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Lecturas seleccionadas de Filosofía

Selección Prof. Francisco Estrada


Curso Introducción al derecho

Aristóteles, Ética Nicomaquea. (fragmento) p. 2


Kant, E., Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (fragmento) p. 12
Kant, E., ¿Qué es la Ilustración? p. 18
Rorty, R., Contingencia, ironía y solidaridad. (fragmento) p. 24

1
Étic a Nic omaquea
Aristóte le s

TRADUCCIÓN Y NOTAS POR


JULlO PALLÍ BONET
Editorial Gredos, 1985

LIBRO V
EXAMEN DE LAS VIRTUDES ÉTICAS (CONT.)

1. Naturaleza de la justicia y de la injusticia

Con relación a la justicia y a la injusticia, debemos considerar a qué clase de acciones se


refieren, cuál es el término medio de la justicia y entre qué extremos lo justo es término
medio y nuestra investigación se hará de acuerdo con el método empleado en lo que
precede.1
Pues bien, observamos que todos los hombres, cuando hablan de la justicia, creen que
es un modo de ser por lo cual uno está dispuesto a practicar lo que es justo, a obrar
justamente y a querer lo justo; y de la misma manera, respecto de la injusticia, creen que
es un modo de ser por el cual obran injustamente y quieren lo injusto. Por tanto,
pongamos nosotros por fundamento estas cosas a modo de boceto. Pues la índole de las
ciencias y facultades no es la misma que la de los modos de ser.

Una facultad y una ciencia parecen ser las mismas para los contrarios2, pero un modo
de ser contrario no lo es de sus contrarios; por ejemplo, de la salud surgen cosas
saludables, pero no las contrarias, y, así, decimos que un hombre anda saludablemente
1s cuando anda como lo hace el que está sano.

Muchas veces se conoce un modo de ser por su contrario, pero muchas veces también
se conocen los modos de ser por las cosas en las cuales se dan; de este si la disposición

1
Es decir, el método que ha sido aplicado en la exposición de las otras virtudes éticas y que consiste en
precisar rigurosamente el sentido de las palabras. Aquí, más que en parte alguna, se impone dicho método,
por las implicaciones que entrañan los diversos significados que, para Aristóteles, tienen las palabras
«justicia» y «justo».
2
Ya que en una ciencia caben los contrarios. Así, la filosofía trata del ser y del no ser; la aritmética, de los
números pares e impares; la medicina, de la salud y de la enfermedad. En cambio, las disposiciones éticas
se limitan a un contrario: así, por ejemplo, un hombre justo está dispuesto a hacer cosas justas, pero no
injustas.

2
buena es manifiesta, la mala también se hace manifiesta, y la buena disposición se
conoce por las cosas que están en buena condición, y éstas por aquélla. Así, si la buena
condición es la firmeza de carne, es necesario que la mala sea la flojedad de carne, y lo
que produzca firmeza en la carne será favorable para la buena condición. Se sigue, por
lo general, que si un término tiene muchos significados, el contrario también los tendrá;
por ejemplo, si lo justo, también lo injusto. Ahora bien, parece que la justicia y la
injusticia tienen varios significados, pero por ser estos próximos, su homonimia pasa
inadvertida y no es tan clara como en los casos en los cuales el sentido está alejado; así
ocurre, por ejemplo, con el término equívoco “llave”, que significa la clavícula del cuello
de los animales, pero también el instrumento para cerrar las puertas (pues aquí la
diferencia observada es grande).

Vamos a considerar los diversos sentidos de la palabra injusto. Parece que es injusto el
transgresor de la ley, pero lo es también el codicioso y el que no es equitativo; luego es
evidente que el justo será el que observa la ley y también el equitativo. De ahí que lo
justo equitativo. Puesto que el injusto es también codicioso, estará en relación con los
bienes, no todos sino con aquellos referentes al éxito y al fracaso, los cuales,
absolutamente hablando, son siempre bienes, pero para una persona particular no
siempre. Los hombres los piden a los dioses y los persiguen, pero no deben hacerlo, sino
pedir que los bienes absolutos sean también bienes para ellos, y escoger los que son
bienes para ellos. El injusto no siempre escoge la parte mayor, sino también la menor
cuando se trata de males absolutos; pero, como parece que el mal menor es también, en
cierto modo, un bien, y la codicia lo es de lo que es bueno, parece, por esta razón,
codicioso. Y no es equitativo, pues este término es inclusivo y es común a ambos.

Puesto que el transgresor de la ley era injusto y el legal justo, es evidente que todo lo
legal es, en cierto modo, justo, pues lo establecido por la legislación es legal y cada una
de estas disposiciones decimos que es injusta.3

Pero las leyes se ocupan de todas las materias, apuntando al interés común de todos o
de los mejores, o de los que tienen autoridad, o a alguna otra cosa semejante; de modo
que, en un sentido, llamamos justo a lo que produce o preserva la felicidad o sus
elementos para la comunidad política. También la ley ordena hacer lo que es propio del
valiente, por ejemplo abandonar el sitio, ni huir ni arrojar las armas; y lo que es propio
del moderado, como no cometer adulterio, ni insolentarse, y lo que es propio del
apacible, como no dar golpes ni hablar mal de nadie; e, igualmente, lo que es propio de
las demás virtudes y formas de maldad, mandando lo uno y prohibiendo lo otro,
rectamente cuando la ley está bien establecida, y pero cuando ha sido arbitrariamente
establecida. Esta clase de justicia, la virtud cabal, pero con relación a otra persona y no
absolutamente hablando. A causa de esto, muchas veces, la justicia parece la más

3
Aristóteles introduce una modificación a la tesis tradicional que identificaba lo legal y lo justo: la
conformidad con la ley es justa, pero en cieno modo solamente.

3
excelente de las virtudes y que “ni el atardecer ni la aurora son tan maravillosos”, y, para
emplear un proverbio, “en la justicia están incluidas todas las virtudes.” Es la virtud en el
más cabal sentido, porque es la práctica de la virtud perfecta, y es perfecta, porque el que
la posee puede hacer uso de la virtud con los otros y no sólo consigo mismo.

En efecto, muchos son capaces de usar la virtud en lo propio y no capaces en lo que


respecta a otros; por esta razón, el dicho de Bías4, parece verdadero, cuando dice «el
poder mostrará al hombre» pues el gobernante está en relación con otros y forma parte
de la comunidad. Por la misma razón, la justicia es la única, entre las virtudes, que
parece referirse al bien ajeno, porque afecta a los otros; hace lo que conviene a otro, sea
gobernante o compañero. El peor de los hombres es, pues, el que usa de maldad consigo
mismo y sus compañeros; el mejor, no el que usa de virtud para consigo mismo, sino
para con otro; porque esto es una tarea difícil. Esta clase de justicia, entonces, no es una
parte de la virtud, sino la virtud entera, y la injusticia lo contraria no es una parte del
vicio, sino el vicio total.

Qué diferencia hay entre la virtud y esta clase de justicia, está claro por lo que hemos
dicho. Es, en efecto, lo mismo, pero su esencia no es la misma, sino que, en cuanto que
está en relación con otro, es justicia, pe ro, en cuanto que es un modo de ser de tal índole,
es, de forma absoluta, virtud.

(…)

3. Justicia distributiva

Puesto que el injusto es desigual y lo injusto es desigual, es evidente que existe un


término medio de lo desigual, y éste es lo igual, porque en toda acción en la que existe
lo más y lo menos se da también lo igual. Así pues, si lo injusto es desigual, lo justo es
igual, lo cual, sin necesidad de argumentos, todos lo admiten.

Y puesto que lo igual es un término medio, lo justo será también un término medio.
Ahora, lo justo depende al menos de dos cosas. De acuerdo con ello, necesariamente, lo
justo será un término medio e igual en relación con algo y con algunos. Como término
medio, lo será de unos extremos (es decir, de lo más y lo menos); como igual, respecto
de los términos, y como justo, en relación con ciertas personas. Por tanto, lo justo deberá
requerir, por lo menos, cuatro términos: pues, aquellos para quienes es justo son dos, y
las cosas en las que reside también son dos. Y la igualdad será la misma en las personas
y en las cosas, pues la relación de unas y otras es la misma; en efecto, si no son iguales,

4
Uno de los Siete Sabios. El mismo pensamiento lo expone Creonte en la Antigona de Sófocles.

4
no tendrán partes iguales. De ahí que se susciten disputas y acusaciones, cuando aquellos
que son iguales no tienen o reciben partes iguales y cuando los que no son iguales tienen
y reciben partes iguales. Y esto está claro por lo que ocurre con respecto al mérito, pues
todo debe estar de acuerdo con ciertos méritos, pero no todos coinciden en cuanto al
mérito mismo, sino que los demócratas lo ponen en la libertad, los oligárquicos en la
riqueza o nobleza, y los aristócratas en la virtud.

Lo justo, entonces, es un especie de proporción (y la proporción es una propiedad no


meramente de números, con unidades abstractas, sino del número en general).5 La
proporción es una igualdad de razones y requiere, por lo menos, cuatro términos.
Claramente, la proporción discreta requiere cuatro términos; pero también la continua,
porque se sirve de uno de ellos como de dos y lo menciona dos veces: por ejemplo, A es
a B como B es a C. El término B se menciona dos veces, de ahí que si B se pone dos
veces, los términos de la proporción son cuatro. También lo justo requiere, por lo menos,
cuatro términos y la razón es la misma, pues son divididos de la misma manera, como
personas y como cosas. De acuerdo con ello, lo que el término A es al B, así lo será el C
al D, y viceversa, lo que el A es al C, así el B al D, de modo que el total (A + C) será
referido al total (B + D). Esto es lo que la distribución combina, y si la disposición es
ésta, la combinación es justa. Por tanto, la unión del término A con el C y del B con el
D constituyen lo justo en la distribución, y esta justicia es un término medio en la
proporción, porque lo proporcional es un término medio y lo justo es proporcional. Los
matemáticos llaman a tal proporción geométrica; en efecto, en la proporción geométrica,
el todo está, con respecto al todo, en la misma relación que cada parte con respecto a
cada parte. Pero esta proporción no es continua, porque ningún término numéricamente
uno puede representar la persona y la cosa.

