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Porfirio Thomas Reid
Porfirio Thomas Reid
Índice
1. Vida
2. Obras
4. Lógica
5. Ética
6. Física
7. Metafísica
9. Conclusión
10. Bibliografía
b) Traducciones
c) Estudios
1. Vida
Sobre la vida de Porfirio poseemos algunos datos seguros y numerosos
testimonios de veracidad incierta. La fuentes más fidedignas son, sin duda,
sus propias obras ―sobre todo la Vida de Plotino y la Carta a Marcela― en
las que consigna algunas informaciones sobre su vida. Eunapio de Sardes
(347-414) es el autor de una breve Vida de Porfirio en la que mezcla
noticias ciertas con otras de las que es razonable dudar. Los testimonios de
autores platónicos posteriores, como Jámblico, Proclo o Simplicio, son útiles
para reconstruir su pensamiento más que las circunstancias de su vida, y
algo semejante se puede afirmar de las numerosas referencias de los
Padres y escritores cristianos ―san Metodio de Olimpia, Eusebio de
Cesarea, san Jerónimo, san Agustín y otros―, normalmente en obras cuya
finalidad era confutar los ataques de Porfirio a la fe cristiana.
Porfirio nació el año 234 en Tiro, Fenicia, y recibió el mismo nombre que
su padre, Malco, cuyo significado semítico, rey, fue sucesivamente
traducido al griego por su maestro Longino como Porfirio, que significa
vestido de púrpura. Si bien de origen era fenicio, su educación fue
completamente griega, iniciando los estudios superiores en Atenas, donde
pudo frecuentar diversos maestros y donde recibió sobre todo el influjo del
filósofo y retórico Longino, descrito por Eunapio como «una biblioteca
viviente y un museo ambulante» [Vida de Porfirio, 4, 1, 3, 2-3].
2. Obras
Porfirio fue un autor muy fecundo, como lo demuestran las setenta y
cinco obras que se le atribuyen y que, sin embargo, conocemos de modo
bastante parcial. De muchas de ellas, algo más de treinta, tenemos noticia
sólo del título; de un número aproximadamente semejante se conservan
sólo fragmentos, más o menos extensos; sólo once de sus obras nos han
llegado íntegras. La diversidad de los contenidos de sus escritos es
amplísima y refleja la multiplicidad de intereses que ocuparon a Porfirio.
4. Lógica
Porfirio se ocupa de lógica sobre todo en su Comentario a las Categorías
de Aristóteles y en la Isagogé a la misma obra. La Isagogé es un breve
tratado, presentado por Porfirio como una introducción necesaria para la
comprensión de la doctrina de las categorías de Aristóteles. En
el Comentario a las Categorías, escrito en forma de preguntas y respuestas,
Porfirio se detiene en exponer el significado de cada categoría, dedicando la
primera parte del comentario a explicar la intención de Aristóteles al escribir
su tratado. En las dos obras Porfirio insiste en el carácter lógico, ni
ontológico ni simplemente gramatical, de la doctrina aristotélica. Tal premisa
es importante, pues le consentirá superar las críticas que otros platónicos
―entre ellos Plotino― dirigían a las categorías aristotélicas y lograr así
conciliar su pensamiento con el de Platón. También en las dos obras Porfirio
presenta la lógica aristotélica como una disciplina propedéutica para el
estudio de la filosofía. Aristóteles no se dirigía en las Categorías, como en
la Metafísica, a personas filosóficamente formadas, sino a quienes iniciaban
a adentrarse en este saber [Comentario a las Categorías 134. 28-29].
Porfirio contribuyó de este modo, siguiendo en este punto a los estoicos, a
fijar el puesto que sucesivamente la lógica ocupará en el curso de los
estudios filosóficos, así como el lugar de las Categorías en el conjunto
del Organon, las obras que Aristóteles dedicó a la lógica.
5. Ética
Porfirio expone su pensamiento ético sobre todo en la Carta a Marcela y
en su tratado Sobre la abstinencia de carnes animales.
La ascesis moral deberá, además, ser acompañada por una piedad que
se manifieste en oraciones y actos de culto dirigidos a Dios y a los dioses.
