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Cuentos Completos de Francisco Izquierdo
Cuentos Completos de Francisco Izquierdo
Tomo I
Cuentos / Obra completa
Tomo I
Primera edición:
Lima, agosto de 2010
Queda prohibida la reproducción total o parcial sin el permiso escrito del autor.
Impreso en Lima-Perú
El Fondo Editorial de la UNMSM es una entidad sin fines de lucro,
cuyos textos son empleados como materiales de enseñanza.
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
Luis Izquierdo Vásquez 17
EXORDIO
Marco Martos Carrera 19
PRÓLOGO 21
La cuentística de Francisco Izquierdo Ríos.
Fuego y reflexiones
Gladys Flores Heredia
CRITERIOS DE LA EDICIÓN 29
ANDE Y SELVA
Prólogo 33
Ande
La sombra 35
Noche de luna 36
La gallina 37
Las garzas 39
Canción de despedida 41
Fiesta 42
El shihuín 44
Los danzantes de Levante 46
La madre del oro 47
8 Cuentos
Minga 49
La procesión de rogativa 51
Las aradas 53
Siembra 55
Fayna 57
Puna 59
El viejo arriero 61
Selva
La paloma 64
La lechuza 66
Los paucares 67
El poema de las naranjas 69
Las ciruelas 71
El Chullachaqui 73
Deslumbramiento 78
El tunchi 79
Mi casa (poema lejano) 84
Después del aguacero 88
Río Huallaga 89
La balsa 92
La pesca del río Saposoa (escena antigua) 95
La llocllada 101
Vocabulario 105
TIERRA PERUANA
Dedicatoria 113
Dos palabras 115
Esta es tu patria, muchacho 117
Ronda peruana 123
Mi patria 124
El rocío 124
El Víctor Díaz 125
Francisco Izquierdo Ríos 9
La paloma 125
Los gallitos 125
El becerrito 125
El arbolito 126
La mosca 126
Jesucristo murió... 126
Refrán 127
El gorrión y doña Leoca 127
Anhelo 127
Don Jonás y su sobrino Manuelito 128
El río 129
Buen amigo 129
Luna llena 130
El Marañón iluminado 130
La tuna 131
El flautero 132
La luna 133
Canción de luna verde 133
El árbol del pan 134
Las estaciones 135
El lucero 136
Madre mía 137
La lluvia 137
El monito y las avispas 138
Acuarela 139
Los tres niños (en el patio de una escuela) 140
El alcalde 141
Los danzantes 142
Los quintes 143
El descubrimiento de América (en el patio de una escuela) 144
Mamerto y los pavos 145
El caballito del diablo 146
La mariposa azul 147
10 Cuentos
Selva 231
Lindaura Castro (Al escritor y poeta boliviano Moisés Fuentes Ibáñez) 235
Bernacho 245
Vocabulario 253
MAESTROS Y NIÑOS
Prólogo 303
Mateo Rojas, el maestro 305
La bandera, flor del pueblo 308
Jardín 309
Escolar andino 310
EL ÁRBOL BLANCO
Credo 315
Prólogo 317
“El árbol blanco” y el pequeño lector (por Sebastián Salazar Bondy) 319
Mamá Puma y José Yataco 321
El gallito imprudente 322
Justino y el cóndor 324
Tito y el caimán 325
Jacobo Ronco 327
El gavilán y los pipitis 329
El tucán 331
La reina de los salvajes 333
El tatarabuelo 335
Zenón, el pescador 337
Francisco Izquierdo Ríos 13
El gorrión 393
Miedo (A Mario Florián) 396
Leíto 398
Lámpara de aceite (A José Felipe Valencia-Arenas) 402
Los Garay 404
Tango 406
Ladislao, el flautista 408
Cuento de Navidad 410
Una luz en la noche (Toda ciudad tiene sus historias, su historia) 412
El gallo (A Antonio Cornejo Polar) 413
Pablo Lucero 416
Bajo la lluvia 418
Páramo 422
Selva (A Arturo D. Hernández) 424
Los cuentos de Adán Torres 428
Florencio Urquía (A Jorge Flores Ramos) 430
Penumbra (A Esther M. Allison) 435
Linorio 439
La mujer del cementerio (A Hermann Buse) 441
Agua de mar 443
La fuente del amor y del odio 448
La maestra de la Selva (A Ciro Alegría) 450
14 Cuentos
Terencio 455
Cuentecillos 457
El vendedor de pájaros 462
Elodía 464
GAVICHO
Gavicho 493
SINTI, EL VIBORERO
VOYÁ
Bosque 579
Las lomas de Lachay 581
Lunapillopinto (A Juan Mejía Baca) 586
Los primeros zapatos 589
Niebla 592
Madre Paloma 595
Un pariente de Albert Camus (A José Felipe Valencia-Arenas) 598
Lluvia en la carretera (A Marcelo Martínez) 601
No es él, Ishaco (A Felipe Rivas Mendo) 606
Bushilo (A Alejandro Zamora Riva) 610
Dos lolos 613
El caimán negro (A Carlos Jarria) 619
Bujama (A Silvia, mi nieta) 621
Noche de víboras 626
Barrio 628
Los decentes 630
Soledad (A Róger Rumrrill) 637
Puscas 639
Voyá (A Juan Francisco Valega) 642
Increíble 644
Las solteronas 646
Un pariente de Atahualpa (A Luis Ccosi Salas) 649
Buscando trabajo 659
Madera (A Pedro Lovatón) 661
que sabe enfrentar todos los hechos de la vida diaria con un sentido intenso del
humor, como en el poema que dice:
En la Selva peruana
hay cosas maravillosas,
que parecen fantasías.
Así hay un pajarito,
que clarito dice: Víctor Díaz.
Tuve el privilegio, en los años setenta del pasado siglo, de tratar a Francisco
Izquierdo cuando laboraba en la Casa de la Cultura del Perú junto a su entrañable
amigo Mario Florián, todavía conservo en memoria su alegría, su facilidad de
palabra, la ironía de sus giros, la gana de vivir que trasmitía. Es un premio espiritual
para mí que ahora me toque, en representación de la Facultad de Letras y Ciencias
Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, escribir estas palabras
como pórtico a su magnífica escritura.
El fuego de la vocación
Ciertas actitudes constituyen por sí mismas una demostración y una dura prueba
de la llama de la vocación. La quema de libros que realizó Francisco en el Instituto
Pedagógico Nacional de Lima constata que para un escritor fiel al imperativo
vocacional siempre hay un momento en que las composturas se rompen. Pienso
en este acto que ahora se impone y hace que el discurso de este prólogo sucumba
a la atracción por hablar, desde la primera hasta la última línea, de la luminosidad
de aquel hombre.
Los pasajes más intensos de la vida y el trayecto de Francisco se revelan en su
condición de maestro. Luego de aquel ritual apocalíptico de lumbre y combustión,
se marcharía a los lugares más apartados de la Amazonía peruana para profesar,
con una intensa vocación, el quehacer de maestro rural que traspasaría los límites
de un salón de clases. Desde entonces, a su vida como maestro se unió la de
escritor. Cultivó la poesía, el cuento, la novela, la crónica periodística y el ensayo.
Todos ellos como modos de expresión de su incombustible vitalidad.
La fidelidad a su vocación fue un proyecto esencial: consagró su existencia a
la escritura en un combate tremendamente desesperado y vivo contra el olvido
de las culturas populares. El fuerte compromiso social de su literatura deviene de
su ontológica filiación al pueblo: “He procurado estar con el pueblo, adentrarme
en él, bucear en su alma, con auténtico fervor y cariño” (1946: 477). Pocos saben
que por defender los ideales de la población y por denunciar los atropellos contra
la misma, fue apresado en Chachapoyas y conducido al fiero penal El Sepa. Pocos
22 Cuentos
En Cuentos de Adán Torres (1950), Francisco Izquierdo Ríos afirma su credo estético:
“Escribir de modo natural y sencillo como crece la hierba y que por entre lo escrito
se vea la luz de la vida”. Este lenguaje transparente, “natural y sencillo”, unifica y
define su narrativa breve. Es un lenguaje que desde la primera palabra representa
el complejo universo amazónico, y que a pesar de sus giros y metáforas regionales
logra traducir el entendimiento y amor no solo del hombre amazónico, sino
también de quien lo representa.
Este “lenguaje directo. Sin retórica. Sin artificios” (1969: 15) se ha modelado
en un deseo por alcanzar una íntima comunión con el pueblo, con la naturaleza y
con la vida; es una dicción que narra con sencillez y claridad los avatares, sueños
y revelaciones de los hombres de la Amazonía. De ese modo, por ejemplo, el
desgarrador canturreo de los pájaros, expresado a través de una fonética extraña:
“Ayamamaaaaaaaaaaannnnnnnnn... Huishchurhuarcaaaaaaaaaaaaaaa...”, apertura
en combinación con otras palabras o frases, y a otro nivel de significado, el
entendimiento de la onomatopeya. De esta manera el lector puede aprehender
y sentir cómo se inscribe el dolor en el lenguaje. La onomatopeya traducida
significa: “Nuestra madre ha muerto. Y nos ha abandonado” (1962: 105). Es decir,
el lenguaje que opera en los cuentos no parece tener otra intención que representar
el sentir de la cultura popular de la Amazonía, asunto que para Izquierdo Ríos es
un arma mucho más contundente que las imágenes, el lenguaje elevado y las
Francisco Izquierdo Ríos 23
demás convenciones formales del relato. De allí que opte por revelar mediante el
decir de los propios habitantes, la cosmovisión de un mundo que ama y conoce
profundamente.
El retorno de la obra
“Voyá”
Sin que pueda invocar todo lo que significa el enorme corpus de los cuentos
proféticos de Francisco, me referiré al tiempo y espacio horadados al momento
de inscribir este prólogo: mi niñez, junto a mi padre, en Tingo María, hogar de
fuego honesto y de intensos bosques; sede de mi colegio La Sagrada Familia, desde
donde sucumbí, por vez primera, al canto de Francisco con “El bagrecico”, “Zenón,
el pescador”, “Tito y el caimán”, “Los niños pájaros”. ¿Casualidad? ¿Azar conjugado?
El acontecimiento de encontrar y reunir los cuentos completos resulta de la
necesaria correspondencia por el intercambio de aquellas lecturas ritualizadas, por
la dimensión afectiva de ese inmenso verde territorio compartido, por la entrega
pura a la literatura que deviene en un encuentro predestinado. Sin poder sustraer
de este prólogo aquello que circunda un largo y desbordado trayecto al momento
de reinscribir la memoria del autor de “mi” bagrecico, desde esa abertura instalada,
extrapolo aquí el “voyá”, “me voy ya”, de Francisco. Queda la firme convicción
de que en este cruce de caminos abiertos por el común fuego de la vocación
sacralizada, la obra de Francisco es lanzada a un nuevo y antiguo comienzo.
Bibliografía
1945 “Mario Florián, poeta del pueblo”. Folklore. Vol. II, Nº 14-15. Lima, octubre-
noviembre, pp. 389-391.
1946 “Aspectos del folklore de Santiago de Chuco”. Folklore. Vol. II, Nº 17. Lima,
noviembre, pp. 477-478.
1962 El árbol blanco. Lima: Offset Reprográfica S. A.
1965 Los cuentos de Adán Torres. Lima: Talleres Gráficos P. L. Villanueva.
1969 La literatura infantil en el Perú. Lima: Casa de la Cultura del Perú.
Criterio de la edición
Del mismo modo, obviamos “El ayamaman”, por ser la primera versión de lo
que será “Los niños pájaros”. En tal sentido, el lector tendrá a su alcance los
cuentos completos en su versión final y definitiva.
c) Debido a que el autor publicaba los mismos cuentos en más de un libro es que
existen textos cuyos relatos se repiten. Para evitar una proliferación innecesaria
de los mismos, hemos descartado las duplicidades y optamos por publicar la
última versión cronológica.
d) Se ha insertado al inicio de cada libro una nota explicativa donde se refiere el
título de los cuentos que han sido omitidos por los criterios antes expuestos.
e) Finalmente, se ha modernizado la ortografía y la tipografía de los textos para
dinamizar la lectura.
Esperamos que con la publicación de este primer volumen de cuentos se
propicie el estudio, la sistematización y el balance de la obra de Francisco Izquierdo
Ríos y a la vez se cree un espacio de diálogo donde se valore la capacidad creadora,
estética y pedagógica de su trabajo intelectual.
Prólogo
L a noche, viajera misteriosa, que acaba de llegar, con olor a retamas del camino
y con el negro manto florecido, como de estrellas de oropel —el de la Virgen—,
de millares de “ayañahuis” de oro, apagó la claridad del patio…
Y, renegando porque es ya muy tarde y se olvidaron de juntar la ropa del
alambre, va recogiéndola en una petaca doña Antu, la viejecita septuagenaria….
Crooooo… Croooooooo… Craaauuuuuuu… Craaauuuu… Pápapaaaaa…
Páapaapaaaa… Páapaapaaaa… Páapaapaaaa…
De pronto, gritan a una sola voz y, espantadas, baten las alas las gallinas que
duermen en los duraznos frondosos de junto a la cocina…..
—“¡Santo Fuerte… Santo Inmortal!” —exclama doña Antu, como que se queda
mirando con asombro y terror hacia los duraznos…
—¿Qué hay?... ¿Qué pasa con las gallinas, mama?...” —pregunta, saliendo a
todo correr, de la cocina, doña Mañu…
—Ay, hija, alguien está de muerte en el barrio o en esta casa… ¡Ay, Dios mío!...
¡Ha pasado la sombra!... ¡La sombra! —responde temblando doña Antu, como que
recoge a toda prisa la ropa.
36 Ande y Selva
Noche de luna
N OCHE que parece la encantada página de un cuento, con esa LUNA LLENA,
enorme y redonda, con esos eucaliptos que mueve el viento en las huertas
silenciosas, huertas claras, llenas de luz… Y con esa honda emoción de
ensueño que flota en la ciudad entera; que palpita en las calles, en los tejados, en
los ocultos jardines… Y, junto a esa LUNA, enorme y redonda, que rueda en la seda
azul del firmamento, tiembla tan al vivo, tan al vivo, como si en verdad fuera una
lágrima, un lucerito…
No hay nadie en la ciudad, aunque sea por casualidad, que no se haya fijado en
esa estrellita… Y, sobre todo, bajo el florido manzano de un patio, una niñita linda
como flor de luna, que está sentada en la falda de su abuela, parece magnetizada
por la magia de esa estrellita, pues no se cansa de mirarla, apuntándola con un
dedo…
—Ese lucerito, abuelita, parece su niñito de la luna —balbucea, encantadora,
la chicuela.
—Ese lucerito —responde la abuela, pasándole suavemente la mano por la
cabecita de trenzas rubias— brilla así, hijita, porque en la ciudad algún rico se va
a casar…
La noche parece la encantada página de un cuento…
Francisco Izquierdo Ríos 37
La gallina
Las garzas
P asan por las calles, con dirección a sus pueblos, las indias, luciendo sus
“centros” colorados y llevando a la espalda, envueltos en la lliclla, sus grandes
“quipes” y porciones de “ceras” en las manos… Tendrán, seguramente,
alguna fiesta…
Arrieros, bien emponchados, también pasan en la misma dirección, unos en
pos de otros, tras de sus bestias ya sin carga, algunos de ellos abrazados, dos a dos,
conversando en voz alta e incoherente, agitando las manos y haciendo eses… En
su mayoría, pues, pasan en una “mona” fenomenal… Van dejando casi todo el
producto de su mísera venta en las chicherías…
Y, en sentido contrario, indiecitos, sobre todo indiecitas con ramitos silvestres
en las cabelleras, vienen arreando sus yeguas y burritos cargados de leña…
Algunas viejecitas, envueltas con las llicllas hasta la nariz, van barriendo sus
corredores… Hace un frío demasiado intenso…
Y en las huertas y aún en los tejados cantan los pájaros sus claras tonadas, pero
de un modo triste y nostálgico, como si estuviesen quejándose del frío agudo de
la mañana… ¡Qué mañana tan gélida! Alalay… Alalay...
El frío entra hasta la médula de los huesos… El leve vientecillo que roza
nuestra piel parece que fuera el aliento del mismo invierno o de la misma puna…
Dan ganas de ponerse a jugar “calienta manos”… Sin embargo, la mañana está
clarísima, con solo cierto cabrilleo raro, y el sol muy luminoso, paro con luz, sí,
de hielo…
Las mujeres, que ya vuelven del mercado, con cestas de vituallas en las
cabezas, vienen tiritando: tapadas con las llicllas al igual que las viejecitas que
están barriendo sus corredores…
—¡Qué frío hace! —dicen todos—. Habrá parido la osa…
40 Ande y Selva
Canción de despedida
Fiesta
El shihuín
previsión de tiempo alguno, él anda y canta, canta y anda por el sombrío reino de
la noche, durmiendo en el día, ya en una rama, bajo una piedra, bajo un tronco,
o en un papal. ¡Es un tuno!
Y en los silencios nocturnales, cuando las vacas, las ovejas duermen en los
pastos, se acerca a ellas, sigiloso, y les chupa, insaciable, sangre de los lomos y de
las orejas… El shihuín es goloso como el vampiro…
Los demás pájaros le desprecian… “Haragán y dormilón”, le dicen.
Pero él se ríe de los que así le aprecian… Anda, chupa sangre de los ganados,
duerme y dice su canción. Es un cínico…
Solo cuando la lluvia le moja, y encontrándose en esa condición en una rama,
en una hoja, o completamente desamparado en el pasto, solo cuando la noche
le hace sentir su frío intenso lanza el muy tío el grito chillón de su deseo de
construir casa… Pero, cuando la noche o la lluvia pasan, se ríe de todo, el shihuin
bohemio…
46 Ande y Selva
E l cielo de esta tarde tiene un rojizo resplandor de perol, con leves brochazos
de nubes semioscuras, semigrises…
El sol está oculto tras de una nube… Y hace un frío intensísimo.
El pueblo, envuelto en una espesa capa de silencio, rumia su tristeza
enorme…
En todas las cosas, en los eucaliptos, en los sauces, en las sombrías chocitas, en
los sombríos cercos de piedras, parece flotar un suave rumor de sollozos…
Hasta los lirios, florecidos en los muros derruidos de junto a la iglesita, parecen
esta tarde nimbados de una blanca aureola de melancolía y de amargura…
Hay, pues, una onda sensación de dolorosa monotonía en todas partes.
Estoy sentado sobre un trozo de nogal en el corredor de una chocita que da
a la plazuela, y junto a mí una india anciana, que va hilando, cuya cara llena de
arrugas semeja una sinuosa escarpa, cuyos ojos casi cerrados tienen color de cielo
ennubado… ¡[Por] lo menos que esta vieja india está cargando cien años!... Apenas
habla, apenas mira, apenas hila… Es un armazón donde cruje el tiempo… ¡Pero
mama Paula, pronto, muy pronto irá a descansar bajo la sombra de los eucaliptos
del camposanto!... ¡Y cuántas cosas sabrá y habrá visto esta vieja!
En medio de la plazuela hay enclavado un pedazo de tronco y palmera… Es
rezago de la humisha de los carnavales…
La plazuelita es un poema de desconsuelo y soledad…
Cloc… Cloc… Cloc… Llama a sus polluelitos una gallina que ha ingresado a la
Plazuela por una de las esquinas, y ellos agrupados, se ponen a picotear gusanillos
dentro de las yerbecillas temblorosas.
Un zorzal, que ha volado de una de las huertas, a cierta distancia de los pollos,
va picoteando también la yerba, a saltitos…
48 Ande y Selva
Se oye el lloro de un niño en una cocina vecina… ¡Qué extraña emoción tiene
el llanto de un niño en la soledad, que parece como si resonara dentro de un fino
cántaro…!
De pronto, inmensas ráfagas de luz amarilla cruzan el cielo de banda a banda,
iluminando siniestramente las cosas, seguidas de truenos espantosos, como si
estuviese funcionando infernal artillería…
Asustadas, baten las alas las gallinas y gritan en las huertas, los pajarillos vuelan
de los árboles, ladran los perros…
Se está produciendo una granizada de rayos encima de una cumbre de enfrente,
donde el cielo tiene resplandores más rojizos de perol…
Sigue la granizada de rayos luminosísimos… ¡Bello espectáculo!
Y aparecen, corriendo por la plazuelita, con las cabelleras desgreñadas, indias
atemorizadas que gritan y alzan las manos en ademán trágico…
Y en un instante todos los pobladores, grandes y pequeños, salen a las puertas
de sus chocitas a mirar hacia el cerro, que ya es conocido por ellos…
Mientras tanto, siguen la luminosa andanada de rayos sobre la cumbre y los
truenos espantosos… El pueblo está envuelto en un resplandor siniestro, y más
el cielo, donde, en toda su extensión, se ve temblar la luz, como la onda en la
superficie del agua…
—La Madre del Oro se ha enojado en el Cerro, —dice la viejecita, procurando
mirar en esa dirección—… La Madre del Oro…
“La Madre del Oro… La Madre del Orooooo”… Se oye como un sordo rumor
en todo el pueblo.
Francisco Izquierdo Ríos 49
Minga
Y, burlando la vigilancia de doña Lola, del taita cura y aun de las mingas, un
vivaz gorrioncito, con sumo cuidado, se afana en romper con el piquito la tela que
envuelve a una maceta de manzanas, que están madurando en lo más elevado de
su tronquito, que se yergue, bordeado de rosas, de un huertecillo diminuto cerrado
por carrizos que hay junto al portalón… ¡Y es de ver cómo, a pesar del cuidado
que pone el gorrioncito, se balancea el débil tronquito de manzano, amenazando
delatarlo!... (Doña Lola cuida mucho sus frutas, sobre todo sus manzanas, a las
cuales, cuando ya empiezan a colorearse ante la proximidad de la madurez, con
jobiana paciencia, a veces junto con el taita cura, las envuelve, agachando con
horquillas las ramas, con retazos de tocuyo viejo o de crudo, escondiéndolas así
de la voracidad de los pájaros, pues estos, en bandadas alegres, en un amanecer o
atardecer, se picotean golosamente, todos los duraznos, peras, manzanas, a medio
madurar, que hay en las huertas del pueblo… Doña Lola posee tres grandes huertas
llenecitas de estos arbustos frutales…).
Las mingas siguen trabajando, siguen trabajando… Se oye el murmullo de
su charla, quién sabe hasta comentan, pero en voz más baja, la última aventura
mujeriega del taita cura en algún pueblo de su parroquia, mientras que este sigue
siempre engolfado en la lectura de su Almanaque Bayer…
Los frondosos nogales del cerco, del otro lado de la huerta que colinda con el
jardincito de la iglesia, dejan caer, de momento a momento, sus frutos, vencidos
de sazonía que resuenan con golpe seco en la mañana de diáfano silencio…
Francisco Izquierdo Ríos 51
La procesión de rogativa
M ucho tiempo que solo hace un sol fuerte… Mucho verano… La tierra de
muy reseca se está rajando… ¿Dónde están las lluvias de otrora?... La tierra
tiene sed, quiere agua… Mucho sol, mucho viento… (A veces, el viento
sopla con tal furia que lleva techos de las casas del pueblo)… Mucho sol, mucho
viento, mucha helada… (Hasta los nogales del pueblo cuelgan ramas marchitadas
por el beso frígido de esa misteriosa dama blanca que es la helada, y que pasa en
el silencio de los amaneceres…).
Ya debían de brotar las plantas… Pero la madre tierra está tan dura, tan dura…
No pare ahora… Las aves y pájaros se banquetean ya con el grano que no germina;
se los ve en las chacras, en grandes bandadas, desenterrando las semillas…
¡No hay cuándo llueva!... El pueblo tiembla ante la inminencia de un doloroso
fracaso, de una escasez total… ¿Qué habrá pasado, si el otro año, como en este
tiempo, llovía lo suficiente?... Todos los indios, como ovejas asustadas de un
rebaño, acuden al taita cura, quien desde la puerta de su ruinoso “convento” les
dice, a manera de sermón:
“Ustedes mismos tienen la culpa de todo; el cielo les castiga porque ya no mues-
tran interés por las cosas de la Iglesia, ni por su sacerdote… Vean ustedes cómo me
encuentro aquí, muerto de frío, sin tener qué comer… Yo no sé que les pasa a us-
tedes por este tiempo… Las primicias que me dais no me alcanzan; son bagatelas…
Y bien saben ustedes que yo tengo bastante familia… El Altísimo los castiga… De
ahora en adelante, procurad arreglar, adornar mejor vuestro templo; agregarle más
santos, que faltan muchos, como Santo Toribio, por ejemplo, que tiene sobrado
derecho, porque hasta pasó por aquí derramando bendiciones… Luego, celebrad
solemnemente todas las fiestas… Yo no sé qué les pasa a ustedes, no quieren hacer
ya nada en bien del Señor… Antes vuestros padres eran más devotos y estaban, por
consiguiente, en la gracia de la Providencia… Y no olvidéis, sobre todo, de aumentar
las primicias para este pobre sacerdote del Altísimo… Así pronto lloverá….
52 Ande y Selva
Las aradas
cerros se yerguen las siluetas de indios labradores, que van punteando aún a los
bueyes en la labor de la arada…
***
Anoche…
Y, junto con las “chacramas” que invaden de nuevo el pueblo, van llegando los
aradores…
Las yuntas vienen a paso cansado y lánguido, arrastrando los timones… El
trabajo ha sido muy duro…
Y los timones, con sus ruidos acompasados, parece que viniesen ritmando la
canción de la ruda faena…
Francisco Izquierdo Ríos 55
Siembra
A manecer….
El pueblo está en afanes para la siembra…
Los bueyes para las yuntas están amarrados ya en las trancas de las huertas
y se desperezan abriendo sus bocazas…
Todos desayunan… Los que van a sembrar, mujeres y niños, especialmente,
comen hasta no más, en la creencia de que así el frejol y el maíz granearán bien y
“echarán buena barriga”… Por consiguiente, preparan también para llevar al campo
bastante comida para el almuerzo, y, luego, la merienda, ya de regreso, en la casa,
debe ser, del mismo modo, abundante… Y, sobre todo, debe haber bastante chicha
y huarapo.
***
Se van ya a las chacras…
Los caminos están llenos de yuntas, algunas de las cuales, al látigo de su
dueño, corren haciendo sonar con más violencia en las piedras los timones que
arrastran…
Los caminos son toda una bulla lírica…
Los sembradores van, en medio de las yuntas, con las “shicras” de granos a la
espalda, lo mismo que los “quimingueros”, silbando o cantando…
Todo el pueblo se ha desbordado por esas bajadas…
***
En la hondísima quebrada, florida de tayos y retamas, corre bramando el
torrente, vociferando…
La mañana tiene reflejos de oro… ¡Y cómo resuena en la límpida mañana la
ronca voz del torrente!
56 Ande y Selva
Fayna
L lueve menudamente…
El sol, que está todavía encima de las elevadas montañas, brilla, con luz
deshecha en mil iris, a través de la lluvia…
La lluvia sigue cayendo, menudamente…
¡Qué rumor tan delicioso tiene el aguacero en las hojas de los árboles y en las
peñas!
El Utcubamba, por medio de las rocas, corre sonoramente, sonoramente…
Millares de pájaros se dejan mojar, gustosos, sobre los tallos y pencas…
Y a través de toda esta alegría cósmica se oye un rumor más dulce, melodioso...
Música de antaras y de tinyas, mezclada de gritos y de exclamaciones de placer...
¡Cómo treman las melodías, sobre todo, los sones acompasados de los tamborcitos,
en el frío corazón de la lluvia!...
Es una “fayna”…
En la verde falda, que lame el Utcubamba, se está cultivando un maizal… La
“fayna” sigue, a pesar de la lluviecita… Y en medio del verde esmeralda de la chacra
aparecen, dispersamente, por uno y otro lado, cual grandes manchas de color, los
ponchos y pañuelos polícromos de los indios…
Mujeres y hombres, al son de las tinyas y antaras, van desyerbando la chacra…
Algunos corren, de un lado a otro, dando saltitos, como danzar, pareciéndose al
cóndor cuando insinúa su vuelo.
Sigue la “fayna”, con sus gritos y exclamaciones de placer y con su música de
antaras y de tinyas…
58 Ande y Selva
Siguen trabajando; al mismo tiempo que los que tienen sed beben la chicha,
alzando los cántaros… Además: el “ucho” del almuerzo fue muy castigador; ¡los
labios queman!
Sigue la “fayna” con su bullicio y sus cadencias…
La lluvia ha cesado… Las altas montañas están velándose tenuemente por
cendales de vapor de agua…
El sol está ya oculto, solo apenas despide débiles llamaradas amarillentas, que
se proyectan verticalmente en el cielo, a ras de los cerros, como el resplandor de
un lejano incendio agonizante…
Triste suena ya el canto de los pájaros…
Y, al son de las antaras y tinyas, se van danzando, danzando, los “faynados” a
la casa del patrón, por la verde falda… Se van danzando, danzando, con gritos y
exclamaciones… Las tinyas y antaras suenan con redoblado furor lírico…
La luna nueva alumbra ya el valle… Vagamente brilla su luz a través de los
blanquísimos vapores de agua que siguen levantándose… Bello paisaje presenta la
noche, al par que triste…
El Utcubamba ruge bajo las rocas…
Y se oye lejanamente el alegre son de un tambor… Y gritos… Es en la casa del
patrón… ¡Bailan!... La fayna ha culminado en jarana general…
Sigue sonando el tambor, acompasadamente…
Mas, a eso de bien entrada la noche, se oye un alboroto… Y llantos gemidores
de mujeres…
Dos hombres en el baile han peleado a machetazos, y uno de ellos tiene partido
el cráneo…
Francisco Izquierdo Ríos 59
Puna
S oledad infinita… Solo el viento que silba, que silba, como una serpiente
escondida dentro del extenso y tupido pajonal… Gélido desierto, donde,
como en ninguna otra parte, se tiene la horrible sensación de la soledad…
Solo un gavilán, que en el cielo de azul lánguido vuela, vuela alrededor de
un escueto peñón, a una piedra blanca que despide vívidos reflejos al recibir de
lleno la luz del blanco sol… O una laguna, que recorta su forma de medialuna,
cubierta siempre de un tenue cendal de niebla, en una hoyada, con uno que
otro pato salvaje, con una que otra garza, que respectivamente parecen príncipes
negros o princesas blancas, que estuviesen encantados…
O cruces de tayos sobre montículos de piedra (tumbas de los que murieron
huérfanos de calor, con pálidas florecillas, sin nombre, los bordes, que parecen
unas lágrimas hechas flor…).
De vez en cuando se rompe el silencio con la palabra gruesa de un arriero:
—“¡Ahijuna!, ¡mula grajienta!”— que va tras de su recua con afán…
O bien aparece en el camino desolado la silueta de un viajero, que completamente
embozado en su poncho, como un fantasma, al paso tembloroso de su mula, va,
va…
Puna, inmenso pajonal amarillo, de cielo neurasténico, que rápido se oscurece
en son de tempestad; yo he sentido allí las heladas caricias del gran granizo, el
arrullo del viento, la zarzaganeta del huracán…
Puna tornadiza, con alma de mujer veleta… “En cielo de puna no hay que
creer”… Y con razón.
Puna triste, con uno que otro bosquecillo anémico, donde algún pájaro errante
añora, en cantos melancólicos, la hermosa vida de lugares bellos y alegres…
Puna, donde la luna, sea nueva, o llena, tiene siempre el mismo resplandor de
palidez mortal, palidez de cera, que al contemplarla de lejos nos vuelve pensativos,
60 Ande y Selva
El viejo arriero
Hay que tener cuidao en estos diablos caminos de los horribles duendes, que
viven en los cerros o bien bajo la tierra…
”Usté habrá oído unos ruidos adentro, como de agua que brota, sobre todo,
en momentos de aguacero; son los duendes, patrón, los duendes maldecidos que
celebran en sus casas ‘suterranías’ sus fiestas, con loco bullicio… ¡Si, patrón, tú
supieras lo que en las haciendas o en los grandes pastales de las cumbres, los dueños
a sus ganados, a veces, los encuentran colgados de sus rabos, con las patas arriba
y las cabezas abajo, de las peñas elevadas…Patrón, ¡quién creyera! que, a veces, de
las ramas más débiles de los árboles; así como también; en algunos ‘maneceres’,
completamente piezados de sus colas unos con otros, y con sus cuerpos tisha,
tisha… ¡El duende, patrón, el duende se burla así de la gente!... ¿El maldiciado
hasta criaturas, no pue, se roba, patrón?; las lleva lejus, lejus y las deja después…
”Y hay cuevas también en los cerros, patrón, donde el enemigo se burla de
nosotros, los cristianos, cuando pasamos por lado de ellas, que todo nos remeda;
si silbamos también silba, también canta si cantamos, si nos reímos también se
ríe… Nos tira piedras, con ramas, y hasta con isma de pájaros, patrón… Por eso,
ya nosotros, al pasar por esos sitios le damos la contra que nos enseñó el taita
cura; rezamos el padrenuestro y la santa cruz hacemos, así, con nuestros dedos…
O, si no, le damos miedo golpeando nuestros puñales en las piedras, hasta sacar
candela…
”Y, patrón, en las noches unos gritos habrás oído, como de alguien que arrea…
Es el alma, patrón, de algún arriero muerto…
”¡Uf! ¡Amarga la coca, taititu!... ¡Mala señal!... Seguro que mañana otra vez nos
va a llover”.
El río, bajo los árboles, como un ebrio, ronca… Hace un frío que hiela el alma…
Y la luna, con su luz blanca, blanca, ya la cordillera baña…
64 Ande y Selva
SELVA
La paloma
La lechuza
Los paucares
¡ Qué hermosas, qué ufanas, las huertas tropicales, en las claras mañanas, con
sus verdes naranjales!
Como rostros de oro, por entre el bosque de hojas y de ramas de los troncos
no muy altos, asoman las naranjas; como rostros de niñas, que al fúlgido beso
del sol mucho más se encendieran, se tiñeran de rubor… Rubias abejas golosas
revolotean con placer junto a ellas, ansiosas de sus caricias de miel, así como bandas
de mariposas de múltiples colores, mientras que algunos pajarillos, escondidos en
el ramaje, tañen en su loor sus dulces caramillos…
¡Qué hermosas, qué ufanas, las huertas tropicales, en las claras mañanas, con
sus verdes naranjales!...
Naranjas encendidas como el clavel, naranjas dulces como la miel… naranjas de
mi tierra tropical, regios goces nos brindan, a la hora del calor, con su pulpa sabrosa,
cuando fuerte quema el sol… ¡Fruta de dioses, deliciosa!...
En las noches oscuras, profundas, pero de luceros brillantes; la brisa roba
aromas a los grandes naranjales, y loca y traviesa los desparrama en calles, patios,
huertas y casas…
¡Y qué bellos parecen los naranjales dormidos en las noches de luna, de silencios
infinitos!...
—Niño, hazme el favor de vender tus naranjas.
—No se vende, señor… Coja Ud. en la pampa.
Y el viajero cansado, el viajero sediento, coge del verde naranjo las frutas, con un
palo.
El sol está furioso, quema como candela... ¡Poblada de naranjos es un jardín la
aldea!
El viajero, con ansia, gusta la fruta deliciosa, así como guarda otras en su azulada
alforja…
70 Ande y Selva
Las naranjas, caídas por sazonía junto a los troncos, con las chatas cabezas al
cielo y húmedos los ojos de placer, paladean las vacas…
Al sol de mediodía, desde lejos la aldea, con naranjas amarillas, parece un
fantástico jardín de oro…
Y el viajero, alegre, se interna en la selva, llevando en sus ojos el deslumbrante
paisaje de esta tierra…
Francisco Izquierdo Ríos 71
Las ciruelas
La niña, despertando en las gradas del escalón suaves ruidos, baja corriendo…
Se va a la huerta a juntar las ciruelas que cayeron al beso de la lluvia; han quedado
estas frutas desparramadas en el suelo húmedo, como joyas preciosas… La niña
junta, dentro de los árboles verde oscuros e iluminados de gotas, la deliciosa fruta
roja, de bermellón encendido, como la púdica corola de sus labios…
Francisco Izquierdo Ríos 73
El Chullachaqui
Por eso, hijos míos —decía la viejecita—, hay que fijarse primero en el pie
derecho de alguna gente que se encuentre en los caminos, pues cuando el
Chullachaqui se transforma en gente siempre tiene una imperfección: la de su pie
derecho, que es mucho más pequeño que el izquierdo. Pero el condenado trata
siempre de ocultar este pie en alguna forma…
***
Bellas florecillas del camino, cerrad vuestras corolas delicadas; pajarillos, que
alegres cantáis en los verdes ramajes, cesad vuestros cantos; fuentecillas, que
murmuráis bajo los árboles, callad vuestros murmullos; vientecillos, que jugáis
en las frondas, cesad vuestros distraídos juegos… ¿No sentís que la tarde se vuelve
pesada? ¿No os dais cuenta de que el sol se vela de nubes? ¿No sentís un fuerte olor
a chivo en el ambiente? El Chullachaqui pasa en este momento… Viene cojeando,
cojeando por el camino…
78 Ande y Selva
Deslumbramiento
El tunchi
luego regresaban al pasto aullando; en ese ir y venir estaban, como si alguien les
espantara… Yo inmediatamente pensé que era el tunchi… Felizmente ya no tengo
miedo; aprendido ya no tener miedo, hom… Desde el borde del terrao miraba el
pasto, cuando veo un bulto que caminaba río arriba, por lao de las grandes piedras
blancas de la orilla, alzando las manos, como s’iría pidiendo perdón, y llorando
amargamente… Clarito l’oí llorar, hom… ¡Taititu!... Mi cuerpo se volvió grueso y
pesado por un momento; tenido miedo, pué, un momentito… ¿Y quén nó, cuando
oye llorar al tunchi?... El bulto se perdió por arriba del río, siempre llorando y alzando
las manos con desesperación… Los perros no se atrevieron a seguirle, se quedaron
aullando en el pasto y en esa dirección... Seguramente era un alma en pena.
Después cobijó profundo silencio a la hacienda… Yo visto, pué, cada rato el
tunchi; l’oido silbar, llorar a cada rato… Tantísimos años ya, pues, que yo llevo
andando por estos bosques del Señor; en tantos años se ve muchas cosas, hom…
Hasta al jodío errante, hom… —así concluyó su pequeño relato taita Juandela.
—Yo vuelía oido silbar y llorar al tunchi, pero nunca l’e visto, hom —exclamó
uno de los peones más jóvenes—. En mi algodonal casi todas las noches l’oigo
llorar por el camino… Triste llora, hom… Tristée…
—Cuando augado don Lluni, mi vecino, tarde la noche, en mi calle, oído llorar
su alma —exclamó otro—. Así como también en la huerta de mi casa… Y una
vez, también, a las doce del día, hará unos dos años, cuando estaba cogiendo
granadillas en un bosque de junto a mi platanal, de repente oigo tres hachazos
seguidos en mi ladito; tres hachazos sobre un “selico” que se alzaba allí no más, a
dos pasos, más o menos de mí; las ramas del árbol se sacudían con los golpes…
Miré bien; no había nadie… ¡Taita Dios!... Corrí de miedo a mi chacra, sin juntar
las granadillas que tumbé al suelo… ¡Era la sombra!
—El mediodía es pesao, pue —habló taita Juandela—. Esa hora anda sombra…
desde las doce hasta manecer siguiente día, en que todos los espíritus desparecen,
con las últimas sombras de la noche, ante la blanca luz del alba…
—A vez, cuando úno está yendo por el camino, en algún sitio, ¡jua!, s’estremez
nuestro cuerpo, sin necesidá, hom…
—Es que la sombra está andando allí cerca, no má, hom… No sól en los
caminos, sino también en las calles de los pueblos, en todas partes, hom…
—Una vez estaba yendo —cuenta otro— por un camino silencioso, montao
en mi caballo, cuando junto a un espeso bosquecillo de “ocueras”, este dio un
tremendo salto, soplando la trompa, asustado, tumbándose de barriga en el lodo.
¿Por qué s’isu así el caballo? Observo el bosquecillo y descubro dentro dél un
abultamiento de tierra en forma de tumba. Y verdadmente era una tumba; segu-
ramente allí ha’ian enterrado a algún infeliz que murió sin familia, en una de esas
chacras cercanas… A algún peón “shishaco” seguramente que le atacó la terciana…
El caballo s’asustó por eso…
—Los animales huelen, pué, al muerto —afirmó taita Juandela—. De lejus
nomasiá huelen, hom… Por eso, perros también aullan en las noches, ladran,
como queriendo agarrar alguen…
82 Ande y Selva
—Donde s’oye llorar más al tunchi es en los ríos, hom… Todas las noches s’oye
que llaman, como que piden auxilio, después como que lloran…
—Son las almas de los que s’augan, pué, hom…
—Pueblo también todas las noches s’oye silbar al tunchi en las huertas, en las
calles, en los barrancos… Se le ve en las calles… Así una noche regresaba diún baile,
cuando veo un hombre que viene y, cuando nos íbamos a encontrar, despareció
com’humo… Mi cuerpo s’isu grueso, hom… Pegué la carrera a mi casa…
—En el pueblo hay calles pesadas, sitios, donde no sól el tunchi asusta, sino
también el demonio. Así como en los caminos del bosque…
—Entra a las casas también el tunchi… Una noche, cuando estábamos ya
acostados en mi casa por dormir ya, oímos que s’abre la puerta, luego que entra
alguen y que suspira largo, largo, como si estuviese cansao… También se l’oye que
toma agua del cántaro… hace sonar pocillo igualititu, hom!
Sí, pué, s’oye que s’abre la puerta, sin que en verdá s’abra, hom.
—Alma, pué, hom… Alma, pué…
—Cuando entra a la casa hay un remedio para hacerle correr —interviene taita
Juandela—. Todos ustedes deben saber… Con un calzoncillo, primero, luego con
un fustán, se azota en el aire, en las paredes del dormitorio, de la sala, huyendo
inmediatamente el alma; si el alma es de mujer huye con los azotes del calzoncillo,
y si es de hombre, con los fustanazos… Con el fustán y el calzoncillo s’ase correr al
tunchi; por eso siempre hay que tenerlos listos junto a nuestra cama…
—As’es, pué, taita Juandela…
—As’es…
—¿Ustedes han visto el Ayapullitu? —preguntó, de pronto, uno de los
peones.
—Yo, a pesar viejo, yo no visto nunca —habló taita Juandela—. Oído llorar, no
má, en las huertas igualitu pullitu con frío llora el condenao… “Piú, piú” dice, en
medio de las sombras de la noche; es porque aistá andando el tunchi… Cuando
canta ayapullitu en la huerta segur muere alguen de la casa…
—Mama Cata dís agarrao una vez… Estaba cantando dentro su casa; buscándolo
harto l’encontró dís bajo unas ollas…
—Su cabez dís pelao como calaver, su pluma negre como mortaja —interrumpe
uno de ellos.
—Sí dís, pué —contesta el que estuvo relatando—. Después mama Cata le dejó
dentro de una olla de barro, amarrando bien la boca desta con un trapo para verlo
mejor de día… Al manecer se fue a ver; desató el trapo de la boca del cántaro… Y
n’encontró nada; había desaparecido el ayapullitu…
—Pullitu del muerto, pué…
—Vive dís panteón… Sol sale de noche dís con los tunchis…
Francisco Izquierdo Ríos 83
***
—Ya ven —hablaba taita Juandela, por la mañanita—. Ya ven… El alma de taita
Benja pasó silbando anoche por aquí… Ayer, por la tarde, ha muerto en su chacra
el pobre… Aistá su cadáver en el puerto…
—Su alma ha venío adelante… Pobre taita Benja —exclama otro.
En verdad, en el puertecillo del río cercano, se balanceaba una balsa amarrada
a un árbol de la orilla; allí, envuelto en una blanca cobija de algodón, estaba el
cadáver de taita Benja. El pobre hombre, atacado de una fiebre maligna, había
muerto en su chacra… Toda la noche sus familiares bajaron su cadáver en la balsa
a lo largo del río; le traían para enterrarlo en el cementerio del pueblo.
Todos los peones estaban convencidos que aquello que oyeron silbar en la
noche era el alma de taita Benja… En el ambiente del trapiche flotaba, como es
natural, una honda emoción de miedo y de misterio…
84 Ande y Selva
Mi casa
(Poema lejano)
toda llama, mientras que en otros, furiosas cargas de caballería, con el jefe adelante
en gesto de gritar: “A la carga”, con el largo y encorvado sable en alto… Enormes
acorazados envueltos en espirales de humo espeso en mares oscuros y remotos…
¡Cuadros de personajes y hechos lejanos para mí, de países desconocidos, que,
aunque así, dejaban en mi espíritu la estela de una impresión imborrable…!
Pero, sobre todos estos cuadros de guerra, de reyes y militares, sobresalía uno de
réclame del vino Romariz, enviado por una de esas casas comerciales de Iquitos, la
ciudad floreciente de la Amazonía… Un viejo, solo en busto, de blanco y retorcido
bigote, de cabello cano como el algodón, con una copa de vino en la mano derecha,
y que, con el rostro inundado de jovialidad, los labios ansiosos de sentir la jugosa
caricia del licor, los ojos expresivos, parecía invitar a tomar la agradable bebida,
descubriéndose a un lado la botella con el resto del vino espumoso… La risa y
alegría jocunda de este anciano era algo que contagiaba, en contraste con los otros
cuadros de guerra…
***
El reloj
En una de las paredes de la salita había un viejo reloj con su caja de ébano
oscuro en forma de catedral, con pintorescas torrecitas y una bella portada de
cristal de ojiva, la que estaba adornada por una rama dorada que subía en arco de
la parte inferior hasta la superior por el extremo izquierdo, y a través de la cual
se divisaba en el interior la luna blanca, en verdad como una luna misteriosa;
con sus signos romanos, negros, de las horas, viéndose también moverse abajo,
en sentido lateral, el péndulo con su áureo disco, produciendo la música a la
sordina de sus tictacs sucesivos… Este reloj, al dar los melodiosos campanazos
de las horas, llenaba la salita de una emoción extraña… ¡Con qué brillantez se
recuerdan las cosas y hechos de la infancia dichosa; indelebles impresiones en
nuestro espíritu…!
El viejo reloj de pared, con su oscura caja en forma de catedral y sus demás
luminosos detalles, despertaban en mí emociones fantásticas, pensando yo ver
en él la deliciosa casita de algún ser misterioso, de un viejo duende enano, por
ejemplo, que era el que se encargaba de tocar los melodiosos campanazos de las
horas…
***
La huerta
La huerta era grande, florida de marañones, de ciruelos, en casi toda su extensión,
habiendo frente al dormitorio una lima frondosa, de ramaje tan bajo, que bajaba
aún más cuando frutecía, siéndonos a los muchachos, en consecuencia, fácil coger
los frutos desde el suelo, sin esfuerzo alguno y sin necesidad de horquillas… Pero,
por lo común, nosotros subíamos al tronco —en lo cual hallábamos más placer—
y, cogiéndonos los frutos, envueltos totalmente por el ramaje, en bulliciosa
algarabía... A veces, cuando hacía calor excesivo en las noches (meses de julio y
agosto), y había luna, esa luna hermosa y nítida de mi tierra maravillosa, nos
acostábamos todos, en sendas esteras, bajo este bello árbol coposo y aromado,
86 Ande y Selva
farolitos chinos… Sobre todo, en medio de todas las plantas, se erguía un tronco de
la “flor variable”, cuyas flores por la mañana son blancas como la nieve, y cuando
el sol pasa ya línea cenital, poco a poco se van tornando rojas, llegando a tener
color de sangre a la hora del crepúsculo, y un aspecto de moribundas… (Exquisito
y exacto símbolo de la mutabilidad de las cosas en esta vida).
Junto a la “flor variable” se levantaba, con gracia casi femenina, un jazmín del
Cabo, con sus finas florecitas blancas, llenando todo el jardín su grato perfume,
penetrante y sutil… ¡Perfume de jazmín que percibí en los primeros años de mi
vida y que despertaba, por entonces, en mí anhelos indefinibles, ansias hondas
e inexplicables; al menos, en las suaves tardecitas, cuando parece sentirse caer
la sombra; o cuando la noche se abría como un claroscuro reino encantado...
¡Cuántas veces, al ardoroso mediodía, me sentaba bajo este tronquito amodorrado
por el calor del sol y por el fuerte aroma de sus flores!
Y amarradas a estos tronquitos de la “flor variable” del “farol de la China”, del
jazmín del Cabo, las orquídeas exquisitas, que traíamos del bosque o que nos
regalaban, colgaban las macetas de sus flores bellas, de formas caprichosas y raras,
ya como mariposas, avispas o doguitos… Las orquídeas son las flores más hermosas
y refinadas que la tierra puede ofrecer; ese perfume espeso, levemente oleaginoso,
que nos llena la nariz cuando nos aproximamos a ellas, instantáneamente, nos
hace pensar en la mujer, esa otra flor también refinada y exquisita, poseedora
de encantos divinos e irresistibles… Luego, sus formas caprichosas arrancan
asombro y admiración… ¿Por qué estas bellas y raras flores toman formas de
seres animados?... ¡Oculto secreto del cosmos! A veces, el padre Sol, con sus
rayos de fuego, tostaba las flores en algunos días, que daban pena, todas alicaídas,
ajadas, marchitas, agonizantes… (Parecía como que el dolor hubiese pasado por
el jardín…). Entonces mi madre, abriéndose paso por entre las plantas, echaba a
diestra y siniestra tazonazos de agua fresca… Y, en cambio, cuando llovía el jardín
era una fiesta; todas las flores se bañaban gozosas, y debajo de ellas los sapos,
saliendo de sus misteriosos refugios, bailaban con dichosa alegría…
Jardincito minúsculo, pero fecundo y denso, jardincito deliciosamente
desordenado, cuyos aromas aún tengo en mi alma, ¡dentro de mi vida…!
88 Ande y Selva
Río Huallaga
! Río gigante de la Amazonía, cuya melena de espumas acaricié con mis manos
de niño, en la época lejana de mi infancia!... ¡Río inmenso, en cuyas playas
jugaba siempre con los niños del pintoresco pueblecillo natal, cuyas aguas
tomé en el hueco de la mano!... ¡Río hermoso y terrorífico, en mis pupilas tengo
tu paisaje deslumbrante y maravilloso!
Ahora, que la vida nos ha distanciado, enciendo por ti la lámpara de mis
sueños y, a su luz, empiezo a hacerte un poema, que quiero encierre tus bellezas
y tus cadencias, porque tú mismo eres un grandioso poema de múltiples
sonoridades…
Río bello y terrible, yo te he visto, yo te he contemplado, en los amaneceres,
cuando el alba temblaba como una faja blanca azulada encima de la Selva, a la hora
en que esta se despierta con susurro de auras, con agudos gritos de cuadrúpedos,
con cantos y aleteos de aves, cuando tú, gigante, te estremecías al beso de la luz
naciente y al despego de las sombras de la noche, que huía por la jungla; cuando en
tus inmensos cascajales había bandadas de garzas níveas, y los martín pescadores,
desde los árboles, te hurtaban pececillos, en hermosos saltos ornamentales, hasta
que el sol, que se alzaba jocundo, inundaba totalmente el paisaje con la profusión
lumínica de sus rayos dorados…
Yo te he contemplado a mediodía, cuando el sol quema como fuego y se
levantaba, cual gasa tenue, el vapor de tus aguas; cuando los animales salvajes
llegaban a saciar su ardiente sed en tu fresco líquido; cuando en los verdes
cañaverales de tus orillas conversaban en voz baja bandadas de loros polícromos;
cuando mujeres, con las espaldas desnudas, lavaban en tus playas, y muchachos
se bañaban en tus aguas, realizando mil piruetas…
Yo te he contemplado a la hora del crepúsculo, cuando el sol que muere te
inunda con sus pálidos rayos, transformándote en un río de oro, cuando las aves,
en adormilado vuelo y rasgando las sombras que llegan, retornan a sus nidos,
90 Ande y Selva
cuando alguna perdiz llena el bohío con las dulces y finas cadencias de su canto,
cual si estuviese diciendo el maravilloso poema de la tarde…
Yo te he contemplado en las noches de luna, y te he tenido miedo, pues tus
aguas, sombrías en partes y en otras bruñidas de plata por el astro, presentaban
un aspecto fantástico, y, sobre todo, por el murmurio musical que sale de tus
profundidades, como si fuera producido por un continuo y leve rozar de perlas,
el que, al decir de las gentes, se debe a los instrumentos que tocan en tu fondo,
donde tienen sus palacios unas mujeres bonitas: las sirenas…
Yo te he contemplado, Huallaga, gran río, en tempestades terribles, cuando el
ventarrón barría los bosques de tus orillas, y he visto que tus aguas se tornaban
negras como el cielo; y, ante los continuos aguaceros torrenciales, he visto tus
crecientes temibles; que tus aguas, de un momento a otro, empezaban a enturbiarse
y a hincharse más y más, anegando tus riberas… Entonces, he visto bajar en tus
abultadas y turbulentas aguas grandes árboles con todos sus ramajes, que han sido
arrancados de cuajo por tu furia, troncos de plátanos con sus racimos, enormes
palizadas, donde se chicoteaban gigantescas serpientes, toda clase de animales
ahogados, chozas de labriegos; y he sentido el olor penetrante a barro de tus
aguas… ¡Oh, el paisaje terrible de tus “lloclladas” temibles, que llenan de espanto
a los pueblecillos ribereños!
Sin embargo, también te he visto cuando la lluvia es suave y pasajera… Entonces,
tus cascajales se pueblan de millares de dorados cangrejos, y de paujiles, hermosas
aves de cresta de oro; y he presenciado la lucha a muerte de estos animales, donde
a veces sucumben aquellos o estas… ¡Dramas frecuentes de la Selva!
¡Oh, Huallaga!, en la época de mi infancia lejana, te he contemplado con
asombro y a la vez con encanto, en las noches, en los amaneceres, a mediodía y
al crepúsculo!... ¡Te he contemplado en las horrorosas tempestades, en las lluvias
torrenciales y en tus temibles crecientes!... En mis pupilas guardo los diferentes
matices de tu paisaje multiforme y maravilloso!
Huallaga, río de leyendas y de tragedias… Lope de Aguirre, el bilioso conquistador
hispano, ha matado, según el decir de las gente, las águilas bravas que infestaban
tus riberas selvosas, mediante la ingeniosa estratagema de los sacos de arena que
colocó en su balsa, y ha dejado su nombre a un pongo, donde, se dice, en una
roca están grabadas con sangre sus iniciales, con la sangre de las águilas, según
unos, y según otros con la de una hija que le acompañaba, bella como la luna de
la tierra tropical, y que la mató, como dice la leyenda, a fin de no exponerla más
a los peligros del viaje…
Huallaga, en cuyas aguas muchos bogas y pasajeros han hallado y hallan su
tumba, sobre todo, en el famoso estero o pongo de Aguirre… ¡Huallaga, donde las
gentes de los pueblos ribereños creen oír en las noches voces que piden auxilio,
llantos tristes y gemidores de almas del otro mundo! Huallaga, en cuyas grandes
y profundas pozas, según el decir general, viven los yacumaman, gigantescas
serpientes, con cabezas de gato, cuyos resuellos, dicen que constituyen los arco
iris luminosos que atraviesan el cielo en momentos de tempestad.
Francisco Izquierdo Ríos 91
La balsa
para defender a los pasajeros y a las cargas de la lluvia, así como atrás un pequeño
corral, donde irán ganados, y adelante la “tuchpa” de la cocina… Luego, una vez
terminada, la deslizan al agua.
¡Qué satisfacción de los balseros al ver flotar su balsa en el río… Prenden sus
hachas y machetes de punta en los palos, colocan sus alforjas, y a golpe de remo
bajan al río, con velocidad que pasma, hacia el puertecillo del pueblo!
***
Amanecer espléndido… El sol está ya saliendo de la Selva, su palacio verde;
sus rayos cabrillean en la superficie del río… El bosque de las riberas es una
orquestación de cantos…. ¡Todo respira alegría y frescura!
En el puertecillo de la aldea hay mujeres y niños con rostros compungidos y
llorosos; están despidiendo a los que parten, parientes suyos, en la balsa, hacia
Iquitos, la bella ciudad comercial de la Amazonía. La balsa, cargada de toda clase de
productos (pacas de algodón, de frijol, de maíz y aún de ganados) va ligera sobre
las aguas del Huallaga… El fogón va humeando y los ganados mugiendo……
Y a la distancia, de pie en la balsa, un boga lanza un grito postrero de despedida,
y mueve la gorra. Desde el puertecillo le contestan agitando blancos pañuelos…
Francisco Izquierdo Ríos 95
“ Poraaaai, Poraaaaaaai…”.
Se oye unas veces… Y todos corren hacia el sitio señalado en el río; los que
están en tierra, por la orilla, con redes y machetes, hombres y mujeres,
mientras que los balseros se dirigen por las aguas, a todo remo, en sus balsas
livianas… Vocerío enorme e intenso movimiento se produce en ese manso
recodo del río; ha aparecido allí un gran zúngaro, el pez gigantesco de los ríos
amazónicos, que alocado por el barbasco, ha mostrado, un poco arriba el lomo
a flor de agua, y se ha vuelto a hundir sintiéndose perseguido, apareciendo de
nuevo en ese recodo.
Un joven balsero, atrevido y ambicioso, adelantándose a muchos otros,
ha logrado prender en el blando lomo del gigante su “huahuasapa”, pero, ante
la tremenda sacudida del pez herido, ha caído al agua con un pedazo de la
“huahuasapa” rota en la mano, quedándose el otro pedazo, con las fisgas de
hierro, clavado en las carnes del zúngaro. Ha sufrido un chasco imprevisto, el
joven balsero…
El zúngaro, por fin, es pescado, abajo del río por otro balsero, que no esperaba
tan hermosa caza; como el pez estuvo ya cansado, herido y más envenenado, desde
luego, no ofreció la gran resistencia del principio ante un segundo “huahuasapazo”.
El feliz balsero, como no tiene fuerzas suficientes para alzar tan enorme presa a su
balsa, después de asestarle un fuerte golpe con el lomo del machete en la cabeza,
golpe certero de gracia y que le sirve para comprobar la efectividad de la muerte del
pez, ha amarrado a este de las agallas a un travesaño de la balsa, y va arrastrándolo,
río abajo, a flor de agua.
***
Sucesivos golpes isócronos florecen esta noche en el pintoresco pueblecillo de
Sacanche.
La luna, una luna de cuarto creciente, alumbra con su luz no muy intensa.
96 Ande y Selva
Los peces, en su mayor parte, bajan muertos ya, blanqueando como el algodón
sobre la superficie del río, con las panzas hacia arriba; otros, un tanto vivos, que
en su afán de escapar a la acción del veneno van hacia las orillas, encuentran allí
certeros machetazos o fisgonazos que los ultiman. Sobre todo, las “carachamas”,
grandes y pequeñas, se varan en las orillas, con tal abundancia, que dan la
sensación de amontonamientos de piedras; ¡y qué hermosas aquellas que llaman
“achipones”, semejantes por su forma de ballenas diminutas, y muy apetecidas
por los pesqueros, por la blancura y suavidad de su carne! A las otras pequeñas
nadie les hace caso, quedan para las aves.
Y sigue la pesca a lo largo del río, con todas sus incidencias de peculiar colorido.
Sigue la pesca fecunda y abundante…
De pronto se esparce el rumor de que alguien se ha ahogado en una poza, por
querer pescar una gamitana; pero un hombre que llega en su canoa cuenta que
ha sido salvado, cuando estaba hundiéndose, por la oportuna intervención de un
balsero que merodeaba allí cerca.
En algunos sitios del río, que las gentes no los pueden pasar por ser muy
hondos, rodean por los caminos o por trochas que abren a través de los tupidos
cañaverales, o suben a las balsas o canoas de algunos para desembarcar en lugares
apropiados. Muchos han hecho fogatas en las orillas y asan pescados, así como
plátanos que cortaron en las chacras, a su paso, y las mujeres hasta preparan el
apetitoso “limbuchi”.
En una gran curva pedregosa, una mujer sale del río llorando y goteando
sangre de la mano; un viejecito le echa aguardiente en la herida… Ha sucedido
que cuando ha querido pescar una “doncella”, ese pez exquisito de los ríos de la
Selva peruana, que parece una monja de los ríos, por el lomo negro y el vientre y
pecho blancos, de una blancura inmaculada, un balsero, medio borracho con la
ambición ciega de coger tan apreciada presa, la atropelló con su balsa, y en vez de
dar el “huahuasapazo” al pez, le ha alcanzado en la mano. ¡Pobre mujer, muy difícil
ha sido sacar las fisgas de la “huahuasapa”, que atravesaron completamente su
mano derecha!; ¡pobre mujer, al sanarse, si no le cae la gangrena, se sanará con la
mano inútil para siempre!… Llorando, llorando después de echar tabaco mascado
a su mano y de envolverla con hojas de una planta, que, al decir de una vieja, es
medicinal, se pierde por un caminito en el bosque, con rumbo a su casa…
Ha corrido ya un poco de sangre en la pesca, y no son más que las tres de la
tarde todavía; ojalá no sucedan ya más desgracias… Aunque se oye también otro
rumor trágico: que un niño, en una de las orillas boscosas, ha sido mordido en el
pie por un “jergón”, la terrible víbora de los bosques del Huallaga.
Y, además, hay peligro de que algunos balseros se ahoguen, pues muchos de
ellos ya están borrachos.
***
El sol como una ascua de oro, brilla en el mismo filo de la Selva; poco falta para
que se oculte. Sus rayos pálidos llenan el paisaje…
100 Ande y Selva
—Nadie entra en este sitiooo! —grita desde su canoa el gobernador, que cuida
una cuadra de distancia, río arriba a partir del cerco…
Pues en ese sector del río nadie de pescar porque pertenece al cerco, es decir
que todo pez que aparezca en ese sitio debe ir a la nasa, y todo el pescado que caiga
en ella corresponde a las autoridades, que son las que dirigen la pesca, y quienes
deben repartirse proporcionalmente la cantidad recogida. Así, pues las gentes que
llegan de arriba al cerco pasan de frente, a pescar río abajo.
El cerco tiembla ante el oleaje de los peces que llegan. Los “paleadores” no
descansan en la nasa, pues grandes peces caen unos tras otros, y ellos, con sus
mazos de madera, los apalean, para acabarlos de matar, y los van colocando en las
canoas que están amarradas allí, al lado, mientras que a los peces pequeños los
arrojan de nuevo al agua por atrás de la nasa. Y ya están llenecitas cuatro canoas,
con toda clase de peces: teas, sábalos, doncellas, boquichicos, lizas, gamitanas,
palometas, pañas y en una palabra, de toda la variedad de peces con que cuentan
los fecundos ríos de la Amazonía.
—¡Un zúngaro!… ¡Un zúngarooooo…!
—¡Aistá…! ¡Aistáaaaa…!
Gritan los “paleadores” desde la nasa.
En verdad, un zúngaro, pez gigantesco, que está resistiendo el efecto del
barbasco, cuando iba a caer en la nasa, ha retrocedido; va produciendo un leve
oleaje a través de su trayecto. Algunos lo buscan río arriba, en sus canoas y balsas,
pero ya inútilmente, porque el pez se ha hundido en las aguas profundas a fin
de ocultarse de sus perseguidores, y además la noche va cayendo a toda prisa;
probablemente el zúngaro viva, al encontrar ya el agua completamente libre del
veneno.
Muchos retornan ya al pueblecillo por los caminitos del bosque, casi oscuro,
con alforjas y talegas llenecitas de pescado, sonándoles en los cuerpos los vestidos
mojados…
Mientras que otros, a pesar de la noche, siguen pescando todavía, río abajo, a
la luz de la luna, que ya va apareciendo sobre la Selva.
Francisco Izquierdo Ríos 101
La llocllada
¡ Juasus, hom, nunca lloclló el río como esa vez algunos viejecitos cuando se
referían a la tremenda “llocllada” del río, que espantó a las gentes de la ciudad
de Saposoa, hace setenta años más o menos.
¡Fue una llocllada terrible!... inesperada, puesto que en la ciudad no llovía; por
eso mismo, más misteriosa y que llenó de gran pánico a las gentes… No había llovi-
do, pues, una gota en Saposoa, la bella y florida ciudad de la provincia de Huallaga;
pero, sin embargo, en una de esas apacibles mañanas apareció el río de este mismo
nombre, que pasa por el oeste y junto a ella, materialmente, crecido de banda a
banda, como se dice por esos lugares, y con un rojo color de sangre… ¡Fenómeno
misterioso!... Al amanecer, pues, asustó a los habitantes un inmenso ruido, como de
cataclismo, que se producía en el río... ¡Era la llocllada!… El río había inundado to-
das sus riberas, llegando hasta a lamer las paredes de algunas casas de la población;
el paisaje era desolador… Platanales, algodonales, cañaverales estaban totalmente
anegados, así como los grandes árboles emergían apenas de las aguas barrosas.
El riachuelo Serrano que corre por en medio de la población, dividiendo a
esta en dos porciones pintorescas, se encontraba también rebalsando de un modo
asombroso y terrible; las túrbidas aguas del Saposoa, donde desemboca aquel,
se habían metido con violencia en el cauce de este riachuelo, hasta bien arriba,
aumentando poderosamente su caudal, inundando sus orillas boscosas, así como
sus dos puentes, habiendo subido hasta el techo de estos, y, después, desde luego,
interrumpiendo el tráfico entre las dos partes de la ciudad por algún tiempo… (Los
niños no pudieron ya asistir a sus escuelas, que funcionan tanto en una parte de
la población como en la otra; ¿cómo iban a pasar el Serrano rebalsado y cuyos dos
puentes estaban inundados?)…
Y, en su mayor parte, las actividades cotidianas de las gentes se suspendieron
también, como es natural, por todo el tiempo que duró el asombroso fenómeno
fluvial, que tuvo, asimismo, desastrosas consecuencias en muchos aspectos más,
sobre todo en el agrícola…).
102 Ande y Selva
El río seguía creciendo más y más, llenándose sobre todo, de barro… Hasta que
llegó un momento en que parecía estar detenido, que ya no corría, ¡como una
monstruosa cantidad de sangre palpitante!...
De los bosques ribereños de la ciudad, ante la formidable llocllada, salieron,
espantados, a aquella, cuadrúpedos, aves, víboras; estas sobre todo, al correr por
las calles y huertas, llenaban de más terror a los pobladores… ¡Gran confusión
y pánico reinaba en la ciudad… Las gentes, sobre todo las viejecitas, lloraban de
miedo; creían que algún castigo sobrenatural se producía y que la llocllada del río
era el principio de él… En la iglesia, las campanas no cesaban en su afán de plegaria,
desparramando en el ambiente la emoción de un terror más misterioso; todos,
niños y adultos, se arrodillaban en las calles y dirigían sus peces al Altísimo…
¿Y qué es lo que había sucedido en el río?... Por su cabecera, que está por los
ramales de la Cordillera Oriental, llovió a cántaro, torrencialmente; un inmenso
cerro, minado por el aguacero, se derrumbó en su lecho, siendo desmenuzado
violentamente por sus furiosas aguas, que sin cesar aumentaban en caudal, por las
lluvias y la crecida de los numerosos riachuelos afluentes… Por la tierra rojiza de la
montaña, las aguas del río tomaron el color encendido de sangre…
Esto es lo que sucedió, como se comprobó después…
Y por mucho tiempo, casi por el espacio de un mes, la ciudad se vio privada,
sobre todo, de agua limpia; las gentes tenían que recogerla de los pozos lejanos
y de bien arriba del riachuelo Serrano. Y por mucho tiempo más sufrió escasez
de víveres, pues, cuando pasó la llocllada, todas las chacras, que en su mayor
parte son abiertas a las orillas del río Saposoa, habían sido devastadas; todas ellas
quedaron sepultadas por montones de lodo rojizo y brillante. El paisaje, después
de la llocllada, era de una desolación aterradora; todas las riberas bajas del río
estaban sepultadas por montañas de barro; los árboles gigantescos mostraban sus
troncos embadurnados de lodo hasta gran altura; algunas haciendas, las no muy
lejanas al río, estaban totalmente cubiertas por esta sustancia limosa, semejando
inmensas llanuras espejeantes al sol…
Enormes palizadas (grandes árboles, cañabravas, palmeras, troncos de plátanos,
en confuso montón) quedaron varadas a lo largo de las orillas, sobre el lodo, o
atajadas en los troncos de algunos árboles…
Y mucho tiempo después de la llocllada veíase todavía a los arbustos de las
orillas, especialmente a las retamas, seguir cubiertos por tierra seca, tanto sus tallos
como sus hojitas, que las lluvias poco a poco iban limpiando… En todos los lugares
ribereños se encontraba el limo seco y rojizo de la terrible y extraña llocllada…
La ciudad quedó envuelta en una densa atmósfera de pestilencia, debido a
la descomposición de los peces muertos dentro del lodo, así como a la de los
cadáveres de otros animales; el hedor fue insoportable por algún tiempo…
Millares de gallinazos habían hecho sus campamentos en las altas copas de los
árboles ribereños, desde donde bajaban a las orillas a banquetearse con los peces
muertos, pero con suma cautela en los primeros días, porque el lodo era trampa
peligrosa, y, en efecto, a muchas de estas aves de rapiña las vieron, como cuentan,
104 Ande y Selva
estar luchando, desesperadamente, por salir del fango, o las encontraron muertas,
después, enterradas en algunos sitios, a donde se metieron por su imprudente
voracidad…
Luego, muchas enfermedades asolaron a la ciudad, y decían también que,
después de la llocllada, los bosques cercanos a ella se poblaron de boas, serpientes
que antes no existían en ellos…
Una llocllada en la Amazonía deja, pues, tras sí un paisaje de infinita desola-
ción…
Francisco Izquierdo Ríos 105
Vocabulario
EL AUTOR
Dos palabras
demás violentas, con truenos, rayos, relámpagos y lluvia torrencial. Las nubes
arrojadas del techo andino por los vientos alisios descargan en ella su contenido
cósmico. Cuando los ríos crecen, inundan los bosques, las chacras y pueblos. En
ella está la Hoya Hidrográfica más grande de la Tierra: el Amazonas, el Rey de los
Ríos del Mundo, con su corte de ríos grandes y pequeños, como el Ucayali, el
Marañón, el Huallaga, el Morona, el Pastaza… Dentro de los bosques hay lagos,
que son fecundos viveros de paiche, este pez tan sabroso y que constituye uno
de los principales alimentos del hombre selvático. Sería largo enumerar todos los
aspectos de esta región; pero, te diré que en lo que respecta a flora y fauna es, acaso,
la cuenca más rica del mundo; y lo mismo podemos decir del reino mineral.
