele-
mentos de regularidad y de interacción en el interior de un con-
junto suficientemente cerrado como para constituir un campo rela-
cional efectivo. Aquí todo está orientado a descartar la sorpresa en
beneficio de la integración, a suprimir la libertad, considerada como
un azar todavía sin programar, en beneficio de la necesidad, enten-
dida como la transparencia de la racionalidad. Se nos impone cierta
4
Jean Piaget, Le structuralistne (París, 1968), cap. I.
Dios y «la muerte del hombre» 393
forma de conocimiento, un conocimiento que garantiza la máxima
claridad en los cambios, el rigor más exigente en las operaciones,
sin plantearse ya las cuestiones insolubles sobre el origen, el fin e,
incluso en muchos aspectos, el contenido y el sentido de lo que está
en juego. El valor supremo, en este caso, no es la espontaneidad,
que es un resto subjetivo de mentalidad precientífica, sino la orga-
nización como expresión de la tendencia más profunda del espíritu,
y quizá del mundo, por llegar a ser algo coherente, lo contrario del
caos, y constituir un todo ordenado en lugar de saltar en fragmentos
o de dispersarse. Como ha escrito Witold Gombrowicz: «La forma
nunca es adecuada a la esencia. Sin embargo, todo pensamiento que
se esfuerza en definir la inadecuación de la forma llega a convertir-
se en forma y, de este modo, confirma precisamente nuestra tenden-
cia a la forma» 5.
Es claro que nuestra sociedad contemporánea participa en gran
parte de esta sociología del conocimiento y que el resto lo cons-
tituye el extremo opuesto de esta ideología de la organización:
la revolución como insurrección permanente y como utopía de lo
no posible. La mayor novedad para nuestra sociedad no está en
la productividad, que ya no maravilla al espíritu humano, sino
en la capacidad de previsión que tienen los programas que se
ejecutan o montan. Puesto que se opera en el marco de cierto nú-
mero de datos, ya se trate de datos lingüísticos, etnológicos, eco-
nómicos o políticos, podemos pensar en primer lugar que el número
de combinaciones posibles no es infinito y, sobre todo, que la solu-
ción más racional, que quiere decir también la más clara desde el
punto de vista lógico, la más elegante estéticamente y la menos
costosa económicamente, es única en cada situación. Esto significa-
ría que la sociedad deja de ser un magma ideológico, arbitrario y
confuso, para convertirse en un sistema teórico, científicamente
demostrativo. El gran sueño del positivismo fue eliminar las pers-
pectivas teológicas y metafísicas sobre las que todo el mundo puede
discutir hasta el infinito sin pruebas concluyentes, para llegar a un
esclarecimiento científico universalmente demostrable. Pues bien,
actualmente parece como si estuviéramos contemplando resurgir el
5
Citado como epígrafe del libro de Jean Ehrmann Structuralism (Nueva
York, 1970).
27
394 A. Dumas
positivismo tras el romanticismo del existencialismo y las primeras
versiones, voluntaristas y utópicas, del marxismo.
Existen, sin embargo, dos puntos que me parecen completa-
mente originales en lo que muy bien podemos designar con el nom-
bre vago de estructuralismo a mediados del siglo xx en contraposi-
ción con el positivismo de mediados del xix. En primer lugar, se
ha eliminado radicalmente la noción de progreso en la misma me-
dida en que la tendencia hacia la forma, hacia la organización, es
reconocida por los etnólogos como presente en todas las sociedades
humanas que han existido siempre. No hay, pues, ningún senti-
miento de superioridad en los investigadores, que han renunciado
por completo a calificar de prelógicas a las mentalidades de las so-
ciedades sin historia y sin ciencia, al menos en el sentido en que
hoy solemos entenderlas, es decir, la historia como cronología tota-
lizadora y la ciencia como causalidad mecánica. Más bien estamos
asistiendo al fenómeno contrario. La sociedad y el hombre moder-
nos serían quienes se habrían perdido en un mundo de ilusiones al
creer que están engendrando un mundo completamente nuevo,
cuando se limitan a retocar el mundo antiguo, siempre idéntico a
sí mismo a través de sus diversos sistemas de organización. La sabi-
duría, comparativista y relativista, ha reemplazado a la excesiva
confianza en sí mismo, progresista y absolutista. Augusto Comte,
que lo mismo que Karl Marx participaba de la filosofía iluminista
del siglo xvin, pensaba que el tercer estadio positivista superaba
los estadios precedentes y que la humanidad progresaba hacia un
cielo sin nubes bajo el cayado del saber científico. Hoy, entre los
pensadores contemporáneos, no volvemos a encontrar ningún vesti-
gio de este optimismo evolucionista. Al haber renunciado a la idea
de una historia total y contentarse con epistemologías regionales,
están muchas veces más próximos a Nietzsche y a su aceptación
sagrada del eterno retorno que a Marx y a su esperanza del hombre
nuevo, aunque ésta parezca más científica que mesiánica o utópica.
Los neopositivistas no vislumbran que la regularidad de las causa-
lidades científicas supera en racionalidad a la regularidad de las
mediaciones míticas, ya que en los dos casos hay unas reglas que
estructuran y ordenan de modo parecido la práctica social. Tampoco
se trata para ellos de oponer, a la manera de Bergson, las socieda-
des abiertas, arrastradas por el ejemplo de los héroes y por el des-
Dios y «la muerte del hombre» 395
cubrimiento de unas místicas hacia una moral más universal, n [UN
sociedades cerradas, todavía muy próximas al instinto anim:il, por
que precisamente la noción de clausura es lo que constituye a todu
sociedad como conjunto coordenado y como objeto de estudio.
Y aún se trata menos, como en Sartre, de potenciar el momento de
la fusión libre y unánime, el instante ferviente de la insurrección,
en detrimento de la contigüidad de la serie inerte que la ha prece-
dido y de la repetición institucional que la sigue, por la razón de-
que precisamente son las categorías de serie y de repetición las que
fundamentan toda sociedad humana viable y observable.
El progreso es, por tanto, una pretensión subjetiva a la que el
saber objetivo debe aprender a renunciar. A través de esta renuncia,
el hombre moderno vuelve a aprender la fraternidad, sin superio-
ridad, con todas las generaciones que nos han precedido, que se afa-
naron lo mismo que nosotros por realizar la conciliación de los ele-
mentos inconciliables que constituyen la trama del mundo. Como
mejor se advierte, según mi opinión, la modiifcación que lleva
consigo esta nueva perspectiva, es reflexionando en el sentido nuevo
que tiene aquí la palabra «dialéctica». Mientras en las filosofías
que se fundan en el progreso, ya sea individual o colectivo, la dia-
léctica se propone orientar una marcha de acuerdo con un eje
ascensional, prometido quizá a una visión y a una realización sinté-
ticas, en el nuevo saber la dialéctica designa el estudio de las me-
diaciones horizontales entre dos polos opuestos de modo permanen-
te. Ya no se busca un avance en la historia, sino una mediación en
un campo de experiencia y de conocimiento. La noción de síntesis
desaparece totalmente, porque si la síntesis se realizara alguna vez,
destruiría por el mismo hecho el objeto de la actividad humana,
que consiste en poner en relación constantemente datos opuestos.
Mientras la estructura de las filosofías del progreso aparece siempre
como más o menos trinitaria, con una totalización en marcha, la
estructura del nuevo saber es decididamente binaria, por la razón
de que el análisis estructural se centra en las relaciones y no en su
totalización. De aquí podemos deducir la gran diferencia que existe
entre el neopositivismo moderno y el antiguo.
Hay otro punto que me parece también muy importante. La
mayor parte de las relaciones, es decir, de las estructuras estudia-
das, son vividas de manera inconsciente por aquellos que las prac-
396 A. Dumas
tican. Se trata de relaciones ocultas, cuyas regularidades profundas
el investigador de ciencias humanas está muchas veces en mejores
condiciones de poder recomponer que los mismos que las viven.
Es evidente que el psicoanálisis ha influido fuertemente en esta
visión de la sociedad. El saber estribará menos, por tanto, en pro-
vocar a la conciencia a erigirse en iniciadora de la historia que en
descifrar los mecanismos de composición ocultos, que, tras la apa-
rente incoherencia o la coherencia excesivamente artificial, en reali-
dad restablecen el equilibrio de los impulsos opuestos. Mucho más
que en el positivismo antiguo, que se contentaba con disipar la
oscuridad mítica y el desdoblamiento metafísico por medio de una
luz plenamente científica, nos enfrentamos aquí con una interpre-
tación de lo excesivamente manifiesto. Lo que tomamos como una
innovación no es en realidad más que una reacción determinada
por un problema cuyos datos fundamentales han sido ocultados
por diversas ideologías justificadoras. La tarea del saber consiste
en reconstruir los pasillos subterráneos que existen entre los distin-
tos monumentos, más o menos ruinosos si sólo se contempla su
fachada o la dispersión de sus elementos visibles. Es necesario re-
construir las estructuras ocultas que hacen de toda sociedad un
conjunto con tendencia a la organización, cualesquiera que sean las
figuras individuales que se mueven en el primer plano de la escena,
mientras que, entre bastidores, existen unas fuerzas determinantes
que dirigen el curso de los acontecimientos. Como ocurre en toda
interpretación, al final uno se ve sumido en un juego de espejos,
donde no hay nada que sea último o primero, sino que todo es
relacional o está sutilmente referido a otro término distinto del
problema, del que no habíamos podido ver al principio los lazos
que lo unían con el término más visible. De esta manera se va cons-
truyendo una inmensa sintaxis que pone ante nuestros ojos la socie-
dad como si se tratara de una máquina que absorbiera una masa
de informaciones, que evolucionara siguiendo el ritmo de innume-
rables transformaciones internas y que se esforzara constantemente
por integrar lo nuevo sin hacer explotar lo antiguo. Solamente bajo
este título puede la sociedad llegar a ser objeto de saber científico,
como ya lo había deseado el antiguo positivismo, pero sin caer en
la cuenta de que el progreso de la organización no tenía precisa-
mente ningún valor metafísico en el plano de los valores y sin com-
Dios y «la muerte del hombre» 397
prender que los resortes de la realidad humana permanecen ocultos;
en una palabra: que lo propio del hombre, a diferencia de las cosas,
consiste menos en tener una conciencia con tendencia a la organiza-
ción que en tener un inconsciente capaz de ocultar las verdaderas
motivaciones.
El momento actual, pues, contempla el desarrollo de una tecno-
logía de las máquinas de la memoria al mismo tiempo que una ideo-
logía del saber organizativo. Repito que me niego a establecer una
relación de causa a efecto entre estos dos factores, porque es dema-
siado fácil separar la conciencia del condicionamiento socioeconó-
mico, cuando se quiere protestar a favor de la libertad, para volver
a emplear el argumento inmediatamente después, cuando se quiere
refutar una idea que nos desagrada. Debemos atenernos al hecho
de esta concomitancia: una tecnología de computadores y una ideo-
logía de regularidades sociales, para evitar el término discutido de
estructuralismo 6.
¿Significa esta concomitancia la «muerte del hombre»? Esta
expresión periodística fue lanzada por los defensores de la regula-
ridad social, antes de que la tomaran los adversarios del estructura-
lismo, casi al mismo tiempo que los teólogos hablaban de la muerte
de Dios. Pienso que la expresión conduce a errores tanto si ella
celebra el oscurecimiento de la trascendencia del cogito humano
como si lamenta la desaparición de la libertad humanista. De he-
cho, se trata más bien de otra definición del hombre no ya en tér-
minos de espontaneidad prerreflexiva y de insurrección creadora,
como en Sartre, sino en términos de regularidad lógica y de cambios
combinatorios. El hombre no es ya, como ocurre en todos los exis-
tencialismos, quien se proyecta en el encuentro del mundo masivo de
las cosas, aquel por cuyo medio ocurre lo imprevisible, el ser que no
coincide nunca consigo mismo. El hombre es el que opera transac-
ciones, mediaciones entre las cosas según unas reglas establecidas
y observadas. El hombre ya no realiza, o no intenta realizar, la his-
toria indeterminada de su libertad, sino que edifica un conjunto
6
Claude Lévi-Strauss y Louis Althusser lo aceptan. Michel Foucault, por
el contrario, lo rechaza. Piaget duda en aplicarlo tal cual a las ciencias huma-
nas si no se le añade el constructivismo. En realidad, no existe escuela, sino
una convergencia de métodos en los autores, especializados cada uno en su
propio campo.
398 A. Dumas
arquitectónico. Se esfuerza constantemente por delimitar para po-
der comprender y actuar. Michel Foucault expresa este cambio de
perspectiva en la «arqueología del saber» diciendo que es necesario
ir de ahora en adelante de los documentos a los monumentos, de la
historia a la arqueología7, es decir, de un contenido, animado y
percibido por una conciencia, a una organización descubierta y
descrita, sin preguntarse ya por la conciencia que la ha concebido
o sentido. Si en todo esto hay una muerte, es la muerte del hombre
como subjetividad creadora en provecho de otro hombre diferente,
producto, arquitecto y testigo de las objetividades organizadoras
que ponen orden en las cosas. Michel Foucault anuncia la desapari-
ción de la conciencia «dulce, muda e íntima» y la sustitución de
ésta por «un conjunto oscuro de reglas anónimas» 8 . Ya no se trata
del anuncio de un hombre nuevo ni de una sociedad transformada.
El hombre con que nos encontramos es un aficionado que se ejer-
cita en la precisión de sus juegos en un universo sin trascendencia
metafísica, sin filosofía de la historia y sin subjetividad creadora
o, si se prefiere, sin teología, sin marxismo hegeliano y sin kierke-
gaardismo sartriano.
II. DEL DIOS-FUNDAMENTO AL DIOS-CONTINGENCIA
¿Cuál puede ser la función del concepto de Dios en un pensa-
miento contemporáneo que cree haberlo inutilizado más que los
sistemas de pensamiento que le han precedido? Porque el pensa-
miento actual no sólo sigue rechazando todo fundamento metafísico,
sino que además suprime esos dos grandes refugios del concepto
de Dios que, en los tiempos modernos, han sido el sentido de la
historia, así como la apelación a la subjetividad. Es la respuesta
típica del hombre de hoy: «¿Dios? No lo conozco». Se rechaza a
Dios como substrato del ser, como totalización histórico-escatológi-
ca y como clave de la existencia, continuamente provocada al ries-
go, a la decisión y a la fe. Aquí ya no hay ninguna presencia oculta
7
La palabra se emplea en su sentido menos metafísico. No se trata de ir
a la búsqueda de una arché, de un origen, sino de renunciar a esa búsqueda
vana para reconstruir unas huellas que no serán el signo de una verdad que
se encuentre tras las huellas.
8
Michel Foucault, L'archéologie du savoir (París, 1969), 273.
Dios y «la muerte del hombre» 399
de Dios manifestada por su ausencia visible, puesto que se ha ne-
gado la necesidad de todo aquello que se solía vincular a la pala-
bra «Dios»: la esencia y el carácter de lo permanente, el origen y
el fin, la existencia y la vocación, el sentido y la interpretación. Los
que profetizaron que la muerte del hombre seguiría rápidamente a
la muerte de Dios querían decir, sin duda, que no era posible con-
servar en beneficio del hombre los grandes atributos clásicamente
aplicados a Dios. Eso era justamente lo que deseaba Sartre, por
ejemplo, cuando reprochaba a Descartes que no hubiera atribuido
al hombre exactamente lo que afirmaba de Dios, que el hombre
era el autor libre de los valores, el único que justificaba (no justifi-
cado él a su vez) el mundo y que debía proclamarse valientemente
como único creador responsable de todo el universo. Si ya no existe
la trascendencia de Dios, no existe tampoco la trascendencia libre
del hombre. En el fondo, el humanismo vendría a ser como un
injustificado apéndice teológico. El antihumanismo, que el ateísmo
reprocha a la teología y a cuya acusación ya estamos acostumbrados,
sería, por el contrario, la última etapa de ese ateísmo, que se niega
a conceder ningún privilegio al hombre desde el momento en que
ya no es la imagen particular de ningún Dios.
No creo necesario preparar a Dios un lugar que lo espere en el
mundo. Cuando la encarnación tuvo lugar, Dios vino precisamente
allí donde no quedaba ninguna plaza libre para él, ni en la continui-
dad de las genealogías de Israel 9 , ni en el mesón de Belén (Le 2,7).
Dios viene, como protagonista vivo, allí precisamente donde el
concepto de Dios ha caído en desuso, se ha hecho imposible o
inútil.
En lo que voy a decir, por consiguiente, no pienso utilizar el
concepto de Dios como un recurso apologético para deshacer el
bloqueo de una situación en espera de su carácter operacional. In-
tento comprender mejor cuál es la comprensión más justa que pue-
de ofrecernos una situación cultural que rechaza tan gran número
de imágenes tradicionalmente vinculadas al concepto de Dios.
El concepto de Dios ha estado clásicamente vinculado al funda-
' Aquí radica, a mi parecer, el sentido teológico del nacimiento llamado
virginal, que insiste en la «no legitimidad» de María, que no estaba casada
con José, mucho más que en el milagro sobrenatural de la concepción de Je-
sús. Cf. Mt 1,18 y Le 3,23.
400 A. Dumas
mentó y justificación de todo lo que existe. Dios aseguraba la per-
manencia allí donde el hombre instauraba la contingencia. Fusio-
nando la noción hebrea de fidelidad a través de las generaciones y
de los siglos con la noción griega de absoluto, libre de toda falta y
necesidad, la teología forjó un concepto de Dios en el que predo-
mina la eternidad opuesta al tiempo y la intemporalidad por en-
cima de la historia. Pero el concepto de ese Dios siempre encon-
tró dificultades en conciliarse con las intervenciones innovadoras
que el Dios de la Biblia provoca en el tiempo y por medio de
las cuales pone en marcha unas historias que le comprometen a él
mismo. Es necesario, por tanto, interrogarse por la inversión de
las categorías y preguntarse sí el hombre no es el fundamento de
una permanencia, mientras que Dios sería, al contrario, la irrupción
de una contingencia. Aunque parezca paradójico, debemos volver al
argumento de Sartre y preguntarnos si Dios no es quien está mejor
caracterizado por los atributos que Sartre reconoce al hombre, a
saber: la brecha de la conciencia y del proyecto en la opacidad del
mundo y de las cosas. Es necesario que hablemos de Dios antropo-
lógicamente (pero no antropocéntricamente) para distinguirle de la
forma «teológica» (yo la entiendo en forma de permanencia y de
regularidad) con que el nuevo saber suele hablar del hombre. A un
hombre que ha vuelto a ser esencialista es necesario actualmente
oponer un concepto existencialista de Dios, si el Dios bíblico es
aquel que se da a conocer como potencia en los actos innovadores
e inaugurativos del Éxodo y de la Resurrección. Si el hombre es
el ejecutor permanente de mediaciones míticas, institucionales y
lógicas en medio de datos contrarios, inconciliables en la realidad
si no es mediante compromisos imaginarios, Dios se presenta frente
a él como aquel que destruye los datos antiguos y establece otros
datos nuevos. El hombre es realizador de su propia permanencia,
Dios es creador de su propia contingencia.
Entiendo por contingencia aquello que es imprevisible e irre-
gular, aquello que sale al encuentro de las determinaciones y de las
organizaciones. Pues bien, la característica más sorprendente del
Dios de la Biblia es precisamente que, a diferencia de los dioses
de las religiones que rodean a Israel, él no reproduce ni imita las
regularidades de la práctica social. El no es, por ejemplo, el Dios
de los ciclos de la vegetación, ni de los ritmos de la fecundidad, ni
Dios y «la muerte del hombre» 401
de las repeticiones planetarias, ni de las sacralízaciones anuales del
poder, como lo eran los dioses de Canaán, de Egipto o de Asiría.
Decir de este Dios que es único significa ciertamente que su poder
no admite comparación con el de los ídolos, pero también quiere
decir que se manifiesta a través de unos actos únicos que la fe de
las generaciones reactualizará en su unicidad, pero que no repetirá
como si su validez se agotara tras un determinado ciclo. El hombre,
cuando es según la imagen de la naturaleza, asegura la permanencia
de su estancia en el mundo volviendo a comenzar sin cesar nuevas
mediaciones propiciatorias. Pero cuando el hombre es según la
imagen de las intervenciones contingentes de Dios, asegura la ver-
dad de su fe recurriendo sin cesar a los actos únicos que recuerda
y espera. Ya no se trata de construir un fundamento, sino de vivir
la anamnesis y la promesa de una contingencia. Dios es una sor-
presa que el hombre recibe nuevamente, mientras que el hombre
sin Dios (aunque tenga dioses) es reactivación sin sorpresa de sus
mismos datos fundamentales. El verdadero rostro de Dios no está,
pues, en su inmutabilidad, sino en su novedad. Dios es aquel por
quien lo nuevo tiene lugar en la inmutabilidad humana.
Se podrá comprender de modo más concreto, creo yo, el cambio
de sentido que proponemos aquí, sirviéndonos de un ejemplo. Ed-
mund Leach, introductor en el mundo anglosajón del estructuralis-
mo de Claude Lévi-Strauss, acometió la tarea de buscar la clave
perdida de los textos bíblicos sobre la genealogía de Salomón 10.
Según su opinión, estos textos tienen la finalidad de ofrecer ima-
ginariamente una mediación a la situación insoluble en que se en-
contraba Israel: rechazar teológicamente los matrimonios mixtos
con los no judíos, debiendo vivir políticamente en paz en medio
de vecinos ampliamente asimilados. Leach explica con gran brillan-
tez que la amalgama redaccional de los textos tiende a resolver el
conflicto permanente entre la endogamia teórica y la exogamia
práctica. De donde resulta una constante de soluciones ocultas tras
la aparente oscuridad y desorden en los detalles. Leach extiende
esta interpretación, partiendo de un problema parecido de parentes-
co, a la genealogía de Jesús del comienzo del Evangelio de Mateo.
'" F.dmund Leach, The Lcgitimacy of Salomón, en Génesis as Myth (Lon-
dres, 1969).
402 A. Dumas
Según éste, en dicha genealogía asistimos a la aparición de «cuatro
mujeres equívocas» (Tamar, Rahab, Rut y la mujer de Urías, antes
de María, que se menciona a continuación) «sin que ningún comen-
tarista cristiano nos ofrezca en este caso explicaciones convincen-
tes», porque, en la opinión de Leach, estos comentaristas no han
sabido percibir la constante del problema etnológico al que estos
distintos textos genealógicos se proponen aportar una solución. No
obstante, debemos recordar, frente a la opinión de Leach, que la
teología bíblica ha entendido todos estos pasajes como incluidos
no en la constante humana de un problema de parentesco, sino en
la contingencia divina de la elección. El Dios que, en su fidelidad
a su misma promesa, preside las genealogías es, al mismo tiempo, el
Dios que irrumpe continuamente para sorprender y trastrocar esas
mismas genealogías. Esta es la razón de por qué en la genealogía
mesiánica de Jesús, según Mateo, aparecen cuatro —o, mejor diría-
mos, cinco— mujeres «irregulares», incluyendo a María. Vienen a
recordarnos que la contingencia de Dios, teológicamente diríamos
la libertad de su gracia, está trastrocando constantemente las genea-
logías sin sorpresa por parte de la permanencia humana. Esta ex-
plicación teológica, también velada, me parece más convincente que
la explicación etnológica de Leach, porque está corroborada en todo
el contexto. Pero, sin entrar en los pormenores de una refutación,
lo que yo quería era demostrar con un ejemplo concreto cómo
Dios es contingencia, mientras que el hombre es permanencia. Don-
de la etnología del parentesco descubre una mediación en perma-
nencia realizada, la teología de la elección descubre una interven-
ción siempre sorprendente.
Así nos encontramos con que el concepto de Dios en la era del
nuevo saber organizativo y de la sociedad unidimensional desempe-
ña un papel muy diferente del que le ha concedido habitualmente
el pensamiento metafísico clásico. Dios es aquí alguien que inter-
viene y no un fundamento. El trastroca la regularidad sistemati-
zante. Constituye en medio de la inmutabilidad del tiempo el ins-
tante de la novedad. A través del anonimato de las reglas, nos
desvela su nombre. De este modo, y no por una curiosidad mítica
sobre el cómo de los orígenes, ni por una especulación apocalíptica
sobre el cómo del fin, Dios toma el nombre de creador en el seno
de los tiempos. Dios salva la validez de la contingencia quitándole,
Dios y «la muerte del hombre» -10 ¡
mediante la fe, su nombre de azar y eliminando, al mismo l¡cni|»i,
la confusión entre su fidelidad y la necesidad. Dios es conlin^rtK'i».
es decir, imprevisibilidad creadora. Lo más importante en el cu
cuentro entre Dios y la historia no radica en que la historin se lome
visiblemente racional y totalizable, sino en que a la historin lo ocu-
rre algo nuevo que no es pura ilusión subjetiva. La historia do ION
hombres debería recurrir al concepto de Dios, como último recurso,
para asegurar que la creatividad (y no solamente la realización de
las permanencias) siga siendo posible. Estamos asistiendo ¡i un;i
inversión extraña. Normalmente, Dios aparecía como aquel que,
por la creación, pensada como algo ya realizado, negaba la creati-
vidad humana; como aquel que, por ser el fundamento del ser,
desvalorizaba la historia y, por ser absoluto, mataba la vitalidad de
lo relativo. Actualmente, el encuentro, si es que éste puede darse,
se lleva a cabo de otra manera y, a mi modo de ver, de una manera
tal que respeta infinitamente más los recursos bíblicos. Dios apa-
rece como lo irregular de la sociedad, como lo imprevisible de la
historia, como la contingencia de una gracia que no es arbitraria,
porque en esta contingencia atestigua la libertad de un amor y no
el azar de una indiferencia.
III. MEDIACIONES
En todo lo que precede he venido hablando de un posible nuevo
empleo del concepto de Dios. He tratado de rastrear y mostrar
cómo Dios no se manifiesta ya como una síntesis imposible de con-
ciencia y mundo, de para sí y en sí, de tiempo humano e intempo-
ralidad cósmica, cosa que viene a ser, por ejemplo, en la ontología
de Sartre, sino como la irrupción contingente de la novedad en la
permanencia de las leyes y reglas. Naturalmente, en este caso debe-
mos tomar dos precauciones. Desde el punto de vista de Dios, su
realidad no se mide por la utilidad que hemos vuelto a encontrar
en su concepto. Desde la perspectiva del hombre, no se da el recur-
so, en lo que hemos denominado nuevo saber, a un Dios ausente
que pudiera descomponer o alterar los sistemas y provocar la sor-
presa. En primer lugar, porque el nuevo saber tiene como objetivo
descubrir las regularidades que se encuentran ocultas detrás de las
irrupciones aparentes (ya lo hemos visto claramente en la interpre-
 404 A. Dumas
tación etnológica de Leach, que viene a ocupar el puesto de una
teología de la elección y que Leach parece ignorar). Pero, sobre
todo, ¿por qué habremos de considerar a Dios como la novedad
que irrumpe en la tierra? Mi pretensión no consiste, pues, en haber
preparado a Dios un lugar más adecuado, trasladando su concepto
de la categoría de fundamento inmutable a la categoría de contin-
gencia creadora. La apologética comete siempre el error de abogar
por un ausente más que de testimoniar un presente.
No obstante, hay tres puntos que me parecen dignos de des-
tacar.
1) El corte epistemológico al que estamos asistiendo, este giro
brusco del pensamiento de la espontaneidad y de la historia hacia
la regularidad y la lógica, constituye una advertencia de que la teo-
logía no se dirige a una cultura con una orientación siempre idén-
tica. Por tanto, la teología tiene el deber de conocer la identidad
de las coordenadas culturales de su tiempo. Si es verdad que la
vitalidad de la teología proviene de la realidad de Dios, su movi-
lidad está siempre en relación con la evolución de la cultura. Se
habrá advertido que he insistido más en lo que la teología puede
decir polémicamente frente a la cultura dominante que en lo que
se ve tentada a reproducir de esta misma cultura. En un período
«existencialista» habría que cargar el acento en la fidelidad del
proyecto de Dios. En un período «estructuralista» el acento deberá
ponerse más en la novedad creadora de sus intervenciones. La rea-
lidad de la fe no depende de las oportunidades más o menos favo-
rables que le ofrece la cultura, pero su inteligibilidad depende de la
percepción exacta del objeto y del lugar al que la fe se dirige. Si es
cierto que la perspectiva cultural actualmente no mantiene el equi-
librio, la teología debe tomar conciencia de este hecho. El concepto
de Dios del que se sirve la teología también debe cambiar de orien-
tación. Esto es tanto más importante cuanto que la situación cul-
tural actual no es nada clara y la teología acusa de rechazo esta
confusión n .
11
Uno de los primeros artículos que ha sistematizado el cambio de las
tendencias es, a mi parecer, el de Lawrencc Rosen, Language, History and the
Logic of Inquiry in Lévi-Strauss and Sartre: «History and Theory» (1971),
269-294. Pero, por desgracia, la conclusión a que llega es ecléctica y decep-
cionante.
Dios y «la muerte del hombre» 405
2) Aunque haya distinguido entre la realidad de Dios y la
utilidad posible de su concepto, creo que es de capital importancia
desde el punto de vista humano la evolución que pueda experimen-
tar el concepto. Un Dios real, pero no utilizado en el pensamiento,
llega a ser un Dios inefable; se aparta de la reflexión y se refugia
en un intimismo incomunicable. Concentrarse en la cristología, gra-
cias a la cual creen algunos que pueden dispensarse de una formula-
ción teológica, no es en este caso una solución. Porque la cristolo-
gía es el anuncio del verdadero nombre de Dios y no la prohibición
de su empleo. Lo que se ha venido en llamar ateísmo cristológico
desemboca en un Jesús-centrismo que no aporta una luz decisiva ni
sobre Dios ni sobre el hombre. En cristología, la asociación de la
lógica a la designación de Cristo en Jesús muestra a las claras que
el problema del concepto de Dios y de su empleo se plantea también
a partir de la realidad de la presencia del Dios vivo. Lo que sigue
siendo exacto es que la realidad precede siempre al concepto; si no
fuera así, haríamos depender a Dios de la posibilidad de nuestras
inteligibilidades.
3) Por último, el hecho de que actualmente debamos insistir
en Dios como contingencia sorprendente no quiere decir que Dios
sea extraño a la categoría de repetición. Un pensador tan existen-
cialista como Kierkegaard ha visto en la repetición una categoría
fundamental para la fe. Sin la repetición, en efecto, la fe es incapaz
de comprender cómo la contingencia no se reduce a hacer explotar
constantemente lo antiguo para proyectarse hacia una novedad cada
vez más inalcanzable e ilusoria. La contingencia de Dios instaura
la novedad y le marca las leyes. En este sentido, es una contingen-
cia creadora y no únicamente de protesta, renovadora y no solamen-
te insurreccional. La protesta de Dios, y éste era el título del ar-
tículo presente, no condena su propia libertad a estar siempre
escapándose y huyendo. La libertad de Dios, al encarnarse, crea la
novedad en lo real. Es ciertamente comienzo y no mera reparación
de lo antiguo, pero también es un nuevo comienzo en lo antiguo
y no futurismo continuo. Dios protesta instaurando lo nuevo me-
diante la contingencia de su libertad en favor del hombre.
A. DUMAS
[Traducción: J. J. DEL MORAL]