En cierto modo la ascesis se funde con la piedad, pues si la ascesis es
sincera constituye la más elevada virtud y la mejor manifestación de culto
[Carta a Marcela 11, 1-7; 12, 4-5; 16; 17, 1-6; 19, 4-6; 23, 5-24, 1; 24, 2-4].
Al contrario, el culto solamente externo, desligado de la ascesis, carece de
verdadero valor, no conduce a la unión con Dios [Carta a Marcela 13, 5-9;
14, 7-15, 1; 16, 12; 19, 7-8; 24, 2-3].
6. Física
Para conocer el modo en que Porfirio entendía la realidad física, es
necesario recordar cuanto señalábamos al tratar de la lógica, esto es la
introducción de afirmaciones aristotélicas en un contexto metafísico
platónico. A pesar de la pretendida limitación de la doctrina aristotélica de
las categorías al ámbito lógico, su aceptación, como se ha visto, contenía
algunas admisiones que incidían en la metafísica de Porfirio. Aunque
Porfirio introduce algunas novedades en el pensamiento de Plotino, se
mantiene con todo fiel ―en particular en sus Sentencias sobre los
Inteligibles― al sistema plotiniano de derivación de toda la realidad desde
un primer principio. Tal principio es el Uno que, hasta cierto punto, Porfirio
fusiona con el ser aristotélico, al que concede el máximo grado de unidad y
de simplicidad. Porfirio acoge la afirmación aristotélica sobre la idéntica
extensión del uno y el ser, así como la multiplicidad de sentidos del ser y del
uno. Entre todos ellos el primero, como hemos visto, es la sustancia, pero la
sustancia, desde un punto de vista ontológico, es una realidad múltiple y por
ello requiere un principio anterior, el Uno-Ser, absolutamente libre de toda
multiplicidad. Toda la realidad sucesiva Porfirio la entiende como un
progresivo proceso de multiplicidad y diversidad.
El principio primero, el Uno-Ser, Porfirio lo concibe más allá del ente,
como no ente superior al ente (to huper to on mê on); el grado ínfimo de lo
real, al contrario, será la materia que Porfirio la entiende como no ente
inferior al ente [Sentencias sobre los inteligibles 26]. La realidad más
cercana al principio son, como se ha dicho, las sustancias inteligibles, ta
noêta, mientras que la realidad física, por su contacto con la materia, es una
realidad debilitada y empobrecida. Como afirma en sus Sentencias sobre
los inteligibles, «los predicados de lo sensible y de lo material son en
realidad éstos: ser arrastrado por todas partes, ser cambiante, subsistir en
otro, ser compuesto, ser corruptible en sí, ser en un lugar, ser pensado en
una masa y otros muchos semejantes a éstos. En cambio, los predicados
de lo que es verdaderamente ente y subiste en sí son: ser inmaterial,
permanecer siempre en sí, ser idéntico según la identidad, ser
sustancializado en la identidad, ser por esencia inmutable, simple,
indisoluble, no ser ni en un lugar ni en una masa, ser no generado e
incorruptible, y tantos otros semejantes a éstos» [Sentencias sobre los
inteligibles 39].
7. Metafísica
Porfirio en algunos textos ―Sentencias sobre los inteligibles e Historia de
la filosofía― acoge la estructura triádica de las hipóstasis divinas pensada
por Plotino: Uno-Inteligencia-Alma. Sin embargo, es precisamente en este
ámbito de su pensamiento donde Porfirio se muestra más original,
introduciendo algunas modificaciones anticipadas en parte por filósofos
medioplatónicos ―como Numenio― y presentes también en los Oráculos
Caldeos.
En cierto modo Porfirio consagra una tendencia que será seguida por el
sucesivo pensamiento platónico: poner de manifiesto el dinamismo interno,
la continuidad y las relaciones entre las hipóstasis divinas. En el fondo se
trataba de un problema latente en los diálogos platónicos y sentido como
particularmente relevante en la filosofía-teología hebrea ―Filón de
Alejandría―, cristiana ―Clemente de Alejandría y Orígenes― y
pagana, Oráculos Caldeos.