Lo justo, entonces, es la proporción, y lo injusto lo que va contra la proporción. Un


término es mayor y otro menor, como ocurre también en la práctica; pues el que comete
la injusticia tiene una porción excesiva

de bien y el que la padece, demasiado pequeña. Tratándose de lo malo ocurre al revés,


pues el mal menor, comparado con el mayor, se considera un bien, ya que el mal menor
se prefiere al mayor, y lo preferible es un bien, y cuanto más preferible, mayor.
Ésta es, pues, una especie de justicia.

5
Después de demostrar que la justicia distributiva implica cuatro términos, pasa, ahora, Aristóteles a la
consideración de que es necesaria una cierta proporción entre estos términos. Proporción directa es aquella
en la que los cuatro términos son diferentes; proporción continua es la que tiene los mismos términos
medios.

5
4. Justicia correctiva

Nos queda por considerar la justicia correctiva, que tiene lugar en los tratos mutuos,
tanto voluntarios como involuntarios. Esta forma de lo justo es distinta a la anterior. En
efecto, la justicia distributiva de los bienes comunes es siempre conforme a la proporción
establecida arriba, pues, incluso si la distribución se hace de riquezas comunes, se hará
de acuerdo con la misma proporción que la existente entre las cantidades aportadas por
los compañeros; y la injusticia que se opone a esta clase de justicia es una violación de
la proporción.

En cambio, en las relaciones entre individuos, lo justo es, sin duda, una igualdad y lo
injusto una desigualdad, pero no según aquella proporción, sino según la aritmética. No
importa, en efecto, que un hombre bueno haya despojado a uno malo o al revés, o que
un hombre bueno o malo hayan cometido un adulterio: la ley sólo mira a la naturaleza
del daño y trata ambas partes como iguales, al que comete la injusticia y al que la sufre,
al que perjudica y al perjudicado. De suerte que el juez intenta, igualar esta clase de
injusticia, que es una desigualdad; así, cuando uno recibe y el otro da un golpe, o uno
mata y otro muere, el sufrimiento y la acción se reparten desigualmente, pero el juez
procura igualarlos con el castigo quitando de la ganancia. Aunque a veces no sea la
palabra apropiada, se puede en estos casos hablar, en general de ganancia (por ejemplo,
refiriéndose al que ha dado un golpe) y de pérdida (refiriéndose a la víctima); pero,
cuando esta clase de daño se mide, decimos que uno gana y otro pierde.

De suerte que lo igual es un término medio entre lo más y lo menos, y la ganancia y la


pérdida son más y menos en sentido contrario, porque la ganancia es el bien mayor o el
mal menor, y la pérdida lo contrario. El término medio de éstos era lo igual, lo cual
decimos que es lo justo, de modo que la justicia correctiva será el término medio entre
la pérdida y la ganancia. Es por esto por lo que aquellos que discuten recurren al juez, y
el acudir al juez es acudir a la justicia, porque el juez quiere ser como una personificación
de la justicia; se busca al juez como término medio y algunos llaman a los jueces
mediadores, creyendo que si alcanzan lo intermedio se alcanzará justicia. Por tanto, la
justicia es un término medio, puesto que lo es el juez. El juez restablece la igualdad, y es
como si de una línea dividida en segmentos desiguales quitara del mayor el trozo que
excede de la mitad y lo añadiera al segmento menor. Cuando el todo se divide en dos
partes, se dice que cada una tiene lo suyo siempre que ambas sean iguales, y lo igual sea
el término medio entre lo mayor y lo menor según la proporción aritmética. Por esto, se
llama justo, porque es una división en dos mitades, como si dijera «dividido en dos
mitades», y el juez «uno que divide en dos mitades». Porque si se quita una unidad de
dos cosas iguales y se añade a la otra, la segunda excederá a la primera en dos unidades,
ya que, si se quitara a la una y no se añadiera a la otra, ésta excedería a la primera sólo

6
en una unidad. Por tanto, excede a la mitad en uno, y la mitad excede a la parte
disminuida en una unidad. Así, entonces, sabremos qué es lo que se debe quitar al que
tiene más y qué al que tiene menos, y esta cantidad es la que debe quitarse del mayor.

Sean las líneas AA', BB' y CC', iguales entre sí; quítese de la línea AA' el segmento AE,
y añádase a la línea cC' el segmento CD, de modo que la línea entera DCC' exceda a la
línea EA' en los segmentos CD y CF; excederá, entonces, a la línea BB' en el segmento
CD.

Los términos «ganancia» y «pérdida» proceden de lo los cambios voluntarios, pues a


tener más de lo que uno poseía se le llama ganar y a tener menos de lo que tenía al
principio, perder, y lo mismo en el comprar, en el vender y en todos los otros cambios
que la ley permite; y cuando dos partes no tienen ni más ni menos sino lo mismo que
tenían, se dice, entonces, que tienen lo que pertenece a cada uno y que ni pierden ni
ganan.

De modo que lo justo es un término medio entre una especie de ganancia y de pérdida
en los cambios no voluntarios y (consiste en) tener lo mismo antes que después.

5. La justicia y la reciprocidad

Algunos creen también que la reciprocidad es, sin más, justa, como decían los
pitagóricos, que definían, simplemente, la justicia como reciprocidad. Pero la
reciprocidad no se compagina ni con la justicia distributiva ni con la correctiva, aunque
se quiere interpretar en favor de esta identificación la justicia de Radamantis:

«Si el hombre sufriera lo que hizo, habría recta justicia».6

Muchas veces, en efecto, están en desacuerdo. Por ejemplo, si un magistrado golpea a


uno, no debe, a su vez, ser golpeado por éste, pero si alguien golpea a un magistrado, no

6
Radamantis, hermano de Minos, rey de Creta, tenía fama de justo (cf. Platón, Leyes 1 625a). El hexámetro
se encuentra en Hesíodo.

7
sólo debe ser golpeado, sino también castigado. Hay aquí, además, una gran diferencia
entre lo voluntario y lo involuntario. Sin embargo, en las asociaciones por cambio, es
esta clase de justicia la que mantiene la comunidad, o sea, la reciprocidad basada en la
proporción y no en la igualdad. Pues es por una acción recíprocamente proporcionada
por lo que la ciudad se mantiene unida. En efecto, los hombres buscan, o devolver mal
por mal (y si no pueden, les parece una esclavitud), o bien por bien, y si no, no hay
intercambio, y es por el intercambio por lo que se mantienen unidos. Es por ello por lo
que los hombres conceden un prominente lugar al santuario de las Gracias, para que
haya retribución, porque esto es propio de la gratitud: devolver un servicio al que nos ha
favorecido, y, a su vez, tomar la iniciativa para favorecerle.

Lo que produce la retribución proporcionada es la unión de términos diametralmente


opuestos7. Sea A un arquitecto, B un zapatero, C una casa y D un par de sandalias. El
arquitecto debe recibir del zapatero lo que éste hace y compartir con él su propia obra;
si, pues, existe en primer lugar la igualdad proporcional, y después se produce la
reciprocidad, se tendrá el resultado dicho. Si no, no habrá igualdad y el acuerdo no será
posible; pues nada puede impedir que el trabajo de uno sea mejor que el del otro, y es
necesario, por tanto, igualarlos.

Esto ocurre también con las demás artes. Se destruirán, en efecto, si lo que hace el
agente, cuanto hace y como lo hace, no lo experimenta el paciente en esa misma medida
e índole. Pues una asociación por cambio no tiene lugar entre dos médicos, sino entre
un médico y un agricultor, y en general entre personas diferentes y no iguales. Pero es
preciso que se igualen y, por eso, todas las cosas que se intercambian deben ser, de
alguna manera, comparables. Para esto se ha introducido, la moneda, que es de algún
modo, algo intermedio, porque todo lo mide, de suerte que mide también el exceso y el
defecto: cuántos pares de sandalias equivalen a una casa o a un determinado alimento.
Es preciso, pues, que entre el arquitecto y el zapatero haya la misma relación que hay
entre una cantidad de zapatos y una casa o tal alimento. Pues, de otro modo, no habrá
cambio ni asociación. Pero esta proporción no será posible, si los bienes no son, de
alguna manera, iguales,

Es menester, por tanto, que todo se mida por una sola cosa, como se dijo antes. En
realidad, esta cosa es la necesidad que todo lo mantiene unido; porque si los hombres
no necesitaran nada o no lo necesitaran por igual, no habría cambio o no tal cambio.
Pero la moneda ha venido a ser como una especie de sustituto de la necesidad en virtud
de una convención, y por eso se llama así, porque no es por naturaleza sino por ley, y
está en nuestras manos cambiarla o inutilizarla.8

7
Aristóteles va a explicarnos la diferencia que existe entre la reciprocidad proporcional y la justicia
distributiva. La misma diferencia la encontramos también en la Ética Eudemia (IV 10, 1224b).
8
Una vez más (cf. Política 1 9, 1257b), se insiste aquí en el carácter ficticio o artificial de la moneda,
cuyo valor radica en un acuerdo tácito de los contratantes.

