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Porfirio

Autor: Ignacio Yarza de la Sierra

Porfirio (234-305 d.C.) fue un filósofo muy apreciado por sus


contemporáneos, y no sólo por su grande erudición, sino por su propia
especulación metafísica. Además del pensamiento de Plotino, conoció en
profundidad el de Platón y Aristóteles —es el primer filósofo que comenta
extensamente a los dos—, así como el de otros pensadores platónicos de
los dos primeros siglos, y supo elaborar un propio sistema filosófico, distinto
en algunos puntos importantes del de su maestro Plotino. Porfirio fue,
además, un pensador profundamente religioso, que quiso defender la
religión tradicional greco-romana, oponiéndose para ello con vigor al
cristianismo entonces en gran expansión, y sin miedo, en cambio, a acoger
las novedades de religiones orientales y de Egipto que no contradecían su
visión filosófica. La imagen de Porfirio como un pensador de grande
erudición, pero de poca profundidad especulativa, como un simple
comentador y buen discípulo de Plotino, hoy día no se considera apropiada.
Los estudios actuales sobre Porfirio tienden a valorar la originalidad de su
pensamiento, la valentía de su proyecto intelectual y la importancia de su
influjo en la filosofía sucesiva, también en ámbito cristiano.

Índice
1. Vida

2. Obras

3. Visión de conjunto del pensamiento de Porfirio

4. Lógica

5. Ética

6. Física

7. Metafísica

8. Defensa de la religión tradicional y crítica del cristianismo

9. Conclusión

10. Bibliografía

a) Ediciones de las principales obras de Porfirio

b) Traducciones

c) Estudios

1. Vida
Sobre la vida de Porfirio poseemos algunos datos seguros y numerosos
testimonios de veracidad incierta. La fuentes más fidedignas son, sin duda,
sus propias obras ―sobre todo la Vida de Plotino y la Carta a Marcela― en
las que consigna algunas informaciones sobre su vida. Eunapio de Sardes
(347-414) es el autor de una breve Vida de Porfirio en la que mezcla
noticias ciertas con otras de las que es razonable dudar. Los testimonios de
autores platónicos posteriores, como Jámblico, Proclo o Simplicio, son útiles
para reconstruir su pensamiento más que las circunstancias de su vida, y
algo semejante se puede afirmar de las numerosas referencias de los
Padres y escritores cristianos ―san Metodio de Olimpia, Eusebio de
Cesarea, san Jerónimo, san Agustín y otros―, normalmente en obras cuya
finalidad era confutar los ataques de Porfirio a la fe cristiana.

Porfirio nació el año 234 en Tiro, Fenicia, y recibió el mismo nombre que
su padre, Malco, cuyo significado semítico, rey, fue sucesivamente
traducido al griego por su maestro Longino como Porfirio, que significa
vestido de púrpura. Si bien de origen era fenicio, su educación fue
completamente griega, iniciando los estudios superiores en Atenas, donde
pudo frecuentar diversos maestros y donde recibió sobre todo el influjo del
filósofo y retórico Longino, descrito por Eunapio como «una biblioteca
viviente y un museo ambulante» [Vida de Porfirio, 4, 1, 3, 2-3].

Es probable que, posteriormente, Porfirio se trasladara a Cesarea para


recibir las enseñanzas de Orígenes. Aunque son dudosos los testimonios
sobre sus contactos con el cristianismo ―algunas fuentes hablan incluso de
su adhesión a la fe cristiana―, sí es cierto que Porfirio tuvo un profundo
conocimiento del antiguo y del nuevo testamento y de la vida de la Iglesia.

A la edad de treinta años Porfirio se trasladó a Roma, en donde


permaneció seis años en la escuela de Plotino. Si en sus primeros años de
estudios Porfirio adquirió una vasta cultura y un buen conocimiento filológico
y exegético, es lógico suponer que junto a Plotino adquiriera y madurara sus
convicciones filosóficas más profundas, demostrando una gran sintonía con
el pensamiento de su maestro, a la vez que la suficiente autonomía para
distanciarse de él en algunas cuestiones importantes. A raíz de una fuerte
depresión que le llevó, como él mismo cuenta, a plantearse incluso la
posibilidad del suicidio, Plotino le aconsejó que se alejara de Roma a un
lugar más tranquilo para restablecer su salud. Porfirio se estableció en
Sicilia, en la ciudad de Lilibeo, la actual Marsala, donde continuó
desarrollando su pensamiento filosófico. Aunque no se conoce cuánto duró
exactamente su permanencia en Sicilia, residió allí al menos hasta la muerte
de Plotino, ocurrida en el 270. Sucesivamente regresó a Roma, en donde se
ocupó, entre otras cosas, de ordenar, pulir, completar la redacción y,
finalmente, publicar los escritos de Plotino bajo el nombre de Enéadas. Es
probable que Porfirio sucediera a su maestro en la guía de su escuela en
Roma.

Otras noticias de la última etapa de su vida nos las da el mismo Porfirio


en su Carta a Marcela, viuda con siete hijos, con la que contrajo matrimonio
siendo él «ya cercano a la vejez» [Carta a Marcela 1, 9-10]. En su Carta a
Marcela, además de defenderse de las insinuaciones maliciosas que su
matrimonio había suscitado, Porfirio ofrece un testimonio de su elevado
ideal filosófico, ético y religioso. No se sabe con exactitud la fecha de
composición de esta Carta, pero el motivo de la misma, consolar y
aconsejar a su mujer ante la necesidad de emprender un viaje ―«el interés
de los griegos me llamaba y junto a ellos los dioses me presionaban» [Carta
a Marcela 4, 5-6]― después de diez meses de convivencia, junto a otros
testimonios, han llevado a algunos estudiosos a conjeturar la presencia de
Porfirio en el Consilium principis convocado el año 302-303, en Nicomedia,
por el emperador Diocleciano antes de lanzar su terrible persecución contra
los cristianos.

Porfirio murió, probablemente en Roma, en torno a los primeros años del


siglo cuarto.

2. Obras
Porfirio fue un autor muy fecundo, como lo demuestran las setenta y
cinco obras que se le atribuyen y que, sin embargo, conocemos de modo
bastante parcial. De muchas de ellas, algo más de treinta, tenemos noticia
sólo del título; de un número aproximadamente semejante se conservan
sólo fragmentos, más o menos extensos; sólo once de sus obras nos han
llegado íntegras. La diversidad de los contenidos de sus escritos es
amplísima y refleja la multiplicidad de intereses que ocuparon a Porfirio.

Parte de sus escritos son comentarios a obras de Platón y de Aristóteles.


Porfirio comentó numerosos diálogos de
Platón: Parménides, Filebo, Fedón, República, Sofista y Timeo; de todos
estos comentarios conservamos sólo fragmentos. Nada nos ha llegado, sin
embargo, de sus comentarios a otros diálogos, como Banquete y Crátilo.
Entre los comentarios de Porfirio a escritos aristotélicos, los más conocidos,
y probablemente los que más influyeron en la filosofía posterior, son
su Comentario a las Categorías de Aristóteles y la Isagoge (introducción) a
las Categorías de Aristóteles; además de estas dos obras, conservadas
íntegras, se sabe que escribió otro Comentario a las Categorías (a
Gedalio) del que han llegado sólo fragmentos. También se conservan
fragmentos de comentarios al Peri Hermeneias y a la Física de Aristóteles,
y se tiene noticia de comentarios a otros tratados aristotélicos, como
las Confutaciones sofísticas, el Libro XII de la Metafísica y la Ética.

Porfirio se ocupó también del pensamiento de Plotino, no sólo ordenando


y transcribiendo sus tratados hasta publicarlos bajo la forma de
las Enéadas, sino escribiendo además un Comentario a las Enéadas, hoy
perdido, y la Vida de Plotino, que constituye la fuente principal de nuestro
conocimiento de la vida y de la personalidad de su maestro. Otra obra de
carácter histórico es su Historia de la Filosofía, en cuatro libros, de los
cuales se conserva prácticamente íntegro el primero, Vida de Pitágoras, y
de modo fragmentario el resto.

Una obra importante de contenido metafísico, que nos ha llegado


completa, son las Sentencias sobre los inteligibles. Tenemos noticia, y en
algunos casos también fragmentos, de otras obras dedicadas a problemas
filosóficos específicos, como Sobre el alma, contra Boeto, Sobre la
materia, Sobre la unidad de las escuelas de Platón y Aristóteles, Sobre la
diferencia entre Platón y Aristóteles, a Crisaorio.

De su preparación e intereses filológicos y exegéticos nos han llegado


algunas obras dedicadas a Homero; además de las Cuestiones
homéricas y Sobre Estige, ambas fragmentarias, conservamos completa
el Antro de las Ninfas.

Porfirio fue también el autor del primer Comentario a los Oráculos


caldeos, texto del siglo segundo, atribuido a Juliano el caldeo y a su hijo
Juliano el teúrgo, que presenta una presunta revelación divina, con
elementos de procedencia medioplatónica y gnóstica, del que Porfirio se
servirá a la hora de elaborar su sistema metafísico. En otra de sus obras,
que conocemos también sólo de modo fragmentario, la Filosofía de los
oráculos, Porfirio presenta una apología de la religión tradicional, greco-
romana y de otros pueblos, a partir de diversos oráculos; su intención era
demostrar la afinidad de fondo entre las diversas tradiciones religiosas y la
filosofía griega [Wilken 1979]. Si en esta última obra Porfirio manifiesta su
aversión al cristianismo, sus ataques a la fe cristiana se concentran en su
libro Contra los cristianos. La unidad de esta obra, reconstruida en base a
testimonios sobre todo de autores cristianos y cuyo título sólo aparece en el
siglo once, es problemática, y bien podría tratarse de una colección de
escritos de Porfirio dedicados a combatir el cristianismo.

Otras obras importantes de carácter ético-religioso son la Carta a


Marcela y Sobre la abstinencia de carnes animales, conservadas íntegras;
poseemos además fragmentos del Sobre el ‘conócete a ti mismo’, Sobre el
retorno del alma a Dios, Sobre las imágenes de los dioses y de la Carta a
Anebo, sacerdote egipcio, en la que Porfirio critica la excesiva confianza en
la teúrgia, esto es en rituales, símbolos y objetos considerados sagrados,
como recurso para unirse a Dios.

A todas estas obras se podrían añadir todavía otras dedicadas a


cuestiones científicas, como su Comentario a los ‘Armónicos’ de
Tolomeo y A Gauro, sobre la animación del embrión, conservadas
completas.

3. Visión de conjunto del pensamiento de


Porfirio
Una breve frase que Plotino dirigió a su discípulo, transmitida por este
último en su Vida de Plotino ―«te has revelado a la vez poeta, filósofo y
hierofante» [Vida de Plotino 15, 4-6]― nos ayuda a distinguir al menos tres
esferas entre los intereses de Porfirio. Por una parte Porfirio se dedicó a
cuestiones filológicas y exegéticas, comentando textos de Homero y
ocupándose también de otros problemas más técnicos de gramática y de
filología. Porfirio fue también un filósofo muy apreciado por sus
contemporáneos, y no sólo por su grande erudición, sino por su propia
especulación metafísica. Además del pensamiento de Plotino, conoció en
profundidad el de Platón y Aristóteles ―es el primer filósofo que comenta
extensamente a los dos―, así como el de algunos pensadores platónicos
de los dos primeros siglos, y supo elaborar un propio sistema filosófico,
distinto en algunos puntos importantes del de su maestro Plotino. Por
último, Porfirio fue un pensador profundamente religioso, que quiso
defender la religión tradicional greco-romana, oponiéndose para ello con
vigor al cristianismo entonces en gran expansión, y sin miedo, en cambio, a
acoger las novedades de religiones orientales y de Egipto que no
contradecían su visión filosófica.

La imagen de Porfirio como un pensador de grande erudición, pero de


poca profundidad especulativa, como un simple comentador y buen
discípulo de Plotino, hoy día no se considera apropiada. Los estudios
actuales sobre Porfirio tienden a valorar la originalidad de su pensamiento,
la valentía de su proyecto intelectual y la importancia de su influjo en la
filosofía sucesiva, también en ámbito cristiano. Para comprender el alcance
de su obra y la unidad de fondo de su proyecto, es necesario recordar
algunos rasgos del ambiente cultural y filosófico en el Imperio romano del
siglo tercero.

Desde una perspectiva filosófica, estamos acostumbrados a situar la


figura de Plotino como frontera entre dos etapas distintas de la evolución del
platonismo; con él terminaría la etapa medioplatónica e iniciaría el
neoplatonismo. Sin embargo, esta distinción, seguramente útil y funcional a
la hora de reconstruir la larga historia de la tradición platónica, no es
completamente precisa. Ciertamente el pensamiento de Plotino introdujo
importantes novedades en el seno del platonismo, pero ni todos sus
discípulos ni todos los platónicos posteriores las acogieron completamente.
Y la filosofía de Porfirio lo manifiesta de modo claro. En algunas cuestiones,
en efecto, Porfirio prefirió seguir una orientación diversa y en cierto modo
anticipada por otros platónicos anteriores a Plotino, como Plutarco, Numenio
o Alcinoo [Zambon 2002]. Una cuestión bastante debatida en ámbito
académico ya en el siglo segundo, era la convergencia entre el pensamiento
de Aristóteles y el de Platón. Mientras Plotino criticó a Aristóteles y no sintió
alguna necesidad de reconducir su pensamiento al de Platón, Porfirio al
contrario dedicó buena parte de su esfuerzo filosófico no sólo a comentar
las obras del Estagirita, sino a sostener la unidad de fondo en la filosofía de
los dos grandes maestros. Otra cuestión entonces muy sentida era, sin
duda, las relaciones entre la filosofía, producto cultural de claras raíces
helénicas, y las distintas religiones de los diversos pueblos incorporados al
Imperio romano. También en este ámbito Plotino demostró cierto desprecio
por cualquier religión necesitada del soporte de una revelación divina,
mientras que Porfirio manifestó grande interés por los Oráculos caldeos, las
revelaciones herméticas, el hebraísmo y, más en general, por las religiones
no griegas.
La entera obra de Porfirio, más allá de su aparente desorden y dispersión
temática, conserva una profunda unidad, y puede entenderse como el
intento consciente de demostrar la riqueza y la armonía de la cultura griega,
en la que convergen el pensamiento de los más grandes filósofos
―Pitágoras, Sócrates, Platón y Aristóteles―, la gran literatura homérica,
portadora de una sabiduría filosófica y divina, y la tradición religiosa. Éste es
el sentido último de la exaltación de la figura de Pitágoras, reconduciendo a
él el pensamiento de Sócrates y de Platón, que considera, sin duda, el
punto de llegada de la filosofía griega, así como del esfuerzo de Porfirio por
introducir en la misma corriente de pensamiento no sólo la obra de
Aristóteles, sino también, a través de una hábil exégesis de sus textos, las
obras de Homero. Y lo que la filosofía afirma sobre los dioses, la religión
tradicional lo traduce en culto, sacrificios y oraciones, que en buena parte
coincide con las revelaciones y el culto de otras religiones extranjeras.
Desde esta perspectiva se entiende también la acogida favorable de
algunas revelaciones y la feroz oposición de Porfirio al cristianismo, algunos
de cuyos dogmas centrales contradecían las tesis platónicas y el politeísmo
oficial.

Sin negar la veracidad de la afirmación de Plotino sobre Porfirio, es


conveniente subrayar que Porfirio fue sobre todo un filósofo que puso al
servicio de su proyecto intelectual su gran inteligencia, su erudición y su
pericia filológica y exegética. La filosofía, por otra parte, era concebida en su
tiempo más que como actividad especulativa, como un modo de vida que
conducía a Dios; su finalidad no es otra que la de asimilarse a Él. Un modo
de vida del que formaba parte el culto y la teúrgia, sin que, sin embargo, al
menos en el caso de Porfirio, el pensamiento filosófico quedara
subordinado, como sucedió en otros platónicos inmediatamente posteriores,
a tales prácticas.

Como otros platónicos contemporáneos, Porfirio dividía la filosofía en


ética, física y metafísica, también denominada epóptica o saber
contemplativo concerniente los misterios, el culmen del saber. La finalidad
última de la filosofía, como se ha dicho, era la unión con Dios,
convirtiéndose de hecho en una filosofía religiosa o en una religión filosófica
de carácter minoritario y elitista. A las tres partes indicadas, Porfirio añadía
una previa, la lógica, que consideraba instrumental y propedéutica respecto
al resto de la filosofía. En las páginas sucesivas seguiremos su mismo
esquema, ocupándonos de Lógica, Ética, Física, Metafísica y, por último, de
su defensa de la religión tradicional y la consiguiente crítica al cristianismo.

4. Lógica
Porfirio se ocupa de lógica sobre todo en su Comentario a las Categorías
de Aristóteles y en la Isagogé a la misma obra. La Isagogé es un breve
tratado, presentado por Porfirio como una introducción necesaria para la
comprensión de la doctrina de las categorías de Aristóteles. En
el Comentario a las Categorías, escrito en forma de preguntas y respuestas,
Porfirio se detiene en exponer el significado de cada categoría, dedicando la
primera parte del comentario a explicar la intención de Aristóteles al escribir
su tratado. En las dos obras Porfirio insiste en el carácter lógico, ni
ontológico ni simplemente gramatical, de la doctrina aristotélica. Tal premisa
es importante, pues le consentirá superar las críticas que otros platónicos
―entre ellos Plotino― dirigían a las categorías aristotélicas y lograr así
conciliar su pensamiento con el de Platón. También en las dos obras Porfirio
presenta la lógica aristotélica como una disciplina propedéutica para el
estudio de la filosofía. Aristóteles no se dirigía en las Categorías, como en
la Metafísica, a personas filosóficamente formadas, sino a quienes iniciaban
a adentrarse en este saber [Comentario a las Categorías 134. 28-29].
Porfirio contribuyó de este modo, siguiendo en este punto a los estoicos, a
fijar el puesto que sucesivamente la lógica ocupará en el curso de los
estudios filosóficos, así como el lugar de las Categorías en el conjunto
del Organon, las obras que Aristóteles dedicó a la lógica.

Manifestación de todo esto es la negación de Porfirio a detenerse, en


la Isagogé, a estudiar algunas cuestiones entonces y sucesivamente muy
debatidas. Es el caso del problema denominado de los universales, esto es:
si los géneros y especies «son por sí mismos subsistentes o si son simples
conceptos mentales» [Isagogé 1, 9-11].

