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Cuentos

Tomo I
Cuentos / Obra completa
Tomo I

Hecho el Depósito Legal en la


Biblioteca Nacional del Perú N.º 2010-11059

Primera edición:
Lima, agosto de 2010

© Francisco Izquierdo Ríos


©Fondo Editorial de la UNMSM

Tiraje: 1000 ejemplares

La universidad es lo que publica

Centro de Producción Fondo Editorial


Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Calle Germán Amézaga s/n. Pabellón de la Biblioteca Central - 4.° piso
Ciudad Universitaria, Lima-Perú
Correo electrónico: fondoedit@unmsm.edu.pe
Página web: http://www.unmsm.edu.pe/fondoeditorial/

Director / Dr. Gustavo Delgado Matallana

Edición, compilación y prólogo / Gladys Flores Heredia

Queda prohibida la reproducción total o parcial sin el permiso escrito del autor.

Impreso en Lima-Perú
El Fondo Editorial de la UNMSM es una entidad sin fines de lucro,
cuyos textos son empleados como materiales de enseñanza.
ÍNDICE

PRESENTACIÓN
Luis Izquierdo Vásquez 17

EXORDIO
Marco Martos Carrera 19

PRÓLOGO 21
La cuentística de Francisco Izquierdo Ríos.
Fuego y reflexiones
Gladys Flores Heredia

CRITERIOS DE LA EDICIÓN 29

ANDE Y SELVA
Prólogo 33

Ande
La sombra 35
Noche de luna 36
La gallina 37
Las garzas 39
Canción de despedida 41
Fiesta 42
El shihuín 44
Los danzantes de Levante 46
La madre del oro 47
8 Cuentos

Minga 49
La procesión de rogativa 51
Las aradas 53
Siembra 55
Fayna 57
Puna 59
El viejo arriero 61

Selva
La paloma 64
La lechuza 66
Los paucares 67
El poema de las naranjas 69
Las ciruelas 71
El Chullachaqui 73
Deslumbramiento 78
El tunchi 79
Mi casa (poema lejano) 84
Después del aguacero 88
Río Huallaga 89
La balsa 92
La pesca del río Saposoa (escena antigua) 95
La llocllada 101
Vocabulario 105

TIERRA PERUANA

Dedicatoria 113
Dos palabras 115
Esta es tu patria, muchacho 117
Ronda peruana 123
Mi patria 124
El rocío 124
El Víctor Díaz 125
Francisco Izquierdo Ríos 9

La paloma 125
Los gallitos 125
El becerrito 125
El arbolito 126
La mosca 126
Jesucristo murió... 126
Refrán 127
El gorrión y doña Leoca 127
Anhelo 127
Don Jonás y su sobrino Manuelito 128
El río 129
Buen amigo 129
Luna llena 130
El Marañón iluminado 130
La tuna 131
El flautero 132
La luna 133
Canción de luna verde 133
El árbol del pan 134
Las estaciones 135
El lucero 136
Madre mía 137
La lluvia 137
El monito y las avispas 138
Acuarela 139
Los tres niños (en el patio de una escuela) 140
El alcalde 141
Los danzantes 142
Los quintes 143
El descubrimiento de América (en el patio de una escuela) 144
Mamerto y los pavos 145
El caballito del diablo 146
La mariposa azul 147
10 Cuentos

El capullito de huimba 148


En la baranda del puente 149
Primavera 149
La araña 150
La canción del niño pescador 151
El cerezo 152
La flor de la tuna 153
El granizo 154
La canción del niño campesino 156
La balada del “calla, calla” 157
Tres momentos de Selva 158
La niebla 159
La aldea 160
En el cumpleaños del maestro (en el patio de una escuela - los niños
están formados) 161
La muerte de Pedro Rojas 163
El niño 164
El gallinazo 166
Invitación al niño 168
La pastorita 170
El cacho 172
Eclipse 173
Noche de luna nueva 174
La lorerita 175
La canción del wancawí 177
El provincianito y el gorrión 179
En el Día de la Raza 180
El tinterillo 183
Roberto, el cazador alegre y afortunado 186
El indio (fantasía serrana, representable) 188
Un examen 191
El árbol 194
Los animales y el domingo 196
Las garzas 198
Francisco Izquierdo Ríos 11

Elegía a la muerte de Sheba 201


La lluvia canta en las bandejas 203
La chacra escolar 205

TIERRAS DEL ALBA

Tierras del alba (Francisco Izquierdo Ríos) 209


Los agregados de tayta Uva 213
Vocabulario 223

SELVA Y OTROS CUENTOS

Selva 231
Lindaura Castro (Al escritor y poeta boliviano Moisés Fuentes Ibáñez) 235
Bernacho 245
Vocabulario 253

CUENTOS DEL TÍO DOROTEO

Tío Doroteo 257


El lucero y la luna 258
El gobernador de Bagua y el pájaro “quién quién” 259
La bola de queso 260
Los liclics y Dios 261
Pájaros que hablan 262
El venadito de oro 263
La garza sabia 265
El cerro de Angaisa 266
Mama Jashi y los zorzales 268
El hitil 269
El pájaro holgazán 271
La ciudad encantada 273
El duende 275
El tuhuayo y la luna 277
La paloma encantada 279
12 Cuentos

El judío errante 281


El señor cura de La Jalca y el pájaro “quién quién” 283
Taita Cashi 285
Braulio Cullampe 287
La serpiente de piedra 289
El cholo Marcelo 291
La boa mansa 293
El hombre de piedra que hace llover 295
La mujer del oso 297
Aventura 299

MAESTROS Y NIÑOS

Prólogo 303
Mateo Rojas, el maestro 305
La bandera, flor del pueblo 308
Jardín 309
Escolar andino 310

EL ÁRBOL BLANCO

Credo 315
Prólogo 317
“El árbol blanco” y el pequeño lector (por Sebastián Salazar Bondy) 319
Mamá Puma y José Yataco 321
El gallito imprudente 322
Justino y el cóndor 324
Tito y el caimán 325
Jacobo Ronco 327
El gavilán y los pipitis 329
El tucán 331
La reina de los salvajes 333
El tatarabuelo 335
Zenón, el pescador 337
Francisco Izquierdo Ríos 13

El cerro de los agüelos 339


El valle de Jelach 347
Odín 350
El árbol blanco 355
Rumiyacu 364
El macho 369
Roberto Tamarí 373
Los niños pájaros 383
Pancho (Mario Florián) 389

LOS CUENTOS DE ADÁN TORRES

El gorrión 393
Miedo (A Mario Florián) 396
Leíto 398
Lámpara de aceite (A José Felipe Valencia-Arenas) 402
Los Garay 404
Tango 406
Ladislao, el flautista 408
Cuento de Navidad 410
Una luz en la noche (Toda ciudad tiene sus historias, su historia) 412
El gallo (A Antonio Cornejo Polar) 413
Pablo Lucero 416
Bajo la lluvia 418
Páramo 422
Selva (A Arturo D. Hernández) 424
Los cuentos de Adán Torres 428
Florencio Urquía (A Jorge Flores Ramos) 430
Penumbra (A Esther M. Allison) 435
Linorio 439
La mujer del cementerio (A Hermann Buse) 441
Agua de mar 443
La fuente del amor y del odio 448
La maestra de la Selva (A Ciro Alegría) 450
14 Cuentos

Terencio 455
Cuentecillos 457
El vendedor de pájaros 462
Elodía 464

EL COLIBRÍ CON COLA DE PAVO REAL

Cuentos para niños. Credo 471


El colibrí con cola de pavo real 473
Don Corsino 476
La montaña 479
El bagrecico 485

GAVICHO

Gavicho 493

SINTI, EL VIBORERO

Cielo sin nubes 505


Elvira de Aguirre 510
Higos Urco (A Nicanor Sánchez Angulo) 513
Uquihua (A Samuel Montalván) 516
Faqui Tuanama (A Jorge Castro Harrison) 521
Sinti, el viborero 526
Morengo 531
Tancredo Agama 536
El último puñete 541
Pascana 544
Un empleado público 547
Ovejía 551
Cuentecillos (A Francisco Bendezú) 560
El rebelde 566
Yermo (A Alfredo Rocha Zegarra) 573
Francisco Izquierdo Ríos 15

VOYÁ

Bosque 579
Las lomas de Lachay 581
Lunapillopinto (A Juan Mejía Baca) 586
Los primeros zapatos 589
Niebla 592
Madre Paloma 595
Un pariente de Albert Camus (A José Felipe Valencia-Arenas) 598
Lluvia en la carretera (A Marcelo Martínez) 601
No es él, Ishaco (A Felipe Rivas Mendo) 606
Bushilo (A Alejandro Zamora Riva) 610
Dos lolos 613
El caimán negro (A Carlos Jarria) 619
Bujama (A Silvia, mi nieta) 621
Noche de víboras 626
Barrio 628
Los decentes 630
Soledad (A Róger Rumrrill) 637
Puscas 639
Voyá (A Juan Francisco Valega) 642
Increíble 644
Las solteronas 646
Un pariente de Atahualpa (A Luis Ccosi Salas) 649
Buscando trabajo 659
Madera (A Pedro Lovatón) 661

CRONOLOGÍA DE FRANCISCO IZQUIERDO RÍOS


Gladys Flores Heredia / Jorge Kishimoto Yoshimura 663
Presentación  

C omo rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, es para mí un


honor especial presentar los Cuentos Completos de Francisco Izquierdo Ríos.
Digo un honor porque precisamente en el centenario de su nacimiento, lo
vemos renacer a través de la publicación de sus cuentos. Para quienes no conozcan
quién es el autor al que me refiero, señalo brevemente que nació en la Selva
amazónica. Que es catalogado por los especialistas en literatura como uno de los
escritores que ha logrado representar y perpetuar los misterios y encantos de la
Amazonía, no solo mediante sus relatos de ficción, sino también a través de su
inquebrantable trabajo como recopilador e investigador de la tradición oral y la
memoria amazónica.
Los biógrafos, especialistas e investigadores sostienen que su trabajo creativo
siempre estuvo marcado por una entrega absoluta al Ande, la Selva y las costumbres
populares. A ello agrego que nunca desligó su trabajo intelectual, académico o
creativo de su pasión por defender las causas populares. Siempre luchó contra los
abusos e injusticias. Jamás dejó de solidarizarse con quienes sufrían los embates
de la pobreza y la marginación. Encabezó protestas a favor de los más pobres. Es
decir, fue íntegro, consecuente y hombre de su tiempo.
La literatura que legó a las nuevas generaciones tiene todo aquello que le tocó
vivir. Descripciones concisas y diáfanas. Historias conmovedoras y sinceras. Imá-
genes espontáneas y contundentes. Claridad y sencillez pero también profundi-
dad. En otros términos, la literatura de Francisco Izquierdo Ríos invita a los lecto-
res a emprender el viaje a aquella región más transparente, a aquel reinado de la
imaginación infinita: el universo de lo posible.
La UNMSM rinde con esta edición de los Cuentos Completos, un homenaje me-
recido a este escritor peruano que batalló tanto por la cultura peruana. Que el reen-
cuentro con su escritura nos convoque a repensar en el Perú de todas las sangres.

Luis Izquierdo Vásquez


Rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Exordio

S e publican ahora los cuentos de Francisco Izquierdo Ríos (1910-1981), uno


de los prosistas emblemáticos de la literatura peruana del siglo XX que desde
su Moyobamba natal llegó a Lima para estudiar y convertirse en maestro, en
Moyobamba, Chachapoyas, Yurimaguas, Iquitos, y en la misma ciudad de Lima. Su
origen selvático y su mirada aguda de maestro lo compenetraron con las vivencias
y la percepción del mundo de sus coterráneos y de los diferentes pueblos que
forman nuestro país. Lo primero que hay que destacar en su labor intelectual es
la dedicación que puso a un trabajo pionero en la literatura peruana, cuya autoría
comparte con José María Arguedas. Se trata de la compilación de Mitos, leyendas y
cuentos peruanos, que se publicó por primera vez en 1947. Ríos y Arguedas buscaron
como interlocutores a numerosos maestros de todo el territorio nacional para
que participaran en un proyecto común capaz de recoger la ficción oral popular.
Ese meritorio trabajo permanece como modelo metodológico del indispensable
diálogo entre los letrados y la gente del pueblo. No otra cosa hizo Homero cuando
recogió tradiciones populares y leyendas y las recreó en sus magníficas epopeyas.
Los cuentos que ahora se publican de Francisco Izquierdo Ríos inician
la esperada edición de su obra reunida que la Universidad de San Marcos y
su Facultad de Letras y Ciencias Humanas esperan llevar a cabo íntegramente.
Pertenecen entre otros a sus libros Selva y otros cuentos (1949), Cuentos del tío Doroteo
(1950), El árbol blanco (1962), Los cuentos de Adán Torres (1965), El colibrí con cola de pavo real
(1965). Sin embargo, el ordenamiento es novedoso y fue realizado por el propio
autor. Varias cuestiones hay que destacar en la obra narrativa de Izquierdo Ríos: en
primer lugar la incorporación definitiva de la Selva como espacio propicio para la
ficción peruana. Es verdad que antes que él podemos señalar crónicas magníficas
que se refieren al aspecto fabuloso de la Selva peruana, a esa leyenda de El Dorado
que buscaban tantos conquistadores, o cuentos de excelsa perfección verbal,
dramáticos e intensos como aquellos que firmó Ventura García Calderón, pero es
cierto también que con Izquierdo Ríos por primera vez el hombre de la Selva toma
la palabra de manera definida. Hay un antes y un después en la literatura peruana
con Izquierdo Ríos. Su prosa está atravesada no solamente por la vivencia de la
Selva, sino por el carácter profundamente dramático del poblador de esa región
20 Cuentos

que sabe enfrentar todos los hechos de la vida diaria con un sentido intenso del
humor, como en el poema que dice:

En la Selva peruana
hay cosas maravillosas,
que parecen fantasías.
Así hay un pajarito,
que clarito dice: Víctor Díaz.

Tuve el privilegio, en los años setenta del pasado siglo, de tratar a Francisco
Izquierdo cuando laboraba en la Casa de la Cultura del Perú junto a su entrañable
amigo Mario Florián, todavía conservo en memoria su alegría, su facilidad de
palabra, la ironía de sus giros, la gana de vivir que trasmitía. Es un premio espiritual
para mí que ahora me toque, en representación de la Facultad de Letras y Ciencias
Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, escribir estas palabras
como pórtico a su magnífica escritura.

Lima, 12 de agosto de 2010.


Marco Martos Carrera
Prólogo
La cuentística de Francisco Izquierdo Ríos.
Fuego y reflexiones

M e ha tocado realizar el estimable trabajo de edición y compilación de los


cuentos de Francisco Izquierdo Ríos. Reunir todo lo que estaba disperso,
algunas obras casi inhallables, y tornar lo errabundo de los textos en un
libro unificado. Por tal motivo, hablaré de Francisco, de la llama de su vocación y
de lo que significa el retorno de su obra.

El fuego de la vocación

Ciertas actitudes constituyen por sí mismas una demostración y una dura prueba
de la llama de la vocación. La quema de libros que realizó Francisco en el Instituto
Pedagógico Nacional de Lima constata que para un escritor fiel al imperativo
vocacional siempre hay un momento en que las composturas se rompen. Pienso
en este acto que ahora se impone y hace que el discurso de este prólogo sucumba
a la atracción por hablar, desde la primera hasta la última línea, de la luminosidad
de aquel hombre.
Los pasajes más intensos de la vida y el trayecto de Francisco se revelan en su
condición de maestro. Luego de aquel ritual apocalíptico de lumbre y combustión,
se marcharía a los lugares más apartados de la Amazonía peruana para profesar,
con una intensa vocación, el quehacer de maestro rural que traspasaría los límites
de un salón de clases. Desde entonces, a su vida como maestro se unió la de
escritor. Cultivó la poesía, el cuento, la novela, la crónica periodística y el ensayo.
Todos ellos como modos de expresión de su incombustible vitalidad.
La fidelidad a su vocación fue un proyecto esencial: consagró su existencia a
la escritura en un combate tremendamente desesperado y vivo contra el olvido
de las culturas populares. El fuerte compromiso social de su literatura deviene de
su ontológica filiación al pueblo: “He procurado estar con el pueblo, adentrarme
en él, bucear en su alma, con auténtico fervor y cariño” (1946: 477). Pocos saben
que por defender los ideales de la población y por denunciar los atropellos contra
la misma, fue apresado en Chachapoyas y conducido al fiero penal El Sepa. Pocos
22 Cuentos

saben también que el respaldo y solidaridad de la población hizo posible que lo


liberaran de aquel injusto tratamiento. Seguirán años de una vida de coraje que
descubre las peripecias de su combate en nombre de la educación y la literatura
infantil peruana. La publicación de doce libros de cuentos para niños y la dirección
de distintas revistas destinadas a rescatar la tradición popular, son algunas
conmovedoras huellas de una actitud que muestra la firmeza de su vocación. Años
de trabajo, sin otra justificación que el imperativo de la vocación pura, y que al
cabo de un tiempo, reflejaría la energía personal en la que Francisco se atrincheró
para soportar prolongadas faenas de escritura y reescritura donde acrisolaba el
universo de sus cuentos. Ahí es cuando se deja presentir la lucha hasta el final que
mantuvo “Pancho, el viejo”, y la indomable fuerza que lo caracterizó. Esa lucha
extraña para otros es la lucha de aquella vocación que nos consume y preserva, la
que nos hace fieles a nosotros mismos.
Quienes conocieron a Francisco sabían que no buscaba fama ni gloria —gloria­
que a pesar suyo construyó, este volumen lo ratifica—; por el contrario, era
un hombre sencillo que antes de abocarse a sí mismo, se guió por una intensa
vocación de servicio y entrega a la cultura que lo condujo a forjar los pilares de la
literatura infantil peruana y de la literatura amazónica mediante la recopilación y
difusión decidida de sus tradiciones orales. Grosso modo, la imperturbable fe por
lo literario y cultural —ya sea como pedagogo, escritor o intelectual— lo condujo a
indagar por la formación y afirmación de una literatura auténtica y nacional.

El credo del lenguaje natural y sencillo

En Cuentos de Adán Torres (1950), Francisco Izquierdo Ríos afirma su credo estético:
“Escribir de modo natural y sencillo como crece la hierba y que por entre lo escrito
se vea la luz de la vida”. Este lenguaje transparente, “natural y sencillo”, unifica y
define su narrativa breve. Es un lenguaje que desde la primera palabra representa
el complejo universo amazónico, y que a pesar de sus giros y metáforas regionales
logra traducir el entendimiento y amor no solo del hombre amazónico, sino
también de quien lo representa.
Este “lenguaje directo. Sin retórica. Sin artificios” (1969: 15) se ha modelado
en un deseo por alcanzar una íntima comunión con el pueblo, con la naturaleza y
con la vida; es una dicción que narra con sencillez y claridad los avatares, sueños
y revelaciones de los hombres de la Amazonía. De ese modo, por ejemplo, el
desgarrador canturreo de los pájaros, expresado a través de una fonética extraña:
“Ayamamaaaaaaaaaaannnnnnnnn... Huishchurhuarcaaaaaaaaaaaaaaa...”, apertura
en combinación con otras palabras o frases, y a otro nivel de significado, el
entendimiento de la onomatopeya. De esta manera el lector puede aprehender
y sentir cómo se inscribe el dolor en el lenguaje. La onomatopeya traducida
significa: “Nuestra madre ha muerto. Y nos ha abandonado” (1962: 105). Es decir,
el lenguaje que opera en los cuentos no parece tener otra intención que representar
el sentir de la cultura popular de la Amazonía, asunto que para Izquierdo Ríos es
un arma mucho más contundente que las imágenes, el lenguaje elevado y las
Francisco Izquierdo Ríos 23

demás convenciones formales del relato. De allí que opte por revelar mediante el
decir de los propios habitantes, la cosmovisión de un mundo que ama y conoce
profundamente.

Representación del encarnado espacio amazónico

Las palabras materializan el espacio geográfico que proyectan. Los frondosos y


aromáticos árboles de la Selva, los quejumbrosos canturreos de los pájaros, la
fiereza de los animales y la odisea de sus habitantes nos conducen hacia la esencia
singular de los cuentos: la representación geográfica de la Amazonía, sin olvidar
la cosmovisión y el sentimiento de sus habitantes. Resulta evidente que en la
narrativa breve de Izquierdo Ríos el referente que se configura traduce, a su vez,
el conocimiento y la cercanía de la existencia del hombre de la Selva. Hombre,
geografía y vida amazónica se representan con contundencia.
La dicción de nuestro autor no solo cuenta, narra o describe creencias populares,
mitos o leyendas; su palabra encarna, echa cuerpo, respira y camina. Lo que
representa tiene vida. La composición, el lenguaje y los elementos estructurantes
de sus cuentos son reflejo de su pensamiento y su práctica vital pues están
poderosamente anclados en la profunda experiencia del autor, en esa extraña
química que hace indisoluble la vida y la obra. Es también justo observar el deseo
que anima los cuentos: una preocupación por descubrir aquel universo amazónico
que se desconoce o que recién se integra al conjunto de narraciones culturales
del país. Los cuentos buscan develar aquello que los discursos canónicos ocultan,
niegan y marginan por no representar las imágenes del canon preferentemente
capitalino: “Costa, Sierra y Selva. Esta última, región joven aún, que recién está
afirmándose en la realidad nacional, también ha dado ya algunos valores a las
artes y las letras y dará mucho más con el tiempo” (1945: 391).

La literatura infantil peruana

La reflexión por la afirmación y sistematización de una literatura infantil peruana


es una preocupación profundamente arraigada en la obra de Francisco Izquierdo
Ríos. Por ello exclama: “¿Existe una literatura para niños en el Perú? La respuesta es
todavía relativa, como en muchos otros órdenes de la cultura en el país. No existe
una literatura infantil orgánica con motivos peruanos” (1969: 7). Para Izquierdo
Ríos, esta se construiría sobre la base de aspectos de nuestra geografía y folclore
(elemento popular al que considera fuente inagotable para las más excelsas
creaciones artísticas). Esta ausencia es compensada efectivamente con todos sus
libros de cuentos, que se constituyen en herramientas claves para forjar la tradición
de una literatura infantil nacional. Por ello, muchos de estos textos están dirigidos
especialmente para fomentar, en la escuela, el amor por la diversidad cultural
peruana. Entre los que más destacan tenemos: Cuentos del tío Doroteo (1950), Maestros
y niños (1959), El árbol blanco (1962), El colibrí con cola de pavo real (1965). Incluso, hasta
algunas de sus obras poéticas: Papagayo, el amigo de los niños (1952), Mi aldea (1963).
24 Cuentos

Izquierdo Ríos, en su época, se erige como el protagonista más significativo


de nuestra literatura infantil. Esta preocupación no solo lo lleva a escribir cuentos
para niños, sino también lo motiva a evaluar las características estéticas que deben
tener estos textos, pues, a decir del propio Izquierdo Ríos, “la literatura infantil
debe proporcionar al niño un alto goce estético” (1969: 8) y “debe gustar a todos,
tanto al niño como al adulto” (Ibídem: 12). Como director de algunas revistas
de literatura, estableció secciones donde se publicaban temas destinados a la
literatura infantil. Además, escribió La literatura infantil en el Perú (1969), libro donde
reflexiona sobre el estatuto de la literatura infantil peruana, ofrece un balance
y panorama sobre los escritores y las obras que integran este corpus, evalúa los
fundamentos nacionales en los que esta debe forjarse y subraya la necesidad de
que sea promovida en los colegios de nuestro país:
Nuestra literatura infantil, de un modo general, podría estructurarse a base de
un criterio geográfico: Costa, Sierra y Selva, formándose libros de lectura para
nuestros niños, seleccionados con un elevado espíritu artístico y pedagógico.
Los niños de la Costa, de esa faja de arena y de alegres oasis […], deben conocer
la Sierra, esa región de montañas, […] de valles cálidos y luminosos […], y la
Selva, esa maravillosa tierra de árboles, cruzada por ríos bravíos, de asombrosa
exuberancia; y viceversa, los niños de estas últimas regiones a la primera, reci-
biendo así una cabal emoción de Patria, que, debido a su tremendo descoyunta-
miento geológico, geográfico y a la carencia de vías modernas de comunicación,
sufre menoscabo en su unidad. Nada más adecuado, entonces, para el niño
peruano que un libro así, donde su alma auroral capte la infinita belleza de su
territorio y la idiosincrasia del mismo; este libro sería una fuente inexhausta de
sentimiento nacionalista y patriótico; así como despertaría en el niño un hon-
do sentido estético y enraizado amor a la Naturaleza, a la vida. (1969: 25-26)
De esta cita se desprende el fervoroso y meditado nacionalismo inherente a su
concepción de literatura infantil peruana. Izquierdo Ríos publica el primer libro
de cuentos, Ande y Selva, en 1939, contexto en el cual el tema del indigenismo está
presente como parte de la discusión literaria y nacional. De ahí que, para él, una
de las tareas fundamentales de la literatura infantil debe ser contribuir a afirmar el
sentimiento de unidad nacional: “El Perú, en estos momentos, está afianzando su
vigorosa personalidad de nación y nos place que, en su mayor parte, ello se deba a
la obra del Maestro, de la Escuela. Un signo de lo que afirmamos es la presencia en
nuestro medio de una Literatura Infantil auténtica, nuestra. Ella, desde hace poco,
está alcanzando ya un halagador desarrollo” (1969: 28-29).
En ese contexto de gran significación política y cultural, en esos momentos en
que la literatura se ha visto transida como nunca de preocupaciones por nuestra
historia y nación, Izquierdo Ríos impregna sus textos con postulados sobre la
necesidad de practicar una escritura que tome como base el cuestionamiento de
nuestra identidad substancial y el devenir ulterior que ello significa en la cultura
y la literatura. Por esta razón, denuncia a los escritores que imitan y cultivan una
literatura ajena y foránea:
Nuestros escritores, salvo contadas y vigorosas excepciones, se consagran a imi-
tar las efímeras modas literarias importadas del exterior; viven intoxicados —y
a gusto— con el vino de literaturas extranjeras decadentes. En lo que respecta,
Francisco Izquierdo Ríos 25

específicamente, a la literatura infantil, acaece lo mismo. Revistas y libros fo-


rasteros del género atiborran nuestras librerías. De este modo, el niño peruano
se sustenta de temas extraños, y, lo que es peor, de una literatura, en su mayor
parte, pésima, “fabricada” con espíritu comercial. (1969: 19)
Izquierdo Ríos estaba convencido de que la literatura infantil podía afirmar un
sentimiento nacionalista, además de la defensa y revaloración de las tradiciones
populares. Todas aquellas observaciones no solo condensan algunas características
de sus cuentos, sino que revelan el núcleo de su sensibilidad humana. Y si bien
Izquierdo Ríos advirtió que la literatura infantil peruana se encontraba en vías
de formación, se preocupó por establecer los componentes que forjarían una
literatura infantil nacional; estableció sus propuestas y validó cada una de ellas
con argumentos y criterios que delimitaban la literatura infantil en el Perú de
su época. Advirtió también el contexto educativo en el que esta se desenvolvía,
espacio que hasta la actualidad sigue siendo el principal circuito de difusión. Esta
sistematización, corpus y lineamientos construirían el derrotero de la literatura
infantil peruana.
Todas las contribuciones en este ámbito, pero sobre todo la obra legada,
erigen a Francisco Izquierdo Ríos como uno de los fundadores de la literatura
infantil peruana, acaso el más significativo. Por ello, la publicación de sus cuentos
completos significa también la recuperación de los orígenes perdidos de nuestra
tradición literaria infantil.

El retorno de la obra

Hubieron de transcurrir 100 años para que la necesidad por la memoria de


Francisco Izquierdo Ríos conduzca a centrar la atención en la urgencia de romper
ese prolongado e injusto silencio respecto a su obra. La carencia de difusión y
sistematización de su producción literaria, hace que reunamos los cuentos
completos para que las nuevas generaciones calibren los aportes de este escritor
que consagró su vida a la literatura y cultura.
Pero ¿qué es lo que significa el retorno de la obra de Izquierdo Ríos? El “retro”
provocador de la pregunta parece insólito en el contexto de este prólogo, tanto por
razones de pretexto a nombre de la memoria, como de alcance en nuestra tradición
literaria. Quiero presentar, sin embargo, algunos argumentos previos como respuesta.
La obra de Izquierdo Ríos no solo se inscribe en un contexto desde donde se animan
trabajos y debates en torno a la literatura amazónica, actualmente, revalorada; sino
que su importancia gravita en permitirnos conocer el imaginario y las categorías
propias del pensamiento amazónico. La reivindicación de su obra probablemente se
define por representar el mundo amazónico desde los fundamentos propios de su
cultura. Recordemos que Francisco nació, vivió su niñez y adolescencia, y en su adultez
transitó por los lugares más apartados de la Amazonía. De allí procede el privilegio
de representar una cultura con un pensamiento mítico y predominantemente
popular que considera suyo. Estos aportes medulares registran su obra como una
de las precursoras en la literatura amazónica, pues enriquecen el corpus plural de
la literatura peruana. Sin embargo, a pesar de que se han reivindicado los estudios
26 Cuentos

sobre literaturas amazónicas, todavía no se ha realizado un estudio sistematizado y


panorámico sobre ella, menos aún en el caso concreto de la obra de Izquierdo Ríos.
Veamos otro argumento preliminar. Francisco Izquierdo Ríos subrayó la nece-
sidad de establecer orgánicamente una literatura infantil peruana sobre la base de
motivos nacionales. La conciencia de este hecho lo llevó a plasmar en sus cuentos
un sistema de relaciones simbólicas cuya autenticidad radica en la personificación
del espacio geográfico y cultural del “Ande”, la “Costa” y la “Selva”; en suma, de nues-
tra “Tierra peruana”. En este sentido, sus relatos representan por antonomasia un
medio de afirmación en nuestra identidad nacional y cultural. En consecuencia, sus
cuentos, aunque exceden este ámbito, se constituyen en lectura obligatoria.
El tercer argumento, finalmente, sortea una hipótesis que quiero poner a prueba.
Ello me conduce a testimoniar la trascendencia del espíritu y vocación de nuestro
autor. Pero ¿cómo osaría no hablar del espíritu del hombre cuya obra dio origen y
lustre a nuestra tradición de literatura infantil peruana? ¿Acaso no es importante
que el reconocimiento del hombre ocupe un lugar fundamental en la obra? ¿Por
qué no hablar del tema? ¿Por qué segar la montaña de su espíritu, la mística de la
llama de su vocación, de su hondo y comprometido humanismo? Habría quizá
que correr el riesgo y dejar el academicismo clásico para señalar, dejando abierta la
cuestión, lo que significa la dimensión espiritual de la obra de Izquierdo Ríos en
el curso de este prólogo. Hemos insistido una y otra vez en su poderosa vocación,
en cómo esta define su práctica escritural, en su decidida manera de rescatar las
manifestaciones de la cultura popular y en las preocupaciones que comprometen
al hombre amazónico. Hechos que definen lo matricial en la obra de Izquierdo
Ríos: su más profundo humanismo. De esta manera, el retorno de la obra implica
la fuerza misma de su manifestación más humana.

“Voyá”
Sin que pueda invocar todo lo que significa el enorme corpus de los cuentos
proféticos de Francisco, me referiré al tiempo y espacio horadados al momento
de inscribir este prólogo: mi niñez, junto a mi padre, en Tingo María, hogar de
fuego honesto y de intensos bosques; sede de mi colegio La Sagrada Familia, desde
donde sucumbí, por vez primera, al canto de Francisco con “El bagrecico”, “Zenón,
el pescador”, “Tito y el caimán”, “Los niños pájaros”. ¿Casualidad? ¿Azar conjugado?
El acontecimiento de encontrar y reunir los cuentos completos resulta de la
necesaria correspondencia por el intercambio de aquellas lecturas ritualizadas, por
la dimensión afectiva de ese inmenso verde territorio compartido, por la entrega
pura a la literatura que deviene en un encuentro predestinado. Sin poder sustraer
de este prólogo aquello que circunda un largo y desbordado trayecto al momento
de reinscribir la memoria del autor de “mi” bagrecico, desde esa abertura instalada,
extrapolo aquí el “voyá”, “me voy ya”, de Francisco. Queda la firme convicción
de que en este cruce de caminos abiertos por el común fuego de la vocación
sacralizada, la obra de Francisco es lanzada a un nuevo y antiguo comienzo.

Gladys Flores Heredia


Francisco Izquierdo Ríos 27

Bibliografía

IZQUIERDO RÍOS, Francisco

1945 “Mario Florián, poeta del pueblo”. Folklore. Vol. II, Nº 14-15. Lima, octubre-
noviembre, pp. 389-391.
1946 “Aspectos del folklore de Santiago de Chuco”. Folklore. Vol. II, Nº 17. Lima,
noviembre, pp. 477-478.
1962 El árbol blanco. Lima: Offset Reprográfica S. A.
1965 Los cuentos de Adán Torres. Lima: Talleres Gráficos P. L. Villanueva.
1969 La literatura infantil en el Perú. Lima: Casa de la Cultura del Perú.
Criterio de la edición

L a obra de Francisco Izquierdo Ríos (Saposoa, 1910; Lima, 1981) configura la


cosmovisión del hombre amazónico a través de variados géneros literarios:
el narrativo (novelas, cuentos, leyendas, compilación y antología de
tradiciones orales), el lírico (poemas y prosa poética) y el ensayo. A su vasta y
fecunda obra literaria le ocurre algo curioso: carece de estudios sistemáticos que
comprendan e interpreten sus múltiples códigos literarios, culturales e históricos.
A esta dificultad se suma el hecho de que varios de los títulos de su producción
literaria se encuentran agotados y no están al alcance del gran público lector. Para
dar solución a esta problemática, se ha trazado como objetivo fundamental la
urgente reedición de sus textos mediante la publicación de cinco volúmenes que
reúnan la obra completa de Francisco Izquierdo Ríos, los mismos que se orientan
en los distintos ejes temáticos:
Tomo I: cuentos
Tomo II: novelas
Tomo III: poesía
Tomo IV: ensayos y crónicas
Tomo V: compilaciones
El presente volumen que reúne la narrativa breve de Francisco Izquierdo Ríos
tiene el siguiente criterio de edición:
a) Se presentan de manera cronológica los libros de cuentos que publicara en
vida el autor.
b) Publicamos la versión última de los cuentos por cuanto consideramos que el
trabajo de corrección estilística que realizara el autor ha contribuido a mejorar la
calidad estética de los mismos. Esto significa que no incluimos en esta edición
aquellos relatos primigenios que posteriormente sufren modificaciones en los
títulos o en la incorporación de palabras, frases o párrafos. Por ejemplo, no
publicamos “Tito y el lagarto”; en cambio sí su última versión: “Tito y el caimán”.
30 Cuentos

Del mismo modo, obviamos “El ayamaman”, por ser la primera versión de lo
que será “Los niños pájaros”. En tal sentido, el lector tendrá a su alcance los
cuentos completos en su versión final y definitiva.
c) Debido a que el autor publicaba los mismos cuentos en más de un libro es que
existen textos cuyos relatos se repiten. Para evitar una proliferación innecesaria
de los mismos, hemos descartado las duplicidades y optamos por publicar la
última versión cronológica.
d) Se ha insertado al inicio de cada libro una nota explicativa donde se refiere el
título de los cuentos que han sido omitidos por los criterios antes expuestos.
e) Finalmente, se ha modernizado la ortografía y la tipografía de los textos para
dinamizar la lectura.
Esperamos que con la publicación de este primer volumen de cuentos se
propicie el estudio, la sistematización y el balance de la obra de Francisco Izquierdo
Ríos y a la vez se cree un espacio de diálogo donde se valore la capacidad creadora,
estética y pedagógica de su trabajo intelectual.

Gladys Flores Heredia


IZQUIERDO RÍOS, Francisco
1939 Ande y Selva. Lima: Taller gráfico de Pedro Barrantes Castro.

En este libro se han omitido los siguientes cuentos:


“Elegía por la muerte de Sheba”, “El niño”, “Eclipse”, “El granizo”, “El tinterillo” y
“La lluvia canta en las bandejas” aparecen en Tierra peruana; “El hítil” y “El señor
cura de la Jalca y el Quén quén” aparecen en Cuentos del Tío Doroteo, este último
cuento con el título “El señor cura de la Jalca y el pájaro Quién quién”; “Escolar
andino” aparece en Maestros y niños; El “ayamaman” aparece en El árbol blanco con
el título “Los niños pájaros”.
Ande y Selva
(tierra peruana)

Prólogo

Reúno bajo el título de Ande y Selva algunos escritos vernáculos; este


libro constituye el primer tomo de ellos, pues pienso publicar un
segundo. En este libro y en el próximo a editarse trato y trataré de
reflejar el ambiente de nuestra Selva y de esta parte oriental del Ande;
ese es mi más caro anhelo, desde luego, dentro de las posibilidades
que la realidad de la vida puede ofrecerme. Llevo en mi alma todo el
luminoso y multiforme paisaje de estas tierras bellas y lejanas, llenas
de poesía y de misterio; llevo en mi alma, pues, como una dulce y a
la vez quemante inquietud, la emoción folclórica de ellas… Llevo en
mis venas todo el fuego de su poesía… Ya es tiempo de que en el Perú
se haga una intensa labor regional, folclórica, en todos los aspectos de
su vida; labor, que, como comprendemos, en pro del conocimiento
de nuestra propia realidad nacional. Ya es tiempo de que el Perú se
conozca a sí mismo… El suscrito, simple maestro de escuela primaria,
de acuerdo con ese hondo sentir, publica, pues, el actual volumen y
seguirá, como repito, y acaso con mayor experiencia ya en el escribir,
publicando otros de la misma índole.
Agradezco sinceramente al autor de la portada, Arturo Salazar
Meza, pintor chachapoyano; artista de grandes méritos naturales,
pero que, debido a la incuria ambiental, vegeta, por ahora, en el
silencio, sigue todavía dando forma a sus sueños vaporosos de artista
ingénito dentro de la SOMBRA.
Asimismo, agradezco al señor Pedro Barrantes Castro, gran escritor
peruano, a cuyo apoyo y benévolo amparo se debe la edición de esta
obra.
Francisco Izquierdo Ríos
Chachapoyas, 1939.
ANDE
La sombra

L a noche, viajera misteriosa, que acaba de llegar, con olor a retamas del camino
y con el negro manto florecido, como de estrellas de oropel —el de la Virgen—,
de millares de “ayañahuis” de oro, apagó la claridad del patio…
Y, renegando porque es ya muy tarde y se olvidaron de juntar la ropa del
alambre, va recogiéndola en una petaca doña Antu, la viejecita septuagenaria….
Crooooo… Croooooooo… Craaauuuuuuu… Craaauuuu… Pápapaaaaa…
Páapaapaaaa… Páapaapaaaa… Páapaapaaaa…
De pronto, gritan a una sola voz y, espantadas, baten las alas las gallinas que
duermen en los duraznos frondosos de junto a la cocina…..
—“¡Santo Fuerte… Santo Inmortal!” —exclama doña Antu, como que se queda
mirando con asombro y terror hacia los duraznos…
—¿Qué hay?... ¿Qué pasa con las gallinas, mama?...” —pregunta, saliendo a
todo correr, de la cocina, doña Mañu…
—Ay, hija, alguien está de muerte en el barrio o en esta casa… ¡Ay, Dios mío!...
¡Ha pasado la sombra!... ¡La sombra! —responde temblando doña Antu, como que
recoge a toda prisa la ropa.
36 Ande y Selva

Noche de luna

N OCHE que parece la encantada página de un cuento, con esa LUNA LLENA,
enorme y redonda, con esos eucaliptos que mueve el viento en las huertas
silenciosas, huertas claras, llenas de luz… Y con esa honda emoción de
ensueño que flota en la ciudad entera; que palpita en las calles, en los tejados, en
los ocultos jardines… Y, junto a esa LUNA, enorme y redonda, que rueda en la seda
azul del firmamento, tiembla tan al vivo, tan al vivo, como si en verdad fuera una
lágrima, un lucerito…
No hay nadie en la ciudad, aunque sea por casualidad, que no se haya fijado en
esa estrellita… Y, sobre todo, bajo el florido manzano de un patio, una niñita linda
como flor de luna, que está sentada en la falda de su abuela, parece magnetizada
por la magia de esa estrellita, pues no se cansa de mirarla, apuntándola con un
dedo…
—Ese lucerito, abuelita, parece su niñito de la luna —balbucea, encantadora,
la chicuela.
—Ese lucerito —responde la abuela, pasándole suavemente la mano por la
cabecita de trenzas rubias— brilla así, hijita, porque en la ciudad algún rico se va
a casar…
La noche parece la encantada página de un cuento…
Francisco Izquierdo Ríos 37

La gallina

M añana clara… Un airecillo oloroso a maizales verdes, que llega, se aduerme


suavemente en el patio… En las ramas de los capulíes de la huerta, en
armonía fraternal, chillan alocadamente, piuros y zorzales, como si
estuviesen cantando la alegría de la mañana y la belleza del sol, que semeja un
gigantesco disco de oro en la inmensidad azul…
Y en un rincón del patio, bajo la frondosa mala de una higuera, que bien que
ronca, echada cuán larga es, una chancha…
Y en el corredor de la casa, con el pecho desnudo, sentada en un trozo de ma-
dera, una mujer da de mamar a su también casi desnudo pequeñuelo, un lindo
gordifloncito, que se patea en la falda, mientras que dos de sus otros retoños, ya
grandecitos, varón y mujercita, juegan a la casita, con cañas de carrizos, junto a
la cocina… Y, en la misma línea de la gotera, al borde del corredor, el padre de la
familia afila su hacha en una piedra, para irse luego a la chacra.
Aparece de la huerta, por encima del pequeño cerco de piedras que la separa del
patio, un gran girasol, luciendo con íntimo orgullo y satisfacción la aristocrática
elegancia de su belleza extraña y también un manzano que muestra una rama
cargada de frutos, a medio madurar, en pintón, que grávidamente se balancea al
soplo del vientecillo, que por momentos llega…
Luego… Alguien ha diluido su canción trágicamente en el eglógico ambiente,
ensombreciendo la mañana de diamante, rompiendo la armonía cósmica que
reinaba, con todos los perfiles de una deformación, de una degeneración… (Por el
claro reino de la mañana la sombra de una emoción fatídica resbala, resbala…).
—¿Has oído? —dice a su marido, levantándose, asustada, la mujer y
manteniendo en los brazos a su pequeñuelo.
—¡La gallina! —responde él, también ya en pie, apoyado en su hacha y mirando
hacia la huerta.
38 Ande y Selva

—La gallina ha cantado… Algo nos va a suceder Eufemio… No vayas ya a la


chacra… No vayas ya…
—Qué cosas, hom… Hay que matarla a esa demonia… Tomaremos un buen
caldo con esa cantora.
—Aurita, Eufemio… Aurita… La “murucha” ha de ser marimacho… Vamos a la
huerta a buscarla… Esa gallina, según me ha dicho Julito, ha cantado también el
otro día cuando yo estaba en el mercado. Vamos a la huerta…
Y con los chicos, que dejando ya de jugar, miraban a sus padres con los ojos
desmesuradamente abiertos de pavor, se van a la huerta en busca de la gallina para
agarrarla y torcerle el pescuezo… (Pues dicen que cuando se mata a la gallina en
el mismo momento que canta como el gallo se anula también su terrible efecto
agorero).
Francisco Izquierdo Ríos 39

Las garzas

P asan por las calles, con dirección a sus pueblos, las indias, luciendo sus
“centros” colorados y llevando a la espalda, envueltos en la lliclla, sus grandes
“quipes” y porciones de “ceras” en las manos… Tendrán, seguramente,
alguna fiesta…
Arrieros, bien emponchados, también pasan en la misma dirección, unos en
pos de otros, tras de sus bestias ya sin carga, algunos de ellos abrazados, dos a dos,
conversando en voz alta e incoherente, agitando las manos y haciendo eses… En
su mayoría, pues, pasan en una “mona” fenomenal… Van dejando casi todo el
producto de su mísera venta en las chicherías…
Y, en sentido contrario, indiecitos, sobre todo indiecitas con ramitos silvestres
en las cabelleras, vienen arreando sus yeguas y burritos cargados de leña…
Algunas viejecitas, envueltas con las llicllas hasta la nariz, van barriendo sus
corredores… Hace un frío demasiado intenso…
Y en las huertas y aún en los tejados cantan los pájaros sus claras tonadas, pero
de un modo triste y nostálgico, como si estuviesen quejándose del frío agudo de
la mañana… ¡Qué mañana tan gélida! Alalay… Alalay...
El frío entra hasta la médula de los huesos… El leve vientecillo que roza
nuestra piel parece que fuera el aliento del mismo invierno o de la misma puna…
Dan ganas de ponerse a jugar “calienta manos”… Sin embargo, la mañana está
clarísima, con solo cierto cabrilleo raro, y el sol muy luminoso, paro con luz, sí,
de hielo…
Las mujeres, que ya vuelven del mercado, con cestas de vituallas en las
cabezas, vienen tiritando: tapadas con las llicllas al igual que las viejecitas que
están barriendo sus corredores…
—¡Qué frío hace! —dicen todos—. Habrá parido la osa…
40 Ande y Selva

(Todos parecen estar de acuerdo en lo de que la osa ha parido en alguna cumbre


y que los osos se han reunido allí a soplar el frío hacia la ciudad…).
Los muchachos de escuela, que salen de su plantel, la mayor parte de ellos con
ponchos, saltan, corren, gritan, silban, se empujan en la calle, llenándola casi por
completo…
—¡Las garzas! —de pronto exclaman— ¡Las garzas…!
Y todos se arremolinan junto a unas mujeres que están mirando hacia el
cielo… Todos miran con curiosidad hacia arriba…
En verdad, que en un rincón del cielo azul y brilloso, en viaje al Este, se ve
una gran cinta blanca que ondula, que ondula… Es una bandada de garzas que
seguramente va en busca de ríos y lagunas.
—¡Capaz va a haber otro terremoto, Dios santo! —dice una mujer—. No es en
balde cuando aparecen las garzas… Y hoy aparecen después de mucho tiempo en
la ciudad…
—Quién sabe para peste es —dice, interviniendo un viejecito que tirita como
un mísero cuzquillo.
Mientras que los muchachos de escuela, una vez perdida ya la bandada
de garzas en los confines del cielo, vuelven a caminar, llenando la calle con su
bullicio…
Francisco Izquierdo Ríos 41

Canción de despedida

Pues, quizo el destino


detenerme aquí; por el mismo camino
hoy me alejo de ti.
Como flor en el valle
una vez te conocí…
¡Quiera Dios que te halle
cuando vuelva por ti!
Serrana, serranita,
no te olvides de mí.
¡Que yo, ay, serranita,
no me olvidaré de ti!
¡Que cual una flecha llevo,
temblando dentro de mí,
un dulce amor nuevo,
serranita, por ti…!
Cuando el “pichuchito”
cante en el capulí,
o en el eucalipto,
acuérdate de mí…
42 Ande y Selva

Fiesta

L os indios se preparan con abundancia… De los templos van trayendo ya en


los odres el huarapo y el aguardiente, así como toda clase de frutas; llegan
al pueblo con su música de tinyas y de antaras… ¡La fiesta tendrá que estar
buena… !Los mayordomos han matado bueyes, carneros, gallinas y cuyes; sus
despensas están ya llenas…
Los indios se preparan… Pacientemente han juntado millares de huevos para
los potajes y las tortas… ¡Ese día todos lucirán trajes nuevos!… Arreglan la iglesia…
Los hornos humean… ¡Va a haber una comilona y una embriaguez general de
ocho días para la Fiesta de la Santa Patrona! Por las tardes ensayan nuevas tonadas
los músicos de la banda… El pueblo es un hormigueo… La gente anda preocupada
de afanes… El pueblo, pues, ha sacudido su marasmo, ha despertado de su sueño
de olvido… Por todas partes hay una ola de vitalidad que subyuga… Todo respira
alegría… Lirios y claveles, en los rústicos fuertecillos, muestran su policromía, que
en la fiesta lucirán las mozas con coquetería en sus lindas cabelleras...
(El taita cura se relame y sueña ya candorosamente con el picante de cuy que
lo espera… Pues, el taita cura para comer es un gigante).
La niebla, hija de las escarpas, desaparece temblorosa, fugitiva, al soplo del
viento… Y el sol del mediodía hiere al pueblo con su luz viva… La plazuelita está
llena de movimiento de alegría, de color… Suena la diana… Repican las campanas
de la Iglesia con lírico ardor, y lentamente da vuelta por la plazuela la pintoresca
procesión de la Santa Patrona, cuya anda, llameante de cirios, ocho indios cargan
con devoción… Adelante del anda van los danzantes, completamente ebrios de
alcohol, con plumas y shacapas, al son de las tinyas y del ronco caracol… Al par
que el pueblo se llena de un bullicio ensordecedor y revientan las avellanas en
el espacio con ruido atronador… ¡Qué de ponchos nuevos, por Dios!... ¡Qué de
pañuelos!... ¡Qué de flamantes polleras!... ¡Qué de llicllas multicolores!... ¡Qué
garbo de las mocillas con claveles encendidos en las cabelleras!... ¡Viva la fiesta!...
¡Viva la Virgen del Carmen, la Santa Patrona!
Francisco Izquierdo Ríos 43

Ha terminado la procesión… y, al son de una cachua alegre que toca la banda,


los indios llevan en medio al elegante taita cura a la comilona… Bajo los nogales,
en la casa del mayordomo, “sendas” mesas toscas hay, rebosando de yucas, de
humeantes montañas de purto-mote, de cuyes, de gallinas enteras, de mates con
ucho, de calabazas de chicha y huarapo, así como de botellas de aguardiente…
El taita cura ocupa la cabecera… Se come a dos carrillos… Y se toma, y se toma
con abundancia… (Las indias cocineras, allí al lado, con las cabezas amarradas
con pañuelos colorados, sacando, con las guisillas —de las grandes ollas que
están humeando en las tuchpas—, llenan los mates sin cesar, sin cansarse, que
distribuyen los servidores con rapidez asombrosa…). Sigue la comilona, matizada
por alegre conversación y risas estruendosas… Con los potajes que ya no pueden
comer, debido a la abundancia de ellos, y porque están ya hartos, todos hacen su
“alza”; es decir, amontonan en los mates para llevar a sus casas… Sobre todo, el
taita cura no desperdicia una migaja…
Y, luego, en la tarde y en la noche el baile… Cachuas furiosas y furiosas marineras,
con envolvente vuelo de ponchos y gracioso revuelo de llicllas y polleras; con
gritos y palmoteo endiablado… En que, tentado y medio guarapeado, el taita cura
se amarra la sotana a la cintura y empieza a zapatear con las mozas hasta el albor
de la mañana… ¡Jarana india, en la que el aguardiente y el huarapo corren cual
torrente desbordante, que tumba a los bailarines en fenomenal borrachera!...
Fiesta andina, en la que sigue sonando el bombo durante ocho días y ocho
noches… Bom… Bom… Bom… Bom… ¡Ah, esa mano del bombero que no se cansa,
que parece de hierro!… Bom… Bom…Bom… Bom… Fiesta andina, con bailes en la
pampa, comilonas, alharacas y griterías, con estampidos de avellanas; con jocosa
corrida de toros —rezago de las costumbres españolas— en la que, sin presentar
cara al torero, que con el poncho los provoca, los toros, mugiendo lastimeros
y enmarcando pintorescamente los rabos, escapan de la plazuela, que hace de
ruedo, como santo que vio al diablo en carrera loca… Y con las pantagruélicas
e imprescindibles procesiones de los “votos”, de los mayordomos cesantes a los
nuevos, al son de cachuas fogosas —gallinas asadas, manteniendo en los picos
huevos cocidos, ajíes rocotos, o cuyes, yucas guisadas, que mujeres llevan adelante
en lavadores o en palos arreglados en forma de centelleros… Fiesta en que los
indios viejos, sentados junto a las pircas, chacchan la coca sagrada, por las tardes,
en misteriosa conversación animada; fiesta en la que hombres y mujeres, sumidos
en sueños de alcohol, amanecen en las pampas, de cara al sol… Fiesta andina, en
la que sigue sonando el bombo durante ocho días y ocho noches… Bom… Bom…
Bom… Bom… Bom… que el viento hace oír aún por las lejanías…
44 Ande y Selva

El shihuín

F ría y brumosa noche de luna… El viento huracanado, que pasa bramando


en los techos de las casas del pueblo y en los árboles de las huertas, arrastra
girones de niebla, que semejan fantasmas… El pueblecillo de la escarpa
andina, oculto bajo los gigantescos eucaliptos y nogales, tirita de frío…
Los silbidos angustiosos de los “shihuines” cruzan la noche, como hondazos,
por todas partes.
—Sinvergüenzas, haraganotes —exclama taita Belisho, que, bien emponchado,
está sentado en el poyo de su casa con taita Orencio, su vecino y compadre,
chacchando coca, ante el canto de estos pájaros—. Aura que hace frío se acuerdan
todavía de construir su casa… Mañana, todo el día, van a dormir…
—Sí, pué; solo cuando llueve o hace frío se acuerdan de hacer su nido los muy
“quillas”… “Mañana voy a hacer mi casa… Mañana voy a hacer mi casa”, gritan los
holgazanes; para que después se olviden —recalca taita Orencio.
—Para ellos todo es mañana y nunca llega ese mañana.
—Sí, pué, taita Belisho… No pué sin estar avisando, calladitos se pusieran a
hacer sus nidóooos… Pero, los condenados gritan todavía mundo entero, y ni
siquiera cumplen su promesa.
—En el pueblo, taita Orencio, muchos son como los shihuinos… Hast’aura no
tienen ni casa siquiera.
—Sí, pué… Aista el Fabián, hast’aura no acaba de techar su casa; hace tiempo
que se encuentra en esa condición y ya se va a caer… Solo cuando llueve se acuerda
él también…
Y se ríen los dos viejos, sentados en el poyo, donde, hasta bien entrada la
noche, a pesar del frío que hace, seguirán chacchañando coca…
Pájaro bohemio, pájaro trashumante, el shihuín, por los bosquecillos y
pajonales, anda errante, como por las ciudades el juglar de otras edades… Sin
Francisco Izquierdo Ríos 45

previsión de tiempo alguno, él anda y canta, canta y anda por el sombrío reino de
la noche, durmiendo en el día, ya en una rama, bajo una piedra, bajo un tronco,
o en un papal. ¡Es un tuno!
Y en los silencios nocturnales, cuando las vacas, las ovejas duermen en los
pastos, se acerca a ellas, sigiloso, y les chupa, insaciable, sangre de los lomos y de
las orejas… El shihuín es goloso como el vampiro…
Los demás pájaros le desprecian… “Haragán y dormilón”, le dicen.
Pero él se ríe de los que así le aprecian… Anda, chupa sangre de los ganados,
duerme y dice su canción. Es un cínico…
Solo cuando la lluvia le moja, y encontrándose en esa condición en una rama,
en una hoja, o completamente desamparado en el pasto, solo cuando la noche
le hace sentir su frío intenso lanza el muy tío el grito chillón de su deseo de
construir casa… Pero, cuando la noche o la lluvia pasan, se ríe de todo, el shihuin
bohemio…
46 Ande y Selva

Los danzantes de Levante

E n esa danza parece oírse el sordo fragor de un ejército… En esa misteriosa


danza parece sentirse el lejano rumor de un fuerte viento de tempestad
andina, que descuaja cerros y desgaja ramas… Luego, cuando asoma un
ritmo desmayado de atávico hieratismo, se siente como el fluir de una fuente
en lo más hondo de un abismo, o como el canto triste de una paloma en día de
aguacero.
¡Parece oírse en esa danza fino roce de las nieblas y el rugir colérico de los
pumas!... ¡Parece sentirse los fríos silencios que dominan las altísimas montañas,
y el perfume sutil de las retamas que adornan las verdes lomas!...
Y, al conjuro de la música triste de esa danza, el poeta parece entrever una
noche de luna nueva en un vallecito de este Ande, con todas sus sugestiones
de melancolía, de nostalgia, de dolor, al mismo tiempo que siente abrirse en su
espíritu el perfumado capullo de la evocación de lejanos tiempos…
¡Danzantes, a vuestro paso dejáis en nuestros espíritus, cual zigzags de
fosforescencias vagas, como aquellas que saltan en las noches tempestuosas, las
emociones de aquellos pueblos misteriosos que adoraron a la luna, al cóndor y al
sol!...
Francisco Izquierdo Ríos 47

La madre del oro

E l cielo de esta tarde tiene un rojizo resplandor de perol, con leves brochazos
de nubes semioscuras, semigrises…
El sol está oculto tras de una nube… Y hace un frío intensísimo.
El pueblo, envuelto en una espesa capa de silencio, rumia su tristeza
enorme…
En todas las cosas, en los eucaliptos, en los sauces, en las sombrías chocitas, en
los sombríos cercos de piedras, parece flotar un suave rumor de sollozos…
Hasta los lirios, florecidos en los muros derruidos de junto a la iglesita, parecen
esta tarde nimbados de una blanca aureola de melancolía y de amargura…
Hay, pues, una onda sensación de dolorosa monotonía en todas partes.
Estoy sentado sobre un trozo de nogal en el corredor de una chocita que da
a la plazuela, y junto a mí una india anciana, que va hilando, cuya cara llena de
arrugas semeja una sinuosa escarpa, cuyos ojos casi cerrados tienen color de cielo
ennubado… ¡[Por] lo menos que esta vieja india está cargando cien años!... Apenas
habla, apenas mira, apenas hila… Es un armazón donde cruje el tiempo… ¡Pero
mama Paula, pronto, muy pronto irá a descansar bajo la sombra de los eucaliptos
del camposanto!... ¡Y cuántas cosas sabrá y habrá visto esta vieja!
En medio de la plazuela hay enclavado un pedazo de tronco y palmera… Es
rezago de la humisha de los carnavales…
La plazuelita es un poema de desconsuelo y soledad…
Cloc… Cloc… Cloc… Llama a sus polluelitos una gallina que ha ingresado a la
Plazuela por una de las esquinas, y ellos agrupados, se ponen a picotear gusanillos
dentro de las yerbecillas temblorosas.
Un zorzal, que ha volado de una de las huertas, a cierta distancia de los pollos,
va picoteando también la yerba, a saltitos…
48 Ande y Selva

Se oye el lloro de un niño en una cocina vecina… ¡Qué extraña emoción tiene
el llanto de un niño en la soledad, que parece como si resonara dentro de un fino
cántaro…!
De pronto, inmensas ráfagas de luz amarilla cruzan el cielo de banda a banda,
iluminando siniestramente las cosas, seguidas de truenos espantosos, como si
estuviese funcionando infernal artillería…
Asustadas, baten las alas las gallinas y gritan en las huertas, los pajarillos vuelan
de los árboles, ladran los perros…
Se está produciendo una granizada de rayos encima de una cumbre de enfrente,
donde el cielo tiene resplandores más rojizos de perol…
Sigue la granizada de rayos luminosísimos… ¡Bello espectáculo!
Y aparecen, corriendo por la plazuelita, con las cabelleras desgreñadas, indias
atemorizadas que gritan y alzan las manos en ademán trágico…
Y en un instante todos los pobladores, grandes y pequeños, salen a las puertas
de sus chocitas a mirar hacia el cerro, que ya es conocido por ellos…
Mientras tanto, siguen la luminosa andanada de rayos sobre la cumbre y los
truenos espantosos… El pueblo está envuelto en un resplandor siniestro, y más
el cielo, donde, en toda su extensión, se ve temblar la luz, como la onda en la
superficie del agua…
—La Madre del Oro se ha enojado en el Cerro, —dice la viejecita, procurando
mirar en esa dirección—… La Madre del Oro…
“La Madre del Oro… La Madre del Orooooo”… Se oye como un sordo rumor
en todo el pueblo.
Francisco Izquierdo Ríos 49

Minga

M añana linda, clara, con vívido sol.


En el patio empedrado de la casona, doña Rosaura, doña Jeshu, doña Lida,
doña Marcela, curiosamente en cuclillas, golpean con sus finos vareadores
la blanca lana que está amontonada en cueros tendidos, mientras que allí, a ladito
nomás, doña Felina, doña Dominga, doña Adelaida, sentadas sólidamente en las
piedras, con las piernas extendidas, van escarmenando en las faldas la lana golpeada,
con maravillosa ligereza de dedos, hasta adelgazarla bien, así como el viento a la niebla
en las faldas cerreñas, al mismo tiempo que van colocando la parte escarmenada en
limpias petacas.
Y, al ritmo del trabajo, en amena charla y en voz baja, van escarmenando
también los vellones de chismecillos del lugar… Doña Lola, en la cocina, con la
cabeza amarrada con pañuelo blanco —se la ve por la puerta— va removiendo con
una “huíshilla” el sancochado, que hierve en una gran olla “huanquina”… Tiene
razón doña Lola de hacer el sancochado en esa olla grande, puesto que no le faltan
“mingas”.
Un gigantesco, ventrudo cura –compañero de doña Lola—, en el balconcito
pintoresco de la casa, que da al patio, arrellanado en un tosco sillón, con las piernas
estiradas, descansando los pies, que no diré calzados sino forrados de zapatillas
verdes con pintas rojas, en un cajoncito puesto con ese fin, lee un Almanaque Bayer…
Su señoría ha venido a descansar en su casa después de haber recorrido todos
los pueblos de su parroquia; parece estar satisfecho de la vida, la cual le fue muy
pródiga hasta en hijos, y, por ende, en nietecillos alegres y vivarachos.
Las mingas siguen trabajando… Se oyen los golpes suaves y acompasados
de los vareadores, al mismo tiempo que el murmullo de la charla, como el leve
zumbido de un pequeño colmenar…
Varios patos hacen oír su asma desde un rincón del patio, y parecen extrañar las
caricias de la laguna, a donde siempre los suelen llevar a buena hora, recogiéndolas,
a la oración, para que duerman en la casa…
50 Ande y Selva

Y, burlando la vigilancia de doña Lola, del taita cura y aun de las mingas, un
vivaz gorrioncito, con sumo cuidado, se afana en romper con el piquito la tela que
envuelve a una maceta de manzanas, que están madurando en lo más elevado de
su tronquito, que se yergue, bordeado de rosas, de un huertecillo diminuto cerrado
por carrizos que hay junto al portalón… ¡Y es de ver cómo, a pesar del cuidado
que pone el gorrioncito, se balancea el débil tronquito de manzano, amenazando
delatarlo!... (Doña Lola cuida mucho sus frutas, sobre todo sus manzanas, a las
cuales, cuando ya empiezan a colorearse ante la proximidad de la madurez, con
jobiana paciencia, a veces junto con el taita cura, las envuelve, agachando con
horquillas las ramas, con retazos de tocuyo viejo o de crudo, escondiéndolas así
de la voracidad de los pájaros, pues estos, en bandadas alegres, en un amanecer o
atardecer, se picotean golosamente, todos los duraznos, peras, manzanas, a medio
madurar, que hay en las huertas del pueblo… Doña Lola posee tres grandes huertas
llenecitas de estos arbustos frutales…).
Las mingas siguen trabajando, siguen trabajando… Se oye el murmullo de
su charla, quién sabe hasta comentan, pero en voz más baja, la última aventura
mujeriega del taita cura en algún pueblo de su parroquia, mientras que este sigue
siempre engolfado en la lectura de su Almanaque Bayer…
Los frondosos nogales del cerco, del otro lado de la huerta que colinda con el
jardincito de la iglesia, dejan caer, de momento a momento, sus frutos, vencidos
de sazonía que resuenan con golpe seco en la mañana de diáfano silencio…
Francisco Izquierdo Ríos 51

La procesión de rogativa

M ucho tiempo que solo hace un sol fuerte… Mucho verano… La tierra de
muy reseca se está rajando… ¿Dónde están las lluvias de otrora?... La tierra
tiene sed, quiere agua… Mucho sol, mucho viento… (A veces, el viento
sopla con tal furia que lleva techos de las casas del pueblo)… Mucho sol, mucho
viento, mucha helada… (Hasta los nogales del pueblo cuelgan ramas marchitadas
por el beso frígido de esa misteriosa dama blanca que es la helada, y que pasa en
el silencio de los amaneceres…).
Ya debían de brotar las plantas… Pero la madre tierra está tan dura, tan dura…
No pare ahora… Las aves y pájaros se banquetean ya con el grano que no germina;
se los ve en las chacras, en grandes bandadas, desenterrando las semillas…
¡No hay cuándo llueva!... El pueblo tiembla ante la inminencia de un doloroso
fracaso, de una escasez total… ¿Qué habrá pasado, si el otro año, como en este
tiempo, llovía lo suficiente?... Todos los indios, como ovejas asustadas de un
rebaño, acuden al taita cura, quien desde la puerta de su ruinoso “convento” les
dice, a manera de sermón:
“Ustedes mismos tienen la culpa de todo; el cielo les castiga porque ya no mues-
tran interés por las cosas de la Iglesia, ni por su sacerdote… Vean ustedes cómo me
encuentro aquí, muerto de frío, sin tener qué comer… Yo no sé que les pasa a us-
tedes por este tiempo… Las primicias que me dais no me alcanzan; son bagatelas…
Y bien saben ustedes que yo tengo bastante familia… El Altísimo los castiga… De
ahora en adelante, procurad arreglar, adornar mejor vuestro templo; agregarle más
santos, que faltan muchos, como Santo Toribio, por ejemplo, que tiene sobrado
derecho, porque hasta pasó por aquí derramando bendiciones… Luego, celebrad
solemnemente todas las fiestas… Yo no sé qué les pasa a ustedes, no quieren hacer
ya nada en bien del Señor… Antes vuestros padres eran más devotos y estaban, por
consiguiente, en la gracia de la Providencia… Y no olvidéis, sobre todo, de aumentar
las primicias para este pobre sacerdote del Altísimo… Así pronto lloverá….
52 Ande y Selva

(Hace una pausa… Tose… Luego prosigue.)