8
Habrá, por tanto, reciprocidad cuando la igualación en el cambio llegue a ser tal que el
agricultor sea al zapatero como el producto del zapato al del agricultor. Pero nosotros
usaremos esta especie de proporción no después del cambio (porque, de otro modo, uno
de los extremos tendrá ambos excesos), sino cuando ambas partes tengan cada uno lo
suyo. Y, así, son iguales y capaces de asociación, porque esta igualdad puede realizarse
en su caso. Sea A el agricultor, C el alimento que produce, B el zapatero y D su producto
una vez igualado a C. Si no fuera posible la reciprocidad, no existiría asociación.

Que la necesidad, como una especie de unidad lo mantiene todo unido, está claro por el
hecho de que, cuando las dos partes, ya ambas o una sola, no tienen necesidad una de
otra, no hacen el cambio como cuando una necesita lo que tiene la otra, por ejemplo,
vino o trigo. Debe tener lugar, por tanto, esta ecuación. En cuanto al cambio futuro, si
ahora no necesitamos nada, pero podemos necesitar luego, la moneda sirve como
garante, porque el que tiene dinero debe poder adquirir.

Ahora, la moneda está sujeta a la misma fluctuación, porque no tiene siempre el mismo
valor, pero, con todo, tiene una tendencia mayor a permanecer la misma. por ello, todas
las cosas deben tener un precio, porque, así, siempre habrá cambio, y con él asociación
de hombres. Así pues, la moneda, como una medida, iguala las cosas haciéndolas
conmensurables: no habría asociación, si no hubiese cambio, ni cambio, si no hubiera
igualdad, ni igualdad, si no hubiera conmensurabilidad.

En realidad, es imposible que cosas que difieran tanto lleguen a ser conmensurables,
pero esto puede lograrse suficientemente con la necesidad. Debe existir, entonces, una
unidad establecida en virtud de un acuerdo, porque esto hace todas las cosas
conmensurables. En efecto, con la moneda todo se mide. Sea A una casa, B diez minas,
C una cama. A es la mitad de B, si la casa vale cinco minas o su equivalente; la cama C,
es la décima parte de B. Es claro, entonces, cuántas camas valdrán lo mismo que una
casa, es decir, cinco. Es evidente que el cambio se haría de este modo antes de existir la
moneda. No hay diferencia, en efecto, entre cinco camas por una casa y el precio de
cinco camas.

Hemos establecido, pues, qué es lo injusto y lo justo. Definidos éstos, es evidente que la
conducta justa es un término medio entre cometer injusticia y padecerla; lo primero es
tener más, lo segundo tener menos. La justicia es un término medio, pero no de la misma
manera que las demás virtudes, sino porque es propia del medio, mientras que la
injusticia lo es de los extremos.9

Y la justicia es una virtud por la cual se dice que el justo practica intencionadamente lo
justo y que distribuye entre sí mismo y otros, o entre dos, no de manera que él reciba
más de lo bueno y el prójimo menos, y de lo malo al revés, sino proporcionalmente lo

9
A diferencia de las otras virtudes, que se encuentran entre dos vicios, por exceso y por defecto, la justicia
no tiene más que un vicio, la injusticia, que puede ser considerada como un exceso.

9
mismo, e, igualmente, si la distribución es entre otros dos. Y en lo que respecta a lo
injusto, la injusticia es lo contrario (de la justicia), esto es, exceso y defecto de lo inútil y
lo perjudicial, contra toda proporción.

La injusticia es exceso y defecto, en el sentido de que es exceso de lo útil absolutamente


con relación a uno mismo, y defecto de lo que es perjudicial; y, tratándose de los demás,
en conjunto lo mismo, pero contra la proporción en cualquiera de los casos. Y la acción
injusta lo es por defecto si se sufre, por exceso si se comete.

Queda dicho, de esta manera, cuál es la naturaleza de la justicia y de la injusticia, y lo


mismo, respecto de lo justo y lo injusto en general.
(…)

10. La equidad

Nos queda por hablar acerca de la equidad y de lo equitativo, en qué relación está la
equidad con la justicia, y lo equitativo con lo justo. En efecto, cuando los examinamos
atentamente, no aparecen ni como los mismos, propiamente hablando, ni como de
géneros diferentes; y mientras, unas veces, alabamos lo equitativo y al hombre que lo es
(de suerte que, cuando alabamos las otras virtudes, usamos el término «equitativo», en
vez del de bueno, y para una cosa más equitativa empleamos el de «mejor»), otras veces,
cuando razonamos sobre ello, nos parece absurdo que lo equitativo, siendo algo distinto
de lo justo, sea loable; porque, si son diferentes, o lo justo no es bueno o lo equitativo no
es justo; y si ambas son buenas, son la misma cosa.

Tales son, aproximadamente, las consideraciones a que da lugar el problema relativo a


lo equitativo. Todas son correctas en cierto modo y ninguna está en contradicción con
las demás. Porque, lo equitativo, si bien es lo mejor que una cierta clase de justicia, es
justo, y no es mejor que lo justo, como si se tratara de otro género.

Así, lo justo y lo equitativo son lo mismo, y aunque ambos son buenos, es mejor lo
equitativo. Lo que ocasiona la dificultad es que lo equitativo, si bien es justo, no ]o es de
acuerdo con la ley, sino como una corrección de la justicia legal. La causa de ello es que
toda ley es universal y que hay casos en los que no es posible tratar las cosas rectamente
de un modo universal. En aquellos casos, pues, en los que es necesario hablar de un
modo universal, sin ser posible hacerlo rectamente, la ley acepta lo más corriente, sin
ignorar que hay algún error. Y no es por eso menos correcta, porque el yerro no radica
en la ley, ni en el legislador, sino en la naturaleza de la cosa, pues tal es la índole de las

10
cosas prácticas. Por tanto, cuando la ley presenta un caso universal y sobrevienen
circunstancias que quedan fuera de la fórmula universal, entonces está bien, en la
medida en que el legislador omite y yerra al simplificar, el que se corrija esta omisión,
pues el mismo legislador habría hecho esta corrección si hubiera estado presente y habría
legislado así si lo hubiera conocido.

Por eso, lo equitativo es justo y mejor que cierta clase de justicia, no que la justicia
absoluta, pero sí mejor que el error que surge de su carácter absoluto. Y tal es la
naturaleza de lo equitativo: una corrección de la ley en la medida en que su universalidad
la deja incompleta. Esta es también la causa de que no todo se regule por la ley, porque
sobre algunas cosas es imposible establecer una ley, de modo que es necesario un
decreto.

Pues de lo que es indefinido, la regla también lo es, y como la regla de plomo usada en
las construcciones lesbias10, que no es rígida, sino que se adapta a la forma de la piedra;
así también los decretos se adaptan a los casos.

Queda claro, pues, qué es lo equitativo y qué lo justo, y qué clase de justicia es mejor.
Con esto queda también de manifiesto quién es el hombre equitativo: aquel que elige y
practica estas cosas justas, y aquel que, apartándose de la estricta justicia y de sus peores
rigores, sabe ceder, aunque tiene la ley de su lado. Tal es el hombre equitativo, y este
modo de ser es la equidad, que es una clase de justicia, y no un modo de ser diferente.

10
En la construcción de las piedras poligonales se usaban reglas de plomo para lograr encontrar otra piedra
que encajara perfectamente con la ya colocada.

11
Fundamentación de la metafísica de las costumbres (fragmento)
Emmanuel Kant (2002)
Alianza, versión castellana y estudio preliminar de Roberto R. Aramayo

pp. 92- 96

El valor moral de la acción no reside, pues, en el efecto que se aguarda de ella, ni


tampoco en algún principio de acción que precise tomar prestado su motivo del efecto
aguardado. Pues todos esos efectos (estar a gusto con su estado e incluso el fomento de
la felicidad ajena) podían haber acontecido también merced a otras causas y no se
necesitaba para ello la voluntad de un ser racional, único lugar donde puede ser
encontrado el bien supremo e incondicionado. Ninguna otra cosa, salvo esa
representación de la ley en sí misma la que sólo tiene lugar en seres racionales, en tanto
que dicha representación, y no el efecto esperado, es el motivo de la voluntad, puede
constituir ese bien tan excelente al que llamamos «bien moral», el cual está presente ya
en la persona misma que luego actúa de acuerdo con ello, pero no cabe aguardarlo a
partir del efecto Mas, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, sin tomar en cuenta
el efecto aguardado merced a ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda
ser calificada de «buena» en términos absolutos y sin paliativos?

Como he despojado a la voluntad de todos los acicates que pudieran surgirle a partir del
cumplimiento de cualquier ley, no queda nada salvo la legitimidad universal de las
acciones en general, que debe servir como único principio para la voluntad, es decir, yo
nunca debo proceder de otro modo salvo que pueda querer también ver convertida en
ley universal a mi máxima. Aquí es la simple legitimidad en general (sin colocar como
fundamento para ciertas acciones una determinada ley) lo que sirve de principio a la
voluntad y así tiene que servirle, si el deber no debe ser por doquier una vana ilusión y
un concepto quimérico; con esto coincide perfectamente la razón del hombre común en
su enjuiciamiento práctico, ya que siempre tiene ante sus ojos el mencionado principio.

Valga como ejemplo esta cuestión: ¿Acaso no me resulta lícito, cuando me hallo en un
aprieto, hacer una promesa con el propósito de no mantenerla?