SENTIDO Y CONTRASENTIDO
DE UNA TEOLOGÍA NO METAFÍSICA
El proceso que Pascal intentó contra el Dios de los filósofos
tiene más actualidad hoy que nunca. Y ello no simplemente en
nombre del carácter irreducible de la experiencia del Dios vivo de
la fe. El lenguaje teológico sobre Dios está sometido a una crítica
radical en función de una crisis general de la razón y del lenguaje
metafísico. Y precisamente son los mismos teólogos quienes em-
plean con agrado expresiones tales como «el fin de la metafísica»,
«la muerte del Dios de la metafísica», «el fin del teísmo», «la en-
trada en una era posmetafísica». Algunos, lejos de alarmarse ante
el derrumbamiento de la metafísica clásica, lo saludan como un
acontecimiento liberador para la teología cristiana. La dudosa alian-
za que existía entre el Dios de los filósofos y el Dios de Jesucristo
se ha roto al fin, y el teólogo se ve finalmente libre para decir lo
que se le ha confiado en la revelación. Cuando se habla de «la teo-
logía no metafísica» se está subrayando, por tanto, uno de los
caracteres más prometedores de la teología del futuro.
Se trata, pues, de un debate fundamental que comporta, en pri-
mer lugar, una dimensión histórica sobre las relaciones del Dios de
la filosofía y del Dios de la teología cristiana en la historia del pen-
samiento occidental. Pero también comporta una dimensión filo-
sófica sobre la naturaleza misma del lenguaje teológico en sus rela-
ciones con la experiencia que vive el creyente. Dados los límites de
este ensayo, nos resulta imposible considerar este debate en toda
su amplitud. Solamente querríamos eliminar ciertos equívocos que
existen cuando se habla con excesiva facilidad de «la teología no
metafísica». La expresión tiene un sentido válido si con ella se
quieren denunciar las falsas objetivaciones de la teología metafísica
o el vínculo privilegiado de la teología con una metafísica deter-
minada. Pero la expresión constituye una pretensión ilusoria si
Una teología no metafísica 407
creemos que podremos renunciar al alcance ontológico del lenguaje
teológico como lenguaje sobre Dios.
Comenzaremos por recordar la crítica del lenguaje metafísico
que formulan los representantes de la teología radical o de la muer-
te de Dios. Después, nos preguntaremos qué cabe pensar sobre la
crítica de la onto-teo-logía como esencia oculta de la teología meta-
física tradicional. Esta cuestión nos llevará de la mano a la reflexión
sobre el significado del proceso que cierto existencialismo teológico
ha hecho a la objetividad de Dios. Una vez aquí, deberemos inte-
rrogarnos sobre las nuevas vías de una teología no metafísica.
I. LA CRISIS DEL LENGUAJE SOBRE DIOS
Por diferentes motivos y títulos, los teólogos de la muerte de
Dios están bajo el influjo de la filosofía analítica del Círculo de
Viena o de la Escuela de análisis lingüístico de Oxford y afirman
que las proposiciones metafísicas no tienen propiamente ningún
significado. Podríamos citar aquí estas palabras características de
Wittgenstein: «La mayor parte de las proposiciones y de las cues-
tiones que se han escrito sobre materias filosóficas no son falsas,
sino que carecen de sentido. La mayor parte de las proposiciones
y de las cuestiones de los filósofos provienen del hecho de que no
comprendemos la lógica de nuestro lenguaje»'.
Pero, de cara a lo que nos proponemos en este ensayo, es espe-
cialmente importante subrayar que en toda la corriente de la teo-
logía radical la vieja disputa acerca de las relaciones entre el Dios
de la metafísica y el Dios de la fe está ya completamente superada.
Es la palabra misma de Dios la que carece de significado. Así, Van
Burén puede llegar a escribir, por ejemplo: «Ni siquiera podemos
comprender hoy el grito de Nietzsche: 'Dios ha muerto'... El pro-
blema está en que, para nosotros, la palabra 'Dios' ha muerto». El
problema, por tanto, no es el de la posibilidad del lenguaje meta-
físico sobre Dios, sino otro mucho más radical: la posibilidad mis-
ma de un lenguaje sobre Dios, sea metafísico o religioso. Cultural-
1
L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, trad. francesa por
P. Klossowski (París, 1961), prop. 4003.
408 C. Geffré
mente, la muerte de la metafísica no ha hecho nada más que
preceder a la muerte de Dios en la historia del pensamiento occi-
dental. Y los teólogos de la muerte de Dios consideran que estos dos
acontecimientos culturales son síntomas idénticos de la «secularidad
radical» de nuestra cultura.
Uno de los signos de esta radicalidad consiste en que, para la
filosofía analítica contemporánea, el problema ya no estriba en la
validez de los enunciados metafísicos o teológicos, sino en su signi-
ficación 2. Para el ateo, e incluso para el agnóstico, el problema de
Dios todavía tiene sentido. Para el neopositivismo de la filosofía
analítica, lo que está desprovisto de todo sentido es la misma pala-
bra «Dios». Si «el principio de verificación» es, efectivamente, el
único que proporciona un criterio que permita discernir las propo-
siciones dotadas de sentido, toda proposición en que Dios entre a
título de sujeto no es ni siquiera falsa, sino que carece de sentido.
Así, se hablará con razón de un «ateísmo semántico», específica-
mente distinto de los ateísmos clásicos 3.
De esta manera es como hay que entender la teología de la
muerte de Dios, como una tentativa desesperada de seguir mante-
niendo un razonamiento teológico cristiano, mientras se acepta
como dato cultural ineluctable la imposibilidad de un lenguaje sig-
nificativo acerca de Dios. Frente a esta teología, el auténtico debate
no consiste en preguntarse sobre la legitimidad de una teología no
metafísica, sino sobre la posibilidad de una teología cristiana que
ya no hable de Dios. Nuestra opinión es que una teología cristiana
sin Dios es un absurdo, o bien no es otra cosa que una antropología.
Y podríamos demostrar que constituye una contradicción seguir
reivindicando la soberanía de Cristo sobre el mundo y sobre el
hombre, a la vez que se afirma la total autosuficiencia del hombre
secular, así como su imposibilidad para plantear el problema de
Dios.
De hecho, los representantes más recientes de la filosofía ana-
lítica, especialmente los que se inspiran en el Wittgenstein de últi-
2
Cf. Langdon Gilkey, Naming the Whirling: The Renewal of God-
Language (Nueva York, 1969), 13-25.
3 Cf. J. Ladriére, Théologie et langage de l'interprétation: «Rev. théologi-
La expresión «ateísmo semántico» la emplea D. Antiseri en su obra Foi
sans métaphysique ni théologie (París, 1970); cf. pág. 32.
Una teología no metafísica 409
ma hora, manifiestan un interés creciente por el estudio del lenguaje
religioso. Rechazan de manera particular la estrechez del «principio
de verificación» y piensan que hay afirmaciones en relación con la
realidad que son totalmente significativas, aun cuando no puedan
ser verificadas empíricamente. Esto es verdad, por ejemplo, en el
orden moral y en el orden religoiso. Como elemento del comporta-
miento humano, el lenguaje participa de su complejidad. Existen
diferentes «conjuntos de lenguaje» que no es posible reducir a una
forma única. El «conjunto de lenguaje» al que pertenece la palabra
«Dios» es la religión. Es verdad que debemos reformular nuestro
lenguaje sobre Dios en función del horizonte de comprensión del
hombre secular; pero, si no podemos hablar ya de Dios, entonces
tampoco podemos hablar del resto de la religión.
Si admitimos que pueden existir enunciados significativos en
relación con la realidad que no pueden ser verificados empíricamen-
te, entonces ¿por qué rechazar que el lenguaje religioso en general
y el lenguaje sobre Dios en particular pueda ser un lenguaje signifi-
cativo? Y rechazar la reducción del lenguaje a enunciados empíricos
equivale a admitir la posibilidad del lenguaje metafísico. Desde el
punto de vista del filósofo, el lenguaje teológico necesariamente es
metafísico, al menos en el sentido general de que no es verificable
empíricamente. Se puede hablar de «teología no metafísica» en el
sentido de una teología que no se sirva de categorías metafísicas y
no esté vinculada a un sistema determinado de metafísica. Pero,
con respecto a una criteriología de los lenguajes, el lenguaje teo-
lógico depende del lenguaje metafísico o, al menos, especulativo,
en el sentido de que es transgresivo con respecto a los datos in-
mediatos de la experiencia y, por principio, conduce a una realidad
que no es accesible sino a través de una interpretación 4 .
II. LA CRITICA DE LA ONTO-TEO-LOGIA
El movimiento teológico de la muerte de Dios, que acabamos
de evocar, no es sino la expresión más radical de la crisis de funda-
mentos ante la que se encuentra enfrentada la teología contempo-
4
que de Louvain» 1 (1970), 258.
28
410 C. Geffré
ranea. Pero para poder comprender y valorar el proyecto de una
teología cristiana no metafísica es necesario de todo punto revisar
la crítica heideggeriana de la onto-teo-logía como esencia oculta de
la metafísica occidental. Podemos, evidentemente, impugnar la
interpretación del destino histórico de la metafísica occidental que
da Heidegger. Pero nunca llegaremos a meditar demasiado en el
hecho de que, por vez primera en la historia del pensamiento cris-
tiano de Occidente, nos encontramos en una situación filosófica
que nos permite poner seriamente en duda el bloqueo de «lo meta-
físico» y de «lo teológico» en la teología cristiana.
Según Heidegger, la muerte cultural de Dios, concebido como
objeto, se encuentra inscrita en el destino mismo de la metafísica
desde sus orígenes. En efecto, el movimiento de la metafísica es lo
que hace de Dios el fundamento absoluto del ente y lo que le da
muerte. Desde sus orígenes, la metafísica no puede poner en duda
al ente en su totalidad sin establecer inmediatamente un ente su-
premo como portador del ser. Esta voluntad de encontrar un funda-
mento para superar al ente dado pone de manifiesto la voluntad
de representación del hombre racional. La esencia oculta de la
metafísica tradicional es la onto-teo-logía, es decir, la explicación
del ente por su ser y del ser por un ente supremo. «El ente es con-
cebido a partir de sus razones de ser, con el fin de que, en cuanto
concebido, caiga bajo la dominación del hombre» 5. La metafísica
griega no llegó, por tanto, a ser «onto-teo-logía» porque fue asumi-
da por la teología cristiana: ésta era onto-teo-logía desde el prin-
cipio.
En la época moderna, el Espíritu absoluto, y finalmente el
hombre, reemplazó a Dios concebido como Ente supremo. En
Hegel, el espíritu del hombre tiende a devenir el espíritu de Dios.
Y en Nietzsche desembocamos en el asesinato de Dios a manos de
la autofundamentación de la voluntad de poder. Este giro fue posi-
ble porque desde el principio Dios fue concebido como un Ente
del que el hombre puede llegar a hacerse dueño mediante la repre-
sentación. El hecho de que el hombre reemplace a Dios como fun-
damento se inscribe en el movimiento mismo de la metafísica como
5
O. Poggeler, La pensée de Martin Heidegger (París, 1967), 384 (Der
Denkweg Martin Heideggers [Pfullingen, 1963]).
Una teología no metafísica 411
voluntad de explicar la totalidad de lo real trascendiéndolo a partir
ile un fundamento.
Esta identificación del proyecto de la metafísica occidental
como voluntad de explicación, bajo el signo del logos, nos invita a
releer críticamente la teología tradicional como teología metafísica.
En efecto, la historia de la teología cristiana es inseparable de la
historia de las concepciones del ser. Y, actualmente, la crisis de la
metafísica, entendida en el sentido de Heidegger, inaugura una
nueva «época» para la teología cristiana, una época en la que ya no
es posible confundir lo «teológico» de origen propiamente divino
y lo «teológico» de naturaleza y nivel puramente ontológico. Dicho
de otra forma: la teología se ve invitada a ser ella misma y a decir
lo que se le ha confiado en la revelación 6. La teología puede llevar
a cabo esta tarea, tanto más cuanto que el esfuerzo realizado por la
investigación bíblica nos ayuda a restablecer cada vez mejor la ori-
ginalidad propia del Dios judeo-cristiano.
La teología de santo Tomás de Aquino constituye el triunfo
inigualado de la teología cristiana como teología metafísica. Inter-
pretando al Dios que se revela a Moisés en términos de ser, santo
Tomás salvaba el abismo existente entre fe y saber y mostraba que
el Dios bíblico es el mismo que aquel hacia quien conduce la vía ra-
cional de los filósofos.
Por otra parte, el camino emprendido por santo Tomás es teo-
lógico desde el principio hasta el fin, ya que no comenzó por ela-
borar primero una idea filosófica de Dios para identificarla después
con el Dios de la revelación 7. No obstante, al hacer del Ser abso-
luto el principio inteligible que permite explicar todos los atributos
y todas las obras de Dios, santo Tomás tomaba una opción preñada
de consecuencias de cara al futuro del pensamiento cristiano. En
nuestro esfuerzo por tomarnos en serio las relaciones de Dios y de
la historia de la salvación, actualmente somos más conscientes de
* Hemos hablado más ampliamente sobre esta nueva época de la teología
en nuestro estudio L'objectivité propre au Dieu revelé, en L'analyse du lan-
gage tbéologique. Le nom de Dieu (Coloquio Castelli; París, 1969), 403-421.
' Cf. C. Geffré, Théologie naturelle et révélation dans la connaissance du
Dieu un, en L'existence de Dieu (Cahiers de l'actualité religieuse 16; París,
1963), 297-317; B. Montagnes, Le Dieu de la philosophie et le Dieu de la fot,
en Procés de l'objectivité de Dieu (París, 1969), 215-231.
412 C. Geffré
los peligros inherentes a tal proyecto teológico. En efecto, uno se
puede preguntar si este tipo de teología ontológica no lleva en sí
en germen el peligro de una falsa objetivación de Dios como triunfo
de la razón natural. En otras palabras: esta teología, ¿escapa al des-
tino de la metafísica occidental tal y como la entiende Heidegger?
Parece difícil negar que la teología-ciencia de santo Tomás caiga
en el ámbito del proyecto onto-teo-lógico de la metafísica. Por una
parte, fundamenta la verdad de los existentes con la verdad prime-
ra de su principio, el Ser absoluto, y por otra, pretende rendir
cuentas, explicar los misterios revelados a partir de Dios, entendido
como causa y fundamento de todo lo que existe. El Ipsum Esse
subsistens se convierte en el principio hermenéutico de toda la teo-
logía.
Aun en el caso del ser de Dios, el ser es pensado todavía como
el ser del ente. Dios es el primer Ente: primum Ens. Nos encon-
tramos claramente en un tipo de pensamiento de representación en
el sentido heideggeriano, es decir, un pensamiento que opone a sí
mismo lo que piensa y se lo hace presente. Si este pensamiento me-
tafísico constituye el destino fatal del ser, podemos decir con
B. Welte que la metafísica de santo Tomás «desarrolló en su tiem-
po la forma más alta de la metafísica, que irradiaría por largo
tiempo, quizá todo el tiempo que dominó la metafísica»8. Y aun
cuando existiera en santo Tomás un «germen de posibilidad de
superar la metafísica», es decir, una percepción muy viva del más
allá conceptual del Ipsum Esse divino, está fuera de toda duda que
éste quedó en segundo plano y que el desarrollo ulterior del pensa-
miento tomista se llevó a cabo bajo el signo de un influjo creciente
de la conceptualización.
En la etapa que señala el fin de la metafísica, por consiguiente,
la tarea de la teología cristiana consiste en clarificar la esencia ocul-
ta del proyecto de la teología metafísica como voluntad de explica-
ción de la revelación a partir de Dios, concebido como fundamento
absoluto del ente. En la teología metafísica asistimos a una reduc-
ción estricta de los atributos bíblicos de Dios, especialmente cuando
8
B. Welte, La métaphysique de S. Thomas d'Aquin et la pensée de l'histoi-
re de l'étre chez Heidegger: «Revue des sciences philosophiques et théologi-
ques» 50 (1965), 612.
Una teología no metafísica 413
están expresados en forma verbal, a la actualidad pura del ser. Esto
conduce a dificultades inextricables cuando realmente se quieren
tomar en serio las acciones «históricas» de Dios (creación, encar-
nación, divinización). El límite de una teología metafísica fundada
exclusivamente en la analogía del ser, con su distinción rigurosa
entre nombres propios y nombres metafóricos, cpnsiste en marginar
la inteligibilidad propia de los grandes símbolos bíblicos. La conver-
tibilidad de Dios con el Ser absoluto llega a ser el criterio último de
validez del lenguaje sobre Dios. Pero entonces se corre el riesgo de
no conservar del lenguaje bíblico sobre Dios nada más que aquello
que es formalizable en el sistema conceptual de la teología-ciencia.
Santo Tomás, por ejemplo, busca la inteligencia de la historia de la
salvación a partir de las propiedades necesarias de Dios, concebido
como el Ser absoluto. Pero no pone suficientemente de manifiesto
la nueva comprensión de la trascendencia de Dios como Amor que
nos ofrece la historia de la salvación. De este modo, en la teología
metafísica, que constituye el triunfo de la razón explicativa, todo
acontece como si el misterio más originario del Dios que se revela
se «redujera» a ser un fundamento previo que al final nos remite
al logos de la razón humana. La ambición legítima de una teología
no metafísica consistiría, pues, en aceptar «la reducción al miste-
rio», es decir, en no pensar el misterio de Dios nada más que en el
seno del acontecimiento de verdad que constituye la revelación.
III. EL PROCESO DE LA OBJETIVIDAD DE DIOS
La toma de conciencia de la esencia oculta de la teología meta-
física es inseparable de la crítica de la objetividad de Dios en la
teología contemporánea. Estamos asistiendo, sobre todo en el in-
terior de la teología protestante, desde hace medio siglo, a una crí-
tica radical del conocimiento objetivo de Dios 9. Esta crítica radical
es continuidad de la protesta de Lutero contra la teología escolás-
tica. Barth y Bultmann son, cada uno a su manera, herederos de la
crítica kantiana. Ambos intentan superar el objetivismo de la teolo-
gía metafísica y renunciar al esquema sujeto-objeto. Desde Kant, el
9
Cf. A. Dumas, La critique de l'objectivité de Dieu dans la théologie
protestante, en Procés de l'objectivité de Dieu (París, 1969), 147-168.