Porfirio quiere presentar en la Isagogé la doctrina aristotélica de los


predicables, como preámbulo necesario para entender la doctrina de las
categorías. Los predicables para Aristóteles son, como es sabido, los
modos en que el lenguaje se acerca a la realidad, ajustándose con mayor o
menor precisión a lo que cada cosa es. Para Aristóteles los predicables son
cuatro: definición, género, propio y accidente. La definición debe
construirse, según Aristóteles, determinando el género próximo y la
diferencia específica. Esto permite a Porfirio introducir alguna modificación
en la clasificación aristotélica de los predicables, sustituyendo la definición
por la diferencia y añadiendo la especie. De este modo para Porfirio los
predicables son cinco: género, diferencia, especie, propio y accidente. En su
tratado Porfirio determina las características de cada predicable, lo que
entre ellos hay de común y lo que los distingue.

En su Comentario a las Categorías Porfirio no cita en ningún momento


la Isagogé, pero es evidente que tiene presente cuanto allí ha explicado.
Porfirio reitera en su Comentario el significado lógico, no ontológico, de las
categorías aristotélicas; no se trata ―como pretendió Plotino― de un
estudio sobre los modos de ser, sino sobre las palabras, los términos que
significan las cosas sensibles: «Porque su intención no es hablar de los
entes, en cuanto que son, y enumerar sus géneros, sino hablar de las
palabras que principalmente sirven para significar los entes y enumerar sus
géneros. Por lo tanto las palabras catalogadas pertenecen a las cosas que
se dicen» [Comentario a las Categorías 86. 35-37]. Antes de afrontar el
estudio de cada una de las categorías siguiendo fielmente el texto
aristotélico, Porfirio se detiene a señalar los ante-predicamentos, esto es a
aclarar los modos ―equívocos (homónimos), unívocos (sinónimos) y
derivados (parónimos)― de la predicación.

Porfirio presta particular atención en su Comentario a la primera


categoría, la sustancia. Como ya hiciera Aristóteles, Porfirio distingue la
sustancia de las demás categorías, denominando a éstas ―como será
luego común― accidentes; para Aristóteles, como es sabido, cada una de
las categorías constituye un modo propio de ser, aun cuando todas se
apoyen en la sustancia. La distinción sustancia y accidentes, junto a la
distinción universal-particular, también presente en las Categorías de
Aristóteles, constituyen los ejes del comentario de Porfirio. Éstas serían las
cuatro distinciones más radicales de todos los términos, porque entre sí
irreducibles, aunque admiten entre ellas alguna combinación: «El universal
se combina en efecto tanto con la sustancia como con el accidente, y éstas
son dos combinaciones; y lo particular se combina tanto con la sustancia
como con el accidente, lo que da otras dos combinaciones. Pero la
sustancia, en cuanto tal, no puede devenir accidente, ni por su parte el
accidente, en cuanto tal, sustancia y, de nuevo, el universal, en cuanto tal,
no puede devenir particular, ni lo particular, en cuanto tal, universal»
[Comentario a las Categorías 72. 10-15]. Tanto la sustancia como los
accidentes pueden ser considerados en su concreta singularidad o en
universal. La crítica que Plotino dirigía a Aristóteles era precisamente ésta,
la de atribuir un mismo nombre, sustancia, a realidades pertenecientes a
dimensiones distintas, sensible-particular e inteligible-universal, haciendo de
tal modo que el término sustancia resultara equívoco, homónimo, pues
aplicable a realidades completamente distintas, unas sensibles y otras
inteligibles.

Porfirio, que conocía bien la doctrina aristotélica que niega al ente la


condición de género ―«pues aquí no existe un género único que se divida
en diez especies» [Comentario a las Categorías 86. 10-11]―, debía buscar
una solución a esta dificultad. La encuentra, por una parte, como se ha
advertido, negando a la distinción categorial valor ontológico y, en
consecuencia, salvando el primado que en tal dimensión Aristóteles atribuye
a las sustancias inteligibles en Metafísica XII, y afirmando, a la vez, la
prioridad de la sustancia física en un tratado, como las Categorías, de
alcance exclusivamente lógico. «Lo que diría es que su propósito [de
Aristóteles] es considerar las palabras significativas; ahora bien, las
palabras han sido en primer lugar aplicadas a las cosas sensibles (en
efecto, los hombres han comenzado a dar nombre a las cosas que se ven y
a las que se perciben) y secundariamente a las cosas naturalmente
primeras, pero segundas para la percepción; es, pues, normal que haya
puesto como sustancias primeras las primeras cosas que han sido
denominadas por las palabras, esto es las cosas sensibles y las cosas
individuales. En consecuencia, es por referencia a las palabras significativas
que las sustancias individuales sensibles son sustancias primeras, mientras
que en relación a la naturaleza, las primeras son las sustancias inteligibles»
[Comentario a las Categorías 91. 19-25]. La diferencia entre Platón y
Aristóteles no sería, por tanto, de carácter metafísico, sino de perspectiva.
Pero, además, como veremos después, Porfirio introdujo otras
modificaciones que le permitirán sostener no sólo la convergencia entre el
pensamiento de los dos filósofos, sino también la armonía de fondo entre la
filosofía aristotélica y la de quien le dirigió tales críticas, Plotino.

Sin duda la doctrina más conocida de la Isagogé es el posteriormente


denominado árbol de Porfirio, es decir la construcción lógica que procede
desde el género supremo hasta la especie ínfima. Tal esquema puede ser
aplicado a cada una de las categorías, porque en cada una de ellas «se dan
los géneros supremos por una parte y las especies ínfimas por otra, más los
términos intermedios entre los géneros supremos y las especies ínfimas»
[Isagogé 4, 15-16]. Porfirio en su obra se sirve, a modo de ejemplo, de la
sustancia. Vale la pena leer el texto completo.

«Aclaremos este discurso tomando como ejemplo una


categoría. La sustancia es ella misma un género, al que queda
subordinada la especie cuerpo; subordinado al cuerpo está el
viviente; a éste queda subordinado animal, mientras que a
animal está subordinado animal racional; a éste, todavía, está
subordinado hombre, y a hombre, por último, quedan
subordinados Sócrates, Platón y los demás individuos. Entre
todos estos términos sustancia es el género supremo, porque
sólo es género, mientras que hombre es la especie ínfima,
porque es solamente especie; cuerpo, sin embargo, es especie
de sustancia y, a la vez, género de viviente. Por su parte,
viviente es especie de cuerpo y género de animal; y del mismo
modo animal es especie de viviente y género de animal
racional; animal racional es especie de animal y género de
hombre; hombre, por último, es especie de animal racional,
pero no es género de los hombres individuales, sino sólo
especie. Y todo predicable que viene inmediatamente antes de
los individuos puede ser sólo especie y nunca género. Por lo
tanto, así como sustancia, siendo el término más alto, más allá
del cual no hay ningún otro género, era el género supremo, de
modo similar hombre, siendo especie por debajo de la cual no
hay ninguna otra especie ni nada divisible por la especie, sino
sólo individuos (individuo, en efecto, es Sócrates, lo mismo que
Platón y este objeto blanco), no podrá ser otra cosa que
especie, y la especie última, la especie ínfima, como hemos
dicho. Los términos intermedios serán especies de los
precedentes y géneros de los sucesivos» [Isagogé 4, 21-5, 6]

Además del contenido propio de estos dos tratados, y su enorme influjo


en la lógica sucesiva, su interés añadido consiste en mostrar de modo
evidente la fusión que Porfirio realiza entre el pensamiento de Platón y el de
Aristóteles. Se puede decir que Porfirio en estas dos obras platoniza a
Aristóteles, introduciendo su pensamiento en un contexto profundamente
platónico. Aun cuando la intención de Porfirio fuera la de mantenerse en los
límites propios de la lógica, la estrecha conexión de la lógica aristotélica con
su doctrina metafísica provocó inevitables cortocircuitos.

Dicho de modo extremamente sintético, si el pensamiento de Platón es


decididamente eidético, en cuanto identifica el ser con la idea, con la forma,
y entiende el primer principio como Idea suprema, género generalísimo, el
Bien o el Uno, Aristóteles, al contrario, considera que el ser es sobre todo la
sustancia en acto, el ente real y concreto, y entiende el primer principio
como acto puro y motor inmóvil. Pues bien, a la hora de tratar los problemas
lógicos de los predicables, Porfirio deja constancia en más de una ocasión
de introducir conceptos propios de la lógica aristotélica en un contexto
ontológico platónico. Quizá la afirmación más llamativa en este sentido sea
la repetida declaración de la anterioridad natural del género y la especie
respecto de los individuos: «los géneros y las especies son anteriores por
naturaleza a las sustancias individuales» [Isagogé 17, 9-10]. Porfirio, como
se ha dicho, conoce la negación aristotélica de considerar el ente como un
género común y, en consecuencia, la negación a admitir la sinonimia, la
univocidad, entre los modos de predicarse el ente: «Como [Aristóteles]
sostiene en las Categorías, acepta que los primeros diez géneros sean
como diez principios primeros; y afirma que, aunque todos sean
denominados entes, tal denominación es formulada por homonimia, y no por
sinonimia. Si, en efecto, el ente fuera el género único y común de todas las
cosas, todas las cosas se dirían entes por sinonimia; sin embargo, si los
géneros primeros son diez, su comunicación queda limitada al nombre y no
afecta al concepto expresado por el nombre» [Isagogé 6, 7-11]. Sin
embargo, ello no le impide reafirmar su convicción de la anterioridad natural
de los géneros y las especies respecto del individuo, ni, en general, acercar
el esquema lógico aristotélico a la metafísica platónica, en la que el género
supremo sería el principio primero [Isagogé 5, 11-12], y la distinción entre
géneros y especies el reflejo de la estructura jerárquica de la realidad, que
procede desde la máxima unidad hasta la multiplicidad [Isagogé 6, 16-23].
Cada género y especie es explicado por Porfirio, en una curiosa mezcla de
aristotelismo y platonismo, sirviéndose tanto de conceptos y lenguaje
platónico ―unidad-multiplicidad, todo-parte― como de conceptos y
lenguaje aristotélicos: potencia-acto, materia-forma. Cada género y cada
especie, en efecto, son una unidad que, a semejanza de las ideas
platónicas, unifica una multiplicidad, un todo que contiene en sí una
multiplicidad de partes. Detrás de estas afirmaciones se puede entrever la
convicción platónica, que Porfirio comparte, de una derivación de toda la
realidad de un primer principio, entendido como absoluta unidad y
simplicidad; cuanto más se acerca una realidad al principio, será más
unitaria; al contrario, cuanto más se aleja del principio, estará más presente
en ella la multiplicidad. Pero, a la vez, Porfirio no encuentra dificultad en
comparar los géneros y especies con la potencia, en cuanto contienen en sí
mismos, potencialmente, la multiplicidad actual que encierran, ni tampoco
con la materia ―aunque esta comparación es más complicada―, porque
conservarían de modo indiferenciado lo que sucesivamente la forma
distingue.

Esta platonización de Aristóteles estaría también presente en el más


extenso Comentario a las Categorías que Porfirio dedicó a Gedalio, como P.
Hadot ha mostrado. En la reconstrucción de este estudioso [Hadot 1999:
355-382], Porfirio respondería a la crítica de Plotino señalando que para
Aristóteles el término sustancia no es simplemente homónimo, ya que entre
las sustancias sensibles e inteligibles existe, tanto para Platón como para
Aristóteles, una relación de dependencia. La sustancia no constituye un
único género, pues efectivamente es necesario distinguir las sustancias
inteligibles de las sustancias físicas, pero entre ellas, como el mismo Plotino
enseña, existe una relación de dependencia. Para Plotino, en efecto, la
unidad de la sustancia procede de la unidad de su origen: toda sustancia
procede de la primera sustancia inteligible, el Uno. Lo que Plotino no tiene
en cuenta, y Porfirio señala, es que Aristóteles comparte esa misma
enseñanza: también para él la sustancia primera es la sustancia inteligible,
de la que hace depender toda la realidad sensible. Interpretando de modo
platónico, incluso plotiniano, el libro XII de la Metafísica, Porfirio considera
que también para Aristóteles existe una sustancia inteligible inmóvil y motriz,
el primer motor, que se correspondería con la segunda hipóstasis de
Plotino, el Nous, necesitada ―como en cierto modo Aristóteles deja
entrever en la Metafísica― de un principio anterior de unidad, que se
correspondería con el Uno plotiniano; y existiría, además, la sustancia
sensible, que Aristóteles distingue en sustancia física incorruptible ―el cielo
y los astros― y sustancia física corruptible. La sustancia, por tanto, estaría
presente de modo diverso en cada nivel de realidad, extendiéndose desde
el primero, la sustancia inteligible, de la que depende toda la realidad, a los
inferiores. Teniendo en cuenta la dependencia causal de toda sustancia
respecto de la primera, la predicación del término sustancia no sería ya
simplemente homónima. Entre las sustancias sensibles el término se
aplicaría de modo sinónimo; entre las sustancias sensibles y las inteligibles,
el término se aplicaría según una homonimia de derivación (aph’henos = a
partir de uno), pues todas proceden de una primera, o de relación (pros hen
= en relación a uno), pues todas tienden a una primera como a su fin.
Porfirio, además, parece entender que tal homonimia debe ser asimilada a
la analogía, pues desde las sustancias sensibles se pueden conocer, por
analogía, las inteligibles. De este modo, aunque no de manera explícita,
Porfirio introduce una novedad importante para el sucesivo desarrollo de la
noción de analogía, transformando el sentido que Aristóteles daba a este
término y acercándolo a la homonimia de la que se servía para explicar las
relaciones entre la sustancia y las demás categorías. La metafísica
platónica de la participación sería, en definitiva, complementaria a la
doctrina aristotélica de la subsistencia de la realidad sensible [Zambon
2002: 332-334].

5. Ética
Porfirio expone su pensamiento ético sobre todo en la Carta a Marcela y
en su tratado Sobre la abstinencia de carnes animales.

Como poco más de un siglo antes había hecho Plutarco de Queronea,


también Porfirio escribe una carta consolatoria a su esposa, en este caso a
causa de su obligada ausencia del hogar familiar, para exponer su ideal
ético-religioso, que coincide con su ideal filosófico. La filosofía era para
Porfirio, como para buena parte de sus contemporáneos, un modo de vida
que en cierta medida se confunde con una práctica religiosa. La filosofía es
para Porfirio una religión filosófica o una filosofía religiosa que requiere,
como toda filosofía, el empleo de la razón y, como toda religión, el ejercicio
de la fe, del conocimiento, de la esperanza y del amor, como él mismo
señala a su mujer:

«Cuatro principios fundamentales deben sobre todo tenerse en


cuenta por cuanto se refiere a Dios: fe, verdad, amor (erôs),
esperanza. Es necesario, en efecto, creer, pues la conversión a
Dios es la única salvación; quien ha creído debe, en cuanto le
resulta posible, esforzarse por conocer la verdad sobre Él;
quien la ha conocido, amar a quien ha conocido; quien lo ha
amado, nutrir su alma de buena esperanza durante toda su
vida» [Carta a Marcela 24, 5-11].
Esta confusión entre filosofía y religión es una de las características más
peculiares del pensamiento del siglo tercero: mientras la fe cristiana se
esforzaba por mostrar la racionalidad de las verdades reveladas, los
filósofos paganos parecían necesitar de la autoridad de la fe para asegurar
sus convicciones racionales [Dodds 1975: 160-161]. En la filosofía religiosa
de Porfirio confluyen, en efecto, dos elementos: el aprecio de la piedad
tradicional greco-romana ―«éste es el fruto más grande de la piedad:
honrar la divinidad según las costumbres de los padres» [Carta a
Marcela 18, 1]― y su propia teología metafísica. Y de estos dos elementos,
como veremos, lo que Porfirio considera determinante son sus convicciones
filosóficas, la autoridad no de una revelación, sino de su pensamiento
filosófico.

La Carta a Marcela se presenta como un prontuario moral que Porfirio


elabora a partir de un corpus gnómico-pitagórico que recoge aforismos de
diversa procedencia. Un prontuario moral que sintetizaba, en definitiva, lo
que Porfirio consideraba las mejores enseñanzas morales de la tradición
filosófica y religiosa greco-romana y que, en opinión de algún estudioso,
Porfirio presentaba como alternativa al estilo de vida cristiano,
la filosofía que, en su tiempo, se difundía con gran vigor [Sodano 1993: 3-
45].

La Carta no presenta una doctrina elaborada ni sobre Dios ni sobre el


hombre, pero supone la adhesión a algunas verdades de fondo sobre las
que Porfirio construye su defensa de la piedad tradicional y a partir de las
cuales le infunde, a la vez, un nuevo fundamento. Entre tales verdades se
puede destacar la afirmación de la existencia de Dios o lo divino. Aunque
Porfirio se refiere con frecuencia a Dios en singular, no faltan referencias a
lo divino, los dioses, los demonios buenos y malos, y a los ángeles divinos.
El mundo divino de Porfirio, al igual que el de otros filósofos platónicos
contemporáneos, está lleno de dioses e incluye, además del primer Dios,
que en sede metafísica identifica con el Uno-Ser, otras divinidades
ordenadas jerárquicamente: los dioses y demonios de la religión tradicional,
los ángeles divinos, quizá por influjo de la Sagrada Escritura, y en último
término los hombres divinizados, como los héroes griegos, los grandes
filósofos del pasado e incluso, como veremos, el mismo Cristo. De Dios y de
los dioses depende completamente el mundo y a Dios y a los dioses los
hombres deben orientar completamente la propia vida. Aunque Porfirio no
se detiene en esta obra a hablar sobre la naturaleza de Dios, es evidente
que piensa en un ser de naturaleza espiritual, incorruptible, providente,
bienaventurado y majestuoso. No niega cuanto en textos de carácter
metafísico afirma sobre Dios y la divinidad, se limita más bien a describirlo
de un modo más personal y con un lenguaje más cercano a la piedad
tradicional. Donde en esta Carta aparece más presente el pensamiento
filosófico de Porfirio es en sus afirmaciones sobre la condición humana. La
verdadera naturaleza del hombre, su yo más personal, es, en efecto, su
alma, hasta el punto de afirmar que «el cuerpo que le ha sido inseminado,
no forma parte del hombre» [Carta a Marcela 32, 6-7]. Porfirio recuerda a su
mujer una doctrina que no deberá olvidar nunca, esto es la caída del alma
en el devenir y, como consecuencia, la convicción de que la vida en esta
tierra no es sino una etapa transitoria y extraña que es necesario superar. El
prontuario moral que Porfirio dirige a su mujer no es sino una guía del
camino de retorno hacia la verdadera meta, marcada por un ascetismo
riguroso, pues es necesario purificarse, liberarse de las pasiones, sufrir, en
definitiva huir del cuerpo [Carta a Marcela 9, 1-9; 7, 9-10; 14; 34, 2-4]. Tal
esfuerzo será de todos modos premiado con la visión de Dios, con la unión
con Él ya en esta tierra, pues a pesar de su encadenamiento al cuerpo, el
alma conserva siempre la presencia en ella de la divinidad [Carta a
Marcela 9; 12 e 17].