12
Aquí me resulta sencillo distinguir que la pregunta puede tener uno u otro significado,
según se cuestione si hacer una falsa promesa es algo prudente o conforme al deber. Sin
duda, lo primero puede tener lugar muy a menudo. Advierto que no basta con esquivar
un apuro actual por medio de semejante subterfugio, y habría de meditar
cuidadosamente si luego no podría derivarse a partir de esa mentira una molestia mucho
mayor que aquellas de las cuales me libro ahora, y, como las consecuencias no son fáciles
de prever con toda mi presunta astucia, pues una confianza perdida podría volverse
alguna vez mucho más perjudicial para mí que todo el daño que ahora pretendo evitar,
habría de considerar si no sería más prudente proceder según una máxima universal y
acostumbrarse a no prometer nada sin el propósito de mantenerlo. Mas en seguida me
resulta obvio que una máxima semejante siempre tiene como fundamento el miedo a las
consecuencias. Ahora bien, es algo completamente distinto el ser veraz por deber que
serlo por la preocupación de unas consecuencias perjudiciales; en el primer caso, el
concepto de acción ya entraña en sí mismo una ley para mí y, en el segundo, he de
comenzar por sopesar qué efectos podría llevar aparejados tal acción para mí. Pues,
cuando me desvío del principio relativo al deber, eso supone algo malo con total certeza;
pero si traiciono mi máxima de la prudencia, eso puede serme muy provechoso de vez
en cuando, aunque resulte más fiable perseverar en ella.

Con todo, el modo más rápido e infalible de aleccionarme para resolver este problema
sobre si una promesa mendaz resulta conforme al deber es preguntarme a mí mismo:
¿Acaso me contentaría que mi máxima (librarme de un apuro gracias a una promesa
ficticia) debiera valer como una ley universal (tanto para mí como para los demás),
diciéndome algo así como: «Cualquiera puede hacer una promesa hipócrita, si se halla
en un apuro del que no puede salir de otro modo»? En seguida me percato de que, si bien
podría querer la mentira, no podría querer en modo alguno una ley universal del mentir;
pues con arreglo a una ley tal no se daría propiamente ninguna promesa, porque
resultaría ocioso fingir mi voluntad con respecto a mis futuras acciones ante otros, pues
éstos no creerían ese simulacro o, si por precipitación lo hicieran, me pagarían con la
misma moneda, con lo cual mi máxima, tan pronto como se convirtiera en ley universal,
tendría que autodestruirse.

Qué he de hacer por lo tanto para que mi querer sea moralmente bueno; para eso no
necesito una penetrante agudeza que sepa calar muy hondo. Sin experiencia con
respecto al curso del mundo, incapaz de abarcar todos los acontecimientos que se
concitan en él, basta con que me pregunte: «¿Puedes querer también que tu máxima se
convierta en una ley universal?». De no ser así, es una máxima reprobable, no por causa
de algún perjuicio inminente para ti o para otros, sino porque no puede cuadrar como
principio en una posible legislación universal, algo hacia lo que la razón me arranca un
respeto inmediato aun antes de pasar a examinar en qué se basa (una indagación que le

13
corresponde al filósofo), si bien llego a entender al menos que se trata de una estimación
del valor, el cual prevalece largamente sobre todo cuanto es encarecido por la
inclinación; la necesidad de mi acción merced al puro respeto hacia la ley práctica es
aquello que forja el deber, y cualquier otro motivo ha de plegarse a ello, puesto que
supone la condición de una voluntad buena en sí cuyo valor se halla por encima de todo.

pp. 111-113

Cada cosa de la naturaleza opera con arreglo a leyes. Sólo un ser racional posee la
capacidad de obrar según la representación de las leyes o con arreglo a principios del
obrar, esto es, posee una voluntad. Como para derivar las acciones a partir de leyes se
requiere una razón, la voluntad no es otra cosa que razón práctica. Si la razón determina
indefectiblemente a la voluntad, entonces las acciones de un ser semejante que sean
reconocidas como objetivamente necesarias lo serán también subjetivamente, es decir,
la voluntad es una capacidad de elegir sólo aquello que la razón reconoce
independientemente de la inclinación como prácticamente necesario, o sea, como
bueno. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente a la voluntad y ésta se
ve sometida además a condiciones subjetivas (ciertos móviles) que no siempre coinciden
con las objetivas, en una palabra, si la voluntad no es de suyo plenamente conforme con
la razón (como es el caso entre los hombres), entonces las acciones que sean reconocidas
como objetivamente necesarias serán subjetivamente contingentes y la determinación de
una voluntad semejante con arreglo a leyes objetivas supone un apremio, es decir, la
relación de las leyes objetivas para con una voluntad que no es del todo buena será
ciertamente representada como la determinación de la voluntad de un ser racional por
fundamentos de la razón, si bien esa voluntad no obedece necesariamente a estos
fundamentos según su naturaleza.

La representación de un principio objetivo, en tanto que resulta apremiante para una


voluntad, se llama un mandato (de la razón), y la fórmula del mismo se denomina
imperativo.

Todos los imperativos quedan expresados mediante un deber-ser y muestran así la


relación de una ley objetiva de la razón con una voluntad cuya modalidad subjetiva no
se ve necesariamente determinada merced a ello (un apremio). Dicen que sería bueno
hacer o dejar de hacer algo, si bien se lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo
por el hecho de representárselo como bueno. Sin embargo, bueno, en términos prácticos,
es lo que determina a la voluntad mediante las representaciones de la razón, por ende,
no por causas subjetivas, sino objetivas, o sea, por principios que sean válidos para
cualquier ser racional en cuanto tal.

14
pp. 135-139

La cuestión entonces es ésta: ¿Supone una ley necesaria para todos los seres racionales
enjuiciar siempre sus acciones según máximas acerca de las cuales ellos mismos podrían
querer que sirvieran como leyes universales?

Si existe una ley tal, ésta ha de hallarse ya vinculada (plenamente a priori) con el
concepto de la voluntad de un ser racional en general. Mas para descubrir esta
vinculación hay que dar un paso más allá, por mucho que uno se resista a ello, y
adentrarse en la metafísica, aunque tengamos que adentrarnos en un territorio metafísico
distinto al de la filosofía especulativa, cual es la metafísica de las costumbres.

En una filosofía práctica donde no nos concierne admitir fundamentos de aquello que
sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aun cuando nunca suceda, esto es, leyes
objetivo-prácticas, no necesitamos emprender una indagación sobre los fundamentos de
por qué algo agrada o desagrada, ni sobre cómo el deleite de la mera sensación se
diferencia del gusto y si éste se distingue a su vez de un deleite universal de la razón; no
precisamos indagar sobre qué descansa el sentimiento del placer y displacer, ni cómo se
originan a partir de ahí apetitos e inclinaciones y finalmente máximas gracias al
concurso de la razón, pues todo eso pertenece a una psicología empírica que constituiría
la segunda parte de la teoría de la naturaleza, si se la considera filosofía de la naturaleza
en tanto que se sustente sobre leyes empíricas. Pero aquí se trata de leyes objetivo-
prácticas, 0 sea, de la relación de una voluntad consigo misma, en tanto que dicha
voluntad se determina simplemente por la razón y todo cuanto tiene relación con lo
empírico queda suprimido de suyo; porque, si la razón por sí sola determina la conducta
(algo cuya posibilidad queremos pasar a indagar justamente ahora), ha de hacerlo
necesariamente a priori.
La voluntad es pensada como una capacidad para que uno se autodetermine a obrar
conforme a la representación de ciertas leyes. Y una facultad así sólo puede encontrarse
entre los seres racionales.

Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad como fundamento objetivo de su


autodeterminación y, cuando dicho fin es dado por la mera razón, ha de valer
igualmente para todo ser racional. En cambio, lo que entraña simplemente el
fundamento de la posibilidad de la acción cuyo efecto es el fin se denomina medio.

El fundamento subjetivo del deseo es el móvil, mientras que el motivo es el fundamento


objetivo del querer; de ahí la diferencia entre los fines subjetivos que descansan sobre
móviles y los fines objetivos que dependen de motivos válidos para todo ser racional.

15
Los principios prácticos son formales cuando hacen abstracción de todo fin subjetivo,
pero son materiales cuando dan pábulo a esos fines subjetivos y, por lo tanto, a ciertos
móviles. Los fines que un ser racional se propone arbitrariamente como efectos de su
acción (fines materiales) son todos ellos relativos, pues sólo su relación con una peculiar
capacidad desiderativa del sujeto les confiere algún valor, y tampoco pueden suministrar
principios necesarios que valgan para todo querer, es decir, leyes prácticas. De ahí que
todos esos fines relativos sólo sean el fundamento de imperativos hipotéticos.

Suponiendo que hubiese algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo
que como fin en sí mismo pudiera ser un fundamento de leyes bien definidas, ahí es
donde únicamente se hallaría el fundamento de un posible imperativo categórico, esto
es, de una ley práctica.

Yo sostengo lo siguiente: el hombre y en general todo ser racional existe como un fin en
sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta
o aquella voluntad, sino que tanto en las acciones orientadas hacia sí mismo como en
las dirigidas hacia otros seres racionales el hombre ha de ser considerado siempre al
mismo tiempo como un fin.