“Pero, no desesperéis, amados hijos; mantened viva nuestra fe y roguemos al
todopoderoso, con todas las fuerzas de nuestras almas, que vierta lluvia sobre estos
campos… pidamos lluvia a Dios, hijos míos…” Y, tosiendo, tosiendo, el sacerdote
alza las manos con fervor al cielo; los indios le imitan, arrodillándose sobre la
verde yerba frente al “convento”… Se disipa el miedo… Se vislumbra ya el pliegue
de una esperanza en los rostros antes pavoridos de los indios, quienes ofrecen
colmar la despensa del taita cura con todo lo que él quiera… Hacen promesa de
aumentarle las primicias… E inmediatamente se oye temblar en el ambiente los
lentos toques de las campanitas de la iglesia, graves y quejumbrosos, como si
fueran voces de ruego, de súplica, de plegaria… Y a mediodía sale la procesión de
rogativa, llevando a San Isidro en el anda, que, después de dar una vuelta por todo
el pueblo, se dirige a una loma vecina, de donde, bajo el sofocante calor, hacen al
santo señalar las sementeras con un dedo…”.
Francisco Izquierdo Ríos 53

Las aradas

E l ambiente está impregnado de un fuerte olor a tierra fresca y removida…


¡Tiempo de las aradas!... Sí; lo dicen también las “chacramas”, que al
anochecer invaden por millares el pueblo, con el ruido peculiar de sus
élitros, como si fueran aviones fantásticamente diminutos…
Apenas anochece las “chacramas” vuelan por todas partes… Hasta se introducen
a las casas por las puertas abiertas, o bien por algún resquicio, revoloteando con
placer alrededor de la luz…
***
Amanece…
Se oye en las calles del pueblo silbidos, así como el acompasado ruido de los
timones que arrastran las yuntas…
Los caminos desbordan de gentes, de yuntas, de ruidos, de claras risas,
canciones y silbidos…
Las gentes del pueblo están yendo a las aradas…
***
Cual sombra que desplaza al volar un ave grande, pasa la tarde sobre el áspero
lomo del Ande… Pasa la tarde…
El sol, en la cumbre está llorando vivas lágrimas de oro… Se está haciendo
un crepúsculo bello y sonoro… En las floridas bajadas, en lírica algarabía, cantan
palomas, balan ovejas, mugen toros, al par que aguateritas donairosas, cántaro a
la cadera, van al arroyito claro que corre, allá, abajo, por en medio de álamos, en
linda pradera…
Y en el pueblecillo rústico, encantador, cual si fuera un nacimiento de Noche
Buena, encajando en el vallecito cubierto de frondosos eucaliptos y nogales, la
iglesia hace oír el lento toque de la oración… Mientras que, en la colina de enfrente,
cual un hermoso cuadro, ante la pálida lumbrarada del sol que se hunde tras los
54 Ande y Selva

cerros se yerguen las siluetas de indios labradores, que van punteando aún a los
bueyes en la labor de la arada…
***
Anoche…
Y, junto con las “chacramas” que invaden de nuevo el pueblo, van llegando los
aradores…
Las yuntas vienen a paso cansado y lánguido, arrastrando los timones… El
trabajo ha sido muy duro…
Y los timones, con sus ruidos acompasados, parece que viniesen ritmando la
canción de la ruda faena…
Francisco Izquierdo Ríos 55

Siembra

A manecer….
El pueblo está en afanes para la siembra…
Los bueyes para las yuntas están amarrados ya en las trancas de las huertas
y se desperezan abriendo sus bocazas…
Todos desayunan… Los que van a sembrar, mujeres y niños, especialmente,
comen hasta no más, en la creencia de que así el frejol y el maíz granearán bien y
“echarán buena barriga”… Por consiguiente, preparan también para llevar al campo
bastante comida para el almuerzo, y, luego, la merienda, ya de regreso, en la casa,
debe ser, del mismo modo, abundante… Y, sobre todo, debe haber bastante chicha
y huarapo.
***
Se van ya a las chacras…
Los caminos están llenos de yuntas, algunas de las cuales, al látigo de su
dueño, corren haciendo sonar con más violencia en las piedras los timones que
arrastran…
Los caminos son toda una bulla lírica…
Los sembradores van, en medio de las yuntas, con las “shicras” de granos a la
espalda, lo mismo que los “quimingueros”, silbando o cantando…
Todo el pueblo se ha desbordado por esas bajadas…
***
En la hondísima quebrada, florida de tayos y retamas, corre bramando el
torrente, vociferando…
La mañana tiene reflejos de oro… ¡Y cómo resuena en la límpida mañana la
ronca voz del torrente!
56 Ande y Selva

El paisaje es bello y amplio…


Las cumbres de las montañas, como fantásticos torreones verdes, horadan el
espacio de azul purísimo…
Sopla un vientecillo placentero… Hay en el ambiente una fuerte sensación de
vitalidad subyugadora.
El cercano pueblecillo sonríe en una loma, con sus casitas grises y desaliñadas, con
sus grandes árboles verdes, cuyos ramajes mueve el viento… Aún se ve el humo que
se levanta de sus cocinas y se oye el canto de sus gallos y el ladrido de sus perros…
Cantan zorzales y palomas en los tupidos bosquecillos de moras… Y cuelgan
de los bosquecillos, que están completamente enjoyados de rocío, macetas de
moras a medio madurar, estando ya algunas de ellas bien moradas, mientras que
otras recién colorean… ¡Parecen piedras preciosas!... Y todos los bosquecillos de
moras, con sus macetas de frutos, con sus temblorosos rocíos, parecen bazares
miliunanochescos de joyas!...
En las faldas de enfrente braman toros y corren tras de las vacas, bajo las
llamaradas candentes del sexo.
Algunos gallinazos, como pequeñas manchas negras, hacen atrevidas pruebas
de equilibrio en el azul inmenso…
¡Belleza infinita de mi tierra…!
El camino, blanco en los colpares y rojo en las secciones arcillosas, serpea por
las faldas de los cerros…
Algunos magueyes, a ambos bordes del camino, se yerguen en el ambiente, coronados
de sus florones características, donde están posados golondrinas y gorriones…
Y en todas las faldas del inmenso encajonado de cerros van sembrando los
indios en sus chacras… Los hombres van piloteando las yuntas, mientras que las
mujeres y los niños van arrojando el grano en los surcos…
Se oye el rumor de la siembra, en medio del rumor intenso de la naturaleza salvaje…
Francisco Izquierdo Ríos 57

Fayna

L lueve menudamente…

El sol, que está todavía encima de las elevadas montañas, brilla, con luz
deshecha en mil iris, a través de la lluvia…
La lluvia sigue cayendo, menudamente…
¡Qué rumor tan delicioso tiene el aguacero en las hojas de los árboles y en las
peñas!
El Utcubamba, por medio de las rocas, corre sonoramente, sonoramente…
Millares de pájaros se dejan mojar, gustosos, sobre los tallos y pencas…
Y a través de toda esta alegría cósmica se oye un rumor más dulce, melodioso...
Música de antaras y de tinyas, mezclada de gritos y de exclamaciones de placer...
¡Cómo treman las melodías, sobre todo, los sones acompasados de los tamborcitos,
en el frío corazón de la lluvia!...
Es una “fayna”…
En la verde falda, que lame el Utcubamba, se está cultivando un maizal… La
“fayna” sigue, a pesar de la lluviecita… Y en medio del verde esmeralda de la chacra
aparecen, dispersamente, por uno y otro lado, cual grandes manchas de color, los
ponchos y pañuelos polícromos de los indios…
Mujeres y hombres, al son de las tinyas y antaras, van desyerbando la chacra…
Algunos corren, de un lado a otro, dando saltitos, como danzar, pareciéndose al
cóndor cuando insinúa su vuelo.
Sigue la “fayna”, con sus gritos y exclamaciones de placer y con su música de
antaras y de tinyas…
58 Ande y Selva

Siguen trabajando; al mismo tiempo que los que tienen sed beben la chicha,
alzando los cántaros… Además: el “ucho” del almuerzo fue muy castigador; ¡los
labios queman!
Sigue la “fayna” con su bullicio y sus cadencias…
La lluvia ha cesado… Las altas montañas están velándose tenuemente por
cendales de vapor de agua…
El sol está ya oculto, solo apenas despide débiles llamaradas amarillentas, que
se proyectan verticalmente en el cielo, a ras de los cerros, como el resplandor de
un lejano incendio agonizante…
Triste suena ya el canto de los pájaros…
Y, al son de las antaras y tinyas, se van danzando, danzando, los “faynados” a
la casa del patrón, por la verde falda… Se van danzando, danzando, con gritos y
exclamaciones… Las tinyas y antaras suenan con redoblado furor lírico…
La luna nueva alumbra ya el valle… Vagamente brilla su luz a través de los
blanquísimos vapores de agua que siguen levantándose… Bello paisaje presenta la
noche, al par que triste…
El Utcubamba ruge bajo las rocas…
Y se oye lejanamente el alegre son de un tambor… Y gritos… Es en la casa del
patrón… ¡Bailan!... La fayna ha culminado en jarana general…
Sigue sonando el tambor, acompasadamente…
Mas, a eso de bien entrada la noche, se oye un alboroto… Y llantos gemidores
de mujeres…
Dos hombres en el baile han peleado a machetazos, y uno de ellos tiene partido
el cráneo…
Francisco Izquierdo Ríos 59

Puna

S oledad infinita… Solo el viento que silba, que silba, como una serpiente
escondida dentro del extenso y tupido pajonal… Gélido desierto, donde,
como en ninguna otra parte, se tiene la horrible sensación de la soledad…
Solo un gavilán, que en el cielo de azul lánguido vuela, vuela alrededor de
un escueto peñón, a una piedra blanca que despide vívidos reflejos al recibir de
lleno la luz del blanco sol… O una laguna, que recorta su forma de medialuna,
cubierta siempre de un tenue cendal de niebla, en una hoyada, con uno que
otro pato salvaje, con una que otra garza, que respectivamente parecen príncipes
negros o princesas blancas, que estuviesen encantados…
O cruces de tayos sobre montículos de piedra (tumbas de los que murieron
huérfanos de calor, con pálidas florecillas, sin nombre, los bordes, que parecen
unas lágrimas hechas flor…).
De vez en cuando se rompe el silencio con la palabra gruesa de un arriero:
—“¡Ahijuna!, ¡mula grajienta!”— que va tras de su recua con afán…
O bien aparece en el camino desolado la silueta de un viajero, que completamente
embozado en su poncho, como un fantasma, al paso tembloroso de su mula, va,
va…
Puna, inmenso pajonal amarillo, de cielo neurasténico, que rápido se oscurece
en son de tempestad; yo he sentido allí las heladas caricias del gran granizo, el
arrullo del viento, la zarzaganeta del huracán…
Puna tornadiza, con alma de mujer veleta… “En cielo de puna no hay que
creer”… Y con razón.
Puna triste, con uno que otro bosquecillo anémico, donde algún pájaro errante
añora, en cantos melancólicos, la hermosa vida de lugares bellos y alegres…
Puna, donde la luna, sea nueva, o llena, tiene siempre el mismo resplandor de
palidez mortal, palidez de cera, que al contemplarla de lejos nos vuelve pensativos,
60 Ande y Selva

tristes… Que al contemplarla de lejos, nos hace pensar en cosas amargas de la


vida…
Puna, rosario de leyendas trágicas y maravillosas… (Para que no llueva, callados
hay que cruzarla; o sin hablar fuerte… Nos puede ir mal…).
Puna triste, donde las bestias, abandonadas por sus dueños, con las patas
destrozadas, o derrengadas, tiradas de panza junto al sendero, nos miran con sus
ojazos claros, estirados los belfos, como si nos quisieran hablar…
Francisco Izquierdo Ríos 61

El viejo arriero

L a oración… Ya empiezan a brillar los luceros, limpios, después de la lluvia,


encima de los cerros…
Las bestias, allí a lado, en el verde, solo pastan, empapadas de agua, tiritando
de frío…
En el bosque de tayos, bellamente florecido y lloroso de aguacero, opaco
graznido lanza una pava huraña…
Y en la húmeda pascana arde, arde la Kandel, al par que del techo de la choza,
gota a gota, caen rezagos de la lluvia…
Hace un frío que hiela el alma… Pasa un sutil viento… El río, en las piedras y
bajo los árboles, ronca…
Después de haber comido parco fiambre nos calentamos al fuego yo y mi viejo
arriero… Y, ansioso, le digo, insinuado por la hora de belleza y de poesía: “¿Qué
me cuentas, buen viejo?”.
(Y en los ojos del anciano arriero, al mismo tiempo que atiza la candela, veo
reflejos de leyendas.)
“Nací en Molinopampa, patrón, y estos mis ojos ya se han enturbiado solo en
este diablo camino a Moyobamba… Las arrugas de mi cara brotaron en cada viaje
que hice por este pésimo camino del infierno… Y así como mi cara tengo arrugao
el alma; aquí, adentro, pues, patroncito, tengo muchas penas…
”Yo he sido arriero de toda clase de gentes; de gringos muy altazos como los
eucaliptos, y como ellos mudos, que pasaban a Loreto, y de costeños habladores
que venían de subprefectos… Este mi oficio es bueno husmear corazones; he
tenido patrones nobles, de mano suelta, como patrones muy malos, grandísimos
‘puñetes’, que hasta se fijaban en el mísero fiambre…
(Y el viejo arriero, sacando de un talego, va mascando, mascando la agradable coca.)
62 Ande y Selva

”Y en Pishcohuañuna, muchas veces, a los ‘munchas’ palúdicos los he visto


pelar el ojo, y los cubrí con ramas, y los cubrí con piedras; y, como hombre bueno,
patrón, les he colocado una cruz de tayo siquiera… ¿Cómo llorarán las mamas
de estos buenos muchachos, que salen de sus casas, patrón, a buscar fortuna,
y encuentran en un cerro disierto y frío pobre tumba… Y una noche también,
patrón, ¿no pue dormí con el muerto?; ¡Santo Dios!, ¡no sé qué se hace mi cuerpo
cuando me acuerdo!... Llegué a ‘Ventilla’ una noche lluviosa; llovía juasú Dio, y
todo estaba oscuro, oscuro… Solté a las bestias, después de descargarlas para que
se rebuscasen en el pequeño pasto, y, sin ánimo para nada, ni para hacer candela,
mascando solo un poco de cancha, tendí las jergas sobre un montón de paja seca
que había en la choza, y, tapándome con mi poncho, me acosté, durmiendo, como
es natural, inmediatamente, cansado como estaba… ¡quién te diría, patrón, que al
‘manecer’, cuando me levantaba —¡Santo Dios, se eriza mi cuerpo!— veo a mi lado
un cadáver medio tapado con las pajas; sus pies estaban apareciendo, lo mismo
sus manos y su cabeza… Me quedé partío!... Mi compañero de la noche había sido
un muerto!... ¡Taititu!... Recé, patroncito, hincándome lao del muerto, y después,
haciendo cargar rápidamente a mis bestias, empecé a subir hacia la puna… ¡Así es
la vida, patrón!... ¡Qué se va hacer, pue!... En cualquier parte uno se muere cuando
es la hora; y nadie muere en la víspera… ese pobre que murió era un ‘muncha’,
que había sufrido, seguramente, una terrible tempestad en la puna…
”Desde que fui niño trajino estos senderos… ¡Si supieras, mi patrón, lo que he
visto de arriero!... Pero, antes un cigarro, patrón, saborear quiero, que siguiendo la
‘armada’ te contaré un ‘algo’…
(Y el anciano arriero enciende el cigarrillo con un tizón de la candela, que llena
de humo su cara.)
”En un frío ‘manecer’, como todos los de la Sierra, cuando piaban los pajarillos
y brillaba aún la luna, fui a buscar las bestias, dejando en la cueva que nos sirvió
de posada a mi patrón, bien cubierto de sábanas y frezadas… Busqué los animales
en todos los bosquecillos, en todas las laderas, y no pude dar con ellos, a pesar de
que las trancas que hice para seguridad estaban conforme… Iba ya a regresarme
completamente desconsolado, cuando oí gaznar una mula en un hondo barranco
cubierto de palmeras, que había allí cerca, y que nunca, por nunca, iba a crecer
que allí estuvieran las bestias… El barranco era profundo y cubierto, como digo,
de bosque espeso… Me dirigí al sitio, y una sorpresa grande me esperaba; bien
abaaajo, en el fondo, estaban las bestias, amarradas unas a otras, de las colas…
¡Santo Dios!... ¡El duende, patrón, el duende!... Después de rezar y rogar a Dios
con todo mi corazón para que me ayudara, llevando en la mano una cruz que
formé de ramas, bajé, con padecimiento y por mil rodeos, al fondo del abismo, las
bestias desaté, y de una en una, padeciendo, las hice subir… ¡El duende, patrón,
el duende!
”Diún rato, felizmente cuando estaba ya encima del barranco, oí que dentro de
las palmeras, bien abajo, se reía burlescamente el enemigo… ¡Taititu!... ¡Mi cuerpo
se hizo grueso y mis cabellos se pararon de punta!... Haciendo uso de todo mi
valor, corrí hacia la cueva, arreando a las bestias…
Francisco Izquierdo Ríos 63

Hay que tener cuidao en estos diablos caminos de los horribles duendes, que
viven en los cerros o bien bajo la tierra…
”Usté habrá oído unos ruidos adentro, como de agua que brota, sobre todo,
en momentos de aguacero; son los duendes, patrón, los duendes maldecidos que
celebran en sus casas ‘suterranías’ sus fiestas, con loco bullicio… ¡Si, patrón, tú
supieras lo que en las haciendas o en los grandes pastales de las cumbres, los dueños
a sus ganados, a veces, los encuentran colgados de sus rabos, con las patas arriba
y las cabezas abajo, de las peñas elevadas…Patrón, ¡quién creyera! que, a veces, de
las ramas más débiles de los árboles; así como también; en algunos ‘maneceres’,
completamente piezados de sus colas unos con otros, y con sus cuerpos tisha,
tisha… ¡El duende, patrón, el duende se burla así de la gente!... ¿El maldiciado
hasta criaturas, no pue, se roba, patrón?; las lleva lejus, lejus y las deja después…
”Y hay cuevas también en los cerros, patrón, donde el enemigo se burla de
nosotros, los cristianos, cuando pasamos por lado de ellas, que todo nos remeda;
si silbamos también silba, también canta si cantamos, si nos reímos también se
ríe… Nos tira piedras, con ramas, y hasta con isma de pájaros, patrón… Por eso,
ya nosotros, al pasar por esos sitios le damos la contra que nos enseñó el taita
cura; rezamos el padrenuestro y la santa cruz hacemos, así, con nuestros dedos…
O, si no, le damos miedo golpeando nuestros puñales en las piedras, hasta sacar
candela…
”Y, patrón, en las noches unos gritos habrás oído, como de alguien que arrea…
Es el alma, patrón, de algún arriero muerto…
”¡Uf! ¡Amarga la coca, taititu!... ¡Mala señal!... Seguro que mañana otra vez nos
va a llover”.
El río, bajo los árboles, como un ebrio, ronca… Hace un frío que hiela el alma…
Y la luna, con su luz blanca, blanca, ya la cordillera baña…


64 Ande y Selva

SELVA

La paloma

¿ Será cierto que los animales conocen lo que nos va a pasar?


¿Será cierto que nos avisan algún suceso feliz o una fatalidad?
¿Y por qué no?
Posiblemente para sus ojos escrutadores no hay sendales de misterio.
En la tarde de un jueves de no sé qué año, en el rumoroso valle de mi infancia,
mi madre, sentada en el corredor del patio, remendaba nuestra ropa… Y yo, sentado
a su lado, jugaba con carrizos… ¡Qué hermosa era la tarde morena, adornada de
claveles y jazmines!...
Un loco viento hacía piruetas en las ramas de los altos zapotes. El viento
también juega a veces como un niño…
…¿No habéis visto cómo, de repente, hace remolinos de hojas secas y de polvo
en las desiertas plazoletas o en las calles, elevándose así hasta bien arriba, y luego
desaparece?...
¿No habéis visto cómo, a veces, dándole vueltas y vueltas, se lleva el sombrero
de algún transeúnte hacia el espacio azul?... El viejo viento, pues, juega a veces
como un niño…
Estábamos sentados así en el corredor, cuando, de pronto, como un pañuelo
que cae en el aire, vino una blanca paloma salvaje a sentarse en la falda de mi
madre… Mansita se acurrucó en la falda, como si fuera en el blando nido.
—¡Santo Dios! — exclamó, toda pálida, como levantarse, mi madre.
Yo la miré, lleno de asombro…
Estaba muy demudada.
—Hijito, algo nos va a pasar —y rompió en un mar de sollozos.
—Algo, hijito, —repetía, tapándose los ojos con las manos.
Francisco Izquierdo Ríos 65

—¡La paloma!… ¡La paloma! —profería, señalando a esta, que permanecía


acurrucada en el suelo, a donde la había arrojado con nerviosa violencia.
Yo agarré la paloma, le corté las alas y, amarrándola de una patita, empecé a jugar
con ella. Varios días constituyó la base de mis juegos; la hacía andar por el espeso
jardín, por los corredores, por el balcón… Hasta que, en uno de esos amaneceres,
desapareció misteriosamente; no la encontramos en ningún rincón de la casa.
Y no pasó una semana, cuando un viajero nos entregó una carta enlutada. Mi
abuela, la madre de mi madre, había muerto en un lejano pueblo del Huallaga…
Cuando alguien preguntaba a mi madre si había tenido algún aviso agorero
para esa fatalidad, contaba ella lo de la paloma.
—¡La paloma! —afirmaba mi madre, y rompía en un mar de sollozos—. ¡La
paloma!...
¿Será cierto que los animales saben lo que nos va a pasar?
¿Será cierto que nos avisan algún suceso feliz o una fatalidad?
¿Y por qué no?
Posiblemente para los claros ojos de estos habitantes de los árboles no hay
caudales de misterio.
66 Ande y Selva

La lechuza

A medianoche sería que nos despertamos ante un extraño ruido, como


rumor de alas… ¿Y qué vimos?... Una hermosa lechuza, desde una viga,
nos miraba con sus grandes ojazos húmedos; entraría, seguramente, al
dormitorio, por la puerta abierta, al atardecer… ¡Horror! Y nada más.
Nos paralizó el miedo.
Bien conocíamos lo que significaba la presencia de esa ave agorera en nuestro
dormitorio… ¡Y mi padre estaba ausente!... sombríos presentimientos cruzaban
por nuestros espíritus, estremeciéndonos…
Luego empezamos a cazarla. Mi madre con el palo de la escoba… El ave
volaba y revolaba por encima, con sonoro ruido de alas, en desesperado afán de
escaparse… Hasta que mi madre, en su angustiosa inquietud, logró alcanzarle un
golpe terrible, tumbándola al suelo; la lechuza, en el exterior de la agonía, cuyo
abundante plumaje tenía sutiles estremecimientos, nos miraba con sus grandes
ojazos húmedos, como suplicándonos que no la matáramos… Pero, mi madre,
implacable por el miedo que la dominaba, le asestó otro garrotazo, arrojándola
luego a la calle: el golpe seco de la caída resonó trágicamente en el espeso silencio
de la noche…
Y desde ese momento no dormimos. Amanecimos sentados en la cama a la
débil luz de la lámpara. Un extraño terror nos impedía cerrar los párpados.
Francisco Izquierdo Ríos 67

Los paucares

E l alto y corpulento almendro que se yergue enfrente de la choza de la


hacienda está poblado de grandes nidos oblongos y grises; de todas sus
ramas cuelgan los nidos… Parece así un extraño árbol de Navidad en medio
del paisaje.
Los alegres paucares han construido allí sus nidos pintorescos como
cucuruchos. Y siempre ellos cuelgan sus nidos en los árboles de las haciendas o,
a veces, también en los de los mismos pueblos; siguen y acompañan a las gentes
de la Selva, no les gusta la soledad. Son, pues, amigos del hombre, a quien dan
bellos instantes de alegría con sus cantos y con la rara habilidad que poseen de
imitar los gritos y cantos de los otros animales; esta habilidad maravillosa va hasta
a imitar el lloro de las criaturas, las voces de las mujeres para espantar gallinas o
chanchos, el silbo de los mozos, y hasta repetir algunas palabras que oyeron…
constituyen la delicia de los niños, así como también de los adultos… ¡Cuántas
veces, el chacarero que vuelve cansado de la faena diaria, al atardecer, se acuesta
en el pasto de la hacienda a escuchar a estos pájaros!... ¡Cuántas veces los niños,
sobre todo en las frescas mañanas, sentados bajo el corpulento almendro, oyen,
arrobados, sus cantos, y, asombrados, sus maravillosas imitaciones fonéticas!
—¡Shooo…! ¡Shoooo…!
—¡Cuchiii…! ¡Cuchiii…!
Se oye en el almendro. Son los paucares que están imitando el modo como
espantan las mujeres a sus gallinas y chanchos.
—¡Gua… Guaaaa… Guaaaaa!
—¡Ja, ja, jaaaaa…! ¡Ja, ja, jaaaaa…!
Los paucares están remedando el ladrido del perro y la carcajada del hombre.
Estos pájaros cantan casi todo el día, del amanecer al atardecer, saltando en
las ramas... (Una orquestación de cantos es el almendro, sobre todo, al rayar el
68 Ande y Selva

alba y al ocultarse el sol…). Pero hay momentos en que se internan en la Selva en


busca de alimentos para ellos y para sus polluelos, quedando en consecuencia,
silencioso el árbol, solo con sus grises nidos oblongos, donde, sin embargo, palpita
la vida, pues son como preciosos cofres que avaramente guardan millares de crías
y de huevos… Con todo, el árbol no queda completamente abandonado; dentro
del ramaje, escondidos, hay varios centinelas encargados de cuidar el prolífico
hogar, que permanecen callados, pero alertas, con los ojos avizores…
De pronto, se desliza una sombra en el ambiente, la sombra de un ave… Un
tucán, el ave de pico gigantesco y de plumaje multicolor, que, por su pico grande,
casualmente, toma el agua de las quebradas, arrojándola, primero, hacia arriba y
esperándola, luego, con el pico abierto, o, si no, el agua de las lluvias, que le resulta
más fácil, por lo que siempre se le oye cantar en tono lastimero en la selva; y las
gentes dicen que así suplica a Dios para que haga llover; que ha estado aguaitando
desde un árbol del bosque próximo y que, siendo el ogro de los paucares, ha
volado al almendro con el fin de comerse los polluelos de aquellos… Los paucares-
centinelas, en el acto, subiéndose a las ramas más altas, lanzan chillidos agudos,
avisan a sus compañeros lejanos que hay peligro en el árbol-hogar, que el ogro
está allí… Ante este aviso angustiosos, los paucares ausentes, emitiendo chillidos
desaforados, vienen de distintas partes de la Selva y rodean al tucán, al que, siempre
gritando, como si lo insultaran, empiezan a picotearlo; defienden el derecho de su
hogar y a la vida, con toda la energía del caso. El tucán, que ha estado padeciendo
en comerse un polluelo —pues, para esto tenía que sacarlo primero del nido y
arrojarlo todavía hacia arriba y esperarlo con el picazo abierto—, no tiene otro
remedio que escapar, siendo perseguido hasta gran distancia por una nube de
paucares, a través de la clara ruta del cielo…
Francisco Izquierdo Ríos 69

El poema de las naranjas

¡ Qué hermosas, qué ufanas, las huertas tropicales, en las claras mañanas, con
sus verdes naranjales!
Como rostros de oro, por entre el bosque de hojas y de ramas de los troncos
no muy altos, asoman las naranjas; como rostros de niñas, que al fúlgido beso
del sol mucho más se encendieran, se tiñeran de rubor… Rubias abejas golosas
revolotean con placer junto a ellas, ansiosas de sus caricias de miel, así como bandas
de mariposas de múltiples colores, mientras que algunos pajarillos, escondidos en
el ramaje, tañen en su loor sus dulces caramillos…
¡Qué hermosas, qué ufanas, las huertas tropicales, en las claras mañanas, con
sus verdes naranjales!...
Naranjas encendidas como el clavel, naranjas dulces como la miel… naranjas de
mi tierra tropical, regios goces nos brindan, a la hora del calor, con su pulpa sabrosa,
cuando fuerte quema el sol… ¡Fruta de dioses, deliciosa!...
En las noches oscuras, profundas, pero de luceros brillantes; la brisa roba
aromas a los grandes naranjales, y loca y traviesa los desparrama en calles, patios,
huertas y casas…
¡Y qué bellos parecen los naranjales dormidos en las noches de luna, de silencios
infinitos!...
—Niño, hazme el favor de vender tus naranjas.
—No se vende, señor… Coja Ud. en la pampa.
Y el viajero cansado, el viajero sediento, coge del verde naranjo las frutas, con un
palo.
El sol está furioso, quema como candela... ¡Poblada de naranjos es un jardín la
aldea!
El viajero, con ansia, gusta la fruta deliciosa, así como guarda otras en su azulada
alforja…
70 Ande y Selva

Las naranjas, caídas por sazonía junto a los troncos, con las chatas cabezas al
cielo y húmedos los ojos de placer, paladean las vacas…
Al sol de mediodía, desde lejos la aldea, con naranjas amarillas, parece un
fantástico jardín de oro…
Y el viajero, alegre, se interna en la selva, llevando en sus ojos el deslumbrante
paisaje de esta tierra…
Francisco Izquierdo Ríos 71

Las ciruelas

L a lluvia canta, canta sus tristezas, acompañada por el viento, en los


oscuros ramajes de la huerta; la lluvia sabe de músicas maravillosas, de
melodías desconocidas, dulces, tiernas, melancólicas, etéreas, que en el
corazón despiertan azules anhelos imposibles, ansias infinitas, que hacen señas
en lejanas cosas irreales, en paisajes fantásticos… ¿No habéis oído llorar a la
lluvia, como una viuda desconsolada, en los tejados, a altas horas de la noche?...
¿No os habéis dormido, alguna vez, en una chacra de la Selva o en la choza de
un camino, a su dulce y cadencioso arrullo?... Yo no sé por qué siempre que oigo
cantar a la lluvia siento en mi alma abrirse el capullo de un poema de nostalgias
incomprensibles… Siempre que oigo caer la lluvia, al vaivén de su música inefable,
me hundo en el mar de ensueño, y creo, entonces, en la existencia real de las
hadas, de los gnomos y de los ángeles… ¡Oh, el arrullo del aguacero!... ¡Oh, la
canción de la lluvia tropical!...
Cae, cae en el aguacero… Canta, canta el aguacero en los oscuros ramajes de
la huerta, acompañado por el viento; y hay un temblor infinito de hojas y del
difrute de un bailoteo dionisiaco de sapos bajo los árboles así como bajo las flores
del espeso jardín del patio… Canta, canta, el aguacero en la huerta, en el tejado,
en el jardín… Canta…
Desde el balcón de la casa, que da a la huerta, una niña vestida de blanco,
arrimada de codos a la balaustrada, mira caer la lluvia, y, seguramente, sueña be-
llas cosas ante su arrullo… ¡Qué hermosa niña!... Parece una visión fantástica, un
hada, un ángel, una flor, un nocturno girón de nube, una alba paloma. Con los
ojos medio dormidos contempla el paisaje; sus bucles rubios, en gracioso desor-
den, caen sobre su nuca de alabastro. Sus manos son como dos lirios…
Pasó la lluvia… el cielo se abre, se aclara con rapidez…
Un diluvio de luz solar cae a la tierra…
72 Ande y Selva

La niña, despertando en las gradas del escalón suaves ruidos, baja corriendo…
Se va a la huerta a juntar las ciruelas que cayeron al beso de la lluvia; han quedado
estas frutas desparramadas en el suelo húmedo, como joyas preciosas… La niña
junta, dentro de los árboles verde oscuros e iluminados de gotas, la deliciosa fruta
roja, de bermellón encendido, como la púdica corola de sus labios…
Francisco Izquierdo Ríos 73

El Chullachaqui

¡ Oh, el “Chullachaqui”!, el diablo de pies desiguales y proteico, que se transforma,


de un momento a otro, en gente, en árbol, en ave, en arroyo o en perro, dentro
de las verdes soledades de la Selva inmensa, y asusta a los caminantes o rapta,
con engaños, a los niños que andan solos, o que así se quedan en los trapiches o en
las chozas de las chacras, como también a los adultos… Aparece, por lo general, en
la persona de un pariente (de una madre, de un padre, de un tío, etc.), o, a veces,
también en la de un amigo, e invita amablemente, con algún hábil y oportuno
pretexto, a seguirle por la Selva, hasta que, después de haber caminado regular
distancia, dentro del silencio y desamparo de aquella, se revela tal como es, y deja
amarrada a su víctima, si es adulto, en una “tangarana”, el árbol de millares de
hormigas rojas y feroces, y si es niño lo sube a uno de los árboles gigantescos, donde
lo deja oculto en el frondoso ramaje… A veces también, en uno de esos soledosos
caminos, aparece ante algún niño como una linda gallina blanca con hermosos
pollitos, que este, entusiasmado por agarrarlos, los sigue, bosque adentro, siendo,
desde luego, víctima de un fatal desengaño… ¡Cuántas leyendas terroríficas se
cuentan al respecto!... ¡Cuántos relatos espeluznantes que estremecen el alma y el
cuerpo!... ¡Cuántas veces se oye decir que se han encontrado niños raptados por el
Chullachaqui en los altos ramajes de los árboles con los rostros desfigurados por
terribles rasguños, ya sin habla, mudos!
Los indios “cargueros”, que conducen viajeros por la Selva, creen descubrir las
huellas de sus pies desiguales en el lodo de los caminos, y sienten gran terror o
piensan oír, sobre todo, en los momentos de lluvia, el rumor de las conversaciones
de estos seres fantásticos en las aletas de los sombríos renacos de los senderos…
¡Cuántas veces en mi lejana infancia he oído decir a las gentes de mi ciudad
que aun en los renacos de los solares de esta viven los chullachaquis, cuyas
conversaciones son percibidas en los momentos de tempestad y en los misteriosos
anocheceres!
74 Ande y Selva

—Bulla, bulla. Conversan los chullachaquis en los renacos, —oía decir


siempre.
***
Una viejecita eximia relatadora de cuentos de Selva era mi tía Orgía. (Yo no
sé por qué la bautizaron con el curioso nombre de Orgía; fue en su juventud
y seguía siendo, desde luego con mayor razón, todo lo contrario que indicaba
su nombre: austera y recatada; además tenía la fatalidad de ser cieguecita, pues,
como ella misma contaba, cuando era muchacha y estaba yendo por un camino
estrecho de la Selva, una rama le golpeó los ojos…). Siempre sus sobrinos y a veces
también algunos niños del vecindario, en los gloriosos atardeceres tropicales, nos
reuníamos a oír maravillosos cuentos de Selva de sus labios, sentados en el patio
de su casa sobre un ancho cuero de vaca, así como en las blancas noches de luna,
perfumadas por las flores y frutos de los árboles de las huertas…
***
—Una vez tu abuelo —me decía la viejecita— estaba “mansionando” en la chacra.
Cultivando el platanal. Y al atardecer de uno de esos días, después de una ruda labor,
tuvo deseos de comer caimitos… Y al lado, no más, de la chacra, por el camino en
medio de un verde “shapumbal”, habían muchos árboles de esa fruta deliciosa…
Tu abuelo se dirigió a este sitio, subió a uno de los árboles y, perdido dentro del
abundante ramaje, estaba comiendo las frutas…
La tarde era bonita, pero muy silenciosa; el sol moribundo hacía brillar como
piedras preciosas a los caimitos amarillos, que colgaban de las ramas…
“Compadre Nico… Compadre Nico…”.
De pronto oyó tu abuelo que le llamaban… Intrigado el viejecito de que le
llamaran en esa hora silenciosa, y todavía tratándole de compadre, separando las
ramas, miró abajo y vio a un hombre cerca al árbol de caimito, semioculto en la
verde “shapumba”.
“¿Quién eres?”, gritó entonces.
“Yo, compadre Nico… Tu compadre Danois”, respondió el otro, esquivando
mirarle de frente.
“¿Mi compadre Danois? ¿Y de dónde vienes, compadre?” — siguió preguntando
tu abuelo, con desconfianza.
“De mi chacra, compadre”, contestó aquel.
Tu abuelo tenía desconfianza porque don Danois, su compadre, no hacía
mucho que había bajado por el río a Iquitos, llevando cargas de algodón; y no
era tiempo todavía para que hubiese regresado… Y pensó, en el acto, que el tal
compadre no era otro que el Chullachaqui, que trataba de burlarse de él.
“No me tientes, Satanás” gritó entonces tu abuelo, “Tú no eres mi compadre
Danois; eres el Chullachaqui… Mi compadre estará recién en Iquitos… Hoy vas
a ver, maldiciado… ¡Espera para que conozcas el filo de mi machete! Espera…
espera…”.
Francisco Izquierdo Ríos 75

Tu abuelo empezó a bajar del árbol, machete en mano, y profiriendo amenazas…


En esos momentos no hay más que hacer uso de todo nuestro valor; de lo contrario
uno está perdido… El Chullachaqui, ante todo, nos tienta, nos pulsa el ánimo…
No hay que ser cobardes, pues…
El fingido compadre había desaparecido misteriosamente, dejando en el
ambiente un fuerte olor a chivo… No había duda: era el Chullachaqui… ¡Allí estaba
flotando en el aire su olor característico y todo el camino, aún el platanal mismo,
estaba lleno de ese denso olor a chivo…!
Cuando llegó la noche, una linda noche con millares de estrellas, tu abuelo
subió a dormir en el terrado de la choza que se levantaba en medio de la chacra…
Y, en el preciso instante en que se acostaba en su estrado, resonó una extraña
carcajada en el bosque, que estremeció a todo el platanal. ¡Era el Chullachaqui!...
Felizmente tu abuelo era un hombre sin miedo y tenía confianza, sobre todo, en
Dios; se levantó y, desde la escalera de la choza, con dirección al bosque oscuro,
gritó con todas sus fuerzas:
“¡En nombre de Dios, espíritu del Infierno, te digo que te alejes!...”.
Después, un silencio profundo envolvió el ambiente, que era turbado
únicamente en momentos por el canto de algunas aves nocturnas…
***
—En una noche de luna, clara como agua de arroyo, don Pascual iba de Saposoa
a Sacanche, montado en buen caballo. Este don Pascual era hombre valiente, no
tenía miedo al diablo ni al tunchi; y siempre le placía viajar en las noches de
luna —nos relataba la viejecita—. Iba por el camino silencioso, pero iluminado
de luna, cuando en la cumbre misma del pequeño cerro de “Polopunta”, que es
un sitio “pesado”, salió un hombre del bosque, hablando palabras ininteligibles
y gangosas, con el decidido propósito de empuñar de la brida al caballo de don
Pascual; el caballo como era natural, se asustó, dio un tremendo salto y por poco
casi derriba a su jinete…
Don Pascual, sin amedrentarse, hincó las espuelas en los ijares del animal,
al mismo tiempo que le propinaba fuertes riendazos, consiguiendo atropellar
al fantasma, el que, conociendo el temple valeroso del jinete, no hizo más que
adelantarse y seguir por el camino, a cierta distancia de don Pascual, hablando
siempre palabras incomprensibles y gangosas; don Pascual, sin miedo alguno, iba
tras él, espoleando su caballo, que resoplaba asustado… Hasta que al llegar a la
orilla del riachuelo de Sacanche, desde donde se divisan las casitas del pueblo de
este mismo nombre, y cuando ya la bella luz del amanecer temblaba encima de la
Selva, desapareció el fantasma como humo… ¡Era el Chullachaqui!
El pequeño cerro de Polopunta en este camino de Saposoa a Sacanche, es muy
“pesado”. Siempre el Chullachaqui asusta a los viajeros en ese sitio; siempre se
les aparece en alguna forma… En una ocasión, don Olegario, que iba también en
una hermosa noche de luna por ese camino, cuando estaba por comenzar a subir
el cerro, vio que desde la cumbre bajaban peleando dos perrazos negros, de ojos
brillantes, como carbones encendidos… ¡Santo Dios!...
76 Ande y Selva

Don Olegario sacó su machete y, sin atemorizarse, siguió adelante; cuando ya


los animales estaban junto a él se abalanzó contra ellos para cortarlos, pero en ese
mismo instante desaparecieron, dejando un fuerte olor a azufre y chivo… Luego
don Olegario oyó silbidos, cantos, tosidos y hachazos en el bosque. Una bulla
infernal y disparatada… ¡Era el Chullachaqui!
Como les digo, hijos—exclamaba la viejecita, en esos momentos— valor, valor,
no más…
¡Cuántos han sido encontrados muertos en los caminos, con las bocas llena de
espuma! ¡Murieron de miedo!
***
—En una ocasión —nos decía la viejecita— un hijo mató a su padre en el
bosque, porque lo confundió con el Chullachaqui. Iban a buscar sus chanchos,
que hacía tiempo se habían remontado de la hacienda… (En la región de la Selva
frecuentemente se remontaban los chanchos, sobre todo en la época de los frutos
silvestres, como en la de agradables “yanchamas”, y no regresan más a sus corrales
o a las casas de sus dueños, volviéndose salvajes; entonces aquellos que han
sobrado a la voracidad del tigre son cazados, como zahinos o huanganas, a bala,
por sus dueños, dentro de la inmensidad del bosque).
“Vete tú por acá y yo por este lado. Nos encontramos junto a la quebrada”,
dijo el padre a su hijo, al entrar al bosque. “Pero, ten mucho cuidado; no vaya a
engañarte el Chullachaqui… Ya tú sabes, puede aparecer como yo; o como cual-
quiera de nuestros parientes… Le das a machetazos, si se te aparece… No tengas
miedo…”.
Después entraron los dos a la Selva inmensa, por distintos caminos, con el fin
de encontrarse a las orillas de una quebrada que corría en el fondo de aquella, y
que era por ambos conocida.
El muchacho iba por el bosque con cierto recelo y miedo, pensando en el
Chullachaqui y en los consejos que le había dado su padre… Ante cualquier ruido
se sobresaltaba… Más, todavía, cuando oyó reírse a la fatídica chicua en el ramaje
de un árbol alto.
En uno de esos sitios, su padre, que había cambiado de parecer, repentinamente
se le apareció… Venía en busca de él con el objeto de seguir otro rumbo en sus
pesquisas… El muchacho se quedó mirándolo, atónito, asustado…
“No temas”, le dijo entonces aquel, “Soy tu padre… Vamos por aquí; por
este sitio creo que estarán los chanchos”, como que siguió caminando en esa
dirección.
“Tú no eres mi padre”, gritó de pronto el muchacho, “Eres el Chullachaqui. Me
quieres engañar”; y, corriendo, alcanzó a su padre y le asestó un terrible machetazo
en la nuca.
El pobre hombre cayó instantáneamente muerto. El muchacho volvió corriendo
a la hacienda; había muerto a su padre, confundiéndole con el Chullachaqui…
Francisco Izquierdo Ríos 77

Por eso, hijos míos —decía la viejecita—, hay que fijarse primero en el pie
derecho de alguna gente que se encuentre en los caminos, pues cuando el
Chullachaqui se transforma en gente siempre tiene una imperfección: la de su pie
derecho, que es mucho más pequeño que el izquierdo. Pero el condenado trata
siempre de ocultar este pie en alguna forma…
***
Bellas florecillas del camino, cerrad vuestras corolas delicadas; pajarillos, que
alegres cantáis en los verdes ramajes, cesad vuestros cantos; fuentecillas, que
murmuráis bajo los árboles, callad vuestros murmullos; vientecillos, que jugáis
en las frondas, cesad vuestros distraídos juegos… ¿No sentís que la tarde se vuelve
pesada? ¿No os dais cuenta de que el sol se vela de nubes? ¿No sentís un fuerte olor
a chivo en el ambiente? El Chullachaqui pasa en este momento… Viene cojeando,
cojeando por el camino…
78 Ande y Selva

Deslumbramiento

H abía llovido en una forma tempestuosa en la ciudad… La tierra exhalaba


vahos cálidos y olorosos.
De los bosques cercanos se elevaban tenues vapores; en los árboles frutales
de las huertas, en sus hojas y en sus frutos, como cristales maravillosos, temblaban
millares de gotas del aguacero ido, que los pájaros salvajes de deslumbrante
policromía, en su pánica alegría y en el lírico alborozo de su canto, derribaban
como en una nueva lluvia misteriosa… Las huertas eran un loco espejeo de
colores, así como una loca algarabía de cantos… El sol, a medida que el cielo se
limpiaba, iba alumbrando con todo su vigor, con toda su fuerza esplendorosa…
El inmenso río, que corre por el flanco oriental de la ciudad y por en medio de la
Selva intrincada, hacía escuchar la sonora canción de su alegría salvaje… Hasta los
ínfimos gusanos se arrastraban por el suelo y por los troncos, radiantes de placer,
de euforia, mientras que los peces voladores, que habían cruzado el espacio a través
de la lluvia espesa, temblaban y aleteaban, sin esperanza, en el suelo húmedo y
en los tejados…
Abrí la puerta de mi casa, que cerramos ante la tempestad, y miré a la calle…
Al frente, en la casa vecina, parada en la puerta, estaba una linda muchacha,
contemplando el espectáculo maravilloso de la naturaleza después del aguacero…
El flechazo de una emoción violenta, inesperada, misteriosa, me hizo quedar
extático ante esa mujer… La contemplaba con arrobamiento… Me parecía, en
medio del paisaje fastuosa gloria tropical, que ella, que esa mujer —¡la mujer!— era
la obra más bella que la creación resumía, en ese momento, en su divino cuerpo,
en sus divinos ojos, toda la excelsa poesía del cielo y de los campos…
Y sentí, a partir de ese instante supremo, una misteriosa transformación en
mí, pues yo era un niño todavía…
Francisco Izquierdo Ríos 79

El tunchi

U na radiosa luna llena alumbraba los negros dominios de la noche. Intenso


olor a flores de guabos desparramaba un suave vientecillo por todas partes;
era, pues, la época en que todos estos árboles frutales habían florecido en
el bosque.
El rumor del río cercano llenaba el ambiente.
El trabajo de molienda de caña en el día había sido muy rudo; por eso, los
peones, en el espacio libre y arenoso que se abría frente al trapiche, después de
haberse bañado al atardecer en el río, descansaban echados en esteras de palma,
conversando en voz alta sobre las mil incidencias de su vida de trabajadores.
Yo era aún niño; estaba recostado en la falda de mi madre, que se encontraba
sentada en el corredor, junto a uno de los horcones de la casa de trapiche. Mis ojos
hallaban sumo deleite en los fantásticos paisajes diseñados por la luz lunar en la
inmensa fronda del bosque y en nuestro alrededor.
Las pailas de caldo o caña arrojaban densos vapores desde los fogones
encendidos, rojos, llameantes… Estaba cocinándose el caldo de caña para hacer
chancaca… Unos cuantos peones estaban encargados de cuidar las pailas hasta
buena hora, sacar la espesa cachaza con las espumaderas, e ir poniendo la ceba…
Sus caras brillaban con reflejos diabólicos ante las llamas de los fogones.
La calma de la noche era turbada por el vientecillo juguetón que pasaba ha-
ciendo ruido en los ramajes de los árboles, en el cañaveral, y desparramando aro-
mas de las flores de guabo, así como por el bronco rumor del río cercano y el canto
lejano de una que otra ave nocturna.
De pronto, los peones callaron.
—¿Oyen?... —preguntó taita Juandela, medio levantándose, arrimándose de
codos sobre la estera.
Los otros, en voz baja, contestaron afirmativamente, y trataron de oír más, en
igual postura que taita Juandela.
80 Ande y Selva

—El Tunchi… Taita Diosito… Alguien va morir…


—Quén sabe uno de nosotros así, hom…
—Capaz, hom… Capaz uno de nosotros estamos hediendo a muerto, ya,
hom…
—¿Oyen…? —volvió a decir otro de ellos—. Más cerca está silbando ya… No sé
qué s’ase mi cuerpo, hom… S’estremez…
—Por orilla río es… Cerquita, hom…
—Alguen sabrá augado así, hom… Y su alma baja llorando por las aguas…
—Bah, ya s’sisu chunlla, hom… Nos ha sentío segur…
—Ha callao en el puerto… Segur va pasar puaquí… Vamos ahuaitarló…
—A ver, callen pue —ordenó taita Juandela.
Yo temblaba de miedo en el regazo de mi madre; de miedo horroroso. Y mi
madre, como tratando de calmarse, me abrazaba fuertemente.
—Ya ven, ya ven… Pasó y —dijo, de un rato, aquel que había afirmado que así
lo haría el Tunchi —y está silbando ya por lao de la cuesta, camino del pueblo…
Más oigannn…
—Verdadmente, hom…
—Habrá pasao por el bosque…
—Capaz por nuestro ladito, hom, viendonós… Puesto es alma, hom, puede
pasar por nuestro lao, sin que la veamos nosotros…
—¿Ha oído usté, doña Silvia? —preguntó, de repente, taita Juandela a mi
madre.
—Sí, taita Juandela… Pero ya estará lejos —contestó mi madre, como tratando
siempre de calmar mi inquietud.
—Alguien va morir estos días, doña Silvia… Quén sabe algún de nosotros,
así… M’acordará usté —sentenció taita Juandela, como que se puso a seguir
conversando con los otros.
Yo y mi madre preferimos quedarnos a oír la fantástica charla de los peones,
que ir a dormir en el cuarto contiguo al trapiche, por el miedo que nos dominaba
en ese momento.
—Una noche —decía taita Juandela— yo mansionaba solito en la hacienda
de taita Alfredo; m’abía quedao solito a cuidar los animales… La noche era clara
com’aura, con luna, bella com’aura… Yo estaba remendando mi pantalón en el
terrao de la choza junto a la luz de mi “churo” de aceite, cuando oigo que los perros
aullan en el pasto, tan triste, tan triste, como si lloraran… Los ganados, caballos,
vacas y chanchos, venían corriendo, asustados y soplando las trompas, como a
buscar amparo, a los corredores de la casa… Las gallinas, que dormían en los “remes”
frondosos de junto al cerco de la huerta de plátanos, gritaban de modo extraño y
aleteaban espantadas… Los perros seguían aúlla y aúlla; corrían gimiendo a la casa,
Francisco Izquierdo Ríos 81

luego regresaban al pasto aullando; en ese ir y venir estaban, como si alguien les
espantara… Yo inmediatamente pensé que era el tunchi… Felizmente ya no tengo
miedo; aprendido ya no tener miedo, hom… Desde el borde del terrao miraba el
pasto, cuando veo un bulto que caminaba río arriba, por lao de las grandes piedras
blancas de la orilla, alzando las manos, como s’iría pidiendo perdón, y llorando
amargamente… Clarito l’oí llorar, hom… ¡Taititu!... Mi cuerpo se volvió grueso y
pesado por un momento; tenido miedo, pué, un momentito… ¿Y quén nó, cuando
oye llorar al tunchi?... El bulto se perdió por arriba del río, siempre llorando y alzando
las manos con desesperación… Los perros no se atrevieron a seguirle, se quedaron
aullando en el pasto y en esa dirección... Seguramente era un alma en pena.
Después cobijó profundo silencio a la hacienda… Yo visto, pué, cada rato el
tunchi; l’oido silbar, llorar a cada rato… Tantísimos años ya, pues, que yo llevo
andando por estos bosques del Señor; en tantos años se ve muchas cosas, hom…
Hasta al jodío errante, hom… —así concluyó su pequeño relato taita Juandela.
—Yo vuelía oido silbar y llorar al tunchi, pero nunca l’e visto, hom —exclamó
uno de los peones más jóvenes—. En mi algodonal casi todas las noches l’oigo
llorar por el camino… Triste llora, hom… Tristée…
—Cuando augado don Lluni, mi vecino, tarde la noche, en mi calle, oído llorar
su alma —exclamó otro—. Así como también en la huerta de mi casa… Y una
vez, también, a las doce del día, hará unos dos años, cuando estaba cogiendo
granadillas en un bosque de junto a mi platanal, de repente oigo tres hachazos
seguidos en mi ladito; tres hachazos sobre un “selico” que se alzaba allí no más, a
dos pasos, más o menos de mí; las ramas del árbol se sacudían con los golpes…
Miré bien; no había nadie… ¡Taita Dios!... Corrí de miedo a mi chacra, sin juntar
las granadillas que tumbé al suelo… ¡Era la sombra!
—El mediodía es pesao, pue —habló taita Juandela—. Esa hora anda sombra…
desde las doce hasta manecer siguiente día, en que todos los espíritus desparecen,
con las últimas sombras de la noche, ante la blanca luz del alba…
—A vez, cuando úno está yendo por el camino, en algún sitio, ¡jua!, s’estremez
nuestro cuerpo, sin necesidá, hom…
—Es que la sombra está andando allí cerca, no má, hom… No sól en los
caminos, sino también en las calles de los pueblos, en todas partes, hom…
—Una vez estaba yendo —cuenta otro— por un camino silencioso, montao
en mi caballo, cuando junto a un espeso bosquecillo de “ocueras”, este dio un
tremendo salto, soplando la trompa, asustado, tumbándose de barriga en el lodo.
¿Por qué s’isu así el caballo? Observo el bosquecillo y descubro dentro dél un
abultamiento de tierra en forma de tumba. Y verdadmente era una tumba; segu-
ramente allí ha’ian enterrado a algún infeliz que murió sin familia, en una de esas
chacras cercanas… A algún peón “shishaco” seguramente que le atacó la terciana…
El caballo s’asustó por eso…
—Los animales huelen, pué, al muerto —afirmó taita Juandela—. De lejus
nomasiá huelen, hom… Por eso, perros también aullan en las noches, ladran,
como queriendo agarrar alguen…
82 Ande y Selva

—Donde s’oye llorar más al tunchi es en los ríos, hom… Todas las noches s’oye
que llaman, como que piden auxilio, después como que lloran…
—Son las almas de los que s’augan, pué, hom…
—Pueblo también todas las noches s’oye silbar al tunchi en las huertas, en las
calles, en los barrancos… Se le ve en las calles… Así una noche regresaba diún baile,
cuando veo un hombre que viene y, cuando nos íbamos a encontrar, despareció
com’humo… Mi cuerpo s’isu grueso, hom… Pegué la carrera a mi casa…
—En el pueblo hay calles pesadas, sitios, donde no sól el tunchi asusta, sino
también el demonio. Así como en los caminos del bosque…
—Entra a las casas también el tunchi… Una noche, cuando estábamos ya
acostados en mi casa por dormir ya, oímos que s’abre la puerta, luego que entra
alguen y que suspira largo, largo, como si estuviese cansao… También se l’oye que
toma agua del cántaro… hace sonar pocillo igualititu, hom!
Sí, pué, s’oye que s’abre la puerta, sin que en verdá s’abra, hom.
—Alma, pué, hom… Alma, pué…
—Cuando entra a la casa hay un remedio para hacerle correr —interviene taita
Juandela—. Todos ustedes deben saber… Con un calzoncillo, primero, luego con
un fustán, se azota en el aire, en las paredes del dormitorio, de la sala, huyendo
inmediatamente el alma; si el alma es de mujer huye con los azotes del calzoncillo,
y si es de hombre, con los fustanazos… Con el fustán y el calzoncillo s’ase correr al
tunchi; por eso siempre hay que tenerlos listos junto a nuestra cama…
—As’es, pué, taita Juandela…
—As’es…
—¿Ustedes han visto el Ayapullitu? —preguntó, de pronto, uno de los
peones.
—Yo, a pesar viejo, yo no visto nunca —habló taita Juandela—. Oído llorar, no
má, en las huertas igualitu pullitu con frío llora el condenao… “Piú, piú” dice, en
medio de las sombras de la noche; es porque aistá andando el tunchi… Cuando
canta ayapullitu en la huerta segur muere alguen de la casa…
—Mama Cata dís agarrao una vez… Estaba cantando dentro su casa; buscándolo
harto l’encontró dís bajo unas ollas…
—Su cabez dís pelao como calaver, su pluma negre como mortaja —interrumpe
uno de ellos.
—Sí dís, pué —contesta el que estuvo relatando—. Después mama Cata le dejó
dentro de una olla de barro, amarrando bien la boca desta con un trapo para verlo
mejor de día… Al manecer se fue a ver; desató el trapo de la boca del cántaro… Y
n’encontró nada; había desaparecido el ayapullitu…
—Pullitu del muerto, pué…
—Vive dís panteón… Sol sale de noche dís con los tunchis…
Francisco Izquierdo Ríos 83

—As’es, pué —exclama taita Juandela—. Y no se puede agarrar ni ver al


ayapullitu; se l’oye llorar, no más, pué, como pullitu con frío en los árboles de
las huertas… Mienten que mama Cata l’aya encontrao; tal vez alguen l’aya visto,
d’allí dicen que su cabez es como calaver, pelao, y su pluma negra como mortaja…
Lo qu’es yo no visto nunca… Bueno, ¿y ustedes han visto a la Lamparilla? —de
repente preguntó taita Juandela.
—Yo no visto hast’aura…
—Yo de lejus visto brillar en la pampa una noche…
—Yo no quisiera ver… ¡Santo Dios! Horrible dís es, hom…
—Bueno —prosigue, taita Juandela—. Yo sí l’e visto… Llovía un poco esa noche;
el pueblo estaba sumido en projundo silencio… Yo me levanté a meter a la casa
un cuero de vaca que s’estaba mojando en el patio, y que m’olvidé de meter en
el día, cuando veo una luz azul, azul, que se mueve, a cierta altura del suelo, en
la pampa, detrás del cerco, y que luego va con dirección a la calle… Me agaché
debajo el cerco… ¡Taita Diosito!... Veo un esqueleto que llevaba en el pecho, en el
mismo sitio del corazón, una llama azul, azul, que a lejus parecía una lámpara…
Un esqueleto, ¡Dios mío!... ¡Un esqueleto!... Bajo la lluviecita y por esa calle, en
aquella noche silenciosa, se perdió la lamparilla…
¡Taita Dios!... ¡La lamparilla sí da miedo!... Un esqueleto, pué, que anda
corriendo y con una luz en su pechóo… ¡Taititu!
Después de este último fantástico relato de taita Juandela se levantaron los
peones, quienes tenían que reemplazar en la tarea de hacer la chancaca a los otros,
que desde temprano estaban cuidando las pailas. Yo y mi madre nos dirigimos a
dormir en el cuarto contiguo al trapiche; yo temblaba como un azogado.

***
—Ya ven —hablaba taita Juandela, por la mañanita—. Ya ven… El alma de taita
Benja pasó silbando anoche por aquí… Ayer, por la tarde, ha muerto en su chacra
el pobre… Aistá su cadáver en el puerto…
—Su alma ha venío adelante… Pobre taita Benja —exclama otro.
En verdad, en el puertecillo del río cercano, se balanceaba una balsa amarrada
a un árbol de la orilla; allí, envuelto en una blanca cobija de algodón, estaba el
cadáver de taita Benja. El pobre hombre, atacado de una fiebre maligna, había
muerto en su chacra… Toda la noche sus familiares bajaron su cadáver en la balsa
a lo largo del río; le traían para enterrarlo en el cementerio del pueblo.
Todos los peones estaban convencidos que aquello que oyeron silbar en la
noche era el alma de taita Benja… En el ambiente del trapiche flotaba, como es
natural, una honda emoción de miedo y de misterio…
84 Ande y Selva

Mi casa
(Poema lejano)

M i casa se levantaba modesta, en medio de las otras también modestas casas


de barrio, con su techo de palma agrisado por el tiempo, como el cabello
de un hombre que va envejeciendo… (Con su techo de palma, a donde
venían todos los días, en los amaneceres plateados y dorados atardeceres, como
a los árboles de la huerta, parvadas de pájaros salvajes a cantar deliciosamente…).
Tenía la casa una sala, con dos puertas pintadas de verde, dando una de ellas a la calle
y la otra hacia adentro, a un ancho corredor, especie de ramadón, que colindaba
con la huerta. Y, luego, en sentido longitudinal, dirección norte, adosado al mismo
edificio de la sala, se alzaba un cuarto-dormitorio, con su puerta a la huerta, con
techo más bajo, dando la sensación, en consecuencia, por su pequeñez, de ser una
casita enana, demasiado pintoresca…
Y, a un lado, a corta distancia del dormitorio, solitaria, se erguía la cocina, con
su alto techo de palma y sus paredes de quincha. Frente a ella había tres frondosos
marañones, cuyos ramajes estaban entrelazados como en un cariñoso abrazo,
donde siempre cantaba el viento…
La salita no era muy espaciosa, tampoco muy pequeña; de tamaño regular…
sus paredes blanqueadas de yeso ostentaban bellos cuadros en policromía, de
reyes y militares europeos, con sus vistosos entorchados y demás arreos, así como
cuadros de las guerras napoleónicas y ruso-japonesa… (Cuadros que eran los
adornos comunes, junto con otros de “Felices Pascuas” o de “Feliz Año Nuevo”,
que enviaban algunos establecimientos comerciales de Iquitos, de las casas más
o menos acomodadas del lugar…). En esos cuadros estaban, por ejemplo —lo que
más recuerdo— el Káiser Guillermo Segundo de Alemania, el emperador Francisco
José de Austria, y otros personajes reales de la vieja Europa, así como militares con
retorcidos mostachos y deslumbrantes medallas; las batallas encarnizadas de los
pequeños japoneses con los rusos y de los franceses con sus múltiples y distintos
adversarios, viéndose en algunos cuadros bosques de bayonetas relucientes,
cañones destrozados, soldados muertos, heridos, aldeas incendiadas que arden a
Francisco Izquierdo Ríos 85

toda llama, mientras que en otros, furiosas cargas de caballería, con el jefe adelante
en gesto de gritar: “A la carga”, con el largo y encorvado sable en alto… Enormes
acorazados envueltos en espirales de humo espeso en mares oscuros y remotos…
¡Cuadros de personajes y hechos lejanos para mí, de países desconocidos, que,
aunque así, dejaban en mi espíritu la estela de una impresión imborrable…!
Pero, sobre todos estos cuadros de guerra, de reyes y militares, sobresalía uno de
réclame del vino Romariz, enviado por una de esas casas comerciales de Iquitos, la
ciudad floreciente de la Amazonía… Un viejo, solo en busto, de blanco y retorcido
bigote, de cabello cano como el algodón, con una copa de vino en la mano derecha,
y que, con el rostro inundado de jovialidad, los labios ansiosos de sentir la jugosa
caricia del licor, los ojos expresivos, parecía invitar a tomar la agradable bebida,
descubriéndose a un lado la botella con el resto del vino espumoso… La risa y
alegría jocunda de este anciano era algo que contagiaba, en contraste con los otros
cuadros de guerra…
***
El reloj
En una de las paredes de la salita había un viejo reloj con su caja de ébano
oscuro en forma de catedral, con pintorescas torrecitas y una bella portada de
cristal de ojiva, la que estaba adornada por una rama dorada que subía en arco de
la parte inferior hasta la superior por el extremo izquierdo, y a través de la cual
se divisaba en el interior la luna blanca, en verdad como una luna misteriosa;
con sus signos romanos, negros, de las horas, viéndose también moverse abajo,
en sentido lateral, el péndulo con su áureo disco, produciendo la música a la
sordina de sus tictacs sucesivos… Este reloj, al dar los melodiosos campanazos
de las horas, llenaba la salita de una emoción extraña… ¡Con qué brillantez se
recuerdan las cosas y hechos de la infancia dichosa; indelebles impresiones en
nuestro espíritu…!
El viejo reloj de pared, con su oscura caja en forma de catedral y sus demás
luminosos detalles, despertaban en mí emociones fantásticas, pensando yo ver
en él la deliciosa casita de algún ser misterioso, de un viejo duende enano, por
ejemplo, que era el que se encargaba de tocar los melodiosos campanazos de las
horas…
***
La huerta
La huerta era grande, florida de marañones, de ciruelos, en casi toda su extensión,
habiendo frente al dormitorio una lima frondosa, de ramaje tan bajo, que bajaba
aún más cuando frutecía, siéndonos a los muchachos, en consecuencia, fácil coger
los frutos desde el suelo, sin esfuerzo alguno y sin necesidad de horquillas… Pero,
por lo común, nosotros subíamos al tronco —en lo cual hallábamos más placer—
y, cogiéndonos los frutos, envueltos totalmente por el ramaje, en bulliciosa
algarabía... A veces, cuando hacía calor excesivo en las noches (meses de julio y
agosto), y había luna, esa luna hermosa y nítida de mi tierra maravillosa, nos
acostábamos todos, en sendas esteras, bajo este bello árbol coposo y aromado,
86 Ande y Selva

a tomar fresco, hasta bien avanzada la hora, oyendo, encantados, deliciosos y


fantásticos cuentos de selva, que nos relataban cariñosamente nuestro queridos
padres… (Del “Ayamaman” que llora en los ramajes oscuros; del “Yacuman” que
vive en el profundo cristal de los ríos…).
Una de estas tantas noches que estábamos sentados sobre las esteras y bajo la
lima, una de mis hermanitas lanzó un grito agudo… Era que una pequeña víbora
se aproximaba a la estera, y cuyo alargado cuerpo brillaba al reflejo de la luz lunar
misteriosamente… Venía del fondo de la huerta… La matamos.
Y casi siempre, pues, en las noches de luna la boscosa huerta se convertía en
el delicioso parque de nuestro juegos, poblándose entonces de nuestros gritos
alegres y risas cristalinas… ¡Cuántas veces, con algunos niños más del vecindario,
jugábamos al escondite bajo sus árboles y subiéndonos a los ramajes de estos!
La huerta, en sentido lateral, colindaba con otras de las casas vecinas, mientras
que, en fondo, con la falda de una pequeña y linda colina, siempre verde, donde se
alzaban varios árboles gigantescos de huimba, árboles que al fuerte sol de mediodía
dejan caer sus vainas, que a la vez se abren, escapándose, en consecuencia, de ellas
unos blancos capullos sedosos, que se elevan por el espacio azul como piragüitas
de ilusión, al leve empuje del aire; estos blancos capullos, al escaparse de la prisión
de las vainas secas, producen un bello espectáculo, dando la sensación de que
fueran acaso princesas encantadas que encontraran su libertad al beso amoroso y
ferviente del sol… ¡Cuántas veces también los muchachos del barrio nos reuníamos
a jugar bajo estos árboles, haciendo volar sus capullos por la verde colina!
¡Oh, huerta de la infancia lejana! Bajo tus árboles cuánto llorarán, como niños
abandonados, nuestros recuerdos!
***
El jardincito
A un lado, junto al ramadón, al principio de la huerta, estaba el jardincito
que cultivaba amorosamente mi madre. Encontrábase formado por toda clase de
flores, con la abundancia y diversidad de especies que ofrece la fecunda región
selvática; el jardín era, pues, ni más ni menos que un pequeño bosque espeso
y enmarañado… Había allí las isabelesdormidas, blancas flores pero sin aroma,
que parecían, en verdad, colgadas displicentemente de sus tronquitos, como
rostros de mujeres semidormidas, unas verdaderas isabeles; encendidos claveles,
como labios de muchachas quinceabrileñas, claveles blancos, suaves, sedosos; los
bellos pensamientos con esa hondura de color que a veces toman algunas nubes
al crepúsculo, de morado oscuro con leves transparencias de oro en los bordes,
y que nos invita a soñar en las lejanías misteriosas de las noches y de las tardes;
rosas blancas, como las estrellas después de un soberbio aguacero; rosas rojas,
encendidas como carbones ardientes; las altivas y abundantes dalias; las siempre
vivas encrespadas y modestas; las rosadas clavelinas; las violetas escondidas en sus
tallitos, como niñas tímidas…
La planta de la flor llamada “farol de la China”, pequeño arbusto, cuyas ramas
tocaban el bajo techo del ramadón, colgaba sus flores exóticas en verdad, como
Francisco Izquierdo Ríos 87

farolitos chinos… Sobre todo, en medio de todas las plantas, se erguía un tronco de
la “flor variable”, cuyas flores por la mañana son blancas como la nieve, y cuando
el sol pasa ya línea cenital, poco a poco se van tornando rojas, llegando a tener
color de sangre a la hora del crepúsculo, y un aspecto de moribundas… (Exquisito
y exacto símbolo de la mutabilidad de las cosas en esta vida).
Junto a la “flor variable” se levantaba, con gracia casi femenina, un jazmín del
Cabo, con sus finas florecitas blancas, llenando todo el jardín su grato perfume,
penetrante y sutil… ¡Perfume de jazmín que percibí en los primeros años de mi
vida y que despertaba, por entonces, en mí anhelos indefinibles, ansias hondas
e inexplicables; al menos, en las suaves tardecitas, cuando parece sentirse caer
la sombra; o cuando la noche se abría como un claroscuro reino encantado...
¡Cuántas veces, al ardoroso mediodía, me sentaba bajo este tronquito amodorrado
por el calor del sol y por el fuerte aroma de sus flores!
Y amarradas a estos tronquitos de la “flor variable” del “farol de la China”, del
jazmín del Cabo, las orquídeas exquisitas, que traíamos del bosque o que nos
regalaban, colgaban las macetas de sus flores bellas, de formas caprichosas y raras,
ya como mariposas, avispas o doguitos… Las orquídeas son las flores más hermosas
y refinadas que la tierra puede ofrecer; ese perfume espeso, levemente oleaginoso,
que nos llena la nariz cuando nos aproximamos a ellas, instantáneamente, nos
hace pensar en la mujer, esa otra flor también refinada y exquisita, poseedora
de encantos divinos e irresistibles… Luego, sus formas caprichosas arrancan
asombro y admiración… ¿Por qué estas bellas y raras flores toman formas de
seres animados?... ¡Oculto secreto del cosmos! A veces, el padre Sol, con sus
rayos de fuego, tostaba las flores en algunos días, que daban pena, todas alicaídas,
ajadas, marchitas, agonizantes… (Parecía como que el dolor hubiese pasado por
el jardín…). Entonces mi madre, abriéndose paso por entre las plantas, echaba a
diestra y siniestra tazonazos de agua fresca… Y, en cambio, cuando llovía el jardín
era una fiesta; todas las flores se bañaban gozosas, y debajo de ellas los sapos,
saliendo de sus misteriosos refugios, bailaban con dichosa alegría…
Jardincito minúsculo, pero fecundo y denso, jardincito deliciosamente
desordenado, cuyos aromas aún tengo en mi alma, ¡dentro de mi vida…!
88 Ande y Selva

Después del aguacero

El bosque es todo música después del aguacero;


cantan los pájaros, cantan los ríos, canta el viento,
cantan los arroyos que atraviesan los senderos.
¡Todo es alegre rumor y alegre estremecimiento!
Las flores abren sus corolas maravillosas,
los cuadrúpedos salen de sus grutas escondidas,
caen las hojas grávidas, los frutos… Y, gozosas,
aletean las aves en las ramas humedecidas…
Y, ante el sol que alumbra con radiante fulgor,
el bosque, cuajado de gotas de agua, se ilumina
extrañamente… Relampaguean misteriosas flamas…
Y millares de víboras, como serpentinas
de múltiples colores, colgadas de las ramas,
se calientan, quietas, lenguas afuera, al sol.
Francisco Izquierdo Ríos 89

Río Huallaga

! Río gigante de la Amazonía, cuya melena de espumas acaricié con mis manos
de niño, en la época lejana de mi infancia!... ¡Río inmenso, en cuyas playas
jugaba siempre con los niños del pintoresco pueblecillo natal, cuyas aguas
tomé en el hueco de la mano!... ¡Río hermoso y terrorífico, en mis pupilas tengo
tu paisaje deslumbrante y maravilloso!
Ahora, que la vida nos ha distanciado, enciendo por ti la lámpara de mis
sueños y, a su luz, empiezo a hacerte un poema, que quiero encierre tus bellezas
y tus cadencias, porque tú mismo eres un grandioso poema de múltiples
sonoridades…
Río bello y terrible, yo te he visto, yo te he contemplado, en los amaneceres,
cuando el alba temblaba como una faja blanca azulada encima de la Selva, a la hora
en que esta se despierta con susurro de auras, con agudos gritos de cuadrúpedos,
con cantos y aleteos de aves, cuando tú, gigante, te estremecías al beso de la luz
naciente y al despego de las sombras de la noche, que huía por la jungla; cuando en
tus inmensos cascajales había bandadas de garzas níveas, y los martín pescadores,
desde los árboles, te hurtaban pececillos, en hermosos saltos ornamentales, hasta
que el sol, que se alzaba jocundo, inundaba totalmente el paisaje con la profusión
lumínica de sus rayos dorados…
Yo te he contemplado a mediodía, cuando el sol quema como fuego y se
levantaba, cual gasa tenue, el vapor de tus aguas; cuando los animales salvajes
llegaban a saciar su ardiente sed en tu fresco líquido; cuando en los verdes
cañaverales de tus orillas conversaban en voz baja bandadas de loros polícromos;
cuando mujeres, con las espaldas desnudas, lavaban en tus playas, y muchachos
se bañaban en tus aguas, realizando mil piruetas…
Yo te he contemplado a la hora del crepúsculo, cuando el sol que muere te
inunda con sus pálidos rayos, transformándote en un río de oro, cuando las aves,
en adormilado vuelo y rasgando las sombras que llegan, retornan a sus nidos,
90 Ande y Selva

cuando alguna perdiz llena el bohío con las dulces y finas cadencias de su canto,
cual si estuviese diciendo el maravilloso poema de la tarde…
Yo te he contemplado en las noches de luna, y te he tenido miedo, pues tus
aguas, sombrías en partes y en otras bruñidas de plata por el astro, presentaban
un aspecto fantástico, y, sobre todo, por el murmurio musical que sale de tus
profundidades, como si fuera producido por un continuo y leve rozar de perlas,
el que, al decir de las gentes, se debe a los instrumentos que tocan en tu fondo,
donde tienen sus palacios unas mujeres bonitas: las sirenas…
Yo te he contemplado, Huallaga, gran río, en tempestades terribles, cuando el
ventarrón barría los bosques de tus orillas, y he visto que tus aguas se tornaban
negras como el cielo; y, ante los continuos aguaceros torrenciales, he visto tus
crecientes temibles; que tus aguas, de un momento a otro, empezaban a enturbiarse
y a hincharse más y más, anegando tus riberas… Entonces, he visto bajar en tus
abultadas y turbulentas aguas grandes árboles con todos sus ramajes, que han sido
arrancados de cuajo por tu furia, troncos de plátanos con sus racimos, enormes
palizadas, donde se chicoteaban gigantescas serpientes, toda clase de animales
ahogados, chozas de labriegos; y he sentido el olor penetrante a barro de tus
aguas… ¡Oh, el paisaje terrible de tus “lloclladas” temibles, que llenan de espanto
a los pueblecillos ribereños!
Sin embargo, también te he visto cuando la lluvia es suave y pasajera… Entonces,
tus cascajales se pueblan de millares de dorados cangrejos, y de paujiles, hermosas
aves de cresta de oro; y he presenciado la lucha a muerte de estos animales, donde
a veces sucumben aquellos o estas… ¡Dramas frecuentes de la Selva!
¡Oh, Huallaga!, en la época de mi infancia lejana, te he contemplado con
asombro y a la vez con encanto, en las noches, en los amaneceres, a mediodía y
al crepúsculo!... ¡Te he contemplado en las horrorosas tempestades, en las lluvias
torrenciales y en tus temibles crecientes!... En mis pupilas guardo los diferentes
matices de tu paisaje multiforme y maravilloso!
Huallaga, río de leyendas y de tragedias… Lope de Aguirre, el bilioso conquistador
hispano, ha matado, según el decir de las gente, las águilas bravas que infestaban
tus riberas selvosas, mediante la ingeniosa estratagema de los sacos de arena que
colocó en su balsa, y ha dejado su nombre a un pongo, donde, se dice, en una
roca están grabadas con sangre sus iniciales, con la sangre de las águilas, según
unos, y según otros con la de una hija que le acompañaba, bella como la luna de
la tierra tropical, y que la mató, como dice la leyenda, a fin de no exponerla más
a los peligros del viaje…
Huallaga, en cuyas aguas muchos bogas y pasajeros han hallado y hallan su
tumba, sobre todo, en el famoso estero o pongo de Aguirre… ¡Huallaga, donde las
gentes de los pueblos ribereños creen oír en las noches voces que piden auxilio,
llantos tristes y gemidores de almas del otro mundo! Huallaga, en cuyas grandes
y profundas pozas, según el decir general, viven los yacumaman, gigantescas
serpientes, con cabezas de gato, cuyos resuellos, dicen que constituyen los arco
iris luminosos que atraviesan el cielo en momentos de tempestad.
Francisco Izquierdo Ríos 91

Huallaga, el río turbulento, de las grandes mucyunas; de los terroríficos esteros;


de las corrientes veloces y bramadoras, de los abismos que se abren de repente en
sus aguas, del famoso mativuelo, de las turbonadas en los silencios nocturnales,
del terrible salto de “cayumba” del pongo de Aguirre, cuyo misterioso bramar se oye
desde el puertecillo de Shapaja… Huallaga, el río sereno y anchísimo, que asombra
y que espanta; donde apenas se divisa a la gente de una orilla a otra; en cuyas
riberas florecen multitud de pueblecillos y surge, como una ciudad encantada, la
bella Yurimaguas... ¡Huallaga, el soberbio río, que va desparramando vida a lo largo
de su inmenso curso, el río de las extensas chacras de algodón, de cafetos, de caña
y de plátanos!
Huallaga, en cuyos remansos acechan las boas, con las cabezas afuera y los ojos
hipnotizantes a los ingenuos animales salvajes que llegan a tomar agua… Huallaga,
el de los lagartos, que en las noches misteriosas se arrastran pesadamente en las
playas arenosas, dando sensación de antiguas épocas geológicas; Huallaga, el de los
bufeos, suaves y blondos, cuyos machos persiguen a las balsas donde van mujeres,
por lo que el colmillo de estos animales es apreciado en los pueblos para sortilegios
de amor… Huallaga, el de las charapas, que entierran sus huevos en las playas; el
de las rayas peligrosas para los bañistas; el de los variados y abundantes peces:
desde los más pequeños hasta los más gigantes, como las gamitanas, las doncellas
y los zungaros, que se pescan con grandes anzuelos en las noches o con bala en las
corrientes bajas, cuando, con bellas irisaciones, muestran los lomos al sol ardoroso
de mediodía!... Huallaga, el de las mijanadas o inmigraciones de millares de peces
hacia arriba, que avanzan produciendo un rumor de tempestad en el misterio de
las noches enjoyadas de luceros y que atemorizan a los bogas novatos!... Huallaga,
el de los pescadores que, en los silencios nocturnales, desde sus canoas, lanzan a
las aguas sus tarrafas, para recogerlas, luego, ¡llenecitas de peces!
Huallaga, gran río… en cuyas playas se deslizó mi infancia lejana y maravillosa, y en las
que siempre jugaba con los niños de mi pueblecillo natal…
92 Ande y Selva

La balsa

A marrada a un árbol frondoso de la orilla, en el puertecillo pintoresco de la


aldea, sobre las hinchadas aguas del río, la balsa de veinticuatro palos se
balancea… Se balancea… Y, por instantes, se aduerme, se aquieta como si
alguna mano misteriosa, desde el fondo del río, la detuviese…
En los atardeceres, los pájaros silvestres y errantes, con los diferentes matices
del crepúsculo en los plumajes, se sientan en ella y cantan poemas de despedida
al día que se aleja, al día que se va llenando de sombras y de regueros de luz pálida
al ambiente, así como en los amaneceres de plata, cuando una ligera y alegre
brisa sale con loco murmurio de los bosques ribereños y pasa rizando la tersa
superficie del río, bandadas de garzas, blancas como el armiño o semejando a la
distancia fantásticos copos de algodón, se alisan en ella los plumajes sedosos, con
parsimonia…
Y algún niño que llega a la aldea, a recoger agua en el puertecillo, la contempla
con encanto, y, con los ojos fijos en ella, empieza a soñar en el bello poema de
viajes a lejanías que encierra, de viajes emocionantes y peligrosos a través de la
ruta misteriosa del río, que, como una ancha carretera de plata, se abre en la
inmensa selva tropical…
¡Oh, balsa!, embarcación querida y amada en la Amazonía, encierras en tu
mutismo, en el espeso silencio que te envuelve, todo un gran poema, bello y
trágico, de sombras y misterio, de tristeza y alegrías, de ternuras y ensueños, de
tempestad y calma, de sol y de luna… ¡Cuántas veces, el boga o un pasajero se
aferra a uno de tus palos con la angustiosa esperanza de salvarse de la muerte,
cuando has sido deshecha por el inesperado y brutal choque en una afilada roca
traidora!... ¡Cuántas veces, el pasajero o el mismo boga, cerrando los ojos ante la
horrorosa caída de un estero, se abrazan a ti como a una madre cariñosa, para
aparecer luego, abajo, siempre sobre ti, triunfantes y salvos!... ¡Cuántas veces, en
las noches serenas y perfumadas por flores silvestres, llevas a lo largo de los ríos
parejas de enamorados que fugan de la casa hogareña! ¡Oh, balsa, bella y rústica
Francisco Izquierdo Ríos 93

embarcación, que encierras todo un poema de vida y de muerte, de tragedia y de


dicha!.. En las noches de luna, ante el astro nocturno que riela fantásticamente
en las aguas, cuando pasas frente a los pueblecillos de las riberas, pareces una
misteriosa embarcación, una embarcación tripulada por seres mitológicos que
viviesen en el fondo del río.
Balsa, embarcación predilecta, digna eres de un canto hondo y lleno de liris-
mo, tú que simbolizas la vida de los pueblos de la Selva peruana, sus ansias, sus
ilusiones, sus esperanzas, su pasado, su presente y su futuro; tú que sabes de la
satisfacción que siente el comerciante ante una fructosa venta de sus mercade-
rías, tú que sabes de la alegría que embarga al algodonero ante el rendimiento
exuberante de sus chacras… Tú que sabes de las tempestades soberbias y terribles
de la región, de los aguaceros torrenciales que caen con terrorífica sonoridad, de
la espantosa soledad de los ríos, del alegre verdor de los ramajes, así como de la
furia intensa del sol de los trópicos… Tú que eres el símbolo viviente de la historia
legendaria del caucho, de esa época miliunanochesca que conmovió la Amazonía,
en que los bosques se poblaron de millares de hombres de todas las razas, ansiosos
de riqueza, que llegaban en pos del árbol que lloraba oro; entonces, tú servías más
que nunca, ya para el transporte de los cargamentos de caucho desde las más ín-
timas reconditeces de la Selva, o de los variados productos de los pueblos de la re-
gión hacia Iquitos, la ciudad que brotó, como por encanto, cual una flor inmensa
y bella, dentro de los bosques… ¡Oh, balsa, embarcación querida de la Amazonía!
Balsa, frágil embarcación y vencedora de los esteros rugientes, de las grandes
“muyunas”, de los abismos que se abren delante de tu proa, como si quisieran tra-
garte (abismos que se abren de un momento a otro, viéndose a través de ellos hasta
un cascajo del fondo). A veces, por descuido de los bogas, eres aprisionada por una
de esas “muyunas”, inmensos recodos de agua llenos de soledad, donde estás con-
denada a dar vueltas y más vueltas y a detenerte, misteriosamente, por instantes,
y a permanecer así, quién sabe hasta un día entero, saliendo al fin de ella, ante el
esfuerzo sobrehumano de los bogas o ante un capricho inexplicable del mismo río.
Por eso, los bogas tienen que ir con el eje atento y con los brazos diestros para
cualquier emergencia, para salvar a tiempo cualquier peligro; por eso, también los
bogas, la víspera de la salida, van a la iglesia del pueblo a poner lamparitas de aceite
a la Vírgen, para que los ampare en el viaje, lámparas que, por el cuidado de sus
familiares, tienen que permanecer ardiendo hasta el día del retorno ansiado…
***
Se oye en el bosque de la orilla golpes de hachas y sonoras caídas de árboles.
Algunas voces broncas… Son balseros que están tumbando palos de “topa” para
construir la balsa, bien arriba del río.
Aparecen seis hombres a la orilla trayendo en los hombros los palos. Y siguen
en este trajín hasta que concluyen de acarrear. Luego, cortan travesaños y bejucos,
pequeños horcones y palma.
Y cuando todo está ya listo empiezan a construir la embarcación en el blanco
cascajal de la orilla. Hacen una pequeña choza en medio de la balsa, que servirá
94 Ande y Selva

para defender a los pasajeros y a las cargas de la lluvia, así como atrás un pequeño
corral, donde irán ganados, y adelante la “tuchpa” de la cocina… Luego, una vez
terminada, la deslizan al agua.
¡Qué satisfacción de los balseros al ver flotar su balsa en el río… Prenden sus
hachas y machetes de punta en los palos, colocan sus alforjas, y a golpe de remo
bajan al río, con velocidad que pasma, hacia el puertecillo del pueblo!
***
Amanecer espléndido… El sol está ya saliendo de la Selva, su palacio verde;
sus rayos cabrillean en la superficie del río… El bosque de las riberas es una
orquestación de cantos…. ¡Todo respira alegría y frescura!
En el puertecillo de la aldea hay mujeres y niños con rostros compungidos y
llorosos; están despidiendo a los que parten, parientes suyos, en la balsa, hacia
Iquitos, la bella ciudad comercial de la Amazonía. La balsa, cargada de toda clase de
productos (pacas de algodón, de frijol, de maíz y aún de ganados) va ligera sobre
las aguas del Huallaga… El fogón va humeando y los ganados mugiendo……
Y a la distancia, de pie en la balsa, un boga lanza un grito postrero de despedida,
y mueve la gorra. Desde el puertecillo le contestan agitando blancos pañuelos…
Francisco Izquierdo Ríos 95