La ascesis moral deberá, además, ser acompañada por una piedad que
se manifieste en oraciones y actos de culto dirigidos a Dios y a los dioses.
En cierto modo la ascesis se funde con la piedad, pues si la ascesis es
sincera constituye la más elevada virtud y la mejor manifestación de culto
[Carta a Marcela 11, 1-7; 12, 4-5; 16; 17, 1-6; 19, 4-6; 23, 5-24, 1; 24, 2-4].
Al contrario, el culto solamente externo, desligado de la ascesis, carece de
verdadero valor, no conduce a la unión con Dios [Carta a Marcela 13, 5-9;
14, 7-15, 1; 16, 12; 19, 7-8; 24, 2-3].

Como se ha adelantado, la doctrina ético-religiosa de Porfirio presenta


fundidos dos elementos, la piedad tradicional y la teología metafísica de
Porfirio. En cierto modo Porfirio introduce en la piedad y el culto
tradicionales un nuevo fundamento, el de su especulación filosófica. Si las
prácticas religiosas constituyen la dimensión externa de la vida religiosa, su
alma es la filosofía, la vida filosófica: «Solamente el sabio es sacerdote, sólo
él es querido por Dios, sólo él sabe rezar» [Carta a Marcela 16, 12-17, 1];
una piedad sin filosofía, sin conocimiento, sería una piedad vacía, incluso
nociva.
En Sobre la abstinencia de carnes animales, además de examinar las
razones que aconsejan prescindir nutrirse de carne como parte de la
ascesis propia de la vida filosófica, Porfirio expresa un ideal filosófico-
religioso semejante al de la Carta a Marcela: «Es necesario, en
consecuencia, que, uniéndonos y vinculándonos a su esencia, le
ofrezcamos nuestra propia elevación como sagrado sacrificio, ya que ella
es, a la vez, nuestro himno y nuestra salvación» [Sobre la abstinencia II, 34,
10-13]. Mientras las divinidades inferiores pueden apreciar otros tipos de
sacrificios, el sacrificio más grato al primer Dios es nuestra elevación,
nuestra vida filosófica.

Esto permite comprender que, a pesar de su referencia a la fe, lo que


para Porfirio resulta determinante, el elemento en el que deposita el peso de
la autoridad, es la cultura secular con la que se identifica y a la que
defiende; una tradición en la que Porfirio considera que está presente la
sabiduría divina. El lugar ocupado en otras religiones por la revelación,
corresponde en la propuesta ético religiosa de Porfirio a la tradición. Una
tradición, por otra parte, que en ningún modo puede prescindir de la
especulación filosófica, cuya última y más auténtica expresión sería el
pensamiento platónico tal y como Porfirio lo entiende; a tal pensamiento
Porfirio atribuye, en último término, la tarea de cribar, interpretar y, si fuera
el caso, integrar en la tradición greco-romana aquellos elementos de otras
culturas que no contrasten con ella.

Porfirio, por lo tanto, no entiende la religión filosófica, ni la fe que ella


requiere, como la adhesión a verdades reveladas y antes desconocidas,
procedentes de la iniciativa de algún dios que se manifiesta de un modo
sorprendente e inesperado; la religión que él propone pide la adhesión a
cuanto la tradición greco-romana había ya descubierto y que Porfirio se
siente capaz de justificar racionalmente. Por este motivo Porfirio liga
siempre la fe a la verdad y al conocimiento, considerando irracional una fe
privada de tales elementos. Sería posible creer en la existencia de los
dioses sin conocerlos, pero en tal caso la ignorancia comprometería la
autenticidad de tal fe: «Aunque piensen que honran a los dioses y estén
firmemente persuadidos de su existencia, pero descuidan la virtud y la
sabiduría, reniegan de los dioses y les privan de su honor. Una fe irracional
separada del vivir recto, no se eleva en efecto hasta Dios, ni es pío honrarlo
sin haber antes conocido de qué manera la divinidad quiere ser honrada»
[Carta a Marcela 23, 1-5].
La ausencia de un nexo suficientemente fuerte entre la fe y la verdad, la
fe y el conocimiento, sería característica, según Porfirio, no sólo del
cristianismo, sino también, como denuncia en su Carta a Anebo, de aquellas
religiones que confían en la teúrgia como camino de acceso a Dios. No
rechaza Porfirio las prácticas teúrgicas, pero sí limita su alcance; como
testimonia san Agustín, Porfirio confiaría a la teúrgia la purificación de la
parte irracional del alma, pero la meta del hombre, su divinización, será
tarea exclusiva de la vida filosófica [La ciudad de Dios X, 9, 13-24].

La religión filosófica y el estilo de vida que Porfirio propone, no se apoya


en otra autoridad que la de la razón filosófica griega. Todas las autoridades
que Porfirio respeta e incluso venera ―Homero, Pitágoras, Sócrates,
Platón…― quedan incorporadas a la cultura que han contribuido a forjar; y
los Oráculos Caldeos, como cualquier otro elemento externo, merecerán
respeto en la medida en que puedan ser integrados, quizá a través de la
interpretación alegórica, en el cauce de la racionalidad griega.

6. Física
Para conocer el modo en que Porfirio entendía la realidad física, es
necesario recordar cuanto señalábamos al tratar de la lógica, esto es la
introducción de afirmaciones aristotélicas en un contexto metafísico
platónico. A pesar de la pretendida limitación de la doctrina aristotélica de
las categorías al ámbito lógico, su aceptación, como se ha visto, contenía
algunas admisiones que incidían en la metafísica de Porfirio. Aunque
Porfirio introduce algunas novedades en el pensamiento de Plotino, se
mantiene con todo fiel ―en particular en sus Sentencias sobre los
Inteligibles― al sistema plotiniano de derivación de toda la realidad desde
un primer principio. Tal principio es el Uno que, hasta cierto punto, Porfirio
fusiona con el ser aristotélico, al que concede el máximo grado de unidad y
de simplicidad. Porfirio acoge la afirmación aristotélica sobre la idéntica
extensión del uno y el ser, así como la multiplicidad de sentidos del ser y del
uno. Entre todos ellos el primero, como hemos visto, es la sustancia, pero la
sustancia, desde un punto de vista ontológico, es una realidad múltiple y por
ello requiere un principio anterior, el Uno-Ser, absolutamente libre de toda
multiplicidad. Toda la realidad sucesiva Porfirio la entiende como un
progresivo proceso de multiplicidad y diversidad.
El principio primero, el Uno-Ser, Porfirio lo concibe más allá del ente,
como no ente superior al ente (to huper to on mê on); el grado ínfimo de lo
real, al contrario, será la materia que Porfirio la entiende como no ente
inferior al ente [Sentencias sobre los inteligibles 26]. La realidad más
cercana al principio son, como se ha dicho, las sustancias inteligibles, ta
noêta, mientras que la realidad física, por su contacto con la materia, es una
realidad debilitada y empobrecida. Como afirma en sus Sentencias sobre
los inteligibles, «los predicados de lo sensible y de lo material son en
realidad éstos: ser arrastrado por todas partes, ser cambiante, subsistir en
otro, ser compuesto, ser corruptible en sí, ser en un lugar, ser pensado en
una masa y otros muchos semejantes a éstos. En cambio, los predicados
de lo que es verdaderamente ente y subiste en sí son: ser inmaterial,
permanecer siempre en sí, ser idéntico según la identidad, ser
sustancializado en la identidad, ser por esencia inmutable, simple,
indisoluble, no ser ni en un lugar ni en una masa, ser no generado e
incorruptible, y tantos otros semejantes a éstos» [Sentencias sobre los
inteligibles 39].

Porfirio se encuentra con el problema de explicar la realidad de la


materia, auténtico no ser y principio del mal; lo hace siguiendo a Platón y a
Plotino. Por una parte, en efecto, Porfirio acerca la materia a la díada
grande-pequeño de las doctrinas no escritas de Platón y, a la vez, se sirve
de algunas afirmaciones propias de Plotino: la materia como tendencia y su
comparación con un espejo. La materia, a diferencia del movimiento y del
reposo, es verdaderamente no ente, «tendencia a hacer de sustrato, está en
reposo sin estarlo verdaderamente, hace aparecer en sí los contrarios, lo
pequeño y lo grande, el menos y el más, el defecto y el exceso; siempre
deviene y nunca permanece, sin que por otra parte pueda desaparecer,
pero es privación de todo ente. Por ello miente en todo lo que anuncia […]
es como un juego que huye hacia el no ser […] las formas en ella están en
una forma inferior, como en un espejo, que refleja en un lugar lo que está en
otra parte; parece lleno, pero en realidad no tiene nada, aunque parezca
que lo tiene todo» [Sentencias 20].

El Antro de las ninfas contiene afirmaciones semejantes sobre la materia.


Sirviéndose de la interpretación alegórica, Porfirio compara la materia,
infinita y amorfa, con la tierra de la que el mundo físico está construido y de
la que deriva cuanto de oscuro y tenebroso hay en él; su bondad y belleza,
al contrario, procedería de la presencia en él de las formas. La materia es,
pues, impenetrable al pensamiento humano.

Tanto en el Antro como en las Sentencias, Porfirio describe el descenso


de las almas en el mundo sensible. Siguiendo el esquema de Plotino, las
hipóstasis subsistentes son tres, el Uno-Ser, la Inteligencia (Nous) y el
Alma. Cada una de ellas, excepto la primera, se dirige a la hipóstasis de la
que procede para adquirir su propia identidad. El cosmos procedería del
Alma y hacia ella, que lo ha dotado de inteligencia, debe dirigirse. Toda la
realidad se dirige de modo mediato o inmediato hacia el Uno, salvo las
sustancias particulares del mundo sensible, que pueden tender tanto hacia
lo múltiple, hacia la materia y el mal, como hacia el Alma.

En las Sentencias sobre los inteligibles Porfirio dedica bastante espacio a


explicar la relación entre el alma y el cuerpo, y el proceso de derivación de
las almas particulares desde el Alma universal.

La solución del primer problema la encuentra en la explicación más


general de la relación trascendente-inmanente entre las tres hipóstasis
divinas. Así como el principio, el Uno-Ser, está a la vez en todas partes y en
ningún lugar, análogamente cada alma particular está presente en todo el
cuerpo permaneciendo, sin embargo, más allá del cuerpo, en ninguna de
sus partes. Su presencia causa la vida del cuerpo sin perder por ello su
trascendencia respecto de él. El alma ni se confunde ni se mezcla con el
cuerpo, se une a él a través del pneuma o vehículo que preserva su propia
naturaleza, distinta tanto de la naturaleza de la Inteligencia (Nous), como de
la de los cuerpos: «intermedia entre la esencia indivisible y la divisible de los
cuerpos» [Sentencias 5].

En la Sentencia 37 Porfirio explica que la multiplicidad de los cuerpos


procede de la multiplicidad de las almas, y ésta de la unidad-multiplicidad
del Alma universal. Así como en la Inteligencia subsisten en unidad la
multiplicidad de los inteligibles, en el Alma universal subsisten todas las
almas singulares sin comprometer su unidad. Como se ha dicho, el proceso
de derivación de la realidad desde el Uno-Ser implica un crecimiento
progresivo de la multiplicidad en la medida en que la realidad se aleja del
principio; proceso que el hombre, su alma, deberá superar desligándose de
las ataduras del cuerpo. Un camino que es, a la vez, ascético y
cognoscitivo. En el extremo superior Porfirio sitúa un conocimiento más allá
del pensamiento ―«no pensamiento superior al pensamiento»
[Sentencias 25, 2]―, en cuanto el Uno-Ser, por su condición de no ente
más allá del ente, excede la capacidad del pensar humano; en el extremo
más bajo se encuentra la materia, incognoscible precisamente por ser no
ente por debajo del ente. Entre los dos extremos discurre el alma humana,
cuyo conocimiento oscilará según la relación que establezca con el cuerpo,
desde el más bajo nivel, propio del alma vegetativa, hasta el superior que,
desligándose del cuerpo, se apoya en la presencia de la Inteligencia en el
alma racional que le permite «comprenderlo [el Uno-Ser] sin comprensión y
pensarlo sin pensamiento […] alcanzar la indecible prenoción (proennoia)»
[Comentario al Parménides II, 16-20].

Si en otros ámbitos de su pensamiento Porfirio busca la convergencia


entre la filosofía platónica y aristotélica, en lo referente al alma y su unión
con el cuerpo rechaza decididamente la doctrina de Aristóteles.

7. Metafísica
Porfirio en algunos textos ―Sentencias sobre los inteligibles e Historia de
la filosofía― acoge la estructura triádica de las hipóstasis divinas pensada
por Plotino: Uno-Inteligencia-Alma. Sin embargo, es precisamente en este
ámbito de su pensamiento donde Porfirio se muestra más original,
introduciendo algunas modificaciones anticipadas en parte por filósofos
medioplatónicos ―como Numenio― y presentes también en los Oráculos
Caldeos.

Desde un punto de vista historiográfico, reviste cierta importancia la


atribución a Porfirio de un Comentario al Parménides considerado durante
siglos anónimo. En dicho comentario Porfirio se separa claramente de
Plotino, considerando que a la primera hipóstasis, el Uno, no se le puede
negar la condición de Ser. Porfirio piensa el Uno, como se ha dicho, como
no ente más allá del ente; no ente que coincide, sin embargo, con el Ser,
que se identifica con él. La primera hipóstasis trascendente, el principio
primero es, pues, para Porfirio el Uno-Ser, entendido como simplicidad
máxima, como actividad pura y absoluta indeterminación, idea de ente.

«Mira ahora si Platón no parece dar a entender esto, que el


Uno que está más allá de la sustancia y del ente, no sea ni
ente, ni sustancia, ni actividad, sino que más bien actúe y sea
Él mismo puro obrar; en consecuencia Él mismo sería el Ser
que es antes del Ente; participando de este Ser por tanto, el
Segundo Uno posee un Ser derivado, y esto es el ‘participar del
ente’. Se sigue, por tanto, que el Ser es doble: el primero
preexiste al Ente, el segundo es aquel que es producido por el
Uno que es más allá; y el Uno es en absoluto él mismo Ser, de
algún modo es la Idea del Ente; el Segundo Uno ha sido
generado participando de este Ser, y a él está unido el ser
segundo que procede del Ser primero» [Comentario al
Parménides XII, 22-35].

De este modo, como señala Hadot, a quien corresponde el mérito de la


atribución del Comentario a Porfirio, aparece con claridad una distinción que
sucesivamente tendrá gran peso en la historia del pensamiento, la de ser
como actividad e indeterminación máxima, y ser como ente, ser
determinado que participa y recibe realidad del primer ser [Hadot 1999: 317-
353].

Pero más allá de esta concreta afirmación, la tendencia general del


pensamiento metafísico de Porfirio es la de subrayar la recíproca
implicación de las hipóstasis subsistentes y, a la vez, su peculiar identidad.

En cierto modo Porfirio consagra una tendencia que será seguida por el
sucesivo pensamiento platónico: poner de manifiesto el dinamismo interno,
la continuidad y las relaciones entre las hipóstasis divinas. En el fondo se
trataba de un problema latente en los diálogos platónicos y sentido como
particularmente relevante en la filosofía-teología hebrea ―Filón de
Alejandría―, cristiana ―Clemente de Alejandría y Orígenes― y
pagana, Oráculos Caldeos.

Si Plotino, sin negar la relación entre ellas, insistía en la identidad propia


de cada hipóstasis, Porfirio buscaba en cambio subrayar su recíproca
implicación; no sólo su distinción, sino sobre todo su continuidad.

Porfirio, además, acerca el ser a la vida (zoê) y al pensamiento (nous),


actividades fundamentales que el mismo Platón en sus diálogos atribuía al
ser verdadero [Sofista 248 e-249 a], que caracterizaban también al primer
motor de Aristóteles [Metafísica XII, 7, 1072 b 13-30] y que Plotino atribuía a
la segunda hipóstasis, Ser, Vivir y Pensar [Enéadas VI 9, 2, 21-25]. De este
modo Porfirio identifica la tríada Uno-Ser, Inteligencia y Alma con la tríada
Ser, Pensamiento y Vida, subrayando, como se ha dicho, su recíproca
implicación. Por ello el Uno-Ser es entendido también como Pensamiento y
Vida, sin que sin embargo los términos se confundan. El Uno es Ser e
Inteligencia de modo diverso a como lo es la segunda hipóstasis, la
Inteligencia, primer Ente generado por el Uno-Ser, y es Vida, o mejor vivir,
en modo diverso de la hipóstasis tercera, el Alma. En el primer Uno ser, vivir
y pensar son infinitos, carentes de toda determinación, mientras que en las
hipóstasis sucesivas el pensar y el vivir se determinan precisamente como
Pensamiento y Vida. Al Uno-Ser le corresponde un pensar pre-eterno,
mientras que la Inteligencia es propiamente pensamiento eterno. Y la
Inteligencia está a la vez presente en la tercera hipóstasis, el Alma que, sin
embargo, es entendida sobre todo como Vida. El proceso generativo de las
hipóstasis a partir del Uno-Ser sigue el ritmo, obviamente atemporal, de la
permanencia, procesión y retorno. Del Uno-Ser procede la Vida infinita que,
en cuanto retorna al Uno se constituye en Pensamiento, y del Pensamiento
procede el Alma, que adquiere su identidad dirigiéndose al Pensamiento
[Girgenti 1996: 167-235].

De este modo la tríade de las hipóstasis adquiere diversidad de matices e


implicaciones, que Porfirio ordena de modo ternario y en donde cada terna
contiene y mide todo. Así el primer principio es a la vez Uno-Ser,
Pensamiento y Vida, del que procede la segunda hipóstasis, segundo
Uno, Pensamiento que es también Ser-Ente y Vida, dios engendrado que
contiene en sí los inteligibles y de quien procede la tercera hipóstasis, el
Alma. Y en el Alma también está presente el Uno-Ser, la Inteligencia ―en
este caso una inteligencia demiúrgica― y la Vida, causa directa del universo
visible, del alma cósmica y de todas las almas particulares de las sustancias
físicas.