Porfirio fue considerado por los cristianos del siglo IV el mayor enemigo
de su fe, hasta el punto de que sus obras fueron condenadas a la
destrucción, primero, en torno al 320, por el emperador Constantino, y
después, en el 448, por los emperadores Teodosio II y Valentiniano III. Esto
explica la dificultad de conocer con exactitud el contenido del Contra los
cristianos. Durante algún tiempo, siguiendo el testimonio de Eusebio [Hist.
Eccles. IV,19, 2], se consideró que se trataba de una obra que Porfirio
habría escrito en Sicilia, antes del 270, año de la muerte de Plotino. Hoy la
mayor parte de los estudiosos tienden a asignarle una datación posterior, en
torno a los primeros años del siglo IV, y a considerarla quizá más que una
obra unitaria, una colección de escritos en los que Porfirio atacaba al
cristianismo. La obra comprende, en efecto, una serie de fragmentos,
extraídos en su mayor parte de obras de autores cristianos, que sin
embargo no todos los estudiosos concuerdan en atribuir a Porfirio. Por este
motivo, la principal edición de la obra preparada en 1916 por A. von
Harnack, que constituye todavía hoy el texto de referencia, no resulta del
todo satisfactoria. Concretamente, son discutidos los 52 fragmentos, buena
parte del total, procedentes del Apocriticus de Macario de Magnesia,
apologista cristiano del siglo IV [Ramos Jurado 2006].
9. Conclusión
Por los motivos ya señalados, no resulta posible una reconstrucción
completa del pensamiento de Porfirio. Sin embargo, los estudios de los
últimos años han contribuido a modificar en buena medida la imagen que de
él se tenía y su relevancia en la historia del pensamiento posterior. En esta
conclusión se hará referencia brevemente a su influjo en dos ámbitos
distintos ―lógica y metafísica― y con más detenimiento a su crítica al
cristianismo, porque hasta cierto punto encierra la clave de su filosofía.
10. Bibliografía
a) Ediciones de las principales obras de Porfirio
Porphyrii, De Philosophia ex oraculis haurienda, ed. WOLF, G.,
Berlin 1856; Olms, Hildesheim 1962.
1
b) Traducciones
No existen traducciones españolas de todas las obras y fragmentos de
Porfirio. Señalo en primer lugar las traducciones en español de algunas de
sus obras y, a continuación, las traducciones en otras lenguas,
principalmente en italiano, de las que me he servido.
Vida de Plotino, Enéadas I-II, introducción, traducción y notas de IGAL, J.,
Gredos, Madrid 2001.
Isagoge, pref., intr., trad. di GIRGENTI, G., testo greco a fronte, Rusconi,
Milano 1995.
Sentenze sugli intellegibili, pref., intr., trad. di GIRGENTI, G., testo greco a
fronte, Rusconi, Milano 1996.
Storia della filosofia (frammenti), testo greco a fronte, a cura di SODANO,
A.R., Rusconi, Milano 1997.
Contro i cristiani, nella raccolta di Adolf von Harnack con tutti i nuovi
frammenti in appendice, a cura di MUSCOLINO, G., testi a fronte,
Bompiani, Milano 2009.
c) Estudios
AA.VV., Porphyre, Entretiens sur l’Antiquité Classique, vol. XII, Fondation
Hardt, Vandœuvres-Genève 1966.
Thomas Reid
Autor: José Hernández Prado
Índice
1. Biografía, obras principales y legado
7. La justicia y el humanitarismo
8. Bibliografía
Quizás la única causa liberal de sus tiempos que Reid no secundó fue la
Guerra de Independencia norteamericana, en la que estuvo en peligro de
verse involucrado un hijo suyo, George Reid (fallecido en 1780), quien era
un médico militar del Ejército Británico. Pero Thomas Reid sería siempre un
centrado Whig, un monarquista constitucional, un bienintencionado
republicano –en su sentido clásico de autogobierno de los libres, más que
contemporáneo de régimen por completo democrático– y un liberal
moderado, consciente tanto de los defectos y los riesgos de la moderna e
ilustrada “sociedad comercial”, como de sus enormes ventajas civilizatorias
y humanizantes. Como universitario, Reid gustaba dedicar su tiempo libre al
cultivo de las matemáticas avanzadas, al atento seguimiento de la ciencia
natural de sus días –tanto físico-química, como biológica– y en el final de su
vida, a la elaboración del árbol genealógico de sus ancestros Reid y
Gregory. Su pasatiempo favorito, aparte de la lectura y las caminatas,
cuando era ministro religioso de New Machar, era la jardinería.