La pesca del río Saposoa


(Escena antigua)

“ Poraaaai, Poraaaaaaai…”.
Se oye unas veces… Y todos corren hacia el sitio señalado en el río; los que
están en tierra, por la orilla, con redes y machetes, hombres y mujeres,
mientras que los balseros se dirigen por las aguas, a todo remo, en sus balsas
livianas… Vocerío enorme e intenso movimiento se produce en ese manso
recodo del río; ha aparecido allí un gran zúngaro, el pez gigantesco de los ríos
amazónicos, que alocado por el barbasco, ha mostrado, un poco arriba el lomo
a flor de agua, y se ha vuelto a hundir sintiéndose perseguido, apareciendo de
nuevo en ese recodo.
Un joven balsero, atrevido y ambicioso, adelantándose a muchos otros,
ha logrado prender en el blando lomo del gigante su “huahuasapa”, pero, ante
la tremenda sacudida del pez herido, ha caído al agua con un pedazo de la
“huahuasapa” rota en la mano, quedándose el otro pedazo, con las fisgas de
hierro, clavado en las carnes del zúngaro. Ha sufrido un chasco imprevisto, el
joven balsero…
El zúngaro, por fin, es pescado, abajo del río por otro balsero, que no esperaba
tan hermosa caza; como el pez estuvo ya cansado, herido y más envenenado, desde
luego, no ofreció la gran resistencia del principio ante un segundo “huahuasapazo”.
El feliz balsero, como no tiene fuerzas suficientes para alzar tan enorme presa a su
balsa, después de asestarle un fuerte golpe con el lomo del machete en la cabeza,
golpe certero de gracia y que le sirve para comprobar la efectividad de la muerte del
pez, ha amarrado a este de las agallas a un travesaño de la balsa, y va arrastrándolo,
río abajo, a flor de agua.
***
Sucesivos golpes isócronos florecen esta noche en el pintoresco pueblecillo de
Sacanche.
La luna, una luna de cuarto creciente, alumbra con su luz no muy intensa.
96 Ande y Selva

El cielo, en partes, muestra pequeñas porciones de nubes blanquísimas que


semejan copos de algodón amontonados, y en otras, un azul purísimo. El bosque,
no muy alto, que rodea al pueblo, aparece penumbroso.
En la plazuelita, casi a todo el ruedo, bajo los coposos naranjos, los hombres
del pueblo están majando barbasco sobre piedras y con pesados mazos de madera.
Majan conversando y, a veces, riéndose a carcajadas ante los chistes que se cuentan.
Mujeres y niños, en cambio, van recogiendo de junto de las piedras, en alforjas
viejas, costales y canastas, el barbasco majado, llevándolo en seguida al local de la
Gobernación, donde se le mezclará con ceniza para darle más fuerza.
Las gentes del pueblo siguen majando el barbasco, en esta hermosa noche,
bajo los naranjos de la plazuela, para la pesca del río Sapo, uno de los grandes
afluentes del río Huallaga…
La pesca la realiza el pueblo entero, dirigido por las autoridades; todos han
contribuido con una arroba de barbasco, hombres y mujeres, y, como en el pueblo
hay más o menos 300 habitantes adultos, hay también 300 arrobas de barbasco,
cantidad necesaria para pescar en el río, que es grande.
Desde días atrás, pues el pueblo se encuentra animado por estos afanes. Todos,
grandes y pequeños, se preparan para la pesca; unos andan con la inquietud de
preparar sus redes, de sacar aros para éstas en el bosque, de coser talegas, remendar
alforjas, para recoger los peces; otros, en confeccionar sus “huahuasapas” y
arpones.
Y la pesca, como todas las de la Amazonía, ofrece la perspectiva de ser buena,
sobre todo porque el río Sapo está muy bajo por el verano, y además porque no
le han pescado por lo menos desde hace dos años. El río, pues, está repleto de
peces. Cuando quema el sol de mediodía, se ve en algunos sitios de aguas no muy
profundas millares de “boquichicos” estar lamiendo las piedras.
Los de la “primera”, es decir, aquellos que van a desleír la primera tanda de
“veneno”, ayer han surcado el río en sus canoas, llevando la cantidad necesaria
de barbasco; los de la “segunda” también han ido tras de ellos, no más, para
“soltar” otra tanda de “veneno”, apenas comprueben en el agua la presencia del
que “soltaron” en la “primera”, que se hace visible porque las aguas del río toman
un tinte blanco lechoso, y, sobre todo, por los peces que bajan en alocada fuga y
en manadas compactas; también por otros que aparecen más atontados, con las
cabezas a flor de agua, o algunos ya muertos, que bajan con las panzas plateadas
hacia el cielo; es aquí, pues, donde se encuentra la razón de esta segunda tanda
de barbasco, que, “soltándose” a conveniente distancia de la “primera”, viene a ser
trágico remate para los pobres peces que huyen del primer peligro. Y, después de
esta “segunda”, los peces materialmente “blanquean” el río —que este es el preciso
término en la región para expresar la muerte general de estos seres del agua—; y
si algunos más fuertes resisten todavía, en su loca fuga van a caer en la nasa del
“cerco” que ha sido construido río abajo en un sitio levemente torrentoso y no
muy profundo. El cerco abarca todo el ancho del río, teniendo la nasa en el centro,
y encuéntrase construido de cañabravas, siendo, por consiguiente, un producto
Francisco Izquierdo Ríos 97

del obstinado esfuerzo de los que lo trabajan, de todos modos, la fuerza de la


corriente siempre lo desbarata, en partes, hasta que consiguen darle más solidez y
resistencia… Los hombres del pueblo, metidos en el agua hasta la cintura, trabajan
días enteros…
Los “soltadores del veneno”, situados en medio río, desde sus canoas deslíen
el barbasco mojado, sumergiendo repetidas veces los costales, alforjas o canastos,
donde se encuentra depositado, tomando inmediatamente las aguas el tinte
blanco lechoso del jugo. Los “soltadores” siguen en su faena, y, después de exprimir
totalmente el barbasco, aplastando varias veces los costales, alforjas o canastos,
contra los bordes de sus canoas, y volverlos a sumergir en el río, salen a las orillas
a majarlo de nuevo en las piedras, desliéndolo otra vez, hasta que, por último,
arrojan al agua los residuos que ya no pueden dar ningún jugo. En la “primera” los
“soltadores” no cortan ni pinchan con sus “huahuasapas” a los peces que flotan
atontados por el veneno, los recogen únicamente en sus redes, porque la sangre que
manara de los peces heridos sería suficiente, según la creencia de los pescadores,
para malograr la pesca, el barbasco perdería misteriosamente su fuerza y los peces,
desde luego, no sentirían su efecto, así como la presencia en ese momento de
alguna mujer embarazada produciría los mismos efectos desastrosos.
***
En este suave amanecer tropical, en que no hace mucho frío, a pesar de un
ligero vientecillo que sopla de la Selva, el pueblo se traslada hacia el río. Todos van
en son de pesca, mujeres y niños con redes y machetes, los hombres con arpones
y “huahuasapas”, llevando estas últimas sobre los hombros; y eso que la mayor
parte de la gente ha surcado ya el río, junto con los “soltadores” de barbasco, con
el fin de construir balsas y proveerse de canoas.
Los gallos del pueblecillo entonan sus últimos cantos de despedida a la
noche, desde las higuerillas de los patios donde duermen y aletean ante las auras
matinales, así como los “cachos” nocharniegos, desde la hierba de los campos,
lanzan sus agudos silbidos a través de la fresca mañanita que clarea; al respecto
de estos pájaros holgazanes, que no tienen nido, durmiendo, cuando los coge
el sueño, en cualquier parte, ya bajo de una piedra o de un tronco caído, y que,
según la leyenda popular, solo tienen deseos de construirlo cuando sienten el
azote de la lluvia y del frío, y que lo expresan mediante sus silbidos característicos,
que las gentes interpretan ingeniosamente por “mañana voy a hacer mi casa”,
olvidándose, luego, por completo, cuando pasa el mal tiempo, alguien comenta:
—Maldecidos haraganotes, gritando de frío están, en vez de ponerse a hacer su
casa, ¿no, pues?
—Muchos en el pueblo son como “cachos” —sentencia, intencionalmente,
una mujer. Y se ríen.
El lucero del alba brilla como un guijarro de oro a la orilla del mar de luz de
la aurora… Por el caminito playoso, bordeado de retamales espesos, va la gente
conversando y riéndose. Casi todos, hasta los niños, fumando gruesos cigarros
envueltos en hoja seca de maíz, para ahuyentar a los zancudos y a las víboras
98 Ande y Selva

malignas. Algunos mozalbetes, que caminan junto a muchachas, van cantando


tristes lugareños en voz baja.
Cuando el sol ya va mostrando su ancho rostro jovial por sobre la inmensa
Selva, las orillas de un gran sector del río están llenas de gente, y en consecuencia,
de intenso murmullo alegre. Aun la brisa mañanera juguetea en los cañaverales y
en los ramajes frondosos de los zapotes y guabos gigantescos, que se alzan airosos
en las riberas.
En verdad que las pescas en la Amazonía son toda una fervorosa expresión de
alegría humana, en íntimo connubio con la que anima a la naturaleza salvaje y
exuberante, aunque también no dejan de tener sus tragedias.
Son, más o menos, las diez de la mañana; el sol brilla en todo su vigor… Las
gentes esperan ansiosas la llegada de la pesca…
Todos están con las miradas ávidas en el río.
De pronto, una mujer, bien arriba, coge en su red un sábalo y lo muestra,
alzando la mano… ¡La pesca!… ¡La pesca!... El agua ligeramente se enturbia… ¡La
pesca!... ¡La pesca!...
En un cerrar y abrir de ojos, el río se transforma en un verdadero pandemó-
nium… Todos corren hacia él, se meten en sus aguas hasta la cintura, con machetes
y redes en las manos, con las “huahuasapas” listas para fisgar… Y, también, van apa-
reciendo ya los pesqueros, que han ido río arriba en sus canoas y balsas casi llenas de
pescado, bajan fisgando a los peces que encuentran, los que colean de dolor prendi-
dos de las “huahuasapas” que aquellos mantienen en alto, por momentos, en señal
de alegría, y relampaguean sus escamas en mil iris ante la radiante luz del sol…
—Por un trago de aguardiente este sabalooooo…
—Por una copa esta toaaaaa….
—Por un poco de tabaco esta palometaaaa…
Gritan los balseros, mostrando en la punta de las “huahuasapas” los peces
nombrados… Y algunas viejecitas, que desde luego no se hallan con valor para entrar
al río, les responden desde las riberas, mostrándoles las botellas de aguardiente o
los cigarros que para ese objeto han llevado a la pesca.
—Taita Jenaró, ven puacaaa.
—Ven puacaaaa…Yo tengo aguardienteeeeee….
—Yo tengo cigarrooooo…
Y, desde luego, se produce el curioso intercambio. Los balseros tienen razón,
mojados como están y que arriba no más se les acabó su dotación de aguardiente
y de cigarros, necesitan de estos ingredientes para tener más resistencia.
Todos están en los afanes de la pesca. Por acá, una mujer recoge en su red una
hermosa lisa; allá un balsero fisga un gran “boquichico”; allí, un niño, desde la
orilla, recoge también en su red un sábalo; otro corta una enorme gamitana, que
apenas la saca a la playa, jalándola de las agallas… todos pescan en abundancia.
Francisco Izquierdo Ríos 99

Los peces, en su mayor parte, bajan muertos ya, blanqueando como el algodón
sobre la superficie del río, con las panzas hacia arriba; otros, un tanto vivos, que
en su afán de escapar a la acción del veneno van hacia las orillas, encuentran allí
certeros machetazos o fisgonazos que los ultiman. Sobre todo, las “carachamas”,
grandes y pequeñas, se varan en las orillas, con tal abundancia, que dan la
sensación de amontonamientos de piedras; ¡y qué hermosas aquellas que llaman
“achipones”, semejantes por su forma de ballenas diminutas, y muy apetecidas
por los pesqueros, por la blancura y suavidad de su carne! A las otras pequeñas
nadie les hace caso, quedan para las aves.
Y sigue la pesca a lo largo del río, con todas sus incidencias de peculiar colorido.
Sigue la pesca fecunda y abundante…
De pronto se esparce el rumor de que alguien se ha ahogado en una poza, por
querer pescar una gamitana; pero un hombre que llega en su canoa cuenta que
ha sido salvado, cuando estaba hundiéndose, por la oportuna intervención de un
balsero que merodeaba allí cerca.
En algunos sitios del río, que las gentes no los pueden pasar por ser muy
hondos, rodean por los caminos o por trochas que abren a través de los tupidos
cañaverales, o suben a las balsas o canoas de algunos para desembarcar en lugares
apropiados. Muchos han hecho fogatas en las orillas y asan pescados, así como
plátanos que cortaron en las chacras, a su paso, y las mujeres hasta preparan el
apetitoso “limbuchi”.
En una gran curva pedregosa, una mujer sale del río llorando y goteando
sangre de la mano; un viejecito le echa aguardiente en la herida… Ha sucedido
que cuando ha querido pescar una “doncella”, ese pez exquisito de los ríos de la
Selva peruana, que parece una monja de los ríos, por el lomo negro y el vientre y
pecho blancos, de una blancura inmaculada, un balsero, medio borracho con la
ambición ciega de coger tan apreciada presa, la atropelló con su balsa, y en vez de
dar el “huahuasapazo” al pez, le ha alcanzado en la mano. ¡Pobre mujer, muy difícil
ha sido sacar las fisgas de la “huahuasapa”, que atravesaron completamente su
mano derecha!; ¡pobre mujer, al sanarse, si no le cae la gangrena, se sanará con la
mano inútil para siempre!… Llorando, llorando después de echar tabaco mascado
a su mano y de envolverla con hojas de una planta, que, al decir de una vieja, es
medicinal, se pierde por un caminito en el bosque, con rumbo a su casa…
Ha corrido ya un poco de sangre en la pesca, y no son más que las tres de la
tarde todavía; ojalá no sucedan ya más desgracias… Aunque se oye también otro
rumor trágico: que un niño, en una de las orillas boscosas, ha sido mordido en el
pie por un “jergón”, la terrible víbora de los bosques del Huallaga.
Y, además, hay peligro de que algunos balseros se ahoguen, pues muchos de
ellos ya están borrachos.
***
El sol como una ascua de oro, brilla en el mismo filo de la Selva; poco falta para
que se oculte. Sus rayos pálidos llenan el paisaje…
100 Ande y Selva

—Nadie entra en este sitiooo! —grita desde su canoa el gobernador, que cuida
una cuadra de distancia, río arriba a partir del cerco…
Pues en ese sector del río nadie de pescar porque pertenece al cerco, es decir
que todo pez que aparezca en ese sitio debe ir a la nasa, y todo el pescado que caiga
en ella corresponde a las autoridades, que son las que dirigen la pesca, y quienes
deben repartirse proporcionalmente la cantidad recogida. Así, pues las gentes que
llegan de arriba al cerco pasan de frente, a pescar río abajo.
El cerco tiembla ante el oleaje de los peces que llegan. Los “paleadores” no
descansan en la nasa, pues grandes peces caen unos tras otros, y ellos, con sus
mazos de madera, los apalean, para acabarlos de matar, y los van colocando en las
canoas que están amarradas allí, al lado, mientras que a los peces pequeños los
arrojan de nuevo al agua por atrás de la nasa. Y ya están llenecitas cuatro canoas,
con toda clase de peces: teas, sábalos, doncellas, boquichicos, lizas, gamitanas,
palometas, pañas y en una palabra, de toda la variedad de peces con que cuentan
los fecundos ríos de la Amazonía.
—¡Un zúngaro!… ¡Un zúngarooooo…!
—¡Aistá…! ¡Aistáaaaa…!
Gritan los “paleadores” desde la nasa.
En verdad, un zúngaro, pez gigantesco, que está resistiendo el efecto del
barbasco, cuando iba a caer en la nasa, ha retrocedido; va produciendo un leve
oleaje a través de su trayecto. Algunos lo buscan río arriba, en sus canoas y balsas,
pero ya inútilmente, porque el pez se ha hundido en las aguas profundas a fin
de ocultarse de sus perseguidores, y además la noche va cayendo a toda prisa;
probablemente el zúngaro viva, al encontrar ya el agua completamente libre del
veneno.
Muchos retornan ya al pueblecillo por los caminitos del bosque, casi oscuro,
con alforjas y talegas llenecitas de pescado, sonándoles en los cuerpos los vestidos
mojados…
Mientras que otros, a pesar de la noche, siguen pescando todavía, río abajo, a
la luz de la luna, que ya va apareciendo sobre la Selva.
Francisco Izquierdo Ríos 101

La llocllada

¡ Juasus, hom, nunca lloclló el río como esa vez algunos viejecitos cuando se
referían a la tremenda “llocllada” del río, que espantó a las gentes de la ciudad
de Saposoa, hace setenta años más o menos.
¡Fue una llocllada terrible!... inesperada, puesto que en la ciudad no llovía; por
eso mismo, más misteriosa y que llenó de gran pánico a las gentes… No había llovi-
do, pues, una gota en Saposoa, la bella y florida ciudad de la provincia de Huallaga;
pero, sin embargo, en una de esas apacibles mañanas apareció el río de este mismo
nombre, que pasa por el oeste y junto a ella, materialmente, crecido de banda a
banda, como se dice por esos lugares, y con un rojo color de sangre… ¡Fenómeno
misterioso!... Al amanecer, pues, asustó a los habitantes un inmenso ruido, como de
cataclismo, que se producía en el río... ¡Era la llocllada!… El río había inundado to-
das sus riberas, llegando hasta a lamer las paredes de algunas casas de la población;
el paisaje era desolador… Platanales, algodonales, cañaverales estaban totalmente
anegados, así como los grandes árboles emergían apenas de las aguas barrosas.
El riachuelo Serrano que corre por en medio de la población, dividiendo a
esta en dos porciones pintorescas, se encontraba también rebalsando de un modo
asombroso y terrible; las túrbidas aguas del Saposoa, donde desemboca aquel,
se habían metido con violencia en el cauce de este riachuelo, hasta bien arriba,
aumentando poderosamente su caudal, inundando sus orillas boscosas, así como
sus dos puentes, habiendo subido hasta el techo de estos, y, después, desde luego,
interrumpiendo el tráfico entre las dos partes de la ciudad por algún tiempo… (Los
niños no pudieron ya asistir a sus escuelas, que funcionan tanto en una parte de
la población como en la otra; ¿cómo iban a pasar el Serrano rebalsado y cuyos dos
puentes estaban inundados?)…
Y, en su mayor parte, las actividades cotidianas de las gentes se suspendieron
también, como es natural, por todo el tiempo que duró el asombroso fenómeno
fluvial, que tuvo, asimismo, desastrosas consecuencias en muchos aspectos más,
sobre todo en el agrícola…).
102 Ande y Selva

Un denso olor a barro flotaba en el ambiente… ¡Fue un espectáculo grandioso


y terrorífico esa llocllada!... El río seguía creciendo y creciendo; por la mitad de él,
donde la fuerza de la corriente era mayor, pasaban grandes palizadas, toda clase de
animales ahogados: motelos; zahinos; huanganas; sachavacas; pumas; ronsocos;
los horribles chushupes, las gigantescas boas, algunas de las cuales, semiasfixiadas,
sobre las palizadas, bajaban alzando las cabezas o chicoteando las enormes colas;
ganados ahogados de las haciendas, gallinas, inmensos árboles arrancados de cuajo
por la furia de las aguas, cuyos verdes ramajes se distinguían a gran distancia de
sus raíces; chozas de las chacras, nidos de aves, troncos de plátanos… En uno de
esos momentos, hasta dicen que pasó un animal raro, semiasfixiado por el barro
de las aguas, que nunca habían visto ni conocido las gentes, y que, como cuentan
ellas, era algo así como un elefante, con una trompa larga y el cuerpo “murco-
murco”, es decir, con una serie de granulaciones, y de color verduzco, que bajaba
moviendo la trompa de un lado para otro, como tratando de no ingerir más agua
barrosa. Un monstruo cuyo aspecto y presencia llenó de más pánico a la gente
que, asustada, contemplaba la llocllada.
—¡Taita Diosito, la “madre del río”!
—¡La “madre del río”!...
—¡De la cabecera del río viene!...
Exclamaban, atemorizadas, las gentes, al ver pasar el extraño animal…
Entre esas palizadas, entre esas chozas, bajaban también mujeres y hombres
ahogados, niños y adultos, que fueron sorprendidos en la noche, durmiendo
en sus chacras ribereñas, por la llocllada… Ya, después, poco a poco, se supo
el número y los nombres de esas víctimas inocentes. ¡Y cuánta gente tuvo que
refugiarse en los bosques, sufriendo hambre y mil privaciones más!... ¡Oh, la
llocllada, avalancha monstruosa, que cubre y arrasa todo a su paso; avalancha
cósmica furiosa, irresistible, que arrastra todo en su veloz carrera! El hombre
y el animal, cuando no son cogidos de sorpresa por su loco torbellino, huyen
despavoridos ante su llegada, que es anunciada por un ruido como de tempestad
horrorosa…
Bandadas de loros, en alocada fuga, pasaban por el cielo sereno e impasible,
hacia abajo, lanzando chillidos lastimeros, así como bandadas de garzas y de patos
salvajes emigraban hacia otros parajes… El río seguía creciendo, hinchándose más
y tomando un tinte más encendido de sangre… Los peces, asfixiados por el barro
de las aguas, bajaban muertos por millares, o saltaban a las orillas, completamente
atragantados del lodo, o fugaban hacia los torrentes o riachuelos afluentes, donde
morían sin remedio al encontrase con las mismas aguas barrosas del rebalse…
¡Ni un ser del río se escapó!... ¡Fue el Juicio Final de los peces! ¿Qué pez iba a
resistir el denso barro de las aguas?... (Después de la llocllada, ¡cuántos esqueletos
de peces se encontró hasta en las ramas de los árboles ribereños!)… Las gentes,
dejando el miedo de que estaban poseídas, juntaban en grandes cantidades los
peces. ¡Fue una pesca natural y más fecunda, desde luego, que las otras hechas por
los hombres…!
Francisco Izquierdo Ríos 103

El río seguía creciendo más y más, llenándose sobre todo, de barro… Hasta que
llegó un momento en que parecía estar detenido, que ya no corría, ¡como una
monstruosa cantidad de sangre palpitante!...
De los bosques ribereños de la ciudad, ante la formidable llocllada, salieron,
espantados, a aquella, cuadrúpedos, aves, víboras; estas sobre todo, al correr por
las calles y huertas, llenaban de más terror a los pobladores… ¡Gran confusión
y pánico reinaba en la ciudad… Las gentes, sobre todo las viejecitas, lloraban de
miedo; creían que algún castigo sobrenatural se producía y que la llocllada del río
era el principio de él… En la iglesia, las campanas no cesaban en su afán de plegaria,
desparramando en el ambiente la emoción de un terror más misterioso; todos,
niños y adultos, se arrodillaban en las calles y dirigían sus peces al Altísimo…
¿Y qué es lo que había sucedido en el río?... Por su cabecera, que está por los
ramales de la Cordillera Oriental, llovió a cántaro, torrencialmente; un inmenso
cerro, minado por el aguacero, se derrumbó en su lecho, siendo desmenuzado
violentamente por sus furiosas aguas, que sin cesar aumentaban en caudal, por las
lluvias y la crecida de los numerosos riachuelos afluentes… Por la tierra rojiza de la
montaña, las aguas del río tomaron el color encendido de sangre…
Esto es lo que sucedió, como se comprobó después…
Y por mucho tiempo, casi por el espacio de un mes, la ciudad se vio privada,
sobre todo, de agua limpia; las gentes tenían que recogerla de los pozos lejanos
y de bien arriba del riachuelo Serrano. Y por mucho tiempo más sufrió escasez
de víveres, pues, cuando pasó la llocllada, todas las chacras, que en su mayor
parte son abiertas a las orillas del río Saposoa, habían sido devastadas; todas ellas
quedaron sepultadas por montones de lodo rojizo y brillante. El paisaje, después
de la llocllada, era de una desolación aterradora; todas las riberas bajas del río
estaban sepultadas por montañas de barro; los árboles gigantescos mostraban sus
troncos embadurnados de lodo hasta gran altura; algunas haciendas, las no muy
lejanas al río, estaban totalmente cubiertas por esta sustancia limosa, semejando
inmensas llanuras espejeantes al sol…
Enormes palizadas (grandes árboles, cañabravas, palmeras, troncos de plátanos,
en confuso montón) quedaron varadas a lo largo de las orillas, sobre el lodo, o
atajadas en los troncos de algunos árboles…
Y mucho tiempo después de la llocllada veíase todavía a los arbustos de las
orillas, especialmente a las retamas, seguir cubiertos por tierra seca, tanto sus tallos
como sus hojitas, que las lluvias poco a poco iban limpiando… En todos los lugares
ribereños se encontraba el limo seco y rojizo de la terrible y extraña llocllada…
La ciudad quedó envuelta en una densa atmósfera de pestilencia, debido a
la descomposición de los peces muertos dentro del lodo, así como a la de los
cadáveres de otros animales; el hedor fue insoportable por algún tiempo…
Millares de gallinazos habían hecho sus campamentos en las altas copas de los
árboles ribereños, desde donde bajaban a las orillas a banquetearse con los peces
muertos, pero con suma cautela en los primeros días, porque el lodo era trampa
peligrosa, y, en efecto, a muchas de estas aves de rapiña las vieron, como cuentan,
104 Ande y Selva

estar luchando, desesperadamente, por salir del fango, o las encontraron muertas,
después, enterradas en algunos sitios, a donde se metieron por su imprudente
voracidad…
Luego, muchas enfermedades asolaron a la ciudad, y decían también que,
después de la llocllada, los bosques cercanos a ella se poblaron de boas, serpientes
que antes no existían en ellos…
Una llocllada en la Amazonía deja, pues, tras sí un paisaje de infinita desola-
ción…
Francisco Izquierdo Ríos 105

Vocabulario

Alalay… Alalay Expresión interjectiva para manifestar frío.


Alza Comida que las gentes, en las fiestas u otras opor-
tunidades, separan o guardan para llevar a su casa.
Sobra.
Agregados Indios o mestizos de la Sierra que viven en las
haciendas de algunos ricachos, trabajando para
estos, a cambio de pequeñas parcelas de terrenos
que les ceden para que hagan sus chacritas. Esta
pobre gente, a final de cuentas, resulta debiendo
fabulosamente al patrón.
Antu Antonio.
Armada Acto de chacchar coca.
Ayamaman Pajarillo de la Selva, cuyo canto es como un lloro
quejumbroso; es motivo de una triste y bella
leyenda. (“Madre muerta”, literalmente).
Ayañahuis (Ojos de muerto). Gusano de luz.
Ayapullito (Pollito muerto). Créese en la Selva que hay un pa-
jarillo fúnebre, de plumaje negro y cabeza pelada
como calavera, que canta como un pollito y anda
con las almas en las noches. Se le considera como
anunciador seguro de muerte.
Barbacoa Especie de andamio de las cocinas, construido de
carrizos o de cañabravas, donde guardan los uten-
silios.
Barbasco, Cube Con su jugo se pesca en los ríos.
BelishO Belisario.
Benja Benjamín.
Boquichicos Grandes peces de boca chica.
Cachaza Densa espuma que se forma en la superficie del cal-
do de caña que hierve en las pailas. Aguardiente.
106 Ande y Selva

Caimito Árbol de la Selva, de frutos agradabilísimos y que


tiene la forma de senos de mozas que recién entran
a la adolescencia.
Caláver Cadáver.
Calavér Calavera
Ceba Cantidad de caldo frío de caña que se agrega, de
rato en rato, a las pailas.
Centros Polleras coloradas que usan las indias.
Ceras Velas para la iglesia.
Cancha Maíz tostado.
Convento Casa especial para el cura, que existe desde el tiempo
del coloniaje en los pueblos del departamento de
Amazonas, junto a las iglesias.
Cuchi Chancho. También voz interjectiva para espantar a
este animal.
Chacramas Insectos de gruesos élitros de la Sierra, que apare-
cen en la época de las aradas.
Chacchar Mascar coca.
Charapas Tortugas de río.
Chicua Ave agorera de la Selva, de plumaje granate y del
tamaño del pollo. Cuando su canto es melancólico,
según el decir general, es porque anuncia aguacero,
y cuando semeja una risa sarcástica es porque
avisa alguna fatalidad.
Chillica Planta que crece, sobre todo, al borde de los cami-
nos.
Chirapa Arco iris. Lluviecita con sol.
Chullachaqui Llámase así en la Selva a un ser fantástico del cual
dicen tiene pies desiguales. Diablo.
Chunlla Silencio, callado.
Churo Caracol, que en la Selva se utiliza como lámpara a
base de aceite de higuerilla.
Chushupes Grandes y terribles víboras de la Selva.
Enemigo Diablo. Duende.
Fayna Faena. Trabajo.
Faynados Faeneros.
Felsha Feliciana.
Francisco Izquierdo Ríos 107

Flautero Pajarillo de la Selva, cuyo canto parece el tañido de


una flauta, de allí su nombre.
Hítil Pequeño árbol de la Selva, de corteza roja y llena
de granulaciones, que tiene la propiedad maravi-
llosa de quemar la piel de la gente que pasa junto
a él o que lo toca. Posiblemente se debe a exhala-
ciones de sustancias caústicas.
Huahuasapa Largo y delgado palo con tres fisgas de hierro en la
punta, que utilizan los pescadores en la Selva para
picar a los peces.
Huanganas Jabalíes.
Huanquina De Huancas, pueblecillo del departamento de
Amazonas, en las cercanías de Chachapoyas, don-
de hacen ollas y cántaros de barro.
Huarapo Caldo de caña fermentado.
Huíshilla Cucharón de palo.
Guabos Inmensos árboles frutales de la Selva, cuyos frutos
alargados cuelgan como serpientes; hay de dife-
rente calidad.
Jeshu Jesús.
Juasú Dió Expresión de asombro, de admiración.
Juandela Juan de la Cruz.
LamparillA Créese en la Selva en la existencia de esqueletos
que llevan una lámpara a la altura del corazón, y a
los que denominan así.
Levanto Pintoresco pueblo de origen incásico del departa-
mento de Amazonas; célebre por sus antiguas mú-
sicas y danzas litúrgicas.
Llicllas Pañolones tejidos por las mismas indias.
Llocllada Formidable crecida de los ríos con derrumbe de
cerros en sus techos.
Mamas Madres.
Manecer Amanecer.
Mansionar Estar en la chacra por algún tipo, pernoctando en
ella; voz netamente de la Selva.
Mañu Manuela.
Marañones Árboles de fruta exquisita, que hacen bosque en
las huertas de los pueblos de la Selva.
108 Ande y Selva

Mingas Personas que ayudan a trabajar a otras de un modo


gratuito, pero con cargo de reciprocidad.
Molinopampa Pueblo del departamento de Amazonas.
MoTELos Tortugas de tierra.
Munchas Llámase así en la Sierra a los naturales de Moyo-
bamba, y de un modo general a todos los habitan-
tes de la Selva.
Murucha Gallina de plumaje negro y blanco.
Muyuna Gran recodo de agua arremolinada en los ríos. Re-
molino.
Nico Nicolás.
Ocueras Arbustos de la Selva.
OjÉ Gigantesco árbol de la Selva cuya resina blanca le-
chosa toman como purgante.
Pascana Término de jornada en los caminos, donde los
viajeros pernoctan.
Paucares Turpiales.
Pesado Dícese de los lugares donde según la fantasía po-
pular aparecen fantasmas.
Pichuchito Gorrioncito.
Pischcohuañuna (Donde todo pájaro se adormece o muere). Altí-
sima puna de la Cordillera Oriental, en el depar-
tamento de Amazonas y en el camino al departa-
mento de San Martín.
PÍuros Pájaros de pecho amarillo y de alas negras.
Pique Nigua.
Pona Tallo de una palmera del mismo nombre.
Porai Por allí, por ahí.
PuÉ Pues.
Puñetes Avaros. Trompadas.
Purma Pequeño bosque formado en una chacra abando-
nada.
Puro-Puros Pequeños frutos de la Selva, parecidos a las grana-
dillas.
PurTo-mote Maíz y frejol cocinados en mezclas, muy agradable.
Quebrada En la Selva, denomínase así a un riachuelo o to-
rrente.
Francisco Izquierdo Ríos 109

Quén, quén Pájaro de plumaje verde azulado y amarillo, que


en su canto expresa claramente las palabras “quén,
quén”; de allí su nombre. Vive en los bosquecillos
de junto a los caminos.
Quillas Haraganes, perezosos.
Quincha Tejido de cañabravas de carrizos o de poras que ha-
cen de paredes en las chozas.
Quimingo Comida para almuerzo.
Quimingueros Los que llevan quimingo.
Quipe Carga. Voltijo.
Remes (palillos) Árboles frutales de la Selva.
Renacos Frondosos árboles y con grandes aletas, que crecen
en los caminos y en los solares de los pueblos, cu-
yos pequeños frutos rojos comen los pájaros y los
murciélagos.
Saposoa Ciudad capital de la provincia de Huallaga. Río.
Serrano Riachuelo, afluente del Saposoa.
Setico Árbol de la Selva.
Sacanche Pueblecillo de la provincia de Huallaga.
Sachavaca (Vaca del monte) Danta o tapir.
Shapumba Planta herbácea de la Selva, semejante por su for-
ma al helecho, que cubre grandes extensiones de
terrenos, pareciendo a la distancia como inmen-
sas pampas amarillas.
Shapumbal Sitio cubierto de shapumba.
Sheva Sebastián.
Shishaco En la Selva, llámase así al serrano.
Shihuín Pájaro de plumaje terroso, que no tiene nidos; llá-
mase así en la Sierra, y “cacho” en la Selva. En la
región se le considera como símbolo de la pereza.
Shicra Especie de talega tejida de cabuya.
Shóoo Voz interjectiva para espantar gallinas.
Sombra Alma. Tunchi.
Suterranía Subterráneo.
Tai titu (Padrecito, literalmente). Voz interjectiva de admi-
ración, asombro, desesperación. Amito.
110 Ande y Selva

Tangarana Árbol de la Sselva de interior hueco, donde viven


millares de hormigas rojas y ponzoñosas del mis-
mo nombre.
Timbuchi Caldo de pescado fresco.
Tisha, tisha Desordenado; gráfica expresión para afirmar que
el cabello de una persona o el pelo de los animales
está desordenado.
Tuchpo Piedras del fogón.
Tunchi Difunto, alma. Sombra. (En la selva, créese que el
alma silba y llora amargamente).
Trocha Pequeña senda abierta en la Selva intrincada, a
golpe de machete.
Temple Valle de clima templado en la Sierra, generalmente
a la orilla de los ríos.
Utcubamba Pequeño río del departamento de Amazonas.
Ventilla Paraje en el camino de Chachapoyas a Moyobam-
ba, en las faldas del Pishcohuañuna.
Verdadmente Verdaderamente.
YacumamaN (Madre del río) La fantasía popular nombra así a las serpientes
que frecuentan las pozas de los ríos o que viven
en ellas o a cualquier otro animal.
Yanchama Árbol gigantesco de la Selva, que tiene frutos agra-
dables, muy apetecidos por los chanchos y aun
por las gentes.
Zajino (Zahino) Cuadrúpedo de la Selva, muy parecido al cerdo.
Zapote Enorme árbol frutal de la Selva, sus frutos tienen
forma de corazón.
Izquierdo Ríos, Francisco
1944 Tierra peruana. Lima: Librería e Imprenta D. Miranda.

En este libro se han omitido los siguientes cuentos:


“El tucán”, “Justino y el cóndor”, “Tito y el lagarto”, “Rubén y Adela” (con el título
“El gallito imprudente“), “El ayamaman” (con el título “Los niños pájaros”)
aparecen luego en El árbol blanco, “Los lic-lics y Dios”, “El pájaro holgazán”, “La
paloma encantada”, “El hitil”, “El señor cura de la Jalca y el Quién quién” y
“La ciudad perdida” aparecen en Cuentos del tío Doroteo; los dos últimos cuentos
bajo el título “El señor cura de la Jalca y el pájaro Quién quién” y “La ciudad
encantada” respectivamente; “La bandera, flor del pueblo” y “Escolar andino”
aparecen en Maestros y niños; “Sinti, el viborero” aparece en Sinti, el viborero.
DEDICATORIA

Al doctor don Alfonso Villanueva Pinillos, gran animador


del movimiento educacional en el país desde su alto cargo de
director de Educación Común.

EL AUTOR
Dos palabras

C on la presente obra trato de contribuir, en algo, al afian-


zamiento de la peruanidad y de una auténtica Escuela
Nuestra, que en estos momentos en el país se encuentra
en formación.
Nada como una Literatura Infantil para fijar, moldear el
espíritu nacional, ya que su influencia es directa en el niño,
ciudadano del mañana. Por eso, este libro con esencia nuestra,
aunque incompleto todavía. Faltan en él, sobre todo, motivos
de la costa y otros. Nuestra Historia, por ejemplo, es un vasto
campo de temas bellísimos e instructivos para el niño. En un
próximo libro tendré en cuenta todos estos aspectos y lo que
me dicte la experiencia del presente.
Con esto no quiero afirmar que nuestra Literatura Infantil
debe estar estructurada solo a base de motivos nacionales, pero
sí, que en esta hora de transición, en que el Perú está forjando
su personalidad vigorosa de nación, adquiriendo confianza en
sus propias fuerzas peruanizándose digamos, es necesario que
así sea, como una contribución, pues, al logro de ese ideal.
Mi máxima aspiración es que esta obra, que ha sido hecha
con cariño y alto sentimiento patriótico, llene su finalidad.
Esta es tu patria, muchacho

M uchacho, sentémonos a la sombra de este árbol y escúchame:


El Perú es uno de los pueblos más privilegiados de la tierra. Es como un
cofre de riquezas naturales. Tiene tres regiones, cada cual más distinta a la
otra en todo aspecto. La Selva, la Sierra y la Costa. Cuyo origen está en la cordillera
de los Andes, que le atraviesa como una columna vertebral.
Aunque muchos por este tiempo están diciendo que tiene seis u ocho regiones.
Nosotros no vamos a discutirlo. Allá los estudiosos, que en la mayoría de las veces
les gusta embrollar más las cosas. Pero sí vamos a convenir en que cada región
tiene zonas diferentes o subregiones, teniendo la Costa aún el mar, que es un
mundo de riquezas, con sus peces, sus aves guaneras, y por donde nuestros barcos
van hacia todos los puertos del orbe, llevando altaneros nuestro pabellón.
En mi larga vida de maestro primario, he trabajado en la Selva, en la Sierra
y en la Costa y también he viajado por el mar. Así que, muchacho, lo que te
estoy exponiendo es con pleno conocimiento de causa; como debe ser en todas
las cosas.
La Selva, generalmente llamada Montaña —Selva es el nombre más apropiado—,
es una llanura inmensa, poblada de árboles, de ríos y lagos. Es como un profundo
abismo de la Creación, donde hierve la vida. Comienza en las faldas de los últimos
cerros de la cordillera Oriental y termina en las playas del océano Atlántico. El
Brasil, ese gran país vecino, está también en plena Selva. Uno queda pasmado al
contemplar desde una de las cumbres del Ande su magnificencia y se convence,
más que con otras razones, de la existencia de un Ser Supremo que creó y rige el
Universo. Su fisonomía, como es natural, cambia desde la parte alta a la baja o llano
amazónico, propiamente dicho; aquí el bosque es más compacto y majestuoso, y
los ríos, logrados de plenitud. Entre la Selva Alta y la Baja hay una diferencia como
de la luna nueva a la luna llena.
Es una tierra brava, donde el sol quema como ascua. De variable meteorología.
De un momento a otro llueve, como que hace sol fuerte. Las tempestades son por
118 Tierra peruana

demás violentas, con truenos, rayos, relámpagos y lluvia torrencial. Las nubes
arrojadas del techo andino por los vientos alisios descargan en ella su contenido
cósmico. Cuando los ríos crecen, inundan los bosques, las chacras y pueblos. En
ella está la Hoya Hidrográfica más grande de la Tierra: el Amazonas, el Rey de los
Ríos del Mundo, con su corte de ríos grandes y pequeños, como el Ucayali, el
Marañón, el Huallaga, el Morona, el Pastaza… Dentro de los bosques hay lagos,
que son fecundos viveros de paiche, este pez tan sabroso y que constituye uno
de los principales alimentos del hombre selvático. Sería largo enumerar todos los
aspectos de esta región; pero, te diré que en lo que respecta a flora y fauna es, acaso,
la cuenca más rica del mundo; y lo mismo podemos decir del reino mineral.
Tiene maderas de toda clase, desde el cedro hasta la caoba. Tú habrás oído
hablar del caucho. Este árbol histórico y tan útil es originario de allí. (La pelota
con que juegas está hecha del látex de ese árbol, así como las llantas de los carros
y aviones). Y hay muchos otros árboles de gran utilidad también, como la balata,
la quina; y raíces como el barbasco, cuya explotación constituye, ahora, una de
las industrias más lucrativas de la Selva. El reino vegetal es, pues, sencillamente
fantástico en esta región.
Infinita variedad de aves, ofidios, saurios, insectos, peces, cuadrumanos, cua-
drúpedos la habitan. Sus ríos también arrastran pepitas de oro desde las rocas
andinas. Yacimientos de petróleo existen en casi toda su extensión.
El hombre vive allí en continua lucha con la naturaleza bravía y dominante.
El hombre mestizo e indio debe saber que en el corazón de la Selva hay todavía
numerosas tribus de indios salvajes. Y una cosa que también debes saber —y que
te interesa— es que los niños, en su mayor parte, van en canoas por los ríos a sus
escuelas, llevando su almuerzo al que llaman mircapa, pues estas, por lo general,
están ubicadas en las riberas.
La Sierra, en cambio, es una región erizada de grandes montañas, que —como
ya te dije— atraviesan al Perú, de sur a norte, como una espina dorsal. Tiene altos
picachos y valles profundos. Escarpas desoladas y abismos oscuros. Su paisaje es
variado y bellísimo, en lo que difiere de la Selva, cuyo paisaje, también bello, es,
como ya hemos visto, solo de árbol, agua y sol. En una hora se pueden atravesar
lugares de diferente naturaleza: frígidos, templados y cálidos como en la Selva. De
allí se dice que la Sierra tiene todos los paisajes y climas —agregando nosotros: y
todos los productos del mundo—. En esta región se encuentra aquella maravilla
cósmica: el Lago Titicaca, de cuyas áureas aguas de leyenda salieron Manco Cápac
y Mama Ocllo, fundadores del Imperio del Sol y donde, en el presente siglo, en
una escena de su película Saludos, Walt Disney, el Mago de los dibujos animados,
hace actuar a su simpático Pato Donald, amigo de los niños… En sus ilimitados
pastales cubiertos de niebla y soledad, muge el ganado; y en las riberas de sus
ríos torrentosos, se desarrollan bosques exuberantes como en la Selva misma.
En sus laderas, granea el maíz, el trigo y la avena y se fecunda la papa desde la
época de los incas. Y en toda su geografía, rinden su tributo al hombre diversidad
de árboles frutales. La Sierra es, por excelencia, región agropecuaria y minera. En

Barbasco. Cube.
Francisco Izquierdo Ríos 119

esta tierra agreste viven el mestizo y el indio. Este indio aimara y quechua, que
fue la base humana del Imperio incaico, no ha sido aún asimilado del todo por
la civilización; constituye la mayor población del Perú y uno de sus problemas
capitales. La raza indígena o de bronce, como también se le llama, sigue, pues,
vegetando en las quiebras y punas de la Cordillera. El hombre andino, en general,
usa poncho manufacturado de lana de carnero y de vicuña. Los niños en su mayor
parte, van también a sus escuelas, de largas distancias, como en la Selva, llevando
en su alforjita azul su almuerzo, el quimingo, como lo llaman.
La faja de tierra arenosa, contenida entre los últimos cerros de la cordillera
Occidental y el mar, es la Costa. Desierta, en su mayor parte, donde nunca llueve
y donde el viento, la soledad y la arena conviven en perfecta armonía. Los ríos que
como blancas venas de vida salen del Ande, en busca del mar, la atraviesan; muchos
de ellos desaparecen en sus resecas fauces. Yo he tenido ocasión de contemplar,
en esta región, paisajes de belleza infinita que superan a toda fantasía: sus blancos
túmulos de arena, sus dunas en forma de medialunas, sus espejismos, líneas y
dibujos caprichosos hechos en los bordes de los montículos de arena por el viento,
fino y vagabundo artista. Puestas de sol, cuando este, como globo de fuego, se
hunde en el azul del mar. Los barcos de vela. Las aves. Sin embargo, en la Costa no
todo es soledad y desierto. Hay hermosos oasis, de trecho en trecho. Y, además, en
esta región se encuentran las grandes y prósperas ciudades del Perú; por ejemplo,
Lima, la capital, fundada por Francisco Pizarro, el Conquistador, está en ella. La
Costa, pese a su naturaleza árida, es la región más industrializada de la patria,
por su proximidad al mar, que permite el tráfico de barcos; y, por consiguiente,
el intercambio económico y cultural con los países extranjeros. El hombre, aquí,
hace prodigios de esfuerzo. En ella están las grandes haciendas de caña, de arroz,
de algodón. Extensos viñedos y olivares. Refinerías de petróleo.
La carretera Panamericana la cruza en toda su extensión, de sur a norte,
uniendo como cordel fraterno, las manos a los países de América. Los vientos de la
civilización soplan más en ella, por su especial situación, que en la Sierra y la Selva.
En este medio, desenvuelve su existencia el hombre. Por las perspectivas que ofrece
en todos los aspectos de la vida, intelectual, económica, etc. Los hombres de la Selva
y de la Sierra afluyen a ella. El paisaje humano es aquí más diverso y complejo, que
en las otras regiones. Después del mestizo, propiamente dicho, y el no muy elevado
porcentaje de extranjeros inmigrados, están el zambo y el injerto, producto este del
cruce del chino o japonés con el mestizo. La presencia del chino se debe, fuera del
natural fenómeno de la inmigración, al hecho de que en el gobierno de don Ramón
Castilla se trajeron al Perú hombres de esta raza para las faenas agrícolas; y la del
zambo, a la importación que se hizo de negros en la época colonial para reemplazar
al indio en el duro trabajo de las minas, que como sabemos no fue así, porque los
negros solo sirvieron para actividades domésticas. Curioso es observar que en las
ciudades de esta región las peluquerías, restaurantes, lavanderías, puestos de fruta,
están, en su mayoría, en manos de los chinos y japoneses.
Muchacho, he contemplado también al Perú desde el espacio. En un viaje en
avión. ¡Con qué nitidez se distinguen sus diferencias geográficas! La Selva, abismo
verde oscuro, parece otro mar con las manchas de sus flores, de sus lagos y ríos,
120 Tierra peruana

con sus islas, bahías, ensenadas, cabos y penínsulas. Los Andes, caos de picachos
y abismos, confuso hacinamiento de montañas y valles, con sus desmañadas
chacras en las faldas, millares de caminitos zigzagueantes, cintas de ríos y una
que otra población borrosa y uno que otro tejado rojo prendido en el esmeraldino
hombro de un cerro. La Costa, con su sábana de arena y sus chacras y huertas
tiradas a cordel, que dan la sensación de un tablero de ajedrez. Y el mar, abismo
azul oscuro, con sus aves, islas y barcos, parece estar pegado al cielo en el claro
límite del horizonte.
En estas tres regiones, hace siglos, antes de los incas, han florecido avanzadas
civilizaciones; y algunas muestras de su existencia han quedado. De los nazcas y
chimús, huacos, telas, momias, ruinas de sus mansiones y templos, en la Costa;
de hombres misteriosos en la Sierra, de sur a norte, de este a oeste, objetos de
uso personal, palacios, templos, momias en las quiebras de los cerros, las pétreas
ruinas del Tiahuanaco, Kuélap, Chavín de Huantar; y en la Selva, azules hachas de
piedra, grandes obeliscos de piedra, semihundidos en la tierra, con grabados de
figuras de serpientes.
Posteriormente, asentó sus dominios en casi todo este vasto territorio, y aun
en el extranjero —Bolivia, Argentina, Ecuador—, el Imperio incaico, que por la
adelantada civilización que tuvo, es muy conocido en todo el mundo y que por lo
mismo constituye para nosotros un glorioso pasado. Las ruinas de esta formidable
civilización están en todas partes, menos en la Selva, porque los incas solo llegaron
a sus fronteras en su afán de conquista. Sus aguerridas legiones se detuvieron ante
sus primeros verdores: el cóndor no encontró picacho para su nido.
Como consecuencia del Descubrimiento de América por Cristóbal Colón,
vino la Era de la Conquista en el Mundo. Y el Perú, como otros pueblos, fue
conquistado. Los españoles al mando de Francisco Pizarro, dominaron el Imperio
incaico después de una serie de hechos heroicos, tanto de su parte como de los
indios. Recordarás el apresamiento y muerte de Atahualpa en Cajamarca, el último
inca, acto que tiene todos los contornos de un drama épico y elegíaco, que en su
magnífica tela Los funerales de Atahualpa, inmortalizó nuestro pintor Montero; pero
que aún espera su cantor, su poeta máximo… a Cahuide, el valiente, que envuelto
en su manto prefirió arrojarse de la fortaleza de Sacsayhuaman a entregarse al
enemigo. Y justo es reconocer el valor de los conquistadores españoles que por
estos agrestes territorios, llenos de soledad y misterio, anduvieron, jinetes en sus
corceles, venciendo increíbles dificultades con admirable decisión y arrojo.
Trescientos años duró este vasallaje, donde el indio adquirió perfiles de mártir;
trescientos años el Perú vivió bajo el férreo dominio de España.
Los clarines de la Libertad vibraron en el horizonte de la patria.
Desde antes hubo intentos de emancipación; la sangre de Manco Inca, Túpac
Amaru, Pumacahua, Melgar, el primer poeta peruano, fecundó la semilla de ese
ideal en la Tierra Nueva.
La jornada de la Independencia fue ardua y sangrienta. Hasta que en Ayacucho,
se sella la libertad del Perú y de América. En este bélico panorama, hay figuras
Francisco Izquierdo Ríos 121

como San Martín, el General argentino, que se separa del proscenio americano
dando un ejemplo de alta nobleza espiritual, que pocas veces se produce en el
hombre y cede el sitio a Bolívar, el venezolano, este Genio de las Américas, cuya
estatura inmortal debe medirse solo con aquella palabra que pronunció, en medio
de tantos reveses y fracasos, de tanta miseria humana, en un apacible huerto de
Pativilca: “TRIUNFAR”; como Sucre, el Magnánimo; Córdova, el Impetuoso, cuya
orden de ataque en Ayacucho: “PASO DE VENCEDORES”, es ejemplar en los anales
del ceñudo Marte. Y Olaya, el Mártir Chorillano, que se tragó las cartas antes de
entregarlas al enemigo, en un arranque de patriotismo sublime.
¿Y el bello episodio de la creación de nuestra bandera? Episodio que tiene todo
el encanto de un poema. San Martín, una tarde en que descansaba su áurea fatiga
de Libertador, en una loma de la bahía de Paracas, adormecido por el inmenso
murmullo del mar, al levantarse distinguió en la lejanía sobre la pampa azul del
océano, una bandada de aves blancas y rojas; entonces, con esa decisión y precisión
que caracteriza a los héroes, exclamó: “Esos colores debe tener la bandera del Perú”.
Y nuestra bandera fue hecha. De veras, amiguito, ¿que este episodio es bello y
tiene todo el encanto de un poema?
Después de esta agitada época que es el capítulo más noble de nuestra historia
y uno de los más nobles de la historia universal, porque se luchaba por la libertad,
ese “sagrado don que nos dieron los cielos”, viene la República. Empieza el Perú,
como muchos otros pueblos de América, a vivir su propia vida, sin ningún tutelaje;
y como tal, su existencia marcha por caminos de tanteo, de incertidumbre, en una
ansiosa búsqueda de sí mismo. Recién está encontrándose, recién va teniendo
conciencia de su personalidad de nación. Pero le falta aún mucho. Este ideal de
peruanidad sazonará con el esfuerzo, sobre todo, de las nuevas generaciones, con
el esfuerzo de los muchachos como tú, ciudadano del mañana.
Antes de terminar este discurso que está resultando muy largo —y que
posiblemente te ha cansado ya—, es menester que te aclare algunas cosas: el Perú
es todavía un país, donde el medio, por su exuberancia, domina al hombre. Pero
es necesario que todos los peruanos trabajemos por la futura grandeza de nuestra
patria, con el músculo y el cerebro y con elevada conciencia cívica.
Es tiempo ya que el Perú deje de ser “un mendigo sentado en un banco de oro”,
como lo anatematizó el sabio. Un país de tantas posibilidades debe abastecerse a
sí y por sí mismo y convertirse en una de las grandes naciones del mundo, a que
tiene derecho. No hay mejor forma para un país de servir a la humanidad, que
estando en un alto grado de adelanto y civilización.
Nuestro país para conseguir esta plenitud de su progreso, necesita, ante
todo, unidad. Las barreras geológicas de su naturaleza serán vencidas por las vías
modernas de comunicación, ferrocarriles, carreteras, aviones, que como una lógica
consecuencia traerán el acercamiento geográfico y la industrialización. La unidad
racial vendrá con la culminación del mestizaje, cuando el indio sea absorbido
totalmente por la civilización, cuando nuestros diferentes tipos humanos se fundan
en uno solo. El hombre nuevo que hará el progreso del Perú está en marcha; está
llegando por las pendientes del alba. Se oyen ya sus trompetas.
122 Tierra peruana

Hay que comprender que constituimos una unidad dentro del concierto de
las demás naciones del mundo y que nos debemos nuestra propia evolución. Que
debemos ser un país querido y respetado por todos, por nuestro amor a la paz y al
trabajo. El Perú lo será, por obra de sus hijos como tú, ciudadano del mañana.
Esta es tu patria, muchacho, trabaja por ella y defiéndela cuando sea necesario.
Esta es tu patria, la patria de los incas; la de Melgar y Garcilaso de la Vega, co-
lumnas primigenias del edificio de la peruanidad; poeta de los yaravíes, que refle-
jan el sufrimiento del indio y que rindió el tributo de su vida en aras de la libertad,
el primero; e historiador y el más importante apologista de la tierra peruana, el
segundo.
Esta es tu patria, la de Rodríguez de Mendoza, el agitador espiritual de la Inde-
pendencia; la de Daniel A. Carrión, el Mártir de la Medicina, que se inoculó el virus
de la verruga para descubrir un remedio contra ese terrible mal.
Esta es tu patria, muchacho, la de los huainos, tonderos y marineras.
Esta es tu patria, la de Bolognesi, Grau, Alfonso Ugarte y Leoncio Prado, héroes
sin par de la guerra; la del Mariscal Ramón Castilla, honra y prez de nuestro Ejército
y el más grande Presidente de la República que hemos tenido, por su clara visión
de nuestros problemas y su hondo fervor de peruanidad.
Esta es tu patria, muchacho, la de Ricardo Palma, el ingenioso tradicionista; la
de Santa Rosa de Lima, rosa peruana que ofrendó su eterno perfume de santidad
a la América y al Mundo.
Esta es tu patria, muchacho, la de Alomías Robles, el fervoroso explorador de
nuestra alma musical.
La de José Santos Chocano, el poeta frondoso y versátil; la de Jorge Chávez, el
aviador; la de Merino y Baca Flor, pintores geniales.
Esta es tu patria, muchacho, la de César Vallejo, el poeta de más hondura lírica
y humana que ha producido la tierra hispanoamericana; y la de Ciro Alegría, el
novelista universal de nuestro medio humano y telúrico.
Esta es tu patria, muchacho, la de Manuel González Prada y José Carlos
Mariátegui, grandes escritores, pensadores y forjadores de la nacionalidad.
La que tiene abiertas sus puertas a todos los hombres del mundo que quieran
venir a vivir en sus tierras fecundas, con ansias de paz y trabajo.
Esta es tu patria, muchacho, y debes sentirte orgulloso de ella. Su porvenir está
en tus manos, ciudadano del mañana.
Francisco Izquierdo Ríos 123

Ronda peruana

Jugaremos a la ronda,
muchachitos de la Costa.
En esta bella mañana,
muchachitos de la Montaña.
¡Qué linda es nuestra tierra,
muchachitos de la Sierra!
Mar, árbol y escarpa,
forman nuestra Patria.
En la cumbre del Ande,
bailemos muy contentos,
por nuestra Patria grande,
a sol, niebla y viento.
A la orilla del Amazonas,
bailemos nuestras rondas.
A la orilla del océano,
muchachitos peruanos.
¡Hurra! ¡Por el Perú!
¡Por el Perú! ¡Por el Perú!
Alegres los corazones,
muchachitos de las tres regiones.
Costa, Sierra y Montaña,
bailan en esta mañana,
su ronda peruana.
124 Tierra peruana

Mi patria

Mi Patria es tan grande


y de la belleza sin par;
la forman la Selva y el Ande,
la Costa y el Mar.
La Sierra, caos de valles y montañas,
ganados tiene en sus pastos de soledad,
y en sus faldas ondula el trigal.
La Selva es una inmensa llanura
de árboles, de sombras y luz solar,
con sus ríos, sus lagos y espesura
es la Despensa de la Humanidad.
Y larga faja de tierra es la Costa,
con verdes oasis y desolado arenal,
a pesar de ser la región más angosta
es la más adelantada e industrial.
Con sus islas, peces y aves guaneras,
es otro mundo de riquezas el Mar,
por donde, en alto con nuestra Bandera,
a lejanas tierras nuestros barcos van.
Yo que soy un peruano ciento por ciento
y que como tal amo la vida y libertad,
desde la alta cumbre batida por el viento,
al mundo, con orgullo, me pongo a exclamar:
Yo tengo una Patria grande
y de belleza sin par;
la forman la Selva y el Ande,
la Costa y el Mar.

El rocío

En la punta de débil yerba,


he visto temblar un rocío.
En un cristal tan pequeño
caben el sol, el cielo y el río.
Francisco Izquierdo Ríos 125

El Víctor Díaz
En la Selva peruana
hay cosas maravillosas,
que parecen fantasías.
Así hay un pajarito,
que clarito, dice: “Víctor Díaz”.

La paloma
Ha llovido…
En la huerta, los enormes y corpulentos guabos están enjoyados de
perladas gotas, que tiemblan como lágrimas, maravillosamente… En
una rama, escondida, una blanca paloma, toda húmeda y azorada,
canta rompiendo el cristal del silencio… Harmonía.

Los gallitos
Yo tengo un gallito,
coloradito,
que canta: Cocorocóoooo…
Yo tengo un gallito,
de todo color,
que, al amanecer,
golpeando sus alitas,
dice: “Ya amaneció...”.

El becerrito
Amanece.
Bulliciosas cantan aves multicolores y tiemblan en las hojas los
rocíos…
Por la húmeda pampa, sembrada a trechos de retamas y por donde
serpentea, en mil curvas, un arroyo, vuelan los pajaritos, a ras de la
yerba, en bandadas espesas que parecen mantas oscuras y un ternerito
bisoño busca a su madre que ha madrugado, diciendo, por todas
partes, con la trompita aureolada de blanco vapor: Muuuuuuuu…
Muuuuuuuu…
126 Tierra peruana

El arbolito
En el Día del Árbol,
yo he sembrado
este arbolito
tan bonito.
Es un alamito.
Lleno de vida,
quién creyera,
hoy es el adorno
de la plazuela
y el mejor recuerdo
de la escuela…

La mosca
Todos los seres de la Creación
encierran belleza infinita:
la piedra, el árbol, la nube, el río,
el pájaro, la flor, el hombre, el león.
El más débil y el más fuerte.
Pero a la mosca hay que temer,
porque en sus finas patitas,
la muy inocente, lleva la muerte.

Jesucristo murió…
En los bosques de las laderas amazonenses hay un pájaro que habla.
Por la madrugada y las tardes, como si estos pájaros —pues siempre el
macho y la hembra andan siguiéndose a cierta distancia— se sintieran
más a tono en esos momentos, llenos de poesía y ensueño, emiten su
extraño canto, uno después del otro.
—Jesucristo murió— dice el macho en un árbol.
—Sí, señor, en la Cruz… Sí, señor, en la Cruz —responde la hembra
en otro árbol.
Así, al menos, lo interpretan los campesinos, convencidos de que “las
cosas de Dios” deben saberlas todos los seres de la naturaleza.
Francisco Izquierdo Ríos 127

Refrán
“Gallinazo no canta en puna”,
dice el refrán del pueblo,
refiriéndose a que en la Sierra,
no pinta el montañés ni el costeño,
pero yo te juro, compañero,
por todas nuestras generaciones,
que el montañés, el costeño y el serrano
pintamos en las tres regiones.

El gorrión y doña Leoca


—Pájaro maldecido, que me ha robado mi algodón… ¿Por qué no hace
de otras cosas su nido? Debe ir al monte a buscar hojitas, soguitas,
así… Por estar en la ciudad no más, cantando en los techos y en las
huertas… Haragán, ocioso, quilla—, se enoja mamá Leoca en el patio
de su casa, con un palo de escoba en la mano, porque un gorrioncito
le ha robado un poco de algodón…
Y el gorrioncito, como si fuera un niño travieso, calladito la escucha,
escondido en el frondoso ramaje de un limonero.

Anhelo
A través de la ventana
diviso un panorama.
Como un manto blanco
la lluvia se desparrama,
brillosa de sol…
En una rama
un pájaro solitario,
temblando, aterido,
otea el horizonte.
Tiene ansias de volar.
Pero ¿a dónde?
A la cima de ese monte,
donde tiene su nido.

Leoca. Leocadia.
Quilla. (v. quechua) Perezoso.
128 Tierra peruana

Don Jonás y su sobrino Manuelito

D on Jonás, tío de muchos sobrinos, paseándose en el corredor de su casa, con


las manos en el blanco chaleco de rico hacendado y su enorme cachimba
en función, que por el humo parece la chimenea del vapor Urubamba, dice
a uno de sus parientes mataperros:
—Oye, Mañuquito, me vas a resolver la siguiente adivinanza —y habla el viejo
sin sacar la gruesa cachimba de la boca.
—A tus órdenes, tío Jonás —responde, cuadrándose como un recién licenciado
del Ejército que no ha perdido la costumbre, y con la gorrita ladeada en la cabeza,
el pilluelo.
—Ya... escucha: Luisito subió a un duraznero sin duraznos. ¿Entiendes?... El
árbol no tenía duraznos y sin embargo Luisito bajó con duraznos… ¿Cómo pudo
ser?...
—¡Ah, tío Jonás!… Muy sencillo… ¡Je, je, je, je!,… Luisito subió al árbol de
durazno con duraznos en sus bolsillos, que cogió en otro árbol que los tenía, quizá
en la huerta de doña Calendaria, mi vecina, donde ahora hay bastante… ¡Je, je, je,
je!...

Mañuquito. Manuelito.
Francisco Izquierdo Ríos 129

El río
Un mediodía, mi madre me llevó al río.
Desde allí no olvido sus grandes piedras,
donde, al chocar, sus aguas blanquean,
los gigantescos árboles de sus orillas,
donde cantan pájaros de mil colores,
su ronco bramido que aún se oye en el pueblo,
y que me hace pensar —raro pensamiento—,
que el río fuese, acaso, un anciano,
de ojos verdes, cabellos y barbas de nieve,
que, colérico, fuera gritando, por el llano.

Buen amigo
Lluvia fina… Día sombrío.
Misterio y soledad.
Gritando va el río
por el cañaveral.
En el camino oscuro,
un árbol seco, sin hojas,
con ramas nudosas,
llora su emoción blanca…
Un pajarillo allí canta
la elegía del árbol muerto.
¡Qué buen amigo!
No olvida al que en otro tiempo
en sus ramas le dio abrigo.
130 Tierra peruana

Luna llena
A la orilla de la Selva,
como una medalla de plata
brilla la luna llena.
—Mamá, una vieja que hila su lana,
de veras, ¿es eso que se ve en la luna?
—No, hijito; es una gran montaña.
—Mamá, ¿de veras el Apóstol Santiago,
en su caballo y en alto su espada,
es esa lejana y oscura mancha?
—No, hijito; es una gran montaña.
A la orilla de la Selva,
como una medalla de plata,
brilla la luna llena…

El Marañón iluminado
He entrado a mi huerta,
hoy, al amanecer.
La huerta era una sola canción
y un solo florecer.
¡Qué alegría! ¡Qué paisaje!
A lo lejos el bello arrebol.
¡Como un pájaro salvaje
cantaba mi corazón!
Y de la huerta en un rincón,
de rocíos y frutos cargado,
un viejo y alto marañón
parecía estar iluminado…

Marañón. Árbol frutal de la Selva y de algunos valles cálidos de la Sierra. El fruto tiene forma
de corazón y es agridulce.
Francisco Izquierdo Ríos 131

La tuna
En la pedregosa escarpa
el espinoso cactus asoma;
su soledad y abandono
tienen la gracia de su flor
y la melodía de la paloma.
Y en la torturante ruta
que trepa el rugoso cerro,
ofrece al final, al viajero,
el dulce regalo de su fruta.
(En este mundo hasta el páramo
esconde tesoros para el hombre).
132 Tierra peruana

El flautero

E l viajero se ha tendido, a descansar su fatiga, a la sombra de un árbol del


camino.
El sol lanza a la Selva, oleadas de calor. Silencio infinito… ¿Qué se han
hecho las aves?... ¿Qué se ha hecho el viento?... Todo hase dormido… Solo un viejo
tucán, polícromo como un obispo, en la rama de un zapote, cabecea, sonámbulo,
al sol.
De pronto, dulces melodías rompen el cristal del mediodía. ¡Música deliciosa!
La dormida Selva se llena de armonías misteriosas.
El viajero se levanta y escucha arrobado esa melodía, pensando en su fantasía:
“¿Princesa encantada que canta, o un niño perdido que toca flauta?”.
La Selva, reino verde, inmenso como el mar, tiene cosas maravillosas de cuento
oriental.
Quema el sol… quema… Y del boscaje brota, brota la melodía… es un pájaro
salvaje que está diciendo el poema del cálido mediodía.
Viajero: es el flautero.
Francisco Izquierdo Ríos 133

La luna
I
En esta noche serena,
sin nube ni viento,
la luna llena,
es como naranja de oro
colgada del ramaje azul
del firmamento.

II
En el filo del horizonte,
la luna nueva
es como lámpara
que alumbrará
el oscuro monte.

III
Luna llena, luna nueva,
naranja de oro,
quisiera tenerte en mi huerto,
lámpara de plata,
quisiera tenerte en mi sala.

Canción de luna verde


Ya asoma su carita la luna verde,
duérmete ya, hijito, duerme…
Canta el chúshic en el limonero,
no temas, hijito, al pájaro agorero…
Como lámpara es la luna nueva,
lámpara de cristal sobre la Selva…
El ayañahui no enciende su fuego,
duérmete ya , hijito, no tengas miedo...
Duérmete, hijito, en el jardín de mi seno.
Olga López de Izquierdo.

Luna verde. Luna nueva.


Chúshic. Lechuza.
Ayañahui. (v. quechua) “ojo del muerto”; luciérnaga.
134 Tierra peruana

El árbol del pan

E n los solares o huertas de la Selva surge, inconfundiblemente, un árbol


extraño, el pan del árbol, como en la región lo llaman.
Un árbol de hojas anchas y muy verdes y de frutos abultados, redondos, en
cuyas ramas gruesas el viento, de tiempo en tiempo, estrella su cólera.
Solitario, a veces, parece llorar recóndita pena junto a la casa abandonada de
un solar…
—¡La pena del pobre!
A veces cuando menuda lluvia cae y el día es sombrío, con gallinazos en sus
ramas, íntima tristeza veo en él temblar.
—¡La tristeza del pobre!
Así como en el misterio de las lunas nuevas, que ponen su fulgor en sus ramas
gruesas.
Pero, bendito el árbol que calma el hambre del pobre. ¡Bendito mil veces el
árbol del pan!
Francisco Izquierdo Ríos 135

Las estaciones

Ante el espejo de la vida se peina mi abuelo


su blanco cabello. Viento y nieve hay en Tierra y Cielo.
Invierno.
Por el milagro de color de la pradera,
va el niño con flores, pájaros y mariposas.
Primavera.
Láminas de luz son el cielo y el océano.
Hervidero humano, todas las playas.
Verano.
Las hojas se desprenden de sus troncos.
Mi madre cosecha frutos en su huerto.
Otoño.
136 Tierra peruana

El lucero

N oche que parece la encantada página de un cuento, con esa luna llena,
enorme y redonda, con esos eucaliptos que mueve el viento en las huertas
silenciosas, claras, y llenas de luz… Y con esa honda emoción de ensueño
que flota en la ciudad entera, que palpita en las calles, en los tejados, en los ocultos
jardines.
Y junto a esa luna, enorme y redonda, que rueda en la seda azul del firmamento,
tiembla tan al vivo, como si en verdad fuera una lágrima, un lucerito… No hay nadie
en la ciudad que no se haya fijado en esa estrellita… Y, sobre todo, bajo el florido
manzano de un patio, una niñita linda como flor de tuna, que está sentada en la
falda de su abuela, parece magnetizada por la magia de esa estrellita, pues no se cansa
de mirarla, apuntándola con un dedo.
—Ese lucerito, abuelita, parece su niñito de la luna —balbucea encantadora, la
chicuela.
—Ese lucerito responde la abuela, pasándole suavemente la mano por la
cabecita de trenzas rubias —brilla así, hijita, porque en la ciudad algún rico se va
a casar.
La noche parece la encantada página de un cuento…
Francisco Izquierdo Ríos 137

Madre mía
—Madre mía,
madre de mi amor,
en tu día,
te doy esta flor
que en el bosque cogí.
Madre, es para ti.
—Gracias, hijo; ven a mis rodillas.
—No tengo otra cosa
solo esa flor sencilla,
pero cuando sea grande,
Madre, te llevaré a la costa
en un avión.
—No, hijito; yo no quiero dejar mi tierra.
Me harás más bien una casita,
más bonita, y
me comprarás una máquina de coser.
—Madre, mi vida, mi ilusión,
solo máquina te compraré,
casa no has menester,
la tienes en mi corazón.
Olga López de Izquierdo

La lluvia
Llueve en el río,
en la Selva y en la ciudad…
¡qué oscuridad!
En mi huerta canta
La lluvia torrencial.
En la gotera bandejas
va poniendo mi mamá…
La lluvia, pues, ahorra
agua para lavar…
En la cañería
un sapito se desgañita,
y en la huerta a los árboles
el viento agita…
Cae la lluvia torrencial
con rumor violento…
“Mamá, dime un cuento,
¿cuéntame, sí, mamá?”
138 Tierra peruana

El monito y las avispas

F iu fiu fiu…
Silba un monito negro, vivaracho y muy pequeñito —que puede caber en
el bolsillo del chaleco— junto a la puerta de un caserón blanco de avispas
negras en la rama de un árbol alto de la Selva. El caserón tiene la forma de una
iglesia de pueblo.
Fiu fiu fiu…
Y ante el silbo como a una mágica llamada, saliendo van las avispas negras del
blanco caserón… Y el astuto monito las empuña con las dos manos y estrujándolas
con rapidez para matarlas y evitar así que le piquen, va engulléndolas…
Fiu fiu fiu…
Silbando va el travieso monito y engullendo avispas a su gusto esta mañana de
cielo límpido, sin nubes y con sol de oro, en la rama de un árbol alto de la Selva.
Francisco Izquierdo Ríos 139

Acuarela

Junto a la iglesia, vieja centenaria,


crece bellamente la flor de la zambilla.
La iglesia parece una abuela bonachona
que en su delantal fuera juntando flores.
En sus muros viven las golondrinas,
las bellas golondrinas, las santarrositas,
que nunca viajan a otros climas,
porque en el valle es eterna la primavera.
A veces juegan los niños de la escuela,
junto a ella, a la hora del recreo,
mientras vuelan las golondrinas
por el cielo azul de la plazuela.

Zambilla. Pequeña planta de flores rojas, que crece junto a las iglesias en el valle de Huaya-
bamba.
140 Tierra peruana

Los tres niños


(En el patio de una escuela)

Un niño selvático (con Yo soy de la Selva, donde hay pájaros que hablan,
camisa y pantalón árboles que cantan y ríos cuyas aguas arrastran
blancos). pepitas de oro… Yo soy de El Dorado, fantástica
región que con ansias buscó Gonzalo Pizarro, el
conquistador español, después de oír el maravi-
lloso cuento de labios de un indio del incario. Yo
soy de la Despensa del Mundo, como la llamó el
sabio Humboldt.
Un niño serrano (con Yo soy de la Sierra, región que en sus entrañas de
poncho). piedra guarda todo el tesoro del mundo; región
que en sus pastales sin fin muge el ganado, llora
el viento y baila la niebla; en cuyo cielo navega el
cóndor, el ave dios de nuestras antiguas civiliza-
ciones. ¡Yo soy serrano!
Un niño costeño (con Yo soy de la Costa, de esa franja de tierra con oa-
saco). sis alegres y arenales desolados, donde el esfuer-
zo del hombre hace prodigios y el mar azul dice
su canción eterna. La Costa, de los ríos que en
sus desiertos agonizan, de las grandes haciendas
y de las grandes ciudades y puertos, que son col-
menas de trabajo.
El maestro Sí, niños; vosotros sois de las tres regiones. De
(apareciendo con la esas tres grandes fajas de tierra que forman el
bandera peruana). Perú, nuestra patria, que está simbolizada en la
bandera, en este sagrado pabellón… ¡Venid y aco-
geos a su bendita sombra: niño de la Costa, niño
de la Sierra, niño de la Selva! Y lancemos, todos
unidos, un viva por el Perú.

Niños. ¡Viva el Perú, muchachos!


Vivaaaaaaaaaaaaaaa……
Francisco Izquierdo Ríos 141

El alcalde

El alcalde es arquitecto constructor.


Su casita es linda, de paja y barro.
El alcalde es muy trabajador,
entusiasta y todo un señor.
Su casita es linda, de paja y barro,
que se balancea en la rama del árbol.
Día de aguacero o día de sol,
para él es lo mismo, es igual,
debajo el ala con su bastón
inspecciona el bosque con calor.
Después de fuerte tempestad
se pone capa roja o amarilla,
y como si alcalde fuera en verdad,
orondo y silbando alegres trinos
sale a inspeccionar los caminos.
No es en balde,
pues, que le dicen alcalde.