Una de las Sentencias de Porfirio, la 10, contiene una afirmación que


encierra de alguna manera la clave de su modo de pensar: «Todo está en
todo, pero de modo propio según la esencia de cada cosa». Hay sí una
derivación jerárquica de toda la realidad desde el Uno, pero a la vez una
fuerte continuidad y semejanza entre las hipóstasis. Este modo de pensar
permite a Porfirio acoger alguna de las afirmaciones de los Oráculos
Caldeos, sobre todo aquellas que subrayan la trascendencia del primer
principio y las recíprocas implicaciones entre los principios, acercando de
este modo a su propia triada la triada caldea: Padre (patêr), Potencia
(dunamis) e Intelecto (nous).
Probablemente fue el mismo Porfirio quien permitió que
los Oráculos fueran interpretados como un sistema de tríadas. Se debe
advertir, sin embargo, que la apertura de Porfirio a los Oráculos no era de
carácter religioso, como si se tratara de un texto verdaderamente revelado;
los aceptaba en la medida en que eran susceptibles de una interpretación
conforme al pensamiento platónico. De esta manera, a la vez, justificaba su
convicción de que toda sabiduría, también aquella extraña a la cultura
griega, confluía en el pensamiento de Platón.

8. Defensa de la religión tradicional y


crítica del cristianismo
No hay duda de que Porfirio fue un pensador profundamente religioso y, a
la vez, estrechamente ligado a la tradición cultural greco-romana. Porfirio,
como parte de los intelectuales de su época y, con alguna frecuencia, la
misma autoridad política, vieron la rápida difusión del cristianismo como un
peligro para la supervivencia de la propia tradición cultural y para la
estabilidad del Imperio.

Los tratados en los que Porfirio se ocupa de la cuestión religiosa se


enmarcan dentro de un mismo proyecto cultural, que miraba a proponer un
ideal de vida ético-religioso en sintonía con la tradición religiosa greco-
romana ―Carta a Marcela―, a señalar el acuerdo universal entre todas las
religiones, que reconocerían la trascendencia de un primer principio, Dios, el
cual se manifiesta a los hombres de modos distintos y complementarios,
sirviéndose de una multiplicidad de dioses inferiores ―Filosofía de los
oráculos― y, en tercer lugar, a denunciar la religión cristiana en la medida
en que se separaba y rechazaba la religión tradicional que Porfirio defendía
―Contra los cristianos. Si esta última obra contiene los ataques directos de
Porfirio al cristianismo, también en las otras obras citadas manifiesta, de
modo más o menos velado, su aversión a esta fe.

La Carta a Marcela puede, en efecto, ser leída como una propuesta de


vida filosófica alternativa al cristianismo, que Porfirio consideraba una fe
irracional. En la Filosofía de los oráculos Porfirio defiende el culto al Dios
trascendente y a los dioses en el primer libro, el culto a los daimones, en el
segundo, y en el último el culto a los héroes. El propósito de Porfirio es
justificar la religión tradicional, tanto greco-romana como de otros pueblos.
En el tercer libro incluye a Cristo entre los hombres divinos, como otros
filósofos y héroes del pasado, pero ataca a los cristianos por su pretensión
de hacer de Cristo el primer Dios y, en consecuencia, por su apostasía de la
religión tradicional.

Antes de detenernos a examinar algunas de las principales críticas que


Porfirio dirige al cristianismo en la tercera de las obras mencionadas, es
necesario señalar las condiciones en que el texto del Contra los
cristianos nos ha llegado.

Porfirio fue considerado por los cristianos del siglo IV el mayor enemigo
de su fe, hasta el punto de que sus obras fueron condenadas a la
destrucción, primero, en torno al 320, por el emperador Constantino, y
después, en el 448, por los emperadores Teodosio II y Valentiniano III. Esto
explica la dificultad de conocer con exactitud el contenido del Contra los
cristianos. Durante algún tiempo, siguiendo el testimonio de Eusebio [Hist.
Eccles. IV,19, 2], se consideró que se trataba de una obra que Porfirio
habría escrito en Sicilia, antes del 270, año de la muerte de Plotino. Hoy la
mayor parte de los estudiosos tienden a asignarle una datación posterior, en
torno a los primeros años del siglo IV, y a considerarla quizá más que una
obra unitaria, una colección de escritos en los que Porfirio atacaba al
cristianismo. La obra comprende, en efecto, una serie de fragmentos,
extraídos en su mayor parte de obras de autores cristianos, que sin
embargo no todos los estudiosos concuerdan en atribuir a Porfirio. Por este
motivo, la principal edición de la obra preparada en 1916 por A. von
Harnack, que constituye todavía hoy el texto de referencia, no resulta del
todo satisfactoria. Concretamente, son discutidos los 52 fragmentos, buena
parte del total, procedentes del Apocriticus de Macario de Magnesia,
apologista cristiano del siglo IV [Ramos Jurado 2006].

La seriedad de las críticas de Porfirio derivaban de su buen conocimiento


de la Escritura cristiana y de la vida de la Iglesia, de su preparación
filosófica, histórica y filológica, y de su aguda inteligencia. Porfirio resaltaba
las contradicciones que, desde una perspectiva puramente humana y
condicionada por fuertes prejuicios, encontraba en la Sagrada Escritura, en
algunos casos las mismas que los teólogos cristianos intentaban resolver
sirviéndose de la interpretación alegórica y del significado unitario de la
revelación.
No es fácil dar una idea del contenido del Contra los cristianos. En su
edición, von Harnack agrupa los fragmentos en torno a las críticas que
Porfirio dirige al valor de los testimonios de los evangelistas y apóstoles
sobre la persona de Cristo, al antiguo testamento, a los hechos y palabras
de Cristo, a los dogmas cristianos y a la Iglesia. Tales críticas van
precedidas, a modo de introducción, por el juicio que en su conjunto el
cristianismo merecía para Porfirio. Y es precisamente en este primer
fragmento, conservado por Eusebio en su Preparación evangélica, donde
Porfirio, después de haber señalado las razones por las que, en su opinión,
los cristianos se habían hecho acreedores del desprecio de los paganos
―cambio de vida, separación de las costumbres tradicionales, rechazo de
la divinidad, desprecio de los sacrificios, de los ritos de iniciación y de los
misterios, pretensión de verdad de la propia fe, seguidores de las fábulas de
los hebreos― añade:

«¿Cómo no va a ser manifestación de perversión y de extrema


volubilidad el cambiar fácilmente las costumbres propias, y
elegir con una fe irracional y no sometida a examen los usos de
los impíos y de los enemigos de todos los pueblos sin confiar
siquiera en aquel Dios honrado por los judíos según sus leyes,
y tomar en cambio una vía para ellos insólita, solitaria e
impracticable, que no es seguida ni por las costumbres de los
griegos ni por las costumbres de los judíos?» [Contra los
cristianos, fr. 1, 16-21].

En su conjunto, Porfirio continuaba a considerar la fe cristiana, como


antes que él Galeno (129-216) y Celso (s. II), irracional, alogon. Una fe que
no sólo prescinde de la razón, sino que confía en dogmas que Porfirio
considera en evidente contraste con ella. Los cristianos, en efecto, no sólo
se separan de la religión tradicional greco-romana, sino también de la
religión hebrea, de la que por otra parte pretenden ser sus continuadores.
Su camino es solitario, pues a diferencia de los judíos, y de los demás
pueblos, no adoran un primer Dios trascendente, sino a un hombre, Jesús,
que pretenden identificar con el Dios supremo.

Fe irracional, pues las creencias de los cristianos no estarían apoyadas,


en opinión de Porfirio, por la argumentación de la razón. A diferencia de la
fe que él propone, que contiene, como garantía de su verdad, la tradición
religiosa greco-romana, y hasta cierto punto las convicciones de las demás
religiones, sostenida por la filosofía helénica, la fe cristiana se apoya
solamente en la autoridad de la Sagrada Escritura. Por este motivo, el
cristianismo sería para Porfirio un burdo fideísmo, cuyos contenidos se
aceptan sin reflexión: «llamamos difamadores ―dice Eusebio con referencia
a Porfirio― a aquellos que sostienen que no podemos demostrar nada por
medio de la prueba, sino que nos presentamos como quienes abrazan una
fe irracional» [Contra los cristianos, fr. 73, 6-8].

La entera vida de quienes siguen a Cristo sería para Porfirio irracional,


como muchos de sus dogmas. Y no servirían a nada los esfuerzos
interpretativos de los cristianos en su intento de superar las paradojas que
presentan las narraciones de la Sagrada Escritura y las palabras de Cristo.
Porfirio conocía, según el testimonio de Eusebio, la interpretación alegórica
de Orígenes, y probablemente tenía presente en sus críticas su trabajo
exegético. Porfirio, que dedicó algunas de sus obras a interpretar
alegóricamente a Homero, no aceptaba sin embargo la aplicación del mismo
método a las Escrituras cristianas, porque las consideraba sobre todo
narraciones históricas sin un particular valor literario y sus autores, además,
a diferencia de Homero, no las escribieron con la intención de esconder
otros significados. Aplicar a las Escrituras la interpretación alegórica, como
había hecho Orígenes, no era sino trasladar de modo abusivo un
instrumento propio de la cultura griega a un ámbito cultural completamente
diverso y, además, no para aclarar significados ocultos, sino para evitar las
evidentes contradicciones que contenían. Porfirio consideraba que las
Escrituras debían ser entendidas según su significado literal y, en
consecuencia, dejando en pie todas sus contradicciones [Zambon 2002:
245-250].

Precisamente porque las Escrituras representaban para los cristianos el


principio de autoridad de su fe, Porfirio concentró sus ataques en minar la
veracidad y la historicidad de las Escrituras. El antiguo testamento no
merecería para Porfirio credibilidad alguna, por lo inverosímil de algunos
hechos narrados, como la historia de Jonás o del profeta Oseas, y por la
falsa atribución de alguno de sus libros a Moisés o a Daniel. Y tampoco
merecería crédito el nuevo testamento ―los evangelios, los Hechos de los
apóstoles y algunas cartas de Pablo―, basado en el testimonio de los
evangelistas y los apóstoles, personas poco fiables, seguidores, también
ellos con una fe irracional, de un hombre, Jesús, cuyas palabras y actitudes
resultaban a Porfirio poco comprensibles, con frecuencia criticables, e
incoherentes con su pretensión de ser considerado más que un hombre.

De esta manera Porfirio oponía su propia fe, su filosofía racional, a la fe


cristiana, irracional e incapaz de demostrar su credo. Entre las verdades del
dogma cristiano que más contrastaban con la fe racional de Porfirio, y de las
que quedan rastro en el Contra los cristianos, estarían: la omnipotencia
divina, la encarnación de Dios, la condición de Jesús como logos, la
redención a través de la cruz y, más en general, la plausibilidad de una
salvación realizada en el tiempo, y la resurrección de los muertos. Algunas
de estas verdades fueron ya criticadas por Galeno y Celso, y hasta cierto
punto Porfirio se mueve en continuidad con sus predecesores. La novedad
que Porfirio introduce, tanto en la defensa de la religión tradicional como en
su ataque al cristianismo, radica en la inserción de su propio pensamiento
filosófico que, por una parte, ofrece a la religión tradicional un nuevo
fundamento y, por otra, le concede nuevos argumentos para rechazar
algunos dogmas cristianos y considerar irracional e inaceptable la entera fe
cristiana. La fusión en Porfirio entre la religión y el pensar filosófico llega
hasta el punto de impedirle acoger cualquier creencia que en algún modo lo
contradiga. La filosofía se convierte para Porfirio, como se ha señalado, en
religión, un modo de vida fundado sobre lo que él considera una fe racional.

9. Conclusión
Por los motivos ya señalados, no resulta posible una reconstrucción
completa del pensamiento de Porfirio. Sin embargo, los estudios de los
últimos años han contribuido a modificar en buena medida la imagen que de
él se tenía y su relevancia en la historia del pensamiento posterior. En esta
conclusión se hará referencia brevemente a su influjo en dos ámbitos
distintos ―lógica y metafísica― y con más detenimiento a su crítica al
cristianismo, porque hasta cierto punto encierra la clave de su filosofía.

Porfirio tuvo una importancia decisiva, a través de la Isagogé y de


sus Comentarios a las Categorías de Aristóteles, en la configuración de los
estudios filosóficos de la tarda antigüedad y del medioevo. Sus obras fueron
durante algunos siglos el vehículo obligado para introducirse a los estudios
filosóficos y, a través de ellas, Porfirio transmitió, además de la lógica de
Aristóteles, una visión platonizada del aristotelismo que sin duda dejó una
profunda traza en la filosofía de la tardoantigüedad y del bajo medioevo.
Los principales filósofos platónicos posteriores a Porfirio se distanciaron
en algunos puntos de su teología metafísica; no aceptaron, sobre todo, la
crítica de Porfirio a la teúrgia. Como afirma Damascio (462-538), «algunos
ponen sobre cualquier otra cosa la filosofía, como Porfirio, Plotino y otros
muchos filósofos; otros ponen en primer lugar el arte hierática, como
Jámblico, Siriano, Proclo y todos los hieráticos» [In Phaedonem (versio I),
172, 1-3]. Y, sin embargo, su especulación sobre las hipóstasis divinas y
sus recíprocas relaciones influyeron no sólo en la posterior metafísica
pagana, sino también en la teología trinitaria de algunos autores cristianos,
como Mario Victorino y san Agustín.

Se manifiesta de este modo una aparente paradoja: el respeto, por una


parte, de algunos autores cristianos por el pensamiento de Porfirio y, a la
vez, la dura oposición de esos mismos escritores, junto con otros muchos, a
sus ataques al cristianismo. No faltaron, en efecto, respuestas al Contra los
cristianos de Porfirio. En el fondo lo que estaba en juego no era tanto
algunos de los principales dogmas cristianos que Porfirio no aceptaba, sino
su rechazo general del cristianismo como fe irracional. En este sentido, la
crítica más adecuada a Porfirio, porque dirigida a la raíz del problema, es la
que Metodio de Olimpia († 311), de modo aparentemente marginal, le dirige:
«equiparan a Dios a la medida de su propio modo de pensar» [Contra los
cristianos fr. 83, 2-3]. En efecto, algunos de los postulados de Porfirio,
heredados de Plotino y del platonismo de su tiempo, condicionan su modo
de entender a Dios y al hombre, e indirectamente condicionan su
comprensión del cristianismo. Además de otras circunstancias de carácter
cultural, lo que en Porfirio parece decisivo a la hora de interpretar tanto la
religión tradicional como la fe cristiana es su especulación filosófica. En este
sentido resulta determinante la identificación que establece entre el ser y el
pensar. Ente, en sentido fuerte, es para Porfirio la realidad inteligible, ta
noêta, y en consecuencia el primer principio, el Uno-Ser, debe ser pensado
como no-ente más allá del ente, no pensamiento más allá del pensamiento
y, a la vez, como ser indeterminado, actividad pura, idea de ente y pensar
absoluto, más allá del pensamiento, pensar sin objeto. Tal principio, Uno-
Ser, es sin duda considerado por Porfirio trascendente, indecible e
ininteligible y, sin embargo, nunca podrá liberarse completamente de la
decisión previa de identificar el ser y el pensar y, como consecuencia,
resultará siempre un Uno-Ser relativo a tal modo de pensar. De modo
correlativo, la materia se convierte para Porfirio, por su estructural
indiferencia, en la última problemática realidad, auténtico no ser, no-ente
inferior al ente. Tal visión de la materia incide en la comprensión del
hombre, considerado exclusivamente como alma, que deberá someterse a
un rígido ascetismo para poder aspirar a su unión con el primer principio.
Tal unión es posible por la presencia del principio en el alma humana; todo
está en todo, también todo está presente en el alma a causa de su unión
con el nous, que le permite captar lo que por sí mismo no se puede captar,
el primer principio más allá del ente y del pensamiento.

La afinidad que Porfirio establece entre el pensar y el ser, y la


consiguiente confusión entre ontología y gnoseología, impiden que su dios,
ser-pensar, pueda librarse de las redes de un pensamiento que así lo
piensa, que explica de ese modo su incognoscible trascendencia. Dios
queda obligado a plegarse a las leyes de tal pensamiento, quedando
privado de la libertad de ser y manifestarse de modo diverso a como tal
pensamiento lo concibe.

La teología metafísica de Porfirio, aunque en algún momento invoque la


fe, se ve obligada a defender sólo una fe racional, capaz de acoger cuanto
sobre Dios su razón reconoce y, al contrario, rechazar, porque irracional, un
Dios que pretenda manifestarse en manera diversa del modo como su razón
lo piensa, también porque tal razón, como toda razón humana, es para
Porfirio consustancial a la Inteligencia y no puede, cuando consigue entrar
en sí misma, sino reflejar la divinidad: cada uno, «en virtud de su propio ser
y a través de sí mismo, puede elevarse al no-ente más allá del ente»
[Sentencias sobre los inteligibles 26, 5-6].

En definitiva, aunque Porfirio proclame la trascendencia de Dios, en


realidad la niega, porque, como afirma Metodio, mide su naturaleza y su
obrar con la medida del propio pensamiento. La fe cristiana, que Porfirio
consideraba irracional, deja en cambio la iniciativa a Dios, permitiendo que
sean el pensamiento y la revelación divinas quienes midan el pensamiento
humano.

10. Bibliografía
a) Ediciones de las principales obras de Porfirio
Porphyrii, De Philosophia ex oraculis haurienda, ed. WOLF, G.,
Berlin  1856; Olms, Hildesheim 1962.
1

Porphyrii philosophi Platonici Opuscula selecta (Carta a Marcela, Vida de


Pitágoras y fragmentos de la Historia de la filosofía), ed. NAUCK,
A., Lipsiae  1886; Olms, Hildesheim 1963.
1

Porphyrii Isagoge, ed. BUSSE, A., Commentaria in Aristotelem Graeca,


IV.1, Reimer, Berlin 1887

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A., Commentaria in Aristotelem Graeca, IV.1, pp. 55-142,
Reimer, Berlin 1887.

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1968.

Porphyrios, Pros Markella, ed. PÖTSCHER, W. Brill, Leiden 1969.

Porphyrius Fragmenta, ed. SMITH, Teubner, A., Leipzig 1993.

b) Traducciones
No existen traducciones españolas de todas las obras y fragmentos de
Porfirio. Señalo en primer lugar las traducciones en español de algunas de
sus obras y, a continuación, las traducciones en otras lenguas,
principalmente en italiano, de las que me he servido.
Vida de Plotino, Enéadas I-II, introducción, traducción y notas de IGAL, J.,
Gredos, Madrid 2001.