En Escocia los seguidores inmediatos de Reid fueron sus colegas y
alumnos de Aberdeen –especialmente el poeta y filósofo James Beattie
(1735-1802) – y de Glasgow –el célebre pensador moral Dugald Stewart
(1753-1828)–, así como Sir William Hamilton (1791-1856), primer editor de
sus obras completas. Como catedrático de la Universidad de Edimburgo,
Dugald Stewart se abocó particularmente a la difusión y la valoración de
Thomas Reid y, con un mayor éxito comprensible –dada su clara relación
con los muy importantes temas económicos–, las de Adam Smith. Un
discípulo de Reid en Aberdeen, William Small (1734-1775), sería profesor
del Founding Father estadounidense, Thomas Jefferson (1743-1826) en el
Colegio de Guillermo y María de Williamsburg, Virginia. Jefferson fue él
mismo un gran admirador de la obra de Thomas Reid y promovió que sus
libros se estudiaran en las universidades de la joven nación independiente y
conservados y divulgados desde las bibliotecas públicas del país. En
Francia, Reid gozó de la adhesión de Pierre Paul Royer-Collard (1763-
1845), Théodore S. Jouffroy (1796-1842) y, muy especialmente, del
espiritualista Víctor Cousin (1792-1867). En España supieron de él y se
beneficiaron de sus aportaciones, los catalanes Jaume Balmes (1810-1848)
y Francesc Xavier Llorens i Barba (1820-1872).
Pero ¿qué son exactamente las ideas que criticaba Thomas Reid? Son
las imágenes que existen en la mente, gracias a las
llamadas impresiones sensibles o sensoriales, a modo de representaciones,
retratos, reproducciones o copias de los supuestos objetos reales, que
habrían llegado a esa mente por medio de los órganos de los sentidos.
Hume había descrito este asunto con minuciosidad desde su gran obra de
1739: la mente humana se hace de impresiones de las cosas que hieren a
los sentidos físicos y que son como las presentaciones de aquellas cosas y
de sus propiedades ante los sentidos y la propia mente, pero ésta última
genera con posterioridad ideas o representaciones de dichos objetos. Las
ideas son representaciones mentales de las cosas perceptibles y de sus
características; son las imágenes que tenemos en la mente, gracias a las
impresiones que previamente han recibido nuestros sentidos. Ya los
antiguos entenderían que las ideas copian o reproducen a las entidades del
mundo real, pero los autores modernos propusieron que, en rigor, somos
capaces de hablar de esas entidades sólo a través de las imágenes
mentales o ideas que tenemos de ellas. Hablando con propiedad, no nos
constan los llamados objetos reales, sino tan sólo los datos sensoriales que
llegan a nuestra mente –las impresiones– y las representaciones mentales –
es decir, las ideas– que tenemos de esas supuestas entidades reales. Los
filósofos antiguos comenzaron a hablar de ideas, pero estaban convencidos
de que existen cosas objetivas de las que tenemos ideas. Los filósofos
modernos, por su parte, heredarían esa noción de idea y se dieron cuenta
de que ella puede considerarse más real que el objeto mismo que
supuestamente la origina.