Tiene maderas de toda clase, desde el cedro hasta la caoba. Tú habrás oído
hablar del caucho. Este árbol histórico y tan útil es originario de allí. (La pelota
con que juegas está hecha del látex de ese árbol, así como las llantas de los carros
y aviones). Y hay muchos otros árboles de gran utilidad también, como la balata,
la quina; y raíces como el barbasco, cuya explotación constituye, ahora, una de
las industrias más lucrativas de la Selva. El reino vegetal es, pues, sencillamente
fantástico en esta región.
Infinita variedad de aves, ofidios, saurios, insectos, peces, cuadrumanos, cua-
drúpedos la habitan. Sus ríos también arrastran pepitas de oro desde las rocas
andinas. Yacimientos de petróleo existen en casi toda su extensión.
El hombre vive allí en continua lucha con la naturaleza bravía y dominante.
El hombre mestizo e indio debe saber que en el corazón de la Selva hay todavía
numerosas tribus de indios salvajes. Y una cosa que también debes saber —y que
te interesa— es que los niños, en su mayor parte, van en canoas por los ríos a sus
escuelas, llevando su almuerzo al que llaman mircapa, pues estas, por lo general,
están ubicadas en las riberas.
La Sierra, en cambio, es una región erizada de grandes montañas, que —como
ya te dije— atraviesan al Perú, de sur a norte, como una espina dorsal. Tiene altos
picachos y valles profundos. Escarpas desoladas y abismos oscuros. Su paisaje es
variado y bellísimo, en lo que difiere de la Selva, cuyo paisaje, también bello, es,
como ya hemos visto, solo de árbol, agua y sol. En una hora se pueden atravesar
lugares de diferente naturaleza: frígidos, templados y cálidos como en la Selva. De
allí se dice que la Sierra tiene todos los paisajes y climas —agregando nosotros: y
todos los productos del mundo—. En esta región se encuentra aquella maravilla
cósmica: el Lago Titicaca, de cuyas áureas aguas de leyenda salieron Manco Cápac
y Mama Ocllo, fundadores del Imperio del Sol y donde, en el presente siglo, en
una escena de su película Saludos, Walt Disney, el Mago de los dibujos animados,
hace actuar a su simpático Pato Donald, amigo de los niños… En sus ilimitados
pastales cubiertos de niebla y soledad, muge el ganado; y en las riberas de sus
ríos torrentosos, se desarrollan bosques exuberantes como en la Selva misma.
En sus laderas, granea el maíz, el trigo y la avena y se fecunda la papa desde la
época de los incas. Y en toda su geografía, rinden su tributo al hombre diversidad
de árboles frutales. La Sierra es, por excelencia, región agropecuaria y minera. En
Barbasco. Cube.
Francisco Izquierdo Ríos 119
esta tierra agreste viven el mestizo y el indio. Este indio aimara y quechua, que
fue la base humana del Imperio incaico, no ha sido aún asimilado del todo por
la civilización; constituye la mayor población del Perú y uno de sus problemas
capitales. La raza indígena o de bronce, como también se le llama, sigue, pues,
vegetando en las quiebras y punas de la Cordillera. El hombre andino, en general,
usa poncho manufacturado de lana de carnero y de vicuña. Los niños en su mayor
parte, van también a sus escuelas, de largas distancias, como en la Selva, llevando
en su alforjita azul su almuerzo, el quimingo, como lo llaman.
La faja de tierra arenosa, contenida entre los últimos cerros de la cordillera
Occidental y el mar, es la Costa. Desierta, en su mayor parte, donde nunca llueve
y donde el viento, la soledad y la arena conviven en perfecta armonía. Los ríos que
como blancas venas de vida salen del Ande, en busca del mar, la atraviesan; muchos
de ellos desaparecen en sus resecas fauces. Yo he tenido ocasión de contemplar,
en esta región, paisajes de belleza infinita que superan a toda fantasía: sus blancos
túmulos de arena, sus dunas en forma de medialunas, sus espejismos, líneas y
dibujos caprichosos hechos en los bordes de los montículos de arena por el viento,
fino y vagabundo artista. Puestas de sol, cuando este, como globo de fuego, se
hunde en el azul del mar. Los barcos de vela. Las aves. Sin embargo, en la Costa no
todo es soledad y desierto. Hay hermosos oasis, de trecho en trecho. Y, además, en
esta región se encuentran las grandes y prósperas ciudades del Perú; por ejemplo,
Lima, la capital, fundada por Francisco Pizarro, el Conquistador, está en ella. La
Costa, pese a su naturaleza árida, es la región más industrializada de la patria,
por su proximidad al mar, que permite el tráfico de barcos; y, por consiguiente,
el intercambio económico y cultural con los países extranjeros. El hombre, aquí,
hace prodigios de esfuerzo. En ella están las grandes haciendas de caña, de arroz,
de algodón. Extensos viñedos y olivares. Refinerías de petróleo.
La carretera Panamericana la cruza en toda su extensión, de sur a norte,
uniendo como cordel fraterno, las manos a los países de América. Los vientos de la
civilización soplan más en ella, por su especial situación, que en la Sierra y la Selva.
En este medio, desenvuelve su existencia el hombre. Por las perspectivas que ofrece
en todos los aspectos de la vida, intelectual, económica, etc. Los hombres de la Selva
y de la Sierra afluyen a ella. El paisaje humano es aquí más diverso y complejo, que
en las otras regiones. Después del mestizo, propiamente dicho, y el no muy elevado
porcentaje de extranjeros inmigrados, están el zambo y el injerto, producto este del
cruce del chino o japonés con el mestizo. La presencia del chino se debe, fuera del
natural fenómeno de la inmigración, al hecho de que en el gobierno de don Ramón
Castilla se trajeron al Perú hombres de esta raza para las faenas agrícolas; y la del
zambo, a la importación que se hizo de negros en la época colonial para reemplazar
al indio en el duro trabajo de las minas, que como sabemos no fue así, porque los
negros solo sirvieron para actividades domésticas. Curioso es observar que en las
ciudades de esta región las peluquerías, restaurantes, lavanderías, puestos de fruta,
están, en su mayoría, en manos de los chinos y japoneses.
Muchacho, he contemplado también al Perú desde el espacio. En un viaje en
avión. ¡Con qué nitidez se distinguen sus diferencias geográficas! La Selva, abismo
verde oscuro, parece otro mar con las manchas de sus flores, de sus lagos y ríos,
120 Tierra peruana
con sus islas, bahías, ensenadas, cabos y penínsulas. Los Andes, caos de picachos
y abismos, confuso hacinamiento de montañas y valles, con sus desmañadas
chacras en las faldas, millares de caminitos zigzagueantes, cintas de ríos y una
que otra población borrosa y uno que otro tejado rojo prendido en el esmeraldino
hombro de un cerro. La Costa, con su sábana de arena y sus chacras y huertas
tiradas a cordel, que dan la sensación de un tablero de ajedrez. Y el mar, abismo
azul oscuro, con sus aves, islas y barcos, parece estar pegado al cielo en el claro
límite del horizonte.
En estas tres regiones, hace siglos, antes de los incas, han florecido avanzadas
civilizaciones; y algunas muestras de su existencia han quedado. De los nazcas y
chimús, huacos, telas, momias, ruinas de sus mansiones y templos, en la Costa;
de hombres misteriosos en la Sierra, de sur a norte, de este a oeste, objetos de
uso personal, palacios, templos, momias en las quiebras de los cerros, las pétreas
ruinas del Tiahuanaco, Kuélap, Chavín de Huantar; y en la Selva, azules hachas de
piedra, grandes obeliscos de piedra, semihundidos en la tierra, con grabados de
figuras de serpientes.
Posteriormente, asentó sus dominios en casi todo este vasto territorio, y aun
en el extranjero —Bolivia, Argentina, Ecuador—, el Imperio incaico, que por la
adelantada civilización que tuvo, es muy conocido en todo el mundo y que por lo
mismo constituye para nosotros un glorioso pasado. Las ruinas de esta formidable
civilización están en todas partes, menos en la Selva, porque los incas solo llegaron
a sus fronteras en su afán de conquista. Sus aguerridas legiones se detuvieron ante
sus primeros verdores: el cóndor no encontró picacho para su nido.
Como consecuencia del Descubrimiento de América por Cristóbal Colón,
vino la Era de la Conquista en el Mundo. Y el Perú, como otros pueblos, fue
conquistado. Los españoles al mando de Francisco Pizarro, dominaron el Imperio
incaico después de una serie de hechos heroicos, tanto de su parte como de los
indios. Recordarás el apresamiento y muerte de Atahualpa en Cajamarca, el último
inca, acto que tiene todos los contornos de un drama épico y elegíaco, que en su
magnífica tela Los funerales de Atahualpa, inmortalizó nuestro pintor Montero; pero
que aún espera su cantor, su poeta máximo… a Cahuide, el valiente, que envuelto
en su manto prefirió arrojarse de la fortaleza de Sacsayhuaman a entregarse al
enemigo. Y justo es reconocer el valor de los conquistadores españoles que por
estos agrestes territorios, llenos de soledad y misterio, anduvieron, jinetes en sus
corceles, venciendo increíbles dificultades con admirable decisión y arrojo.
Trescientos años duró este vasallaje, donde el indio adquirió perfiles de mártir;
trescientos años el Perú vivió bajo el férreo dominio de España.
Los clarines de la Libertad vibraron en el horizonte de la patria.
Desde antes hubo intentos de emancipación; la sangre de Manco Inca, Túpac
Amaru, Pumacahua, Melgar, el primer poeta peruano, fecundó la semilla de ese
ideal en la Tierra Nueva.
La jornada de la Independencia fue ardua y sangrienta. Hasta que en Ayacucho,
se sella la libertad del Perú y de América. En este bélico panorama, hay figuras
Francisco Izquierdo Ríos 121
como San Martín, el General argentino, que se separa del proscenio americano
dando un ejemplo de alta nobleza espiritual, que pocas veces se produce en el
hombre y cede el sitio a Bolívar, el venezolano, este Genio de las Américas, cuya
estatura inmortal debe medirse solo con aquella palabra que pronunció, en medio
de tantos reveses y fracasos, de tanta miseria humana, en un apacible huerto de
Pativilca: “TRIUNFAR”; como Sucre, el Magnánimo; Córdova, el Impetuoso, cuya
orden de ataque en Ayacucho: “PASO DE VENCEDORES”, es ejemplar en los anales
del ceñudo Marte. Y Olaya, el Mártir Chorillano, que se tragó las cartas antes de
entregarlas al enemigo, en un arranque de patriotismo sublime.
¿Y el bello episodio de la creación de nuestra bandera? Episodio que tiene todo
el encanto de un poema. San Martín, una tarde en que descansaba su áurea fatiga
de Libertador, en una loma de la bahía de Paracas, adormecido por el inmenso
murmullo del mar, al levantarse distinguió en la lejanía sobre la pampa azul del
océano, una bandada de aves blancas y rojas; entonces, con esa decisión y precisión
que caracteriza a los héroes, exclamó: “Esos colores debe tener la bandera del Perú”.
Y nuestra bandera fue hecha. De veras, amiguito, ¿que este episodio es bello y
tiene todo el encanto de un poema?
Después de esta agitada época que es el capítulo más noble de nuestra historia
y uno de los más nobles de la historia universal, porque se luchaba por la libertad,
ese “sagrado don que nos dieron los cielos”, viene la República. Empieza el Perú,
como muchos otros pueblos de América, a vivir su propia vida, sin ningún tutelaje;
y como tal, su existencia marcha por caminos de tanteo, de incertidumbre, en una
ansiosa búsqueda de sí mismo. Recién está encontrándose, recién va teniendo
conciencia de su personalidad de nación. Pero le falta aún mucho. Este ideal de
peruanidad sazonará con el esfuerzo, sobre todo, de las nuevas generaciones, con
el esfuerzo de los muchachos como tú, ciudadano del mañana.
Antes de terminar este discurso que está resultando muy largo —y que
posiblemente te ha cansado ya—, es menester que te aclare algunas cosas: el Perú
es todavía un país, donde el medio, por su exuberancia, domina al hombre. Pero
es necesario que todos los peruanos trabajemos por la futura grandeza de nuestra
patria, con el músculo y el cerebro y con elevada conciencia cívica.
Es tiempo ya que el Perú deje de ser “un mendigo sentado en un banco de oro”,
como lo anatematizó el sabio. Un país de tantas posibilidades debe abastecerse a
sí y por sí mismo y convertirse en una de las grandes naciones del mundo, a que
tiene derecho. No hay mejor forma para un país de servir a la humanidad, que
estando en un alto grado de adelanto y civilización.
Nuestro país para conseguir esta plenitud de su progreso, necesita, ante
todo, unidad. Las barreras geológicas de su naturaleza serán vencidas por las vías
modernas de comunicación, ferrocarriles, carreteras, aviones, que como una lógica
consecuencia traerán el acercamiento geográfico y la industrialización. La unidad
racial vendrá con la culminación del mestizaje, cuando el indio sea absorbido
totalmente por la civilización, cuando nuestros diferentes tipos humanos se fundan
en uno solo. El hombre nuevo que hará el progreso del Perú está en marcha; está
llegando por las pendientes del alba. Se oyen ya sus trompetas.
122 Tierra peruana
Hay que comprender que constituimos una unidad dentro del concierto de
las demás naciones del mundo y que nos debemos nuestra propia evolución. Que
debemos ser un país querido y respetado por todos, por nuestro amor a la paz y al
trabajo. El Perú lo será, por obra de sus hijos como tú, ciudadano del mañana.
Esta es tu patria, muchacho, trabaja por ella y defiéndela cuando sea necesario.
Esta es tu patria, la patria de los incas; la de Melgar y Garcilaso de la Vega, co-
lumnas primigenias del edificio de la peruanidad; poeta de los yaravíes, que refle-
jan el sufrimiento del indio y que rindió el tributo de su vida en aras de la libertad,
el primero; e historiador y el más importante apologista de la tierra peruana, el
segundo.
Esta es tu patria, la de Rodríguez de Mendoza, el agitador espiritual de la Inde-
pendencia; la de Daniel A. Carrión, el Mártir de la Medicina, que se inoculó el virus
de la verruga para descubrir un remedio contra ese terrible mal.
Esta es tu patria, muchacho, la de los huainos, tonderos y marineras.
Esta es tu patria, la de Bolognesi, Grau, Alfonso Ugarte y Leoncio Prado, héroes
sin par de la guerra; la del Mariscal Ramón Castilla, honra y prez de nuestro Ejército
y el más grande Presidente de la República que hemos tenido, por su clara visión
de nuestros problemas y su hondo fervor de peruanidad.
Esta es tu patria, muchacho, la de Ricardo Palma, el ingenioso tradicionista; la
de Santa Rosa de Lima, rosa peruana que ofrendó su eterno perfume de santidad
a la América y al Mundo.
Esta es tu patria, muchacho, la de Alomías Robles, el fervoroso explorador de
nuestra alma musical.
La de José Santos Chocano, el poeta frondoso y versátil; la de Jorge Chávez, el
aviador; la de Merino y Baca Flor, pintores geniales.
Esta es tu patria, muchacho, la de César Vallejo, el poeta de más hondura lírica
y humana que ha producido la tierra hispanoamericana; y la de Ciro Alegría, el
novelista universal de nuestro medio humano y telúrico.
Esta es tu patria, muchacho, la de Manuel González Prada y José Carlos
Mariátegui, grandes escritores, pensadores y forjadores de la nacionalidad.
La que tiene abiertas sus puertas a todos los hombres del mundo que quieran
venir a vivir en sus tierras fecundas, con ansias de paz y trabajo.
Esta es tu patria, muchacho, y debes sentirte orgulloso de ella. Su porvenir está
en tus manos, ciudadano del mañana.
Francisco Izquierdo Ríos 123
Ronda peruana
Jugaremos a la ronda,
muchachitos de la Costa.
En esta bella mañana,
muchachitos de la Montaña.
¡Qué linda es nuestra tierra,
muchachitos de la Sierra!
Mar, árbol y escarpa,
forman nuestra Patria.
En la cumbre del Ande,
bailemos muy contentos,
por nuestra Patria grande,
a sol, niebla y viento.
A la orilla del Amazonas,
bailemos nuestras rondas.
A la orilla del océano,
muchachitos peruanos.
¡Hurra! ¡Por el Perú!
¡Por el Perú! ¡Por el Perú!
Alegres los corazones,
muchachitos de las tres regiones.
Costa, Sierra y Montaña,
bailan en esta mañana,
su ronda peruana.
124 Tierra peruana
Mi patria
El rocío
El Víctor Díaz
En la Selva peruana
hay cosas maravillosas,
que parecen fantasías.
Así hay un pajarito,
que clarito, dice: “Víctor Díaz”.
La paloma
Ha llovido…
En la huerta, los enormes y corpulentos guabos están enjoyados de
perladas gotas, que tiemblan como lágrimas, maravillosamente… En
una rama, escondida, una blanca paloma, toda húmeda y azorada,
canta rompiendo el cristal del silencio… Harmonía.
Los gallitos
Yo tengo un gallito,
coloradito,
que canta: Cocorocóoooo…
Yo tengo un gallito,
de todo color,
que, al amanecer,
golpeando sus alitas,
dice: “Ya amaneció...”.
El becerrito
Amanece.
Bulliciosas cantan aves multicolores y tiemblan en las hojas los
rocíos…
Por la húmeda pampa, sembrada a trechos de retamas y por donde
serpentea, en mil curvas, un arroyo, vuelan los pajaritos, a ras de la
yerba, en bandadas espesas que parecen mantas oscuras y un ternerito
bisoño busca a su madre que ha madrugado, diciendo, por todas
partes, con la trompita aureolada de blanco vapor: Muuuuuuuu…
Muuuuuuuu…
126 Tierra peruana
El arbolito
En el Día del Árbol,
yo he sembrado
este arbolito
tan bonito.
Es un alamito.
Lleno de vida,
quién creyera,
hoy es el adorno
de la plazuela
y el mejor recuerdo
de la escuela…
La mosca
Todos los seres de la Creación
encierran belleza infinita:
la piedra, el árbol, la nube, el río,
el pájaro, la flor, el hombre, el león.
El más débil y el más fuerte.
Pero a la mosca hay que temer,
porque en sus finas patitas,
la muy inocente, lleva la muerte.
Jesucristo murió…
En los bosques de las laderas amazonenses hay un pájaro que habla.
Por la madrugada y las tardes, como si estos pájaros —pues siempre el
macho y la hembra andan siguiéndose a cierta distancia— se sintieran
más a tono en esos momentos, llenos de poesía y ensueño, emiten su
extraño canto, uno después del otro.
—Jesucristo murió— dice el macho en un árbol.
—Sí, señor, en la Cruz… Sí, señor, en la Cruz —responde la hembra
en otro árbol.
Así, al menos, lo interpretan los campesinos, convencidos de que “las
cosas de Dios” deben saberlas todos los seres de la naturaleza.
Francisco Izquierdo Ríos 127
Refrán
“Gallinazo no canta en puna”,
dice el refrán del pueblo,
refiriéndose a que en la Sierra,
no pinta el montañés ni el costeño,
pero yo te juro, compañero,
por todas nuestras generaciones,
que el montañés, el costeño y el serrano
pintamos en las tres regiones.
Anhelo
A través de la ventana
diviso un panorama.
Como un manto blanco
la lluvia se desparrama,
brillosa de sol…
En una rama
un pájaro solitario,
temblando, aterido,
otea el horizonte.
Tiene ansias de volar.
Pero ¿a dónde?
A la cima de ese monte,
donde tiene su nido.
Leoca. Leocadia.
Quilla. (v. quechua) Perezoso.
128 Tierra peruana
Mañuquito. Manuelito.
Francisco Izquierdo Ríos 129
El río
Un mediodía, mi madre me llevó al río.
Desde allí no olvido sus grandes piedras,
donde, al chocar, sus aguas blanquean,
los gigantescos árboles de sus orillas,
donde cantan pájaros de mil colores,
su ronco bramido que aún se oye en el pueblo,
y que me hace pensar —raro pensamiento—,
que el río fuese, acaso, un anciano,
de ojos verdes, cabellos y barbas de nieve,
que, colérico, fuera gritando, por el llano.
Buen amigo
Lluvia fina… Día sombrío.
Misterio y soledad.
Gritando va el río
por el cañaveral.
En el camino oscuro,
un árbol seco, sin hojas,
con ramas nudosas,
llora su emoción blanca…
Un pajarillo allí canta
la elegía del árbol muerto.
¡Qué buen amigo!
No olvida al que en otro tiempo
en sus ramas le dio abrigo.
130 Tierra peruana
Luna llena
A la orilla de la Selva,
como una medalla de plata
brilla la luna llena.
—Mamá, una vieja que hila su lana,
de veras, ¿es eso que se ve en la luna?
—No, hijito; es una gran montaña.
—Mamá, ¿de veras el Apóstol Santiago,
en su caballo y en alto su espada,
es esa lejana y oscura mancha?
—No, hijito; es una gran montaña.
A la orilla de la Selva,
como una medalla de plata,
brilla la luna llena…
El Marañón iluminado
He entrado a mi huerta,
hoy, al amanecer.
La huerta era una sola canción
y un solo florecer.
¡Qué alegría! ¡Qué paisaje!
A lo lejos el bello arrebol.
¡Como un pájaro salvaje
cantaba mi corazón!
Y de la huerta en un rincón,
de rocíos y frutos cargado,
un viejo y alto marañón
parecía estar iluminado…
Marañón. Árbol frutal de la Selva y de algunos valles cálidos de la Sierra. El fruto tiene forma
de corazón y es agridulce.
Francisco Izquierdo Ríos 131
La tuna
En la pedregosa escarpa
el espinoso cactus asoma;
su soledad y abandono
tienen la gracia de su flor
y la melodía de la paloma.
Y en la torturante ruta
que trepa el rugoso cerro,
ofrece al final, al viajero,
el dulce regalo de su fruta.
(En este mundo hasta el páramo
esconde tesoros para el hombre).
132 Tierra peruana
El flautero
La luna
I
En esta noche serena,
sin nube ni viento,
la luna llena,
es como naranja de oro
colgada del ramaje azul
del firmamento.
II
En el filo del horizonte,
la luna nueva
es como lámpara
que alumbrará
el oscuro monte.
III
Luna llena, luna nueva,
naranja de oro,
quisiera tenerte en mi huerto,
lámpara de plata,
quisiera tenerte en mi sala.
Las estaciones
El lucero
N oche que parece la encantada página de un cuento, con esa luna llena,
enorme y redonda, con esos eucaliptos que mueve el viento en las huertas
silenciosas, claras, y llenas de luz… Y con esa honda emoción de ensueño
que flota en la ciudad entera, que palpita en las calles, en los tejados, en los ocultos
jardines.
Y junto a esa luna, enorme y redonda, que rueda en la seda azul del firmamento,
tiembla tan al vivo, como si en verdad fuera una lágrima, un lucerito… No hay nadie
en la ciudad que no se haya fijado en esa estrellita… Y, sobre todo, bajo el florido
manzano de un patio, una niñita linda como flor de tuna, que está sentada en la
falda de su abuela, parece magnetizada por la magia de esa estrellita, pues no se cansa
de mirarla, apuntándola con un dedo.
—Ese lucerito, abuelita, parece su niñito de la luna —balbucea encantadora, la
chicuela.
—Ese lucerito responde la abuela, pasándole suavemente la mano por la
cabecita de trenzas rubias —brilla así, hijita, porque en la ciudad algún rico se va
a casar.
La noche parece la encantada página de un cuento…
Francisco Izquierdo Ríos 137
Madre mía
—Madre mía,
madre de mi amor,
en tu día,
te doy esta flor
que en el bosque cogí.
Madre, es para ti.
—Gracias, hijo; ven a mis rodillas.
—No tengo otra cosa
solo esa flor sencilla,
pero cuando sea grande,
Madre, te llevaré a la costa
en un avión.
—No, hijito; yo no quiero dejar mi tierra.
Me harás más bien una casita,
más bonita, y
me comprarás una máquina de coser.
—Madre, mi vida, mi ilusión,
solo máquina te compraré,
casa no has menester,
la tienes en mi corazón.
Olga López de Izquierdo
La lluvia
Llueve en el río,
en la Selva y en la ciudad…
¡qué oscuridad!
En mi huerta canta
La lluvia torrencial.
En la gotera bandejas
va poniendo mi mamá…
La lluvia, pues, ahorra
agua para lavar…
En la cañería
un sapito se desgañita,
y en la huerta a los árboles
el viento agita…
Cae la lluvia torrencial
con rumor violento…
“Mamá, dime un cuento,
¿cuéntame, sí, mamá?”
138 Tierra peruana
F iu fiu fiu…
Silba un monito negro, vivaracho y muy pequeñito —que puede caber en
el bolsillo del chaleco— junto a la puerta de un caserón blanco de avispas
negras en la rama de un árbol alto de la Selva. El caserón tiene la forma de una
iglesia de pueblo.
Fiu fiu fiu…
Y ante el silbo como a una mágica llamada, saliendo van las avispas negras del
blanco caserón… Y el astuto monito las empuña con las dos manos y estrujándolas
con rapidez para matarlas y evitar así que le piquen, va engulléndolas…
Fiu fiu fiu…
Silbando va el travieso monito y engullendo avispas a su gusto esta mañana de
cielo límpido, sin nubes y con sol de oro, en la rama de un árbol alto de la Selva.
Francisco Izquierdo Ríos 139
Acuarela
Zambilla. Pequeña planta de flores rojas, que crece junto a las iglesias en el valle de Huaya-
bamba.
140 Tierra peruana
Un niño selvático (con Yo soy de la Selva, donde hay pájaros que hablan,
camisa y pantalón árboles que cantan y ríos cuyas aguas arrastran
blancos). pepitas de oro… Yo soy de El Dorado, fantástica
región que con ansias buscó Gonzalo Pizarro, el
conquistador español, después de oír el maravi-
lloso cuento de labios de un indio del incario. Yo
soy de la Despensa del Mundo, como la llamó el
sabio Humboldt.
Un niño serrano (con Yo soy de la Sierra, región que en sus entrañas de
poncho). piedra guarda todo el tesoro del mundo; región
que en sus pastales sin fin muge el ganado, llora
el viento y baila la niebla; en cuyo cielo navega el
cóndor, el ave dios de nuestras antiguas civiliza-
ciones. ¡Yo soy serrano!
Un niño costeño (con Yo soy de la Costa, de esa franja de tierra con oa-
saco). sis alegres y arenales desolados, donde el esfuer-
zo del hombre hace prodigios y el mar azul dice
su canción eterna. La Costa, de los ríos que en
sus desiertos agonizan, de las grandes haciendas
y de las grandes ciudades y puertos, que son col-
menas de trabajo.
El maestro Sí, niños; vosotros sois de las tres regiones. De
(apareciendo con la esas tres grandes fajas de tierra que forman el
bandera peruana). Perú, nuestra patria, que está simbolizada en la
bandera, en este sagrado pabellón… ¡Venid y aco-
geos a su bendita sombra: niño de la Costa, niño
de la Sierra, niño de la Selva! Y lancemos, todos
unidos, un viva por el Perú.
El alcalde
Alcalde. Pájaro de la Selva, de plumaje rojo o amarillo, que vive andando en los caminos; de
allí el nombre que le ha dado el pueblo.
142 Tierra peruana
Los danzantes
E n esa danza parece oírse el sordo fragor de un ejército indio que se abalanza
contra el enemigo… En esa misteriosa danza parece sentirse el lejano rumor
de un fuerte viento de tempestad andina, que descuaja cerros y desgaja
ramas… Luego, cuando asoma un ritmo desmayado de atávico hieratismo, se
siente como el fluir de una fuente en lo más hondo de un abismo o como el canto
triste de una paloma en día de aguacero.
¡Parece oírse en esa danza el fino roce de las nieblas y el rugido colérico de los
pumas!.. ¡Parece sentirse los fríos silencios que dominen las altísimas montañas y
el perfume sutil de las retamas que adornan las lomas!
Y al conjuro de la música triste de esa danza, el poeta parece entrever una
noche de luna nueva en un vallecito de estos Andes, con todas sus sugestiones de
melancolía, de nostalgia, de dolor, al mismo tiempo que siente abrirse en su espíritu
el capullo de la evocación de lejanos tiempos… Danzantes, a vuestro paso dejáis en
nuestros espíritus, cual zigzags de fosforescencias vagas, como aquellas que saltan
en las noches tempestuosas, las emociones de aquellos pueblos misteriosos que
adoraron a la luna, al cóndor y al sol…
Francisco Izquierdo Ríos 143
Los quintes
Quintes. Picaflores.
144 Tierra peruana
Descubrimiento de América
(En el patio de una escuela)
Caballito del diablo. Libélula que vive en las lagunas. En la Selva, creen que cuando entra a una
casa, avisa la llegada de un huésped o de una visita.
Francisco Izquierdo Ríos 147
La mariposa azul
A veces por las calles silenciosas de los pueblos y las ciudades, volando ligera
con sus grandes alas azules, va la mariposa viajera…
Brillando al sol, cual cristal azul, la mariposa vuela, vuela…
Viene pasando aldeas, dejando viajeros, chacras, cerros y ríos, a través de los
senderos; posándose en flores fragantes, en las orillas de arroyos cristalinos, en las
quebradas secas que hay en los caminos.
Ella sabe de los misterios que la Selva encierra y del cansancio eterno de miles
de caminantes. (En el afán de sus alas tiembla la sombra de la fatiga).
En la ciudad, vueltas y vueltas da la mariposa viajera… Con sus grandes alas
azules, por las calles, vuela, vuela…
Y cuando la tarde muere —al apagarse el día— a la verde Selva regresa,
pareciendo en la lejanía un puntito de luz…
Y en la calle, en medio de la penumbra, algún niño queda llorando por la
mariposa azul…
Quebrada. Riachuelo.
148 Tierra peruana
El capullito de huimba
Capullito de huimba,
blanco pañuelito,
que por el cielo se eleva
y que mis sueños lleva.
Cómo resplandece al sol,
cómo baila al viento.
¡Qué bello! ¡Y qué lindo!
Parece una cometita,
que desde el bosque,
con hilo de luz
un duende lo sostuviera.
Junto a mi huerta,
al pie de la loma,
hay árboles de huimba,
que hacen sombra;
allí, en las tardes,
a jugar, con otros, voy,
y los capullos soplo
al cielo uno tras otro.
Capullito de huimba,
blanco pañuelito,
que por el cielo se eleva
y que mis sueños lleva.
¡Qué bello! ¡Y qué lindo!
Cómo resplandece al sol.
¡Cómo baila al viento!
Huimba. Árbol gigantesco, cuyas vainas secas, al abrirse con la fuerza del sol, dejan escapar
unos blancos capullos.
Francisco Izquierdo Ríos 149
Primavera
Día de la Primavera.
En la Costa
verdes están las sementeras,
los oasis más alegres,
los arenales no queman,
y como un niño es el océano.
Hoy es el Día de la Primavera.
Pájaros y flores hay en la Selva.
En mi huerto
todo está en flor.
Hasta mi corazón
es una canción.
Hoy es el Día de la Primavera,
jardín inmenso es la Sierra.
La vida está ufana.
Primavera en América.
Primavera en las almas.
Primavera humana.
¡Perú, eterna primavera!
150 Tierra peruana
La araña
En esta mañana
de blanca soledad,
una araña
trabajando va en su telar.
De una casa abandonada,
con rotas puertas,
y oscuras grietas,
saliendo van rubias abejas,
como chiquillas traviesas
que huyen de la escuela.
La mañana
es como inmensa flor y
como lámparas de oro
anonas maduras
se balancean en sus altos troncos,
al reflejo del sol.
En este reino de silencio
la araña trabajando va en su telar,
tejiendo va a su antojo,
como una vieja con anteojos,
en la puerta de su casa
de antiguo rosal.
Francisco Izquierdo Ríos 151
En esta mañana
voy al Huallaga
a pescar…
¡Yo soy pescador!
¡Con red, tarrafa,
anzuelo y arpón!
¡Yo soy pescador!
Llueva o haga sol,
voy en mi canoa
sin ningún temor…
Mi remo en el río
va haciendo: blom, blom, blom…
Tengo madre
y hermanitos.
No tengo padre.
¡Somos huerfanitos!
Mi madre me espera,
encendido el fogón.
Llegaré a la casa
al ocultarse el sol.
¡Yo soy pescador!
¡Con red, tarrafa,
anzuelo y arpón!
Tarrafa. Red grande de pesca en los ríos amazónicos, con piezas de plomo en las puntas,
diferente de la pequeña y común que se usa con aro de palo.
152 Tierra peruana
El cerezo
La flor de la tuna
El granizo
Chirapa. Arco iris. Los campesinos creen que es resuello de grandes serpientes.
Francisco Izquierdo Ríos 155
Yo vivo en el campo,
junto al camino y al bosque umbrío.
Yo soy campesino.
Por lado de mi casa,
con su blanco reflejo,
un riachuelo pasa,
que me sirve de espejo.
Allí me lavo,
me peino,
con la luz del alba,
mientras los pájaros cantan
en los árboles su diana,
y terneros, caballos y vacas
corren por la pampa
y mi cocina humea.
Luego voy a la escuela.
Y cuando no voy,
ayudo en su labor
a mis padres, o en la casa
y en el riachuelo juego. Así soy.
O entro al bosque umbrío,
a pillar en los nidos,
y suelto a los polluelitos
cuando me dicen: “pío, pío”.
Yo soy un muchacho campesino,
que tiene su casa en el camino…
Francisco Izquierdo Ríos 157
A
lugar.
manecer
Los pájaros con humor han amanecido y empiezan en sus atriles diana a
tocar, y dejando sus huellas ya se han ido, en manada, los jabalíes a otro
Mediodía
Medio día… Hoy el sol como un horno quema y cabrillea el polvo de la ruta, la
cigarra en un árbol alto dice su poema y la abeja zumba alrededor de la fruta.
Son momentos en que la víbora, con orgullo, se solea en medio del camino,
con sopor; que la huimba lanza al espacio su blanco capullo y que se pasea orondo
el vagabundo picaflor.
Noche
Anochece… Todos los animales se recogen. La Selva es un continuo y suave
rumor. Cantos, gritos, aleteos —mientras muere el sol y cerrando va sus párpados
cada flor.
Los cocuyos encienden sus linternas diminutas y forman en la oscuridad
líneas caprichosas. Se oyen apagados gritos en las lejanas grutas. La noche en la
Selva tiene voces misteriosas.
Francisco Izquierdo Ríos 159
La niebla
La aldea
El alumno Vargas
(del 5.º año de primaria). QUERIDODIRECTOR: En nombre de todos mis compañeros,
tengo el honor de dirigiros la palabra, en este día tan grato
para usted y para nosotros. La escuela y el pueblo están de
fiesta. Hasta los álamos que se yerguen a nuestro lado, en
este huerto, y que vos sembrasteis, están contentos. Decía
que os dirijo la palabra. Sí, maestro. Traigo a vos el afecto sin-
cero de toda esta muchachada; el corazón de la escuela y del
pueblo. No os cansaré con palabras floridas e inútiles… De-
masiado sabemos que sufrís, que tenéis numerosa familia,
que trabajáis mucho y ganáis poco. Pero sabemos también
que tenéis espíritu fuerte y generoso. Que estáis haciendo
obra fecunda en este pueblo, cuyas muestran son, repito,
estos álamos que sobrepasan el tejado de la escuela; este es-
peso jardín que hoy os sonríe; estas canchas de básquet y
voleibol, los eucaliptos y bancas de las plazuela; el quiosco
de la misma; el proscenio que hemos construido en el patio
del mercado para nuestras representaciones dramáticas; la
chacra escolar, que desde aquí se la ve, plena de verdura, en
162 Tierra peruana
Cata. Catalina.
Francisco Izquierdo Ríos 163
Cande. Candelaria.
164 Tierra peruana
El niño
¡ Qué lindo es ese niño, con abrigo y gorro de pieles, que su madre le hizo de un
viejo abrigo suyo!... ¡Parece un cosaquito!
Mientras su madre, en el corredor de la casa, remienda sus pañales del cesto
que tiene al lado, él, sentado junto a ella sobre lanudo cuero de oveja, mira con
asombro todas las cosas que hay en el patio y en el cielo: los álamos que el viento
mueve, los gorriones que cantan en sus ramas, las mansas torcazas que andan
sobre la verde yerba con actitudes de monjitas recatadas, las nubes que raudas
pasan, heraldos de aguacero… Pues, el ambiente está sombrío, frígido y triste; no
tarda en caer lluvia torrencial…
Para Jacobito, niño de un año, todo es nuevo… ¡Todo!... ¡Mundo encantado!...
Para Jacobito, cuyos ojitos son cual corolas delicadas de flores maravillosas que se
van abriendo a la vida, o como dos pocitos de agua viva que brotaran junto a una
roca, de repente, reflejando en su fondo todo el paisaje de su alrededor, de cielo y
tierra…
En sus pestañas, graciosamente volteadas, con placer va enredándose la luz…
***
¿Qué pensará este niño de todas las cosas maravillosas que a cada segundo
va viendo?... Mundo fantástico para él, de cuento, de bello irracionalismo y de
candoroso desconocimiento de la distancia; por eso cree que todas las cosas son
suyas, sus juguetes… Por eso, ante la luna nueva que como una extraña lámpara
violácea cuelga en el inmenso azul, encima del cerro sombrío, alza la manita para
cogerla, diciéndome, encantadoramente: “Dame, dame”.
***
Canta un gorrión sobre el duraznero florido del patio… Alza la cabecita…
Escucha atento…
—¿Qué es, hijito?
Francisco Izquierdo Ríos 165
Luego, hace ademán violento desde mis brazos para llevarle a ver lo que es
eso.
***
Pasa un gallinazo por el espacio dorado de la tarde, en vuelo pintoresco, y él lo
sigue con la mirada hasta que se pierda por entre las copas de los altos eucaliptos
de la ciudad y pide ansioso que vuele otro.
—Oto, oto —dice candorosamente.
***
Las palabras revientan en su boquita en balbuceos deliciosos: “Papa… Mama…
Naña No…”.
—¿Dónde está mamá, hijito?
—Puyá —contesta, señalando la huerta con su dedito y con un gesto encan-
tador.
***
A las azucenas, que blanquean en los muros de la huerta, las mira con fervor,
con anhelo, luego alza la manita para cogerlas a distancia…
***
¡Mundo maravilloso!... Las hadas te han hecho, hijito, el gorrión, el gallinazo,
la luna, las flores; todas las cosas, para que juegues, para que te diviertas. ¡Este
mundo es para ti!
***
Dos años y medio… Jacobito sigue con su bello irracionalismo… Está tratando
de hacer volar su cometa de periódico en el patio, su cometa que le hizo su madre…
Mas, de pronto, vocifera: “Mama, mama, quelo viento, quelo viento”; y zapatea y
llora.
Quiere viento para hacer volar su cometa y como no hay, le pide a su madre
con ansiedad.
¿Qué sabe él lo que es el viento?
166 Tierra peruana
El gallinazo
M amá, ¿por qué shuca siempre está triste? Así lo veo siempre en el nogal
de la huerta.
—Así es el gallinazo, hijito; cuando está sobre un árbol, parece que estu-
viera pensando, meditando… Además, su plumaje negro ayuda a darle ese aspecto
de tristeza.
—Mamá, el shuca nunca canta; no le he oído nunca. Parece que no supiera cantar.
—Efectivamente, hijo, el gallinazo no canta como la paloma o el zorzal. Solo,
apenas, grazna… Apenas, puede decir: Ush… Ush…
—Pobre Shuca, mamá. Me da pena que no sepa cantar. ¡Cuánto querrá cantar
el pobre!... ¡Cómo envidiará al gallo!
—No, hijito, Dios ha hecho a cada animal tal como es, con sus características
especiales… El gallinazo no aspira nada y con seguridad no querrá ser otra cosa
que gallinazo… Solo el hombre tiene aspiraciones y ambiciones; siempre quiere
ser más de lo que es y tener más de lo que tiene.
—Mamá, ¿y por qué el shuca duerme en los árboles, a la intemperie? ¿No
tiene a dónde ir? ¿No tiene nido?
—Dicen que vive en las rocas y cuevas de los cerros… Muy lejos… Por eso, a
veces, algunos salen del pueblo y se pierden en las lejanías de los anocheceres, en
su vuelo de sueño…
—Además el shuca es un animal sucio… Come los desperdicios y los animales
muertos. El otro día he visto, mamá, cómo una nube de shingos, peleándose a
ratos, comían un pobre perrito muerto tras de la huerta de doña Pola; uno de ellos
de un picotazo le sacó un ojo.
Invitación al niño
Paucares. Turpiales.
Otorongo. Tigre que trepa los árboles.
Ayamaman. Pájaro de triste leyenda.
Tarrafero. El que pesca con tarrafa, red con piezas de plomo en las puntas.
Rosasisa. Flor blanca de las quebradas.
Mitayero. El que va a cazar o pescar.
Pucuna. Cerbatana.
Francisco Izquierdo Ríos 169
La pastorita
Supay. Diablo.
172 Tierra peruana
El cacho
Cacho. Pájaro de la Selva, de plumaje terroso, que no tiene nido y que solo, según la leyenda
popular, piensa construirlo cuando siente el frío de la noche o de la lluvia. En la Sierra lo
conocen con el nombre de shihuín.
Juglar. Músico y poeta de la Edad Media, que andaba cantando por los castillos de Europa.
Francisco Izquierdo Ríos 173
Eclipse
L a luz del sol se ha vuelto amarilla… Todo el paisaje es amarillo… ¿Qué pasa?...
No se ve bien… Luz débil y enfermiza.
Las gallinas, gritando y batiendo las alas, huyen hacia los corredores, como
en busca de amparo… Mugen vacas; chanchos soplan las trompas, asustados. Los
pajarillos vuelan de las huertas, alocadamente, sin saber a dónde…
La gente del pueblo se ha reunido en la plazuela y mira el Sol a través de sus
pañuelos y de vidrios ahumados…
—Allí está la Luna —exclama un hombre.
—Está peleando con el —sol —dice una mujer.
Y todos tratan de ver lo que estos afirman.
Muchos han puesto también lavadores llenos de agua en sus patios, para ver
en ellos, dicen “la pelea del sol con la luna”… Algunos, más sencillos, temen por
el Juicio Final, y se aterrorizan… Muchas viejecitas, arrodilladas en los corredores,
rezan.
De pronto, todo se vuelve oscuro. Negror extraño se cierne rápidamente en el
pueblo, como fino polvo de carbón… ¡Verdad que da miedo!
Y de un rato, el sol, ya por ocultarse, otra vez brilla, desparramando en el
paisaje su luz amarilla… Las cumbres de los cerros y las copas de los árboles tienen
misteriosos halos de oro bien pálido…
Un labriego, que viene de la arada, parado en la esquina de la plazuela tras
de su fatigada yunta, mirando al sol, exclama: “El sol está enfermo…”. Y luego,
arreando su yunta, se pierde por la callecita florida de yerba…
El sol se ha ocultado… ahora, sí, la noche, la inmensa y verdadera noche,
con sus negras sombras, envuelve al pueblo, pero ella no es como las otras; algo
extraño y raro palpita en sus entrañas…
174 Tierra peruana
La lorerita
Uuuuuuuuuu… Lorooooooooo…
Lorera, lorerita,
los loros vienen ya,
grita, grita, grita,
la bandada volverá.
El riachuelo ronca,
ebrio de alegría,
y como agua clara
de arroyo es el día…
La niebla cual randa
de lana de carnero
o cual blanca sábana
se ha tendido al cerro.
Los álamos con el viento
juegan temblorosos,
así como los eucaliptos
gigantes y ramosos.
Una indiecita hermosa,
bajo el verde nogal,
sola, como un lirio,
cuida el maizal.
Los loros son audaces,
se vienen de los cerros,
en bandas bulliciosas
y como bandoleros.
¡Y se vienen los loros,
como un vendaval!
Desenvainadas las dagas.
¡Pobre, pobre maizal!
Uuuuuu… grito que resuena
en la chacra esmeralda,
y una piedra de huaraca
muere en la quebrada.
Huaraca. Honda.
176 Tierra peruana
E l sol rojo, rojo, con color de sangre, se hunde en la Selva, fingiendo voraz
incendio en las chozas del pueblo.
Un ave, en medio de la lumbrada de fuego del sol, desciende del cielo como
una flecha a un espeso ramaje de la Selva.
leve descuido, significaría la muerte del ave; pero el wancawí es valiente y tiene
pasmosa seguridad en sus acciones.
El provincianito y el gorrión
Yo soy provincianito,
que ha tiempo llegó a la ciudad,
y que por nada de esta vida
olvida su pueblo natal.
Una tarde que descansaba
en la banca de un parque central,
oí cantar un gorrioncito y
muchas cosas me hizo recordar.
Mi pueblo y mi familia
en un valle del Ande colosal.
Mi casita de paja y quincha
dentro de oscuro eucaliptal.
El río que corre al lado,
con cristalino murmurar.
Las calles… La verde plazuela,
donde siempre íbamos a jugar.
El gorrión seguía cantando
y yo recordando sin cesar.
El ruido de tranvías y autos
no impedían mi soñar.
(Lo que me extrañaba era
que en una bulliciosa ciudad,
hubieran aún gorrioncitos
que así se pusieran a cantar…).
Ha tiempo que salí de mi pueblo,
con cierto ensueño de viajar.
Al fin se cumplió mi anhelo
de conocer Lima virreinal.
Y hoy me tienen, pues, de mozo
en un pequeño restaurant.
De día trabajo y de noche estudio
en una escuelita fiscal.
De veras que he sufrido,
y eso, ¿qué tiene de particular?
En la vida si no se lucha,
nada, nada se puede alcanzar.
Y un día no lejano, yo sueño
a mi pueblito regresar,
hecho ya todo un hombre
por su progreso a trabajar.
Yo soy un provincianito,
que ha tiempo llegó a la ciudad,
y que por nada de esta vida
olvida su pueblo natal.
180 Tierra peruana
En el Día de la Raza
(
En el patio de un centro escolar. Los alumnos de las escuelas de ambos sexos
de la localidad, con sus estandartes, están formados, en semicírculo, al frente
de la mesa oficial, que ocupan las autoridades. El pueblo, hombres y mujeres,
están de pie en los diferentes sitios).
El Director del centro escolar (después de haberse cantado el Himno Nacional):
“Distinguidas autoridades, respetado público, queridos niños:
Hoy, 12 de octubre, se celebra el Día de la Raza. En esta fecha, allá por el año 1492,
hace más de cuatro siglos, Cristóbal Colón descubrió la América, acontecimiento
que trajo como consecuencia la conquista de los pueblos de este continente
nuevo por los españoles, portugueses e ingleses. El Perú fue conquistado por los
españoles, al mando de Francisco Pizarro. Demasiado conocemos estos hechos,
por lo que no perderemos tiempo en mencionarlos. Lo importante es saber el
significado que este día tiene para nosotros. Espontáneamente brotan a nuestros
labios estas preguntas: ‘¿Qué raza celebramos nosotros?... ¿Tenemos unidad
racial?’… La contestación es también espontánea: ‘No tenemos raza definida, por
consiguiente tampoco unidad racial’… Entonces, ¿qué significado tiene este día
para nosotros?... El de rendir homenaje al hombre nuevo, que está formándose
en el país, como resultado de la fusión de nuestros diferentes tipos humanos, al
hombre nuevo que hará la grandeza de la patria.
El Perú ofrece un paisaje racial disímil, como su propia naturaleza geológica,
dominando en él el indio serrano (aimara y quechua). Los indios de la Selva,
en menor número, se encuentran en su mayor parte todavía en estado salvaje,
creyendo nosotros, por su condición especial, como medio más eficaz para in-
corporarlos a la civilización el sistema de colonización, que felizmente ya se está
poniendo en práctica.
Esta raza aborigen, en general, a pesar de los siglos en que viene cruzándose con
la blanca (española, sobre todo), con la mestiza y otras razas inmigradas, no ha sido
absorbida del todo y permanece aún como una parcela humana completamente
Francisco Izquierdo Ríos 181
aislada, con sus propias características. Constituye la mayor población del Perú y,
por lo tanto, uno de sus problemas capitales que espera solución. Algunos abogan
porque debe seguir existiendo en esa forma, en ese estado, y otros que debe
desaparecer, que debe ser extinguida. Nosotros creemos de acuerdo con la realidad
y con lo que está ya sucediendo, que el indio debe ser asimilado, deglutido, dentro
de nuestro conglomerado humano, porque de ese modo vamos hacia la unidad
racial e idiomática y por consiguiente hacia la unidad nacional, tan necesaria
para la culminación del progreso del país. Hemos dicho ya que este fenómeno
está realizándose. Sí, señores. El extranjero inmigrado, el indio, el mestizo (cholo,
zambo, injerto, producto este del cruce del asiático —chino o japonés— con el
mestizo), están fundiéndose en el crisol del tiempo y de la vida para dar un nuevo
espécimen humano, distinto, fuerte y vigoroso. (La presencia del zambo se debe
al negro que se importó en la época colonial para reemplazar al indio en el rudo
trabajo de las minas, pero no fue así porque el negro solo sirvió para actividades
domésticas; y la del chino, fuera del natural fenómeno de la inmigración, al hecho
de que fue traído, especialmente, para las faenas agrícolas en el gobierno de don
Ramón Castilla).
Y no hay que olvidar que nuestras vastas tierras, casi despobladas, esperan
la llegada de mayor cantidad de inmigrantes de todo el mundo. No está lejano,
pues, ese día en que el Perú reciba, en forma más amplia y fecunda, este aporte
vital de otras razas, ahora que por esta guerra cruenta, millares de hombres están
quedando sin hogar y sin tierras en la vieja Europa.
Las vías modernas de comunicación —carreteras, ferrocarriles— atravesando
como lanzaderas, nuestro territorio, de sur a norte, de este a oeste, y venciendo
sus dificultades geológicas, traerán, fuera del acercamiento geográfico, la indus-
trialización y por consiguiente la solución de muchos problemas; en este torbe-
llino económico y humano terminará de madurar el hombre del futuro, la raza
nueva de que venimos hablando.
El Perú, señores, está viviendo un momento decisivo, se está encontrando a
sí mismo, peruanizándose, valorizando ya sus propias cosas. Está saliendo del
período infantil, imitativo digamos, y está adquiriendo confianza en sus fuerzas.
El Perú, señores, aunque parezca paradojal, está haciéndose Perú.
No es un cerrado nacionalismo lo que nos anima. ¡No! Es el santo ideal de que
el Perú llegue a ser un país grande y poderoso, de conformidad con sus ingentes
posibilidades. Que deje de ser ya el ‘mendigo sentado en un banco de oro’, como
lo anatematizó el sabio.
El Perú de un glorioso pasado tiene derecho a un porvenir más glorioso. Y
hay que tener presente que no hay mejor forma para un pueblo de servir a la
Humanidad, que estando en un alto grado de civilización.
¿Y España?, me preguntarán ustedes… España es para nosotros la nación que
conquistó nuestro suelo y que nos legó, en consecuencia, su idioma, su religión,
su sangre, dentro del curso de un fenómeno completamente natural. Pero, nada
más. Como tal, guardamos respeto y cariño a España. Somos un pueblo nuevo, ni
españoles ni indios.
182 Tierra peruana
Con todo lo expresado no quiero afirmar que despreciemos lo que nos pueden
brindar la civilización y la cultura de los demás países.
¡No! La cultura y la civilización de cualquier pueblo son patrimonio de la
Humanidad. Pero sí que somos una nación libre y que nos debemos nuestra
propia evolución.
Es necesario que comprendamos de una vez por todas que constituimos un
pueblo, una unidad en el ancho escenario del mundo y que, por consiguiente,
debemos tener una personalidad definida.
Todos tenemos la obligación, el imperativo categórico, de coadyuvar en este
movimiento de peruanidad, de consciente nacionalismo, que, como un soplo
mesiánico, agita, en estos momentos, al país. El ciudadano, el funcionario, la
escuela y el pueblo. Cada uno de nosotros, pues, está obligado a poner su granito
de arena en esta magna obra.
Ese es el significado que para nosotros tiene este día. El Día de la Raza. Hablar de
nuestras cosas, discutir nuestros problemas, conocer, exaltar lo nuestro y reiterar
nuestra fe en la grandeza del Perú del futuro, la que será lograda en su plenitud
por las generaciones que se levantan, por el hombre nuevo, por estos muchachos,
ciudadanos del mañana, cuyos marciales cantos estremecen ya los campos y los
cielos del alba”.
El maestro, al terminar, fue largamente aplaudido.
Luego siguió desarrollándose el programa. Música. Cantos. Recitaciones.
Cuadros. Partidos de vóley y básquetbol.
Y, por la tarde, en la plazuela, al aire libre, con plena satisfacción del pueblo, se
representó una escena de la vida de Mariano Melgar, el Poeta Patriota, uno de los
más altos exponentes de la peruanidad.
Francisco Izquierdo Ríos 183
El tinterillo
Agregado. Indio o mestizo de la Sierra que vive en las haciendas de los gamonales, trabajando
para estos a cambio de pequeñas parcelas de tierra que les ceden para que hagan sus chacritas.
Esta pobre gente, a final de cuentas, resulta debiendo fabulosamente al patrón.
Francisco Izquierdo Ríos 185
Feisha. Feliciana.
186 Tierra peruana
Roberto, el mozalbete alegre, iba más contento por el camino, porque, fuera de
los mil soles, llevaba un hermoso venado, que había cazado su amigo, el tigre.
***
Una tarde que Roberto andaba de caza por esas arenosas llanuras de Bagua, con
escopeta al hombro y puñal al cinto, se encontró con dos osos, macho y hembra,
que estaban comiendo los frutos de un frondoso algarrobo… Con las patas traseras
en el suelo y las delanteras en las ramas, parecían estos, a la distancia, una pareja
de respetables ancianos.
Roberto pudo muy bien alejarse de los osos, pero llevado por su espíritu
aventurero y amante del peligro, se acercó a ellos y disparó al macho, hiriéndolo
en el corazón…. El corpulento oso, después de dar dos saltos, cayó inerme al suelo,
cuan largo era, ante el asombro de su fiel compañera… Esta reaccionó luego y
mirando a su alrededor descubrió al alegre Roberto, que escondido a medias detrás
de una piedra trataba de poner una segunda carga a su escopeta. Veloz se lanzó la
osa contra el atrevido cazador, alcanzándolo en su fuga; Roberto quiso defenderse
con su escopeta desarmada, pero la osa se la quitó, rompiéndola en pedazos
—sabido es que los osos utilizan sus patas delanteras como si fueran manos—,
luego de un tremendo puñetazo en la nuca lo derribó al suelo y se subió sobre el
muchacho.
Pero Roberto no era de aquellos que pierden la serenidad ante el peligro, por
eso después que le pasó el aturdimiento del puñetazo y la caída, optó por hacerse
el muerto, pues tratar de defenderse era para que la fiera lo matara de una vez.
Cerró los ojos y detuvo la respiración cuanto podía… La osa, entonces, se bajó
de él y se sentó a su cabecera, sin descuidarlo un momento; por ratos el astuto
animal para convencerse si efectivamente estaba muerto, le ponía una de sus
patas delanteras en la nariz, le tocaba y olía por todo el cuerpo. Angustiosa era la
situación de Roberto.
La osa, engañada por el taimado Roberto, se descuidó un momento, lo que
aprovechó este para sacar su puñal y prenderle, con la velocidad del rayo, en el
pecho, en pleno corazón; el puñal se había hundido hasta el mango. Roberto, sin
perder una décima de segundo, se echó a correr como un gamo, mientras que la
osa trataba de sacar de su cuerpo el agudo puñal…
Roberto llegó a su pueblo, al anochecer, sin más novedad que la pérdida de
su escopeta y su puñal. Cuando en el pueblo supieron de su hazaña, fueron los
hombres a traer las pieles de los osos, que Roberto aún conserva, como recuerdo,
colgadas en las paredes de su cuarto.
188 Tierra peruana
El indio
(Fantasía serrana, representable)
E l indio, con su atavío peculiar, una lampa en la mano y la cabeza sobre una
piedra blanca, descansa de la ruda faena del día, junto a su choza solitaria,
mientras se va ovillando un maravilloso crepúsculo en las cumbres de los
Andes. De pronto, aparece, vaporosa, tenue, como en sueños, por entre las tunas
y chirimoyos, una mujer blanca, portadora de promesas y esperanzas y canta (con
música de cualquier huaino):
Indio, hermano del dolor,
indio, hermano del lamento,
tus quejas lleva el viento,
tus dolores llora la flor.
Indio, de la escarpa y alcor
del Ande inmenso y frío,
del poncho raído por el tiempo,
de ojos de triste fulgor.
Indio, hermano del dolor,
indio, hermano del lamento,
tus quejas lleva el viento,
tus dolores llora la flor.
Lírico rey de los senderos,
de la soledad, el señor,
compañero de los luceros,
y amigo del pájaro cantor.
Sueñas bajo la luna,
en el picacho enhiesto,
o en el valle sombroso
junto al río turbulento.
Francisco Izquierdo Ríos 189
Calla y cuando apenas se oyen los últimos ecos del canto en las quiebras de
los cerros, recita:
Cuando el sol declina
y por el cerro se esconde,
la Sierra esmeraldina
cúbrese de tristeza infinita.
Y bajan de las lomas
majadas de carneros,
y sollozan las palomas
en el bosque umbrío.
Indio, hermano del dolor,
yo te he visto, encorvado,
ir siempre tras el arado y
bañado siempre en sudor.
Y he oído en las quiebras
el lamento de tu quena,
en las noches oscuras
y en las noches de luna…
Y cuando el indio, despertándose de su letargo, se frota los ojos, la divina apa-
recida canta nuevamente, acercándose con dulzura al habitante de las escarpas:
Indio, hermano del dolor,
indio, hermano del lamento,
tus quejas lleva el viento,
tus dolores llora la flor.
Calla y se separa a contemplar al indio que se levanta, quien se acerca a ella
recitando:
Divina mensajera
del pueblo wiracocha,
cual paloma montañera,
con tu linda voz,
has venido a mi Ande,
solitario y grande,
a turbar la calma de mi dolor.
La belleza tienes de la luna,
del amancay y el olor,
el sabor de la tuna
y del lucero el resplandor.
Te diré con amargura,
que mi vida, mi vida, es como una noche oscura.
Un examen
—10 en las manos, señor y 10 en los pies, que hacen un total de 20, señor.
El público volvió a aplaudir y la banda de músicos a tocar otra diana.
—Qué ingenioso es este muchacho —dijo un vecino por allí.
Las autoridades que se encontraban en la mesa oficial junto al jurado
—subprefecto, juez, alcalde y cura— asentían con la cabeza. Mi madre y mi padre,
sentados en una banquita, desbordaban de gozo.
En nuestra escuela se estábase llevando a cabo aquella noche los Exámenes
de Promoción. Los maestros habían invitado a todo el pueblo y las autoridades.
La escuela rebosaba de gente, de toda condición; hasta de las puertas y ventanas
miraban algunos porque ya no había sitio adentro.
Como nunca estaba de limpia la escuela. Bien arregladita. Con anticipación se
barrieron las paredes, las salas, los corredores y el patio. El globo terráqueo azuleaba
en la mesa oficial; al pie miraba, con sus ojos llenos de noche, una blanca calavera,
en medio de un montón de sólidos geométricos. En las paredes mostraban su
policromía algunos mapas y cuadros de Anatomía.
Por doquier, en las paredes, en las mesas, en las puertas, había lámparas
tubulares de querosene y velas en candelabros de carrizos. (En nuestro pueblo ni
remotamente sabíamos lo que era luz eléctrica).
Yo estaba rindiendo examen de segundo año de primaria. Mi maestro, con
el fin de lucirse, me había hecho conocer, con anticipación, los temas que iba a
preguntarme.
—A ver, escriba usted en la pizarra: “El zorro y el cuervo”…
—Sí, señor.
Escribí aquella frase en la pizarra y seguí escribiendo la fábula, ya de mi propia
cuenta: “Una mañana un zorro, que se paseaba por el campo, olió queso…”
—Basta, Mamerto —dijo el maestro—. Tú sabes mucho; eres el mejor alumno
de esta escuela… Ahora, para concluir, nos vas a decir un discurso, tú que has
hablado tantos discursos en el transcurso del año.
—A San Martín.
—Muy bien… Ya, Mamerto.
—Ilustre señor subprefecto, ilustre señor juez, ilustre señor alcalde, ilustre
señor cura; estimados maestros, respetado público, queridos compañeros:
A San Martín… Benemérito Capitán de los Andes, que con tu flamígera espada
liberaste Argentina, Chile y el Perú, digno eres de nuestra eterna veneración. Tus
sacras palabras: “El Perú, desde este momento, es libre e independiente por la voluntad general de
los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”, quedarán en el corazón de todo
peruano grabadas con letras de oro, por todos los siglos.
Tú eres más grande que Napoleón y Bolívar, porque el veneno de las ambiciones
impuras no mordió tu alma… He dicho.
Francisco Izquierdo Ríos 193
El árbol
U n lagarto, por la vereda de la playa, con ancha sonrisa —de frac, tongo y
bastón—, a paso largo, se dirige a misa.
No hace rato, ha engullido, en el desayuno, un inocente venado.
Una familia de patos, con la vieja pata abuela delante, camina por la angosta
calle de arena; todos están con vestido nuevo, que reluce al sol. Hasta con chal de
seda la vieja.
Después de haberse bañado en la laguna cercana a visitar van a sus parientes,
que son ricos y que viven en una estancia, en el campo.
En un hermoso chalet, con bellos estanques y rodeados de bosque, pasarán,
ahora, un alegre día de fiesta.
Un quinte petimetre se perfuma en todas las flores el chaleco verde para ir a
bailar un rato en el club.
Con el martillo de su pico, golpe tras golpe da el pájaro carpintero en un viejo
almendro. Como siempre está con gorro rojo. Tiene que entregar una silla a doña
ardilla… ¡El compromiso es primero!
Una tortuga, con el cesto de su caparazón morado a cuestas, a todo jadear,
vuelve del mercado.
Una lora, con su huachafo vestido de color varío, que le da aires de gitana, balan-
ceándose en la mecedora de una rama, habla mal de todos los vecinos del barrio.
—Como siempre, la habladora —murmura, en voz baja, dentro de la hojarasca,
una vieja iguana.
En un arbusto de silenciosa playa un martín pescador seca su tarrafa. En
actitud soñadora —poeta y faquir de la Selva— mira, desde la rama en que está
Quinte. Picaflor.
Tarrafa. Red de pesca en los ríos amazónicos, con piezas de plomo en las puntas.
Francisco Izquierdo Ríos 197
sentado, el suave correr de las aguas del río, haciendo sutiles comparaciones entre
estas y la vida.
En el cabaret de un boscaje bailan swing y fox los monos, con mil contorsiones,
al son de la música salvaje de los camunguy, que a la orilla del lago espejeante del
pie, tocan bajos y saxofones.
Mientras que una araña, de severo luto y con guantes, desde la ventana de su
linda casita blanca, parece decirles: “¡Tunantes!”.
Con las orejas gachas y negros anteojos —profesor de Filosofía y Lógica en el
colegio de la ciudad—, un burro, como siempre a manso paso, va en excursión al
campo, con un paquete de sándwiches y con su paraguas bajo el brazo por siaca…
haya tempestad. Los perros le ladran, pero no les hace caso. Como buen filósofo,
tiene presente que: “perro que ladra no muerde”.
En el bazar de un jardín espeso, la señorita lagartija está de compras. Le gusta
la sombrilla de una rosa blanca. (En el país de los animales, las tiendas se cierran
solo en las tardes de los domingos).
—¿Su precio? —le dice, con dulce mohín, al rechoncho tulipán, hijo de
judíos.
—Veinte soles, señorita —le contesta aquel, galante.
—Muy caro, señor –exclama ella, con otro ademán.
—Le quedará de perlas, señorita lagartija. Le hará más bella.
—¿Y esos guantes?
—Muy bonitos, como para usted.
—¿Y esos zapatos?
—También. Son de cuero de lagarto.
—Qué lindo sombrerito.
—Sí…
En ese momento, doña vaca, con sus gruesas pezuñas y largos cuernos y con
un chal moteado de negro y blanco entra y pregunta por un sombrero de paño
para su nieto.
Coronel de Caballería parece el gallo. Su uniforme brilla y sus espuelas relam-
paguean.
En la huerta, impaciente, se pasea en espera de su caballo.
Por las tortuosas callejas del pueblo, grupos de escarabajos, un poco bebidos,
regresan a sus chozas de las afueras.
Las garzas
P asan por la calle, con dirección a sus pueblos, las indias, luciendo sus centros
colorados y llevando a la espalda, envueltos en la lliclla, sus grandes quipes
y porciones de ceras en las manos… Tendrán, seguramente, alguna fiesta…
Arrieros, bien emponchados, también pasan en la misma dirección, unos en
pos de otros, tras de sus bestias ya sin carga; algunos de ellos abrazados, dos a
dos, conversando en voz alta e incoherente, agitando las manos y haciendo eses…
En su mayoría, pues, pasan en una mona fenomenal… Van dejando casi todo el
producto de su mísera venta en las chicherías…
Y, en sentido contrario, indiecitos, sobre todo indiecitas con ramos silvestres
en las cabelleras, vienen arreando sus yeguas y burros cargados de leña…
Algunas viejecitas, envueltas en las llicllas hasta la nariz, barren sus corredores…
Hace un frío demasiado intenso…
Y en las huertas y tejados cantan los pájaros sus claras tonadas, pero de un
modo triste y nostálgico, como si estuvieran quejándose del frío agudo de la
mañana… ¡Qué mañana tan gélida!... Alalay… alalay…
El frío entra hasta la médula de los huesos… El leve viento que roza nuestra piel
parece que fuera el aliento del mismo invierno o de la misma puna… Dan ganas
de ponerse a jugar “calienta manos”… Sin embargo, la mañana está clarísima, con
solo cierto cabrilleo raro y el sol muy luminoso, pero con luz, sí, de hielo…
—¡Qué frío hace, Jesús! —dicen todo—. Habrá parido la osa…
Centro. Pollerón.
Lliclla. Pañolón.
Quipe. Voltijo.
Cera. Vela.
Mona. Borrachera.
Alalay, alalay. Expresión con la que se manifiesta sentir frío.
200 Tierra peruana
Claman los dobles que han destrozado cruelmente el corazón del pueblo… La
noche desciñe sus negros encajes con prisa… Y entre claro y oscuro, de la iglesia
viene un muchachito, con pocho y sin sombrero, a todo correr, por la plazuela.
—Niño, ¿por quién han doblado?
—Por Sheba, mi hermano, maestru, qui’ augado Utcubamba en el temple”
—dice el niño, sollozando, como que corre a su casa, que se encuentra en las
afueras del pueblo—.
¿Sheba se ha ahogado?... ¿El muchacho más vivo y más travieso de la escuela?...