Todos los objetos de la inclinación sólo poseen un valor condicionado, pues, si no se


dieran las inclinaciones y las necesidades sustentadas en ellas, su objeto quedaría sin
valor alguno. Pero, en cuanto fuentes de necesidades, las inclinaciones mismas distan
tanto de albergar un valor absoluto para desearlas por ellas mismas, que más bien ha de
suponer el deseo universal de cualquier ser racional el estar totalmente libre de ellas. Así
pues, el valor de todos los objetos a obtener mediante nuestras acciones es siempre
condicionado. Sin embargo, los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad,
sino en la naturaleza, tienen sólo un valor relativo como medio, siempre que sean seres
irracionales, y por eso se llaman cosas; en cambio los seres racionales reciben el nombre
de personas porque su naturaleza los destaca ya como fines en sí mismos, o sea, como
algo que no cabe ser utilizado simplemente como medio, y restringe así cualquier arbitrio
(al constituir un objeto de respeto). Las personas, por lo tanto, no son meros fines
subjetivos cuya existencia tiene un valor para nosotros como efecto de nuestra acción,
sino que constituyen fines objetivos, es decir, cosas cuya existencia supone un fin en sí
mismo y a decir verdad un fin tal en cuyo lugar no puede ser colocado ningún otro fin
al servicio del cual debiera quedar aquél simplemente como medio, porque sin ello no
encontraríamos en parte alguna nada de ningún valor absoluto; pero si todo valor
estuviese condicionado y fuera por lo tanto contingente, entonces no se podría encontrar
en parte alguna para la razón ningún principio práctico supremo.

Así pues, si debe darse un supremo principio práctico y un imperativo categórico con
respecto a la voluntad humana, ha de ser tal porque la representación de lo que supone
un fin para cualquiera por suponer un fin en sí mismo constituye un principio objetivo

16
de la voluntad y, por lo tanto, puede servir como ley práctica universal. El fundamento
de este principio estriba en que la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así
se representa el hombre necesariamente su propia existencia, y en esa medida supone un
principio subjetivo de las acciones humanas.

Pero así se representa igualmente cualquier otro ser racional su existencia con arreglo al
mismo fundamento racional que vale también para mí; por consiguiente, al mismo
tiempo supone un principio objetivo a partir del cual, en cuanto fundamento práctico
supremo, tendrían que poder derivarse todas las leyes de la voluntad.

El imperativo práctico será por lo tanto éste: Obra de tal modo que uses a la humanidad,
tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo
como fin y nunca simplemente como medio.

17
¿Qué es la Ilustración?
Emmanuel Kant

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad.


La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de
otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia
sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere
aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración.

La pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los hombres continúe a gusto
en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena
tutela (naturaliter majorennes); también lo son de que se haga tan fácil para otros erigirse
en tutores. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que
me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que
me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me
hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa
tarea. Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy
bien que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere
el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de
entontecer sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del
camino trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso
de aventurarse a salir de él. Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas cuantas
caídas, aprenderán a caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza, espantan
y le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos.
Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad,
convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente
incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura.
Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso, o más bien abuso, racional de
sus dotes naturales, hacen veces de ligaduras que le sujetan a ese estado. Quien se
desprendiera de ellas apenas si se atrevería a dar un salto inseguro para salvar una
pequeña zanja, pues no está acostumbrado a los movimientos desembarazados. Por esta
razón, pocos son los que, con propio esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa
incapacidad y proseguir, sin embargo, con paso firme.
Pero ya es más difícil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en
libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia
cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber
arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del

18
propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí ocurre
algo particular: el público, que aquellos personajes uncieron con este yugo, le unce a
ellos mismos cuando son incitados al efecto por algunos de los tutores incapaces por
completo de toda ilustración; que así resulta de perjudicial inculcar prejuicios, porque
acaban vengándose en aquellos que fueron sus sembradores o sus cultivadores. Por esta
sola razón el público sólo poco a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolución acaso
se logre derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política,
pero nunca se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos
prejuicios, en lugar de los antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.

Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre
todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón
íntegramente. Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: ¡no
razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡nada de razonamientos!, ¡a
pagar! El reverendo: ¡no razones y cree! (sólo un señor en el mundo dice: razonad todo
lo que queráis y sobre lo que queráis pero ¡obedeced!) Aquí nos encontramos por doquier
con una limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a la ilustración?

Contesto: el uso público de su razón debe estar permitido a todo el mundo y esto es lo
único que puede traer ilustración a los hombres; su uso privado se podrá limitar a
menudo ceñidamente, sin que por ello se retrase en gran medida la marcha de la
ilustración. Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer
de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores. Por uso privado entiendo
el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad de funcionario. Ahora bien;
existen muchas empresas de interés público en las que es necesario cierto automatismo,
por cuya virtud algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente
para, mediante una unanimidad artificial, poder ser dirigidos por el Gobierno hacia los
fines públicos o, por lo menos, impedidos en su perturbación. En este caso no cabe
razonar, sino que hay que obedecer. Pero en la medida en que esta parte de la máquina
se considera como miembro de un ser común total y hasta de la sociedad cosmopolita
de los hombres, por lo tanto, en calidad de maestro que se dirige a un público por escrito
haciendo uso de su razón, puede razonar sin que por ello padezcan los negocios en los
que corresponde, en parte, la consideración de miembro pasivo.
Por eso, sería muy perturbador que un oficial que recibe una orden de sus superiores se
pusiera a argumentar en el cuartel sobre la pertinencia o utilidad de la orden: tiene que
obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia que, en calidad de entendido, haga
observaciones sobre las fallas que descubre en el servicio militar y las exponga al juicio
de sus lectores. El ciudadano no se puede negar a contribuir con los impuestos que le
corresponden; y hasta una crítica indiscreta de esos impuestos, cuando tiene que
pagarlos, puede ser castigada por escandalosa (pues podría provocar la resistencia

19
general). Pero ese mismo sujeto actúa sin perjuicio de su deber de ciudadano si, en
calidad de experto, expresa públicamente su pensamiento sobre la inadecuación o
injusticia de las gabelas. Del mismo modo, el clérigo está obligado a enseñar la doctrina
con arreglo al credo de la Iglesia a que sirve, pues fue aceptado con esa condición. Pero
como doctor tiene la plena libertad y hasta el deber de comunicar al público sus ideas
bien probadas e intencionadas acerca de las deficiencias que encuentra en aquel credo,
así como el de dar a conocer sus propuestas de reforma de la religión y de la Iglesia.

Nada hay en esto que pueda pesar sobre su conciencia. Porque lo que enseña en función
de su cargo, en calidad de ministro de la Iglesia, lo presenta como algo a cuyo respecto
no goza de libertad para exponer lo que bien le parezca, pues ha sido colocado para
enseñar según las prescripciones y en el nombre de otro. Dirá: nuestra Iglesia enseña
esto o lo otro; estos son los argumentos de que se sirve. Deduce, en la ocasión, todas las
ventajas prácticas para su feligresía de principios que, si bien él no suscribiría con entera
convicción, puede obligarse a predicar porque no es imposible del todo que contengan
oculta la verdad o que, en el peor de los casos, nada impliquen que contradiga a la
religión interior. Pues de creer que no es éste el caso, entonces sí que no podría ejercer
el cargo con arreglo a su conciencia; tendrá que renunciar.

Por lo tanto, el uso que se razón hace un clérigo ante su feligresía, constituye un uso
privado; porque se trata siempre de un ejercicio doméstico, aunque la audiencia sea muy
grande; y, en este respecto, no es, como sacerdote, libre, ni debe serlo, puesto que
ministra un mandato ajeno. Pero en calidad de doctor que se dirige por medio de sus
escritos al público propiamente dicho, es decir, al mundo, como clérigo, por
consiguiente, que hace un uso público de su razón, disfruta de una libertad ilimitada
para servirse de su propia razón y hablar en nombre propio. Porque pensar que los
tutores espirituales del pueblo tengan que ser, a su vez, pupilos, representa un absurdo
que aboca en una eternización de todos los absurdos.

Pero ¿no es posible que una sociedad de clérigos, algo así como una asociación
eclesiástica o una muy reverenda classis (como se suele denominar entre los holandeses)
pueda comprometerse por juramento a guardar un determinado credo para, de ese
modo, asegurar una suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través de ellos,
sobre el pueblo, y para eternizarla, si se quiere? respondo: es completamente imposible.
un convenio semejante, que significaría descartar para siempre toda ilustración ulterior
del género humano, es nulo o inexistente; y ya puede ser confirmado por la potestad
soberana, por el Congreso, o por las más solemnes capitulaciones de paz. una generación
no puede obligarse y juramentarse a colocar a la siguiente en una situación tal que sea
imposible ampliar sus conocimientos (presuntamente circunstanciales), depurarlos del
error y, en general, avanzar en el estado de su ilustración. Constituiría esto un crimen