Sobre la abstinencia, introducción, traducción y notas de PERIAGO, M.,


Gredos, Madrid 1984.

Antro de las ninfas, introducción, traducción y notas de RAMOS JURADO,


E.A., Gredos, Madrid 1989.

Vida de Pitágoras, introducción, traducción y notas de PERIAGO, M.,


Gredos, Madrid 1987.

Contra los cristianos, recopilación de fragmentos, traducción introducción


y notas de RAMOS JURADO, E.A. ― RICORÉ PONCE, J.
― CARMONA VÁZQUEZ, A. ― RODRÍGUEZ MORENO, I. ― ORTOLÁ
SALAS, F.J. y ZAMORA CALVO, J.M., Servicio de publicaciones,
Universidad de Cádiz, Cádiz 2006.

La gruta de las Ninfas y Carta a Marcela, traducción de PERIAGO, M.,


ediciones clásicas, Madrid 1991.

Isagogé, traducción y notas GARCÍA NORRO, J.J. ― ROVIRA, R.,


Anthropos, Barcelona 2003.

Sullo Stige, introduzione, traduzione e note di CASTELLETTI, C., testo


greco a fronte, Bompiani, Milano 2006.

Commentario al Parmenide di Platone, introduzione, testo, note e


commento di HADOT, P., traduzione italiana di GIRGENTI, G., Vita
e Pensiero, Milano 1993.

Vangelo di un pagano. Lettera a Marcella. Contro Boeto, sull’anima. Sul


‘conosci te stesso’. Eunapio, Vita di Porfirio, testo greco a
fronte, a cura di SODANO, A.R., Rusconi, Milano 1993.

Isagoge, pref., intr., trad. di GIRGENTI, G., testo greco a fronte, Rusconi,
Milano 1995.

Sentenze sugli intellegibili, pref., intr., trad. di GIRGENTI, G., testo greco a
fronte, Rusconi, Milano 1996.
Storia della filosofia (frammenti), testo greco a fronte, a cura di SODANO,
A.R., Rusconi, Milano 1997.

Contro i cristiani, nella raccolta di Adolf von Harnack con tutti i nuovi
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Bompiani, Milano 2009.

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Thomas Reid
Autor: José Hernández Prado

Si en la historia de la filosofía abundan acaso las figuras “quijotescas”,


pudiera decirse que hay en ella un notable “Sancho Panza filosófico”, que
fue el ilustrado escocés Thomas Reid (1710-1796). Este autor reaccionó
ante lo que consideró una serie de tendencias criticables en la muy valiosa
filosofía moderna, con una apelación al sentido común que incluiría el serio
esfuerzo por comprenderlo y por extraer de él consecuencias que significan
importantes contribuciones filosóficas. De igual modo que es imposible
afirmar que la sensatez de Sancho Panza fue alguna vez perniciosa para
don Quijote de la Mancha en la gran novela de Cervantes, así las
propuestas de Thomas Reid se muestran imprescindibles para las filosofías
moderna y contemporánea.

Índice
1. Biografía, obras principales y legado

2. El nocionismo epistemológico reidiano

3. La capacidad de juicio y el sentido común

4. Los primeros principios del sentido común

5. Una moral “sensocomunista”. El interés y el deber

6. La moralidad como una cuestión de juicio y la justicia como una virtud


natural

7. La justicia y el humanitarismo

8. Bibliografía

8.1. Obras de Thomas Reid

8.2. Traducciones al español

8.3. Bibliografía secundaria

8.3.1 En lengua inglesa

8.3.2. En lengua española

1. Biografía, obras principales y legado


Thomas Reid nació en la casa parroquial de Strachan de Kincardineshire,
Escocia, a unos treinta kilómetros de Aberdeen, el 26 de abril de 1710. Sus
padres fueron el reverendo presbiteriano Lewis Reid y Margaret Gregory. En
1722 se matriculó en el Marischal College de la ciudad más septentrional
escocesa, donde tendría como tutor (regent) al filósofo moral berkeleyano y
reivindicador del sentido común en su acepción latina y ciceroniana, George
Turnbull (1698-1748). Habiéndose graduado en 1726, entre este año y 1731
Reid efectuó los estudios requeridos para convertirse en ministro de la
Iglesia Presbiteriana. Asimismo, entre 1733 y 1736 trabajó como
bibliotecario de su alma mater, el Marischal College de Aberdeen. En 1736
viajaría a Londres, Oxford y Cambridge, donde conoció a un geómetra
invidente de nombre Nicholas Saunderson, quien se convertiría en un
referente importante para las sorprendentes teorías sobre la percepción
sensorial que elaboró más adelante, tanto en Aberdeen como en Glasgow.

En 1737 fue nombrado párroco de New Machar, en Aberdeenshire. Las


circunstancias políticas de su nombramiento hicieron que fuera recibido con
hostilidad, pero su carácter amable y su moderado temperamento lograron
que poco a poco revirtiese tal situación, de modo que los mismos feligreses
que en un principio lo rechazaron, lamentarían a la larga su partida, cuando
dejó el cargo en 1751, año en que aceptó convertirse en un regent o tutor
del King’s College, también de Aberdeen. De hecho, Reid asumiría esta
ocupación a iniciativa de su esposa, Elizabeth, con quien se casó en 1740 y
quien tanto hizo por los necesitados y los enfermos de la parroquia de New
Machar. Los Reid tuvieron nueve hijos, seis mujeres y tres hombres, aunque
sólo una entre todos ellos, Martha, sobrevivió a nuestro autor y lo cuidó
durante su vejez, como la esposa del Dr. Patrick Carmichael. Cuatro hijos
de Thomas Reid (Elizabeth, Anna, Lewis y otra Elizabeth) fallecieron siendo
bebés o niños muy pequeños y los cuatro restantes (Jean, Margaret,
George y David), murieron ya adultos. La Sra. Martha Carmichael falleció en
1805.

La primera publicación académica de Reid ocurrió cuando era el ministro


religioso de New Machar. Se trataba del artículo denominado “An Essay on
Quantity, Occasioned by Reading a Treatise in which Simple and Compound
Ratios are Applied to Virtue and Merit” (“Un ensayo sobre la cantidad
ocasionado por la lectura de un tratado en que se aplican las razones
simple y compuesta a la virtud y el mérito”), que examinaba críticamente
una excéntrica reflexión de Francis Hutcheson (1694-1746) sobre la
posibilidad de medir cuantitativamente la virtud y fue publicado en
las Philosophical Transactions of the Royal Society de Londres, en 1748.
Este artículo le abriría las puertas para su cargo académico en el King’s
College, donde permaneció desde 1751 hasta 1764 y fundó en 1758 la
Sociedad Filosófica de Aberdeen, conocida como el Wise Club (Club de los
Sabios o de los Sensatos). Allí sometió Reid a discusión los textos que le
darían forma a su libro, An Inquiry into the Human Mind on the Principles of
Common Sense (Una investigación de la mente humana según los
principios del sentido común; en lo sucesivo, IHM), que publicó en 1764,
mismo año en que se trasladó al Old College de Glasgow, para sustituir a
Adam Smith en la cátedra de filosofía moral. De inmediato ingresaría
además a la Glasgow Literary Society. Cabe decir que la Inquiry de Reid fue
un libro muy respetado y exitoso en aquellos días, pues tuvo cuatro
ediciones en vida de su autor (las de 1764, 1765, 1769 y 1785).

En 1774 Reid publicó el texto denominado, “A Brief Account of Aristotle’s


Logic” (“Una breve relación de la lógica de Aristóteles”), como parte de
los Sketches of the History of Man (Esbozos de la historia del hombre) de
Henry Homes (Lord Kames, 1696-1782). Las notas que escribió para sus
cursos en el Old College de Glasgow fueron editadas por Knud Haakonssen
a finales del siglo XX, bajo el título de “Practical Ethics, Being Lectures and
Papers on Natural Religion, Self-Government, Natural Jurisprudence, and
the Law of Nations” (“Ética práctica. Lecciones y escritos sobre religión
natural, gobierno de sí mismo, jurisprudencia natural y la ley de la
naciones”). Reid se retiró de la docencia universitaria en 1780, sucedido por
su asistente Archibald Arthur (1744-1797), pero continuó trabajando
intensamente. En 1784 fue nombrado Vicerrector de la Universidad de
Glasgow por su Rector, Edmund Burke (1729-1797) y, sobre todo, se dedicó
a escribir un extenso volumen llamado, en un principio, “Essays on Powers
of the Human Mind” (“Ensayos sobre las capacidades de la mente
humana”), que vio la luz pública dividido en dos grandes partes, la primera
de 1785, intitulada Essays on the Intellectual Powers of Man (Ensayos
sobre las capacidades intelectuales del hombre; en adelante, EIP) y la
segunda, editada en 1788 como los Essays on the Active Powers of
Man (Ensayos sobre las capacidades activas del hombre; en lo
sucesivo, EAP).

En 1791, después más de 50 años de matrimonio, murió su amada


esposa Elizabeth Reid. Sus dos últimos escritos académicos de importancia
fueron dos textos breves llamados “On Power” (“Sobre la capacidad”), de
1792 y el intitulado “Some Thoughts on the Utopian System” (Algunas
reflexiones sobre el sistema utópico”), que incluía ciertas “Observations on
the Dangers of Political Innovation” (“Observaciones sobre los peligros de
las innovaciones políticas”), de 1794. Reid murió el 7 de octubre de 1796,
tras un inesperado malestar de escasos días. Hasta el final de su vida se
mantuvo en extremo sano e intelectualmente activo –tan sólo afectado por
una acentuada sordera en sus últimos años–, ocupándose, especialmente,
de la resolución de difíciles y laboriosos problemas matemáticos. De hecho,
desde que Reid dejara las actividades docentes en los años ochenta, se
entregó de lleno y con entusiasmo a una buena serie de causas liberales y
humanitarias. Por ejemplo, en 1788 y 1792 apoyó peticiones de la
Universidad de Glasgow al Parlamento Británico en favor del movimiento
antiesclavista del político y filántropo inglés William Wilberforce (1759-1833).
En 1790 fue el primer presidente de la sociedad de Glasgow dedicada a la
atención y ayuda a los hijos de los ministros de la Iglesia de Escocia. Entre
1791 y 1793 promovió y dirigió la Enfermería Real de Glasgow y en ese
1791 se sumó al grupo de los Glasgow Friends of Liberty, apoyando
económicamente a la Asamblea Nacional Francesa, cosa que, para su
sorpresa, le acarreó agresivas advertencias por parte de los enemigos
políticos de tal Asamblea.

Quizás la única causa liberal de sus tiempos que Reid no secundó fue la
Guerra de Independencia norteamericana, en la que estuvo en peligro de
verse involucrado un hijo suyo, George Reid (fallecido en 1780), quien era
un médico militar del Ejército Británico. Pero Thomas Reid sería siempre un
centrado Whig, un monarquista constitucional, un bienintencionado
republicano –en su sentido clásico de autogobierno de los libres, más que
contemporáneo de régimen por completo democrático– y un liberal
moderado, consciente tanto de los defectos y los riesgos de la moderna e
ilustrada “sociedad comercial”, como de sus enormes ventajas civilizatorias
y humanizantes. Como universitario, Reid gustaba dedicar su tiempo libre al
cultivo de las matemáticas avanzadas, al atento seguimiento de la ciencia
natural de sus días –tanto físico-química, como biológica– y en el final de su
vida, a la elaboración del árbol genealógico de sus ancestros Reid y
Gregory. Su pasatiempo favorito, aparte de la lectura y las caminatas,
cuando era ministro religioso de New Machar, era la jardinería.
En Escocia los seguidores inmediatos de Reid fueron sus colegas y
alumnos de Aberdeen –especialmente el poeta y filósofo James Beattie
(1735-1802) – y de Glasgow –el célebre pensador moral Dugald Stewart
(1753-1828)–, así como Sir William Hamilton (1791-1856), primer editor de
sus obras completas. Como catedrático de la Universidad de Edimburgo,
Dugald Stewart se abocó particularmente a la difusión y la valoración de
Thomas Reid y, con un mayor éxito comprensible –dada su clara relación
con los muy importantes temas económicos–, las de Adam Smith. Un
discípulo de Reid en Aberdeen, William Small (1734-1775), sería profesor
del Founding Father estadounidense, Thomas Jefferson (1743-1826) en el
Colegio de Guillermo y María de Williamsburg, Virginia. Jefferson fue él
mismo un gran admirador de la obra de Thomas Reid y promovió que sus
libros se estudiaran en las universidades de la joven nación independiente y
conservados y divulgados desde las bibliotecas públicas del país. En
Francia, Reid gozó de la adhesión de Pierre Paul Royer-Collard (1763-
1845), Théodore S. Jouffroy (1796-1842) y, muy especialmente, del
espiritualista Víctor Cousin (1792-1867). En España supieron de él y se
beneficiaron de sus aportaciones, los catalanes Jaume Balmes (1810-1848)
y Francesc Xavier Llorens i Barba (1820-1872).

Desde luego, las propuestas filosóficas sensocomunistas de Thomas


Reid tendrían desde un inicio adversarios filosóficos como Joseph Priestley
(1733-1804), Thomas Brown (1778-1828) o James F. Ferrier (1808-1864),
pero después de un largo periodo de eclipsamiento, a cargo de las
inmensas figuras de Hume, Kant, Comte, Hegel o John Stuart Mill (1806-
1873), Reid comenzó a ser reivindicado, primero por el gran pragmatista
norteamericano Charles Sanders Peirce (1839-1914) y el filósofo analítico
inglés, George Edward Moore (1873-1958) y luego por una larga y
destacada la lista de estudiosos anglosajones actuales de su obra –véase el
apartado de Bibliografía secundaria en lengua inglesa–. Sin embargo, es
factible afirmar que mientras que en los ambientes filosófico-académicos de
los países desarrollados Reid ha sido abordado con diligente rigor
disciplinario, principalmente desde una especializada perspectiva
epistemológica, antropológico-filosófica y moral, en los del mundo en
desarrollo y, en particular, hispanohablante, la apenas incipiente atención a
este ilustrado escocés pareciera desbordar con mucho esas materias y
concentrarse también en los terrenos de la filosofía política y social. Hoy la
epistemología reidiana aparece, presumiblemente, como un excelente
antídoto contra los dogmatismos y los relativismos que han afectado al
pensamiento latinoamericano y las propuestas metafísicas, morales e
inclusive políticas del autor dan visos de constituirse en un sustento
inmejorable para su inestable progreso democrático. El propio ambiente
filosófico anglosajón actual debería ser consciente de ello.

2. El nocionismo epistemológico reidiano


Thomas Reid no veía con buenos ojos el término y el concepto de idea.
Él prefería hablar de nociones. Consideraba que la adopción de esa palabra
de origen griego había impulsado muchos equívocos en filosofía y había
promovido, adicionalmente, toda una “teoría de las ideas”, cuya sugerente
crítica era posible considerar como su modesta contribución personal a la
“filosofía de la mente”. En agosto de 1790 le escribió a su corresponsal
James Gregory:

Sería una falta de franqueza no reconocer que pienso que


existe algún mérito en lo que usted quiere denominar mi
filosofía y me parece que radica, principalmente, en haber
objetado la habitual teoría de las ideas o de que las imágenes
de las cosas en la mente son el único objeto del pensamiento,
una teoría fundada en prejuicios naturales y tan universalmente
aceptada, que se ha entretejido en la estructura del lenguaje
[Reid 2002b: 210-211].

Y agregaría Reid, con la sencillez que lo caracterizaba:

El descubrimiento (de lo discutible o erróneo de esa teoría) fue


un producto del tiempo y no del genio y Berkeley y Hume
hicieron más por traerlo a la luz que el hombre que daría con él
(Reid, desde luego, nota del autor) [Reid 2002b: 211].

Pero ¿qué son exactamente las ideas que criticaba Thomas Reid? Son
las imágenes que existen en la mente, gracias a las
llamadas impresiones sensibles o sensoriales, a modo de representaciones,
retratos, reproducciones o copias de los supuestos objetos reales, que
habrían llegado a esa mente por medio de los órganos de los sentidos.
Hume había descrito este asunto con minuciosidad desde su gran obra de
1739: la mente humana se hace de impresiones de las cosas que hieren a
los sentidos físicos y que son como las presentaciones de aquellas cosas y
de sus propiedades ante los sentidos y la propia mente, pero ésta última
genera con posterioridad ideas o representaciones de dichos objetos. Las
ideas son representaciones mentales de las cosas perceptibles y de sus
características; son las imágenes que tenemos en la mente, gracias a las
impresiones que previamente han recibido nuestros sentidos. Ya los
antiguos entenderían que las ideas copian o reproducen a las entidades del
mundo real, pero los autores modernos propusieron que, en rigor, somos
capaces de hablar de esas entidades sólo a través de las imágenes
mentales o ideas que tenemos de ellas. Hablando con propiedad, no nos
constan los llamados objetos reales, sino tan sólo los datos sensoriales que
llegan a nuestra mente –las impresiones– y las representaciones mentales –
es decir, las ideas– que tenemos de esas supuestas entidades reales. Los
filósofos antiguos comenzaron a hablar de ideas, pero estaban convencidos
de que existen cosas objetivas de las que tenemos ideas. Los filósofos
modernos, por su parte, heredarían esa noción de idea y se dieron cuenta
de que ella puede considerarse más real que el objeto mismo que
supuestamente la origina.

Éstas son, pues, las ideas que criticó Thomas Reid:


las representaciones que hay en las mentes humanas, en el mejor de los
casos como copias o retratos de los objetos reales y en el peor, como los
objetos mismos del pensamiento, pues de acuerdo con la “teoría de las
ideas”, éste sólo puede pensar en, hablar de o referirse a esas
representaciones o ideas, pero no logra hacerlo con respecto a las
entidades reales que, presumiblemente, dan origen a las ideas.