414 C. Geffré
lenguaje sobre Dios ha perdido sus raíces ontológicas, y ya no es
posible transformar al Dios de la razón práctica en realidad obje-
tiva 10.
Para Barth, es Dios mismo quien fundamenta su propia obje-
tividad en cuanto que llega a ser gratuitamente, por la revelación,
objeto de conocimiento y de amor. Para Bultmann, la objetivación
de Dios en la teología tradicional, en cuanto teología metafísica,
responde al tipo de pensamiento mítico que pretende «disponer»
de Dios al hablar del más allá con las categorías terrenas. Todo
lenguaje objetivo acerca de Dios es necesariamente idolátrico, dado
que no podemos hablar de Dios al margen de lo que nos llega
actualmente en la decisión de fe. La única forma de respetar la
objetividad de Dios consiste en dejarme transformar por él en la
obediencia de la fe, en lugar de hacérmele presente como objeto
representado.
Esta voluntad de superar el objetivismo de la vieja teología tra-
dicional es común a muchos de los intentos de la teología contem-
poránea, ya se trate de la teología llamada existencial o del perso-
nalismo teológico. Pero, a la luz del destino de la metafísica, es
lícito preguntarse si este proceso de la objetividad de Dios no está
secretamente emparentado con el proyecto mismo de la teología
metafísica en cuanto voluntad de explicación. Dicho con otras pa-
labras: la corriente teológica que intenta rendir cuentas del acon-
tecimiento irreducible de la revelación a partir del hombre defi-
nido como existencia y no a partir del hombre definido como
animal racional, ¿no está nuevamente bajo el signo de un triunfo
de la subjetividad del hombre?
Frente a la tendencia de esta teología no metafísica, algunos se
preguntan, y con razón, si aún conocemos a Dios en sí mismo. Ha-
blar de Dios en términos de llamada, ¿no es reducirle a la pura
paradoja de un simple interlocutor del hombre? Si Dios se reduce
a ser el acontecimiento de un encuentro que me cambia, poco im-
porta el contenido de Dios: Dios sigue asegurando su función regu-
ladora. Hemos cambiado el Dios de la metafísica por el de la con-
10
Remitimos a la obra de W. Schulz Der Gott der neuzeitlichen Meta-
physik (Pfullingen, 1967), que ha mostrado de manera luminosa cómo, en la
época moderna, Dios llega a ser el medio y la condición de posibilidad de la
realización espiritual del hombre.
Una teología no metafísica 415
ciencia ética: Dios concebido como absoluto de exigencia y como
principio regulador de la acción humana. Es lícito, por consiguiente,
plantearse la pregunta: desde el momento en que el existencialismo
teológico no se atreve ya a objetivar a Dios para salvaguardar su
carácter de inefable, ¿no está reduciendo a Dios al sentido que él
tiene para el hombre? De este modo, la teología existencial, que
pretende ser no metafísica para respetar mejor la originalidad pro-
pia del Dios de la fe, manifestaría de hecho la orientación antropo-
lógica de la teología de la época moderna. Asistiríamos al resultado
de la existencialización y de la interiorización de la fe que comienza
con Lutero y en la que Feuerbach descubría un giro «antropocén-
trico» n . Por otra parte, no deja de ser significativo que hoy, tanto
en el seno del catolicismo como del protestantismo, se reaccione
contra el idealismo y el individualismo de la hermenéutica existen-
cial para valorar los fundamentos históricos del cristianismo. Las
nuevas teologías de la historia (J. Moltmann y, sobre todo, W . Pan-
nenberg) rechazan como punto de partida hacia Dios la inmanencia
del pensamiento y buscan un criterio hermenéutico en la historia
universal como revelación de Dios.
Parece, por consiguiente, que podríamos caracterizar bastante
justamente la situación propia de la teología contemporánea como
discurso sobre Dios por la pregunta siguiente: puesto que el Dios-
concepto, objeto de la metafísica tradicional, ha muerto, ¿cómo
superar el objetivismo teológico sin caer en el antropocentrismo de
las teologías existenciales? Antes de terminar quiero esbozar cuáles
son las orientaciones más prometedoras de una teología cristiana no
metafísica que no renuncie, sin embargo, a su ambición especulativa.
IV. LA TEOLOGÍA DEL FUTURO
COMO TEOLOGÍA NO METAFÍSICA
La teología como ciencia de la fe debe elaborar su propia con-
ceptualidad. Trabaja con una revelación histórica que sólo es acce-
sible en la fe y dispone de cierto número de conceptos fundamen-
tales que guardan una relación esencial con el acontecimiento
11
Cf. K. LSwith, De Hegel a Nietzsche, cap. V: «Le probléme du christia-
nisme» (París, 1969); Von Hegel zu Nietzsche (Zurich, 1941).
416 C. Geffré
histórico de la salvación. Pero debemos tener en cuenta que la
apropiación inteligible de esos conceptos fundamentales nunca llega
a realizarse totalmente. En esto consistirá la tarea permanente de la
teología como inteligencia de la fe: en elaborar un lenguaje nuevo
que se apoye siempre en los conceptos fundamentales de la revela-
ción, pero que, al mismo tiempo, se esfuerce por superarlos para
hacer cada vez más inteligible el contenido de la fe en un determi-
nado momento histórico. Al no ser accesibles, por definición, las
realidades de la fe más que a través de una interpretación, el len-
guaje de la teología será necesariamente especulativo, en el sentido
de que supera los límites del lenguaje descriptivo. En su esfuerzo
por elaborar un nuevo lenguaje especulativo, la teología cristiana
utilizará de manera especial los recursos del lenguaje filosófico, pero
no está atada a ningún sistema conceptual determinado. Aun cuan-
do la teología no puede renunciar al alcance ontológico de sus afir-
maciones, es libre con respecto a las categorías y al movimiento de
pensamiento de la metafísica tradicional.
Esta es la libertad que se esfuerza por atestiguar la teología del
futuro cuando se dice no metafísica. Actualmente, la teología cris-
tiana intenta superar el doble callejón sin salida del objetivismo
teológico y del exístencialismo teológico de que hemos hablado.
La tercera vía sería la de una teología especulativa no objetivante,
que escape al destino de la metafísica tal y como la entiende Hei-
degger. La teología no puede renunciar a su ambición especulativa
y sistemática, pero debe entrar en la libertad de decir lo que se le
ha confiado en la revelación. Una teología que renuncie al movi-
miento de pensamiento de tipo metafísico no intentará objetivar
a Dios identificándole con el Ser supremo, fundamento de los entes.
Sin embargo, Dios no es un «algo», un puro interlocutor vacío en
un encuentro inefable. En esta búsqueda de un lenguaje ontológico
no objetivante, el teólogo puede encontrar recursos de pensamiento
extremadamente preciosos en la «ontología del lenguaje» del Hei-
degger de los últimos tiempos, especialmente en su meditación
sobre «la pertenencia del decir al ser» o, mejor todavía, «la reivin-
dicación del decir por el ser» n. «El decir del lenguaje no es nece-
12
Tomamos estas expresiones de P. Ricoeur, prefacio a la traducción fran-
cesa del Jesús de Bultmann (París, 1968), 28.
Una teología no metafísica 417
sanamente una formulación de proposiciones sobre objetos. En su
intimidad, el lenguaje es un decir de aquello que se manifiesta y se
dirige al hombre de muchas maneras, en la medida en que el hom-
bre no se cierra a aquello que se manifiesta, en virtud de la domi-
nación del pensamiento objetivante y limitándose a éste» 13.
El mismo Heidegger rechazaría cualquier intento de explotar
teológicamente su filosofía; no obstante, podemos preguntarnos,
siguiendo a H. Ott, si no es posible repensar la relación del pensa-
miento teológico con la revelación a la luz del nuevo interrogante
del ser que Heidegger ha iniciado. Del mismo modo que existe una
«topología del ser», es decir, un lugar propio donde se desvela la
verdad del ser, igualmente hay un lugar propio donde la verdad
originaria de la revelación se deja apropiar por el creyente. Se tra-
taría, por consiguiente, de instaurar en teología un movimiento de
pensamiento que sea capaz de apropiarse la verdad revelada a partir
de su lugar propio, en lugar de pretender explicar el misterio irre-
ducible de Dios a partir de un fundamento previo, ya sea Dios en
cuanto Ser absoluto o el hombre en su autocomprensión M. El lugar
propio de un discurso sobre Dios es la economía del Verbo encar-
nado. No podemos arrancar como punto de partida de una idea
previa de Dios para ver si luego es modificada por el acontecimien-
to de la encarnación. No podemos conocer al Dios de Jesucristo
sino a partir de la particularidad de la historia de Jesús. El Dios
cristiano no es un «objeto» en el sentido de algo de que podría
«disponerse». Tiene la objetividad de un misterio personal. Si la
teología no metafísica es fiel al lugar a partir del cual nosotros
podemos apropiarnos la verdad de la revelación, no sólo superará
el esquema sujeto-objeto, sino también el esquema representativo
de un «yo-tú» interpersonal entre el hombre y Dios.
La teología no metafísica, enraizada en la economía de la salva-
ción, seguirá pensando en Dios como Ser, pero ya no en el horizon-
te de la idea, de la sustancia, de la naturaleza. La teología lo pen-
13
M. Heidegger, algunas indicaciones sobre los principales puntos de vista
del coloquio teológico dedicado al Probléme d'une pensée et d'un langage non-
objectivants dans la théologie d'aujourd'hui; texto inédito de 1964, publicado
en «Archives de Philosophie» 32 (1969), 413.
'4 Sobre este movimiento de pensamiento de una teología no metafísica,
véase nuestro estudio, ya citado, L'objectivité propre au Dieu revelé, 413s.
418 C. Geffré
sará en el horizonte de la historia y de la escatología. Entonces se
esforzará por expresar la primacía ontológica del futuro sobre el
presente en el Ser divino. La eternidad no será ya una propiedad
negativa: la ausencia de tiempo. Significará el poderío de Dios
sobre el futuro. Si el futuro es el modo de ser más apropiado del
Dios de la Biblia, entonces se comprende que escape a las objetiva-
ciones del teísmo y que ningún acontecimiento de la historia de la
salvación, incluso la resurrección de Cristo, puede agotar sus pro-
mesas. Nos falta espacio para sacar las consecuencias que se deri-
van de esto en lo que toca a la naturaleza de la verdad teológica y
a la concepción cristiana de la historia. La verdad del discurso so-
bre Dios será más anticipación y manifestación progresiva de una
realidad futura que adecuación respecto a una esencia inmutable.
Y la historia no será tanto la epifanía sucesiva de la presencia eter-
na de Dios cuanto el cumplimiento progresivo de un porvenir siem-
pre inédito, que no se desvelará sino al fin de la historia, pero que
abre cada momento presente hacia el futuro.
Podemos ver, por consiguiente, que el proyecto de una teología
no metafísica no es una simple consigna antifilosófica. Es la exigen-
cia de una teología que, al fin, es «teológica»». La teología del
futuro seguirá siendo una teología ontológica. Sin embargo, querría
ser ante todo una teología de la realidad. Superando el dualismo
metafísico de Dios y del mundo, debe esforzarse en pensar mejor
cómo Jesucristo es la unidad de la realidad de Dios y de la realidad
del mundo.
C. GEFFRÉ
[Traducción: J. J. DEL MORAL]
Boletines
«DIOS NO HA MUERTO DEL TODO» (Gardavsky).
LOS MARXISTAS Y EL PROBLEMA DE DIOS
A comienzos de los años sesenta, N. Lobkowicz podía escribir: «Nunca ha
existido un auténtico marxismo-leninismo checoslovaco. Sólo existe un mar-
xismo-leninismo: el soviético»'. Hoy, a comienzos de los años setenta, eso ya
no es verdad. La década de los sesenta ha producido en el campo de la filo-
sofía marxista un conjunto bastante rico de obras que se distancian de los
esquemas de la escolástica oficial del materialismo dialéctico.
Favorecido por el clima de una progresiva liberalización, este movimiento
tenía que reflejarse por fuerza en las concepciones teóricas de la «lucha ideo-
lógica contra la religión». Los dos filósofos marxistas que se han ocupado más
de cerca de la «cuestión religiosa» son Milán Machovec y Vítéslav Gardavsky.
El primero es un marxista de larga historia. El segundo, más joven, no apare-
ció en la escena filosófica hasta los años sesenta; por ello, su obra está exenta,
al parecer, de miramientos tácticos. Su pensamiento es un espejo más puro,
en el que se puede seguir mejor el desarrollo de las posiciones teóricas rela-
tivas al problema religioso, y sirve de ejemplo típico de la evolución espiritual
que ha experimentado la generación media de los intelectuales marxistas che-
coslovacos.
«EL FENÓMENO ALEMANIA»: PROYECTO CATÓLICO
Gardavsky, como buen comunista militante, comienza por ocuparse de
problemas preferentemente políticos. En su primera obra, El fenómeno Alema-
1
nia , centra su atención en la Alemania democristiana, es decir, en el «proyec-
to católico» de sociedad industrial, que él compara con el proyecto comunista
de Marx. Dada la finalidad de este artículo, nos limitamos a mencionar tres
ideas que Gardavsky sostiene en esta obra y que nos parecen destacables por
la importancia que tienen en el contexto de su pensamiento: 1) La Iglesia, en
cuanto a su origen (o, como dice Gardavsky, «según su genealogía»3), no es
burguesa. 2) Precisamente este carácter no burgués ha permitido a la Iglesia
1
N. Lobkowicz, Marxismus-Leninismus in der CSR (Dordrecht, 1961), xm.
' Fenoméne Nemecko (Praga, 1967).
' Op. ctt., 109.