Alcalde. Pájaro de la Selva, de plumaje rojo o amarillo, que vive andando en los caminos; de
allí el nombre que le ha dado el pueblo.
142 Tierra peruana

Los danzantes

E n esa danza parece oírse el sordo fragor de un ejército indio que se abalanza
contra el enemigo… En esa misteriosa danza parece sentirse el lejano rumor
de un fuerte viento de tempestad andina, que descuaja cerros y desgaja
ramas… Luego, cuando asoma un ritmo desmayado de atávico hieratismo, se
siente como el fluir de una fuente en lo más hondo de un abismo o como el canto
triste de una paloma en día de aguacero.
¡Parece oírse en esa danza el fino roce de las nieblas y el rugido colérico de los
pumas!.. ¡Parece sentirse los fríos silencios que dominen las altísimas montañas y
el perfume sutil de las retamas que adornan las lomas!
Y al conjuro de la música triste de esa danza, el poeta parece entrever una
noche de luna nueva en un vallecito de estos Andes, con todas sus sugestiones de
melancolía, de nostalgia, de dolor, al mismo tiempo que siente abrirse en su espíritu
el capullo de la evocación de lejanos tiempos… Danzantes, a vuestro paso dejáis en
nuestros espíritus, cual zigzags de fosforescencias vagas, como aquellas que saltan
en las noches tempestuosas, las emociones de aquellos pueblos misteriosos que
adoraron a la luna, al cóndor y al sol…
Francisco Izquierdo Ríos 143

Los quintes

R etazos de arco iris son colibríes; esplenden como el sol volando de


flor en flor.
Puntitos de ilusión, sueños del corazón, nubecitas de color, volando
de flor en flor.
Su vida es volar, volar… orquídeas, flores de azahar. ¡Yo quisiera ser
picaflor, ir volando de flor en flor!
Un hada los creó, con sangre de su corazón. Un hada los creó con
fulgores de luna, con fulgores de sol.
Yo quisiera ser picaflor, ir volando de flor en flor.

Quintes. Picaflores.
144 Tierra peruana

Descubrimiento de América
(En el patio de una escuela)

Un niño. A ver, ¿cuándo fue descubierta la América?


Otro niño. El 8 de octubre de 1879.
—Ahí sí que te has equivocado, hombre… La América fue des-
cubierta (con un dedo en la frente)… ¡Bah!, yo también me he
olvidado… A ver… ya… el 9 de diciembre de 1824.
—¿Por quién? A ver… ¿Por quién?
—Por Atahualpa.
—¡Je, je, je, je!… Por Sucre, hombre… Por Sucre…
El maestro. Por lo visto, ustedes andan muy bien en Historia… Escuchen y
no olviden más lo que les voy a decir: el 8 de octubre de 1879
se realizó el Combate de Angamos, durante la Guerra con Chile,
donde murió el almirante Miguel Grau en su buque Huáscar, y
el 9 de diciembre de 1824 se libró la famosa Batalla de Ayacucho,
durante la Guerra de la Independencia, entre españoles y pa-
triotas, siendo el jefe de estos el mariscal Sucre… Atahualpa fue
uno de los últimos incas, hijo de Huayna Cápac, que los espa-
ñoles tomaron prisionero y mataron en Cajamarca… Así que ni
Atahualpa ni Sucre descubrieron la América… Quien descubrió
América fue Cristóbal Colón…
1.er niño. De veras, hombre… Don Cristóbal Colón.
2.o niño. ¿Y cuándo, maestro?
Maestro. El 12 de octubre de 1492.
1.er niño. Ahora me acuerdo… Ese día se celebra la Fiesta de la Raza.
Maestro. Bueno, no hay que olvidar… América fue descubierta por Cris-
tóbal Colón el 12 de octubre de 1492… Faltan cincos minutos
todavía para que termine el recreo, pueden aún jugar.
Y Juanín y Antonio se pusieron a jugar a las bolas.
Francisco Izquierdo Ríos 145

Mamerto y los pavos

P asaba mi tiempo, si no estaba con la abuelita o errando por el pueblo, sentado


en la pequeña pampa de enfrente de la casa, donde contemplaba, sobre
todo, las peleas de los pavos con los gallos, que tienen curiosas incidencias.
Los pavos, dos o tres, completamente enfurecidos, vociferando, con los
cuerpos esponjados, los rostros enrojecidos como de borrachos y las crestas
caídas, atacaban a un solo gallo, como si quisieran comérselo, mientras que
este defendíase a picotazos y a patadas y los mantenía a raya… Los pavos ante la
defensa aguerrida del gallo, se separaban un poco y con los picos amenazantes,
lanzando gritos guturales de cólera, esperaban un ligero descuido de aquel para
darle un patadón…
A veces, el gallo emprendía la fuga, procurando escapar, pero los endemoniados
pavos le seguían, vociferando con más furor, alcanzándolo rápidamente y
obligándolo a hacer una nueva resistencia, a enfrentarse otra vez.
Y pensando yo que los pavos eran unos cobardes, que se apandillaban para atacar
a un solo gallo, intervenía en la pelea, separándolos a puntapiés. Y sucedía que los
pavos se volvían contra mí, llevados por su ira; entonces agarraba un palo y a golpes
hacía correr a los muy bochincheros. Parecería yo un pequeño don quijote, desfacedor
de entuertos y Caballero Andante de la Justicia.

(Trozo de una novela inédita)


146 Tierra peruana

El caballito del diablo

Huso de oro que baila,


hilando algodón de luz.
Caballito del diablo,
que dando corcovos
se pierde en el azul.
¡Una canción! ¡Una canción!,
para la libélula fugaz.
Que toda ella es ritmo,
toda ella vibración…
Ruuunn... Ruuunn… Ruuunn
Ya suena el motor,
ya despegó el hidroavión.
Despegó de la laguna
y se va por el cielo azul.
Bañado por el sol,
parece signo de admiración.
Prendedor de oro
que ciega con su fulgor.
Ruuunn… Ruuunn… Ruuunn
Suena el motor.
Solo se ve un puntito
en el cielo azul…
Ya no se ve nada…
Se perdió.

Caballito del diablo. Libélula que vive en las lagunas. En la Selva, creen que cuando entra a una
casa, avisa la llegada de un huésped o de una visita.
Francisco Izquierdo Ríos 147

La mariposa azul

A veces por las calles silenciosas de los pueblos y las ciudades, volando ligera
con sus grandes alas azules, va la mariposa viajera…
Brillando al sol, cual cristal azul, la mariposa vuela, vuela…
Viene pasando aldeas, dejando viajeros, chacras, cerros y ríos, a través de los
senderos; posándose en flores fragantes, en las orillas de arroyos cristalinos, en las
quebradas secas que hay en los caminos.
Ella sabe de los misterios que la Selva encierra y del cansancio eterno de miles
de caminantes. (En el afán de sus alas tiembla la sombra de la fatiga).
En la ciudad, vueltas y vueltas da la mariposa viajera… Con sus grandes alas
azules, por las calles, vuela, vuela…
Y cuando la tarde muere —al apagarse el día— a la verde Selva regresa,
pareciendo en la lejanía un puntito de luz…
Y en la calle, en medio de la penumbra, algún niño queda llorando por la
mariposa azul…

Quebrada. Riachuelo.
148 Tierra peruana

El capullito de huimba

Capullito de huimba,
blanco pañuelito,
que por el cielo se eleva
y que mis sueños lleva.
Cómo resplandece al sol,
cómo baila al viento.
¡Qué bello! ¡Y qué lindo!
Parece una cometita,
que desde el bosque,
con hilo de luz
un duende lo sostuviera.
Junto a mi huerta,
al pie de la loma,
hay árboles de huimba,
que hacen sombra;
allí, en las tardes,
a jugar, con otros, voy,
y los capullos soplo
al cielo uno tras otro.
Capullito de huimba,
blanco pañuelito,
que por el cielo se eleva
y que mis sueños lleva.
¡Qué bello! ¡Y qué lindo!
Cómo resplandece al sol.
¡Cómo baila al viento!

Huimba. Árbol gigantesco, cuyas vainas secas, al abrirse con la fuerza del sol, dejan escapar
unos blancos capullos.
Francisco Izquierdo Ríos 149

En la baranda del puente

En el crepúsculo hace pirotecnia en el Poniente.


Yo sueño en la baranda del viejo puente.
Un arco iris en un rincón del cielo se desvanece,
como una dulce ilusión que desaparece.
Sueño un mundo irreal, visto al trasluz,
en el instante supremo que se apaga la luz,
y que desde la baranda del viejo puente
sus misteriosas lineaciones veo en la corriente.
Quisiera confundirme con la naturaleza,
en estos momentos de emoción suprema,
en que el ave se recoge, el árbol se adormece
y el cosmos todo es un grandioso poema.

Primavera

Día de la Primavera.
En la Costa
verdes están las sementeras,
los oasis más alegres,
los arenales no queman,
y como un niño es el océano.
Hoy es el Día de la Primavera.
Pájaros y flores hay en la Selva.
En mi huerto
todo está en flor.
Hasta mi corazón
es una canción.
Hoy es el Día de la Primavera,
jardín inmenso es la Sierra.
La vida está ufana.
Primavera en América.
Primavera en las almas.
Primavera humana.
¡Perú, eterna primavera!
150 Tierra peruana

La araña

En esta mañana
de blanca soledad,
una araña
trabajando va en su telar.
De una casa abandonada,
con rotas puertas,
y oscuras grietas,
saliendo van rubias abejas,
como chiquillas traviesas
que huyen de la escuela.
La mañana
es como inmensa flor y
como lámparas de oro
anonas maduras
se balancean en sus altos troncos,
al reflejo del sol.
En este reino de silencio
la araña trabajando va en su telar,
tejiendo va a su antojo,
como una vieja con anteojos,
en la puerta de su casa
de antiguo rosal.
Francisco Izquierdo Ríos 151

La canción del niño pescador

En esta mañana
voy al Huallaga
a pescar…
¡Yo soy pescador!
¡Con red, tarrafa,
anzuelo y arpón!
¡Yo soy pescador!
Llueva o haga sol,
voy en mi canoa
sin ningún temor…
Mi remo en el río
va haciendo: blom, blom, blom…
Tengo madre
y hermanitos.
No tengo padre.
¡Somos huerfanitos!
Mi madre me espera,
encendido el fogón.
Llegaré a la casa
al ocultarse el sol.
¡Yo soy pescador!
¡Con red, tarrafa,
anzuelo y arpón!

Tarrafa. Red grande de pesca en los ríos amazónicos, con piezas de plomo en las puntas,
diferente de la pequeña y común que se usa con aro de palo.
152 Tierra peruana

El cerezo

En mi huerta hay un árbol de cerezo,


no muy alto, pequeño;
verde, verde: mi Palacio de Ensueño.
Tardes y mañanas
me escondo en sus ramas.
Y cuando sus frutos maduran
y se vuelven rojos, rojos,
junto con los pájaros
yo me los como…
—José, ¿dónde estás?
A veces, cuando no aparezco,
grita mi mamá.
Y me quedo, calladito,
como un pajarito.
Hasta que a una segunda llamada,
para no impacientar
a mamá, grito yo:
—Aquí estoy, mamá.
Y me bajo del árbol, riendo.
Y ella se enoja,
pero, rápido le pasa la cólera;
así es mi madre,
como mucho me quiere,
mucho me cuida.
—Tú solo vives en el cerezo
—me reprende—.
Te voy a castigar.
Y yo me hago que llorar.
Y ella me da un beso.
Así es mi mamá.
Francisco Izquierdo Ríos 153

La flor de la tuna

No llores, niño; mira: el pueblo es una canción.


No llores; mira lindo el cielo y lindo el sol.
En el cerco de piedras, cantando está el gorrión,
y el gallo en la huerta, diciendo: Cocorocóoooo…
No llores; mira esa ovejita que balando va.
Mamá ha ido al cerro; ya volverá.
Ya volverá…
—¿Qué hacer ha ido al cerro nuestra mamá?
—Ha ido a buscar un tesoro; ya regresará…
En el cerro florece la espinosa tuna,
una florecita blanca como la luna.
En la escarpa desolada, llena de piedras,
al viento baila la niebla.
La niebla…
Y allí de vez en vez florece la tuna,
una florecita blanca como la luna.
La luna…
No llores, niño; mamá esa flor cogerá,
cogerá para ti, y ya volverá…
Ya volverá…
En la escarpa florece la espinosa tuna,
para ti su florecita blanca como la luna.
La luna…

Olga López de Izquierdo


154 Tierra peruana

El granizo

U n rayo, en zigzag demoníaco, desgarra los negros nubarrones, que están


amontonados en un rincón del cielo, haciéndonos pestañar… ¡Qué
brillante!... Y, luego, con terrible explosión, revienta un trueno, que
estremece, como a los frutos que cuelgan de los árboles en las huertas, a nuestro
propio corazón…
Pasan por el pueblo violentas ráfagas de viento huracanado, encrespando el
ramaje de los árboles y llevándose pajitas de los techos…
Es inminente la llegada de la tempestad.
Una fulgurante chirapa, que ciega con su resplandor, se ha puesto, de la verde
falda de un cerro a la de otro, al frente del pueblo, por debajo de las nubes, como
un gran semicírculo de cristal polícromo; es como un camino maravilloso, por
ende, como dicen las gentes, viajan de cerro a cerro los duendes… ¡Pero qué bonito
fuera que anduviesen por allí, jugando, nuestros niños…! Presentarían un bello
espectáculo, con sus ponchos y sus llicllas multicolores, yendo a lo largo de la
chirapa, como por un puente misterioso en arco…
Una vieja, que pasa corriendo por la calle, envuelve, ansiosamente, con la
lliclla a su nieto que lleva en los brazos, con el fin de ocultarlo de la chirapa, para
que esta no le haga daño, pues, como dicen, tiene maligna influencia… Nadie
debe apuntarla con el dedo, porque se pudre este órgano, como también nadie
debe presentarse con vestido rojo, pues la chirapa se enfurece y se enciende más,
persiguiendo a la persona vestida de ese modo… La chirapa es, como afirma la
fantasía popular, el resuello de grandes serpientes que viven en las cuevas de los
cerros, en las lagunas o en los ríos…
Ya todo el cielo está cubierto de negras nubes… Y siguen los rayos brillantísi-
mos, que horrorizan… Pero ¿dónde caerán tantos rayos?... En las cumbres, en los

Chirapa. Arco iris. Los campesinos creen que es resuello de grandes serpientes.
Francisco Izquierdo Ríos 155

pastales y también sobre algún inocente ganado, carbonizándolo… Los truenos,


con sus explosiones retumbantes, hacen vibrar las débiles armazones de las chozas
y el viento huracanado pasa bramando en los techos, en los árboles… Todos los
animales buscan amparo con ansiedad; las gallinas se agrupan en los corredores,
las ovejas corren balando hacia los patios, los zorzales, desde los cercos de piedras,
miran asustados el cielo ennegrecido; y los gallinazos, en vuelo rápido, huyen de
la aldea, rumbo al sur, por donde se ve clarear el sol… Los gallinazos así son, que
nada tienen, ante el aguacero que llega, se van sin pena de la población…
Mas, de pronto, un ruido extraño se produce en los árboles y en los techos,
como un hacer de piedrecillas o como tingotazos… La aldea de un momento a otro,
parece de blanco cristal, está cubierta como por perlas… ¡Paisaje de sueño...! Ha
caído el granizo… Los muchachos de la escuela, como pollitos, lo juntan en el patio
del local, así como en la verde plazuela y en las calles los demás muchachos de la
aldea, llevándolo, con ligereza, golosamente, a sus bocas… ¡Paisaje de sueño...! Los
árboles y los techos parecen cubiertos de perlas.
Luego, una lluvia torrencial borra la aldea…
156 Tierra peruana

La canción del niño campesino

Yo vivo en el campo,
junto al camino y al bosque umbrío.
Yo soy campesino.
Por lado de mi casa,
con su blanco reflejo,
un riachuelo pasa,
que me sirve de espejo.
Allí me lavo,
me peino,
con la luz del alba,
mientras los pájaros cantan
en los árboles su diana,
y terneros, caballos y vacas
corren por la pampa
y mi cocina humea.
Luego voy a la escuela.
Y cuando no voy,
ayudo en su labor
a mis padres, o en la casa
y en el riachuelo juego. Así soy.
O entro al bosque umbrío,
a pillar en los nidos,
y suelto a los polluelitos
cuando me dicen: “pío, pío”.
Yo soy un muchacho campesino,
que tiene su casa en el camino…
Francisco Izquierdo Ríos 157

La balada del “calla, calla”

“ Calla, calla, mi hijito, que ya vamos a llegar…”.


Amarillento pajonal… Algunas bestias que pastan en horrible soledad… Hondo
silencio que aterra y fuerte viento que sopla frío y frío sin cesar…
Por encima de la cumbre, un negro montón de nube fugaz se ve pasar… Y a
una pobre mujer que, con su hijito a la espalda, el cerro sube con afán…
Es una mujer que del Oriente viene y a la Costa va…
Gélido viento que sopla y que sopla sin cesar… Lluvia torrencial que cae con
saña pertinaz, y la pobre mujer que sube, con su hijito, con afán.
Es una mujer que del Oriente viene y a la Costa va…
La cumbre está oscura y arrecia la tempestad… El hijito que llora y la madre
que le dice: “Calla, calla, mi hijito, poco falta para llegar…”.
Es una mujer que del Oriente viene y a la Costa va…
El terrible aguacero cae, cae, pertinaz… Y la madre que va diciendo al pobrecito
que llora: “Calla, calla, mi hijito poco falta para llegar…”.
Es una mujer que del Oriente viene y a la Costa va…
Pasó ya la tempestad y en la cumbre desolada una mujer con su hijito, ¡dormidos
para siempre están...! ¡En verdad, que muy poquito les faltó para llegar…!
Y en el viento que sopla en el triste pajonal parece que se escucha, como un
sollozo, la voz de esa mujer: “Calla, calla, mi hijito, poco falta para llegar…”.

Calla, Calla. Puna altísima en el camino de Chachapoyas a Cajamarca, cuyo nombre se ha


originado, según la leyenda, de lo que se cuenta en el poema.
158 Tierra peruana

Tres momentos de Selva

A
lugar.
manecer
Los pájaros con humor han amanecido y empiezan en sus atriles diana a
tocar, y dejando sus huellas ya se han ido, en manada, los jabalíes a otro

Caracoles andan con su calma habitual, las víboras se arrastran en la hojarasca,


la danta, semioculta en un cañaveral, las verdes hojas con deleite masca, masca…
Un solo estremecimiento es la Montaña, todo se despierta, se abre a la claridad,
así el gusano de la concavidad de los troncos, como la mongil araña.

Mediodía
Medio día… Hoy el sol como un horno quema y cabrillea el polvo de la ruta, la
cigarra en un árbol alto dice su poema y la abeja zumba alrededor de la fruta.
Son momentos en que la víbora, con orgullo, se solea en medio del camino,
con sopor; que la huimba lanza al espacio su blanco capullo y que se pasea orondo
el vagabundo picaflor.

Noche
Anochece… Todos los animales se recogen. La Selva es un continuo y suave
rumor. Cantos, gritos, aleteos —mientras muere el sol y cerrando va sus párpados
cada flor.
Los cocuyos encienden sus linternas diminutas y forman en la oscuridad
líneas caprichosas. Se oyen apagados gritos en las lejanas grutas. La noche en la
Selva tiene voces misteriosas.
Francisco Izquierdo Ríos 159

La niebla

No temas, es la niebla que ondula,


la niebla, hija del río y la lluvia.
La niebla que ondula.
La niebla, velo blanco de la luna.
Oye, es el viento que murmura
en la huerta, en la fronda oscura,
para que te duermas en la cuna,
para que te duermas en la cuna.
El viento que murmura
en la fronda oscura…
La niebla andariega con el viento juega
en la plazuela, la niebla andariega.
Gitana de oscuros valles y azules cerros,
gitana que baila después de los aguaceros,
y que bailando va por todos los senderos,
por las grandes ciudades y por los pueblos.
No temas, hijito, es la niebla que ondula,
la niebla, hija del río y de la lluvia,
hada buena que nos trae la fortuna,
y que ahora, para ti, trae desde la luna
un velito blanco para tu cuna,
para tu cuna.
No temas, es la niebla que ondula,
la niebla, hija del río y la lluvia.
160 Tierra peruana

La aldea

L a aldea es como un nido de paloma, que hace tiempo estuviera abandonado…


Como las pajas del nido del árbol que el viento furioso o la lluvia torrencial
desordena, así las casitas se encuentran en desorden y las huertas en completo
desaliño, mostrando por sobre los cerros de piedras pepinos y chamborros…
Los cerdos hociquean junto a las huertas, difícilmente, pues casi todos tienen
un triángulo de palos en el pescuezo para que no rompan los cercos.
Las gallinas, con su tanda de pollos, como de maestras de escuela que hacen
pasear a sus alumnos, trajinan, alegremente, las callecitas herbosas… Los zorzales
ansiosos buscan con el pico y las patas dentro de la yerba de la plazuela, gusanos
que tienen allí su deliciosa morada.
Los asnos en el corredor del Cabildo, en grupo, al mismo tiempo que golpean
la tierra con sus cascos, como si parodiaran la sublime actitud de Galileo, parece
que conversan, que sesionan. Cómo se han desprestigiado ya a través de los siglos
en su cátedra de Filosofía, hablan, seguramente, de política, de la guerra.
Pero a mí no sé por qué me hacen recordar a los sabios de Salamanca que siglos
ha, juzgaron a Cristóbal Colón.
Francisco Izquierdo Ríos 161

En el cumpleaños del maestro


(El patio de una escuela - Los niños están formados)

Un auxiliar. Niños, como ya saben, hoy es el cumpleaños de nuestro


Director. En su homenaje, vamos a desarrollar en seguida
un modesto programa, que será la expresión de nuestro
afecto y reconocimiento a tan digno y esforzado maestro.
Cumpliendo con un número de ese programa, vuestro
compañero José Vargas ofrecerá la manifestación. El alumno
Vargas tiene la palabra.
(Grandes aplausos. El alumno Vargas sale de las filas. Más
aplausos).

El alumno Vargas
(del 5.º año de primaria). QUERIDODIRECTOR: En nombre de todos mis compañeros,
tengo el honor de dirigiros la palabra, en este día tan grato
para usted y para nosotros. La escuela y el pueblo están de
fiesta. Hasta los álamos que se yerguen a nuestro lado, en
este huerto, y que vos sembrasteis, están contentos. Decía
que os dirijo la palabra. Sí, maestro. Traigo a vos el afecto sin-
cero de toda esta muchachada; el corazón de la escuela y del
pueblo. No os cansaré con palabras floridas e inútiles… De-
masiado sabemos que sufrís, que tenéis numerosa familia,
que trabajáis mucho y ganáis poco. Pero sabemos también
que tenéis espíritu fuerte y generoso. Que estáis haciendo
obra fecunda en este pueblo, cuyas muestran son, repito,
estos álamos que sobrepasan el tejado de la escuela; este es-
peso jardín que hoy os sonríe; estas canchas de básquet y
voleibol, los eucaliptos y bancas de las plazuela; el quiosco
de la misma; el proscenio que hemos construido en el patio
del mercado para nuestras representaciones dramáticas; la
chacra escolar, que desde aquí se la ve, plena de verdura, en
162 Tierra peruana

la falda del cerro. Y su inmensa labor espiritual, maestro, en


el pueblo y en la escuela… No os ofrecemos ramo de flores,
ni pergamino alguno… El mejor pergamino, el mejor ramo,
es el cariño y la gratitud que os profesan la escuela y el pue-
blo, siendo un pálido reflejo de ese sentimiento este sencillo
homenaje. Todos os queremos, os estimamos maestro.
Compañeros. —¡Viva nuestro maestro Julián Ruiz!
—¡Vivaaaaaaaaa…!
—¡Viva nuestra escuela!
—¡Vivaaaaaaaa…!
—¡Viva nuestro pueblo!
—¡Viváaaaaaaaa…!
Otro muchacho
(interviniendo). —¡Viva la familia de nuestro maestro!
—¡Vivaaaaaaaaa…!
La banda escolar, compuesta de flautas y tambores, tocó una diana.
Y siguió desarrollándose el programa, en el patio de la escuela, en un ambiente
de franca y entusiasta alegría. Donde hasta mama Cata, una anciana típica del
lugar, le dijo versos al maestro.

Cata. Catalina.
Francisco Izquierdo Ríos 163

La muerte de Pedro Rojas

Fuimos a enterrarle, maestro,


sus compañeros de la escuela,
y en nombre de todos, en sentidas frases,
le dio la despedida Rogelio,
antes que le echaran tierra.
¡Pobre Pedro Rojas! Gran compañero,
valiente como él solo
y como él solo, bueno.
Todos lloramos en el cementerio,
hasta el mismo Rogelio.
La fiebre le mató, maestro.
Dicen que cogió pulmonía
una noche que pescaba en el río.
Para los pobres, pues, maestro,
no hay médico, ni remedios.
Turnándonos, cuatro compañeros,
cargamos su ataúd blanco.
¡Cómo lloraban su madre, doña Cande,
y sus tres hermanos pequeños!
En la mañana de su muerte
hasta el cielo estaba nublado.
Y en la huerta, como en señal de duelo,
los pájaros también habían callado.
Pedro Rojas, Pedro Rojas Valera,
era el único sostén de su casa.
Y el más grande futbolista
que ha tenido la escuela.
¡Pobre Pedro Rojas! En el instante
que salíamos para el cementerio,
en el patio de su casa
lloró hasta su perro.

Cande. Candelaria.
164 Tierra peruana

El niño

¡ Qué lindo es ese niño, con abrigo y gorro de pieles, que su madre le hizo de un
viejo abrigo suyo!... ¡Parece un cosaquito!
Mientras su madre, en el corredor de la casa, remienda sus pañales del cesto
que tiene al lado, él, sentado junto a ella sobre lanudo cuero de oveja, mira con
asombro todas las cosas que hay en el patio y en el cielo: los álamos que el viento
mueve, los gorriones que cantan en sus ramas, las mansas torcazas que andan
sobre la verde yerba con actitudes de monjitas recatadas, las nubes que raudas
pasan, heraldos de aguacero… Pues, el ambiente está sombrío, frígido y triste; no
tarda en caer lluvia torrencial…
Para Jacobito, niño de un año, todo es nuevo… ¡Todo!... ¡Mundo encantado!...
Para Jacobito, cuyos ojitos son cual corolas delicadas de flores maravillosas que se
van abriendo a la vida, o como dos pocitos de agua viva que brotaran junto a una
roca, de repente, reflejando en su fondo todo el paisaje de su alrededor, de cielo y
tierra…
En sus pestañas, graciosamente volteadas, con placer va enredándose la luz…
***
¿Qué pensará este niño de todas las cosas maravillosas que a cada segundo
va viendo?... Mundo fantástico para él, de cuento, de bello irracionalismo y de
candoroso desconocimiento de la distancia; por eso cree que todas las cosas son
suyas, sus juguetes… Por eso, ante la luna nueva que como una extraña lámpara
violácea cuelga en el inmenso azul, encima del cerro sombrío, alza la manita para
cogerla, diciéndome, encantadoramente: “Dame, dame”.
***
Canta un gorrión sobre el duraznero florido del patio… Alza la cabecita…
Escucha atento…
—¿Qué es, hijito?
Francisco Izquierdo Ríos 165

Luego, hace ademán violento desde mis brazos para llevarle a ver lo que es
eso.
***
Pasa un gallinazo por el espacio dorado de la tarde, en vuelo pintoresco, y él lo
sigue con la mirada hasta que se pierda por entre las copas de los altos eucaliptos
de la ciudad y pide ansioso que vuele otro.
—Oto, oto —dice candorosamente.
***
Las palabras revientan en su boquita en balbuceos deliciosos: “Papa… Mama…
Naña No…”.
—¿Dónde está mamá, hijito?
—Puyá —contesta, señalando la huerta con su dedito y con un gesto encan-
tador.
***
A las azucenas, que blanquean en los muros de la huerta, las mira con fervor,
con anhelo, luego alza la manita para cogerlas a distancia…
***
¡Mundo maravilloso!... Las hadas te han hecho, hijito, el gorrión, el gallinazo,
la luna, las flores; todas las cosas, para que juegues, para que te diviertas. ¡Este
mundo es para ti!
***
Dos años y medio… Jacobito sigue con su bello irracionalismo… Está tratando
de hacer volar su cometa de periódico en el patio, su cometa que le hizo su madre…
Mas, de pronto, vocifera: “Mama, mama, quelo viento, quelo viento”; y zapatea y
llora.
Quiere viento para hacer volar su cometa y como no hay, le pide a su madre
con ansiedad.
¿Qué sabe él lo que es el viento?
166 Tierra peruana

El gallinazo

M amá, ¿por qué shuca siempre está triste? Así lo veo siempre en el nogal
de la huerta.
—Así es el gallinazo, hijito; cuando está sobre un árbol, parece que estu-
viera pensando, meditando… Además, su plumaje negro ayuda a darle ese aspecto
de tristeza.
—Mamá, el shuca nunca canta; no le he oído nunca. Parece que no supiera cantar.
—Efectivamente, hijo, el gallinazo no canta como la paloma o el zorzal. Solo,
apenas, grazna… Apenas, puede decir: Ush… Ush…
—Pobre Shuca, mamá. Me da pena que no sepa cantar. ¡Cuánto querrá cantar
el pobre!... ¡Cómo envidiará al gallo!
—No, hijito, Dios ha hecho a cada animal tal como es, con sus características
especiales… El gallinazo no aspira nada y con seguridad no querrá ser otra cosa
que gallinazo… Solo el hombre tiene aspiraciones y ambiciones; siempre quiere
ser más de lo que es y tener más de lo que tiene.
—Mamá, ¿y por qué el shuca duerme en los árboles, a la intemperie? ¿No
tiene a dónde ir? ¿No tiene nido?
—Dicen que vive en las rocas y cuevas de los cerros… Muy lejos… Por eso, a
veces, algunos salen del pueblo y se pierden en las lejanías de los anocheceres, en
su vuelo de sueño…
—Además el shuca es un animal sucio… Come los desperdicios y los animales
muertos. El otro día he visto, mamá, cómo una nube de shingos, peleándose a
ratos, comían un pobre perrito muerto tras de la huerta de doña Pola; uno de ellos
de un picotazo le sacó un ojo.

Shuca, shingo. Gallinazo.


Pola. Apolonia.
Francisco Izquierdo Ríos 167

—Por eso, casualmente, hijo, el gallinazo es útil al hombre; limpia al pueblo de


esos desperdicios y de los animales muertos, cuya descomposición daría origen a
muchas enfermedades, a las pestes.
—¿Y por qué, mamá, el gallinazo apenas siente que viene la lluvia abandona
el pueblo?
—Se va a otros lugares, donde no llueve, donde calienta el sol. Y como no tiene
nada en el pueblo, ni casa ni polluelos, se va sin pena a cualquier parte, para volver
después que haya pasado el aguacero…
168 Tierra peruana

Invitación al niño

E l sol brilla con todo su fulgor en el verde reino de la Selva.


Los árboles agitan al suave viento el multicolor pañuelo de sus flores.
Los peces brincan de placer en las undosas aguas de los ríos.
Cantan los pájaros en los boscajes oscuros y en las huertas.
Las mariposas, como niñas del aire, viajan de un lugar a otro con los delica-
dos remos de sus alas; sobre todo, la mariposa azul, infatigable andariega, va zur-
ciendo caminos, distancias, con la aguja de oro de su eterno afán de ir y volver.
Los paucares están celebrando fiesta en los viejos almendros de las haciendas.
El panzudo caimán duerme, como un oscuro tronco, su siesta en la playa.
En las pupilas azules de los otorongos, baila su danza de luz, el alba.
Las víboras con sus rojas lenguas afuera, paladean los frutos en sazón en las ramas.
En las profundidades de la noche el ayamaman llora la desolación de su propia
leyenda.
El tarrafero, en la soledad de los remansos, va haciendo revivir el milagro
bíblico de la pesca.
Las quebradas blanquean las cabelleras de sus rosasisas.
Y el mitayero cazando va con su pucuna en el silencio verde.

Paucares. Turpiales.
Otorongo. Tigre que trepa los árboles.
Ayamaman. Pájaro de triste leyenda.
Tarrafero. El que pesca con tarrafa, red con piezas de plomo en las puntas.
Rosasisa. Flor blanca de las quebradas.
Mitayero. El que va a cazar o pescar.
Pucuna. Cerbatana.
Francisco Izquierdo Ríos 169

Los árboles desparraman perfume de vainillas y lloran lágrimas de orquídeas.


Los martínpescadores, desde los árboles de las orillas, saltan al río y retornan
con peces tembladores en el pico.
El flautero hace viajar su canto por el reino diamantino de la mañana.
Un niño, en canoa minúscula de ébano, con su pequeño remo, se desliza por
el Amazonas.
Mientras una niña navega sobre una Victoria Regia en lago de sueño.
Los capullitos de huimba, al desprenderse de la cárcel de sus vainas secas al
calor del sol, se elevan por el espacio azul, como paragüitas de ilusión.
Desde la alta copa de una palmera, la pinsha, con algo de flor y algo de arco iris,
horada el cielo con el angustioso puñal de su ruego a Dios para que haga llover.
La charapa, con andares de vieja antigua y bajo el amparo del morado paraguas
de su caparazón, se pasea por la ancha playa.
En la cresta de oro de un paujil, que salta en las ramas de una capirona, se
reflejan los rayos del sol que muere.
Y en el rincón del huerto, deslía el aroma de su ilusión, el dormido jazmín del
Cabo.
En los tejados, aletean, sin esperanza, los peces voladores, después que se alejó
la tempestad.
Un guacamayo, como un extraño y emperifollado militar, sobre una cañabrava
parece meditar en guerras lejanas.
Y la vieja garza sabia embadurna su pico con el látex de la catahua para ir a
pescar en una poza honda.
La luna llena es de oro.
Y la luna nueva de plata.
Niño, entremos a este reino de belleza y de ensueño.

Flautero. Pájaro cuyo canto es como el tañido de una flauta.


Pinsha. Tucán.
Charapa. Tortuga de río.
Paujil. Ave.
Capirona. Árbol.
Catahua. Árbol gigantesco, de resina blanca y venenosa.
170 Tierra peruana

La pastorita

Pastorita, vas hilando


tras la manada de ovejas,
pastorita, vas cantando
aires que parecen quejas.
Por elevadas cumbres,
por ásperos senderos,
por floridas bajadas
y por inmensos cerros.
Solita tras el rebaño,
sin miedo a la zarpa
del oso, de la mañanita,
subes la salvaje escarpa.
Y a medida que pasas,
con menudo andar,
palomas y torcazas
se despiertan en el tunal.
Linda pastorita del Ande,
zorzalito del manzanar,
huanchaquito huraño
del espeso carrizal.
Tronco y flor de retama
que adorna las lomas,
amiguita querida
de las tímidas palomas.
Cuando el aguacero
cayendo va torrencial,
te acurrucas con el rebaño
bajo el frondoso nogal.
Las ovejas van rumiando
y tú sigues hilando,
quién sabe también soñando
en algo dulce e irreal…
Viajera de niebla, densa,
a veces, ella te envuelve
sobre la cumbre inmensa,
y equivocas la ruta y
te pierdes en el pajal,
solita con tu rebaño,
Francisco Izquierdo Ríos 171

mientras silba furioso


el furioso vendaval…
Linda pastorita del Ande,
Virgen de la Soledad,
que nunca tiene miedo
del trueno de la tempestad
y que ni la estremecen
los lívidos relámpagos,
ni los rayos que en las cumbres
caen en terrible zigzag.
Partorita, en tus afanes,
has visto sobre tu rebaño
volar cóndores hambrientos,
buitres y gavilanes.
A veces, en el silencio,
porque leyendas hay,
quizá temes se aparezca
a tu lado el Supay…
Tus ojos guardan paisajes
luminosos, bellos, raros,
tus ojos que parecen
dos pocitos muy claros…
En un suave anochecer,
yo te he visto bajar
de la escarpa al sendero,
cuando la luna a brillar
empezaba encima del cerro,
iluminando el tunal.

Supay. Diablo.
172 Tierra peruana

El cacho

Pájaro bohemio, pájaro trashumante,


el cacho por los bosques anda errante,
como por las ciudades
el juglar de otras edades.
Sin noción de tiempo alguno,
él anda y canta, canta y anda,
durmiendo en una rama
o en un pajal. Es un tuno.
Los pájaros le desprecian.
“Haragán”, le dicen… y “Dormilón”.
Pero él se ríe de los que así le aprecian.
Anda, duerme y dice su canción.
Solo cuando la lluvia le moja
y viéndose así en una rama o en una hoja;
solo cuando la noche su frío
intenso le hace sentir, lanza el muy tío
el grito chillón de su deseo de construir casa.
Pero, cuando la noche o la lluvia pasa
se ríe de todo el cacho bohemio.

Cacho. Pájaro de la Selva, de plumaje terroso, que no tiene nido y que solo, según la leyenda
popular, piensa construirlo cuando siente el frío de la noche o de la lluvia. En la Sierra lo
conocen con el nombre de shihuín.
Juglar. Músico y poeta de la Edad Media, que andaba cantando por los castillos de Europa.
Francisco Izquierdo Ríos 173

Eclipse

L a luz del sol se ha vuelto amarilla… Todo el paisaje es amarillo… ¿Qué pasa?...
No se ve bien… Luz débil y enfermiza.
Las gallinas, gritando y batiendo las alas, huyen hacia los corredores, como
en busca de amparo… Mugen vacas; chanchos soplan las trompas, asustados. Los
pajarillos vuelan de las huertas, alocadamente, sin saber a dónde…
La gente del pueblo se ha reunido en la plazuela y mira el Sol a través de sus
pañuelos y de vidrios ahumados…
—Allí está la Luna —exclama un hombre.
—Está peleando con el —sol —dice una mujer.
Y todos tratan de ver lo que estos afirman.
Muchos han puesto también lavadores llenos de agua en sus patios, para ver
en ellos, dicen “la pelea del sol con la luna”… Algunos, más sencillos, temen por
el Juicio Final, y se aterrorizan… Muchas viejecitas, arrodilladas en los corredores,
rezan.
De pronto, todo se vuelve oscuro. Negror extraño se cierne rápidamente en el
pueblo, como fino polvo de carbón… ¡Verdad que da miedo!
Y de un rato, el sol, ya por ocultarse, otra vez brilla, desparramando en el
paisaje su luz amarilla… Las cumbres de los cerros y las copas de los árboles tienen
misteriosos halos de oro bien pálido…
Un labriego, que viene de la arada, parado en la esquina de la plazuela tras
de su fatigada yunta, mirando al sol, exclama: “El sol está enfermo…”. Y luego,
arreando su yunta, se pierde por la callecita florida de yerba…
El sol se ha ocultado… ahora, sí, la noche, la inmensa y verdadera noche,
con sus negras sombras, envuelve al pueblo, pero ella no es como las otras; algo
extraño y raro palpita en sus entrañas…
174 Tierra peruana

Noche de luna nueva

El viento con los álamos de la plazuela juega.


Y ya el pueblecito todo se va oscureciendo.
Casas, huertas y árboles se van perdiendo
en las espesas sombras de la noche que llega.
Y a medida que la oscuridad va creciendo,
como lámina de oro va apareciendo
la luna nueva en la azul inmensidad.
Y la noche se baña de tenue claridad.
Bello y extraño paisaje. Hoy, nuevamente,
casas, árboles y huertas se delinean vagamente,
y sobre todos ellos la vieja iglesia se eleva,
con sus torres que en la cumbre llevan una cruz,
con sus torres bañadas en un pálida luz.
Noche extraña y silenciosa…
¡Noche de luna nueva!
Francisco Izquierdo Ríos 175

La lorerita

Uuuuuuuuuu… Lorooooooooo…
Lorera, lorerita,
los loros vienen ya,
grita, grita, grita,
la bandada volverá.
El riachuelo ronca,
ebrio de alegría,
y como agua clara
de arroyo es el día…
La niebla cual randa
de lana de carnero
o cual blanca sábana
se ha tendido al cerro.
Los álamos con el viento
juegan temblorosos,
así como los eucaliptos
gigantes y ramosos.
Una indiecita hermosa,
bajo el verde nogal,
sola, como un lirio,
cuida el maizal.
Los loros son audaces,
se vienen de los cerros,
en bandas bulliciosas
y como bandoleros.
¡Y se vienen los loros,
como un vendaval!
Desenvainadas las dagas.
¡Pobre, pobre maizal!
Uuuuuu… grito que resuena
en la chacra esmeralda,
y una piedra de huaraca
muere en la quebrada.

Huaraca. Honda.
176 Tierra peruana

Los loros, asustados,


vuelven a la falda.
Y se vienen de nuevo,
silenciosos, taimados;
y miran del álamo
a la chacra, callados.
Conspiran en silencio;
ten cuidado, lorera:
“Mala gente son los loros,
gente muy bandolera”.
Lorera, lorerita,
los loros se van ya,
hila, hila tu lana,
ahora, bajo el nogal.
Pero ten mucho cuidado,
lorerita hermosa:
“Mala gente son los loros,
no tardan en regresar”.
Francisco Izquierdo Ríos 177

La canción del wancawí

E l sol rojo, rojo, con color de sangre, se hunde en la Selva, fingiendo voraz
incendio en las chozas del pueblo.
Un ave, en medio de la lumbrada de fuego del sol, desciende del cielo como
una flecha a un espeso ramaje de la Selva.

Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannncawí


Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannncawí

Es una canción de guerra y de triunfo, que tiembla en el alma sencilla del


pueblo, en el bosque y en el cielo.

Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannncawí


Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannncawí

Es un canto viril, señal de que el heroico wancawí, acaba de vencer en la


lucha aguerrida, tremenda, a su enemigo y enemigo del hombre: ¡la víbora!... Es
el canto de satisfacción, de gloria, con la presa en las garras, con la maldita víbora
ya sin vida, después de una fiera lucha en que peligraba la existencia del mismo
wancawí… Es el canto de alegría salvaje, alegría de haberse escapado de la muerte,
porque la víbora es enemigo peligroso y traicionero.
El wancawí, desde lo alto, envuelto por la lumbrarada del sol muriente, con
sus finos ojos avizores, descubrió a la maldita estar andando por el ramaje en
busca de nidos que pillar; por eso, descendió rápido, como una flecha, con las
garras extendidas, con un sentido maravilloso de la distancia, y, en menos de un
segundo, empuñó con una pata a la traicionera de la cabeza y con la otra de la cola,
para evitar que lo mordiera y que se enroscara en su pescuezo. Una ligera falla, un
178 Tierra peruana

leve descuido, significaría la muerte del ave; pero el wancawí es valiente y tiene
pasmosa seguridad en sus acciones.

Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannncawí


Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannn… Waaaaaaaannncawí

Es el canto de guerra y de triunfo del valiente wancawí, que en los corazones


de los habitantes del pueblo pone una nota de alivio, de satisfacción, porque es el
aviso de que en el bosque hay un enemigo menos.
Francisco Izquierdo Ríos 179

El provincianito y el gorrión
Yo soy provincianito,
que ha tiempo llegó a la ciudad,
y que por nada de esta vida
olvida su pueblo natal.
Una tarde que descansaba
en la banca de un parque central,
oí cantar un gorrioncito y
muchas cosas me hizo recordar.
Mi pueblo y mi familia
en un valle del Ande colosal.
Mi casita de paja y quincha
dentro de oscuro eucaliptal.
El río que corre al lado,
con cristalino murmurar.
Las calles… La verde plazuela,
donde siempre íbamos a jugar.
El gorrión seguía cantando
y yo recordando sin cesar.
El ruido de tranvías y autos
no impedían mi soñar.
(Lo que me extrañaba era
que en una bulliciosa ciudad,
hubieran aún gorrioncitos
que así se pusieran a cantar…).
Ha tiempo que salí de mi pueblo,
con cierto ensueño de viajar.
Al fin se cumplió mi anhelo
de conocer Lima virreinal.
Y hoy me tienen, pues, de mozo
en un pequeño restaurant.
De día trabajo y de noche estudio
en una escuelita fiscal.
De veras que he sufrido,
y eso, ¿qué tiene de particular?
En la vida si no se lucha,
nada, nada se puede alcanzar.
Y un día no lejano, yo sueño
a mi pueblito regresar,
hecho ya todo un hombre
por su progreso a trabajar.
Yo soy un provincianito,
que ha tiempo llegó a la ciudad,
y que por nada de esta vida
olvida su pueblo natal.
180 Tierra peruana

En el Día de la Raza

(
En el patio de un centro escolar. Los alumnos de las escuelas de ambos sexos
de la localidad, con sus estandartes, están formados, en semicírculo, al frente
de la mesa oficial, que ocupan las autoridades. El pueblo, hombres y mujeres,
están de pie en los diferentes sitios).
El Director del centro escolar (después de haberse cantado el Himno Nacional):
“Distinguidas autoridades, respetado público, queridos niños:
Hoy, 12 de octubre, se celebra el Día de la Raza. En esta fecha, allá por el año 1492,
hace más de cuatro siglos, Cristóbal Colón descubrió la América, acontecimiento
que trajo como consecuencia la conquista de los pueblos de este continente
nuevo por los españoles, portugueses e ingleses. El Perú fue conquistado por los
españoles, al mando de Francisco Pizarro. Demasiado conocemos estos hechos,
por lo que no perderemos tiempo en mencionarlos. Lo importante es saber el
significado que este día tiene para nosotros. Espontáneamente brotan a nuestros
labios estas preguntas: ‘¿Qué raza celebramos nosotros?... ¿Tenemos unidad
racial?’… La contestación es también espontánea: ‘No tenemos raza definida, por
consiguiente tampoco unidad racial’… Entonces, ¿qué significado tiene este día
para nosotros?... El de rendir homenaje al hombre nuevo, que está formándose
en el país, como resultado de la fusión de nuestros diferentes tipos humanos, al
hombre nuevo que hará la grandeza de la patria.
El Perú ofrece un paisaje racial disímil, como su propia naturaleza geológica,
dominando en él el indio serrano (aimara y quechua). Los indios de la Selva,
en menor número, se encuentran en su mayor parte todavía en estado salvaje,
creyendo nosotros, por su condición especial, como medio más eficaz para in-
corporarlos a la civilización el sistema de colonización, que felizmente ya se está
poniendo en práctica.
Esta raza aborigen, en general, a pesar de los siglos en que viene cruzándose con
la blanca (española, sobre todo), con la mestiza y otras razas inmigradas, no ha sido
absorbida del todo y permanece aún como una parcela humana completamente
Francisco Izquierdo Ríos 181

aislada, con sus propias características. Constituye la mayor población del Perú y,
por lo tanto, uno de sus problemas capitales que espera solución. Algunos abogan
porque debe seguir existiendo en esa forma, en ese estado, y otros que debe
desaparecer, que debe ser extinguida. Nosotros creemos de acuerdo con la realidad
y con lo que está ya sucediendo, que el indio debe ser asimilado, deglutido, dentro
de nuestro conglomerado humano, porque de ese modo vamos hacia la unidad
racial e idiomática y por consiguiente hacia la unidad nacional, tan necesaria
para la culminación del progreso del país. Hemos dicho ya que este fenómeno
está realizándose. Sí, señores. El extranjero inmigrado, el indio, el mestizo (cholo,
zambo, injerto, producto este del cruce del asiático —chino o japonés— con el
mestizo), están fundiéndose en el crisol del tiempo y de la vida para dar un nuevo
espécimen humano, distinto, fuerte y vigoroso. (La presencia del zambo se debe
al negro que se importó en la época colonial para reemplazar al indio en el rudo
trabajo de las minas, pero no fue así porque el negro solo sirvió para actividades
domésticas; y la del chino, fuera del natural fenómeno de la inmigración, al hecho
de que fue traído, especialmente, para las faenas agrícolas en el gobierno de don
Ramón Castilla).
Y no hay que olvidar que nuestras vastas tierras, casi despobladas, esperan
la llegada de mayor cantidad de inmigrantes de todo el mundo. No está lejano,
pues, ese día en que el Perú reciba, en forma más amplia y fecunda, este aporte
vital de otras razas, ahora que por esta guerra cruenta, millares de hombres están
quedando sin hogar y sin tierras en la vieja Europa.
Las vías modernas de comunicación —carreteras, ferrocarriles— atravesando
como lanzaderas, nuestro territorio, de sur a norte, de este a oeste, y venciendo
sus dificultades geológicas, traerán, fuera del acercamiento geográfico, la indus-
trialización y por consiguiente la solución de muchos problemas; en este torbe-
llino económico y humano terminará de madurar el hombre del futuro, la raza
nueva de que venimos hablando.
El Perú, señores, está viviendo un momento decisivo, se está encontrando a
sí mismo, peruanizándose, valorizando ya sus propias cosas. Está saliendo del
período infantil, imitativo digamos, y está adquiriendo confianza en sus fuerzas.
El Perú, señores, aunque parezca paradojal, está haciéndose Perú.
No es un cerrado nacionalismo lo que nos anima. ¡No! Es el santo ideal de que
el Perú llegue a ser un país grande y poderoso, de conformidad con sus ingentes
posibilidades. Que deje de ser ya el ‘mendigo sentado en un banco de oro’, como
lo anatematizó el sabio.
El Perú de un glorioso pasado tiene derecho a un porvenir más glorioso. Y
hay que tener presente que no hay mejor forma para un pueblo de servir a la
Humanidad, que estando en un alto grado de civilización.
¿Y España?, me preguntarán ustedes… España es para nosotros la nación que
conquistó nuestro suelo y que nos legó, en consecuencia, su idioma, su religión,
su sangre, dentro del curso de un fenómeno completamente natural. Pero, nada
más. Como tal, guardamos respeto y cariño a España. Somos un pueblo nuevo, ni
españoles ni indios.
182 Tierra peruana

Con todo lo expresado no quiero afirmar que despreciemos lo que nos pueden
brindar la civilización y la cultura de los demás países.
¡No! La cultura y la civilización de cualquier pueblo son patrimonio de la
Humanidad. Pero sí que somos una nación libre y que nos debemos nuestra
propia evolución.
Es necesario que comprendamos de una vez por todas que constituimos un
pueblo, una unidad en el ancho escenario del mundo y que, por consiguiente,
debemos tener una personalidad definida.
Todos tenemos la obligación, el imperativo categórico, de coadyuvar en este
movimiento de peruanidad, de consciente nacionalismo, que, como un soplo
mesiánico, agita, en estos momentos, al país. El ciudadano, el funcionario, la
escuela y el pueblo. Cada uno de nosotros, pues, está obligado a poner su granito
de arena en esta magna obra.
Ese es el significado que para nosotros tiene este día. El Día de la Raza. Hablar de
nuestras cosas, discutir nuestros problemas, conocer, exaltar lo nuestro y reiterar
nuestra fe en la grandeza del Perú del futuro, la que será lograda en su plenitud
por las generaciones que se levantan, por el hombre nuevo, por estos muchachos,
ciudadanos del mañana, cuyos marciales cantos estremecen ya los campos y los
cielos del alba”.
El maestro, al terminar, fue largamente aplaudido.
Luego siguió desarrollándose el programa. Música. Cantos. Recitaciones.
Cuadros. Partidos de vóley y básquetbol.
Y, por la tarde, en la plazuela, al aire libre, con plena satisfacción del pueblo, se
representó una escena de la vida de Mariano Melgar, el Poeta Patriota, uno de los
más altos exponentes de la peruanidad.
Francisco Izquierdo Ríos 183

El tinterillo

Hermoso está el pueblo, sencillo


y florido, en la mañana cristalina.
Un hombre, emponchado, en una esquina
bosteza… ¿Y quién es?... El tinterillo.
Un cholo corpulento y rechoncho,
con sombrero alón y bufanda nueva.
Un hombre que, cual arma, siempre lleva
un Código debajo del grueso poncho.
Y que apenas el castellano parla.
Pero que habla de todo… ¡Gran motero!
Habla de todo… Desde el silabario
hasta política… Y es de oír su charla
con tecnicismos… pues, el majadero
aprende a leer también el diccionario.
Así, con suficiencia, dice en algún corrillo de chichería
o de tienda, para cualquier cosa grave: “Es una alomalía,
una alomalía”. Y para decir que la luna, que serena,
avanza en el cielo, es blanca, dice: “la Luna es argentena”.
Y así por el estilo… Y en nada se queda chico
ante nadie, el muy tunante… En todo ha de meter el pico.
Y de estos hay dos o más tipos en la aldea florida
y una fauna inmensa en toda la región… ¡Y por la vida
de San Ibol!, que, a veces, por las tardes cuando el Sol está encima,
todavía, de los cerros, se sienta en su puerta con anteojos
enormes a leer los periódicos que llegaron de Lima,
y que le prestaron… Y que los vecinos le miran con unos ojos
asombrados… Y su gloria es que lo vean así los vecinos.
Sonríe… Y relampaguean satisfechos sus ojos felinos.
Alegre está el pueblo
en el amanecer de oro.
Y en el patio del tinterillo
amarrado está un toro.
Y el muy noble animal
echa, echa vahos por la boca.
Y junto a él, un indio,
su dueño, chaccha su coca.
—Oye, pronto se acabará
el juecio— truena una voz.
184 Tierra peruana

—Bueno, taytay… Ojalá


taytay… Adiós, taytay… Adiós.
Y el toro, animal inocente y sencillo,
se queda mugiendo en el patio del tinterillo.
Y es de verle cuando recibe
a sus pobres víctimas de pleitos…
Y cuando escribe
el recurso… —¡pavo real, orondo!
Con códigos abiertos en la mesa.
Escribe pausado…
Y el que padece los tormentos
es el inocente papel sellado.
Parece un sabio, escribiendo…
Con el cabello desordenado,
rostro grave… ¡Sabio, no cabe duda!
¡Oh, el tinterillo es tremendo!
(Pero, es de verle al taimado
cómo padece y cómo suda).
Personaje majestuoso… Se cree superior
a todos en la aldea… Al menos, el preceptor
para él es nada… Y más, si no es amigo
de su partido, le declara su enemigo…
Y como es compadre de casi todos en la aldea,
rápido los embauca y los mete en la idea
que deben sacarle… Y allí mismo redacta,
en su mal castellano, una famosa acta,
calumniándole… ¡Oh, el muy insigne motero!
Y llevando el acta, la pluma y el tintero,
debajo del poncho, recorre, con gran ardor
el pueblo, haciendo firmar… Y luego, satisfecho,
en alguna tienda, golpeándose el pecho,
dice: “No seré yo, si no le boto al preciptor”
Actas… Recursos (aun de hábeas corpus)… Etcétera,
pariendo va, trabajosamente, su mollera…
Y cotidianamente la platita le chorrea,
como agua… no cabe duda, su feudo es la aldea.
Tiene fundos y agregados. Y sus despensas
están llenas… Y todo, y todo a expensas

Agregado. Indio o mestizo de la Sierra que vive en las haciendas de los gamonales, trabajando
para estos a cambio de pequeñas parcelas de tierra que les ceden para que hagan sus chacritas.
Esta pobre gente, a final de cuentas, resulta debiendo fabulosamente al patrón.
Francisco Izquierdo Ríos 185

de las leyes… (Y todo trabajo le hacen de balde,


pues maneja a su antojo al Gobernador y al Alcalde).
Le tienen miedo todos… Además es muy guapo
y más, cuando tenga ya un cántaro de huarapo
o de chicha adentro… y en alguna esquina
vocifere y haga disparos con su carabina…
Cuando el tinterillo chupa, lo hace con ganas,
y por lo menos sigue así por toda una semana…
Amigo de toda clase de autoridades, a quienes adula,
sin medida… Ya les regala un toro, ya una mula…
Sobre todo a la autoridad judicial más le regala
y adula más… ¡el famoso tinterillo es una bala!
(Y cuando cualquiera de ellas va al pequeño lugar,
a encontrarla va en el camino y la hospeda en su hogar).
Muy amigo del cura, con quien anda en buenas relaciones,
y compadre del gamonal… Los tres son de las combinaciones
en la aldea… Jefes de elecciones y autores de mil conchavaciones…
Y son los que, para distraerse y combatir la abulia,
se reúnen siempre a jugar y chupar, en furiosa tertulia,
en alguna chichería (de la mama Feisha o de la mama Julia).
Y el tinterillo y el gamonal son los que llevan mazas y guiones,
muy contritos, adelante, en las fastuosas procesiones…

Feisha. Feliciana.
186 Tierra peruana

Roberto, el cazador alegre y afortunado

R oberto, mozalbete fornido y alegre, estaba yendo en comisión; llevaba


muchos soles, en plata contante y sonante, del alcalde de Bagua al alcalde de
Bellavista. Arreando su caballejo, que en pelo cargaba la alforja del metálico,
iba Roberto por el camino árido y quemado por el sol del mediodía. Ganas tenía
de ocultarse siquiera por un rato de la cólera del sol tropical, en la sombra de los
algarrobos que, a trechos, aparecían como único adorno del desierto suelo.
De pronto, a la distancia, le llamó la atención algo que se movía… Detuvo el
caballejo y colocándose la mano derecha en la frente, a manera de visera, escudriñó
el horizonte… Un enorme tigre estaba comiendo un venado en el mismo camino…
Roberto, sin amedrentarse, siguió adelante… Y ahora, ¿cómo pasar por allí sin
exponerse a ser atacado por la fiera?... Y ya el tigre, al trote de Roberto y el caballejo,
empezó a gruñir.
Entonces, Roberto, al mismo tiempo que arreaba su caballejo, iba lanzando
fuertes gritos y arrojando una lluvia de piedras al tigre, el que sin soltar su presa
seguía gruñendo amenazadoramente. ¿Qué hacer? Roberto estaba sin arma de
fuego, apenas tenía un puñal en la vieja vaina que le colgaba del cinto… amarró
su caballo en un algarrobo y salió al frente, con el puñal en la mano izquierda y
arrojando piedras con la mano derecha a la fiera y gritando con todas sus fuerzas.
El tigre había recibido ya una tremenda pedrada en el hocico y otras en el resto
del cuerpo, pero no soltaba su presa… Roberto, temerariamente, con un coraje
propio de él, se acercó al tigre, el que acobardado por esa actitud, huyó a saltos, por
el campo, abandonando el venado muerto… Roberto le siguió un pequeño trecho,
arrojándole piedras y lanzando gritos y cuando el tigre había desaparecido por la
extensión sin fin de la llanura regresó y, sin pérdida de tiempo, haciendo uso de
todas sus fuerzas, colocó el venado, que aún estaba caliente, lo que probaba que
recién había sido muerto por el tigre, en el caballejo, sobre la alforja, amarrándolo
con la soga de este animal.
Francisco Izquierdo Ríos 187

Roberto, el mozalbete alegre, iba más contento por el camino, porque, fuera de
los mil soles, llevaba un hermoso venado, que había cazado su amigo, el tigre.
***
Una tarde que Roberto andaba de caza por esas arenosas llanuras de Bagua, con
escopeta al hombro y puñal al cinto, se encontró con dos osos, macho y hembra,
que estaban comiendo los frutos de un frondoso algarrobo… Con las patas traseras
en el suelo y las delanteras en las ramas, parecían estos, a la distancia, una pareja
de respetables ancianos.
Roberto pudo muy bien alejarse de los osos, pero llevado por su espíritu
aventurero y amante del peligro, se acercó a ellos y disparó al macho, hiriéndolo
en el corazón…. El corpulento oso, después de dar dos saltos, cayó inerme al suelo,
cuan largo era, ante el asombro de su fiel compañera… Esta reaccionó luego y
mirando a su alrededor descubrió al alegre Roberto, que escondido a medias detrás
de una piedra trataba de poner una segunda carga a su escopeta. Veloz se lanzó la
osa contra el atrevido cazador, alcanzándolo en su fuga; Roberto quiso defenderse
con su escopeta desarmada, pero la osa se la quitó, rompiéndola en pedazos
—sabido es que los osos utilizan sus patas delanteras como si fueran manos—,
luego de un tremendo puñetazo en la nuca lo derribó al suelo y se subió sobre el
muchacho.
Pero Roberto no era de aquellos que pierden la serenidad ante el peligro, por
eso después que le pasó el aturdimiento del puñetazo y la caída, optó por hacerse
el muerto, pues tratar de defenderse era para que la fiera lo matara de una vez.
Cerró los ojos y detuvo la respiración cuanto podía… La osa, entonces, se bajó
de él y se sentó a su cabecera, sin descuidarlo un momento; por ratos el astuto
animal para convencerse si efectivamente estaba muerto, le ponía una de sus
patas delanteras en la nariz, le tocaba y olía por todo el cuerpo. Angustiosa era la
situación de Roberto.
La osa, engañada por el taimado Roberto, se descuidó un momento, lo que
aprovechó este para sacar su puñal y prenderle, con la velocidad del rayo, en el
pecho, en pleno corazón; el puñal se había hundido hasta el mango. Roberto, sin
perder una décima de segundo, se echó a correr como un gamo, mientras que la
osa trataba de sacar de su cuerpo el agudo puñal…
Roberto llegó a su pueblo, al anochecer, sin más novedad que la pérdida de
su escopeta y su puñal. Cuando en el pueblo supieron de su hazaña, fueron los
hombres a traer las pieles de los osos, que Roberto aún conserva, como recuerdo,
colgadas en las paredes de su cuarto.
188 Tierra peruana

El indio
(Fantasía serrana, representable)

E l indio, con su atavío peculiar, una lampa en la mano y la cabeza sobre una
piedra blanca, descansa de la ruda faena del día, junto a su choza solitaria,
mientras se va ovillando un maravilloso crepúsculo en las cumbres de los
Andes. De pronto, aparece, vaporosa, tenue, como en sueños, por entre las tunas
y chirimoyos, una mujer blanca, portadora de promesas y esperanzas y canta (con
música de cualquier huaino):
Indio, hermano del dolor,
indio, hermano del lamento,
tus quejas lleva el viento,
tus dolores llora la flor.
Indio, de la escarpa y alcor
del Ande inmenso y frío,
del poncho raído por el tiempo,
de ojos de triste fulgor.
Indio, hermano del dolor,
indio, hermano del lamento,
tus quejas lleva el viento,
tus dolores llora la flor.
Lírico rey de los senderos,
de la soledad, el señor,
compañero de los luceros,
y amigo del pájaro cantor.
Sueñas bajo la luna,
en el picacho enhiesto,
o en el valle sombroso
junto al río turbulento.
Francisco Izquierdo Ríos 189

Calla y cuando apenas se oyen los últimos ecos del canto en las quiebras de
los cerros, recita:
Cuando el sol declina
y por el cerro se esconde,
la Sierra esmeraldina
cúbrese de tristeza infinita.
Y bajan de las lomas
majadas de carneros,
y sollozan las palomas
en el bosque umbrío.
Indio, hermano del dolor,
yo te he visto, encorvado,
ir siempre tras el arado y
bañado siempre en sudor.
Y he oído en las quiebras
el lamento de tu quena,
en las noches oscuras
y en las noches de luna…
Y cuando el indio, despertándose de su letargo, se frota los ojos, la divina apa-
recida canta nuevamente, acercándose con dulzura al habitante de las escarpas:
Indio, hermano del dolor,
indio, hermano del lamento,
tus quejas lleva el viento,
tus dolores llora la flor.
Calla y se separa a contemplar al indio que se levanta, quien se acerca a ella
recitando:
Divina mensajera
del pueblo wiracocha,
cual paloma montañera,
con tu linda voz,
has venido a mi Ande,
solitario y grande,
a turbar la calma de mi dolor.
La belleza tienes de la luna,
del amancay y el olor,
el sabor de la tuna
y del lucero el resplandor.
Te diré con amargura,
que mi vida, mi vida, es como una noche oscura.

Wiracocha. (v. quechua) Blanco, mestizo.


190 Tierra peruana

Mi vida, mi vida doliente


semeja a nuestro Padre el Sol
que se hunde en Poniente…
Y al decir esto señala al sol que tras los cerros va hundiéndose.
En su rostro hay un pliegue de amargura infinita. Luego, canta (con música de
cualquier huaino), mientras la hermosa visión va desapareciendo:
Divina mensajera,
aléjate de mi alcor,
de la compasión que inspira,
te diré que en la Tierra,
para mí solo existe el dolor
y la libertad es mentira.
La visión desaparece completamente por el bosque de chirimoyos, siguiendo
la línea blanca de un torrente y el indio queda en actitud pensativa, mientras la
noche —enorme viuda— envuelve ya con su negro chal el valle y la colina.
Francisco Izquierdo Ríos 191

Un examen

— A ver, persígnese usted —me dijo el maestro en el examen público.


—Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor, Dios
nuestro. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
—Muy bien… Muy bien, hombre.
—¡Qué rico muchacho!
Exclamaron el público y el jurado. La banda de músicos, que se encontraba en
la puerta de la escuela que daba al patio, rompió en una diana atronadora.
—Ahora, diga usted: ¿quién fue Colón?
—Don Cristóbal Colón fue natural de Génova, Italia; descubrió América el 12
de octubre de 1492. Después de tres meses de viaje, venciendo muchos peligros,
a través de un océano desconocido, en las carabelas La Niña, La Pinta y La Santa
María, pisó tierra americana en la isla Guanábana.
—Muy bien, Guanábana.
—Sí, Guanábana. ¡Bravo!
Dijeron todos. Yo me di cuenta, luego, que me había equivocado, que no
era Guanábana, sino Guanahaní; pero ya no era tiempo de estar haciendo
rectificaciones. El público y el jurado no se habían dado cuenta del error, más bien
estaban entusiasmados con el examen que venía rindiendo.
—A ver, Aritmética —–volvió a decir el maestro—–: 10 más 8.
—18, señor.
—Si a 18 le quito 4, ¿cuánto me queda?
—14, señor.
—¿Cuántos dedos tiene el hombre?
192 Tierra peruana

—10 en las manos, señor y 10 en los pies, que hacen un total de 20, señor.
El público volvió a aplaudir y la banda de músicos a tocar otra diana.
—Qué ingenioso es este muchacho —dijo un vecino por allí.
Las autoridades que se encontraban en la mesa oficial junto al jurado
—subprefecto, juez, alcalde y cura— asentían con la cabeza. Mi madre y mi padre,
sentados en una banquita, desbordaban de gozo.
En nuestra escuela se estábase llevando a cabo aquella noche los Exámenes
de Promoción. Los maestros habían invitado a todo el pueblo y las autoridades.
La escuela rebosaba de gente, de toda condición; hasta de las puertas y ventanas
miraban algunos porque ya no había sitio adentro.
Como nunca estaba de limpia la escuela. Bien arregladita. Con anticipación se
barrieron las paredes, las salas, los corredores y el patio. El globo terráqueo azuleaba
en la mesa oficial; al pie miraba, con sus ojos llenos de noche, una blanca calavera,
en medio de un montón de sólidos geométricos. En las paredes mostraban su
policromía algunos mapas y cuadros de Anatomía.
Por doquier, en las paredes, en las mesas, en las puertas, había lámparas
tubulares de querosene y velas en candelabros de carrizos. (En nuestro pueblo ni
remotamente sabíamos lo que era luz eléctrica).
Yo estaba rindiendo examen de segundo año de primaria. Mi maestro, con
el fin de lucirse, me había hecho conocer, con anticipación, los temas que iba a
preguntarme.
—A ver, escriba usted en la pizarra: “El zorro y el cuervo”…
—Sí, señor.
Escribí aquella frase en la pizarra y seguí escribiendo la fábula, ya de mi propia
cuenta: “Una mañana un zorro, que se paseaba por el campo, olió queso…”
—Basta, Mamerto —dijo el maestro—. Tú sabes mucho; eres el mejor alumno
de esta escuela… Ahora, para concluir, nos vas a decir un discurso, tú que has
hablado tantos discursos en el transcurso del año.
—A San Martín.
—Muy bien… Ya, Mamerto.
—Ilustre señor subprefecto, ilustre señor juez, ilustre señor alcalde, ilustre
señor cura; estimados maestros, respetado público, queridos compañeros:
A San Martín… Benemérito Capitán de los Andes, que con tu flamígera espada
liberaste Argentina, Chile y el Perú, digno eres de nuestra eterna veneración. Tus
sacras palabras: “El Perú, desde este momento, es libre e independiente por la voluntad general de
los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”, quedarán en el corazón de todo
peruano grabadas con letras de oro, por todos los siglos.
Tú eres más grande que Napoleón y Bolívar, porque el veneno de las ambiciones
impuras no mordió tu alma… He dicho.
Francisco Izquierdo Ríos 193

Hice una reverencia a las autoridades y al público.


(Este pequeño discurso era obra de mi maestro, el cual hablé yo el 28 de julio
de ese año, en la Plaza de Armas, desde una mesa, como es costumbre en mi
pueblo —mesa que llevan cuatro hombres a todos los sitios donde deben decirse
los discursos).
El público ya no pudo contenerse; aplaudía a rabiar. Ni la banda de músicos,
la que volvió a atronar la sala con otra diana, luego con marineras y cáchuas; los
músicos dieron el trapo de su entusiasmo a volar.
Todos me felicitaban.
No cabía ya ni un jerónimo de duda, de que mi padre iba a cumplir su
promesa al siguiente día: de matar el chivo grande que teníamos, para festejar el
acontecimiento.
(Trozo de una novela inédita).
194 Tierra peruana

El árbol

L a utilidad del árbol se halla condensada en estos dos extremos: cuando el


hombre nace es recibido en una cuna de madera, al arrullo dulce de su madre,
de la vida, del sol, del viento; y cuando muere, también es recogido en otra
cuna de madera —el ataúd—, por la noche, que lo lleva en sus brazos, envuelto en
el más riguroso silencio y luto, camino de la insondable eternidad…
Un árbol es como una caja de músicas y de aromas.
La puna es triste, porque apenas tiene pajonales amarillos y uno que otro
arbusto que llora su soledad y abandono. No tiene pájaros.
Un árbol en el camino es el mejor amparo para el viajero en momentos de
tempestad o de calor que abrasa.
Los valles son alegres, porque tienen frondas y ríos, flores, frutos y pájaros…
Los valles son los rincones más deliciosos de la Tierra, porque tienen árboles.
Un árbol en el patio de una casa es el mejor adorno, así como un niño en el
hogar es la alegría.
El palo fue la primera defensa del hombre primitivo; un árbol, su primer refugio.
En un madero murió Cristo en el Gólgota. En un madero, pues, la Humanidad
sacrificó su más caro ideal.
Hasta en la escarpa desolada del Ande, de repente, surge la esperanza de un
cactus en flor, que es fiesta para los ojos y el alma… Y en los arenales de la Costa,
los verdes oasis.
¡Qué hermoso es contemplar un naranjo en flor, en la Selva!... ¡Un chirimoyo
o un duraznero en la Sierra!... ¡Qué bello, en una hacienda de la Amazonía, un
caminito cargado de frutos maduros que al crepúsculo parecen de oro!
En las grandes ciudades, llenas de humo y de tráfico, una avenida o una alameda
es el mejor regalo para los pulmones y el mejor remanso de paz y tranquilidad.
Francisco Izquierdo Ríos 195

¿Y las flores? Claveles, pensamientos, rosas, orquídeas… ¡Lo más encantador


y bello del mundo! Un manojo de flores recién cogidas es todo el Cielo y la Tierra,
todo el candor de los ojos de los niños y la luz de las estrellas primeras.
El árbol dio su madero a los hombres para cruzar los ríos y los mares. Para
hacer su choza. Para hacer sus muebles. Para hacer el fuego amigo, que calienta en
el frío y alumbra en las tinieblas de la noche.
El árbol da la celulosa para fabricar el papel en que se eterniza el pensamiento.
Los libros de la Antigüedad han llegado a nosotros porque fueron escritos en el
papiro.
El árbol no solo es útil al hombre, sino también a los animales: el ofidio, el
tigre hacen su morada en sus aletas, el pájaro en sus ramas.
¿No habéis visto un nido de barro y pajas, balanceándose en la rama de un
árbol alto? Es el mejor poema.
El árbol brindó al hombre su primer alimento con sus frutos y raíces y sigue
brindándole y lo seguirá por todos los siglos.
Un palo apoya la vida del anciano; lo ayuda a vencer el trayecto que le falta en
el valle de su existencia.
Hay árboles misteriosos, que el pueblo los aureola de leyenda. “Árboles que
llueven”, que cantan o lloran al viento, o de fina sensibilidad, que al paso del
hombre apagan sus hojas y flores.
Al “hitil” de la Selva, por ejemplo, hay que saludarlo como a una persona,
porque de lo contrario nos quema el cuerpo.
La hoja o la corteza de un árbol, o una soga, con sus cualidades medicinales,
curaron la primera enfermedad del hombre.
Las fiebres de la esposa del Virrey Conde de Chinchón, fueron curadas por la
corteza de un árbol. ¿Sabéis de qué árbol? La quina.
Hay árboles que nos proporcionan maravillosos tintes. En la Sierra, los indios
tiñen sus ponchos y vestidos con la corteza y hojas del nogal, así como con las del
tayo; y los nativos de la Selva amazónica, con la llangua, el añil vegetal.
El árbol es la despensa del hombre; para todas sus necesidades fundamentales,
a él acude.
El carbón de piedra, también procede del árbol.
El hombre sin árbol no tiene razón de ser; no podría existir en la Tierra.
Los maestros peruanos, con sus alumnos, deben sembrar árboles en las
plazuelas de los pueblos donde trabajan y en las huertas o jardines de sus escuelas
(en la Costa, el algarrobo; en la Sierra, el eucalipto o el nogal; y en la Selva, el
caucho, el árbol de más leyenda en el mundo) y bailar alrededor de ellos ronda de
su gratitud y su alegría.
196 Tierra peruana

Los animales y el domingo

U n lagarto, por la vereda de la playa, con ancha sonrisa —de frac, tongo y
bastón—, a paso largo, se dirige a misa.
No hace rato, ha engullido, en el desayuno, un inocente venado.
Una familia de patos, con la vieja pata abuela delante, camina por la angosta
calle de arena; todos están con vestido nuevo, que reluce al sol. Hasta con chal de
seda la vieja.
Después de haberse bañado en la laguna cercana a visitar van a sus parientes,
que son ricos y que viven en una estancia, en el campo.
En un hermoso chalet, con bellos estanques y rodeados de bosque, pasarán,
ahora, un alegre día de fiesta.
Un quinte petimetre se perfuma en todas las flores el chaleco verde para ir a
bailar un rato en el club.
Con el martillo de su pico, golpe tras golpe da el pájaro carpintero en un viejo
almendro. Como siempre está con gorro rojo. Tiene que entregar una silla a doña
ardilla… ¡El compromiso es primero!
Una tortuga, con el cesto de su caparazón morado a cuestas, a todo jadear,
vuelve del mercado.
Una lora, con su huachafo vestido de color varío, que le da aires de gitana, balan-
ceándose en la mecedora de una rama, habla mal de todos los vecinos del barrio.
—Como siempre, la habladora —murmura, en voz baja, dentro de la hojarasca,
una vieja iguana.
En un arbusto de silenciosa playa un martín pescador seca su tarrafa. En
actitud soñadora —poeta y faquir de la Selva— mira, desde la rama en que está

Quinte. Picaflor.
Tarrafa. Red de pesca en los ríos amazónicos, con piezas de plomo en las puntas.
Francisco Izquierdo Ríos 197

sentado, el suave correr de las aguas del río, haciendo sutiles comparaciones entre
estas y la vida.
En el cabaret de un boscaje bailan swing y fox los monos, con mil contorsiones,
al son de la música salvaje de los camunguy, que a la orilla del lago espejeante del
pie, tocan bajos y saxofones.
Mientras que una araña, de severo luto y con guantes, desde la ventana de su
linda casita blanca, parece decirles: “¡Tunantes!”.
Con las orejas gachas y negros anteojos —profesor de Filosofía y Lógica en el
colegio de la ciudad—, un burro, como siempre a manso paso, va en excursión al
campo, con un paquete de sándwiches y con su paraguas bajo el brazo por siaca…
haya tempestad. Los perros le ladran, pero no les hace caso. Como buen filósofo,
tiene presente que: “perro que ladra no muerde”.
En el bazar de un jardín espeso, la señorita lagartija está de compras. Le gusta
la sombrilla de una rosa blanca. (En el país de los animales, las tiendas se cierran
solo en las tardes de los domingos).
—¿Su precio? —le dice, con dulce mohín, al rechoncho tulipán, hijo de
judíos.
—Veinte soles, señorita —le contesta aquel, galante.
—Muy caro, señor –exclama ella, con otro ademán.
—Le quedará de perlas, señorita lagartija. Le hará más bella.
—¿Y esos guantes?
—Muy bonitos, como para usted.
—¿Y esos zapatos?
—También. Son de cuero de lagarto.
—Qué lindo sombrerito.
—Sí…
En ese momento, doña vaca, con sus gruesas pezuñas y largos cuernos y con
un chal moteado de negro y blanco entra y pregunta por un sombrero de paño
para su nieto.
Coronel de Caballería parece el gallo. Su uniforme brilla y sus espuelas relam-
paguean.
En la huerta, impaciente, se pasea en espera de su caballo.
Por las tortuosas callejas del pueblo, grupos de escarabajos, un poco bebidos,
regresan a sus chozas de las afueras.