Sin embargo, apuntaba Reid, toda la teoría o doctrina de las


ideas presupone que los sentidos físicos del ser humano son sólo
las ventanas del alma; son meros conductos por los que se introducen a la
mente las impresiones que propician a las ideas, pero ello, escribiría
Reid, no parece ser así. Percibir no es sencillamente recibir o acoger
determinados datos sensoriales o de los sentidos. Percibir es hacer algo; es
desplegar ciertas actividades a las que nos referimos en nuestro lenguaje
cotidiano mediante verbos como los de ver, oír, tocar, degustar u oler; en
una palabra, percibir. Escribiría Thomas Reid en el capítulo primero de su
primer ensayo, “Preliminar”, de los EIP:

La percepción de los objetos externos por nuestros sentidos es


una operación de la mente de naturaleza peculiar y debe tener
un nombre apropiado a ella. Lo tiene en todas las lenguas y en
inglés, no conozco ninguna palabra más adecuada para
expresar ese acto de la mente que percepción (perception).
Ver, oír, oler, degustar y tocar o sentir son palabras que
expresan las operaciones propias de cada sentido y percibir
expresa aquello que es común a todas ellas [EIP: 23].

Percibir no es, por tanto, el simple hecho pasivo de reunir o recabar


información de la realidad y sus objetos y acontecimientos. Puede suceder,
inclusive, que nuestros órganos sensoriales estén intactos –por ejemplo,
nuestros ojos, nuestros oídos, etcétera–, pero que no funcionen siquiera
mínimamente. Para que estos órganos perciban es necesario que operen
de manera adecuada y en conjunción con nuestra mente. En consecuencia,
percibir es, en rigor, ir activamente a tomar o a recolectar información del
mundo real, por medio del quehacer de nuestros sentidos, a través de los
actos mentales de percepción. No existen, propiamente hablando, datos de
los sentidos, sino percepciones o actos de la percepción.

Pero esto significa que si nuestros sentidos tuvieran diferentes


capacidades –como las que muestran otros animales, por ejemplo, el
finísimo olfato de los perros o la aguda visión de ciertas aves– o, de plano,
que si fueran otros esos sentidos –por ejemplo, el “radar” de los murciélagos
o el “sonar” de los delfines; Reid no recurrió en sus explicaciones a casos
tomados del mundo animal conocidos o no y en mayor o menor medida en
sus tiempos, pero podría haberlo hecho perfectamente–, otra sería también
la información que captemos del mismo mundo real con nuestras
percepciones, por lo que entonces ocurre que lo que hemos aprendido a
llamar nuestras ideas, no son las imágenes, representaciones o copias de
las entidades que percibimos: son, en rigor, las nociones que nuestra mente
se forma de esas entidades, a través de las percepciones de que es capaz.

Con tales percepciones comienzan las nociones que nuestra mente tiene
del mundo real y dichas nociones llegan a ser más o menos completas y
más o menos adecuadas a la naturaleza de las entidades reales. Para
comenzar, ellas no son los retratos, las copias o las reproducciones de las
cosas mismas: no son sus representaciones. Son, más bien, misteriosas
alusiones figurativas de tales cosas; son, pues, nociones alusivas a las
entidades y que se las figuran de alguna manera, tan sólo mejor o peor;
más aproximado o menos aproximado: son nociones alusivas y
figurativas de lo real. Nuestra mente no es, por lo tanto, como una colección
de fotografías, filmaciones o pinturas de las llamadas “realistas”. En todo
caso, se parecería más bien a una colección de pinturas de las que hoy
denominamos “impresionistas”, al estilo de las elaboradas por Renoir, Van
Gogh, Cézanne, etcétera. Y se entiende, además, que las nociones del
mundo que poseen los animales en general son mucho más limitadas y
menos profundas y completas que las que nos hacemos los humanos. Entre
nosotros, las nociones del mundo también son bastante mejores o mucho
peores. Por ejemplo, un niño sabe menos de ciertas cosas, en general, que
un adulto común y este adulto sabe menos que un científico especialista en
ellas.

Algo es claro, sin embargo, en todas estas consideraciones sobre la


percepción: que las copias, retratos, representaciones o reproducciones de
las entidades de la realidad son fieles o no son fieles a sus respectivos
modelos objetivos; que ellas pueden ser verdaderas o pueden ser falsas;
ser esencialmente verdaderas o esencialmente falsas, mientras que
nuestras nociones de cualquier entidad real, únicamente serían mejores o
peores para aludirla y para figurársela de alguna manera, más o
menos aproximada. Nuestras nociones de las entidades y procesos del
mundo son exclusivamente y siempre mejores o peores unas que otras; son
más acertadas o más equivocadas, pero jamás son esquemáticamente
verdaderas o falsas. Si adoptamos, entonces, el nocionismo o
el antirrepresentacionismo que reivindicó Thomas Reid y nos alejamos
del representacionismo que comenzara a dibujarse con Platón y Aristóteles
y culminaría en David Hume –aunque prosiguió muy probablemente con
Kant, Hegel, Comte, Marx, Stuart Mill y un muy largo etcétera–,
concordaremos en que el conocimiento humano de lo real es siempre algo
limitado y perfectible y tan sólo incluye las certezas absolutas que le
parecen evidentes de suyo, pues la suscripción de verdades fácticas en
esencia incuestionables es algo que se revela insostenible y sólo compatible
con una discutible concepción representacionista de la percepción y del
conocimiento. Escribiría Thomas Reid a su gran amigo Lord Kames en
diciembre de 1778:

Por conocimiento, pienso, queremos decir creencia basada en


una buena evidencia. Sabemos lo que es evidente de suyo y
sabemos aquello de lo que podemos ofrecer una buena
evidencia. Pero a veces creemos a partir de una mala autoridad
o desde el prejuicio y a esa creencia no la llamamos
conocimiento [Reid 2002b: 107].

Por otro lado, las percepciones que efectuamos


son signos comprensibles; son el lenguaje con el que la naturaleza nos
habla a los seres humanos –y a todos los animales percipientes– y hay muy
pocas dudas de que somos capaces de comprender mejor o peor dicho
lenguaje. La percepción nos informa sobre un mundo objetivo y ella no es
algo eminentemente subjetivo, como lo es la sensación. Reid proponía el
siguiente ejercicio lingüístico-filosófico para entender estas propuestas. En
la oración “yo siento un dolor”, la distinción entre sujeto y predicado es
gramatical, pero de ningún modo es real, porque el dolor que yo siento es
justo mi sensación de dolor, mientras que en el juicio “yo veo un árbol”, la
distinción entre sujeto y predicado es gramatical, pero también real, porque
mi acción de ver no es en lo absoluto el árbol que veo [IHM: 167-168].

En los actos de la percepción, por consiguiente, se postula siempre o se


da por supuesta una entidad real, externa u objetiva y hay dos elementos
apreciables en dicho acto: nuestra noción del objeto que percibimos y –lo
que es muy importante– nuestra creencia o convicción irresistible en la
realidad del objeto percibido. Cuando percibimos, no podemos dejar de
creer espontáneamente en que lo que percibimos es real. Así estamos
hechos los humanos. Necesitamos introducir el tema de las ideas y adoptar
acaso, como un desarrollo cultural muy especial, la doctrina o teoría de las
mismas, para que sustituyamos con el idealismo epistemológico ese
realismo “de sentido común” que han suscrito de un modo espontáneo y
muy natural todas las culturas humanas. Para el idealismo
representacionista el mundo es justo del modo en que lo entendemos,
mientras que para el realismo nocionista él es justo como es –no obstante
que nuestras creencias contribuyan tanto a construirlo– y, en rigor, sólo lo
entendemos mejor o peor; de una forma más acertada o más desatinada.

3. La capacidad de juicio y el sentido


común
Pero la convicción irresistible en la realidad objetiva de cuanto percibimos
es, presumiblemente, parte de un juicio o de una acción de juzgar que
remite a una operación y una capacidad mental diferente. Cuando
percibimos, juzgamos; aunque como ya fue indicado, juzgar no solamente
es afirmar, proponer o enunciar. Existen juicios o actos de juzgar que nunca
recurren a enunciados o juicios [EIP: 406-407], por ejemplo y acaso, las
ocasiones en que alguien dice “sin comentarios” o “interpreta mi silencio”.
Hay juicios tácitos o no verbales, si bien los más comunes de entre todos
ellos son los que profieren juicios o enunciados que expresan lo juzgado.
¿Qué es, propiamente, el juicio? Reid lo explicaría en el capítulo inicial de
su ensayo acerca del mismo tema, en los EIP:

Aunque los seres humanos debieron haber juzgado en


numerosos casos inclusive antes de que los tribunales de
justicia fueran erigidos, es muy probable que esos tribunales
existieran con anterioridad a que comenzaran las
especulaciones acerca del juicio, y que la palabra misma se
derivara de la práctica tribunalicia. Así como un juez, después
de conocer las evidencias apropiadas, emite su sentencia en
alguna causa y a esa sentencia se le denomina juicio, así la
mente humana pronuncia su sentencia con respecto a lo que le
parece verdadero o falso (o bueno o malo y bello o feo, se
podría agregar, nota del autor) y la establece en concordancia
con las evidencias de que dispone. Ciertas evidencias no dejan
lugar para la duda. La sentencia es entonces, proferida
inmediatamente, sin que se busquen o se escuchen evidencias
contrarias... En otros casos, no obstante, es pertinente sopesar
las evidencias de cada lado antes de pronunciar la sentencia.
La analogía entre los tribunales de justicia y el tribunal interno
de la mente es, pues, demasiado obvia como para que pasara
inadvertida en todo hombre que haya comparecido ante un
juez. Asimismo, es probable que la palabra juicio –de igual
manera que muchas otras utilizadas al referirnos a esa
operación mental– esté fundada sobre esa analogía [EIP: 407
y Reid 2003: 213-214].

Pero cuando se juzga no únicamente se tienen en cuenta determinadas


evidencias. Como ya se anotó, algunas de esas evidencias parecen
irrefutables y conducen a juicios inmediatos, pero ello ocurre así porque al
juzgar también tomamos en cuenta principios; principios para juzgar. En
todos los tribunales de justicia el juez y/o los miembros del jurado emiten
siempre su juicio, su sentencia teniendo en mente los códigos y los
antecedentes jurídicos que les hacen llegar al veredicto de “culpable” o de
“inocente”, precisamente porque se robó, se defraudó, etcétera –acciones
cuya caracterización está consignada en los códigos y precedentes
jurídicos–, y así también “el tribunal interno de la mente” en cada ser
humano juzga con base en evidencias y en determinados principios que, en
general y en su mayoría, corresponden al contexto histórico y cultural de
quienes despliegan la capacidad de juicio. Sin embargo, Reid propondría
que existen unos primeros principios para juzgar, precisamente los que nos
mueven a pensar en ocasiones que ciertas evidencias –empíricas,
racionales o memorísticas– son incontestables. Estos primeros principios le
parecen evidentes de suyo a la mente humana y su contradicción aparece
también como algo absurdo. Reid los llamaría los primeros principios del
sentido común y añadió que esos primeros principios se enuncian a través
de “juicios originarios o naturales” a que asiente toda mente humana
madura y sana. Así lo consignó en la conclusión de su IHM, de 1764:

Aquellos juicios originarios y naturales son, en consecuencia,


una parte del equipamiento que la naturaleza le ha dado al
entendimiento humano. Ellos son una inspiración del
Todopoderoso en grado no menor al de nuestras nociones o
captaciones simples, y sirven para que nos conduzcamos en
los asuntos comunes de la vida en los que nuestra facultad de
razonamiento nos deja a oscuras. Son una parte de nuestra
constitución y todos los descubrimientos de nuestra razón se
apoyan en ellos. Integran lo que se denomina el sentido común
de la humanidad y cuanto es manifiestamente contrario a
cualquiera de estos primeros principios es lo que
denominamos absurdo. La fuerza de esos principios es el buen
sentido, que a menudo se hace presente en quienes no son
muy prolijos en su razonamiento. Una notable desviación de
ellos, que surja de algún desorden en la constitución humana,
es lo que denominamos locura, como cuando un hombre cree
que está hecho de vidrio. Y cuando en algún hombre su
razonamiento discurre, por argumentos metafísicos, fuera de
los principios del sentido común, a eso lo llamamos locura
metafísica, que difiere de otras especies de desarreglo en que
no es continua, sino intermitente y capaz de atrapar al paciente
en sus momentos especulativos y solitarios, si bien cuando
retorna a la sociedad, entonces el sentido común recupera su
autoridad en él. La explicación y enumeración claras de los
principios del sentido común es uno de los
principales desiderata de la lógica [IHM: 215-216 y Reid 2003:
119-120].

Este es pues el sentido común con el que todo ser humano puede juzgar
las cosas del mundo, a fin de conocerlas, aprobarlas o reprobarlas y
apreciarlas o evaluarlas de diversas maneras: el conjunto de los primeros
principios de tal sentido común, que conforman un equipamiento mental
propio de nuestra constitución humana. Los seres humanos bien madurados
–lo que implica educados– y sanos aceptan estos primeros principios que
dan lugar a toda una forma humana de percibir al mundo, así como de
entenderlo y de actuar –moralmente– en él. Ellos son, justo, la parte
“común” del sentido común; son nuestro sentido común “común”. Con esos
principios los humanos juzgamos y, por consiguiente, logramos conocer –
siempre aproximadamente, por medio de nociones tan sólo mejores o
peores–, sancionar moralmente y evaluar de un modo estético las entidades
reales. Claro que tales actos de juicio son en buena medida y en una
primera instancia algo cultural e histórico, pero en última instancia son
también algo natural y muy humano. Nuestros juicios dependen al fin de
cuentas de nuestro sentido común “común” y nos llevan hasta la parte
“sensata” del sentido común, hasta el sentido común “sensato” –estos dos
términos, sentido común común y sentido común sensato, no fueron
propuestos por Thomas Reid, pero quizás logran expresar a cabalidad su
pensamiento–. Reid tenía en mente este último sentido común o esta
segunda acepción del sentido común cuando escribió lo que sigue en el
capítulo II, de su Sexto Ensayo, “Sobre el juicio”, en sus EIP:

... En el lenguaje ordinario, sensatez (sense) siempre implica


juicio. Un hombre sensato (a man of sense) es un hombre
juicioso (a man of judgment). Buen sentido (good sense) es
buen juicio. Insensato (nonsense) es lo que es evidentemente
contrario a juicio correcto (right judgment). Sentido común es
ese grado de juicio que es común a los hombres con quienes
conversamos y tenemos negocios (transact business) [EIP:
424].
4. Los primeros principios del sentido
común
Ahora bien, una buena parte de los esfuerzos de Reid se orientaría desde
1764, como parte de la “investigación de la mente humana” en la que
estaba comprometido, a cumplir con el imperativo mencionado del
esclarecimiento de unos primeros principios del sentido común. Pero Reid
no se propuso, acaso como Kant cuando buscaba determinar los principios
y los conceptos puros o categorías del entendimiento, deducir el
número exacto y la caracterización precisa y definitiva de los primeros
principios. «Enumeraciones de esta clase, aun cuando se hacen después
de mucha reflexión, raras veces son perfectas» [EIP: 490], se puede leer en
los EIP. Aquello que sugeriría Thomas Reid fueron tan sólo buenos o
plausibles candidatos a conformar la serie los primeros principios del
sentido común, elaborando tres listas o subseries factibles de esos
principios. Se refirió así en los EIP a unos “primeros principios de las
verdades contingentes” y a otros “de las verdades necesarias”. En los EAP,
más tarde, abundaría sobre unos primeros principios morales del sentido
común o unos primeros principios de la facultad o el sentido común moral.
Jamás aseguró que estas listas fueran exhaustivas y perfectas. Su punto
era, ante todo, reivindicar que contamos con unos primeros principios del
sentido común, los cuales se encuentran en la base de la totalidad de
nuestros juicios y aun de nuestros limitados y rectificables conocimientos.

Los primeros principios de las verdades contingentes buscan hacer


posibles –junto con las evidencias suficientes y pertinentes– juicios
correctos en la vida cotidiana. Hay algunos principios del sentido común que
propician nuestro desenvolvimiento solvente y satisfactorio en los asuntos
de la vida ordinaria y ellos son, propiamente, mecanismos de nuestra
constitución humana que no debemos esforzarnos siquiera en aplicar, ya
que su utilización es instintiva. Advirtiendo que estos primeros principios
podían ser más o ser menos que los destacados y que a su enunciado
también era posible rectificarlo, Reid propondría en el sexto de sus EIP los
siguientes doce candidatos a principios “de las verdades contingentes”:
1. Todo aquello de lo que soy consciente es real de alguna manera y
existe como mis nociones, percepciones, razonamientos, recuerdos,
etcétera;

2. Los pensamientos de los que soy consciente son de ese ser que llamo
«yo mismo, mi mente o mi persona» [EIP: 472 y Reid 2003: 239]. Es
decir, los pensamientos siempre han sido pensados por alguien y no
pueden subsistir por sí mismos;

3. «Aquellas cosas que recuerdo con claridad, sucedieron realmente»


[EIP: 474 y Reid 2003: 240]. Lo usual es que mi memoria sólo me
engañe ocasionalmente y debido a causas que son comprensibles;

4. Mi identidad y mi existencia han sido ininterrumpidas desde que las


recuerdo con claridad;

5. «Las cosas que percibimos nítidamente con nuestros sentidos existen


realmente» [EIP: 476 y Reid 2003: 245] y consisten en algo que
percibimos, aunque no lo entendamos;

6. «Tenemos cierto grado de poder sobre nuestras acciones y sobre las


determinaciones de nuestra voluntad» [EIP: 478 y Reid 2003: 246] o,
en otras palabras, nuestras decisiones. Contamos con cierta libertad
personal relativa, pero indiscutible;

7. «Las facultades naturales por las que distinguimos entre la verdad y el


error no son falaces» [EIP: 480 y Reid 2003: 250]. Es viable
distinguir entre lo verdadero y lo falso;

8. «Hay vida e inteligencia en nuestros semejantes con quienes


tratamos» [EIP: 482 y Reid 2003: 253];

9. «Ciertas muecas del rostro, sonidos de la voz y gestos del cuerpo


indican determinados pensamientos y disposiciones de la mente»
[EIP: 484 y Reid 2003: 256];

10. «Debemos cierta consideración al testimonio de los hombres en


materias de hecho, e inclusive también a la autoridad humana en
materias de opinión» [EIP: 487 y Reid 2003: 259];
11. Ningún ser humano actúa de un modo por completo azaroso, sino
que se conduce conforme a hábitos; y

12. «Lo que ocurra en los fenómenos de la naturaleza será


probablemente semejante a cuanto haya sucedido con anterioridad
en circunstancias similares» [EIP: 489 y Reid 2003: 262].