Y tantas veces que pidió permiso para ir al temple a traer naranjas y plátanos…
¡Pobre Sheba!
¡Pobre muchacho!... Ya no irás más a la escuela, donde en las clases de canto,
cantabas mejor que tus compañeros; donde a la hora de los recreos, tú jugabas
con más alegría que ellos, realizando mil travesuras… Ya no te quedarás, por las
tardes, en la plazuela, después de salir de la escuelita, a jugar a la pelota, que te
hiciste ingeniosamente de la vejiga del ganado, con algunos de tus compañeros; ya
no andarás persiguiendo a las pobres avecillas con tu jebe por huertas y solares…
Ya no se verá más tu ponchito granate, con pintas azules, en la escuela… ¡Pobre
Sheba!
Sobre todo, sobre todo, Sheba, ya no se oirán en el pueblo las melodías que
arrancabas a la hoja del naranjo, por las noches, más en lo de los sábados de
Santo Rosario… Ya no se te verá en las excursiones, cuando, a la cabeza de tus
compañeros, ibas por el camino soplando en la hoja de la chíllica el tono de las
marchas escolares, entusiasmando a todos... ¡Eras un eximio soplador de la hoja;
nadie te aventajaba!... ¡Gran músico!
¡Pobre Sheba!... Quisiste jugar también con el agua, y en ella te sorprendió la
muerte traidora que nada perdona.
***
Un llanto lúgubre que llega hasta lo más hondo del alma, atraviesa la
noche…
Es la madre de Sheba que llora, que se desespera, en su casita de las afueras…
***
Al siguiente día, en la escuelita, a la triste noticia que cundió como un rayo, a
la hora de la formación para entrar a las clases, todos los niños no pueden reprimir
una lágrima por Sheba…
¡Un dolor profundo estremece la escuela!
Sheba. Sebastián.
Utcubamba. Río del departamento de Amazonas.
Temple. Lugar de clima templado en la Sierra, generalmente a la orilla de los ríos.
Chíllica. Planta que crece en los caminos.
Francisco Izquierdo Ríos 203
La chacra escolar
Z
orzalito, zorzalito,
no desentierres la semilla,
por qué no vas al monte
en busca de comidaaaaa…
“Oooooooo… eeeeeeee… aaaaaaaa…”, respondían las oquedades del cerro.
Era el alumno Florencio Mosilot que cantando subía el cerro. Iba a ver la chacra
de trigo, de avena y maíz, que abrieron los centros escolares de varones y de niñas.
Como alumno más grande del Centro de Varones había sido encargado, junto con
otros de sus compañeros, para cuidar la chacra en forma especial; aunque todos
los alumnos de dicho plantel tenían esa obligación.
Alrededor, y en medio de la chacra, habían colocado aquellos una serie de
espantapájaros, confeccionados de hojas secas de maíz y de ponchos y sombreros
viejos. Sin embargo, los pájaros, sobre todo los loros, no respetaban la chacra,
se burlaban de los muñecos, por lo que de cuando en cuando era necesario ir a
pegarles batidas con las hondas. Y en eso subía Florencio Mosilot, con su honda al
hombro, en aquella mañana llena de sol y de vida.
Los centros escolares habían roturado en la falda del cerro, encima del pueblo
no más, su chacra, en un terreno cedido por el Concejo Municipal. Semillas de
trigo y de avena conseguimos en la Estación Agronómica de Chachapoyas. Las de
maíz, los mismos niños proporcionaron.
Antes de arar, los niños habían hecho el rozo, es decir, limpiado con sus
machetes el terreno de malezas, espinas y zarzamoras. Aquel cerro era un jubileo
de alegría, de risas, cantos, silbos y colores, por varios días. Las niñas llevaban, en
pequeños cántaros, la chicha dulce para sus compañeros, los varones; en grandes
ollas habían preparado ellas esta bebida tradicional, en la víspera, por grupos, en
los patios de sus casas.
206 Tierra peruana
E l folclore, raíz primaria del pueblo, ofrece vasto campo para la creación
artística. Así en el terreno literario, muchos escritores han encontrado
en él sabrosos motivos y valiosas sugerencias que, discriminados por la
sensibilidad de cada autor, imprimen una característica peculiar a sus obras. El
rico acervo folclórico es, pues, fuente de inspiración y material precioso para paliar
las necesidades estéticas del hombre civilizado, cuya historia registra magníficas
realizaciones elaboradas con el oro de la tradición popular.
Llevados por esta inquietud, los pueblos de América —fuera de la investigación
estrictamente científica del dato folclórico que, dicho sea de paso, recién se está
efectuando con la seriedad que se merece— vienen extrayendo del alma popular
temas para sus diversas creaciones artísticas, como un medio eficaz de conocer y
hacer conocer su propia realidad, y lograr una mejor comprensión entre ellos. Es
así como la mayoría de los cuentos y novelas del continente llevan en su entraña
ese calor y colorido inconfundible de nuestras manifestaciones populares; y no
puede ser de otro modo, considerando que muchas de las naciones americanas
viven todavía —por falta de modernas vías de comunicación y una desarrollada
industria, vale decir, de civilización— una existencia casi primitiva, mágica, donde,
como una nota singular, se forja el proceso de un mestizaje étnico e idiomático.
Por estas razones, el escritor americano tiene que ser el obligado intérprete de la
compleja y hermosa realidad telúrica y humana de su ambiente, que, incorporada
en la obra literaria, no delimita claramente las órbitas del paisaje y de la acción
del hombre, quien, por lo general, es absorbido por una naturaleza exuberante y
dominadora.
En Perú, país típico de América, es común que los escritores acudan con
frecuencia al folclore en busca de material para vitalizar su producción. Entre
los muchos escritores nacionales que han utilizado este tipo de material en la
estructuración de sus obras, dándole categoría universal a nuestra literatura,
solo citaremos dos nombres: uno, lejano ya en el tiempo, Ricardo Palma, en
cuyas Tradiciones peruanas fluye, armonioso y picaresco, el espíritu criollo; otro,
210 Tierras del alba
contemporáneo de nosotros, Ciro Alegría, que presenta una obra donde bulle todo
ese fermento cósmico de la Sierra y se atisba la maravillosa región amazónica.
De los escritores jóvenes de Perú, Francisco Izquierdo Ríos es, por su misma
extracción popular, uno de los que más emplea motivos del folclore, en la
plasmación de sus trabajos literarios, identificándose, así, en forma amplia y
generosa, con el paisaje, las costumbres, el habitante y la fabla particular de los
lugares donde, errante peregrino de la geografía, plantara su tienda de maestro
primario.
Francisco Izquierdo Ríos nació en Saposoa, provincia de Huallaga (San Martín),
el año 1910. Su infancia se deslizó en el deslumbrante ambiente tropical de la
Selva y las escasas comodidades que puede ofrecer un hogar humilde, donde
hasta los más tiernos afectos naufragan ante la urgencia de la lucha diaria. Así,
desde muy niño, el futuro escritor tuvo que acudir al llamado de la vida y realizar
diversos trabajos, en cuyo ejercicio fue adquiriendo una amarga experiencia del
mundo y de los hombres. No había penetrado aún en el secreto del abecedario y
el espectro de la disciplina escolar era solo un borrón en el horizonte, cuando ya
tenía cumplidos los distintos grados del duro aprendizaje de la miseria. Tal vez si
estas circunstancias, agudizando su infantil intuición, le abrieron el camino para
establecer un contacto más estrecho con la naturaleza, en la que, desde entonces,
tuvo su mejor compañero de aventuras y su más sabio maestro. Esta, como buena
madre que es, le fue revelando, poco a poco, el misterio que se encierra en su
compacta población de árboles, en su enorme variedad de animales, en la soberbia
de sus ríos legendarios, en sus cóleras tremendas… En el curso de este vagabundaje,
vivió en haciendas perdidas en los bosques, fraternizando con peones y cazadores.
De ellos aprendió una sencilla filosofía de la vida en la que, con conceptos casi
elementales, son definidas las cosas más trascendentes y se da a cada hombre
su verdadera ubicación dentro del grupo. Es aquí también donde, por primera
vez escucha la narración de añejas leyendas y descubre extrañas supersticiones
lugareñas, ingresando así en el dominio encantado de la tradición popular, cuyo
eco se dejará sentir, más tarde, en la mayor parte de sus creaciones.
Cuando azares de la vida obligan a la familia a radicarse en Moyobamba, Francisco
Izquierdo Ríos acaba de cumplir nueve años. En la capital del departamento
termina su instrucción primaria y cursa los estudios correspondientes a la media.
Su adolescencia se manifiesta tumultuosa. Un nuevo sentido de las cosas y del
mundo informa ahora su inquietud, que busca una salida en la lectura y encuentra
bellos motivos en la observación del paisaje telúrico y humano de la región. Por esta
época, aunque en forma desordenada e incipiente, estalla su vocación literaria.
Es así como nacen sus primeros trabajos que, escritos en el banco escolar,
trasuntan ingenuas emociones de marcado sabor romántico o recogen típicos
aspectos de la ciudad.
Luego de obtener, en 1927, la beca de su departamento para seguir estudios
de normalista, Francisco Izquierdo Ríos viaja a Lima. Aquí ingresa al Instituto
Pedagógico Nacional de Varones, donde su estada se caracteriza por una
ininterrumpida serie de incidencias y rebeldías, que culminan con su expulsión de
Francisco Izquierdo Ríos 211
este centro de enseñanza, aunque más tarde se le permite regresar, pero sometido
a estricta vigilancia. El agitado ambiente de la urbe resulta terreno propicio para la
tremenda inquietud espiritual del cuentista, sobre todo si se tiene en consideración
que estos pasajes de su vida coinciden con el turbulento período que precedió y
siguió a la caída del gobierno de Leguía.
Graduado de normalista en 1930, cuando apenas tenía 20 años, comienza
para Izquierdo Ríos una movida y provechosa etapa de continuos viajes por los
caminos del país, en cumplimiento de su misión de maestro. Sin embargo, el
ejercicio de tan noble apostolado y las frecuentes angustias de carácter económico
por las que atraviesa, no son razones suficientes como para alejarlo de su innata
inclinación por las letras; al contrario, le sirven de poderoso estímulo para escribir,
enriqueciendo su producción con los motivos que le proporcionan los diferentes
lugares en que trabaja. De allí que en la obra primigenia del escritor se encuentren
jugosas descripciones del paisaje selvático y de la vertiente oriental andina, así
como un registro de personajes modelados a semejanza de los hombres de estas
regiones.
Izquierdo lleva en la sangre el fuego de una profunda emoción social, que
lo impulsa a ponerse en contacto directo con el pueblo y a preocuparse por el
adelanto cultural de este. Su labor de maestro rebasa los muros de la escuela.
Venciendo las dificultades del medio, publica, donde llega, periódicos y revistas…
Hasta que un día, alentado por la acogida que brinda a sus colaboraciones la
prensa limeña, el autor de Tierras del alba se lanza, desde Jumbilla, pueblecito de la
serranía amazonense, a la aventura de editar su primer libro, bajo el título de Ande
y Selva (Lima, 1939) y el vigilante cuidado de Pedro Barrantes Castro. Miscelánea de
estampas, poemas y relatos vernáculos, este volumen recoge, en las arboladuras
de su fuerte sabor campesino y la dulce resonancia de su lenguaje, caros recuerdos
de infancia y las horas de su juventud en marcha.
Cinco años después, en 1944, aparece Tierra peruana, colección de poemas,
estampas y pequeños cuentos destinados a los niños, en cuyas páginas alienta
una fresca visión de la naturaleza y se confirma la tendencia terrígena del escritor,
para quien, ahora, en su afinada sensibilidad, las pequeñas grandes cosas de la
vida escolar y el mundo maravilloso que lo rodea se conjugan en expresión de
delicados contornos.
Redactados, en su mayor parte, entre los años 1933 a 1935, cuando el autor
oficiaba como maestro de escuela en los pueblos de la Selva y la vertiente oriental
andina, los relatos incluidos en Tierras del alba —que se integra con los libros Recodo
andino y Tayta Cashi— reflejan, con notable fidelidad al color y pródiga exquisitez de
imágenes, esa dualidad de paisaje y de motivos selváticos y serranos, a la vez que,
enmarcado en un crudo realismo, se consigna la anécdota del drama humano y se
interpreta el anhelo ensangrentado de una pronta justicia social.
El valor de estos relatos radica en que su material ha sido recogido directamente
del pueblo, lo que es ya un esfuerzo meritorio de parte del cuentista por captar
la realidad peruana, en sus más secretas raíces. Plenos de un sentido elemental,
primitivo, pertenecen a la primera época de la evolución del escritor, cuando
212 Tierras del alba
pies colgaos. Misma niña Elvirita, misma niña Elvirita. ¡Taititu! le llamamos, per
nada; ella callao, chunlla.
“Elvirita, Elvirita… “¡Hijita!”, gritaba llorando mama Adela, agarrándose al
tronco del guarango, lomesmo don Gushta, per ella chunlla nomá, chunlla.
“Duende, maldecido seigas”, gritó, entonces, don Gushta, alzando al Amitu.
“Aquí tienes Amu, Señor; obedés, vete lejus”.
Después me dijo: “Sube, Lucas, sin miedo nomá semos hartos y aquí está
Amitu”.
Quí hacer pué, botando miedo, temblando temblando, subo guarango,
cuidándome de las espinas, cortando ramas con puñal. Mientras subo don Gushta
gritaba: “Duende maldecido, obedés tu Amu y Señor. Vete lejus; sepárate”... Llego
padeciendo lao de niña Elvira, estaba últimas ramas. ¡Taititu! Su carita garriada
como por misho, con sangre, sus pelitos líados bien bien una rama diarriba de no
poder desatar. Aviso al patrón.
“Córtale pelo”, me dijo don Gushta.
Y entonces cortao con puñal cabellitos lindos. Y agarrando niña Elvira,
padeciendo mucho bajo del árbol, entregando creatura a sus taytas lloraban pie el
tronco; cuando momento brinco al suelo, ¡taititu!, oímos que se ríe de nosotros, sin
saber dónde el duende… ¡Ja, ja, ja, ja, ja… ¡Ja, ja, ja, ja jaiiiiii….! Ramas de guarango
mueven como por viento sonando. ¡Taititu! Cás nos desmayamos no pué todititus.
Mi cuerpo volvió tieso como de dijunto, mis pelos pararon como angocasha.
“No tengan miedo, no tengan miedo; semos hartos”, gritó don Gushta,
“¡Hinquen!”.
Nos hinquemos bajo árbol, derredor el Amitu a rezar.
Calló tayta Lucas y embocaba repetidas veces el chufrán después de meterlo con
ligereza en el calero. Los otros temblaban de miedo, sobre todo Abelardo, quien se
apretaba más y más a tayta Lucas, su abuelo.
El misterioso cojo también había enmudecido en la falda de la montaña.
Silencio espeso reinaba en la noche clara; solo uno que otro shihuín silbaba en las
lejanías del pasto.
Don Gushta ya en casa —prosiguió tayta Lucas— sacó carabina y hechó disparos
en patio: Pam, pam, pam. Y quebradas, bosques, cerros, respondían: paaaaam….
Paaaaaaaammmmm… Bullería contestaba duende maldecido. No dormimos esa
noche. Siguiente día todos ganados en el pasto manecieron rabos trenzados, lomesmo
crín caballos, algunos novellos peisados de sus rabos unos con otros, bien líados, sin
poder andar porque se jalaban unos con otros. Y pelo todos ellos tisha tisha… Duende
se burlaba pué así… Manecer triste triste. Niña Elvirita muda, muda para siempre;
para siempre chunlla, upa.
—Duende roba huambras pué —afirmó Fabriciano—. Poreso no vale dejar huambras
solos; les lleva lejus duende. Pareciendo dís en forma padres, hermanos, les engaña
el ñacashca.
216 Tierras del alba
—Duende pendejo pué —exclamó tayta Rude, que después de tayta Lucas
era el que tenía más edad—. A mí también hecho cosas. Per cuando se golpía
puñal en piedras camino hasta sacar candela, insultándole, gritándole, calla,
tiene miedo. Asién camino de Churuja, en Bajada Minla, yendo yo con Manongo
mandao por tayta Uva, trér dos barriles aguardiente para fiesta Todos Santos, no
pué nos espantó duendéee. ¡En Bajada de Minla tovía duende! ¡Taititu! Bajamos
a las cuatro de la mañana creu; noche oscura, la niebla cubría todo cerro, pueblo
Paclas cantaban gallos; lomesmo en Olto, lejus lejus. Minla estaba chunlla chunlla;
per cuando estábamos ya cás en media bajada oímos que suena campanilla: chilín
chilín… Chilíiiiiiinnnn… ¡Taititu!... Oímos que rezan como mucha gientada;
canto de cura, igualito a la voz del padre Ciriaco, hom. ¡Procisión! ¡Procisión en la
Bajada de Minla! ¡Taititu! Parados quedamos media bajada, oyendo procisión que
venía diabajo; aguardi aguardi, esperi esperi… Oímos más cerca, más cerca, per no
parecía… Creímos tal vez era algún santo limosnero, comuesos qui hacen andar
así sus tesoreros por caminos, pueblos, recogendo limosnas. ¿Señor de Gualamita
no pué así llevan por chacras y pueblos? Pero nuestros cuerpos siabían hecho
gruesos ya. “Duende”, gritó Manongo, “¡Duende quere burlarse nosotros! Golpía,
Rude, puñal en piedras”… Bajamos pué golpiando nuestros puñales en piedras,
gritando, insultando al duende. Todo bullería sisu chunlla, calló rezo, campanilla,
voz de cura… Nosotros seguimos bajando así, golpiando puñales, gritando, uno
lao del otro; temblando de miedo pasamos por puente Pucacaca, estaba oscuro,
cuando allacito nomá volvemos oír gran bullería encima Bajada de Minla; bullería
como diarta giente… Con puñal en mano andamos camino temple, maneciendo en
puente Zutamal.
—Con señal de la Cruz siase correr más al duende —habló Eleodoro.
—Dirás agua bendita, Eliodoro —afirmó tayta Lucas.
—¿Per cómo llevamos agua bendita pué tayta Lucas?
—En botellita pué Eliodoro o carricito con brea. Yo hago andar así siempre en mi
coca-talega; sino crucita también pué, per bendecida. Yo tengo crucita de chonta,
hecho bendicir con tayta cura Conshta, guardo colgao mi pecho hás tiempos.
—Sino se reza padrenuestro nomá, con devución —interviene Eulogio, que
sigue en edad a tayta Rude.
—Tamién —responde tayta Lucas— per con devución pué. Tamién voy contarles
lo que pasó en camino Ocallí, cuando regresaba con tayta Valeco de hacienda de
don Gushta. En más acá Bajada Congón hay una gran cueva en sitio llamado Piedra
Grande, qués casa del duende. Una noche nos quedamos aí junto con unos shelicos
iban Ocallí vender sombreros de paja. Noche oscura, lluviosa, daba miedo, truenos
sonaban, rayos hacían temblar, viento pasaba gritando; niun lucero en el cielo.
Noche como carbón. No podimos dormir toduel noche, no por lluvia porque cueva
es grande, sino por duende maldiciado; todo hablamos nos respondía igualititu,
alguen reía constestaba igualititu, silbo también. Allay que tener cuidao; todo se
deja un lao, manece colgao en arbolillos o peñas. Poreso manecimos agarrando
nos alforjas. ¡Imposeble dormir! Golpíamos puñales, rezamos. ¡Nada! No hacía
Francisco Izquierdo Ríos 217
—¿Por qué no pué? Todos, tarde o temprano tenemos que acabarnos Rude;
Amitu cuando quere nuay remedio. Yo no tengo miedo muerte; capaz pué yo ya
soy viejoyashca… Yes tiempo que siga mi Shantu.
—Para que muera mi mama Encarna —habló Fabriciano—, talacua reía todas
noches cima del chirimóy, lao nos casa.
—Asiés pué; demonios animales conocen lo que nos va a pasar —prosiguió tayta
Lucas—. Así pa que muera mi Shantu, mi mujer, encontramos en bajo estrado una
tremenda culebra verde y ondella ese perro grandazo de tayta Uva aulló mirándola.
La Shantu me contó temblando de miedo lo que liaulló Chusco y después cás
a una semana murió la pobre… ¡Pobre mi Shantu!, capaz yo le siga pronto ya;
poreso cantan cojo y chúshic.
—Perros dís ven sombra clarito, tayta Lucas —inquirió Eleodoro.
—Ven y huelen nís cómo, hom. Poreso tardel noche ladran como siagarran
algún sin que hayga nadies; por eso en caminos sentados avéz lloran espíando
cielo, ven sombra pué.
—Sombra dís anda mucho, tayta Lucas, en caminos —prosiguió Eleodoro.
—Sombra anda todos sitios andó cuando era giente viva como nosotros; desde
mediodía hasta manecer, despareciendo con lúcer del alba.
—Cuando canta gallina como gallo segurito también tapia —expresó Eulogio.
—Jum, esés tapia, poreso aí mesmo hay que matar gallina cuando canta como
gallo —sentenció tayta Rude.
—No solo avisan muerte animales —interviene tayta Lucas—, cualquier desgracia
también. Una vez estaba yendo jalar paja por ese cerro diallá, cuando junto mi pie
en mi ladito, mansito echó un huayhuashill pasaba por camino, como si quisiera
decirme: “Lucas, no pases”. De miedo quedé mirando huayhuashillo, no liagarré y
seguí caminando dejándolo aí mesmo. No andé tres cuadras cuando dencima del
cerro sollama tremendo pedrón, pasó por mi ladito sonando, cayendo en quebrada.
Por uñita mescapé; cás me lleva hom. Corrí temblando y allacito hinqué a rezar.
—Animales avisan también felecidad —expresó tayta Rude—. El huiracuchacuro, avisa
llega huéspede a nuestra casa o noticia buena.
—Mariposa también avisa huéspede llega nuestra casa o visita —afirmó
Fabriciano.
—Asiés pué, animales avisan todo — contestó tayta Lucas—. Lechuza avisa también
que una mujer está preñada. Nís cómo saben hom, nís cómo huelen, hom.
Otra vez graznó la lechuza en el mismo árbol.
—¡Ñacashca! —exclamaron, unánimemente, mirando hacia el eucalipto que no
estaba lejos.
—¡Ñacashca!
—Voy espantaló —dijo Fabriciano y levantándose agarró una piedra de junto al
chiflón y tiró con ímpetu hacia el árbol.
220 Tierras del alba
lialló ya. Con tayta Augusto buscamos intierro y no liencontramos, cavi, cavi por
tuas partes, pero nada, hom.
—Tayta Uva yas que lialló pué tayta Lucas —afirmó tayta Rude—. Diaí sisu más
rico ya.
—Sí dís pué, per ellos niegan, solo dicen que ven arder candela de la plata
enterrada por algunos sitios de la casa. Siasen. Tayta Uva tiene mucha suerte.
—Tayta Uva núes buen cristiano —habló Fabriciano.
—Jum, malaso es; lotro día no má liazotó feo al Adalís, su huambra de mama
Meshe, solo porquel loro robado en la chacra un poco de choclo. Pobre lorerillo,
chupó con rienda lo que sangría su cuerpo. Como a mí me dieran temblaba mi
cuerpo, hom. Malaso es ese tayta Uva. Malaso es.
—Y en su tienda a nosotros nos da más caro cuando queremos tocuyo algo
para nos huambras —habló Eulogio.
—Y no sabemos cuando acaba nos cuenta —expresó tayta Rude—. Sigue, sigue,
nomá; todo tiempo lomesmo.
—Otro día no pué ma reñido, porque comprado tocuyos en don Chávez, cás
me pega no pué —informó Eleodoro.
—Después tayta Uva ni siquiera chicha nos convida cuando trabajamos —dijo
Fabriciano—. Agua, agua, nomá; lo que chorría sudor hay que tomar agua y qué
pa hacer pué con el sed. Otro día cuando estamos haciendo pilancón, llevado en
su caballo una alforja con botellas diagua… Otros patrones dan chicha siquiera
cuando trabajan sus agregados.
—Dese algo será murió el Felipe, botando sangre —terció Eleodoro.
—Mejor callemos deso —habló reposadamente tayta Lucas—. El paredes, el
viento, oyen; después ya chupar barra, cadenas, latigazos, en la cárcel. Hay que
conformar, qué hacer pué sin tierra donde trabajar. Hay que aguantar nomá…
Paredes, árboles oyen.
—Sí, verdadmente, tayta Lucas, verdadmente —dijo tayta Rude—. Callao hay que
aguantar comuel ganau uncido, aunque nos pique en nos culos con el aijón.
—Lindestá luna —habló tayta Lucas, tratando de desviar la conversación que
estábase tornando agria—. Con esta clase de luna se viaja rico por cualquier
camino.
—Luna parés cara de mujier —afirmó Fabriciano.
—Una mujier hilando en su puchkana allí luna —corrigió tayta Lucas.
Y todos miraron a la luna, que en ese momento estaba volteando ya la mitad
del cielo azul hacia el oeste, como si por primera vez la vieran; sobre todo Abelardo,
quien hacía tiempo ya se había figurado que la sombra de la luna era una mujer,
identificándola aun con su abuelita Shantu, que tantas veces la vio hilar, en esa
forma, sentada en la puerta de la choza.
—Dís tayta Lucas nués vieja hilando sino Apóstol Shanti, con espada en mano,
montao su burro —habló Eleodoro—, Así dicho iglesia cura Ciriaco otra noche.
222 Tierras del alba
—No —replicó tayta Lucas—. Qué pué no tienen ojos. Viejés hilando en su
puchkana.
—Sí pué —afirmó tayta Rude—. Viejés con pañuelo amarrado su cabeza.
—Y con lliclla a la espalda —agregó Eulogio.
—En noche comaura se ve también lo que vuelan aves negras tamaño cóndor,
lao de luna, lo que sioscurece, hom; brujos dís son —habló Fabriciano.
—Brujos vuelan pué así tardel noche —contestó tayta Lucas.
—Vuela entonces tayta Pío Quinto, brujés dís pues — habló Eleodoro.
—Tamién mama Felsha —agregó tayta Lucas—. Brujés. En altillo de su casa tiene en
ellas, en tinajas, bien escondidos, calaveras de gentiles, canillas, shurubes secos… Mama
Felsha me curó una vez; yo estaba brujíado pué… Rude, Eulogio, ustés siacordarán.
—Sí, tayta Lucas, ñaupa cás te mueres pué —dijo tayta Rude.
—Sí pué, tayta Lucas, mama Felsha te curó… Tescapaste de uñita —afirmó
Eulogio.
Conversaban así, cuando un shihuín muy cerca, debajo del húmedo pilantón, les
cruzó la cara con el látigo de su silbo… Fríiiiiioooooooooo… Fríiiiiioooooooo…
—Shíhuín tiene frío —habló Eleodoro—. ¡Quilla!, sin hacer su nido, andi andi
nomá. ¡Quilla!
—¡Quilla! —recalcó Eulogio—. Dormiendo de día en cualquier parte, bajo yerba,
bajo palos, bajo piedras desvela en noche. ¡Haragán shihuín!
—Chupa sangre al ganau de noche pué —habló tayta Rude—. Poreso desvela.
Nuay desvelo sininterés.
—Si pué —dijo tayta Lucas—. Cuando caballos, vacas, ovejas, están dormiendo,
llega shihuín despacio chupar sangre de orejas. ¡Bandido shihuín!
—Animales mueren cuando les chupa mucho el shihuín. Sendebilitan pué, como
de mi potrillo —explicó Fabriciano.
—Shihuín quilla —volvió a decir tayta Lucas—. Solo en noche, solo en aguacero,
cuando tiene frío, grita, siacuerda de hacer su casa.
—El Fabián como shihuín, tayta Lucas —sentenció Eleodoro—. Nuay cuando acabe
de techar su casa. Toda la vida así nomá. Siaflije él también cuando cae aguacero,
cuando siente frío.
Rieron todos.
El shihuín seguía con sus silbidos angustiosos. Los gallos de la hacienda cantaban
también. La niebla comenzaba a levantarse, en randas dispersas, en las faldas de los
cerros y la luna estaba ya más allá de la mitad del cielo azul, por el oeste.
El frío se agudizaba.
Los agregados de tayta Uva, envueltos en sus ponchos, se fueron, como fantasmas,
por entre los árboles rumbo a sus chozas.
Francisco Izquierdo Ríos 223
Vocabulario
HUAYHUAHILLO Comadreja.
HUIRACUCHACURO Caballito del diablo, libélula.
HUITO Árbol de la Selva, cuyos frutos verdes dan un tinte
negro.
HUMISHAS Palmeras adornadas que plantan en las esquinas
de los pueblos, con ocasión de algunas fiestas. Las
cortan después de bailar a su alrededor.
IMITE Planta que según la creencia popular se transforma
en animal o en otras plantas.
ISMA Estiércol.
JERGÓN Víbora muy venenosa de la Selva amazónica.
JICRAS Talegas tejidas de cabuya.
LICLIC Ave del tamaño de un pollo que vive junto a las
lagunas de los campos serranos.
LISHA Lizardo.
LORO-MACHACUY Víbora de color verde.
LUNA VERDE Se llama así en la Selva peruana a la luna nueva.
LLICLLA Manto.
MACSHI Máximo.
MAMA Madre, señora, anciana.
MANAN No.
MANVALEQUES Inútiles.
MASHAQUEANDO Calentándose junto al fogón.
MISHO Gato.
MITAYEAR Ir de caza o de pesca.
MUSHA Zarca, gringa.
ÑACASHCA Diablo, maldito.
ÑAUPA Antiguo.
PACALLALLA Suavemente.
PAICHE Pez de los lagos amazónicos.
PAJURO Árbol frutal de la sierra amazonense.
PATE Depósito para agua hecho de la corteza de algunos
frutos.
PICHIHUICHIS Gorriones.
PICHUCHAS Patillas.
226 Tierras del alba
D
iez hombres trabajábamos en ese cauchal, bajo el mando de Juan Rengifo,
aviado de la Casa Kahn y Pólack de Iquitos… Toribio López, de Chachapoyas,
Cornelio Ruiz, de Moyabamba, Benjamín Pérez, de Saposoa…
Día tras día estábamos manejando el hacha, el machete y los tazones
para recoger el látex…¡Oh, la vida de la Selva!; aburrida y desesperante, con los
zancudos fastidiosos que, en todo momento, rodeábannos como nubes espesas;
con el peligro constante de las víboras, arañas, hormigas y, de cuando en cuando,
con la visita nocturna de algún otorongo, que a un certero disparo de Winchester
caía del ramaje gruñendo al pie de nuestras chozas.
Muchos de los compañeros, en un arranque de humor, cuando, por la
oración, llegaban los zancudos a gritar detrás de los mosquiteros: “Tiuuuuuuu…
tiuuuuuuu…”; les decían: “Yo no soy tío de nadie… ¡Váyanse a otra parte, conde-
nados!” Y enardecidos de cólera, en las horas de trabajo, después de aplastarlos en
sus pies o en sus rostros, hasta los mascaban…
Veíamos el sol saliendo únicamente a la orilla de un caudaloso río que corría
cerca… Vivíamos, pues, como dentro de un toldo.
Con Ruperto Maldonado, natural de Juanjuí, llegué a intimar mucho; nos
hicimos amigos entrañables. Me acuerdo de él como si lo estuviera viendo en este
momento; era tuerto del ojo izquierdo y tenía un grueso lunar negro en el cachete;
siempre estaba alegre y haciendo chistes de todo; era de buen corazón, a pesar de
que dicen que “hombre con señal es malo”. Tocaba la concertina extraordinaria-
mente; creo que era el más grande concertinista del mundo. Con qué gracia can-
taba y tocaba aquello:
¡Mi pobre amigo Ruperto! Una mañana que andábamos en busca de caza, fue
tragado por una boa. Yo perseguía un jabalí, cunado escuché un grito angustioso
de mi amigo. Corrí, pero solo llegué a ver su carabina en el suelo y a la boa que
huía pesadamente, con la panza llena.
Comprendí en el acto lo que había sucedido. Y yo que soy un buen tirador,
no es por alabarme, seguí al monstruo bala en boca, le seguí, le seguí, hasta que,
en un sitio un poco despejado, arrodillándome, le disparé a la cabeza y sin darle
tiempo le descerrajé dos tiros más a la altura del vientre. La inmensa boa, en los
estertores de la agonía, se chicoteaba violentamente, retorcíase, quebrando ramas
y arbolillos de su rededor; luego quedó muerta, temblando. Le partí el vientre
con mi puñal; allí, adentro, estaba hecho una masa mi amigo Ruperto. ¡Pobre!, ni
lloré; ¡en la selva no se llora por nada! No hice más que encogerme de hombros y
exclamar, como si fuera un rezo lleno de resignación fatalista: “Ahora te tocó a ti,
Ruperto; mañana será a mí”.
Envolviendo en anchas hojas la masa informe que era mi amigo lo llevé al
campamento. Todos aceptaron calladamente la desgracia. Le enterramos junto a
la blanca raíz sobresaliente de un ojé, que parecía una lápida; grabamos allí el
nombre del compañero infortunado, una cruz y la fecha de su muerte.
La boa, pues, “echa hilo” al hombre y al animal; éstos, sin poder explicarse qué
es lo que les sucede, empiezan a caminar hacia un sitio como si tuvieran los pies
maneados, adormecidos los cuerpos, hasta que descubren a la boa que los mira
intensamente. Es decir, la boa hipnotiza, cuando el hombre o el animal no le han
visto, pero sí éstos la descubren primero, pierde, como por arte de magia, todo su
poder. “Echa hilo” con los ojos muy abiertos, desapareciendo esa fuerza cuando
los cierra; de allí que la víctima cree, por ratos, estar libre, pero no es más que
una mera esperanza. Parece que la boa hallara satisfacción en hacer creer en una
posibilidad de salvación a su presa… Es una lucha angustiosa.
Muchos hombres se libran de la muerte por su serenidad; muerden a la boa
en el preciso momento que se enrosca en sus cuerpos; entonces, el ofidio se
desenvuelve y abandona a su víctima, muriendo luego a consecuencia de ello; el
mordisco del hombre es venenoso para esta serpiente. También muchos, al sentirse
arrastrados, sacan su puñal y cortan el “hilo” en cruz, quedando maravillosamente
libres de esa fuerza.
Como repito, hay que tener valor y serenidad para hacer estas cosas. Más,
en la selva, uno a todo se aviene, a todo se hace; se vive allí como en un mundo
mágico, que los hechos más extraños ya no sorprenden. Nosotros, por ejemplo,
agarrábamos las crías de las boas y las hacíamos enroscarse en nuestros brazos
desnudos. Es que hay esto: si el hombre resiste, sin flaquear, a una de esas boítas,
por naturaleza ya forzudas, se vuelve más fuerte; la fuerza de ella pasa íntegramente
a él, sucediendo lo contrario si es derrotado. Yo he tenido la suerte de salir siempre
victoriosos de esas pruebas; por eso mis brazos son duros como el acero.
Hay serpientes que parecen troncos semipodridos; sus cuerpos están cubiertos
de madera, donde crecen yerbas y arbustos: caminan produciendo un ruido como
Francisco Izquierdo Ríos 233
de aguacero. Yo, una vez, me he sentado a picar tabaco en una de ellas, creyendo
que era un tronco, y corrí al sentir que se movía.
Así vivíamos, alerta a todo peligro; dábamos un paso luego de haber meditado
primero, pues fuera de los peligros mencionados, había que tener presente que,
dentro de los ramajes, confundida con las hojas, del mismo color d éstas, se
encontraba la terrible Loro-machacuy, pequeña víbora de veneno muy activo
como el de la misma cascabel: adheridas a las hojas estaban las Bayucas peludas,
que producen intensas quemaduras en la piel y, sobre todo, pegadas a la corteza de
los árboles de Copaiba y de Jebe las Chicharra-machacuy, insectos ciegos, con largas
y agudas lancetas, que pican volando al azar; y no se desprenden del cuerpo de su
víctima, sino cuando ésta ha muerto. Matan también a los árboles donde viven…
Quizá por su misma ceguera están dotados de una asombrosa capacidad sensorial;
rápido sienten la presencia del hombre o del animal y se lanzan al ataque, volando
locamente en círculos.
Son más temidos que las serpientes. Su picadura se sana únicamente con el
acto sexual; en este caso —es curioso—, si la víctima es hombre puede hacer uso
de la mujer que esté a su lado o encuentre en el camino; y si es mujer… En fin,
gozan de amplia libertad.
Me estaba olvidando del Chullachaqui. Es un demonio que tiene la propiedad
de transformarse en todo para tentar al hombre; en animal, árbol, agua, piedra,
en mismo hombre. Sin embargo, cuando toma la figura humana tiene un defecto:
sus pies desiguales; de ahí su nombre y de ahí también que sea fácil conocerle;
su pie derecho es como de gente, normal, no así el pie izquierdo, que es chiquito
como de una criatura recién nacido también como para de tigre… Siempre nos
molestaba en el campamento, sobre todo en las noches silbaba, tosía, hachaba,
nos tiraba con palos. Levantaba os mosquiteros y cuando disparábamos nuestras
winchesters se alejaba riendo a carcajadas…
Así vivíamos, lejos del mundo… Yo era víctima, casi todas las noches, de sue-
ños extraños y fantásticos que perturbaban mi naturaleza; veía coreos de mujeres
vestidas de transparentes velos, que bailaban bajo los árboles, cogidas de las ma-
nos, al son de músicas dulces y luego se esfumaban; soñaba que en el río próximo
se bañaban mujeres de blancos senos y rubias cabelleras, que buceaban y salían,
que nos sonreían y llamaban; soñaba que los árboles se convertían en mujeres de
formas mórbidas e insinuantes… Era atroz… Entonces, pensaba en las bufeas de
los ríos, que tienen algo semejante a las mujeres…
Los caucheros peruanos y brasileños, metidos meses y meses en la selva, se
vaían obligados a acercarse a las bufeas…. Yo les doy la razón… Usted comprende
que estar tanto tiempo sin mujer es una vaina…
Y en una cálida noche de luna, yo y mi infortunado amigo Ruperto pescába-
mos con anzuelo en un recodo del río. La selva aparecía en todo su esplendor,
velada apenas por el tenue cendal de sus propias exhalaciones… Los lagartos, uno
tras otro se dirigían, pesadamente, por la playa, a poner sus huevos juntos a los
árboles, las charapas hacían lo mismo cavando en la arena; los bufeos lanzaban
234 Selva y otros cuentos
copos de espuma sacando los blondos hocicos a flor de agua y los peces saltaban
en toda la extensión del río produciendo ruidos como rumor de besos… Un tra-
vieso vientecillo desparramaba espesas esencias… esencias que excitaban nuestros
nervios…
De pronto, varias bufeas de torneados lomos se aproximaron a la orilla,
jugueteando graciosamente como niñas… Mi amigo Ruperto se abalanzó, como
un loco, sobre una de ellas… Yo hice lo mismo… ¡La selva, señor! … ¡La selva!...”.
Cuando terminó su relato don Juan Pandero, viejo cauchero de la selva
amazónica, la luna estaba ya, como una garza, sobre los árboles.
Lindaura Castro
Al escritor y poeta boliviano Moisés Fuentes Ibáñez
—Tú sabes que está de novia con Roberto —contestaba doña Elisa.
—Sí —replicaba la otra—. Pero en este mundo no hay que tener confianza. Tú
sabes bien eso.
Roberto sufría con el modo de ser de Lindaura. Hasta había reñido ya. Fue en
un baile. Lindaura se mostró demasiado afectuosa con un forastero, un riojano
comprador de ganado. Con él no más bailaba, conversaba y reía. Roberto y doña
Elisa quisieron sacarla, pero la moza no les hizo caso y siguió bailando. Roberto se
fue humillado, dejando en el baile a su novia.
Pero nuevos juramentos de amor y las dulces caricias de Lindaura restañaban
la herida al mozo. Y el idilio se reanudaba con más fuerza.
En la cosecha de café, en la huerta de Lindaura, esta y Roberto se subían por
las pequeñas escaleras a los troncos. Ella estaba divina con el pañuelo amarrado
en la cabeza. Perdidos en el ramaje se acariciaban como los pájaros. Se brindaban
mutuamente los cafés maduros, dulces como la miel.
El padre de Lindaura había muerto hacía ya tiempo. Solo quedaba su madre,
con la que vivía en ese paraje; su hermano mayor, que había ido a Iquitos a servir
en el Ejército, se radicó en esa ciudad. Bueno, ¿por qué le pusieron el nombre
de Lindaura a ella? Fue por su padre, a quien le había gustado ese nombre que
encontró en un viejo cuento.
Lindaura no tenía rival en hermosura en el pueblo. Y se arreglaba mejor que
todas las muchachas. Los domingos y días feriados se ponía hasta zapatos. Pero
sin zapatos era más linda, como las flores, como las palomas de los caminos, sin
adornos.
—Para mí estás mejor sin esas cosas —le decía Roberto.
Pero ella no le hacía caso.
Don Damián, viejo dicharachero y sentencioso, una vez, cuando alcanzó en el
camino a Roberto que regresaba del pueblo a su hacienda, le fue diciendo: “Como
amigo de tu padre y tuyo te aconsejo que no sigas con Lindaura Castro. No es
mujer para ti. No es mujer para estas tierras. Ella sueña con las ciudades, en cosas
grandes. Tarde o temprano se va a ir como la golondrina. Te acordarás, muchacho.
Se ha de ir con un soldado o con cualquier otro forastero. Las mujeres de nuestros
pueblos se desesperan por los forasteros… ¿Por qué no te casas con Florencia
Torres? Es una buena muchacha, sencillota y guapa. Como para ti”.
Roberto no contestaba. Iba mudo, escuchando pacientemente la parla inter-
minable del viejo Damián.
—Con ese comprador de ganado, Lindaura ha estado en grandes la noche del
baile —continuó el viejo—. Luego al día siguiente estuvo aquel en su casa.
—¿A qué hora? —preguntó el mozo.
—Por la tarde. Yo creí que lo sabías. Creí que te habían contado doña Elisa o
Lindaura.
Francisco Izquierdo Ríos 237
Adentro corrió bastante licor. En una alforja había llevado el riojano las botellas.
En vaso tomaban el espumoso vino huayacho. El guitarrista no descansaba de
tocar y cantar tanguitos, cachuas y marineras; y aquel, de bailar. Bailó hasta con
doña Elisa; esta, esa noche, echó varias canas al aire.
El alba iluminó el paraje y doña Elisa abrió los ojos. Tenía la cabeza pesada. Un
vago presentimiento le hizo llamar a su hija, con desesperación: “Lindauraaaaa”…
nadie respondió… Estaría ya por esos caminos que llevan a la Selva…
Doña Elisa sintió que se le volvía piedra el corazón. Se arrimó al guabo del
patio y rompió a llorar. Su Lindaura, su Linda, se había ido, dejándola sola en el
mundo… Lloró, lloró y no quiso contar a nadie su pena… ¿Y Roberto?... Ya no
había remedio… Se calmó un poco, recordando lo que ella misma hizo… Ella
también mozuela de quince años se escapó de la casa paterna con un celendino
vendedor de sombreros de paja, y después de rodar por pueblos y pueblos se agarró
con el músico Onías Castro, padre de sus hijos, estableciéndose en ese lugar. ¡Qué
lindo era su pueblo, en una de esas hondas y cálidas quebradas de los Andes, con
árboles frutales y río rumoroso! Ella tampoco tuvo pena por sus padres y por sus
hermanos; uno de estos era bien tierno y solo con ella no más quería estar… En
fin, así es la vida. Se resignó y balbuceó en el fondo de su corazón: “Que Dios te
ayude, hija”.
Un chicha se “rió” en un zapote cercano. Roberto se estremeció y siguió arando.
Los bueyes iban lentamente horadando la tierra con su esfuerzo.
Atardecía.
Roberto, preocupado por el canto del ave agorera, quiso suspender la labor.
Pero le faltaba un pequeño lote. Y optó por terminarlo. Empeñoso en su faena
iba tras los bueyes, cuando la presencia, la sombra de alguien, le sobresaltó, le
asustó.
—Soy yo, Roberto —le dijo el viejo Damián, quien con su terrosa alforja de
vagabundo al hombro y sus andrajos de filósofo surgió de repente como un cactus,
en la chacra.
Roberto paró los bueyes y se quedó mirándolo, pensando: “Hace un rato la
chicua y ahora el viejo Damián”. Este, por la sorpresa que demostraba Roberto,
comprendió que no sabía nada de lo ocurrido y, sinceramente, tuvo lástima del
mozo.
—¿Qué hay? —le preguntó Roberto.
—Malas noticias, hombre… Malas…
—¡Habla!
—¿Cómo, no sabes lo que ha sucedido? O te haces el tonto.
—¡Habla!
—Lindaura se fue… Se fue con el riojano al amanecer.
—¡El riojano!
Francisco Izquierdo Ríos 239
—Con ese comprador de ganado, que le estaba dando vueltas hacía tiempo.
—No puede ser… El riojano no estaba aquí.
—La pura verdad, hermano, como este momento en que estamos hablando tú
y yo. Se fue al amanecer con el riojano. Se fue a la Selva… Ya te dije que Lindaura
no era mujer para estas tierras. Se fue, hermanito, se fue…
No podía mentir el viejo Damián. Roberto así lo comprendió.
A poco se hizo de noche… Noche que en el alma de Roberto había caído más
negra. Le parecía como si el mundo y la vida con todos sus encantos se hubieran
acabado para él… El balido de los carneros, el rumor del río y de los árboles de
su hacienda, sonaban, ahora, en sus oídos, como llanto delgado e inacabable. Le
parecía que la Tierra era un inmenso sollozo, que toda la Tierra lloraba, con él, su
pena.
II
Los tres muchachos, con sus taleguitas de fiambre y libros, salían corriendo de
la casa y se perdían por el camino rumbo a la escuela del pueblo. Carlos, Luciano
y Julia.
—Han de tener cuidado en el camino —les decía Florencia desde la puerta.
—Con la quebrada, cuando llueve —recalcaba Roberto, que también estaba
listo para ir al trabajo, a las chacras o a dar sal al ganado.
—Carlos, Luciano, han de cuidar a su hermana.
—Procuren llegar antes de que se haga de noche.
Y el viejo Damián, desde un rincón de la casa, sonreía satisfecho. Aquella
felicidad era su obra. Había conseguido que Florencia y Roberto se casaran. Y no
se había equivocado: formaban un hogar dichoso. A ruego de ellos el viejo se fue
a vivir en la casa, a donde llevó el afecto humano de su vida vagabunda, el calor
de su filosofía y conocimiento de los hombres —él que había andado y vivido
tanto—, así como el espeso vellón de su barba patriarcal. ¿De dónde era? Decían
que de Cajamarca. Era inteligente y muy leído.
Uno de esos hombres que renuncian a posibilidades brillantes y viven de
acuerdo con los impulsos de su corazón. Y él se remontó tierra adentro; andariego
infatigable, iba dando consejos aquí y allá, relatando cuentos e historias divertidas
en pueblos y haciendas. Como la ruda era conocido en todos esos pueblos
quebradeños y de puna de la Cordillera Oriental. Nadie sabía su apellido ni les
interesaba saberlo. Para todos era el viejo Damián. ¡Don Damián!… Ahora, al
menos, parecía haber encontrado ya cierta tranquilidad en el hogar de Roberto,
cierta serenidad. Parecía como que de allí ya no saldría más. Era el mejor amigo de
la familia. Los niños tenían en él “al paternal abuelito contador de bellos cuentos y
ocurrencias”. Cuando demoraban en el camino, de vuelta de la escuela, él iba por
ellos. Y siempre estaba con ellos.
240 Selva y otros cuentos
III
el viejo Damián sonreía con escepticismo ante este hecho que conmovía a la
comarca.
Una de esas tardes, suave de aroma y sombra, Lindaura descendía la bajada
colorada que lleva al pueblo. Mujeres y hombres, niños y ancianos se aprestaban
a verla pasar.
Llego a caballo, con elegante vestido de montar y gran sombrero de paja.
Arrogante y garbosa. Parecía como que los años no hubieran pasado por ella.
Detrás iban varios cargueros, algunos de los cuales llevaban en jaulas loros, pericos
y monos. ¡Lindaura regresaba de Maynas, la tierra legendaria del caucho!
Venía con dientes de oro, de manera que su sonrisa era un florecimiento de
luz, sí como sus dedos poblados de anillos.
Su casa, su modesta casa de aquel paraje de guabos y cafetos, vibró de fiesta
por todo el tiempo que ella estuvo en la comarca. Todos la admiraban. Era como
esas aves raras que, de pronto, se posan en un lugar produciendo singular alboroto
entre las otras aves nativas.
Lindaura fumaba cigarrillos finos, encendiéndolos con su fosforera de plata.
Derrochó bastante dinero. Casi todos los domingos daba bailes, en casa del Alcalde,
corriendo todo a su costo.
La ortofónica que había traído entusiasmaba más que cualquiera otra cosa a
sus paisanos. Noche y día desfilaban estos por su casa para oír cantar, hablar y reír
a ese aparato. Sobre todo los niños. Por primera vez oían fonógrafo en el pueblo.
Solo el viejo Damián aparentaba no sentir admiración por aquella maravillosa
caja y andaba diciendo: “Esas son cosas que hay en las ciudades. Es un aparato que
inventó un hombre llamado Edison”. Nadie le hacía caso.
***
La mañana clara y pacífica fue destrozada en el patio de la casa-hacienda de
Roberto por un seco parar de caballo. Lindaura desmontó inmediatamente. Toda
la casa pareció tambalear. Hasta la filosofía del viejo Damián. No había otro recurso
que recibirla. Florencia y Roberto la hicieron entrar y le invitaron asiento, mientras
el viejo Damián amarraba su caballo a un tronco de guabo.
—Ustedes están muy bien. Pero yo no me quejo de mi suerte. ¿Y cuántos hijos
tienen?
—Tres —contestó Florencia.
—Yo sí no tengo ninguno. Los hijos son una carga.
—Según —observó, maliciosamente, el viejo Damián, que ya había ocupado
su lugar entre Roberto y Florencia, a fin de salvar cualquier situación difícil que
pudiera presentarse.
Lindaura acarició a los niños. Luego llamó a Pablo, que estaba en el patio. Pablo
era un muchacho indígena de la región amazónica, que el marido de Lindaura
había comprado a un lanchero.
242 Selva y otros cuentos
—Dales el guacamayo, Pablo —le dijo Lindaura—. Les he traído este regalo a los niños.
Pablo abrió el envoltorio y todos los colores del arco iris de las flores y de las
víboras de la Selva brillaron en el cuerpo del ave. ¡Era un retazo de la Amazonía!
—Le han de poner un palito en la pared —aconsejó Lindaura.
—Ya —respondió el viejo Damián, recibiendo el ave de manos de Carlos, el hijo
mayor.
—Come sobre todo plátano maduro.
Roberto y Florencia estaban mudos.
—Bueno —prosiguió Lindaura, cruzando las piernas y encendiendo un
cigarrillo—. He venido especialmente a invitarles a mi casa. Yo debo irme en
la próxima semana. Y antes quiero estar con ustedes, con todos; pasar un día
alegre de fiesta. Les espero el sábado, en la mañana —y sin aguardar respuesta se
despidió de Roberto, de Florencia, a quien besó en la mejilla, de los niños y del
viejo Damián.
Pablo le esperaba con el caballo listo. Montó y se perdió por el camino orillado de
retamas, golpeando suavemente con un latiguillo de cuero las ancas del animal.
***
El pueblo estaba escandalizado. Lindaura se bañaba en el río casi desnuda,
delante de cualquiera, insultando el recato de las otras mujeres, quienes lo
hacían en lugares ocultos, al amparo de los ramajes. Andaba por las callejas en
traje de dormir o en bata de baño. Al riojano comprador de ganado, que entonces
se encontraba por esas tierras, le abofeteó en plena Plaza de Armas; pues este la
seguía requiriendo, en forma insolente, haciendo alarde de que fue su mujer. Sin
embargo, Lindaura estaba en amores con Gilberto Vargas, un apuesto mozo del
lugar; ella misma se le insinuó. Con él no más andaba por todas partes.
***
El viejo Damián solucionó el embarazoso asunto. Florencia era del parecer que
no debía aceptar la invitación de Lindaura y había influido ya en su marido. Pero
Damián les dijo: “Y qué tienen que temer ustedes. Esa mujer se va; ella ya no
pertenece a estas tierras. Antes de irse quiere estar con ustedes. Yo no veo ningún
impedimento…”.
Lindaura y doña Elisa les recibieron en el patio. Les estaban esperando. Los
chicos se fueron directamente hacia la ortofónica.
—Quería —les dijo Lindaura— despedirme de mi tierra con ustedes. De esta mi
tierra bella, que tanto he extrañado. No hay más invitados.
Lindaura descorchó varias botellas de vino. Y tomaba y exigentemente hacía
tomar a los demás. Florencia y Roberto se cuidaban. A poco, Lindaura hablaba
hasta por los codos.
—Han de saber —decía— que llevo a mi madre. Que esta mi casa dejo a mi
tía Ignacia. Mi ortofónica dejo a la municipalidad para que el pueblo se distraiga.
Francisco Izquierdo Ríos 243
También dejo cien soles para que arreglen la escuela. Y nosotros nos vamos a
Maynas… Salud, Roberto… Salud, Florencia… Ustedes son felices… Yo también…
Salud… Vamos a oír Si dos con el alma.
Y Lindaura puso ese disco.
Y las notas del triste estremecían los corazones.
Si dos con el alma
se amaron en vida,
y al fin el destino
separa a los dos.
—Me gusta mucho este disco —decía Lindaura—. En Iquitos lo escuchaba
siempre. Lo mismo el tango Mano a mano. Después oiremos ese tango.
Y a poco ese tango lloraba su emoción.
Rechiflado en mi tristeza,
te evoco y veo que has sido
en pobre vida paria
solo una buena mujer.
—Otra vez Si dos con el alma —dijo , frenética, Lindaura.
El viejo Damián se preguntaba: “Qué pensará esta mujer”.
Florencia no estaba tranquila, a pesar de las muestras de afecto que recibía de
las dueñas de casa. En la ancha cara de Roberto había pliegues de tristeza como los
surcos que abría con sus bueyes en la tierra.
En el almuerzo menudearon también las copas. Lindaura estaba ebria.
—Cuando salí de esta tierra era una pobre muchacha —decía—. Pero ahora soy
otra mujer. He andado por toda nuestra Selva y por casi todo el Brasil. Iquitos es
una bonita ciudad… Allí tengo mi casa, tengo dinero… Allí soy la señora Lindaura
de Joschitt… Pero siempre he recordado mi tierra, esta tierra, estos campos…
Oiremos otra vez Si dos con el alma.
Terminó el almuerzo. Roberto estaba un poco bebido y triste.
Lindaura seguía exigente con las copas y con sus discos preferidos.
—Quizá si aquí hubiera sido mejor quedarse… Quizá si mejor hubiera sido no
salir nunca de esta tierra… Tú eres feliz, Roberto.
Roberto estaba contagiándose de sentimentalismo, llenándose de recuerdos
como de sombras un valle al atardecer. Florencia parecía estar sobre ascuas.
Comprendiéndolo así el viejo Damián dio la voz de alerta: “Ya es tarde. Vamos”.
Roberto y Florencia se levantaron y llamaron a los chicos.
Lindaura quiso detenerles, pero doña Elisa conociendo el estado de su hija
intervino.
Se despidieron.
244 Selva y otros cuentos
Bernacho
iba a la casa de sus padres, a San Miguel… “Que se vaya la perra —decía, entonces,
brutalmente don Roque—. No tardará en regresar…”. Mentira, era él quien iba por
ella. Sin poder vencer la nostalgia, en una de esas madrugadas, ensillaba al caballo
y a la yegua con la montura de lado, que en su noviazgo compró para la Sarucha,
y salía por su mujer, no sin antes haber tomado bastante aguardiente, y la hacía
regresar, jurando y rejurando no volver a maltratarla. Promesas de siempre.
—Si no tienen hijos varones, no es culpa de la Sara; es porque así lo quiere taita
Dios, hombre —intervenía don Gaspar, padre de Sara.
—Sí, taita Dios —respondía sollozando el Roque, más sentimentalizado por el
alcohol—. Taita Dios… No volveré a pegar más a mi Sarucha, taita Gaspar.
Aún en su vejez doña Sara se escapaba a la casa de sus hijas, disgustada por
las impertinencias de don Roque. Entonces, juntándose todos sus yernos hacían
amistar a los viejos, al compás de sendas copas de cañazo.
“Nunca olvidará sus mañas el viejo… Solo con la muerte”, comentaban
aquellos.
Albertina, el último retoño de aquel añejo tronco de familia, era la única que
quedaba en la casa. Las otras ya se habían casado. Dos de ellas unieron su destino a
Shesha y a Job, hermanos de Bernacho y las tres restantes a hombres de diferentes
lugares del valle.
Nadie se alejó de los predios de don Roque. Los Grández se llevaron a sus
mujeres a la casa de sus padres, allí cerca, para lo cual tuvieron que ampliarla con
otros cuartos. Los otros levantaron sus casas en los terrenos de don Roque.
Formaban una estrecha comunidad. Cuando alguien de ellos mataba un
chancho o una vaca, era fiesta general, todos tenían su parte. Lo mismo, cuando
preparaban cajetas, turrones o confites (los afamados manjar blancos, turrones y
confites de azúcar y maní huayachos, que se exportan hasta Moyobamba, Rioja,
Soritor, pueblos de la Selva).
Chacra o cultivo o construcción de casa lo hacían todos a una mano. “En
fayna”, como decían ellos.
Las mujeres poníanse de acuerdo para lavar ropa en el riachuelo que corría
junto a sus casas. Y, así, en días de sol, frecuente era ver a las lavanderas en el
riachuelo, con sus hijos desnudos, bañándose; la ropa secándose en las ramas. Y a
Albertina, con los senos y brazos desnudos, las piernas desnudas dentro del agua,
lavando en la batea con la alegría fecunda de sus diecisiete años.
Pero, donde esta solidaridad se exteriorizaba con más fuerza era en la fiesta de
San Roque, que celebraba el viejo Roque Portocarrero en honor a su santo, desde
hacía tiempo, todos los años. Era un gusto especial de él y de su mujer. Los trapiches
de los Portocarrero, apellido genérico con el que se les conocía en el valle, hacían
oír entonces su ronquido unánime. Mujeres y hombres andaban ocupadísimos.
Todos tenían que lucir trajes nuevos en la fiesta. Sobre todo Albertina, la de las
pestañas volteadas y el cutis suave de durazno. Hasta Bernacho, por quien se
preocupaba mucho su madre, Nicolasa.
Francisco Izquierdo Ríos 249
Carolina, una de las hijas del viejo Roque y mujer de Edmundo Castro, fina
costurera, estaba dale que dale cosiendo los vestidos en una máquina a mano, en
el corredor de su casa; ayudada por Albertina y acompañada de rato en rato por las
otras mujeres que iban a ver sus trajes y los de sus hijos.
Para eso, un mes antes, unos cuantos de los Portocarrero dirigíanse a Chacha-
poyas a vender chancaca, azúcar, aguardiente, cajetas, turrones y confites, en diez
caballos; llevando como arriero a Bernacho, único momento (en el trabajo) que se
acordaban del sordomudo, del Upa, como le decían ellos.
La banda de músicos estremecía el ambiente por espacio de una semana,
ahuyentando a los pájaros.
Todo el pueblo de Ayña se volcaba en la casa de los Portocarrero. Aun de muy
lejos, de San Miguel, San Nicolás, Chirimoto… Entonces, era de ver a los Fernández,
todos ellos gringos, con ojos azules y pelo rubio, que llegaban en sus caballos
de paso; sobre todo a Salustio que —de polainas, sombrero sarita, bufanda roja
al cuello y en completa embriaguez— entraba haciendo caracolear a su hermoso
caballo blanco, agachándose y parándose con peligro de caerse. Y ya en el patio
decía: “Maestro, tóqueme una marcha”. Y al son de la música hacía marcar el paso
a su caballo. Y todos miraban complacidos la escena.
Y había procesión, cohetes, bailes y comilonas.
Albertina, la palomita zahareña, era el centro de las atenciones. Todos los jóve-
nes se desvivían por bailar o estar con ella. Pero Salustio era el preferido. Con ese
su modo de ser: franco, comunicativo, zumbón y alegre se había ganado el cora-
zón de la muchacha. Salustio tenía una manera especial de bailar la marinera y la
cachua; con mil requiebros, se torcía, se agachaba, se erguía, menudeaba el paso,
ponía el pañuelo en el suelo y vigilaba que su pareja no lo pisara.
Bernacho también quería bailar. Entraba en la sala y cogía del brazo a Albertina,
quien con un gesto brusco se separaba, diciéndole: "¡Bah!, el Upa, qué se ha creído”.
Y Salustio o cualquiera otro se encargaba del resto.
Y Bernacho miraba el baile desde la puerta, sonriendo con esa su sonrisa
fantástica, jaleando con esas sus gruesas y pequeñas manos, que por lo hinchadas
parecían hojas de tuna. O, grotescamente, bailaba en el corredor.
“La fiesta está tan buena, que hasta el Upa se ha alegrado”, decían, entonces,
las gentes.
El jolgorio terminaba en borrachera general.
Bernacho amanecía tirado bajo un árbol de la huerta, con el pelo desgreñado y
la camisa afuera. Él no tenía mujer que lo cuidara y que a buena hora lo llevara a
su casa, agarrándole de la cintura, como a don Roque, a sus hermanos, a Diofanto
(su padre). Nicolasa no podía más.
***
“Upa sinvergüenza”, reñía Diofanto a Bernacho y le golpeaba con un garrote.
Bernacho se revolcaba en el suelo, gimiendo guturalmente como buey herido.
Y Diofanto, su padre, en plena demencia alcohólica, le seguía moliendo a palos.
250 Selva y otros cuentos
Y así era en efecto. Bernacho era manso como un buey, pero cuando le sacaban
de quicio tenía una cólera de monstruo. Tremenda. Parecía esos árboles solitarios
de las llanuras encrespados por un repentino viento extraño, diabólico.
Siempre le gustaba estar en los bailes. Mirando desde la puerta. Sonriendo,
palmoteando o haciendo mímicas que hacían reír a las gentes. O bailando, en el
corredor.
En los carnavales, pintados de anilina la cara y el vestido, iba bailando delante
de la banda de músicos por esas callejas, o en la noche se metía en el grupo de
enmascarados.
Las mujeres huían de él.
Solo Nicolasa, su madre, lo quería. Como a un niño le bañaba en el riachuelo,
le peinaba y lo despiojaba a pleno sol en las piedras de la orilla.
***
Para Albertina Portocarrero, Bernacho era como si no existiese. Pero, para
Bernacho sí existía Albertina Portocarrero. Era la hija de don Roque y de doña Sara,
cuñada de sus hermanos. Además era una hermosa mujer. Solo que Bernacho no
podía decirle que era hermosa: era sordomudo.
Albertina se bañaba en una poza del riachuelo, bien arriba; en un lugar grato
y escondido. En medio de ramas de árboles florecidos y de cantos de pájaros
salvajes. Desnuda como una venus. Bernacho lo sabía. Muchas veces la vio desde
el bosque.
Albertina cultivaba rosas y claveles, pensamientos y violetas en un rincón de
su huerta. Regaba sus flores por las mañanas o por las tardes. Bernacho la veía por
las rendijas del cerco.
Albertina, en los amaneceres, bella como la luz matinal, daba de comer a las
gallinas, en su patio. Bernacho la contemplaba y ella no se daba cuenta.
Sus hermanas, Genucha y Rosa, eran mujeres de Shescha y Job, hermanos
de Bernacho; y tenían un montón de hijos. ¿Por qué ella no podía ser su mujer y
tener hijos?
***
Las mujeres huían de él.
Cuando el aire tibio de la media tarde estremece el alma de las cosas y hay
un silencio fecundo y misterioso, lleno de insinuaciones de perfumes y polen,
Bernacho se perdía en los bosques y pastos en busca de vacas, yeguas u ovejas.
Una terrible inquietud le destrozaba el alma y el cuerpo.
Parecía un Genio del Mal.
Muchas cosas feas se contaban de él.
***
Una mañana que vendió sogas y retrancas en San Nicolás, entró en una tienda
y compró una peineta.
252 Selva y otros cuentos
Vocabulario
D
barco.
esde aquella brumosa tarde invernal en que tío Doroteo se embarcó en el
Callao, en un buque chino, no sé nada de él.
— ¿A dónde vas, tío Doroteo? —le pregunté, cuando subía la escala del
El lucero y la luna
1 El quién quién es un pájaro que tiene la particularidad de emitir en su canto las palabras
de su nombre, así como al final de él, la interjección de desprecio pssshhh. Es de color
verde y amarillo. Vive en los pequeños bosques de la sierra peruana. (Véase “El señor
cura de la Jalca y el pájaro quién quién” en este mismo libro).
260 Cuentos del tío Doroteo
La bola de queso
E n los verdes campos serranos hay lagunas blancas que, a la distancia, parecen
maravillosos espejos; a orillas de esas lagunas viven en parejas los extraños
liclics que, cuando alguien pasa por allí, bien vuelan por encima de él
lanzando chillidos agudos, bien se paran, no muy lejos, a levantar sistemáticamente
las cabezas al cielo. Son aves del tamaño de un pollo, de pecho níveo y cuerpo gris.
A veces salen a las lagunitas que la lluvia deja en las plazuelas de los pueblos y las
gentes sencillas toman como mal agüero, como aviso de muerte o de cualquier
otra fatalidad… ¡Ay, si llegan a volar por sobre una choza, lanzando sus chillidos
característicos!; los moradores se estremecen de miedo, sobre todo los padres de
familia. Y no dejan, pues; de producir inquietud, cuando en los caminos se oyen
sus chillidos a través de la niebla, reino fantástico por donde vuelan.
Por la particularidad que tienen de alzar las cabezas hacia el firmamento, las
gentes dicen que señalan el lugar donde se encuentra Dios. Los niños que, ya en sus
andanzas vagabundos, ya cuando van a las chacras o a cortar leña, se encuentran
estas aves, les preguntan como si fuesen personas y con toda seriedad:
“liclics, ¿dónde está Dios?”.
Y los liclics alzan, graciosamente, las cabezas al firmamento.
262 Cuentos del tío Doroteo
E n los valles de la vertiente oriental andina del Perú, viven unos pájaros que
hablan. Andan en pareja: macho y hembra. Y cantan, generosamente, por
las tardes.
— ¡Jesucristo murió…! —dice el macho.
—¡Sí, señor, en la Cruz…! ¡Sí, señor, en la Cruz…! —le responde la hembra.
Así, al menos, lo interpretan los campesinos, convencidos de que “las cosas de
Dios” deben saberlas todos los seres de la naturaleza.
Francisco Izquierdo Ríos 263
El venadito de oro
S iempre este pueblo de la alta cumbre de los Andes, que parece formar parte del
paisaje del cielo, me produce una sensación de hondo misterio. Más en este
turbio amanecer en que, por entre la niebla que lo envuelve, se distinguen
borrosamente sus chozas, sus árboles y óyese aflorar, como de un reino fantástico,
el canto de sus gallos y el balido de sus carneros.
Es un pueblo antiquísimo, anterior a los Incas y su gente es netamente indí-
gena. Se llama Paclas.
El sol asoma por sobre la cordillera y a través de la fina niebla como una in-
mensa lágrima de fuego.
Mama12Feliciana, la más anciana de Paclas, recoge agua en un cántaro de barro
del pozo abierto en medio del pueblo. A su alrededor se recortan, dentro de la
niebla, las siluetas de vacas, caballos que pastan y las líneas de cercos de piedras
de las huertas.
—Buenos días, taita Doroteo.
—Buenos días, mama Feliciana.
—Vienes al pozo, taita23Doroteo.
—Sí, mama Feliciana. Vengo, casualmente, porque la he visto, para que me
cuente usted si es cierto que este pozo tiene madre3.4
1 Mama es un vocablo quechua que significa “señora, doña, anciana, madre”. También
es antepuesto este vocablo al nombre de algunos santos y vírgenes; así dicen: “Mama
Asunta” (Virgen de la Asunción). En la ciudad de Chachapoyas hay una iglesia de “Mama
Asunta”.
2 Taita es otro vocablo quechua, que significa “don, señor, anciano, padre”. Es antepuesto,
asimismo, a nombres de santos y a la palabra Dios; así dicen: “Taita Dios”.
3 Madre. En algunos pueblos del Perú creen que ciertas cosas, ciertos lugares (río, cerro, mina,
árbol), así como las enfermedades y los fenómenos atmosféricos tienen una “madre” –ser
misterioso: animal o con personificación humana–, que los cuida, defiende u origina.