420 K. Skalicky
descubrir la contradicción interna inherente a la democracia burguesa; una
contradicción que consiste en el hecho de que, por una parte, la sociedad capi-
talista ha creado las condiciones materiales necesarias para una vida realmente
humana de todos los hombres (Gardavsky dirá «para la universalidad del hom-
bre» 4), mientras que, por otra, en virtud de su estructura clasista (es decir, de
su estructura particular), «crea una situación de total alienación del hombre» 5.
Pero esa contradicción se presenta a la Iglesia «en un significativo desplaza-
miento por el hecho de que ella defiende la propiedad privada como derecho
natural del hombre: se presenta a la Iglesia como la contradicción entre el
poder y la autoridad»6, porque para la Iglesia la democracia burguesa es sólo
«un régimen del poder sin autoridad inmanente» 7. 3) El «proyecto católico»
aspira también (aunque en vano, según Gardavsky) a la superación de la es-
tructura clasista propia de la democracia burguesa; también es universalista,
y en esto coincide con el proyecto comunista de Marx, lo cual permite en al-
gunas circunstancias (como dirá Gardavsky en conclusión) «una relativa
convergencia» 8.
Por insólitas que puedan parecer estas ideas en la pluma de un comunista
militante, no superan la perspectiva de una crítica que se limita a mirar el
catolicismo como «una fuerza práctica de la sociedad contemporánea»'; en
otros términos: no superan el punto de vista político.
«DIOS NO HA MUERTO DEL TODO»: RADICALIZACION HISTÓRICA
En su segundo libro, titulado Dios no ha muerto del todo 10, se amplían
los horizontes y se radicaliza la comparación. Ya no se trata simplemente de
confrontar dos proyectos de sociedad: la reflexión toca problemas más profun-
dos. Es cierto que también aquí el problema del teísmo y del ateísmo es exa-
minado desde una perspectiva política, pero el autor la carga de otra dimen-
sión, destacando las raíces históricas. «Si bien nuestra actitud con respecto al
cristianismo —dice Gardavskf— seguirá siendo todavía principalmente polí-
tica, esto no nos dispensa de preguntar qué sentido puede tener el cristianismo
para el socialismo» ". Pero es precisamente comparando desde el punto de vis-
ta histórico el cristianismo con el marxismo como Gardavskf descubre una
deficiencia en el marxismo, una deficiencia que yo llamaría «falta de radicali-
zación histórica», porque —según él— después de tantos decenios de lucha
*5 Op. cit., 108.
Ibld.
* Op. cit., 109.
' Op. cit., 108.
' Op. cit., 211.
* Op. cit., 80.
'" Buh nenl zcela mrtev (Praga, 1967); edición española: Dios no ha muer-
to del todo (Salamanca, 1972). Las páginas citadas a continuación correspon-
den al original. Para un análisis más detallado de la obra, véase mi articulo
Un marxista cecoslovacco e la morte di Dio: «Filosofía e vitas 4 (1969),
90-102; o más brevemente en «Ateísmo e dialogo» 4 (1970), 37-41.
" Op. cit., 16.
«Dios no ha muerto del todo» 421
el comunismo puede parecer, y parece a muchos, algo ajeno a la historia, un
experimento contingente, destinado a desaparecer como tantos otros, ya que
no ha logrado «echar raíces profundas en el terreno de la historia europea y
mundial» a.
Sin embargo, tras el interés histórico aflora otro interés más hondo, que
se podría llamar metafísico. Gardavskf señala que el cristianismo sigue siendo
para muchos hombres, incluso en el socialismo, indispensable para sus respues-
tas a las más profundas aspiraciones y a los más profundos interrogantes del
ser humano, hasta ahora ignorados o descuidados en el marxismo-leninismo
oficial. Por ello se pregunta: «¿Qué es, entonces, Dios? ¿Dónde están las la-
gunas del socialismo? ¿Por qué ese silencio del marxismo a tales preguntas?
¿Dónde están, en nuestra ideología, esas profundidades más radicales que las
del cristianismo? ¿Cuáles son los motivos humanos que podrían inducir al
hombre a luchar por la realización del comunismo con más fuerza que la que
proporciona la fe en Dios?» ". Además de la insuficiente «radicalización his-
tórica», Gardavsky señala en el marxismo otra deficiencia que podemos quizá
definir como «falta de la dimensión profunda del hombre».
Tal es, pues, el horizonte del interés en que se mueve su pensamiento, el
cual, en la primera parte del libro, se dedica a descifrar la herencia histórica
del cristianismo y la situación de la teología contemporánea (disquisición que,
además de ser la parte más floja del libro, no entra en la finalidad del presente
artículo). La parte más interesante de la obra comienza con la reflexión sobre
el ateísmo. Gardavsky se distancia ante todo del ateísmo militante, de sus «ilu-
siones, de sus simplicismos y errores»'", alimentados en gran parte por el
«modo de concebir la reducción staliniana del materialismo dialéctico a mate-
rialismo mecánico premarxista» 15. Se distanica de ese ateísmo •—hay que decir-
lo— no para atenuar su fuerza, sino para recuperar su genuina inspiración
marxista. El ateísmo, en efecto, es para él «esencialmente la dimensión en
que el marxista piensa y el modo en que formula preguntas y da respuestas» ";
es la «dimensión radical de la visión marxista del mundo»". Por eso «el
ateísmo —sostiene Gardavsky— no es algo accidental al marxismo, sino que
puede considerarse como la 'filosofía primera' del marxismo, como su meta-
física» 18.
Pero ¿qué entiende Gardavsky1 por metafísica? Nos lo explica —inspirán-
dose, sin duda, en Garaudy— del modo siguiente: «La humanidad se desarro-
lla, se trasciende a sí misma, cambiando con la multiforme actividad práctica
sus fronteras naturales en fronteras históricas. Y la metafísica es la reflexión,
la teoría de ese proceso práctico... Considera el problema de la subjetividad
que se trasciende...»".
" Op. cit., 13.
" Op. cit., 16.
"11 Op. cit., 145, 147.
Op. cit., 147.
" Op. cit., 188.
"11 Op. cit., 148.
Op. cit., 188.
" Op. cit., 190.
 422 K. Skalicky
Hoy es preciso elaborar esta metafísica, implícitamente contenida en las
obras de Marx, pero oscurecida —según Gardavsky— por las exigencias con-
cretas de la lucha de clases20. En consecuencia, él prevé que «estamos... al
comienzo de una tarea intelectual de enorme importancia, que tiene un signi-
ficado fundamental para el desarrollo del marxismo, para el aumento de su
atracción y para la elaboración de proyectos sociales de largo alcance»21. Gar-
davsky es consciente de la amplitud de tal programa, pero limita su reflexión
personal al problema del futuro y al de la muerte.
El problema del futuro es afrontado ante todo en la forma de una objeción
que suelen hacer los jóvenes: «¿Por qué tiene uno que gastar su vida, los po-
cos años de que dispone, por esa idea (es decir, el comunismo)? ¿Sólo para
que sus hijos y los hijos de sus hijos puedan vivir mejor?... ¿Por qué consi-
derar lo que todavía no existe, y que no se sabe si llegará a existir, como más
real e importante de lo que existe ahora? ¿No es ésta una actitud utópica?
¿No estaremos sustituyendo una fe con otra fe?»22. Pero bajo esta objeción
se oculta —como advierte Gardavsky— un problema más fundamental: «¿Qué
vendrá después del comunismo?»23. Está claro: si se relativiza el comunismo,
queda paralizada la motivación del compromiso incondicional por su realiza-
ción; por el contrario, si el comunismo conserva su valor absoluto, la realidad
queda instrumentalizada. Ante este dilema, Gardavsky toma posición contra
la absolutización del comunismo: «Ni el socialismo ni el comunismo pueden
considerarse como un fin absoluto en el sentido de que frente a ellos todo pase
a ser un instrumento»24. Pero, en ese caso, nos vemos obligados a preguntar-
nos si no nos hallamos ante una historia que es una especie de camino sin fin
(del que Bloch dice que es «vértigo, infierno»).
Parece que sí. Al menos, Gardavsky no se consuela —ni en este punto
tendría por qué— con la ontología blochiana (que quizá él no conoce) del «no
ser todavía» y del proceso dialéctico tendente al novum ultimum. Por el con-
trario, se hace algunas preguntas: «¿De dónde sacar la fuerza, el desvelo y el
valor para la actividad cuando parece que todo paso adelante sólo sirve para
aumentar la fragilidad general? ¿Cómo frenar el escepticismo arrollador y des-
tructivo, esa terrible indiferencia que dice: sólo vivo una vez, sólo vivo
ahora?»25.
Y aquí —es preciso reconocerlo— su respuesta es más bien decepcionante.
Se consuela con el hecho de que «existe un movimiento, una vanguardia que
desde sus orígenes es consciente de esa provisionalidad contra la que ella lleva
a cabo una lucha continua» (sin precisar quién es tal vanguardia ni en qué
consiste su lucha contra la provisionalidad). Y concreta los motivos por el
compromiso activo, no en el mesianismo, ni en la «fe utópica en el comunis-
mo» 26, sino en el hombre mismo, «... en el saber qué es y quién es el hom-
" Op. cit., 191.
" Ibíd.
" Op. cit., 192.
" Op. cit., 191.
" Op. cit., 198.
" Op. cit., 194.
" Ibíd.
«Dios no ha muerto del todo» 423
bre, a quién pertenece el título de hombre»27. Pero estos motivos, cuyo fun-
damento es el hombre mismo, ¿no quedan duramente desmentidos por la
muerte?
Gardavskf intenta afrontar este problema en su segunda reflexión, cuyo
punto de partida son dos certidumbres que el hombre tiene de sí mismo:
1) el hombre es un ser social capaz de trascenderse; 2) el hombre está seguro
de su muerte. Según él, estas dos certidumbres se condicionan mutuamente.
«Porque soy mortal, soy social; la sociedad puede vivir, desarrollarse y huma-
nizarse porque cada uno de sus miembros muere...»28. Pero, al mismo tiempo,
entre estas dos certidumbres hay una profunda antinomia: «La muerte me pri-
va de todo, hasta de mí mismo, pero la sociedad seguirá viviendo. Su vida, en
cuanto que sobre ella pesa la muerte de cada uno de sus miembros, no está
nunca totalmente garantizada ni, por tanto, absolutamente cumplida. Mi muer-
te, aunque para mí sea el fin de las esperanzas, es esperanza para otros, espe-
ranza para la sociedad. Y viceversa: la vida de la sociedad es, por esta razón,
una superación continua de la decepción y la desesperación»:9.
¿No es todo esto —debemos preguntarnos— una escapatoria demasiado
fácil? ¿No se expresa aquí, sólo que de forma más velada, el viejo y conocido
consuelo de que yo muero, pero la sociedad vivirá?
Gardavsky intenta evitar esta objeción subrayando la gravedad y tragicidad
de la muerte individual, pero también quiere convencernos de que esa tragici-
dad proviene únicamente del carácter social del hombre30. Así, pues, ve el
aspecto trágico de la muerte en el horizonte de la antinomia entre individuo
y sociedad; nosotros, en cambio, estimamos que debe verse en el horizonte
de una antinomia mucho más profunda: la que se da entre ser y no ser. Si la
muerte es considerada en el ámbito de la antinomia individuo-sociedad, es
inevitable el subterfugio de que el hombre muere, pero la sociedad sigue vi-
viendo; pero su gravedad resulta indebidamente minimizada. Sin embargo,
Gardavsky no quiere minimizar la gravedad de la muerte individual. Quiere
contemplarla en toda su amargura y tragedia y no se contenta, por ello, con la
respuesta de que «el individuo muere, pero la sociedad sigue viviendo». No
obstante, se niega, al parecer, a considerar la muerte en el horizonte de la anti-
nomia ser-no ser, la única donde la muerte se puede revelar con todo su carác-
ter trágico.
Así, Gardavsky se niega implícitamente a considerar la muerte como algo
que se agota en la relación individuo-sociedad, pero no llega a la superación
de esa perspectiva. Ahí reside, a mi juicio, la contradicción en que ha caído.
Por lo demás, él mismo concluye su reflexión sobre la muerte con palabras
que parecen demostrar su embarazo intelectual. «Seremos vencidos al fin —es-
cribe—, pero no privaremos a los que sobrevivan de nada de aquello que
convierte la vida de la comunidad en drama, lucha, conflicto, incluida la pér-
dida final. No los privaremos de la esperanza en una comunión digna de ser
" Ibíd.
" Op. cit., 195.
" Ibíd.
" Cf. op. cit., 196.
424 K. Skalicky
vivida por el hombre. Esta esperanza nosotros la llamamos comunismo. Y ésa
es la razón de que no creamos en Dios, aunque ello sea absurdo»3I. Y yo me
pregunto si Gardavsky no cae así per aliam viam en la misma absolutización
del comunismo que poco antes había rechazado.
«Dios no ha muerto del todo». ¿Qué significa, pues, esta frase, que sirve
de título a su libro? El sentido declarado por el autor se puede resumir así:
Dios no ha muerto del todo en cuanto que se trata de una ideología que en
la humanidad de hoy ejerce todavía un influjo cultural, social y político no
despreciable y capaz de modificarse para conservar su fuerza e incluso aumen-
tarla. Pero, además de este significado, nos parece que bajo las palabras de
Gardavsky se puede descubrir otro sentido que aflora esporádicamente en
ciertas frases: el Dios de los cristianos no es una idea tan absurda como creía-
mos nosotros los marxistas; antes bien, en el mundo actual, inestable, provi-
sional, oprimente, representa para quienes creen en él un centrum securitatis
capaz de conferir un sentido a la existencia humana, arrastrada por las olas
volubles de la historia, continuamente amenazada y vencida al fin por la muer-
te. Esa es la razón de que la existencia de Dios parezca a Gardavsky menos
absurda.
«ESPERANZA DEL ESCEPTICISMO»:
CONFRONTACIÓN CON EL MITO JUDEO-CRISTIANO
En su tercera obra, Esperanza del escepticismo 32, la confrontación se hace
todavía más radical. El marxismo, si quiere llegar a ser un humanismo real-
mente universal, si ha de superar su innegable carácter europeo, no se puede
confrontar únicamente con el idealismo de la filosofía clásica. De hecho, el
dilema idealismo-materialismo no es suficientemente profundo, pues no es otra
cosa que el resultado de las íntimas contradicciones de la filosofía burguesa
(iniciada por Descartes), la cual se basa en la idea práctica* de la autonomía
del hombre y de su dominio sobre la naturaleza. Gardavsky somete a crítica
ese postulado de la «burguesía heroica», confrontándolo con la idea práctica
de la teología medieval, que consistiría, según él, en la idea opuesta de la
autonomía (pecaminosidad) del hombre y de su impotencia frente a la natu-
raleza 34. Pero ambas ideas tienen un punto común: «tanto la una como la otra
son sustancialmente, en sus rasgos fundamentales, una concepción de cómo
articular el espacio dado»35, o sea, del modo «en que el hombre podría con-
quistar el poder sobre el espacio del mundo»36. Pero precisamente esta idea
fue heredada de la mitología y del pensamiento griego (no es una casualidad
" Op. cit., 202.
" Nadeje ze skepse (Dialogy 9; Praga, 1969).
" La idea práctica es para Gardavsky una especie de actitud o mentalidad,
una especie de presupuesto tácito del pensar y actuar humanos que determina
todas las actividades del respectivo grupo social sin que éste lo ponga jamás
en duda. Cf. op. cit., 19.
" Op. cit., 19.
" Op. cit., 29.
" Op. cit., 32.
«Dios no ha muerto del todo» 425
que tanto la teología medieval como la ciencia del Renacimiento tengan sus
raíces, respectivamente, en Aristóteles y Platón); y esta idea está en neto con-
traste con el contenido del «mito judeo-cristiano», el cual busca la liberación
del hombre no en la relación hombre-naturaleza, sino en la actividad creadora
suscitada por nuestra relación hacia los demás.
De este modo, el contraste se desplaza todavía más adelante, hacia las fuen-
tes mitológicas, «partiendo de las cuales cristalizó, por una parte, la idea prác-
tica del poder del hombre sobre el espacio del mundo, y por otra, una res-
puesta a la pregunta sobre quién es el hombre, en qué consiste su poder
humano»37. El marxismo debe, pues, enfrentarse con el mito. «Sólo esta di-
mensión de enfrentamiento •—escribe Gardavsky1— me parece adecuada para
el marxismo»3S. ¿Y cuál es el resultado de ese enfrentamiento? Se puede re-
sumir brevemente así: mientras en el mito griego se manifiesta cierto dualis-
mo, en el mito judío Gardavsky1 descubre cierto «monismo», en el sentido de
que se trata «de una relación del hombre con la realidad en la que éste no se
halla todavía sustancialmente dividido de la naturaleza ni dividido en sí mis-
mo (dualizado)». Se trata de «una situación humana que precede histórica-
mente al paso decisivo hacia la división del trabajo». «En esta situación el
hombre actúa todavía todo entero..., y lo que emprende es juego..., no traba-
jo; juego que es creatividad»3'. Por tanto, «la mitología bíblica —a diferencia
de la griega— expresa la situación originaria, en la cual la vida del hombre,
la vida de la comunidad tribal, es todavía juego»40.
En este contexto, Dios resulta «no un ser sobrenatural como los dioses
del Olimpo, una especie de personificación y antropomorfización de las fuer-
zas naturales y humanas, sino un modo original en el que la mitología judía
percibe y expresa el dramatismo de las situaciones en que se decide en qué
dirección y manera ha de continuar la historia. Con la palabra y con el nombre
de Dios, la Biblia del Antiguo Testamento indica todo lo que forma parte de
la dimensión de creatividad, lo que la provoca, lo que hace que el resultado
sea sumamente incierto...»41.
Gardavsky1 encuentra así en la auténtica tradición bíblica (dejamos al lec-
tor el juicio sobre esta apresurada exégesis) una tercera idea práctica «cuyo
centro de interés es el hombre en su determinación natural de ser creador»42.
Según él, esta idea es también propia del marxismo. «Por ello la confrontación
del marxismo con la idea 'judía' tiene tanta importancia como la ya tradicio-
nal confrontación con la antigüedad. Por esta razón, el diálogo con el cristia-
nismo como heredero y mediador de tal idea es de suma importancia para el
marxismo... En consecuencia, la lucha ideológica del marxismo con el cristia-
nismo no puede librarse con una mentalidad mezquina, porque no se trata de
íe o de incredulidad, sino de un principio propio al uno y al otro: en la pers-
" Op. cit., 33.
" Ibid.
" Op. cit., 52.
" Op. cit., 54.
" Op. cit., 40.
" Op. cit., 64.
29
426 K. Skalicky
pectiva de ambas ideas prácticas se excluyen mutuamente el hombre y el
poder»43.
En consecuencia, según Gardavsk^, los comunistas deben disuadir al cris-
tianismo de perseguir los intereses del poder, y el comunismo «hará valer el
poder con el no poder» ", es decir, «renunciará libremente al poder conforme
vaya madurando el socialismo»45. Esta libre renuncia al poder por parte del
partido comunista, prevista y celebrada por Gardavskf —en su entusiasmo
por la «primavera de Praga»— como un hecho sin precedentes en la historia,
no llegó a cumplirse a causa de la intervención militar (¿solamente por eso?).
Lo cual prueba que los intereses del poder son todavía más fuertes que el
poder de los intereses verdaderamente humanos.
Así, pues, el pensamiento de Gardavsky1 parte de la confrontación del «pro-
yecto católico» con el proyecto marxista en El fenómeno Alemania, pasa por
el intento de profundización metafísica del marxismo en el que descubre que
Dios no ha muerto del todo y llega a la interpretación —en la Esperanza del
escepticismo— del «mito judeo-cristiano» centrándose en la idea de Dios como
«dimensión de creatividad». Y esta interpretación ha de llevar, en interés de
la emancipación de la creatividad humana, a la renuncia al poder.
Tal es, brevemente, la trayectoria que ha seguido el pensamiento del filó-
sofo marxista checo.
K. SKALICKY
[Traducción: ALFONSO DE LA FUENTE]
Ibíd.
Op. cit., 65.
Op. cit., 66.
PRESENCIA Y AUSENCIA DE DIOS
EN LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA
Como arte del lenguaje, la literatura es el lugar donde se manifiesta lo es-
piritual. Al compás de las sílabas, el Absoluto llega hasta nosotros, atravesan-
do extensiones inconmensurables de silencio. Del mismo modo que el hombre
pertenece a dos reinos, al aquí y al más allá, al reino temporal y al reino eter-
no, la palabra tiene también una doble perspectiva: por una parte, es un sim-
ple código, moneda de signos gastada por el uso de todas las lenguas de Babel
(si la consideramos históricamente); por otra, sigue siendo el Verbo, que, en
el origen de la vida, hizo nacer la luz y del que aún quedan algunos recuerdos,
como lo atestiguan todavía esos maravillosos rescoldos de imágenes y ritmos
que brillan por sí mismos, diríamos, en las cuatro esquinas de los vocablos
y que designamos con el nombre de poesía, a falta de otro término menos
vago.
Por su situación singular en la confluencia de lo visible y lo invisible, el
lenguaje se revela como el hilo conductor ideal de lo divino. El cielo y la
tierra están unidos por una circulación incesante de palabras. Los profetas
hacen el vacío en sí mismos para dejarse invadir por la Voz, que ellos luego
lanzarán entre los hombres. Y la oración, a la inversa, es el verbo del alma
que se esfuerza por llegar hasta el Creador de todas las palabras. Por consi-
guiente, todo lo que pertenece al campo del lenguaje, a excepción de la comu-
nicación usual, puede ser portador (inconscientemente las más de las veces) de
signos que indican la marcha de lo divino (el grado de presencia o de ausen-
cia) en medio de nosotros. Considerada en esta perspectiva, la literatura, a
cierto nivel de elevación y de profundidad, tiene un valor que supera infinita-
mente el contenido de la cultura, del testimonio o de la diversión: se trata
del diálogo de la criatura con su Creador. ¡Perspectiva inmensa! El alma que
va filtrando humanidad gota a gota, palabra a palabra, de la misma manera
que a lo largo de milenios se va formando la estalactita. El flujo y reflujo del
ángel y la bestia. Los cantos y los gritos: balizas sobre el cam'no en línea in-
terrumpida que conduce de lo fugitivo a lo eterno.
-*
Por largo tiempo la sombra de Dios se entremezcló en las páginas con la
sombra del hombre en busca de la verdad. La espalda inclinada del escriba
sentado con los pies entrelazados revela esta presión, este peso, del Espíritu
sobre el ser recogido en meditación: carga de alma. En el espacio de silencio
428 M. Alyn
que rodea la frente del escritor las palabras producían un susurro, lo mismo
que un vuelo de ángeles. Lo visible y lo invisible se completaban en un equi-
librio armónico. El día y la noche se sucedían sin contrastes, siguiendo un en-
cadenamiento tan previsible como la muerte, que reemplaza a la vida una vez
cerrada la elipse del destino personal. Dios estaba próximo aun para aquellos
que apostaban por todo en la historia, por la carne y por el instante fugaz. En
Occidente, el cristianismo animaba y daba color a la vida cotidiana, desde los
gestos más humildes a los actos de mayor trascendencia. En el campo, las igle-
sias parecían los puntos de anclaje del más allá en la superficie de lo real.
Nos cuesta trabajo imaginar esta proximidad viva de lo sagrado, llegando
a confundir la historia de la espiritualidad occidental con el decrecimiento pro-
gresivo de los signos inmediatos, palpables, de lo divino. La idea de Dios se
ha intelectualizado a fuerza de irse depurando, creciendo y despojándose de
la ganga de las supersticiones y ritos populares, hasta el punto de mantener
a una distancia respetuosa una parte de la multitud de los fieles cada vez más
importante. Por la dificultad de su comprensión, Dios era asunto de unos po-
cos; por sus dimensiones cósmicas, Dios perdía su porte familiar, se alejaba.
«El cielo se aleja», dirá Mallarmé con un acento sombrío de júbilo que, evi-
dentemente, disimula una esperanza fallida. El conjunto de la literatura mo-
derna describe (de forma más o menos consciente) esta epopeya a la inversa:
la regresión de Dios al infinito y la soledad de la humanidad, presa de la
nada de los objetos.
Porque la evolución de la noción de Dios corresponde a un trastorno del
hombre y del planeta en que vive. El tránsito de una sociedad de tipo agrícola
a una sociedad de tipo industrial tiende, por naturaleza, a modificar conside-
rablemente las estructuras sensibles del que sufre ese cambio. Después de
miles de años de relativo inmovilismo, el hombre descubre, en el mismo mo-
mento en que empieza a arrastrarle, la velocidad (de la acción y del desplaza-
miento), que no sólo transforma los paisajes, sino también las ideas. ¿Se puede
emitir el mismo juicio (estético o de otro tipo) sobre un lugar descubierto al
ritmo apacible de un paseo o a través del cristal de un automóvil lanzado a
toda velocidad? Lo mismo sucede con respecto a Dios, considerado por una
humanidad precipitada en un movimiento cada vez más acelerado y que no
dispone del tiempo necesario para reajustar sus sistemas de medida metafísica.
Sorprende comprobar que los primeros síntomas de la ausencia, e incluso de
la muerte de Dios, aparecen en pleno siglo xx, con la venida de la civilización
industrial. Si es verdad que los románticos más locuaces ceden a la tentación
del optimismo y no dudan en considerar la fábrica como la iglesia de una reli-
gión del progreso, hay otros que profetizan una esclavitud creciente del hom-
bre bajo el imperio de la máquina, es decir, en definitiva, bajo el imperio de
la materia. Algunos llegan a denunciar la mentira (o, por lo menos, la ilusión),
que consiste en atribuir a la máquina el poder de liberar al hombre en lo más
precioso que él posee: su tiempo. Estos adivinan la fatalidad del sistema eco-
nómico moderno, que tiende por necesidad a no dejar descanso al individuo
encerrado en el laberinto de una producción que debe aumentar sin cesar y de
un consumo provocado artificialmente por «la estrategia del deseo»: la publi-
Dios en la literatura contemporánea 429
cidad. Por una parte, el bienestar material aumenta en proporciones asombro-
sas; por otra, la angustia y el gusto por la nada hacen presa en los espíritus
con la voracidad de un incendio. El individuo podría terminar por afirmarse,
pero en seguida se ve absorbido por el anonimato de la masa, que llega a
poseerlo de tal modo que acaba por no tener más que una conciencia muy
vaga de los contornos de su propia personalidad. Y, sobre todo, siente una
cruel falta de tiempo. La máquina y el producto de la máquina acosan al ser
hasta en sus momentos de esparcimiento y de sueño. Entonces surgen dioses
brillantes, extraños, mudos, con cara de plexiglás, superficies pintadas, cromos,
nailon, pieles sintéticas, ídolos fríos a cuyos pies humea el incienso de una
adoración estéril. A fuerza de no vivir nada más que para las cosas, el hombre
se convierte poco a poco en un objeto más.
En contra de una opinión muy extendida, la terrible hipótesis filosófica
de la «muerte de Dios» no es obra de Nietzsche, sino de un poeta alemán
anterior, el romántico Jean-Paul, cuyo libro Sueño, de 1790, describe el cua-
dro espantoso de una creación privada de su Creador: «¿Adonde vas, oh sol,
con tus planetas? A lo largo de tu carrera no encontrarás nunca ningún
Dios (...). Dios, representado como un ojo reverberante, no es ya más que
órbita negra y cavernosa...».
Más adelante, Jean-Paul dirá a propósito de ese «sueño»: «La primera
concepción de este fragmento apareció ante mi alma como algo terrorífico y
lo escribí temblando».
El influjo que ejerció el poema entre los románticos franceses fue consi-
derable, y Gérard de Nerval fue el primero que se inspiró en él para escribir
su Cristo de los olivos, que lleva como epígrafe estos versos de Jean-Paul:
¡Dios ha muerto! El cielo está vacío...
¡Llorad, hijos, ya no tenéis padre!
El poema de Nerval presenta en escena un Cristo desesperado, abandona-
do, que llama «ingratos a sus amigos»:
Hermanos, os estaba engañando: ¡Abismo, abismo, abismo!
Dios falta en el altar donde yo soy la victima.
¡ Dios no existe! ¡ Dios no existe ya!
Pero ellos seguían durmiendo...
Sobre el mismo tema, Vigny escribirá El monte de los Olivos. Pero, en
este caso, no se pone en duda la existencia de Dios; se trata del problema del
silencio y del alejamiento:
Pero el cielo sigue negro y Dios no responde.
El silencio es el título de otra obra de Vigny que prolonga la precedente,
proporcionándole una conclusión estoica:
El justo opondrá el desdén a la ausencia
y no responderá ya sino con un frío silencio
al eterno silencio de la Divinidad.