Swing, fox. Bailes norteamericanos.


Camunguy. Ave grande que vive en las orillas de los lagos de la Selva y que tiene voz de terror.
Sándwich. Pan con carne o queso.
198 Tierra peruana

Un corpulento pavo, sofocado por el calor, bajo un castaño de la plazuela se


esconde del sol. ¡Tiene cara de doctor!
Y por la tarde, cuando baje el sol, cangrejos y saltamontes jugarán un partido
de fútbol. (Los cangrejos forman el equipo lugareño; mientras que los saltamontes,
un equipo extranjero de gringos que en un barco han llegado al puerto).
Hay expectación en el pueblo por presenciar el partido. Todo el mundo irá.
En todas las esquinas hay carteles.
(Las maripositas para esta fiesta andan por todos los huertos buscando lirios
y claveles).
Francisco Izquierdo Ríos 199

Las garzas

P asan por la calle, con dirección a sus pueblos, las indias, luciendo sus centros
colorados y llevando a la espalda, envueltos en la lliclla, sus grandes quipes
y porciones de ceras en las manos… Tendrán, seguramente, alguna fiesta…
Arrieros, bien emponchados, también pasan en la misma dirección, unos en
pos de otros, tras de sus bestias ya sin carga; algunos de ellos abrazados, dos a
dos, conversando en voz alta e incoherente, agitando las manos y haciendo eses…
En su mayoría, pues, pasan en una mona fenomenal… Van dejando casi todo el
producto de su mísera venta en las chicherías…
Y, en sentido contrario, indiecitos, sobre todo indiecitas con ramos silvestres
en las cabelleras, vienen arreando sus yeguas y burros cargados de leña…
Algunas viejecitas, envueltas en las llicllas hasta la nariz, barren sus corredores…
Hace un frío demasiado intenso…
Y en las huertas y tejados cantan los pájaros sus claras tonadas, pero de un
modo triste y nostálgico, como si estuvieran quejándose del frío agudo de la
mañana… ¡Qué mañana tan gélida!... Alalay… alalay…
El frío entra hasta la médula de los huesos… El leve viento que roza nuestra piel
parece que fuera el aliento del mismo invierno o de la misma puna… Dan ganas
de ponerse a jugar “calienta manos”… Sin embargo, la mañana está clarísima, con
solo cierto cabrilleo raro y el sol muy luminoso, pero con luz, sí, de hielo…
—¡Qué frío hace, Jesús! —dicen todo—. Habrá parido la osa…

Centro. Pollerón.
Lliclla. Pañolón.
Quipe. Voltijo.
Cera. Vela.
Mona. Borrachera.
Alalay, alalay. Expresión con la que se manifiesta sentir frío.
200 Tierra peruana

(Todos parecen estar de acuerdo en lo de que la osa ha parido en alguna cumbre


y que los osos se han reunido allí a soplar el frío hacia la ciudad…).
Los muchachos de escuela, que salen de su plantel, la mayor parte de ellos con
ponchos, saltan, corren, gritan, silban, se empujan en la calle, llenándola casi por
completo…
—¡Las garzas —de pronto exclaman—. ¡Las garzas!...
Y todos se arremolinan junto a unas mujeres que están mirando hacia el
cielo… Todos miran con curiosidad hacia arriba…
En verdad, que en un rincón del cielo azul y brilloso, en viaje al este, se ve una
gran cinta blanca que ondula, ondula… Es una banda de garzas que seguramente
va en busca de ríos y lagunas.
—¡Capaz va a hacer otro terremoto, Dios Santo! —dice una mujer—. No es
en balde cuando aparecen las garzas… Y hoy aparecen de mucho tiempo en la
ciudad…
—Quién sabe para peste es —dice, interviniendo un viejecito que tirita como
mísero cuzquillo.
Mientras que los muchachos de escuela, una vez perdida ya la bandada
de garzas en los confines del cielo, vuelven a caminar, llenando la calle con su
bullicio.
Francisco Izquierdo Ríos 201

Elegía a la muerte de Sheba

U n maravilloso crepúsculo se está haciendo en las cumbres del Ande, está


ovillando sus mil hilos de oro… en las faldas de los cerros azules grises
chocitas aparecen, a distancia, solitarias…
La lluvia torrencial que ha pasado hace momento ha lavado completamente el
paisaje rural; el ambiente tiene claras transparencias de cristal… ¡Silencio infinito
en el pueblo!... Los árboles de las huertas, chirimoyos, durazneros, manzanos, se
estremecen de frío, al soplo de un vientecillo algarero que pasa; algunos zorzales
como si despidiesen a la tarde que se va, cantan sus adioses desde los blancos
cercos de piedra, así como gorriones encima de los pardos techos de las casas para
dormir… Y en la verde plazuela se acuestan también las vacas con sus becerros,
mientras que algunos caballos siguen mordiendo la alegre yerba…
Tan tan tan, tan tan tan tan, tan…
De pronto, las campanas de la iglesia desparraman su lloro, haciendo palpitar
el ambiente.
Tan tan tan, tan tan tan tan, tan…
¡Seguramente los que viven en las casitas solitarias de los cerros azules al oír
se estremecerán!
¿Por quién doblarán?... ¿Qué vida se ha acabado?... ¿Qué alma va a entrar en
los negros dominios de la noche que llega?
Algunas mujeres salen a las trancas de sus huertas, con un aire de interrogación
en los rostros, luego dirigen sus miradas, con indudable tristeza, hacia las torres
de la iglesia.
¿Por quién doblarán?... ¿Quién habrá muerto?...
Tan tan tan, tan tan tan tan, tan…
Ya oscurece… La noche llega… ¿No tienes miedo, campanero, de que en la
torre te envuelva la oscuridad?
202 Tierra peruana

Claman los dobles que han destrozado cruelmente el corazón del pueblo… La
noche desciñe sus negros encajes con prisa… Y entre claro y oscuro, de la iglesia
viene un muchachito, con pocho y sin sombrero, a todo correr, por la plazuela.
—Niño, ¿por quién han doblado?
—Por Sheba, mi hermano, maestru, qui’ augado Utcubamba en el temple”
—dice el niño, sollozando, como que corre a su casa, que se encuentra en las
afueras del pueblo—.
¿Sheba se ha ahogado?... ¿El muchacho más vivo y más travieso de la escuela?...
Y tantas veces que pidió permiso para ir al temple a traer naranjas y plátanos…
¡Pobre Sheba!
¡Pobre muchacho!... Ya no irás más a la escuela, donde en las clases de canto,
cantabas mejor que tus compañeros; donde a la hora de los recreos, tú jugabas
con más alegría que ellos, realizando mil travesuras… Ya no te quedarás, por las
tardes, en la plazuela, después de salir de la escuelita, a jugar a la pelota, que te
hiciste ingeniosamente de la vejiga del ganado, con algunos de tus compañeros; ya
no andarás persiguiendo a las pobres avecillas con tu jebe por huertas y solares…
Ya no se verá más tu ponchito granate, con pintas azules, en la escuela… ¡Pobre
Sheba!
Sobre todo, sobre todo, Sheba, ya no se oirán en el pueblo las melodías que
arrancabas a la hoja del naranjo, por las noches, más en lo de los sábados de
Santo Rosario… Ya no se te verá en las excursiones, cuando, a la cabeza de tus
compañeros, ibas por el camino soplando en la hoja de la chíllica el tono de las
marchas escolares, entusiasmando a todos... ¡Eras un eximio soplador de la hoja;
nadie te aventajaba!... ¡Gran músico!
¡Pobre Sheba!... Quisiste jugar también con el agua, y en ella te sorprendió la
muerte traidora que nada perdona.
***
Un llanto lúgubre que llega hasta lo más hondo del alma, atraviesa la
noche…
Es la madre de Sheba que llora, que se desespera, en su casita de las afueras…
***
Al siguiente día, en la escuelita, a la triste noticia que cundió como un rayo, a
la hora de la formación para entrar a las clases, todos los niños no pueden reprimir
una lágrima por Sheba…
¡Un dolor profundo estremece la escuela!

Sheba. Sebastián.
Utcubamba. Río del departamento de Amazonas.
Temple. Lugar de clima templado en la Sierra, generalmente a la orilla de los ríos.
Chíllica. Planta que crece en los caminos.
Francisco Izquierdo Ríos 203

La lluvia canta en las bandejas

C anta la lluvia en las bandejas, en las blancas bandejas de la gotera…


Tin, ton, tan,
tan, ton, tan,
tin, tan, ton…
tin… ton… tan…
Mi madre lava, lava, en una bandeja, al igual de la lluvia cantando una remota
pena.
Y yo, a su lado, sentado, veo caer la lluvia, tan suave, en el valle de mi infancia.
Parecen corros de angelitos las menudas hojas de los ciruelos, que, en la amplia
huerta, mueve un viento ligero…
Tin, ton, tan,
ton, tan, tin…
Sus íntimas quejas, la lluvia canta en las bandejas…
Tin, ton, tan,
tan, ton, tin,
tin, tan, ton…
Se estremece mi corazón…
Y al ritmo de esa melodía sueño paisajes de misterio; pienso ver fúnebres desfiles
hacia lejanos cementerios, por sobre cuyos grises muros de piedra aparecieran
árboles sombríos, cruces y blancos mausoleos…
Tin, ton, tan,
tan, ton, tin…
204 Tierra peruana

Y son como gemidos de viejas campanas que, a través de la lluvia, llegasen de


misteriosas iglesias que hubiese en la Selva inmensa, que en la hora solitaria de la
lluvia que todo lo amortaja, los duendes en las torres tocaran y tocaran…
Tan, ton, tin
tin, tan, ton…
Parece lloro de mujeres, tan triste, tan triste, como si emergiera del fondo de la
Tierra… O de millares de niños que, por la calle silenciosa, fueran bajo la lluvia en
desfile de frío y de hambre…
Tin, ton, tan,
ton, tan, tin…
tin… tan… ton…
El viento de la huerta, violento entra a la casa y juega con la cortina que cubre
nuestras camas… Una gran cortina roja, que abarca toda la sala… ¡Detrás de esa
cortina murió mi padre una mañana!...
La huerta florida se ha vuelto sombría... ¡Tengo miedo!... ¡Mucho miedo!...
Las rachas de lluvia, que sobre los árboles el viento desparrama, tienen formas
humanas… ¡Parecen fantasmas!... Tengo miedo… Mucho miedo… La huerta florida
se ha vuelto sombría…
Mi madre lava, lava, en una bandeja, y al igual que la lluvia canta una remota
pena…
Tin, ton, tan,
tan, ton, tin,
tin, tan, ton…
ton… tan… tin…
Anochece…
La lluvia canta sus quejas…
¡Qué triste es su canto en las blancas bandejas!
Sigo oyendo desde la cama:
Tan,
tin,
ton…
Francisco Izquierdo Ríos 205

La chacra escolar

Z
orzalito, zorzalito,
no desentierres la semilla,
por qué no vas al monte
en busca de comidaaaaa…
“Oooooooo… eeeeeeee… aaaaaaaa…”, respondían las oquedades del cerro.
Era el alumno Florencio Mosilot que cantando subía el cerro. Iba a ver la chacra
de trigo, de avena y maíz, que abrieron los centros escolares de varones y de niñas.
Como alumno más grande del Centro de Varones había sido encargado, junto con
otros de sus compañeros, para cuidar la chacra en forma especial; aunque todos
los alumnos de dicho plantel tenían esa obligación.
Alrededor, y en medio de la chacra, habían colocado aquellos una serie de
espantapájaros, confeccionados de hojas secas de maíz y de ponchos y sombreros
viejos. Sin embargo, los pájaros, sobre todo los loros, no respetaban la chacra,
se burlaban de los muñecos, por lo que de cuando en cuando era necesario ir a
pegarles batidas con las hondas. Y en eso subía Florencio Mosilot, con su honda al
hombro, en aquella mañana llena de sol y de vida.
Los centros escolares habían roturado en la falda del cerro, encima del pueblo
no más, su chacra, en un terreno cedido por el Concejo Municipal. Semillas de
trigo y de avena conseguimos en la Estación Agronómica de Chachapoyas. Las de
maíz, los mismos niños proporcionaron.
Antes de arar, los niños habían hecho el rozo, es decir, limpiado con sus
machetes el terreno de malezas, espinas y zarzamoras. Aquel cerro era un jubileo
de alegría, de risas, cantos, silbos y colores, por varios días. Las niñas llevaban, en
pequeños cántaros, la chicha dulce para sus compañeros, los varones; en grandes
ollas habían preparado ellas esta bebida tradicional, en la víspera, por grupos, en
los patios de sus casas.
206 Tierra peruana

Maestros y alumnos confundidos estábamos en la labor. Diez yuntas llevaron


los niños para la arada. En un solo día se aró el terreno. Luego, vino la siembra; las
niñas, cantando, arrojaban las semillas en los surcos que los varones iban abriendo
con sus lampas.
—El Perú necesita agricultores más que doctores —gritaba, entusiasmado, don
Manuel Reyes Huamán, auxiliar del Centro de Varones—. Así que, muchachos,
¡manos a la obra!
—De los esfuerzos de hoy depende la suerte de nuestro pueblo —exclamaba
por allí un alumno, recordando la célebre proclama de Sucre en Ayacucho.
—Y otro día de gloria va a coronar nuestra admirable constancia —concluyó
otro.
Y la Madre Tierra se ofrecía, dichosa y fecunda, a los muchachos. Diríase que la
naturaleza toda estaba poseída de una loca alegría.
¡Qué encanto daba contemplar, después de algún tiempo, desde el pueblo,
nuestra chacra en la falda del cerro! ¡Verde de trigo, de avena, de maíz, de frejol!
¡Cómo jugaba el viento con su cabellera!
La cosecha fue buena. Pero antes tuvimos que luchar duro con los voraces
zorzales, loros, gorriones y torcazas. Los niños y las niñas cosechaban, cantando la
Canción de los segadores y otras canciones propias de la región.
Después de la trilla —que la hicimos en la misma chacra—, dimos a los niños su
porción de semilla para que llevaran a sus casas, a sus padres, y el resto guardamos
en la escuela para volver a sembrar el año próximo.
(Trozo de una novela inédita).
IZQUIERDO RÍOS, Francisco
1946 Tierras del alba. Lima: Ministerio de Educación.

En este libro se han omitido los siguientes cuentos:


“Bernacho” y “Lindaura Castro” aparecen en Selva y otros cuentos; “Ovejía” y “Sinti, el
viborero” aparecen en Sinti, el viborero; “Ladislao, el flautista”, “Juan Urquía” (con
el título “Florencio Urquía”) aparecen en Los cuentos de Adán Torres; “Tayta cashi”,
“Los liclics y Dios”, “El tuhuayo y la luna” y “Braulio Cullampe, el sacristán”
(con el título “Braulio Cullampe”) aparecen en Cuentos del tío Doroteo.
Tierras del alba
Francisco Izquierdo Ríos

E l folclore, raíz primaria del pueblo, ofrece vasto campo para la creación
artística. Así en el terreno literario, muchos escritores han encontrado
en él sabrosos motivos y valiosas sugerencias que, discriminados por la
sensibilidad de cada autor, imprimen una característica peculiar a sus obras. El
rico acervo folclórico es, pues, fuente de inspiración y material precioso para paliar
las necesidades estéticas del hombre civilizado, cuya historia registra magníficas
realizaciones elaboradas con el oro de la tradición popular.
Llevados por esta inquietud, los pueblos de América —fuera de la investigación
estrictamente científica del dato folclórico que, dicho sea de paso, recién se está
efectuando con la seriedad que se merece— vienen extrayendo del alma popular
temas para sus diversas creaciones artísticas, como un medio eficaz de conocer y
hacer conocer su propia realidad, y lograr una mejor comprensión entre ellos. Es
así como la mayoría de los cuentos y novelas del continente llevan en su entraña
ese calor y colorido inconfundible de nuestras manifestaciones populares; y no
puede ser de otro modo, considerando que muchas de las naciones americanas
viven todavía —por falta de modernas vías de comunicación y una desarrollada
industria, vale decir, de civilización— una existencia casi primitiva, mágica, donde,
como una nota singular, se forja el proceso de un mestizaje étnico e idiomático.
Por estas razones, el escritor americano tiene que ser el obligado intérprete de la
compleja y hermosa realidad telúrica y humana de su ambiente, que, incorporada
en la obra literaria, no delimita claramente las órbitas del paisaje y de la acción
del hombre, quien, por lo general, es absorbido por una naturaleza exuberante y
dominadora.
En Perú, país típico de América, es común que los escritores acudan con
frecuencia al folclore en busca de material para vitalizar su producción. Entre
los muchos escritores nacionales que han utilizado este tipo de material en la
estructuración de sus obras, dándole categoría universal a nuestra literatura,
solo citaremos dos nombres: uno, lejano ya en el tiempo, Ricardo Palma, en
cuyas Tradiciones peruanas fluye, armonioso y picaresco, el espíritu criollo; otro,
210 Tierras del alba

contemporáneo de nosotros, Ciro Alegría, que presenta una obra donde bulle todo
ese fermento cósmico de la Sierra y se atisba la maravillosa región amazónica.
De los escritores jóvenes de Perú, Francisco Izquierdo Ríos es, por su misma
extracción popular, uno de los que más emplea motivos del folclore, en la
plasmación de sus trabajos literarios, identificándose, así, en forma amplia y
generosa, con el paisaje, las costumbres, el habitante y la fabla particular de los
lugares donde, errante peregrino de la geografía, plantara su tienda de maestro
primario.
Francisco Izquierdo Ríos nació en Saposoa, provincia de Huallaga (San Martín),
el año 1910. Su infancia se deslizó en el deslumbrante ambiente tropical de la
Selva y las escasas comodidades que puede ofrecer un hogar humilde, donde
hasta los más tiernos afectos naufragan ante la urgencia de la lucha diaria. Así,
desde muy niño, el futuro escritor tuvo que acudir al llamado de la vida y realizar
diversos trabajos, en cuyo ejercicio fue adquiriendo una amarga experiencia del
mundo y de los hombres. No había penetrado aún en el secreto del abecedario y
el espectro de la disciplina escolar era solo un borrón en el horizonte, cuando ya
tenía cumplidos los distintos grados del duro aprendizaje de la miseria. Tal vez si
estas circunstancias, agudizando su infantil intuición, le abrieron el camino para
establecer un contacto más estrecho con la naturaleza, en la que, desde entonces,
tuvo su mejor compañero de aventuras y su más sabio maestro. Esta, como buena
madre que es, le fue revelando, poco a poco, el misterio que se encierra en su
compacta población de árboles, en su enorme variedad de animales, en la soberbia
de sus ríos legendarios, en sus cóleras tremendas… En el curso de este vagabundaje,
vivió en haciendas perdidas en los bosques, fraternizando con peones y cazadores.
De ellos aprendió una sencilla filosofía de la vida en la que, con conceptos casi
elementales, son definidas las cosas más trascendentes y se da a cada hombre
su verdadera ubicación dentro del grupo. Es aquí también donde, por primera
vez escucha la narración de añejas leyendas y descubre extrañas supersticiones
lugareñas, ingresando así en el dominio encantado de la tradición popular, cuyo
eco se dejará sentir, más tarde, en la mayor parte de sus creaciones.
Cuando azares de la vida obligan a la familia a radicarse en Moyobamba, Francisco
Izquierdo Ríos acaba de cumplir nueve años. En la capital del departamento
termina su instrucción primaria y cursa los estudios correspondientes a la media.
Su adolescencia se manifiesta tumultuosa. Un nuevo sentido de las cosas y del
mundo informa ahora su inquietud, que busca una salida en la lectura y encuentra
bellos motivos en la observación del paisaje telúrico y humano de la región. Por esta
época, aunque en forma desordenada e incipiente, estalla su vocación literaria.
Es así como nacen sus primeros trabajos que, escritos en el banco escolar,
trasuntan ingenuas emociones de marcado sabor romántico o recogen típicos
aspectos de la ciudad.
Luego de obtener, en 1927, la beca de su departamento para seguir estudios
de normalista, Francisco Izquierdo Ríos viaja a Lima. Aquí ingresa al Instituto
Pedagógico Nacional de Varones, donde su estada se caracteriza por una
ininterrumpida serie de incidencias y rebeldías, que culminan con su expulsión de
Francisco Izquierdo Ríos 211

este centro de enseñanza, aunque más tarde se le permite regresar, pero sometido
a estricta vigilancia. El agitado ambiente de la urbe resulta terreno propicio para la
tremenda inquietud espiritual del cuentista, sobre todo si se tiene en consideración
que estos pasajes de su vida coinciden con el turbulento período que precedió y
siguió a la caída del gobierno de Leguía.
Graduado de normalista en 1930, cuando apenas tenía 20 años, comienza
para Izquierdo Ríos una movida y provechosa etapa de continuos viajes por los
caminos del país, en cumplimiento de su misión de maestro. Sin embargo, el
ejercicio de tan noble apostolado y las frecuentes angustias de carácter económico
por las que atraviesa, no son razones suficientes como para alejarlo de su innata
inclinación por las letras; al contrario, le sirven de poderoso estímulo para escribir,
enriqueciendo su producción con los motivos que le proporcionan los diferentes
lugares en que trabaja. De allí que en la obra primigenia del escritor se encuentren
jugosas descripciones del paisaje selvático y de la vertiente oriental andina, así
como un registro de personajes modelados a semejanza de los hombres de estas
regiones.
Izquierdo lleva en la sangre el fuego de una profunda emoción social, que
lo impulsa a ponerse en contacto directo con el pueblo y a preocuparse por el
adelanto cultural de este. Su labor de maestro rebasa los muros de la escuela.
Venciendo las dificultades del medio, publica, donde llega, periódicos y revistas…
Hasta que un día, alentado por la acogida que brinda a sus colaboraciones la
prensa limeña, el autor de Tierras del alba se lanza, desde Jumbilla, pueblecito de la
serranía amazonense, a la aventura de editar su primer libro, bajo el título de Ande
y Selva (Lima, 1939) y el vigilante cuidado de Pedro Barrantes Castro. Miscelánea de
estampas, poemas y relatos vernáculos, este volumen recoge, en las arboladuras
de su fuerte sabor campesino y la dulce resonancia de su lenguaje, caros recuerdos
de infancia y las horas de su juventud en marcha.
Cinco años después, en 1944, aparece Tierra peruana, colección de poemas,
estampas y pequeños cuentos destinados a los niños, en cuyas páginas alienta
una fresca visión de la naturaleza y se confirma la tendencia terrígena del escritor,
para quien, ahora, en su afinada sensibilidad, las pequeñas grandes cosas de la
vida escolar y el mundo maravilloso que lo rodea se conjugan en expresión de
delicados contornos.
Redactados, en su mayor parte, entre los años 1933 a 1935, cuando el autor
oficiaba como maestro de escuela en los pueblos de la Selva y la vertiente oriental
andina, los relatos incluidos en Tierras del alba —que se integra con los libros Recodo
andino y Tayta Cashi— reflejan, con notable fidelidad al color y pródiga exquisitez de
imágenes, esa dualidad de paisaje y de motivos selváticos y serranos, a la vez que,
enmarcado en un crudo realismo, se consigna la anécdota del drama humano y se
interpreta el anhelo ensangrentado de una pronta justicia social.
El valor de estos relatos radica en que su material ha sido recogido directamente
del pueblo, lo que es ya un esfuerzo meritorio de parte del cuentista por captar
la realidad peruana, en sus más secretas raíces. Plenos de un sentido elemental,
primitivo, pertenecen a la primera época de la evolución del escritor, cuando
212 Tierras del alba

Francisco Izquierdo Ríos producía espontáneamente, urgido solo por el deseo


de crear. De ahí que en ellos haya vocablos y expresiones de neta significación
popular, usados sin comillas, y se note ciertas desigualdades, propias de un estilo
todavía no cuajado.
No ateniéndonos a su mérito intrínseco, ya que dentro del conjunto existen
realizaciones superiores —”Los agregados de Tayta Uva” y “Tayta Cashi”, de
polícromo arraigo folclórico; “Bernacho, “Juan Urquía” y “Sinti, el viborero”, de
vigorosa contextura humana—, sino por el hecho de presentar como personaje del
cuento al pueblo mismo, es que destacamos el titulado “Ovejía”. En él, como hiciera
Alejandro Serafinovich en El torrente de hierro y André Malraux en La condición humana,
nuestro escritor diluye muchos personajes individuales dentro del protagonista
colectivo; el pueblo Ovejía, descrito en época de elecciones.
Faltaríamos al más elemental deber de gratitud hacia quien puso en nuestras
manos los originales de hasta ocho libros inéditos, si no dijéramos unas palabras
sobre las obras concluidas y aún no publicadas por el autor de Tierras del alba. Tal
actitud, es imprescindible para completar la estimativa que venimos haciendo
del cuentista, ya que entre ellas se encuentran audaces y valiosas manifestaciones
de su actividad intelectual. Escritas en horas diversas y con distinta emoción,
aunque siempre bajo el signo de una necesidad casi orgánica de crear, su vasto y
variado horizonte abarca desde la novela de gran contenido social (Mateo Rojas, el
maestro, Chachapoyas, 1935) o recio fondo humano (A pesar de todo, seguimos viviendo…,
Iquitos, 1943) y el cuento inspirado en motivos regionales (“Sierra y Selva”,
Jumbilla, 1936; “Pequeñas novelas”, Luya, 1940) o llenos de sana rebeldía (“La vida
y los hombres”, Lima, 1945) hasta el poema sencillo y rústico (“La isla del canto
humilde”, Yurimaguas, 1942) y el teatro poético para niños (El sueño de Roberto y
Lluvia, Callao, 1946). En sus páginas —recatadas o vibrantes, tristes o ingenuas—
se dan cita un profundo amor a la tierra y una tremenda inquietud social, cobra
vida una nueva imagen del hombre común, y en magníficos bocetos, se realiza el
paisaje de las tres regiones del Perú. Además, en la obra más reciente, constatamos
mayor madurez en la concepción de los temas, una cuidadosa vigilancia de la
forma y los síntomas de una estricta disciplina espiritual, lo que, unido a su rica
experiencia humana y su amplio conocimiento del escenario geográfico, le aclara
el camino de óptima cosecha en los campos de la literatura y el folclor.
Francisco Izquierdo Ríos 213

Los agregados de tayta Uva


P or la montaña de enfrente brotó un canto extraño, como seco toser, que


estremeció la noche. Coj… Coj... cooooj….
Era el cojo, ave misteriosa.
—¡Taititu! —exclamó, sobresaltado, tayta Lucas—. De cuandacá pué, cojo.
¡Maldiciado! ¡Tapia! Alguno de nosotros vamos a morir.
—¡Tapia, Amitu! —exclamó también Eulogio—. De cuandacá pué, cojo. Tiempos
nuoímos puaquí hacienda de tayta Uva. ¡Tapia!
—De tiempos parés pué. Segur vamos a morir uno de nosotros —volvió a
hablar tayta Lucas, con acento temeroso—. Para que muera niño Balta, hijo mayor
de tayta Uva, también cantó cerro diallá. Hace tiempos… Siacordarán ustés.
—Sí pué —habló tayta Rude—, cojo cantaba ese cerro diallá todas las noches, cás
una semana entera hom. Miacuerdo... ¡Pobre niño Balta!, muerto pronto; buenillo
lo que era.
—Cojo dís es tamaño de gallo, tayta Lucas; canta en noche nomá —habló
Fabriciano.
—Naidies visto cojo, oído nomá, Fabricián. Canta también tardecer —respondió
tayta Lucas.
—Anda con duende nomá cojo dís, tayta Lucas —habló Eleodoro.
—Asiés pué, anda con duende nomá. Poreso tapia. Amitu nos cuide. Segur
alguno de nosotros vamos a morir. Miacordarán…
Los agregados de la hacienda de tayta Uva en aquella hermosa noche de plenilunio
chacchaban coca sentados al pie de la inmensa portada, a un costado del muro
de piedras que circunda la casa-hacienda y junto al chiflón de agua que pasaba
murmurando al molino de piedra, que se encuentra allí cerca. A partir de la casa
del molino un estrecho callejón, formado por dos pilancones paralelos y sembrados
a trechos de álamos y peros que cierran dos enormes huertas de alfalfa, conduce
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al camino real, terminando en un pequeño puente de techo de tejas remendado


con zinc, que salva un riachuelo entre la hacienda y el camino.
Chacchaban y conversaban los agregados de tayta Uva, cuando les sobresaltó el
canto del cojo. Eran cinco indios que habíanse reunido, como lo estaban haciendo
todas esas noches, pues tayta Uva, el patrón, se había ido con toda su familia a
la ciudad encargando a tayta Lucas, el indio más viejo y el más antiguo de sus
agregados, el cuidado de la casa y de la hacienda. Tayta Lucas se quedó en la casa solo
con Abelardo, su nietecillo.
—Cojo dís vive en cuevas de cerros nomá, tayta Lucas —siguió hablando
Fabriciano.
—Anda todos sitios —respondió el viejo—. Anda llevando desgracias. Coj…
Coj…. coojj tosía junto una chacra, segur muerte. Coj… Coj…. cojjj tosía en una
hacienda, segur muerte. Ñacashca cojo, ve alma pué. Sabe cuando vamos a morir;
anda pué con duende, puaquí puaí.
—Cojo chunlla ya. Segur está espíando casa —habló tayta Rude.
—Segur y con duende los dos. ¡Taititu! Poreso chunlla… Pero otra vez va tosíar el
condenado —dijo tayta Lucas.
—¿Visto usté duende, tayta Lucas? —preguntó de repente Eleodoro que, con
Fabriciano, eran los más jóvenes del grupo.
—No, manan; toda mi vida no. Espantado nomá, oído cerquita nomá.
—Algunos dís ven duende, tayta Lucas —volvió a hablar Eleodoro—. Tiene una
pata más grande dís; chullachaqui duende. Anda cojiando, ligerito, por cerros dís.
Mama Emiliana dís visto nochecer correr por tunal….
—Será pué, per yo no visto nunca; asustado nomá, oído nomá. Voy contarles
pué lo qui hecho duende una nochi luna comaura —tayta Lucas calló para engullir
más coca sacando de su talega y prosiguió—: En una hacienda cerca de Ocallí
trabajaba yo como peón, junto con tayta Valeco muerto ya, nos llevó don Gustavo
Bardialés, patrón de la hacienda. Don Gushta llegó buscar peones puaquí; tayta
Augusto, padre de tayta Uva, nos mandó a tayta Valeco y a mí con don Gushta
que eran amigos. Nuande creyer pué ustés lo qui hecho duende en nochi luna
comaura, blanca nochi comaura… ¡Taititu!, tiemblo cuando miacuerdo, tiemblo…
Diun mumento a otro una tarde perdió como humo niña Elvirita, huambrilla don
Gushta, estaba jugando patio del casa; nosotros desmochando cacau en chacra
aí nomá; mama Adela, mujer de don Gushta, ido trér agua…. Don Gushta no
sabía quí hacer, lomesmo mama Adela; lloraban ¡jausú Dios!.. Buscamos huambrilla
todos sitios, todas partes: río, quebradas, bosques, cerros…. Llami, llami, griti griti.
¡Nada! Cuando desesperaos volvieron todos a casa, yo andaba solito en pastal
hacienda, en noche clara comaura, y oigo en ramas diun guarango llorar una
creatura pacallalla pacallalla; oí clarito hom. ¡Taititu! De miedo corro a la casa avisar
a don Gushta y demás peones… Llegamos árbol estaba cantuel pasto, lejus de la
casa, llevando Amitu Crucificau; creatura callao, chunlla….
Después diespiar tanto arriba árbol espeso, nochi como día, vemos niña
Elvirita, colgada de sus pelitos en una rama con espinas, montadita otra rama, sus
Francisco Izquierdo Ríos 215

pies colgaos. Misma niña Elvirita, misma niña Elvirita. ¡Taititu! le llamamos, per
nada; ella callao, chunlla.
“Elvirita, Elvirita… “¡Hijita!”, gritaba llorando mama Adela, agarrándose al
tronco del guarango, lomesmo don Gushta, per ella chunlla nomá, chunlla.
“Duende, maldecido seigas”, gritó, entonces, don Gushta, alzando al Amitu.
“Aquí tienes Amu, Señor; obedés, vete lejus”.
Después me dijo: “Sube, Lucas, sin miedo nomá semos hartos y aquí está
Amitu”.
Quí hacer pué, botando miedo, temblando temblando, subo guarango,
cuidándome de las espinas, cortando ramas con puñal. Mientras subo don Gushta
gritaba: “Duende maldecido, obedés tu Amu y Señor. Vete lejus; sepárate”... Llego
padeciendo lao de niña Elvira, estaba últimas ramas. ¡Taititu! Su carita garriada
como por misho, con sangre, sus pelitos líados bien bien una rama diarriba de no
poder desatar. Aviso al patrón.
“Córtale pelo”, me dijo don Gushta.
Y entonces cortao con puñal cabellitos lindos. Y agarrando niña Elvira,
padeciendo mucho bajo del árbol, entregando creatura a sus taytas lloraban pie el
tronco; cuando momento brinco al suelo, ¡taititu!, oímos que se ríe de nosotros, sin
saber dónde el duende… ¡Ja, ja, ja, ja, ja… ¡Ja, ja, ja, ja jaiiiiii….! Ramas de guarango
mueven como por viento sonando. ¡Taititu! Cás nos desmayamos no pué todititus.
Mi cuerpo volvió tieso como de dijunto, mis pelos pararon como angocasha.
“No tengan miedo, no tengan miedo; semos hartos”, gritó don Gushta,
“¡Hinquen!”.
Nos hinquemos bajo árbol, derredor el Amitu a rezar.
Calló tayta Lucas y embocaba repetidas veces el chufrán después de meterlo con
ligereza en el calero. Los otros temblaban de miedo, sobre todo Abelardo, quien se
apretaba más y más a tayta Lucas, su abuelo.
El misterioso cojo también había enmudecido en la falda de la montaña.
Silencio espeso reinaba en la noche clara; solo uno que otro shihuín silbaba en las
lejanías del pasto.
Don Gushta ya en casa —prosiguió tayta Lucas— sacó carabina y hechó disparos
en patio: Pam, pam, pam. Y quebradas, bosques, cerros, respondían: paaaaam….
Paaaaaaaammmmm… Bullería contestaba duende maldecido. No dormimos esa
noche. Siguiente día todos ganados en el pasto manecieron rabos trenzados, lomesmo
crín caballos, algunos novellos peisados de sus rabos unos con otros, bien líados, sin
poder andar porque se jalaban unos con otros. Y pelo todos ellos tisha tisha… Duende
se burlaba pué así… Manecer triste triste. Niña Elvirita muda, muda para siempre;
para siempre chunlla, upa.
—Duende roba huambras pué —afirmó Fabriciano—. Poreso no vale dejar huambras
solos; les lleva lejus duende. Pareciendo dís en forma padres, hermanos, les engaña
el ñacashca.
216 Tierras del alba

—Duende pendejo pué —exclamó tayta Rude, que después de tayta Lucas
era el que tenía más edad—. A mí también hecho cosas. Per cuando se golpía
puñal en piedras camino hasta sacar candela, insultándole, gritándole, calla,
tiene miedo. Asién camino de Churuja, en Bajada Minla, yendo yo con Manongo
mandao por tayta Uva, trér dos barriles aguardiente para fiesta Todos Santos, no
pué nos espantó duendéee. ¡En Bajada de Minla tovía duende! ¡Taititu! Bajamos
a las cuatro de la mañana creu; noche oscura, la niebla cubría todo cerro, pueblo
Paclas cantaban gallos; lomesmo en Olto, lejus lejus. Minla estaba chunlla chunlla;
per cuando estábamos ya cás en media bajada oímos que suena campanilla: chilín
chilín… Chilíiiiiiinnnn… ¡Taititu!... Oímos que rezan como mucha gientada;
canto de cura, igualito a la voz del padre Ciriaco, hom. ¡Procisión! ¡Procisión en la
Bajada de Minla! ¡Taititu! Parados quedamos media bajada, oyendo procisión que
venía diabajo; aguardi aguardi, esperi esperi… Oímos más cerca, más cerca, per no
parecía… Creímos tal vez era algún santo limosnero, comuesos qui hacen andar
así sus tesoreros por caminos, pueblos, recogendo limosnas. ¿Señor de Gualamita
no pué así llevan por chacras y pueblos? Pero nuestros cuerpos siabían hecho
gruesos ya. “Duende”, gritó Manongo, “¡Duende quere burlarse nosotros! Golpía,
Rude, puñal en piedras”… Bajamos pué golpiando nuestros puñales en piedras,
gritando, insultando al duende. Todo bullería sisu chunlla, calló rezo, campanilla,
voz de cura… Nosotros seguimos bajando así, golpiando puñales, gritando, uno
lao del otro; temblando de miedo pasamos por puente Pucacaca, estaba oscuro,
cuando allacito nomá volvemos oír gran bullería encima Bajada de Minla; bullería
como diarta giente… Con puñal en mano andamos camino temple, maneciendo en
puente Zutamal.
—Con señal de la Cruz siase correr más al duende —habló Eleodoro.
—Dirás agua bendita, Eliodoro —afirmó tayta Lucas.
—¿Per cómo llevamos agua bendita pué tayta Lucas?
—En botellita pué Eliodoro o carricito con brea. Yo hago andar así siempre en mi
coca-talega; sino crucita también pué, per bendecida. Yo tengo crucita de chonta,
hecho bendicir con tayta cura Conshta, guardo colgao mi pecho hás tiempos.
—Sino se reza padrenuestro nomá, con devución —interviene Eulogio, que
sigue en edad a tayta Rude.
—Tamién —responde tayta Lucas— per con devución pué. Tamién voy contarles
lo que pasó en camino Ocallí, cuando regresaba con tayta Valeco de hacienda de
don Gushta. En más acá Bajada Congón hay una gran cueva en sitio llamado Piedra
Grande, qués casa del duende. Una noche nos quedamos aí junto con unos shelicos
iban Ocallí vender sombreros de paja. Noche oscura, lluviosa, daba miedo, truenos
sonaban, rayos hacían temblar, viento pasaba gritando; niun lucero en el cielo.
Noche como carbón. No podimos dormir toduel noche, no por lluvia porque cueva
es grande, sino por duende maldiciado; todo hablamos nos respondía igualititu,
alguen reía constestaba igualititu, silbo también. Allay que tener cuidao; todo se
deja un lao, manece colgao en arbolillos o peñas. Poreso manecimos agarrando
nos alforjas. ¡Imposeble dormir! Golpíamos puñales, rezamos. ¡Nada! No hacía
Francisco Izquierdo Ríos 217

caso. todo respondía igualititu duende maldiciado de dentro cueva. Felizmente


estamos muchos aí; con todo teníamos miedo, más cuando a la cueva llegaban ni
sé dónde piedritas, palitos, ramitas, hasta isma de pájaros. ¡De no aguantar, hom!
Salimos juera de la cueva, mojándonos en aguacero; despué cuando dejó tirar
duende hecho candela dentro, bastante candela y sentados manecimos derredor,
uno lao del otro, mashaquiando… Duende toditel noche siguió bullería; baile, jaleo,
gritos, tinya, antara, bombo. Tremenda bullería… Cueva Piedra Grande, más acá
Bajada Congón casa del duende pué.
—A mí aquí nomá hás tiempos, no pué miasustó el duende —habló Eulogio—.
Caminaba buscando mi torillo colorao, siabía pedido… Duende solo pobres nomá
se burla, solo pobres nomá roba ganaus, vez a tayta Uva no pué tiene harto
ganaú.
—Cóndor también ovejitas del pobre nomá liacaba, vez tayta Uva tiene harto
—afirmó Fabriciano.
—Asiés suerte para nosotros —contestó tayta Lucas—. Todo contra nosotros:
cóndor, duende… ¡Todo!... ¡Quí hacer pué!
—Y leunera también solo nuestro ganadito nomá escoge, hom —agrega
Eleodoro.
—Bueno —prosigue Eulogio—, caminaba cerro diallá buscando torillo al manecer,
cuando cantaban los pinchuirsillos, los zorzales, sobre los tayos, sobre las pencas, sobre
las piedras… Solo ganau tayta Uva nomá había, hom. Encontré venaus jugando
con bishos; tamañazus venaus, hom, que viéndome corrían saltando, saltando, por
la pampa… Andi andi, camini camini, nuencontraba torillo; acás traigo torito tayta
Uva, equivocándome; veo bien, partido oreja, señal pué de ganau de tayta Uva….
Lejus lejus, andi andi, llego laguna Cutcha, llenita patitos salvajes nadando. ¡Qué
linda laguna al salir sol!, ¡qué lindos esos liclicshas que vuelan gritando en pampa
lao laguna!... Después sigo caminando, bajié el cerro bien arriba por lao peñas
Purumachos, desconsolao ya nuencontrando mi torillo, cuando seme ocurrió ir por
arriba quebrada y, ¡quén les dice!, encuentro mi pobre ganadito colgau de su rabo
diun pajuro, bocabajo, con su lengua juera. ¡Taititu! ¡El duende!... Aí mesmo hinqué
rezar; después haciendo cruz de ramas de chíllica que clavé en el suelo lao del pajuro,
subo este árbol, cortando la rama donde siencontraba colgau de su rabo mi torito,
rama quí era más delgao que mi brazo, nís como será aguantaba al torito, hom.
Asiés pué; deunde puede colgar ganaus desde ramas delgaditas. ¡Duende pué! Mi
pobre animalito cás no podía dar ya paso. Arriándole despacito regresaba cuando
oigo en Cerro de los Antiguos que me silban como burlarse; después silbos por todas
partes. Cás maloco, hom. Duende maldiciado estaba burlándose de mí. ¡Taititu!
Rempujando rempujando mi torito llego casa espantao; la Shipi, mi mujier, aí
mesmo me dio de tomar un pate de chicha. Conella despué nos juimos pueblo trer
agua bendita comprando señor cura y regamos nos casita, orilla quebrada hasta
arribita. Lo quies mi torillo quedó atontao, upacho, y se murió no pué; ya no quería
comer nada, parecía apestao. Parado nomá estaba bajo el chirimóy…
—¿Duende vive más en caminos, no pué, tayta Lucas? —preguntó Eleodoro—. En
barrancos, peñas…
218 Tierras del alba

—Cerca de haciendas también. Lomesmo en casas viejas, solas, sin dueño.


¿Una vez sisu dueño no pué de la casa de tayta Alejo? Tayta Alejo había ido al temple
con su mujier y sus hijos hacer guarapo para su fiesta de San Isidro, dejando su casa
con candado. ¡Y quén les dice!, cuando regresaron después dialgún tiempo ya no
podieron vivir en su casa; del hueco del terrao caían a la sala con fuerza piedras
mojadas como si recién lobieran sacado del río, nidos de pájaros, palos y hasta
isma de vaca y de caballo. Las ollas y callanas de la cocina nunca estaban en orden
ya; a veces les encontraban regadas, otras veces tras la puerta, en montón… Toda
la giente del pueblo se reunía a ver lo que pasaba en esa casa; yo mesmo he visto,
hom. ¡Daba miedo! Hasta quel tayta cura regó agua bendita en toda la casa y la
huerta, despareciendo como humo el duende; ya no volvió a fastidiar más. ¡Se jue
el condenao!
—En caminos habrán oído ustedes —habla tayta Rude— cuando caye aguacero
bulla dentro de la tierra, como que bailan, como que tamborían… El ñacashca hace
fiestas.
—Sí pué —afirmó Fabriciano—. Cuando caye aguacero sioye dentro la tierra
en los caminos gran bullería, como de baile. Duendes dís bailan, siemborrachan.
Ponen día hasta humisha en los Carnavales.
—Lisha, loco de Lámud, dís pue quel duende lia tentao en camino de Bagua,
cuanduestá tréndo ganau —habló Eulogio—. Aura anda por pueblos sin sentío,
hablando mentiras, hasta descursos.
—Sí pué, hom —contestó Eleodoro—. Viniendo dís de Bagua con ganau
dormió en camino pie de una peña, amarrando novellos su ladito en buenas
estacas. Llovía dís esa noche hasta manecer. Lisha despertó y nualló un novello;
otro amarrado aí nomá. Su alforja estaba colgau diun árbol… Buscó novello por
todos sitios; por todos lados. ¡Nada; ni rastros! Hasta que tanto andar liencontró
en quebrada honda, lejus del sitio donde dormió; padecende harto sacó el novello
en día entero. En noche dís Lisha vio gientes extrañas a su lado, le decían que eran
santos bajados del cielo para acompañarle; tenían dís ropas negras como sotana
del cura Ciriaco. Llegó Lámud sin sentío. Aura anda por pueblos, diciendo quél es
Amitu.
—Sí pué —habló Fabriciano—. Yo visto otro domengo estaba andando a
caballo ¿en pelo, con polaínas y sin zapatos, por calles Luya, hablando sin sentío,
moviendo manos, querendo hacer junción diciendo quél es prebisto.
Graznó una lechuza en un eucalipto. Todos los indios se estremecieron; hasta
tayta Lucas, el patriarca de los agregados, el viejo que por lo menos tenía sus noventa
años de vida intensa, tayta Lucas que conocía y sabía tantas cosas de la vida, que
había visto tantos luceros del alba brillando encima de su querido Ande.
—Jum —exclamó tayta Lucas—. Nos hás ríar chúshic… Jum… Denantes cojo, aura
chúshic… Jum… Malo, malo.
—Segur uno nosotros vamos morir ya pué tayta Luca —habló tayta Rude, tem-
blando.
Francisco Izquierdo Ríos 219

—¿Por qué no pué? Todos, tarde o temprano tenemos que acabarnos Rude;
Amitu cuando quere nuay remedio. Yo no tengo miedo muerte; capaz pué yo ya
soy viejoyashca… Yes tiempo que siga mi Shantu.
—Para que muera mi mama Encarna —habló Fabriciano—, talacua reía todas
noches cima del chirimóy, lao nos casa.
—Asiés pué; demonios animales conocen lo que nos va a pasar —prosiguió tayta
Lucas—. Así pa que muera mi Shantu, mi mujer, encontramos en bajo estrado una
tremenda culebra verde y ondella ese perro grandazo de tayta Uva aulló mirándola.
La Shantu me contó temblando de miedo lo que liaulló Chusco y después cás
a una semana murió la pobre… ¡Pobre mi Shantu!, capaz yo le siga pronto ya;
poreso cantan cojo y chúshic.
—Perros dís ven sombra clarito, tayta Lucas —inquirió Eleodoro.
—Ven y huelen nís cómo, hom. Poreso tardel noche ladran como siagarran
algún sin que hayga nadies; por eso en caminos sentados avéz lloran espíando
cielo, ven sombra pué.
—Sombra dís anda mucho, tayta Lucas, en caminos —prosiguió Eleodoro.
—Sombra anda todos sitios andó cuando era giente viva como nosotros; desde
mediodía hasta manecer, despareciendo con lúcer del alba.
—Cuando canta gallina como gallo segurito también tapia —expresó Eulogio.
—Jum, esés tapia, poreso aí mesmo hay que matar gallina cuando canta como
gallo —sentenció tayta Rude.
—No solo avisan muerte animales —interviene tayta Lucas—, cualquier desgracia
también. Una vez estaba yendo jalar paja por ese cerro diallá, cuando junto mi pie
en mi ladito, mansito echó un huayhuashill pasaba por camino, como si quisiera
decirme: “Lucas, no pases”. De miedo quedé mirando huayhuashillo, no liagarré y
seguí caminando dejándolo aí mesmo. No andé tres cuadras cuando dencima del
cerro sollama tremendo pedrón, pasó por mi ladito sonando, cayendo en quebrada.
Por uñita mescapé; cás me lleva hom. Corrí temblando y allacito hinqué a rezar.
—Animales avisan también felecidad —expresó tayta Rude—. El huiracuchacuro, avisa
llega huéspede a nuestra casa o noticia buena.
—Mariposa también avisa huéspede llega nuestra casa o visita —afirmó
Fabriciano.
—Asiés pué, animales avisan todo — contestó tayta Lucas—. Lechuza avisa también
que una mujer está preñada. Nís cómo saben hom, nís cómo huelen, hom.
Otra vez graznó la lechuza en el mismo árbol.
—¡Ñacashca! —exclamaron, unánimemente, mirando hacia el eucalipto que no
estaba lejos.
—¡Ñacashca!
—Voy espantaló —dijo Fabriciano y levantándose agarró una piedra de junto al
chiflón y tiró con ímpetu hacia el árbol.
220 Tierras del alba

La lechuza voló con ruido a otro eucalipto.


—Ñacashca chúschic, —volvieron a decir todos, siguiendo el vuelo del ave, mancha
oscura en la noche de plata.
—Segur pué par uno nosotros ya son estos avisos —habló tayta Rude.
—Segur pué —contestó tayta Lucas, apesadumbrado—. Aquí en casa también
anda nís qué hom tardél noche; oigo ruidos como abrieran puertas; pisadas en
los corredores. Salgo a ver, per no encuentro nada. A tayta Uva otro día volvió le
contau, perél no me contestó nada. Algún nosotros vamos morir. Miacordarán.
—Dís niño Alberto, hijo tayta Uva, está enfermo en Lima —expresó Eulogio.
—Sí, díspué —contestó Fabriciano—. A mama Flora junto con niñas pesqué
llorando otro día en corridor. Poreso ha de ser pué. ¡Qué manváleques son sus huambras
de tayta Uva! Todos se enferman, se mueren, a pesar son ricos, hom.
—Todo puede ser —recalcó tayta Lucas—. Capaz par nosotros mesmos también;
no se sabe voluntad tayta Dios pué.
—Asiés pué, tayta Lucas.
—Asiés.
—Aura miacuerdo —dijo Eleodoro—. Otra noche estaba sentado en mi puerta,
oigo galope juerte en el camino; y veo pasar un hombre a caballo, parecido a
niño Alberto, así con su sombrero grande, su poncho así comuél se ponía. ¡Niño
Alberto, él mesmo, hom! Creído había llegado de Lima. Quedé mirando cuando
pasaba galope, pero al entrar al puente se perdió como humo… ¡Sombra había
sido! Dentré de miedo a mi casa cuando los cuchis siasustaban y soplaban trompas
con juerza en el patio. Verdadmente tenío miedo, hom.
—Gallinas tamién duermen en chirimoyos rato a rato gritan asustadas, alean
—volvió a hablar tayta Lucas—. Salgo creyendo tal vez canchul quere comer gallinas,
pero nada. Chunlla. Sombra pué…
—Casa pesada dís pué, tayta Lucas. Siempray ruidos, anda sombra —habló
Eleodoro.
—Antigua pué. Yo huambrita, siendo como Abelardo tovía, miacuerdo visto
lomesmo esta casa. Así tamaño de Abelardo molía treguito en este moleno con mi
mama Antu… Esta hacienda jué de tayta cura Rosendo. Yo conocido cura, viejito,
cabeza blanco, todo arrugao ya. Sentado nomá estaba en gran sillón, aimesmo le
sacaban sus hijos a soliar en el patio y le despolillaban; apenitas podía hablar; leche
nomá tomaba y eso cuando una de sus hijas lacía tomar en tazón. Cuando murió,
mucha gientada llegó hacienda llevarlo al ciudad; desde aquí le cargaron en ataúl.
Todos sus hijos siacabaron después con las tises; como castigo siacabaron, porque
cura Rosendo no dís era bueno. Tayta Augusto era sobrino de tayta cura Rosendo y
entonces quedó dueño de hacienda, que después dejo ya para tayta Uva.
—Tayta Uva dís quitó acciones a sus hermanos —habló Eleodoro.
—Compró acciones creu, dándoles vaquitas, ovejas caballitos; no miacuerdo
bien deso. Lecho es que cura Rosendo dejó bastante plata interrao, dís tayta Uva
Francisco Izquierdo Ríos 221

lialló ya. Con tayta Augusto buscamos intierro y no liencontramos, cavi, cavi por
tuas partes, pero nada, hom.
—Tayta Uva yas que lialló pué tayta Lucas —afirmó tayta Rude—. Diaí sisu más
rico ya.
—Sí dís pué, per ellos niegan, solo dicen que ven arder candela de la plata
enterrada por algunos sitios de la casa. Siasen. Tayta Uva tiene mucha suerte.
—Tayta Uva núes buen cristiano —habló Fabriciano.
—Jum, malaso es; lotro día no má liazotó feo al Adalís, su huambra de mama
Meshe, solo porquel loro robado en la chacra un poco de choclo. Pobre lorerillo,
chupó con rienda lo que sangría su cuerpo. Como a mí me dieran temblaba mi
cuerpo, hom. Malaso es ese tayta Uva. Malaso es.
—Y en su tienda a nosotros nos da más caro cuando queremos tocuyo algo
para nos huambras —habló Eulogio.
—Y no sabemos cuando acaba nos cuenta —expresó tayta Rude—. Sigue, sigue,
nomá; todo tiempo lomesmo.
—Otro día no pué ma reñido, porque comprado tocuyos en don Chávez, cás
me pega no pué —informó Eleodoro.
—Después tayta Uva ni siquiera chicha nos convida cuando trabajamos —dijo
Fabriciano—. Agua, agua, nomá; lo que chorría sudor hay que tomar agua y qué
pa hacer pué con el sed. Otro día cuando estamos haciendo pilancón, llevado en
su caballo una alforja con botellas diagua… Otros patrones dan chicha siquiera
cuando trabajan sus agregados.
—Dese algo será murió el Felipe, botando sangre —terció Eleodoro.
—Mejor callemos deso —habló reposadamente tayta Lucas—. El paredes, el
viento, oyen; después ya chupar barra, cadenas, latigazos, en la cárcel. Hay que
conformar, qué hacer pué sin tierra donde trabajar. Hay que aguantar nomá…
Paredes, árboles oyen.
—Sí, verdadmente, tayta Lucas, verdadmente —dijo tayta Rude—. Callao hay que
aguantar comuel ganau uncido, aunque nos pique en nos culos con el aijón.
—Lindestá luna —habló tayta Lucas, tratando de desviar la conversación que
estábase tornando agria—. Con esta clase de luna se viaja rico por cualquier
camino.
—Luna parés cara de mujier —afirmó Fabriciano.
—Una mujier hilando en su puchkana allí luna —corrigió tayta Lucas.
Y todos miraron a la luna, que en ese momento estaba volteando ya la mitad
del cielo azul hacia el oeste, como si por primera vez la vieran; sobre todo Abelardo,
quien hacía tiempo ya se había figurado que la sombra de la luna era una mujer,
identificándola aun con su abuelita Shantu, que tantas veces la vio hilar, en esa
forma, sentada en la puerta de la choza.
—Dís tayta Lucas nués vieja hilando sino Apóstol Shanti, con espada en mano,
montao su burro —habló Eleodoro—, Así dicho iglesia cura Ciriaco otra noche.
222 Tierras del alba

—No —replicó tayta Lucas—. Qué pué no tienen ojos. Viejés hilando en su
puchkana.
—Sí pué —afirmó tayta Rude—. Viejés con pañuelo amarrado su cabeza.
—Y con lliclla a la espalda —agregó Eulogio.
—En noche comaura se ve también lo que vuelan aves negras tamaño cóndor,
lao de luna, lo que sioscurece, hom; brujos dís son —habló Fabriciano.
—Brujos vuelan pué así tardel noche —contestó tayta Lucas.
—Vuela entonces tayta Pío Quinto, brujés dís pues — habló Eleodoro.
—Tamién mama Felsha —agregó tayta Lucas—. Brujés. En altillo de su casa tiene en
ellas, en tinajas, bien escondidos, calaveras de gentiles, canillas, shurubes secos… Mama
Felsha me curó una vez; yo estaba brujíado pué… Rude, Eulogio, ustés siacordarán.
—Sí, tayta Lucas, ñaupa cás te mueres pué —dijo tayta Rude.
—Sí pué, tayta Lucas, mama Felsha te curó… Tescapaste de uñita —afirmó
Eulogio.
Conversaban así, cuando un shihuín muy cerca, debajo del húmedo pilantón, les
cruzó la cara con el látigo de su silbo… Fríiiiiioooooooooo… Fríiiiiioooooooo…
—Shíhuín tiene frío —habló Eleodoro—. ¡Quilla!, sin hacer su nido, andi andi
nomá. ¡Quilla!
—¡Quilla! —recalcó Eulogio—. Dormiendo de día en cualquier parte, bajo yerba,
bajo palos, bajo piedras desvela en noche. ¡Haragán shihuín!
—Chupa sangre al ganau de noche pué —habló tayta Rude—. Poreso desvela.
Nuay desvelo sininterés.
—Si pué —dijo tayta Lucas—. Cuando caballos, vacas, ovejas, están dormiendo,
llega shihuín despacio chupar sangre de orejas. ¡Bandido shihuín!
—Animales mueren cuando les chupa mucho el shihuín. Sendebilitan pué, como
de mi potrillo —explicó Fabriciano.
—Shihuín quilla —volvió a decir tayta Lucas—. Solo en noche, solo en aguacero,
cuando tiene frío, grita, siacuerda de hacer su casa.
—El Fabián como shihuín, tayta Lucas —sentenció Eleodoro—. Nuay cuando acabe
de techar su casa. Toda la vida así nomá. Siaflije él también cuando cae aguacero,
cuando siente frío.
Rieron todos.
El shihuín seguía con sus silbidos angustiosos. Los gallos de la hacienda cantaban
también. La niebla comenzaba a levantarse, en randas dispersas, en las faldas de los
cerros y la luna estaba ya más allá de la mitad del cielo azul, por el oeste.
El frío se agudizaba.
Los agregados de tayta Uva, envueltos en sus ponchos, se fueron, como fantasmas,
por entre los árboles rumbo a sus chozas.
Francisco Izquierdo Ríos 223

Vocabulario

AFANINGA Hermosa culebra, de gran tamaño.


AGREGADOS Indios o mestizos que trabajan en las casas o ha-
ciendas sin retribución monetaria, solo a cambio
de comida, vestido o parcelas de tierra donde vivir.
Son verdaderos esclavos.
AIJON Picana.
AMITU Amo, Dios, señor.
ANGOCASHA Planta espinosa.
APÓSTOL SHANTI Apóstol Santiago.
ARRETRANCA Parte del apero de un animal de carga.
ASHU Asunción.
AVELLANA Cohete.
BISHO Becerro.
BOMBA Borrachera.
CACHUA Huaino bailado después de cada marinera.
CAJETA Manjar blanco en pequeñas cajas de madera.
CALERO Pequeño depósito donde los masticadores de coca
llevan la cal.
CALLANA Tiesto, plato de barro.
CANCHUL Zarigüeya.
CAPIRONA Árbol de la Selva.
CASHI Casimiro.
CATAHUA Árbol gigante de la Selva, de corteza blanca y resina
venenosa.
CERRO DE LOS ANTIGUOS Cerro donde se encuentran momias.
CIRIAL Acólito que lleva el cirial en las procesiones.
COCONAL Terreno sembrado de coconas, arbustos de frutos
rojos.
224 Tierras del alba

COLPAR Tierra caliza.


CONSHTA Constantino.
CONVENTO Casa de origen colonial donde reside el cura.
COTO Bocio.
CRISTIANOS Gente
CRUCITA Crucecita.
CUCHIS Cerdos.
CUMPA Compadre.
CUSHTO Custodio.
CHACCHAR Masticar coca.
CHANCHULLO Bribonada.
CHARAPA Tortuga de río.
CHILLICA Arbusto con flores blancas que crece, por lo general,
junto a los caminos.
CHONTA Tallo de la palmera.
CHUFRAN Especie de lezna con que los masticadores de coca
llevan a la boca la cal.
CHULLACHAQUI Pies desiguales.
CHUNLLA Silencio.
CHUSHIC Lechuza.
CHUSHUPE Víbora gigante y muy venenosa de la Selva amazó-
nica.
FAITE Bravucón.
FELSHA Feliciana.
GENTIL Momia perteneciente a las antiguas civilizaciones.
GENUCHA Genoveva.
GRISHI Griselda.
GUSHTA Gustavo.
HUAHUA Niño, critatura.
HUAMBRA Ídem. Ídem.
HUARAPO Bebida fermentada de caña.
HUAYACHO Natural de Huayabamba, valle del departamento
de Amazonas, actual provincia de Rodríguez de
Mendoza.
Francisco Izquierdo Ríos 225

HUAYHUAHILLO Comadreja.
HUIRACUCHACURO Caballito del diablo, libélula.
HUITO Árbol de la Selva, cuyos frutos verdes dan un tinte
negro.
HUMISHAS Palmeras adornadas que plantan en las esquinas
de los pueblos, con ocasión de algunas fiestas. Las
cortan después de bailar a su alrededor.
IMITE Planta que según la creencia popular se transforma
en animal o en otras plantas.
ISMA Estiércol.
JERGÓN Víbora muy venenosa de la Selva amazónica.
JICRAS Talegas tejidas de cabuya.
LICLIC Ave del tamaño de un pollo que vive junto a las
lagunas de los campos serranos.
LISHA Lizardo.
LORO-MACHACUY Víbora de color verde.
LUNA VERDE Se llama así en la Selva peruana a la luna nueva.
LLICLLA Manto.
MACSHI Máximo.
MAMA Madre, señora, anciana.
MANAN No.
MANVALEQUES Inútiles.
MASHAQUEANDO Calentándose junto al fogón.
MISHO Gato.
MITAYEAR Ir de caza o de pesca.
MUSHA Zarca, gringa.
ÑACASHCA Diablo, maldito.
ÑAUPA Antiguo.
PACALLALLA Suavemente.
PAICHE Pez de los lagos amazónicos.
PAJURO Árbol frutal de la sierra amazonense.
PATE Depósito para agua hecho de la corteza de algunos
frutos.
PICHIHUICHIS Gorriones.
PICHUCHAS Patillas.
226 Tierras del alba

PILANCÓN Cerco de tierra y piedras.


PINCHUIRSILLOS Gorriones.
PREBISTO Actor que hace pruebas acrobáticas.
PUCUNA Cerbatana.
PUCHKANA Rueca.
PURUMACHOS Momias pertenecientes a las antiguas civilizacio-
nes.
QUENGOS Curvas del camino.
QUILLA Perezoso.
QUINTE Picaflor.
RECOGIDO Aquel que por su pobreza u orfandad es amparado
en la casa de un rico o de un hacendado.
RIAR Reír.
ROSHE Rosendo.
SHABI Isabel.
SHANTI Santiago.
SHANTU Santos.
SHAPE, SHAPINGO Diablo.
SHELICOS Celendinos.
SHESHA César.
SHIHUÍN Pájaro de color terroso, que no tiene nido.
SHIPI Cipriana
SHOLE Soledad.
SHURUBES Lagartijas
SOLPE Especie de talega, tejida de cabuya.
SOLLAMO Derrumbe.
SOMBRA Alma, difunto.
SUISUIS Pajarillos azules de la Selva amazónica.
SUPRE Subprefecto.
TALACUA Mochuelo.
TANGUIÑO Baile de origen brasilero.
TAPIA Mal agüero.
TAYOS Arbustos de la Sierra oriental, que tienen mucho
tanino.
Francisco Izquierdo Ríos 227

TEMPLE Lugar de clima templado, de la Sierra.


TINYA Tambor pequeño.
TISHA TISHA Pelo en desorden.
UPA Zonzo.
UVA Wenceslao.
VIBORERO Encantador de serpientes.
VIROTES Pequeños dardos.
WANCAWÍ Ave de rapiña de la Selva amazónica.
WITOTOS Indios salvajes de la Selva amazónica.
IZQUIERDO RÍOS, Francisco
1949 Selva y otros cuentos. Lima: Ediciones Selva.
En este libro se han omitido los siguientes cuentos:
“Los humildes” y “Mateo Rojas, el maestro” aparecen en Maestros y niños;
“Morengo”y “El encantador de serpientes”(con el título de “Sinti el viborero”)
aparecen en Sinti el viborero; “La maestra de la Selva” aparece en Los cuentos de Adán
Torres.
Selva

D
iez hombres trabajábamos en ese cauchal, bajo el mando de Juan Rengifo,
aviado de la Casa Kahn y Pólack de Iquitos… Toribio López, de Chachapoyas,
Cornelio Ruiz, de Moyabamba, Benjamín Pérez, de Saposoa…
Día tras día estábamos manejando el hacha, el machete y los tazones
para recoger el látex…¡Oh, la vida de la Selva!; aburrida y desesperante, con los
zancudos fastidiosos que, en todo momento, rodeábannos como nubes espesas;
con el peligro constante de las víboras, arañas, hormigas y, de cuando en cuando,
con la visita nocturna de algún otorongo, que a un certero disparo de Winchester
caía del ramaje gruñendo al pie de nuestras chozas.
Muchos de los compañeros, en un arranque de humor, cuando, por la
oración, llegaban los zancudos a gritar detrás de los mosquiteros: “Tiuuuuuuu…
tiuuuuuuu…”; les decían: “Yo no soy tío de nadie… ¡Váyanse a otra parte, conde-
nados!” Y enardecidos de cólera, en las horas de trabajo, después de aplastarlos en
sus pies o en sus rostros, hasta los mascaban…
Veíamos el sol saliendo únicamente a la orilla de un caudaloso río que corría
cerca… Vivíamos, pues, como dentro de un toldo.
Con Ruperto Maldonado, natural de Juanjuí, llegué a intimar mucho; nos
hicimos amigos entrañables. Me acuerdo de él como si lo estuviera viendo en este
momento; era tuerto del ojo izquierdo y tenía un grueso lunar negro en el cachete;
siempre estaba alegre y haciendo chistes de todo; era de buen corazón, a pesar de
que dicen que “hombre con señal es malo”. Tocaba la concertina extraordinaria-
mente; creo que era el más grande concertinista del mundo. Con qué gracia can-
taba y tocaba aquello:

Si quieres comer iguana,


Vámonos a la chiringa…
232 Selva y otros cuentos

¡Mi pobre amigo Ruperto! Una mañana que andábamos en busca de caza, fue
tragado por una boa. Yo perseguía un jabalí, cunado escuché un grito angustioso
de mi amigo. Corrí, pero solo llegué a ver su carabina en el suelo y a la boa que
huía pesadamente, con la panza llena.
Comprendí en el acto lo que había sucedido. Y yo que soy un buen tirador,
no es por alabarme, seguí al monstruo bala en boca, le seguí, le seguí, hasta que,
en un sitio un poco despejado, arrodillándome, le disparé a la cabeza y sin darle
tiempo le descerrajé dos tiros más a la altura del vientre. La inmensa boa, en los
estertores de la agonía, se chicoteaba violentamente, retorcíase, quebrando ramas
y arbolillos de su rededor; luego quedó muerta, temblando. Le partí el vientre
con mi puñal; allí, adentro, estaba hecho una masa mi amigo Ruperto. ¡Pobre!, ni
lloré; ¡en la selva no se llora por nada! No hice más que encogerme de hombros y
exclamar, como si fuera un rezo lleno de resignación fatalista: “Ahora te tocó a ti,
Ruperto; mañana será a mí”.
Envolviendo en anchas hojas la masa informe que era mi amigo lo llevé al
campamento. Todos aceptaron calladamente la desgracia. Le enterramos junto a
la blanca raíz sobresaliente de un ojé, que parecía una lápida; grabamos allí el
nombre del compañero infortunado, una cruz y la fecha de su muerte.
La boa, pues, “echa hilo” al hombre y al animal; éstos, sin poder explicarse qué
es lo que les sucede, empiezan a caminar hacia un sitio como si tuvieran los pies
maneados, adormecidos los cuerpos, hasta que descubren a la boa que los mira
intensamente. Es decir, la boa hipnotiza, cuando el hombre o el animal no le han
visto, pero sí éstos la descubren primero, pierde, como por arte de magia, todo su
poder. “Echa hilo” con los ojos muy abiertos, desapareciendo esa fuerza cuando
los cierra; de allí que la víctima cree, por ratos, estar libre, pero no es más que
una mera esperanza. Parece que la boa hallara satisfacción en hacer creer en una
posibilidad de salvación a su presa… Es una lucha angustiosa.
Muchos hombres se libran de la muerte por su serenidad; muerden a la boa
en el preciso momento que se enrosca en sus cuerpos; entonces, el ofidio se
desenvuelve y abandona a su víctima, muriendo luego a consecuencia de ello; el
mordisco del hombre es venenoso para esta serpiente. También muchos, al sentirse
arrastrados, sacan su puñal y cortan el “hilo” en cruz, quedando maravillosamente
libres de esa fuerza.
Como repito, hay que tener valor y serenidad para hacer estas cosas. Más,
en la selva, uno a todo se aviene, a todo se hace; se vive allí como en un mundo
mágico, que los hechos más extraños ya no sorprenden. Nosotros, por ejemplo,
agarrábamos las crías de las boas y las hacíamos enroscarse en nuestros brazos
desnudos. Es que hay esto: si el hombre resiste, sin flaquear, a una de esas boítas,
por naturaleza ya forzudas, se vuelve más fuerte; la fuerza de ella pasa íntegramente
a él, sucediendo lo contrario si es derrotado. Yo he tenido la suerte de salir siempre
victoriosos de esas pruebas; por eso mis brazos son duros como el acero.
Hay serpientes que parecen troncos semipodridos; sus cuerpos están cubiertos
de madera, donde crecen yerbas y arbustos: caminan produciendo un ruido como
Francisco Izquierdo Ríos 233

de aguacero. Yo, una vez, me he sentado a picar tabaco en una de ellas, creyendo
que era un tronco, y corrí al sentir que se movía.
Así vivíamos, alerta a todo peligro; dábamos un paso luego de haber meditado
primero, pues fuera de los peligros mencionados, había que tener presente que,
dentro de los ramajes, confundida con las hojas, del mismo color d éstas, se
encontraba la terrible Loro-machacuy, pequeña víbora de veneno muy activo
como el de la misma cascabel: adheridas a las hojas estaban las Bayucas peludas,
que producen intensas quemaduras en la piel y, sobre todo, pegadas a la corteza de
los árboles de Copaiba y de Jebe las Chicharra-machacuy, insectos ciegos, con largas
y agudas lancetas, que pican volando al azar; y no se desprenden del cuerpo de su
víctima, sino cuando ésta ha muerto. Matan también a los árboles donde viven…
Quizá por su misma ceguera están dotados de una asombrosa capacidad sensorial;
rápido sienten la presencia del hombre o del animal y se lanzan al ataque, volando
locamente en círculos.
Son más temidos que las serpientes. Su picadura se sana únicamente con el
acto sexual; en este caso —es curioso—, si la víctima es hombre puede hacer uso
de la mujer que esté a su lado o encuentre en el camino; y si es mujer… En fin,
gozan de amplia libertad.
Me estaba olvidando del Chullachaqui. Es un demonio que tiene la propiedad
de transformarse en todo para tentar al hombre; en animal, árbol, agua, piedra,
en mismo hombre. Sin embargo, cuando toma la figura humana tiene un defecto:
sus pies desiguales; de ahí su nombre y de ahí también que sea fácil conocerle;
su pie derecho es como de gente, normal, no así el pie izquierdo, que es chiquito
como de una criatura recién nacido también como para de tigre… Siempre nos
molestaba en el campamento, sobre todo en las noches silbaba, tosía, hachaba,
nos tiraba con palos. Levantaba os mosquiteros y cuando disparábamos nuestras
winchesters se alejaba riendo a carcajadas…
Así vivíamos, lejos del mundo… Yo era víctima, casi todas las noches, de sue-
ños extraños y fantásticos que perturbaban mi naturaleza; veía coreos de mujeres
vestidas de transparentes velos, que bailaban bajo los árboles, cogidas de las ma-
nos, al son de músicas dulces y luego se esfumaban; soñaba que en el río próximo
se bañaban mujeres de blancos senos y rubias cabelleras, que buceaban y salían,
que nos sonreían y llamaban; soñaba que los árboles se convertían en mujeres de
formas mórbidas e insinuantes… Era atroz… Entonces, pensaba en las bufeas de
los ríos, que tienen algo semejante a las mujeres…
Los caucheros peruanos y brasileños, metidos meses y meses en la selva, se
vaían obligados a acercarse a las bufeas…. Yo les doy la razón… Usted comprende
que estar tanto tiempo sin mujer es una vaina…
Y en una cálida noche de luna, yo y mi infortunado amigo Ruperto pescába-
mos con anzuelo en un recodo del río. La selva aparecía en todo su esplendor,
velada apenas por el tenue cendal de sus propias exhalaciones… Los lagartos, uno
tras otro se dirigían, pesadamente, por la playa, a poner sus huevos juntos a los
árboles, las charapas hacían lo mismo cavando en la arena; los bufeos lanzaban
234 Selva y otros cuentos

copos de espuma sacando los blondos hocicos a flor de agua y los peces saltaban
en toda la extensión del río produciendo ruidos como rumor de besos… Un tra-
vieso vientecillo desparramaba espesas esencias… esencias que excitaban nuestros
nervios…
De pronto, varias bufeas de torneados lomos se aproximaron a la orilla,
jugueteando graciosamente como niñas… Mi amigo Ruperto se abalanzó, como
un loco, sobre una de ellas… Yo hice lo mismo… ¡La selva, señor! … ¡La selva!...”.
Cuando terminó su relato don Juan Pandero, viejo cauchero de la selva
amazónica, la luna estaba ya, como una garza, sobre los árboles.
Lindaura Castro
Al escritor y poeta boliviano Moisés Fuentes Ibáñez

R oberto estaba perdidamente enamorado de Lindaura Castro.