264 Cuentos del tío Doroteo
La garza sabia
Claro que la vida allí es dura, pero todo depende de acostumbrarse. Quien ha
vivido en la selva, nunca la olvida. Tiene cosas que parecen de cuento… Sus lluvias
torrenciales que sacuden los árboles y tumban las frutas; las crecientes de sus
ríos que infunden pánico. Sus noches cargadas de espesas esencias vegetales. Sus
celajes. Sus gentes, siempre alertas a todo peligro. La selva es un mundo distinto,
extraordinario… Pero lo que más admiro en ella es a una garza, cuya cualidad
maravillosa no sé si le viene de instinto o de inteligencia.
A ver, ¿qué piensan ustedes de ello? Sí, en la selva hay cosas que el entendimiento
humano no puede comprender. Por ejemplo, hay un árbol, el hitil, que nos quema
la cara, el cuerpo si no se lo saluda; una víbora que, para bañarse en los ríos,
deposita su veneno sobre una hoja en la orilla y lo vuelve a tragar después. Pero,
todo esto no es tan sorprendente como lo de la garza. ¿Cómo aprendió este animal
a hacer lo que hace? Yo, sinceramente, no puedo explicarme; me confundo. Hay un
árbol llamado catahua, este árbol tiene una resina blanca lechosa, que es veneno;
la garza pica, rompe, la corteza de este árbol y se embadurna el pico con la resina,
luego va al remanso de un río o a un lago y deslíe el veneno en el agua, moviendo
el pico dentro de ella, los peces toman esa agua y se se atontan, lo que aprovecha
la garza para engullirlos. En esa forma hace abundante la pesca, que lleva aun a sus
polluelos. Ahora, díganme, ¿quién enseñó a la garza que la resina de la catahua es
venenosa y sirve para pescar? No cabe duda de que esa garza es la Garza Sabia en
el mundo de las garzas.
266 Cuentos del tío Doroteo
El cerro de Angaisa
E n las pampas de las afueras, los ganados, hocicos en alto, olfatean el húmedo
cosmos.
Ha llovido fuerte en la vieja ciudad de Moyobamba.
En los árboles frutales de las huertas cantan, alocadamente, los pájaros; las
gallinas, con los cuerpos esponjados, escarban bajo los troncos.
Un diluvio de luz solar envuelve a la ciudad y de esta se levanta un cálido y
grato aroma.
Los perros miran, asombrados, el cielo claro desde los patios.
Hasta las paredes y ventanas de las casas muestran señales de la lluvia.
Las aguadoras, descalzas, van a los pozos con cántaros de barro en la cabeza.
Doña Abela López teje un sombrero de paja en el balcón de su casa, de donde
se divisa el ancho panorama de los cerros de la Cordillera Oriental, bañados por el
oro de luz solar, al otro lado del río Mayo. El río zigzaguea como un camino rojizo
por entre el bosque alfombrado de flores.
De tiempo en tiempo, un vientecillo cargado de vahos olorosos mueve los
árboles y desordena la cabellera de doña Abela y de Aladino, su pequeño hijo, que
junto a ella lee un viejo libro de cuentos.
—Mamá, dicen que entre estos cerros hay uno que tiene corazón de oro.
—Es el Cerro de Angaisa.
—Dicen que nadie puede llegar a este sitio.
—Es un cerro encantado. Tiene la forma de un morro.
—Pero no se lo puede ver.
—Algunos lo han visto. Como es encantado, cambia de sitio o desaparece.
Muchos han ido a ese cerro y cuando estaban por llegar, de repente, comenzaba a
Francisco Izquierdo Ríos 267
N o hacía mucho que había llovido torrencialmente, por cuyo motivo entré en
la choza de mama Jashi. Esa choza se alzaba, solitaria, al borde del camino,
en la escarpada falda de la cordillera. El sol de la media mañana alumbraba,
con encendido brío, a través de los vapores que se levantaban del valle —abismo
verde oscuro— y de las altas montañas. Los pájaros cantaban, con alegría infinita,
en las plantas en el cerco de piedras que rodeaba la vivienda de mama Jashi y en
los chamborros5,6húmedos de lluvia, del patio. La vieja, sentada en el umbral de
la choza, hilaba como siempre su porción de lana en el huso, mirando de rato en
rato, con sus ojos opacados por el tiempo, el paisaje maravilloso. Junto a ella, las
gallinas se sacudían, preparábanse a salir nuevamente al campo, mientras un largo
y flaco perro bostezaba con el hocico sobre los pies de la anciana.
Mama Jashi vivía sola, cuidando su chacrita de papas y criando unos cuantos
chanchos, gallinas y ovejas. El viajero que pasaba por allí sólo veía el humo de su
cocina y olía el débil ladrido de su perro, pero no veía a ella. Mama Jashi hacía
pensar en una bruja, o en la “Madre de la Montaña” de los cuentos populares.
De pronto, dos zorzales lanzaron, al unísono, sus claros silbidos en la copa de
un chamborro del patio diminuto. “Siú siú siú siu sií…”.
—Ay, taitay —exclamó la anciana, rompiendo su hermetismo, ante mi
entusiasmo por el cristalino canto de los pájaros—, antes estos pajaritos de Dios
cantaban otra laya, más lindo…
—¿Cómo cantaban, mama Jashi?
—“Artículos de la fe son catorce…Artículos de la fe son catorce…”. Eso decían,
clarito, en su canto, taitay. Tiempos cambian, pues… Ahora cantan: “Siu siu siu
siu…”, que quiere decir, taitay, que los mozos de hoy solo piensan en amoríos, en
fiestas, en ociosidades…
Hasta los zorzales se han dado cuenta, pues, que las gentes de ahora no son
como las de otros tiempos…
El hitil
“
Trabajen negros… ¡Trabajeeeennn…!”.
Gritaba Antolín Picsha desde el camino. Y las negras avispas producían ante
esas palabras mágicas un sordo rumor dentro de sus panales, que colgaban
de las ramas de altos árboles como blancas campanas.
— Trabajen negros… ¡Trabajeeeennn…!
Y las negras avispas producían un sordo rumor, como si en verdad, se pusieran
a trabajar en este momento.
La mañana era bella, diáfana y fresca. El sol desparramaba con profusión sus
rayos. Un ligero viento pasaba, de cuando en cuando, moviendo los árboles. El
camino era como una cinta de plata tendida a lo largo del bosque enmarañado.
Antolín Picsha iba esa mañana a cortar leña en la selva, cuando descubrió los
panales de las avispas negras. Entonces, se puso a pronunciar las palabras que
hacían trabajar a aquellas.
— Trabajen negros… ¡Trabajeeeennn…!
Algunas avispas salían a las bocas de los panales y andaban por el borde de ellas,
con las alas extendidas, mientras otras volaban por las ramas en flor.
Antolín Picsha estuvo largo rato entretenido en esa alegre travesura, después
de lo cual siguió su camino.
Pretina al hombro, viejo machete al cinto, con raído sombrero de paja, iba por
el camino escuchando placentero el canto del pájaro flautista, cazando mariposas,
cogiendo flores. Por momentos le asustaba el sonoro vuelo de alguna ave grande o
una pintada víbora que, veloz, cruzaba el sendero junto a él; y gozaba, en cambio,
ante un vivaracho conejo blanco que, viéndole, huía moviendo las orejas por los
tupidos herbales…
En uno de esos parajes entró a cortar leña. Después de haber juntado algunos
palos secos, se internó más en el bosque que iba a cortar a una rama caída, cuando
dio un salto y cuadrándose con el machete en alto, saludó:
270 Cuentos del tío Doroteo
1 El hitil es un árbol no muy grande, con hojas menudas, corteza casi roja cubierta de gránulos.
La “quemazón” que produce, debido, desde luego, a alguna sustancia cáustica que contiene, es
con fiebre alta. El enfermo padece, por lo menos, una semana, lapso en el que tiene que curarse
tomando baños, todas las mañanas, de cocimiento de hojas de papayo, de zanahorias o de
paico… Para evitar todas esas molestias, las gentes aconsejan que, en el mismo instante que el
hitil quema a alguien, este debe hacer el simulacro de ahorcarse con una débil soga que colgará
de una rama del mismo árbol, exclamando: “Yo, Hitil… Yo, Hitil” y dando al árbol, en cambio,
su nombre, e inmediatamente después de haberse trozado la soga, con el pedazo de esta en el
cuello, debe, a todo correr y sin voltear el rostro atrás, regresar a su casa. Dicen que en esa forma
es anulado el poder mágico de aquel árbol de mal genio.
Francisco Izquierdo Ríos 271
El pájaro holgazán
1 El shihuín es un pájaro nocturno de la sierra de plumaje terroso, que no tiene nido y que
solo, según la leyenda, piensa construirlo cuando siente el frío de la noche o la inclemencia
de la lluvia. Entonces, afirman las gentes que dice en su canto: “¡Mañana voy a hacer mi
nido! ¡Mañana voy hacer mi nido!”. Pero que cuando llega el día olvida su promesa. Chupa
la sangre a los ganados a la altura de las orejas, afán en que vaga toda la noche, hasta el
amanecer. En la selva hay un pájaro semejante al que conocen con el nombre de Cacho.
2 Quella es un vocablo quechua que significa “haragán, perezoso”.
272 Cuentos del tío Doroteo
—Muchos hombres, taita Orencio, son como los shihuines. Prometen una
cosa y no la cumplen. Aquí, en Jimbi, hay hombres que hasta ahora no tienen ni
casa…
—Así es. Fabián capa, por ejemplo; hasta ahora no acaba de techar su casa; hace
tiempo que se encuentra en esa condición y ya se va a caer. Solo cuando llueve se
lamenta él también…
—Ese Fabián es igualito al shihuín holgazán…
Y los dos viejos ríen, sentados en el poyo de la casa de taita Belisho; lugar
donde acostumbran reunirse por las noches a conversar y fumar.
Francisco Izquierdo Ríos 273
La ciudad encantada
E n los tiempos en que habitaban los animales y los monos movían los tornos
para que hilasen las viejas —me contaba mi abuela—, había en la selva, arriba
del río, una ciudad más grande y más bonita que esta, en la que vivimos, y
del mismo nombre. Ahora se halla sepultada por una inmensa laguna.
En el centro de la laguna hay un enorme ojo negro; en la orilla situada al norte,
un toro de oro que brama sin cesar y en la que queda hacia el lado sur, una chocita
de paja que echa humo todos los días y todas las noches, donde vive una vieja
bruja.
Nadie ha podido ni puede llegar a ese lugar. Solo una vez, un cazador llamado
José Milín llegó hasta los bosques de las afueras. Pero, cuando estuvo mirando
el mágico sitio, se desató, de pronto, una fuerte tempestad con rayos, truenos,
viento y lluvia. La selva se oscureció completamente. José Milín a duras penas
consiguió regresar al pueblo y murió a los pocos días.
La laguna es blanca como la luna. Antes, como te digo, Doroteo, había allí
una hermosa ciudad con grandes edificios y huertas frutales. ¡Era un paraíso! Los
animales domésticos, cuando tenían hambre, pedían que comer a sus dueños; los
pavos y las gallinas gritaban a voz en cuello: “¡Quiero maíz!... ¡Quiero maíz!”; y los
gatos, desde los tejados: “¡Quiero carne!... ¡Quiero carne!”.
Los monos salían del bosque y voluntariamente se prestaban a mover los
tornos para que las viejas hilasen algodón. “Buenos días mama vieja —les decían—.
Ya estoy aquí para mover tu torno”.
—Buenos días, hijo, —respondían aquéllas. Te estaba esperando.
Y dándoles de comer bien, les despedían al anochecer.
Todo era felicidad en la antigua Saposoa; nadie tenía rencor a nadie y nadie
hacia daño a nadie.
Empero, una de esas tranquilas mañanas apareció en la ciudad un hombre
extraño; alto, con el brazo derecho más largo que el otro y la pierna izquierda más
274 Cuentos del tío Doroteo
larga que la otra. Estaba vestido de fierro negro, de pies a cabeza; solo se le veían los
ojos. Con una roja espada en la mano más larga, se paseaba por la ciudad llenando
de pánico a la gente. A un hombre que se le acercó, de un tajo, le cortó la cabeza…
Dormía en una cueva de la orilla del río, donde guardaba encadenada y desnuda a
una mujer blanca como la espuma.
La gente, creyéndolo demonio, huyó de la noche a la mañana y vino a
establecerse en este lugar. La ciudad fue sepultada, pues, por una inmensa laguna,
en cuyo centro hay un enorme ojo negro, en la orilla situada al norte un toro de
oro y en la que queda hacia el lado sur, una chocita de paja que echa humo todos
los días y todas las noches, donde vive una vieja bruja.
Francisco Izquierdo Ríos 275
El duende
El tuhuayo y la luna
“¡Tuhuayóooo… Tuhuayóooo…!”.
Desde hacia rato seguía brotando el grito estridente de un pájaro en la orilla
boscosa del río Amazonas, que parecía ir como una invectiva, en dirección a la
luna.
—Ese es, pues, el pájaro tuhuayo —prosiguió la anciana maestra—, cuyo canto,
como usted oye, Doroteo, es semejante a la palabra tuhuayo que quiere decir: “tu
fruto”; huayo, en quechua, significa “fruto”… Ese pájaro, según los witotos, es el
hijo de la luna en la ahijada de la vieja de nuestro cuento, y la mancha oscura que
ostenta el astro nocturno es la sustancia del huito que usó aquella para descubrir
al misterioso galán.
En la orilla boscosa del Amazonas sigue brotando el grito del tuhuayo…
mientras que en la pequeña hacienda —maravilloso abismo de luz— rumian sus
sueños los ganados bajo los viejos árboles del pan.
Francisco Izquierdo Ríos 279
La paloma encantada
El judío errante
A sustadas llegaron de la chacra a casa mis tías Defilia y Edelmira, con las caras
pálidas, los ojos desorbitados y los vestidos mojados, como si les hubiera
dado una lluvia torrencial.
—¡El judío Rante!
—¡El judío Rante!
Exclamaban excitadas.
—Sí —decía mi tía Defilia—. Un hombre blanco, barbón, con ojos azules, salió
de repente del bosque, junto al platanal y nos quiso agarrar.
—Un hombre alto —agregó mi tía Edelmira—, con sombrero de paja grande,
mochilita a la espalda y con botas. ¡El mismo judío Rante!
—No hablaba una sola palabra.
—Solo nos quería agarrar. Corrimos asustadas.
—Nos escapamos de sus manos.
—Hemos venido corriendo hasta acá.
—Nos siguió hasta el vado y se quedo allí, cuando nosotras, sin quitarnos las
ropas, nos arrojamos al río, cruzándolo a nado.
—Se quedó mirándonos.
—Y nos despidió todavía moviendo la mano. Después entró de nuevo en el
bosque.
—Para nuestra fatalidad, nadie había allí en ese momento. Todo era silencio.
—Hemos tenido mucho miedo.
—¡Ay, taita Diosito, se estremece mi cuerpo!
282 Cuentos del tío Doroteo
—¿Ha tenido mochilita de veras? —preguntó mi abuela, que con gran interés
escuchaba el relato de sus hijas.
—Sí, mamá.
—Una mochilita vieja, casi verde.
—Entonces, el mismo judío Rante ha sido, porque solo el judío Rante lleva
esa mochilita, donde guarda un realimedio que nunca se acaba. Maldito judío,
está pagando su pecado; ¡bien hecho! Por no haber querido que nuestro señor
Jesucristo descansara un ratito en el corredor de su casa, cuando el Señor subía
con la pesada cruz el monte Calvario… ¡Bien hecho! Anda y anda por toda la Tierra,
día y noche, con su realimedio en la mochila, ese es su castigo, así tiene que vivir
hasta que se acabe el mundo. Con ese realimedio compra en los pueblos algo que
comer, pero otra vez encuentra en su mochila el realimedio. Hace tiempo que pasó
por este pueblo, cuando yo era pequeñita todavía, y ve, ahora, otra vez se animó
el condenado; muchos le vieron pasar al amanecer, por las afueras, así como dicen
ustedes: con una mochilita, barbón, un sombrero grande y botas. Para él no hay
ningún obstáculo, los barrancos, los ríos, los mares, los pasa de un salto. ¡Pobre
judío! Andar…, andar es su castigo.
Como un rayo corrió la noticia de que en el bosque se les había aparecido el
judío errante a mis tías. Y todos tenían miedo en el pueblo.
Francisco Izquierdo Ríos 283
Luego, para remate de males, salió del mismo bosquecillo, como un chorro, el
despectivo: “Pssshhhhh…”.
El curita Platón creyó que alguien estaba burlándose de él. Desmontó, se puso a
observar el bosquecillo y descubrió, con gran sorpresa, que era un pájaro el que así
hablaba, el lindo quién quién. Entonces, el señor cura, lleno de honda decepción,
de tremendo desconsuelo, cogiendo a su mula de la rienda, se sentó en una piedra
del camino y rompió a llorar amargamente, convencido de que hasta los pájaros le
menospreciaban en este mundo…
¡Pobre señor curita de La Jalca!
Francisco Izquierdo Ríos 285
Taita Cashi
‘Cashi, esa barra que encontraste fue de oro y era para ti, solo para ti. Has debido
traerla a tu casa, aunque sea en pedazos’.
Yo hice mal, pues, pues en decir a don Rumualdo lo que había hallado. Por
mi ignorancia, taita Rumualdo es un comerciante rico y ambicioso. Taita Dios no
favorece a gente ambiciosa”.
Así terminó su relato taita Cashi en aquella noche lluviosa que pasé en su casa
en el serrano pueblo de Cuémal. En los ojos del viejo había un fulgor extraño…
Afuera, la lluvia y el viento doblegaban a los eucaliptos y a los álamos.
1 En los pueblos de vertiente oriental andina del Perú llaman “gentiles” a las momias de
los hombres de civilizaciones milenarias, así como también “purumachos” (“hombres
muy viejos”) y “Agüelos” (abuelos). Muchas necrópolis antiguas hay a lo largo de las
peñas de esa cordillera.
Francisco Izquierdo Ríos 287
Braulio Cullampe
E l padre Benito Flores iba, una tarde calurosa, de Copallín a Bagua Chica, se
moría de sed. En el trayecto pasó junto a una chacra donde carnosas papayas
maduras que colgaban de sus troncos como senos de mujer incitaron más
su sed. El padre desmontó, entonces, amarró su caballo a un huarango del camino
y entró en la chacra. Y se tiró un hartazgo de papayas.
Salía, cuando se encontró con un tigre que rugía ferozmente. El padre Benito
pego un salto y corriendo trató de salir por otro lado de la chacra, pero se dio de
bruces con una gran serpiente que no le mostraba buena cara. Se fue por uno y
otro lado, pero ya encontraba un perro enorme, ya un toro furioso o un zarzal
espeso.
El padre Benito no podía explicarse lo que sucedía. Asustado y desesperado, se
recogió al centro de la chacra.
En estas circunstancias, Braulio Cullampe, su sacristán en el pueblo de Copallín,
que le vino siguiendo y espiándole por los matorrales, se presentó.
—¿Qué le pasa, padrecito? — le dijo, taimadamente.
—No puedo saber qué diablos sucede, Braulio. Quiero salir y un tigre, una
víbora o un perro me impiden el paso. No sé cómo has entrado tú.
—Así, como entró su señoría… Es el imite,1 padre Benito. Todas las chacras
14
tienen esa planta. Los campesinos guardan así sus chacras y propiedades. Ladrón
que entra no puede salir, el imite se transforma en fiera, en zarzal y le cierra el
paso. En esta mi chacra, porque ha de saber usted, padrecito, que esta es mi
chacra, también he sembrado yo esa planta. A lo mejor usted ha estado robando…
que no creo.
1 En los pueblos de la zona de Bagua creen en el arbusto llamado imite, que se transforma
en zarza, en fiera, en cualquier animal, que gusta de comer carne. Y que, para mantenerlo
contento, tiene una mujer que dormir, periódicamente, en las noches, junto a él. ¡Vaya
con los antojitos del tal imite!
288 Cuentos del tío Doroteo
La serpiente de piedra
cuya transparencia como de cristal se divisa todo el paisaje azul oscuro del
valle.
Mientras cae la lluvia, el viejo Esteban Cosgot, en el corredor de su casa, donde
él y yo estamos sentados en un trozo de nogal, me relata: “Hace tiempo, mucho
tiempo, existía el pueblo de Yambra en la falda de ese cerro oscuro que ves allí,
Doroteo. Sus habitantes vivían felices, dedicados al trabajo del campo y a la caza, se
morían solo de puro viejos, no había enfermedades como ahora. Pero uno de esos
días apareció en los bosques una serpiente inmensa, con pintas blancas y rosadas,
con enorme cabeza como de caballo, una gran boca roja con afilados dientes y
unos ojos azules como el cielo. Atraía a las gentes cuando las miraba; tenía un
imán, pues, en los ojos… Era tan grande, como ese eucalipto de la huerta.
Cuando caminaba producía un ruido como de tempestad, iba quebrando
arbustos, todo lo que encontraba a su paso. Su canto era parecido al relincho del
caballo…
Esa serpiente estaba acabando a los yambrinos. No había día en que no tragase
un hombre, una mujer, un niño, en los caminos, en las afueras del pueblo. Solo
se alimentaba de seres humanos… Los yambrinos no sabían qué hacer, creían que
esa serpiente era el mismo diablo…
Empero, una mañana, mama Conshe, una viejecita legañosa, que apenas
andaba apoyándose en un bastón, reunió a las gentes en la plazuela y les dijo:
‘Anoche he soñado que iba a mi chacra, cuando, de pronto, salió del bosque la
1 Yambrasbamba es capital del distrito del mismo nombre, en la provincia de Bongará,
departamento de Amazonas; se encuentra cerca de la Selva. Junto a este pueblo, fuera de
la serpiente de piedra de nuestro relato, existen en el sitio denominado Potropampa varias
columnas de piedra, especie de obeliscos, semienterradas; una de ella con jeroglíficos y
una figura de serpiente, se halla enclavada en la plazuela del pueblo, a donde la llevaron,
según cuentan, el año 1910, con doce yuntas. Son restos de una civilización milenaria.
290 Cuentos del tío Doroteo
El cholo Marcelo
La boa mansa
—Nadie debe reírse del hombre de piedra. Puede vengarse haciendo llover
—dicen con temor las gentes.
El viajero, al pasar junto a ese ídolo, debe adoptar una seriedad absoluta. No
burlarse de él ni hacer comentario humorístico alguno. Aun debe procurar no
mirarlo.
¡Cuántos viajeros sufren terribles tempestades por no respetar al hombre de
piedra! Por su imprudencia…
Los niños, sobre todo, se burlan del hombre de piedra, le silban socarronamente.
Razón por la cual, los padres, al pasar junto a él, cuidan en forma especial a sus
hijos.
—Una vez, cuando era muchacho —me contaba don Martín Llaja, viejecito de
Moyobamba, que es como un relicario de leyendas—, iba con mi tío de Moyobamba
a La Calzada. Al pasar junto al hombre de piedra, mi tío me cogió de la mano y
me recomendó que no mirara al ídolo y sobre todo que no me riera... Pasamos
corriendo, pero yo, de todos modos, lo mire de reojo y sonreí… Quien le dice,
Doroteo, de un momento a otro, el cielo se volvió negro y a la entrada del pueblo
de La Calzada nos alcanzó una fuerte tempestad, con truenos, rayos, viento y
lluvia… Apenas pudimos llegar a nuestro hospicio… ¡El hombre de piedra se había
vengado!
Francisco Izquierdo Ríos 297
comida robando en las cocinas del pueblo. Zenaida tuvo un hijo, mitad “cristiano”
la parte superior y de oso la parte inferior. Marcos Oso, este nombre puso Zenaida
a su hijo, fue creciendo y conociendo la historia de su madre, muchas veces había
ido a observar el pueblo, desde las afueras. Hasta que un día aprovechando la
ausencia del oso padre, Marcos Oso bajo del árbol a su madre y se marcharon
al lugar, a donde llegaron al anochecer. Zenaida pensó que era mejor dirigirse al
señor cura; así lo hicieron. Encontraron al cura sentado en el ancho y penumbroso
corredor de su casa contigua a la iglesia, haciendo tiempo para ir a celebrar el
santo rosario, era este un viejecito bonachón, que casi toda su vida la estaba
pasando en Huacamay. Zenaida se arrojó, llorando, a sus pies, le contó su historia
y le pidió asilo. El cura recordó, entonces, a aquella muchacha Zenaida Pilco que
muchos años atrás tenía locos a los hombres de Huacamay con sus encantos y
que desapareció misteriosamente. Les hizo entrar en la sala, donde a la luz de la
lámpara se dio cuenta de que Zenaida estaba semidesnuda, muy avejentada, con
el rostro surcado de arrugas y el cabello blanco y que su hijo era mitad hombre
y mitad oso. El señor cura se santiguó y les roció con agua bendita, extrayéndola
del cántaro que tenía en un rincón. Se compadeció de ellos y les amparó en su
casa. Les compró vestidos. Zenaida se convirtió en su sirvienta y Marcos Oso en
su sacristán; para ocultar las patas peludas de este, le hizo usar botas; asimismo le
prohibió severamente que se juntara con los niños del lugar, porque con su fuerza
descomunal podría causarles daño. Marcos, de un puñetazo, era capaz de tumbar
una puerta. Tanto que, cuando solo apretaba la mano a una persona al saludarla,
le producía agudo dolor. Le decían Marcos, el forzudo. El cura explicaba al pueblo
la presencia de esa gente en su casa diciendo que eran unos vagabundos de la
Selva. Y en lo que respecta al oso viejo, este ante la fuga de Zenaida y de su hijo
enloqueció, andaba gruñendo y matando a hombres y animales que encontraba
a su paso, hasta que fue liquidado a balazo limpio en la plazuela de Huacamay,
cuando, desesperado, entró en pleno día en el pueblo. El señor cura, con el pretexto
de aprovechar su grasa y piel, lo hizo llevar a su casa, donde Zenaida y Marcos Oso
enterráronlo bajo un eucalipto de la huerta y le pusieron una cruz como si se
tratara de un mismo “cristiano”…
Si esto ha sido verdad o no, yo no les puedo decir —expresó Félix Cantalicio
a sus amigos—. Les he relatado tal como me contó la vieja Etelvina Inga, en
Huacamay, una noche de luna, en el patio de su casa.
Francisco Izquierdo Ríos 299
Aventura
Todos saltaron de los dormitorios, entre ellos los padres del niño. Y con gran
alharaca mataron a la víbora.
Sus padres condujeron a Alberto Tictic a la sala, y le dieron de beber agua para
calmarle el susto. Pero él era el único que no estaba asustado, solo había en sus
ojos un misterioso fulgor de aventura.
IZQUIERDO RÍOS, Francisco
1959 Maestros y niños. Lima: Talleres Offset La Confianza.
O.Z.S.
Francisco Izquierdo Ríos 305
y que de aquí nadie se va por esa ciudad. Por correo… le seré franco, tengo miedo
de tocarlo. Lo guardo metido en el techo de mi horno. Eso, seguramente, escribía
don Mateo algunas noches hasta muy tarde, pues a veces hasta las últimas horas
de la madrugada se veía luz en su cuarto.
–Así que tenía familia, ¿no?
–Sí; esposa e hijos, a quienes había dejado en la casa de sus suegros en Yanca.
Sus padres habían muerto ya en Jepa, lugar de su nacimiento. Y creo que no
tenía hermanos, pues jamás hizo mención sobre el particular… Era un hombre
extraño… Daba dinero a los pobres, a pesar de su exiguo sueldo y de que giraba
a su familia… Cuando sabía que alguien estaba enfermo y no tenía con qué
comprar medicamentos para curarse o un pollo para alimentarse, se iba a la casa
de este y le proporcionaba dinero… O hacía traer remedios de la ciudad y los
obsequiaba a las gentes. Yodo, por ejemplo, hacía traer en suficiente cantidad
para curar el bocio de los niños de la escuela o del pueblo en general. Su labor
era altamente benéfica, ya que por estas tierras, como usted sabe, no gozamos
del privilegio de tener médico. Muy buen hombre. Por eso cuando murió todos
cuotamos para comprarle su ataúd y para mandarle hacer esta tosca cruz, pues
murió en la miseria.
Siempre por las tardes de los sábados, los domingos o los días feriados, don
Mateo se juntaba con nosotros para jugar casino o para ver pelea de gallos, así como
en las noches que había baile en alguna casa o en las pampas. Tomaba también sus
copas. Y había ratos, en algunas reuniones precisamente, que nos sorprendía con
un brusco cambio de carácter, parecía un demente, se transformaba por completo,
llegaba a tener el luminoso aspecto de un visionario y hablaba, entonces, con voz
cálida y firme sobre el porvenir de nuestros pueblos; creía, convencidamente, en
el progreso de ellos.
–¿Y dictaba clases?
–No. No lo hacía, por su enfermedad. Por temor de contagiar a los niños. Sus
auxiliares tuvimos que encargarnos de todas las secciones. Se cuidaba mucho en
este sentido, siempre estaba con un frasco de alcohol en las manos. Don Mateo no
renunciaba al puesto, porque necesitaba el sueldo para sostener a su familia.
–Comprendo.
–Pero era magnífico orientador. Un reformador. Muchas cosas hemos hecho en
la escuela y en el pueblo bajo su dirección. Esos álamos de la plazuela los hemos
sembrado por él. En la enseñanza introdujo muchas modificaciones de acuerdo
con la realidad lugareña. Nos decía, por ejemplo. Que el programa de estudios
no debe servir sino como pauta. Que la labor, del maestro, de la escuela, debe
proyectarse a la sociedad, al pueblo. Hemos hecho hasta teatro al aire libre, en las
pampas y en la plazuela. Tenía un profundo amor al pueblo. Si hubiese venido
sano don Mateo, ¡cuánto más hubiésemos realizado! Él vino acá, pues, con la
muerte en los ojos…
Francisco Izquierdo Ríos 307
Jardín
S uaves corrientes de viento sacudían con agradable rumor las copas ramosas
de los altos eucaliptos, bajo la paz de cielos densamente azules.
Errantes pájaros silvestres, además de los gorriones comunes, hacían temblar
sorpresivamente la clara emoción de sus cantos desconocidos sobre los álamos,
distrayendo a los alumnos que escuchaban las clases en las aulas. ¡Pequeño y
bello jardín de la escuela! Al contorno de la huerta con cerco de piedras, estaban
los eucaliptos aromando el aire a alcanfor, entreverados con uno que otro amplio
nogal sombroso, con uno que otro saúco, y más cerca de la escuela, frente a las
aulas, los delicados álamos, los plátanos de largas y anchas hojas, grupos de dalias,
rosales, crestas de gallo, fucsias, claveles, violetas, geranios, isabeles dormidas.
El fresco sol de las mañanas y el ardiente del mediodía y las tardes avivaban la
policromía de los árboles y las flores. Y después de las lluvias, ¡qué alegría, qué
hermosura, con las plantas y árboles goteando luz y los trinos y aleteos de los
pájaros! Y las charquitas reflejando la distante poesía de los celajes… Un trozo de
encantadora naturaleza dentro de la indigencia material de la escuela, logrado y
mantenido por el espiritual empeño de maestros y alumnos.
310 Maestros y niños
Escolar andino
________
Quimingo. Almuerzo.
Izquierdo Ríos, Francisco
1963 El árbol blanco. 2da Ed. aumentada. Lima: Offset Reprográfica S.A.
Credo
Escribir de modo natural y sencillo,
como crece la hierba y que por
entre lo escrito se vea la luz
de la vida
F. I. R.
Prólogo
E ntrego a los niños esta Primera Serie de cuentos con motivos del
Perú, país que tiene el privilegio de una Naturaleza configurada
por costa, sierra y selva, regiones de distinta geografía y, por lo
tanto, ricas en singulares manifestaciones ambientales.
El contenido de este libro es parte de la cosecha, aún inédita, de mi
función de escritor y maestro de escuela durante más de treinta años
en las tres regiones del país. En volúmenes sucesivos iré entregando a
los niños nuevos relatos.
Confío en que mi obra sea una contribución auténtica al desarrollo
y afianzamiento de una Literatura Infantil con temas peruanos,
aspecto de la cultura que siempre me ha preocupado.
El gallito imprudente
y verde pasto, tales como sapotes, naranjos, caimitos; de las ramas de uno de los
altos sapotes colgaban nidos vacíos de paucares, alegres pájaros que también se
fueron de la chacra en busca de parajes habitados por el hombre.
La noche arribó con el fabuloso tesoro de una luna llena. Los niños con sus
gallinas y cestos de huevos subieron a dormir al terrado de la choza por una vieja
escalera que encontraron arrimada en un rincón.
No transcurrió un cuarto de hora, cuando un espantoso ruido conmovió la
noche. Era el tigre que había olfateado a los niños. Adela se abrazó a su hermano,
temblando; las gallinas aletearon, gritaron.
El tigre, lanzando terribles rugidos, anduvo por la choza, luego subió por la
escalera y … miró el terrado con su ojos fosforescentes. Jobino, en ese preciso
instante, le tiró a la cara un envoltorio de harina que llevaba. Al golpe repentino,
violento, el tigre, con la cara blanca de harina, casi ciego, cayó pesadamente de la
escalera y se alejó gimiendo por la Selva como un gato faldero.
El gallito blanco empezó a cantar. Los muchachos temieron que los delatara
nuevamente al tigre o a otras fieras. Jobino lo cogió del pescuezo. Pero el gallito
siguió cantando con voz entrecortada: “¡Qui qui ri quíiii…! ¡Qui qui ri quíiii…!”.
Adela le suplicaba en voz baja: “Gallito, gallito blanco, ¡no cantes! ¡Por favor, gallito
blanco!”. Pero el gallito siguió cantando. Al gallito blanco le dio esa noche por
cantar.
Cuando el sol, que llena de alegría y confianza a todos los rincones de la tierra,
miró a la chacra por encima de la Selva, los muchachos continuaron su viaje a la
ciudad, vadeando el riachuelo sin ningún riesgo; en la noche había mermado.
Y no dijeron nada a sus padres de lo que les había sucedido. Solo contaban su
hazaña a sus camaradas del barrio, quienes los oían con viva admiración.
324 El árbol blanco
Justino y el cóndor
Tito y el caimán
T ito era manco de la mano derecha. Sin embargo, era el más travieso del
pueblo. Un gran pendenciero, con el muñón golpeaba a todo el mundo.
Nunca estaba quieto.
—¡Manco! ¡Manco! —le decían sus camaradas de la escuela en son de insulto,
de burla, hasta que una tarde el maestro les relató en el patio la acción en que Tito
perdió la mano.
Tito y Vero fueron a arponear paiche, ese pez gigante de los ríos y lagos de la
Amazonía. Iban por el río en una pequeña canoa: Tito en la proa y Vero en la popa.
Con los remos impulsaban la embarcación río abajo, pasando con velocidad de
flecha en los sectores correntosos.
Debían pescar en un lago de Selva adentro, donde había mucho paiche.
Cuando llegaron al brazo de agua que une el caudaloso río con el lago, empujaron
con todas sus fuerzas la canoa en esa dirección, entrando en él como por un canal;
este canal era tan estrecho que las ramas de los árboles chicoteaban la canoa,
amenazando voltearla, igual que los troncos oscuros que, cual lomos de enormes
serpientes, sobresalían del agua.
Tito y Vero eran expertos bogas. Con gran pericia sorteaban los peligros. De
pronto un inmenso claro, lleno de luz, hirió sus ojos: era el lago que, bañado por
el alegre sol mañanero, semejaba un descomunal espejo dentro del bosque. Una
vez en el lago, los muchachos se aprestaron a pescar: Tito debía arponear y Vero
manejar la canoa con el remo.
La canoa se deslizaba suavemente por el lago al esfuerzo de Vero, mientras que
Tito, arrodillado, con el arpón en la mano y a ras del agua iba atento para prenderlo
en el lomo del paiche que se presentara. Pero, inesperadamente, un caimán sacó
a Tito de la canoa, mordiéndole el brazo, y lo hundió en el lago. Vero se quedó de
pie, con el remo en la mano, en inútil ademán de defensa. Junto a la embarcación
se producían burbujas y cierto oleaje: señales de que Tito estaba luchando con el
326 El árbol blanco
caimán en el fondo del lago, por lo que Vero no se separó de allí: su amigo podía
aún flotar vivo o muerto.
En efecto, Tito estaba luchando con el hambriento saurio dentro del agua.
Como buen buceador que es, contenía la respiración, frustrando la intención del
caimán de ahogarlo para conducirlo luego a comérselo en la orilla. De repente Tito
se acordó de lo que había oído decir en el pueblo: que el caimán suelta al hombre,
si este logra trizarle los ojos con los dedos. Le hundió los dedos en los ojos. El
saurio, con el dolor apretó las mandíbulas y le destrozó el brazo al muchacho. Tito
salió a la superficie chorreando sangre, débil. Fue recogido en el acto por Vero.
El caimán, enfurecido y casi ciego, persiguió a los fugitivos. Vero hizo milagros
de resistencia: remó, remó en dirección del río, salvando su vida y la de su
amigo.
“¡Ese es Tito!”, terminó su relato el maestro, señalando al muchacho que
sonreía satisfecho.
Francisco Izquierdo Ríos 327
Jacobo Ronco
E n Cuip, pueblo de la Selva peruana, una chica llamada Celia hacía pasear a
sus pollitos en la pampa, no muy lejos de su casa. Eran doce pollitos como
flores de algodón, con su madre, una crespa gallina blanquinegra. Iban y
venían por la pampa, picoteando gusanos y hormigas dentro de la hierba o se
reunían todos, junto a su madre, cuando esta, al encontrar mucha comida, los
llamaba a gritos y escarbando.
Caía ya la tarde.
Celia, cantando suavemente, hilaba en la rueca bajo un árbol de ciruelo sin
perder de vista a sus pollos.
Yo no tengo padre ni madre,
Ni perrito que me ladre…
De pronto la sombra de un vuelo manchó el aire. Las gallinas, aleteando
asustadas, corrieron del pasto hacia las casas. Los pollos se fueron al lado de Celia.
La chica alzó la cabeza y vio a un gavilán en la rama de un seco naranjo próximo,
como un grave señor que parecía no pensar en nada malo.
—¡Gavilán! ¡Gavilán ! —gritó Celia, pero el gavilán seguía en el naranjo, como
un grave señor.
Después de un rato el ave rapaz, silenciosamente, voló al árbol de ciruelo bajo
el cual estaban Celia y los pollos.
—¡Pipitis, venid en mi auxilio! —llamó entonces Celia a los pájaros enemigos
del gavilán. —¡Pipitis!
No terminó de hablar la chica, cuando de una huerta cercana salió uno de esos
pequeños pájaros con pico duro y garras potentes: levantó el vuelo y como un
avión en picada cayó sobre el gavilán. Luego aparecieron de distintos sitios por lo
menos cien de dichos pájaros policías, agresivos y valientes. Al gavilán no le quedó
otra cosa que huir.
330 El árbol blanco
—¡Duro con él, pipitis! —gritaba Celia, agitando la rueca—. ¡A él, pipitis! ¡A él!
¡Al ladrón! ¡Al pirata!
Los pipitis, como pequeños aviones de caza de alas grises y pecho amarillo,
le siguieron picando al gavilán, hasta que el bandido, creyendo escapar, se tiró al
suelo; pero los pipitis, en sucesivos vuelos rasantes, terminaron matándolo.
Celia recogió el gavilán y como un terrible aviso para los gavilanes, lo colgó con
una pita del árbol más alto de su huerta.
Francisco Izquierdo Ríos 331
El tucán
Al tucán le gustan mucho los polluelos de estos pájaros. Son su plato favorito,
así como el del tigre es la cola de caimán. ¡Ah, el señor Tigre se dejaría cortar el
bigote a cambio de un pedacito siquiera de la cola de un caimán!
El tucán aguaita desde un árbol vecino el momento en que los paucares van
al bosque en busca de alimentos, para volar disimuladamente, como si nada, al
árbol de esos pájaros.
Pero los paucares no son zonzos. Además de que cuentan con el apoyo de sus
cascarrabias comadres, las avispas, dejan centinelas ocultos en su árbol-vivienda,
cuando van al bosque. Los centinelas les avisan la presencia del ogro tucán, con
silbidos especiales. Y en menos tiempo que pica un zancudo, todos los paucares
están de vuelta y, en masa y gritando, atacan juntamente con las avispas al pajarraco
que, a causa de su gran pico, estaba padeciendo al engullirse un polluelo…
El tucán escapa, huye por sobre la selva y bajo el claro cielo, con la cabeza gacha
y las alas abiertas, perseguido por las avispas y una nube de paucares gritones…
¡Pobre tucán!
Francisco Izquierdo Ríos 333
Tagua. Palmera cuyos frutos cuando verdes son como leche condensada y cuando maduros se
convierten en el llamado “marfil vegetal”.
Puesto de cauchería. Lugar de operaciones en la Selva para extraer caucho.
Francisco Izquierdo Ríos 335
El tatarabuelo
por el río Huallaga, se fue a su lejana aldea de los Andes y retornó sin demora a
Pijuayón con una joven compañera, la tatarabuela de Misael… y tuvieron hijos
como frutos del árbol.
El tatarabuelo murió más allá de los ochenta años, pensando que dejaba, entre
otras cosas, un recuerdo profundo en el árbol para su descendencia… Y allí está el
árbol de sapote con su acogedora sombra y de tiempo en tiempo con sus innúmeros
frutos jugosos semejantes a los sacrosantos pechos de una madre. Alto y corpulento,
con ramas cual manos sarmentosas… En el transcurso del tiempo, más de un siglo,
los descendientes del tatarabuelo vienen cuidándolo amorosamente, lo consideran
como un miembro de la familia.
El árbol se mantiene firme a veinte pasos más o menos de la puerta principal de
la casa, con un siempre verde césped en redor cual minúsculo prado maravilloso
donde los niños juegan a las rondas. Cuántas veces los paucares, esos pájaros
gregarios inconfundibles del paisaje de la Selva peruana, intentan colgar sus
nidos en el árbol, son rechazados por los moradores de la casa, porque, si bien los
paucares constituyen alegría por sus cantos y sus singulares imitaciones fonéticas,
afean y resienten la lozanía de los árboles con sus millares de nidos.
Pero es Misael, uno de los niños de la tercera generación de la familia, quien
ama más al árbol que sembró el tatarabuelo. De cuando en cuando sube a él
machete al cinto para librarle de las ramas secas, de las hojas secas, de los gusanos;
lo conserva así siempre rejuvenecido. Del mismo modo se preocupa por el césped
que lo rodea.
Escondido en el follaje del árbol Misael lee sus libros escolares y hasta echa
su sueñecito… Palomas silvestres se pasean en el ámbito del césped. Y en las
ramas del árbol cantan su melodía dulcísima los celestes pájaros suisuis… Una
silenciosa media tarde llegó de la Selva a posarse en el sapotero un tucán; ave de
plumaje negro, verde, amarillo y rojo y de también amarillo pico ancho y muy
grande; permanecía en la rama con su característico aire triste, Misael la admiraba
sigilosamente desde el pie del árbol, pero sintiendo a la vez que ave tan bella
sufriera la injusticia de su tremendo pico, que le dificulta tomar el agua de los
ríos y las fuentes, esperando ansioso, en cambio, la lluvia con el picazo abierto
hacia el cielo… Los frutos de los árboles y polluelos de algunos pájaros los come
también el tucán, por la misma causa, arrojándolos acrobáticamente hacia arriba y
recibiéndolos con el picazo abierto… El ave extraordinaria estuvo oculta en el árbol
de sapote hasta el anochecer, momento en que regresó a la jungla con tardo vuelo,
dejando en el alma de Misael el encanto de su vida de cuento.
El pueblo de Pijuayón es, ahora, capital del distrito. Tiene hasta Puesto de
Guardia Civil.
Todos los años, con ocasión del Día del Árbol, las escuelas y autoridades de
Pijuayón suelen reunirse en torno del viejo árbol de nuestra historia para rendirle
homenaje, a la par que en su recia imagen a la memoria del fundador del pueblo,
don Macedonio Yóplac, el tatarabuelo de Misael.
Y Misael, de vez en cuando, desde la copa del árbol contempla con orgullo el
pueblo que fundara su tatarabuelo.
Francisco Izquierdo Ríos 337
Zenón el pescador
Cerro de los Agüelos. Cerro de los Abuelos. En la Cordillera Oriental del Perú, llaman así a las
montañas donde hay momias de hombres de civilizaciones prehispánicas.
340 El árbol blanco
Shihuín. Pájaro holgazán de la Sierra Oriental, sin nido. Duerme en cualquier parte.
Francisco Izquierdo Ríos 341
Los labriegos, cuando aran sus campos, tropiezan a veces con un plato, una
olla o el asa de un cántaro.
¡Cuántas leyendas, cuántas narraciones de rica poesía, de encanto maravilloso,
hay en torno de los “hombres viejos”! Que en tal o cual cueva se hallan escondidos
tinajones de inacabable chicha, la que se enverdece en luna nueva y fermenta en
plenilunio y que, entonces, bajan de las peñas los agüelos a tomarla en bulliciosa
tertulia. Que don José Pellón, correísta del pueblo de Jumbilla, no llega a tiempo
con las valijas porque se emborracha en el camino con la chicha de los “antiguos”.
Que en tal o cual necrópolis hay tesoros fabulosos.
Que los agüelos causan terribles enfermedades a los hombres que profanan
sus tumbas, o los “agarran” y no los sueltan más.
Indios y mestizos les temen.
***
El puma es muy astuto. Aunque ataca en el día, se vale más de la noche para
sorprender a los potrillos, a los becerros, aun a los caballos y bueyes. Se encarama
de un salto, como punto más vulnerable y débil para la defensa, en el pescuezo
del animal, prendiendo garras y colmillos con saña. La víctima cae, casi sin lucha,
exánime, con el pescuezo roto, la cabeza desgajada. El puma, entonces, la arrastra
a un lugar solitario, donde la come a gusto.
Es el terror de haciendas y poblados.
En Silca, uno de estos leones estaba acabando, pues, con el escaso ganado y
con la paciencia de los moradores.
Silca es un pequeño valle del río Utcubamba, afluente del Marañón, donde,
en la época de esta historia, vivían el viejo Evaristo, su mujer Estefa, su sobrino
Orencio y otros indios, que con sus mujeres e hijos no pasaban de cincuenta;
una minúscula comunidad, como tantas otras similares desparramadas en las
anfractuosidades de los Andes peruanos.
La comunidad de Silca se originó de un puñado de indios que huyó de la
tiranía de un poderoso terrateniente, se establecieron allí pese al fatídico Cerro
de los Agüelos, considerando que estos no podrían hacerles daño, ya que nunca
cometerían un acto irrespetuoso contra ellos.
Chirimoyos y durazneros crecían al redor de las chozas de penca, así como
uno que otro eucalipto, nogal, lúcumo y pajuro, cuyas copas sobresalían en el
ambiente, con ese aire de serenidad y hasta de tristeza que caracteriza a estos
árboles de la Sierra peruana.
Desesperados estaban los indios por los perjuicios que les venía ocasionando
el puma. Era muy ladino. Lo buscaban día y noche por todo el valle, solos o con
la ayuda de perros, mas no daban con él. Algunos encontraban las huellas de sus
garras en los caminos, pero cuando las estaban siguiendo de pronto como por
encanto desaparecían, desorientándolos. Le armaban trampas, y ¡nada!
Solo al Cerro de los Agüelos no habían ido a buscarlo. El temor que sentían por
la montaña los retenía.
II
Orencio se frotó el cuerpo con coca mascada, embocó otro puñado de hojas y
decididamente encaminose hacia el Cerro de los Agüelos luchando con la furiosa
noche de tormenta.
Había ya acechado al puma escopeta en mano por todo el valle, pero, como
siempre, sin resultado satisfactorio.
De tiempo en tiempo, rasgaban la tiniebla rayos brillantísimos con truenos
cavernosos. Un viento gélido ululaba en el espacio, en los árboles, en la hierba, en
las piedras, en las rocas, en las pobres chozas de Silca.
Rugía el Utcubamba.
El Cerro de los Agüelos se perfilaba apenas por entre la negrura, terrorífico.
Orencio confiaba en el poder de su coca y en su juventud.
Llegó al bosquecillo de junto a la quebrada, en cuya banda opuesta se alza el
Cerro de los Agüelos. Se instaló allí, atisbando el escarpado cerro, que en su parte
media, más o menos, envuelve la necrópolis como un ancho y extraño cinturón.
Ya en cuclillas, ya caminando por el borde de la quebrada, aguaitaba el ambiente
siniestro, sobresaltándose a ratos, ante el viento que pasaba murmurando por el
cerro, creía que en las peñas conversaban los agüelos o se estremecía viendo la
interminable fila de sepulcros a la amarilla luz de los relámpagos... Oyó un roce
de alas: eran buitres y gavilanes que aleteaban en las peñas... Orencio temblaba...
Luego, algo maravilloso le sucedió: poco a poco fue teniendo confianza en el lugar,
perdiendo el miedo al cerro tenebroso. Se sentía atraído hacia él. Iba siendo víctima
de una secreta influencia, dulce, adormecedora.
En esta situación, cuando estaba por dar un paso, se produjeron ruidos como
de chafar hojas a orillas de la quebrada y en la dirección en que iba a caminar.
Se detuvo, y vio a corta distancia dos ojazos como de gato que le miraban fijos
a través de la oscuridad, con insolencia, como un reto, como una burla. Estático
miraba esos dos puntos de fuego que parecían ojos del diablo, se quedó como
hipnotizado, reaccionó luego y quiso disparar contra aquello que no era otra cosa
que el puma, pero ya fue tarde, pues el puma, dando media vuelta, a saltos por el
terreno accidentado empezó a descender la quebrada. Orencio, como un autóma-
ta, se fue tras él hacia el abismo.
Llovía ya un poco. Las gruesas gotas, aisladas y dispersadas por el viento,
sonaban en las peñas como tingotazos. No tardaría en llover fuerte... Orencio,
presa de febril entusiasmo, siguió al puma, que ya subía con rodeos el abrupto
Cerro de los Agüelos. Iba tras el animal cogiéndose de las hierbas, de las piedras...
Ya no era dueño de su ser, parecía como que una fuerza sobrenatural le arrastraba
hacia arriba, que le habían crecido alas. Por instantes, en circunstancias favorables,
Tingotazos. Capirotazos.
Francisco Izquierdo Ríos 343
Las cosas se agitaban con suave temblor: árboles, piedras, hierbas, peñas, mus-
go. Parecía como que algo invisible iba caminando a flor de tierra...
Gorriones, zorzales, piuros, huanchacos cantaban por doquier. Los buitres ale-
teaban en las peñas y los venados retozaban como becerros en los campos.
En medio de esta alegría general, Orencio despertó. Quiso levantarse y no
pudo. Su cuerpo no le obedecía. Sus articulaciones estaban paralizadas. No podía
moverse por ningún lado, permanecía tieso como un muerto en la escarpa. Todo
lo de la noche le parecía un sueño malo, una pesadilla.
¡No, no era sueño! Le habían “agarrado” los agüelos. ¡Sí, estaba en el cerro de
ellos, inutilizado, inválido! Gritaba, pero sus gritos morían en el sordo rumor de
las aguas de la quebrada. Su desesperación creció al oír alegres aleteos sobre él y al
descubrir buitres que lo miraban golosamente desde las peñas...
El sol no llegó a alumbrar porque el cielo dentro del amanecer, se cubrió otra
vez de nubes oscuras. Nuevamente, había amenaza de aguacero tempestuoso.
Hacía un frío que helaba las entrañas. El viento era un fragor continuo.
Más y más buitres venían a posarse junto a los otros.
***
Era ya avanzada la mañana.
Los indios, hombres y mujeres, estaban arrodillados en el fondo de la quebrada,
vacía ya de agua, frente al Cerro de los Agüelos como ante una misteriosa catedral.
De rato en rato arrojaban puñados de coca mascada a la montaña.
La desaparición de Orencio, como es natural, había provocado justa alarma en
Silca. Todos miraban con terror al Cerro de los Agüelos.
—¡Los agüelos le han agarrado! —decía el viejo Evaristo—. ¡Los agüelos!
—¿Y qué hacemos ahora? —parecían preguntarse todos con miedo profundo.
—Iremos al cerro y rogaremos a los agüelos que lo suelten —expresó la vieja
Estefa.
Después de muchas dudas y cavilaciones, se fueron al cerro provistos de
abundante coca.
¿Realmente Orencio estaría allí?
Todos los ojos hurgaban los secretos de la elevada montaña... Silencio pavoroso,
ensombrecido por la imagen del aguacero próximo, llenaba el paraje.
—¡Orencioooooooooo...! —llamó el viejo Evaristo, suavemente, con las manos
ahuecadas en la boca.
El cristal del aire se hizo pedazos.
La montaña se erizó como un monstruo. Volaron algunos buitres.
Los indios quisieron huir...
La vieja Estefa los detuvo, diciendo: “No nos harán nada los agüelos. Ellos
saben que no hemos venido a molestarlos...”.
Y volvieron a arrodillarse y a masticar coca.
El aliento frío del aguacero en potencia penetraba hasta la médula de las cosas.
—¡Ahí está! —avisó de pronto Ishtico, un mozalbete, señalando una quiebra—.
¡Ahí, ahí!
Todos se arremolinaron junto al muchacho.
Orencio aparecía en la quiebra, recostado, inmóvil.
—¡Los agüelos!
—¡Los agüelos!
—¡Le han agarrado los agüelos! ¡Está muerto!
El miedo corrió como azogue por el espinazo de los indios.
Casilda, la novia de Orencio, lloraba bajo un florecido arbusto de tayo.
—¡Orenciooooooooo...! —volvió a llamar el viejo Evaristo—. ¡Orencioooooo..!
—Ooooooooooooooooo... —respondió una voz quejumbrosa de las entrañas
del cerro, como si fuera la de uno de los agüelos que contestara desde la lejanía de
los siglos.
¿No sería, en verdad, la voz de uno de los agüelos?
Los indios dudaban.
Nadie se atrevía a subir al cerro. Hasta que el gesto de la bella Casilda, de
escalarlo, avergonzó a Natico, amigo íntimo de Orencio. Era él un mozo fornido
y valiente, hábil trepador de montañas y andariego infatigable de caminos: un
dominador de la cordillera agreste.
Natico se frotó el cuerpo con coca y terciándose al pecho una larga soga de
cuero enrollada, ascendió, con sumo cuidado, la difícil montaña.
Todos lo acompañaban con el alma y el corazón.
Cuando Natico llegó al lugar donde se encontraba Orencio, rápidamente echó
a este coca mascada en el cuerpo y amarrándolo con la soga por debajo de los
brazos le hizo descender con cautela, como a un fardo. Los demás esperaban a
Orencio al pie de la montaña, le cogieron y lleváronle al otro lado de la quebrada,
donde todos le arrojaron coca masticada, él, inconsciente, deliraba.
Mientras tanto Natico, sujetando la soga a una piedra, con la escopeta de
Orencio en la espalda, se deslizó por aquella; ya en tierra, orgulloso de su triunfo,
dio dos saltos como el cóndor cuando va a volar. La soga quedó balanceándose en
el cerro…
El aguacero venía bramando como centenares de pumas desde el oeste… Los
indios corrieron a Silca, conduciendo a Orencio en una improvisada parihuela.
346 El árbol blanco
El valle de Jelach
E l hondo valle de Jelach está lleno de luna. El río y las piedras de sus orillas,
los caminos, las copas de los árboles, las altas montañas lejanas, parecen
espolvoreados de plata… En las chozas no hay necesidad de lámparas; la
luna, por las puertas abiertas, por las rendijas de las paredes de caña, alumbra las
habitaciones. Ahora la luna es la lámpara de Jelach.
Mama Exsha está cocinando tocino desde hace dos días para fabricar jabón
negro. En un gran perol, bajo los árboles del patio de su casa, hierve el tocino.
Muchos vecinos con este motivo van por las noches, seguidos de sus perros, a
jugar a las cartas, a las adivinanzas, a los refranes o a relatarse cuentos en el patio
de Mama Exsha. Y así seguirán yendo durante seis noches más, pues ocho días de
tiempo requiere la preparación del jabón en esa forma.
Esta noche, todos, sentados en cueros de vaca, no piensan en jugar sino en
relatar cuentos, como ya lo tienen acordado. A Mama Exsha le tocó el primer
turno.
La anciana, ante la expectativa de su variado auditorio de hombres, mujeres y
niños, comenzó su relato: “En la cueva de Puño cueca del camino real que todos
conocemos, hay una mujer encantada que, cuando está anocheciendo, entre claro
y oscuro, sale al camino a bailar y así, bailando, sin decir una palabra, va delante
de los viajeros que pasan solos y, luego desaparece como humo en la noche. Es
una mujer blanca como la flor de los guabos, con abundante y larga cabellera color
de oro, con pies finos y lindos como patitas de paloma… Mi abuelo que, como
ustedes saben, hace muchos años ya se fue de este mundo, la vio. Regresaba muy
tarde el viejo del pueblo de Máquish y cuando pasaba por el lado de la cueva se le
presentó la mujer vestida de verde como pluma de loro, y vino bailando con un
gran pañuelo rojo, delante de él, hasta la quebrada de Paccha; dice que los árboles,
las piedras del camino, parecían bailar junto con ella… Mi abuelo llegó acá como
mareado y muerto de miedo… Ese es mi cuento: La bailarina de Puño Cueca”.
La vieja se levantó, encaminándose a atizar el fogón donde hervía la paila.
348 El árbol blanco
a la altura de la laguna, se paró en una piedra y gritó con todas las fuerzas que
Dios le había dado: ¡Oooooooo!… El enorme silencio de la puna se hizo trizas,
como un montón de cristales ante una pedrada. Toda la puna se lleno de la voz
del muchacho. La laguna se sacudió, saliendo de ella una tremenda nube negra,
que en un cerrar y abrir de ojos cubrió la montaña. La oscuridad era tal que no
se veía el camino. Parecía noche. Caía granizo como bolas de cristal en medio de
rayos, truenos, hasta que una lluvia torrencial cerró todo. Los arrieros, espantados
y arreando con desesperación sus bestias, se fueron por el camino, maldiciendo
a Tadeo, renegando por haberle aceptado en su compañía. Pero este, que no tenía
un pelo de tonto y que en verdad era valiente, les siguió a todo correr, cayendo y
levantándose. Los arrieros, que habían pasado ya la zona de peligro y mascaban
ají y tomaban agua con harina de maíz tostado en una quebrada para calentar sus
cuerpos entumecidos, vieron con sorpresa llegar a Tadeo Gualambo, a quien creían
muerto, con su alforja al hombro. Le perdonaron su imprudencia, le convidaron
lo que estaban tomando para hacerle entrar en calor y, a todo trote, siguieron
el camino que conduce al valle profundo que hay al otro lado de la puna y por
donde el cielo estaba claro y azul como la poza honda de un río”.
Luego vino el café con tortas de yuca. Tomaban y comían, comentando en
animada charla las incidencias de los cuentos. Todos estaban de acuerdo en que
Mama Exsha, taita Ponciano y Mama Benja eran los más grandes cuentistas del
valle de Jelach.
350 El árbol blanco
Odín
D on Ula Peña vive con su mujer y sus hijos en la aldea Quilayo, a dos
cuadras del océano Pacífico. De modo que el rugido del mar, en la noche
y el día, sobre todo de noche, se prolonga por el corazón de sus pequeñas
habitaciones y la brisa conmueve las ventanas.
Las gaviotas vuelan todos los días por el cielo de la aldea, posándose de cuando
en cuando en los escasos postes de luz eléctrica.
Unos chicos vecinos, a quienes en Quilayo conocen con el mote de “Los capi-
tanes”, porque su papá es capitán del Ejército, en prueba de amistad obsequiaron
a los hijos de don Ula un perrito de unos cuantos días de nacido. Los muchachos,
rebosando alegría, inmediatamente trataron sobre el nombre que le debían poner.
Después que hubieron mencionado una serie de nombres, “Odín”, opinó Alejo, el
mayor, de 9 años, que aprobó Horacio, el menor, de 7 años.
—¿Y por qué Odín? —les preguntó su madre.
—No sé… —dijo Alejo—. He leído ese nombre en algún libro, en alguna revista.
Y me gusta.
—A mí también me gusta —afirmó el travieso Horacio.
Intervino don Ula y les dijo que Odín era el nombre del dios de los antiguos
escandinavos…
Y Odín se llamó el perrito.
Alejo y Horacio lo albergaron en un rincón de su dormitorio, dentro de una
caja de cartón, sobre retazos de lana. Lo alimentaban, solícitamente, con leche y
bizcochos.
Cierto tiempo después, Odín abandonó la caja con sus propias fuerzas, se
dirigió al patio, a plena luz, se arqueó, estiró las patas y alzó la cabeza orgulloso, y
se hizo dueño de su destino.
Francisco Izquierdo Ríos 351
Horacio lo llevó al verde parquecito próximo, para que comiera hierba. Sabido
es que los perros comen de cuando en cuando tiernas hierbecillas, como en una
automedicación natural, Horacio había visto realizar esa práctica a su perro;
sin embargo, en esta oportunidad, Odín se mostró indiferente a las hierbecillas
milagrosas.
Mas, los Peña insistían en curarlo y alimentarlo. No aceptaba ni carne. Él que
era tan comilón. A la fuerza le derramaban leche en la boca, pero en el acto la
arrojaba mezclada de aquella sustancia amarillenta.
Algunas veces iba al dormitorio de los niños, pero a echarse en una esquina,
sin ánimo. También una tarde esperó a don Ula en la puerta de calle, mudo, si-
lencioso.
Era una situación dolorosa. ¿Qué hacer? El perro sufría y hacía sufrir. Además
había el peligro de que su enfermedad fuera contagiosa.
Los Peña resolvieron esperar. Tal vez sanaría.
Transcurrieron dos días. Y el perro seguía peor. Hasta arrojaba sangre.
Había que matarlo. Alejo, Horacio y su madre rompieron a llorar. Don Ula
procuró disimular. Se fue al trabajo con la garganta que se le hacía un nudo.
***
Horacio, luego que don Ula abrió la puerta de la casa a su regreso en aquel
mediodía, le dijo con voz entrecortada por la pena, casi llorando: “Papá, papá, a
Odín lo han botado al mar”.
Su mujer, con lágrimas, le contó que cuando llegó de su trabajo había
encontrado al perro más grave que nunca. Que ya no podía pararse y que cuando
le dio a la fuerza un poco de agua con canela, lanzó pedazos de sus entrañas. Pagó,
en consecuencia, a un chico del vecindario para que lo arrojara al mar. Que este
chico lo dejó en la playa. Y que Alejo, al salir de la escuela, avivado por el mismo
chico sobre lo que ocurría a Odín, se encaminó directamente a la playa, trayendo
al perro en los brazos y llorando. Que, nuevamente, Alejo y otro chico lo llevaron
al mar. Y lo dejaron en la playa, sin poder arrojarlo a las aguas.
Alejo escuchaba el relato de su madre desde un rincón del patio, bajo un tronco
marchito de malva, con los ojos inundados de lágrimas y cuando quiso hablar
estalló en llanto.
—Voy a verlo— dijo don Ula y se dirigió al mar.
—Por el lado del peñón— le indicó Alejo, que le dio alcance.
A la distancia, entre las piedras blancas, junto al oscuro peñón donde se
estrellan perennemente las impetuosas olas, se veía un punto negro.
—Es Odín— le dijo Alejo a don Ula.
Varios gallinazos volaban ya, en círculos, sobre el peñón.
Llegaron. Odín estaba echado en las piedras. No pudieron aproximarse… pero
tenían que dominar su pena y evitar que ese perro continuara sufriendo.
354 El árbol blanco
El árbol blanco
—Las 6 de la tarde del día jueves 15 de enero de 1954— se oyó una voz ronca.
Goya, Victorino y Runa se miraron asombrados…
Y apenas se percataron que, arriba, incrustado en el tronco del árbol había un
monumental reloj de oro, con péndulo del mismo metal, oyeron que les llamaban
por sus nombres:
—¡Victorino Pairezamán!
—¡Presente! —contestó Victorino como si estuviera contestando la lista en la
escuela.
—¡Goya Pairezamán!
—¡Presente! —contestó también Goya.
—¡Runa Pairezamán!
—¡Guá, guá, guá! —contestó el perro.
—¿Qué es eso de Runa Pairezamán? —protestó Goya—. No porque es perro
nuestro, lleva nuestro apellido…
Y aquel que hablaba, sin hacerle caso, indicó con voz profunda:
—¡Están en una de las posadas del tiempo!
Y los viajeros descubrieron en una rama del árbol, al lado del reloj, a un viejo
búho escribiendo en un grande y abultado libro negro, con una pluma de pavo
real y un descomunal tintero.
—¡Están en una de las posadas del Tiempo!— volvió a decir el Búho.
—Aquí se conoce el nombre de todos los hombres y de todos los animales…—
agregó.
—Yo anoto en este libro el nombre de todos los viajeros y el siglo, el año, el
mes, la semana, el día, la fecha, la hora, el minuto y el segundo en que pasan por
este lugar.
—Ustedes pueden pasar y dormir en el puente. La noche se viene. La noche…
En ese instante se iluminó de rojo el enorme disco del reloj y en él apareció el
rostro de un anciano con espesa barba gris, como trozo de peña cubierto de musgo
y humedad.
—Es el tiempo que les mira… — expresó el búho.
Victorino, Goya y Runa avanzaron hacia el puente. Una luz verde, sin saberse
de dónde procedía, alumbraba todo el puente. Los viajeros escogieron un rincón
para pernoctar; en ese rincón, de pronto, surgió entre ellos una mesita de mármol
con humeantes viandas en fuentes de plata y agua en una garrafa de vidrio azulino.
Los muchachos y el perro dieron rápida cuenta de la agradable vitualla. La mesita
desapareció en seguida, misteriosamente como llegó…
Goya, Victorino y Runa recorrieron el puente, observando las inscripciones
que había en todos sus maderos, escritas con tiza y carbón por los viandantes…
Francisco Izquierdo Ríos 359
ojos verdes, azules y negros espiaban desde el interior de los bosques musgosos y
sombríos, como puntitos de luz… Al enterarse de ello, Goya se asustó… Eran los
caballos, los toros, las vacas, las ovejas los chivos que les miraban pasar…
Dieron con un riachuelito que corría sollozando como un niño por la soledad…
—¡Pobre riito!— se condolió Goya acariciándole con la mano.
Sus orillas estaban orladas de erisipela brillante, como lágrimas.
Algunos liclícs permanecían quietos, melancólicos, junto al riachuelito. Al
verlos Goya, les preguntó: “Liclícs, ¿dónde está Dios?”. Y aquellas aves blanco-grises
levantaron las cabezas al firmamento, como señalando que allí se encontraba. Es
costumbre de estas aves levantar de cuando en cuando, como movidas por un
resorte, las cabezas al cielo, por lo que la gente cree que en esa forma avisan donde
se halla Dios.
De un salto pasaron el riachuelito llorón Victorino, Goya y Runa. Y desde una
colina distinguieron en una hoyada una laguna roja como sangre, en cuya orilla
creyeron ver un hombre dentro de una canoa.
Victorino, sin reflexionar, gritó en dirección a la laguna con las manos ahuecadas
sobre la boca: ¡Ooooooooooooooooo…!”.
¡Por qué lo hizo!
La laguna era encantada; ante cualquier ruido o grito se enfurecía, se elevaba
hasta el cielo y precipitaba una tormenta, de la que casi nadie escapaba con vida.
Por eso, la cumbre estaba sumida siempre en un enigmático silencio.
Ante el grito de Victorino, la laguna, pues, se estremeció, se alzó enmarañada;
la limpia atmósfera se tornó negra y se desató una violentísima tempestad, con
vientos, rayos, truenos y granizo. El ambiente se había oscurecido, como noche.
Luego una lluvia torrencial comenzó a golpetear la tierra, pavorosamente… Goya,
Runa y Victorino, felizmente, lograron alcanzar una cueva que se abría en una
loma como la boca de un monstruo, no sin antes haberse librado de un rayo que
les persiguió en zigzags como una flecha; eludieron el rayo corriendo en fila india
y también en zigzags, pero en sentido contrario a los del rayo, el cual concluyó
hundiéndose en la llanura.
La cueva era grande y se prolongaba sin fin por el interior de la tierra. Muy
adentro de ella percibíase un ruido infernal, de aguas arremolinadas; era un río
subterráneo. Goya, Victorino y Runa, al principio, tuvieron miedo sobre todo por
aquel ruido terrorífico, puesto que ellos no sabían su origen, hasta que Victorino
comprendió que se trataba de un río por la peculiaridad de su rumor. Aún Victorino
pretendió explorar la cueva hacia dentro, pero las razones atinadas de Goya le
hicieron desistir de ese empeño temerario. Desde la boca de la cueva los muchachos
contemplaban la tormenta, si bien esta entraba asimismo en aquella en rachas
furiosas, obligando a Runa, Goya y Victorino a ampararse en los rincones; afuera
todo era negrura caótica, lluvia y viento desencadenados, toda la llanura se hallaba
conmovida por la tormenta. Los animales se habían escondido en lo más hondo de
los bosques.