430 M. Alyn
Así se cierra el círculo. La terminología de la derelicción moderna («ausen-
cia», «silencio», «muerte») está acuñada totalmente en el siglo xix. En ade-
lante tropezaremos a cada paso con estas palabras, semejantes a púas punti-
agudas sembradas en nuestro camino.
Sin embargo, sería un error creer que la literatura se limita a atestiguar
pura y simplemente la regresión (o la desaparición) de lo sagrado. De Rim-
baud a Gérard Manley Hopkins, la búsqueda espiritual toma muchas veces
el cariz de un enfrentamiento del alma con su Dios, que parece alejarse. La
alegoría de Jacob luchando con el ángel, desde este punto de vista, explicaría
perfectamente la aventura interior que, desde hace un siglo, han vivido mu-
chos poetas. ¿Qué es lo que buscan, en efecto, esos «horribles trabajadores»
de que habla Rimbaud sino perforar el muro de acero, de cemento armado
o de cinismo que se hace cada vez más grande entre el ser y el Absoluto?
Incluso la búsqueda de un Infierno («El infierno —dice Barbey d'Aurevilly—
es el cielo, pero en hueco»), emprendida gracias a la videncia, al erotismo
(«desorden de todos los sentidos») o a los «paraísos artificiales» de la droga,
pone de manifiesto en definitiva un impulso fallido hacia «otros parajes»
que se nos niegan. Ungaretti expresa de manera excelente esta presencia de lo
divino en los autores que, sin embargo, la niegan: «Existe, a pesar de todo, en
el canto de los poetas modernos, o mejor todavía, paralela a las modulaciones
de su canto, una aprehensión de lo sagrado que altera tanto más este canto
cuanto más profundamente se tiene por extraño a lo divino».
* hombre del justo medio que es, Camus no elige nunca de una manera total;
Una cosa es cierta: si exceptuamos algunos casos (dulzura de Rilke o de
Milosz, violencia de Claudel), el panorama espiritual contemporáneo, tal y
como lo describen los escritores, es negativo, sombrío, desértico y angustioso.
Si los surrealistas encuentran una esperanza en la revolución social, en el psi-
coanálisis o en las prácticas mágicas, también contribuyen a fijar más al hom-
bre en el mundo de la materia, agregando a ésta el inconsciente, el azar y el
sueño. Para André Bretón, «el más allá, todo el más allá, está en esta vida»,
lo cual conduce a hacer de lo surreal un simple grado superior en la escala de
la realidad, la cual, al no conducir nunca a Dios, no lleva en suma a ninguna
parte.
En contraste con el surrealismo, Paul Valéry rechaza hasta los sueños. No
se exalta ante quimeras y considera a Dios como un problema en sentido ma-
temático. Acusará a Pascal de haber perdido el tiempo en defender e ilustrar
la religión ¡mientras podía haber perfeccionado el álgebra! La famosa «noche
de Genova» vivida por Valéry será, en cierta manera, el reverso de la ilumi-
nación de Pascal: una experiencia «mística» al revés, que le revelará la prima-
cía de la Nada en el universo. Podemos apreciar el camino recorrido desde
Mallarmé, que se estremecía al decir: «Dios, ese viejo y maligno muñeco, aba-
tido al fin». En Valéry no hay lucha alguna con el ángel, ya que se limita a
comprobar que el ángel no existe y que toda acción sería vana.
El existencialismo sartriano partirá aún más claramente de una profesión
Dios en la literatura contemporánea 431
de fe atea, si cabe expresarse así. Las necesidades del teatro serán únicamente
las que llevarán a Sartre a crear, en Las moscas, la figura tiránica de Júpiter, y
en El diablo y Dios, a repetir la afirmación de Jean-Paul y de Nietzsche: «Dios
ha muerto... ¡Te digo que Dios ha muerto!». En este caso, se trata de ideas
animadas por las necesidades de una causa juzgada de antemano. Sartre, en
efecto, no plantea jamás de modo serio la desaparición de un Dios que, en su
opinión, nunca existió sino en la imaginación llena de temores del hombre.
Así, cuando Orestes declama sus famosos versos: «Tú eres el rey de los dio-
ses, Júpiter, el rey de las piedras y de las estrellas, el rey de las olas del mar.
Pero no eres el rey de los hombres», es evidente que nos encontramos ante
un vuelo retórico mucho más que ante una afirmación real, ya que Sartre no
otorga ninguna «realeza» a su divinidad de palabras, ni siquiera sobre los
astros, los elementos o las cosas. Más compleja y «sensible» es la actitud de
Camus, que niega también a Dios en provecho del hombre, pero en una pers-
pectiva moral más que filosófica. «Rechazaré hasta la muerte amar una crea-
ción en la que los niños son torturados». El mal, para Camus, debe cargarse
a la cuenta exclusiva de Dios, siguiendo una dialéctica un tanto fácil, que
podríamos resumir así: si Dios existe, es todopoderoso; ahora bien, el sufri-
miento y el mal asedian a los inocentes, a los «justos», por todas partes en la
tierra; por consiguiente, el mal es obra de Dios, por el mero hecho de permi-
tirlo. Sin duda alguna, existe en Camus más generosidad que en Sartre, pero
también hay menos lógica. Sartre, en efecto, propone al hombre la revolución
en lugar de la gracia de que le priva, mientras que Camus no le ofrece más
que la rebelión, que no es casi otra cosa que un noble sobresalto de indigna-
ción de la conciencia individual, es decir, un comportamiento ineficaz. Como
se decide por la tierra, pero sin ilusión, creando en Caltgula la sed de «algo
que será demente quizá, pero que no será de este mundo». En términos de
política moderna, esta actitud sería centrista. Por lo demás, era inevitable que
el «pensamiento del Mediodía» se situara en el centro, lo mismo que la ci-
fra 12 está en el medio de la esfera del día.
Una de las obras más representativas de la crisis espiritual del siglo xx,
por su misterio y patetismo, es la de Kafka, cuyo influjo sigue propagándose
hasta los confines de la literatura contemporánea, aunque la filiación (por ha-
ber sido asimilada su carga simbólica) ha sido indirecta. ¿Habrá empezado el
mundo a parecerse a los fantasmas de Kafka? ¿O es que Kafka era un profeta
que vivía por adelantado, en el plano de las ideas y de las sensaciones, los
sombríos procesos de la historia que aún estaba por venir? Nadie lo sabe, ya
que Kafka no se parece a ningún otro escritor del pasado o de la actualidad.
Desde su infancia, Kafka está solo, privado de todo contacto con los miem-
bros de su familia, incapaz de comunicarse. Las palabras que emplea no son
en manera alguna elementos de diálogo: no se comprenderían; es necesario
comprimirlas antes de confiarlas a la pluma y al papel. Si Kafka se sume en
el silencio y echa tres vueltas a la cerradura de la fortaleza en que se encierra,
que viene a ser una prisión, es porque no puede elegir más que palabras ne-
gativas, que volverían locos a aquellos que incluso sería absurdo nombrar: a
432 M. Alyn Dios en la literatura contemporánea 433
sus próximos. De entrada se ha considerado como el pasajero clandestino de como su mismo nombre lo sugiere) o de la proliferación (las palabras, los rino-
un universo en el que la apariencia constituye el valor supremo que hay que cerontes, el cadáver que crece, en Cómo desembarazarse) en Ionesco. Un aná-
salvar a toda costa so pena de destruir los mecanismos de la existencia. En el lisis del lenguaje poético actual nos descubriría la obsesión de la ausencia, del
momento en que yo empiece, piensa Kafka, a parecerme físicamente a mis silencio y de la página en blanco, al mismo tiempo que una extraña voluntad
pensamientos, los que creen que me aman quedarán horrorizados; me recha- de limitar el verbo a sus componentes materiales. ¿Qué remedio es posible
zarán llenos de terror. ¿En qué consiste, entonces, este «amor» que desaparece aplicar a este cáncer del espíritu que corroe a nuestra época? Un gran poeta,
al primer obstáculo y se transforma en odio ante la presencia, en la epidermis T. S. Eliot, nos lo dice: «El mundo está intentando buscar cómo elaborar una
de una carne perecedera, de unas escamas y unas antenas? A partir de esta mentalidad no cristiana. La experiencia no tendrá éxito, pero nosotros debe-
comprobación, Kafka va a examinar el espectáculo de la humanidad abando- mos hacer prueba de una gran paciencia mientras estamos esperando este fra-
nada a las apariencias y aportará a esta observación tal pureza de mirada que caso, y, sin embargo, debemos recuperar tiempo, a fin de que la fe pueda
sus descripciones parecerán obra no de un hombre, sino de un ave que sobre- conservarse viva durante los tiempos sombríos que quedan por venir, a fin
volara nuestro planeta. ¿Qué es lo que él ve en nuestro mundo? Un caos de de renovar y de reconstruir la civilización, a fin de salvar al mundo del sui-
gestos, de impulsos hacia la nada, una confusión y mezcla de soledades que se cidio».
esfuerzan vanamente por unirse entre ellas para poner fin al miedo, que es la M. ALYN
verdadera base en que se asienta la criatura, el único punto fijo de esta rueda [Traducción: J. J. DEL MOHAL]
viviente que, aplastando a los demás, se tritura a sí misma.
A pesar de todo, se puede adivinar cierto orden en el seno de esta absur-
dez. Alguien debe velar a distancia por la aplicación de la pena que cae sobre
los hombres. ¿Será esta condena el resultado de un juicio? En este caso, en
alguna parte habrá un tribunal, una ley escrita, unos abogados y, ¿quién
sabe?, unas posibilidades de apelación, de casación, de gracia y perdón. Ya
que no sería lógico pensar que todos y cada uno pueden ser enviados a la
misma «colonia penitenciaria» a causa de una falta colectiva y casi olvidada.
Se impone, por tanto, lanzarse sin demora a la búsqueda del tribunal invisible
que habrá de decidir. El alma exige la apertura de su «proceso». Pero ocurre
que el juez es inaccesible, perdido muy lejos en el fondo del laberinto de
pasillos, de salas, de despachos, de celdas que forman el tribunal. Es tan «in-
tocable» como el emperador del relato La muralla de China, cuyo mensaje
sale realmente del palacio en dirección a cada uno de sus subditos, pero tiene
que recorrer, antes de llegar al destinatario, tan largo camino que éste morirá,
sin duda, sin haber recibido la carta...
De este modo, la «muerte de Dios» en Kafka no es algo adquirido, lo cual
viene a suprimir de su obra el carácter de desesperación absoluta que frecuen-
temente se ha querido descubrir en ella. Nadie, ciertamente, ha contemplado
con sus ojos de carne al juez o al emperador, pero se puede adivinar su pre-
sencia formidable, eterna, en una región alejada del infinito. Dios tampoco se
calla; simplemente se ha apartado a tales distancias de la humanidad que su
palabra llega hasta ella necesariamente deformada por el mucho tiempo que
necesita de su voz para viajar a través de los espacios. La belleza absoluta, que
es justicia, permanece accesible al ser como precio de sus sufrimientos y de su
paciencia incansable: «Si se la invoca con la palabra justa, con su verdadero
nombre, entonces viene».
* •

Los límites de este ensayo no me permiten seguir más lejos en la explora-

ción de este problema capital. Convendría que nos interrogáramos, por ejem-
plo, por el sentido de la espera en Beckett (después de todo, Godot es Dios,

CAMBIOS DE LA IDEA DE DIOS
EN LAS RELIGIONES Y CULTURAS NO OCCIDENTALES
Como ocurre con no pocas ideas de nuestra época, la concepción de Dios
de las culturas no occidentales está siendo sometida a una transformación. Pero
existe una diferencia. Este cambio se produce más bien en la mente de los et-
nólogos y estudiosos occidentales de la religión que en esas culturas mismas.
Hasta el presente, utilizaron esos investigadores —de manera inconsciente, por
supuesto— las ideas sobre Dios de las culturas no occidentales para demostrar
«objetivamente» la superioridad de nuestra concepción cristiana de Dios. En
este proceder alienta además un refinadísimo espíritu de discriminación racial.
Así ha ocurrido con respecto a las culturas carentes de escritura y hasta con
religiones universales como el budismo.
De esta suerte, se ha atribuido a las culturas carentes de escritura sólo un
mínimo de concepción de Dios. Con esto podía hablarse —histórica y psíqui-
camente— de los inicios de la religión en ellas, que en su estadio primitivo
era considerada una especie de religión infantil. Ese mínimo se manifestaba en
la fe en las almas, bien fuesen espíritus, totems o fuerzas irracionales (llama-
das asimismo mana). En etapas sucesivas, éstas habrían ido convirtiéndose en
demonios y dioses. En la etapa suprema (muy cerca de nosotros, naturalmente)
habrían tenido que ceder ante el Dios de la Biblia. En otros casos, este míni-
mo era la expresión de un monoteísmo originario degenerado y convertido en
ruinas.
Pero, con este procedimiento, muy a menudo no se tenía en cuenta cuál
era el auténtico aspecto de dicho concepto de dios. Los propios prejuicios
prescribían cuál tenía que ser el concepto de dios en los pueblos sin escritura.
Cuando se afirma en nuestros días que el concepto de dios de los pueblos
carentes de escritura está sufriendo un cambio, hay que entender que es más
bien el enfoque de la ciencia de la religión el que ha cambiado. No se tiene
hoy tanto interés en meter, pongamos por caso, a los indios, bantúes o pigmeos
en unos esquemas preconcebidos, sino que se les desea tal como realmente
son. No pocos, siguiendo a G. van der Leeuw', ponen cada vez mayor cuidado
en la distinción de las concepciones de Dios en personales e impersonales.
Esto se aplica también a la palabra mana. La relación de este vocablo mela-
nesio con un ser personal impide que se la emplee para designar una concep-
ción impersonal de Dios, aun cuando investigadores como G. van der Leeuw
o Durkheim hayan preferido esta interpretación en virtud de su esquema o
teoría previa. En nuestros días aumenta el convencimiento de que toda con-
1
G. van der Leeuw, Phanomenologie der Religión (Tubinga, 1956), 83ss.
Cambios de la idea de Dios 435
cepción de Dios —sea del pueblo que fuere— es algo único, que no puede
reducirse sin más a un común denominador con las demás concepciones de
Dios.
Esto último se aplica igualmente a las religiones universales como el bu-
dismo y el hinduismo. Tampoco ellas se dejan apresar con facilidad en nues-
tros conceptos. Los esquemas dicotómicos del tipo monoteísmo-panteísmo (o
monismo), trascendencia-inmanencia o teísmo-ateísmo no resultan de gran ayu-
da a la hora de comprender mejor tales religiones. Porque también en ellas se
encuentra el monoteísmo y hay lugar para la trascendencia divina. Sólo una
observación errónea ha podido llevar a la conclusión de que el budismo es en
esencia ateo. El hecho de que Buda no hable sobre lo sagrado no se debe a
que lo desconozca, sino primeramente a que depende del concepto de Dios
corriente en su época y que respetó tal cual, y en segundo lugar, a que se
trataba, según él, de una realidad que nada puede decir al no iluminado. Su
actitud tiene tan poco que ver con el ateísmo como la teología de la muerte
de Dios de nuestros días. A mi entender, únicamente es posible aplicar a otras
religiones los conceptos de inmanencia, trascendencia, monismo y teísmo —to-
dos ellos acuñados por la teología— a condición de dejar bien sentado de
antemano qué se pretende decir con ellos.
El hecho de que en muchos pueblos esté cambiando actualmente el con-
cepto de Dios no se debe a la moderna ciencia de la religión, ya que ésta ca-
rece prácticamente de influencia. Se debe, sobre todo, a su contacto con Occi-
dente. En algunas culturas, el concepto de Dios cambia de golpe o es incluso
sustituido; en otras, este cambio se lleva a cabo gradualmente. Para podernos
hacer una idea cabal del fenómeno habremos de partir de cuatro tipos de reli-
gión, en cada uno de los cuales el cambio se realiza de modo totalmente dis-
tinto. Estos tipos muestran que en un caso es la cultura, en otros son sólo
determinados factores religiosos los que contribuyen a forjar una diferente
idea de Dios. Estos cuatro tipos son: religiones tribales, nacionales, universa-
les y personales.
I. LAS RELIGIONES TRIBALES
Por religiones tribales entendemos aquellas que deben su carácter propio
a la tribu. Barrett2 describe la tribu como un conjunto o grupo de hombres
que comparten en común el mismo nombre, lengua, cultura, territorio, la tra-
dición de un común origen, una unidad ideológica y una conciencia de inter-
dependencia solidaria. En la tribu, los intereses del individuo desaparecen en
los del grupo. Todos estos factores se encuentran mucho más estrechamente
trabados que entre nosotros. Puesto que sólo al sur del Sahara viven, en opi-
nión de algunos, cien mil tribus, ciertamente nos encontramos ante un gran
grupo de hombres.
Algunas publicaciones recientes ponen de manifiesto que la imagen del
dios tribal es muchísimo más variada y rica de lo que los primeros apóstoles
de las teorías animistas, totemistas o protomonoteístas pretendieron hacernos
• D. H. Barrett, Schism and Renewal in África (Nairobi, 1968), 44.
 436 J. Kamstra Cambios de la idea de Dios 437

creer. Diversos dioses son uno solo y a la vez pluriformes, espirituales y visi-
bles en numerosos símbolos. Este es el caso del dios Kwoth de los núer, una
tribu del Sudán oriental: espíritu del cielo, invisible como el aire y omnipre-
sente como el universo, que se manifiesta en el viento y en la lluvia, que brilla
en el sol y en la luna. También los espíritus que están en el cielo son consi-
derados como gaat Kwoth, es decir, como hijos de Kwoth. Algunas aves —al
menos las altaneras— son asimismo llamadas gaat Kwoth.
Los chamanes de los indios oglala de la América del Norte ofrecen el si-
guiente esquema de su dios Wakan Tanka, que revela cómo éste encarna en
sí una gran cantidad de dioses y espíritus distintos de su tribu:
sol \ do por los suyos como el Moisés iluminado que habría de liberarlos en África
luna ^ j j o s p r j nc jp a i
búfalo f la tierra, que es umversalmente reconocida por el 31 por 100 de las tribus
espíritu 1 africanas. Muchas Iglesias cristianas independientes en África están de acuerdo
Wakan Tanka
cielo j abandonar a sus propios antepasados divinos. Tanto más cuanto que el bien
viento
( gran espíritu
oso í
espíritu j
Este ejemplo y otros similares3 ilustran sobre la dificultad de distinguir,
incluso en este estadio, entre monoteísmo y politeísmo de manera clara. Ni
siquiera los dioses de los «primitivos» pueden ser encajados de modo científi-
co en una u otra categoría. Su dificultad aumenta a medida que crece la con-
vicción de que todo está impregnado de vida divina. Así, por ejemplo, los ban-
túes creen que NTU es la vida que llena a dioses, hombres, plantas, animales
e incluso a la naturaleza inanimada. Lo único que se puede sostener «categó-
ricamente» de todos los dioses tribales es que se limitan al territorio de la
tribu. El Kwoth de los núer es dios sólo allí donde se encuentran los núer,
A cambio de la limitación territorial y tribal que se le impone domina todos
los aspectos de la vida de los núer, incluso los económicos y políticos. A este
respecto, Nadel' constata en los nupe que «la totalidad de creencias y prác-
ticas que llamamos religiones nupe, yoruba o gwari es pura y simplemente
la religión de hombres que se denominan también, por otras razones, nupe,
yoruba o gwari. Aunque es posible que determinados usos aislados o incluso
algunos puntos de fe sean aceptados o importados, resulta impensable que la
religión en conjunto pueda ser exportada o cambiada por otra». Los nupe
están dispuestos a discutir con sus vecinos acerca de sus religiones respectivas.
Piensan incluso que las más dispares religiones de sus vecinos son también
razonables. Pero se atienen a su propia religión, porque son nupe. En estas
religiones tribales, la existencia de la divinidad está indisolublemente ligada a
la de la tribu.
Donde tienen lugar desplazamientos que de alguna manera afectan también
a la unidad de la tribu se producen, al mismo tiempo, cambios en el terreno
religioso. Vamos a señalar aquí un cambio en dos direcciones:
1) El concepto de dios de las grandes religiones se reduce al de las reli-
giones tribales. Esto es lo que ocurre actualmente en África dentro de un gran
número de sectas, tanto con respecto al Islam como al cristianismo. A veces,
el Dios universal se convierte en deidad local. El kimbangismo del Congo
considera a Dios como Dios de África, aunque no exclusivamente. En las
visiones de muchos profetas africanos, Dios habrá de desempeñar respecto a
las tribus africanas la misma función que desempeñó respecto al pueblo judío
en el Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, Hendrik Witbooi fue considera-
del Sur. Otros aceptan ciertamente un Dios cristiano, pero no sin la diosa de
con el concepto bíblico de Dios. Lo cual no implica que hayan por ello de
y el mal, la salud, el crecimiento y el vigor provienen de estos espíritus y no
de Dios. Así se explica la existencia de sectas con nombres como religión de
los antepasados (Kenia), iglesia de nuestros antepasados (Malawi), iglesia del
Dios de nuestros antepasados (Congo Sur); la iglesia Herero del África sud-
occidental combina la eucaristía con oficios especiales en honor de los antepa-
sados. En las iglesias sionísticas zulúes se hace oír a menudo el reproche del
ángel de que los antepasados son desatendidos. En los cultos Cargo del nor-
oeste de Guinea también los cristianos abandonan de tiempo en tiempo las
iglesias en la convicción de que la venida de los antepasados es iminente en
barcos cargados (Cargo) hasta la cubierta de productos occidentales. En esta
época se prefiere olvidar al Dios de la Biblia. En los numerosos movimientos
sectarios que proliferan en nuestros días llama la atención que es más impor-
tante el profeta, el salvador, el curador y el mesías que cualquier idea de Dios
revolucionariamente aplicada a la situación.
2) El segundo movimiento, que se observa por todas partes, lleva a la li-
quidación de los dioses tribales. Son sobre todo los contactos con Occidente
y el cristianismo los que han eliminado directa o indirectamente —mediante
las sectas independientes, más acomodadas a la situación local— muchos dio-
ses tribales tradicionales. Así, el kimbangismo liquidó en el Congo al fetichis-
mo. Lo que haya podido ello significar en la clarificación del concepto de Dios
es, al mismo tiempo, historia de las misiones y queda por ello fuera de los
límites de este artículo.
II. LAS RELIGIONES NACIONALES