20
contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial radica precisamente en este
progreso.
Por esta razón, la posteridad tiene derecho a repudiar esa clase de acuerdos como
celebrados de manera abusiva y criminal. La piedra de toque de todo lo que puede
decirse como ley para un pueblo, se halla en esta interrogación ¿es que un pueblo hubiera
podido imponerse a sí mismo esta ley? Podría ser posible, en espera de algo mejor, por
un corto tiempo circunscrito, con el objeto de procurar cierto orden; pero dejando la
libertad a los ciudadanos, y especialmente a los clérigos, de exponer públicamente, esto
es, por escrito, sus observaciones sobre las diferencias que encuentran en dicha
ordenación, manteniéndose mientras tanto el orden establecido hasta que la
comprensión de tales asuntos se haya difundido tanto y de tal manera que sea posible,
mediante un acuerdo logrado por votos (aunque no por unanimidad), elevar hasta el
trono una propuesta para proteger a aquellas comunidades que hubieran coincidido en
la necesidad, a tenor de su opinión más ilustrada, de una reforma religiosa, sin impedir,
claro está, a los que así lo quisieren, seguir con lo antiguo. Pero es completamente ilícito
ponerse de acuerdo ni tan siquiera por el plazo de una generación, sobre una
constitución religiosa inconmovible, que nadie podría poner en tela de juicio
públicamente, ya que con ello se destruiría todo un período en la marcha de la
humanidad hacia su mejoramiento, período que, de ese modo, resultaría no sólo estéril
sino nefasto para la posteridad.
Puede un hombre, por lo que incumbe a su persona, pero sólo por un cierto tiempo,
eludir la ilustración en aquellas materias a cuyo conocimiento está obligado; pero la
simple y pura renuncia, aunque sea por su propia persona, y no digamos por la
posteridad, significa tanto como violar y pisotear los sagrados derechos del hombre. Y
lo que ni un pueblo puede acordar por y para sí mismo, menos podrá hacerlo un monarca
en nombre de aquél, porque toda su autoridad legisladora descansa precisamente en que
asume la voluntad entera del pueblo en la suya propia. Si no pretende otra cosa, sino
que todo mejoramiento real o supuesto sea compatible con el orden ciudadano, no podrá
menos de permitir a sus súbditos que dispongan por sí mismos en aquello que crean
necesario para la salvación de sus almas; porque no es ésta cuestión que le importe, y sí
la de evitar que unos a otros se impidan con violencia buscar aquella salvación por el
libre uso de todas sus potencias. Y hará agravio a la majestad de su persona si en ello se
mezcla hasta el punto de someter a su inspección gubernamental aquellos escritos en los
que sus súbditos tratan de decantar sus creencias, ya sea porque estime su propia opinión
como la mejor, en cuyo caso se expone al reproche: Caesar non est supra grammaticos, ya
porque rebaje a tal grado su poder soberano que ampare dentro de su Estado el
despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de sus súbditos.

Si ahora nos preguntamos: ¿es que vivimos en una época ilustrada? La respuesta será:
no, pero sí una época de ilustración. Falta todavía mucho para que, tal como están las

21
cosas y considerados los hombres en conjunto, se hallen en situación, ni tan siquiera en
disposición de servirse con seguridad y provecho de su propia razón en materia de
religión. Pero ahora es cuando se les ha abierto el campo para trabajar libremente en este
empeño, y percibimos inequívocas señales de que van disminuyendo poco a poco los
obstáculos a la ilustración general o superación, por los hombres, de su merecida tutela.
En este aspecto nuestra época es la época de Federico. un príncipe que no considera
indigno de sí declarar que reconoce como un deber no prescribir nada a los hombres en
materia de religión y que desea abandonarlos a su libertad, que rechaza, por
consiguiente, hasta ese pretencioso sustantivo de tolerancia, es un príncipe ilustrado y
merece que el mundo y la posteridad, agradecidos, le encomien como aquel que rompió
el primero, por lo que toca al Gobierno, las ligaduras de la tutela y dejó en libertad a
cada uno para que se sirviera de su propia razón en las cuestiones que atañen a su
conciencia. Bajo él, clérigos dignísimos, sin mengua de su deber ministerial, pueden, en
su calidad de doctores, someter libre y públicamente al examen del mundo aquellos
juicios y opiniones suyos que se desvíen, aquí o allá, del credo reconocido; y con mayor
razón los que no están limitados por ningún deber de oficio. Este espíritu de libertad se
expande también por fuera, aun en aquellos países donde tiene que luchar con los
obstáculos externos que le levanta un Gobierno que equivoca su misión. Porque este
único ejemplo nos aclara cómo en régimen de libertad nada hay que temer por la
tranquilidad pública y la unidad del ser común. Los hombres poco a poco se van
desbastando espontáneamente, siempre que no se trate de mantenerlos, de manera
artificial, en estado de rudeza.
He tratado del punto principal de la ilustración, a saber, la emancipación de los hombres
de merecida tutela, en especial por lo que se refiere a cuestiones de religión; pues en lo
que atañe a las ciencias y las artes los que mandan ningún interés tienen en ejercer tutela
sobre sus súbditos y, por otra parte, hay que considerar que esa tutela religiosa es, entre
todas, la más funesta y deshonrosa. Pero el criterio de un jefe de Estado que favorece
esta libertad va todavía más lejos y comprende que tampoco en lo que respecta a la
legislación hay peligro porque los súbditos hagan uso público de su razón, y expongan
libremente al mundo sus ideas sobre una mejor disposición de aquella, haciendo una
franca crítica de lo existente; también en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues
ningún monarca se anticipó al que nosotros veneramos.

Pero sólo aquel que, esclarecido, no teme a las sombras, pero dispone de un numeroso
y disciplinado ejército para garantizar la tranquilidad pública, puede decir lo que no
osaría un Estado libre: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero
obedeced! Y aquí tropezamos con extraño e inesperado curso de las cosas humanas;
pues ocurre que, si contemplamos este curso con amplitud, lo encontramos siempre lleno
de paradojas. Un grado mayor de libertad ciudadana parece que beneficiaría la libertad
espiritual del pueblo pero le fija, al mismo tiempo, límites infranqueables; mientras que

22
un grado menor le procura el ámbito necesario para que pueda desenvolverse con arreglo
a todas sus facultades. Porque ocurre que cuando la Naturaleza ha logrado desarrollar,
bajo esta dura cáscara, esa semilla que cuida con máxima ternura, a saber, la inclinación
y oficio del libre pensar, el hecho repercute poco a poco en el sentir del pueblo (con lo
cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de obrar) y hasta en los
principios del Gobierno, que encuentra ya compatible dar al hombre, que es algo más
que una máquina, un trato digno de él.

23
Rorty, Richard (1998). Contingencia, ironía y solidaridad.

Capítulo I

LA CONTINGENCIA DEL LENGUAJE

H
ace unos doscientos años, comenzó a adueñarse de la imaginación de Europa la
idea de que la verdad es algo que se construye en vez de algo que se halla. La
Revolución Francesa había mostrado que la totalidad del léxico de las relaciones
sociales, y la totalidad del espectro de las instituciones sociales, podían sustituirse
casi de la noche a la mañana. Este precedente hizo que, entre los intelectuales,
los utopistas políticos fueran la regla más que la excepción. Los utopistas
políticos dejan a un lado tanto las cuestiones referentes a la voluntad de Dios como las
referentes a la naturaleza del hombre, y sueñan con crear una forma de sociedad hasta
entonces desconocida.

Más o menos al mismo tiempo, los poetas románticos mostraban qué es lo que
ocurre cuando no se concibe ya el arte como una imitación, sino más bien como una
creación del artista. Los poetas reclamaban para el arte el lugar que en la cultura
tradicionalmente habían ocupado la religión y la filosofía, el lugar que la Ilustración
había reclamado para la ciencia. El precedente que los románticos fijaron dio a su
reclamo una inicial plausibilidad. El verdadero papel que han desempeñado las novelas,
los poemas, las obras de teatro, las pinturas, las estatuas y la arquitectura en los
movimientos sociales del último siglo y medio, le ha conferido una plausibilidad aún
mayor.

Ahora esas dos tendencias han aunado fuerzas y han alcanzado la hegemonía
cultural. Para la mayor parte de los intelectuales contemporáneos, las cuestiones
referentes a fines frente a medios --las cuestiones acerca del modo de dar sentido a la
propia vida y a la propia comunidad-- son cuestiones de arte o de política, o de ambas
cosas, antes que cuestiones de religión, de filosofía o de ciencia. Este desarrollo ha
conducido a una escisión dentro de la filosofía. Algunos filósofos han permanecido fieles
a la Ilustración, y siguen identificándose con la causa de la ciencia. Ven la antigua lucha
entre la ciencia y la religión, entre la razón y la sinrazón, como una lucha que aún

24
pervive y ha tomado ahora la forma de una lucha entre la razón y todas aquellas fuerzas
que, dentro de la cultura, conciben a la verdad como una cosa que se encuentra más que
una cosa que se halla. Esos filósofos consideran a la ciencia como la actividad humana
paradigmática, e insisten en que la ciencia natural descubre la verdad, no la hace.
Estiman que «hacer la verdad» es una expresión meramente metafórica y que induce a
error. Conciben a la política y al arte como esferas en las que la noción de «verdad» está
fuera de lugar. Otros filósofos, advirtiendo que el mundo tal como lo describen las
ciencias físicas no nos enseña ninguna lección moral, no nos proporciona ningún
consuelo espiritual, han llegado a la conclusión de que la ciencia no es más que la
sirvienta de la tecnología. Estos filósofos se han alineado con los utopistas políticos y
con los artistas innovadores.

Mientras que los filósofos de la primera especie contraponen «el riguroso hecho
científico» a lo «subjetivo» o a la «metáfora», los de la segunda especie ven a la ciencia
como una actividad humana más, y no como el lugar en el cual los seres humanos se
topan con una realidad «rigurosa», no humana. De acuerdo con esta forma de ver, los
grandes científicos inventan descripciones del mundo que son útiles para predecir y
controlar los acontecimientos, igual que los poetas y los pensadores políticos inventan
otras descripciones del mundo con vistas a otros fines. Pero en ningún sentido constituye
alguna de esas descripciones una representación exacta de cómo es el mundo en sí
mismo. Estos filósofos consideran insustancial la idea misma de una representación
semejante.

Si nunca hubieran existido más que los filósofos del primer tipo, esto es, aquellos
cuyo héroe es el científico natural, probablemente jamás habría existido una disciplina
autónoma llamada «filosofía»: una disciplina que se distingue tanto de las ciencias como
de la teología y de las artes. La filosofía, así concebida, no tiene más de dos siglos de
existencia. Le debe esa existencia a los intentos de los idealistas alemanes de poner a las
ciencias en su lugar y de conferir un sentido claro a la idea de que los seres humanos no
hallan la verdad, sino que la hacen. Kant quiso relegar la ciencia al ámbito de una verdad
de segundo orden: la verdad acerca del mundo fenoménico. Hegel se propuso concebir
la ciencia natural como una descripción del espíritu que aún no se ha vuelto plenamente
consciente de su propia naturaleza espiritual, y elevar con ello a la jerarquía de verdad
de primer orden la que ofrecen el poeta y el político revolucionario.