Francisco Izquierdo Ríos 363
Rumiyacu
bajan a este las gentes sobre todo en los días domingos o feriados, con sombreros
de paja alones, paraguas multicolores y envoltorios de fiambres, y cubren con
su bulliciosa alegría las pozuelas, principalmente los niños… A veces hombres y
mujeres pescan mojarras y camaroncillos, acorralándolos hacia la orilla mediante
sábanas extendidas dentro del riachuelo y que ellos manejan de las puntas.
Juberio, desde el interior del bosque, no mira con buenos ojos a esa gente de
la ciudad. Pese a que su madre ya le ha advertido: “Juberio, el Rumiyacu no es de
nosotros. Es de todos los hombres”.
Cierta tarde un muchacho pescaba en una pozuela y, sin poder explicarse
cómo caían de rato en rato piedrecitas en el mismo sitio donde tenía sumergido el
anzuelo, temeroso enrolló su sedal y marchose a la ciudad. Fue el inquieto Juberio
quien, desde la espesura, arrojó las pedrezuelas.
Igualmente espanta a los muchachos que con hondas van a cazar pájaros en
la Selva del riachuelo. Sin dejarse ver por aquellos, golpea de repente con el lomo
de su machete los troncos de los árboles o lanza carcajadas espeluznantes como
asegura la gente hace el Chullachaqui, el diablo del bosque2.
II
Juberio continúa gozando con las peculiaridades del Rumiyacu, como cuando
tenía menos años. Aprovecha cualquier momento, cualquier descanso en el trabajo
de cultivar la chacra o de cortar leña, para ir llanamente a sentarse en sus orillas o a
recorrerlo… ¡Qué bello es el riachuelo con el oro del día en sus entrañas de cristal!
El vado, por donde se pasa el Rumiyacu hacia el platanar de Juberio, es un
espacio más o menos grande. Hay allí, por el lado superior del riachuelo, una
pozuela un tanto oscurecida por la sombra del cielo azul. Una verde loma la
margina desde el lado del camino a la ciudad de Moyobamba, de esa loma se tiran
los muchachos bañistas a la pozuela. En esta pozuela, cuando reina la soledad, se
reúnen los pececillos en densa multitud, llegando algunos hasta la misma línea de
la orilla, como si quisieran echar una mirada al exterior: las albas anchovetas, los
verdeoscuros bujurquis escamosos y huesudos, con aire de militares, los blondos
bagrecicos barbilargos. Juberio juega con ellos. “Los peces son como niños”, dice
Juberio. Les arroja lombrices o pedacitos de frutas, y los muy golosos esperan
más comida con las bocas abiertas y moviendo las aletas. También los nerviosos
camaroncillos le distraen mucho, le parecen juguetes maravillosos.
Casas de avispas de variada arquitectura y variado color, semejantes a iglesias, a
castillos, a torreones, a sombreros cuelgan de los ramajes al riachuelo. Serpientes,
sobre todo las víboras loro, desde algunos ramajes beben el agua, paladeándola por
instantes en el aire con las rojas lengüecillas afuera.
De vez en cuando una familia de venados sacia su sed, todos, padres e hijos
arrodillados en la orilla, como en un singular conjunto escultórico.
Pájaros con todos los matices del bosque en los plumajes y los ojos beben de
sobre las piedras.
Los hermosísimos martinpescadores, como relámpagos de luz, en acrobáticas
picadas hurtan peces al riachuelo.
Los arcoiris, sí, infunden miedo a Juberio. Los arcoiris que, momentos antes de las
negras tempestades o cuando llueve ralamente con sol, parecen salir de las pozuelas
del Rumiyacu como mágicas cintas de fuego pluricolor. Juberio, de acuerdo con lo
que ha oído contar a sus padres, cree que los arcoiris son el resuello de enormes
serpientes. Pese a que no ha visto ni ve tales monstruos en las pozuelas del riachuelo,
mantiene en su imaginación esa fabulosa creencia. Apenas se encienden los arcoiris,
él se aleja rápidamente del lugar.
***
Una tarde Juberio quedó pensativo al comprobar que el Rumiyacu desaparece
de este mundo. Por un barranco rojizo el riachuelo entra cantando en el ancho río
Mayo y no se le ve más.
Árboles de shimbillos (clase de guabos de flores blanquísimas y frutos áureos)
cubren ambas márgenes del barranco, en cuyos ramajes gorgojean toda suerte de
pájaros montaraces.
Chiquillos desarrapados, con el oro del sol vespertino en los cabellos, jugaban
en medio de gallinas y cerdos frente a las puertas de aisladas chozas de palma.
Juberio llegó hasta ese paraje oriental de la ciudad de Moyobamba, en su ansia
de conocer todos los secretos del Rumiyacu. Había oído decir que el riachuelo
tenía fin, como los hombres, como los animales, como las plantas… Y era cierto,
pues.
Tenía origen y término el Rumiyacu, como los hombres, como las plantas, como
los animales… Eso sí, Juberio nunca ha podido ver el nacimiento del riachuelo.
En tal empeño arribó también una tarde a un angosto prado verde con pedrones
y pedazos de rocas diseminados en todo su ámbito; de unos pozos próximos
al Rumiyacu salía vapor como humo que se perdía en el bosque del contorno.
Naranjos vencidos de frutos se alzaban de trecho en trecho en el angosto prado,
bajo cuya sombra pacían silenciosamente escasos caballos y vacas. El lugar daba
la impresión de un paisaje volcánico. Juberio se sentó en una piedra, cuando de
pronto apareció, como en los cuentos, frente a él una anciana apoyada en un
bordón, seguida de una cabra tan vieja como ella que no cesaba de rumiar.
—Buenas tardes, niño —le dijo la anciana.
—Buenas tardes, abuela —le contestó Juberio.
—Yo vivo en esa casita como un palomar —le dijo la anciana, señalando una
pequeña casa de tejado gris sobre una colina rodeada de bosque—. ¿Qué haces
aquí, niño?
368 El árbol blanco
III
Era una media mañana con intensa claridad solar… Las aguas del Rumiyacu
tenían ligera coloración lechosa, y los pececillos, en mayoría bajaban a flor de agua
como en fuga con los ojos vidriosos, algunos, temblando panza arriba y otros
varábanse aleteando en las orillas. Toda la superficie del riachuelo se encontraba
cubierta de peces moribundos.
Juberio comprendió que alguien pescaba con barbasco, ese tóxico vegetal de
terrible acción en los animales de sangre fría.
Los pececillos agónicos parecían dirigir su última mirada al muchacho… A
poco aparecieron de riachuelo arriba varios hombres y mujeres recogiendo los
peces con redes. Ellos habían echado el mortífero barbasco al riachuelo… Juberio
se sintió impotente de reprimirles su conducta, cerró los puños y calladamente
profirió un dura imprecación contra la maldad humana.
Francisco Izquierdo Ríos 369
El macho
Felizmente, mi padre estaba ya distante. Las balas, según nos contó él, pasaron
quemándole la cabeza y las orejas.
—¡Criminales! —gritó mi madre, interponiéndose a los esbirros en ademán
de contenerlos, pero estos la rebasaron y persiguieron a mi padre hasta la línea
del bosque, de donde regresaron, tuvieron desconfianza de penetrar en la jungla
espesa.
Pasaron un poco alejados de la casa.
—¡Conque tú también Crisanto...! —reprochó mi madre a uno de los soldados
que procuraba no ser reconocido, con la visera del quepis inclinada sobre el rostro.
¡Conque tú también! ¡Canalla...!
El soldado Crisanto Pajuelo bajó más la cabeza.
Cuando Pajuelo llegó, muchacho, de la Sierra a Saposoa, con porvenir incierto,
como tantos otros que van a la Selva fabulosa, había sido amparado en nuestro
hogar. Mi padre le consiguió aun su ingreso a la gendarmería…
Por el árbol de catahua sonó un tiro de rifle… Uno de los soldados desfogó su
rabia y crueldad en el torito Matasiete, muy querido por nosotros, lo baleó en la
ancha frente, cuando los miraba pasar con ese modo un tanto socarrón que era
peculiar en él.
—¡Cobardes! —les apostrofó mi madre, ahogada en cólera y pena, desde la
tranquera del patio—. ¡Asesinos!
Entonces, el soldado que victimó a Matasiete, volvió el fusil contra ella, pero
Pajuelo, dando un salto, le contuvo…
Años más tarde, en las oportunidades en que se comentaba este lance, mi
madre se deshacía en elogios al Macho:
—El Macho salvó la vida a Carlos en San Andrés. Si no es por el Macho lo
mataban los gendarmes. Igual que una persona, arreó a los demás animales hacia
la casa, como queriendo advertirnos en esa forma la presencia de los soldados…
—¿Y el torito Matasiete? —le interrumpía, entonces, yo.
—¡Pobre torito! Ofrendó su vida inocente al salvajismo de los hombres en
aquel amanecer aciago…
El Macho y Matasiete fueron los más dilectos amigos de mi infancia.
Francisco Izquierdo Ríos 373
Roberto Tamarí
—No corras, Roberto. El tigre te está saludando —le dijo la mujer al niño,
tomándole de la mano.
El tigre estremecía el bosque con sus rugidos.
Roberto Tamarí temblando y acogiéndose a la desconocida, gritó: “Quiero ir a
mi casa… ¡a mi casa!... ¡papáaaaaa!... ¡mamáaaaaa!...”.
—No tengas miedo, Roberto —le calmó aquella—. La Selva es hermosa. Nadie
te hará daño. Todos los seres del bosque son tus amigos. Y yo estoy a tu lado.
—¿Y quién eres tú?
—Soy la reina de la Selva. La mariposa azul me avisó que habías llegado a mis
dominios. Estaba recogiendo oro en las aguas de un río blanco, a diez mil leguas
de aquí, cuando la mariposa llegó con el aviso.
¿No es así, mariposa azul?
—Así es, Majestad— contestó la mariposa azul, inclinándose.
Una gran llamarada blanca teñía la Selva.
—¿Qué es eso?— preguntó Roberto.
—Es la luna, que está saliendo —le explicó la reina.
Entonces, las luciérnagas, todas juntas, apagándose a medias cantaron en
coro:
Cuando la lámpara mayor
aparece en los cielos,
las lámparas menores
apagan su fulgor.
Y se van más adentro
a alumbrar la oscuridad,
a donde no penetra
esta hermosa claridad.
Cuando la lámpara mayooooorrrr...
Y se perdieron en la inmensa oscuridad del bosque.
—La luciérnagas se van, Majestad.
—Sí, Roberto. Ya no es necesaria su presencia ante la luna, lámpara de alabastro
que ha prendido en los cielos. Sentémonos en este tronco de caoba.
Se sentaron en el tronco caído. La mariposa azul permanecía de pie, a un lado.
La luna, por un amplio claro del ramaje, los iluminaba completamente.
—Hasta mañana, Majestad. Hasta mañana, Roberto Tamarí —se despidieron
los pájaros.
—Duerman en paz, ágiles aviadores de mi reino —les dijo la reina.
El tigre a su vez gruñó: “Hasta mañana, Majestad…, Robertoooo…ooooonn-
nn”....
376 El árbol blanco
—Descansa, celoso guardián de mis tierras, y no molestes a los vecinos con tus
rugidos.
—Así será Majestad —y el tigre se fue moviendo la cola, como un gatote.
—Señora, yo retorno al lago de cristal de donde he venido —habló la Victoria
regia.
Y la Orquídea: “Yo al árbol gris donde florezco”.
—Vayánse, vuestra misión ha terminado.
—¿Por qué se van?
—Se van a dormir, Roberto. Otros vendrán en seguida. Todos los habitantes de
la Selva quieren saludarte.
—Y tú, ¿dónde duermes?
—En cualquier parte. Cuando el aura del sueño acaricia mis párpados duermo
bajo la gran raíz sobresaliente de un gran árbol, a la orilla de un río, de un lago o
dentro de un boscaje.
La boa se despertó y bostezando dijo a la reina: “He tenido un sueño profundo.
Yo también me voy, Majestad… Hasta mañana”.
—Hasta mañana, serpiente gigante.
Cuarenta pericos verdes aparecieron, y volando por todo el ruedo del paraje
decían:
Roberto Tamarí,
¿qué quiere aquí?
Que se vaya, se vaya
Roberto Tamarí,
¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí!
Y desaparecieron en el bosque gritando:
¿Qué quiere en la Selva
Roberto Tamarí?
Que se vaya, se vaya
Roberto Tamarí.
—No les hagas caso —le dijo la reina a Roberto—. Son unos loritos burlones.
Acallado el bullicio de los pericos, se oyeron notas de flauta.
—Es el pájaro flautista que llega— advirtió la mariposa azul.
—Hazlo pasar —ordenó la reina.
La mariposa azul se fue al encuentro del pájaro flautista. Este es un pájaro
pequeño de color marrón, nervioso. Se presentó saludando: “Buenas noches,
majestad. La libélula roja me avisó que Roberto Tamarí es vuestro huésped. Estaba
ensayando, al anochecer, una nueva tonada en la más alta rama de un árbol,
cuando llegó la libélula roja con su aviso”.
Francisco Izquierdo Ríos 377
la Selva, cuando llegó la ardilla de oro con el mensaje de que Roberto Tamarí es
vuestro huésped y he venido a saludarlo. Buenas noches, Roberto Tamarí…”. Soy
un viejo un tanto extraño —continuó el picudo tucán, paseándose—. Un viejo con
vestido de diferentes colores. Parezco un gitano. Pero soy amigo de los niños. Lo
único con lo que no estoy de acuerdo es con mi pico, con este pico, que es muy
largo, demasiado largo… En fin, Dios que ha hecho todas las cosas del mundo
me ha puesto este mástil y debo resignarme. ¡Qué se va a hacer! Así es la vida.
¡Je, je, je, jeeeee…! Estoy un poco fatigado… Son los años… Con el permiso de su
Majestad, voy a sentarme —y se sentó tosiendo en un tronco caído, al frente”.
—Siéntese, mi querido doctor. Siéntese.
—Gracias, Majestad. Usted siempre bondadosa.
—¿Y lloverá, mi querido doctor?
—Parece que sí, Majestad. Todos estos días he escudriñado el cielo desde mi
observatorio del árbol más alto de la Selva. He hablado con Dios.
—¿Con Dios? —se admiró Roberto.
—Sí, pequeño. No te asombres. Yo desde la copa de los árboles hablo con Dios
por medio de mi canto. Y la gente dice entonces: “El viejo tucán está pidiendo a
Dios que haga llover…”. Este mi bendito pico… —y tosió nuevamente.
—Está usted cansado, doctor —le dijo la mariposa azul.
—Un poco, Mariposa Azul… Son los años… el trabajo… el estudio…
—Yo contaré a Roberto Tamarí lo que aún le falta decirle de su vida —sugirió la
mariposa azul.
—Muy amable, mariposa azul. Gracias.
Y la mariposa azul comenzó su relato: “El doctor, mi querido Roberto, por su
largo pico…”.
—Sí, por mi pico. ¡Por este bendito pico! —interrumpió el tucán.
“Decía —continuó la mariposa azul —que por su largo pico le es difícil al doctor
tomar el agua de los ríos y de los lagos, y solo puede hacerlo con facilidad cuando
llueve. El doctor recibe, pues, el agua de la lluvia con el picazo abierto hacia el cielo.
Por eso siempre está mirando al cielo y cuando canta las gentes dicen que está
pidiendo a Dios que haga llover… Su canto es como súplica, triste. En la soledad
de oro de las tardes, la Selva se conmueve con la melancolía de su canto…”.
—Yo converso, pues, con Dios. Le pido aguacero y él me lo da —intervino el
tucán.
—Así es —confirmó la mariposa azul.
—Tampoco puedo comer naturalmente. ¡Ah, odioso pico! Pero qué se va a
hacer. Dios lo quiso así. Dios que ha hecho todas las cosas. Dioooooossssssss… —y
tuvo un nuevo ataque de tos.
—Cálmese, doctor. Cálmese —le dijo la reina.
Francisco Izquierdo Ríos 379
o iba con enorme batea de ropas a lavar en el río próximo, donde había boas
y caimanes. Cancio acarreaba agua en grandes calabazas para que se bañe su
madrastra, cortaba leña en el bosque, donde había jaguares o iba a la chacra por
yucas o plátanos.
El padre permanecía todo el día durmiendo su borrachera recostado al tronco
del coposo mango enfrente de la casa. Tenía el cabello y la barba muy crecidos,
como matorral. Ya no trabajaba ni se daba cuenta de nada.
Cancio y Shofi, en medio de su desgracia, recordaban con fervor a su madre
muerta. Burlando la vigilancia policial de su madrastra, iban siempre al cementerio
a llorar sobre la tumba de su querida madre, donde colocaron una cruz de palos y
sembraron claveles blancos. Y como la puerta del cementerio estaba generalmente
cerrada, se subían por las tapias.
***
En un anochecer, al término de la comida, la ruin mujer dijo a su marido:
—No podemos vivir así. Grande es nuestra pobreza. Vamos a tener más hijos.
¿Cómo les daremos de comer y los vestiremos?
Se quedó callada un rato. Luego, como una víbora, susurró en el oído de su
marido: “¿Por qué no les abandonamos en la Selva a Cancio y Shofi? ¿Para qué nos
sirven estos holgazanes?”.
El marido, a pesar de su inconsciencia alcohólica, protestó contra tamaña
felonía. Pero la melosa exigencia de su mujer le hizo acceder al fin.
—Maridito, maridito, tú no niegas nada a tu linda mujercita. ¿No es así,
maridito? —le dijo tendiéndole los brazos al cuello.
—Sea lo que tú digas, querida mujercita —le contestó aquél—. En verdad que
estos muchachos no nos sirven para nada… solo hacen gasto…
—¡Mañana mismo! —prorrumpió la mala mujer, dando un salto como una
cabra.
***
Cancio había escuchado la terrible conversación de sus padres. Se hallaba en
ese momento sentado tras la pared de cañabrava de la cocina. No se lo contó a
Shofi. Cancio y Shofi no comían con sus padres. No lo permitía su madrastra.
Ellos asaban plátanos en el fogón, o bien se hartaban, simplemente, de guayabas
o granadillas en el bosque.
Dormían en la cocina junto a los cuyes, sobre viejas pieles de jaguar.
Cancio no pudo dormir aquella noche. Lloraba en silencio. Shofi dormía
profundamente. La luna alumbraba la cocina por las rendijas de la pared y los
agujeros del techo de palma… ¿A quién comunicar su desgracia? ¿A quién pedir
auxilio en el pueblo? No tenían un solo pariente. (Sus padres no eran de allí). Y
eran todavía muy pequeños para ir a buscarse la vida… De pronto el muchacho
tuvo una idea. Cogió varias mazorcas de maíz de la barbacoa y las desgranó en sus
bolsillos. Iría por la Selva regando granos de maíz…
Francisco Izquierdo Ríos 385
con todos los matices del arcoiris, desde la espesura, les miraban con curiosidad y
conversaban misteriosamente, en voz baja.
Cancio y Shofi estaban poseídos de miedo horroroso, sobre todo por las
serpientes y los tigres, pero al mismo tiempo, asombrados de que esas fieras no les
hicieran daño. ¡Había algo de maravilloso en ello!
Por la noche, vencidos de cansancio y de pena, se durmieron abrazados bajo
una mata de bombonaje, cuyas hojas semejan sombrillas chinas.
Soñaron que una hermosa mujer, blanca como la luna, con un vestido
también de blancura lunar, descalza, con pies finísimos y larga cabellera rubia
que se desparramaba como rayos de sol en su espalda, estaba a su lado, ampa-
rándolos.
***
Desayunaron con los agradables cogollos de los bombonajes, que Cancio
extrajo. Luego trataron de encontrar los granos de maíz que el muchacho había
regado. No lo lograron.
—Los habrán comido las aves —pensó Cancio.
Y empezaron a caminar por el bosque con la intención de salir al sendero
real y regresar a su casa. Digamos mejor, comenzaron a errar, porque estaban
desorientados. Cancio quería ver sol para seguir su curso, pues se había dado
cuenta de que se ocultaba en dirección de su aldea, pero la Selva con sus densos
ramajes se lo impedía. ¡Estaban perdidos!
Anduvieron día tras día, durmiendo por las noches bajo las grandes raíces
sobresalientes de los árboles gigantescos, alimentándose con frutas, bebiendo el
agua de lagos y riachuelos. Las serpientes y los tigres no los atacaban, les miraban
pasar tranquilos. Y todos los animales de la selva se comportaban en igual forma.
Principalmente los monos fraternizaban con ellos. Además, por las noches, en
sueños, sentían la afectuosa compañía de aquella mujer de su visión primera.
¡Había, pues, algo de maravilloso en todo eso!
Hasta que una mañana, Shofi, que andaba un tanto alejada de Cancio, gritó:
—¡Una planta de maíz!
¿Una planta de maíz? Tras esa planta estaba otra, y otra, como en una cadena
verde sin fin a través del bosque secular. ¡Las aves no habían comido los granos!
—¡Qué felicidad!— se dijo Cancio, frotándose las manos.
Y siguiendo la ruta zigzagueante de las plantas de maíz, pronto estuvieron los
muchachos en el camino real, y de allí en su aldea. ¡Cuánta alegría sintieron, al
escuchar a la distancia, el canto de los gallos! Se detuvieron en el bosque de las
afueras, desde donde veían su casa, pues esta se encontraba casi unida a la Selva,
aislada de las otras casas.
Como siempre, el padre de los niños se hallaba durmiendo su borrachera
arrimado al tronco de mango. A su lado había una botella.
Francisco Izquierdo Ríos 387
Después de muchos días el valiente Cancio subió al árbol más alto de la boscosa
falda de un cerro, y vio al fondo, en el llano, una cabaña de palma que despedía
humo, por entre la espesura de la Selva, el humo salía de la choza como una
columna azul, en medio de la deslumbrante claridad de la mañana.
Bajó Cancio y contó a su hermana lo que había descubierto. Y se dirigieron a
la choza.
En esa choza vivía la Sacha Mama, la Madre del bosque, una vieja horrible,
devoradora de niños. Esa vieja tenía por cabellos, hierbas y sogas; por manos,
ramas; por dedos, garras; por nariz, algo parecido a un pico de loro, pero largísimo;
sus ojos eran como luciérnagas.
El hada amiga de Cancio y Shofi, que se paseaba a la orilla de un caudaloso
río, muy adentro de la Selva, y que como hada tenía la virtud de ver todo a través
del bosque y de toda distancia, se percató de que los niños iban hacia la vivienda
de la Sacha Mama. “Oh —dijo el hada—. Terrible destino los espera”, y pensó:
“Estos niños ya no desean regresar a su casa. Allí no los quieren. Ningún afecto les
vincula ya a los hombres… Pueden seguir viviendo en la Selva, pero hay el riesgo
de que cuando yo me descuide o me encuentre demasiado lejos, les suceda algo
malo…”; y continuó pensando a la orilla del río, con la punta de la varita mágica
en el mentón. “¡Oh! ¡Sí! ¡Mejor! Antes de que sus ojos puros miren al Monstruo
del bosque…”, habló como si hubiera encontrado una brillante idea, y sin pérdida
de tiempo levantó la varita mágica y dijo cerrando los ojos: “Transfórmense en
pájaros!”… Y Cancio y Shofi, convertidos en pajarillos, pasaron en raudo vuelo por
sobre la choza de la Sacha Mama…
Y una noche de luna llena fueron a su aldea y cantaron en el techo de su casa:
Ayamamaaaaaaaaaaaaannnnnnnnnn
huishchurhuarcaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…
(Nuestra madre ha muerto
y nos han abandonado)
Todos los habitantes de la aldea escucharon ese canto. Fueron conmovidos por
ese triste canto. La madrastra, enloquecida, entró en el bosque riendo a carcajadas.
El padre, que dormía como siempre su borrachera recostado al árbol de mango
enfrente de la casa, se levantó como un sonámbulo, suplicando, con las manos
hacia el techo: “¡Hijos míos, perdónenme! ¡Perdónenme!”.
Los pájaros, a la luz de la luna, como manchitas oscuras, retornaron a la Selva.
Y tras ellos, como tras un imposible, se fue también su padre.
Francisco Izquierdo Ríos 389
Pancho
Mario Florián
J osé Vilca tenía mala suerte. No encontraba trabajo. Hacía tiempo que lo venía
buscando por todo Lima. En los restaurantes le decían que el personal de
mozos estaba completo o que había llegado tarde.
—¡Qué mala suerte! —se lamentaba José Vilca—. Si hubiera venido a tiempo ya
tendría trabajo… Siquiera algo que comer…
Y como un pesado escarabajo se movía por las calles de la ciudad, con los
zapatos rotos, por cuyos agujeros miraban sus dedos tímidamente la vida, con el
traje de color ambiguo y raído, sin sombrero, el pelo muy crecido como las zarzas
de las cercas de su pueblo, pues no tenía dinero ni para hacérselo cortar.
José Vilca sabía leer. Así que una tarde, al pasar frente a una regia mansión,
se fijó en un cartelito colgado en la reluciente verja de hierro: “SE NECESITA UN
HOMBRE PARA CUIDAR PERROS”. Iba a tocar el timbre, pero se desanimó pensando
que no lo aceptarían; su dedo índice que iba a oprimir el botón se contuvo con
desgano… No estaba en condiciones ni para cuidar perros.
Algunas veces trabajaba alcanzando adobes y ladrillos en las construcciones
de casas que encontraba a su paso. Ganaba unos cuantos reales. Pero esta clase
de trabajo no le convenía. Y continuaba deambulando como un perro sin dueño,
recibiendo pedazos de pan que le daban algunos compadecidos parroquianos en
los restaurantes o recogiendo las cáscaras de frutas que arrojaban los hombres
felices en los parques y las calles, para comérselas con avidez. Tenía vergüenza de
pedir… En una ocasión, en un café, un hombre gordo le dijo: “¡Lárgate de aquí,
vagabundo! Un mozo como tú debe ganarse la vida trabajando”.
Cuando llegó de su pueblo tuvo ocupación. Vendía helados D’Onofrio. Con
gorra negra, guardapolvo blanco, depósito rodante y corneta, iba vendiendo la
mercancía por esas calles. Pero una mañana su carretilla fue hecha añicos en una
esquina por un auto particular; y no le destrozó a él, ya que en ese momento, por
ventura, entregaba el vuelto a un cliente en la acera. Vilca no fue más a la fábrica de
helados, desapareció en el laberinto de la urbe. De esa época guardaba un recuerdo:
394 Los cuentos de Adán Torres
Miedo
A Mario Florián
sombríos las oscuras aves tatataos conmovían la soledad con sus fuertes cantos
melancólicos semejantes a la fonética de su nombre; lo mismo una que otra chicua
de plumaje morado, agorera de lluvias y fatalidades.
Cansado el hombrecillo de su encierro, alzó la tapa del ataúd y sacó la cabeza…
Los otros pasajeros, al verlo, creyeron que era un difunto… Su labio partido, sus
anchos dientes como de caballo, que le daban la apariencia de estar sonriendo… la
mitad de su cara arrugada… Aquellos, sin reflexionar un minuto, con paraguas y
todo se tiraron de bruces desde el camión a la barrosa carretera. El camión seguía
su marcha roncando bajo la lluvia… El fantástico hombrecillo quiso avisar al chofer
lo ocurrido, pero el aguacero y el ruido se lo impidieron. Entonces, encogiéndose
de hombros, se sentó en el ataúd con su cuero de tigre sobre la cabeza.
Dentro de la lluvia se dibujó un pueblito. El conductor detuvo el camión frente
a una fonda, y se bajó, igual cosa hizo el hombre del ataúd, quien se despidió
rápidamente de aquel, agradeciéndole, pues dicho lugar era la meta de su viaje. El
chofer, sorprendido de no ver a los otros pasajeros, quiso preguntar al hombrecillo,
pero este había ya desaparecido con su ataúd a la espalda. Reanudó su marcha bajo
la lluvia, y hasta ahora no sabe qué es lo que sucedió en su camión durante aquel
viaje.
398 Los cuentos de Adán Torres
Leíto
con una especial cucharita de plata que lleva en el bolsillo pectoral de la camisa,
mata torciéndoles el pescuezo a las gallinas, y a los pavos cortándoles la lengua,
para lo cual, previamente, los emborracha con vino, haciéndoles beber el licor
ceremoniosamente, como un diosecillo de la mitología bárbara, en una copita de
cristal, en el patio.
Una semana antes de cada 19 de marzo, día de San José, por el amanecer, la
banda de músicos del vecino pueblo de Ponaya —treinta cholos emponchados,
con gruesas bufandas, sin sombreros, hirsutos, con retorcidos instrumentos de
metal como bejucos, platillo, triángulo, redoblantes, bombos— escandalizan a
Cony con una violenta diana, seguida de huainos y marineras y de uno que otro
cohetón que revienta con estruendo de granada en el espacio, frente a la chata
casa de Leíto. Las gallinas aletean asustadas, los perros ladran, los caballos corren
lanzando coces; los gorriones, los zorzales, huyen de las huertas al bosque, en
alocado vuelo.
Así se inician las fiestas patronales en Cony.
Leíto, en esta ocasión como en las Fiestas Patrias, viste la mejor ropa: pantalón
corto, chaqueta con botones hasta el cuello, medios zapatos, calcetines hasta las
rodillas y un fino sombrero de paja ceñido por ancha cinta con los colores de la
bandera peruana.
Así va —en este caso sin sombrero, pero bien peinado, con una raya como
carretera al medio de la cabeza— en la procesión de San José; antecede a los demás
mayordomos, llevando el pendón de la iglesia. A él, como mayordomo principal,
le corresponde ese honor.
Su abuela, su madre y otras personas contratadas ex profeso, sirven la mesa en el
banquete central de las fiestas, al que es invitado casi todo el pueblo. Leíto, sentado
entre el señor cura y el señor alcalde, preside la mesa; de cuando en cuando se levanta
a dar órdenes o llama a su madre y le habla al oído.
La casa rebosa de gente: la sala, el patio, la cocina, la huerta. La banda de
músicos sopla y sopla sus tonadas bullangueras en el patio.
Al comenzar el almuerzo, Leíto se pone de pie y dice: “Señoles, es hola de
tomal y comel. Están en su casa. Señol cula, señol alcalde, señol gobelnadol”.
Ya caldeados los ánimos por las frecuentes libaciones, el gobernador se levanta
copa en mano y dice: “Señores, os invito a tomar esta copa por el gran Leíto”.
“¡Por el gran Leíto!”, recalcan todos en coro, con las copas en alto. “¡Por el gran
Leíto!”.
Leíto, humildemente, insinúa: “Pol nuestlo glolioso patlón San José”.
“Por él y por ti, Leíto”, autoriza, gravemente, el señor cura.
Luego, al maestro de escuela, quien acostumbra empinar el codo y que en el
banquete, sabe Dios por qué razones, se muestra parco en el beber, Leíto le dice
sonriendo: “Emboláchese no más, señol maestlo. Con confianza. Está en su casa.
Emboláchese”.
Todos ríen, celebrando la indudable picardía de Leíto.
402 Los cuentos de Adán Torres
Lámpara de aceite
A José Felipe Valencia-Arenas
E ra una enorme huerta con árboles frutales. Entre la pequeña casa de paredes
de barro y techo de palma y el alto muro que cerraba la finca a la calle, había
un espacio claro, como patio, con rosales, geranios, violetas, claveles y un
coposo mango, a un costado, parte de cuya sombra caía sobre un lado de la casa.
Palomas y otros pájaros, alguna que otra escondida víbora y doña Urfa vivían
en ese predio boscoso de un apartado barrio de la ciudad. La anciana continuaba,
así, en un parecido ambiente, su existencia transcurrida en la Selva amazónica.
Había retornado a su ciudad natal después de una ausencia de cincuenta años.
Todos sus parientes eran ya polvo en el cementerio.
Doña Urfa se fue adolescente, tras un hombre, a las selvas del caucho… Borras-
cosa vida de Magdalena la suya en aquellas remotas tierras ásperas deslumbradas
por el auge del oro negro… El dueño de la finca no se preocupó por saber nada de
su pasado; cuando, de manera casual, la conoció, le cedió su arrinconada propie-
dad para que la cuidara.
La anciana vivía allí sola. Apenas tenía su cama y una lámpara, la que, por
las noches, brillaba en la oscura habitación como una luciérnaga del bosque…
Lámpara confeccionada de una concha de caracol, con aceite de higuerilla y mecha
de algodón, sobre un delgado soporte de madera, como todas las lámparas que usa
el pueblo en las tierras de la Selva peruana que no tienen luz eléctrica.
Era alta, con cintura de avispa, con color de tierra parda, negros ojos no muy
grandes, largo y abundoso cabello como pedazo de sombra nocturna. Cuando
moza, Urfa Lavajos tenía la vanidad de compararse a las palmeras. Efectivamente,
su talle poseía esa esbeltez… Aunque de rostro no muy agraciado, había en ella algo
de fascinante… y, ya en su ancianidad, mantenía aún el aire de lejanos encantos,
si bien con un permanente rictus de incredulidad y desdén, propio de una mujer
que había vivido tanto, para quien no existía ya nada en este mundo que podría
causarle asombro.
Francisco Izquierdo Ríos 403
Casi no conversaba con nadie. Solitaria, iba por agua a los manantiales de
las afueras, con el cántaro de barro en la cabeza. Algunas noches, con un amplio
pañuelo de seda de colores en la espalda, a modo de chal, olorosa al penetrante
perfume que en un diminuto frasco había traído de Iquitos, la legendaria ciudad
peruana del caucho, se dirigía al centro de la población, a la calle de las tiendas de
comercio, como una vieja mariposa, como una vieja libélula, como un ave rara.
En las noches de luna le placía pasear por la huerta de gigantescos árboles o en el
patio coloreado de flores.
Pero la anciana hetaira volvió a rendir culto al amor en aquella pequeña casa
de paredes de barro… Sigilosamente, bajo el misterio de la noche, iniciaba a los
adolescentes en los secretos de Eros.
Una tarde, con cielo encapotado de nubes, sofocante calor, ráfagas de viento
que chocaban contra los ramajes de los árboles, la vieja Urfa sintió escalofríos…
luego, al anochecer, fiebre. Se acostó, encendiendo la lámpara. Antes, cerró con
tranca la puerta; no estaba, esa noche, para nadie. Después de rayos y truenos
horrísonos, la tormenta se precipitó en lluvia torrencial agitada por fuerte viento;
sonaba estruendosamente en la boscosa huerta. La vieja ardía en fiebre. Se agravaba.
Penosamente veía la lámpara, oía algo de lluvia violenta, sus ojos tenían un fulgor
azulado. Al hombre que la llevó a las tierras del caucho lo mataron otros caucheros
en las profundidades de la Selva, para arrebatárselo a ella. Hombres con ojos de
víboras… Los lupanares de Iquitos, Manaos, Belén de Pará… El centelleo de las
libras esterlinas… Precisamente, ella tenía, dentro de un pequeño baúl dorado, un
cofrecito con algunas libras esterlina todavía. Quería levantarse a apagar la lámpara,
pero ya no podía; daba manotazos inútiles en el vacío. La extraña enfermedad,
surgida tan bruscamente, la estaba acabando. Se sentía como en un desierto. El
cántaro de agua se hallaba allí no más, en un rincón… sin embargo, lejos… Su hija.
Ella, Urfa Lavajos, también tenía una hija. Ella también fue madre… La lámpara
de aceite brillaba como un puntito rojo en la tiniebla. Era lo único que veía. Casi
no oía ya la lluvia, que también iba muriendo… ¡Su hija! No sabía ni quién era su
padre. Un día, en Iquitos, la adolescente se fue, abandonándola, con un cauchero
al abismo de los bosques. Ella la siguió hasta el puerto, llorando. La lancha se
perdió en la curva del río, y ella estuvo en el puerto hasta la noche, llorando… No
supo más nada de la muchacha indómita… La vieja Urfa, en los estremecimientos
de la agonía, de repente gritó desde sus entrañas el nombre de su hija: “¡Perla!”, y
murió… En sus ojos abiertos quedó brillando un instante la lámpara como una
luciérnaga del bosque…
404 Los cuentos de Adán Torres
Los Garay
Tango
U n poco del día entró por la claraboya del cielorraso a la oscura y húmeda
cantina, iluminando a Carlos Trauco, quien, ante lo cual, sonrió y pidió al
mozo otra botella de cerveza.
Se acordó de su remota tierra natal. Siempre le sucedía esto a Trauco y más
cuando estaba bebido. Ante un estímulo externo, se le aparecía vivamente en el
alma cualquier paisaje o suceso de su vida.
Era empleado público en la ciudad de Tril, y como casi todos los empleados
de esa ciudad solía embriagarse de tiempo en tiempo, sobre todo los sábados.
Entonces, tambaleando, iba de cantina en cantina bebiendo más, con amigos que
encontraba o simplemente solo.
—La vida es maravillosa —dijo—. Este pedazo de día que baña mi rostro…
¡Salud por la vida! —y bebió el contenido de su vaso.
El pueblito en que nació… Con ansia retuvo su imagen desde la loma de las
afueras, cuando salió de allí una mañana en un viaje aún sin retorno… Las casas,
los huertos, el río…, las torres de la iglesia.
—¡Mozo, toca el tango Mano a mano! El mozo le informó que no había electrola
en el bar.
“Mano a mano hemos quedado…”, se fue mascullando por la calle. Entró en
otro bar… “¡Mozo, sírveme una botella de cerveza!”, dijo, sentándose junto a la
electrola.
Noche de luna lluviosa en aquel pueblito de la cordillera, a donde Trauco arribó
como empleado público. El viento y la lluvia estremecían los árboles, mientras su
gramófono-maleta (compañero inseparable de Trauco en todos sus viajes) cantaba
el tango Mano a mano en la voz profunda de Carlos Gardel.
—¡Mozo, toca el tango Mano a mano! —y le dio una moneda de cincuenta
centavos.
Francisco Izquierdo Ríos 407
Ladislao, el flautista
—¿Oyes, maestro?
—¿Qué?
—Flauta.
Y toda la clase se sume en religioso silencio. A cual más, los muchachos tratan
de oír, levantándose de las carpetas.
—¡El Ladislau!
—¡Sí, el Ladislau!
—Solo el Ladislau, maestro, sabe tocar así la flauta.
—No puede ser Ladislao, niños. Su padre, hace poco, me ha dicho que está
ausente y que ya no regresará al pueblo. Ha ido a Chachapoyas, donde su madre.
—El Ladislau es, señor. Ha llegado ayer, al anochecer, con la lluvia. Yo lo he
visto.
La escuela es ya un revuelo.
En todos los labios tiembla el nombre de Ladislao. Y una profunda ola de
simpatía cruza la escuela de banda a banda.
—El Ladislau es, señor… Allí está su cabeza.
—Sí, maestro. Allí está, véalo, véalo usted. Está mirando por el cerco.
Efectivamente, la cabecita hirsuta de Ladislao aparecía por sobre el pequeño
cerco de piedras de la escuela.
—Zamarruelo… Vayan a traerlo.
Y tres de los muchachos más grandes de la clase van como un rayo en su busca,
y después de un rato vuelven sin haber podido coger a Ladislao. Y solo dicen:
—Señor, se escapó a todo correr, como un venado, por el monte.
Francisco Izquierdo Ríos 409
Cuento de Navidad
“ ¡Esa luz!”, dije a la dama, ante un rojo farolito que velozmente corría y se perdía
en la oscura noche por la rocosa falda de un próximo cerro de la cordillera.
”Es de Fanela Sabarbí”, me contestó.
Las montañas que rodeaban a la ciudad parecían torreones fabulosos. Algunas
lámparas hogareñas parpadeaban a través de las ventanas en la población, así
como los luceros en el sombrío firmamento.
”Hace muchos, muchísimos años, Fanela Sabarbí era la muchacha más bonita
y más alegre del lugar— me contaba la dama, en el balcón de la casa, desde donde
se dominaba el paisaje de la ciudad y sus alrededores.
”Había que verla en un baile…, ¡la reina, señor! ¡La reina!… Todos los hombres
la cortejaban.
”Una mujer mimada de la sociedad. Ninguna fiesta se celebraba en esta ciudad
sin la presencia de Fanela Sabarbí. En los paseos campestres destacaba como ama-
zona, en su airoso caballo blanco, con su elegante traje de montar, con su cuerpo
escultural.
”El canto de todos los pájaros estaba en su voz. Todo el cielo, en sus ojos… En
suma, una regia mujer, uno de esos seres extraordinarios, rebosantes de gracia y
optimismo, que hacen olvidar lo perecedera que es la existencia.
”Fanela tuvo un gran amor. Un joven forastero, como usted… Pronto debían
casarse… Pero el joven, de la noche a la mañana, retornó a su lejana tierra. Y Fanela
Sabarbí se volvió triste como un ciprés. No le gustaban ya las fiestas. Se hizo asidua
concurrente a la iglesia… El joven no regresó más. Y una tarde, después de un
torrencial aguacero, Fanela desapareció, misteriosamente, de su casona y la ciudad.
”(La niebla comenzaba a velar las altas montañas y la población; aun una de
sus alas pasaba rozándonos, en la ventana).
”Y la luz que acaba usted de ver —concluyó la dama— es la lámpara de Fanela
Sabarbí. Está encantada, en el espacio rocoso de ese cerro”.
Francisco Izquierdo Ríos 413
El gallo
A Antonio Cornejo Polar
ratos para hacerle descansar de los golpes y sacudones del vehículo, le llevaba en
la mano. En Casma, en el lavabo del hotel donde nos hospedamos, le hice tomar
agua y lo bañé ligeramente, luego lo encerramos con llave en el carro, durmió en
el garaje. Al día siguiente, por la mañana, a la hora de nuestra partida, nos jugó
una mala pasada: saltó por la portezuela abierta del carro a la calle, no sé cómo
demonios había conseguido desatarse de la soga que le ceñía. Corrió por la calle
con las alas y el cuello extendidos. Logramos atraparlo a dos cuadras del lugar,
cerca del mercado, por supuesto tras un escándalo mayúsculo; la gente se reía a
carcajadas.
“Ya en mi casa, en el Callao, mis hijos —dos pilluelos que equivalen a diez— lo
acogieron con verdadero júbilo. El pobre Caimán estaba, a pesar del cuidado que
le prodigué, con las patas y el cuerpo renegridos; tenía aún a la altura de la rodilla
izquierda una herida que sangraba. Los chicos lo lavaron con agua salada tibia,
le vendaron las patas y lo soltaron. El pollo, como si nada tuviera y no sintiese
el cambio de ambiente —de la Sierra a la Costa—, recorrió vivaz el patio, cazaba
gusanillos y, al anochecer, de un salto se encaramó a la pequeña higuera que había
en una esquina.
“Mis hijos hicieron del Caimán el centro de sus atenciones y juegos. Para todo
era el Caimán. Sixtilio, el menor, le seguía por el patio y los corredores, con las
manos en la cintura, bailando y cantando:
Se va el caimán,
se va el caimán,
se va para Barranquilla…
“Comía con envidiable apetito. Se banqueteaba con los desperdicios de la
cocina. Le dábamos, además, lechuga, maíz, arroz, vita-ovo. Paseábase por las
habitaciones. Estaba muy engreído. Se convirtió en el mimado de la casa. Y lo más
asombroso: lentamente se fue transformando, adquiriendo una gallarda estampa;
primorosas plumas rojas y negras le fueron brotando como por milagro en todo
el cuerpo, lo mismo que el dorado botón de su cresta. Se iba metamorfoseando
como El patito feo de Andersen.
“Caimán infundía ya respeto. Había cambiado su modo de andar y de comer:
lo hacía con cierto orgullo y con roncos gorgoritos altaneros.
”En uno de esos amaneceres oímos un sí y no es de canto de gallo, feo canto,
entrecortado, de aprendiz, que nos hizo sonreír. Era el Caimán. Asustado este de su
propia voz, se tiró de bruces de la higuera y corrió por el patio aleteando, gritando;
serenose luego y permaneció algunos minutos en un rincón, avergonzado. Durante
una semana enmudeció. Hasta que en otro amanecer volvió a cantar y ya no se
asustó; su canto fue más limpio, más completo, aunque no del todo perfecto, le
faltaba algo todavía.
“Los muchachos, al darse cuenta de que su gallo ya cantaba, se alegraron
bastante y lanzaron hurras en su honor. Caimán, a partir de ese acontecimiento,
cambió mucho en sus modales, se tornó más serio, más pudoroso. Por la mínima
cosa volvíase colorado, su rostro y su cresta se llenaban de sangre.
Francisco Izquierdo Ríos 415
Pablo Lucero
T odos los días, por la oración, Pablo Lucero se lava, se peina, se acicala, se
perfuma, ensaya ante el espejo su habitual sonrisa, y sale a la calle. Su
buena tía —la única persona con quien habita la casa— le deja ir.
El resto del día labra la tierra en la campiña de los contornos de la ciudad.
Vive en un barrio apartado… Generalmente viste ropa de oscuro dril, sombrero
de paño granate, bufanda blanca, alpargatas y bastón con empuñadura de oro. Los
días domingos o feriados se pone un basto terno de casimir azul, corbata violeta y
pañuelo celeste emergiendo del bolsillo pectoral del saco.
Camina despacito y habla del mismo modo, con acento infantil.
Todo el mundo lo conoce… Cuando usted, querido lector, vaya a la ciudad de
Corobamba, lugar de nuestro personaje, si en un baile enamora a varias muchachas
a la vez, le dirán: “¡No sea usted Pablo!“, o bien ”¡No pablee usted!”. Han inventado
en Corobamba el verbo “pablear”.
Precisamente todo ello se origina de Pablo Lucero. Así como hubo un Don
Juan, infatigable amador, o el novelesco personaje Licenciado Vidriera, que se creía
de vidrio, hay en la ciudad de Corobamba un Pablo Lucero, que se cree amado de
todas las hijas de Eva.
Escribe cartas a las mujeres, diciéndoles que su pasión es inmensa como el
mar. Echa las cartas, sigilosamente, por debajo de las puertas.
Va tras cualquier mujer por la calle, a cierta distancia y con su andar
silencioso.
Se pasa horas enteras bajo un balcón o una ventana, espiando a la muchacha
o muchachas que viven allí.
A pesar de su habitual sonrisa irónica y del húmedo brillo de sus ojos, no tiene
nada de sátiro. En el palacio iluminado de su gran corazón platónico están las
imágenes de todas las mujeres.
Francisco Izquierdo Ríos 417
Él trabaja, sostiene a su anciana tía. Pero el otro Pablo Lucero no tiene reme-
dio.
Cuando las mujeres salen de misa, en la Catedral, él, desde el atrio, inmóvil
como una estatua, les mira y sonríe a todas…, luego va tras sus sombras.
418 Los cuentos de Adán Torres
Bajo la lluvia
—Procedería como te acabo de decir… Se mata o se pelea por algo que valga la
pena… Yo estoy aquí, por haber defendido los derechos de mi pueblo…, por haberle
salvado de un tirano, un hacendado implacable robador de tierras…, explotador de
la pobre gente… Fue una tarde ensombrecida de nubes, en un recodo del camino…
Sí, una tarde ensombrecida de nubes… Un fuerte viento doblaba los árboles…, el
gran terrateniente abusivo iba por el camino como siempre, con sombrero de paja
alón, con polainas, carabina a la espalda, en su conocido caballo negro, de espesa
crin y trotar brioso…
Ricardo Gárate volvió a sollozar, exclamando: “¡Estamos perdidos, hermanos!
¡Por toda la vida! ¡Para esto no hemos debido nacer!...”.
Patricio Huañambal lo miró con desprecio.
—Déjale, Patricio —terció, indolentemente, uno de los presos desde su camastro.
Tú piensas y sientes de un modo y él de otro modo.
Nuevamente la lluvia sepultó a Pisay, capital de una provincia serrana del Perú.
422 Los cuentos de Adán Torres
Páramo
L a luna llena está asomando, por entre las nubes oscuras, como un enorme
rostro purpúreo de mujer.
Todos los habitantes de la aldea miran esa luna impresionante. Pero quien la
observa con más inquietud es el zapatero remendón Aquiles Paico, un hombrecillo
cojo y jorobado.
—¿Qué le parece la luna, vecino? —me dice con su apagada vocecilla, cuando
paso por la acera de su casa, desde la portezuela en que se halla.
—Nunca he visto una luna tan extraña, Aquiles.
—Me da miedo, vecino.
Y camina a un costado mío, con su peculiar figura, medio inclinado como
si fuera buscando algo en el suelo, con viejo sombrero de paño verde, viejo saco
gris que le llega hasta las rodillas, tosco bastón bajo el brazo. Nos detenemos en la
esquina, contemplando la luna fantástica.
—Quiero preguntarle una cosa, vecino.
—Te escucho, Aquiles.
—¿Habrá gente en la luna?
—Quién sabe…
—Yo no sé por qué creo que debe haber…
Aquiles Paico y yo vivimos en la aldea Suray, a dos cuadras del mar. La gran
ciudad de Muf no está lejos, apenas a quince minutos en ómnibus.
Como en los cuentos, su hermana menosprecia a Paico: lo ha confinado a un
cuartucho, en un extremo de su residencia. En ese cuchitril, hecho de fragmentos
de madera y de cartón, el jorobado vive y remienda los zapatos de pocos vecinos,
pues la mayoría prefiere a dos zapateros más que hay en la aldea.
Francisco Izquierdo Ríos 423
A las seis de la tarde, después de su trabajo, o en los días feriados desde tem-
prano, Aquiles se sitúa a un lado de la portezuela del enrejado de la casa de su
hermana, que también es su casa, pero que ella le ha vedado, solo le permite pa-
rarse en la portezuela… Paico permanece en ese lugar hasta muy entrada la noche,
mirando la calle por sobre la reja, con su rostro como pedazo de yermo. Cuando
paso por allí, a mi casa, lo saludo calurosamente, a modo de alentarlo, de expre-
sarle que no se encuentra tan solo.
Paico es un páramo humano.
Todas las mañanas de los domingos, por la larga calle, con su conocido indu-
mento, va a misa, a la iglesia ubicada en la plaza de armas.
En una oportunidad, mientras esperaba que concluyera de remendar mis
zapatos, me contó con su apagada vocecilla: “Cierta vez, vecino, acudí a uno de los
orfelinatos de mujeres de Muf. Me fui hasta con corbata… Antes había presentado
a la Reverenda Madre Superiora del orfelinato una solicitud, con certificados de
conducta, mi fotografía y dos mil soles oro. ¿Sabe usted para qué? Pidiéndole que
me concediera como esposa a cualquiera de sus pupilas… Yo sé que ninguna de las
mujeres de la aldea o de otro lugar puede quererme. ¿Quién puede quererme a mí,
vecino? En los orfelinatos de mujeres suelen hacer casar a las que han alcanzado
la edad conveniente… Había en el patio del orfelinato otros pretendientes, jóvenes
sanos, vigorosos, muy bien vestidos. Yo me arrimé a la sombra de un florecido
jacarandá, en un rincón del patio; de allí observaba… Era una mañana de domingo
con sol. Un lindo día, vecino… Las muchachas estaban frente a nosotros. Una me
gustaba más por garbosa, por la vida que reía en toda ella… La Madre Superiora
llamaba a los candidatos, de acuerdo a los expedientes, cada uno de ellos cogía de
la mano a la mujer elegida, y el señor cura los iba casando en la capilla próxima…
De pronto tuve miedo, vecino, tuve miedo, y escapé del edificio…”.
424 Los cuentos de Adán Torres
Selva
A Arturo D. Hernández
Otorongo. Jaguar.
Shiringa. Jebe.
Francisco Izquierdo Ríos 425
¡Mi pobre amigo Ruperto! Una mañana que andábamos en busca de caza, fue
tragado por una boa. Yo perseguía un jabalí, cuando escuché el grito angustioso de
mi amigo. Corrí, pero solo llegué a ver su carabina en el suelo y a la boa que huía
pesadamente, con la panza llena.
Comprendí en el acto lo que había sucedido. Y yo que soy un buen tirador, no
es por alabarme, seguí al monstruo carabina en mano, le seguí, le seguí, hasta que,
en un sitio un poco despejado, arrodillándome, le disparé en la cabeza y sin darle
tiempo le descerrajé dos tiros más a la altura del vientre. La inmensa boa, en los
estertores de la agonía, se chicoteaba violentamente, retorcíase, quebrando ramas
y arbolillos de su rededor; luego quedó muerta, temblando. Le partí el vientre con
mi cuchillo, allí adentro estaba hecho una masa mi amigo Ruperto. ¡Pobre!, ni
lloré; ¡en la Selva no se llora por nada! No hice más que encogerme de hombros y
exclamar, como si fuera un rezo lleno de resignación fatalista: “Ahora te tocó a ti,
Ruperto; mañana será a mí”.
Envolviendo en anchas hojas la masa informe que era mi amigo lo llevé al
campamento. Todos aceptaron calladamente la desgracia. Le enterramos junto a la
blanca raíz sobresaliente de un árbol de ojé, que parecía una lápida; grabamos allí
el nombre del compañero infortunado, una cruz y la fecha de su muerte.
La boa, pues, “echa hilo” al hombre y al animal; estos, sin poder explicarse qué es
lo que les sucede, empiezan a caminar hacia un sitio como si tuvieran los pies manea-
dos, el cuerpo adormecido, hasta que descubren a la boa que les mira intensamente.
Es decir, la boa hipnotiza cuando el hombre o el animal no le han visto, pero si estos la
descubren primero, pierde, como por arte de magia, todo su poder. “Echa hilo” con los
ojos muy abiertos, desapareciendo esa fuerza cuando los cierra; de ahí que la víctima
cree, por ratos, estar libre, pero no es más que una mera esperanza…
Muchos hombres se libran de la muerte por su serenidad, muerden a la boa
en el preciso momento que se enrosca en ellos; entonces, el ofidio se desenvuelve
y abandona a su víctima, muriendo luego. El mordisco del hombre es venenoso
para esta serpiente. También muchos, al sentirse arrastrados, cortan en cruz el
“hilo” magnético de la boa con su machete en el aire, quedando maravillosamente
libres de esa fuerza.
Como repito, hay que tener valor y serenidad para hacer estas cosas. Mas,
en la Selva, uno a todo se aviene, a todo se hace, se vive allí como en un mundo
mágico, donde los hechos más extraños ya no sorprenden. Nosotros, por ejemplo,
agarrábamos las crías de las boas y las hacíamos enroscarse en nuestros brazos
desnudos. Es que hay esto: si el hombre resiste sin flaquear a una de esas boítas,
por naturaleza ya forzudas, se vuelve más fuerte, la fuerza de ella pasa íntegramente
a él, sucediendo lo contrario si es derrotado. Yo he tenido la suerte de salir siempre
victorioso de esas pruebas, por eso mis brazos son duros como el acero.
Hay serpientes viejísimas parecidas a enormes troncos de árboles, están cu-
biertas de madera, de cortezas descompuestas y mezcladas con barro, donde cre-
cen hierbas y arbustos, caminan produciendo un rumor como de aguacero. Yo,
una vez, me he sentado a picar tabaco en una de ellas, creyendo que era un tronco,
y corrí al sentir que se movía.
426 Los cuentos de Adán Torres
Así vivíamos, alertas a todo peligro; dábamos un paso luego de haber meditado
primero, pues fuera de los peligros mencionados había que tener presente que
dentro de los ramajes, confundida con las hojas, se encontraba la “víbora loro”,
de veneno muy activo como el de la misma cascabel; adheridas a las hojas
estaban las bayucas peludas, que ocasionan intensas quemaduras en la piel y,
sobre todo, pegadas a la corteza de los árboles de copaiba y de jebe las ponzoñosas
chicharramachacuys, insectos ciegos, con larga y aguda lanceta en el tórax, con
la que pican volando al azar, y no se desprenden del cuerpo de su víctima, sino
cuando está muerto. Matan también con su veneno a los árboles donde viven.
Quizá por su misma ceguera están dotados estos horribles insectos de una
asombrosa capacidad sensorial; rápidamente sienten la presencia del hombre o
del animal y se lanzan al ataque, volando locamente en círculos.
Son más temidos que las serpientes. Su picadura se sana únicamente con el
acto sexual; en este caso —es curioso—, si la víctima es hombre puede tomar a la
mujer que esté a su lado o encuentre en su ruta; y si es mujer… En fin, gozan de
amplia libertad.
Me estaba olvidando del Chullachaqui. Es un demonio que tiene la particu-
laridad de transformarse en todo para tentar al hombre: en animal, árbol, agua,
piedra, en mismo hombre… Sin embargo, cuando toma la figura humana tiene
un defecto: sus pies desiguales, de ahí su nombre y de ahí también que sea fácil
reconocerle, su pie derecho es como de gente adulta, normal, no así el pie izquier-
do, que es chiquito como de una criatura recién nacida o también como pata de
tigre… Siempre nos molestaba en el campamento, sobre todo en las noches silba-
ba, tosía, hachaba, nos tiraba palos, frutos, levantaba los mosquiteros y cuando
disparábamos nuestras wínchesteres se alejaba riendo a carcajadas.
Así vivíamos, lejos del mundo…. Yo era víctima casi todas las noches de
sueños extraños, fantásticos, que perturbaban mi naturaleza; veía corros de
mujeres vestidas de transparentes velos, que bailaban bajo los árboles, cogidas de
las manos, al son de músicas dulces y luego se esfumaban; soñaba que en el río
próximo se bañaban mujeres de blancos senos y rubias cabelleras, que buceaban
y salían, que me sonreían y llamaban; soñaba que los árboles se convertían en
mujeres de formas mórbidas, insinuantes… Era atroz… Entonces, pensaba en los
bufeos de los ríos, que tienen algo semejante a las mujeres…
Los caucheros peruanos y brasileños, encerrados meses y meses en la Selva, se
veían urgidos a acercarse a las bufeas…. Yo les doy la razón…. ¡Usted comprende
que estar tanto tiempo sin mujer es una vaina!
Y en una pálida noche de luna, yo y mi infortunado amigo Ruperto pescábamos
con anzuelo en un recodo del río. La Selva aparecía en todo su esplendor, velada
apenas por el tenue cendal de sus propias exhalaciones… Las caimanas, una tras
otra, se dirigían pesadamente por la playa a poner sus huevos cavando junto a los
árboles, las charapas hacían lo mismo en la arena, los bufeos lanzaban copos de
espuma sacando los hocicos a flor de agua y los peces saltaban en toda la extensión
del río produciendo ruidos como rumor de besos… Un travieso vientecillo
desparramaba espesas esencias…, esencias que excitaban nuestros nervios…
De pronto, varias bufeas de torneados lomos se aproximaron a la orilla,
jugueteando graciosamente como niñas… Mi amigo Ruperto se abalanzó como
un loco sobre una de ellas… Yo hice lo mismo… ¡La Selva, señor!… ¡La Selva!
Cuando terminó su relato don Juan Panduro, viejo cauchero de la Selva
amazónica, la luna estaba ya como una garza sobre los árboles.
Florencio Urquía
A Jorge Flores Ramos
—Pero, hermanito, todo el mundo lo dice y bien conoces tú a ese viejo malo, sin
corazón —recalca Toribio Ramos, dando un lampazo a la tierra dura.
—¿Y cuándo será el entierro?
—Mañana.
—¡Cómo estará la Soledad, que ha perdido a su único hijo!
—Más sola que nunca.
—No hace dos años que murió también su marido.
—¡Pobre Eleuterio! Se cayó del techo de la casa de don Telésforo cuando estaba
arreglando goteras. Ya no abrió los ojos…
Callan los cholos. Y con las bocas verdes de coca, prosiguen levantando en la
mañana estremecida por frío viento el cerco de piedras de la huerta de don Tobías
Fernández, compadre de don Telésforo Rojas y zorruno tinterillo.
***
En el corredor polvoriento del mercado que da hacia la calle, las vivanderas,
sentadas junto a sus envoltorios de menestras y cubiertas con mantas hasta la
cabeza, conversan, tiritando de frío.
Al frente, la boca de la cárcel se abre como un abismo. Por la acera empedrada,
un guardia civil con grueso capote negro y fusil al hombro se pasea, va y viene
como un péndulo. Sus pasos suenan en las piedras.
—Dicen que la mujer de don Telésforo, doña Isabel, le ha regalado veinte soles
a la Soledad para el entierro de su hijo Florencio.
—Será por remordimiento.
—Dicen que también le ha dado el ataúd.
—De ese modo querrá lavar el crimen de su marido.
—Cállate, habladora. Te pueden llevar a la cárcel.
—¡Qué cárcel ni qué cárcel! Es la pura verdad. ¡Don Telésforo mató a Florencio!
Desde la paliza que le ha dado no se levantó el muchacho. ¡Viejo maldito!
—Está bien, Antonia. Lo que tú dices es verdad. Pero en este mundo; ver, oír y
callar…
—Tú puedes hacer eso, pero yo no. ¡Me hierve la sangre! ¡Me hierve!
—¿Y qué dirá la Soledad? —pregunta Concepción Zuta.
—¡Qué ha de decir! Llorando, llorando estará… A ella también tarde o temprano
le ha de matar ese viejo diablo, puesto que es su esclava —habla, exaltada, Antonia
Chuquipul.
El guardia civil, frente a la oscura boca de la cárcel, como un péndulo viene y
va. Sus pasos suenan en la pétrea acera…
—Yo no comprendo cómo don Telésforo y su familia son así. ¡Malos!... Viven
solo en la iglesia. Doña Isabel y sus hijas cosen los vestidos para los santos…
432 Los cuentos de Adán Torres
Cuando viene al pueblo el señor obispo, se hospeda en su casa. ¡Yo no sé! —habla
Elvira Malca, que hasta este momento permanecía callada.
Nadie le responde.
El viento aúlla como una manada de pumas hambrientos en las calles y huertas
de Lantay.
***
Asunción Vilca y Elisa Culqui lavan ropa en el río verde botella de las afueras
del pueblo, bajo los álamos de la orilla.
A pesar del viento helado, cantan zorzales, huanchacos, pichuisas, en las
piedras, en los florones de los magueyes; por todas partes.
Balan ovejas y relinchan potros en los pastos verdeamarillos, en las lomas
redondas.
El canto de los gallos aflora por sobre las casas grises y las sombrías huertas de
nogales de Lantay.
—¡Pobre Soledad! Se fue su única esperanza.
—Sí, pues. Y tan buen hijo que era Florencio. Él solo, sin ayuda de nadie, estaba
construyendo su casita en el cerro. Y muchachito todavía. ¡Era todo un hombre!
—A don Telésforo no le ha parecido bien que Florencio hiciera su casa.
—Que… Si, según él, Florencio era su esclavo y la Soledad lo es también; le debe
por vida. Yo, por eso, no saco nada de la tienda de ese viejo malo; tiene la costumbre
de recargar el precio y de aumentar, a su gusto, la cuenta. De manera que siempre se
le debe… toda la vida se le sigue debiendo… nosotros y nuestros hijos. Amén.
—¡Pobre Soledad!
—Y ahora se endeudará más, con los gastos para el entierro de su hijo… El
ataúd no más cuesta un platal. ¿Y el señor cura? El señor cura también cobra,
cobra no más, aunque no esté presente en el entierro.
—Dicen que doña Isabel le está ayudando a la Soledad.
—No creas, Asunción. Todo irá a la cuenta de la pobre... ¡Como si no conocié-
ramos a esa gente!
—¿Y has sabido? El pobre Florencio ha muerto de la paliza que le ha dado don
Telésforo.
—Todo el mundo sabe eso. Y es la pura verdad. Yo le he encontrado a Florencio
en el camino, al anochecer, junto a los tunales, cuando huía de la hacienda de don
Telésforo, casi sin poder andar, llorando…
—Y nadie dice nada, nadie puede decir nada.
—¿Quién le pone soga al puma?
Y las dos mujeres lavan, lavan, a la par que fluye su charla como el río, que
muy abajo pasa, partiéndola en dos, por la hacienda de don Telésforo Rojas
Casaverde.
Francisco Izquierdo Ríos 433
Penumbra
A Esther M. Allison
pájaros, a las nubes fugitivas… Cierta tarde que yo retornaba a Lagor de una aldea,
hallé a doña Filomena en una curva del sendero; de pronto surgió ella desde su
escondrijo tras un negro pedrón rodeado de cactos, mi caballo, asustado, pegó un
salto y por poco me arroja de bruces. Doña Filomena tenía en la mano un ramo de
azucenas silvestres; sin decir palabra subió al pedrón y se quedó mirando el lejano
horizonte. Entre los resplandores del sol muriente y los apagados velones de los
cactos, parecía un extraño ídolo.
Su casa —“la casa de las locas”, como la llaman— se alza, ruinosa, en las afueras
de la ciudad, próxima a un barranco festonado de álamos y eucaliptos. Allí, doña
Filomena rinde culto secreto al hijo amado: tiene en la pared un retrato de Víctor
Lomay, al pie del cual arde permanentemente una pequeña lámpara roja, como
su corazón alucinado.
***
“Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Diooooossss….!”
Una noche de juerga en Lima, di, acompañado de varios amigos, en uno de
esos modestos bares. Serían las dos de la mañana.
Bebíamos, cuando nos golpeó en el alma ese terrible verso de Vallejo. Era un
hombre mal trajeado y borracho como una cuba, quien lo voceaba.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
Abren zanjas oscuras…”
Y se aproximó a nosotros.
—¡Quiero beber! —gritó apoyándose en la mesa.
Le hicimos campo, invitándolo a sentarse, y a beber.
—Yo soy Fausto Cueva, señores… De Tacna —dijo bebiendo de un tirón la copa
de pisco, y pidió más.
Se lo dimos.
—Vallejo, Vallejo… Hay golpes tan fuertes… Serán tal vez los potros de bárbaros
Atilas. Son… No tengo un centavo… Soy periodista —prosiguió nuestro hombre.
Un viejo periodista…
Tomó parte del licor y con la copa en la mano continuó hablando: “Los
periodistas, los escritores en el Perú se mueren de hambre, tísicos, indigentes…
Muchos han muerto y mueren así… Martínez Luján… Vallejo… el pobre
Lomay…”.
—¿Víctor Lomay? —le dije rápidamente.
—Sí. ¿Usted conoció a Víctor? —me preguntó el hombre, mirándome fijamente.
—Sí. Conozco también a su madre y a su hermana: viven en Lagor.
—Efectivamente… Lomay era de esos distantes lugares… Un mozo inteligente
que fue tragado por este monstruo azul de la bohemia… Escribía en todos los
438 Los cuentos de Adán Torres
periódicos de Lima, de esta Lima sirena encantadora que atrae a los provincianos…
Un mozo con talento… Su especialidad eran las crónicas policiales. Nadie le
aventajaba en este terreno. Hacía verdaderas novelas de cada caso… Le pagaban
mal… Luego el alcohol. Este alcohol cristalino e inocente al parecer, como agua
de arroyo, refugio de los que sufren, de los que esconden algún dolor… ¡Maldito
y bendito a la vez! —bebió el resto que le faltaba de la copa, tirando luego esta al
suelo donde se hizo añicos.
Mis amigos, aburridos y escandalizados, se despidieron. Yo me quedé con
aquel hombre. Seguimos bebiendo y conversando.
—Dígame, ¿por qué se interesa usted por Víctor Lomay? — me preguntó.
Le referí todo lo que sabía de él.
—Nos conocimos en la redacción de un periódico —dijo entonces Cueva—.
Éramos muy amigos, jóvenes pletóricos de ilusiones, conquistadores del mundo…
Y vea usted en lo que hemos venido a parar: yo, arrastrando esta vida de paria,
solo, sin familia, sin afectos, y el otro en la tumba, convertido en polvo, en nada…
Pobre, murió atacado de pulmonía violenta... Le encontré tirado en el Jirón de
la Unión una madrugada invernal, hilos de sangre manchaban su boca. Tenía
yo veinte soles. Lo cubrí con mi abrigo y lo llevé en un carro al Bar Romano; allí
le hice tomar un ponche con coñac para reanimarlo. En seguida lo conduje al
hospital Dos de Mayo; allí murió… Yo estuve con él hasta el último momento…
Lo enterraron en la fosa común… ¡Y pensar que Víctor fue hasta Subprefecto!
¡subprefecto! ¡Sub-pre-fec-to!...
Se quedó callado. Luego, al cabo de un rato, me habló:
—¿Decía usted que vive su madre?
—Sí, su madre y su hermana, en Lagor. Están locas.
Moviendo la cabeza, hundiose en pesada somnolencia.
Iba yo a partir, cuando despertó y, tomándome de la mano, me dijo suavemente,
con indudable ternura:
—Oiga, joven, cuando regrese usted a Lagor bésele las manos a la madre del
pobre Víctor en mi nombre. ¿Quiere?... En nombre de Fausto Cueva.