Él era un mozo de dieciocho años, con la fortaleza y lozanía del aliso maltón
y ella una linda morena en primavera, como capulí. Al parecer, Lindaura
quería a Roberto.
Doña Elisa, madre de Lindaura, cuando los dos mozos se paseaban enlazados
con los brazos por la cintura bajo los guabos de la huerta florecía de gozo acariciando
la realidad de un futuro matrimonio. Roberto era un gran partido, qué más podía
esperar su Linda, como ella la llamaba. La mejor hacienda del pueblo, con bastante
ganado, era de don Luciano Ruiz, padre de Roberto.
Intimaron desde la escuela. Desde niños. Por lo general se encontraban en el
camino, cuando iban a la escuela del pueblo. Ella vivía a un kilómetro del lugar,
en un delicioso paraje con árboles frutales y él un poco más allá, en su hacienda.
Roberto cogía moras y guayabas en el camino y las depositaba en la taleguita azul
que colgaba del hombro de Lindaura, en la que esta llevaba sus libros. Una vez, de
regreso, cuando les sorprendió una violenta tempestad, Roberto hizo cruzar en sus
brazos, la quebrada crecida del camino a Lindaura.
Pasaron los años. Roberto siguió creciendo como los alisos de su predio y
Lindaura se hermoseó como la fucsia de su patio. Entonces, el colibrí del amor los
enlazó con sus vuelos fulgurantes.
Pero Lindaura iba tomando una compleja personalidad. La coquetería, natural
en la mujer, se desarrolló en ella en forma exuberante y malévola. Justificando su
nombre: Linda Aura. Traviesa, juguetona y caprichosa, como el aura que riza las
aguas y estremece las frondas.
“En algo va a parar esta muchacha”, decía doña Eufemia, su vecina, cuando la
veía bajar al pueblo, con vestido nuevo, ramo de azucenas en la cabellera y andares
de paloma. O se acercaba a doña Elisa a darle consejos: “Elisa, has de tener mucho
cuidado con tu Linda. No la dejes salir sola. No faltan gavilanes”.
236 Selva y otros cuentos

—Tú sabes que está de novia con Roberto —contestaba doña Elisa.
—Sí —replicaba la otra—. Pero en este mundo no hay que tener confianza. Tú
sabes bien eso.
Roberto sufría con el modo de ser de Lindaura. Hasta había reñido ya. Fue en
un baile. Lindaura se mostró demasiado afectuosa con un forastero, un riojano
comprador de ganado. Con él no más bailaba, conversaba y reía. Roberto y doña
Elisa quisieron sacarla, pero la moza no les hizo caso y siguió bailando. Roberto se
fue humillado, dejando en el baile a su novia.
Pero nuevos juramentos de amor y las dulces caricias de Lindaura restañaban
la herida al mozo. Y el idilio se reanudaba con más fuerza.
En la cosecha de café, en la huerta de Lindaura, esta y Roberto se subían por
las pequeñas escaleras a los troncos. Ella estaba divina con el pañuelo amarrado
en la cabeza. Perdidos en el ramaje se acariciaban como los pájaros. Se brindaban
mutuamente los cafés maduros, dulces como la miel.
El padre de Lindaura había muerto hacía ya tiempo. Solo quedaba su madre,
con la que vivía en ese paraje; su hermano mayor, que había ido a Iquitos a servir
en el Ejército, se radicó en esa ciudad. Bueno, ¿por qué le pusieron el nombre
de Lindaura a ella? Fue por su padre, a quien le había gustado ese nombre que
encontró en un viejo cuento.
Lindaura no tenía rival en hermosura en el pueblo. Y se arreglaba mejor que
todas las muchachas. Los domingos y días feriados se ponía hasta zapatos. Pero
sin zapatos era más linda, como las flores, como las palomas de los caminos, sin
adornos.
—Para mí estás mejor sin esas cosas —le decía Roberto.
Pero ella no le hacía caso.
Don Damián, viejo dicharachero y sentencioso, una vez, cuando alcanzó en el
camino a Roberto que regresaba del pueblo a su hacienda, le fue diciendo: “Como
amigo de tu padre y tuyo te aconsejo que no sigas con Lindaura Castro. No es
mujer para ti. No es mujer para estas tierras. Ella sueña con las ciudades, en cosas
grandes. Tarde o temprano se va a ir como la golondrina. Te acordarás, muchacho.
Se ha de ir con un soldado o con cualquier otro forastero. Las mujeres de nuestros
pueblos se desesperan por los forasteros… ¿Por qué no te casas con Florencia
Torres? Es una buena muchacha, sencillota y guapa. Como para ti”.
Roberto no contestaba. Iba mudo, escuchando pacientemente la parla inter-
minable del viejo Damián.
—Con ese comprador de ganado, Lindaura ha estado en grandes la noche del
baile —continuó el viejo—. Luego al día siguiente estuvo aquel en su casa.
—¿A qué hora? —preguntó el mozo.
—Por la tarde. Yo creí que lo sabías. Creí que te habían contado doña Elisa o
Lindaura.
Francisco Izquierdo Ríos 237

En ese momento pasaron junto a la vivienda de Florencia Torres, envuelta


por un cerco verde de magueyes. Florencia estaba cogiendo capulíes en su huerta
con una horquilla. En el suave esfuerzo que hacía para coger las frutas, aparecían,
iluminadas por la blanca luz matinal, sus encantadoras formas: su hermoso busto,
sus torneados brazos, sus senos como caimitos agresivos.
—Allí está Florencia —dijo el viejo Damián.
Roberto ya la había visto y estaba pensando que, en realidad, era buena moza.
Pero fue solo por un instante, pues el pensamiento desapareció cuando la comparó
con Lindaura.
El viejo Damián y Roberto se despidieron en el cruce de caminos. Damián se
fue por uno de ellos, con su desgarbada figura de filósofo rústico; y Roberto, por
el otro, pensativo.
Don Luciano, padre de Roberto, aprobaba que su hijo se casara con Lindaura,
puesto que aquel no quería estudiar, tiraba más al campo, a la tierra. A pesar de
que ya el viejo Damián también le había hecho presente su contrario parecer. Don
Luciano pensaba: “Puesto que Roberto no tiene más aspiración que trabajar en la
hacienda, no le queda otra cosa que formar hogar y debe hacerlo joven y con una
mujer guapa como Lindaura Castro. ¿Que la mujer hermosa es un peligro? Para
eso está el marido; para poner las cosas en su sitio”. Él también se había casado con
una mujer hermosa y vivían felices.
Doña Rosalbina, su mujer, en sus buenos tiempos fue una moza que encandilaba
de pasión los ojos de los hombres y después de tantos años y tantos hijos, aún
tenía recuerdos de esa época como las flores que envejecen. Ella, sin embargo, era
quien, dentro de la familia, ponía ciertos puntillos de resistencia al matrimonio
de Roberto, por lo que sabía y conocía de Lindaura; pero, como estaba obligada y
acostumbrada a decir amén a todo lo que su marido decía o hacía, no había, en
conclusión, quién se opusiera a la boda y esta debía realizarse en la Navidad de
ese año.
***
En el lago azul del cielo, la luna parecía un ánade de plata. Su luz temblaba en
las frondas de los guabos y blanqueaba las paredes de la casita de Lindaura.
De pronto, el trémulo bordoneo de una guitarra y el hondo florecer de un
canto:
Gavilán de tierras lejas
que en busca de pollas vienes,
gavilán vuelve a tu tierra,
que todas aquí tienen dueño.
Como por ensalmo se abrió la puerta y apareció Lindaura, con un candil en la
mano y detrás doña Elisa. Entraron los de la serenata. Eran el riojano comprador de
ganado y un peón suyo, eximio guitarrista de la Selva. El riojano había regresado
al pueblo después de un corto tiempo, trayendo como peón a un especialista en
guitarra y canto, de los muchos que hay en esas tierras bellas y lejanas.
238 Selva y otros cuentos

Adentro corrió bastante licor. En una alforja había llevado el riojano las botellas.
En vaso tomaban el espumoso vino huayacho. El guitarrista no descansaba de
tocar y cantar tanguitos, cachuas y marineras; y aquel, de bailar. Bailó hasta con
doña Elisa; esta, esa noche, echó varias canas al aire.
El alba iluminó el paraje y doña Elisa abrió los ojos. Tenía la cabeza pesada. Un
vago presentimiento le hizo llamar a su hija, con desesperación: “Lindauraaaaa”…
nadie respondió… Estaría ya por esos caminos que llevan a la Selva…
Doña Elisa sintió que se le volvía piedra el corazón. Se arrimó al guabo del
patio y rompió a llorar. Su Lindaura, su Linda, se había ido, dejándola sola en el
mundo… Lloró, lloró y no quiso contar a nadie su pena… ¿Y Roberto?... Ya no
había remedio… Se calmó un poco, recordando lo que ella misma hizo… Ella
también mozuela de quince años se escapó de la casa paterna con un celendino
vendedor de sombreros de paja, y después de rodar por pueblos y pueblos se agarró
con el músico Onías Castro, padre de sus hijos, estableciéndose en ese lugar. ¡Qué
lindo era su pueblo, en una de esas hondas y cálidas quebradas de los Andes, con
árboles frutales y río rumoroso! Ella tampoco tuvo pena por sus padres y por sus
hermanos; uno de estos era bien tierno y solo con ella no más quería estar… En
fin, así es la vida. Se resignó y balbuceó en el fondo de su corazón: “Que Dios te
ayude, hija”.
Un chicha se “rió” en un zapote cercano. Roberto se estremeció y siguió arando.
Los bueyes iban lentamente horadando la tierra con su esfuerzo.
Atardecía.
Roberto, preocupado por el canto del ave agorera, quiso suspender la labor.
Pero le faltaba un pequeño lote. Y optó por terminarlo. Empeñoso en su faena
iba tras los bueyes, cuando la presencia, la sombra de alguien, le sobresaltó, le
asustó.
—Soy yo, Roberto —le dijo el viejo Damián, quien con su terrosa alforja de
vagabundo al hombro y sus andrajos de filósofo surgió de repente como un cactus,
en la chacra.
Roberto paró los bueyes y se quedó mirándolo, pensando: “Hace un rato la
chicua y ahora el viejo Damián”. Este, por la sorpresa que demostraba Roberto,
comprendió que no sabía nada de lo ocurrido y, sinceramente, tuvo lástima del
mozo.
—¿Qué hay? —le preguntó Roberto.
—Malas noticias, hombre… Malas…
—¡Habla!
—¿Cómo, no sabes lo que ha sucedido? O te haces el tonto.
—¡Habla!
—Lindaura se fue… Se fue con el riojano al amanecer.
—¡El riojano!
Francisco Izquierdo Ríos 239

—Con ese comprador de ganado, que le estaba dando vueltas hacía tiempo.
—No puede ser… El riojano no estaba aquí.
—La pura verdad, hermano, como este momento en que estamos hablando tú
y yo. Se fue al amanecer con el riojano. Se fue a la Selva… Ya te dije que Lindaura
no era mujer para estas tierras. Se fue, hermanito, se fue…
No podía mentir el viejo Damián. Roberto así lo comprendió.
A poco se hizo de noche… Noche que en el alma de Roberto había caído más
negra. Le parecía como si el mundo y la vida con todos sus encantos se hubieran
acabado para él… El balido de los carneros, el rumor del río y de los árboles de
su hacienda, sonaban, ahora, en sus oídos, como llanto delgado e inacabable. Le
parecía que la Tierra era un inmenso sollozo, que toda la Tierra lloraba, con él, su
pena.

II

Los tres muchachos, con sus taleguitas de fiambre y libros, salían corriendo de
la casa y se perdían por el camino rumbo a la escuela del pueblo. Carlos, Luciano
y Julia.
—Han de tener cuidado en el camino —les decía Florencia desde la puerta.
—Con la quebrada, cuando llueve —recalcaba Roberto, que también estaba
listo para ir al trabajo, a las chacras o a dar sal al ganado.
—Carlos, Luciano, han de cuidar a su hermana.
—Procuren llegar antes de que se haga de noche.
Y el viejo Damián, desde un rincón de la casa, sonreía satisfecho. Aquella
felicidad era su obra. Había conseguido que Florencia y Roberto se casaran. Y no
se había equivocado: formaban un hogar dichoso. A ruego de ellos el viejo se fue
a vivir en la casa, a donde llevó el afecto humano de su vida vagabunda, el calor
de su filosofía y conocimiento de los hombres —él que había andado y vivido
tanto—, así como el espeso vellón de su barba patriarcal. ¿De dónde era? Decían
que de Cajamarca. Era inteligente y muy leído.
Uno de esos hombres que renuncian a posibilidades brillantes y viven de
acuerdo con los impulsos de su corazón. Y él se remontó tierra adentro; andariego
infatigable, iba dando consejos aquí y allá, relatando cuentos e historias divertidas
en pueblos y haciendas. Como la ruda era conocido en todos esos pueblos
quebradeños y de puna de la Cordillera Oriental. Nadie sabía su apellido ni les
interesaba saberlo. Para todos era el viejo Damián. ¡Don Damián!… Ahora, al
menos, parecía haber encontrado ya cierta tranquilidad en el hogar de Roberto,
cierta serenidad. Parecía como que de allí ya no saldría más. Era el mejor amigo de
la familia. Los niños tenían en él “al paternal abuelito contador de bellos cuentos y
ocurrencias”. Cuando demoraban en el camino, de vuelta de la escuela, él iba por
ellos. Y siempre estaba con ellos.
240 Selva y otros cuentos

“El abuelito Damián es su sombra”, decía Florencia, cariñosamente, queriendo


significar así que el viejo Damián no se separaba de los niños.
“Es como el viejo árbol de guabo de la huerta, que da sombra a todos”,
completaba Roberto.
***
Don Luciano y doña Rosalbina habían muerto ya. Roberto, por su amor al
campo, se había encargado, entre todos sus hermanos, de la dirección de la
hacienda. Y esta iba en progreso bajo su mando. Si don Luciano hubiese resucitado
desconocería su propiedad. La casa habíase ampliado, transformado en una gran
casona de tejas, con su capilla de piedra. El ganado había aumentado y mejorado.
Roberto vendía mucho ganado a los hombres de la Selva. Vendía hasta al riojano
que se llevó a Lindaura. ¿Por qué guardarle rencor? No había por qué, puesto que
él no tenía la culpa, sino Lindaura. Y por último ni esta. Además él ya no tenía
por qué recordar esas cosas: vivía feliz en su hogar. El viejo Damián le había dicho:
“La vida es así, Roberto. Si no nos perdonáramos o toleráramos, qué sería de la
Humanidad. Después de todo tú no tienes por que guardar rencor a nadie”.
El riojano contó al viejo Damián toda la odisea de Lindaura. De Rioja, se había
ido a Iquitos con un conscripto, mientras él estaba ausente. Y que después de
haber rodado mucho, de haber estado hasta en el Brasil, se había casado en Iquitos,
la floreciente ciudad amazónica, con un judío ricacho. Que su marido la quería
mucho. Chocheaba.
Tales novedades que el viejo Damián conocía también por boca del pueblo, las
trasmitía, en los ratos de buen humor, a Roberto. Este, en esa forma, llegaba a tener
noticias de Lindaura, que ya no le emocionaban, como si fueran de una cualquiera,
de una que no tuvo nada que hacer en su vida. Solo en los primeros días de la
fuga de Lindaura, le producía un vuelco en el corazón el perro de esta, Jazmín,
cuando en el pueblo o en el camino se acercaba a hacerle cariños, moviendo la
cola y mirándolo con profunda ternura. “Este animal es más fiel que su ama: tiene
más corazón”, decía, entonces, acremente, Roberto. Después el perro fue también
a parar en la Selva; doña Elisa lo vendió a un montañés.
Doña Elisa procuraba no encontrarse con Roberto y cuando no podía evitarlo,
pasaba avergonzada, como una sombra, cubriéndose el rostro con la manta. Hasta
que Roberto, después de algún tiempo, se acercó a ella, en la puerta de la iglesia,
y le dijo: “Doña Elisa, no tiene usted por qué avergonzarse. En nosotros se ha
cumplido la voluntad de Dios. Ahora comprendo que mejor ha sido así”.

III

La noticia fue como reguero de pólvora. “Lindaura regresa”, “Lindaura llega,


viene a llevarse a su madre”.
Todos esperaban ese día para ver a la ricachona, a la maynina, como la llamaban
por vivir ya tantos años en Loreto, en Maynas. Hasta en el hogar de Roberto había
curiosidad: Florencia quería ver cómo estaba Lindaura, lo mismo Roberto. Solo
Francisco Izquierdo Ríos 241

el viejo Damián sonreía con escepticismo ante este hecho que conmovía a la
comarca.
Una de esas tardes, suave de aroma y sombra, Lindaura descendía la bajada
colorada que lleva al pueblo. Mujeres y hombres, niños y ancianos se aprestaban
a verla pasar.
Llego a caballo, con elegante vestido de montar y gran sombrero de paja.
Arrogante y garbosa. Parecía como que los años no hubieran pasado por ella.
Detrás iban varios cargueros, algunos de los cuales llevaban en jaulas loros, pericos
y monos. ¡Lindaura regresaba de Maynas, la tierra legendaria del caucho!
Venía con dientes de oro, de manera que su sonrisa era un florecimiento de
luz, sí como sus dedos poblados de anillos.
Su casa, su modesta casa de aquel paraje de guabos y cafetos, vibró de fiesta
por todo el tiempo que ella estuvo en la comarca. Todos la admiraban. Era como
esas aves raras que, de pronto, se posan en un lugar produciendo singular alboroto
entre las otras aves nativas.
Lindaura fumaba cigarrillos finos, encendiéndolos con su fosforera de plata.
Derrochó bastante dinero. Casi todos los domingos daba bailes, en casa del Alcalde,
corriendo todo a su costo.
La ortofónica que había traído entusiasmaba más que cualquiera otra cosa a
sus paisanos. Noche y día desfilaban estos por su casa para oír cantar, hablar y reír
a ese aparato. Sobre todo los niños. Por primera vez oían fonógrafo en el pueblo.
Solo el viejo Damián aparentaba no sentir admiración por aquella maravillosa
caja y andaba diciendo: “Esas son cosas que hay en las ciudades. Es un aparato que
inventó un hombre llamado Edison”. Nadie le hacía caso.
***
La mañana clara y pacífica fue destrozada en el patio de la casa-hacienda de
Roberto por un seco parar de caballo. Lindaura desmontó inmediatamente. Toda
la casa pareció tambalear. Hasta la filosofía del viejo Damián. No había otro recurso
que recibirla. Florencia y Roberto la hicieron entrar y le invitaron asiento, mientras
el viejo Damián amarraba su caballo a un tronco de guabo.
—Ustedes están muy bien. Pero yo no me quejo de mi suerte. ¿Y cuántos hijos
tienen?
—Tres —contestó Florencia.
—Yo sí no tengo ninguno. Los hijos son una carga.
—Según —observó, maliciosamente, el viejo Damián, que ya había ocupado
su lugar entre Roberto y Florencia, a fin de salvar cualquier situación difícil que
pudiera presentarse.
Lindaura acarició a los niños. Luego llamó a Pablo, que estaba en el patio. Pablo
era un muchacho indígena de la región amazónica, que el marido de Lindaura
había comprado a un lanchero.
242 Selva y otros cuentos

—Dales el guacamayo, Pablo —le dijo Lindaura—. Les he traído este regalo a los niños.
Pablo abrió el envoltorio y todos los colores del arco iris de las flores y de las
víboras de la Selva brillaron en el cuerpo del ave. ¡Era un retazo de la Amazonía!
—Le han de poner un palito en la pared —aconsejó Lindaura.
—Ya —respondió el viejo Damián, recibiendo el ave de manos de Carlos, el hijo
mayor.
—Come sobre todo plátano maduro.
Roberto y Florencia estaban mudos.
—Bueno —prosiguió Lindaura, cruzando las piernas y encendiendo un
cigarrillo—. He venido especialmente a invitarles a mi casa. Yo debo irme en
la próxima semana. Y antes quiero estar con ustedes, con todos; pasar un día
alegre de fiesta. Les espero el sábado, en la mañana —y sin aguardar respuesta se
despidió de Roberto, de Florencia, a quien besó en la mejilla, de los niños y del
viejo Damián.
Pablo le esperaba con el caballo listo. Montó y se perdió por el camino orillado de
retamas, golpeando suavemente con un latiguillo de cuero las ancas del animal.
***
El pueblo estaba escandalizado. Lindaura se bañaba en el río casi desnuda,
delante de cualquiera, insultando el recato de las otras mujeres, quienes lo
hacían en lugares ocultos, al amparo de los ramajes. Andaba por las callejas en
traje de dormir o en bata de baño. Al riojano comprador de ganado, que entonces
se encontraba por esas tierras, le abofeteó en plena Plaza de Armas; pues este la
seguía requiriendo, en forma insolente, haciendo alarde de que fue su mujer. Sin
embargo, Lindaura estaba en amores con Gilberto Vargas, un apuesto mozo del
lugar; ella misma se le insinuó. Con él no más andaba por todas partes.
***
El viejo Damián solucionó el embarazoso asunto. Florencia era del parecer que
no debía aceptar la invitación de Lindaura y había influido ya en su marido. Pero
Damián les dijo: “Y qué tienen que temer ustedes. Esa mujer se va; ella ya no
pertenece a estas tierras. Antes de irse quiere estar con ustedes. Yo no veo ningún
impedimento…”.
Lindaura y doña Elisa les recibieron en el patio. Les estaban esperando. Los
chicos se fueron directamente hacia la ortofónica.
—Quería —les dijo Lindaura— despedirme de mi tierra con ustedes. De esta mi
tierra bella, que tanto he extrañado. No hay más invitados.
Lindaura descorchó varias botellas de vino. Y tomaba y exigentemente hacía
tomar a los demás. Florencia y Roberto se cuidaban. A poco, Lindaura hablaba
hasta por los codos.
—Han de saber —decía— que llevo a mi madre. Que esta mi casa dejo a mi
tía Ignacia. Mi ortofónica dejo a la municipalidad para que el pueblo se distraiga.
Francisco Izquierdo Ríos 243

También dejo cien soles para que arreglen la escuela. Y nosotros nos vamos a
Maynas… Salud, Roberto… Salud, Florencia… Ustedes son felices… Yo también…
Salud… Vamos a oír Si dos con el alma.
Y Lindaura puso ese disco.
Y las notas del triste estremecían los corazones.
Si dos con el alma
se amaron en vida,
y al fin el destino
separa a los dos.
—Me gusta mucho este disco —decía Lindaura—. En Iquitos lo escuchaba
siempre. Lo mismo el tango Mano a mano. Después oiremos ese tango.
Y a poco ese tango lloraba su emoción.
Rechiflado en mi tristeza,
te evoco y veo que has sido
en pobre vida paria
solo una buena mujer.
—Otra vez Si dos con el alma —dijo , frenética, Lindaura.
El viejo Damián se preguntaba: “Qué pensará esta mujer”.
Florencia no estaba tranquila, a pesar de las muestras de afecto que recibía de
las dueñas de casa. En la ancha cara de Roberto había pliegues de tristeza como los
surcos que abría con sus bueyes en la tierra.
En el almuerzo menudearon también las copas. Lindaura estaba ebria.
—Cuando salí de esta tierra era una pobre muchacha —decía—. Pero ahora soy
otra mujer. He andado por toda nuestra Selva y por casi todo el Brasil. Iquitos es
una bonita ciudad… Allí tengo mi casa, tengo dinero… Allí soy la señora Lindaura
de Joschitt… Pero siempre he recordado mi tierra, esta tierra, estos campos…
Oiremos otra vez Si dos con el alma.
Terminó el almuerzo. Roberto estaba un poco bebido y triste.
Lindaura seguía exigente con las copas y con sus discos preferidos.
—Quizá si aquí hubiera sido mejor quedarse… Quizá si mejor hubiera sido no
salir nunca de esta tierra… Tú eres feliz, Roberto.
Roberto estaba contagiándose de sentimentalismo, llenándose de recuerdos
como de sombras un valle al atardecer. Florencia parecía estar sobre ascuas.
Comprendiéndolo así el viejo Damián dio la voz de alerta: “Ya es tarde. Vamos”.
Roberto y Florencia se levantaron y llamaron a los chicos.
Lindaura quiso detenerles, pero doña Elisa conociendo el estado de su hija
intervino.
Se despidieron.
244 Selva y otros cuentos

Lindaura se arrojó a la falda de su madre llorando como una chicuela.


Mientras que a Roberto, el airecillo de su predio, el olor de su tierra, de su
trabajo le despejaron la mente y le llenaron de alegría.
—Fue solo una tentación —subrayó, interiormente, cerrando la tranquera, el
viejo Damián—. Pero ya pasó.
Francisco Izquierdo Ríos 245

Bernacho

S e llamaba Bernabé, pero en el pueblo le decían: “Bernacho, el Upa”.


“La luna nueva tiene la culpa de que mi hijo haya nacido así”, se lamentaba
Nicolasa, su madre.
La luna nueva, pues, tiene influencia maligna, en la naturaleza, en los hombres,
en las aguas, en las plantas y animales. Aloca más a los locos, empeora a los
enfermos; por eso aquellos días en el pueblo colocan bajo la cama de estos o en las
ventanas ramas de naranjo o de yerbasanta en jofainas con agua para contrarrestar
su influjo, así como nadie siembra, hace jabón o capa los verracos y toros.
Un reumático o un lisiado sienten dolores más agudos en esta época.
En fin, la luna nueva altera profundamente la vida de los hombres. Por eso,
Nicolasa creía firmemente que su hijo había nacido así por la luna nueva.
Cuando alguien le preguntaba que tal vez en el período de su embarazo había
visto al duende, ella contestaba: “No. Es la luna nueva… Mi Bernardo ha nacido
en luna nueva”.
***
Bernacho era capaz de asustar a quien por primera vez lo viera. En un camino
soledoso, podría tomárselo por una criatura diabólica, de sueño malo.
Era sordomudo, bajito, regordete, ancho, con manos pequeñas, escamosas y
abultadas como tubérculos, piernas también gruesas, que parecían patas de mesa
de billar, con el tronco más largo que el resto del cuerpo, una cabezota como
globo terráqueo, con una cara hidrópica como luna llena, pintada de escasa barba
semejante a espinas.
Sus hermanos: Alicia, Shesha, Job, Grishi eran sanos, normales. Solo él había
nacido así. Y Grishi era después de él.
Por eso Nicolasa achacaba a la luna. No tomaba en cuenta a su marido: a
Diofanto, que era un grandísimo borracho. O a los antepasados de ambos, que
246 Selva y otros cuentos

también fueron alcohólicos empedernidos. Su abuelo, don Vilca, el campanero,


se tendía de borracho en la plazuela o en el corredor de la iglesia, donde lo olían
los perros.
Pero Bernacho era el único caso en el hogar de los Grández. En cambio, en el
pueblo había familias que tenían dos o más deformes.
En Huayabamba, valle donde se encuentra Ayna, pueblo de Bernacho, es
común en algunos lugares, la existencia de criaturas humanas como él.
***
¿Huayabamba?
Parece el título de un poema o de un cuento.
Y así es en efecto: el valle de Huayabamba es un poema. Un cuento.
Extensa planicie, de clima templado, ubicada en los Andes orientales del Perú;
donde la piña, de esas grandes y moradas, vale un centavo; una alforja de naranjas,
las más dulces de la tierra, cinco centavos. Es una tierra de leyenda: la Jauja de la
fantasía.
Posee un hermoso rosario de pueblos: San Nicolás, San Miguel, Cochamal,
Ayña, Santa Rosa, Limabamba, Totora, Milpue, Chirimoto, Omia… Y un río, el
Huambo, que lleva el fervor rumoroso de su alma a las selvas del Huallaga. En toda
su geografía hay árboles y plantas frutales: naranjos, plátanos, limos, limoneros,
guayabos, piñas, parrales. Chirimoto, principalmente, es célebre por su uva y su
vino. Huayabamba es, pues, una floresta frutal, cruzada por infinidad de caminitos,
que unen los diferentes pueblos o conducen a las chacras y trapiches; de pronto,
en uno de esos caminitos, aparece una linda muchacha y desaparece por otro,
como una deslumbrante visión helénica.
Aquí enraizó un grupo español, que a través del tiempo no sufrió mezcla
alguna. De ahí que todos son blancos y abunden los apellidos de rancio abolengo;
de ahí que a cada paso se encuentre uno con viejos que parecen antiguos hidalgos,
con espesa barba y aire altivo, caballerescos.
Industrias principales del valle son la chancaca, el aguardiente y el azúcar.
Por eso toda casa tiene su cañal y trapiche al lado y las moliendas estremecen el
ambiente noche y día.
Las mujeres son mushas, gringas, de ojos azules. Famosas, por su rústica
hermosura, son las huayachitas. Pero, ariscas como las palomas de sus bosques.
Hombres y mujeres tienen la peculiaridad de hablar con pronunciación larga y
entonada, muy característica. Aun los gallos de este valle cantan largamente y con
entonación especial, que ha dado origen a la frase: “Tú cantas como gallo huayacho”.
Abundan los albinos: individuos rubios como la cabuya fresca, exageradamente
rubios, que solo pueden ver en la noche. Caso que se presenta también en los
animales, sobre todo en las bestias mulares. Luego, los deformes y contrahechos,
como Bernacho: sordomudos, con cuerpos desproporcionados, con la falta de un
dedo o con un dedo más.
Francisco Izquierdo Ríos 247

Los habitantes de Omia, en su mayoría, son cotosos. Muchos de ellos tienen


una serie de cotos superpuestos, como pequeños mates, que forman enormes
bultos colgantes en sus gargantas y que les suenan, en la respiración, como
instrumentos musicales. Dan impresión fantástica y triste. Hasta los perros tienen
coto.
Omia es un pueblo extraño, tocado de soledad y misterio. Un pueblo de sueño.
Solo se siente en él la música de su río y de las chicharras y de rato en rato al viento
que mueve los árboles frutales.
Yo me he bañado en su río, con cierto temor, porque dicen que de allí les viene
el coto a los omianos. Que no tiene yodo. Pero bello es ese río, que pasa cantando
la pena de su soledad por el alma de los bosques amarillentos.
Huayabamba, además, tiene pantanos. Pútridos pantanos.
Los huayachos toman mucho aguardiente. Característico es que al visitante le
inviten, en su casa, de primera intención, a beber aguardiente. “Si usted me estima
de verdad —dicen— tome esta copa”.
Y casi siempre se casan entre parientes próximos. De ahí que también haya
casos de hemofilia.
¡Huayabamba, Huayabamba, dulce y lejano valle de sueño y leyenda!
Yo siempre, sentado en una loma, al atardecer, cuando las hojas de los árboles
se aquietan, se aduermen y sopla un vientecillo cálido y misterioso, pensaba que
este valle bien podría ser floresta de los dioses griegos… Siempre me imaginaba
ver a Pan cruzar, de un momento a otro, el pequeño y tupido bosque tocando su
siringa y persiguiendo a las ninfas; a Baco, coronado de pámpanos, en el delicioso
rincón que se llama Chirimoto, embriagado de vino y de la melodía de las palomas
que abundan mucho.
***
Junto a la casa de Bernacho vivían los Portocarrero.
Entre las seis hijas de don Roque Portocarrero, la última, Albertina, era una
verdadera belleza. Don Roque solo tenía hijas. La culpa estaba en doña Sara, su
mujer, que no podía tener hijo varón. Al menos así decía don Roque.
“Yo —afirmaba el viejo— he tenido dos hijos varones antes de mi matrimonio.
Uno está en Iquitos y el otro vive en Omia… La culpa está, pues, en la Sara”.
“Es una fatalidad —decía en otra ocasión medio bebido—. Un varón siempre es
mejor que una mujer, no hay vuelta que darle. Aunque se ruede, pase lo que pase,
siempre es varón: en cambio las mujeres…”.
Este asunto, a veces, era causa de riñas y desavenencias en el hogar. Porque tanto
don Roque como doña Sara se morían por tener un hijo varón. Si en el mediodía
de sus vidas los disgustos por este motivo eran borrascosos, en su vejez tampoco
dejaban de presentarse, de cuando en cuando, aunque sin mucha violencia, como
gota de limón agrio en un vaso de agua. Hubo época en que doña Sara huía meses
y meses de su marido, dejando a sus pequeñas hijas o llevándose a una de ellas; se
248 Selva y otros cuentos

iba a la casa de sus padres, a San Miguel… “Que se vaya la perra —decía, entonces,
brutalmente don Roque—. No tardará en regresar…”. Mentira, era él quien iba por
ella. Sin poder vencer la nostalgia, en una de esas madrugadas, ensillaba al caballo
y a la yegua con la montura de lado, que en su noviazgo compró para la Sarucha,
y salía por su mujer, no sin antes haber tomado bastante aguardiente, y la hacía
regresar, jurando y rejurando no volver a maltratarla. Promesas de siempre.
—Si no tienen hijos varones, no es culpa de la Sara; es porque así lo quiere taita
Dios, hombre —intervenía don Gaspar, padre de Sara.
—Sí, taita Dios —respondía sollozando el Roque, más sentimentalizado por el
alcohol—. Taita Dios… No volveré a pegar más a mi Sarucha, taita Gaspar.
Aún en su vejez doña Sara se escapaba a la casa de sus hijas, disgustada por
las impertinencias de don Roque. Entonces, juntándose todos sus yernos hacían
amistar a los viejos, al compás de sendas copas de cañazo.
“Nunca olvidará sus mañas el viejo… Solo con la muerte”, comentaban
aquellos.
Albertina, el último retoño de aquel añejo tronco de familia, era la única que
quedaba en la casa. Las otras ya se habían casado. Dos de ellas unieron su destino a
Shesha y a Job, hermanos de Bernacho y las tres restantes a hombres de diferentes
lugares del valle.
Nadie se alejó de los predios de don Roque. Los Grández se llevaron a sus
mujeres a la casa de sus padres, allí cerca, para lo cual tuvieron que ampliarla con
otros cuartos. Los otros levantaron sus casas en los terrenos de don Roque.
Formaban una estrecha comunidad. Cuando alguien de ellos mataba un
chancho o una vaca, era fiesta general, todos tenían su parte. Lo mismo, cuando
preparaban cajetas, turrones o confites (los afamados manjar blancos, turrones y
confites de azúcar y maní huayachos, que se exportan hasta Moyobamba, Rioja,
Soritor, pueblos de la Selva).
Chacra o cultivo o construcción de casa lo hacían todos a una mano. “En
fayna”, como decían ellos.
Las mujeres poníanse de acuerdo para lavar ropa en el riachuelo que corría
junto a sus casas. Y, así, en días de sol, frecuente era ver a las lavanderas en el
riachuelo, con sus hijos desnudos, bañándose; la ropa secándose en las ramas. Y a
Albertina, con los senos y brazos desnudos, las piernas desnudas dentro del agua,
lavando en la batea con la alegría fecunda de sus diecisiete años.
Pero, donde esta solidaridad se exteriorizaba con más fuerza era en la fiesta de
San Roque, que celebraba el viejo Roque Portocarrero en honor a su santo, desde
hacía tiempo, todos los años. Era un gusto especial de él y de su mujer. Los trapiches
de los Portocarrero, apellido genérico con el que se les conocía en el valle, hacían
oír entonces su ronquido unánime. Mujeres y hombres andaban ocupadísimos.
Todos tenían que lucir trajes nuevos en la fiesta. Sobre todo Albertina, la de las
pestañas volteadas y el cutis suave de durazno. Hasta Bernacho, por quien se
preocupaba mucho su madre, Nicolasa.
Francisco Izquierdo Ríos 249

Carolina, una de las hijas del viejo Roque y mujer de Edmundo Castro, fina
costurera, estaba dale que dale cosiendo los vestidos en una máquina a mano, en
el corredor de su casa; ayudada por Albertina y acompañada de rato en rato por las
otras mujeres que iban a ver sus trajes y los de sus hijos.
Para eso, un mes antes, unos cuantos de los Portocarrero dirigíanse a Chacha-
poyas a vender chancaca, azúcar, aguardiente, cajetas, turrones y confites, en diez
caballos; llevando como arriero a Bernacho, único momento (en el trabajo) que se
acordaban del sordomudo, del Upa, como le decían ellos.
La banda de músicos estremecía el ambiente por espacio de una semana,
ahuyentando a los pájaros.
Todo el pueblo de Ayña se volcaba en la casa de los Portocarrero. Aun de muy
lejos, de San Miguel, San Nicolás, Chirimoto… Entonces, era de ver a los Fernández,
todos ellos gringos, con ojos azules y pelo rubio, que llegaban en sus caballos
de paso; sobre todo a Salustio que —de polainas, sombrero sarita, bufanda roja
al cuello y en completa embriaguez— entraba haciendo caracolear a su hermoso
caballo blanco, agachándose y parándose con peligro de caerse. Y ya en el patio
decía: “Maestro, tóqueme una marcha”. Y al son de la música hacía marcar el paso
a su caballo. Y todos miraban complacidos la escena.
Y había procesión, cohetes, bailes y comilonas.
Albertina, la palomita zahareña, era el centro de las atenciones. Todos los jóve-
nes se desvivían por bailar o estar con ella. Pero Salustio era el preferido. Con ese
su modo de ser: franco, comunicativo, zumbón y alegre se había ganado el cora-
zón de la muchacha. Salustio tenía una manera especial de bailar la marinera y la
cachua; con mil requiebros, se torcía, se agachaba, se erguía, menudeaba el paso,
ponía el pañuelo en el suelo y vigilaba que su pareja no lo pisara.
Bernacho también quería bailar. Entraba en la sala y cogía del brazo a Albertina,
quien con un gesto brusco se separaba, diciéndole: "¡Bah!, el Upa, qué se ha creído”.
Y Salustio o cualquiera otro se encargaba del resto.
Y Bernacho miraba el baile desde la puerta, sonriendo con esa su sonrisa
fantástica, jaleando con esas sus gruesas y pequeñas manos, que por lo hinchadas
parecían hojas de tuna. O, grotescamente, bailaba en el corredor.
“La fiesta está tan buena, que hasta el Upa se ha alegrado”, decían, entonces,
las gentes.
El jolgorio terminaba en borrachera general.
Bernacho amanecía tirado bajo un árbol de la huerta, con el pelo desgreñado y
la camisa afuera. Él no tenía mujer que lo cuidara y que a buena hora lo llevara a
su casa, agarrándole de la cintura, como a don Roque, a sus hermanos, a Diofanto
(su padre). Nicolasa no podía más.
***
“Upa sinvergüenza”, reñía Diofanto a Bernacho y le golpeaba con un garrote.
Bernacho se revolcaba en el suelo, gimiendo guturalmente como buey herido.
Y Diofanto, su padre, en plena demencia alcohólica, le seguía moliendo a palos.
250 Selva y otros cuentos

“No le pegues, no le pegues… Qué te hace ese pobre muchacho”, intervenía


Nicolasa y se interponía entre los dos. Diofanto se volvía contra ella.
Mediaban los hijos para salvar a la madre. Diofanto, haciendo eses, después de
insultar a todos, hasta en su honra, iba a beber más aguardiente en la pulpería de
su compadre Glorioso, en el centro del pueblo.
Bernacho se sentaba tras de la casa, en una piedra, a llorar en silencio. Gruesos
lagrimones, como de caballo, le caían de sus ojos pequeñitos. Venía la noche y él
seguía sentado allí. Su madre iba, por ratos, a acompañarle, así como Sultán, el
perro. No quería por nada entrar en su casa.
Eran escenas de siempre. Cualquier disgusto Diofanto lo desfogaba con Berna-
cho. O meramente por borrachera. Le tenía un odio tremendo. Antes que naciera
Bernacho, Nicolasa pagaba sus cóleras y borracheras.
“De quién su hijo será este Upa… Del diablo y esta perra”, vociferaba Diofanto.
Sus hermanos tampoco querían a Bernacho. Se sentían avergonzados de él. Le
trataban con desprecio o como si no existiera para ellos. Solo en el momento del
trabajo lo tomaban en cuenta. Porque Bernacho era un gran trabajador. Ganaba, en
este sentido a todos sus hermanos. En su propia casa y en el pueblo se aprovecha-
ban de esta cualidad y explotábanle.
Era un magnífico agricultor. Un magnífico fabricante de cinchas y retrancas
para caballos, sogas y talegas de cabuya. Así como experto arriero, por lo que
siempre le buscaban para llevarlo a Chachapoyas arreando bestias.
En lo que respecta a la fabricación de cinchas y retrancas, sogas y talegas,
puede decirse que en todo el valle nadie le igualaba. Todo el mundo lo ocupaba,
requería su trabajo. Hasta el mismo Diofanto se hacía entonces el bueno con él:
y se llevaba varias sogas y cinchas a vender para tomar aguardiente y volver a
zurrarle luego.
“Dios es grande —decían algunos, comentando estas habilidades de Bernacho—.
Le ha negado la palabra, el oído, pero le ha dado cualidades que otros no tienen”.
Bernacho era también un hábil campanero, como su abuelo don Vilca. Quizá
por herencia. Nadie como él en el pueblo para tocar las campanas de la iglesia:
estas, con él, reían y cantaban para las fiestas y lloraban para los muertos. Así
como su gloria era ser cirial. El curita le consentía, a pesar de que Bernacho no
presentaba figura agradable con su capa blanca de cirial en las procesiones.
“Vaya con los gustitos del Upa. Le ha dado por ser cirial”, decían las gentes.
Los niños del pueblo se burlaban de él. Algunos hasta lo maltrataban. Pero Ni-
colasa, con una mímica elocuente, le había enseñado a defenderse. Y, en una oca-
sión, a Juancho Rojas, un muchachote que no paraba sino mortificándole, trom-
peándole por la espalda y tirándole piedras, le agarró en la plazuela del pueblo y
casi lo mata estrangulándolo. A no ser por unos hombres que estaban haciendo
adobes allí, lo iba a matar.
“Mala cólera tiene el Upa”, decían, entonces.
Francisco Izquierdo Ríos 251

Y así era en efecto. Bernacho era manso como un buey, pero cuando le sacaban
de quicio tenía una cólera de monstruo. Tremenda. Parecía esos árboles solitarios
de las llanuras encrespados por un repentino viento extraño, diabólico.
Siempre le gustaba estar en los bailes. Mirando desde la puerta. Sonriendo,
palmoteando o haciendo mímicas que hacían reír a las gentes. O bailando, en el
corredor.
En los carnavales, pintados de anilina la cara y el vestido, iba bailando delante
de la banda de músicos por esas callejas, o en la noche se metía en el grupo de
enmascarados.
Las mujeres huían de él.
Solo Nicolasa, su madre, lo quería. Como a un niño le bañaba en el riachuelo,
le peinaba y lo despiojaba a pleno sol en las piedras de la orilla.
***
Para Albertina Portocarrero, Bernacho era como si no existiese. Pero, para
Bernacho sí existía Albertina Portocarrero. Era la hija de don Roque y de doña Sara,
cuñada de sus hermanos. Además era una hermosa mujer. Solo que Bernacho no
podía decirle que era hermosa: era sordomudo.
Albertina se bañaba en una poza del riachuelo, bien arriba; en un lugar grato
y escondido. En medio de ramas de árboles florecidos y de cantos de pájaros
salvajes. Desnuda como una venus. Bernacho lo sabía. Muchas veces la vio desde
el bosque.
Albertina cultivaba rosas y claveles, pensamientos y violetas en un rincón de
su huerta. Regaba sus flores por las mañanas o por las tardes. Bernacho la veía por
las rendijas del cerco.
Albertina, en los amaneceres, bella como la luz matinal, daba de comer a las
gallinas, en su patio. Bernacho la contemplaba y ella no se daba cuenta.
Sus hermanas, Genucha y Rosa, eran mujeres de Shescha y Job, hermanos
de Bernacho; y tenían un montón de hijos. ¿Por qué ella no podía ser su mujer y
tener hijos?
***
Las mujeres huían de él.
Cuando el aire tibio de la media tarde estremece el alma de las cosas y hay
un silencio fecundo y misterioso, lleno de insinuaciones de perfumes y polen,
Bernacho se perdía en los bosques y pastos en busca de vacas, yeguas u ovejas.
Una terrible inquietud le destrozaba el alma y el cuerpo.
Parecía un Genio del Mal.
Muchas cosas feas se contaban de él.
***
Una mañana que vendió sogas y retrancas en San Nicolás, entró en una tienda
y compró una peineta.
252 Selva y otros cuentos

Después de hacer unas cuantas mímicas significativas, se la obsequió a


Albertina. “Ocurrencias del Upa”, se dijo esta riendo, le recibió la peineta y luego
se la dio a Nicolasa.
***
El sol se ocultaba.
En todo el valle de Huayabamba caía la sombra.
Albertina se bañaba en su lugar favorito, en la poza de bien arriba del riachuelo.
Desnuda como una venus. Entre las ramas florecidas y el canto de los pájaros
salvajes.
El agua, amorosa, cubría su virgíneo cuerpo.
Desde el bosque dos ojos chispeantes la miran.
Un momento.
Y el monstruo cae sobre ella… Un grito… El cristal del agua se rompe en mil
pedazos.
Silencio. La noche.
Nadie supo más de ellos.
En la falda del lejano cerro algunas noches ven las gentes brillar una luz como
de lámpara. “Es la luz de Bernacho y Albertina”, dicen, entonces.
Los huayachos creen que Albertina y Bernacho viven en una cueva de ese
lejano cerro.
Francisco Izquierdo Ríos 253

Vocabulario

CACHUA En los pueblos del departamento de Amazonas


(vertiente oriental andina) y de la Selva, huaino
que se baila después de una o dos marineras,
como un vigoroso final.
Cajetas En los mismos pueblos del departamento de Ama-
zonas y de la Selva Alta, jalea o manjar blanco en
pequeñas cajas de madera.
Capirona, catahua,
huacapú Árboles de la Selva.
Cirial Acólito que lleva el cirial en las procesiones.
Chicua Ave agorera, cuyo canto es semejante a una risa
sarcástica.
Chicharra-machacuy Nombre de un insecto (“Cigarra como víbora”. Del
quechua, machak’huay, víbora).
Chushupe, jergón Víboras muy venenosas de la Selva. La primera de
gran tamaño.
Huayacho Procedente o natural de Huayabamba, valle del de-
partamento de Amazonas, en la vertiente oriental
andina (provincia de Rodríguez de Mendoza).
Loro-machacuy Víbora de color verde (“Víbora como loro”. Del que-
chua, machak´huay, víbora).
Mushas Animales o personas de ojos azules.
Otorongo Jaguar.
Paiche Pez de los lagos amazónicos.
Regatones Comerciantes minoristas ambulantes de los ríos
amazónicos.
254 Selva y otros cuentos

Taita Padre, señor, don, anciano (palabra quechua).


Tanguiño Baile brasileño.
Tibis Aves que viven a orillas de los ríos amazónicos.
Upa En los pueblos del departamento de Amazonas,
zonzo, idiota.
Wancawí Ave de rapiña de la Selva amazónica.
Yacurunas “Gente del agua” (del quechua, yacu, 'agua'; runa,
'gente'. En la Selva creen que dentro de los ríos y
lagos vive gente.
IZQUIERDO RÍOS, Francisco
1950 Cuentos del tío Doroteo. Lima: Ediciones Selva.
En este libro se han omitido los siguientes cuentos:
“Doña Margarita, sus rosas y el duende” y “El ruido”, aparecen en
“Cuentecillos” del libro Sinti, el viborero; “El valle de Jelach” aparece en El árbol
blanco.
Tío Doroteo

D
barco.
esde aquella brumosa tarde invernal en que tío Doroteo se embarcó en el
Callao, en un buque chino, no sé nada de él.
— ¿A dónde vas, tío Doroteo? —le pregunté, cuando subía la escala del

— Voy a dar una vuelta al mundo, sobrino —me contestó el viejo.


La esposa y los dos hijos de tío Doroteo han muerto hace tiempo. Pero,
últimamente, el viejo ha tenido la gratísima suerte de recibir la visita de la Diosa
Fortuna; se sacó el premio gordo de la lotería. Con ese dinero está viajando por
todo el mundo. En caso semejante yo haría lo mismo… ¡Gran Viejo! Fuerte como
un roble y generoso como un río. En la sala de mi casa, en un lugar preferente y
en un marco dorado, como grato recuerdo, tengo su retrato; allí está el viejo, con
su cabello rebelde, hirsuto, sus ojillos vivaces y sus negros bigotes puntiagudos
como cola de gato.
Me dejó un grueso legajo de papeles. “Son unos pequeños apuntes”, me dijo
al dármelos. “Tú verás lo que haces con ellos”. Mucho trabajo me ha costado,
por cierto, descifrar la letra en forma de soga de tío Doroteo; empero, después de
un año de ardua y constante labor, en la que hice uso hasta de lupa, he logrado
comprender una mínima parte de lo que escribió ese noble y risueño viejo, la
misma que doy a la publicidad en el presente libro. En el resto de papeles que
queda y conservo bajo llave en un cajón de mi escritorio, como he podido observar
a ojo de buen cubero, hay material para dos o más volúmenes; espero contar con
tiempo para dedicarme a la tarea de descifrarlo. Por hoy, basta con este pequeño y
original libro, donde tío Doroteo nos ofrece su alma, con aroma de pueblo.
258 Cuentos del tío Doroteo

El lucero y la luna

E s una noche de luna llena en Chachapoyas, ciudad de la vertiente oriental


andina del Perú, próxima a la selva. La noche parece la encantada página de
un cuento, con esa luna, redonda, con los eucaliptos que el viento mueve
en las huertas claras de luz con la honda emoción de ensueño que palpita en las
calles, en los patios, en los tejados, en los húmedos jardines ocultos…
Junto a la luna, brilla vívidamente, como una lágrima, un lucero. No hay nadie
en la ciudad que haya dejado de fijarse en esa estrella singular. Sobre todo, bajo el
frutecido manzano de un patio, una niñita linda como flor de tuna, sentada en la
falda de su abuela, no se cansa de mirarla, apuntándola con el dedo.
—Ese lucerito, abuelita, es el niño de la luna —balbuceaba encantadoramente,
la chicuela.
—Ese lucero —le dice a la anciana, acariciándole suavemente con la mano la
cabecita de trenzas rubias—, brilla junto a la luna, hijita, porque, seguramente,
algún hombre rico de la ciudad se va a casar en estos días…
Así es. Cuando algún hombre rico se va a morir aparece también en el cielo una
nube negra con forma de ataúd…
Francisco Izquierdo Ríos 259

El gobernador de Bagua y el pájaro “quién quién”1

E l de Bagua regresaba a su pueblo de un lugar cercano. Como siempre,


armado hasta los dientes: escopeta a la espalda, revólver al cinto, filudo
puñal en la vaina de cuero… con sombrero de paja alón, pañuelo rojo al
cuello, polainas. Tenía unos grandes y retorcidos bigotes como cola de zorra.
El gobernador de Bagua iba aquella tarde hondamente satisfecho de sí mismo,
de lo que era, cuando, de pronto, oyó que desde un bosquecillo del camino
preguntaban: “¿Quién quién?”.
El gobernador se paró y despectivamente dijo: “¿Quién más ha de ser? ¡El
gobernador de Bagua!”.
—Pssshhh… —le respondieron del bosque.
—¡Carachupa! —gritó, furioso, el gobernador de Bagua. ¿Quién se atreve a
burlarse mí?
Y diciendo esto cogió su escopeta y disparó hacia el bosque, ante lo cual volaron
de él un montón de pájaros quien quienes, los que iban profiriendo una lluvia de
“Pssshhh… Pssshhh… Pssshhh…”.
El gobernador de Bagua siguió su camino, indignado, pronunciando amenazas
y haciendo disparos.

1 El quién quién es un pájaro que tiene la particularidad de emitir en su canto las palabras
de su nombre, así como al final de él, la interjección de desprecio pssshhh. Es de color
verde y amarillo. Vive en los pequeños bosques de la sierra peruana. (Véase “El señor
cura de la Jalca y el pájaro quién quién” en este mismo libro).
260 Cuentos del tío Doroteo

La bola de queso

E ra un mediodía caluroso, en un valle de la vertiente oriental de los Andes del


Perú.
Un viejo zorro miraba desde el bosque la hacienda. Hacía tiempo que no
comía. Moríase de hambre y de debilidad, el pobre.
¡Las gallinas!... Allí estaban las muy regalonas andando, airosas, por el pasto.
Pero él no tenía fuerzas para cogerlas.
Un enorme toro rumiaba echado bajo un ramoso guabo próximo.
El zorro se fijó, de repente, en las criadillas del toro y exclamó en voz alta:
—¡Pardiez! ¡Qué hermosa bola de queso!
Y se fue acercando, a rastras, hacia el voluminoso toro. Este que había oído
la exclamación del zorro y se dio cuenta de sus intenciones, se hizo el dormido,
murmurando socarronamente: “¡Acércate, viejo lindo, acércate!”.
El zorro, varias veces, olió y tocó con la pata el objeto de su deseo. El toro no
se movía, pero estaba mirando de reojo al raposo… Hasta que cuando el raposo se
preparó a dar el mordisco, el toro se levantó y le propinó una feroz patada con las
dos patas juntas, arrojándole lejos, como un ovillo, por el aire.
El zorro, después de un rato, se levantó y se internó en el bosque, con las
costillas rotas, quejándose de dolor, de su vejez y de su suerte.
El toro se quedó riendo en el pasto.
Francisco Izquierdo Ríos 261

Los liclis y Dios

E n los verdes campos serranos hay lagunas blancas que, a la distancia, parecen
maravillosos espejos; a orillas de esas lagunas viven en parejas los extraños
liclics que, cuando alguien pasa por allí, bien vuelan por encima de él
lanzando chillidos agudos, bien se paran, no muy lejos, a levantar sistemáticamente
las cabezas al cielo. Son aves del tamaño de un pollo, de pecho níveo y cuerpo gris.
A veces salen a las lagunitas que la lluvia deja en las plazuelas de los pueblos y las
gentes sencillas toman como mal agüero, como aviso de muerte o de cualquier
otra fatalidad… ¡Ay, si llegan a volar por sobre una choza, lanzando sus chillidos
característicos!; los moradores se estremecen de miedo, sobre todo los padres de
familia. Y no dejan, pues; de producir inquietud, cuando en los caminos se oyen
sus chillidos a través de la niebla, reino fantástico por donde vuelan.
Por la particularidad que tienen de alzar las cabezas hacia el firmamento, las
gentes dicen que señalan el lugar donde se encuentra Dios. Los niños que, ya en sus
andanzas vagabundos, ya cuando van a las chacras o a cortar leña, se encuentran
estas aves, les preguntan como si fuesen personas y con toda seriedad:
“liclics, ¿dónde está Dios?”.
Y los liclics alzan, graciosamente, las cabezas al firmamento.
262 Cuentos del tío Doroteo

Pájaros que hablan

E n los valles de la vertiente oriental andina del Perú, viven unos pájaros que
hablan. Andan en pareja: macho y hembra. Y cantan, generosamente, por
las tardes.
— ¡Jesucristo murió…! —dice el macho.
—¡Sí, señor, en la Cruz…! ¡Sí, señor, en la Cruz…! —le responde la hembra.
Así, al menos, lo interpretan los campesinos, convencidos de que “las cosas de
Dios” deben saberlas todos los seres de la naturaleza.
Francisco Izquierdo Ríos 263

El venadito de oro

S iempre este pueblo de la alta cumbre de los Andes, que parece formar parte del
paisaje del cielo, me produce una sensación de hondo misterio. Más en este
turbio amanecer en que, por entre la niebla que lo envuelve, se distinguen
borrosamente sus chozas, sus árboles y óyese aflorar, como de un reino fantástico,
el canto de sus gallos y el balido de sus carneros.
Es un pueblo antiquísimo, anterior a los Incas y su gente es netamente indí-
gena. Se llama Paclas.
El sol asoma por sobre la cordillera y a través de la fina niebla como una in-
mensa lágrima de fuego.
Mama12Feliciana, la más anciana de Paclas, recoge agua en un cántaro de barro
del pozo abierto en medio del pueblo. A su alrededor se recortan, dentro de la
niebla, las siluetas de vacas, caballos que pastan y las líneas de cercos de piedras
de las huertas.
—Buenos días, taita Doroteo.
—Buenos días, mama Feliciana.
—Vienes al pozo, taita23Doroteo.
—Sí, mama Feliciana. Vengo, casualmente, porque la he visto, para que me
cuente usted si es cierto que este pozo tiene madre3.4

1 Mama es un vocablo quechua que significa “señora, doña, anciana, madre”. También
es antepuesto este vocablo al nombre de algunos santos y vírgenes; así dicen: “Mama
Asunta” (Virgen de la Asunción). En la ciudad de Chachapoyas hay una iglesia de “Mama
Asunta”.
2 Taita es otro vocablo quechua, que significa “don, señor, anciano, padre”. Es antepuesto,
asimismo, a nombres de santos y a la palabra Dios; así dicen: “Taita Dios”.
3 Madre. En algunos pueblos del Perú creen que ciertas cosas, ciertos lugares (río, cerro, mina,
árbol), así como las enfermedades y los fenómenos atmosféricos tienen una “madre” –ser
misterioso: animal o con personificación humana–, que los cuida, defiende u origina.
264 Cuentos del tío Doroteo

— Sí taitay4.5Cierto taitay… Es un venadito de oro.


—¿Venadito de oro?
—Sí, taitay. Yo lo he visto en el amanecer de un viernes. Vine a recoger agua,
cuando lo vi salir del pozo, brillante brillante; saltando y alzando el rabito como
un becerro corrió por la pampa, luego volvió a entrar en el pozo… Me quedé
asombrada… Lindo venadito, taitay. Sale solo en las madrugadas de los viernes de
cada semana y del 25 de diciembre, Pascua del Niño Dios… Y solo pueden verlo las
gentes buenas, sin pecados, como yo.

4 Taitay es una derivación cariñosa de taita.


Francisco Izquierdo Ríos 265

La garza sabia

Y o amo a la selva —decía don Abertano Santos, viejo cauchero de la selva


amazónica, natural de Cajamarca—, la quiero como a una mujer. Puedo
decir que en ella me hice hombre, he aprendido a ser hombre…

Claro que la vida allí es dura, pero todo depende de acostumbrarse. Quien ha
vivido en la selva, nunca la olvida. Tiene cosas que parecen de cuento… Sus lluvias
torrenciales que sacuden los árboles y tumban las frutas; las crecientes de sus
ríos que infunden pánico. Sus noches cargadas de espesas esencias vegetales. Sus
celajes. Sus gentes, siempre alertas a todo peligro. La selva es un mundo distinto,
extraordinario… Pero lo que más admiro en ella es a una garza, cuya cualidad
maravillosa no sé si le viene de instinto o de inteligencia.
A ver, ¿qué piensan ustedes de ello? Sí, en la selva hay cosas que el entendimiento
humano no puede comprender. Por ejemplo, hay un árbol, el hitil, que nos quema
la cara, el cuerpo si no se lo saluda; una víbora que, para bañarse en los ríos,
deposita su veneno sobre una hoja en la orilla y lo vuelve a tragar después. Pero,
todo esto no es tan sorprendente como lo de la garza. ¿Cómo aprendió este animal
a hacer lo que hace? Yo, sinceramente, no puedo explicarme; me confundo. Hay un
árbol llamado catahua, este árbol tiene una resina blanca lechosa, que es veneno;
la garza pica, rompe, la corteza de este árbol y se embadurna el pico con la resina,
luego va al remanso de un río o a un lago y deslíe el veneno en el agua, moviendo
el pico dentro de ella, los peces toman esa agua y se se atontan, lo que aprovecha
la garza para engullirlos. En esa forma hace abundante la pesca, que lleva aun a sus
polluelos. Ahora, díganme, ¿quién enseñó a la garza que la resina de la catahua es
venenosa y sirve para pescar? No cabe duda de que esa garza es la Garza Sabia en
el mundo de las garzas.
266 Cuentos del tío Doroteo

El cerro de Angaisa

E n las pampas de las afueras, los ganados, hocicos en alto, olfatean el húmedo
cosmos.
Ha llovido fuerte en la vieja ciudad de Moyobamba.
En los árboles frutales de las huertas cantan, alocadamente, los pájaros; las
gallinas, con los cuerpos esponjados, escarban bajo los troncos.
Un diluvio de luz solar envuelve a la ciudad y de esta se levanta un cálido y
grato aroma.
Los perros miran, asombrados, el cielo claro desde los patios.
Hasta las paredes y ventanas de las casas muestran señales de la lluvia.
Las aguadoras, descalzas, van a los pozos con cántaros de barro en la cabeza.
Doña Abela López teje un sombrero de paja en el balcón de su casa, de donde
se divisa el ancho panorama de los cerros de la Cordillera Oriental, bañados por el
oro de luz solar, al otro lado del río Mayo. El río zigzaguea como un camino rojizo
por entre el bosque alfombrado de flores.
De tiempo en tiempo, un vientecillo cargado de vahos olorosos mueve los
árboles y desordena la cabellera de doña Abela y de Aladino, su pequeño hijo, que
junto a ella lee un viejo libro de cuentos.
—Mamá, dicen que entre estos cerros hay uno que tiene corazón de oro.
—Es el Cerro de Angaisa.
—Dicen que nadie puede llegar a este sitio.
—Es un cerro encantado. Tiene la forma de un morro.
—Pero no se lo puede ver.
—Algunos lo han visto. Como es encantado, cambia de sitio o desaparece.
Muchos han ido a ese cerro y cuando estaban por llegar, de repente, comenzaba a
Francisco Izquierdo Ríos 267

llover menudo y el cerro desaparecía o cambiaba de lugar; se hallaban cerca de él,


cuando inesperadamente lo veían más lejos, o a la izquierda o a la derecha, o ya
no lo veían. Todos los que han ido han regresado sin hallarlo. Los españoles tenían
allí un molino de piedra donde molían oro…
Y Aladino, apoyado en la baranda del balcón, mira con profundidad soñadora
esos cerros de la Cordillera Oriental, donde, según la leyenda, se encuentra el Cerro
Encantado de Angaisa.
268 Cuentos del tío Doroteo

Mama Jashi y los zorzales

N o hacía mucho que había llovido torrencialmente, por cuyo motivo entré en
la choza de mama Jashi. Esa choza se alzaba, solitaria, al borde del camino,
en la escarpada falda de la cordillera. El sol de la media mañana alumbraba,
con encendido brío, a través de los vapores que se levantaban del valle —abismo
verde oscuro— y de las altas montañas. Los pájaros cantaban, con alegría infinita,
en las plantas en el cerco de piedras que rodeaba la vivienda de mama Jashi y en
los chamborros5,6húmedos de lluvia, del patio. La vieja, sentada en el umbral de
la choza, hilaba como siempre su porción de lana en el huso, mirando de rato en
rato, con sus ojos opacados por el tiempo, el paisaje maravilloso. Junto a ella, las
gallinas se sacudían, preparábanse a salir nuevamente al campo, mientras un largo
y flaco perro bostezaba con el hocico sobre los pies de la anciana.
Mama Jashi vivía sola, cuidando su chacrita de papas y criando unos cuantos
chanchos, gallinas y ovejas. El viajero que pasaba por allí sólo veía el humo de su
cocina y olía el débil ladrido de su perro, pero no veía a ella. Mama Jashi hacía
pensar en una bruja, o en la “Madre de la Montaña” de los cuentos populares.
De pronto, dos zorzales lanzaron, al unísono, sus claros silbidos en la copa de
un chamborro del patio diminuto. “Siú siú siú siu sií…”.
—Ay, taitay —exclamó la anciana, rompiendo su hermetismo, ante mi
entusiasmo por el cristalino canto de los pájaros—, antes estos pajaritos de Dios
cantaban otra laya, más lindo…
—¿Cómo cantaban, mama Jashi?
—“Artículos de la fe son catorce…Artículos de la fe son catorce…”. Eso decían,
clarito, en su canto, taitay. Tiempos cambian, pues… Ahora cantan: “Siu siu siu
siu…”, que quiere decir, taitay, que los mozos de hoy solo piensan en amoríos, en
fiestas, en ociosidades…
Hasta los zorzales se han dado cuenta, pues, que las gentes de ahora no son
como las de otros tiempos…

5 Chamborro (chamburo) es un arbusto parecido al papayo; produce una baya combustible.


Francisco Izquierdo Ríos 269

El hitil


Trabajen negros… ¡Trabajeeeennn…!”.
Gritaba Antolín Picsha desde el camino. Y las negras avispas producían ante
esas palabras mágicas un sordo rumor dentro de sus panales, que colgaban
de las ramas de altos árboles como blancas campanas.
— Trabajen negros… ¡Trabajeeeennn…!
Y las negras avispas producían un sordo rumor, como si en verdad, se pusieran
a trabajar en este momento.
La mañana era bella, diáfana y fresca. El sol desparramaba con profusión sus
rayos. Un ligero viento pasaba, de cuando en cuando, moviendo los árboles. El
camino era como una cinta de plata tendida a lo largo del bosque enmarañado.
Antolín Picsha iba esa mañana a cortar leña en la selva, cuando descubrió los
panales de las avispas negras. Entonces, se puso a pronunciar las palabras que
hacían trabajar a aquellas.
— Trabajen negros… ¡Trabajeeeennn…!
Algunas avispas salían a las bocas de los panales y andaban por el borde de ellas,
con las alas extendidas, mientras otras volaban por las ramas en flor.
Antolín Picsha estuvo largo rato entretenido en esa alegre travesura, después
de lo cual siguió su camino.
Pretina al hombro, viejo machete al cinto, con raído sombrero de paja, iba por
el camino escuchando placentero el canto del pájaro flautista, cazando mariposas,
cogiendo flores. Por momentos le asustaba el sonoro vuelo de alguna ave grande o
una pintada víbora que, veloz, cruzaba el sendero junto a él; y gozaba, en cambio,
ante un vivaracho conejo blanco que, viéndole, huía moviendo las orejas por los
tupidos herbales…
En uno de esos parajes entró a cortar leña. Después de haber juntado algunos
palos secos, se internó más en el bosque que iba a cortar a una rama caída, cuando
dio un salto y cuadrándose con el machete en alto, saludó:
270 Cuentos del tío Doroteo

—Buenos días, señor Hitil.


¿Qué pasaba? ¿Estaba loco Antolín? No. Había descubierto entre los árboles
al terrible hitil; ¡el árbol que quema! Y antes de que le hiciera daño, se apresuró
a saludarlo con el respeto debido. Pues este árbol de la selva produce fuertes
quemaduras en el cuerpo a la persona que no saluda. Por eso, Antolín Picsha,
cuadrándose como un militar, le hizo presente sus respetos; ahora hasta podría
tocarlo, sin temor a ser quemado.
Luego, con toda seriedad, para mayor seguridad, le dijo:
—Tú, Antolín Picsha; yo, Hitil.
Es otro secreto, pues inmediatamente de saludar al hitil17hay que darle nuestro
nombre, tomando uno, en cambio, el de él; así el árbol queda más contento…

1 El hitil es un árbol no muy grande, con hojas menudas, corteza casi roja cubierta de gránulos.
La “quemazón” que produce, debido, desde luego, a alguna sustancia cáustica que contiene, es
con fiebre alta. El enfermo padece, por lo menos, una semana, lapso en el que tiene que curarse
tomando baños, todas las mañanas, de cocimiento de hojas de papayo, de zanahorias o de
paico… Para evitar todas esas molestias, las gentes aconsejan que, en el mismo instante que el
hitil quema a alguien, este debe hacer el simulacro de ahorcarse con una débil soga que colgará
de una rama del mismo árbol, exclamando: “Yo, Hitil… Yo, Hitil” y dando al árbol, en cambio,
su nombre, e inmediatamente después de haberse trozado la soga, con el pedazo de esta en el
cuello, debe, a todo correr y sin voltear el rostro atrás, regresar a su casa. Dicen que en esa forma
es anulado el poder mágico de aquel árbol de mal genio.
Francisco Izquierdo Ríos 271

El pájaro holgazán

F ría y brumosa noche de luna.


Un viento huracanado pasa bramando en los techos, en los eucaliptos
y nogales de las huertas, arrastrando jirones de niebla que parecen
fantasmas…
Jimbi, poblacho andino, oculto bajo los gigantescos eucaliptos y nogales, tirita
de frío.
Los silbidos angustiosos de los shihuines18cruzan la noche como hondazos por
todas partes.
—¡Holgazanes! —exclamaba taita Belisho ante el canto de esos pájaros. Ahora
que hace frío se acuerdan de construir su casa. Mañana van a dormir todo el
día…
—Así es —recalca tío taita Orencio—. Solo cuando llueve o hace frío se acuerdan
de fabricar su nido los muy quellas2…9“¡Mañana voy hacer mi casa!... ¡Mañana voy
hacer mi casa!”, gritaban los tunantes, pero apenas raya la bella aurora olvidan su
promesa…
—Para ellos todo es mañana y nunca llega esa mañana.
—Sí, pues, taita Belisho. Lo correcto sería que sin estar avisando, calladitos, se
pusieran a hacer sus nidos.
Pero los condenados gritan mundo lleno y después no hacen nada… Bulla,
bulla, luego nada…

1 El shihuín es un pájaro nocturno de la sierra de plumaje terroso, que no tiene nido y que
solo, según la leyenda, piensa construirlo cuando siente el frío de la noche o la inclemencia
de la lluvia. Entonces, afirman las gentes que dice en su canto: “¡Mañana voy a hacer mi
nido! ¡Mañana voy hacer mi nido!”. Pero que cuando llega el día olvida su promesa. Chupa
la sangre a los ganados a la altura de las orejas, afán en que vaga toda la noche, hasta el
amanecer. En la selva hay un pájaro semejante al que conocen con el nombre de Cacho.
2 Quella es un vocablo quechua que significa “haragán, perezoso”.
272 Cuentos del tío Doroteo

—Muchos hombres, taita Orencio, son como los shihuines. Prometen una
cosa y no la cumplen. Aquí, en Jimbi, hay hombres que hasta ahora no tienen ni
casa…
—Así es. Fabián capa, por ejemplo; hasta ahora no acaba de techar su casa; hace
tiempo que se encuentra en esa condición y ya se va a caer. Solo cuando llueve se
lamenta él también…
—Ese Fabián es igualito al shihuín holgazán…
Y los dos viejos ríen, sentados en el poyo de la casa de taita Belisho; lugar
donde acostumbran reunirse por las noches a conversar y fumar.
Francisco Izquierdo Ríos 273

La ciudad encantada

E n los tiempos en que habitaban los animales y los monos movían los tornos
para que hilasen las viejas —me contaba mi abuela—, había en la selva, arriba
del río, una ciudad más grande y más bonita que esta, en la que vivimos, y
del mismo nombre. Ahora se halla sepultada por una inmensa laguna.
En el centro de la laguna hay un enorme ojo negro; en la orilla situada al norte,
un toro de oro que brama sin cesar y en la que queda hacia el lado sur, una chocita
de paja que echa humo todos los días y todas las noches, donde vive una vieja
bruja.
Nadie ha podido ni puede llegar a ese lugar. Solo una vez, un cazador llamado
José Milín llegó hasta los bosques de las afueras. Pero, cuando estuvo mirando
el mágico sitio, se desató, de pronto, una fuerte tempestad con rayos, truenos,
viento y lluvia. La selva se oscureció completamente. José Milín a duras penas
consiguió regresar al pueblo y murió a los pocos días.
La laguna es blanca como la luna. Antes, como te digo, Doroteo, había allí
una hermosa ciudad con grandes edificios y huertas frutales. ¡Era un paraíso! Los
animales domésticos, cuando tenían hambre, pedían que comer a sus dueños; los
pavos y las gallinas gritaban a voz en cuello: “¡Quiero maíz!... ¡Quiero maíz!”; y los
gatos, desde los tejados: “¡Quiero carne!... ¡Quiero carne!”.
Los monos salían del bosque y voluntariamente se prestaban a mover los
tornos para que las viejas hilasen algodón. “Buenos días mama vieja —les decían—.
Ya estoy aquí para mover tu torno”.
—Buenos días, hijo, —respondían aquéllas. Te estaba esperando.
Y dándoles de comer bien, les despedían al anochecer.
Todo era felicidad en la antigua Saposoa; nadie tenía rencor a nadie y nadie
hacia daño a nadie.
Empero, una de esas tranquilas mañanas apareció en la ciudad un hombre
extraño; alto, con el brazo derecho más largo que el otro y la pierna izquierda más
274 Cuentos del tío Doroteo

larga que la otra. Estaba vestido de fierro negro, de pies a cabeza; solo se le veían los
ojos. Con una roja espada en la mano más larga, se paseaba por la ciudad llenando
de pánico a la gente. A un hombre que se le acercó, de un tajo, le cortó la cabeza…
Dormía en una cueva de la orilla del río, donde guardaba encadenada y desnuda a
una mujer blanca como la espuma.
La gente, creyéndolo demonio, huyó de la noche a la mañana y vino a
establecerse en este lugar. La ciudad fue sepultada, pues, por una inmensa laguna,
en cuyo centro hay un enorme ojo negro, en la orilla situada al norte un toro de
oro y en la que queda hacia el lado sur, una chocita de paja que echa humo todos
los días y todas las noches, donde vive una vieja bruja.
Francisco Izquierdo Ríos 275

El duende

E l Ocol, en el camino de Huayabamba a Chachapoyas, el viejo Froylán Cushi,


después de colocar su quipe en el suelo, dijo a su nieto Coto:
—Espérame un momentito.
Y entró en el bosque a satisfacer una necesidad biológica.
Coto se sentó junto al quipe a esperar a su abuelo.
Ya era tarde. El camino se ensombrecía. Abuelo y nieto venían de Huayabamba,
trayendo chancaca, en dirección al pueblo de Molinopampa, de donde eran.
Cansado de esperar, el muchacho llamó al viejo y no obtuvo respuesta.
—¡Taita Froyláaaannn…!
Nada.
Se dirigió al sitio donde había entrado el viejo y este no se encontraba allí.
Volvió a gritar… ¿Qué podía haberle sucedido? El bosque era espeso, lleno de
maraña, de espinas; su abuelo de ninguna manera podía haberse internado
más.
Coto empezó a inquietarse y a tener miedo. Llamaba con desesperación a su
abuelo, pero solo le contestaba el eco. Y, ya, la noche oscurecía completamente el
bosque y el camino; las luciérnagas comenzaban a encender sus pequeñas lámpa-
ras de oro y una que otra ave perturbaba la soledad con su ronco canto.
En esto, aparecieron en el camino, con rumbo a Huayabamba, dos hombres a
quienes el muchacho contó lo que le estaba sucediendo. Esos hombres resolvieron
pernoctar en la choza que había en el lugar, como para, al mismo tiempo, buscar al
desaparecido anciano. A golpe de machete lo buscaron en el bosque, alumbrados
por un tizón que llevaba Coto, pero sin resultado, no encontraron ningún indicio.
Entonces, aquellos hombres pensaron que, sin lugar a dudas, el duende había
raptado al viejo Froylán; y tuvieron miedo.
276 Cuentos del tío Doroteo

Amanecieron en la choza, junto a la fogata, sin dormir. Apenas rayó el alba


regresaron a Molinopampa, acompañando a Coto; y avisaron al pueblo y a las
autoridades sobre aquella misteriosa desaparición. Ese mismo día —Ocol no
está muy lejos de Molinopampa— los pobladores de ese lugar, en masa, con sus
autoridades a la cabeza, fueron en busca de don Froylán Cushi. Y después de dos
días de esforzada lucha con la maraña, encontraron al viejo en una pampa, en
el fondo del bosque, muerto, despojado de la camisa, con la espalda surcada de
cardenales; junto a él había una rama que, al parecer, sirvió de látigo a ese “alguien”
que le azotó hasta matarlo. Se quedaron espantados. ¿Cómo estaba allí don Froylán
Cushi, en esa condición? ¿Lejos del camino?
—¡El duende! ¡Taititu! ¡El duende! —exclamaron todos, persignándose.
Felizmente eran muchos. En una especie de hamaca que hicieron con sus
ponchos, cargaron el cadáver de don Froylán, pero cuando estaban saliendo del
bosque al camino, oyeron en el fondo de aquel una extraña carcajada, burlona,
sarcástica, que les hizo temblar y estremeció los ramajes… “Ja, ja, jaííí… Ja, ja,
jaííí…”.
—¡El duende! ¡Taititu! ¡El duende! —volvieron a exclamar, llenos de miedo,
aquellos hombres.
Quipe es un vocablo que significa “atado, envoltorio”.
Francisco Izquierdo Ríos 277

El tuhuayo y la luna

H ermosa noche de luna llena tiende su red de plata sobre la selva… En la


pequeña hacienda —maravilloso oasis de luz— duermen los ganados bajo
los sombrosos árboles del pan.
—En mi vida de maestra rural —me cuenta la viejecita en la puerta de la choza—
estuve una época en la tribu de los witotos, quienes me pedían continuamente que
les relatara ejemplos; ellos llaman así a los cuentos. Yo les complacía refiriéndoles
la vida de nuestro señor Jesucristo y, una que otra vez, algo de nuestros héroes.
Y yo también, por mi parte, en una ocasión, les pedí que contaran algo; entonces,
el indio más viejo de la tribu me relató lo siguiente: “Había una viejecita que tenía
una ahijada, quien vivía con ella; en las noches de luna veía la anciana que ‘una
claridad’ llegaba al cuarto de su ahijada y que, una vez adentro, se convertía en un
joven apuesto y buen mozo. Intrigada, como es natural, la vieja quiso descubrir
aquel misterio. Uno de esos días, muy temprano, cogió en su huerta unos cuantos
huitos110verdes y, al anochecer, cuando salía la luna, se colocó junto a la puerta
del cuarto de su ahijada y cuando entraba, como de costumbre, ‘la claridad’ en
forma de un chorro de luz por la puerta ligeramente entreabierta, aquella le pasó
su mano llena de la sustancia del huito y corrió a su habitación. Al día siguiente,
la vieja anduvo con cierto disimulo por todo el pueblo, tratando de ver qué joven
tenía la cara manchada de negro, pues ella creía que era algún mozo del lugar
que, por arte de hechicería, entraba en esa forma en el cuarto de su ahijada. Usted
sabe, Doroteo, que el huito verde produce una mancha negra que se adhiere a la
piel con tal consistencia que, solo después de algunos meses, sale con la misma
piel que se desprende. Pero, la anciana no encontró a nadie con esa sustancia y,
¡caso raro!, cuando por la noche apareció la luna, una luna hermosa como la de
ahora, vieron con asombro, por primera vez, los hombres, que tenía una mancha
oscura. La claridad que entraba en el cuarto de la ahijada de la anciana era, pues,
la misma luna”.