No obstante, el idealismo alemán constituyó un compromiso efímero e


insatisfactorio. Porque en su rechazo de la idea de que la verdad está «ahí afuera» Kant
y Hegel se quedaron a mitad de camino. Estaban dispuestos a ver el mundo de la ciencia
empírica como un mundo hecho: a ver la materia como algo construido por la mente o
como consistente en una mente que no era lo bastante consciente de su propio carácter
mental. Pero continuaron entendiendo la mente, el espíritu, las profundidades del yo

25
humano, como una cosa que poseía la naturaleza intrínseca: una naturaleza que podía
ser conocida por medio de una superciencia no empírica denominada filosofía. Ello
quería decir que sólo la mitad de la verdad --la mitad inferior, científica-- era una verdad
hecha. La verdad más elevada, la verdad referente a la mente, el ámbito de la filosofía,
era aún objeto de descubrimiento, y no de creación.

Lo que ocurría, y lo que los idealistas no fueron capaces de concebir, fue el rechazo
de la idea misma de que algo --mente o materia, yo o mundo-- tuviese una naturaleza
intrínseca que pudiera ser expresada o representada. Porque los idealistas confundieron
la idea de que nada tiene una naturaleza así con la idea de que el espacio y el tiempo son
irreales, que los seres humanos causan la existencia del mundo espacio-temporal.

Hay que distinguir entre la afirmación de que el mundo está ahí afuera y la
afirmación de que la verdad está ahí afuera. Decir que el mundo está ahí afuera, creación
que no es nuestra, equivale a decir, en consonancia con el sentido común, que la mayor
parte de las cosas que se hallan en el espacio y el tiempo son los efectos de causas entre
las que no figuran los estados mentales humanos. Decir que la verdad no está ahí afuera
es simplemente decir que donde no hay proposiciones no hay verdad, que las
proposiciones son elementos de los lenguajes humanos, y que los lenguajes humanos
son creaciones humanas.

La verdad no puede estar ahí afuera --no puede existir independientemente de la


mente humana—porque las proposiciones no pueden tener esa existencia, estar ahí
afuera. El mundo está ahí afuera, pero las descripciones del mundo no. Sólo las
descripciones del mundo pueden ser verdaderas o falsas. El mundo de por sí --sin el
auxilio de las actividades descriptivas de los seres humanos-- no puede serlo.

La idea de que la verdad, lo mismo que el mundo, está ahí afuera es legado de una
época en la cual se veía al mundo como la creación de un ser que tenía un lenguaje
propio. Si desistimos del intento de dar sentido a la idea de tal lenguaje no humano, no
incurriremos en la tentación de confundir la trivialidad de que el mundo puede hacer
que tengamos razón al creer que una proposición es verdadera, con la afirmación de que
el mundo, por su propia iniciativa, se descompone en trozos, con la forma de
proposiciones, llamados «hechos». Pero si uno se adhiere a la noción de hechos
autosubsistentes, es fácil empezar a escribir con mayúscula la palabra «verdad » y a
tratarla como algo que se identifica con Dios o con el mundo como proyecto de Dios.
Entonces uno dirá, por ejemplo, que la Verdad es grande, y que triunfará.

Facilita esa fusión el hecho de limitar la atención a proposiciones aisladas frente a


léxicos. Porque a menudo dejamos que el mundo decida allí donde compiten
proposiciones alternativas (por ejemplo, entre «Gana el rojo», y «Gana el negro», o entre
«Lo hizo el mayordomo» o «Lo hizo el doctor»). En tales casos es fácil equiparar el hecho

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de que el mundo contiene la causa por la que estamos justificados a sostener una
creencia, con la afirmación de que, determinado estado no lingüístico del mundo es en
sí una instancia de verdad, o que determinado estado de ese carácter «verifica una
creencia» --por «corresponder» con ella. Pero ello no es tan fácil cuando de las
proposiciones individualmente consideradas pasamos a los léxicos como conjuntos.
Cuando consideramos ejemplos de juegos del lenguaje alternativos --el léxico de la
política de la Atenas de la Antigüedad versus el de Jefferson, el léxico moral de san Pablo
versus el de Freud, la terminología de Newton versus la de Aristóteles, la lengua de Blake
versus la de Dryden--, es difícil pensar que el mundo haga que uno de ellos sea mejor
que el otro, o que el mundo decida entre ellos. Cuando la noción de «descripción del
mundo» se traslada desde el nivel de las proposiciones reguladas por un criterio en el
seno de un juego del lenguaje, a los juegos del lenguaje como conjuntos, juegos entre los
cuales no elegimos por referencia a criterios, no puede darse ya un sentido claro a la idea
de que el mundo decide qué descripciones son verdaderas y cuáles son falsas. Resulta
difícil pensar que el léxico sea algo que está ya ahí afuera, en el mundo, a la espera de
que lo descubramos. El prestar atención (de la forma que lo hacen los cultivadores de la
historia intelectual como Thomas Kuhn y Quentin Skinner) a los léxicos en los que se
formulan las proposiciones antes que a las proposiciones consideradas individualmente,
hace que caigamos en la cuenta, por ejemplo, de que el hecho de que el léxico de Newton
nos permita predecir el mundo más fácilmente de lo que lo hace el de Aristóteles, no
quiere decir que el mundo hable newtonianamente.

El mundo no habla. Sólo nosotros lo hacemos. El mundo, una vez que nos hemos
ajustado al programa de un lenguaje, puede hacer que sostengamos determinadas
creencias. Pero no puede proponernos un lenguaje para que nosotros lo hablemos. Sólo
otros seres humanos pueden hacerlo. No obstante, el hecho de advertir que el mundo no
nos dice cuáles son los juegos del lenguaje que debemos jugar, no debe llevarnos a
afirmar que es arbitraria la decisión acerca de cuál jugar, ni a decir que es la expresión
de algo que se halla en lo profundo de nosotros. La moraleja no es que los criterios
objetivos para la elección de un léxico deban ser reemplazados por criterios subjetivos,
que haya que colocar la voluntad o el sentimiento en el lugar de la razón. Es, más bien,
que las nociones de criterio y de elección (incluida la elección «arbitraria») dejan de tener
sentido cuando se trata del cambio de un juego del lenguaje a otro. Europa no decidió
aceptar el lenguaje de la poesía romántica, ni el de la política socialista, ni el de la
mecánica galileana. Las mutaciones de ese tipo no fueron un acto de la voluntad en
mayor medida que el resultado de una discusión. El caso fue, más bien, que Europa fue
perdiendo poco a poco la costumbre de emplear ciertas palabras y adquirió poco a poco
la costumbre de emplear otras.

Como argumenta Kuhn en The Copernican Revolution, no fue sobre la base de


observaciones telescópicas o sobre la base de alguna otra cosa como decidimos que la

27
Tierra no era el centro del universo, que la conducta macroscópica podía explicarse a
partir del movimiento microestructural, y que la principal meta de la teorización
científica debía ser la predicción y el control. En lugar de eso, después de cien años de
estéril confusión, los europeos se sorprendieron a sí mismos hablando de una forma tal
que daba por sentadas esas tesis solapadas. Los cambios culturales de esa magnitud no
aplicación de criterios (o de una «decisión arbitraria»), como tampoco resulta de la
aplicación de criterios o de actes gratuits el que los individuos se vuelvan teístas o ateos,
o cambien de cónyuge o de círculo de amistades. En tales cuestiones no debemos buscar
criterios de decisión en nosotros mismos, como tampoco debemos buscarlos en el
mundo.

La tentación de buscar criterios es una especie de la tentación, más general, de


pensar que el mundo, o el ser humano, poseen una naturaleza intrínseca, una esencia.
Es decir, es el resultado de la tentación de privilegiar a uno de los muchos lenguajes en
los que habitualmente describimos el mundo, o nos describimos a nosotros mismos.
Mientras pensemos que existe alguna relación denominada «adecuación al mundo» o
«expresión de la naturaleza real del yo», que puedan poseer, o de las que puedan carecer,
los léxicos considerados como un todo, continuaremos la tradicional búsqueda filosófica
de un criterio que nos diga cuáles son los léxicos que tienen ese deseable rasgo. Pero si
alguna vez logramos reconciliarnos con la idea de que la realidad es, en su mayor parte,
indiferente a las descripciones que hacemos de ella, y que el yo, en lugar de ser expresado
adecuada o inadecuadamente por un léxico, es creado por el uso de un léxico, finalmente
habremos comprendido lo que había de verdad en la idea romántica de que la verdad es
algo que se hace más que algo que se encuentra. Lo que de verdadero tiene esa
afirmación es, precisamente, que los lenguajes son hechos, y no hallados, y que la verdad
es una propiedad de entidades lingüísticas, de proposiciones.11

Puedo resumir esto reformulando lo que, a mi modo de ver, llegaron a hallar hace
dos siglos los revolucionarios y los poetas. Lo que se vislumbraba a finales del siglo
XVIII era la posibilidad de hacer que cualquier cosa pareciese buena o mala, importante
o insignificante, útil o inútil, redescribiéndola. Aquello que Hegel describe como el
proceso del espíritu que gradualmente se vuelve consciente de su naturaleza intrínseca,
puede ser descrito más adecuadamente como el proceso por el cual las prácticas

11
No dispongo de un criterio de individuación de los distintos lenguajes o léxicos, pero no estoy seguro
de que necesitemos alguno. Durante mucho tiempo los filósofos han empleado expresiones como «en el
lenguaje L» sin preocuparse demasiado acerca del modo en que podría establecerse dónde termina un
lenguaje natural y dónde empieza otro, ni cuándo concluye «el léxico científico del siglo XVII» y se inicia
«el léxico de la Nueva Ciencia». En líneas generales, se produce una ruptura así cuando, al hablar de
diferencias geográficas o cronológicas, empezamos a emplear la «traducción» más que la «explicación».
Ello ocurrirá toda vez que nos resulte cómodo comenzar por mencionar las palabras antes que emplearlas,
o destacar la diferencia entre dos series de prácticas humanas colocando comillas a cada lado de los
elementos de esas prácticas.