En sus ojos había un húmedo fulgor de bondad, como luz de estrellas en un
pozo abandonado.
Amanecía.
Francisco Izquierdo Ríos 439
Linorio
L a pequeña ciudad, tan pacífica, estaba inquieta por la llegada del mago
Linorio.
Y esa inquietud iba creciendo a medida que el mago presentaba sus funciones
en el local del mercado, a falta de teatro en la pequeña ciudad. Se contaba que
tenía el poder de hacerse invisible; que con una mirada dormía a una muchacha;
que volaba por las noches, como un búho, por sobre la ciudad; que veía a través
de las paredes… Algunas mujeres, temerosas, dejaron de transitar por la calle
donde se había alojado, en una casa particular, a falta, asimismo, de hotel en la
localidad. Los niños, sí, pasaban y repasaban la calle, pero sigilosamente, mirando
con disimulo, por las rejas de la ventana, la habitación del mago.
Linorio permanecía con el mismo vestido y maquillaje que usaba en sus funcio-
nes: bata, turbante, sandalias; pálido rostro, hinchados párpados brillosos, grandes
ojeras. Y la naturaleza no podía haberle dotado de un físico más conveniente para
su extraña profesión: magro, ojos saltones, nariz como zanahoria… Cuando salía a
la calle, agregaba a su indumentaria un paraguas rojo, para defenderse del sol o de la
lluvia, pues en la ciudad de nuestro cuento el clima es asombrosamente variable.
Linorio vino a este mundo en un remoto pueblito. Se decía que su padre fue
un cura, circunstancia que contribuía a darle mayor “prestigio maligno”, ya que,
según el pueblo, los hijos de los curas tienen algo que ver con el diablo. Linorio
había nacido solo para mago, aptitud que cultivó de modo extraordinario en la
populosa ciudad de Bijao, donde hay gran afición a la magia, al espiritismo, a la
prestidigitación, al hipnotismo. El joven aldeano rápidamente superó a sus colegas
de Bijao, recibiendo el aplauso consagratorio en todos los teatros.
***
Las nueve de la noche en la pequeña ciudad de nuestro cuento. Una orquesta
de cuerdas, ubicada entre el improvisado teatrín y el público, abre la función con el
pasillo Flores negras. Luego, en el proscenio de tablas, iluminado con varias lámparas
440 Los cuentos de Adán Torres
sombrío cementerio de Baquíjano, cuando salió de allí, por la enorme puerta, esa
mujer con un cesto grande en la mano: subió al tranvía, y se sentó junto a mí…
Era pálida y con nieve ya en las sienes. Me miraba con sus ojillos de una filuda
claridad escrutadora.
—¿Usted, usted señora vive en el cementerio? —le pregunté.
—Sí, señor. Con mi marido. Somos los cuidadores del panteón.
—¿No tienen miedo?
—¿Miedo a qué? ¿A los muertos? Miedo hay que tener a los vivos, señor…
Y me contó que, justamente, por las noches soltaban una media docena de
perros bravos, a los cuales mantenían encadenados durante el día. “Es para cuidar
a los muertos de una posible rapacidad de los vivos”, recalcó.
—¿Tienen algún tiempo viviendo en el cementerio?
—Cerca de veinte años.
Adentro, en el fondo, en medio de las tumbas poseen una pequeña casa. Sus
familiares, hijos, nietos, amigos, van a visitarlos de cuando en cuando; y comen
yu beben allí… ¡Vino y alegría en la tierra de los muertos!
—¿Y en la noche, señora? ¿En las noches?
—Escuchamos radio… Mi marido lee… Yo coso…
—¿No oyen ruidos?
—Lo que el viento hace en los cipreses…. El vuelo de los búhos, de los mur-
ciélagos…
—¿Llantos? ¿Gemidos?
—¿De quiénes? ¿De los muertos? Los muertos ya no lloran.
Quise interrogarla sobre si alguna vez habían enterrado a un muerto aparente,
y que este, entonces, pudo haberse retorcido y gemido en el espantoso encierro de
su tumba. Pero callé… Además habíamos llegado al paradero donde yo debía bajar.
Ella iba al mercado.
“Los ojos de esa mujer tenían filuda claridad de tanto mirar la muerte”, musitó
Abelardo, contemplando el vasto paisaje por la ventana abierta.
Francisco Izquierdo Ríos 443
Agua de mar
demasiado; era un reloj en forma de caracol, de color plomizo, con antenas doradas.
“¿Y este caracol?”. “Cuesta cincuenta soles”, le respondió el paciente empleado.
“Hágame una rebajita”, le solicitó el celendino. “Es precio fijo, señor”… Y después
de breve discusión, el celendino le propuso: “Bueno, ya que no quiere hacerme
usted una rebaja, me llevaré el reloj, pero con una condición”.”¿Cuál?” “Que me dé
como yapa ese chiquito que está allí”. El chiquito era un reloj de pulsera, de oro,
que costaba más de mil soles…
—¡Ja, ja, jaaaaaaaaaa…!
—¡Ja, ja, jaaaaaaaaaa…!
Rieron todos, aun el propio celendino Minchán. El cusqueño Orejuelas, sin
poder contenerse, tapándose la oreja enferma con las dos manos, exclamaba:
“¡Qué ocurrencia! Quería de yapa un reloj pulsera y de oro. ¡Qué ocurrencia!”.
—¿Y qué diría el empleado? —preguntó la piurana, sofocada por la risa y lu-
chando con el hijo que se le escurría de la falda.
—Lo que nos interesa saber es qué dice sobre este asunto nuestro querido
amigo Minchán —insinuó el viejo Orejuelas, como tratando de picarle la lengua
al celendino.
—¿Yo? …, pues yo les voy a contar otro cuentito sobre un paisano del señor
—dijo apuntando al del cuello de jirafa.
—¡Empiece!
—¡Empiece!
Le instaron los demás.
Y Minchán, secándose el rostro y la nuca con su pañuelo verde, comenzó:
“En el camino de Moyabamba a Rioja, cerca de esta última ciudad, a orillas del
río Tónchima, existe la pequeña hacienda “El Sapotal”. Dueño de esta hacienda,
en la época de nuestro relato, era Ananías Rucoba, a quien tuve la satisfacción
de conocer en uno de los tantos viajes que hice a Moyomabma en mis afanes de
comerciante…”.
—¿Usted es comerciante? —le interrumpió el huancaíno, que parecía ser
igualmente del oficio.
—Todos los celendinos son comerciantes —se entrometió el del cuello de obe-
lisco—. Van a Moyobamba a comprar principalmente sombreros de paja. Viajan por
todo el mundo, como los judíos y los chinos… Una vez en el océano Índico pesca-
ron una ballena, y en el vientre de la ballena encontraron vivitos y coleando a un
shilico con un bolso de sombreros a la espalda y a un chino con una balanza…
—¡Alto ahí, señor! —habló el gordo Minchán—. Cuando un gallo canta, los
otros escuchan…
—Tiene razón el señor Minchán —aprobaron los otros—. Continúe usted, señor.
—Bien, dijo Minchán—. Rucoba, el propietario de “El Sapotal”, a pesar de su
situación económica más o menos holgada, no era feliz. Sí, ¡no era feliz! Padecía de
446 Los cuentos de Adán Torres
“pinta”, enfermedad que se conoce por esos lugares con el nombre de “Pinta-Ccara”
o sea, “Piel pintada”. “Ccara” es palabra quechua… ¿No es así, señor Orejuelas?
Usted, como cusqueño, conoce mejor ese tierno idioma de nuestros gloriosos
antepasados, los incas…
—Efectivamente —contestó Orejuelas—. “Ccara” es palabra quechua y significa “piel”.
—Rucoba, pues —siguió Minchán—, se hallaba veteado de blanco, como si él
mismo, a propósito, se hubiera pintado con barniz. Había contraído la enfermedad
de un momento a otro, según decía él a causa de haber comido carne de huangana
(jabalí). En la selva el mal de “pinta” es común, y lo hay de color negro, marrón y
blanco. Los hombres aquejados de estas distintas clases de “pinta” hacen pensar en
seres fabulosos, de otros planetas. ¿El origen de la singular enfermedad? ¡No lo sé!
En los pueblos amazónicos creen que proviene del agua, de ciertos vegetales, de la
carne de ciertos animales silvestres. El hecho es que parece ser incurable. Tanto que
Rucoba realizaba lo imposible para sanar y no lo conseguía. Hasta se embadurnó
con el jugo del fruto verde de la jagua, que tiene la propiedad de tornarse negro
como pez y adherirse a la piel en tal forma que no sale sino con la misma piel
que se desprende, después de uno o dos meses. Rucoba, de este modo, por un
tiempo, se convirtió en hombre negro, los ojos le centelleaban como luceros en
noche lóbrega, parecía demonio, espantaba aún a su propio perro. Se descascaró,
mudó de piel como la serpiente, pero ¡nones!, la enfermedad no desapareció,
las manchas de su piel quedaron más brillantes, con tonos áureos. Se moría de
desesperación. La enfermedad fue creándole terrible complejo de inferioridad. Ya
no salía a la ciudad. Vivía recluido en su hacienda… Empero, uno de esos hombres
de espíritu travieso, que no faltan y les gusta divertirse con los achaques del
prójimo, le dijo un día: “Ananías, yo conozco el remedio para tu mal”. Ananías
pegó un salto de contento. “Sencillamente —le dijo aquel hombre— el remedio
para tu mal es el agua de mar”. Y le refirió que él había visto en los pueblos de
Loreto curarse, como por arte de magia, con esa agua a un montón de gente que
sufría de “pinta”. Bastaba tomar una copita de esa agua y frotarse el cuerpo con ella
durante tres o cuatro días, al amanecer. Rucoba, como es natural, estaba ansioso
por obtener el preciado líquido. Pensó hacerlo llevar de la Costa valiéndose de
algún amigo o bien él mismo viajar a esa lejana tierra, entonces, sí, tendría el
inmenso océano Pacífico a su disposición. Soñaba con el mar… En ese momento
decisivo, de paso a Lima llegó a “El Sapotal” Baldomero Vílchez, secretario de la
prefectura de Moyabamba, quien se vio obligado a quedarse ese día en la hacienda
por una tormenta inesperada. Rucoba lo acogió con inusitada afabilidad. Ordenó a
su mujer que le preparara una suculenta comida, a base del mejor ejemplar de las
aves de corral. Él mismo desensilló el caballo de Vílchez y lo amarró en el pesebre
con abundante pasto. Al día siguiente, después de un también opíparo desayuno
con pollo y huevos fritos, Vílchez se sorprendió cuando a una pregunta suya,
Rucoba le dijo que no le costaba nada la atención que había recibido. Pero Rucoba
le pidió un favor…”¿Cuál? Estoy para complacerle”, le dijo sinceramente Vílchez.
Rucoba le manifestó que, a su regreso, le hiciera el gran bien de llevarle una botella
de agua de mar. “¿Agua de mar?”. “Sí, señor Vílchez” ¿Y para qué?”. “Para curarme
esta maldita enfermedad que padezco”, le dijo Rucoba. Sin contradecirle, para no
Francisco Izquierdo Ríos 447
E s una ciudad de cordillera. Se halla sobre una alta meseta rodeada de cerros
de elevación desigual y casi todos ellos de pura piedra. Por el norte cierra el
horizonte una gigantesca montaña cubierta de vegetación, cuya falda, con
sementeras y arroyos, cabañas y ganado, es una alegre campiña de la ciudad; en
cambio, su extensa cumbre siempre está velada de nubes sombrías.
Sobrecogedores abismos, con torrentes y riachuelos tronantes, se abren en
torno de la población. Cerca, formando un profundo y angosto valle florido a lo
largo de su dilatado curso, corre un turbulento río de aguas verdes. En suma, un
paisaje propio de cordillera, con expresiones violentas y suaves a la par.
Era ya la media tarde, cuando yo contemplaba una fuente bajo la roca de uno
de los cerros aledaños a la ciudad. Por dos agujeros abiertos como ojos en la roca
viva caía agua en una especie de taza labrada en la piedra, por la misma acción del
agua, a través del tiempo inmemorial. Las hojas de trepadoras plantas cactáceas,
semejantes a fajas de acero, ceñían apretadamente la roca.
—Buenas tardes, señor —me saludó, de pronto, un viejo pastor de cabras.
—Buenas tardes —contesté, un tanto extrañado de ese personaje aparecido
repentinamente.
—¡No, no! ¡Cuidado! —decía el viejo, apartando a sus cabras de la fuente.
—¿Por qué no las deja beber?
—Esta fuente es encantada, señor. Si mis cabras tomaran el agua del caño de la
derecha, se cobrarían un odio tremendo entre ellas… y si del caño de la izquierda,
se volverían demasiado amorosas… El agua de estos caños produce amor y odio
en quien la bebe. ¿Usted no lo sabía?
—No. Soy forastero.
Y mientras sus animales saltaban por las rocas, el viejo se sentó al lado de la
fuente, y me dijo que el agua de esta era utilizada en la ciudad para hechizos de
Francisco Izquierdo Ríos 449
amor. Todo forastero se quedaba para siempre en ella, debido a que alguna mujer
le hacía beber sin que se percatara el agua del amor de esa fuente. “¡Y cuidado con
usted!”, expresó sonriendo el anciano.
Después de mirar hacia la población dorada por el ocaso, prosiguió: “Una
vez llegó a la ciudad un joven forastero, muy simpático. Todas las muchachas
se lo disputaban. Los forasteros siempre despiertan curiosidad en el lugar donde
llegan y son los preferidos de las mujeres. Al joven de nuestra historia muchas
le hicieron beber secretamente el agua del amor de esta fuente, y otras tantas,
la del odio, de tal suerte que el mozo anochecía amando ardientemente a una y
amanecía odiándola, sin saber por qué… El pobre hombre se convirtió en juguete
del capricho de las mujeres y del poder mágico de esta fuente… Adiós, señor”, y el
viejo se perdió por el cerro con sus cabras.
450 Los cuentos de Adán Torres
La maestra de la Selva
A Ciro Alegría
—Para esta desgracia sería que se ha reído la chicua ayer en los árboles del pan
—habló doña Betsabé—. Y que la lechuza también ha venido riéndose todas estas
noches.
—¡Maldito río! —profirió la maestra, mirando con cólera al río, cuyas aguas en
creciente amenazaban tragarse a la escuela misma.
—¡Cuándo dejará de comer gente este río! —expresó doña Betsabé.
—¡Nunca! —contestó la maestra.
Ella y su madre, como siempre, aguardaban, de pie en la puerta de la escuela,
a los niños que llegaban en sus livianas canoas de los diferentes sitios de la Selva,
de los contornos en que vivían, cuando descubrieron al náufrago, al pobre Julián
Curinari. Doña Betsabé no se había equivocado al reconocer al muchacho a primera
vista.
Las oscuras canoas de los niños se hallaban enfiladas como caballos de agua
frente a la puerta de la escuela.
Era la temporada de lluvias y el río estaba creciendo. Sus aguas se habían inter-
nado ya cuadras de cuadras en los bosques ribereños, principalmente en las hoya-
das. Enormes troncos, con sus raíces y ramas a flor de agua, bajaban lentamente
como barcos fantásticos. Las aguas, hediondas a barro, habían ceñido a la escuela
como un ancho cinturón rojizo. No existía ya puerto donde atracar, estaba borra-
do. Los árboles del pan que delante de la escuela eran viva expresión de alegría,
otrora con sus grandes hojas y sus pájaros cantores, tenían agua hasta la cintura y
parecían llorar la desolación del ambiente, desolación, tristeza, que se hacía más
aguda en la voz quejumbrosa de los tibis que volaban rasgando el cielo sombrío a
lo largo del río bravo y misterioso.
La maestra y su madre estaban presas, bloqueadas, por el agua. Ex profe-
samente construida la escuela para estos desbordamientos de la naturaleza,
resistía el empuje bárbaro del río. Era como un arca, con los gruesos horcones
de huacapú que la sostenían, sus paredes de tallos rajados de pona y techo de
hojas también de esta palmera. El piso, tejido de los mismos tallos, se encon-
traba como a tres metros del suelo, al que se ascendía en tiempos buenos, de
sol, por una pequeña escalera; ahora las aguas se debatían bajo él, así como
zancudos y fieras.
De repente, junto a la escuela, sacaba su fea cabeza un caimán o bien se peleaban
debajo manadas de estos animales, emitiendo sus gritos característicos. Las boas
también aparecían por allí, asustando más que los caimanes a la maestra y a doña
Betsabé, algunas de esas serpientes hasta metían la cabeza en la sala de la escuela
o subían al techo. Pero en las noches infundían más miedo a las dos mujeres
esas fieras, con sus ruidos y peleas, no obstante que Trifonio Pinchi, un indígena
más monstruosas, según la cantidad de lluvias que cae por las cabeceras de los
ríos, en los Andes lejanos.
***
—Esta creciente del río es más fuerte que la de otros años —dijo Trifonio
Pinchi.
—Ay, sí compadre —confirmó doña Betsabé, que cosía a mano—. Todo está
alagado… montes y pueblos.
—Yucales y platanales están por los suelos, debajo del agua.
—La escasez va a ser peor.
—Como nunca, comadre Betsabé.
—Oiga usted, compadre Trifonio —habló Alicia, que estaba trabajando el parte
de asistencia mensual de su escuela para enviarlo al inspector de educación de la
Provincia lo más pronto, con un mensajero y evitarse así una posible multa.
—¿Qué, comadre Alicia?
—¿Qué sabe usted de Julián? Desde ese día que lo llevaron sus padres, no ha
vuelto a la escuela. Yo no he podido ir a verlo, tengo miedo al río.
—El pobre está con fiebre, comadre… Enfermo de pena por su hermanita
Amelia.
—Se querían mucho los pobres —comentó doña Betsabé.
—Y dicen que no sanará… No quiere comer nada… Todo es timblar… suñar…
dilirar… llurar… ¡El mal del río!
—¡Qué alegres eran! Daba gusto verlos llegar al puerto en su canoíta, con su
talega de fiambre y sus libros… Julián en la proa y Amelia en la popa, bogando con
sus ramos —continuó recordando doña Betsabé.
Se hizo un silencio entre ellos. La noche era lóbrega, como toda noche lluviosa
en la Selva. La lluvia que caía por tandas, como ráfagas de metralla, el chapoteo de
caimanes y boas en las aguas debajo del piso de la escuela y uno que otro silbido
de víbora, hacían crujir los vidrios de la espantosa soledad.
Alicia se levantó a poner un poco de querosene a la lámpara.
—Julián —prosiguió Pinchi—, solo está pues delirando. Yo le he visto y le he
oído. “Me augo, me augo… ¡Mi ñaña Amelia, mi ñaña Amelia!”, dice y rumpe a
llurar. Cuenta también, como en sueños, que su hermanita vive dentro del río,
con los yacurunas.
—Dicen, pues, que las mujeres que se ahogan siguen viviendo dentro del río,
en los palacios de oro de los yacurunas…. ¡Pobre Julián! ¡Pobre muchacho! —se
condolió doña Betsabé, lanzando un profundo suspiro.
Yacurunas. “Gente del agua” (Del quechua, yacu, ‘agua’; runa, ‘hombre’). En la Selva creen que
vive gente en el fondo de los ríos y lagos.
454 Los cuentos de Adán Torres
—¡Julián morirá! —dijo Pinchi en tono misterioso, como si hablara con las
sombras, con la noche. El río lo llama. Así es este río maldito; no se contenta con
la harta gente que come… quiere más y más como caimán hambriento.
Un lúgubre grito, desde río adentro, perforó como un puñal el alma de la
noche.
—¡Otro que ha naufragado! —dijo Trifonio Pinchi.
—¡Otro! —asintió, mecánicamente, doña Betsabé, arrodillándose a rezar fren-
te a un cuadro del Corazón de Jesús que pendía de la pared, actitud que imitó
Pinchi.
Alicia se levantó, angustiada, abrió la ventana y arrojó a las aguas, rompién-
dolo antes en pedazos, el parte de asistencia que estaba elaborando para enviar al
inspector de educación.
Francisco Izquierdo Ríos 455
Terencio
Igualmente, los días feriados… A veces, doblegado por la turca, no acierta a meter
la llave en la cerradura de la puerta de su casa y se queda dormido en el umbral.
Cuando llega todavía más o menos recio, a cualquier hora de la noche, enciende,
pues, todas las lámparas de su mansión, y continúa bebiendo allí del bien surtido
bar que posee, hablando a su ama de llaves tan rápidamente que la pobre mujer
no le entiende ni jota. Si de sano es difícil entenderlo, por su peculiar manera
veloz de hablar, de borracho es ya absolutamente imposible. Particularidad que le
crea embarazosas situaciones con sus amigos, pues ocurre que estos aprueban lo
que él está negando o viceversa.
Casi como siempre, Terencio amaneció un día vencido por la turca, sin
desvestirse, al pie de su cama, roncaba el bueno de Terencio. Y sucedió que un
gorrión, de los tantos que hay en la huerta y suelen picar el cristal de la ventana
o entrar a las habitaciones, se posó en su nariz… y rompió a cantar allí con mayor
alegría, ante el regocijo del ama de llaves.
Francisco Izquierdo Ríos 457
Cuentecillos
EL MUERTO
En Tayén, ciudad serrana del Perú, vivía hace algún tiempo un hombre muy amigo
de la holganza como la cigarra de la fábula. Su mujer día y noche tejía mantas de
lana. No tenían hijos.
Aquel hombre era barbudo y usaba siempre poncho bayo terciado al pecho,
sombrero de paja alón a la pedrada y toscas botas.
Al influjo de copas ligeras recorría la ciudad pronunciando discursos en las
esquinas y plazuelas, bailando huainos y marineras, diciendo versos galantes a las
mozas, o se sentaba en el poyo de un corredor a imitar con la boca y las manos un
fogoso bordoneo de guitarra.
Recorría también la ciudad en su caballejo blanco y crinado, dándose ínfulas
de consumado chalán.
Agotaba todos los temas de la historia del Perú en sus discursos.
Esta clase de vida, por supuesto, no era del agrado de su consorte, sentimiento
que, sin embargo, no preocupaba en lo más mínimo al atorrante de don Lucas,
que así se llamaba nuestro personaje. “La vida no es para estar con enojos, linda
palomita”, le decía graciosamente a su mujer.
—¡Eres peor que el shihuín! —le reprochaba aquella, aludiendo al pájaro
holgazán de ese nombre, que no tiene nido, que vive andando en la noche y
durmiendo durante el día en cualquier parte.
El viejo Lucas, por toda respuesta, le decía una galantería o un verso. Y se salía
a su mundo: la calle.
Un día decidió comprobar si le amaba o no le amaba su mujer. Cuando ella fue
al mercado, se proveyó de cuatro grandes cirios y un crucifijo, tendió al medio de
la sala una manta, a cuya cabecera ubicó el crucifijo, encendió los cirios, los colocó
en los extremos superiores e inferiores de la manta, y calculando que su mujer
458 Los cuentos de Adán Torres
LA VACA
LA NOCHE Y HORACIO
Horacio March Iparraguirre es un pintor argentino, que hace muchos años vive en
el Perú. Salió de su patria con el ánimo de recorrer toda América, ambas Américas,
del sur y del norte, pero del Ecuador dio media vuelta y plantó la tienda de su
inquietud en los lares de Manco Cápac, Bacaflor y Vallejo. Visitó el lago Titicaca,
Machu Picchu y Chan Chan; ha pintado en sus telas motivos de las remotas
culturas prehispánicas, paisajes marinos y rincones limeños… Siente y ama al Perú
con intensidad, con sinceridad… ¡y quién sabe nunca ya se aleje de su ámbito!
Horacius, como le llaman sus amigos cariñosamente, es todo bondad; ingenuo
como un niño, artista deslumbrado de todo lo que le rodea… y un bohemio
impenitente… Le gusta, entre todos los licores, el vino, ¡el mosto que calienta la
sangre y puebla el alma de sueños!
Una ya madura noche estival de luna, nuestro querido Horacio, con unos
cuantos tragos de vino adentro, vagaba por un suntuoso barrio residencial de
Lima, y de pronto, percibió un aroma exquisito… Provenía del muro de plantas de
un chalet cercano, de donde un jazminero proyectaba sus ramas florecidas hacia
la vereda, los menudos y delicados jazmines blanqueaban más a la luz de la luna…
Horacio se aproximó al jazminero, y después de aspirar un rato el divino aroma, se
decidió a coger un puñado de las flores, cuando una pesada mano se posó en su
hombro… el artista volviose y se encontró con un tombo (policía).
—Me acompaña a la Comisaría —le dijo el tombo.
—¿Por qué, señor guardia? —le preguntó Horacio, con la timidez que le caracteriza.
—Me pregunta todavía por qué… Le estuve observando, estuve observando
desde la esquina sus movimientos sospechosos… Y esa su cara, esos sus ojos,
no son de buena gente... ¿Qué quiere usted con esta residencia? —y el policía le
miraba de pies a cabeza.
—La verdad es, señor guardia, que yo vine atraído por el perfume de estas
florecillas de jazmín… ¿No le parecen a usted bellas?... ¿Y su aroma?... ¿En esta
noche de luna?...
—Ah, usted es poeta…
—No, señor guardia…
—¡Hágame el servicio de seguir su camino, hombre!
—Buenas noches.
Y Horacio March Iparraguirre (“más parra que aguirre”, según expresa él mismo
risueñamente) se perdió con sus sueños por la avenida de frondosos árboles
manchados de luna.
460 Los cuentos de Adán Torres
EL CACHO
Con el nombre de cacho conocen en la Selva Alta del Perú a un pájaro nocturno,
de plumaje terroso, que no tiene nido y que, según la leyenda, anhela construirlo
solo cuando siente el frío de la noche o el azote de las lluvias. Entonces, afirman
las gentes que dice a través de su canto angustioso: “¡Mañana voy a hacer mi casa!
¡Mañana sin falta hago mi casa!”; pero cuando llega el día o pasa la lluvia, el cacho
olvida su promesa, y se duerme en cualquier parte. La hembra pone sus huevos,
igualmente, en cualquier parte, dentro de la arena, de la hojarasca, de un pajal,
debajo de una piedra, de un tronco caído, y los abandona a su suerte.
Pájaro bohemio, el cacho en las noches por los campos vaga y durante el día
duerme. Es un tuno.
Los otros pájaros le desprecian. “¡Haragán!”, le dicen. Y “¡dormilón!”. Pero él se
ríe de los que así lo consideran. Vaga, dice su canción y duerme.
Solo cuando la lluvia y el frío de la noche lo afectan, el muy tío se lamenta y
chilla a los cuatro vientos su deseo de edificar casa. Pero cuando la noche o la lluvia
pasa, ¡se ríe de todo el cacho bohemio!
También conocen a este pájaro con el nombre de Paulino. Quizá porque hubo,
en época lejana, algún hombre llamado Paulino, que era un grandísimo haragán.
¡Claro! En el mundo existen hombres como el cacho, despreocupados, que
dejan para mañana lo que deben hacer hoy, que prometen una cosa y no la
cumplen…
RÍO DE PIEDRAS
No hay paraje del Perú que, además de su hermosura natural, deje de tener el en-
canto de una leyenda, de una historia.
Más allá de la ciudad de Chachapoyas, en el camino a la Selva, está el lugar
de Rumi Shitana. Las palabras quechuas de su nombre significan literalmente:
“Arrojar piedras”. En efecto, en este paraje existe a la vera del camino un negro
pedrón incrustado en el cerro, con una boca blanca por donde salen, seguramente
a ciertas horas del día y de la noche, millares de limpias piedrecitas, de modo que
siempre se ven montones de estas junto a él.
Rumi Shitana es un codo dentro de un abismo rodeado de cerros gigantescos,
en donde el pedregoso camino voltea hacia el oriente y el áspero viento choca y
se arremolina.
Al fondo, corre un río turbulento y espumante. Y al frente, en la cara rugosa
de un cerro se halla grabada nítidamente, en alto relieve, la figura de una vaca, a
la que los nativos llaman Vaca huilca (vaca sagrada). Es como una verdadera vaca
que corriendo se hubiera quedado adherida al cerro ante un impulso mágico. Una
extraordinaria obra de arte de la naturaleza.
Francisco Izquierdo Ríos 461
EL HERMANO BURRO
Lenguas de luna entraban en la sala por las puertas y ventanas abiertas; al centro se
hallaba sentado en un sillón don Irineo, dormitando los humos de una borrachera.
A don Irineo le gustaba frecuentar las tiendas de Baco. Siempre estaba achispado.
En esa condición no permitía que nadie lo molestara. De manera que dicha
noche reinaba en la casa profundo silencio, la familia se había recogido a las
habitaciones interiores. Solo en la huerta, blanqueada de luna, un ligero viento
bisbiseaba en los ramajes de los altos guabos y cocoteros; así como un burrito,
irreverentemente parado en el mismo umbral de la puerta a la calle, que de cuando
en cuando, urgido por alguna comezón, golpeaba los cascos con violencia en el
suelo.
—¿Quién se atreve a turbar mi sueño? —rugió don Irineo, y como en ese
momento el burro golpeara nuevamente los cascos, se dio cuenta de que era aquel;
entonces, llamó a uno de sus hijos:
—¡Teodoro!
—¡Papá! —se presentó el muchacho.
—¡Saca de allí a tu hermano! —le ordenó el viejo señalándole el burro.
Teodoro se acercó al pollino orejudo y cogiéndole amorosamente del pescuezo,
le dijo en voz un tanto alta, para que oyera don Irineo:
—Hermanito, dice papá que vayamos a dar un paseo por la plaza.
462 Los cuentos de Adán Torres
El vendedor de pájaros
A l lado izquierdo del conductor del repleto tranvía en marcha hay una jaula
con tres canarios amarillos. Y junto a la jaula un hombre con gorra negra,
alpargatas y sin saco, desaliñado, anciano, alto, mayormente blanco, de
nariz aguileña… ¡Sus ojos! Azules de tristeza…
—¿Un cigarrillo?
Y el extraño me mira, me recibe el cigarrillo. Enciendo el suyo y el mío con un
fósforo.
—¿Vende canarios?
—No solo canarios. Toda clase de pajarillos.
—¿Es usted peruano?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Sus facciones parecen de extranjero.
—Soy hijo de alemán. Nací en el Callao.
Y me cuenta que es difícil el negocio de los pajarillos. Alimentarlos. Cuidarlos.
Venderlos… Cazarlos…
—¿Los caza?
—Sí.
—¿Dónde?
—En muchas partes… Sobre todo en los bosquecillos del Rímac.
Por lo amaneceres y las tardes se oculta con su red dentro de los bosquecillos
del río que pasa por en medio de la enorme ciudad de Lima. Imita el canto de los
canarios, para atraerlos.
—Muchas veces no atrapo nada. Regreso con la jaula vacía.
Francisco Izquierdo Ríos 463
Elodía
vacas y ovejas de Cumba son del padre Vásquez. Su casa es la mejor del pueblo, de
tejas, de dos pisos y con balcón, a orillas de la herbosa placita de armas. En uno
de los cuartos del piso bajo, con puerta a la plazuca, ha establecido una tienda
comercial de telas y abarrotes, la única del lugar. Los últimos años de su vida, cual
resplandores de un sol poniente, los está pasando en su aldea natal de acuerdo
con su deseo. Esto no quiere decir que el padre Vásquez sea un viejo temblón,
es por cierto un anciano de más allá de los setenta, pero vigoroso, parece que en
él no ha trabajado profundamente el tiempo marchitador, aspecto realzado más
por su elevada estatura y corpulencia. Su risa es como un trueno. Hace pensar el
cura Vásquez en un árbol secular de la Selva. Vive comiendo y durmiendo bien,
vendiendo telas, jabón, fósforos, querosene, velas, calentando por costumbre el
cuerpo al sol mañanero en el patio de su casa, jugando a las cartas con don Eliseo
Córdova, celebrando santos rosarios por las noches de los sábados y misas los
domingos en la iglesia y de vez en cuando enterrando muertos. Y aunque a él la
muerte no le preocupa, tiene ya fabricado su ataúd, de madera de naranjo, el que
guarda en su propio dormitorio, arrimado a la pared. También ha hecho levantar su
mausoleo de ladrillo y cal en un sitio preferente del rústico cementerio. “Todo para
su debido tiempo” dice el padre Filiberto, sonriendo. Su “único dolor de cabeza”,
como él clama, es su nieto Hildegardo, un muchachote que estudia educación
secundaria en la capital de la provincia, y está ya más de ocho años en el colegio
y no concluye los estudios, siendo estos solo de cinco años. Le gustan al maula el
vestido elegante y las fiestas, despilfarrando en tales cosas los dineros del padre
Filiberto, a quien siempre convence en su favor contándole mil fábulas. Cuando
Hildegardo aparece en Cumba, lo hace en el mejor caballo del viejo cura y con un
pardo traje de montar y casco blanco, y antes de apearse, recorre todo el pueblo al
espectacular braceo del brioso corcel de lustrosa pelambre plomiza.
Frente a la casa de don Eliseo Córdova serpentea el camino de herradura que
conduce, por el oeste a la remota ciudad de Lima, capital del país, y por el este,
a la también remota Iquitos, la más importante ciudad de la Selva peruana,
sobre el río Amazonas. De manera que muchos viajeros se hospedan en la
casa de don Eliseo, quien los acoge con franca hidalguía. Por su condición de
permanente autoridad se alojan también en su casa las autoridades de la capital
de la provincia y aún las de la capital del departamento, a su paso por Cumba
en funciones de su cargo. Olvidábamos manifestar que don Eliseo Córdova tiene
bueno solo el ojo derecho, el izquierdo está vacío, al que tapa con un pedazo
de franela verde amarrado con un cintillo negro a la cabeza, como no sé qué
pirata de novela. En su infancia, jugando a los salvajes con otros niños de su
edad, un flechazo casual le marcó esa desventura. Silencioso como una estatua,
le place más escuchar que hablar. Es de mediana talla, ligeramente gordo y de
mucho menos edad que el padre Vásquez. Su casa no es de dos pisos como la
del cura, pero es amplia y con paredes de adobe blanqueadas de yeso y techo de
tejas como la de aquel, muy diferente a las otras casas del pueblo, de mera caña
y palma. El departamento principal, con puerta al camino, ostenta en el frontis
un escudo con la inscripción: concejo municipal, gobernación o juzgado de paz, según
esté don Eliseo desempeñando cualquiera de esos cargos; asimismo, desde allí
466 Los cuentos de Adán Torres
El dorado camino que pasa por delante de su casa está en su alma. Por un
lado lleva a Lima, y por el otro lado a Iquitos, la fascinante ciudad amazónica del
caucho…
¡El aroma a naranjos de todos los días y todas las noches! ¡Los monótonos
aguaceros durante casi todo el año! Y el juego de cartas en que se enfrascan su
padre y el cura Filiberto y algunos otros vecinos, con apuestas de caldos de gallina
o de ponches. ¡Los santos rosarios de los sábados y las misas de los domingos, con
el invariable repique agudo de las campanas de la iglesuca! Ni las fiestas patronales
de Santa Rosa, con su mayor despliegue de actividades y alegría, satisfacen a Elodía.
En la escuela, de chiquilla, era la obligada recitadora de versos alusivos a las fechas
históricas, la pronunciadora de discursos aprendidos de memoria, en las Fiestas
Patrias desde una mesa en la Plaza de Armas ante el auditorio oficial compuesto
de su padre, otras autoridades y el cura Filiberto. La insustituible decidora de
loas a los santos en las fiestas religiosas. La que hacía de ángel con albo vestido
y alas de oropel al amanecer de la Pascua de Resurrección. Mediante un cordel
amarrado a su cintura dos hombres la descendían desde el techo de la iglesia
y la volvían a ascender luego que despojaba de la áurea capa a Taita Reshillo (el
Señor de la Resurrección), cuando este transponía en las andas procesionales el
umbral del templo a las primeras luces del día; representándose así la ascensión de
Cristo a los cielos. Escena que hacía llorar de gozo a don Eliseo y doña Benigna…
Y ahora, a los quince años de edad, ellos quieren aún obligarla a recitar poesías
ante sus huéspedes… Su padre, además, tiene ya resuelto hacerla preceptora de
la escuela de mujeres de Cumba, valiéndose de amigos influyentes en la capital
de la provincia, y para cuyo fin ha comenzado a mortificar a la actual preceptora,
acusándola en memoriales fabulescos… Y el cura Filiberto, por su parte, piensa
en hacerla casar con Hildegardo. Elodía sospecha esa intención del reverendo, y
se angustia, ya que el presuntuoso Hildegardo le es sumamente antipático… El
dorado camino de enfrente a su casa, que por un lado conduce a Lima y por el otro
a Iquitos… ¡quisiera escapar por él!... Cierta tarde cuando planchaba vestidos para
los santos de la iglesia en el ramadón, después de un repentino aguacero violento,
aclarándose rápidamente el cielo, goteantes los naranjos de la huerta, vislumbró
de pronto un pedazo de azul encima de la oscura línea sinuosa de la Cordillera de
los Andes, y se estremeció… ¡Lima!... Lima está más allá de la Cordillera…, quizá
debajo de ese pedazo de cielo azul… Otro mundo… Tiró bruscamente la plancha
y a punto de llorar se perdió, por entre la fresca penumbra del anochecer, en el
bosquecillo de rosas de su jardín.
Izquierdo Ríos, Francisco
1965 El colibrí con cola de pavo real. Lima: Talleres Gráficos P. L. Villanueva.
Cuentos para niños
CREDO
Escribir de modo natural y sencillo, como crece la hierba.
Y que por entre lo escrito se vea la luz de la vida.
El colibrí con cola de pavo real
Todos los habitantes de la comarca saben de la existencia del colibrí con cola
de pavo real, pero muchos no lo conocen, entre ellos Rogelio Tupi; muchos niños
como él sueñan, por cierto, con el picaflor extraordinario.
Rogelio trata de descubrirlo en su propia huerta, adonde llegan toda clase de
pájaros, huanchacos de pecho colorado, piuros de pecho amarillo, gorriones con
sombrerito gris, carpinteros de gorrito rojo, mansas palomas, loritos bulliciosos,
picaflores comunes que zumbando vuelan por entre las flores… Pero nunca asoma
el colibrí con cola de pavo real.
—Yo sí lo he visto, Roge —le dijo una tarde Hilario Chauca, pastorcillo de
ovejas—. Lo he visto volando alrededor de las blancas flores de un guabo en una
pampa verde.
—Cuéntame, Hilario —le rogó Tupi, y se sentaron a la sombra del viejo nogal
ramoso que hay en el centro de la placita de armas del pueblo, mientras el lanudo
perro de Rogelio se echó junto a ellos y las escasas ovejas de Chauca mordisqueaban
la hierba del contorno.
—Iba, pues, por la pampa una mañana arreando a mis ovejitas —enhebra su
relato Hilario—. Había llovido antes y el sol alumbraba con esplendor. Me arrimé
al tronco de un guabo cuando, de pronto, escuché fuertes zumbidos en el ramaje,
alcé la cabeza y vi al colibrí con cola de pavo real alrededor de las flores húmedas.
—¿Cómo es, Hilario?
—Es del tamaño de los otros picaflores, pequeñito, de plumaje verde azulado,
con patitas y piquito oscuros. Pero su cola está formada por dos plumas muy
grandes, iguales a las del pavo real, con los mismos dibujos, con los mismos
adornos. Después de revolar por las flores y chupar algunas, se sentó en una ramita
muy delgadita. Lo contemplé a mi gusto, sus ojillos parecían gotitas de agua con
luz. Quería cazarlo con mi honda, pero tuve pena. De un rato, voló hacia el bosque
de la falda del cerro.
Se levantaron los muchachos y se fueron, Chauca con sus ovejas al campo y
Tupi a su casa seguido de su inseparable perro Cushillo. Rogelio iba pensando en
que no tenía la suerte de conocer al picaflor con cola de pavo real.
En la escuela el maestro también había dicho: “Nuestros bosques atesoran el
bello colibrí con cola de pavo real, único en su género en la Tierra. Debemos estar
orgullosos de esta joyita de la naturaleza”.
“¡Sí, orgullosos!”, se dijo Rogelio, ante la mayoría de sus compañeros que,
alegremente, manifestaban conocer al picaflor con cola de pavo real; uno decía
haberlo visto en su chacra de maíz; otro, en su huerta; los demás, en el bosque de
eucaliptos de la orilla del río, en los tunales en flor de las escarpas, en los retamales
de las márgenes de los caminos, en los azucenales de Quipachacha.
—¡Jamás usen su honda contra ese colibrí! —recomendó el maestro.
“¡Jamás!”, se dijo Rogelio Tupi. Los otros muchachos pensaban lo mismo. En
general, los habitantes de la comarca estiman a esa avecilla como algo sagrado.
Francisco Izquierdo Ríos 475
Era, pues, un tanto raro que el picaflor con cola de pavo real no llegase a la
huerta de Rogelio. Entonces, el muchacho decidió viajar, secretamente, a la ha-
cienda Quipachacha… a los dorados azucenales.
En la víspera de su aventura, cuando se dirigía con su perro Cushillo por la
calleja herbosa a la plazuela de armas, donde las campanas de la iglesia anuncia-
ban las fiestas patronales del pueblo, le llamó ansiosamente su hermana Shabi.
Retrocedió, intrigado.
—¡El colibrí con cola de pavo real está en nuestra huerta! —le dijo la niña
vivaracha.
—¿En nuestra huerta?
Y entraron sigilosamente en ella. Rogelio con su perro Cushillo en los brazos,
conteniéndolo.
—¡Lo vi sobre aquella fucsia! —indicó Shabi.
Efectivamente, el colibrí con cola de pavo real estuvo en la huerta de los Tupi;
sobre una fucsia bermeja, luego pasó a una madreselva.
Rogelio y Shabi lo buscaban, agazapándose, por entre los capulíes, los man-
zanos, las flores. El muchacho cuidaba que Cushillo no ladrase. En la rama de
un duraznero se le enredó a Shabi la larga trenza de su cabellera, que solía llevar
colgada sobre la espalda. Rogelio, difícilmente, logró desasirla. Buscaban, buscaban
los muchachos al colibrí con cola de pavo real en todo el arbolado territorio de la
huerta, durante la tarde maravillosa, en cuyo límpido cielo azul resplandecía sua-
vemente el sol y también, como una medalla antigua, la luna menguante.
476 El colibrí con cola de pavo real
Don Corsino
E l río grande, que, por el oeste, corre bañando la población, está crecido;
todas sus riberas se hallan inundadas. También por la desembocadura del
pequeño río afluente, que pasa por en medio de la ciudad, se han metido
sus barrosas aguas, hasta muy arriba, de modo que este riachuelo, comúnmente
claro, se presenta ahora, en su curso inferior, más voluminoso y turbio.
Como no ha habido aguaceros en la tierra selvática de nuestro cuento, la
creciente del río grande se debe a las lluvias que caen por el lugar de su origen, en
la cordillera lejana.
El sol de la mañana abrillanta los ríos, los tejados y las paredes de las casas;
penetra aun en el oscuro corazón de los bosques. Y en los bajos y espesos
marañonales de las huertas de la población, cargados de flores y frutos, tiene
reflejos de incendio.
Se percibe en el aire un tanto del olor a barro del río crecido.
Bandadas de pavos —peculiar fauna doméstica de la ciudad— ambulan por las
verdes pampas de las afueras y hasta por las calles, cantando.
Las mujeres recogen en cántaros el agua limpia del pequeño río, en su curso
superior, dentro del fresco bosque.
—¡Cuidado con ir a los montes y a los ríos! —recomienda, como siempre, con
el bastón en alto, a sus hijos, don Corsino Herrera, al salir de su casa a la oficina.
Don Corsino es muy severo. No permite ir solos a sus hijos a ninguna parte,
por temor a cualquier peligro; pero los muchachos, como todos los muchachos
del mundo al fin, burlando la vigilancia de doña Rita, la buena madre, se escapan
a veces.
—¡Qué hará Corsino si se entera! —exclama atribulada, entonces, doña Rita.
Y don Corsino, al enterarse de las travesuras de sus hijos, les propina fuertes
azotainas. Increpa, asimismo, a su mujer, culpándola de negligencia.
Francisco Izquierdo Ríos 477
No es que el señor Herrera sea malo, sino que el profundo cariño que siente
por su familia le lleva a esos extremos de nerviosidad y dureza con ella. Justificable
quizá, considerando los innumerables riesgos que atentan en el ambiente agreste
donde viven.
Una tarde Julio y Baldomero, los mayorcitos, se fueron al río grande, de cuyo
fondo, en ese momento, parecía emerger, por entre los cristales de ligera lluvia,
un arco iris rutilante, perdiéndose, luego, en la inmensidad del cielo como un
maravilloso camino curvo por donde transitarían ángeles y otros seres fantásticos.
Los muchachos, después de admirar el bello espectáculo del arco iris, se tiraron a
las aguas. Julio aun logró atravesar el anchuroso río a nado; en esto apareció don
Corsino, con su bastón amenazante; alguien le avisó en la oficina sobre la aventura
de sus hijos. Baldomero y Julio solo pudieron colocarse los pantalones, y con el
resto de prendas en la mano corrieron a la casa, resignados a sufrir la cólera de su
padre. Sin embargo, en casos serios como este, solían ampararse en la bondad de
su abuela Patricia, que vivía no muy lejos de la casa de ellos.
—¡A ver, pégales! —le decía, entonces, la espigada anciana de cabellos albos a
su iracundo hijo Corsino, con los niños cogidos de la mano—. ¡Pégales! ¡Atrévete!
Y don Corsino optaba por dirigirse, silenciosamente, a su dormitorio o a la
calle.
Cuando salió de su casa aquella mañana, recomendando a sus hijos que no se
fueran a los ríos ni a los montes, Baldomero tenía ya su plan hecho. Iría a pescar
en el pequeño río, sin contarle a nadie, ni a Julio.
Apenas se distrajo un rato su madre, cogió el escondido anzuelo de caña y
por el cerco de la huerta saltó al mundo libre. En pocos minutos estuvo en la
orilla del pequeño río, junto al puente de madera que por sobre aquel une las dos
porciones de la ciudad. Se situó sobre un árbol corpulento. Fijó su mirada, con
placer, en las turbias aguas iluminadas por el sol. Luego observó minuciosamente
todo el ámbito, para estar seguro de que no había ningún peligro, especialmente
de víboras. Empero, descubrió una serpiente loro bajando por el centro del río,
con la cabeza levantada y la roja lengüecilla afuera. De tiempo en tiempo caían,
resonando, en la orilla y en las aguas, las vainas secas del árbol frondoso al que
estaba cogido. Desde umbríos boscajes fluía el diáfano canto de palomas torcazas.
En torno suyo brincaban saltamontes, volaban mariposas y abejas. Al otro lado
del puente amarilleaba un denso retamal. Baldomero permanecía asombrado
en el paraje extraordinario. De pronto se dio cuenta de que no tenía carnada
para pescar. Entonces, extrajo lombrices con su machete de la húmeda tierra
del contorno del árbol. Y arrojó su anzuelo al remanso, ahí mismo la cuerda se
templó violentamente, emocionando a Baldomero. ¡Había caído un pez grande! El
muchacho comenzó a halarlo suavemente, luchando con el animal que llevaba la
cuerda por todo el espacio del remanso. Finalmente, después de una intensa brega,
logró sacar al pez, que se chicoteaba y relampagueaba cual prodigiosa escultura de
plata ante la luz del día. ¡Era el primer pez que cogía en su vida! Sin desprenderlo
del anzuelo, enrollando únicamente la mayor parte del sedal en la caña, con el
pescado en alto, retornó corriendo a su casa, como una ráfaga de júbilo en el júbilo
478 El colibrí con cola de pavo real
La montaña
“ En la cumbre del morro hay una laguna blanca, al centro de la cual se halla un
enorme toro negro, ese toro brama en algunas noches del año, escuchándosele
en toda la Hoya Amazónica”.
Romualdo Huaca oía contar en su pueblo esta historia.
“En la soledad de ciertas tardes los viajeros sin pecados, de pronto, ven brillar
un Cristo de oro en uno de los costados rocosos del morro”.
El muchacho también oía este cuento.
La aldea de Romualdo Huaca está casi al pie de la montaña. Un pueblo lleno
de naranjos y limoneros.
La inmensa montaña, con forma de morro, se levanta solitaria entre la
Cordillera de los Andes y la región amazónica, en la tierra conocida como Ceja de
Selva.
El sol se oculta tras la montaña. Partes de ella están cubiertas de árboles
y de altos pajonales que el viento mueve; otros de sus flancos se encuentran
salpicados de pedrones con musgo o son, simplemente, desnuda roca áspera. Un
espeso bosque de palmeras y almendros envuelve su amplia base.
Colorean ese bosque, aparte de la propia vegetación con todos sus matices, va-
riadas mariposas, guacamayos, tucanes y otras aves polícromas. Lo pueblan tam-
bién serpientes y jaguares.
La faz de la montaña da hacia la antigua ciudad de Moyabamba, de donde se
la ve como un gigante oscuro.
“En tiempos muy remotos vivía, asimismo, en ese cerro una vaca de largos
cuernos retorcidos, que echaba candela por nariz y ojos. Un brujo la dominó,
arrojándola a una laguna encantada de la próxima Cordillera de las Andes”.
También sabía este cuento Romualdo Huaca, como lo sabían todos los demás
pobladores de la aldea.
480 El colibrí con cola de pavo real
Una doble hilera de árboles no muy altos, cubiertos totalmente de flores como
nube, le parecieron al muchacho ancianas de cabellos blancos yendo, fatigadas,
hacia la cumbre.
De pronto vio, al margen de un pajonal, más de mil barbudos conejos negros
peleando entre sí. ¡Cómo peleaban los bandidos! No le hicieron caso los conejos
a Huaca.
Un tupido bosque de árboles gigantescos se le interpuso como un muro. Huaca
tuvo miedo. Pero, después de minutos de indecisión, penetró en el bosque, y se
dio con la sorpresa de que podría caminar por entre los troncos de los árboles sin
mayor dificultad; el terreno estaba limpio de maleza y de otras plantas pequeñas.
Además había una singular transparencia, como si dentro del bosque estuviera
aprisionada eternamente, cual en una lámpara quimérica, la moribunda luz
del día. Pájaros carpinteros, de tamaño inusitado, con gorros de rojo plumaje,
trabajaban incesantemente en los troncos. Una deslumbrante visión de orquídeas
se le presentó luego al valiente muchacho; colgaban de los árboles, de todos los
colores y formas, ¡las mejores orquídeas del mundo! ¡Sí, en esa tierra del Perú
florecen las más bellas orquídeas del mundo!
Huaca no podía perder tiempo en admirar las maravillas del bosque. Muy bien
orientado, pronto logró atravesarlo. Pero, cuando estuvo saliendo de la floresta,
creyó escuchar dentro de ella una espeluznante carcajada. Juzgó que sería el
Chullachaqui, el diablo burlón de los bosques, que tiene el pie izquierdo como
raíz de árbol; rápidamente hizo una cruz con ramas delgadas y se la enfrentó al
bosque, ante lo cual calló el demonio.
Después de caminar un largo trecho bajo el ardiente sol, se sentó el muchacho
sobre una piedra. Bebió un poco de agua de la calabaza y comió una pierna de pollo.
Se levantó y miró a la cumbre, comprobando que ya no estaba muy distante.
Reanudó el viaje. Intempestivamente voló encima de él la morada chicua, el ave
agorera de la Selva, arrojando su canto semejante a una risa sarcástica. Romualdo
se sobresaltó. Esa ave es muy temida por los malos anuncios que hace al hombre.
“¿Me estará avisando que va a llover?”, pensó el muchacho. “¡No!”, se dijo luego,
escudriñando la vastedad del cielo, profundamente azul, sin una nube.
El temblor de una sombra, como de gente, llamó su atención. ¡Era un oso
pardo! Erguido sobre sus patas traseras en un pedrón, parecía ciertamente, un
hombre. A pesar del temor que sentía, Huaca no dejó de admirar al vigoroso animal.
“¿Me atacará?”, pensó, y sigilosamente se deslizó junto al oso, el cual permanecía
parado en la piedra, inmóvil, como si estuviera arrobado en la contemplación de
la naturaleza.
Romualdo comprendió que la chicua le había avisado ese encuentro, que
felizmente no tuvo consecuencia grave.
Antes que el muchacho llegase a la cumbre, una nube inesperada cubrió el sol,
ensombreciendo misteriosamente al morro. “¿De dónde ha venido esa nube?”, se
preguntó, desconcertado, Huaca. Pero fue solo un instante. La nube desapareció
en la inmensidad del cielo, brillando de nuevo el sol, como irritado.
Francisco Izquierdo Ríos 483
El bagrecico
U n viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su voz ronca en el penumbroso
remanso del riachuelito: ”Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él,
y he vuelto”.
Y en el fondo de las aguas se movía de un lado a otro contoneándose
orgullosamente. Los peces niños y jóvenes miraban y escuchaban con admiración.
“¡Ese viejo conoce el mar!”.
Tanto oírlo, un bagrecico se le acercó una noche de luna y le dijo:
—Abuelo, yo también quiero conocer el mar.
—¿Tú?
—Sí, abuelo.
—Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.
Vivían en ese remanso de un riachuelito de la Selva Alta del Perú, un riíto
con lecho de piedras menudas y delgado rumor. Palmeras y otros árboles, desde
las márgenes del remanso, oscurecían las aguas. Esa noche, en un rincón de la
pozuela iluminada tenuemente por la luna, el viejo bagre enseñó al bagrecico
cómo debía llevar a cabo su viaje al lejano mar.
Y cuando el riachuelito se estremecía con el amanecer, el bagrecico partió aguas
abajo. “Tienes que volver”, le dijo, despidiéndolo, el viejo bagre, quien era el único
que sabía de aquella aventura.
El bagrecico sentía pena por su madre. Ella, preocupada porque no lo había
visto todo el día, anduvo buscándolo. “¿Qué te sucede?”, le preguntó el anciano
bagre con la cabeza afuera de un hueco de la orilla, una de sus tantas casas.
—¿Usted sabe dónde está mi hijo?
—No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El muchacho ha de volver.
Seguramente ha salido a conocer mundo.
486 El colibrí con cola de pavo real
de su riachuelito natal, ya que había cruzado tantos ríos, sobre todo vencido los
terroríficos “malos pasos”, los “malos pasos” en que mueren o encanecen muchos
hombres.
Así, convencido de su fuerza y sabiduría, prosiguió el viaje. Sin embargo, no
muy lejos, por poco concluye sin pena ni gloria. A la altura de un pueblo cayó en
la atarraya de un pescador, entre sábalos, boquichicos, corvinas, palometas, lizas;
empero, el hijo del pescador, un alegre muchacho, lo cogió de las barbas y lo arrojó
desde la canoa a las aguas, estimándolo sin importancia en comparación con los
otros pescados.
Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso anochecer
la atención del viajero. Era una mijanada, avalancha de peces en migración hacia
arriba, para el desove. Todo el río vibraba con los millones de peces en marcha.
Algunos brincaban sobre las aguas, relampagueando como trozos de plata en la
oscuridad de la noche. El bagrecico se arrimó a una orilla fuertemente, contra el
lodo, hasta que pasó el último pez.
En plena jungla, el voluminoso río desaparecía en otro más voluminoso. Así
es el destino de los ríos: nacen, recorren kilómetros de kilómetros de la tierra,
entregan sus aguas a otros ríos, y estos a otros, hasta que todo acaba en el mar.
El nuevo río, un coloso, se unía con otro igual, formando el Amazonas, el río
más grande de la Tierra. Nuestro bagrecico entró en ese prodigio de la naturaleza
a las primeras luces de un día, cuando los bosques de las márgenes eran una
sinfonía de cantos y gritos de animales salvajes. Allá, en el remoto riachuelito
natal, el abuelo le había hablado también mucho del rey de los ríos.
Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a otro río. No se veía el
fondo ni las orillas; era, pues, el río más grande del mundo.
“Debes tener mucho cuidado con los buques”, le había advertido el abuelo. Y
el bagrecico pasaba distante de esos monstruos que circulaban por las aguas, con
estrépito.
Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del alba, digamos
mejor para admirarlo, ya que nuestro bagrecico era sensible a la belleza; el lucero
del alba, casi sobre el río parecía una victoria regia de lágrimas; después de bañarse
en su luz, el bagrecico se hundió en las aguas, produciendo un leve ruido y leve
oleaje.
Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un pez de mayor tamaño
que un hombre, para devorarlo. El pobre bagrecico corría a toda la velocidad de
sus fuerzas; corría, corría, de pronto columbró un hueco en la orilla, y se ocultó
en él, desde donde miraba a su terrible enemigo, que iba y venía, y, finalmente,
desapareció.
Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta, pasando frente a
puertos, pueblos, haciendas, ciudades, hasta que una noche, con luna llena
enorme, redonda, llegó a la desembocadura. El río era allí extraordinariamente
ancho y penetraba retumbando más de cien leguas en el mar. “¡El mar!”, se dijo el
Francisco Izquierdo Ríos 489
bagrecico, profundamente emocionado. “¡El mar!”. Lo vio esa noche de luna llena
como un transparente abismo verde.
El retorno a su riachuelito natal fue difícil. Se encontraba tan lejos. Ahora
tenía que surcar los ríos, lo cual exige mayor esfuerzo. Con su heroica voluntad
dominaba el desaliento, vencía todos los peligros. Cruzó los “malos pasos” del río
aprovechando una creciente y, a veces, a saltos por sobre las rocas y pedrones que
no estaban tapados por las aguas. En el riachuelo de las mil vueltas salvó de morir,
por suerte. Un hombre, en la orilla pedregosa, encendía con su cigarro la mecha de
un cartucho de dinamita, para arrojarlo a una poza, donde muchísimos peces, entre
ellos nuestro viajero, embocaban en la superficie, con ruidos característicos, los
millares de comejenes que, anticipadamente, desparramó como cebo el pescador.
¡No había escapatoria! Empero, ocurrió algo inesperado: el pescador, creyendo que
el cartucho de dinamita iba a estallar en su mano, lo soltó desesperadamente y a
todo correr se internó en el bosque. Las piedras saltaron hasta muy arriba con la
horrenda explosión, algunos pájaros también cayeron muertos de los ramajes.
La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al fin, entró en su
riachuelito natal, cuando sintió sus caricias. Besó, con unción, las piedras de su
cauce. Llovía menudamente. Los árboles de las riberas, sobre todo los almendros,
estaban florecidos. Había luz solar por entre la lluvia suave y dentro del riachuelo.
El bagre, loco de contento, nadaba en zigzags, de espaldas, de costado, se hundía
hasta el fondo, sacaba sus barbas de las aguas, moviéndolas en el aire.
Sin embargo, en su pueblo ya no encontró a su madre, ni al abuelo. Nadie
lo conocía. Todo era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido por las
palmeras y otros árboles de las márgenes. Se dio cuenta, entonces, de que era
anciano. En el fondo de la pozuela, con su voz ronca solía decir, contoneándose
orgullosamente: “Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto”.
Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración.
Un bagrecico, de tanto oírlo, se le acercó una noche de luna y le dijo: ”Abuelo,
yo también quiero conocer el mar”.
—¿Tú?
—Sí, abuelo.
—Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.
Izquierdo Ríos, Francisco
1965 “Gavicho”. En Cuentos peruanos. Madrid: Doncel.
Gavicho
Al pasar una espléndida mañana por el estuario del río Sisa (río Flor), de verdes
aguas transparentes, Gavicho vio multitud de peces. Era una pesca con barbasco, o
sea por envenenamiento con el tóxico que contiene la planta de igual nombre. Las
gentes de la tierra amazónica llevan a cabo siempre estas pescas mortíferas.
Gavicho detuvo la balsa, y recogió una gran cantidad de peces. Él, desde la
nave, con las manos, y el perro con la boca mientras nadaba.
No muy lejos de allí en un bosque de cocoteros, algunos monos blancos, los
simios más traviesos de la Selva peruana, con un endiablado griterío cogían cocos
y los tiraban al suelo. Gavicho acoderó junto al bosque y pidió cocos a los monos.
Estos, sin esperar que terminara de hablar, le arrojaron una lluvia de frutos, con
peligro de destrozar la balsa y a los tripulantes, tanto que el burro recibió un
cocazo en el lomo; pero no se sabe por qué impulso maravilloso se pusieron al
unísono el perro a ladrar, el burro a rebuznar y el gallo a cantar, asustando a los
micos que huyeron velozmente por el enmarañado bosque. Gavicho dejó en la
embarcación una treintena de cocos y lanzó el resto a las aguas, tarea a la que
prestó su colaboración el burro con sus patas.
En el pueblo bailaba la gente alrededor de una palmera clavada especialmente
y cuyas hojas estaban atadas como el moño de una joven, adornada de cintas, de
soles de plata, frutas y panes. Las parejas, hombres y mujeres, agitaban pañuelos,
levantaban las piernas, corrían, regresaban, proferían eufóricos gritos, y cogiéndose
de los brazos se arremolinaban en torno del árbol. Todo esto, al son de una quena
y un tambor, tocados por un solo músico.
—¡Atraca! —le gritaron a Gavicho los del baile.
—¡Atraca! ¡No te vayas!
El muchacho aceptó la invitación. No podía comprender cómo en el mes
de agosto estuvieran en ese pueblo bailando en torno de un árbol, lo cual se
acostumbra en la amazonía peruana con ocasión de los carnavales y de la fiesta de
San Juan. Pero le dijeron que era el cumpleaños de la mujer del alcalde y que a este
se le ocurrió celebrar el acontecimiento de esta manera.
Los alegres poblanos dieron de tomar y comer a Gavicho abundantes bebidas
y potajes típicos. Él les obsequió con peces y cocos.
El burro, el perro y el gallo salieron también a tierra con ánimo de refocilarse.
El gallo se fue con unas gallinas. El perro se dedicó a roer los huesos del festín. El
pollino rebuznó y como ningún congénere le respondiera, se resigno a engullir
hierba mansamente en un prado. En ese pueblo no habían burros.
La noche cubrió los despojos de la palmera abatida a hachazos por los bailarines,
continuando el jolgorio hasta el amanecer en casa del alcalde.
Reanudada la marcha, Gavicho no pudo ocultar su admiración ante una mon-
taña blanca, un cerro de sal gema a orillas del río. La balsa pasó casi rozándolo. El
viento, las lluvias y el tiempo han labrado en él figuras caprichosas, torres, nichos,
hasta imágenes humanas, orlados de bermejas cintas de óxido. El sol resplandecía
intensamente de sal del Huallaga, haciendo pestañar a Gavicho y sus animales.
496 Gavicho
Miraba por encima de la cerca una huerta con árboles de mango y caimito
cargados de frutos maduros. Al verlo, la dueña, una viejecita, le dijo, abriéndole la
puerta: “Coge lo que quieras, hijito. Coge no más”.
A poco de salir de Yurimaguas, se percató del origen de un constante ruido
atronador que le tenía inquieto. Era el Paranapura, bravo río que, corriendo por
una pendiente y atravesando peñascos, ofrenda allí su tumultuoso caudal al
Huallaga.
Más abajo unos tarraferos (pescadores con atarraya) desde las canoas, lanzaban
sus redes al río. Estos aparejos, con los cabos sujetos a la muñeca del pescador, al
caer en las aguas semejaban enormes flores blancas iluminadas por el sol de la
mañana.
Pescaban en ese lugar aquellos hombres aprovechando los compactos cardú-
menes que surcaban el río.
Gavicho pasó junto a ellos lentamente, mientras contemplaba el interesante
cuadro.
A la altura del pueblo de Lagunas, se desató una violentísima tormenta. En el
lóbrego cielo estallaban rayos y truenos espantosos. El ventarrón sacudía el bosque
y agitaba las aguas. El espacio quedó poblado de copos de seda vegetal y pétalos
de diversas flores. Gavicho logró alcanzar el puerto, amarró su balsa a un árbol y
con sus animales se metió en Lagunas a toda carrera cuando ya arreciaba la lluvia
torrencial. Se acomodó en la galería de una casa solitaria que tenía las puertas y
ventanas cerradas. El furioso diluvio golpeó durante una hora. Serían las cinco de
la tarde cuando acabó. En unos próximos árboles de marañón con frutos amarillos
y brillos de lluvia rezagada, el sol era una llamarada de oro.
Delante de la casa, un pavo vanidosamente esponjado, se creía, sin duda, el ser
más importante del mundo. Tanto que, de repente, atacó al gallo de Gavicho, pero
Jazín lo hizo retroceder, aunque el gallo ya se encontraba listo para la pelea.
Todo hubiera terminado con ese minúsculo incidente, a no ser porque al burro
se le ocurrió rebuznar. Del interior del pueblo, un burro negro, a veloz galope y
rebuznando con la cabeza en alto, vino de frente contra el burro de Gavicho. Y se
armó la pendencia. Los asnos peleaban a patadas y mordiscos; el pavo y el gallo
se trenzaron, asimismo en lucha enconada; Jazín ladraba y Gavicho, con un palo,
trataba de defender sobre todo a su pollino. En esto se abrió la puerta de la casa
solitaria y salió el cura del lugar, pues allí vivía el viejo párroco. Santiguándose
intervino en el pleito y consiguió separar, luego de dura porfía al pavo y al burro
agresores, que eran suyos.
Gavicho se enteró que estaba en el gran río Marañón. El Huallaga desaparecía
en él para siempre. No había ya cerros ni colinas. La tierra boscosa se hallaba al
mismo nivel del río.
Una colosal boa pasó junto a la balsa conmoviendo las aguas.
Era ya la Selva Baja. Selva, sin ningún vestigio de la Cordillera de los Andes,
profunda como el río. Y con sol más ardiente todavía.
Francisco Izquierdo Ríos 499
Nadaban tortugas y los juguetones bufeos, con los blandos hocicos a flor de
agua, lanzaban rosados copos de espuma hacia la barca. Pequeñas gaviotas revo-
loteaban chillando.
En un paraje muy solitario zumbaron flechas por encima de la balsa. Gavicho
se tiró de pecho sobre la nave, obligando a hacer lo mismo a sus animales; luego
remó con mayor pujanza. Advirtió por entre las ramas de la orilla algunos indios
salvajes. Seguramente que estos solo quisieron gastarle una broma, porque de
otro modo hubieran dado en el blanco y no tuviéramos ya a Gavicho, en este
momento, prosiguiendo su viaje sin par.
Su viaje sin igual que llegó a uno de sus hechos culminantes. La balsa entraba
en la confluencia del Marañón y el Ucayali, monstruos fluviales que por entre la
espesura de la Selva unen sus aguas, creando el Amazonas, el Rey de los Ríos. Era
un amanecer, con el lucero del alba bailando aún como áureo foco eléctrico al
borde de los bosques. Allí estaba la población de Nauta, punto que señala dónde
se produce el milagro geográfico del río-mar. Gavicho, hondamente emocionado y
agitando su sombrero de paja, prorrumpió en hurras entusiastas.
La balsa seguía su ruta por el magno río. Las selvosas orillas aparecían lejanas…
Un sombrío barco de guerra pasó río arriba, con la chimenea humeante, haciendo
vibrar su potente sirena. El burro de Gavicho contestó con un rebuzno vigoroso.
Gavicho, si darse cuenta, estaba repitiendo la proeza de Francisco de Orellana,
el conquistador español que descubrió el Amazonas en una balsa. Por cierto que
el heroico español del siglo XVI sintió el mismo asombro que Gavicho sentía en el
siglo XX ante el más grande río del planeta.
Islas paradisíacas. Cielo profundamente azul, con fuerte sol.
Orillas blanqueadas o enrojecidas de garzas.
Caimanes como oscuros palos. Victorias regias. Loros, gaviotas.
Balsas, canoas, lanchas, botes a motor. Chozas de palma flotantes.
Centenares de troncos de árboles bajando hacia los aserraderos, con hombres
de pie sobre ellos, cuidando acrobáticamente con largas pértigas para que no se
produjera la dispersión de los troncos, cual si se tratara de un singular rebaño.
Una noche Gavicho acoderó en una choza flotante anclada en medio del río.
Tenía luz y música de radio con pilas esa barraca. Bailaban adentro. Los dueños
atendieron cariñosamente al muchacho. Le dieron la reconfortante bebida llamada
“masto ponche”, preparada con la chicha de yuca conocida como “masato” y
huevos, mezcla batida en una olla a fuego lento. Después de haber tomado esta
bebida, Gavicho adquirió mucha fuerza.
Estas chozas flotantes abundan en el Amazonas. En ellas habitan familias
enteras con animales domésticos. Allí nacen, viven y mueren.