1 Huito es el nombre de la Jagua, árbol de la selva, de fruto como un huevo de ganso.


278 Cuentos del tío Doroteo

“¡Tuhuayóooo… Tuhuayóooo…!”.
Desde hacia rato seguía brotando el grito estridente de un pájaro en la orilla
boscosa del río Amazonas, que parecía ir como una invectiva, en dirección a la
luna.
—Ese es, pues, el pájaro tuhuayo —prosiguió la anciana maestra—, cuyo canto,
como usted oye, Doroteo, es semejante a la palabra tuhuayo que quiere decir: “tu
fruto”; huayo, en quechua, significa “fruto”… Ese pájaro, según los witotos, es el
hijo de la luna en la ahijada de la vieja de nuestro cuento, y la mancha oscura que
ostenta el astro nocturno es la sustancia del huito que usó aquella para descubrir
al misterioso galán.
En la orilla boscosa del Amazonas sigue brotando el grito del tuhuayo…
mientras que en la pequeña hacienda —maravilloso abismo de luz— rumian sus
sueños los ganados bajo los viejos árboles del pan.
Francisco Izquierdo Ríos 279

La paloma encantada

E l sol esplendía suavemente en la límpida mañana, en Saposoa, ciudad de la


selva. Los ciruelos y marañones de la huerta se estremecían de gozo infinito,
y una que otra mariposa, como niña del aire, se paseaba por los ramajes.
En la huerta, a pesar de la belleza y diafanidad de la mañana, había un silencio
maravilloso: la naturaleza ofrece siempre tales momentos que hacen soñar al
hombre en cosas extrañas y fantásticas, en cuentos de hadas.
Yo era niño… estaba jugando bajo la sombra de un frondoso marañón florecido,
mientras mi abuela, una viejecita de cabello blanco, hilaba algodón en la puerta
de la cocina.
“Uúuuu… Uúuuu… Uúuuu…”.
Cantó, de pronto, una paloma en el cerco de la huerta. Su canto había llenado
de emoción extraña a la huerta: temblaba en el aire, en las flores, en los ramajes
y sobre todo en mi corazón… Me levanté… Tuve miedo, inspirado por el mismo
ambiente de cristalina soledad y principalmente por ese canto. Corrí junto a mi
abuela.
“Uúuuu… Uúuuu… Uúuuu…”.
Cantó, nuevamente la paloma sobre el cerco… ¿Por qué me daba miedo ese
canto? ¿Por qué me llenaba de profunda emoción extraña?
La viejecita, que también había oído el canto de la paloma y habíase dado cuenta
de mi inquietud, dejando de hilar, me relató: “Oye, Doroteo, esa paloma que canta en
el cerco es la Rosalinda. Hace tiempo existía en el pueblo una muchacha bonita, tan
bonita como la flor del agua1,11que se llamaba Rosalinda y su madrastra, en cambio, era
fea, con cara de bonsapo2.12Esta aborrecía de muerte a su hijastra; le tenía envidia…
1 La flor de agua crece en las piedras sobresalientes de los riachuelos y quebradas de la
selva; es una flor blanca como la nieve y de grato e intenso aroma, que se percibe desde
grandes distancias.
2 En la selva llaman Bonsapo a un sapo grande y feo.
280 Cuentos del tío Doroteo

Entonces, la pérfida se valió de una bruja para que transformara a Rosalinda en


piedra; pero, la bruja, compadecida y encantada de su hermosura, la transformó
en paloma, tan bonita como la ves… Y esa es la paloma que, de cuando en cuando,
canta en las huertas del pueblo, por eso su canto en vez de alegrar entristece…”.
Francisco Izquierdo Ríos 281

El judío errante

A sustadas llegaron de la chacra a casa mis tías Defilia y Edelmira, con las caras
pálidas, los ojos desorbitados y los vestidos mojados, como si les hubiera
dado una lluvia torrencial.
—¡El judío Rante!
—¡El judío Rante!
Exclamaban excitadas.
—Sí —decía mi tía Defilia—. Un hombre blanco, barbón, con ojos azules, salió
de repente del bosque, junto al platanal y nos quiso agarrar.
—Un hombre alto —agregó mi tía Edelmira—, con sombrero de paja grande,
mochilita a la espalda y con botas. ¡El mismo judío Rante!
—No hablaba una sola palabra.
—Solo nos quería agarrar. Corrimos asustadas.
—Nos escapamos de sus manos.
—Hemos venido corriendo hasta acá.
—Nos siguió hasta el vado y se quedo allí, cuando nosotras, sin quitarnos las
ropas, nos arrojamos al río, cruzándolo a nado.
—Se quedó mirándonos.
—Y nos despidió todavía moviendo la mano. Después entró de nuevo en el
bosque.
—Para nuestra fatalidad, nadie había allí en ese momento. Todo era silencio.
—Hemos tenido mucho miedo.
—¡Ay, taita Diosito, se estremece mi cuerpo!
282 Cuentos del tío Doroteo

—¿Ha tenido mochilita de veras? —preguntó mi abuela, que con gran interés
escuchaba el relato de sus hijas.
—Sí, mamá.
—Una mochilita vieja, casi verde.
—Entonces, el mismo judío Rante ha sido, porque solo el judío Rante lleva
esa mochilita, donde guarda un realimedio que nunca se acaba. Maldito judío,
está pagando su pecado; ¡bien hecho! Por no haber querido que nuestro señor
Jesucristo descansara un ratito en el corredor de su casa, cuando el Señor subía
con la pesada cruz el monte Calvario… ¡Bien hecho! Anda y anda por toda la Tierra,
día y noche, con su realimedio en la mochila, ese es su castigo, así tiene que vivir
hasta que se acabe el mundo. Con ese realimedio compra en los pueblos algo que
comer, pero otra vez encuentra en su mochila el realimedio. Hace tiempo que pasó
por este pueblo, cuando yo era pequeñita todavía, y ve, ahora, otra vez se animó
el condenado; muchos le vieron pasar al amanecer, por las afueras, así como dicen
ustedes: con una mochilita, barbón, un sombrero grande y botas. Para él no hay
ningún obstáculo, los barrancos, los ríos, los mares, los pasa de un salto. ¡Pobre
judío! Andar…, andar es su castigo.
Como un rayo corrió la noticia de que en el bosque se les había aparecido el
judío errante a mis tías. Y todos tenían miedo en el pueblo.
Francisco Izquierdo Ríos 283

El señor cura de La Jalca y el pájaro “quién quién”

E n los pequeños bosques de los caminos serranos vive el quién quién,


pájaro de plumaje verde azulado en las alas y amarillo en el pecho. En su
canto parece que dijera “quién quién”, circunstancia de la cual se origina
su nombre; tiene, asimismo, la particularidad de su canto, un sonoro e insolente
“Pssshhh…”.
Las gentes afirman que de ese modo se burla de los viajeros. Muchos de estos,
que no conocen aquel pájaro, creen que es un ser fantástico que les pregunta su
nombre y luego se burla de ellos.
Bueno…, ese es el caso que le sucedió al señor cura de La Jalca, reverendo
Platón Tuesta, cuando una mañana neblinosa estaba yendo de este pueblo a otro
en afanes de su ministerio. No hacía mucho que Platón había obtenido su grado
sacerdotal y fue destinado inmediatamente a la parroquia de La Jalca, apartado
lugar de la Cordillera Amazonense. El ambiente soledoso, cubierto de niebla y
frígido, como todo lugar de cordillera, influía en su personalidad, deprimiendo su
ánimo. Además, la parroquia no le era favorable económicamente.
El curita Platón no estaba contento en La Jalca. En las noches de luna, cuando
desde la puerta de su vieja mansión contemplaba a la pálida gitana de los cielos,
sus ojos se llenaban de gruesos lagrimones…
Con esa clase de espíritu, afectado mucho más por el paisaje de aquella mañana
sombría, iba el cura Platón por el camino, jinete en una mula ni muy gorda ni
muy flaca, con un gran sombrero de paja, un gran poncho cordellate que ocultaba
completamente su sotana, iba ensimismado en sus pensamientos, engolfado en
sus tristezas, al distraído paso de su mula —la que, conociendo el desgano de su
amo, caminaba engullendo a gusto porciones de yerba de aquí y de allá—, cuando
de pronto oyó que desde un tupido bosquecillo preguntaban: “¿Quién quién?”.
El curita, atolondradamente, contestó: “Yo soy el señor cura de La Jalca”. Y paró su
mula.
284 Cuentos del tío Doroteo

Luego, para remate de males, salió del mismo bosquecillo, como un chorro, el
despectivo: “Pssshhhhh…”.
El curita Platón creyó que alguien estaba burlándose de él. Desmontó, se puso a
observar el bosquecillo y descubrió, con gran sorpresa, que era un pájaro el que así
hablaba, el lindo quién quién. Entonces, el señor cura, lleno de honda decepción,
de tremendo desconsuelo, cogiendo a su mula de la rienda, se sentó en una piedra
del camino y rompió a llorar amargamente, convencido de que hasta los pájaros le
menospreciaban en este mundo…
¡Pobre señor curita de La Jalca!
Francisco Izquierdo Ríos 285

Taita Cashi

“ Sí, Doroteo, hace mucho tiempo que yo he encontrado en la falda de una de


las montañas de esta cordillera una barra de oro, muy pesada que ni siquiera
pude moverla… Una madrugadita andaba, pues, por esa montaña en busca
de troncos de cascarilla para vigas de esta mi casita que por esa época estaba
construyendo, cuando al pasar junto a una peña de gentiles vi arrimado a una
piedra un trozo que parecía palo, era bien amarillo ese trozo, y de lo que estaba
pasando volví por curiosidad y corté el trozo con mi puñal, ante lo cual el trozo
sonó fino y se desprendieron de él unas pequeñas astillas brillantes como el sol.
Recogí esas astillitas. Mi corazón saltaba de alegría como pájaro al amanecer; no
había, no sabía qué hacer, Doroteo. Traté de alzar el trozo, pero no pude ni un
poquito. Entonces, le saqué más astillas raspándole con mi puñal, luego regresé al
pueblo, donde, como yo no estaba muy seguro que eran de oro, mostré esas astillas
a muchas personas sin contarles dónde las había encontrado, pero nadie supo
decirme con seguridad lo que eran. Taita Rufino Culqui, que había sido cauchero
y estuvo en la hermosa Iquitos, me dijo que parecían oro, que brillaban igual a
un anillo que tenía guardado en su baúl. Me aconsejó que fuera a mostrarlas en
la ciudad de Lamud a algún comerciante. En Lamud mostré esas astillas a taita
Rumualdo Silva, comerciante celendino con varias tiendas, quien me las recibió y
después de echarles no sé qué cosa de una botellita, que salía como humo, me dio
veinte soles y se quedó con las astillitas.
—¿Dónde has encontrado esto, taita Cashi? —me preguntó don Rumualdo,
con gran interés que trataba de disimular.
Le conté todo.
—Debes volver a ese sitio —me dijo— y traer el trozo en astillas, si no lo puedes
hombrear. Por lo que traes te daré otros veinte soles y además un tarro de pólvora
para tu escopeta. No es oro, taita Cachi, no es oro. Cobre es. Yo necesito cobre para
remendar mi perol…
286 Cuentos del tío Doroteo

Te irás con mi muchacho Cleto, si es muy pesado el trozo lo traen en pedazos,


como ya te he dicho… tomarás un trago, taita Cashi.
Y don Rumualdo me dio dos copas seguidas de aguardiente.
Llevó a Cleto a un cuarto y le recomendó bastante no sé qué cosas, en
secreto.
Salimos, después que taita Rumualdo nos hizo comer en su propia mesa y
nos dio varias latas de sardinas y una botella de aguardiente, como fiambre. Al
día siguiente partimos de este pueblo a la montaña. Anda y anda, anda y anda,
llegamos por fin al sitio donde había dejado la barra de oro, pero ¡ay, amito!,
ya no estaba allí, había desparecido. Solo se veía junto a la piedra un pequeño
hueco en la tierra, como la barra era pesada le había agujereado, pues, un poco.
La buscamos por todas partes y no la encontramos. Pensé, entonces, que alguien
podría haberla llevado, aunque no había más pisadas de gente que las mías en
ese lugar. Me quedé desconsolado, Doroteo.
Por la noche, en sueños, se me presentó un gentil1 bien viejito, y me dijo:
13

‘Cashi, esa barra que encontraste fue de oro y era para ti, solo para ti. Has debido
traerla a tu casa, aunque sea en pedazos’.
Yo hice mal, pues, pues en decir a don Rumualdo lo que había hallado. Por
mi ignorancia, taita Rumualdo es un comerciante rico y ambicioso. Taita Dios no
favorece a gente ambiciosa”.
Así terminó su relato taita Cashi en aquella noche lluviosa que pasé en su casa
en el serrano pueblo de Cuémal. En los ojos del viejo había un fulgor extraño…
Afuera, la lluvia y el viento doblegaban a los eucaliptos y a los álamos.

1 En los pueblos de vertiente oriental andina del Perú llaman “gentiles” a las momias de
los hombres de civilizaciones milenarias, así como también “purumachos” (“hombres
muy viejos”) y “Agüelos” (abuelos). Muchas necrópolis antiguas hay a lo largo de las
peñas de esa cordillera.
Francisco Izquierdo Ríos 287

Braulio Cullampe

E l padre Benito Flores iba, una tarde calurosa, de Copallín a Bagua Chica, se
moría de sed. En el trayecto pasó junto a una chacra donde carnosas papayas
maduras que colgaban de sus troncos como senos de mujer incitaron más
su sed. El padre desmontó, entonces, amarró su caballo a un huarango del camino
y entró en la chacra. Y se tiró un hartazgo de papayas.
Salía, cuando se encontró con un tigre que rugía ferozmente. El padre Benito
pego un salto y corriendo trató de salir por otro lado de la chacra, pero se dio de
bruces con una gran serpiente que no le mostraba buena cara. Se fue por uno y
otro lado, pero ya encontraba un perro enorme, ya un toro furioso o un zarzal
espeso.
El padre Benito no podía explicarse lo que sucedía. Asustado y desesperado, se
recogió al centro de la chacra.
En estas circunstancias, Braulio Cullampe, su sacristán en el pueblo de Copallín,
que le vino siguiendo y espiándole por los matorrales, se presentó.
—¿Qué le pasa, padrecito? — le dijo, taimadamente.
—No puedo saber qué diablos sucede, Braulio. Quiero salir y un tigre, una
víbora o un perro me impiden el paso. No sé cómo has entrado tú.
—Así, como entró su señoría… Es el imite,1 padre Benito. Todas las chacras
14

tienen esa planta. Los campesinos guardan así sus chacras y propiedades. Ladrón
que entra no puede salir, el imite se transforma en fiera, en zarzal y le cierra el
paso. En esta mi chacra, porque ha de saber usted, padrecito, que esta es mi
chacra, también he sembrado yo esa planta. A lo mejor usted ha estado robando…
que no creo.
1 En los pueblos de la zona de Bagua creen en el arbusto llamado imite, que se transforma
en zarza, en fiera, en cualquier animal, que gusta de comer carne. Y que, para mantenerlo
contento, tiene una mujer que dormir, periódicamente, en las noches, junto a él. ¡Vaya
con los antojitos del tal imite!
288 Cuentos del tío Doroteo

—He comido papayas. La sed, pues, Braulio. La sed… Ahora, tú me sacarás.


—Así nomás no, padre. Tiene usted que sufrir un castigo.
—¿Castigo?
—Sí, padre. Tiene usted que recibir veinticinco latigazos. Solo así, el imite
consentirá en que usted salga. Ese es el secreto. Así que con todo sentimiento,
pues, padrecito…, usted disculpará…
Y sin más ni más, Braulio Cullampe se remangó y preparó la gruesa soga de
cuero que llevaba, ante lo cual el cura no tuvo otro remedio que acceder. Se alzó la
sotana. Y Braulio Cullampe le sonó una cueriza de veinticinco latigazos, con todas
sus fuerzas, sin hacer caso de sus lamentos.
El padre Benito siguió su camino, humillado, corriendo, pensando que su
sacristán se había vengado. Este, en cambio, regresó satisfecho de haberse cobrado
algo siquiera de la ofensa que el padre Benito le venía infligiendo desde hacia
tiempo con la Eludia, su mujer.
Francisco Izquierdo Ríos 289

La serpiente de piedra

C ae una lluvia blanca, menuda, en el pueblo de Yambrasbamba,1 a través de 15

cuya transparencia como de cristal se divisa todo el paisaje azul oscuro del
valle.
Mientras cae la lluvia, el viejo Esteban Cosgot, en el corredor de su casa, donde
él y yo estamos sentados en un trozo de nogal, me relata: “Hace tiempo, mucho
tiempo, existía el pueblo de Yambra en la falda de ese cerro oscuro que ves allí,
Doroteo. Sus habitantes vivían felices, dedicados al trabajo del campo y a la caza, se
morían solo de puro viejos, no había enfermedades como ahora. Pero uno de esos
días apareció en los bosques una serpiente inmensa, con pintas blancas y rosadas,
con enorme cabeza como de caballo, una gran boca roja con afilados dientes y
unos ojos azules como el cielo. Atraía a las gentes cuando las miraba; tenía un
imán, pues, en los ojos… Era tan grande, como ese eucalipto de la huerta.
Cuando caminaba producía un ruido como de tempestad, iba quebrando
arbustos, todo lo que encontraba a su paso. Su canto era parecido al relincho del
caballo…
Esa serpiente estaba acabando a los yambrinos. No había día en que no tragase
un hombre, una mujer, un niño, en los caminos, en las afueras del pueblo. Solo
se alimentaba de seres humanos… Los yambrinos no sabían qué hacer, creían que
esa serpiente era el mismo diablo…
Empero, una mañana, mama Conshe, una viejecita legañosa, que apenas
andaba apoyándose en un bastón, reunió a las gentes en la plazuela y les dijo:
‘Anoche he soñado que iba a mi chacra, cuando, de pronto, salió del bosque la
1 Yambrasbamba es capital del distrito del mismo nombre, en la provincia de Bongará,
departamento de Amazonas; se encuentra cerca de la Selva. Junto a este pueblo, fuera de
la serpiente de piedra de nuestro relato, existen en el sitio denominado Potropampa varias
columnas de piedra, especie de obeliscos, semienterradas; una de ella con jeroglíficos y
una figura de serpiente, se halla enclavada en la plazuela del pueblo, a donde la llevaron,
según cuentan, el año 1910, con doce yuntas. Son restos de una civilización milenaria.
290 Cuentos del tío Doroteo

serpiente y me dijo que no le tuviera miedo, que quería hablar conmigo. Me


encargó, entonces, que les manifestara que ella está dispuesta a abandonar estos
lugares, siempre que todos los martes de cada semana, durante un año, le demos
una criatura para que calme su sed de sangre humana. Y que las criaturas deben
ser colocadas en la piedra que hay en el camino real, junto al riachuelo’.
Un sentimiento de horror conmovió a las gentes. ¿Cómo iban a dar a sus hijos
a la serpiente? Pero la vieja astuta, guiñando un ojo, les dijo que no se asustaran,
que ella tenía ya el secreto para deshacerse de esa maldita alimaña. Mama Conshe
era una gran hechicera, una bruja finísima, Doroteo, como ya no hay en estos
tiempos.
La anciana volvió a entrevistarse, en sueños, con la serpiente y le avisó que el
pueblo había aceptado su propuesta.
Y por la mañana del primer martes, cuando estaba saliendo el sol, mama
Conshe, con un muñeco de trapo a la espalda y un hombre que llevaba una gran
olla de zapallo con leche hirviendo, se fue a cumplir su promesa. Una vez llegados
al sitio convenido, la vieja mañosa hizo regresar al hombre, colocó el muñeco en
la piedra y, escondiéndose tras de esta, se puso a imitar el lloro de una criatura. La
serpiente salió del bosque y se dirigió a engullir al fingido niño; la vieja, entonces,
se levantó y, sacando fuerzas de donde no tenía, le tiró la olla hirviente a la boca,
hablando no sé que palabras de brujería… La serpiente se chicoteó un rato, luego
quedó transformada en piedra.
Esa es la serpiente de piedra que has visto, Doroteo, en el camino, casi enterrada,
junto a la quebrada de Yambra”.
Francisco Izquierdo Ríos 291

El cholo Marcelo

L as piedras, las rocas de la inmensa bajada de Huancachaca absorbían el


terrible castigo del sol y lo devolvían al ambiente, produciendo más calor.
Manuel Trauco, en recia mula cargada de alforjas, descendía esa pendiente
que parece llevar al fuego central. Iba a Chachapoyas, a San Pablo, lugar donde
tenía una tienda de comercio. Detrás caminaba, arreando dos bestias de carga,
Marcelo Vacalla, cholo sanpablino.
El mediodía se encontraba encerrado en un círculo de fuego, de soledad, de
silencio. Los cactus, como centinelas resignados, hacían guardia de trecho en
trecho. No había pasajeros, ni de ida ni de vuelta; en los caminos se produce,
a veces, este fenómeno, a pesar de que por él iban aquellos es muy trajinado
por su condición de camino real que une diferentes pueblos con la ciudad de
Chachapoyas. Los pájaros también habían huido, se encontrarían en los valles
floridos. Solo oíase, abajo, el refrescante rumor del río.
Trauco y Marcelo iban callados, con el ansioso deseo de llegar lo más pronto al
fondo de la bajada, donde espumeaba el río y mojarse en él las sienes caldeadas y
descansar un rato bajo la sombra de los grandes árboles. Las bestias también parecían
tener esa ansia febril, caminaban a paso rápido, quejándose, quejándose.
Sobre un cactus estalló, de repente, la “risa” sarcástica de una chicua,
conmoviendo el remanso de soledad.
El cholo Marcelo se santiguó. Pensó: “Cuando la chicua se ríe es porque algo
malo está en viaje; si fuera para que llueva, cantaría…”.
Y sintió que amargaba la coca que iba masticando. ¡Mal presagio! Pero no dijo
nada a su patrón.
Un poco más abajo, batiendo las alas y “riendo” más fuerte, la chicua cruzó el
camino por encima de ellos y se perdió en la escarpa.
Esto era ya el colmo. Marcelo no puedo contenerse.
292 Cuentos del tío Doroteo

—Patrón —gritó—. ¡Nos va a pasar algo malo!


—¿Por qué?
—¡La chicua!
—¡Qué chicua ni que chicua, hombre! Apresurémonos para llegar al río
—contestó malhumorado Manuel Trauco.
El cholo Marcelo no dijo nada, pero en su corazón temblaba el miedo como
azogue.
El río corría abajo, golpeando con el látigo de sus aguas frescas las piedras y los
flancos de las rocas. Allí había árboles, agua y alegría. ¿A qué hora llegarían a ese
hermoso paraje?
—¡Maldita bajada! —apostrofó Marcelo, arrojando un salivazo verde de coca.
Huancachaca es una bajada fabulosamente inmensa. Allí parece como que la
tierra se hubiese partido en dos. Cerros acá, cerros allá, en este lado y al otro
lado. Parece como que nunca se acabaría de bajar o de subir. El camino se pliega y
repliega, como una fantástica cinta métrica.
¿A qué hora llegarían al río? Faltaba aún mucho. Tenían por delante mucha
tierra que andar.
Los cascos de las bestias y los llanques del cholo sonaban, con golpe seco, en
los menudos guijarros del camino. ¡Chac, chac, chac…! ¡Monótono viajar!
Manuel Trauco, espoleando su mula, se alejó un poco del arriero, pero este
temeroso del peligro que presentía, procuraba no quedarse rezagado, arreaba con
insistencia las bestias.
Una ráfaga de viento fresco acarició, de pronto, a Manuel Trauco. Era ya el río.
Jinete y mula se estremecieron de contento. Junto al puente, la bestia se asustó
y retrocedió, bufando. La mula no quería pasar el oscuro puente. Manuel Trauco,
en vez de apearse, hincó con cólera las espuelas en el vientre del animal y este,
parándose en dos patas, reculó violentamente, pisando en el borde debilitado del
camino estrecho, el que se desprendió llevándose al abismo a mula y jinete.
El cholo Marcelo apareció, en ese preciso instante, en la negra boca del camino,
que se abre entre las rocas del cerro, y solo pudo ver a su patrón que caía al río.
Corrió hacia el puente; abajo, en las aguas, se debatían Manuel Trauco y la
mula, desapareciendo luego en la impetuosa y espumosa corriente.
—¡Pobre, patroncito! Por eso estaría tan alegre anoche —solo pudo decir el
cholo y se quedó mirando, como un tonto, el abismo.
Francisco Izquierdo Ríos 293

La boa mansa

H abía llovido como llueve en la Selva torrencialmente.


Las copas de los árboles estaban inclinadas al este, hacia donde arreció el
aguacero.
El sol irrumpió con fuerza totalitaria, después de la lluvia, rompiendo con es-
cándalo el vidrio de los cielos.
El río Huallaga, con relampagueo de luces en el lomo, zigzagueaba como una
serpiente por entre sus boscosas riberas.
Gruesas gotas del aguacero temblaban en los árboles, a través de los cuales los
rayos solares se quebraban en mil colores. Pájaros de brillosos plumajes decían sus
cantos diáfanos.
La hacienda, llena de luz, con su pasto verde, con aislados árboles del pan,
ganados dispersos y humeante choza al medio, era como un oasis de cálido afecto
humano dentro del círculo opresor de la Selva.
Gallinas, pavos, patos, tortugas fraternizaban en el amplio patio de la choza
cenicienta, junto a una planta de tumbo,1 espesa y enredada en una armazón
16

de palos, cuyos frutos carnosos y oblongos, pendientes de sus huatos,217lucían,


lavada por la lluvia, su fina piel mate en proceso de madurez.
Don Rafael Bazán, el hacendado, separándose un poco de mí, lanzó un silbido
característico, ante lo cual, salió del bosque una gigantesca boa y, pesadamente,
por entre los árboles del pan, caballos y vacas, se vino hacia nosotros.
Pegué un grito, asustado y eché a correr hacia la casa. Don Rafael soltó una
carcajada y me dijo:
—No corra, hombre. Es mi boa.
1 El tumbo es una planta trepadora de la Selva. Produce unas grandes bayas oblongas,
muy agradables.
2 En la Selva llaman huato al pedúnculo de la fruta.
294 Cuentos del tío Doroteo

Regresé cuando vi que don Rafael daba palmaditas en la cabeza a la serpiente.


Yo no cabía en mi asombro.
—Ha debido usted decirme —le expresé.
—Perdóneme, Doroteo. Quise jugarle una broma. Es una boa mansa. Mi boa.
Se llama Nora. Es una vieja camarada en la hacienda. ¿No es así, mi querida
Nora? —y don Rafael acariciaba en la cabeza al oscuro ofidio—. Hace algún tiempo
—prosiguió el viejo— que esta boa se aproximaba a la casa y andaba libremente
por el pasto, sin atacar a los animales. Entonces, comencé a darle trozos de carne.
La boa fue haciéndose mi amiga. Hasta el extremo de seguirme como un perro… Y
aquí la tiene usted, a sus órdenes. Ha hecho migas también con los chanchos, con
las gallinas. Yo la toco, la acaricio, como usted ve… Lo que puedo asegurarle, sí, mi
querido amigo —me dijo, sonriendo— es que pocos hombres, o quizá ninguno, en
el mundo se gasta el lujo de tener una boa igual…
—Desde luego —le respondí—. Ni los deslumbrantes príncipes de la India.
Fuimos a la casa seguidos por la enorme serpiente y Rosenda, la cocinera, le dio
su ración de carne correspondiente al mediodía, que la boa engulló a prisa, yendo
luego a dormir la siesta junto a un grueso árbol.
Francisco Izquierdo Ríos 295

El hombre de piedra que hace llover

E ntre la vieja ciudad de Moyobamba y el pueblo de La Calzada, en la Selva


Alta del Perú, a orillas del camino, hay “un hombre de piedra que hace
llover”. Está sin cabeza. Algunas personas sostienen que los conquistadores
españoles lo decapitaron en la creencia de que interiormente era hueco y hallábase
lleno de oro y otras que fue un hombre de La Calzada, convencido de que ese ídolo
era el causante de la continuas lluvias torrenciales que azotaban a dicha zona.
Junto a un pequeño cerro —desordenado hacinamiento de pedrones que,
al decir de muchos, es artificial, pues creen que fue una fortaleza de los indios
mayurunas— está aquel ídolo. Al frente, en medio de la llanura, se levanta, como
un raro capricho geológico, el gigantesco morro de La Calzada, con forma de volcán
apagado, dando la impresión de un sombrío cíclope que velara por la antigua
ciudad de Moyobamba.
Bosque compacto de enormes y corpulentos almendros y de otros árboles
rodea al morro y se desparrama sin fin por la llanura. En el camino arenoso que
horada este bosque, donde de trecho en trecho hay arroyos de agua bien fría que
salen de morro adentro, se asolean, generalmente después de las lluvias, víboras
de toda clase, color y tamaño.
En este bosque, seguramente, los indios mayurunas —“hombres del río” (del
quechua, mayu ‘río’ y runa ‘hombre’)— cazaban con cerbatanas paujiles, tucanes y
huacamayos para confeccionar sus coronas con las brillantes plumas de esas aves.
Y estos mismos indios, que adoraban al árbol, al río y a la víbora fueron los que
tallaron ese ídolo de piedra a la vera del camino.
El ídolo apenas tiene los lineamientos de un hombre. Todo aparece en él como
difuminado, como algo que es y no es. Las manos terminan, se juntan como en
un afán de ocultar su desnudez, en la región del sexo.
Allí, en ese detalle, casualmente, reside el secreto de su leyenda. El pueblo
afirma que “el hombre de piedra tiene vergüenza de su desnudez”, sentimiento
que debe ser respetado por todos.
296 Cuentos del tío Doroteo

—Nadie debe reírse del hombre de piedra. Puede vengarse haciendo llover
—dicen con temor las gentes.
El viajero, al pasar junto a ese ídolo, debe adoptar una seriedad absoluta. No
burlarse de él ni hacer comentario humorístico alguno. Aun debe procurar no
mirarlo.
¡Cuántos viajeros sufren terribles tempestades por no respetar al hombre de
piedra! Por su imprudencia…
Los niños, sobre todo, se burlan del hombre de piedra, le silban socarronamente.
Razón por la cual, los padres, al pasar junto a él, cuidan en forma especial a sus
hijos.
—Una vez, cuando era muchacho —me contaba don Martín Llaja, viejecito de
Moyobamba, que es como un relicario de leyendas—, iba con mi tío de Moyobamba
a La Calzada. Al pasar junto al hombre de piedra, mi tío me cogió de la mano y
me recomendó que no mirara al ídolo y sobre todo que no me riera... Pasamos
corriendo, pero yo, de todos modos, lo mire de reojo y sonreí… Quien le dice,
Doroteo, de un momento a otro, el cielo se volvió negro y a la entrada del pueblo
de La Calzada nos alcanzó una fuerte tempestad, con truenos, rayos, viento y
lluvia… Apenas pudimos llegar a nuestro hospicio… ¡El hombre de piedra se había
vengado!
Francisco Izquierdo Ríos 297

La mujer del oso

— Yo he sido comerciante, vendedor ambulante de baratijas y como tal he


viajado por muchos pueblos del Perú, preferentemente por los de la Sierra Oriental,
por esa Sierra Oriental cuyos cerros llegan hasta la orilla de la selva misteriosa,
donde hay y suceden cosas que parecen de cuento —dijo Félix Cantalicio a sus
amigos y prosiguió—: en Huacamay, pueblecito ubicado pues entre los Andes y la
Selva, existía hace tiempo, mucho tiempo, una muchacha llamada Zenaida Pilco,
que fue mujer de un oso. Sí, mis queridos amigos, así como suena: ¡la mujer de
un oso! Zenaida era la más bella mujer del pueblo y, por consiguiente, el personaje
más conocido, más que el alcalde, el juez, el gobernador. Todos los jóvenes estaban
enamorados de ella y acosábanla como abejas a una flor, pero la muchacha no les
hacía caso.
Sin embargo, de un momento a otro, desapareció. Nadie sabía nada de ella.
Sus familiares decían que había ido una tarde por agua y no regresó. En efecto,
pedazos de su cántaro de barro fueron encontrados entre las piedras de la orilla del
río. Se decía que pudo haber sido raptada por uno de sus pretendientes, que pudo
haberse fugado a la Selva o que huyendo de alguien se arrojo al río, ahogándose.
O que el diablo, que estaría también enamorado de ella, se la había llevado. En
fin, una serie de cosas cada cual más fantástica. Nadie estaba en lo cierto. Lo que
sucedió fue que había sido raptada por un oso. En Huacamay, abundan los osos. A
diario se encuentran en las pampas y en las faldas de los cerros ganados muertos
y a medio comer por aquellas fieras.
Cuando Zenaida fue por agua al río, el oso que estaba siguiéndole los pasos,
saltó del bosque y se la llevó. Se la llevó lejos, a un cerro azul que se ve desde el
pueblo y la hizo subir a un árbol alto, tan alto, de donde ella no podría bajar.
El oso construyó en el ramaje del árbol una choza con palos y hojas y allí tuvo
prisionera a la bella Zenaida. Un cautiverio de años y años. Zenaida, desde la copa
del árbol, veía su pueblo, veía el humo de las cocinas, oía el eco melodioso de las
campanas de la iglesia que llamaban a misa y al santo rosario. El oso le llevaba
298 Cuentos del tío Doroteo

comida robando en las cocinas del pueblo. Zenaida tuvo un hijo, mitad “cristiano”
la parte superior y de oso la parte inferior. Marcos Oso, este nombre puso Zenaida
a su hijo, fue creciendo y conociendo la historia de su madre, muchas veces había
ido a observar el pueblo, desde las afueras. Hasta que un día aprovechando la
ausencia del oso padre, Marcos Oso bajo del árbol a su madre y se marcharon
al lugar, a donde llegaron al anochecer. Zenaida pensó que era mejor dirigirse al
señor cura; así lo hicieron. Encontraron al cura sentado en el ancho y penumbroso
corredor de su casa contigua a la iglesia, haciendo tiempo para ir a celebrar el
santo rosario, era este un viejecito bonachón, que casi toda su vida la estaba
pasando en Huacamay. Zenaida se arrojó, llorando, a sus pies, le contó su historia
y le pidió asilo. El cura recordó, entonces, a aquella muchacha Zenaida Pilco que
muchos años atrás tenía locos a los hombres de Huacamay con sus encantos y
que desapareció misteriosamente. Les hizo entrar en la sala, donde a la luz de la
lámpara se dio cuenta de que Zenaida estaba semidesnuda, muy avejentada, con
el rostro surcado de arrugas y el cabello blanco y que su hijo era mitad hombre
y mitad oso. El señor cura se santiguó y les roció con agua bendita, extrayéndola
del cántaro que tenía en un rincón. Se compadeció de ellos y les amparó en su
casa. Les compró vestidos. Zenaida se convirtió en su sirvienta y Marcos Oso en
su sacristán; para ocultar las patas peludas de este, le hizo usar botas; asimismo le
prohibió severamente que se juntara con los niños del lugar, porque con su fuerza
descomunal podría causarles daño. Marcos, de un puñetazo, era capaz de tumbar
una puerta. Tanto que, cuando solo apretaba la mano a una persona al saludarla,
le producía agudo dolor. Le decían Marcos, el forzudo. El cura explicaba al pueblo
la presencia de esa gente en su casa diciendo que eran unos vagabundos de la
Selva. Y en lo que respecta al oso viejo, este ante la fuga de Zenaida y de su hijo
enloqueció, andaba gruñendo y matando a hombres y animales que encontraba
a su paso, hasta que fue liquidado a balazo limpio en la plazuela de Huacamay,
cuando, desesperado, entró en pleno día en el pueblo. El señor cura, con el pretexto
de aprovechar su grasa y piel, lo hizo llevar a su casa, donde Zenaida y Marcos Oso
enterráronlo bajo un eucalipto de la huerta y le pusieron una cruz como si se
tratara de un mismo “cristiano”…
Si esto ha sido verdad o no, yo no les puedo decir —expresó Félix Cantalicio
a sus amigos—. Les he relatado tal como me contó la vieja Etelvina Inga, en
Huacamay, una noche de luna, en el patio de su casa.
Francisco Izquierdo Ríos 299

Aventura

A l anochecer atracó la lancha en el pequeño puerto, después de haber bajado


por el río y entrado en el lago por un estrecho y largo brazo de agua.
Todos los pasajeros se dirigieron a la casa-hacienda.
Alberto Tictic no pudo darse cuenta del ambiente que le rodeaba. Sus padres lo
llevaron a dormir apenas terminaron de comer, pese a que la noche era hermosa,
con una luna llena como inmenso globo de plata.
Empero, cuando amaneció, el muchacho deslizóse de la cama y salió al patio.
Cuál no fue su sorpresa, al frente había un cerezal compacto, cuyos frutos maduros,
en su continuidad, formaban como una ancha sábana de coral. Cerca, por entre
los plátanos de amplias hojas, el lago aparecía como un espejo bruñido por el
amanecer. En los guabos cantaban millares de pájaros salvajes y raros. Al otro lado
del cerco de alambre, se abría un verde prado, donde alzábanse, dispersos, algunos
árboles y pastaba escaso número de ganados.
Debajo del cerezal escarbaban gallinas y entre ellas un pavo real desparramaba
el iris de su plumaje, así como mostraban los suyos no menos bellos un papagayo
y un tucán, con pico grande, sobre unos travesaños prendidos en la pared del
corredor.
Alberto Tictic, niño serrano que había sido llevado recientemente por sus
padres a la Selva, estaba asombrado, maravillado de todo lo que veía… Luego, se
sintió atraído por las cerezas rojas. Tomo un delgado palo y se dirigió a coger las
frutas… Pica que pica y las cerezas caían una tras otra… caían… De pronto, una
víbora verde se desprendió del cerezal, se desenroscó en el suelo perezosamente,
abrió la boca y sus ojos titilaron como gotitas de lluvia ante los rayos del sol.
Alberto Tictic se quedó mirando a la víbora con placer… iba a cogerla, cuando
doña Brunilda, la mujer del hacendado, que al mismo tiempo que preparaba
el desayuno venía fijándose en las actividades del muchacho, le gritó desde la
cocina:
—¡Cuidado, es una cascabel!
300 Cuentos del tío Doroteo

Todos saltaron de los dormitorios, entre ellos los padres del niño. Y con gran
alharaca mataron a la víbora.
Sus padres condujeron a Alberto Tictic a la sala, y le dieron de beber agua para
calmarle el susto. Pero él era el único que no estaba asustado, solo había en sus
ojos un misterioso fulgor de aventura.
IZQUIERDO RÍOS, Francisco
1959 Maestros y niños. Lima: Talleres Offset La Confianza.

En este libro se han omitido los siguientes cuentos:


“Leíto”, “Ladislao el flautista”, “La maestra de la Selva” y “Los humildes” (con el
título “Florencio Urquía”) aparecen en Los cuentos de Adán Torres. Se ha excluido
también el último texto “Doña Abilia” porque es un fragmento perteneciente a la
novela Gregorillo.
Prólogo

M AESTROS Y NIÑOS es una selección de cuentos especialmente


preparados por su autor, el escritor y maestro Francisco
Izquierdo Ríos, para el primer Festival del Libro Pedagógico,
dedicado a los maestros primarios del país.
Dentro de la relativamente numerosa y variada obra literaria de
Izquierdo Ríos, todos los temas y personajes peruanos que pueblan la
despensa mental del novelista, han ido cobrando expresión escrita y
formas humanas perdurables. Sin embargo, podemos decir que una
preferencia temática, vinculada a determinados personajes, se deja
entrever a manera de hitos que marcan la trayectoria de sus fecundos
años de escritor: los maestros de escuela y los niños.
Esto no debe extrañarnos. Razones sociales poderosas están en
la raíz de esa predilección. Francisco Izquierdo Ríos es maestro de es-
cuela primaria y solo la vocación pudo unirlo durante muchos años,
hasta hoy, al pupitre docente. Fueron sus problemas humanos los del
profesor desamparado en lejanos poblados de la Selva amazónica, los
del servidor público peor pagado y expuesto a toda clase de amenazas
contra su salud y la de los suyos. Fueron sus problemas profesionales
los de enseñar en locales insalubres, con un hacinamiento de niños
mal alimentados, sin bancos en que sentarse, sin material pedagógi-
co, etc.
Cuando comenzó a escribir cuentos, que más tarde convertiría,
en algunos casos, en crudas y realistas novelas medularmente
peruanas, no necesitó salir en pos de temas y personajes ni a la
vastedad del paisaje exterior rico de colorido y exuberancia tropical,
ni reconcentrarse en la angustiante intimidad psíquica que lo poseía.
Su vida diaria y su trajinar personal eran tema y personaje presentes y
exigentes, enriquecidos socialmente por los de aquellos que como él
y con él, compartían la existencia patética de otras escuelas.
MAESTROS Y NIÑOS reúne los mejores cuentos de Francisco
Izquierdo Ríos, escritos con motivos tan dignos de nuestra mejor
literatura. Y la fuerza expresiva, la claridad y concisión para llegar a
lo sustancial en su estilo, a más de la lograda belleza natural de un
304 Maestros y niños

habla popular de esencias folclóricas, le hacen honor a esta dignidad,


a la vez que confirman las auténticas facultades de escritor cuidadoso
y cultivado y al que no han extraviado alambicados psicologismos o
realismos decadentes, muy en boga.

O.Z.S.
Francisco Izquierdo Ríos 305

Mateo Rojas, el maestro

C uando llego a un pueblo me intereso por conocer inmediatamente todo lo


que merece conocerse en él. De acuerdo con esta costumbre, fui con un
auxiliar de la escuela que yo regentaba en Chiliquín, en la mañana neblinosa
de un domingo, al camposanto que con sus pequeñas torres y su bajo muro
circundante de piedras se alza en la falda de la montaña.
Rodeado de árboles, con sus muros cubiertos por espeso zarzamoral, donde
cantan toda suerte de pájaros, con su tupida grama y una que otra mata de
azucena, ese cementerio da la sensación, ciertamente, de ser un rincón de paz que
invita al eterno descano… Allí, observando, descubrí dentro de la grama una tosca
cruz de madera con esta inscripción semiborrada, difícil de leer: “Aquí yace Mateo
Rojas, el maestro”.
–Señor –me dijo mi acompañante–, ha sido un maestro de nuestra escuela,
que hace algún tiempo ha muerto. Murió casi abandonado. Aquí no tenía familia.
Vino como vienen todos los maestros, de otros lados, de lejos…
–Cuénteme, compañero, algo de la vida de ese hombre.
–Murió víctima de la tisis, que adquirió, decía, en el desempeño de sus
funciones y a raíz sobre todo de una caída. Cuando viajaba de un pueblo a otro
para hacerse cargo de su nuevo puesto, la mula en que viajaba se encabritó y lo
arrojó en una escarpa; a consecuencia del golpe, pues cayó de espaldas, lanzó, en el
instante, sangre por la boca y quedó debilitado… ¡Pobre don Mateo! Joven, señor.
Y muy inteligente. Solo libros, periódicos y revistas ha dejado. Mucho le gustaba
leer. Esos libros, junto con su cama y otras cositas, los quemamos en esa pampa
de allá, distante del pueblo. Pero yo, de todos modos, cumpliendo con el encargo
de aquel infortunado, que me hizo faltando poco para que muriera, retuve un
voluminoso cuaderno escrito a puño por él mismo, del cual solo el título he leído:
“Mateo Rojas, el maestro”: parece ser su autobiografía. Me rogó se lo enviara a su
esposa que se encuentra en la lejana ciudad de Yanca. Y no he podido remitírselo
todavía por la circunstancia de que ningún viajero de Yanca asoma por estas tierras
306 Maestros y niños

y que de aquí nadie se va por esa ciudad. Por correo… le seré franco, tengo miedo
de tocarlo. Lo guardo metido en el techo de mi horno. Eso, seguramente, escribía
don Mateo algunas noches hasta muy tarde, pues a veces hasta las últimas horas
de la madrugada se veía luz en su cuarto.
–Así que tenía familia, ¿no?
–Sí; esposa e hijos, a quienes había dejado en la casa de sus suegros en Yanca.
Sus padres habían muerto ya en Jepa, lugar de su nacimiento. Y creo que no
tenía hermanos, pues jamás hizo mención sobre el particular… Era un hombre
extraño… Daba dinero a los pobres, a pesar de su exiguo sueldo y de que giraba
a su familia… Cuando sabía que alguien estaba enfermo y no tenía con qué
comprar medicamentos para curarse o un pollo para alimentarse, se iba a la casa
de este y le proporcionaba dinero… O hacía traer remedios de la ciudad y los
obsequiaba a las gentes. Yodo, por ejemplo, hacía traer en suficiente cantidad
para curar el bocio de los niños de la escuela o del pueblo en general. Su labor
era altamente benéfica, ya que por estas tierras, como usted sabe, no gozamos
del privilegio de tener médico. Muy buen hombre. Por eso cuando murió todos
cuotamos para comprarle su ataúd y para mandarle hacer esta tosca cruz, pues
murió en la miseria.
Siempre por las tardes de los sábados, los domingos o los días feriados, don
Mateo se juntaba con nosotros para jugar casino o para ver pelea de gallos, así como
en las noches que había baile en alguna casa o en las pampas. Tomaba también sus
copas. Y había ratos, en algunas reuniones precisamente, que nos sorprendía con
un brusco cambio de carácter, parecía un demente, se transformaba por completo,
llegaba a tener el luminoso aspecto de un visionario y hablaba, entonces, con voz
cálida y firme sobre el porvenir de nuestros pueblos; creía, convencidamente, en
el progreso de ellos.
–¿Y dictaba clases?
–No. No lo hacía, por su enfermedad. Por temor de contagiar a los niños. Sus
auxiliares tuvimos que encargarnos de todas las secciones. Se cuidaba mucho en
este sentido, siempre estaba con un frasco de alcohol en las manos. Don Mateo no
renunciaba al puesto, porque necesitaba el sueldo para sostener a su familia.
–Comprendo.
–Pero era magnífico orientador. Un reformador. Muchas cosas hemos hecho en
la escuela y en el pueblo bajo su dirección. Esos álamos de la plazuela los hemos
sembrado por él. En la enseñanza introdujo muchas modificaciones de acuerdo
con la realidad lugareña. Nos decía, por ejemplo. Que el programa de estudios
no debe servir sino como pauta. Que la labor, del maestro, de la escuela, debe
proyectarse a la sociedad, al pueblo. Hemos hecho hasta teatro al aire libre, en las
pampas y en la plazuela. Tenía un profundo amor al pueblo. Si hubiese venido
sano don Mateo, ¡cuánto más hubiésemos realizado! Él vino acá, pues, con la
muerte en los ojos…
Francisco Izquierdo Ríos 307

Salimos del cementerio cuando comenzaba a lloviznar y, como es natural,


nos dirigimos a la casa del auxiliar y amigo. Sacamos el rollo del manuscrito que
dejó el infortunado Mateo Rojas del techo del horno, después de preservarnos
con alcohol. Desgraciadamente estaba destrozado por la polilla y sobre todo por la
lluvia. No se podía leer… Solo nos fue posible entender este fragmento del último
capítulo:
“Estoy solo, terriblemente solo”.
Siento que mis fuerzas flaquean. Siento que me abandona la vida. La tisis ha
ido carcomiendo la endeble armazón de mi organismo. La tisis que adquirí en mis
afanes de maestro. ¡El bacilo de Koch!
Estoy lejos de mi familia. De mi mujer, de mis hijos. Tuve que separarme de
ellos por la fuerza del destino. Por la maldita enfermedad. Tengo pena por ellos; se
quedan solos en el mundo, en el abandono y la miseria. En la orfandad.
Llueve esta noche en Chiliquín. Llueve fuerte. La canción de la lluvia despierta
en mí un poema de nostalgias. Un anhelo de vida, de soñar. Siempre me ha
sucedido lo mismo. ¡La lluvia tiene un encanto raro, mágico, para mí!...
Me siento solo, terriblemente solo.
Infinita angustia tiembla en mi alma, como azogue, como la lluvia en las
hojas de las higueras de la huerta. Quisiera llorar, pero no puedo; el verano del
sufrimiento ha secado la fuente de mis ojos.
¿Cómo estarán mis hijos? ¿Mi mujer? Si ellos supieran de estas lentas horas de
agonía, ¡de este huerto de Getsemaní…! ¡Oh, ribera lejana de felicidad, de dicha!
Paisaje que se borrará de mi alma solo con la muerte, con la muerte que ya viene,
que ya está cerca.
He sufrido mucho, mucho.
La vela que me alumbra en este cuarto vase extinguiendo como mi vida. Toda
ella está chorreada de lágrimas. Feliz ella que siquiera puede llorar.
No hay un alma en Chiliquín. Todo está dormido. Solo se oye la canción
triste de la lluvia en el techo y los eucaliptos, en los nogales, en las higueras de la
huerta.
Tengo fiebre. En el vaso de noche rojea la sangre que hace un instante he
lanzado. Hace algunos días que comencé a empeorar.
Parece pues que el supremo desenlace no pasará de esta semana. Y dejaré de
ser, de existir.
Me alegra, sin embrago, la esperanza de que la semilla que hemos arrojado a
los surcos florecerá.
En medio de esta oscuridad y lluvia ya clarea el alba y están cantando los gallos
del futuro en todas las huertas”.
308 Maestros y niños

La bandera, flor del pueblo

P or momentos, cuando la niebla que cubre el pueblo es rota y alejada por el


viento, aparece flameando la bandera en el Palo Mayor de la escuela, a una
orilla de la verde plaza.
¡Bandera luminosa, símbolo de la patria, con reflejos de nieve y de fuego!
En la atmósfera sombría del pueblo, como manchas opacas los eucaliptos y
nogales sobresalen de las huertas.
La bandera de nieve y fuego sigue flameando en el Palo Mayor con alegría
desbordante, cual una extraña flor del pueblo.
Como hoy es domingo, la escuela tiene la bandera al tope.
¡Qué linda la bandera que al viento se dobla y se extiende, se estira y se repliega,
produciendo un delicioso rumor, como si fuera un inmenso labio de grana y nieve
que estuviera susurrando el nombre de la patria a todos los ámbitos!
¡Qué juguetona la bandera, como una traviesa colegiala que fuera
desparramando pétalos de su alegría en el alma sombría del pueblo!
Hombres, mujeres y niños, que salen de misa, desde la puerta de la iglesia
miran deslumbrados a la bandera que flamea y al pasar junto a ella se descubren
con uncioso respeto.
A su vez, el taita cura contempla con emoción el bello símbolo de la patria.
Y al atardecer, con el himno de los pájaros de las huertas, un muchacho, con
poncho y cabello hirsuto, bajará la bandera, y recogiéndola amorosamente la
llevará, para un mejor cuidado, a casa del preceptor.
Francisco Izquierdo Ríos 309

Jardín

S uaves corrientes de viento sacudían con agradable rumor las copas ramosas
de los altos eucaliptos, bajo la paz de cielos densamente azules.
Errantes pájaros silvestres, además de los gorriones comunes, hacían temblar
sorpresivamente la clara emoción de sus cantos desconocidos sobre los álamos,
distrayendo a los alumnos que escuchaban las clases en las aulas. ¡Pequeño y
bello jardín de la escuela! Al contorno de la huerta con cerco de piedras, estaban
los eucaliptos aromando el aire a alcanfor, entreverados con uno que otro amplio
nogal sombroso, con uno que otro saúco, y más cerca de la escuela, frente a las
aulas, los delicados álamos, los plátanos de largas y anchas hojas, grupos de dalias,
rosales, crestas de gallo, fucsias, claveles, violetas, geranios, isabeles dormidas.
El fresco sol de las mañanas y el ardiente del mediodía y las tardes avivaban la
policromía de los árboles y las flores. Y después de las lluvias, ¡qué alegría, qué
hermosura, con las plantas y árboles goteando luz y los trinos y aleteos de los
pájaros! Y las charquitas reflejando la distante poesía de los celajes… Un trozo de
encantadora naturaleza dentro de la indigencia material de la escuela, logrado y
mantenido por el espiritual empeño de maestros y alumnos.
310 Maestros y niños

Escolar andino

M uy tempranito habrás salido niño de tu frígida alquería, que a esta hora,


antes que salga bien el sol, estás llegando al pueblo, rumbo a la escuela.
Vienes con la desnuda cabeza iluminada de gotas cristalinas, así como
tu poncho, gotas de perlas que en el camino, a su paso, te obsequió la rosada
aurora.
Muy tempranito habrás salido niño de tu frígida alquería… Cuando estaba
amaneciendo, cuando la franja azul blanquecina del alba temblaba en la crestería
del Ande, cuando por todas partes se alzaba la neblina en multitud de randas
níveas y blondas. Y has venido por el camino florido, embelesado ante el canto
de los pájaros alegres, oyendo el delicioso murmurar de los arroyuelos, mojando
en sus frías aguas tus piececillos curtidos de tanto andar; y has venido haciendo
correr vacas y caballos, sorprendiendo tímidos venados, que a tu paso escapaban
veloces por los apretados bosquecillos, así como perdices, que volaban haciendo
mucho ruido con sus alas mojadas.
Vienes niño con el pantalón arremangado hasta las rodillas, envuelto en luz
de aurora y en dulces melodías… ¡Oh, niño, es el encantado valle de tu infancia
que así trajinas!
Vienes con tu alforjita azul al hombro, donde junto con tus cuadernos y libros
traes tu oloroso quimingo, que comerás al mediodía, saliendo de la escuela, bajo
los nogales de las afueras del pueblo, porque a esa hora no puedes retornar a
tu choza; retornarás solo al atardecer, y por tus travesuras en el camino llegarás
todavía a ella con las sombras de la noche, bajo la inmensa gloria de los luceros…
A veces, cuando caen aguaceros torrenciales y crecen las quebradas del camino,
te quedas en la banda sin poder pasar, mirando correr las turbulentas aguas,
sentado en una loma con tu alforjita azul de siempre al hombro. Y de allí vuelves a
tu choza del cerro, cansado de esperar que mermen las aguas… ¿Qué culpa tienes
entonces tú, niño, de no haber asistido a la escuela?… A veces, cuando por las
tardes se desencadenan tempestades en el pueblo, con viento, relámpagos, rayos,
Francisco Izquierdo Ríos 311

truenos y lluvia, tampoco puedes volver a tu alquería; entonces pides amparo en


alguna casa de la vecindad y te quedas a veces también sin comer…
Los árboles y pájaros del camino ya te conocen, pues aquellos mueven sus
ramas alborozados a tu paso, y estos cantan más entusiasmados cuando te ven…
Y si por alguna circunstancia no vienes o no te vas, te extrañan…
Amaneceres y atardeceres trajinan tu sendero; cinco años, si no es más, niño
tienes que hacer florecer tus pisadas en él, en un afán constante de ida y vuelta,
con tu alforjita azul de siempre al hombro, en la que junto con tus cuadernos y
libros traes tu oloroso quimingo, que al mediodía, aunque ya frío, comerás bajo la
sombra perfumada de los nogales de las fueras del pueblo.

________
Quimingo. Almuerzo.
Izquierdo Ríos, Francisco
1963 El árbol blanco. 2da Ed. aumentada. Lima: Offset Reprográfica S.A.
Credo
Escribir de modo natural y sencillo,
como crece la hierba y que por
entre lo escrito se vea la luz
de la vida

F. I. R.
Prólogo

E ntrego a los niños esta Primera Serie de cuentos con motivos del
Perú, país que tiene el privilegio de una Naturaleza configurada
por costa, sierra y selva, regiones de distinta geografía y, por lo
tanto, ricas en singulares manifestaciones ambientales.
El contenido de este libro es parte de la cosecha, aún inédita, de mi
función de escritor y maestro de escuela durante más de treinta años
en las tres regiones del país. En volúmenes sucesivos iré entregando a
los niños nuevos relatos.
Confío en que mi obra sea una contribución auténtica al desarrollo
y afianzamiento de una Literatura Infantil con temas peruanos,
aspecto de la cultura que siempre me ha preocupado.

Francisco Izquierdo Ríos


“El árbol blanco” y el pequeño lector*

A hora, cuando el mundo infantil se halla enajenado por toda clase de


potencias deformadoras —la televisión, la historieta, el “rock”—, un libro
de cuentos destinado al pequeño lector, y más si ese libro se inspira en
temas peruanos, es verdaderamente un acontecimiento. El padre, celoso de la
formación espiritual y cultural de sus hijos, no tiene mucho que escoger en
nuestro idioma. La hermosa serie de Monteiro Lobato, la colección “El Globo de
Colores” de Editorial Aguilar, alguna que otra edición cuidadosa mas no siempre
barata, salida de las prensas extranjeras, es todo lo que cuenta para formar la
biblioteca inicial de sus niños. Entre nosotros, salvo alguno que otro intento
aislado y no siempre hecho con criterio didáctico, casi nada es lo realizado en
el terreno de la literatura infantil. De ahí que la aparición de El Árbol Blanco de
Francisco Izquierdo Ríos sea no solo un motivo plausible para señalar el esfuerzo
de algunos escritores con vocación magisterial, sino también para mover a
quienes tienen la responsabilidad educativa —padres y pedagogos— a difundir
entre los educandos esta obra generosa.
Son los literatos dedicados al género infantil los únicos que merecen el
calificativo de generosos. Ellos no pueden olvidar el destinatario de su creación,
sus naturales limitaciones intelectuales, las consecuencias que en el orden
moral puede acarrearles cualquier error o desviación, su delicada materia
espiritual que la experiencia y el conocimiento moldearán para bien o para
mal. No cabe, en esta clase de creación, ninguna gratuidad, ningún desborde
imaginativo: la fantasía poética o novelesca deberá correr por cauces netos,
sin tampoco constreñirse a la simple obviedad sin vuelo. Izquierdo Ríos tiene
conciencia de este difícil precepto, y como su temática, nace y culmina en la
exaltación de la naturaleza —ese mundo al cual el niño de la ciudad solo acce­de

* Comentario publicado en el suplemento Dominical del periódico El Comercio de Lima,


el 2 de diciembre de 1962, en la sección Horizontes de la Cultura, por Diego Mirán,
seudónimo del escritor Sebastián Salazar Bondy.
320 El árbol blanco

a través de sucedáneos e intermediarios no siempre fieles—, ha sabido integrar


la multiplicidad del espacio campesino con el desarrollo argumental de carácter
mirífico, sin sobrepasar la frontera que separa la magia del horror ni esclavizarse
a un fin secamente didascálico. A todo ello contribuye el lenguaje fácil sin ser
vulgar, claro sin llegar a la receta, rico sin pecar de exceso, noble sin recaer en la
pedantería.
La psicología contemporánea sostiene, solo en apariencia paradójicamente,
que al niño no hay que tratarlo simplemente como niño. El niño es un hombre,
es un hombrecito. No debe oír de labios de los mayores un idioma especial,
hueco o limitado, que expresa ideas, objetos o situaciones ramplonas. El secreto
de la literatura infantil radica posiblemente en la maestría cómo se maneja la
misma lengua de los mayores con fines edificantes y aleccionadores, escondiendo
—habría que repetir la vieja fórmula del Infante Juan Manuel— la medicina en
el almíbar con habilidad excepcional. El Árbol Blanco es un esfuerzo por lograr eso,
y también, lo que no es poco mérito, de acercar al niño peruano a su patria.
En estos tiempos de tanta incitación desnacionalizadora, hay que saludar con
regocijo un libro que pretende devolver a nuestros pequeños lectores al país, no
a través del “chauvinismo” retórico y patriotero, sino por las vías del amor.
Es este, a fin de cuentas, el único camino que puede llamarse, al mismo
tiempo, pedagógico y literario. El único que forma hombres de verdad, no char-
latanes, derrotistas o resentidos. El Árbol Blanco logra lo que su autor quiere:
“que por entre lo escrito se vea la luz de la vida”.

Sebastián Salazar Bondy


Francisco Izquierdo Ríos 321

Mamá Puma y José Yataco

U na noche rica de estrellas, José Yataco regresaba a su pueblo de un pueblo


vecino, en la Cordillera de los Andes del Perú. Iba silbando huainos y
mulizas.
De pronto, en un recodo del camino, saltó sobre él desde un bosquecillo un
animal parecido a un gato enorme. ¡Era la hembra de un puma!
José Yataco, al darse cuenta de que era un puma lo que tenía encima, se tumbó
en el suelo y se hizo el muerto, conteniendo la respiración cuanto podía. El puma,
después de olfatearle todo el cuerpo; aun la nariz, consideró que el muchacho
estaba realmente muerto, y poniéndoselo en el lomo se dirigió a su guarida.
Para llegar a su cubil que se hallaba en una quebrada profunda, debajo de
un pedrón rodeado de huarangos, el puma tenía que bajar una gran pendiente
escabrosa, cortada a filo. Esa noche, con una carga tan pesada como el gordito José
Yataco, no pudo descender la pendiente.
Dejando a José Yataco al borde del barranco, prosiguió hacia su guarida, donde,
relamiéndose, avisó a sus tres cachorros vivarachos que iban a tener esa noche
un regio banquete. Retornó al lugar donde se encontraba José Yataco, quien,
luego de haberse puesto en pie y respirado varias veces a pulmón lleno, continuó
haciéndose el muerto. El puma trató nuevamente de conducirlo a su madriguera,
pero sus esfuerzos resultaron vanos.
Entonces pensó que era más fácil llevar a sus cachorros al sitio donde estaba
José Yataco. Se fue por ellos, mientras tanto José Yataco se dijo “¡Lindas piernas
para qué las tengo!”, y echó a correr hacia el pueblo como un venado.
Mamá Puma y sus cachorros no lograron alcanzarlo.
322 El árbol blanco

El gallito imprudente

J obino y Adela se quedaron en una chacra abandonada.


Regresaban de su estancia a la ciudad con canastillas de huevos y gallinas.
Pero una tormenta, una de esas inesperadas tormentas de la Selva, les impidió
caminar ligero.
La tempestad tronaba en el cielo y en el bosque. Muchos árboles, los más altos,
caían abatidos por los rayos, por el viento y por el aguacero, cerrando el camino.
La Selva hervía como una monstruosa caldera.
Los muchachos se amparaban de la lluvia con anchas hojas, como paraguas.
Cuando llegaron a la chacra abandonada, la tempestad desaparecía, el cielo se
aclaraba con rapidez, cendales de vapor se levantaban del bosque oscuro…
No podían seguir viajando, porque el riachuelo que cortaba allí cerca el camino
estaba crecido, bramaba como un toro salvaje. Además era tarde.
La chacra fue abandonada por sus dueños a causa de que los tigres la visitaban
frecuentemente. Después de acabar las vacas y cerdos, se atrevieron a atacar una
noche esas fieras a los propios moradores, pero el valiente padre de la familia y su
hijo Rufilio, un mozo tan intrépido como él, los rechazaron con el fuego de sus
carabinas Winchester.
No los podían matar. Eran muy astutos.
Los chacareros y viajeros que pasaban por allí oían sus rugidos y veían las
huellas de sus garras en el camino.
Por eso era muy temido ese lugar.
Jobino y Adela lo sabían todo, pero ¿qué iban a hacer? Entraron en la choza, de
donde, luego de colocar junto al antiguo y deshecho fogón lo que llevaban, salieron
al corredor. Y comieron limones dulces cogiéndolos de sus bajos y coposos troncos
que crecían próximos a la choza. Había otros árboles frutales más en el pequeño
Francisco Izquierdo Ríos 323

y verde pasto, tales como sapotes, naranjos, caimitos; de las ramas de uno de los
altos sapotes colgaban nidos vacíos de paucares, alegres pájaros que también se
fueron de la chacra en busca de parajes habitados por el hombre.
La noche arribó con el fabuloso tesoro de una luna llena. Los niños con sus
gallinas y cestos de huevos subieron a dormir al terrado de la choza por una vieja
escalera que encontraron arrimada en un rincón.
No transcurrió un cuarto de hora, cuando un espantoso ruido conmovió la
noche. Era el tigre que había olfateado a los niños. Adela se abrazó a su hermano,
temblando; las gallinas aletearon, gritaron.
El tigre, lanzando terribles rugidos, anduvo por la choza, luego subió por la
escalera y … miró el terrado con su ojos fosforescentes. Jobino, en ese preciso
instante, le tiró a la cara un envoltorio de harina que llevaba. Al golpe repentino,
violento, el tigre, con la cara blanca de harina, casi ciego, cayó pesadamente de la
escalera y se alejó gimiendo por la Selva como un gato faldero.
El gallito blanco empezó a cantar. Los muchachos temieron que los delatara
nuevamente al tigre o a otras fieras. Jobino lo cogió del pescuezo. Pero el gallito
siguió cantando con voz entrecortada: “¡Qui qui ri quíiii…! ¡Qui qui ri quíiii…!”.
Adela le suplicaba en voz baja: “Gallito, gallito blanco, ¡no cantes! ¡Por favor, gallito
blanco!”. Pero el gallito siguió cantando. Al gallito blanco le dio esa noche por
cantar.
Cuando el sol, que llena de alegría y confianza a todos los rincones de la tierra,
miró a la chacra por encima de la Selva, los muchachos continuaron su viaje a la
ciudad, vadeando el riachuelo sin ningún riesgo; en la noche había mermado.
Y no dijeron nada a sus padres de lo que les había sucedido. Solo contaban su
hazaña a sus camaradas del barrio, quienes los oían con viva admiración.
324 El árbol blanco

Justino y el cóndor

U nos ruidos como de golpes de ala, despertaron al pastorcillo Justino


Ñaupari, que se había dormido bajo un nogal mientras sus ovejas pastaban
allí cerca.
Las ovejas, asustadas y balando lastimeras, se agrupaban alrededor de Justino.
El muchacho se levantó y vio no muy lejos a un cóndor que, a golpes de ala y
de pico, trataba de matar a una oveja.
Tomó su honda, la armó con un guijarro, se arrodilló y agitando fuertemente
el arma, con el cuerpo inclinado atrás, disparó contra el cóndor. La piedra pasó
silbando a un milímetro de la cabeza del monarca de las aves; entonces, este se fue
hacia Justino con las alas extendidas y lanzando roncos graznidos. El muchacho le
arrojó otro guijarro violentamente, le alcanzó en el pecho, arrancándole muchas
plumas.
Retrocedió un poco y le lanzó otro hondazo, dándole en plena cabeza. El
cóndor dobló el pescuezo y se arrimó a unas plantas, aleteando débilmente.
Justino, armado de un palo, corrió hacia él y lo mató a golpes.
Justino Ñaupari estaba alegre de haber vencido al rey de las aves. Pero ante un
nuevo rumor de alas, levantó la cabeza y vio tres cóndores más que volaban bajito
por la inmensa pradera bañada de sol, asustando a los ganados que pastaban
dispersos. El muchacho comprendió que podía ser atacado por aquellos; entonces,
dejando al cóndor muerto para volver después por él, cargó su oveja herida y
arreando su majada se marchó al pueblo.
Sobre la inmensa pradera bañada de sol seguían volando bajito los tres
cóndores, con los ojos y los picos hacia la tierra…
Francisco Izquierdo Ríos 325

Tito y el caimán

T ito era manco de la mano derecha. Sin embargo, era el más travieso del
pueblo. Un gran pendenciero, con el muñón golpeaba a todo el mundo.
Nunca estaba quieto.
—¡Manco! ¡Manco! —le decían sus camaradas de la escuela en son de insulto,
de burla, hasta que una tarde el maestro les relató en el patio la acción en que Tito
perdió la mano.
Tito y Vero fueron a arponear paiche, ese pez gigante de los ríos y lagos de la
Amazonía. Iban por el río en una pequeña canoa: Tito en la proa y Vero en la popa.
Con los remos impulsaban la embarcación río abajo, pasando con velocidad de
flecha en los sectores correntosos.
Debían pescar en un lago de Selva adentro, donde había mucho paiche.
Cuando llegaron al brazo de agua que une el caudaloso río con el lago, empujaron
con todas sus fuerzas la canoa en esa dirección, entrando en él como por un canal;
este canal era tan estrecho que las ramas de los árboles chicoteaban la canoa,
amenazando voltearla, igual que los troncos oscuros que, cual lomos de enormes
serpientes, sobresalían del agua.
Tito y Vero eran expertos bogas. Con gran pericia sorteaban los peligros. De
pronto un inmenso claro, lleno de luz, hirió sus ojos: era el lago que, bañado por
el alegre sol mañanero, semejaba un descomunal espejo dentro del bosque. Una
vez en el lago, los muchachos se aprestaron a pescar: Tito debía arponear y Vero
manejar la canoa con el remo.
La canoa se deslizaba suavemente por el lago al esfuerzo de Vero, mientras que
Tito, arrodillado, con el arpón en la mano y a ras del agua iba atento para prenderlo
en el lomo del paiche que se presentara. Pero, inesperadamente, un caimán sacó
a Tito de la canoa, mordiéndole el brazo, y lo hundió en el lago. Vero se quedó de
pie, con el remo en la mano, en inútil ademán de defensa. Junto a la embarcación
se producían burbujas y cierto oleaje: señales de que Tito estaba luchando con el
326 El árbol blanco

caimán en el fondo del lago, por lo que Vero no se separó de allí: su amigo podía
aún flotar vivo o muerto.
En efecto, Tito estaba luchando con el hambriento saurio dentro del agua.
Como buen buceador que es, contenía la respiración, frustrando la intención del
caimán de ahogarlo para conducirlo luego a comérselo en la orilla. De repente Tito
se acordó de lo que había oído decir en el pueblo: que el caimán suelta al hombre,
si este logra trizarle los ojos con los dedos. Le hundió los dedos en los ojos. El
saurio, con el dolor apretó las mandíbulas y le destrozó el brazo al muchacho. Tito
salió a la superficie chorreando sangre, débil. Fue recogido en el acto por Vero.
El caimán, enfurecido y casi ciego, persiguió a los fugitivos. Vero hizo milagros
de resistencia: remó, remó en dirección del río, salvando su vida y la de su
amigo.
“¡Ese es Tito!”, terminó su relato el maestro, señalando al muchacho que
sonreía satisfecho.
Francisco Izquierdo Ríos 327

Jacobo Ronco

J acobo Ronco, un muchachote alegre, llevaba mil soles en plata contante y


sonante para el alcalde de Bagua Chica, por encargo del alcalde de Bagua
Grande.
Arreando su peludo caballejo, que cargaba la alforja de metálico, iba por el
camino árido y quemado por el fuerte sol del mediodía. Ganas tenía de ocultarse
siquiera un rato de la cólera del sol bajo los algarrobos que encontraba de cuando
en cuando, pero el tiempo urgía.
De pronto le llamó la atención algo que se movía a los lejos. Detuvo el caballejo
y colocándose la mano derecha en la frente a modo de visera, escudriñó el
horizonte… ¿Un tigre? ¿Un puma?
Jacobo siguió adelante. Era un puma comiendo un venado al medio del
camino. ¿Qué hacer? El puma comenzó a gruñir amenazadoramente. Jacobo no
tenía arma de fuego, solo un puñal en la vieja vaina de cuero que le pendía del
cinto… Amarró el caballo a un algarrobo, y puñal en mano se acercó al puma,
gritando: “¡Ven, animal feroz, a pelear conmigo!” ¡Ven, cobarde! ¡Bigotudo!”.
Ante tamaña actitud valiente, el puma huyó con el rabo entre las piernas,
como un manso gatote. Jacobo lo persiguió arrojándole piedras y profiriendo
gritos. Desaparecido el puma en la vasta llanura, regresó Ronco y, sin demora,
haciendo uso de todas sus fuerzas colocó el venado, que aún estaba caliente, sobre
el caballejo sujetándolo con las riendas.
El alegre Jacobo continuó el viaje a Bagua Chica más contento, silbando una
marinera, porque, además de los mil soles, llevaba el hermoso venado que había
cazado su tío Puma.
***
En otra ocasión, una tarde, Jacobo Ronco andaba de caza, siempre por las
llanuras asoleadas de Bagua, cuando distinguió a dos osos.
328 El árbol blanco

Bagua es una extensa provincia del departamento de Amazonas, en la Cordillera


de los Andes del Perú, con un gran sector de selva. Tierra fabulosa. Sus turbulentos
ríos arrastran pepitas de oro.
Los osos, macho y hembra, comían los frutos de un bajo y coposo algarrobo.
Con las patas traseras en el suelo y las delanteras en las ramas, parecían a la
distancia una pareja de venerables ancianos.
Jacobo pudo alejarse, pero impulsado por su espíritu aventurero, temerario, se
aproximó a los osos y disparó al macho, hiriéndolo en el corazón. El corpulento
animal dio un salto y cayó inerme, ante el asombro de su compañera.
La osa reaccionó luego y mirando a su rededor descubrió al alegre Jacobo que,
escondido a medias detrás de una piedra, se afanaba en poner una segunda carga a
su escopeta. Se lanzó veloz contra el atrevido muchacho, alcanzándolo en su fuga.
Jacobo quiso defenderse con la escopeta desarmada, pero la osa se la quitó y la
rompió en pedazos, en seguida lo derribó de un sopapo y subiose sobre él.
Jacobo no era de aquellos que pierden la serenidad ante el peligro. Después que
le pasó el aturdimiento producido por el coscorrón y la caída, optó por hacerse
el muerto; intentar defenderse era para que el fiero animal lo matase de una vez.
Cerró los ojos y contuvo la respiración cuanto pudo… La osa se bajó de él y se
sentó a su cabecera; por ratos, para comprobar si efectivamente estaba muerto, le
ponía una de sus patas en la nariz, le palpaba, le olía, le levantaba los párpados…
Engañada la osa por el astuto Jacobo se descuidó un momento, lo que
aprovechó este para sacar su famoso puñal de la vaina y clavarlo con velocidad de
rayo en el vientre. El puñal se hundió hasta el mango. Jacobo echó a correr como
una liebre, mientras la osa trataba de sacar el puñal de su cuerpo.
Jacobo llegó a Bagua Grande al anochecer, sin más novedad que la pérdida de
su puñal y de su escopeta. Cuando en el pueblo supieron su hazaña, los hombres
fueron a traer los osos, cuyas pieles Jacobo conserva, como un recuerdo, colgadas
en las paredes de su pequeño cuarto.
Francisco Izquierdo Ríos 329

El gavilán y los pipitis


E n Cuip, pueblo de la Selva peruana, una chica llamada Celia hacía pasear a
sus pollitos en la pampa, no muy lejos de su casa. Eran doce pollitos como
flores de algodón, con su madre, una crespa gallina blanquinegra. Iban y
venían por la pampa, picoteando gusanos y hormigas dentro de la hierba o se
reunían todos, junto a su madre, cuando esta, al encontrar mucha comida, los
llamaba a gritos y escarbando.
Caía ya la tarde.
Celia, cantando suavemente, hilaba en la rueca bajo un árbol de ciruelo sin
perder de vista a sus pollos.
Yo no tengo padre ni madre,
Ni perrito que me ladre…
De pronto la sombra de un vuelo manchó el aire. Las gallinas, aleteando
asustadas, corrieron del pasto hacia las casas. Los pollos se fueron al lado de Celia.
La chica alzó la cabeza y vio a un gavilán en la rama de un seco naranjo próximo,
como un grave señor que parecía no pensar en nada malo.
—¡Gavilán! ¡Gavilán ! —gritó Celia, pero el gavilán seguía en el naranjo, como
un grave señor.
Después de un rato el ave rapaz, silenciosamente, voló al árbol de ciruelo bajo
el cual estaban Celia y los pollos.
—¡Pipitis, venid en mi auxilio! —llamó entonces Celia a los pájaros enemigos
del gavilán. —¡Pipitis!
No terminó de hablar la chica, cuando de una huerta cercana salió uno de esos
pequeños pájaros con pico duro y garras potentes: levantó el vuelo y como un
avión en picada cayó sobre el gavilán. Luego aparecieron de distintos sitios por lo
menos cien de dichos pájaros policías, agresivos y valientes. Al gavilán no le quedó
otra cosa que huir.
330 El árbol blanco

—¡Duro con él, pipitis! —gritaba Celia, agitando la rueca—. ¡A él, pipitis! ¡A él!
¡Al ladrón! ¡Al pirata!
Los pipitis, como pequeños aviones de caza de alas grises y pecho amarillo,
le siguieron picando al gavilán, hasta que el bandido, creyendo escapar, se tiró al
suelo; pero los pipitis, en sucesivos vuelos rasantes, terminaron matándolo.
Celia recogió el gavilán y como un terrible aviso para los gavilanes, lo colgó con
una pita del árbol más alto de su huerta.
Francisco Izquierdo Ríos 331

El tucán

Huan huan huán


llora el tucán,
pidiendo a Dios
lluvia por favor…
El tucán, por su enorme pico, toma difícilmente el agua de los ríos y de los
lagos; primero la arroja hacia arriba con la cabeza y las alas, desde la orilla, y luego
la espera con el picazo abierto. En cambio, toma fácilmente el agua de lluvia, a la
que espera del mismo modo, con el picazo abierto…
Su canto es triste, como ruego. Y canta con la cabeza levantada al cielo, en
la rama más alta del árbol más alto de los bosques. Por eso, la gente de la Selva
peruana cree que el tucán pide lluvia a Dios con su canto.
Huan huan huán
llora el tucán,
pidiendo a Dios
lluvia por favor…
Por su pico muy grande, tampoco puede comer directamente los frutos de
los árboles los arroja hacia arriba y los recibe con el picazo abierto, como un
acróbata.
En igual forma come los polluelos de algunos pájaros, preferentemente de los
paucares. Estos pájaros, de plumaje negro y amarillo, viven en colonias, construyen
sus nidos, como bolsas, en los árboles próximos a la vivienda del hombre y que
tienen casas de avispas, logrando no se sabe cómo la valiosa amistad de estos
ponzoñosos insectos.
Los paucares son muy cantores. Todo el día cantan. Imitan, también, las voces
que escuchan, el silbo de los gañanes, el llanto de las criaturas, el ladrido de los
perros, el cacareo de las gallinas, el mugido de los bueyes.
332 El árbol blanco

Al tucán le gustan mucho los polluelos de estos pájaros. Son su plato favorito,
así como el del tigre es la cola de caimán. ¡Ah, el señor Tigre se dejaría cortar el
bigote a cambio de un pedacito siquiera de la cola de un caimán!
El tucán aguaita desde un árbol vecino el momento en que los paucares van
al bosque en busca de alimentos, para volar disimuladamente, como si nada, al
árbol de esos pájaros.
Pero los paucares no son zonzos. Además de que cuentan con el apoyo de sus
cascarrabias comadres, las avispas, dejan centinelas ocultos en su árbol-vivienda,
cuando van al bosque. Los centinelas les avisan la presencia del ogro tucán, con
silbidos especiales. Y en menos tiempo que pica un zancudo, todos los paucares
están de vuelta y, en masa y gritando, atacan juntamente con las avispas al pajarraco
que, a causa de su gran pico, estaba padeciendo al engullirse un polluelo…
El tucán escapa, huye por sobre la selva y bajo el claro cielo, con la cabeza gacha
y las alas abiertas, perseguido por las avispas y una nube de paucares gritones…
¡Pobre tucán!
Francisco Izquierdo Ríos 333

La reina de los salvajes

N os encontramos en un fundo de la Selva, sentados en la cocina en bancos


de madera con forma de tortugas, de armadillos, a la azulenca lumbre del
fogón. Afuera, en el pasto, los perros ladran a la noche. En la pared hecha
de troncos de árboles sin labrar cuelgan picos de tucanes, cabezas de venados,
pieles de tigres. Don Prudencio y Pablo son grandes cazadores.
Pablo Salas es un mozo que ha sido criado desde su tierna infancia por don
Prudencio Valles. No conoció a sus padres. Lo único que ha llegado a saber de ellos
es que su padre fue muerto por los indios cashibos y su madre raptada por los
mismos en un lejano puesto de cauchería de la Selva.
De tiempo en tiempo, en el fundo de don Prudencio, cuando este con sus fami-
liares o con algún forastero hablan de aquel triste suceso, Pablo oye algo de la histo-
ria de sus progenitores, como si se tratara de un cuento, de una novela. ¿Será cierto
que aún vive su madre como prisionera y reina de aquellos hombres salvajes?
—Sí —nos dice don Prudencio. Y prosigue—: Una noche en que todos, peones y
patrones, dormíamos tranquilamente en el puesto de cauchería, fuimos atacados
sorpresivamente por los cashibos, los indios salvajes más sanguinarios de la Selva
peruana. Entraron en la casa lanzas en mano y gritando como diablos. No nos
dieron tiempo ni para empuñar las carabinas. Yo, sin embargo, logré escurrirme
por las sombras al bosque próximo, donde subí a la copa de un árbol, desde la
cual me convertí en un impotente espectador de la tragedia. Los indios mataron a
todos los hombres y solo dejaron con vida a las mujeres. Estas eran cuatro, entre
las que se encontraba Susana Rengifo, mujer del patrón y madre de Pablo. Los
salvajes cuando atacan pueblos o haciendas matan a los hombres, a los niños y a
las mujeres viejas, pero no a las mujeres jóvenes, a quienes llevan a sus tribus…
Así, aquellos indios, después de saquear la casa, de coger nuestras carabinas y
pertrechos (los malditos codician también las armas) se llevaron, por en medio
de la noche oscura, a las mujeres bosque adentro. ¡Cómo gritaban y lloraban esas
mujeres!... Me parece como si las estuviera oyendo en este momento…
334 El árbol blanco

(Y al viejo Prudencio Valles, antiguo cauchero de la Selva amazónica, le corren


las lágrimas brillando al resplandor del fogón a la altura de sus mejillas arrugadas
como escarcha en la parda corteza de un árbol añoso).
—Cuando clareaba el día me bajé del árbol y me dirigí a la casa— continúa
don Prudencio—. La casa estaba destrozada, con muertos acá y allá. Don Juan de
la Cruz Salas, el patrón, padre de Pablo, había recibido un lanzazo en el vientre.
De quince hombres que éramos, habían sido muertos catorce; solo yo, pues,
me salvé. De pronto oí el llanto de Pablito. El pobre estaba en su hamaca. Los
salvajes no se habían fijado en él. Lo cogí y sin demora me interné en el bosque,
con dirección a otro puesto de cauchería. Y comenzó para mí y para Pablo una
correría de sufrimientos, imposible de describirla con palabras. Más de veinte días
anduve errante por la selva, con el tierno niño en mis brazos, expuesto a todos
los peligros, desde las terribles tempestades hasta la mordedura traicionera de una
víbora oculta en las ramas o en la hojarasca. Alimentaba a Pablo con tagua verde.
Dormíamos bajo las grandes raíces sobresalientes de los grandes árboles…Por fin
llegamos al puesto de cauchería, donde una caritativa mujer le dio sus pechos a
Pablo. Hay tantas mujeres “blancas” en las tribus de indios salvajes como esposas
de los curacas, sin esperanza de salir a los pueblos civilizados. En esta condición,
como reina de los cashibos feroces, se encuentra doña Susana Rengifo. Un hombre
de nuestro pueblo, Jerónimo Ribay, cuenta que ha visto no hace mucho a doña
Susana. Jerónimo es buscador de oro, afán en el que explora los ríos de la Selva,
adentrándose profundamente en ella. En una de esas veces cayó prisionero de los
antropófagos cashibos, quienes lo guardaban para comerlo con ocasión de una
fiesta. Dice que doña Susana lo ayudó a huir…
Pablo, al oír esta última parte del relato, en que se afirma que su madre vive
como reina de los salvajes cashibos, se torna pensativo, en sus ojos oscuros se
enciende un fulgor extraño… Sueña, indudablemente, en la empresa heroica de
rescatar a su madre.