Aparte de estos primeros principios del sentido común que se pueden


pensar como algo instintivo en los seres humanos, habría otros que no lo
son, aunque es natural, factible y conveniente aceptarlos de un modo
consciente y racional y asumirlos, inclusive, como un hábito de conducta
mental y práctica. Estos otros primeros principios serían indispensables
para que los humanos nos conduzcamos como tales y su pertinencia se
muestra cuando nos sometemos a todas las disciplinas que hacen de
nosotros seres humanos –el lenguaje hablado y escrito, la moral, las
ciencias, las artes, etcétera–. Reid los llamó “primeros principios de las
verdades necesarias” y en relación con ellos, ni siquiera se atrevió a
formular un listado más o menos puntual. En lugar de eso, prefirió nombrar
grupos de los mismos y citar algunos ejemplos probables de los que serían
buenos candidatos para considerarse como juicios originarios de esta clase.
En los EIP se mencionaban seis clases específicas, entre otras posibles:

1. Primeros principios gramaticales. Algunos ejemplos serían «en una


oración todo adjetivo debe atribuirse a un sustantivo explícito o
implícito, o toda oración completa incluye a un verbo» [EIP: 491
y Reid 2003: 264];

2. Primeros principios lógicos. «Toda proposición es verdadera o falsa; o


ninguna proposición puede ser verdadera y falsa a un mismo tiempo;
o el razonamiento circular no demuestra nada; o todo lo que puede
predicarse con verdad acerca de un género, se puede predicar con
verdad de sus especies y de los individuos que forman parte de
aquel género» [EIP: 491 y Reid 2003: 264-265];

3. Primeros principios matemáticos. Por ejemplo, los de la geometría


euclideana –dos superficies son iguales entre sí, si sus dimensiones
son las mismas, etcétera–;

4. Primeros principios metafísicos. Juicios tales como «las cualidades


que percibimos mediante nuestros sentidos deben tener un sujeto
que llamamos cuerpo, y los pensamientos de los que somos
conscientes, un sujeto que llamamos mente» [EIP: 495 y Reid 2003:
271] o también «todo lo que comienza a existir, debe tener una
causa que lo produjo» [EIP: 497 y Reid 2003: 272];

5. Primeros principios relativos a las cuestiones del buen gusto. Reid


sostenía que las normas básicas de todo cuanto nos agrada a los
seres humanos son universales, a pesar de que nuestro gusto varíe
enormemente por diferencias culturales y de educación. Un buen
ejemplo de estos primeros principios sería formulado en un texto
conocido como las Lectures on the Fine Arts (“Lecciones sobre las
bellas artes”, de 1774, donde propuso que nos agradan las cosas
artificiales o naturales que encontramos excelentes en su respectiva
clase [Reid 1998: 369]); y

6. Primeros principios morales. En los EIP Reid mencionaría estos


principios, pero los examinó más detenidamente en los EAP de
1788. Desde luego, su propuesta era que las reglas fundamentales
de moral son asimismo uniformes en todos los seres humanos,
aunque los códigos de moral sean histórica y culturalmente muy
variados. En el libro de 1785 se citaban como ejemplos «que ningún
hombre debiera ser culpado de lo que no estaba en su poder
impedir, o que no debemos hacer a los demás lo que pensamos
injusto o inadecuado que nos hagan a nosotros en las mismas
circunstancias» [EIP: 494 y Reid 2003: 269).

No sería insensato o poco juicioso proponer que esta lista de posibles


grupos de “principios de las verdades necesarias”, sugerida por Thomas
Reid, revela las “deformaciones profesionales” de su autor –dicho sea esto
sin el menor ánimo peyorativo–. ¿Por qué insistir en unos primeros
principios matemáticos y no en otros políticos, por ejemplo? No destaca en
particular alguna razón para ello. Si acaso unos principios matemáticos
resultan relevantes y plausibles, al igual que otros morales, no se apreciaría
como algo fuera de lugar la posibilidad de unos primeros principios políticos,
o aquellos indispensables para el funcionamiento de las sociedades
políticas de los seres humanos; principios cuyo paulatino esclarecimiento
histórico, hasta arribar a los tiempos actuales, permitiría encontrarlos, de
hecho, en las normas o los principios constitucionales de las sociedades
políticas contemporáneas, sobre todo en las colectividades que se
caracterizan por un funcionamiento constitucional adecuado y bastante
satisfactorio; no aquellas otras donde la Constitución Política vigente se
llega a juzgar como en extremo confusa o inservible o como “letra muerta”
en muy numerosos casos. Thomas Reid incluiría en su serie de los primeros
principios de las “verdades necesarias”, principios matemáticos y no
políticos, aunque tal vez hoy no se opondría al hecho de tomar en cuenta a
unos posibles principios de esta última clase, para enriquecer su serie
tentativa o ensayística de los primeros principios del sentido común.

Los primeros principios de las verdades contingentes y los de las


verdades necesarias ofrecen ya una buena noción de lo que es, en
principio, el sentido común humano; ése común a todos los miembros de
nuestra especie y que propicia lo que, en última instancia, también es dicho
sentido común: no otra cosa que sensatez, juiciosidad o razonabilidad. Esta
sensatez debiera procurarse en nuestro limitado y muy perfectible
conocimiento del mundo real, a través de la búsqueda de cada vez mejores
nociones acerca del mismo, pero también sería muy aconsejable para
nuestro actuar en la realidad.

5. Una moral “sensocomunista”. El interés


y el deber
En el capítulo final del quinto y último de sus EAP, ensayo dedicado a la
moral, Thomas Reid escribiría:

Los primeros principios de la moral no son deducciones (a


partir de otros principios más generales y de distinto tipo, nota
del autor). Ellos son evidentes de suyo y su verdad, como la de
otros axiomas, se percibe sin razonamiento o deducción
algunos. Y las verdades morales que no son evidentes de suyo
se deducen no de relaciones muy diferentes a ellas, sino de los
primeros principios de la moral [EAP: 386].

Hay entonces unos primeros principios del sentido común bastante


particulares, que son los primeros principios morales o de la moral. Por ello,
en su serie final de ensayos sobre las capacidades de la mente humana, los
EAP, Reid propondría tres listados de primeros principios –y otros doce de
éstos, aunque «sin pretender una enumeración exhaustiva» [EAP: 312]–
para completar los esbozados en los EIP. Se puede hablar así de unos
primeros principios referentes a la virtud en general –aquí los
denominaremos la serie I–; unos primeros principios relativos a ramas
específicas de la virtud –serie II– y otros que tendrían que ver con la
comparación entre virtudes que parecen contradecirse entre sí –la serie III–.

Entre los primeros principios de la serie I figuran, presumiblemente:

1. Hay cosas en la conducta humana que merecen aprobación o elogio y


cosas que ameritan culpa y castigo. Asimismo hay grados para la
aprobación y la culpa en las distintas acciones de los seres
humanos;

2. Lo que no es en modo alguno voluntario en nuestra conducta, no


merece aprobación o desaprobación morales;

3. Aquello que se hace necesariamente o sin posibilidad de evitarse,


pudiera ser agradable o desagradable, útil o inútil, dañino o
beneficioso, pero nunca objeto de aprobación o reprobación morales;

4. Se puede ser culpable de hacer lo que no se debe hacer o de no


hacer lo que sí es debido;

5. Tenemos que utilizar siempre los mejores medios a nuestra


disposición para informarnos acerca de lo que es nuestro deber, ya
sea por medio de la observación de lo aprobable y lo reprobable en
la conducta de las demás personas, la instrucción moral que
recibimos, o bien la reflexión personal «en un momento tranquilo y
desapasionado» [EAP: 313]; y

6. Debe ser nuestra más seria preocupación realizar nuestro deber hasta
donde sabemos que lo es y fortalecer nuestras mentes contra toda
tentación que nos aparte de él. Es preciso mantener un vívido
sentido de la belleza de la conducta recta y de lo horrible que
resultan las acciones viciosas.

Pero estos seis primeros principios del sentido común moral abarcan
asimismo los siguientes cinco, de la serie II:
7. Debemos preferir siempre un bien mayor, aunque más distante, a uno
menor y más inmediato e, igualmente, un mal menor a otro mayor;

8. Cuando la intención de la naturaleza se manifieste en nuestra


compleja constitución, deberemos atenderla y actuar de acuerdo con
ella, siempre y cuando se encuentre apropiadamente encauzada
hacia una conducta virtuosa, como sólo es posible que ocurra entre
los seres humanos. «La vida de un animal es acorde a la naturaleza
de ese animal, pero no es virtuosa ni viciosa. La vida de un agente
moral nunca es de acuerdo con su naturaleza si ella no es virtuosa»
[EAP: 315].

9. Ningún ser humano ha nacido sólo para sí mismo, sino que lo ha


hecho para vivir entre sus semejantes;

10. Deberemos actuar siempre con respecto a los demás del modo en
que juzgamos que sería correcto que ellos actuaran en relación con
nosotros en las mismas circunstancias, o bien actuar de la forma en
que aprobaríamos en los demás, tanto como no hacerlo del modo en
que condenaríamos en otros; y

11. Para todo humano que crea en la existencia, las perfecciones y la


providencia de Dios, es evidente de suyo que debe rendirle culto y
obediencia.

Por último, la serie III se concentraría en este único principio mencionado


por Reid:

12. Las virtudes tienen una jerarquía y no se contraponen unas a otras.


Por ejemplo, es más importante ser justo que ser generoso y nunca
debiera serse generoso hasta el punto de cometer injusticias.

Ahora bien, entre estos doce primeros principios morales del sentido
común, evidentes de suyo y que serían el fundamento de los mil y un
principios morales específicos que han sido reivindicados en muy diversos
tiempos y lugares –por cierto, no todos ellos compatibles con los primeros
principios del sentido común moral; como dice la expresión, “no todo lo que
brilla es oro...”–, existen dos que destacan en particular y que son el siete y
el diez. El séptimo primer principio es el que rige nuestra prudencia, la cual
a su vez, según Thomas Reid, es lo que mejor dirige nuestro interés: “un
hombre es prudente cuando consulta su verdadero interés, pero no puede
ser virtuoso si no tiene consideración hacia su deber” [EAP: 221]. El
principio número diez, por otro lado, es aquél «de todas las reglas de la
moralidad, la más comprensiva y merece en verdad el encomio brindado a
ella por la máxima autoridad, acerca de que es la ley y los profetas» [EAP:
316; cursivas del propio Reid], ya que comprende sin excepción toda regla
de justicia y los deberes entre padres e hijos, amos y sirvientes,
magistrados y súbditos, maridos y esposas, vendedores y compradores,
deudores y acreedores, etc., decía Reid. Se trata del principio de sentido
común que, en rigor, define y rige todo nuestro deber, algo que sólo
experimentamos los seres humanos y de ninguna manera,
presumiblemente, otros animales.

El interés y el deber, de acuerdo con Thomas Reid, son los dos principios
racionales de la acción en los seres humanos. Exclusivamente estos seres
–y no así los demás animales– son capaces de actuar conforme a reglas,
normas o leyes que pueden concebir, entender, respetar y cumplir, mucho
más allá del seguimiento mecánico y casi infalible que la disciplina logra en
los animales más inteligentes –los “brutos” que evocaba Reid, pensando en
perros, caballos, gatos u otros animales “superiores” domésticos y de
trabajo, con los que convivían las personas en el siglo XVIII–, cuando a
éstos se les adiestra para “cumplir” o seguir determinadas reglas que les
son impuestas y que no entienden. Nosotros los humanos, que somos
“sujetos de la ley”, tenemos una concepción clara de cada regla general de
conducta a la que nos sometemos como entes de razón. Y lo que nos
induce a cumplir las leyes es siempre «un sentido del interés o un sentido
del deber, o bien los dos concurrentes» [EAP: 221; cursivas de Reid
mismo], lo que significa, en primer lugar, que sólo los humanos
tenemos estrictos intereses racionales y suscribimos deberes y, en segundo
lugar, que de estos dos principios racionales de nuestra acción, el primero
es el que nos proyecta hacia el mundo de la moralidad y el segundo el que
nos instala decididamente en él; por lo tanto, este segundo principio sería
más importante, más valioso o “más noble” que el primero. Cumplimos las
normas jurídicas, morales o hasta religiosas, en principio, por mero interés,
pero en última instancia y sobre todo –para que la acción posea un estricto
valor moral– porque tal es nuestro deber, algo inimaginable e inexistente en
los animales “brutos”. Adicionalmente, interés y deber son realidades
irreductibles entre sí y perfectamente diferenciables una de la otra.
Escribiría Reid en el capítulo V de la tercera parte del tercer ensayo de sus
EAP:

Cuando yo digo, esto es de mi interés, quiero decir una cosa;


cuando digo, esto es mi deber, significo otra cosa. Y aun
cuando un mismo curso de acción, correctamente entendido,
pueda ser tanto mi deber como de mi interés, las concepciones
(de ambos) son muy diferentes. Ambos son motivos racionales
de acción, pero muy diferentes en su naturaleza [EAP: 222].

Regresando, empero, al séptimo primer principio moral o de la prudencia,


hay que comentar expresamente de él lo que está implicado en las
observaciones precedentes: que cuando hacemos una buena estimación de
los bienes y males que se nos presentan en la vida, de acuerdo con su
dignidad, duración y grado, llegamos a la práctica de la virtud y, más
directamente, a la del gobierno de nosotros mismos, a través de la
prudencia, la templanza y la fortaleza, aunque indirectamente también a la
de la justicia y el humanitarismo –“humanidad”, la llamaba Reid–. Este
primer principio número siete no es entonces el más noble de todos cuantos
haya, pero encierra la ventaja peculiar de que a su poder lo experimentan o
sienten los humanos menos instruidos o más indolentes, y por consiguiente
el juicio moral menos desarrollado por el ejercicio o el más corrompido por
los malos hábitos, no serán indiferentes a él:

Si bien actuar desde este motivo solamente se pudiera


llamar prudencia en lugar de virtud, esta prudencia, sin
embargo, merece alguna consideración en sí misma y más aún
porque es amiga y aliada de la virtud y enemiga de todo vicio...
Si un hombre es capaz de verse inducido a hacer su deber
incluso teniendo en cuenta tan sólo su propia felicidad, pronto
encontrará razón para amar la virtud por sí misma y para actuar
a partir de motivos menos mercenarios.

No puedo, por tanto, aprobar a los moralistas que proscriben


toda persuasión hacia la virtud adoptada desde la
consideración al bien privado. En el presente estado de la
naturaleza humana, ésta no es menos útil que la mejor de
todas ellas y es el único medio de que logran disponer los
abandonados [EAP: 314].
Por otra parte, en relación con el primer principio moral número diez o de
la justicia, Reid apuntaría que no es falta de juicio, sino de franqueza e
imparcialidad en los seres humanos, lo que los lleva evadir este principio y
que quienes actúan invariablemente según esta importante regla moral, rara
vez se desvían del camino del bien y del deber y yerran en sus
apreciaciones, pues sólo se equivocarán cuando carezcan de información o
de elementos indispensables de juicio. Pero lo más notable de esta reflexión
reidiana acerca del interés y del deber es que según el sensocomunista
aberdinense, la virtuosa vida consecuente con el deber reconocido, es
asequible desde la ponderación del mejor interés racional. En última
instancia, el interés más importante de todos puede llevarnos hacia el deber
y la virtud y no hay divorcio entre ambos elementos –interés y deber–, como
tampoco lo hay entre los demás principios de la acción humana que no son
racionales y aquél que corona a éstos últimos, el deber. El interés sólo se
contrapone al deber cuando es interés inmediato o intermedio o acaso
cuando está enfocado hacia bienes que no son los últimos y más valiosos.

6. La moralidad como una cuestión de


juicio y la justicia como una virtud
natural
En el capítulo VII y final del quinto ensayo, también final, de los EAP,
Thomas Reid explicaría que la conducción de nuestras acciones –que
puede ser buena o mala y tiene, por tanto, un carácter moral– y nuestra
apreciación de las conductas de otros o de nosotros mismos, en el sentido
de que ellas sean correctas o incorrectas, buenas o malas o debidas o
indebidas, no son ambas una cuestión de sentimientos o sensaciones,
como se había venido sosteniendo en la filosofía moderna, muy
particularmente a partir de los textos de David Hume, sino una muy
diferente cuestión de juicio. Una acción propia o ajena no es, en rigor,
buena porque nos produzca un sentimiento de agrado o mala porque nos
genere una sensación desagradable. Lo bueno no es sencillamente aquello
que nos hace sentir bien y lo malo, lo que nos provoca sensaciones
desagradables o deja en nosotros una “cruda” o “resaca” moral. La
moralidad no es una cuestión de sentimientos, sino de juicios, propondría
Thomas Reid en el capítulo mencionado.
Allí plantearía que las sensaciones y sentimientos son algo estrictamente
animal o característico de los animales y que en el animal que es el
humano, es frecuente que las sensaciones y sentimientos vayan aparejadas
o asociadas a actividades mentales como el juicio. En ocasiones la
sensación se encuentra seguida inmediatamente por el juicio, por ejemplo,
cuando percibimos los objetos y a nuestras sensaciones visuales, auditivas,
etcétera, sucede el juicio que nos convence de la realidad de lo percibido.
La creencia irresistible en que lo percibido es real es, pues, un juicio
vinculado a la sensación perceptiva y ambos elementos configuran la
percepción. Hay ocasiones también en que al sentimiento, por ejemplo, de
amor hacia nuestros padres o nuestros hijos, sigue el juicio de que ellos son
buenos a pesar de que los hechos o de que sus acciones nos muestren lo
contrario. Pues bien, también acontecería que a ciertos juicios los sigue un
sentimiento determinado. Verbigracia, si juzgamos que alguien hizo una
acción buena, de inmediato sentimos una estimación hacia la persona que
realizó tal acción, o si juzgamos que una obra de arte es bella entonces
deseamos contemplarla por largo tiempo –sentimos una agradable
sensación en su contemplación– e incluso llegamos a sentir la necesidad de
poseerla o tenerla cerca de nosotros.

De nuevo recurriría Reid, en este contexto, a reflexiones sugeridas por el


lenguaje. Supóngase –escribió en el capítulo VII del quinto de los EAP– que
en un caso bien conocido por ambos, un amigo me dijese: «tal hombre
actuó bien y valiosamente; su conducta es altamente aprobable» [EAP:
381]. Esta forma de hablar en mi amigo expresa su juicio sobre la conducta
de un hombre. Ese juicio puede ser verdadero o falso y yo puedo estar o no
de acuerdo con él. Si disiento de este juicio, no cuestiono ni ofendo con ello
a mi amigo; simplemente pongo al lado del suyo un juicio distinto, que me
he atrevido a formular. En cambio, si en relación con el mismo caso mi
amigo me dijera, «la conducta del hombre me produjo un sentimiento muy
agradable» [EAP: 381], yo no puedo contradecir a mi amigo sin implicar que
él no sepa lo que está sintiendo y, en consecuencia, sin ofenderlo de una
manera indiscutible, porque le estoy diciendo que es un mentiroso, como no
es el caso cuando contradije su primera afirmación, ésa que expresaba su
juicio.