28
lingüísticas europeas cambiaban a una velocidad cada vez mayor. El fenómeno que
describe Hegel es el de un número cada vez mayor de personas que ofrecen
redescripciones más radicales de un mayor número de cosas que antes; el de personas
jóvenes que atraviesan media docena de cambios en su configuración espiritual antes de
alcanzar la adultez. Lo que los románticos expresaban al afirmar que la imaginación, y
no la razón, es la facultad humana fundamental era el descubrimiento de que el principal
instrumento de cambio cultural es el talento de hablar de forma diferente más que el
talento de argumentar bien. Lo que los utopistas políticos han percibido desde la
Revolución Francesa no es que una naturaleza humana subyacente y perenne hubiese
estado anulada o reprimida por instituciones sociales «innaturales» o «irracionales», sino
que el cambio de lenguajes y de otras prácticas sociales pueden producir seres humanos
de una especie que antes nunca había existido. Los idealistas alemanes, los resultan de
la revolucionarios franceses y los poetas románticos tenían en común la oscura
percepción de que seres humanos cuyo lenguaje cambió de forma tal que ya no hablaban
de sí mismos como sujetos a poderes no humanos, se convertían con ello en un nuevo
tipo de seres humanos.

La dificultad que afronta un filósofo que, como yo, simpatiza con esa idea --y que
se concibe a sí mismo asistente del poeta antes que del físico--, es la de evitar la
insinuación de que aquella idea capta algo que es correcto, que una filosofía como la
mía corresponde a la forma de ser realmente las cosas.

Porque hablar de correspondencia significa volver a la idea de la que un filósofo


así desea desembarazarse: la idea de que el mundo o el yo tienen una naturaleza
intrínseca. Desde nuestro punto de vista, explicar el éxito de la ciencia o la deseabilidad
del liberalismo político diciendo que «se ajustan al mundo», o que «expresan la
naturaleza humana», equivale a expresar por qué el opio lo hace a uno dormir
refiriéndose a su virtud dormitiva. Decir que el léxico de Freud capta la verdad de la
naturaleza humana, o que el de Newton capta la verdad de los cielos, no es explicar
nada. Es únicamente un cumplido sin contenido: un cumplido tradicionalmente hecho
a los escritores cuya jerga hemos encontrado útil. Decir que no hay una cosa tal como
una naturaleza intrínseca no es decir que la naturaleza intrínseca de la realidad ha
resultado ser --sorprendentemente-- extrínseca. Decir, que debiéramos excluir la idea de
que la verdad está ahí afuera esperando ser descubierta no es decir que hemos
descubierto que, ahí afuera, no hay una verdad.12 Es decir que serviría mejor a nuestros

12
Nietzsche ha producido muchísima confusión al deducir de «la verdad no es cuestión de
correspondencia con la realidad» que «lo que llamamos "verdades" son sólo mentiras útiles». La misma
confusión se halla ocasionalmente en Derrida allí donde, de «no existe una realidad como la que los
metafísicos han tenido la esperanza de descubrir», se infiere que «lo que llamamos "real" no es en realidad
real». Con tales confusiones Nietzsche y Derrida se exponen a la objeción de inconsistencia
autorreferencial, es decir, de que declaran conocer lo que ellos mismos declaran que no es posible conocer.

29
propósitos dejar de considerar la verdad como una cuestión profunda, como un tema de
interés filosófico, o el término «verdad» como un término susceptible de «análisis». «La
naturaleza de la verdad» es un tema infructuoso, semejante en este respecto a «la
naturaleza del hombre» o «la naturaleza de Dios», y distinto de «la naturaleza del
positrón» y de «la naturaleza de la fijación edípica». Pero esta afirmación acerca de su
utilidad relativa, a su vez, es sólo la recomendación de que en realidad decimos poco
acerca de esos temas, y véase cómo adelantamos.

De acuerdo con la concepción de esos temas que estoy presentando, no se les


debiera solicitar a los filósofos argumentos contra --por ejemplo-- la teoría de la verdad
como correspondencia o contra la idea de la «naturaleza intrínseca de la realidad». La
dificultad que se asocia a los argumentos en contra del empleo de un léxico familiar y
consagrado por el tiempo, es que se espera que se los formule en ese mismo léxico. Se
tiene la expectativa de que muestren que los elementos centrales de ese léxico son
«inconsistentes en sus propios términos» o que «se destruyen a sí mismos». Pero nunca
puede mostrarse eso. Todo argumento según el cual el uso que corrientemente hacemos
de un término corriente es vacío, o incoherente, o confuso, o vago, o «meramente
metafórico», es forzosamente estéril, e involucra una petición de principio. Porque un
uso así es, después de todo, el paradigma de un habla coherente, significativa, literal.
Tales argumentos dependen de afirmaciones según las cuales se dispone de léxicos
mejores, o son una abreviatura de afirmaciones así. Raramente una filosofía interesante
consiste en el examen de los pro y los contra de una tesis. Por lo común es implícita o
explícitamente una disputa entre un léxico establecido que se ha convertido en un
estorbo y un léxico nuevo y a medio formar que vagamente promete grandes cosas.

Este último «método» de la filosofía es igual al «método» de la política utópica o de la


ciencia revolucionaria (como opuestas a la política parlamentaria o a la ciencia normal).
El método consiste en volver a describir muchas cosas de una manera nueva hasta que
se logra crear una pauta de conducta lingüística que la generación en ciernes se siente
tentada a adoptar, haciéndoles así buscar nuevas formas de conducta no lingüística: por
ejemplo, la adopción de nuevo equipamiento científico o de nuevas instituciones
sociales. Este tipo de filosofía no trabaja pieza a pieza, analizando concepto tras
concepto, o sometiendo a prueba una tesis tras otra. Trabaja holística y
pragmáticamente. Dice cosas como: «Intenta pensar de este modo», o, más
específicamente, «Intenta ignorar las cuestiones tradicionales, manifiestamente fútiles,
sustituyéndolas por las siguientes cuestiones, nuevas y posiblemente interesantes». No
pretende disponer de un candidato más apto para efectuar las mismas viejas cosas que
hacíamos al hablar a la antigua usanza. Sugiere, en cambio, que podríamos proponernos
dejar de hacer esas cosas y hacer otras. Pero no argumenta en favor de esa sugerencia
sobre la base de los criterios precedentes comunes al viejo y al nuevo juego del lenguaje.
Pues en la medida en que el nuevo lenguaje sea realmente nuevo, no habrá tales criterios.

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De acuerdo con mis propios preceptos, no he de ofrecer argumentos en contra del léxico
que me propongo sustituir. En lugar de ello intentaré hacer que el léxico que prefiero se
presente atractivo, mostrando el modo en que se puede emplear para describir diversos
temas. Más específicamente, en este capítulo describiré la obra de Donald Davidson en
el terreno de la filosofía del lenguaje como la manifestación de una buena disposición
para excluir la idea de una «naturaleza intrínseca», una buena disposición para hacer
frente a la contingencia del lenguaje que empleamos. En los capítulos posteriores
intentaré mostrar el modo en que el reconocimiento de esa contingencia nos lleva a
reconocer la contingencia de la consciencia, y el modo en que ambos reconocimientos
nos conducen a una imagen del progreso moral e intelectual como historia de metáforas
cada vez más útiles antes que como comprensión cada vez mayor de cómo son las cosas
realmente.

Comienzo, en este primer capítulo, con la filosofía del lenguaje porque deseo examinar
las consecuencias de mi afirmación de que sólo las proposiciones pueden ser verdaderas,
y de que los seres humanos hacen las verdades al hacer los lenguajes en los cuales se
formulan las proposiciones. Me centraré en la obra de Davidson porque es el filósofo
que más ha hecho por explorar esas consecuencias.13 El tratamiento que Davidson hace
de la verdad se enlaza con su tratamiento del aprendizaje del lenguaje y de la metáfora
para formar el primer tratamiento sistemático del lenguaje que rompe completamente
con la noción del lenguaje como algo que puede mantener una relación de adecuación
o de inadecuación con el mundo o con el yo. Porque Davidson rompe con la noción de
que el lenguaje es un medio: un medio o de representación o de expresión.

13
Debo subrayar que no puede hacérsele a Davidson responsable de la interpretación que estoy haciendo
de sus ideas, ni de otras ideas que extraigo de las suyas. Una amplia presentación de esta interpretación
puede hallarse en mi trabajo «Pragmatism, Davidson and Truth», en Ernest Lepore (comp.), Truth and
Interpretation. Perspectives on the Philosophy of Donald Davidson, Oxford, Blackwell, 1984. Acerca de la
reacción de Davidson a esa interpretación, véanse sus «After-thougts» a «A Coherence Theory of Truth and
Knowledge», en Alain Malachowski, Reading Rorty, Oxford, Blackwell (en prensa).

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