Con tales percepciones comienzan las nociones que nuestra mente tiene
del mundo real y dichas nociones llegan a ser más o menos completas y
más o menos adecuadas a la naturaleza de las entidades reales. Para
comenzar, ellas no son los retratos, las copias o las reproducciones de las
cosas mismas: no son sus representaciones. Son, más bien, misteriosas
alusiones figurativas de tales cosas; son, pues, nociones alusivas a las
entidades y que se las figuran de alguna manera, tan sólo mejor o peor;
más aproximado o menos aproximado: son nociones alusivas y
figurativas de lo real. Nuestra mente no es, por lo tanto, como una colección
de fotografías, filmaciones o pinturas de las llamadas “realistas”. En todo
caso, se parecería más bien a una colección de pinturas de las que hoy
denominamos “impresionistas”, al estilo de las elaboradas por Renoir, Van
Gogh, Cézanne, etcétera. Y se entiende, además, que las nociones del
mundo que poseen los animales en general son mucho más limitadas y
menos profundas y completas que las que nos hacemos los humanos. Entre
nosotros, las nociones del mundo también son bastante mejores o mucho
peores. Por ejemplo, un niño sabe menos de ciertas cosas, en general, que
un adulto común y este adulto sabe menos que un científico especialista en
ellas.
Este es pues el sentido común con el que todo ser humano puede juzgar
las cosas del mundo, a fin de conocerlas, aprobarlas o reprobarlas y
apreciarlas o evaluarlas de diversas maneras: el conjunto de los primeros
principios de tal sentido común, que conforman un equipamiento mental
propio de nuestra constitución humana. Los seres humanos bien madurados
–lo que implica educados– y sanos aceptan estos primeros principios que
dan lugar a toda una forma humana de percibir al mundo, así como de
entenderlo y de actuar –moralmente– en él. Ellos son, justo, la parte
“común” del sentido común; son nuestro sentido común “común”. Con esos
principios los humanos juzgamos y, por consiguiente, logramos conocer –
siempre aproximadamente, por medio de nociones tan sólo mejores o
peores–, sancionar moralmente y evaluar de un modo estético las entidades
reales. Claro que tales actos de juicio son en buena medida y en una
primera instancia algo cultural e histórico, pero en última instancia son
también algo natural y muy humano. Nuestros juicios dependen al fin de
cuentas de nuestro sentido común “común” y nos llevan hasta la parte
“sensata” del sentido común, hasta el sentido común “sensato” –estos dos
términos, sentido común común y sentido común sensato, no fueron
propuestos por Thomas Reid, pero quizás logran expresar a cabalidad su
pensamiento–. Reid tenía en mente este último sentido común o esta
segunda acepción del sentido común cuando escribió lo que sigue en el
capítulo II, de su Sexto Ensayo, “Sobre el juicio”, en sus EIP:
2. Los pensamientos de los que soy consciente son de ese ser que llamo
«yo mismo, mi mente o mi persona» [EIP: 472 y Reid 2003: 239]. Es
decir, los pensamientos siempre han sido pensados por alguien y no
pueden subsistir por sí mismos;
6. Debe ser nuestra más seria preocupación realizar nuestro deber hasta
donde sabemos que lo es y fortalecer nuestras mentes contra toda
tentación que nos aparte de él. Es preciso mantener un vívido
sentido de la belleza de la conducta recta y de lo horrible que
resultan las acciones viciosas.
Pero estos seis primeros principios del sentido común moral abarcan
asimismo los siguientes cinco, de la serie II:
7. Debemos preferir siempre un bien mayor, aunque más distante, a uno
menor y más inmediato e, igualmente, un mal menor a otro mayor;
10. Deberemos actuar siempre con respecto a los demás del modo en
que juzgamos que sería correcto que ellos actuaran en relación con
nosotros en las mismas circunstancias, o bien actuar de la forma en
que aprobaríamos en los demás, tanto como no hacerlo del modo en
que condenaríamos en otros; y
Ahora bien, entre estos doce primeros principios morales del sentido
común, evidentes de suyo y que serían el fundamento de los mil y un
principios morales específicos que han sido reivindicados en muy diversos
tiempos y lugares –por cierto, no todos ellos compatibles con los primeros
principios del sentido común moral; como dice la expresión, “no todo lo que
brilla es oro...”–, existen dos que destacan en particular y que son el siete y
el diez. El séptimo primer principio es el que rige nuestra prudencia, la cual
a su vez, según Thomas Reid, es lo que mejor dirige nuestro interés: “un
hombre es prudente cuando consulta su verdadero interés, pero no puede
ser virtuoso si no tiene consideración hacia su deber” [EAP: 221]. El
principio número diez, por otro lado, es aquél «de todas las reglas de la
moralidad, la más comprensiva y merece en verdad el encomio brindado a
ella por la máxima autoridad, acerca de que es la ley y los profetas» [EAP:
316; cursivas del propio Reid], ya que comprende sin excepción toda regla
de justicia y los deberes entre padres e hijos, amos y sirvientes,
magistrados y súbditos, maridos y esposas, vendedores y compradores,
deudores y acreedores, etc., decía Reid. Se trata del principio de sentido
común que, en rigor, define y rige todo nuestro deber, algo que sólo
experimentamos los seres humanos y de ninguna manera,
presumiblemente, otros animales.