Gavicho sabía que una tormenta en el Amazonas era una cuestión muy grave,
por la bravura de las aguas. Un ligero viento es capaz de perturbarlas al extremo
de hacer naufragar canoas y balsas. Por eso, una tarde ensombrecida con negro
nubarrón, cuando comenzaba a soplar viento y, a causa de algunas gotas de lluvia
500 Gavicho
que caían, aparecieron sobre el río, cual si salieran de sus profundidades, numerosos
arco iris rutilantes, el muchacho, por entre ellos, remó hacia una hacienda verde
claro de la orilla. Era una hermosa estancia, con árboles del pan y otros árboles
frutales, llena de lozana hierba y con casa sustentada a cierta altura por gruesos
troncos, en resguardo de las terribles inundaciones del río en creciente. Se subía a
la casa por medio de un tronco labrado como escalera.
La dueña de la estancia, una bondadosa señora, le torció el pescuezo a un
pato gordo para ofrecer a Gavicho, suculenta comida. Igualmente había allí un
aparato de radio con pilas, de modo que Gavicho se deleitó con música peruana
y extranjera. Le agradó mucho el vals “El plebeyo” del renombrado compositor
popular limeño, Felipe Pinglo Alva. Sobre todo aquello de:
“Mi sangre, aunque plebeya,
también tiñe de rojo.”
Felizmente, la tormenta se resolvió solo en un breve chubasco, aclarándose el
cielo en toda su magnificencia. A pesar de los ruegos de la buena señora, Gavicho
reanudó inmediatamente el viaje.
Por la noche, la luna llena cautivó su atención. Emergía de la Selva como
un gigantesco incendio de marfil, propagándose por las aguas en millones de
lentejuelas relampagueantes. Todo luna era el cielo, el Amazonas y los bosques.
Parecía como que la balsa fuera a chocar contra el maravilloso astro que se hallaba
al frente, sobre el río.
“¡Bella la naturaleza. Bello el mundo!”, pensó Gavicho.
Desde la jungla salía, de rato en rato, el áspero grito de “¡Tuhuayo! ¡Tuhuayo!”.
Era del pájaro del mismo nombre que, según la leyenda, es hijo de la luna y
de una muchacha pueblerina. Profiriendo “¡Tuhuayo!”, increpa a la luna, que
ha abandonado, pues el vocablo quechua “huayo” significa “fruto”. La palabra
“Tuhuayo” querría decir, pues, “Soy tu fruto, tu hijo”.
Al día siguiente, por el atardecer, distinguió Gavicho en la dorada lejanía, la
única torre de la catedral de Iquitos, el más importante puerto fluvial del Perú
sobre el Amazonas. Iquitos es la legendaria ciudad del apogeo del caucho. Casi
al oscurecer, Gavicho atracó en el movido puerto de Belén, a un extremo de la
propia ciudad, junto a la desembocadura del Itaya. Vasto bullicio: lanchas, balsas,
canoas, chozas flotantes; música de radios, de fonógrafos, concertinas, etc. Ir y
venir de gente, hombres, mujeres y niños. Gavicho entró en la iluminada ciudad,
admirando las tiendas de comercio, los bares llenos de parroquianos alegres, y
algunos edificios, como el Malecón Palace, deslumbrante de mosaicos, propiedad
de un antiguo cauchero opulento.
El Amazonas, por los caudalosos afluentes de ambas márgenes, se hace cada
vez más dilatado. Por él proseguía Gavicho el viaje en su frágil balsa.
Largo recorrido aún hasta entrar en el Brasil, país inmenso, pasando por el
puerto colombiano de Leticia, antes peruano. Cruzó Leticia, sigilosamente, una
noche lluviosa.
Francisco Izquierdo Ríos 501
La bella ciudad brasileña de Manaos, otro antiguo centro del auge del caucho
como Iquitos, le impresionó agradablemente.
El Rey de los Ríos rechaza trescientos kilómetros al océano Atlántico por una
desembocadura de más de doscientos kilómetros de ancho, poblada de extensas
y hermosas islas. Gavicho acoderó en una de ellas, en Marajó, la más notable;
encontrándose con la sorpresa de un numeroso público que lo vitoreaba. Perio-
distas y fotógrafos le asediaban. El muchacho se había convertido en un personaje
mundial. Los periódicos, en todos los países, publicaban su fotografía con titulares
como: “Gavicho, émulo de Francisco de Orellana”; “Gavicho, el nuevo argonauta”;
“Gavicho, su burro, su perro y su gallo”; “Un muchacho domina el Amazonas”.
En un barco retornó del Brasil a Iquitos, donde le recibieron apoteósicamente.
La balsa quedó allí como una reliquia. Luego, fue conducido, con sus animales, en
avión a Saposoa, su tierra natal, donde los festejos en su honor duraron muchos
días. La ciudad lo considera su hijo más ilustre, por acuerdo del Concejo Munici-
pal… Gavicho, sin embargo, continúa soñando con nuevas aventuras.
IZQUIERDO RÍOS, Francisco
1967 Sinti, el viborero. Lima: Ecos Editores.
Cielo sin nubes
Por fin, atracó cabe al árbol que sobresalía del agua. Vio a su mujer y a sus
hijos dentro del follaje. Amarró la balsa al tronco y subió al árbol, abrazando
calladamente a Romelia y a los niños. Aguedita lloraba.
Cantó el gallo. “¿Qué?”, se asombró Feliciano. —¡Es mi gallo blanco, papá! ¡Mi
gallo! En un almendro—. Aquel hombre rudo no contestó a su hijo, se sumió en
honda cavilación.
Al sol del nuevo día que asomaba regiamente por sobre la selva, Feliciano
decidió partir rumbo a la ciudad de Yuma, no obstante el riesgo que afrontarían;
pues retiradas las aguas de la inundación, además del hambre y la sed, les sería casi
imposible librarse por el lodo, por el fango.
Descendieron del árbol y en la débil balsa, esquivando troncos y ramas, salieron
al Huallaga, por cuyas aguas bajaban lentamente árboles, ganados muertos de las
haciendas, cadáveres de personas sorprendidas en sus chacras por el aluvión,
algunas balsas y canoas vacías o con gente desesperada. El fuerte sol iluminaba
la catástrofe. Venciendo muchos peligros llegaron al anochecer a la ciudad, cuyos
puertos y alrededores se hallaban también anegados. En uno de los sitios más
favorables, atracaron, y ya en tierra firme, ante las primeras estrellas, Feliciano y
Romelia se miraron.
—No temas —le dijo aquel, con la mano sobre el hombro del niño—.
Empezaremos de nuevo.
—¡Sí, Feliciano! —le contestó ella resueltamente, con la asustada Aguedita en
los brazos.
510 Sinti, el viborero
Elvira de Aguirre
cabellera; anhelaba encontrar alegría en la soledad verde. Se iba a los ríos, bajaba
el Mayo sinuoso en canoa hacia el ancho Huallaga, que para ella tenía extraña
fascinación, río violento por el cual no sabía cuándo continuarían tras la quimera
en balsas y piraguas, y donde su padre domeñaría el pongo, tremendo salto del río
por sobre una montaña, que hoy lleva su nombre.
—¡Elvira! —la voz de su terrible padre refrenaba sus correrías y ensueños.
Y él reprendía a La Torralba y a la Aguirre por consentir los caprichos de la
muchacha indómita. Lope de Aguirre, el rebelde con corazón de noche sin estrellas,
adoraba a su hija.
—Precio más estar un rato con mi hija que todo lo del mundo, porque aunque
mestiza la quiero mucho —decía aquel hombre feroz.
A la sorda luz del candil, en el silencio nocturno, abriendo apenas el mosquitero,
sonreía contemplando su rostro dormido. No permitía que varón alguno posara
su mirada en ella. Quizá se arrepentía de haberla llevado a esa loca aventura, quizá
querría de una vez matarla para evitarle sufrimientos y el escarnio de la luciferina
conducta de su progenitor, pero guardaba todavía la daga en la sombra.
Los zancudos molestaban más, mortificaban más en el acantonamiento,
principalmente a las delicadas mujeres. Tal era la cantidad de esos bichos que,
a la oración, los cogían a puñados en el aire. También los murciélagos, otros
voraces chupadores de sangre. Y, a veces, alguna víbora metida en las habitaciones
atemorizaría y alborotaría a esas gentes, así como el cavernoso rugido del tigre
desde el límite del bosque, sobre todo a los caballos.
Bajo la bóveda del cielo, en el terreno un tanto elevado, especie de colina entre
los ríos, el capellán Henao oficiaba misa matinal los domingos; ceremonia en la
que las mujeres, con los rostros pálidos, eran como suaves imágenes en medio de
los hombres foscos y el ambiente agreste.
¿El Dorado? La luna, esa luna sin igual de la Selva, les parecería una fabulosa
moneda de oro a muchos de los enfebrecidos aventureros. La luna añadía más
tristeza a la bella Elvira de Aguirre.
Pasaban los días, los meses, con sus intensos calores y sus lluvias, y el
convencimiento de que nunca hallarían El Dorado, que solo era una ambición del
hombre y que, además, habían sido víctimas de engaño por el Virrey del Perú que
tramó la empresa, se hacía más evidente en aquellos infortunados “marañones”,
prisioneros de la Selva. Los naipes, la caza y la pesca, las incursiones dentro del
territorio del Huallaga Central, iban perdiendo su atracción. Lope de Aguirre, el
siniestro inconforme, desencantado ya del rey de España y de Dios, tenía lista la
espada para su satánica danza de la muerte en el largo rumbo por la Amazonía
salvaje.
Cierta tarde, el cielo se volvió negro que espantaba. Los rayos caían como
serpientes de fuego en la selva tenebrosa. Horrorosamente retumbaban los truenos.
El ventarrón sacudía el cielo, los ríos, los bosques y el desolado campamento de
los buscadores de la tierra del oro. Los caballos relinchaban con las crines erizadas,
512 Sinti, el viborero
Higos Urco
A Nicanor Sánchez Angulo
H igos Urco quiere decir “Cerro de los higos” o de “las tunas”, pues los
españoles llamaban “higos chumbos” a estas frutas de los nopales de las
escarpas andinas.
Urco es una palabra quechua que significa “cerro”. Así, Puma Urco, la sombría
montaña en cuyas faldas se extiende la ciudad de Chachapoyas, sería “Cerro del
puma”.
Precisamente, en el extremo oriental de esa ciudad, sobre el cerro “El Atajo”, se
encuentra Higos Urco, lugar en que fue ganada una batalla por la libertad humana
el 6 de junio de 1821.
La meseta donde se asienta Chachapoyas termina por el este en un áspero
corte a filo, originando el mencionado cerro de “El Atajo”, con una quebrada honda
al pie, verdaderos obstáculos naturales en la entrada a la ciudad. Por la banda
opuesta se levantan, seguidamente, enormes cerros desiguales, a través de cuyas
laderas y algunas cumbres continúa como una serpiente roja el camino que va a la
región de la selva. En general, los contornos de Chachapoyas están limitados por
elevadas montañas de la Cordillera de los Andes.
Hoy, Higos Urco se ofrece como una hermosa campiña de la ciudad, con sus
gentes sencillas, sus sementeras, sus aisladas casas de tejas con huertas de flores,
chirimoyos, capulíes, eucaliptos, sus gallinas y cerdos, burros y pavos, retamas,
magueyes y tunas silvestres.
Moyobamba era el baluarte del dominio español en el oriente peruano. Y
de esa ciudad de los bosques venía el realista teniente coronel José Matos, con
600 hombres, a someter a Chachapoyas, que en abril de 1821 se declaró por la
emancipación del Perú del coloniaje ibero, siguiendo el ejemplo de Trujillo que lo
hiciera a fines de 1820.
El coronel Juan Valdivieso, destacado de la ciudad costeña de Trujillo a
Chachapoyas, esperaba a Matos con 294 hombres. Este batallón se había organizado
514 Sinti, el viborero
Uquihua
A Samuel Montalván
Los insurgentes, luego de aplastar con rápidos golpes los focos gobiernistas, se
apoderaron de la parte oriental de la Selva peruana, con sus extensos departamentos
de Loreto y San Martín.
Emitieron su propia moneda circulante.
Cierto anochecer tocaron la puerta de la casa de Nicolás Tobal. Era Sucso
Quispe, un hombre alto, flaco, de pronunciada fisonomía india, con una pequeña
bolsa amarilla de jebe en la espalda.
—¡Señora Silvia! —exclamó viendo a la madre del muchacho, que fue a
recibirlo.
—¡Hola, don Sucso! Pase. Su casa —le dijo ella.
Venía de Saposoa. Al mismo tiempo que colocaba su bolsa en una silla,
preguntó a la señora por don Mario.
—Esta escondido. Usted sabrá, don Sucso, que por aquí estamos en revolución
—le contestó, apagando el fósforo con que encendió la lámpara sobre la mesa del
centro de la sala.
—Sí, doña Silvia. Precisamente vengo a incorporarme al ejército rebelde… Le
ruego darme hospedaje por un día, quizá por dos.
Sucso Quispe era natural de un pueblo del Cusco. Había hecho su servicio
militar en la Selva, en Loreto, licenciándose con el grado de sargento. No volvió a
su remota tierra andina. Tras la ternura de una mujer se fue a Saposoa, población
de la cuenca del Huallaga, donde conoció a los Tobal.
El comando revolucionario aceptó inmediatamente la solicitud de Quispe. Lo
admitió, incluso, con su grado de sargento.
—¡Muchacho, vengo a pelear para que nuestra tierra sea mejor! —le dijo Sucso
a Nicolás, alzándolo en sus brazos.
Había un enmarañado bosque de rumores. Lo cierto era que en Chachapoyas,
capital del vecino departamento cordillerano de Amazonas, se organizaba un
batallón, con voluntarios civiles y pocos licenciados militares, primer contingente,
mientras se movilizara un grueso ejército regular desde la costa, a través de los
pésimos y largos caminos de herradura.
El batallón Amazonas estaba al mando de don Pablo Pizarro, anciano coronel
retirado, político y terrateniente de Chachapoyas.
Dejando una escasa guarnición en Moyobamba, los revolucionarios avanzaron
a la próxima ciudad de Rioja, para contener a la tropa gobiernista al pie de la
cordillera. Comandaba este cuerpo el ingeniero Ulises Reátegui, hijo de la reglón,
asesorado por un joven oficial español de apellido del Campo.
Serían las once de la mañana, cuando las patrullas rivales se encontraron
bruscamente en el camino marginado de selva, entre la Cordillera de los Andes y
Rioja. Se cambiaron disparos a quemarropa. Y comenzó la batalla.
518 Sinti, el viborero
Faqui Tuanama
A Jorge Castro Harrison
y tobillos con negras cintas de piel de iguana, en la creencia de que así adquirían
mayor fuerza en los brazos y las piernas. Igualmente, ostentaban tatuajes azules,
representando árboles y animales de la Selva o dibujos geométricos. Por debajo
del cinturón de tela a colores, en el lado izquierdo, portaban un largo machete
“Collins”, al que llamaban “chafarango”, y en el lado derecho, colgada, la antara o
rondadora (flauta de pan).
Son musculosos, bronceados, altivos como sus antepasados chancas. Tratan al
mestizo de “amigo”. Se arrodillan solo al momento de casarse.
Hablan el quechua, mezclado con pocas palabras castellanas.
En sus casas siempre se ven perros, animales muy solicitados por ellos, a los
que, con prácticas singulares, les hacen finos cazadores. Los compran generalmente
en Moyobamba y Rioja, ciudades próximas a la Sierra.
Los indios lamistas son los dominadores de la Selva Alta, conocedores de
todos sus secretos. Se internan en ella durante meses, en afanes de caza, con la
escopeta y la pucuna (cerbatana), el arma silenciosa de virotes con curare, veneno
que preparan de plantas de los bosques. Llevan a cabo estas dilatadas cacerías con
ocasión, sobre todo, de las fiestas patronales de palmeras y suben a la población
de los mestizos, bailando en todas las calles la tradicional pandilla turbulenta
como un río, al son de quenas, clarinetes y tambores. Ya embriagados, hombres y
mujeres de barrios diferentes protagonizan, a veces, tremendas peleas; verdaderas
batallas campales.
Fueron también colonizadores, ya que en pos de subsistencias (caza y pesca,
principalmente) han plantado sus tiendas en toda la Selva Alta del departamento
de San Martín, esa extraordinaria tierra del Perú, llegando hasta el borde de la
misma Cordillera de los Andes. En los pueblos que fundaron, los conquistadores
españoles edificaron definitivamente muchas de las ciudades actuales.
Los chasutinos, que viven a orillas del Huallaga, además de su bella alfarería,
son los mejores bogas de la Amazonía peruana; los vencedores de los ríos bravos
en las frágiles balsas y canoas, por medio del remo y la tangana (pértiga).
En el siglo XVI, los indios de Lamas guiaron a los trágicos “marañones” (Pedro
de Ursúa, Lope de Aguirre), por la Selva inmensa, en su ilusoria búsqueda del reino
de El Dorado.
Antes que se abrieran algunas locales trochas carrozables y que el avión-taxi
asentara su dominio en la rica cuenca del Huallaga, los indios lamistas se dedicaban
al carguío, o sea al transporte de toda clase de cargas sobre la espalda, sujetadas a
la cabeza mediante el lazo de una pretina, por los casi intransitables caminos de la
selva. Llevaban o traían mercaderías, en bultos hasta de más de cuatro arrobas de
peso, de Rioja, Moyobamba, Tarapoto, Lamas, Saposoa, Yurimaguas (departamento
de Loreto), ciudades del espacio geográfico de la Selva Alta.
Viajeros que no podían caminar, mujeres, niños, ancianos o enfermos eran,
igualmente, transportados dentro de cajones especiales por estos indios.
Francisco Izquierdo Ríos 523
Colocando sus cargas en las orillas del río o riachuelo de los caminos, se tiraban
a las aguas, y después de rápidas zambullidas continuaban su ruta. Asimismo,
“vidriados de sudor”, como dijera el poeta Vallejo, soplaban triunfalmente sus
antaras en las cumbres de los cerros.
Entraban en las ciudades (metas de su viaje), comúnmente por los atardeceres,
con sus pesadas cargas, a paso ligero —diez o veinte indios—, conmoviendo el
ambiente con las viriles notas melancólicas de sus flautas.
El trabajo del carguío era, pues, la actividad fundamental de estos indios.
De modo que un joven lamista, para casarse, tenía que demostrar a sus futuros
suegros que ya era capaz de llevar de una ciudad a otra de la Selva Alta una carga,
por lo menos, de cuatro arrobas de peso.
El enamorado mozo aguaitaba pacientemente a la muchacha elegida de su
barrio; ya cuando se iba con el cántaro a los pozos por agua, o con la batea de
ropas a lavar, o cualquier soledoso momento oportuno en una senda, y se le acerca
sorpresivamente, procurando colocar en su seno un pañuelo o un pequeño ovillo
de hilo. Si la joven no le devolvía la prenda, era porque aceptaba su amoroso
requerimiento. Luego venía la visita de los padres del mozo a los de la moza; la
de los padres de ambos al señor cura en la población de los mestizos, y demás
preparativos para la boda.
Sin embargo, un joven animoso llamado Faqui Tuanama rompió con las
añejas costumbres de su pueblo. Condujo de un comerciante de Lamas para otro
comerciante de San Antonio del Cumbasa una carga de abarrotes. Llegó a esa
sugestiva aldea cuando asomaba una fantástica luna llena por sobre los verdes
cerros, agudos cual torres templos. Ya en la hondonada de la plazuela de armas,
penumbrosa aún, pero bruñidas vividamente por la luna de copas de los altos
cocoteros que hay en su centro, Faqui se dirigió a la iluminada tienda comercial
de su destino, a paso ligero y soplando su antara; entregó la carga al dueño del
establecimiento y recibió su mísera paga.
Seguidamente se encaminó al riachuelo Cumbasa a calmar en sus aguas el
fuerte calor reinante. Desapareció en el senderillo jaspeado de luna, por entre
retamas, árboles de taperibás y guabos florecidos. Ante el angustioso grito, más
que canto, del cacho, pájaro holgazán sin nido, sonriendo se dijo el joven, de
acuerdo con la conseja popular: “Ve, el cacho está vociferando, una vez más, que
mañana va a construir su casa para olvidarse apenas amanece”.
Junto al riachuelo se encaminó, con pedrones en sus márgenes y dentro de su
cauce, Faqui Tuanama se detuvo al percibir un rumor en el remanso lleno de luna;
rápidamente se situó detrás de un pedrón, y vio a una muchacha bañándose,
despreocupada en la soledad maravillosa, estaba completamente desnuda. En ese
instante, una bocanada de viento cálido del bosque, cargada de aromas, le golpeó
en el rostro a Faqui, aturdiéndole. ¡Esa mujer desnuda, palpitante de agua y luna!
El mozo comparó su cuerpo con el tallo de las palmeras jóvenes; sus labios, con
ciertas flores coloradas, abiertas en la umbría de los bosques; sus senos, con los
caimitos, deliciosas frutas en formas de agresivos pechos de una adolescente, y
524 Sinti, el viborero
con los sapotes, frutas también de la misma forma y con jugo exquisito. El brillo
de sus ojos, con el de los cocuyos en el mundo de la noche.
Isho Tapullima, después de secarse la negra cabellera que le cubría la media
espalda, comenzó a vestirse, tomando sus ropas del montoncito que componían
sobre el cascajo de la orilla, su pollera azul oscura, su blusa blanca, el pañuelo de
colores para la cabeza, su collar de dientes de mono; sus pulseras de diminutas
semillas secas y duras, como vidrio, de los bosques; en fin, todas las prendas
que constituyen el llamativo atuendo de las mujeres indias del Huallaga Central.
Regresó a su casa por el lado del pedrón en que estaba escondido Faqui Tuanama,
quien la siguió secretamente por el caminillo enmarcado de bosque. Isho entró en
su huerta sembrada de flores y de aislados árboles de taperibás, cuyos áureos frutos
maduros (“manzanas de oro”) eran como joyas fulgorecidas de luna; se sentó en el
corredor de su choza, junto a dos calladas mujeres, su madre y su hermana. Faqui
Tuanama, desde el bosque, las miraba ansiosamente, y antes de alejarse sopló su
pasión por los pequeños carrizos de la flauta. Las mujeres se sobresaltaron.
Rayando la aurora, Isho Tapullima se fue, como siempre, por agua al riachuelo
con el coloreado cántaro de barro en la cabeza. Tras ella, a prudente distancia,
Faqui Tuanama, quien, con todo sigilo, vadeó el riachuelo, pisando las bajas
aguas, y se ocultó cabe un árbol, desde donde veía a la muchacha, luego sopló
suavemente su pena por entre la rondadora. Isho, turbada, levantó la cabeza y
partió inmediatamente, pensando en que esa triste melodía era la misma que
estremeció la noche.
Las veces anteriores que Faqui Tuanama fue a San Antonio del Cumbasa, no
había visto a esa mujer. Ya no regresaría a Lamas. Algún tiempo vivió errante por
el hermoso valle del Cumbasa, ayudando acá y allá en sus faenas a las gentes,
sin separarse mucho del predio de Isho Tapullima. A altas horas de las noches
soplaba su antara en el bosque próximo a la vivienda de la muchacha, o se perdía
sollozando en la flauta riachuelo arriba o riachuelo abajo; cuando oía el atribulado
grito del cacho noctámbulo, se comparaba irónicamente con ese pájaro sin nido;
se decía que él tampoco tenía casa.
Por las rendijas del cerco de palos de balsa de la huerta contempló una mañana
a Isho cosechando taperibás en un cesto. Sobre el ramoso árbol, la muchacha
parecía un ave montaraz. El sol reinaba profusamente en el valle. Faqui Tuanama
averiguó que la moza vivía solo con su madre y su hermana menor; que su
padre había muerto víctima de la mordedura de una serpiente. Sabía también
que Isho era huraña y que, hasta ese momento, no había dado oídos al canto de
amor de ningún hombre. Se retiró y, ya en la lejanía, sopló su rondadora, cuya
melodía Isho, desde el árbol, escuchó inquieta. Esa repetida música misteriosa iba,
indudablemente, ocasionándole extraño desasosiego. La otra gente del valle que
escuchaba la melodía también se sentía preocupada: “¿Quién sería el flautista?
Unos dicen que un joven atormentado por una mujer; otros, que era el mismo
diablo”. Mientras tanto seguía resonando en el valle, generalmente por las noches,
el clamor de la flauta, al igual que el alarido del cacho, con cuya leyenda de vago
se iba identificando más y más Faqui Tuanama. Hasta que luego de una tempestad
Francisco Izquierdo Ríos 525
Sinti, el viborero
— Esas víboras no tienen veneno. Así hasta yo lo haría —gritó uno de los
espectadores en tono despectivo y, en cierto modo, de desafío.
Sinti, con un jergón enroscado en el cuello —la prueba que estaba realizando
en ese momento—, se acercó al borde del proscenio e inquirió por el intruso.
Y en medio de los demás espectadores se irguió un hombre alto, moreno, que
volvió a decir con voz tonante:
—Sí señor. Esas víboras no tienen veneno. Está usted engañándonos.
—Yo le apuesto, señor, que sí tienen veneno —respondió Sinti, con calma,
empuñando el jergón de la cabeza, que a la vez hallábase ya enroscado en su
brazo—. Para probarlo; venga usted al proscenio…
Una ola de silencio y de temor envolvió a los espectadores, que pensaban
ver acaso el número más espectacular y emocionante de la función. Sinti esperó
unos minutos y aquel hombre alto y moreno se sentó y no dijo nada; entonces, el
encantador se dirigió al público:
—Señores, todos los que quieran convencerse de que yo no les engaño pueden
acercarse mañana, a las tres de la tarde, a mi domicilio… Aquí, en este instante, les
probaría, pero no cuento con un animal apropiado para hacer la experiencia,— y
siguió con la función.
Al día siguiente, a la hora indicada, la mayoría del público de la función se
encontraba frente al domicilio de Sinti. Y todos regresaron convencidos que este
trabajaba limpio pues ocho cuyes que fueron mordidos por igual número de
víboras de su colección, murieron casi instantáneamente.
En otro pueblo le hicieron la misma observación. Sinti, entonces, insinuó que
si alguno de los espectadores descubría una víbora en su huerta o en los solares lo
llamara para que vieran cómo dominaba al reptil.
Francisco Izquierdo Ríos 527
segura, pero nuevamente era arrastrado hacia el lago. El pobre ternerito daba pena;
mugía lastimero… Una boa, con la cabeza a flor de agua, le “estaba echando hilo”, o
sea, hipnotizándo para en el momento oportuno saltar sobre él y enroscándose en
su cuerpo volverlo una masa informe y trágarselo; de ahí que, cuando el monstruo
cerraba los ojos, el becerro trataba de escapar, siendo otra vez atraído cuando los
abría. Este drama no duró mucho: el becerro fue devorado por la boa.
En otra ocasión, cuando se internó en el bosque a coger orquídeas para Enith,
su joven patrona, hija de don José María, oyó golpes de alas, como sonoros lapos,
en un árbol de capirona; alzó la cabeza y tuvo la suerte de contemplar otro hecho
extraordinario. Un wancawí, el ave comedora de víboras, estaba luchando con
una de éstas en una rama de aquel árbol; el ave, con las alas abiertas, extendidas,
con los ojos inyectados de sangre y que parecían saltarle de las órbitas, miraba
fijamente a su temible adversario, el que hallábase en guardia, con la cabeza en
alto y mirándola también fijamente.
Cuando el reptil avanzó para morder al wancawí, éste le dio un tremendo y
certero aletazo en el cuello, por el lado derecho, e inmediatamente otro por el
lado izquierdo y los dos enemigos quedaron de nuevo en guardi; con las miradas
fijas. El wancawí logró dominar a la serpiente, después de una varios de aletazos
a diestra y siniestra; la cogió de la cabeza y de la cola con sus potentes garras y
entonó, en esa arrogante actitud, su ronco canto de triunfo, estremeciendo a la
selva.
Sinti pensaba: “¿Qué fuerza misteriosa tienen esos animales en los ojos? ¿Los
hombres también pueden tenerla?”. Con esta idea comenzó a hacer experimentos
en la hacienda; agarraba de las orejas a los perros y los miraba persistentemente
a los ojos, haciéndolos lagrimear. A los otros muchachos que vivían en la casa les
insinuaba para mirarse mutuamente y ver quién llegaba a vencer.
—A ver mírame —les decía—. Quién aguanta más.
Y ninguno resistía la terrible mirada de Sinti; los ojos les lagrimeaban.
—A ver quién de nosotros puede mirar al sol —decía a los muchachos, en cuyo
grupo también entraba Walter, el pequeño hijo del patrón.
Y al mediodía, cuando el sol ecuatorial quemaba como fuego, los muchachos
desde el pasto miraban al astro. Todos desistían en el momento de su empeño, con
los ojos cuajados de lágrimas; solo Sinti, por algunos segundos, miraba al sol con
los ojos muy abiertos, con toda tranquilidad.
Únicamente al gato Tigrillo no podía dominarlo con la mirada, pero sus
experiencias con este le sirvieron de mucho. Se puede decir que Tigrillo y el viejo
Tananta, sobre todo, fueron sus maestros en hipnotismo, fuerza prodigiosa que de
un modo intenso comenzaba a desarrollarse en él.
—Los animales “echan hilo” —había dicho el viejo Tananta a Sinti—. El gato, la
boa, la víbora…
—¿Y los hombres también pueden “echar hilo”, taita Tananta? —preguntó
Sinti.
Francisco Izquierdo Ríos 529
de los árboles y otras más. Las víboras se enroscan en las piernas, en los brazos del
Encantador; le lamen las manos, la cara, las orejas.
Termina la función con el número más Impresionante, que hace que los
rostros de los espectadores se contraigan en un gesto de terror: salen todas las
víboras y se enroscan en el cuerpo del Encantador; dando así este la sensación de
un ser mitológico.
Al día siguiente, Moyabamba fue estremecida, como por los vientos repentinos
que sacuden los árboles de sus huertas, por una noticia increíble: Celia Montes,
una de las muchachas más bonitas de la ciudad, se había fugado con el Viborero
de Serpientes. Celia tenía unos extraños ojos verdes.
Francisco Izquierdo Ríos 531
Morengo
salvaba una acequia honda, bordeada de escasos árboles, donde, según decían,
asustaba a los nocherniegos el diablo, presentándose bajo la forma de cerdo, de
perro, de gato, de ser humano; a mí, sin embargo no se me presentó en ese puente
nada ni nadie. Llegué a la plaza; estaba desierta; solo oí el sordo volar de los mur-
ciélagos y el graznido de las lechuzas en el tejado y las torres de la iglesia; y los car-
neros que dormían en uno de los ángulos de la plaza, al sentirme, se levantaron,
espantados… La luna, entre jirones de nubes negras, parecía el ojo de una mujer
de burdel (No creo que la luna se asemeje o pueda asemejarse a los ojos de una
mujer, menos a los de una de burdel; pero, así me pareció aquella noche). Por una
esquina de la plaza ingresé en la calleja penumbrosa donde hallábase mi cuarto;
abrí la puerta y entré. Mi cuarto era pequeñito como un corazón; una mampara de
tocuyo blanco separaba mi cama de la mesa en la que escribía y estaba mis libros.
Chupé una naranja, arrojé la cáscara a la calle, luego cogí un libro; Poesías de don
Luis de Góngora y Argote. Como la vela era pequeña, apenas un cabo, después de
leer un rato me dispuse a dormir; me desvestí, apagué la vela y me tiré a la cama.
Cuando estuve conciliando el sueño, en ese estado misterioso en que uno no sabe
si está dormido o despierto, oí, de pronto, un quejido nasal, horrible… Creí estar
soñando… Pero, en seguida, oí otro quejido igual… Me froté los ojos, me levanté,
me vestí… Y otro quejido… Era en mi propio cuarto, al otro lado de la mampara,
en el estrecho espacio en que estaba la mesa… Encendí el cabo de vela colocado en
una silla junto a la cabecera de mi cama. Tomé la linterna y de un paso salvé el um-
bral de la mampara y me planté cerca de la mesa, en el preciso momento en que
caían de ella, violentamente, como si fueran barridos por una mano invisible, mis
libros, tintero y todo lo que había… Sentí como que mi cuerpo se volvía grueso,
con peso de piedra; mis cabellos se pararon de punta, más de lo que comúnmente
están. El miedo se iba apoderando de mí como una corriente eléctrica… Traté de
reaccionar; en ese sentido hablé no sé qué cosa, una palabrota y me puse a recoger
los objetos caídos; cuando estaba en ese afán oí unos golpecitos continuos, como
de dedos que tamborilean un acompañamiento de marinera, en el vaso de noche
que se encontraba debajo de la cama. Me dirigí allí, alcé la bacinica, pensando,
mejor dicho simulando creer que fuera una cucaracha la que producía esos ruidos
y, en ese instante, sonó en la cama, junto a mí, un fuerte golpe como de piedra
y oí bufidos de animales por todas partes; de caballos, vacas, cerdos, de todos los
demonios habidos y por haber: ¡buff! ¡buff! ¡buff!...
Los cuadros de las paredes, unos cuadros al óleo de reyes y militares de la vieja
Europa, se movían, temblaban… Todo el cuarto me pareció que vibraba… Por un
momento pensé salir a la calle, pero no lo hice comprendiendo que hubiera sido
para peor pues a causa del ánimo alterado con que me encontraba podía haber
corrido, gritando de susto, ante cualquier bulto que viera. ¿Y a quién ir a tocar la
puerta en ese pueblo que parecía muerto, sepultado en el abismo de la noche?
Resolví seguir en el cuarto. Ya se había consumido el cabo de vela. Me senté en
una silla, con la linterna encendida y a la altura del pecho, tratando de descubrir
al causante de esos extraños fenómenos. Los ruidos, los golpes, los bufidos
proseguían. Enfocaba por todos lados, pero no veía nada. Me parecía que yo,
cuerpo y alma, vibraba junto con todas las cosas de la habitación… Sentado en la
Francisco Izquierdo Ríos 533
silla, al centro del cuarto, estaba yo envuelto por esas misteriosas manifestaciones,
como un náufrago en medio de las olas de turbulento océano… En la calle caía ya
una lluvia menuda con rumor de llanto, y los perros corrían por la acera, junto
a la puerta de mi cuarto, aullando lastimeramente, como si también estuvieran
llorando.
De alocarse… Así estuve aquella noche, luchando con esas fuerzas extrañas,
casi resignado, casi dominado ya por ellas. Hasta que a las cuatro de la madrugada,
más o menos, vencido de sueño, de nervios, me acosté con la linterna encendida
sobre el pecho; inmediatamente me sumergí en el río turbio de la vigilia y vi,
mejor dicho pensé ver salir del cuarto a una burra vieja, peluda, con largas orejas
y anchos dientes grandes… Lo más fantástico: esa burra sonreía y hablaba… Me
indicó que me dejaba una tarjeta en la mesa. En la tarjeta decía: “Mi querido
Morengo: He tenido el gusto de acompañarte esta noche. Regresaré otra vez…”
¡Horrible! ¡Horrible!
Apenas me di cuenta de que la luz del amanecer entraba por las rendijas de la
puerta, salí como un bólido a la calle. Encontré a la vecina de la casa de enfrente,
que, con cántaro a la cabeza, dirigíase al pozo de las afueras.
—¡Qué milagro, tan temprano, señor Morengo! —me dijo, burlona, aquella
mujer. Está usted ojeroso. ¿Qué ha pasado?
—Algo fantástico —le dije.
—Seguramente las almas del otro mundo.
—Precisamente —le respondí. No sé si serán almas del otro mundo, pero lo
cierto es que me ha sucedido algo extraordinario anoche.
—¿En su cuarto?
—Sí.
—Ese cuarto es famoso. Al otro maestro, su antecesor, le sucedió algo más
grave allí. El pobre don Fidencio salió una noche a la calle, en paños menores,
gritando… Le habían querido llevar las almas…
—¡Qué raro! —le dije y proseguí conversando con ella, a lo largo de la calleja
que conducía a los pozos de agua.
Me decía la mujer. “En ese cuarto penan almas del otro mundo.
Se han suicidado en él cuatro personas”.
—¿Cuatro personas? ¿Y cómo así?
—Uno de ellos, el hijo de don Crisanto, del dueño de toda esa finca, cerrando
con llave el cuarto desde adentro, se disparó un balazo en la sien por una
contrariedad amorosa.
Y antes, muchos años antes, un tío de él, se cortó el cuello con una navaja
de afeitar: era medio loco… Otro, un sobrino del viejo Crisanto, también se mató
allí de un tiro en la boca, desesperado por un mal negocio en caballos que realizó;
y una mujer, nieta del mismo viejo, se envenenó con permanganato porque su
abuelo se oponía a su matrimonio… decían que ya estaba encinta…
534 Sinti, el viborero
Tancredo Agama
Mucho esfuerzo, pues, le costó labrar esa propiedad. Con varios peones surcó
en una canoa el Shañu; días y días navegó por el río sinuoso, soportando con
heroísmo los rigores del hosco ambiente tropical. En uno de esos parajes le mordió
en la frente a un peón una víbora loro desde las ramas que caían a las aguas; el
hombre murió. Agama ordenó que lo arrojaran al río, donde fue devorado por las
pirañas. Para él era perder tiempo atracar y enterrarlo, y “hombre muerto para qué
ya vale”, como dice.
Un atardecer, luego de una lluvia tempestuosa, avistaron en una de las márgenes
del Shañu un extenso lugar despejado, con lomas verdes de caoba. Tomaron
posesión de la nueva tierra, a la que Agama dio el nombre de La Esperanza.
Se quedó con la mayoría de peones en La Esperanza, enviando dos a Jebil
para llevar más gente, subsistencias, herramientas, incluso balas para las carabinas
wínchesteres. En un sitio adecuado del terreno, edificó una provisional casa de
palos y palma; despejó toda el área de árboles y plantas inservibles, dejando gran
número de cocoteros que lozanamente crecían allí. Tuvieron que afrontar el
continuado ataque de los tigres que abundaban, así como el de los indios salvajes
que habitaban esa zona. A estos indios, Agama después de encuentros sangrientos,
logró someterlos a su férreo dominio.
La hacienda prosperó bajo el vigoroso pulso de su fundador. Dilatados
barbascales comenzaron a rendir; en esos tiempos en que el barbasco, planta que
contiene la rotenona, se vendía a elevado precio en Iquitos, de donde se exportaba
al extranjero. Agama explotó pieles de animales montaraces, de tigres, sajinos,
jabalíes, serpientes; asimismo, café, maíz, frejol, maní, cocos, aparte de valiosas
maderas, como ya se dijo. Todo, en ingentes cantidades.
Simultáneamente implantó la cría de ganado vacuno, consiguiendo ejemplares
de cebú, por intermedio del ministerio de agricultura, en Lima. Transportó
dichos animales en avión a Jebil. El cruce del cebú con el ganado común, da una
descendencia resistente a las inclemencias climáticas y plagas de la Selva.
En uno de los cerros próximos descubrieron los colonos una mina de sal que, a
la vez que servía para la gente, para el ganado, era utilizada para salar los peces que
cogían en el Shañu y sus afluentes mediante el tóxico del barbasco y la dinamita.
Esos ríos atesoran, generalmente, el apreciado sábalo.
La caña sembrada la convertía Agama, sobre todo, en aguardiente, moliéndola
en un moderno trapiche de fierro que compró en Iquitos. En centenares de
garrafones metía de contrabando, el aguardiente en Jebil y otros pueblos. Famoso
era “el aguardiente de Agama”, como lo llamaban.
La Esperanza constituyó para Tancredo Aghama la base de su encumbramiento
económico. Y el Shañu, además de fecundo vivero de peces, la vía de comunicación
ideal para exportar sus productos; razón por la cual, con orgullo solía decir aquel
hombre que el Shañu “era su río”. Que Dios había creado el Shañu para él.
Al cabo de cierto tiempo, La Esperanza, que se fue poblando de indios
semicivilizados y otros trabajadores mestizos, adquirió la forma de una aldea.
Agama se sentía satisfecho de su obra; él mismo dirigió el delineamiento de la
538 Sinti, el viborero
El último puñete
Por entre la suave media tarde, se desliza delante de la casa de doña Belmira
una mujer de más o menos cincuenta años de edad, sombra de melancolía, hacia
el río con un cántaro a la cadera.
“Es Camila Panta, viuda de Luis Barahona”, nos dice la ingeniosa doña Belmi.
Y continúa: “El marido de esa mujer ha muerto hace algún tiempo. Era cabrero.
Un hijo que tuvieron falleció después de meses de nacido. Y Camila también
vive sola como yo, en esa casita de paredes blancas que se ve al borde del cerro,
criando unas cuantas cabras. A la oración se acoge a mi casa. Las dos mujeres
nos acompañamos en las noches. Su hijito murió a causa de los sufrimientos
que le ocasionaba el bandido de Luis Barahona. Era sumamente celoso. Ninguna
muchacha de Quintuy quiso comprometerse con él. Un tanto lejos de aquí, por la
serranía, hay un pueblito. Y conquistó Luis Barahona a Camila, huérfana, que vivía
con una vieja parienta. Y la trajo a Quintuy.
“Como vecina de ellos, conozco toda su historia. Cuántas veces mi marido y
yo hemos intervenido para evitar que Luis matara a la pobre Camila. A veces, muy
tarde en la noche, oíamos los gritos de esa mujer y acudíamos en su defensa. Lucho,
no sé por qué, me respetaba a mí, más que a mi marido. Cuando yo aparecía,
se calmaba, y escuchaba mis palabras. Hasta cuando estaba demasiado ebrio,
pues el condenado bebía mucho. Llegaba de pastorear sus cabras casi siempre
borracho, de frente a zurrar a su mujer. Dicen que existió no sé dónde, un negro
llamado Otelo, que estranguló a su mujer por celos. Luis era peor que ese negro.
Desconfiaba hasta del señor cura. Vivía solo espiando a Camila. ‘¡Me voy con las
cabras’, le decía. Pero él dejaba las cabras en algún sitio, y volvía a aguaitar su casa
detrás de los pedrones o de los bosquecillos. Seguía, a escondidas, a su mujer al
río, al mercado, a la iglesia. Una noche un vecino celebró su cumpleaños con un
baile muy sonado. Los Barahona fueron invitados, así como nosotros. Un mozo
forastero, gran vividor, bailaba seguidamente con Camila Panta. Y a Camila le
gustaba bailar, como a toda mujer joven; le gustaba la distracción, en suma, como
a todo ser humano. Había mucha alegría en la fiesta, menos para el endemoniado
Luis Barahona quien, de pronto, le dio un puñetazo en la nariz al forastero y sacó
a Camila de la reunión, arrastrándola de los cabellos. Después optó por llevarla con
él a todas partes: al pastoreo de las cabras, a los pueblos adonde iba a vender sus
animales y productos. Solo faltaba que la tuviese amarrada a él.
“Hoy, Camila no es nada de lo que fue. Tenía la gracia de las palomas montaraces;
de la estrella del amanecer sobre el mar; de una flor recién abierta en la mañana a
la vera de los caminos. ¡No sé cómo demonios llegó a querer a Luis Barahona que,
además era feo como un mochuelo! Sí, Luis Barahona parecía un mochuelo. Pero
la vida es así…
Como una vez Luis Barahona maltratara a su mujer en plena calle central,
porque la encontró conversando con un vendedor de baratijas de Lima, la policía
lo metió en la cárcel. Y Camila Panta hizo todo lo posible para sacarlo. ‘Lo quiero,
doña Belmi, a pesar de todo’. Me decía la muchacha. ‘Lo quiero’. Lo mismo me
decía Luis Barahona ciertas veces, llorando, completamente ebrio. ‘¡La quiero, doña
Belmi! ¡La quiero!’. Un día le compró unos aretes lindos. Cosas de la vida, pues.
Francisco Izquierdo Ríos 543
Pascana
las bestias amarradas unas a otras de las colas… ¡Santo Dios!… ¡El diablo, patrón,
el diablo!... Después de rezar y rogar, al fondo del abismo; desaté las bestias, y de
una en una, difícilmente, las hice subir; a un rato, felizmente cuando estaba ya
encima del barranco, oí que en el bosque se reía a carcajadas el enemigo. ¡Sentí
como que mi cuerpo se volvía muy grueso y mis cabellos se pararon de punta,
como espinas! Usando todo mi valor, corrí hacia la cueva con las bestias.
“Hay que tener cuidado en estos caminos solitarios de los horribles duendes,
que viven en los cerros o bajo la tierra. Usted habrá oído unos ruidos adentro
de la tierra, sobre todo en momentos de aguacero: son los duendes, patrón, los
duendes maldecidos que celebran en sus casas subterráneas sus fiestas, con loco
bullicio. Has de saber, patrón, que por estos apartados lares, en las haciendas o
en los pastales de las cumbres: los dueños, a veces, encuentran a sus ganados
colgados de los rabos, con las patas arriba y las cabezas abajo, de las peñas y,
también, increíblemente, de las ramas más débiles de los árboles: así como en
algunos amaneceres, completamente piezados de sus colas unos a otros y con los
pelos en desorden. Es el duende, patrón, que así se burla. El maldiciado se mete
también en las casas, espantando a los moradores, les tira pedruscos de los ríos,
palos, terrones, boñiga fresca, les levanta las cobijas cuando están durmiendo, y
solo es desalojado por el señor cura.
“Y hay cuevas en los cerros, patrón, donde el enemigo gusta mofarse de
los cristianos. Todo nos remeda. Si silbamos, también silba; también canta si
cantamos: si nos reímos, ríe también. Por eso nosotros, patrón, al pasar por esos
sitios, rezamos la Manífica y hacemos la Santa Cruz, así, con nuestros dedos. O
si no le damos miedo golpeando nuestros machetes en las piedras, hasta sacar
candela. ¡Uf! mi coca amarga. Seguramente que mañana también va a llover.
“¡Qué!, ¿un grito?
“Sí, patrón. Es el alma de algún arriero muerto”.
La luna blanquea, ya, la vasta cordillera, en la que destaca la temible puna de
Pishcohuañuna.
Francisco Izquierdo Ríos 547
Un empleado público
que el hombre que confiesa su dolor, su preocupación, que desnuda su alma ante
otro, se queda tranquilo, al menos por el momento, como si se hubiera liberado
de un gran peso. Solo en este sentido justifico la confesión de los católicos ante el
sacerdote… Te advierto que hoy no entraña ningún peligro mi borrachera. Después
de una como la que me he dado hace tres días, quedo nuevo, como recién nacido,
como si todo mi turbulento mundo interior se hubiese volcado fuera. Tú sabes que
soy escritor. Un apasionado de la belleza y de la libertad. Quisiera vivir amando,
escribiendo, libre de todo convencionalismo, de toda traba, como el pájaro, como
el viento. Ir, así ebrio, a beber bajo las estatuas y entre las flores de los parques,
cantando himnos de gloria a la vida. Yo, sobre todo, soy artista, no el vulgar
empleadillo de oficina como me conocen. ¡Mozo, trae otro cuarto de pisco!
Morales estaba sorprendido de ver y de oír así a Ángel Faya, el empleado correcto,
caballeroso del Ministerio NN. Aunque sabía de sus borracheras periódicas, no lo
vio antes en tal condición. Y eso que eran amigos desde muchos años, si bien no
se encontraban juntos con frecuencia. Morales admiraba las virtudes personales y
de escritor de su amigo, como todos los que le conocían y leían sus bellos poemas
y cuentos. Faya era un auténtico valor intelectual.
“Quién sabe —prosiguió, bebiendo otro trago— sea necesaria esta clase de
evasiones, estas fugas, escapar de lo cotidiano, grosero, monótono, a un mundo
radiante en que uno se sienta libre, con todas sus fuerzas creadoras, como un dios.
¿Mi puesto? ¡Que se vaya al diablo! Yo estoy allí solo por conveniencia económica.
¡Ser un esclavo de ese interminable y farragoso papeleo! Subalterno de gente
ignorante, autoritaria y vanidosa, sin escrúpulos. ¡Oh!, sin embargo uno sigue
amarrado años y años a un puestecillo miserable, como un asno a la noria. ¡La
belleza! ¡Oh, la belleza! ¡Qué linda mujer esa del cuadro! —dijo, refiriéndose a la de
Coca Cola—. ¡Qué carnes, con color y suavidad de rosa! ¡Qué sonrisa, como una
mariposa con las alas abiertas! Y el mar, el vasto mar azul a su lado. A ti también te
gusta la belleza, la belleza de la mujer, de la noche, del árbol, del mar, del animal.
¡Toda la belleza del mundo! El dolor. ¿Sabes? Y perdona que te esté haciendo perder
el tiempo. ¿Sabes? La humanidad, esta humanidad es un amasijo de farsa, de
simulación, de injusticia. ¿No te producen cólera a ti esos burgueses panzudos que,
con humeante pipa en la boca y aire de saurios inmensamente satisfechos, llevan
de una cadenita de plata, por las avenidas, a pasear un lanudo perrito engreído?
¿No te indignas al ver que estos burgueses tienen hasta empleados especiales para
cuidar sus canarios?
“Cuando encuentro a un sacerdote, por ejemplo, ¡por qué no decirlo!, me
fastidio, pensando que es un farsante. Sacerdotes de una religión que viven
con boato y lujo escandalosos. Predican una cosa y hacen otra. Los sacerdotes
tienen conciencia del papel que desempeñan en la comedia de la vida y ahí,
precisamente, su hipocresía. Hermosos chalets-jardines de los magnates de la
Banca y la Administración, a donde solo acuden estos a distraerse una horas los
días domingos y feriados, permaneciendo después cerradas esas residencias, en
tanto que ancianos y niños abandonados duermen por las noches en el quicio
de las puertas de las casas de la urbe. ¡Horrible!... ¡El cariño! ¡El amor! Todo es en
el fondo, puro interés, pura conveniencia. ¿Sabes? Por ratos, no creo ni en Dios.
Francisco Izquierdo Ríos 549
Ovejía
—No sean tontos, hom. Hay qui progrisar. Y como nos ofrecen regalar, hay que
aceptar no más, hom.
—Ese don Trauco nos ha ofrecido ya tantas veces todas esas cosas, y no ha
cumplido nada, hom.
—Y relojo, ¿pa qué? Yo tanteo mejor la hora con el sol y el canto de los
pajarillos.
También el señor cura es un fogoso panegirista de su candidato doctor Esaú
Trauco, tres veces seguidamente ya elegido diputado por la provincia. Usa como
tribuna el púlpito de la iglesia.
—Allí bajan los guardias ceviles —dicen con miedo las gentes de Ovejía,
mirando, unas desde las calles y otras, desde las huertas, hacia el plomizo camino
que serpentea en la inmensa falda del cerro, por donde descienden los guardias
en sus caballos.
Poco después, cruzan a galope tendido la calle central dos guardias civiles, con
sus alones sombreros de paño verde, capotes del mismo color, botas, espuelas
plateadas y fusiles a la espalda.
Los habitantes se han escondido. Por primera vez llegan guardias civiles al
pueblo. Solo con los empolainados forasteros se saludan.
Desmontan en la puerta de la subprefectura. Allí se hospedan. Han venido de
la capital del departamernto de Ovejía para cuidar el orden en las elecciones.
Luego de cierto lapso salen a pasear. Lucen bigotitos “mosca” y patillas espesas.
Piropean a todas las mujeres. Por la noche arman jarana en la casa de un tal Juan
Babot (donde hay tres muchachas casaderas y alegronas), al son de un violín y
un tambor: aparte de las danzas comunes, ellos tratan de enseñar a las mujeres a
bailar rumbas y tangos, cantándolos. Se tiran una turca de los mil diablos.
Ancianos, mozos, mozas, niños les miran deslumbrados, sobre todo los niños,
quienes poco a poco van acostumbrándose a ellos y procuran imitarlos.
—Yo soy guardia cevil —expresan ufanamente, con su correaje hecho de la
corteza del árbol de plátano, así como con botas del mismo material y fusiles de
carrizos.
Los matrimonios que tienen hijos sin bautizar, se apresuran a hacerles
compadres.
Largo tiempo todavía seguirán emulando a los guardias civiles los muchachitos
del pueblo, principalmente en eso de capturar presos.
Sentados en un cuarto, una veintena de hombres con ponchos mastican coca
y conversan a la luz de una enorme vela de sebo. Brillan botellas en el suelo.
Eleodoro Moquillo, dueño de la casa y uno de los máximos dirigentes políticos de
Ovejía, preside el conciliábulo desde un tosco sillón de madera: pequeño sujeto de
vientre abultado, con ojos y barba de chino viejo.
Noche oscurísima y con llovizna emboza al pueblo.
Francisco Izquierdo Ríos 555
que han hecho su servicio militar en Iquitos, y que en medio de los humos de
la borrachera se acuerdan de que fueron soldados y creen estar saludando a sus
antiguos jefes.
Ha ocurrido algo. Uno de esos borrachos, cuando el presidente de la mesa dio
las cédulas respectivas de todos los candidatos para que fuera a la Cámara Secreta,
sacó de su “seno” otras cédulas, amarradas con pabilo, y exclamó muy fresco,
saltando, saltando, como cuando el gallinazo insinúa su vuelo:
—No se moleste, taita Bernacho; aquí está ya mi buto… Me ha dao mi
compadre Agliberto.
—Entrégame esas cédulas y llévate estas —se concretó a decirle el presidente
con cara de mago, calmando en esa forma el lío que iba a estallar.
Ha terminado el sufragio. Los miembros de la junta receptora y los personeros,
para cerrar el acto, discuten violentamente. Resuenan palabras, como “ley,
derecho, justicia, parcialidad imparcialidad, denuncia…”. Don Pantaleón Poma y
don Timoteo Chuchuy casi se trenzan a los golpes. Por fin, estos patriotas salen
a las diez de la noche rumbo al juzgado de primera instancia, alumbrándose con
lámparas tubulares a querosene y con los pantalones arremangados hasta las
rodillas porque ha llovido. El presidente Chamoll, custodiado por los guardias
civiles, lleva el ánfora como el cura lleva el Santísimo Sacramento. Ninguno de los
personeros se movió de la vereda del juzgado, amanecieron y permanecieron allí
hasta la llegada de las demás ánforas de la provincia.
Los electores perseguían a los notables del pueblo exigiéndoles la correspon-
diente paga por haber votado por tal o cual candidato.
—Págueme ya, taita curita. Yo hey butado por don Trauco. No pué me ofreció
usté.
—Tú vas a ser juez de primera nominación cuando gane el doctor Esaú Trauco.
Aguarda no más, hijito. Y si tanto apuras, te haré una misa de balde.
—Deme usté ya los cinco soles, don Lino. Yo hey butado por don Torrico.
—Cuando gane el doctor Crespín Torrico, tú vas a ser teniente gobernador.
Espera no más, cholito.
—Señor subprefecto, no olvide lo que me ha ofrecido usté.
—Sí, sí, voy a hacer que te devuelva tu chivo el escolástico.
El señor juez de primera instancia, prosopopéyicamente, declara abierto el
significativo acto del escrutinio electoral de la provincia.
Las ánforas, bien selladas algunas y otras con la punta de un sobre de cédulas
apareciendo, están en fila, en la mesa.
Los personeros de los candidatos rodean al juez, quien, por su largo chaqué
negro, parece el gran Zapirón de la fábula. Todos miran ávidamente las ánforas,
que hacen pensar en las latas de galletas o confites de las tiendas comerciales.
558 Sinti, el viborero
Cuentecillos
A Francisco Bendezú
El ruido
busca de un lugar seco; pues, por los agujeros del techo y del terrado introducíase
el agua en la sala, formando verdaderas chorreras en las paredes —como aquellas
que se ven en algunos cerros— y lagunas en el piso quebrado y desigual.
Una noche de luna se hallaban todos en la sala, a puerta cerrada y a la luz de
una lámpara tubular a querosene. Abel leía, acostado en la cama; su mujer, al filo
de ella, tejía; su hermana, en la suya, bordaba, y sus dos pequeños hijos dormían
en otra. El silencio era profundo. De cuando en cuando, por los resquicios de las
paredes, entraban en la sala soplos de viento con aroma de árboles. Afuera todo era
luna, esa linda luna de los pueblos peruanos.
Serían las ocho, cuando inesperadamente oyeron un ruido peculiarísimo.
Luego desapareció. Pero, después de algunos segundos volvió a producirse, para
callarse de nuevo. Y así sucesivamente. Era un ruido extraño que resonaba, que
llenaba el ámbito de la sala.
Todos, como es natural, se miraron sorprendidos. Feijó se levantó. Recorrió
la habitación; hurgó los rincones; pero no encontró bicho alguno que pudiera
ser causante de ese ruido. Sin embargo, este seguía produciéndose a intervalos
matemáticos. Por instantes les parecía como que era afuera, en el corredor o en la
gruesa aldaba de la puerta.
Feijó salió a investigar. Su mujer y su hermana le gritaron desde la sala:
—¡Allí es, Abel; allí, afuera!
Y a él, en cambio, le pareció que era adentro, en la sala.
Les iba ganando el miedo. Feijó y su hermana estaban ya con sendos palos
en las manos; su mujer se situó junto a los niños, a quienes había despertado.
Se miraban como exigiéndose mutua explicación de aquel fenómeno insólito,
sin lograr otra respuesta que la incertidumbre y aun el terror ya reflejado en sus
rostros.
La situación era embarazosa y precipitábase a una crisis. Todos habían salido
al patio, desde donde oían el ruido misterioso en la sala. Las mujeres y los niños
temblaban. Y Feijó hasta tenía la intención de llamar en su ayuda al vecino
próximo, un libanés que sabe Dios cómo fue a dar por esas tierras; los dueños de
casa, que vivían en el terrado, estaban ausentes.
Pero de pronto, a la hermana de Feijó se le ocurrió examinar la máquina de
coser; apenas alzó la tapa, salió del cóncavo interior de la máquina un diminuto
ratón que con una vivacidad y velocidad extraordinarias ganó la puerta y se perdió
por un sector penumbroso del patio.
Y, como por arte de magia, cesó el ruido.
Ese ratón, que sabe el diablo cómo entraría en la máquina, al tratar de salir, ras-
caba la fina madera de la caja, resonante como la de un violín, motivo por el cual el
ruido inundaba la sala como rumor de lluvia menuda, dificultando su ubicación.
Los Feijó arrojaron los palos. Se miraron avergonzados. Y sin decirse palabra,
se metieron en las camas.
562 Sinti, el viborero
—Mamá, mamá —de pronto exclama, como en sueños, Asunción, que está
sentada en una piedra, en la misma línea de la gotera de la casa—. El rosal se
mueve… ¡El duende, mamá! ¡El duende! Acaba de correr con una rosa en la mano.
Es un niñito desnudo y cojo. Se ha metido en el alfalfar. Yo lo he visto. Yo lo he
visto.
Doña Margarita y Asunción miran en dirección de la huerta y aquella solo
alcanza a ver una ligera ondulación en el apretado mar del alfalfa, como producida
por alguien que huye, mientras la penumbra del anochecer, moteada de luna,
como un manto maravilloso cubre ya la tierra.
—El duende está robando mis rosas, el duende… —murmura apenas doña
Margarita, también como en sueños.
564 Sinti, el viborero
El curita Apolón creyó que alguien estaba burlándose de él. Desmontó, se puso
a observar el bosquecillo y descubrió, con gran sorpresa, que era un pájaro que
así hablaba; el lindo quién quién. Entonces, el señor cura, cogiendo a su mula
de la rienda, se sentó en una piedra del camino y rompió a llorar amargamente,
convencido de que hasta los pájaros le menospreciaban en este mundo.
566 Sinti, el viborero
El rebelde
—¡Cristo! —se decía Néstor—. Yo estoy con el Cristo que arrojó a latigazos a
los mercaderes del templo. Pero no con el Cristo que ofrecía la otra mejilla para
otra bofetada. No, con el Cristo manso que se dejó crucificar; el Cristo con que se
hizo tanto daño a la humanidad. Con este Cristo renegrido, tumefacto. ¡Vencido!
¡Muerto! —concluyó, mirando el crucifijo de la mesita.
Su infancia y adolescencia transcurrieron en ese ambiente, con repiques de
campanas, íconos, rezos y frailes, la soberbia de su familia y la humillación de los
“colonos”, verdaderos esclavos de las haciendas. Pero en Lima, en la universidad,
abrió los ojos y se rebeló contra todo ese oscuro mundo.
El médico de la familia estaba junto a él desde el momento que llegó. Néstor
se dejó examinar pacientemente por el viejo galeno, quien comprobó que el joven
afrontaba una tisis en último grado, tal como escribiera de Lima el hermano de
doña Natalia, contralmirante de la Marina del país, y a cuya influencia se debía la
salida de Néstor de la isla penal El Frontón, y su regreso a Baloa. El contralmirante
no quería gestionar la libertad de su sobrino, por el riesgo, principalmente, de
comprometer su elevada jerarquía militar y posición en el Gobierno, pero lo hizo a
tanto ruego, a través de cartas, de su hermana. Ya, anteriormente, había intervenido
a favor de Néstor, cuando estuvo preso en la Penitenciaría y otras cárceles.
—¡Que se pudra, ahora, en el Frontón esta oveja negra de la familia! —había
dicho, iracundo, el contralmirante. —¡Hazlo por Natalia, por Natalia! —le suplicó
su mujer.
El “colono” Julián Pilco informó a doña Natalia sobre el penoso viaje de
Cajamarca a Baloa, que el “niño” tenía fiebre y escupía sangre, pero que, a pesar
de su enfermedad el “señorito” le hablaba en el camino y en las posadas, con
entusiasmo, de cosas que él casi no entendía, acerca de la libertad del hombre;
de un mundo donde debe existir la justicia para todos. Aun le había prohibido
que le llamase “niño” o “señorito”. “Dime simplemente, Néstor o don Néstor”,le
había exigido. Para doña Natalia tampoco resultaban nuevas las ideas tremendas
de su hijo, pues su hermano, el contralmirante de Marina, les había escrito a ella
y a don Manuel detalladamente sobre lo que ocurría con Néstor. Ella consideraba
una inmensa desgracia la enfermedad y las ideas de su hijo, enfermedad que,
precisamente, le vino a consecuencia de esas “ideas diabólicas”.
A las primeras luces del nuevo día, Néstor sonrió al ver por la ventana su
huerta, con flores, nogales, chirimoyos y durazneros, poblados de gorriones
cantores y otras avecillas.
—Voy a morir —decía, aspirando el aire matinal—, pero después de haber
peleado por una humanidad mejor.
—¡Néstor! —entró doña Natalia, que se mantuvo oculta toda la noche afuera,
al lado de la puerta del cuarto de su hijo, en un sofá.
—¡Madre!
—¿Cómo te sientes?
—Junto a ti, mejor, madre.
568 Sinti, el viborero
el carro rompe manifestaciones, y con los ojos ardientes a causa de las bombas
lacrimógenas; incluso había cogido una de estas bombas y arrojándola contra la
misma policía… lo atraparon en la Plaza San Martín y lo condujeron a garrotazos a
una de las tantas cárceles. La Federación de Estudiantes pidió su libertad, así como
la de otros que cayeron en la brega; pero no fue oída por el Gobierno. Lo iban a
someter a juicio militar, intercedió su tío, el contralmirante.
Acusado de tomar parte en un complot subversivo contra el Régimen, fue cogido
otra vez una noche por la policía. Lo llevaron al Frontón, terrible isla penal frente al
Callao. Le sorprendieron durmiendo en su cuarto de pensión, de donde lo sacaron
a empellones, después de apoderarse de todos sus libros —La Biblia, Shakespeare,
Marx, Cervantes, Engels, Mariátegui, Heine, Gorki, Lenin, González Prada, Trotzki,
Stalin, Chejóv— y de otros objetos de uso personal, hasta su ropa. En el Muelle
de Guerra embarcaron a los presos en una lancha rumbo al Frontón, cuyas luces
parecían lágrimas por entre la madrugada invernal y sobre el mar convulso. Néstor
Domínguez aquí fue casi liquidado. Lo encerraban en una estrecha cueva, hueco
más que cueva, llamada “La Lobera”, donde el mar entraba en el flujo, cubriéndolo
hasta el cuello, varias veces padeció este martirio sin nombre, su organismo estaba
ya deshecho y comenzó a toser y a escupir sangre. A muchos tísicos les sacaron de la
isla a los calabozos de la Fortaleza del Real Felipe en el Callao, menos a él. Hasta que
una mañana recibió la sorpresa de la visita de su tía, la mujer del contralmirante;
ella no pudo contenerse y sollozó abrazándolo:
—¡Tu madre, muchacho! —le dijo la buena señora—, ¡Natalia!
Después de superada la crisis que le aquejó a raíz de la tormentosa discusión
con su hermano, Néstor aceptó la sugerencia de su madre de trasladarse a una de
las haciendas, pero con la condición de no encontrarse con Absalón.
—Allí, el ámbito más puro te hará bien —le dijo doña Natalia, acariciándole la
calenturienta cabeza con la ternura que solo una madre puede dar.
Desde su habitación, Néstor veía, por las ventanas, el anchuroso pasto verde
con el ganado disperso; por el río, los bosques de eucaliptos y nogales; más allá,
las silenciosas montañas de la Cordillera de los Andes, con sus faldas oscuras de
vegetación. Se sentía reconfortado con la contemplación de la naturaleza. A veces se
sentaba a la puerta, cuando el sol brillaba esplendorosamente. Leía, también libros
de poesía: Rubén Darío, Walt Withman, Antonio Machado, García Lorca, César
Vallejo, Pablo Neruda, que los llevaba un amigo, compañero de generación y de
estudios, que había regresado de Lima a Baloa a ejercer su profesión de abogado.
—Ven siempre, viejo. No me abandones —le pedía Néstor.
Y el buen amigo iba frecuentemente a visitarlo. En una de esas ocasiones pasó
frente a ellos Absalón, cargado en andas por los indios de la hacienda, como un
santo.
—¡Qué horror! —exclamó Néstor, tapándose los ojos con las manos— ¡Qué
horror!
—¡Sí, hombre! En pleno siglo XX.
572 Sinti, el viborero
Yermo
A Alfredo Rocha Zegarra
J ulio Chope entró en el bosque seguro de realizar una buena caza. Así prometió
a su mujer y seis pequeños hijos, al salir del tambo, en la orilla de un riachuelo
murmurador, donde vivían.
Abundaban puercos y vacas del monte, jabalíes, aves... También tigres y ví-
boras; de estos últimos había que cuidarse, igualmente de las huanganas, ya que
estos jabalíes, en sus impetuosos recorridos masivos, atacan y despedazan con sus
fuertes pezuñas y colmillos al hombre, a todo animal que sorprenden, embistien-
do aun a los árboles en que se han refugiado cazadores.
Asomaba el sol. Algunos de sus rayos atravesaban los boscajes haciendo brillar
las gotas de rocío, iluminando las hojas de palmeras tiernas como pestañas de
bellas mujeres; de repente, por allí brotaba la clara melodía del pájaro flautista.
Chope anduvo, anduvo, sin encontrar algo importante de ser cazado. Solo
veía, mariposas, saltamontes, avecillas, o serpientes que corrían por la espesura
coleteando. No se asombró mucho de ese fenómeno, pues recordó que el
bosque, a veces, se presenta así, y continuó andando entre la muchedumbre
de árboles, en varias direcciones; gran conocedor de la Selva, no tenía miedo de
desorientarse. Iba, con paso cauteloso, los ojos de lince y los oídos atentos. Ante
un suave movimiento de hojas o cualquier ruido, alistaba, ahí mismo, la escopeta,
pero era nada. “Ya será mediodía”, calculó no con el sol, porque este no entraba
plenamente en la tupida vegetación, sino por el tiempo transcurrido. Y sintió sed
y hambre. Cerca no había ni árboles con frutos comestibles. Mas, escudriñando
en torno, descubrió la yacuhuasca, “la soga que brinda agua”; cortó esta soga con
su machete, y un chorrito limpio salió del rojo corazón de ella. Chope la embocó
y bebió ansioso.
—Tal vez por la tarde encuentre una buena pieza —se dijo, reanudando su
pesquisa por el bosque. Acá, hurgaba en el ámbito penumbroso de las aletas, como
paredes, de grandes árboles, creyendo hallar perdices, añujes, o bien perseguía el
olor a cebolla que de pronto le parecía notar, de los sajinos, pero, al final, ¡nada!
580 Voyá
—Pían y pían estos pajaritos del mundo —habla un hombre alto y rubio, que
seguramente ha ido a las Lomas de Lachay a olvidar también, siquiera por un
momento, las inquietudes de su vida en la urbe, y en esa sencilla expresión ha
volcado toda la emoción que le embarga. A este paseante rubio, entre todas las
cosas de las Lomas de Lachay, le encantan más los gorriones, esos “pajaritos del
mundo”.
Otro paseante, sin duda extranjero, habla:
—Los hombres de este país no saben aprovechar las bellezas de su tierra. Estas
Lomas de Lachay debían servir como un magnífico lugar de recreo, como un
maravilloso parque.
—Ciertamente —aprueba una señora con anteojos—. Las Lomas de Lachay po-
drían ser acondicionadas para un delicioso ámbito de solaz durante el invierno.