1 En este tipo concurren dentro del territorio de la deidad varias tribus con-
Cf. Th. P. van Baaren, Pluriform Monotheism: «Ned. Theol. Tijdsehr.»
20 (1966), 312-327. gregadas en una unidad política: la nación. El dios de una determinada tribu
' S. F. Nadel, Nupe Religión (Londres, 1954), 227. puede haberse convertido en dios nacional, al que quedan sometidas también
438 ]. Kamstra
otras tribus. Este dios habla a menudo por boca de los dirigentes políticos,
los cuales, la mayoría de las veces, parecen más importantes que el propio
dios. Este dios sanciona la nación en cuanto nación de manera prácticamente
igual a como lo hacía el dios tribal con la tribu. La historia de la humanidad
presenta numerosos ejemplos de ello. Vamos a ceñirnos a uno sólo: el sin-
toísmo en el Japón. Surgió éste como una religión que hubo de reunir en sí
a los múltiples dioses de la antigua sociedad tribal japonesa. Ello tuvo lugar
en un tronco genealógico en el que todos quedaban vinculados por lazos de
parentesco familiar. Y aunque el suceso data de hace más de mil trescientos
años, no es posible decir que la conjunción haya tenido éxito. El complejo
entero se empleó durante la guerra para avivar el nacionalismo japonés. En él
desempeñaba un papel central el emperador, descendiente de la diosa princi-
pal Amaterasu y, por tanto, divino también él. Lo típico de la concepción
sintoísta de Dios no reside en el hecho de que el Japón haya sido desde la
más remota antigüedad el país de los ocho millones de dioses o kami, sino
en la manera que éstos tenían de ser dioses. Lo cual cuadra muy bien con la
religiosidad típicamente japonesa, a la que E. Pirijns5 caracteriza diciendo
que se mueve «en una dimensión y orientación cósmicas, en la cual lo Abso-
luto se encuentra enraizado en lo fenoménico o en lo ultramundano». Compa-
rándola con China, el japonés Fujitani6 lo caracteriza así: «En China, el cielo
era algo espiritual; en la mitología japonesa, el cielo es la bóveda celeste visi-
ble. Los dioses descendieron del cielo a la tierra y mantienen el contacto con
el cielo. Es bien sabido que el antepasado del emperador descendió sobre el
monte Takachiho, en Kyushu. Pero el relato no se limita a los antepasados del
emperador: también los antepasados de otros clanes antiguos vinieron del cie-
lo... En el siglo vm, Amaterasu, antepasado imperial, se convirtió en reflejo
de la unidad nacional y del dominio de la casa imperial». Más adelante dice
el mismo autor japonés: «En la antigüedad no estaban hechos los símbolos
para los dioses. La propia montaña era un dios, como el río o el bosque, un
árbol, una fiera, una piedra, el sol, la lluvia y el viento». Los dioses del Shinto
participaban con ello de la vida cotidiana. Están implicados con el hombre y
su entorno, mientras vive el hombre. Pero tras la muerte, el japonés va a un
cielo invisible. Este no pertenece al «terreno» del sintoísmo, sino al del bu-
dismo, que le espera allí con figuras sagradas como la del Buda del futuro
Maitreya, o la del barbudo señor Amitabha. De aquí que el budismo y el
sintoísmo puedan coexistir tranquilamente en la vida del japonés sin ninguna
concurrencia.
El fracaso de esta concepción sintoísta de Dios fue anunciada por el em-
perador Hirohito en su declaración radiada del 1 de enero de 1946: «Vivimos
con el pueblo y participamos con él de los momentos de alegría y de tristeza.
Los lazos entre nos y nuestro pueblo se basan en la lealtad y el amor recípro-
cos. No dependen de meras leyendas y mitos. No se basan en la falsa idea de
que el emperador es un ser divino y de que el pueblo japonés es superior a
* E. Pirijns, Japan en het Christendom (Lannoo, 1971), tomo II, 264.
• Saki Aklo y otros, Gendai Nihon Shukyo-hihan (Tokio, 1967), 198.
Cambios de la idea de Dios 439
las demás razas y está predestinada a regir el universo entero»7. Aun cuando
estas palabras fueron preparadas por los consejeros americanos, con ellas se
asestó un duro golpe al concepto sintoísta de Dios. Pues si el emperador ya
no era dios, juntamente con él perdían su existencia divina un gran número
de kami. Y no sólo quedaba afectado el abolengo divino, sino también aque-
lla de quien tomaba su origen este abolengo: Amaterasu. Por no hablar de
todos los demás antepasados divinos del pueblo japonés.
Se comprende que con ello el sintoísmo posterior a la guerra se haya visto
en un callejón sin salida y que para la mayoría no sea más que un hermoso
elemento folklórico. Así lo confirma Fernando M. Basabe cuando nos informa
que de la población masculina comprendida entre los veinte y los cuarenta
años el 82 por 100 admite que ya no cree".
La manipulación nacionalista del concepto de Dios ya había perjudicado
con anterioridad a la guerra a la fe en la divinidad del emperador. Con ello
se dio pie a una evolución en otro sentido. Algunos movimientos reformistas
dentro del sintoísmo rompieron ya con el concepto nacionalista de Dios, ela-
borando su concepción de dios en el sentido de las religiones universales. Cita-
remos tres ejemplos': el Omotokyo fue fundado en 1892 por Nao Deguchi,
una torturada madre de familia, y floreció en los años anteriores a la guerra.
Su compañero Onisaburo, señalado por ella como salvador del mundo, consi-
guió congregar tras sí dos millones de discípulos. Después de la guerra, este
grupo intenta llenar el vacío dejado por los dioses del Shinto con su doctrina:
«Creemos que nuestro entorno está lleno de Dios, Buda o Maitreya. El hom-
bre y Dios deben ser uno». En este texto se emplea para designar a Dios la
palabra kami; pero según una nueva etimología, kami derivaría de kakuremi,
el cuerpo oculto, distanciado del kami «vulgar».
Nuestro segundo ejemplo, el Konkokyo, que data de 1859, marcó su dis-
tanciamiento respecto al sintoísmo mediante la figura del dios de hierro,
kane no kami. En el sintoísmo tradicional se creía que esta figura demoníaca
podía corromperlo y matarlo todo. Aquí, en cambio, es elevado a la categoría
de Dios de Hierro del cielo y la tierra, padre de todos los hombres, padre del
universo y promotor del bienestar en el cielo y en la tierra. La elevación de
este espíritu malo a dios supremo es una protesta típicamente japonesa contra
el establishment sintoísta.
El tercer grupo, el Kuromizukyo, fundado en 1814 por el sacerdote sin-
toísta Munetada Kuromizu, elevó a Amaterasu a la categoría de deidad mono-
teísta. La relación con los otros ocho millones de dioses la expresa en la si-
guiente proposición: «El único Dios está encarnado en un millón de dioses
y en el Dios único se encuentra un millón de dioses. A este único Dios se le
atribuye todo».
* Cf. W. H. M. Creemers, Shrine Shinto after World War II (Leiden,
1908). 227.
• Cf. Fernando M. Basabe, Religlous Attitudes of Japanese Men (Tokio,
1908), 23, 109.
• Cf. para esta y otras sectas japonesas mencionadas en este artículo
H. Thomsen, The New Religions of Japan (Vermont, 1963).
440 J. Kamstra
De este modo, la anulación del nacionalismo puede abrir a las religiones
nacionales hacia religiones de tipo universal, o bien puede contribuir a hacer-
las desaparecer.
III. LAS RELIGIONES UNIVERSALES
La pertenencia a una religión universal no viene determinada por el hecho
de que un hombre sea miembro de una nación o de una tribu, sino mediante
la elección personal de una religión concebida por su fundador como una lla-
mada a todo hombre en cuanto hombre. Por esta razón, mediante su llamada,
la religión universal rompe las fronteras de tribu, nación y raza. En virtud de
su misión, es por ello universal. Su idea de Dios tampoco está, por tanto, limi-
tada a un territorio determinado. Existe una relación entre la divinidad y el
universo entero, que o bien ha sido creado por ella (como en el cristianismo,
el islamismo y el judaismo), o bien es una manifestación exterior suya (como
en el budismo y el hinduismo). Pero ya hemos señalado al principio de este
artículo que es preciso ser muy precavidos en el empleo de tales oposiciones.
El principio último en el primer grupo es Dios; en el segundo grupo —por
ejemplo, en el budismo— es algo acerca de lo cual no se habla, o se habla
con mucha reserva. Lo único que sabe, por ejemplo, el budismo japonés es
que todo hombre posee un principio para alcanzar eso último y supremo, es
decir, la naturaleza de Buda.
Para Oriente y Occidente es un inmenso problema la reconciliación de
estos dos grupos. Es también una tarea para todo aquel que quiera integrar el
mundo entero en sí mismo. Si es posible constatar en las religiones universales
una variación en la concepción de Dios, ésta se halla en su mayor parte en la
línea divisoria de estos dos enfoques. En la India y el Japón —más que entre
nosotros— tienen lugar evoluciones que apuntan en esta dirección. Para ello
no necesitamos, por ejemplo, buscar en Japón grupos pequeños que vivan
ocultamente. Los grandes movimientos budistas de la posguerra lo expresan
sin rebozo. Uno de ellos es el Sokagakkai, que en un período de diecinueve
años ha visto incrementarse sus miembros de tres mil a quince millones. Su
actual líder, Ikeda, escribía en estilo bastante apologético y agresivo: «Los
hombres honran a Dios en el cristianismo y a Alá en el Islam; pero ambos
no son más que meras imaginaciones, porque desconocen la existencia del
auténtico Buda. Lo que toda la humanidad busca no es otra cosa que el ver-
dadero Buda. Incluso cuando un hombre ora a Dios, no puede hacerse Dios.
Pero cuando ora al verdadero Buda e invoca el santo título de Buda, puede
participar de la misma iluminación y de la misma condición que el verdadero
Buda» I0. En este texto, el Sokagakkai hace con Dios lo mismo que hizo el
budismo japonés durante más de once siglos con los kami japoneses: conver-
tirlos en manifestaciones imperfectas de la naturaleza eterna e invisible de
Buda.
Menos agresivo se manifiesta el irénico Seicho-no-Ie, la casa de perfección
(seis millones de miembros). Este se denomina a sí mismo un «movimiento de
*• Selkyo Press, The Nichiren Shoshu Sokagakkai (Tokio, 1966), 188.
Cambios de la idea de Dios 441
la verdad, por encima de todas las denominaciones, que enseña que todas las
religiones confluyen en un Dios universal». El equivalente japonés del movi-
miento sufita. Hace decir a sus niños, convertidos en miembros de la «socie-
dad de los hijos de Dios»: «Soy un hijo de Dios, un hijo de Buda. Por eso
todo lo puedo». Su fundador, Masaharu Taniguchi, añade: «El Seicho-no-Ie
es el medio de llevar a su perfección al Dios que inhabita y a la naturaleza
de Buda en virtud del poder creador de la palabra» ".
Estas dos citas ilustran cómo en el Sokagakkai y el Seicho-no-Ie no se ha
ido mucho más allá de reunir y emplear dos concepciones diversas de Dios.
Con otras palabras: el problema se ha vuelto a plantear, pero no se ha resuel-
to. Con otras agrupaciones japonesas ocurre lo propio.
En contraposición con el Japón, en la India no existen movimientos de
masas ocupados en integrar sus propias concepciones de Dios con los de las
demás religiones universales, por más que la historia del hinduismo haya sido
la de un incesante integrar. Las ampliaciones del concepto de Dios se propo-
nen, por lo general, una finalidad exclusivamente apologética. Por parte india
—por ejemplo, en las obras de S. Radhakrishnan 12— se quiere subordinar el
cristianismo al hinduismo; por parte occidental —tal como lo hace Zaehner
en Concordant Discord u— se quiere presentar al cristianismo como perfec-
ción del hinduismo. Klostermaier " hace notar, con razón, que todos estos in-
tentos sólo sirven para convencer a los de casa. Si esta integración es un come-
tido religioso tanto como una necesidad mundial, en cualquier caso nos
encontramos aún en los comienzos.
IV. LA RELIGIÓN INDIVIDUAL
Este es el tipo de religión de la intelligentsia —sobre todo de nuestras
ciudades—, que, por una u otra razón, no quiere saber nada con ninguno de
los tipos anteriormente mencionados. Únicamente una amplia encuesta socio-
lógica podría analizar las concepciones de Dios de todas estas personas. A es-
cala reducida, yo he intentado algo semejante. Me resultó interesante compro-
bar cómo entre estos individualistas puede encontrarse toda una escala de
religiones incluidas en los tres tipos de religión ya expuestos. Es posible afir-
mar con toda tranquilidad que en nuestras grandes ciudades, Amsterdam,
Nueva York o Tokio, es posible encontrar todas las religiones del mundo. Tal
vez se encuentre en ellas incluso más totemismo y dinamismo que entre los
que pasan por «primitivos».
CONCLUSIÓN
Si repasamos los cuatro tipos de religión aquí esbozados, nos encontramos
con que el concepto de Dios parece estar cambiando por todas partes. Y po-
" Según un folleto del Seicho-no-Ie de noviembre de 1962.
'• Como Religión in a Changing World (Londres, 1967).
" Cf. R. C. Zaehner, Concordant Discord (Oxford, 1970).
" K. Klostermaier, Hinduismus (Colonia, 1965), 405.
30
442 J. Kamstra

demos decir que en dos direcciones: del tipo I hacia el tipo IV, pero también
a la inversa. Lo que hasta ahora había estado clasificado estáticamente en ma-
teria de concepciones de Dios por la ciencia de la religión se ha puesto en
movimiento. No es posible decir que se trata de una evolución, por ejemplo,
hacia el cristianismo, por muy de buen grado que lo crea yo. En Japón, por
ejemplo, tanto el budismo como el cristianismo están de vuelta. Pero sigue
siendo fascinante vivir en una humanidad que, más que nunca, ha salido en
busca del verdadero Dios. ¿UN DIOS HINDÚ PARA LA TECNÓPOLIS?
J. KAMSTRA
[Traducción: G. A. GUTIÉRREZ]
La historia de las civilizaciones es la de sus deicidios. Desde sus oscuros
orígenes, el hombre ha venido haciendo una asombrosa matanza de dioses. El
judaismo, el cristianismo y el Islam destruyeron alegremente los «falsos dio-
ses»; el zoroastrismo los convirtió en ángeles; el hinduismo los integró a título
de casta baja, cuando no de intocables; el budismo se divirtió con ellos como
un rey con sus bufones. La Europa cristianizada desencadenó, a su vez, una
ofensiva general que dejó vacías las hornacinas de sus catedrales reconstruidas
y desacralizó todos sus altares. El hombre de la tecnópolis, en el alba de la
nueva civilización surgida de su cerebro y de sus máquinas, se siente repen-
tinamente enloquecer de soledad y busca con desesperación el nuevo rostro
de ese Dios que se niega a morir.
Pero de pronto se corre la voz de que Dios sigue viviendo en su buena
tierra de la India, y los nuevos peregrinos, guitarra a la espalda y marihuana
en el bolsillo, convergen por millares hacia un Himalaya virgen de escaladores,
un Ganges salvaje, unas playas no contaminadas. Katmandú, Benarés, Goa.
¡Las nuevas Jerusalén! Los ashrams no pueden admitir ya a nadie más, y los
gurús, asombrados, distribuyen a golpe de mantras las iniciaciones a sus ex-
traños discípulos de tez clara, cuyos nombres estarán ausentes de los registros
del Vaticano, sección de vocaciones.
Los jóvenes indios, por su parte, se vuelcan sobre los aeropuertos para
buscar en Occidente los secretos de este paraíso del que ya han sido expulsa-
dos los dioses que a ellos los siguen esclavizando en su tierra.
Los teólogos, que ven a los unos huir y acudir a los otros, tienen que res-
ponder ahora a esta cuestión: ¿quién es ese Dios hindú que atrae cuando
permanece misterioso y rechaza cuando resulta familiar? Ante todo hemos de
reconocer que nos vemos traicionados por el lenguaje; mientras en sánscrito
no hay un término para traducir la palabra «Dios» tal como la emplea la tra-
dición cristiana, tampoco hay un término español para expresar «Brahmán».
Pero, a pesar de todo, hay que intentar dar la respuesta; en este artículo nos
serviremos de una malísima traducción; por «Brahmán» pondremos «Dios
hindú» (pero resulta que hay muchos), y «Dios cristiano» por este Dios cuya
muerte han celebrado recientemente los teólogos. Nuestra reflexión parte de
una situación concreta: después de matar a su Dios, los jóvenes occidentales
cristianizados creen poder hallar una respuesta a su búsqueda espiritual en
ese Dios hindú del que los jóvenes hindúes, a su vez, tratan de liberarse.
Los jóvenes están a punto de descubrir, muchas veces recorriéndola con
sus pies, toda la tierra. Reconozcamos que es precisamente esta revolución
444 G. Deleury
en las comunicaciones la que provoca esa reflexión; estábamos muy a gusto
en nuestros ghettos. Toda religión se entendía a sí misma como totalidad,
ignorando soberbiamente a los «paganos», los «kafirs» o los «mlecchas», que
seguían viviendo más allá de sus fronteras culturales. Las Iglesias han necesi-
tado diecinueve siglos y veintiún concilios llamados ecuménicos para reconocer
a los hindúes y a los otros «no cristianos» el derecho a la existencia religiosa.
Los jóvenes empiezan por nacer en un mundo pluralista, en el que nadie pen-
saría ya en hacerse la pregunta clásica: «¿Cómo se puede ser persa?». Justa-
mente injustos, interrogan a los teólogos: «¿Por qué se nos han ocultado
durante tanto tiempo estas riquezas que son nuestras por derecho de herencia
universal?». Jesús entra en competencia con Krishna en un mercado finalmen-
te internacional.
Los cristianos han hecho aún más grave esta miopía geográfica añadiéndole
una dimensión histórica que les es característica. Hasta hace poco, aun los
mejores teólogos podían escribir: «La verdadera relación entre el cristianismo
y todas las demás religiones es la siguiente: todas ellas van delante de él; to-
das ellas están superadas. No digo que sean totalmente falsas; el judaismo, el
budismo, las civilizaciones fetichistas no son falsas en principio, sino viejas;
es decir, corresponden a la etapa anterior al cristianismo y, en cierto sentido,
no son hoy más que vestigios»'. La generación actual ha descubierto que la
realidad es distinta. El hinduismo sigue siendo joven, y es, por el contrario,
el Dios cristiano el que le parece caduco. Robinson2 rechaza la concepción
tradicional del Dios personal judeo-cristiano para hacerse apóstol de un Dios
que se asemeja extrañamente al Dios hindú, que, según él, estaría más de
acuerdo con la civilización moderna.
¿Quién es, por consiguiente, este «Dios hindú»?
¿Responde a la esperanza del Occidente moderno?
¿Qué problema plantea al «Dios cristiano»?
EL PAJARO EMIGRANTE
Entra en todos los seres
el Pájaro emigrante
y se hace presente en ellos
como el fuego en las maderas frotadas;
saberlo así es vencer a la muerte.
Hamsa Upanishad'
El Brahmán, escribe R. C. Zaehner, es «el principio impersonal de todo
ser»4. No actúa; existe. Cuando Yahvé revela su nombre a Moisés, puntualiza
en seguida: «Yo soy aquel que te salvó de la tierra de los egipcios». El Dios
semita prueba su existencia mediante una acción; el Brahmán no tiene que
probar la suya; él mismo es la existencia. Toda la cuestión religiosa hindú se
1
J. Daniélou, Antigua alianza, en Trilogía de la salvación (Ed. Cristian-
dad; Madrid, 1964), 115.
• J. A. T. Robinson, Honest to God (Londres, 1967), 45-64.
' J. Varenne, Upanishads du Yoga (París, 1971), 111.
* R. C. Zaehner, Hinduism (Londres, 1962), 47-74.
¿Un Dios hindú para la tecnópolis? 445
reduce para el hombre a pasar a la existencia, como pide esta hermosa plega-
ria upanishádica:
De lo irreal condúceme a lo real,
de la oscuridad a la luz,
de la muerte a la inmortalidad".
El hombre se realiza al recorrer un largo camino de numerosas etapas a través
de las irrealidades sucesivas; al término de esta peregrinación, el alma indivi-
dual (átman) descubre su identidad fundamental con el alma universal (brah-
mán), el pájaro emigrante emprende su vuelo inmóvil.
El Dios hindú es el que va descubriendo el místico a medida que avanza
por los senderos espirituales. Es experimentable, pero es también incomunica-
ble. Cada cual debe experimentarlo por sí mismo. La experiencia no se cuenta;
se vive. El Dios hindú no es el «totalmente otro», sino el yo último (para-
mátman). La experiencia religiosa hindú dista mucho de quedar reducida a la
del místico; pero, en última instancia, es esta experiencia la que valoriza todas
las demás.
¿Es este «Brahmán» el Dios que buscan los jóvenes occidentales que se
sienten desvinculados de Cristo y de sus Iglesias? Por diferenciarse a la vez
del Dios cristiano y del anti-Dios marxista, podríamos imaginarlo como un
Dios que se desinteresa de la historia. La historia no tiene sentido para el
hinduismo, como no sea el de una caída en el caos. La experiencia concreta
del hombre en el mundo es la de una sociedad demente en que los deseos
insaciables engendran el dolor y la muerte. Para alcanzar la alegría es preciso
renunciar al engranaje (samsár).
La renuncia del sannyásin se parece en muchos aspectos a la de los hippies:
renuncia al sistema social, a la familia, a la comodidad y al conformismo. Se-
paración física de la civilización, fuera de las ciudades; adopción de una ves-
timenta, o falta de indumentaria, para significar la liberación de la persona;
cabellos largos, barba hirsuta o cráneo rasurado; mendigar, pero sólo hasta
conseguir el alimento, que, según se cree, no hará pesada la meditación ni
dificultará el vuelo del pájaro emigrante; continencia o licencia sexual, según
las necesidades; uso de la droga o de las técnicas del yoga, que facilitan el
olvido del cuerpo y la eclosión del yo real; búsqueda del gurú capaz de ayudar
a reconocer las etapas y a superarlas. Esta descripción se acomoda lo mismo al
sannyásin que al hippy.
El Dios hindú promete la alegría y la paz absolutas no en un futuro esca-
tológico, sino en el ahora de esta vida. Hace del cuerpo un instrumento nece-
sario de la liberación, rechazando la dicotomía cristiana del alma y del cuerpo,
en que la búsqueda de Dios recibe el nombre de «vida espiritual», expresión
absurda para el hindú.
La experiencia final del brahmán en el samádhi está más allá de toda
conceptualización posible, porque el que conoce, lo conocido y el acto de co-
nocer se identifican en la experiencia de la existencia absoluta. Aham brahmán,
«yo soy Dios», tal es la última palabra del místico. El hombre real supera in-
finitamente al hombre concreto, lo mismo que el purusha cósmico supera al
• R. E. Hume, The Thirteen Principal Upanishads (Madras, 1949), 80.
446 G. Deleury
mundo fenoménico. Un día, prometió el Dios semita, vosotros seréis como
dioses; en la India esto es así ahora. El hombre ha conquistado allí el árbol
de la vida gracias a sus técnicas de renuncia y concentración: ya es Dios. La
sonrisa inmóvil del Buda, o de Siva en mahayogin, el cuerpo desnudo del
Tirthankar Jain expresan este estado divino en que el hombre, llegado final-
mente a su perfección, ha suprimido los condicionamientos del espacio y del
tiempo: el santo (sant) es el que es (sat).
EL BRAHMÁN 0 LA VACA
Para salvar a una vaca o a un brahmán,
que haga en seguida el sacrificio de su vida.
MANU "
Quedan los hombres que no «son». Pues el Dios que hemos llamado hin-
dú en un primer momento es el Dios del sannyásin, del hombre que ha renun-
ciado al mundo y que, como mirando hacia atrás por encima del hombro, da
al mundo que ha abandonado el valor positivo de la irrealidad. Es el Dios del
hombre del tiempo libre. Practicar el yoga o cualquier otra forma de concen-
tración exige cierta disponibilidad de tiempo y estar libre de preocupaciones.
Aquí el tiempo libre no equivale a una existencia placentera. Todo lo contra-
rio, pues renunciar al mundo y dominar el propio cuerpo es un deporte reser-
vado a unos pocos campeones. Además, es preciso que la sociedad se avenga
a mantener en su seno a estos elementos improductivos. Así, el Dios hindú
se presenta como el Dios de una pequeña minoría que concentra en sí misma
la perfección de la humanidad. El «Brahmán» es el Dios del brahmán (la casta
más elevada), cuya existencia privilegiada se asegura con el trabajo de las res-
tantes castas. Si el deber (dharnta) del brahmán consiste en hacerse hombre
perfecto, el de las otras castas es darle limosna. La muchedumbre inmensa de
los no brahmanes no puede tener del Dios del brahmán sino una experiencia
de segunda mano.
De esta manera tenemos ya, paradójicamente, un primer elemento de res-
puesta a nuestra segunda pregunta: el Dios hindú está situado en la línea
actual de la búsqueda religiosa de Occidente porque el hombre occidental se
ha convertido, a escala planetaria, en el «brahmán» del mundo. El binomio
«país desarrollado» y «país en vía de desarrollo», Occidente y Tercer Mundo,
responde en muchos aspectos al de brahmán-no brahmán de la sociedad hindú.
Lo mismo que el brahmán, el occidental nace privilegiado, mientras que el
indio nace dependiente del privilegiado. Hasta podría llevarse más lejos el
paralelismo: al igual que dentro de la casta de los brahmanes los diferentes
estados de vida (áshramas) se ordenan en una jerarquía: estudiante, padre
de familia, anacoreta y renunciante, también en Occidente hay toda una clase
contestataria (que renuncia) frente al orden social. La diferencia, sintomática,
como veremos, consiste en que dentro de la estructura hindú el sannyásya
(estado de sannyásin) es el último estado del hombre, punta de lanza de la
involución del orden social, fuera de ella y valorizándola al mismo tiempo,
' A. Loiseleur-Deslongchamps, Lois de Manou (París, 1939), XI, 79, p. 330.
¿Un Dios hindú para la teenópolis? 447
mientras que la actitud hippy se sitúa «antes» del compromiso en la sociedad
de los productores.
Ambas actitudes sólo pueden sobrevivir en una sociedad que les asegura
la vida. El Dios hindú es el del joven contestatario porque es el Dios de los
privilegiados. Muchos adultos acusan a los jóvenes en Occidente de hipocre-
sía; pero, en realidad, los hipócritas son ellos, que viven a costa del resto del
mundo, brahmanes de un sistema internacional de castas. El brahmán, occi-
dental o hindú, disfruta de una seguridad cierta; ya no puede subir más alto,
puesto que se encuentra en la cumbre de la jerarquía 7 , de la que es principal
beneficiario y, a la vez, el miembro más despersonalizado; depende más que
ningún otro del «sistema», cuyos beneficios aprovecha al máximo.
Así resulta que la mentalidad del turista occidental medio que visita un
país subdesarrollado aparece como típicamente «brahmánica». Privado de sus
artilugios defensivos, vive en el continuo temor de atrapar una enfermedad
exótica; sin darse cuenta de ello, trata a los «nativos» como el brahmán hindú
a los intocables. Su Dios respalda el orden establecido, pero al mismo tiempo
le reduce a la condición de pieza, feliz ciertamente, en un engranaje que re-
sulta infernal para todos los demás. El Dios del hippy es todo lo contrario:
promete la liberación individual y valoriza absolutamente el yo 8 . Reconoce
a la sociedad el derecho a la existencia (el hippy no es revolucionario), pero
reivindica para sí mismo el derecho a salir de ella. No le interesa la sociedad.
Por lo demás, de lo irreal a lo real hay un camino señalizado. La relación
entre el sannyásin y su Dios es experimental, no sacramental. La reforma litúr-
gica no tiene probabilidades de lograr que retornen a las iglesias nuestros jó-
venes peregrinos del absoluto'. Lo que les parece criticable y superado es
precisamente el sistema sacramentario. El Dios hindú, al que divisan más allá
del Dios cristiano, no les pide que crean, sino que experimenten. Ya no espe-
ran su salvación de una potencia invisible, exterior, sino de una liberación
progresiva alcanzada al precio de un duro trabajo sobre su propio cuerpo y su
propio yo. Algunos de ellos creen encontrar un atajo en el uso de las drogas;
queda el hecho de que el deseo fundamental del joven adicto es la experimen-
tación del absoluto con todo su ser. El Dios del sannyásin parece colmar este
deseo.
Pero ¿a qué precio? La existencia del brahmán está indisolublemente li-
gada a la de su vaca, es decir, a la de una sociedad de castas. Gracias a su
experiencia mística, el renunciante da a la sociedad el Dios que la respalda,
si bien para encontrarlo ha de abandonarla viviendo en ella como un liberado
viviente. La India quiere a sus renunciantes, pues sabe que sin ellos molida
de puro vacío.
Así, el Dios hindú aparece, en definitiva, como un Dios distinto del que
busca el hippy, a pesar de lo que éste crea. No puede existir sin la socicilud
7
L. Dumont, Homo Hierarchicus (París, 1966), 324-350.
• L. D. Streiker, The Gospel of Irreligious Religión (Nueva York, 1IHI0), 77.
• A. H. van den Heuvel, The Humiliation of the Church (LondrcH, 111(10),
78-91.
448 G. Deleury
rural de las castas; en cierto sentido, es un Dios preindustrial. Cuando el
joven mira al espacio fuera de sus fronteras, lo que hace en realidad es mirar
hacia atrás en el tiempo.
EL TERCER HOMBRE
Sentí que había descubierto al fin mi religión,
la religión del hombre. _, ,t
TAGOBE "
Cuanto más se aproxima el Dios del bippy al Dios hindú, más se aleja del
Dios desconocido, buscado en medio de su noche por el hombre de la civiliza-
ción del neón, que se siente liberado en el anonimato y la movilidad". La
movilidad es una virtud típica del sannyásin; no lo es, en cambio, el anoni-
mato; el renunciante es el más personalizado, en realidad es el único «indivi-
duo» dentro de la sociedad de castas. En este sentido, el sannyásin resultaría
más bien retrasado en comparación con el hombre de la tecnópolis, que con su
revolución conquista su libertad de modo que todos se beneficien de ella, no
como único beneficiario a expensas de todos los demás, que es lo que hace
el renunciante. Uno conquista su libertad al precio de su renuncia a la socie-
dad; el otro, al precio de su compromiso; el hippy querría obtenerla gratis.
La sociedad moderna da a todos la libertad que la sociedad hindú concede
tan sólo a la pequeña minoría a que pertenece el sannyásin. Este es el motivo
de que los jóvenes indios se rebelen y pidan a Occidente que los libere. Esta
liberación sitúa al hombre en estado de soledad: ahí está su verdadero pro-
blema. Romper esta soledad mediante un retorno hacia atrás («Movimiento de
Jesús») o una huida hacia afuera (culto de Haré Krishna es una tentativa deses-
perada de algunos jóvenes. La regressio ad originem que propugnan aquellos
mismos que nos ayudan a analizar nuestra angustia, ¿es acaso menos desespe-
rada? ". Se parece demasiado a una justificatio post factum como para esperar
que realmente será capaz de ayudar a la primera generación tecnopolitana a
vivir su soledad.
Sin pretender haber descubierto una «vía» más satisfactoria que la pro-
puesta por H . Cox o E. Fromm, creemos que el estudio comparado de las
religiones podrá aportar algo a la búsqueda común. En definitiva, es nuestro
conocimiento del brahmán lo que nos hace imposible adoptar el mito de la
regressio ad originem. El hinduismo ha erigido en sistema jerárquico la legí-
tima pluralidad de las experiencias religiosas. E n realidad, no deberíamos ha-
ber hablado a lo largo de este artículo de un Dios hindú, pues hay de hecho
tantos dioses hindúes como tipos de experiencia religiosa. Ciertamente, el
Dios del sannyásin es el que está en la cumbre, pero está también el del
bakhta, el del karma-yogin, el del hombre del dharma y también el del into-
cable. La relación existencial entre el hombre y Dios es distinta en cada uno
de estos niveles y se expresa mediante rituales específicos. N o se va en pere-
" R. Tagore, The Religión of Man (Nueva York, 1912), 96.
" H. Cox, The Secular City (Londres, 1968), 51-71.
" B. Fromm, You Shall Be as Gods (Greenwich, 1966), 14; H. Cox, The
Secular City Debate (Nueva York, 1966), 182.
¿Un Dios hindú para la tecnópolis? 449
gtinación a adorar al Dios del sannyásin, pues no puede esperarse de él la
«salvación» como el bhakta la espera de su avatar. El hinduismo puede ense-
ñar al cristianismo a mirarse con mayor objetividad. El Yahvé del redactor
final del Génesis no es, para el historiador de las religiones, el Yahvé de
E. Fromm; tampoco el Dios de Isaac es el de Jesús o el de H . Cox. El Dios
de los cruzados, por el contrario, era el mismo de los paladines de Saladino.
Es evidente que aquí no hablamos del Dios de la fe, sino de Dios tal como
éste entra existencialmente en relación con el hombre, especificando su actitud
y su ritual.
El hombre de la tecnópolis está en situación de vivir una relación existen-
cial con Dios que no puede reducirse a los tipos de experiencia ya integrados
en las religiones tradicionales. Uno de los elementos de esta nueva relación
consiste en ser libre con respecto a las opciones impuestas por el grupo entre
los tipos d e experiencias posibles; otro elemento parece ser el nuevo tipo
de relación con los demás y con la naturaleza física impuesto a sus miembros
por la sociedad de la tecnópolis.
Horizontalmente, los jóvenes «redescubren» la bhakti, la mística, la comu-
nión festiva. Se da ahí una necesaria regressio ad originem que recupera para
el hombre occidental unos tipos de experiencias religiosas que el cristianismo
reciente había depreciado. Nada nuevo hay en ello, exceptuando el no secta-
rismo de una búsqueda que aspira a ser heredera del pasado global de la hu-
manidad religiosa.
Verticalmente, se desemboca en un nuevo continente. La socialización por
una parte y el psicoanálisis por otra, con todos sus avances (dinámica de gru-
pos, etc.), parecen llamados a nutrir una experiencia religiosa de un tipo más
radicalmente trinitario que todo lo conocido hasta ahora en las religiones del
mundo u . Quizá se refiriese a esto la gran intuición de Monchanin, cuando
afirmaba que la India daría a la Iglesia su teología de la Trinidad.
No es, por consiguiente, el Dios hindú según el avatar hippy el que nos
curará de nuestras angustias, sino más bien las repercusiones del diálogo ins-
taurado por el tercer hombre surgido de entre nosotros con el Dios hindú
auténtico, que ha sido puesto en tela de juicio por el tercer hombre de aque-
llas latitudes. La apasionante " aventura del hombre del tercer ciclo apenas ha
comenzado I5 .
G. DELEURY
[Traducción: J. VALIENTE MALLA]
'* G. Moran, The New Commwnity (Nueva York, 1970), 29ss.
" B. J. Cooke, Theology in an Age of Revolution (Nueva Jersey, s. f.),
124-143.
" El tercer ciclo de una tipología que vendría a modificar la propuesta
por H. Cox (tribal-humano-tecnopolitano) de la manera siguiente:
Ciclo de las religiones cosmo-biológicas.
Ciclo de las religiones históricas (era de las grandes religiones).
Ciclo de las religiones humanistas.
Dentro de cada ciclo se distinguirían unos tipos de estructuras que se
darían en cada una de las religiones. Así, para el segundo ciclo, los tipos
soteriológicos, místicos, sacramentarios, legalistas, etc.