Si la aprobación o la desaprobación morales consistiesen en simples


sentimientos agradables o desagradables, los proposiciones “tal hombre
actuó bien y valiosamente; su conducta es altamente aprobable” y “la
conducta del hombre me produjo un sentimiento muy agradable” deberían
significar exactamente lo mismo, pero no es así. El primer enunciado
expresa un juicio que no afirma nada sobre el hablante y sí algo acerca del
sujeto del juicio, mientras que la segunda expresa un sentimiento que
experimenta el hablante, que externa él mismo y que no dice nada sobre la
conducta del hombre que produjo en dicho hablante un sentimiento
determinado. Además y como ya se apuntó, a la primera proposición se la
puede contradecir sin que eso conlleve afrenta alguna para el proponente,
en tanto que a la segunda sólo es posible contradecirla efectuando tal
afrenta y diciendo que el proponente es un mentiroso que no sabe lo que
está sintiendo. Ninguna de estas consideraciones sería pertinente si ambas
proposiciones significaran lo mismo y, por consiguiente, la apreciación moral
fuese una cuestión de sentimientos y no de juicios. Pero tal no es el caso.
La apreciación moral tiene propiamente lugar a través de juicios que
generan sentimientos, aunque primero es siempre el juicio y luego el
sentimiento o la sensación. A los juicios de aprobación moral les siguen, en
principio, sentimientos agradables, mientras que a las desaprobaciones
morales, sentimientos desagradables, excepto que a causa de haber tenido
una mala educación moral, nos sintamos mal por hacer cosas buenas, o
bien luego de hacer algo moralmente malo –el mentiroso que se jacta
sinceramente de sus mentiras o el asesino que disfruta sus homicidios...–.

En última instancia, la moralidad no es una mera cuestión de


sentimientos, porque no sólo somos animales, sino seres con
características animales, aunque también dotados de razón, juicio racional y
libertad moral. Precisamente por eso tenemos moralidad y esta moralidad
tiene que ver con juicios racionales mayor o menormente complejos,
afincados en principios acertados para juzgar –en última instancia, de
sentido común– cuando son tales juicios los predominantemente correctos
de un individuo o un ser humano juicioso o sensato. Apuntaría Thomas Reid
en una franca polémica con David Hume e, inclusive, Adam Smith:

El sentido moral es por lo tanto, el poder de juzgar en moral.


Pero Mr. Hume entiende por sentido moral únicamente una
capacidad de sentir, sin juzgar. Considero que esto es abusar
del término... Los autores que ubican la aprobación moral sólo
en el sentimiento, utilizan muy a menudo la
palabra sentimiento (sentiment) para expresar sentimiento sin
juicio (feeling without judgment). A esto también lo considero un
abuso de las palabras. Nuestras determinaciones morales
pudieran, con toda propiedad, ser llamadas sentimientos
morales. Porque en lengua inglesa nunca la
palabra sentimiento, hasta donde yo entiendo, significa mero
sentimiento (feeling), sino juicio acompañado de sentimiento
[EAP: 284].

Pero así como la moralidad humana no es una simple cuestión de


sentimientos, sino una de juicios que involucran posteriormente
sentimientos, así tampoco la justicia es algo sencillamente acordado por los
seres humanos, debido a que ella consista en cuanto es útil para la
preservación y la promoción de la sociedad de tales seres humanos. Ni la
aprobación moral es un mero sentimiento ni la justicia es, en rigor, eso que
denominaría David Hume, en el Libro Tercero su Tratado de la naturaleza
humana, una virtud artificial y no natural como sostuvo Thomas Reid en sus
EAP. En efecto, en el Capítulo V de su quinto ensayo sobre las capacidades
activas del hombre, Reid aduciría que la justicia o bien su ausencia en las
acciones y situaciones, así como nuestro sentido humano para detectarla,
no son algo creado artificialmente por los miembros de nuestra especie, a
partir de una conciencia de intereses racionales que nos permitan
establecer lo que es justo o injusto. La justicia y la injusticia son cosas que
se dan en la realidad y que afectan tanto a las acciones de los seres
humanos –víctimas de la injusticia o acreedores de su contrario–, como
logran ser detectadas o percibidas por esos mismos seres –los cuales están
dotados de un sentido de la justicia o de la capacidad para juzgarla–, como
no así por los demás animales, en quienes los actos justos o injustos
propiamente no resultan pertinentes para el desenvolvimiento de su actuar
animal. Un sentido de las acciones justas e injustas es parte de la
constitución natural de los seres humanos o, dicho en otras palabras, la
justicia es una virtud natural y no artificial.

Reid recordaba que según el Hume del Tratado de la naturaleza humana,


el mérito de la justicia consiste únicamente en su utilidad para la sociedad.
Ni duda cabe, observaba Reid, de que la justicia es útil para la sociedad y
que tan sólo por ello podría ser estimada. Quizás si no la ejercitáramos, no
tendríamos noción de ella, «pero esto es igualmente cierto de los afectos
naturales benevolentes, como la gratitud, la amistad y la compasión, que
Mr. Hume considera virtudes naturales» [EAP: 342], no artificiales, porque
las primeras son las que, en su opinión, producen sentimientos agradables y
las segundas, las que prueban ser útiles para la sociedad o sus miembros,
como la justicia misma. Pudiera, en efecto, decirse con el edimburgués que
los humanos tenemos una noción de la justicia hasta que vivimos en
sociedad, pues ella es una concepción moral y no nacemos teniendo ya
concepciones y juicios morales. «Estos se desarrollan gradualmente, al
igual que la razón» [EAP: 342]. Pero no existen afectos animales que nos
hagan ser justos. Los afectos naturales acaso nos vuelven amables, pero en
modo alguno justos. «La concepción misma de la justicia presupone una
facultad moral, pero no así nuestros afectos naturales amables; de otro
modo, tendríamos que aceptar esa facultad en los animales» [EAP: 342],
algo que, ciertamente, no es el caso.

Lo que ocurre es que cuando los humanos arribamos hasta el ejercicio de


nuestra facultad moral, percibimos algo monstruoso (a turpitude) en los
actos injustos, como también lo hacemos con respecto a los crímenes en
general, y de manera concomitante, experimentamos «una obligación hacia
la justicia, muy aparte de la consideración de su utilidad» [EAP: 243]. En
forma adicional, los seres humanos desarrollamos cierta concepción
racional de los favores y los agravios, debido a que antes adquirimos una
concepción de la justicia y percibimos que estamos obligados, por deber,
hacia ésta, como algo muy distinto e independiente de la utilidad que ella
pudiera brindarnos. Hasta los asaltantes y los piratas, agregaba Reid,
luchan con su conciencia cuando rompen todas las reglas de la justicia y en
sus ratos de soledad sienten remordimiento. Aunque el bien común de la
sociedad (the common good of society) sea algo que complace a todos los
hombres, nadie piensa claramente en dicho bien en el momento de ser
justos o injustos. Tan sólo las personas más educadas e inteligentes llegan
quizás a considerarlo, si bien es imposible hacer de ello una regla general.
Se cumple con la justicia por simple deber moral y porque hay una voz
dentro de nosotros mismos, que proclama que son ruines (base) y merecen
castigo quienes faltan a ella.

Ahora bien, es conveniente establecer ciertas formas específicas como


es factible ser justo o injusto con los demás. Para ello, vale la pena tomar en
cuenta seis agravios muy básicos, entre otros, que llegan a sufrir los seres
humanos. A las personas se les puede agraviar: 1) En su persona, cuando
se las lastima, hiere o mata; 2) En su familia, cuando se afecta de cualquier
modo algún miembro de ésta; 3) En su libertad, cuando se les confina o
limita injustificadamente; 4) En su reputación, cuando se habla mal de ellas
sin fundamento alguno; 5) En los bienes de su propiedad o de su
patrimonio, y 6) A través de la violación a los contratos o compromisos
adquiridos con ellas. Aquí se enumeran seis derechos fundamentales “del
hombre”, que son sus derechos a la seguridad personal, la familia,
la libertad, el buen nombre, la propiedad y el respeto a los acuerdos
pactados con él. Decir que un ser humano tiene derecho a todo esto implica
afirmar las maneras concretas en que debe serse justo con él, tanto como
de no cometerle injusticias, «porque la injusticia es la violación a los
derechos y la justicia, conceder a cada hombre aquello que es su derecho»
[EAP: 349]. Los primeros cuatro de los anteriores derechos del hombre han
sido llamados comúnmente derechos naturales o innatos y los últimos dos,
derechos adquiridos, ya que se derivan con claridad de las prácticas de los
seres humanos, aunque no así de la constitución natural humana. Pero
todos ellos son derechos fundamentales del hombre. Cuando a una persona
se le niegan o violan estos derechos, ella percibe y siente intuitivamente que
ha sido injuriada y sus sentimientos surgen de un juicio que le permite su
facultad moral o su sentido de lo que es justo:

Que estos sentimientos emergen en la mente de un hombre tan


naturalmente como su cuerpo crece hasta la que será su
estatura; que ellos no son el fruto de la instrucción, ya sea de
los padres, ministros religiosos, filósofos o políticos, sino el
mero desarrollo de cuanto es natural, es algo que pienso que
no puede negarse sin descaro (effrontery) [EAP: 349-350].

Y es que encontramos dichos sentimientos igualmente fuertes entre las


“tribus más salvajes” y los pueblos más civilizados de la humanidad. Con
sólo que hubiera dos seres humanos sobre la faz de la tierra, uno pudiera
ser injusto con el otro o hasta consigo mismo si faltara a cualquiera de los
derechos fundamentales de su congénere. No importa que ambos tengan
que crecer e instruirse juntos, a fin de adquirir plena conciencia de los
derechos de cada uno; esos son los derechos de su singular especie
animal.

Cuando David Hume propondría que la justicia es una virtud artificial,


observó Reid, curiosamente la consideró sólo en relación con los últimos
derechos fundamentales adquiridos, el de la propiedad y a contraer y
respetar contratos, y no con respecto a los cuatro derechos naturales o
innatos. Él nunca examinó las injusticias que podían cometerse en
referencia a los otros cuatro derechos fundamentales. Sin embargo, si se
les toma en cuenta a éstos y en conjunto a los seis grandes derechos del
hombre aquí mencionados, es muy ostensible que la justicia y su contrario
son una cuestión de deber, no tanto de interés, y que es preciso estimarla
una virtud natural entre los seres humanos, antes que otra artificial
convenida por ellos y a causa su enorme utilidad pública. En otras palabras,
la justicia es una mera cuestión de especie y no de sociabilidad, porque la
sociabilidad de otros animales –desde aquélla de las abejas o las hormigas
hasta la de los chimpancés o los gorilas, diríamos hoy– no produce en ellos
ni la justicia, ni la moralidad. Los humanos podemos apreciar las injusticias
que existen y ha habido en el mundo y, por supuesto, somos plenamente
capaces de cometerlas –y de enmendarlas–. Los demás animales no.
Estamos obligados por nuestra facultad moral, nuestro sentido de la justicia
y nuestro deber a ser justos, respetando los derechos del hombre y aún –
diríamos ahora recuperando el espíritu de lo dicho por Thomas Reid– los de
otras especies del ámbito natural.

7. La justicia y el humanitarismo
Aunque la noción de justicia y el primer principio moral de sentido común
relativo a ella, en la opinión de Reid, resultan determinantes para insertar a
los seres humanos en el ámbito de la moralidad y, muy especialmente, en el
del deber; y si bien el filósofo aberdinense abundaría sobre dicha justicia en
su obra publicada –en particular, sus EAP–, no está por demás insistir en
que según el esquema general de su pensamiento, ella debiera
acompañarse por lo que en las lecciones sobre filosofía moral de nuestro
autor en el Old College de la Universidad de Glasgow, a partir de 1765 y
hasta 1780, llamó la humanidad o un sentido indispensable
de humanitarismo, como le denominaríamos en la actualidad. Debe tomarse
en cuenta que estas lecciones jamás fueron publicadas en vida de su autor.
Ellas fueron editadas hasta finales del siglo XX por el especialista en la obra
de Thomas Reid, Knud Haakonssen (véase la bibliografía secundaria en
lengua inglesa).

Thomas Reid enseñaba que los deberes humanos se pueden dividir en


los que tenemos hacia nosotros mismos, hacia Dios y hacia nuestros
congéneres. Estos últimos son los deberes sociales, que incluyen a la
justicia, por supuesto, aunque también a la humanidad o el humanitarismo.
Justo es el ser humano que no lastima de ningún modo a sus semejantes y
les concede cuanto les corresponde. Por la justicia, nos abstenemos de
cometer agravios contra nuestros semejantes, pero también por humanidad
es que buscamos hacerles todo el bien que nos es posible o que esté a
nuestro alcance hacerles. La justicia es, propiamente, de una de estas dos
clases: conmutativa o distributiva. Gracias a la justicia conmutativa no
violamos los derechos de los demás ni invadimos su propiedad; no los
afectamos en su persona, su familia o su buen nombre. Ella consiste,
sencillamente, en “no meterse” con nadie y no hacer nada que afecte o le
falte al respeto a otros. Tan necesaria es esta justicia conmutativa en las
sociedades humanas, que sin su concreción esas sociedades no
sobrevivirían el más mínimo tiempo. Se ha dicho que inclusive es necesaria
para preservar una pandilla de ladrones o de piratas, escribiría Reid [Reid
1990: 138].

Y también apuntó en sus lecciones de Glasgow con tema en la justicia:

El primer objetivo de todo gobierno y el principal objetivo de las


leyes humanas es proteger a los hombres de las violaciones
injustas a sus derechos, las cuales pueden intentarse mediante
la violencia y el fraude, así como disuadirlos, por medio de
castigos, de aquellas violaciones a los derechos de otros [Reid
1990: 139].

Esto hace referencia a la justicia distributiva, consistente en la aplicación


de las leyes y en la distribución, por lo tanto, de castigos y recompensas. La
justicia distributiva se puede reducir al hecho de dar a cada quien lo que le
corresponde, pero incluso ello está lejos de las dádivas y concesiones a las
que no llama con propiedad esta justicia distributiva y que, sin embargo,
pueden perfectamente ocurrir por humanidad. Es justo quien no daña a los
otros y les concede cuanto es su derecho, pero es humanitario quien les
procura un bien al que él mismo no está obligado a otorgar y que quien
recibe no tiene derecho a reclamar. Es estupendo, por tanto, ser justos y
ello es lo mínimo que se pide de las personas de bien, pero es factible,
asimismo, ser humanitarios y refrendar y perfeccionar, con ello, a la
moralidad y el deber. Si comprendemos las célebres palabras de Terencio
(ca. 195-159 a.c.), apuntaría Reid –éstas son: Homo sum et nihil humanum
a me alienum puto, “soy un hombre y nada humano me es ajeno” [Reid
1990: 139]–, quedará en claro que, en última instancia, no basta acaso
conque seamos justos, sino que es todavía mejor ser humanitarios.

8. Bibliografía
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REID, Th., Inquiry and Essays. Editado por Ronald E. Beanblossom y
Keith Lehrer, con una introducción de Ronald E. Beanblossom.
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Government, Natural Jurisprudence, and Law of Nations.
Editado de los manuscritos y con una introducción por Knud
Haakonssen. Princeton University Press, Princeton, Nueva
Jersey 1990.

—, An Inquiry into the Human Mind on the Principles of Common


Sense. A Critical Edition. Editado por Derek R. Brookes.
Edinburgh University Press, Edimburgo 1997 (IHM).

—, Essays on the Intellectual Powers of Man. A Critical Edition. Editado


por Derek R. Brookes. The Pennsylvania State University
Press, Pennsylvania 2002 (EIP).

—, The Correspondence of Thomas Reid. Editado por Paul Wood. The


Pennsylvania State University Press, Pennsylvania 2002
(2002b).

—, Essays on the Active Powers of the Human Mind, Etc. Editados por G.


N. Wright. Kessinger Publishing, Montana 2006, pp. 77-392,
(EAP).

—, An Essay on Quantity, Occasioned by Reading a Treatise in which


Simple and Compound Ratios are Applied to Virtue and Merit.
Editado por G. N. Wright. Kessinger Publishing, Montana 2006,
pp. 591-599, (2006b).
8.2. Traducciones al español
REID, Th., “Lecciones sobre las bellas artes”. Traducción crítica y Estudio
introductorio de Jorge V. Arregui, en Contrastes, Volumen III,
Universidad de Málaga, Málaga 1998, pp. 355-384.

—, La filosofía del sentido común. Breve antología de textos de Thomas


Reid. Versión castellana e introducción de José Hernández
Prado. UAM-Azcapotzalco, Colección Ensayos 5, México 2003.

—, Una investigación sobre la mente humana según los principios del


sentido común. Traducción e introducción de Ellen Duthie.
Editorial Trotta, Madrid 2004.

—, Del poder. Traducción y Estudio introductorio de Francisco Rodríguez


Valls. Ediciones Encuentro, Madrid 2005.

8.3. Bibliografía secundaria


8.3.1 En lengua inglesa

CAMPBELL FRASER, A., Thomas Reid, Famous Scots Series, Oliphant


Anderson & Ferrier, Edimburgo y Londres 1898.

CUNEO, T. y VAN WOUDENBERG, R., The Cambridge Companion to


Thomas Reid. Cambridge University Press, Nueva York 2004
(con colaboraciones de Alexander Broadie, Paul Wood,
Nicholas Wolterstorff, James van Cleve, John Greco, Lorne
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FERGUSON, L., Common Sense. Routledge, Londres y Nueva York 1989.

HAAKONSSEN, K., “Introduction” a Thomas Reid, Practical Ethics. Being


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HALDANE, J. (ed.), «American Catholic Philosophical Quarterly», LXXIV


(2000) (con colaboraciones de John Haldane, Ralph McInerny,
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Beanblossom, Nicholas Wolsterstorff y C. A. J. Coady).

—, The Philosophy of Thomas Reid, «The Philosophical Quarterly», 52


(2002, Núm. 209, Octubre) (con colaboraciones de John
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Etienne Brun-Rovet, Alan Tapper, Ferenc Huoraanski, John
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Press, Nueva York y Oxford 2007.

— (ed.), Reid and Comtemporary Philosophy, «Journal of Scottish


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