—Sin embargo, estas lomas han sido conocidas desde tiempos remotos —in-
terviene un anciano muy abrigado y con gorra—. Los opulentos virreyes venían de
Lima a caballo o en calesas… no estoy muy seguro si venían en calesas… Y antes,
mucho antes de los incas, estaban habitadas por hombres que eran geniales teje-
dores, orfebres y hacedores de ceramios... indudablemente que habrá enterrados
en esta cañada tesoros de esos lejanos hombres —y el viejecillo sonríe, cerrando y
abriendo los ojos vivaces.
Este domingo hay un ómnibus y algunos automóviles asentados en diversos
sitios.
Un grupo de visitantes baila sobre la tierra húmeda, bajo ramosos árboles tara,
al son de un “picap”: mambos, guarachas, marineras, valses. En una pequeña mesa
tienen botellas de licores, bolsas de fiambre, frutas...
Más arriba, en el interior de una casa de paredes blancas, otro grupo también
baila al son de guitarras y canciones. Escuchamos la famosa polca “A la huacachi-
na”, inspirada posiblemente en la legendaria laguna de este nombre, concurrido
balneario de Ica.
Juntito a la huacachina
una mañana te vi,
y me miraste de mala gana
y yo me muero de amor por ti.
Otras personas, hombres y mujeres —estas, todas, con pantalones— transitan
por el paraje, entre los árboles.
Nuestro grupo, en el que hay niños igualmente se lanza a descubrir los secretos
de la encañada. Hace frío. La humedad de la hierba, de la tierra, se cuela por los
zapatos.
Una manada de cabras con su pastor se pierde por una de la lomas.
Parvadas de loritos vuelan, bulliciosos, en ciertos sectores.
—¿También hay loros? —pregunto a una mujer nativa al frente de su cabaña
de paja y barro que se alza al borde de la encañada, junto a un musgoso pedrón.
584 Voyá
Lunapillopinto
A Juan Mejía Baca
A l maestro le placía leer hasta tarde la noche, aCostado en su cama, ante una
lámpara a querosene colocada en un banquito junto a su cabecera. Leía
novelas y poesía... Era una de sus distracciones preferidas en la soledad del
pueblo donde ejercía funciones de director de escuela.
En el pueblo de Huacay, por cierto, no había librerías, ni bibliotecas, pero el
maestro Leandro Barrionuevo, sí tenía muchos libros desde antes, comprados
mayormente en Lima, y que los llevaba consigo por donde iba; pues los maestros de
escuela novadores padecen de inestabilidad en sus cargos, como una consecuencia
de la politiquería reinante.
Barrionuevo llegó a Huacay trasladado, inconsultamente, de otro apartado lu-
gar del país. Sería la medianoche cuando el profesor leía aún, releía, mejor dicho,
una vez más “Los heraldos negros” de César Vallejo: “Yo soy el coraquenque ciego /
que mira por la lente de una llaga”. El pueblo estaba sumido en profundo silencio
oscuro, un pueblito de la Cordillera Oriental de los Andes... cuando, de pronto,
escuchó unos suaves ruidos secos, que producíanse continuadamente a ratos; al
comienzo no atinó de dónde procedían, hasta que con más atención se dio cuenta
que de la placita de armas; entonces, con sigilo, miró por el ventanillo que daba a
la plazuela, y distinguió en la noche a dos mozalbetes que venían por la pista em-
pedrada, uno sosteniendo al otro que andaba difícilmente, después de unos pasos
se detenía apoyándose en el hombro de su compañero, reanudando nuevamente
la caminata; algo insólito; el maestro no captó aún claramente el suceso.
Corrió a amortiguar la lámpara y retornó al ventanuco, y con mayor sigilo
esperó que los mozalbetes pasaran por enfrente, ya que la pista circunvalaba
la plazuela, vereda construida por él con sus alumnos, y se enteró que quien
andaba difícilmente era Faustino Llapa, a causa de los zapatos que habíase puesto,
acompañado de Gregorio Chicana; ambos estudiantes del último año de primaria.
El maestro, sonriendo con simpatía desde luego, comprendió lo que significaba
todo ello: al día siguiente, con motivo de un aniversario más de la independencia
590 Voyá
FAUSTINO LLAPA
Abogado
Defensor de los obreros y campesinos
Niebla
Madre Paloma
S e inició la tarde con tormenta. El cielo estaba negro. Vientos, rayos y truenos
estremecían el ambiente.
—Señor inspector —le decía la monja—, señor inspector, he venido a usted
con el propósito de desfogarme, de sacar afuera todo lo que tengo aquí, adentro,
que me asfixia, siendo usted mi oyente, necesito alguien, humano, demasiado
humano, que me escuche y ese alguien va a ser usted. ¿Me permite?
—Continúe, madre —le dijo el inspector de enseñanza desde su silla.
—No me diga madre, porque yo no soy su madre, ni de nadie. Precisamente
quiero ser madre, tener muchos hijos, engendrados con el amor de un varón.
¡Quiero ser una mujer libre, viviendo realmente, plenamente, la vida! Por ese
ventanuco, mire usted, por ese ventanuco, a pesar de la tempestad, aparece el
convento donde sufro tanta hipocresía, tanta mentira… —y la joven monja, que
había abandonado su silla, se iba de un lado a otro como una ráfaga de viento por
el reducido espacio del cuarto.
La tormenta retemblaba, encrespando el ventarrón las aguas del río próximo y
doblando los árboles de sus márgenes. El pueblecillo, perdido en la Selva, con sus
pocas casas de palma y tejas, daba la impresión de que iba a ser despedazado por el
temporal. En ese lugar una extranjera congregación de madres religiosas tenía un
convento y regentaba una escuela, por cuya razón llegó a él en visita el inspector
de enseñanza, en una canoa por el río, desde su sede, la capital de la provincia.
—Si usted viera, señor inspector, lo que sucede dentro de esos muros, se
horrorizaría… Sobre todo en el aspecto sexual. Un desenfreno diabólico.. Usted
sabe, señor inspector, que nadie, nadie, hombre o mujer, hembra o macho, en
este mundo puede renunciar al imperativo biológico del acto sexual, excepto por
anormalidad. Entonces, el voto de castidad de frailes y monjas resulta una farsa, una
de las grandes farsas de la humanidad. Usted me comprende… me comprende… Las
orgías sexuales que se realizan en ese convento son esas, orgías sexuales. En el silencio
596 Voyá
de las noches, a la luz de las lámparas, las monjas beben licor, se desnudan y bailan
lúbricamente con sensual música tocada en melodio, incluso la madre superiora,
luego se abrazan, se besan, y se tiran a las camas, como unas locas... practican el
lesbianismo. También se han fabricado de caucho unos objetos semejantes al sexo
del hombre, o usan los gruesos plátanos bellacos. Y siempre llegan, por supuesto,
al convento frailes misioneros desde el interior de las selvas por los ríos, se
hospedan en el convento los muy inocentes, los muy humildes, los muy santos.
Yo nunca tomo parte en esas bacanales. He permanecido y permanezco siempre
alejada, con asco. Una vez uno de esos frailes barrigones, desnudo y borracho,
me persiguió, y logré escapar a la casa de una vecina del pueblo, gran amiga mía,
fingiéndome que me sentía enferma y quería pasar la noche con ella. Le confieso,
y esto es natural, yo padezco tremendos deseos sexuales, tremendas torturas
de este orden, pero me domino para no caer en la bajeza de mis compañeras, y
pienso que colmaré esas ansias, como es natural también, con un hombre común,
uniéndome a un hombre sin sotana, cuando huya de ese claustro y arroje estos
hábitos. ¡Ah!, muchas veces estuve a punto de botar estos hábitos al río, y fugarme
a Iquitos en una canoa, en una balsa o en un vaporcito, en uno de esos vaporcitos
que navegan por este río Huallaga, pero eso cualquier momento voy a hacerlo,
voy a mandar al diablo toda esa porquería del convento, todas las mentiras de la
religión, de nuestra religión. La única religión debe ser el mutuo respeto humano.
¿No le parece, señor inspector? Yo no soy una desengañada, sino que he llegado
al convencimiento de que la vida, esta breve vida del hombre, comprendiendo
en este término al varón y a la mujer, debe ser así: natural, lógica. ¿Y usted sabe?
Claro que lo sabe. Por este río Huallaga, allá por el siglo XVI, pasó mi paisano Lope
de Aguirre, el Gran Rebelde, en pos del inexistente país de El Dorado; ese hombre
que se libró de aquel absurdo sueño y tiró por la borda a Dios, al rey de España, en
suma a todas las tiranías. Pasó por aquí con su hija Elvirita y su intrépida manceba
Torralba, la brava aragonesa Torralba, bailadora de jotas. ¡Olé! Yo soy española, de
Oñate, Guipuzcóa, del mismo lugar del terrible Lope de Aguirre, una vizcaína. Mi
nombre es Paloma Tena. ¡Paloma! Madre Paloma… Sor Paloma… ¿Qué le parece mi
nombre? Está pasando ya la borrasca.
—Sí… Aún cae lluvia, pero ya sin violencia —dijo el inspector mirando por el
ventanuco.
—Me voy... Adiós… Nos veremos algún día —y la monja salió por la puerta
húmeda de aguacero.
***
Cierta mañana entraron un hombre y una mujer jóvenes al despacho del
inspector de enseñanza, en su sede, la capital de la provincia.
—¿Se acuerda de mí? —le dijo la mujer, con el vientre abultado por el emba-
razo.
—¡Paloma Tena!
—Ella misma… Mi marido —y le presentó al joven, un robusto campesino,
cultivador de barbasco, producto que vendía en la ciudad comercial de Iquitos
sobre el Amazonas.
Francisco Izquierdo Ríos 597
—El tío mayor de Albert pasó hace muchos años por el Perú, y en mi pueblo se
enamoró de una de las muchachas más bonitas, con la que tuvo un hijo, quien fue
mi padre.
—¿De qué pueblo es usted, don Aurelio?
—Pomahuaca, en la Cordillera Oriental.
—¿Hay otros Camus en su pueblo?
—Por supuesto… Mis hermanos…
—¿Viven sus padres?
—Han muerto ya… Mi madre era de ascendencia árabe, como lo demuestra su
apellido Chabad.
—¿Y qué fue de su abuelo francés?
—Como llegué a saber, solo estuvo algunos días en Pomahuaca, tiempo
suficiente para su romance con mi abuela.
—¿Escribe usted literatura?
—Algo… Sobre todo poemas… Yo soy profesor.
—¿Habla francés?
—Poco… Muy poco…
—¿Usted o ustedes conocían a Albert Camus?
—Personalmente, no. Pero yo mantenía correspondencia con él.
—¿Puede mostrarnos las cartas de su célebre primo?
—Sensiblemente, no. En mis andanzas de maestro de escuela por los pueblos
del país, las he perdido. Concretamente, en uno de los bravos ríos amazónicos, al
naufragar la canoa en que viajaba.
Desparramados en su mesa hay algunos libros del aplaudido novelista, drama-
turgo y ensayista galo: El extranjero, Mito de Sísifo, La peste, El estado de sitio, Calígula...
—¿Están dedicados esos libros a usted por el autor?
—No. Los he comprado en las librerías.
—Bien, señor Camus, ha sido un placer charlar un rato con usted… Vamos a
tomarle una fotografía, de pie, con un libro en la mano… ¿Le parece La peste?
Escasos amigos y paisanos de Aurelio Camus Chabad, ante su repentina y
explosiva publicidad, comentaban en un bar de Lima.
—Una de las tantas cosas del cholo Camus Chabad —dijo uno.
Y otro:
—Como ustedes saben, yo también soy profesor. Una vez cuando Camus Chabad
y yo éramos maestros de escuela en dos cercanos pueblos de una remota provincia,
apareció aquel montado en un burro en el pueblecito donde ejercía yo mi función
600 Voyá
Lluvia en la carretera
A Marcelo Martínez
Así lo explicó al empleado del hotel, pero este no se convencía de que alguien
hallara satisfacción contemplando una tormenta.
El brusco aguacero doblaba los tallos de las flores del jardincillo de enfrente.
602 Voyá
No es él, Ishaco
A Felipe Rivas Mendo
Cuando Ishaco caminaba por la playa con su burro aquel atardecer, subiendo
ya la cuestecilla para tomar el filo de la carretera rumbo a su pueblo, oyó un grito
en el mar. Y vio unos brazos que se agitaban entre las olas. Amarró el burro a una
estaca, donde no podían alcanzarle las piedras que siempre se desprenden del
cerro del otro lado de la carretera; se desnudó, lanzóse a las aguas convulsas, y
batallando rudamente con estas logró acercarse a la persona que se ahogaba. Era
un muchacho como él. Sin vacilación, el fornido Ishaco lo cogió por los hombros
con el brazo derecho y comenzó a sacarle a la orilla nadando vigorosamente; se
cuidaba de que no lo abrazase, ya que ello hubiera significado el hundimiento y la
muerte de los dos; aprovechaba las mismas olas para avanzar, esquivando hábil-
mente el retroceso; a veces desaparecían en la vorágine de las aguas espumosas ...
lucha titánica, heroica, bravía, que al fin culminó con una tremenda ola que los
varó en la playa. Ishaco, rápidamente, se puso en pie y, después de respirar a todo
pulmón, cargó al desconocido, inconsciente, inerte, hacia donde se encontraba, el
asno, lugar seguro. Lo colocó bocabajo para que arrojara el agua ingerida, lo que
hizo en abundancia, le flexionó los brazos, le dio respiración boca a boca, le masa-
jeó el cuerpo, le auscultó el corazón, palpitaba muy débilmente, más respiración
boca a boca. Por la carretera, allí al lado, iban y venían los carros como relámpagos;
sus conductores no se daban por enterados de lo que ocurría. El sol, a través de
la bruma, en el lejano horizonte, era como la mitad de un colosal ojo enrojecido,
pues la otra mitad estaba ya detrás del mar inmenso. Ishaco notó, con alegría,
que el muchacho respiraba; entonces, volvió a darle respiración boca a boca, y
sin pérdida de tiempo lo echó sobre el burro, lo sujetó con una cuerda al aparejo
y marchose halando al manso animal a su pueblito por la orilla de la carretera,
siempre alerta a las piedras que sorpresivamente caen del rocoso y arenoso cerro
aledaño, pues esas piedras son un constante peligro para los transeúntes en carro
y a pie; aquel cerro tiene ya muchas víctimas.
¿Quién sería el muchacho? Ishaco iba tomando conciencia acerca de él,
a medida que caminaban. Era blanco, de cabellos rubios, con vestido elegante,
casaca de cuero y pantalón de fino casimir, reloj pulsera de oro con cadena de oro;
le faltaba el zapato del pie izquierdo, que seguramente lo despojó el mar. Recién
aparecían en su mente esos detalles. ¿Quién sería? Quizá uno que vino de Lima a
pescar con anzuelo desde las rocas y una ola se lo llevó.
Ya anocheciendo llegó a su casa; los perros le recibieron ladrando; sus padres
y hermanos lo rodearon, inquietos. La madre corrió a preparar la tarima, adonde
el padre condujo al extraño en sus brazos, después de desatarlo del burro con li-
gereza pero suavemente. Encendieron la lámpara tubular a querosene. La señora,
quitándole la ropa mojada, le secó y frotó el blanco cuerpo con una toalla y le
vistió camisa y pantalón de Ishaco; guardó su reloj pulsera de oro; le masajeó el
rostro y el cuerpo con tibia infusión de aguardiente y romero. El muchacho, de
un rato, abrió los ojos, cerrándolos luego; se quejaba. No cabía duda que reaccio-
naba en forma definitiva. Ishaco y sus familiares, ya más tranquilos, permane-
cían en torno a él.
Tarde la noche, más estimulado con un jarro de caldo de pollo, el muchacho
habló, aunque difícilmente. Su nombre: Enrique Polar Ugarteche. Vivía con sus
608 Voyá
padres en San Isidro, barrio residencial de Lima: calle Mariscal Palacios 139. Su
teléfono: 320647.
Ishaco, que sabía escribir y leer, pues cursaba el tercer año de primaria en
la escuelita del lugar, iba apuntando los datos en un cuaderno. Sus padres eran
analfabetos.
—Vine a pescar con anzuelo, sin decir a nadie. Vine en un ómnibus de la
estación de Santa Catalina... Y una ola, una ola… —y enmudeció, fatigado.
Muy temprano, Ishaco se fue a Mala, pueblo más grande que el suyo, donde ha-
bía un teléfono público. Sus padres y él pensaron avisar a la policía de Mala, pero juz-
gando que ello podría traer complicaciones, decidieron actuar de un modo directo.
Mala es un pueblo también de agricultores y pescadores; notable productor
de frutas, manzanas, duraznos, naranjas, plátanos, membrillos. En su ancha y
larga calle central, por donde pasa la carretera, hay numerosos puestos de frutas,
tiendas comerciales, restaurantes, y cocinerías con tamales calientes y apetitosos
chicharrones de cerdo. Los viajeros que de Lima van al sur del país, los paseantes
o pescadores con anzuelo desayunan a lo largo de esa calle con colorido de feria,
y por las tardes también beben algunos hasta embriagarse. Ishaco tuvo suerte; el
teléfono estaba libre de concurrentes, de modo que lo utilizó sin demora, puso la
moneda requerida en el aparato. Marcó.
—Aló… ¿El 320647?
—Sí. Contesta el mayordomo de la casa.
—Quiero hablar con el señor.
—¿Con el señor? ¿Y sobre qué?
—Sobre su hijo Enrique.
—¿Sobre el niño Enriquito?... Espere, espere.
—¿Aló?… Soy la madre de Enrique. ¿Dónde está mi hijo?
—Señora, se halla en mi casa. En el pueblito de Asia… Estaba ahogándose en
el mar y yo lo salvé.
—¿Asia?
—Sí, señora. Después de Mala.
—Nos vamos en seguida.
—Yo me llamo Ishaco Charcape. Pregunte en Asia por la casa de Ishaco.
Don José Polar y doña Adriana Ugarteche, con el médico de la familia, llegaron
prontamente al pueblito de Asia en un flamante automóvil Mercedes Benz.
Recogieron a Enrique del hogar de los Charcape y volvieron a Lima.
—¿Lo llevamos a una clínica?
—No, señora Adriana —opinó el doctor, que había auscultado minuciosamente
al muchacho—. En la casa se repondrá bajo mi atención.
Francisco Izquierdo Ríos 609
Bushilo
A Alejandro Zamora Riva
Dos lolos
E n sus acostumbrados paseos por las márgenes del Rímac, más allá de
Chosica, Tulio Nova y Daniel Ruiz, viejos amigos, veían siempre solitarias
parejas de hombres y mujeres bajo los grandes árboles de las orillas del río.
Parejas jóvenes, aunque las había también de edad madura, que iban de Lima a
esos apartados lugares.
—¿Y por qué nosotros no traemos o buscamos mujeres, para pasar un rato
alegre? —dijo el poeta Nova, pues Nova era poeta.
—Nos Costaría mucho… —le arguyó Ruiz.
—Lolitas, por ejemplo.
—Veremos.
Y a medida que caminaban, Ruiz fue contando a Nova que un amigo suyo,
pedagogo ya jubilado, tenía una lista de mujeres que vendían sus encantos con
mucha prudencia, desde luego.
—Es la mejor satisfacción que sigo manteniendo... ¡La mujer! El ejercicio
amoroso —me dijo el pedagogo jubilado—. Cuando tú quieras, me avisas, y
yo te doy el número de teléfono de la fémina, y le hablas en mi nombre... El
entretenimiento te costaría quinientos soles no más...
—¿A tu edad, te has convertido en explotador de mujeres?
—¡Cómo puede ser eso, hombre! Son amigas. Ya te he dicho, la mayor satis-
facción que sigo manteniendo es el ejercicio amoroso, el ejercicio más agradable
de la vida.
—¿Y tu esposa?
—La vieja ni sospecha de estas mis actividades, que, por supuesto, las llevo a
cabo con mucho sigilo.
—Podemos vincularnos con ese tu amigo pedagogo, y traer de vez en cuando
a estos parajes cada uno su mujer —dijo el poeta Nova.
614 Voyá
—Parece que no te das cuenta que andar con una mujer cuesta mucho dinero
—le replicó Ruiz—. Ni tú ni yo estamos para esos gastos... En fin, ya veremos.
El poeta tendría 58 años y no hacía mucho que se había casado con
una hermosa joven; precisamente, Daniel Ruiz fue el testigo principal de su
matrimonio, y también el que influyó decisivamente para que cancelara su
larga soltería.
—Tus consejos para mi casamiento te los agradezco, porque de ese modo tengo
una compañera.
—Una buena compañera que ha roto tu soledad.
—Sí, sí, claro. Pero yo, Daniel, echo de menos la emoción de la aventura..., el
inesperado relámpago de algo nuevo.
—Así es… La Libertad...
Daniel Ruiz sobrepasaría los 60 años. También era profesor jubilado, pero más
que pedagogo, en esencia era escritor. Tenía ya muchos nietos.
Ambos amigos exhibían canas, siendo el poeta un tanto calvo.
Se sentaron en una colina sembrada de manzanos y chirimoyos, de donde
se abarcaba un vasto paisaje de pelados cerros, el angosto valle verde con casitas
aisladas y el turbulento río Rímac corriendo por en medio. Y pusiéronse a charlar
sobre arte: poesía, cuento, novela, pintura, folclore... Los auténticos valores y los
no auténticos... Hasta que se levantaron con el ánimo de volver a Lima, puesto
que el sol desaparecía ya por uno de los cerros.
En el microbús que los llevaba, el poeta semicalvo retomó el asunto de las
mujeres.
—Hay que aprovechar el ofrecimiento de tu amigo pedagogo —decíale a Ruiz,
sonriendo.
—La pedagogía.
—Sí, eso es. ¡La pedagogía!
Y rieron a carcajadas. ¡La pedagogía!
Llegaron a Lima de noche. Se despidieron en la estación de carros, prometiéndose
acordar por teléfono un nuevo paseo.
Estos paseos los realizaban algunos sábados o días feriados, ya que el poeta
Nova aún trabajaba, también como profesor.
Una vez fueron con sus esposas, llevando fiambre, que comieron junto al río,
en una pampita con lozana hierba y álamos. Dentro de una pequeña jaula saltaba
un pájaro chisco, que el poeta y su mujer criaban.
—Hemos traído al chisco para que no se olvide del campo —explicó el poeta.
Pero apenas acabó de hablar cuando tuvo que defender a sombrerazos de una
pandilla de chiscos salvajes al doméstico de la jaula; aquellos venían chillando y
revolaban aun por sobre la cabeza de las personas.
Francisco Izquierdo Ríos 615
Luego refirió el poeta que una vez también defendió al chisco en uno de esos
parajes de un gavilán, que desde lo alto se tiró en picada hacia la jaula.
—Me produjo miedo ese feroz gavilán —afirmó el poeta—. Y yo no sé cómo
desde el cielo azul pudo divisar al minúsculo chisco.
Terminado el almuerzo, con chisco y todo a cuestas, emprendieron largas
caminatas por el bello territorio, admirando el río que choca violentamente contra
enormes piedras, las chacras y huertos con plátanos, manzanos, chirimoyos,
diversas flores... algunas mansiones de gente rica, que parecían palacios o castillos
soberbios por entre la vegetación.
—Lo que puede el dinero —comentó Ruiz.
—Tu y yo hemos debido comprar un terreno en estos lugares y construir
nuestros ranchos —manifestó el poeta—. Pero esto hubiera sido posible hace
muchos años, ahora ya no. Se nos fue la oportunidad. Se nos fue.
—Porque cuánto Costará ahora un terreno por aquí —habló la señora de Ruiz.
Nova siguió lamentándose de no haberse hecho antes de una propiedad en
esos lindos parajes... Sueños de poeta.
De repente Nova, a la vista de parejas de enamorados furtivos en los bosquecillos
ribereños, exclamó:
—Daniel, ¿y la pedagogía?
—¡Oh, la pedagogía! No la olvido, Tulio. ¡No la olvido!
Sus esposas ignoraban el verdadero sentido de esa pedagogía. Y los vejancones
sonreían.
Los dos amigos andaban nuevamente otro día por esos paradisíacos lugares.
Nova llevaba una mitad de papaya envuelta en periódico, producto del denso
huerto frutal y floral que cultivaba en su casa; ocurrencia propia de Nova eso de
llevar solo una mitad de la papaya.
—Tengo hambre. Almorcemos en este restaurante —manifestó Ruiz, dirigién-
dose a la fonda que había en una margen de la carretera. Nova se retrasó. Ruiz lo
esperaba sentado ya a una mesa en el ramadón del interior, a cuyo lado había un
patio con juego de sapo y un frondoso pacay en un rincón.
¡Cuál no fue la sorpresa de Ruiz al ver ingresar a Nova con dos morenas criaturas
pintarrajeadas! Iba sonriendo en medio de ellas, con su mitad de papaya envuelta
en periódico bajo el brazo!
—Lolitas —le susurró, dejando a estas a cierta distancia.
—¿Tienes plata?
—Quinientos soles.
—Yo tengo mil.
—Las encontré en la carretera.
616 Voyá
Ruiz las invitó a sentarse. Nova puso su papaya en la mesa. Las chicas colgaron
sus carteras en las sillas.
—Iremos a dar una vuelta por la orilla del río —propuso Ruiz.
—Después del almuerzo —dijeron ellas, golpeando las manos en gesto de
llamada.
Apareció la dueña del restaurante, una señora ya de cierta edad.
—Para mí —le dijo la lolita flaca—, un caldo de gallina, un churrasco con papas
fritas, un… un par de huevos fritos con arroz.
—Para mí, lo mismo —le dijo la lolita gorda.
—Y dos cocacolas grandes —añadió la lolita flaca, que demostraba más empaque
que su compañera, aparentemente tímida.
—¿Y para ti? —le preguntó Ruiz a Nova.
—Solo un caldo de gallina, pero con una buena presa.
—Para mí, señora, también un caldo de gallina, y con una buena presa.
—¡Ah, los postres! —dijo la vivaracha lolita flaca—. Faltaban los postres.
—Para postre basta la papaya del poeta —indicó Ruiz.
—Ah, ¿el señor es poeta? —habló la lolita flaca—. A mí me gusta mucho la
poesía. A mi amiga también. ¿Podría recitarnos algún poema?
—Más tarde…, en el río —le ofreció Nova.
—Ustedes, por lo visto, son de poco comer y tomar —opinó la flacucha—. ¿Por
qué no piden vino o cerveza?
No le contestaron. Ruiz preguntó a las chiquillas de dónde eran.
—Somos de la Selva —dijo la delgaducha.
—¿De la Selva? —exclamó Daniel Ruiz—. ¿De qué parte de la Selva?
—Yo soy del pueblo de Picota, y Nati de Biabo.
—De la cuenca del Huallaga… Yo también soy de uno de los pueblos de esa
cuenca.
—¡Resultaron tus paisanas! ¡Ja, ja, ja! —rió el poeta.
—Vivimos aquí no más, en Chosica, en la casa de mi tío, que fue guardia civil
—prosiguió la flacucha—. Trabajamos como obreras en una fábrica de tejidos, y
estudiamos en una escuela nocturna… Yo sé bailar hindú.
—¿Sabes danzas de la India?
—La Floripes sabe, pues, bailar hindú —recalcó la gorda Nati—. Si quieren,
puede bailar en este momento, ¿no, Floripes?
—Más tarde… en el río… en el río —dijo Ruiz.
Francisco Izquierdo Ríos 617
—Será otro día —advirtió la flaca Floripes, desasiéndose de los brazos de Ruiz—.
Otro día… Mi amiga, como ustedes ven, es víctima de cólicos, y a mí también me
está empezando a doler la barriga.
Nova permanecía callado. Ruiz protestaba. Ante la insistencia rigurosa de este,
la flaca Floripes dijo:
—Bueno. Ustedes, adelántense... Nos esperan en la curva...
Los dos vejancones salieron un poco corridos, y solo esperaron a las lolitas breve
tiempo en la curva de la carretera. Comprendieron que habían sido engañados.
Ya en el microbús que les conducía a Lima, después de mantenerse callados un
largo trecho, Ruiz habló:
—Mejor ha sido así... Corríamos el riesgo de que alguna patrulla policial nos
podría haber tomado como corruptores de menores.
—Ciertamente —aprobó Tulio Nova—. Corríamos ese peligro... No me había
dado cuenta.
Luego de otra larga pausa, Ruiz volvió a hablar:
—Yo sospecho que esas lolitas trabajan de acuerdo con la dueña del restaurante...
Me duele la cabeza.
Francisco Izquierdo Ríos 619
El caimán negro
A Carlos Sarria
Y o tengo que matar ese caimán negro —se decía Ezequiel Padilla—. No estaré
tranquilo si no llego a matarlo.
Muchos días, por las mañanas y las tardes, venía aguaitando el lago oscuro
dentro del bosque; había observado exactamente las peculiaridades de ese caimán
negro que devoró a su amigo Alberto Luján, pero no identificaba aún al horrible
saurio en ninguno de los que salían de las aguas a tomar el sol en las orillas o
entraban al bosque. El monstruo era negro, muy negro y el más grande del lago, y
un detalle: tenía en la cabeza una roseta blanca. Era, pues, inconfundible.
Ezequiel Padilla y Alberto Luján, muchachos de doce a catorce años de edad,
vivían en casas vecinas en el pueblo; crecían juntos y estudiaban el mismo grado en
la escuela. Les gustaba pescar, afán en el que iban siempre con sus anzuelos al lago
oscuro, donde abundaban peces de toda clase, igualmente caimanes y boas, esas
tremendas boas constrictoras cuyas cabezas a flor de agua simulan trozos de palo.
A pesar del temor que infundía el lago, Luján y Padilla acudían frecuentemente a
él... No tomaban en serio tampoco que algunas personas habían desaparecido en
las fauces de las boas y caimanes de ese lago, y que el caimán, como el tigre, que
ha comido carne humana, ya no gusta de otra.
Por supuesto, Ezequiel y Alberto actuaban con mucho cuidado, con los ojos
avizores... pero de nada valieron sus precauciones, ni la imitación que hacían del
rugido del tigre, que aterroriza a los caimanes. Cuando pescaban una mañana con
nubes, salió inesperadamente, como un bólido, de las aguas el caimán negro y se
llevó a Luján mordiéndole por la nuca al fondo del lago. Padilla no pudo realizar
otra cosa que correr hacia el camino, de donde volteó a mirar el lago, todo era
silencio, pavoroso silencio, con aisladas gotas de lluvia... y eso que el muchacho
sabía que el caimán después de ahogar a su víctima, la come en tierra... Él no quiso
ver, no quiso ver ya nada.
Luego de vagar y dominar cierto sentimiento de culpabilidad, Ezequiel contó
en el pueblo lo acontecido. La viuda madre de Alberto Luján se arrodilló, y con las
620 Voyá
manos orantes rompió a llorar sin término. Pero siempre hubo reproches contra
Ezequiel, sobre todo de sus padres. ¿Por qué pescaban en ese lago tan peligroso?
¿Acaso no lo sabían? Si allí estaba el río, también con abundancia de peces. Muchos,
en una explosión de rabia, incluso el alcalde y el gobernador del pueblo, quisieron
ir esa noche en busca del caimán negro; alistaron sus escopetas y linternas de pilas;
mas, el aguacero que caía torrencialmente no lo permitió. La madre de Luján,
acompañada de las vecinas, entre ellas la madre de Ezequiel, amaneció llorando,
veíase la débil lámpara de su casa, por el agujero de la ventana, a través de la lluvia
que no amainó toda la noche; tampoco durmió Ezequiel, esa lámpara (concha de
caracol y aceite) de la madre de Alberto, brillando apenas en la lluvia, se incrustó
en su alma y juró vengar a su amigo, matando al caimán negro.
Tantas veces ya en acecho de la fiera, un atardecer vio que venía hacia él por
el lago la roseta blanca. Ezequiel, que fingía pescar, se paralizó de miedo, pero
reaccionando inmediatamente, arrojó el pedazo de topa envuelto en una lonja
de carne fresca de vaca, a modo de cebo, mediante un grueso sedal, en dirección
al oleaje y la roseta blanca; el caimán embocó el cebo, y sus dientes quedaron
presos en la topa, madera porosa, impidiéndole cerrar completamente la boca, y
el agua comenzó a penetrar en su vientre, y empezó su agonía... El horrible saurio
chicoteaba la cola, saltaba en el agua, y esta, inconteniblemente, se metía por su
boca entreabierta, hinchándole la panza... Ezequiel soltó la tensa soga, ante la
lucha del caimán negro por sobrevivir, sintió pena un rato... Luego pensó en su
amigo Alberto, y en otras nuevas posibles víctimas de aquella fiera, se encogió de
hombros, y partió. Al entrar en el bosque por el camino, volteó a mirar: sobre la
oscuridad del lago reverberaba en el blanco vientre del espantoso caimán muerto
la roja luz del poniente.
Francisco Izquierdo Ríos 621
Bujama
A Silvia, mi nieta
a otras lagunas distantes. Nuevos disparos por otros sitios. En verdad que es
interesante el deporte de la caza, hombres que trajinan por el fangoso totoral, la
resonancia de los disparos, el vuelo de las aves, los disparos a estas en el aire.
Regresan los cazadores pesadamente a causa del agua, del fango. Mi hijo dice:
—Se me escapó un patazo colorado. Le disparé en pleno vuelo.
El ingeniero mató dos chochas, que obsequió a mi sobrino, y este logró
coger viva una patita, ligeramente herida en un ala, le disparó cuando volaba,
¡extraordinario suceso, pues solucionará el problema de la falta de hembra del
patio que estamos criando en el huerto de la casa! Aunque el ingeniero alemán,
más conocedor de los diversos asuntos inherentes a la caza, y que estuvo con
mi hijo la vez que sorprendió a las crías en su nido, afirma, examinando a la
patita, que esta no es la misma familia del patito, pero que puede producirse
un entendimiento entre ambos, ya que siempre se realizan cruces entre algunos
animales hembras y machos de diferentes razas.
Inmediatamente acomodamos a la patita en una pequeña caja de madera,
abriendo un agujero adecuado en esta para que respire. Su herida, felizmente, no
es grave. Encargando la mayor cantidad de nuestro equipaje al ingeniero alemán,
nos alejamos en busca de almuerzo; él ha llevado fiambre. A lo largo de la ruta hasta
donde se hallan estacionados los carros, encontramos que los canales de riego,
especie de arroyuelos, que dan vida a las típicas chacras costeñas, han mermado,
algunos ostensiblemente y otros se han secado en partes, dejando embalses
aislados; en las playosas partes secas se ven pececillos muertos, entre ellos uno
que otro blanco pejerrey, enormes pejerreyes. Antes, cuando pasamos por esos
canales, saltándolos, rumbo a la laguna, estaban brepletos de agua y peces, tanto
que los más grandes de estos surcaban y bajaban produciendo leves oleajes, y mis
nietos trataban de cogerlos, a través del agua, con pequeñas fisgas.
Abordamos el carro y salimos, por entre el chacrerío, a la carretera central,
donde hay varias fondas. En las márgenes de la trocha polvorienta que atraviesa el
chacrerío y la llanura herbosa, se observan burros, chanchos, uno que otro caballo,
una que otra vaca, pavos, gallinas, perros y pajarillos cantando en los árboles,
así como uno que otro campesino, o campesina, con aludos sombreros de paja,
dentro de los sembrados, o chiquillos desnudos bañándose en los acequiones.
De vuelta, algunos todavía pescan. Yo me consagro a contemplar el ambiente
maravilloso, el paisaje, desde el umbral de una de las casas abandonadas. El sol
ya está cayendo al ocaso, por detrás de uno de los pétreos morros negros, como
un rostro de oro: ¡fantástico! Parece como que estuviera mirando por encima del
cerro, luego desaparece, se hunde, por supuesto, más allá del mar. Y la sombra
aún tenue cubre todo el ámbito. La laguna vibra, es un hervor de vida, ruidos de
peces que brincan por todas partes, crujir y temblor de las totoras como si fuesen
masticados, triturados, sus tallos sumergidos. Estoy solo ahora, sentado en el um-
bral de la puerta, frente a la laguna, al chacrerío, a cerros arenosos, al horizonte y,
de repente, descubro a la luna nueva, cual femenino párpado violáceo, encima de
los cerros negros. Continúa el hervor de vida en la laguna, el rumor de millones
Francisco Izquierdo Ríos 625
de peces, percas, lisas, pejerreyes, camarones... el vuelo de aves que acuden a sus
nidos, canto de patos, de chochas, de alondras, de gallaretas, de grillos. Los caza-
dores parece que se sienten un poco cansados, lo que aprovecho para sugerirles;
mejor, ya el regreso, considerando aún la noche y los peligros. Si bien el ingeniero
alemán tiene una poderosa linterna.
—Papá —me dice, entonces, mi hijo—, si quieres, tú puedes irte ya con los
niños a esperarnos en el lugar de los carros.
Así lo resuelvo. Me sigue solo mi nieta, con un tanto de desánimo, ya que va
retrasada, volteando de vez en vez el rostro hacia la laguna. Pero en el trayecto
semioscuro aparece un brioso potrillo rojizo con una mancha blanca en la frente,
que dando saltos en rededor mío lanza violentas patadas al aire; una yegua
blanca, su madre, pasta allí cerca; indudablemente que el potrilllo está decidido
a expulsarme de su territorio a patadas, ya que vuelve a la carga con más ímpetu;
mi nieta asustada, corre a ampararse en mí; el potrillo se detiene a mirarnos por
entre la penumbra, luego se abalanza contra nosotros... y nosotros corremos,
poniéndonos fuera de su alcance.
Y abrazando a mi nieta, le digo:
—¿No te parece que todo esto de la laguna de Bujama es como un cuento
maravilloso?
626 Voyá
Noche de víboras
Barrio
Los decentes
L a vida del profesor jubilado Flavio López es como un libro de cuentos, por
las impresiones de ambientes, incidencias, personajes variados que contie-
ne; debido, por cierto, a que de acuerdo con su profesión López tuvo que
trabajar en diferentes lugares, y también a su manera de ser, quizá más se deba a
esta, pues don Flavio ha sido y es todavía un hombre inquieto, muy amiguero,
alegre, travieso, amante de las fiestas, de aventuras.
Era director de la escuela de un pueblo del lejano valle de Guayabamba, así
como su primo Toribio López de otro pueblo del mismo ámbito geográfico. Se
recibieron de profesores normalistas en el Instituto Pedagógico Nacional de Lima, y
hostilizados en su labor progresista por el caciquismo politiquero de Moyobamba,
su ciudad natal, en la Selva Alta, fueron removidos a ese valle trasandino, de
extraordinaria naturaleza, pero pavorosamente aislado y muy atrasado, en
consecuencia; una de las más atrasadas comarcas.
Aparte de su riqueza frutal, naranjas, guayabas, piñas, uvas y otros peculiares
matices, el valle de Guayabamba se caracterizaba porque todas las casas tenían
trapiche al lado con extensos cañares; la elaboración de aguardiente era general,
de modo que se bebía mucho y más aún en las fiestas.
Elevado el anchuroso valle a la categoría de provincia, fue nombrado inspector
de enseñanza de la misma el profesor Flavio López.
Ya, a fines de diciembre, terminada la labor escolar del año, el inspector
López esperaba en Mendoza, capital de la provincia, para viajar de vacaciones
a Chachapoyas, capital del departamento, a su primo Toribio y a su compadre
Napoleón Velásquez, profesores de valle adentro. Los alojó en su pensión.
De los tres jóvenes el más joven era Flavio, y el de más edad, Velásquez, natural
de Chachapoyas, donde había protagonizado una aventura de película: se robó
a la muchacha más bella de la alta sociedad, hija engreída de una millonaria
familia terrateniente. Un petimetre, gustábale vestir con elegancia, aprovechando
Francisco Izquierdo Ríos 631
también que su padre era sastre; además, Velásquez tenía buena figura, mucha
labia, habilidad de bailarín. El rapto de la muchacha constituyó un gran escándalo.
Encontrados los amantes en su escondite, la cueva de un cerro próximo, los padres
de la “Julieta” le dieron calladamente una paliza al “Romeo”, y enviaron, también
calladamente, a la hija a Lima, no podían ni pensar en casarla con el plebeyo
seductor.
Días antes de viajar de Chachapoyas como profesores al valle de Guayabamba,
Velásquez le hizo padrino de uno de sus tantos hijos ilegítimos a Flavio López.
El otro López, Toribio, eran tan mujeriego y tan bebedor como Velásquez.
Atributos en los que no iba muy a la zaga también Flavio, quien, por esa época, se
podría decir estaba comenzando a vivir plenamente.
Napoleón y Toribio sugirieron a Flavio que, como inspector de enseñanza,
hablase al jefe de recaudación para que les pagara sus haberes de diciembre en curso,
mes ya prácticamente vencido. El funcionario, amigo de ellos, les manifestó que
podría hacerlo pero con orden de la Oficina Recaudadora Central de Chachapoyas,
puesto que allí se abonaban sus sueldos a todos los maestros del departamento. La
central dio respuesta favorable a la solicitud telegráfica del inspector de enseñanza,
y el jefe de Mendoza les pagó sus haberes, parte en metálico y parte en billetes,
que no sumaban mucho; verbigracia los normalistas López recibieron cada uno
170 soles, y Velásquez, maestro sin título, 60 soles. Pero con esos sueldos vivían, o
sobrevivían, los maestros.
Velásquez, como ya se dijo, se preocupaba por su atuendo. De suerte que lucía
traje de montar, botas, casco blanco y poseía un hermoso caballo pelirrojo de fino
paso.
En Mendoza estos hombres pasaban el tiempo bailando, enamorando y
bebiendo. Por la noche navideña de la Misa del Gallo, Flavio se llevó una tremenda
sorpresa: descubrió a sus compañeros en la iglesia, totalmente ebrios, colaborando
en los ritos religiosos, Velásquez agitaba el incensario junto al cura, también
borracho, y Toribio hacía dúo al chantre, también borracho, en el elevado tabladillo
opuesto al Altar Mayor. Todos los asistentes estaban embriagados, el subprefecto, el
juez, el jefe militar, el alcalde; hombres y mujeres del pueblo. Y al amanecer salió la
procesión por la Plaza de Armas con el anda tambaleante a causa de sus cargadores
inecuánimes; Toribio López y Napoleón Velásquez portaban centelleros, después los
tunantes aparecieron en la pensión cantando villancicos, simulando ser bíblicos
pastores del portal de Belén, y se durmieron. Por la noche hubo baile general en la
Plaza de Armas, al son de una banda de músicos beodos; lanzamiento al espacio
de grandes globos de papel coloreado; cohetes. Toribio, Napoleón y Flavio bailaban
huainos y marineras sobre la hierba de la plaza, como unos descosidos, con las
bellas mujeres que atesora el pueblo de Guayabamba, y bebían el aguardiente de
caña que los campesinos les invitaban a menudo en copas de cuerno, sacando de
botijas de cuero guardadas en sus pequeñas alforjas.
Asomando el sol partieron a Chachapoyas; Velásquez en su hermoso caballo, y
los López en mulos alquilados. Napoleón iba adelante, en seguida Flavio y detrás
632 Voyá
Soledad
A Róger Rumrrill
Puscas
Ha pasado ya mucha agua bajo los puentes, y Eleodoro y Osmán son hombres
con numerosos hijos, a quienes cuentan de vez en cuando los sucesos que vivieron
en su infancia con el extraordinario perro, y el dolor de su muerte, evocación que
se hace más patética con el retrato ejecutado por Eleodoro, que aún está en la vieja
sala, de donde el noble animal parece mirar, como si estuviera vivo, por entre las
hebras de su particular mechón gris.
642 Voyá
Voyá
A Juan Francisco Valega
V agaba aquella mujer por la ciudad, entrando en cualquier casa al aguijón del
hambre o la sed, y después de saciar estas necesidades, se retiraba diciendo:
“Voyá”, o sea “me voy ya”.
Por eso la conocían como la Voyá.
Nadie sabía de dónde era. Cierto rumor insinuaba que había llegado a la ciudad
de un pueblo de Selva adentro, luego de un naufragio en uno de los ríos de la canoa
en que iba con toda su familia; solo ella se salvó, nadando. Quedó atontada.
El hecho es que de repente se vio a esa mujer en las calles de la ciudad. Aun
cuando llovía, andaba con un viejo paraguas de colores que alguien le regaló.
Como era inofensiva, no preocupaba ni a la policía. Hubo gente que quiso
conquistarla para su servicio doméstico, pero la Voyá rehusaba esa clase de
caridades. En las afueras de la población, bajo un frondoso mango solitario
construyó su refugio, pegado al tronco del árbol, con palos, latas y esteras; allí se
metía por las noches a dormir.
Aceptaba los trajes usados que algunas mujeres le ofrecían con los que por
lo menos cubría sus desnudeces. Eso sí, no tenía zapatos, como casi todos los
pobladores de la Selva.
—Voyá —decía al salir de una casa, o sea “ya me voy”, “adiós”.
En los velorios se amanecía sentada en un rincón y acompañaba el cortejo fúnebre
hasta el cementerio. Despedíase allí de los concurrentes: “¡Voyá, voyá, voyá!”.
También en las fiestas, en los bailes, se acomodaba en un rincón, sonriendo.
Algunos le hacían beber, y borrachita se alejaba exclamando su melancólico voyá.
Durante las tempestades nocturnas, no faltaban mujeres sobre todo que
condolidas se acordaban, desde sus lechos seguros y abrigados, de la abandonada
mujer, pero esta, al clarear el día, se hallaba ya trajinando las calles.
¡Voyá! ¡Voyá! ¡Voyá!
Francisco Izquierdo Ríos 643
Era como un ave, como una golondrina. Una vez enfermó gravemente, perso-
nas bondadosas la llevaron al hospital, de donde al sentirse aliviada, salió por la
ventana diciendo sencillamente voyá. No podía estar encerrada.
Era como un ave, como una golondrina. ¡Voyá! ¡Voyá! ¡Voyá!
Sabía cantar. A veces cantaba en la puerta de su refugio, con la cabellera
desgreñada.
Yo soy como un río
que nunca deja
de correr…
pero quisiera ser madre
para un niño mecer
para sentarme
a mi niño a mecer.
¡Huahua huahua! ¡Huahua huahua!
Pero seguía siendo como un río que nunca deja de correr, jamás tenía reposo,
era una andorinha como los brasileños llaman a la golondrina. Y el tiempo fue
pasando, y ella envejeciendo.
¡Voyá! ¡Voyá! ¡Voyá!
Otro relato insinuaba que enloqueció de amor en un pueblo perdido en la
Selva, lejos, muy lejos... Enloqueció de amor cuando su amante fugó una noche a
Iquitos con otra mujer en una balsa por esos ríos, y el niño que nació de ese amor
había muerto.
De pronto, en cualquier parte, imitaba a la perfección el canto de los pájaros,
aun el rugido del tigre, entonces los chicos la rodeaban, y ella después se iba
diciéndoles; “Voyá”.
Otra historia refería que esta mujer escapó de una salvaje tribu de indios
selváticos que la tenían muchos años cautiva.
Asimismo, otra versión sugería que fue la mujer de un extractor de caucho, a
quien asesinaron sus propios compañeros en la profundidad de los bosques para
arrebatársela, y ella violada, ultrajada, logró evadirse.
En fin, una mujer de la Selva que de repente apareció en la ciudad. Una mujer
que escapó de la Selva, de sus pantanos, de sus lianas, de sus raíces sobresalientes
de los grandes árboles, de la inmensa sombra verde, de sus oscuros dramas
humanos, de los tigres, de las víboras.
Una mujer de la Selva alucinada, alucinante.
Mucho tiempo vagó por las calles de la ciudad, despidiéndose de las casas:
“¡Voyá, voyá, voyá!”.
Y cierta noche de veras se fue definitivamente.
Una violenta pulmonía apagó la lámpara de sus ojos en la soledad del refugio,
y dicen que murió diciendo opacamente: “Voyá… ya me voy”.
644 Voyá
Increíble
¡ Las cosas que suceden! Creo que fue Dostoievski quien dijo que en la vida
ocurren hechos que superan toda fantasía.
He aquí lo que contó a Eusebio Nole un chofer de plaza. Nole tomó un taxi, se
sentó al lado del chofer y fuéronse a lo largo de la avenida por entre el laberinto
de carros y peatones. En uno de los tantos cruces había inquieto público, algunos
policías, un camión detenido. El chofer logró pasar su taxi por un Costado,
diciendo a Nole:
—Un atropello, con muerte.
—¿Un muerto?
—Sí, está cubierto de periódicos en la pista, al medio del grupo de curiosos.
¿No lo vio?
—No —y se estremeció Nole, iba pensando en quién sería la víctima: un niño,
una mujer, un anciano. Eran las tres de la tarde.
Y el larguirucho taxista pecoso al correr de su automóvil fue contando a Nole:
—Yo también atropellé a un hombre. Serían las cuatro de la mañana.
Prácticamente mi automóvil pasó por encima del peatón, arrastrándole un trecho.
Paré el vehículo. No había policía. Pero detuve el carro, con el fin de conducir a
la víctima a un hospital o una clínica y luego dar cuenta a la policía. Actué así
por sentimiento humanitario, pues pude haberme fugado dejando al muerto en
la pista, ya que casi nadie había en el lugar. Usted sabe, aunque uno no tenga la
culpa, la serie de complicaciones que trae un caso así: el dosaje etílico, la cárcel,
juicio, los abogados, el juzgado, el Palacio de Justicia, los gastos. Y un hombre pobre
como yo, con numerosa familia. ¡Mi cabeza se volvió un globo! Y yo no tenía la
culpa, como le dije, sino el peatón que estaba borracho, borrachísimo; atravesaba
la calle haciendo eses, zigzagueando. Cuando lo recogí y puse dentro del carro,
estaba yo seguro de que aquel estaba muerto, completamente muerto. Pero no
Francisco Izquierdo Ríos 645
debía perder tiempo. A toda velocidad enrumbé hacia una clínica. De rato en rato
volteaba, con mucho disimulo, a mirar al atropellado... Seguía tendido, tieso... ¡No
cabía duda, pues, yo llevaba un muerto! Mas, a poco, escuché un ruido, volteé a
mirar y el muerto se hallaba sentado... Me asusté..., no dije nada. Pero el muerto,
sí, habló. Dijo:
—Estoy muy borracho… Usted parece que me ha atropellado —y calló, luego
insinuó—: Le propongo una transacción… Deme mil soles, y déjeme en la próxima
esquina.
—No tengo esa cantidad de dinero.
—Entonces, quinientos soles.
—Tampoco… Solo tengo doscientos soles.
Se produjo una pausa.
—Bien. Deme los doscientos soles y déjeme en esa esquina.
Así lo hice... El hombre salió del automóvil como si no le hubiera sucedido
nada. Yo partí a todo escape, nervioso, preocupado aún de que aquel hombre se
hubiese fijado en el número de mi carro; pero, también, un poco aliviado, ya que el
inesperado desenlace del accidente me libraba de toda la pesadilla que significaba.
Me dirigí a un grifo, donde un compadre mío vendía gasolina; ansiaba, como es
natural, conversar con alguien.
—Esa es la casa adonde vengo —le dijo Nole, pagándole el valor de la carrera—.
Pero le ruego terminar su relato.
—Con todo agrado —dijo el chofer—. Encontré a mi compadre grifero, menos
mal solo, sin clientes, y le referí lo que me había ocurrido. En eso veo un hombre
que viene hacia mí, con la mano en alto. Diciendo: “¡Taxi!, ¡taxi!”. Era el hombre
del accidente, él mismo. “¡Ese es! ¡Ese es!”, le indiqué a mi compadre, alejándome
del lugar a todo motor.
—Increíble —le dijo Nole, bajando del automóvil—. Increíble.
646 Voyá
Las solteronas
Un pariente de Atahualpa
A Luis Ccosi Salas
Y viajamos por la carretera que se extiende a un lado del bullanguero río azul
claro, marginado de impresionantes montañas; más que montañas aisladas,
la propia compacta Cordillera de los Andes rota por el río vaya a saberse en el
transcurso de qué tiempo: un encajonado con las cúspides de los montes rozando
el cielo límpido. Continuamos ascendiendo por la sinuosa carretera.
El piloto va informándonos acerca de las peculiaridades de los lugares más
interesantes, así como sobre las alturas en relación con el mar.
—Estamos a 2100 metros... A 2200... A 2500…
Churín, que hemos dejado abajo, esta a 2070 metros.
—¿Su nombre? —le preguntó al chofer.
—Octavio Rivera Túpac Yupanqui, descendiente directo de los incas, humilde
servidor de ustedes, señores y señoras —nos apabulla, sonriendo.
Este hombre es un tanto grueso. No muy alto. Con ojos vivaces. Medio colorado,
ese inconfundible aspecto del cholo de la Sierra peruana. Luce un sombrero de
paja con cinta marrón. Frisará los cuarenta años. Es sumamente hablador, como
el río que corre junto a nosotros. Conoce palmo a palmo todas las sendas de
estas serranías abruptas; que revela su oficio de paseante de turistas, aunque él
mañosamente procura ocultarlo.
Las estrechas márgenes del río presentan grupos de árboles o, simplemente,
solitarios, de trecho en trecho —capulíes, nogales, eucaliptos (algunos exage-
radamente altos y delgados), molles, nísperos, durazneros, higueras, chirimo-
yos—, parcelas de retamas con flores intensamente amarillas; otras flores blan-
cas y rojas desconocidas; magueyes, con sus esculturales tallos como mástiles,
sobre todo en las laderas; cactos, aparentemente secos, en los altos roquedales;
misérrimas casuchas desperdigadas o esbozos de pueblitos, con perros que la-
dran, una que otra mujer o niño indígena que nos ojean recelosamente desde
las desvencijadas puertas, escasos caballos, vacas, asnos, ovejas, cabras pastan-
do. Y montañas y más montañas.
—Miren esos cerros donde seguimos cultivando en los mismos andenes que
utilizaron nuestros gloriosos antepasados los incas —señala Octavio Rivera Túpac
Yupanqui.
Efectivamente, aparecen en algunos cerros los andenes de hombres pretéritos,
anteriores aun a los incas, usados por los hombres actuales de la región para sem-
brar las mismas plantas, maíz y papas. Andenes que, como peldaños de fabulosas
escaleras, llegan hasta las cumbres.
—Un canal de riego de los incas aprovechado hasta ahora —vuelve a señalar el
piloto en la falda de un cerro.
—¿Ven ese ancho camino casi junto a la cumbre de aquella montaña? Fue de
los incas. Todavía andan por allí los hombres.
—Amigo Rivera, ¿tiene peces este río?
—Sí, pequeños. También truchas. Hace muchos años se han sembrado truchas
en este río y en la laguna de Huayo.
Francisco Izquierdo Ríos 651
Ni un atisbo de verdor exhiben las montañas. Todo son rocas, piedras, hen-
diduras, protuberancias. Un caos geológico sobrecogedor. Allá en el horizonte se
columbra, por una estrecha abra, una colosal montaña penumbrosa veteada de
nieve.
—Por allí está la cordillera de Raura, con picachos que alcanzan hasta los 6000
metros —explica Rivera Túpac Yupanqui.
A poco avisa:
—Estamos entrando en Oyón.
El caserío se desparrama sobre un cerro pelado, seco, hosco, con otras similares
montañas más altas en torno; muy abajo, en el abismo, albea, tumultuoso, el río.
La perspectiva de la ciudad de Oyón es desoladora. ¿Ciudad? Así la llama
Rivera.
—¿De qué viven las gentes de aquí? ¿Qué comen?
—En ciertos meses del año, cuando caen las lluvias, se producen en estos cerros
papas, ollucos, quinua. Luego están pues los profundos valles. Por el penetrante
frío, los borregos y las gallinas son criados con chompas —remata pícaramente su
información Rivera, subrayándola con sus conocidas carcajadas.
En la especie de plaza, con una que otra flor raquítica, está la pequeña iglesia,
y a cierta distancia de ella se levanta un oscurecido torreón con campanas.
—Estas campanas fueron tocadas a vuelo, en señal de libertad de la opresión
española, por el propio Mariscal José Antonio de Sucre, cuando pasó por aquí
hacia los campos de Junín y Ayacucho —asegura Octavio Rivera Túpac Yupanqui.
Miramos la tortuosa calle principal. La transitan mujeres y hombres mestizos,
la mayoría con trajes típicos de la cholería serrana.
—¿Un trago, Rivera?
—Cómo no. Un delicioso ron de Andahuasi.
(La hacienda cañavelera Andahuasi se encuentra en la Costa, junto al pueblo
de Sayán, en la ruta hacia estas serranías.)
La tienda comercial donde nos sirven el aguardiente desborda de especies
diversas: desde telas hasta ají y mejoral. La dueña, una mestiza, abrigada con
grueso chal negro, nos habla bondades del lugar. Dice, por ejemplo, que ella,
forastera, avecindada ya en Oyón, se ha curado de todos sus males, especialmente
de una bronquitis asmática, así como un sacerdote francés, director del Colegio
Nacional…
“¿Será verdad que este ambiente tan hostil posea bondades, como pregona esta
mujer?”, me interrogo. Y pienso también en los procedimientos de las mujeres,
sobre todo, que vienen como maestras de escuela a estos ásperos poblados.
Retornamos a Churín, desde casi 4000 metros de altura, con profunda emo-
ción telúrica.
654 Voyá
Nos volvemos a detener ante un cerro extraño. Enorme, con farallones, con
cúpulas, de variados colores (verduzco, rojizo, azulado, amarillo); como un in-
menso edificio, una prodigiosa obra arquitectónica de la naturaleza.
—Yo lo llamo el Empire State, que como ustedes deben saber es uno de los
edificios más grandes de Nueva York —particulariza el cholo Rivera Luna.
Después de fotografiar el extraño cerro, continuamos viajando.
—¡La Sierra Maestra! —exclama Rivera, mostrándonos una estancia en la ladera
de una montaña, por donde tenemos que pasar.
—¿Se llama así?
—Yo la nombro Sierra Maestra, porque allí vive un hombre llamado Raúl Castro
—responde el cholo socarrón—. ¿Raúl Castro no es hermano de Fidel?
Cruzamos el lugar que se halla silencioso, con la casa cerrada, y una que otra
gallina, escarbando.
Ingresamos, luego de corto tiempo, al pueblo de Chuichín, vocablo quechua
que quiere decir pequeñito. Pasamos de frente al aledaño paraje de Huancachín
(que significa grande), con espesa vegetación en las márgenes de un riachuelo
rumoroso. Rivera nos lleva a los baños termales, previniéndonos que son muy
calientes.
Hay pozos individuales. Termas del infierno. Hierven. Solo aguanto una zam-
bullida, y salgo humeando.
Nos dirigimos en seguida a una casa rodeada de elevados árboles ramosos,
de arbustos florecidos, nísperos, chirimoyos, durazneros, naranjeros agrios, rosas,
cucardas, jazmines, claveles. Un hermosísimo lugar, con predominio vegetal. Nos
atiende la patrona de la finca, vendiéndonos solo cajas de manjar blanco; la exqui-
sita mantequilla que se prepara allí, se ha agotado esos días de julio ante la mucha
demanda. De repente en el abundante follaje de un árbol alto, inclinado sobre el
tejado, desgrana las perlas de su canto un chivillo, primoroso pájaro negro, con-
testándole otro de algún boscaje oculto.
En un corredor hombres y mujeres sentados en grupo, pelan papas recién
cocidas, casi quemándose las manos. Entre ellos, un viejo ciego, cuyo rostro parece
un cerro muerto, sin sol.
—Están trabajando para hacer “papa seca” —nos dice la severa patrona.
—La agradable “papa seca” —añade Rivera Luna.
Salimos del verde lugar encantado al pueblito de Chiuchín. Rivera estaciona el
carro junto a una tenducha comercial.
El ingeniero químico, el piloto Rivera y yo tomamos en la tenducha un buen
trago del consabido licor de la hacienda Andahuasi. Las mujeres beben aguas
gaseosas. Emprendemos el viaje de regreso a Churín.
Y al pasar por el sitio que Rivera llama la Sierra Maestra, este detiene su vehículo
ante la casa, que ahora está abierta; uno de los cuartos es tienda comercial.
Francisco Izquierdo Ríos 657
—Oye, Raúl Castro, oye —vocea Rivera a un hombre alto y flaco que a caballo
se está yendo al campo—. ¡Ven, Raúl Castro, que estos señores quieren conocerte!
El aludido vuelve. Desmonta.
Efectivamente, su nombre es Raúl Castro. Y ríe, sombrero de paja alón en
mano, cuando Octavio Rivera nos lo presenta como “hermano de Fidel Castro”, el
famoso revolucionario cubano.
—Este Octavio siempre con sus bromas —dice y en su tienda comercial nos
invita el ron de Andahuasi.
Nos despedimos alegremente de Raúl Castro y La Sierra Maestra.
En el trayecto, Rivera Luna habla elogiosamente de Churín, de todas esas tierras
privilegiadas. Asegura que sus aguas termales son las mejores del mundo; que solo
falta organizar sus servicios, para atraer mayor número de personas. Su verbo es
caudaloso, desbordante.
—Los Baños del Inca, de Cajamarca, también son muy buenos —le interrumpo.
—Conozco esos baños —afirma Rivera—. Allí me sucedió una graciosa aventu-
ra…—y ríe a carcajadas.
Antes que este narrador espontáneo nos relatara su historia, hago por mi
parte una viva alabanza de las termas de Cajamarca, quizá una de las más bellas
campiñas del mundo. Igualmente en el ámbito de la Cordillera de los Andes,
pero donde esta se vuelve apacible, suave, tranquilo paraje con eucaliptos, alisos,
capulíes, saúcos, por entre los cuales fluyen arroyos humeantes; hondo remanso
telúrico, que invita al reposo, tanto que el inca Atahualpa fue allí, con su corte de
bellas ñustas, a descansar los cruentos afanes de la guerra. Nuestros compañeros
de viaje cajamarquinos aprueban complacidos mi palabra fervorosa.
—Bueno. Allí, como les he dicho, me sucedió una graciosa aventura —habla el
impaciente Rivera; y sin más preámbulos nos cuenta:
—Viajé a Cajamarca, robándome una linda chola de estos pueblos. Fuimos en
mi propio carro. Era un viaje de luna de miel. Apenas llegamos a la ciudad, nos
dirigimos a los Baños del Inca. Yo sabía que allí existe aún la Poza de Atahualpa,
donde se bañaba este inca con sus ñustas. Hablé con el bañero, o sea con el cuidador
de los baños; un cholo que también hablaba quechua. Le dije que quería bañarme
en la Poza de Atahualpa. “¿Qué?”, me dijo extrañado. “¡En la Poza de Atahualpa!”,
le volví a decir. Entonces me manifestó que en esa poza solo se bañaban las altas
autoridades, el prefecto, el presidente de la Corte Superior de Justicia, el jefe militar,
para el resto de mortales estaban las otras pozas. “¿Y tú sabes quién soy yo?”, le dije
en tono enérgico, ¡soy el tataranieto de Atahualpa! Vengo desde el Cusco a ver las
propiedades de mi ilustre tatarabuelo, y quiero bañarme también en su poza. Me
llamo Cusipuma Atahualpa. Tengo automóvil, porque, como tú comprendes, los
tiempos cambian, a mi pariente Atahualpa, como tú debes saber, sus súbditos le
llevaban en andas de oro” —y Rivera Luna ríe a carcajadas, actitud que le imitamos
mi mujer y yo, menos la pareja de cajamarquinos que iban, serios, en el asiento
posterior.
658 Voyá
Buscando trabajo
Madera
A Pedro Lovatón
¡Madera, madera, fugaz ilusión de alcohol y de bellas mujeres para los pobres
cortadores de troncos en el abismo de los bosques!
Mi padre, Joaquín Lozano, era un maderero solitario, pero sí un gran conocedor
de la Selva y de su duro oficio. ¡Pobre Joaquín Lozano! Murió en el abismo de los
bosques. Había cortado ya suficiente cantidad de troncos, y el cercano riachuelo
abultado de aguas por las incesantes lluvias se prestaba para bajar el pesado
cargamento al río grande. Yo estaba con él, me llevó en esa oportunidad para
acompañarlo. Era, por entonces yo, un niño de 9 años, pero sabía manejar la
carabina Winchester de 12 tiros. Teníamos pues una escopeta de dos años y una
carabina, con las que cazábamos aves y cuadrúpedos para nuestra subsistencia.
Como decía, cuando ya nos hallábamos con las trozas de caoba listas para
hacerlas descender al riachuelo cargado de aguas por las lluvias, un tiro desde
la espesura mató a mi padre que fumaba sentado en un tronco; le dieron en la
cabeza. “¡Hijo!”, gritó mi padre al morir. Yo, carabina en mano, salí rápido del
pequeño tambo y me parapeté detrás de un árbol. Los piratas de la madera, los
ladrones de madera, no me vieron. Eran tres malditos, y a los tres los mandé
al otro mundo con certeros disparos. Al anochecer, colocando el cadáver de mi
padre en la canoa con una débil lámpara en la proa, enrumbé decididamente
por el riachuelo al río grande, y amaneciendo llegué a un pueblo ribereño, donde
di cuenta de lo ocurrido a las autoridades, y luego de enterrar a mi padre en el
cementerio, las guié al lugar de los hechos. Todos afirmaron ante los cadáveres:
“Piratas, ladrones de madera”. Y volviéndose a mí dijeron: “¡Qué buena puntería
tiene este muchacho!”
Sentado, solo, a la pequeña mesa en un rincón del bar a orillas del Amazonas,
en la ciudad de Iquitos, Joaquín Lozano hijo, ya joven y también maderero como
su padre, terminó su evocación bebiendo medio vaso de aguardiente de caña, y
se quedó mirando a través de los cristales el inmenso río lleno de noche y lluvia.
Otros madereros bailaban en el bar, locos de alcohol, con mujeres de vida alegre
movidas músicas brotadas de una rocola.
Cronología de Francisco Izquierdo Ríos
1949: Publica Selva y otros cuentos y el libro de ensayo César Vallejo y su tierra.
1950: Edita el libro Cuentos del tío Doroteo y Días oscuros, novela donde forja una
acusación franca y sincera contra la sociedad alienada, sorda y egoísta.
1952: Publica En la tierra de los árboles, novela donde revela su eterna pasión por el
terruño de la Selva.
1953: Su cuento “El macho” fue premiado en el concurso auspiciado por el
Instituto Peruano Argentino.
1954: Gana el concurso de cuento patrocinado por el diario La Nación y la Librería
Internacional con “Jenarillo”. Publica la novela Gregorillo y el texto poético
Papagayo, el amigo de los niños.
1955: Con su novela Gregorillo obtiene el Segundo Premio en el concurso
convocado por los editores Juan Mejía Baca y P. L. Villanueva.
1959: Publica su libro de cuentos Maestros y niños.
1962: Publica el libro de cuentos El árbol blanco.
1963: Es designado jefe fundador del Departamento de Publicaciones de la
Casa de la Cultura del Perú (1963-1973) y, luego, director de la Editorial
del Instituto Nacional de Cultura, cargo en el que se jubila luego de más
de cuarenta años de servicios al Estado. Recibe el Premio Nacional de
Fomento a la Cultura Ricardo Palma por el libro de cuentos para niños El
árbol blanco. Publica el libro de prosa poética titulado Mi aldea.
1965: Entre el 14 y 17 de junio participa del Primer Encuentro de Narradores
Peruanos organizado por La Casa de la Cultura de Arequipa en la Ciudad
Blanca. Entre los concurrentes al encuentro están Ciro Alegría, José María
Arguedas, Arturo D. Hernández, Porfirio Meneses, Oswaldo Reynoso,
Sebastián Salazar Bondy, Óscar Silva, Eleodoro Vargas Vicuña y Carlos
Eduardo Zavaleta. Publica dos libros: Los cuentos de Adán Torres y El colibrí con
cola de pavo real. En este último libro se publica por primera vez su cuento
más conocido “El bagrecico”. Además, la Editorial España Doncel publica
el texto “Gavicho” en Cuentos peruanos.
1967: Publica Sinti, el viborero, libro de cuentos donde evidencia su entrañable
afecto a las costumbres populares.
1968: Publica Mateo Paiva, el maestro, novela donde descubre su rica experiencia de
maestro volcada en una novela testimonial que muestra la cruel realidad
de la burocracia estatal.
1969: Aparece Cinco poetas y un novelista, libro de semblanzas sobre César Vallejo,
Ciro Alegría, Ricardo Peña Barrenchea, Anaximandro D. Vega, Luis Valle
Goicochea y Alejandro Peralta; y La literatura infantil en el Perú, ensayo que
contiene una pequeña antología.
1970: Publica Muyuna, novela donde relata el drama interminable del hombre
amazónico que se enfrenta contra los elementos hostiles de la naturaleza
666 Cronología
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