Punto de vista
NOTA PREVIA AL ARTICULO DE ERICH FROMM
El epígrafe que encabeza esta sección suplirá al que venía titulándola
hasta ahora: «Documentación». A falta de otro que satisfaga plenamente, la
denominaremos «Punto de vista». En ella, y siempre que sea posible o razona-
ble, concederemos la palabra acerca del tema tratado en cada número a autores
no cristianos de renombre internacional. Lo cual parece tener capital importan-
cia cuando se trata precisamente de la sección de «teología fundamental» y
«cuestiones fronterizas». Esta sección pretende así abrirse a aquellas corrientes y
constelaciones culturales que actúan en el mundo de hoy, y ante las que los
cristianos tienen que dar razón de su esperanza. No parece infundada nuestra
confianza de que, por este medio, la teología podrá aprender mucho y saber
también algo más acerca de sí misma.
A los autores que tengan la palabra en esta sección les rogamos no tanto
que nos ofrezcan una investigación concreta desde su propia «especialidad»
cuanto una toma de postura de carácter general y, al mismo tiempo, de tinte
personal. En este espíritu desearíamos que fuesen comprendidos la índole y
el estilo del trabajo siguiente de Erich Vromm.
J.-B. METZ
REFLEXIONES POSMARXISTAS Y POSFREUDIANAS
SOBRE RELIGIÓN Y RELIGIOSIDAD
Es frecuente considerar a Marx y Freud como ateos materialistas y enemi-
gos de toda religión. Esto, dicho sin más precisiones, es verdad (aunque con
la única acotación de que no se pase por alto la diferencia entre el materialis-
mo burgués de Freud y el materialismo histórico de Marx); pero cuando las
cosas se analizan más de cerca, esta categorización se convierte en algo cues-
tionable desde múltiples aspectos.
Es verdad que Marx era hostil a la religión. Pero, en definitiva, su crítica
representaba una acusación contra aquella religión que pretendía satisfacer de
forma ilusoria las exigencias espirituales más auténticas del hombre.
¿Cuáles son estas exigencias para Marx, tal como las explicó él desde los
primeros manuscritos filosóficos hasta el último tomo del Capital? Se reducen
Reflexiones sobre religión y religiosidad 451
a la superación de la deformidad y la alienación del hombre, al amor que le
hace creer en la realidad del mundo objetivo fuera de sí mismo, a la riqueza
que procede de la satisfacción de las auténticas exigencias humanas. El hombre
deberá convertirse en un hombre «pobre», pues esta pobreza conduce a la
vivencia de la mayor riqueza: el otro hombre. «Cuanto menos eres tú mismo,
tanto menos das expresión a esta vida; cuanto más tienes, tanto mayor es la
alienación de tu existencia...». La crítica de la economía y de la política cons-
tituyen el presupuesto para la humanización del hombre y para el retorno a
sí mismo. Para Marx, el hombre de la historia anterior no es lo que debería
ser; pero conseguirá lo que puede ser si se libera de la esclavitud de las cosas
y, por tanto, de la esclavitud propia.
La armonía del hombre con la naturaleza, con su prójimo y consigo mismo
es el objetivo último del socialismo marxísta. Marx creía que sólo una praxis
vital distinta podía posibilitar al hombre la percepción de la verdad acerca de
sí mismo y acerca de las metas de la evolución humana; idea que él comparte,
al principio, con la religión en cuanto que la praxis religiosa es el presupuesto
del conocimiento religioso. La diferencia está en que, para Marx, el hombre
tiene que cambiar la praxis de la vida entera —o, lo que es lo mismo, la es-
tructura económico-social— para poder realizarse a sí mismo como ser capaz
de amor, sabiduría y libertad.
Marx es un pensador «ateo-religioso». Quien le lea liberado de la influen-
cia de las falsificaciones marxistas del «socialismo» reformista y del soviético
apenas podrá desconocer el íntimo parentesco que le une con la posición del
budismo (y el budismo Zen) o también con la mística cristiana, sobre todo con
su místico más radical, el Maestro Eckhart. Hasta quizá se podría decir que
Marx es el representante más consecuente de la «teología negativa». El no
habla de Dios, sino de los ídolos y del hombre alienado, es decir, idólatra.
A todo ello hay que añadir que, tal como lo han señalado Lowith y algunos
otros, la visión de Marx sobre el socialismo expresa, en sus rasgos esenciales
y en un lenguaje secular, las ideas de los profetas sobre los «tiempos me-
siánicos».
La relación de Freud con la religión es de carácter totalmente distinto.
Freud era un racionalista, un materialista burgués, y no histórico. Su crítica
de la religión provenía de diversos ángulos. La religión, dice Freud, embrutece
al hombre porque le hace creer en mitos en lugar de en hechos científicamente
fundados. Le infantiliza, porque le mantiene en una dependencia constante
de la autoridad paterna simbolizada por la figura de Dios.
Hasta cierto punto, Freud repite, en lo esencial, la crítica a la religión
del ateísmo tradicional, y, al igual que ésta, carece también de una mínima
comprensión de la vivencia religiosa, sobre todo mística, que es la que en
mayor grado se sustrae a la crítica antiautoritaria. La vivencia de la unión
mística, a la que Romain Rolland había dado en cierta ocasión el nombre de
«sentimiento oceánico», no era para él nada más que la «regresión» al narci-
sismo primario del lactante.