El interés y el deber, de acuerdo con Thomas Reid, son los dos principios
racionales de la acción en los seres humanos. Exclusivamente estos seres
–y no así los demás animales– son capaces de actuar conforme a reglas,
normas o leyes que pueden concebir, entender, respetar y cumplir, mucho
más allá del seguimiento mecánico y casi infalible que la disciplina logra en
los animales más inteligentes –los “brutos” que evocaba Reid, pensando en
perros, caballos, gatos u otros animales “superiores” domésticos y de
trabajo, con los que convivían las personas en el siglo XVIII–, cuando a
éstos se les adiestra para “cumplir” o seguir determinadas reglas que les
son impuestas y que no entienden. Nosotros los humanos, que somos
“sujetos de la ley”, tenemos una concepción clara de cada regla general de
conducta a la que nos sometemos como entes de razón. Y lo que nos
induce a cumplir las leyes es siempre «un sentido del interés o un sentido
del deber, o bien los dos concurrentes» [EAP: 221; cursivas de Reid
mismo], lo que significa, en primer lugar, que sólo los humanos
tenemos estrictos intereses racionales y suscribimos deberes y, en segundo
lugar, que de estos dos principios racionales de nuestra acción, el primero
es el que nos proyecta hacia el mundo de la moralidad y el segundo el que
nos instala decididamente en él; por lo tanto, este segundo principio sería
más importante, más valioso o “más noble” que el primero. Cumplimos las
normas jurídicas, morales o hasta religiosas, en principio, por mero interés,
pero en última instancia y sobre todo –para que la acción posea un estricto
valor moral– porque tal es nuestro deber, algo inimaginable e inexistente en
los animales “brutos”. Adicionalmente, interés y deber son realidades
irreductibles entre sí y perfectamente diferenciables una de la otra.
Escribiría Reid en el capítulo V de la tercera parte del tercer ensayo de sus
EAP:
7. La justicia y el humanitarismo
Aunque la noción de justicia y el primer principio moral de sentido común
relativo a ella, en la opinión de Reid, resultan determinantes para insertar a
los seres humanos en el ámbito de la moralidad y, muy especialmente, en el
del deber; y si bien el filósofo aberdinense abundaría sobre dicha justicia en
su obra publicada –en particular, sus EAP–, no está por demás insistir en
que según el esquema general de su pensamiento, ella debiera
acompañarse por lo que en las lecciones sobre filosofía moral de nuestro
autor en el Old College de la Universidad de Glasgow, a partir de 1765 y
hasta 1780, llamó la humanidad o un sentido indispensable
de humanitarismo, como le denominaríamos en la actualidad. Debe tomarse
en cuenta que estas lecciones jamás fueron publicadas en vida de su autor.
Ellas fueron editadas hasta finales del siglo XX por el especialista en la obra
de Thomas Reid, Knud Haakonssen (véase la bibliografía secundaria en
lengua inglesa).
8. Bibliografía
8.1. Obras de Thomas Reid
REID, Th., Inquiry and Essays. Editado por Ronald E. Beanblossom y
Keith Lehrer, con una introducción de Ronald E. Beanblossom.
Hackett Publishing Co., Indianapolis 1983.