452 E. Fromm
Los objetivos de la vida del hombre eran, para Freud, en lo esencial, los
característicos de un pensador racionalista: el dominio de la propia naturaleza
y la superación del sentimiento de impotencia frente a la naturaleza exterior.
El lema de la Ilustración: sapere aude, era también su ideal, al igual que el
objetivo de la independencia, aunque entendido en contraposición a Marx,
en el sentido del individualismo burgués. Su aportación creadora consistió en
ir más allá del racionalismo de la Ilustración y en crear una «ciencia de lo
irracional». Freud era el hombre del escepticismo y la resignación (sobre todo
en el período siguiente a la primera guerra mundial), el último gran represen-
tante de la Ilustración; pero en contraposición a Marx, no era en modo algu-
no un hombre religioso, como tampoco fue un hombre abierto a las musas:
le faltaba casi por completo toda relación con las artes y la poesía. Probable-
mente se pueda afirmar con razón plena que Freud pretendía solucionar todos
los problemas del hombre exclusivamente con el pensamiento, y que a muchas
de sus interpretaciones iba inherente la cualidad de un pensaminto ineluctable.
Sin embargo, la obra de Freud puede contribuir, en diversos aspectos, a
un esclarecimiento del problema religioso. En primer término, muestra la con-
traposición entre el pensamiento consciente y las vivencias inconscientes que
laten tras él, ampliando así el concepto de sinceridad. Hasta Freud era sincero
quien creía en lo que decía. Freud mostró que sólo es sincero aquel cuyo pen-
samiento corresponde a sus afectos y nostalgias inconscientes. Freud, el racio-
nalista, no ha negado, ciertamente, la importancia de las ideas y los conceptos
mentales, pero paradójicamente los ha relativizado. Lo que uno piensa (así
podría expresarse de una forma simplista) no es tan importante; lo que uno
vive consciente o inconscientemente, o dicho de una manera más simple: lo
que uno es, eso es lo trascendental. La tesis de que el entendimiento es lo
mejor que poseemos, aun siendo tan débil frente a los afectos, es una de las
bases del pensamiento freudiano, que conduce a una valoración ambivalente
del pensamiento.
En mi opinión, y aunque de forma indirecta, Freud ha contribuido con esta
crítica de la conciencia a la comprensión de la teología negativa en la filosofía
de la religión, así como también a la inteligencia del concepto de Dios en la
mística. Podríamos afirmar que si los conceptos intelectuales sólo son impor-
tantes situados sobre el trasfondo de la realidad de las vivencias que les sirven
de base, los conceptos teológicos únicamente pueden tener una importancia
secundaria en comparación con la vivencia religiosa.
A pesar de la suma disparidad existente entre la teología negativa y la
mística, existe, sin embargo, una coincidencia en rechazar la concepción de
Dios en categorías de pensamiento. De hecho, los neoplatónicos, Dionisio,
Maimónides, el Maestro Eckhart y el autor del Cloud of Unknowing compar-
ten la idea de que el conocimiento de Dios descansa sobre el conocimiento de
su incognoscibilidad. En los místicos radicales existe sólo un camino hacia
Dios: el de la «intencionalidad desnuda» y el de una conciencia que se halla
liberada del pensamiento.
La importancia de Freud para el problema de la religiosidad tiene todavía
otro aspecto. Dos categorías centrales religiosas, la del conocimiento de sí
Reflexiones sobre religión y religiosidad 453
mismo y la de la humildad (o de su correlativo, el orgullo), pueden experi-
mentar un enriquecimiento importante a partir de la obra de Freud.
Digamos, en primer término, unas palabras sobre el conocimiento de sí
mismo. Tomás de Aquino enseña que la humildad es el conocimiento propio
habida cuenta de la indignidad del hombre, aunque sin olvidar también su
dignidad. De manera semejante se expresa el autor del Cloud of Unknowing,
que advierte en el autoconocimiento de manera más drástica que Tomás el
conocimiento de la pecaminosidad humana; en este aspecto, se acercan ambos
grandemente a la doctrina de Freud. En Eckhart encontramos una concepción
del conocimiento de sí mismo que va mucho más allá. No sólo en el sentido
de condicionar el conocimiento de Dios («pues nadie que no se haya conocido
antes a sí mismo puede conocer a Dios»), sino, sobre todo, porque para Eck-
hart el conocimiento de sí mismo significa el conocimiento total del hombre
y no sólo ni principalmente de su indignidad. El conocimiento de sí mismo
es, al propio tiempo, conocimiento del otro «como si toda la naturaleza del
hombre estuviese contenida en ti, y tu naturaleza fuese la de cualquier otro,
de tal modo que tú te vieses a ti mismo en los demás y los demás se viesen
en ti». El papel del conocimiento de sí mismo en el budismo ha sido descrito
muy bellamente en el libro de Nyaponika Thera sobre la meditación budista
(Entrenamiento del espíritu por medio de la atención). Para Freud, el cono-
cimiento de sí mismo es la categoría central de toda su obra y el fundamento
de su terapia. Pero, tenemos que preguntarnos, ¿afirman los pensadores reli-
giosos, con la expresión «conocimiento de sí mismo», algo exactamente igual
a lo que afirma Freud?
En realidad, existen diferencias importantes. El «mismo» de Freud es el
Ego, una sustancia, algo que yo tengo y que Freud intenta consolidar y no
perder, como lo intenta, por ejemplo, Eckhart. Es verdad que Freud esperaba
descubrir, fundamentalmente, en el inconsciente sólo lo irracional instintivo,
sobre todo lo sexual, y no las dimensiones más profundas de la vivencia, que
tienen su principio en la conditio humana.
Pero, a pesar de las limitaciones del concepto de «conocimiento de sí mis-
mo» en Freud, su aportación radica en haber enriquecido enormemente la
posibilidad del conocimiento de sí mismo por medio de la apertura del acceso
al inconsciente, así como en haber desarrollado un método para promover este
conocimiento de sí mismo: por medio de la interpretación de los sueños y de
los esfuerzos fallidos, de los sueños en vigilia, de las fantasías, de las ocurren-
cias y otras muchas cosas más.
Freud no había pensado en que su método podría encontrar una aplica-
ción que condujese más allá de una terapia, o quizá, mejor dicho, en que
podría servir a la terapia anímica del hombre «sano» y «normal», que está
enfermo de su propia alma o que ha tenido que adaptarse a una sociedad
enferma. Freud no fue más allá del concepto biológico-sociológico de la salud
en el sentido del buen funcionamiento ni avanzó hacia la posición del pensa-
dor religioso, así como tampoco hacia la de Marx (el hombre no «dclorina-
do»), quienes ven la salvación (sanación) del hombre en el desarrollo i\c su
amor, en el despertar de su razón crítica y de su humildad.
454 E. Fromm
Freud no pensó ciertamente en esta salvación, pero su método de análisis
puede llegar a ser de suma importancia para la evolución espiritual del hom-
bre cuando éste se ejercita en él viéndose a sí mismo tal como es, totalmente
desnudo, y no en su disfraz ni en la máscara (persona) proporcionada por la
sociedad. La observación plena de uno mismo no sólo significa contemplar
los propios vicios y debilidades, sino también a sí mismo, a todo el hombre:
aquel que uno fue cuando nació, el que hoy es y el que será o podría ser. El
psicoanálisis como período de aprendizaje para este método y el diario análisis
de sí mismo pueden, de hecho, convertirse en una importante práctica espi-
ritual.
Otro concepto religioso fundamental, el de la humildad, puede ser también
mejor entendido por medio del psicoanálisis. Al menos para el hombre mo-
derno, la humildad es algo desvaído y confuso. ¿Se identifica con la modestia
o la negación de sí mismo? ¿Tiene la humildad algo que ver con la idea mís-
tica del «vacío del ser» o de la «muerte del ser» o con la idea budista de la
superación de todo deseo?
El concepto de humildad puede entenderse quizá de la mejor manera a
través de su contrario, el orgullo, y no son necesarias muchas palabras para
explicar el papel central del orgullo como pecado primordial dentro de la con-
cepción cristiana.
Es cierto que son muy claras ciertas formulaciones teológicas, tales como
ego sum, ego sum et nemo (Agustín) o la definición de orgullo como «cen-
trarse en el yo y distanciarse del tú», así como algunas otras descripciones. En
mi opinión, el concepto freudiano del narcisismo aporta una ulterior cualifica-
ción, tanto en la definición del orgullo como también de la humildad en el
sentido de la negación del narcisismo.
Bajo el concepto de «narcisismo primario» entendía Freud el fenómeno de
que toda la libido del lactante se extiende solamente a él mismo y todavía no
a los objetos exteriores. Freud afirmaba además que, en el proceso de madu-
ración humana, la libido se orienta hacia el exterior; pero que, en ciertos esta-
dos enfermizos, se distancia nuevamente de los objetos y se retrae hacia la
propia persona (narcisismo secundario). El concepto de narcisismo en Freud
era muy restringido por estar edificado sobre la única base de la teoría de la
libido y porque, además, había sido utilizado principalmente en relación con
problemas de hombres psíquicamente enfermos. En cambio, el narcisismo del
hombre «normal» haríamos mejor en desvincularlo del concepto freudiano de
la libido y describirlo de la manera que sigue. Para el hombre narcisista sólo
es real e importante aquello que tiene que ver con él, con su cuerpo, con sus
deseos, con sus pensamientos; todo lo que está «fuera» es captado, cierta-
mente, por los sentidos y por los conceptos, pero permanece como algo nebu-
loso y no como objeto del pensamiento. El hombre narcisista no puede amar,
pero tampoco se puede decir siquiera que se ame a sí mismo, sino a lo sumo
que se desea a sí mismo, que es «ególatra», «lleno de sí». Por esta razón
tampoco puede conocerse a sí mismo, pues él es un obstáculo en su propio
camino porque está tan lleno de sí que ni él, ni el mundo, ni Dios pueden ser
objeto de su conocimiento. Indudablemente, el narcisismo tiene sus funda-
Reflexiones sobre religión y religiosidad 455
mentos biológicos; desde la perspectiva de la autoconservación, parece obli-
gado el que la vida propia sea más importante que la de los otros. Esto ex-
plica, quizá, por qué el narcisismo tiene tal fuerza y por qué es necesario un
esfuerzo constante para superarlo o para reducirlo en lo esencial. Esta reduc-
ción del narcisismo es la condición previa del amor y del conocimiento y la
norma central que es común al budismo, al judaismo y al cristianismo y de
la que éstos han hablado desde diversos nombres. Me parece que un estudio
profundo del narcisismo, más allá de las bases suministradas por Freud, es de
gran importancia para la comprensión, tanto del concepto como de la praxis
de la humildad.
La «religiosidad atea» de Marx, así como la posfreudiana, han encontrado
poca atención hasta ahora en el diálogo entre católicos y marxistas. De una
parte se encontraban cristianos profundamente creyentes; de la otra, hombres
de buena voluntad que se comprometían por la paz, la justicia, la solidaridad
y el respeto a la dignidad del hombre. Estas son metas que se deducen tam-
bién de la fe cristiana, y por eso, ante estos objetivos comunes, parece lógico
acentuar aquello que es común a cristianos y marxistas. Pero no se debe olvi-
dar que muchos marxistas —aunque no todos— de los que han participado
en esta discusión se hallan, en su actitud frente a la religión, más cercanos a
la postura de Freud que a la de Marx. Sin embargo, me parece que un diálogo
entre la posición cristiana radical y la postura religiosa no cristiana es quizá
tan importante como el diálogo anterior. Aunque ambos grupos se diferencian
en sus conceptos, comparten, sin embargo, el mismo «temple religioso» y el
radicalismo de su actitud. Ambos parten del principio de que la moderna
sociedad industrial en sus formas capitalista y soviética es irreconciliable con
una auténtica religiosidad; comparten también la fe en que una sociedad cuya
meta sea el consumo, cuyo principio moral sea el egoísmo despiadado y cuyo
producto humano sea el hombre totalmente alienado carece de toda posibilidad
vital y, a pesar de su potencia material, se hundirá necesariamente a causa de
su pobreza espiritual. Ellos no se han ocupado preferentemente de conceptos
teológicos, sino de la realidad misma de la vivencia religiosa.
¿Cuál es la situación religiosa en el momento actual? El espíritu del capi-
talismo ha reducido a un mínimo el contenido religioso tanto del marxismo
como de la Iglesia. Por otra parte, existen millones de hombres, sobre todo
jóvenes, que en el «progreso» sienten el vacío y la falacidad de la vida y que
se plantean las preguntas: ¿quién soy yo?, ¿tiene la vida un sentido y cuál
es éste?, ¿qué puedo planificar o hacer yo para eludir el sin sentido, el abu-
rrimiento y la desesperación que se siguen del hecho de que yo no tenga
centro ni núcleo medular alguno?
Estas preguntas son auténticas. No son un invento ni parte de una ideo-
logía, y están expresadas partiendo de una profunda desesperación. Pues la
/ mayoría de aquellos que se plantean estas cuestiones apenas creen que exista
/ ya una respuesta. Otros intentan sustraerse a la desesperación retornando a
[ las primitivas formas religiosas: al rito de los estupefacientes, de las orgías
\ sexuales, de la perversión sádica o, finalmente, de un «nuevo satanismo».
Otros buscan una «religión» y «liberación interior». Desgraciadamente caen
 456 E. Fromm Reflexiones sobre religión y religiosidad 457
con mucha frecuencia en manos de charlatanes, importados o autóctonos, que consumo. Finalmente, Dios mismo se convierte en un ídolo, en cuyo nombre
prostituyen las ideas religiosas del Oriente adulterándolas a menudo con ideas
encuentran bendición y apoyo todos los demás ídolos.
de Freud y con la «liberación sexual». La juventud no ha visto nada mejor,
y así confunde lo auténtico con lo inauténtico. La crítica radical de la sociedad y de la religión entraña una función reli-
giosa: el desenmascaramiento de los ídolos, y con ello la posibilitación de una
Me parece que un anhelo común de la religiosidad cristiana, al igual que auténtica religiosidad. El descubrimiento de los ídolos y su impugnación es el
de la no cristiana, radica, en primer término, en hablar sobre lo que constitu- vínculo común que une —o al menos debería unir, en mi opinión— a los
ye lo esencial del «temple religioso» (descrito en un lenguaje que pueda ser cristianos y a los hombres religiosos no teístas.
entendido por los hombres que sufren bajo su alienación); en segundo lugar, E. FROMM
en el diálogo acerca de las exigencias mínimas de paciencia, autodisciplina, [Traducción: M. GESTEIRA]
praxis, como condiciones mínimas previas para iniciar los primeros pasos hacia
el futuro; finalmente, en analizar cómo se pueden discernir entre sí lo autén-
tico y lo inauténtico, la verdad de la impostura y cómo no se le puede enjui-
ciar a un hombre ante todo por lo que él dice, sino por el cómo es.
Finalmente, existe todavía otra tarea común, que en cierto sentido está
por encima de las ya señaladas: la crítica de la idolatría.
¿Qué es un ídolo en el sentido del Antiguo Testamento? La definición es
del todo clara: es una cosa, obra de las manos humanas, a la que el hombre
se encuentra sometido. La idolatría es la cosificación y la alienación del hom-
bre vivo. Dios es el sin nombre, el viviente. Los ídolos son realidades muertas
y sus adoradores se convierten también en algo muerto. La idolatría es la
autonegación del hombre como ser viviente.
Los ídolos del hombre moderno, alienado, ávido de bienes, codicioso son
la producción, el consumo, la técnica, el dominio de la naturaleza. Su fe es la
esperanza de la salvación a partir de la conquista plena de la naturaleza. El
hombre cree que, al final, llegará a ser Dios, pues repite la creación en forma
mejorada por realizarlo científicamente. Cuanto más ricos son sus ídolos tanto
más pobre es el hombre. En lugar de amigos, busca el placer y las emociones
excitantes; en vez de la promoción, la posesión y el poder; en vez del ser,
busca el tener y el poseer; en vez de lo viviente, elige lo muerto. Para Marx,
el «capital» era la expresión de lo muerto y acumulado; el trabajo, por el
contrarío, expresión de lo viviente. Por eso su voz era profética y antiidolá-
trica.
Si es verdad que la «teología» no es algo común a los cristianos radicales
y a los no cristianos, ambos comparten, sin embargo, la convicción sobre la
esencia y la maldad de la idolatría, ya elijan esta misma expresión o la equi-
valente de alienación. Desde el punto de vista de una teología radical negativa,
hasta puede llegar a ser para los cristianos un problema la cuestión de si la
teología es posible o admisible.
De cualquier modo que sea, la «ido-logia» —o «ciencia de los ídolos»—
es posible y necesaria. La «idología» es posible porque los ídolos son cosas
que se pueden fabricar y, por tanto, conocer; es necesaria porque los ídolos
se dejan reconocer como tales. No se llaman ya Baal y Astarté ni pertenecen
tampoco a una determinada «religión» extraña, sino que, por el contrario,
llevan todos nombres muy honorables, tales como «reputación» o «soberanía
del Estado». Son aparentemente algo del todo racional, como la técnica, u
objetos de alguna tendencia enraizada en la «naturaleza» humana, como el

il

COLABORADORES DE ESTE NUMERO
JOHANNES-BAPTIST METZ
Nació el 5 de agosto de 1928 en Welluck (Alemania) y fue ordenado sacer-
dote en 1954. Estudió en las Universidades de Innsbruck y Munich. Doctor
en filosofía y en teología, es profesor de teología fundamental en la Universi-
dad de Münster. Entre sus publicaciones podemos mencionar Christliche An-
thropozentrik (Antropocéntrica cristiana), 1962; Zur Théologie der Welt
(Sobre la teología del mundo), 1968; Politische Théologie (Teología política),
1969; Befreiendes Gedachtnis Jesu Christi (Conmemoración salvífica de Jesu-
cristo), 1970; Die Théologie in der interdisziplinaren Forschung (La teología
en el estudio interdisciplinar), 1971.
JÜRGEN MOLTMANN
Nació el 8 de abril de 1926 en Hamburgo (Alemania) y es miembro de la
Iglesia evangélica reformada. Estudió en la Universidad de Gotinga. Doctor
y «habilitado» en teología, ha sido profesor en la Academia Eclesiástica de
Wüppertal (1958-63) y profesor de teología sistemática en la Universidad
de Bonn (1963-67); actualmente es profesor de la misma disciplina en la Uni-
versidad de Tubinga. Es asimismo director de «Evangelische Théologie». Fi-
guran entre sus obras principales Pradestination und Perseveranz, 1961; Théo-
logie der Hoffnung, 81968 (en español: Teología de la esperanza, Salamanca,
1969); Die ersten Freigelassenen der Schopfung (Los primeros liberados de la
creación), 21971.
NORBERT SCHIFFERS
Nació el 14 de junio de 1927 en Aquisgrán (Alemania) y fue ordenado
sacerdote en 1952. Estudió en la Universidad de Tubinga y posee el doctora-
do y la habilitación en teología. En la actualidad es profesor de teología fun-
damental en la Universidad de Ratisbona. Entre sus publicaciones podemos
citar Einheit der Kirche (Unidad de la Iglesia), Dusseldorf, 1956; Fragen der
Physik an die Théologie (Preguntas de la física a la teología), Dusseldorf,
1968; Befreiung zur Freiheit (Emancipación para la libertad), Ratisbona, 1971.
GREGORY BAUM OSA
Nació el 20 de junio de 1923 en Berlín y fue ordenado sacerdote en 1954.
Estudió en la Universidad de Friburgo (Suiza) y en la McMaster University
de Hamilton (Canadá). Licenciado en filosofía y doctor en teología, es profe-
sor de teología en el St. Michael's College de la Universidad de Toronto (Ca-
nadá); también es director de la revista «The Ecumenist» y director adjunto
de «Journal of Ecumenical Studies». Ha publicado, entre otras obras, The
Credibility of the Church Today (La credibilidad de la Iglesia hoy), 1968;
Faith and Doctrine (Fe y doctrina), 1969; Man Becoming (Ser hombre), 1970.
KXAUS SCHAFER
Nació el 3 de junio de 1936 en Stuttgart (Alemania) y fue ordenado sacer-
dote en 1968. Estudió en las Universidades de Tubinga, Bonn, Munich y
Copenhague. Doctor en teología, es becario de la Sociedad Alemana de In-
vestigación Científica.
ALAIN DURAND OP
Nació el 26 de septiembre de 1937 en Virieu-sur-Bourbre (Francia) y fue
ordenado sacerdote en 1964. Estudió en el Studium dominicano de Arbresle
(Lyon) y en la Union Theological Seminary de Nueva York. Es director de la
revista «Lumiére et vie» y miembro del centro de estudios Économie et Hu-
manisme. Ha publicado varios artículos, especialmente en «Lumiére et vie»,
y una obra sobre Sécularisation et présence de Dieu, París, 1971.
ANDRÉ DUMAS
Nació el año 1918 en Montauban (Francia) y fue ordenado sacerdote en la
Iglesia reformada en 1950. Estudió en la Universidad de Montpellier y en las
Facultades de Teología Protestante de Montpellier, París y Basilea. Licenciado
en filosofía, diplomado en estudios superiores de griego y de alemán y candi-
dato al doctorado en teología, es profesor de filosofía y de moral en la Facul-
tad de Teología Protestante de París. Mencionaremos entre sus publicaciones
Le controle des naissances. Opinions protestantes, París, 1964; Une théologie
de la réalité: Dietrich Bonhoeffer, 1967; Prospective et propheties. Les églises
dans la société industrielle, París, 1972.
CLAUDE GEFFRÉ OP
Nació el 23 de enero de 1926 en Niort (Francia) y fue ordenado sacerdote
en 1953. Estudió en el Seminario de San Sulpicio de París y en las Facultades
460 Colaboradores de este número
de Le Saulchoir (Francia). Doctor en teología, es profesor de teología dogmá-
tica en Le Saulchoir y en la Facultad de Teología del Instituto Católico de
París. Es autor de numerosos trabajos, como Kérygma et bistoire chez R. Bult-
mann; Les courants actuelles de la recherche en théologie; La fot a la recher-
che de son langage; Peut-on encoré parler de Dieu?
KAREL SKALICKY
Colaboradores de este número 461
Orientales (París). Doctor en filosofía, es cofundador de «Sneha-Sadan» (cen-
tro para el diálogo entre el hinduismo y el cristianismo) y fundador de una
organización de juventud para las relaciones entre las comunidades hindú y
musulmana de Poona. Entre sus publicaciones podemos mencionar Le cuite
de Vithoba, Poona, 1960; Psaumes du Pélerin, París, 1956; La quéte de
l'éternel, Lovaina, 1967.
ERICH FROMM

Nació el 20 de mayo de 1934 en Hluboká (Checoslovaquia). Estudió en la
Universidad de Praga y en la Lateranense de Roma. Licenciado en filosofía y
doctor en teología, es profesor en la Facultad de Teología de esta última Uni-
versidad. Es asimismo director de la revista de filosofía y teología «Studie»
(Roma). Ha publicado un importante comentario sobre la constitución pasto-
ral Gaudium et spes y varios trabajos sobre el marxismo revisionista (Bloch,
Gardavsk^), sobre teología del desarrollo y sobre hermenéutica.
Nació el 23 de marzo de 1900 en Francfort (Alemania). Estudió en las
Universidades de Francfort, Heidelberg y Munich. Doctor en filosofía y di-
plomado en psicoanálisis, es profesor de psicología en la Universidad estatal
de Michigan. De 1955 a 1966 fue jefe del Departamento de Psicoanálisis de
k Escuela de Medicina de la Universidad Nacional de Méjico. Entre sus pu-
blicaciones podemos recordar Psychoanalysis and Religión (Psicoanálisis y re-
ligión), The Forgotten Language (El lenguaje olvidado), The Art of Loving
(El arte de amar), Marx's Concept of Man (El concepto marxista del hombre).

MARC ALYN

Nació el año 1937 en Francia. Poeta y escritor, obtuvo el premio Max

Jacob por su primera colección de poemas Le temps des autres. Ha sido crí-
tico en el Fígaro littéraire y luego en el Fígaro. Ha publicado varias obras de
crítica, especialmente sobre Francois Mauriac, Gérard Nerval y Dylan Thomas.
Fundó y dirigió durante seis años la colección «Poésie», de Éditions Flamma-
rion (París). En su producción figuran colecciones de poemas (Délébiles, 1962;
Nuit majeure, 1968; Infini au-dela, 1972), una novela (Le Déplacement) y
una obra de teatro (Le grand labyrinthe, 1971). Actualmente prepara una
Anthólogie de la poésie spirituelle en lengua francesa.

JACQUES KAMSTRA

Nació el 29 de mayo de 1926 en Arnhem (Holanda) y fue ordenado sacer-

dote en 1952. De 1954 a 1960 fue misionero en Japón. Posteriormente estu-
dió historia de las religiones en la Universidad de Nimega. Doctor en teología
(su tesis, Encounter or Syncretism, 1967, estudia el origen del budismo japo-
nés), es profesor de fenomenología y de religiones no cristianas vivas en la
Facultad de Teología Protestante de la Universidad de Amsterdam.

GUY DELEURY SJ

Nació el 3 de septiembre de 1922 en París y fue ordenado sacerdote en

1955. Estudió en la Sorbona (París), en la Universidad de Poona (India), en
la Escuela Francesa para el Extremo Oriente y en la Escuela de Lenguas
 COMITÉ DE DIRECCIÓN CONTENIDO DEL TOMO II

ARTÍCULOS
Giuseppe Alberigo Bolonia-ItaKa
William Bassett Washington D. C.-EE. UU. Allmen, J.-J. von: La ordenación, ¿un sacramento? (Respuesta protes-
Theo Beemer Nimega-Holanda tante) 47
Franz Bockle Rottgen/Bonn-Alemania Occ. Astier, A.: Actitud de algunos científicos y técnicos frente a la so-
Werner Broker Bonn-Alemania Occ. ciedad 254
Christian Duquoc OP Lyon-Francia
Claude Geffré OP París-Francia Baum, G.: Repercusión de los cambios culturales en el problema de
Norbert Greinacher Tubinga-Alemania Occ. Dios 359
Helmut Hucke Neu-Isenburg-Alemania Bobrinskoy, B.: ¿Cómo podemos llegar a un reconocimiento mutuo
Peter Huizing sj Nimega-Holanda de los ministerios? (Respuesta ortodoxa) 66
Bas van Iersel Nimega-Holanda Cobb, J. B.: El hombre en evolución 175
Walter Kasper Tubinga-Alemania Occ. Cocagnac, A.-M.: Hacia una nueva conciencia en la expresión artísti-
Hans Küng Tubinga-Alemania Occ. ca moderna 248
Johannes-Baptist Metz Münster-Alemania Occ. Delhaye, Ph.: ha aportación del Vaticano II a la teología moral ... 207
Alois Müller Friburgo-Suiza
Roland Murphy o. CARM. Durham/N. C.-EE. UU. Dumas, A.: Dios como protesta contra «la muerte del hombre» ... 389
Willi Oelmüller Münster-Alemania Occ. Durand, A.: Implicaciones políticas del problema de Dios 379
David Power o MI Roma-Italia Geffré, C : Sentido y contrasentido de una teología no metafísica ... 406
Edward Schillebeeckx OP Nimega-Holanda Gehring, A.: La emancipación. Una oportunidad de libertad social ... 265
Hermán Schmidt SJ Roma-Italia Hollenweger, W.: La búsqueda de unión y autenticidad en los grupos
Antón Weiler Nimega-Holanda de solidaridad y en las subculturas 218
Iersel, B. van: La imagen normativa del hombre en el evangelio ... 194
Kasper, W.: Convergencias y divergencias en la cuestión de los mi-
CONSEJEROS
nisterios 108
Juan Alfaro sj Roma-Italia Kehrer, G.: Cambios sociales y estructuras ministeriales 9
Marie-Dominique Chenu OP París-Francia Kühn, U.: ¿Cómo podemos llegar a un reconocimiento mutuo de los
Yves Congar OP Le Saulchoir-Francia ministerios? (Respuesta luterana) 76
Andrew Greeley Chicago-EE. UU. Legrand, H.-M.: Carácter indeleble y teología del ministerio 58
Rene Laurentin París-Francia Lepenies, W.: Dificultades para una fundamentarían antropológica de
Karl Rahner sj Münster-Alemania Occ. la ética 151
Roberto Tucci sj Roma-Italia Lescrauwaet, J.: La ordenación, ¿un sacramento? (Respuesta cató-
SECRETARIADO GENERA!.
lica) 53
Littell, F. H.: ¿Cómo podemos llegar a un reconocimiento mutuo de
Arksteestraat, 3-5, Nimega (Holanda) los ministerios? (Respuesta de una Iglesia libre) 93
McKenzie, J.: Estructuras ministeriales en el Nuevo Testamento ... 19
McSorley, H.: ¿Reconocimiento de una sucesión presbiteral? 31
Metz, J.-B.: El futuro a la luz del memorial de la Rasión 317
Moltmann, J.: El «Dios crucificado». El moderno problema de Dios
y la historia trinitaria divina 335
 CONCILIUM
Outler, A.: ¿Cómo podemos llegar a un reconocimiento mutuo de los
ministerios? (Respuesta metodista) 82
Schafer, K.: El testimonio de Jesús sobre Dios 370
Shepherd, M. H.: ¿Cómo podemos llegar a un reconocimiento mutuo
de los ministerios? (Respuesta anglicana) 89
Schiffers, N.: Las huellas del sufrimiento en la historia y la huella
de Dios
Schlette, H.: Pensamiento utópico y humanidad concreta
348
231
Revista internacional
Villain, M.: ¿Cómo podemos llegar a un reconocimiento mutuo de los
ministerios? (Respuesta católica)
Zizioulas, J.: ha ordenación, ¿un sacramento? (Respuesta ortodoxa).
99
41 de Teología
BOLETINES

Alyn, M.: Presencia y ausencia de Dios en la literatura contemporánea. 427

Baum, G.: Romanticismo norteamericano contemporáneo. Respuesta
a A. Greeley 280
Deleury, G.: ¿Un Dios hindú para la tecnópolis? 443 Año VIII - Tomo II - N.os 74-76
Greeley, A.: Romanticismo norteamericano contemporáneo. Comen-
tario sobre el romanticismo 272
Kamstra, J.: Cambios de la idea de Dios en las religiones y culturas
Abril-Mayo-Junio 1972
no occidentales 434
Skalick^, K.: «Dios no ha muerto del todo». Los marxistas y el pro- ECUMENISMO - MORAL - CUESTIONES FRONTERIZAS
blema de Dios 419

DOCUMENTACIÓN CONCILIUM

Baum, G.: Diálogo interconfesional sobre el ministerio (Ministerio

libre en los Estados Unidos) 131
Czempiel, E. O./Risse, H. Th.: La investigación sobre la paz. Sus pro-
blemas y posibilidades 288
Leeuwen, P. van: Diálogo interconfesional sobre el ministerio (Diá-
logo interconfesional en Holanda) 127
Macquarrie, J.: Diálogo interconfesional sobre el ministerio (Diálogo
anglicano-metodista) 124
Meyer, H.: Diálogo interconfesional sobre el ministerio (Diálogo ca-
tólico-luterano) 112
Roux, H.: Diálogo interconfesional sobre el ministerio (Diálogo inter-
confesional en Francia)
Ryan, H.: Diálogo interconfesional sobre el ministerio (Diálogo angli-
cano-católico)

PUNTO DE VISTA
120

115 I
EDICIONES CRISTIANDAD
Fromm, E.: Reflexiones posmarxistas y posfreudianas sobre religión
Huesca, 44
y religiosidad 450 MADRID