Tagua. Palmera cuyos frutos cuando verdes son como leche condensada y cuando maduros se
convierten en el llamado “marfil vegetal”.
Puesto de cauchería. Lugar de operaciones en la Selva para extraer caucho.
Francisco Izquierdo Ríos 335

El tatarabuelo

E l árbol de sapote que se levanta frente a la casa de Misael Yóplac tiene la


misma edad del pueblo.
Lo sembró el tatarabuelo de Misael.
Varias generaciones han comido sus frutos y han descansado bajo su sombra.
A veces en los sueños de Misael aparece el árbol como un vigoroso anciano de
densa barba blanca. El muchacho lo identifica con su legendario tatarabuelo.
Según la entrañable versión familiar a lo largo del tiempo, el tatarabuelo tenía
la reciedumbre del árbol. Llegó mozo de una aldea de la Cordillera de los Andes a
ese paraje de la selva del río Huallaga, en busca de árboles gomeros que es como
decir en busca de la riqueza, al igual que tantos otros hombres. Y se quedó allí,
próximo al río, donde, rompiendo el monte, edificó su casa, dedicándose no a la
extracción de gomas, sino a la explotación de madera, producto que por la ciudad
de Iquitos, puerto peruano sobre el río Amazonas, sale al extranjero a través de
dicho gran río y el océano Atlántico.
Poco a poco aparecieron en el lugar otros hombres y construyeron sus casas en
torno a la del tatarabuelo de Misael, dando origen al pueblo de Pijuayón encima de
una extensa colina en medialuna contra el río Huallaga. Luego aquellos hombres
trazaron la placita de armas al medio del grupo de casas, sembraron cocoteros
alrededor de ella, levantaron la pequeña iglesia en una esquina… en fin, dieron
forma al pueblo de Pijuayón, llamado así por abundar en la zona las palmeras
pijuayo de frutos exquisitos.
El árbol de sapote fue creciendo, desarrollándose pujante como el pueblo,
como la vida del tatarabuelo de Misael. Se elevó gigante por sobre la casa de
aquel con sus largas ramas y anchas hojas acorazonadas… ¡Con alborozo fueron
recibidas sus primeras flores! Sus flores áureas como ciertas vedijas de nubes de
los crepúsculos estivales… El tatarabuelo de Misael, después de algunos viajes a
Iquitos conduciendo masas de troncos de caoba a manera de inmensas balsas
336 El árbol blanco

por el río Huallaga, se fue a su lejana aldea de los Andes y retornó sin demora a
Pijuayón con una joven compañera, la tatarabuela de Misael… y tuvieron hijos
como frutos del árbol.
El tatarabuelo murió más allá de los ochenta años, pensando que dejaba, entre
otras cosas, un recuerdo profundo en el árbol para su descendencia… Y allí está el
árbol de sapote con su acogedora sombra y de tiempo en tiempo con sus innúmeros
frutos jugosos semejantes a los sacrosantos pechos de una madre. Alto y corpulento,
con ramas cual manos sarmentosas… En el transcurso del tiempo, más de un siglo,
los descendientes del tatarabuelo vienen cuidándolo amorosamente, lo consideran
como un miembro de la familia.
El árbol se mantiene firme a veinte pasos más o menos de la puerta principal de
la casa, con un siempre verde césped en redor cual minúsculo prado maravilloso
donde los niños juegan a las rondas. Cuántas veces los paucares, esos pájaros
gregarios inconfundibles del paisaje de la Selva peruana, intentan colgar sus
nidos en el árbol, son rechazados por los moradores de la casa, porque, si bien los
paucares constituyen alegría por sus cantos y sus singulares imitaciones fonéticas,
afean y resienten la lozanía de los árboles con sus millares de nidos.
Pero es Misael, uno de los niños de la tercera generación de la familia, quien
ama más al árbol que sembró el tatarabuelo. De cuando en cuando sube a él
machete al cinto para librarle de las ramas secas, de las hojas secas, de los gusanos;
lo conserva así siempre rejuvenecido. Del mismo modo se preocupa por el césped
que lo rodea.
Escondido en el follaje del árbol Misael lee sus libros escolares y hasta echa
su sueñecito… Palomas silvestres se pasean en el ámbito del césped. Y en las
ramas del árbol cantan su melodía dulcísima los celestes pájaros suisuis… Una
silenciosa media tarde llegó de la Selva a posarse en el sapotero un tucán; ave de
plumaje negro, verde, amarillo y rojo y de también amarillo pico ancho y muy
grande; permanecía en la rama con su característico aire triste, Misael la admiraba
sigilosamente desde el pie del árbol, pero sintiendo a la vez que ave tan bella
sufriera la injusticia de su tremendo pico, que le dificulta tomar el agua de los
ríos y las fuentes, esperando ansioso, en cambio, la lluvia con el picazo abierto
hacia el cielo… Los frutos de los árboles y polluelos de algunos pájaros los come
también el tucán, por la misma causa, arrojándolos acrobáticamente hacia arriba y
recibiéndolos con el picazo abierto… El ave extraordinaria estuvo oculta en el árbol
de sapote hasta el anochecer, momento en que regresó a la jungla con tardo vuelo,
dejando en el alma de Misael el encanto de su vida de cuento.
El pueblo de Pijuayón es, ahora, capital del distrito. Tiene hasta Puesto de
Guardia Civil.
Todos los años, con ocasión del Día del Árbol, las escuelas y autoridades de
Pijuayón suelen reunirse en torno del viejo árbol de nuestra historia para rendirle
homenaje, a la par que en su recia imagen a la memoria del fundador del pueblo,
don Macedonio Yóplac, el tatarabuelo de Misael.
Y Misael, de vez en cuando, desde la copa del árbol contempla con orgullo el
pueblo que fundara su tatarabuelo.
Francisco Izquierdo Ríos 337

Zenón el pescador

Z enón ayudaba a su padre a pescar.


El cordel del anzuelo llegaba desde el río próximo a la choza, al medio de la
chacra de plátanos, abierta en la Selva.
Era un grueso cordel de hilo semejante a los que se usan para amarrar caballos,
con un anzuelo grandazo que llevaba como carnada un pollo entero.
El padre de Zenón arrojaba el anzuelo en una profunda poza del río y extendía
el cordel por sobre las bajas ramas de los árboles hasta la puerta de su choza con una
pequeña lata, confeccionada como timbre, al extremo. El tintineo de esa lata anuncia-
ba la caída de un pez, y, entonces, padre e hijo corrían al río y después de dura brega
sacaban la presa de las aguas. Enormes peces, más grandes que un hombre.
De cualquier sitio de la chacra era oído aquel tintineo.
A veces a la medianoche sonaba la lata, y Zenón era el primero en escuchar el
aviso y despertaba a su padre.
No había cosa que más gustara en este mundo a Zenón que esa pesca
emocionante. Él ayudaba a su padre a jalar el cordel, no podía aún jalarlo solo, era
apenas un mocito de ocho a nueve años, pero muy vivaracho y valiente.
Un día sus padres se fueron al pueblo a hacer compras, recomendando a Zenón
que no se moviera de la choza. Su padre enrolló el cordel del gran anzuelo y lo colocó
en un rincón. Pero el muchacho, tan luego como sus padres desaparecieron del
alcance de su vista, decidió ir a pescar en el río con su pequeño anzuelo de caña.
—¿Llevaré a mi perro? —se preguntó Zenón—. Mejor será que no —se contes-
tó—. Porque me molestará.
Y amarró a Otorongo, que sí se llamaba el perro, a un horcón de la choza.
—¿Me llevaré a la carabina? —se preguntó Zenón, mirando la carabina
Winchester de su padre, colgada de la pared—. Mejor será que no —se contestó—.
Pesa mucho.
338 El árbol blanco

—¿Me llevaré la cerbatana? —Mejor será que no. Es muy larga.


Y después de sacar lombrices, para carnada, cavando con su machete en la
tierra húmeda de la chacra, se marchó caña al hombro río arriba en busca de un
sitio apropiado. Encontró una amplia y linda playa, con agua remansada. Cortó
una adecuada ramita para ensartar en ella por las agallas los peces que cogiera.
Zenón estaba pesca que pesca en la soledad quemada de sol, ningún tiro era
perdido, tanto que ya tenía casi cubierta de peces de toda clase y tamaño la ramita
de más de un metro de longitud… De pronto el muchacho se fijó en unos monton-
citos de arena y hojarasca que se levantaban en la playa no muy lejos de él. “Huevos
de caimanes”, se dijo y siguió pescando, sin hacer caso del fuerte sol de la media
mañana, ni de las mariposas que se posaban en su desnuda cabeza de pelos eriza-
dos, ni de los tábanos que le picaban en los pies descalzos y en las manos. Pero esos
montoncitos de hojas y arena, que encerraban huevos de caimanes, le fascinaban;
había oído contar que los huevos de caimán sonaban como campanilla al ser toca-
dos y que ante ese sonido aparecían furiosos los caimanes, sobre todo las caimanas.
¿Sería cierto? Sin embargo, ¿dónde estaban los caimanes? No los veía en el río. Solo
había visto pasar por la otra orilla una boa… Los caimanes estarían cerca, indudable-
mente, andando en el bosque o descansando bajo los árboles.
¡No, no!, de ninguna manera tocaría él esos peligrosos montoncitos… ¡Si
hubiera traído la carabina!
Ya tenía una gran sarta de pescados. Ya era hora de volver… Enroscó su sedal en
la caña, sumergió dos veces la sarta en el agua… y se iba…, pero esos montoncitos
de hojas y arena, ¡bah!, ¿por qué no hacer la prueba? Después correría, correría,
¿acaso no sabía correr? Los caimanes no lo alcanzarían… Y el atrevido Zenón
tocó rápidamente con la punta de su caña no solo un montoncito, sino tres, de
modo que se produjo un simultáneo campanilleo… y muchos caimanes, los ojos
chispeantes y con tremendo ruido, se vinieron contra él del bosque, de aguas
arriba, de la otra ribera… Zenón, felizmente, trepó como un mono a un árbol
de su vera. Los caimanes, rabiosos, gruñendo, ojos encendidos, topeteándose,
rodearon el árbol. Zenón estaba sitiado por las fieras, y no demostraban ni pizca
de intención de separarse. El muchacho, sin embargo, no perdió el ánimo, desde
las ramas del árbol, agachándose, les provocaba a los caimanes con su caña… hasta
que se acordó que esos animales tenían pánico al rugido del tigre. Y poniéndose
las manos juntas y ahuecadas sobre la boca imitó el rugido del tigre, tan a la
perfección, que los caimanes se hicieron humo, se tiraron al río, desaparecieron
en las aguas… El vivaracho Zenón, sonriendo, bajó del árbol y con su sarta de
pescados a la espalda regresó a su casa.
Necesario es saber por qué los caimanes tienen pánico al tigre. Porque les come
la cola… Si un caimán está a orillas de un río o de un lago y oye rugir al tigre,
desaparece velozmente en las aguas, pero si se halla en el bosque, se paraliza de
terror y el tigre le come la cola a dentelladas, únicamente la cola, sin que el caimán
diga esta boca es mía. Empero si un tigre pasa silenciosamente un río infestado
de caimanes, estos le destrozan en menos tiempo que pica un zancudo, por eso el
muy ladino antes de atravesar un río, ruge en la orilla.
Francisco Izquierdo Ríos 339

El cerro de los agüelos

A manecía. La vieja Estefa soplaba el fogón en la cocina, quejándose de los


años y del reuma, mientras que su marido Evaristo y su sobrino Orencio,
emponchados y sin sombrero, revuelto el cabello, masticaban coca y
conversaban en el corredor de la choza, sentados en un tronco de nogal.
Era un amanecer turbio de abril, en la Sierra Oriental del Perú.
El río Utcubamba, sucio y con olor a barro por la creciente, corría no muy
lejos por la profunda hoyada vociferando, como si protestara del obstáculo que le
oponían los pedrones de su cauce. Uno que otro pájaro expresaba su tristeza en
los húmedos chirimoyos que rodeaban la vivienda. Por las cumbres de la cordillera
pasaban vertiginosamente enormes nubes oscuras, con formas fantásticas. El
paisaje, con amenaza de aguacero, era gris, sombrío. Hasta el canto de los gallos
tenía hondo sabor de congojas.
—Parece mentira, tío Eva, que no encontremos a ese puma.
—Así es, Orencio. Parece hijo del diablo.
—El mismo diablo, el mismo diablo, tío Eva. A pesar de que le buscamos tanto
no lo podemos encontrar.
—Ni los perros, hombre. ¡Ni los perros!
Y el viejo Evaristo contó a Orencio que en su juventud, antes de que este na-
ciera, había matado un puma en Silca. Los perros lo forzaron a subir a un árbol,
en las riberas del Utcubamba. Allí lo mató con un certero disparo de su escopeta.
Era un puma grandazo.
—Caray, tío Eva, no parecemos hombres —le cortó su relato el joven—. ¡Juro
que esta noche encontraré yo al puma! Seguramente se esconde en el Cerro de los
Agüelos. Iré allí.

Cerro de los Agüelos. Cerro de los Abuelos. En la Cordillera Oriental del Perú, llaman así a las
montañas donde hay momias de hombres de civilizaciones prehispánicas.
340 El árbol blanco

—¡Cuidado, Orencio! Yo nunca me he atrevido. ¡Nadie! Los agüelos agarran a


la gente…
—Pero hasta ahora no hemos buscado allí al puma. Yo iré mascando coca fresca.
—¡Cuidado, muchacho! ¡Cuidado!
Y tío y sobrino, con un terror supersticioso que les bailoteaba en los ojos,
miraron el Cerro de los Agüelos.
Y el viejo contó al joven que años atrás, cuando Orencio era todavía muy niño,
un hombre del lugar llamado Cirilo se había ido a ese cerro donde duermen su
sueño de siglos los agüelos. “No me harán nada”, decía Cirilo. “Tengo buena coca”.
Y se burlaba de ellos. Les tiraba piedras.
—Y no has de creer, Orencio —concluyó el viejo—, cuando Cirilo llegó a su
casa, en ese instante enfermó. Le dolía la cintura, le salieron grandes tumores en
los costados y se llenó de sarna de pies a cabeza, se descascaraba el pobre como
perro atacado del mismo mal. Se hizo haragán como el pájaro shihuín. Solo junto
al fogón, no más, ya quería vivir. Antes era muy trabajador, guapo en las aradas…
¡Le habían agarrado, pues, los agüelos! Y una noche se acabó, como una lámpara.
Callaron. Masticaban la coca como rumiantes.
—Mi coca se ha vuelto amarga. Es aviso de algo malo, Orencio.
—Por el aguacero que ya cae ha de ser, tío —le contestó el mozo.
—Orencio, los agüelos no quieren que nadie les moleste —le volvió a advertir
el anciano.
Una blanca llovizna cubría la tierra como malla de hilo.
***
El Cerro de los Agüelos (cementerio de hombres milenarios), a que se referían
los indios Evaristo y Orencio, se levantaba a tres kilómetros, más o menos, de la
vivienda de estos. A través de la llovizna transparente aparecía sombrío, ceñudo,
misterioso.
Como decía el viejo Evaristo, en las peñas de ese alto cerro “duermen siglos los
agüelos”, sin permitir que nadie turbe su hondo sueño. Nadie llega a ese cerro. Y
los que pasan por su lado lo hacen con profundo respeto, arrojándole coca como
ofrenda.
Y así, a lo largo de casi toda la Cordillera Oriental del Perú, en las peñas, en algunas
cumbres y cuevas, generalmente junto a los ríos, se encuentran las momias de gentes
de antiguas civilizaciones, en cónicas tumbas de barro, envueltas en sombra, silencio
y niebla. Por la acción del tiempo que desmorona sus sepulcros, los mantos y ponchos
multicolores de muchos de esos hombres flamean como extrañas banderolas al
viento; también algunos de esos hombres aparecen enteros, enjutos, en cuclillas,
como si estuvieran meditando o solo se distinguen en el espacio de las tumbas, en
confuso montón, huesos, calaveras, pedazos de vasijas de barro, retazos de telas.

Shihuín. Pájaro holgazán de la Sierra Oriental, sin nido. Duerme en cualquier parte.
Francisco Izquierdo Ríos 341

Los labriegos, cuando aran sus campos, tropiezan a veces con un plato, una
olla o el asa de un cántaro.
¡Cuántas leyendas, cuántas narraciones de rica poesía, de encanto maravilloso,
hay en torno de los “hombres viejos”! Que en tal o cual cueva se hallan escondidos
tinajones de inacabable chicha, la que se enverdece en luna nueva y fermenta en
plenilunio y que, entonces, bajan de las peñas los agüelos a tomarla en bulliciosa
tertulia. Que don José Pellón, correísta del pueblo de Jumbilla, no llega a tiempo
con las valijas porque se emborracha en el camino con la chicha de los “antiguos”.
Que en tal o cual necrópolis hay tesoros fabulosos.
Que los agüelos causan terribles enfermedades a los hombres que profanan
sus tumbas, o los “agarran” y no los sueltan más.
Indios y mestizos les temen.
***
El puma es muy astuto. Aunque ataca en el día, se vale más de la noche para
sorprender a los potrillos, a los becerros, aun a los caballos y bueyes. Se encarama
de un salto, como punto más vulnerable y débil para la defensa, en el pescuezo
del animal, prendiendo garras y colmillos con saña. La víctima cae, casi sin lucha,
exánime, con el pescuezo roto, la cabeza desgajada. El puma, entonces, la arrastra
a un lugar solitario, donde la come a gusto.
Es el terror de haciendas y poblados.
En Silca, uno de estos leones estaba acabando, pues, con el escaso ganado y
con la paciencia de los moradores.
Silca es un pequeño valle del río Utcubamba, afluente del Marañón, donde,
en la época de esta historia, vivían el viejo Evaristo, su mujer Estefa, su sobrino
Orencio y otros indios, que con sus mujeres e hijos no pasaban de cincuenta;
una minúscula comunidad, como tantas otras similares desparramadas en las
anfractuosidades de los Andes peruanos.
La comunidad de Silca se originó de un puñado de indios que huyó de la
tiranía de un poderoso terrateniente, se establecieron allí pese al fatídico Cerro
de los Agüelos, considerando que estos no podrían hacerles daño, ya que nunca
cometerían un acto irrespetuoso contra ellos.
Chirimoyos y durazneros crecían al redor de las chozas de penca, así como
uno que otro eucalipto, nogal, lúcumo y pajuro, cuyas copas sobresalían en el
ambiente, con ese aire de serenidad y hasta de tristeza que caracteriza a estos
árboles de la Sierra peruana.
Desesperados estaban los indios por los perjuicios que les venía ocasionando
el puma. Era muy ladino. Lo buscaban día y noche por todo el valle, solos o con
la ayuda de perros, mas no daban con él. Algunos encontraban las huellas de sus
garras en los caminos, pero cuando las estaban siguiendo de pronto como por
encanto desaparecían, desorientándolos. Le armaban trampas, y ¡nada!

Pajuro. Árbol de frutos farináceos.


Penca. Agave o maguey.
342 El árbol blanco

Solo al Cerro de los Agüelos no habían ido a buscarlo. El temor que sentían por
la montaña los retenía.
II
Orencio se frotó el cuerpo con coca mascada, embocó otro puñado de hojas y
decididamente encaminose hacia el Cerro de los Agüelos luchando con la furiosa
noche de tormenta.
Había ya acechado al puma escopeta en mano por todo el valle, pero, como
siempre, sin resultado satisfactorio.
De tiempo en tiempo, rasgaban la tiniebla rayos brillantísimos con truenos
cavernosos. Un viento gélido ululaba en el espacio, en los árboles, en la hierba, en
las piedras, en las rocas, en las pobres chozas de Silca.
Rugía el Utcubamba.
El Cerro de los Agüelos se perfilaba apenas por entre la negrura, terrorífico.
Orencio confiaba en el poder de su coca y en su juventud.
Llegó al bosquecillo de junto a la quebrada, en cuya banda opuesta se alza el
Cerro de los Agüelos. Se instaló allí, atisbando el escarpado cerro, que en su parte
media, más o menos, envuelve la necrópolis como un ancho y extraño cinturón.
Ya en cuclillas, ya caminando por el borde de la quebrada, aguaitaba el ambiente
siniestro, sobresaltándose a ratos, ante el viento que pasaba murmurando por el
cerro, creía que en las peñas conversaban los agüelos o se estremecía viendo la
interminable fila de sepulcros a la amarilla luz de los relámpagos... Oyó un roce
de alas: eran buitres y gavilanes que aleteaban en las peñas... Orencio temblaba...
Luego, algo maravilloso le sucedió: poco a poco fue teniendo confianza en el lugar,
perdiendo el miedo al cerro tenebroso. Se sentía atraído hacia él. Iba siendo víctima
de una secreta influencia, dulce, adormecedora.
En esta situación, cuando estaba por dar un paso, se produjeron ruidos como
de chafar hojas a orillas de la quebrada y en la dirección en que iba a caminar.
Se detuvo, y vio a corta distancia dos ojazos como de gato que le miraban fijos
a través de la oscuridad, con insolencia, como un reto, como una burla. Estático
miraba esos dos puntos de fuego que parecían ojos del diablo, se quedó como
hipnotizado, reaccionó luego y quiso disparar contra aquello que no era otra cosa
que el puma, pero ya fue tarde, pues el puma, dando media vuelta, a saltos por el
terreno accidentado empezó a descender la quebrada. Orencio, como un autóma-
ta, se fue tras él hacia el abismo.
Llovía ya un poco. Las gruesas gotas, aisladas y dispersadas por el viento,
sonaban en las peñas como tingotazos. No tardaría en llover fuerte... Orencio,
presa de febril entusiasmo, siguió al puma, que ya subía con rodeos el abrupto
Cerro de los Agüelos. Iba tras el animal cogiéndose de las hierbas, de las piedras...
Ya no era dueño de su ser, parecía como que una fuerza sobrenatural le arrastraba
hacia arriba, que le habían crecido alas. Por instantes, en circunstancias favorables,

Tingotazos. Capirotazos.
Francisco Izquierdo Ríos 343

apuntaba para disparar, pero la fiera se perdía en el preciso momento tras un


pedrón o las breñas...
Cerca de la necrópolis, el puma desapareció. No se dejó ver más. Orencio se
quedó pasmado al darse cuenta de que se encontraba en el cerro.
Con la momentánea ausencia del viento, la lluvia arreció. Sonaba estruendo-
samente en el cerro. Subyugado por raro sopor, Orencio se tendió en la escarpa,
debajo de las peñas fúnebres. Y se durmió con la escopeta al brazo. En esa actitud,
Orencio era como otro agüelo que dormía su sueño milenario en el alto cerro cu-
bierto por el musgo del tiempo...
Después, Orencio se contorsionaba, alzaba los pies, movía las manos... Veinte
indios viejos, temblones, de ojos casi cerrados, con ponchos amarillentos y raídos,
como los indios ancianos que existen en las remotas jalquerías, lo rodearon, uno
de ellos, el curaca, con corona de plumas, la mano izquierda sobre la cabeza de un
manso puma y un pedazo de blanca madera en la derecha, a modo de cetro, dio
una señal a los demás para que se llevaran a Orencio a la necrópolis. Lo condujeron
al peso, de los pies, de los bordes del poncho, de las manos y de la cabeza, por un
camino empedrado, amplio como calle y que pasaba por el lado de las tumbas, las
que, con asombro, Orencio veía abiertas y a multitud de indios que desde ellas le
miraban enojados... Le introdujeron en una cueva grande, donde se encontraba el
curaca sentado en un banco de piedra, junto a él estaba echado el puma como un
enorme gato. En un rincón ardía una lámpara de aceite, a cuya luz se divisaba en
el muro, detrás y encima del curaca, dentro de un hueco cuadrado, un cóndor de
piedra, así como debajo una serpiente del mismo material —los dioses tutelares de
los agüelos —y al costado izquierdo del curaca un tinajón en el cual fermentaba la
chicha sagrada y lanzas, huaracas, antaras y tinyas colgadas de las paredes... Sus
conductores acostaron a Orencio en el suelo frente al jefe, y se colocaron en dos
filas, a ambos lados de él. Se levantó el curaca, hizo una reverencia al cóndor y a la
serpiente, con las manos extendidas, suplicantes —acto en el que lo acompañaron
todos—, luego, apuntándole con el cetro, dijo colérico a Orencio: “Pagarás caro
tu atrevimiento. ¿No sabes acaso que este lugar es sagrado? ¡Se paralizarán tus
manos, tus pies: no podrás andar más!”.
—¡Así sea! —aprobaron los otros en coro, inclinándose.
El aguacero que paulatinamente iba cesando, acabó por desaparecer. El cielo
estaba ya limpio, claveteado de luceros, entre los cuales el del alba era como un
vivo coágulo de oro.
La quebrada, repleta de agua, tronaba, lo mismo el Utcubamba. Todo el
ambiente era una conmoción de ruidos, de sonoridades cósmicas.
La noche se esfumaba junto con la tormenta. Encima de la cordillera, fulguraba
ya la aurora.

Jalquerías. Altos lugares de la cordillera.


Antara. Flauta de pequeños y delgados carrizos amarrados en hilera, de mayor a menor.
Huaraca. Honda.
Tinya. Tambor indio.
344 El árbol blanco

Las cosas se agitaban con suave temblor: árboles, piedras, hierbas, peñas, mus-
go. Parecía como que algo invisible iba caminando a flor de tierra...
Gorriones, zorzales, piuros, huanchacos cantaban por doquier. Los buitres ale-
teaban en las peñas y los venados retozaban como becerros en los campos.
En medio de esta alegría general, Orencio despertó. Quiso levantarse y no
pudo. Su cuerpo no le obedecía. Sus articulaciones estaban paralizadas. No podía
moverse por ningún lado, permanecía tieso como un muerto en la escarpa. Todo
lo de la noche le parecía un sueño malo, una pesadilla.
¡No, no era sueño! Le habían “agarrado” los agüelos. ¡Sí, estaba en el cerro de
ellos, inutilizado, inválido! Gritaba, pero sus gritos morían en el sordo rumor de
las aguas de la quebrada. Su desesperación creció al oír alegres aleteos sobre él y al
descubrir buitres que lo miraban golosamente desde las peñas...
El sol no llegó a alumbrar porque el cielo dentro del amanecer, se cubrió otra
vez de nubes oscuras. Nuevamente, había amenaza de aguacero tempestuoso.
Hacía un frío que helaba las entrañas. El viento era un fragor continuo.
Más y más buitres venían a posarse junto a los otros.
***
Era ya avanzada la mañana.
Los indios, hombres y mujeres, estaban arrodillados en el fondo de la quebrada,
vacía ya de agua, frente al Cerro de los Agüelos como ante una misteriosa catedral.
De rato en rato arrojaban puñados de coca mascada a la montaña.
La desaparición de Orencio, como es natural, había provocado justa alarma en
Silca. Todos miraban con terror al Cerro de los Agüelos.
—¡Los agüelos le han agarrado! —decía el viejo Evaristo—. ¡Los agüelos!
—¿Y qué hacemos ahora? —parecían preguntarse todos con miedo profundo.
—Iremos al cerro y rogaremos a los agüelos que lo suelten —expresó la vieja
Estefa.
Después de muchas dudas y cavilaciones, se fueron al cerro provistos de
abundante coca.
¿Realmente Orencio estaría allí?
Todos los ojos hurgaban los secretos de la elevada montaña... Silencio pavoroso,
ensombrecido por la imagen del aguacero próximo, llenaba el paraje.
—¡Orencioooooooooo...! —llamó el viejo Evaristo, suavemente, con las manos
ahuecadas en la boca.
El cristal del aire se hizo pedazos.
La montaña se erizó como un monstruo. Volaron algunos buitres.
Los indios quisieron huir...

Piuro. Pájaro de plumaje amarillo.


Francisco Izquierdo Ríos 345

La vieja Estefa los detuvo, diciendo: “No nos harán nada los agüelos. Ellos
saben que no hemos venido a molestarlos...”.
Y volvieron a arrodillarse y a masticar coca.
El aliento frío del aguacero en potencia penetraba hasta la médula de las cosas.
—¡Ahí está! —avisó de pronto Ishtico, un mozalbete, señalando una quiebra—.
¡Ahí, ahí!
Todos se arremolinaron junto al muchacho.
Orencio aparecía en la quiebra, recostado, inmóvil.
—¡Los agüelos!
—¡Los agüelos!
—¡Le han agarrado los agüelos! ¡Está muerto!
El miedo corrió como azogue por el espinazo de los indios.
Casilda, la novia de Orencio, lloraba bajo un florecido arbusto de tayo.
—¡Orenciooooooooo...! —volvió a llamar el viejo Evaristo—. ¡Orencioooooo..!
—Ooooooooooooooooo... —respondió una voz quejumbrosa de las entrañas
del cerro, como si fuera la de uno de los agüelos que contestara desde la lejanía de
los siglos.
¿No sería, en verdad, la voz de uno de los agüelos?
Los indios dudaban.
Nadie se atrevía a subir al cerro. Hasta que el gesto de la bella Casilda, de
escalarlo, avergonzó a Natico, amigo íntimo de Orencio. Era él un mozo fornido
y valiente, hábil trepador de montañas y andariego infatigable de caminos: un
dominador de la cordillera agreste.
Natico se frotó el cuerpo con coca y terciándose al pecho una larga soga de
cuero enrollada, ascendió, con sumo cuidado, la difícil montaña.
Todos lo acompañaban con el alma y el corazón.
Cuando Natico llegó al lugar donde se encontraba Orencio, rápidamente echó
a este coca mascada en el cuerpo y amarrándolo con la soga por debajo de los
brazos le hizo descender con cautela, como a un fardo. Los demás esperaban a
Orencio al pie de la montaña, le cogieron y lleváronle al otro lado de la quebrada,
donde todos le arrojaron coca masticada, él, inconsciente, deliraba.
Mientras tanto Natico, sujetando la soga a una piedra, con la escopeta de
Orencio en la espalda, se deslizó por aquella; ya en tierra, orgulloso de su triunfo,
dio dos saltos como el cóndor cuando va a volar. La soga quedó balanceándose en
el cerro…
El aguacero venía bramando como centenares de pumas desde el oeste… Los
indios corrieron a Silca, conduciendo a Orencio en una improvisada parihuela.
346 El árbol blanco

La lluvia y la noche sepultaron a Silca. Orencio en la choza del viejo Evaristo,


tieso en la cama, continuaba delirando, gritando: “¡No me lleven! ¡Por favor,
suéltenme!”. “¡Dios Santo, son los agüelos! —exclamaban espantados los indios,
masticando coca, en el fondo de la noche iluminada por débil lámpara de aceite—.
¡Los agüelos!”.
La sombra del brujo se irguió, de repente, en la habitación, ahuyentando a los
indios al patio. Y comenzó a conjurar a los agüelos arrojando hojas de coca sobre el
rígido cuerpo de Orencio. Ejecutó luego la danza del látigo en derredor del joven; la
correa zumbaba casi rozando a este, desde los pies al rostro… Jadeante, sudoroso,
se sentó el brujo en un rincón, mirando como un búho al enfermo… Al amanecer,
con el canto de los gallos, salió al patio, asegurando a los demás indios que los
agüelos se habían ido… Orencio dormía profundamente… Despertó cuando un
sol magnífico alumbraba el valle, ya sin aguacero…
Francisco Izquierdo Ríos 347

El valle de Jelach

E l hondo valle de Jelach está lleno de luna. El río y las piedras de sus orillas,
los caminos, las copas de los árboles, las altas montañas lejanas, parecen
espolvoreados de plata… En las chozas no hay necesidad de lámparas; la
luna, por las puertas abiertas, por las rendijas de las paredes de caña, alumbra las
habitaciones. Ahora la luna es la lámpara de Jelach.
Mama Exsha está cocinando tocino desde hace dos días para fabricar jabón
negro. En un gran perol, bajo los árboles del patio de su casa, hierve el tocino.
Muchos vecinos con este motivo van por las noches, seguidos de sus perros, a
jugar a las cartas, a las adivinanzas, a los refranes o a relatarse cuentos en el patio
de Mama Exsha. Y así seguirán yendo durante seis noches más, pues ocho días de
tiempo requiere la preparación del jabón en esa forma.
Esta noche, todos, sentados en cueros de vaca, no piensan en jugar sino en
relatar cuentos, como ya lo tienen acordado. A Mama Exsha le tocó el primer
turno.
La anciana, ante la expectativa de su variado auditorio de hombres, mujeres y
niños, comenzó su relato: “En la cueva de Puño cueca del camino real que todos
conocemos, hay una mujer encantada que, cuando está anocheciendo, entre claro
y oscuro, sale al camino a bailar y así, bailando, sin decir una palabra, va delante
de los viajeros que pasan solos y, luego desaparece como humo en la noche. Es
una mujer blanca como la flor de los guabos, con abundante y larga cabellera color
de oro, con pies finos y lindos como patitas de paloma… Mi abuelo que, como
ustedes saben, hace muchos años ya se fue de este mundo, la vio. Regresaba muy
tarde el viejo del pueblo de Máquish y cuando pasaba por el lado de la cueva se le
presentó la mujer vestida de verde como pluma de loro, y vino bailando con un
gran pañuelo rojo, delante de él, hasta la quebrada de Paccha; dice que los árboles,
las piedras del camino, parecían bailar junto con ella… Mi abuelo llegó acá como
mareado y muerto de miedo… Ese es mi cuento: La bailarina de Puño Cueca”.
La vieja se levantó, encaminándose a atizar el fogón donde hervía la paila.
348 El árbol blanco

El valle era una loca orquestación de tucos.


—Ahora le toca a taita Ponciano —dijo uno de los hombres.
—Sí, sí— coreó el resto.
Taita Ponciano, un viejecito jovial, muy simpático, sin hacerse esperar, tomó la
palabra y dijo: “Yo les voy a contar ‘La apuesta de la lluvia y el tigre’… Un hombre
de este valle estaba cultivando su platanal. La lluvia y el tigre se encontraron a la
orilla del río y se pusieron a charlar. El tigre le dijo a la lluvia que a él le tenía miedo
todo el mundo, que cuando rugía, todos, animales y hombres, corrían asustados a
esconderse. La lluvia le respondió: ‘Bueno, vamos a hacer una apuesta. Quién hace
correr a ese hombre que está cultivando su chacra; yo o tú’. El tigre le contestó,
riendo: ‘No hay necesidad de apostar. Está claro como el día que yo con solo mi
rugido lo hago correr’. La lluvia insistió, aceptando el tigre. Entonces, llamaron
a una lagartija, que en ese momento andaba por el cascajo de la orilla buscando
gusanos, para que les sirviera de juez. La lagartija aceptó. Se fueron a cumplir su
apuesta. La lagartija se puso sus lentes y subió al cerco de palos de la chacra, de
donde veía claramente al hombre que cultivaba. Después de un momento, un
rugido espantoso conmovió el bosque y la chacra, la lagartija se estremeció y el
hombre alzó la cabeza y luego prosiguió trabajando. Arreciaron los rugidos, cerca,
más cerca. El hombre tomó su carabina y parapetose detrás de un tronco caído, y
cuando el tigre, con la cabeza sobre el cerco, lanzó uno de sus rugidos más fuertes,
le disparó. El tigre, que por milagro no fue alcanzado, huyó, como un perro con
el rabo entre las piernas, por el bosque… El hombre ni siquiera se preocupó
por perseguirlo, continuó desherbando su chacra… La lagartija estaba viendo
todo esto… A poco el cielo se volvió negro y una lluvia torrencial, con viento, se
aproximaba, ante lo cual el hombre, cogiendo apresuradamente su carabina, salió
de la chacra y a toda carrera se fue a su casa. La lluvia ganó la apuesta. La lagartija,
que le esperaba en la orilla del río, cuando llegó la declaró vencedora y la felicitó.
El tigre, ni qué decir ya, no apareció”.
—Yo les voy a contar sobre la laguna encantada —dijo en seguida Mama Benja.
—¡Ya… Ya! —exclamaron todos.
Y Mama Benja desovilló el hilo de su relato de la siguiente manera: “En la
puna de Pishcohuañuna, altísima montaña donde, como su nombre quechua lo
dice, ‘los pájaros se adormecen o mueren’, hay una laguna llamada Cochaconga,
que está encantada. Tiene la forma de media luna y es blanca como la leche; se
encuentra en una hoyada, no muy lejos del camino. Los arrieros y viajeros pasan
por allí sin hablar una palabra y cuidan de no hacer ruido para no despertar a
la laguna. Pues ante una palabra, un grito, un ruido, se embravece, sale de ella
una gran nube como humo que cubre toda la puna y cae, luego, una tempestad
con rayos, truenos, viento y lluvia, de la que pocos viajeros escapan con vida.
Una vez, Tadeo Gualambo, un muchacho de este valle, que no creía en nada y se
burlaba de todo, pasó por allí en viaje a la Costa en compañía de unos arrieros que
regresaban a la Sierra. Estos habían advertido a Tadeo que por Cochaconga debían
pasar callados. Pero el muchacho, voluntarioso e incrédulo, cuando estuvieron
Francisco Izquierdo Ríos 349

a la altura de la laguna, se paró en una piedra y gritó con todas las fuerzas que
Dios le había dado: ¡Oooooooo!… El enorme silencio de la puna se hizo trizas,
como un montón de cristales ante una pedrada. Toda la puna se lleno de la voz
del muchacho. La laguna se sacudió, saliendo de ella una tremenda nube negra,
que en un cerrar y abrir de ojos cubrió la montaña. La oscuridad era tal que no
se veía el camino. Parecía noche. Caía granizo como bolas de cristal en medio de
rayos, truenos, hasta que una lluvia torrencial cerró todo. Los arrieros, espantados
y arreando con desesperación sus bestias, se fueron por el camino, maldiciendo
a Tadeo, renegando por haberle aceptado en su compañía. Pero este, que no tenía
un pelo de tonto y que en verdad era valiente, les siguió a todo correr, cayendo y
levantándose. Los arrieros, que habían pasado ya la zona de peligro y mascaban
ají y tomaban agua con harina de maíz tostado en una quebrada para calentar sus
cuerpos entumecidos, vieron con sorpresa llegar a Tadeo Gualambo, a quien creían
muerto, con su alforja al hombro. Le perdonaron su imprudencia, le convidaron
lo que estaban tomando para hacerle entrar en calor y, a todo trote, siguieron
el camino que conduce al valle profundo que hay al otro lado de la puna y por
donde el cielo estaba claro y azul como la poza honda de un río”.
Luego vino el café con tortas de yuca. Tomaban y comían, comentando en
animada charla las incidencias de los cuentos. Todos estaban de acuerdo en que
Mama Exsha, taita Ponciano y Mama Benja eran los más grandes cuentistas del
valle de Jelach.
350 El árbol blanco

Odín

D on Ula Peña vive con su mujer y sus hijos en la aldea Quilayo, a dos
cuadras del océano Pacífico. De modo que el rugido del mar, en la noche
y el día, sobre todo de noche, se prolonga por el corazón de sus pequeñas
habitaciones y la brisa conmueve las ventanas.
Las gaviotas vuelan todos los días por el cielo de la aldea, posándose de cuando
en cuando en los escasos postes de luz eléctrica.
Unos chicos vecinos, a quienes en Quilayo conocen con el mote de “Los capi-
tanes”, porque su papá es capitán del Ejército, en prueba de amistad obsequiaron
a los hijos de don Ula un perrito de unos cuantos días de nacido. Los muchachos,
rebosando alegría, inmediatamente trataron sobre el nombre que le debían poner.
Después que hubieron mencionado una serie de nombres, “Odín”, opinó Alejo, el
mayor, de 9 años, que aprobó Horacio, el menor, de 7 años.
—¿Y por qué Odín? —les preguntó su madre.
—No sé… —dijo Alejo—. He leído ese nombre en algún libro, en alguna revista.
Y me gusta.
—A mí también me gusta —afirmó el travieso Horacio.
Intervino don Ula y les dijo que Odín era el nombre del dios de los antiguos
escandinavos…
Y Odín se llamó el perrito.
Alejo y Horacio lo albergaron en un rincón de su dormitorio, dentro de una
caja de cartón, sobre retazos de lana. Lo alimentaban, solícitamente, con leche y
bizcochos.
Cierto tiempo después, Odín abandonó la caja con sus propias fuerzas, se
dirigió al patio, a plena luz, se arqueó, estiró las patas y alzó la cabeza orgulloso, y
se hizo dueño de su destino.
Francisco Izquierdo Ríos 351

Comenzó a salir a la calle. Pero no se alejaba de la casa. Sentado junto a la


puerta, miraba todo lo que había y sucedía a su alrededor. Cuando quería entrar,
rascaba la puerta.
***
Odín dormía ya en el corredor del patio, sobre una cama de trapos viejos,
como para cuidar la casa de la posible visita de ladrones. Pero, a falta de cacos,
Odín ladraba furiosamente a los gatos nocherniegos que miraban el hogar con sus
ojos de fuego desde los muros o que pasaban veloces, como sombras, por ellos.
Odín se hacía respetar de los gatos.
Tenía su hora de recogerse a dormir: cuando sus amigos Alejo y Horacio se
recogían. Mientras tanto estaba preferentemente con aquellos, jugando. Se
acostaba en las camas, reposando su cabeza en la almohada como un ser humano.
Acariciaba y exigía que le acariciaran. Corría, fingía morder a los niños, enojarse
con ellos, gruñía. Llevaba la pequeña pelota de jebe en la boca por todas las
habitaciones, seguido por Alejo y Horacio.
Al regresar don Ula y su familia del cinema o de algún paseo a horas avanzadas
de la noche, el perro tenía que acompañarlos siquiera un momento, de lo contrario
rascaba con violencia, hasta que le abrieran, la puerta del patio.
Cuando al amanecer abría don Ula esa puerta, se iba a las camas de Alejo
y Horacio y les golpeaba con la pata suavemente en los pies y las manos para
despertarlos. Cuando enfermaban, permanecía días y noches junto a sus camas.
Se interponía ladrando entre ellos y don Ula, cuando este les reconvenía por
alguna falta.
Admirablemente Odín intuía la vuelta de don Ula de su trabajo. Lo esperaba
en la puerta y le obsequiaba la bienvenida más laberintosa y alegre del mundo.
Daba brincos vertiginosos a su rededor. Corría también dando saltos, por todas las
habitaciones, subía a las camas y ejecutaba cabriolas frenéticas en ellas.
A veces arrebataba sorpresivamente cualquier cosa de las manos de Horacio y
Alejo —un lápiz, un pan, un jebe borrador, una bola—, y la mantenía en la boca.
Cuando los niños querían quitársela, corría, con las orejas gachas y el cuerpo a ras
del suelo, por todos los cuartos, se metía debajo de los muebles —sillas, estantes,
mesas—, de donde, siempre con el objeto en la boca, miraba socarronamente como
un muchacho pícaro a sus perseguidores, luego escapaba al patio y en un cerrar y
abrir de ojos cavaba un hoyo, colocaba allí el objeto y le ponía tierra rápidamente
con las patas, ubicándose en seguida a cierta distancia con aire de como si nada
hubiera hecho…
Sin embargo, una rata le dio el sustazo de su vida. Por el caño de desagüe, que
estaba roto, salió una mañana una rata grande, peluda, adueñándose del patio. Odín,
al principio, le ladró. Pero después, atemorizado, se refugió en un rincón. De una
pedrada mató don Ula al repugnante roedor. Ni en este estado quiso acercársele.
Una vez que los Peña retornaron a la aldea luego de un día de ausencia, al abrir
la puerta de la casa, el sensible perro se precipitó hacia ellos y tendióse a sus pies,
352 El árbol blanco

como muerto, arrojando espuma por la boca. Se levantó compungido. Algunos


días se mantuvo así, huraño, sin probar alimento… Con las atenciones y mimos
que le prodigaron recobró su modo de ser, alegre y comunicativo.
***
Odín no era un perro fino, de afamada casta. Era plebeyo. Pequeño y ancho de
pecho, fornido, negro como azabache y con patas blancas. Los vecinos le decían
El feo.
Andaba con gallardía, con la espesa cola en alto y la cabeza erguida. De la
manera más natural y sencilla, como corresponde a un perro satisfecho de su raza
y clase social.
Había ampliado ya su radio de vida. Pegaba sus escapadas. Hizo algunas
amistades. Aunque por ratos era temerario: atacaba a los perrazos y aun a la gente.
Por lo que los Peña optaron por dejarle salir a la calle de vez en vez y bajo control.
Sin embargo, en una ocasión se perdió. Lo buscaron por el barrio, por toda la
aldea. Nadie lo había visto. ¿Lo atropellaría un carro? ¿Lo raptaría alguien?
Al tercer día de su desaparición, don Ula lo encontró inesperadamente, por
la tarde, en una apartada calleja: iba con una pandilla de perros vagos. Estaba
desgreñado, sucio.
—¡Odín!— gritó don Ula.
Y el perro, al oír aquella voz, se separó de la patota y corrió hacia la casa, como
un pilluelo pescado en falta; de trecho en trecho volteaba a mirar temeroso a don
Ula, reanudando en seguida su veloz carrera.
Ya en la casa, se metió debajo de la escalera, donde permanecía sentado, es-
piando recelosamente a sus dueños.
—Papá, Odín a lo mejor ha estado con su novia— comentó, sonriendo, el avis-
pado Horacio.
***
En un amanecer que don Ula abrió la puerta del patio, Odín no se encaminó al
dormitorio de sus amigos Alejo y Horacio, como era habitual en él; desde su cama
alzó penosamente la cabeza, miró a don Ula y volvió a tenderse.
No quería comer. Solo se levantaba a tomar agua y de tiempo en tiempo a
lanzar por la boca una sustancia amarillenta.
Lo curaban. Nada. Seguía lo mismo.
No había a quién consultar el caso. En la aldea Quilayo no hay veterinarios.
Pasaban los días.
Odín languidecía a prisa. Sus ojos estaban desencajados, con sombras. Andaba
torpemente. Miraba como pidiendo auxilio.
Apenas movía la cola cuando le acariciaban.
Francisco Izquierdo Ríos 353

Horacio lo llevó al verde parquecito próximo, para que comiera hierba. Sabido
es que los perros comen de cuando en cuando tiernas hierbecillas, como en una
automedicación natural, Horacio había visto realizar esa práctica a su perro;
sin embargo, en esta oportunidad, Odín se mostró indiferente a las hierbecillas
milagrosas.
Mas, los Peña insistían en curarlo y alimentarlo. No aceptaba ni carne. Él que
era tan comilón. A la fuerza le derramaban leche en la boca, pero en el acto la
arrojaba mezclada de aquella sustancia amarillenta.
Algunas veces iba al dormitorio de los niños, pero a echarse en una esquina,
sin ánimo. También una tarde esperó a don Ula en la puerta de calle, mudo, si-
lencioso.
Era una situación dolorosa. ¿Qué hacer? El perro sufría y hacía sufrir. Además
había el peligro de que su enfermedad fuera contagiosa.
Los Peña resolvieron esperar. Tal vez sanaría.
Transcurrieron dos días. Y el perro seguía peor. Hasta arrojaba sangre.
Había que matarlo. Alejo, Horacio y su madre rompieron a llorar. Don Ula
procuró disimular. Se fue al trabajo con la garganta que se le hacía un nudo.
***
Horacio, luego que don Ula abrió la puerta de la casa a su regreso en aquel
mediodía, le dijo con voz entrecortada por la pena, casi llorando: “Papá, papá, a
Odín lo han botado al mar”.
Su mujer, con lágrimas, le contó que cuando llegó de su trabajo había
encontrado al perro más grave que nunca. Que ya no podía pararse y que cuando
le dio a la fuerza un poco de agua con canela, lanzó pedazos de sus entrañas. Pagó,
en consecuencia, a un chico del vecindario para que lo arrojara al mar. Que este
chico lo dejó en la playa. Y que Alejo, al salir de la escuela, avivado por el mismo
chico sobre lo que ocurría a Odín, se encaminó directamente a la playa, trayendo
al perro en los brazos y llorando. Que, nuevamente, Alejo y otro chico lo llevaron
al mar. Y lo dejaron en la playa, sin poder arrojarlo a las aguas.
Alejo escuchaba el relato de su madre desde un rincón del patio, bajo un tronco
marchito de malva, con los ojos inundados de lágrimas y cuando quiso hablar
estalló en llanto.
—Voy a verlo— dijo don Ula y se dirigió al mar.
—Por el lado del peñón— le indicó Alejo, que le dio alcance.
A la distancia, entre las piedras blancas, junto al oscuro peñón donde se
estrellan perennemente las impetuosas olas, se veía un punto negro.
—Es Odín— le dijo Alejo a don Ula.
Varios gallinazos volaban ya, en círculos, sobre el peñón.
Llegaron. Odín estaba echado en las piedras. No pudieron aproximarse… pero
tenían que dominar su pena y evitar que ese perro continuara sufriendo.
354 El árbol blanco

Se acercaron. A su llamado el perro solo movió la cola. Lo acariciaron.


—Papá, Odín ha llorado— exclamó Alejo, señalando los ojos y la cara del perro,
que estaban húmedos.
Don Ula se sentó junto al perro sin tomar una decisión. Miraba al perro y mi-
raba al mar…
Alejo, bajo la presión de su tremenda angustia, se había retirado. Esperaba a su
padre al borde de la pista, por donde pasan los carros.
En esto apareció un obrero, que iba a pescar con anzuelo desde el peñón. Don
Ula le suplicó que arrojara el perro al mar. Se negó… Hasta que al fin, venciendo
su sentimiento y comprendiendo seguramente que era necesario actuar, lo cogió
del pescuezo y lo arrojó a las aguas. Odín, al empuje de las olas y en un esfuerzo
supremo por vivir, salió a la orilla y se echó en las piedras. El pescador lo volvió
a lanzar y el perro volvió a salir. Las olas, furiosas, le lamían hasta el pescuezo.
Entonces, desde su lecho de piedras, miró a don Ula. Este se estremeció de pies a
cabeza.
Aquel hombre decidió poner término a tan cruel situación, cogió al perro,
subió al peñón y lo arrojó lejos. Como un cuarto de hora Odín estuvo nadando,
con la cabeza en alto, luego se hundió para siempre en el alborotado abismo del
mar.
Aquel hombre rudo no le aceptó a don Ula la paga que le ofreció. En sus ojos,
como en los de don Ula, había lágrimas.
Francisco Izquierdo Ríos 355

El árbol blanco

D esde el patio de su choza, Victorino miró en aquel amanecer el cerro y vio


un árbol blanco.
Victorino se alegró muchísimo. Bello era ese árbol en la falda del cerro
enorme, al otro lado del río que corre bramando por el profundo abismo.
Victorino cogió a su pequeño perro y colocándolo sobre el bajo cerco de piedras,
le dijo señalándole el árbol blanco: “¡Mira, Runa!”.
Y el lanudo Runa y Victorino lo contemplaban gozosos.
Victorino no había visto en días anteriores el árbol blanco. Parecía un fantástico
florero entre las piedras, los cactos, los magueyes dispersos de la escarpa. En
las elevadas cumbres la rosada luz del amanecer recortaba las siluetas de vacas,
caballos, árboles y de chozas humeando.
—¡Papá! —llamó Victorino.
Salió de la choza su padre, un rudo campesino.
—¡Ve! —le dijo Victorino, señalándole el árbol.
—Es un guabo en flor —le dijo su padre—. Es la primera vez que florece.
La madre de Victorino y su hermanita Goya salieron también de la choza, y
mirando el árbol blanco, con las manos encima de los ojos para atenuar la intensa
claridad del amanecer, exclamaron: “¡Qué lindo!”.
Y después entraron en la casa, menos Victorino que se quedó en el patio mirando
el árbol lejano como cubierto de nieve. Y así permaneció, inquieto, todo el día.
—Dile al Árbol Blanco que me mande una de sus flores —decía a los pajaritos
que volaban en esa dirección.
Los viajeros, de a pie y a caballo, que pasaban por el camino a cuya vera estaba
la choza de paja de Victorino, se detenían a mirar el árbol blanco. Era algo extraño
en ese amplio recodo de la Cordillera de los Andes aquel árbol blanco, solitario.
356 El árbol blanco

La noche llegó en alas de una tormenta. Victorino, apenas se quedó dormido,


al arrullo del viento y de la lluvia, soñó que iba en pos del árbol blanco con su
hermanita Goya y su lanudo perro Runa.
Días y noches, noches y días caminaban y no había cuándo llegaran al árbol
blanco. Un anochecer toparon con un pequeño y regio palacio de mármol,
vagamente iluminado, al centro de un bosque de rocas negras, adentro del palacio
cenaban unos cuatro indios viejos y cada uno con poncho y gorro de diferente
color: verde, rojo, azul y blanco; comían y bebían manjares y licores deliciosos en
platos y jarros de oro, conversando alegremente.
Los muchachos los vieron por una ventanilla que no estaba muy distante del
suelo. Victorino fue de opinión que pasaran de frente, pero el impulsivo Runa
los delató ladrando en el ventanico. Los viejos, como picados por un tábano, se
levantaron y salieron a ver lo que había…
Victorino, Goya y Runa no tuvieron tiempo para esconderse. Los cuatro viejos
les rodearon.
—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó el anciano de poncho azul y gorro
blanco.
—Yo soy Victorino, esta es Goya y este es Runa —le explicó el muchacho.
—¿Y qué hacen por aquí? —les dijo el anciano de poncho verde y gorro rojo.
—Vamos hacia el árbol blanco —respondió Goya.
—¿Árbol blanco? ¿Árbol blanco? —habló el viejo de poncho blanco y gorro
verde.
—En la falda de una montaña… —le dijo Victorino.
—¿Árbol blanco? ¿Árbol blanco? —habló el viejo de poncho rojo y gorro azul,
pensativo con la mano en el mentón—. Nunca he visto yo un árbol blanco…
Victorino, atrevidamente, inquirió a los ancianos: “¿Y ustedes, quiénes son?
Perdonen la curiosidad…”
—Sí, ¿quiénes son ustedes?— recalcó Goya.
Y el impulsivo Runa también dijo: “Guá, guá, guá”.
—Nosotros somos los dioses de las montañas del Perú —respondieron a coro
los ancianos. Los dioses Apus.
Y uno de ellos, el de poncho blanco y gorro verde, prosiguió: “Cuidamos las
riquezas de la tierra: el oro, la plata, los rubíes, el uranio, las esmeraldas, el vanadio…
Este pequeño palacio que ven es la entrada a nuestro reino: las entrañas de la
Madre Tierra… Antes, en el tiempo de los incas, los hombres nos rendían culto.
Cuando pasaban por el lado de una montaña, siempre nos dejaban ofrendas… ¿Y
ustedes saben quiénes fueron los incas?”.
—Bueno —le interrumpió el anciano de poncho verde y gorro rojo a su compa-
ñero—, no estamos tomando examen… ¿Los viajeros no sentirán hambre?
Francisco Izquierdo Ríos 357

—Ciertamente— dijo el de poncho rojo y gorro azul—. Deben tener hambre y


estarán cansados.
—A la disposición de ustedes se encuentra nuestra casa— dijo el anciano de
poncho azul y gorro blanco a los niños, invitándoles a entrar en el palacio de
mármol.
—Gracias— dijo Goya, encaminándose resueltamente al palacio, pues había
comprendido que los ancianos no podrían hacerles ningún daño.
Victorino y Runa la siguieron.
El palacio era opulento, como corresponde a los dioses de las montañas, due-
ños de las riquezas minerales de la tierra. Leves lámparas colgantes lo alumbra-
ban. Los niños estaban fascinados, incluso Runa. Comieron exquisitas viandas
en mesas y sillas de oro. Runa también se tiró un atracón como jamás lo había
hecho en su vida. Los ancianos obsequiaron a Victorino una honda mágica, con
un guijarro de platino, el que tenía la virtud de no errar nunca el blanco y de re-
gresar siempre a la honda; a Goya le prendieron en las delicadas orejitas aretes de
rubíes semejantes a moras en proceso de madurez y a Runa le pusieron un collar
de esmeraldas. Luego les dijeron: “Buenas noches”, apagaron las luces y se fueron a
dormir. Los muchachos y el perro se acostaron en unos muelles camas adecuadas
a su tamaño; antes de acostarse, por cierto, Victorino y Goya se limpiaron los pies
y Runa las patas, que los tenían llenos de polvo. El alba, entrando por uno de los
ventanicos, despertó a los viajeros, el palacio estaba ahogado en silencio, no daba
señales de vida. ¿Dónde estarían los ancianos? … Victorino, Goya y Runa salieron
sigilosamente del palacio y continuaron su viaje, muy complacidos por los valio-
sos obsequios que les hicieron los bonachones dioses Apus.
Atravesaron una pradera de flores y salpicada de altos magueyes también flore-
cidos… llanura que se perdía en el confín… Todas las flores del mundo se hallaban
en esa pradera, así como nubes de gorriones, de abejas y mariposas. Ninguna otra
avecilla había en esa pradera, solo gorriones, los cuales cantaban sin cesar en el
suelo, en las plantas, en las cúpulas de los magueyes, de modo que esa tierra pa-
recía ser toda música. Color y música bajo un cielo azul, esplendoroso de sol, sin
una ráfaga de viento. Espectáculo extraordinario, que Victorino, Goya y Runa no se
cansaban de ver y admirar…
Mucho tiempo todavía persistieron en su alma el color, el aroma y la música
de esa tierra sin par…
Al término de la pradera, descendieron una inmensa pendiente pedregosa: al
fondo, en el oscuro abismo, blanqueaba como león de plata un río turbulento. Un
puente de madera con techo de palma, como una casa, unía el camino por sobre
el río. Llegaron al río… Junto al puente un árbol gigantesco extendía su denso
ramaje, abarcando con él un área considerable; además de su amplio follaje, tenía
gruesas y pardas raíces musgosas, sobresalientes, retorcidas, entrelazadas; de las
ramas también colgaban jirones de musgo, en conjunto, con sus raíces, tronco
y ramaje, ese árbol daba la impresión de un templo… Cuando Victorino, Goya y
Runa ingresaron en su ámbito, se escucharon seis cristalinas campanadas…
358 El árbol blanco

—Las 6 de la tarde del día jueves 15 de enero de 1954— se oyó una voz ronca.
Goya, Victorino y Runa se miraron asombrados…
Y apenas se percataron que, arriba, incrustado en el tronco del árbol había un
monumental reloj de oro, con péndulo del mismo metal, oyeron que les llamaban
por sus nombres:
—¡Victorino Pairezamán!
—¡Presente! —contestó Victorino como si estuviera contestando la lista en la
escuela.
—¡Goya Pairezamán!
—¡Presente! —contestó también Goya.
—¡Runa Pairezamán!
—¡Guá, guá, guá! —contestó el perro.
—¿Qué es eso de Runa Pairezamán? —protestó Goya—. No porque es perro
nuestro, lleva nuestro apellido…
Y aquel que hablaba, sin hacerle caso, indicó con voz profunda:
—¡Están en una de las posadas del tiempo!
Y los viajeros descubrieron en una rama del árbol, al lado del reloj, a un viejo
búho escribiendo en un grande y abultado libro negro, con una pluma de pavo
real y un descomunal tintero.
—¡Están en una de las posadas del Tiempo!— volvió a decir el Búho.
—Aquí se conoce el nombre de todos los hombres y de todos los animales…—
agregó.
—Yo anoto en este libro el nombre de todos los viajeros y el siglo, el año, el
mes, la semana, el día, la fecha, la hora, el minuto y el segundo en que pasan por
este lugar.
—Ustedes pueden pasar y dormir en el puente. La noche se viene. La noche…
En ese instante se iluminó de rojo el enorme disco del reloj y en él apareció el
rostro de un anciano con espesa barba gris, como trozo de peña cubierto de musgo
y humedad.
—Es el tiempo que les mira… — expresó el búho.
Victorino, Goya y Runa avanzaron hacia el puente. Una luz verde, sin saberse
de dónde procedía, alumbraba todo el puente. Los viajeros escogieron un rincón
para pernoctar; en ese rincón, de pronto, surgió entre ellos una mesita de mármol
con humeantes viandas en fuentes de plata y agua en una garrafa de vidrio azulino.
Los muchachos y el perro dieron rápida cuenta de la agradable vitualla. La mesita
desapareció en seguida, misteriosamente como llegó…
Goya, Victorino y Runa recorrieron el puente, observando las inscripciones
que había en todos sus maderos, escritas con tiza y carbón por los viandantes…
Francisco Izquierdo Ríos 359

“Timoteo Garaboto pasó por aquí el 16 de julio de 1885”… “Como recuerdo de mi


paso por este puente, estampo mi linda firma. Tadeo Ticotico”… “Yo, Aurelia Ciriaco,
dormí una noche en este puente, de paso al pueblo de Mirasol”… Victorino cogió
un pedazo de carbón que había en el suelo y escribió en un madero: “Victorino,
Goya y Runa durmieron aquí, de paso hacia el árbol blanco”.
Se acogieron a su rincón, donde encontraron unas lujosas camas. La luna
llena, como una bola de argento, albeó el paraje. Estaban ya por conciliar el sueño
Victorino, Goya y Runa, cuando escucharon una música y una canción al medio
del río:
Victorino, calzón blanco,
sentadito en las esquinas,
espiando a muchachas lindas
como el zorro a las gallinas.
Era una mujer con larga y vasta cabellera negrísima desparramada en la desnuda
espalda, que, sentada en un pedrón a mitad del río, cantaba acompañándose con
una mandolina.
—¿Qué? —dijo Victorino, levantando la cabeza.
—¡Calla! —le dijo su hermana Goya, cogiendo a Runa para que no ladrara—. Es
una sirena. Mamá me ha contado que hay sirenas en los ríos y en los mares.
—¿Sirena?
—Sí. ¡Y no la mires! Es una mujer con cola de pez. Atrae con su canto y su
belleza a las gentes y las lleva al fondo de las aguas…
—¿Y cómo sabe mi nombre esa sirena? ¡Y qué es eso de “Victorino, calzón
blanco”! Me está tomando el pelo.
—Estamos en un lugar donde se sabe todo. Y, ¡chist!, a dormir ¡Cuidado, Runa!,
tú tampoco la mires.
Y con sus suaves dedos el dios del sueño cerró los párpados de los viajeros.
Al día siguiente, con la aurora, después de un sólido desayuno servido en la
misma forma mágica que la cena, subieron la pendiente opuesta, tan inmensa
que parecía terminar en el cielo. Al comienzo de ella, como un vergel, había un
bosque de naranjos con frutos en su mayoría ya maduros.
—¡Qué ricas naranjas! —exclamó Goya.
Y Victorino utilizó por primera vez su honda mágica. Tumbó con ella varias
frutas, las que comieron con deleite: ¡eran tan dulces! Runa también paladeó dos
naranjas, con la cabeza al cielo y los ojos húmedos de placer.
Es del caso recordar que el guijarro de platino de la honda de Victorino, después
de cumplir con su cometido, dando en el blanco, regresaba siempre a la honda. Así
se comportó con las naranjas.
360 El árbol blanco

El angosto camino serpenteaba por la colosal montaña caprichosamente, en


miles de zigzags, como una portentosa cinta métrica desenrollada violentamente.
La montaña, en sectores, era pelada, sin una brizna de vegetación, y en otros
tenía cactos solitarios como soldados centinelas sofocados de calor, aunque en
algunos sitios, donde había ojos de agua, bosquecillos de zarzamoras y de árboles
pequeños ofrecían la alegría de su verdor y el canto de palomas y otros pájaros
salvajes. Al frente, los cerros, sí, eran completamente pelados, de las cumbres de
algunos de ellos saltaban con espantoso estruendo al abismo, por donde corría
bramando el río, voluminosos torrentes como quiméricos lingotes de plata. El sol
imperaba tiránico, con todo su poderío, en este grandioso escenario.
Victorino, Goya y Runa, sudando la gota gorda, ascendían el cerro por el
camino cubierto de piedrecitas y agudos trozos de roca. Desde un bosquecillo, de
pronto, preguntaron:
—¿Quién quién?
—Somos Victorino, Goya y Runa —respondió el muchacho, sin reflexionar.
—¡Pssssssshhhhhhh…! —le contestaron despectivamente del bosquecillo.
—¡Ja ja jáaaaaaaaa…! —rió Goya—. ¡Si es el pájaro “quién quién”, hombre!
Y en efecto, en ese instante, voló del bosquecillo un “quién quién”, pájaro de
hermoso plumaje verde-amarillo, cantando “¿Quién quién? —Pssssssshhhhhhhh...
¿Quién quién? Pssssssshhhhhhhh…”.
Runa le ladró furioso. Pero Victorino le hizo callar, un tanto avergonzado del
incidente y de su precipitación; él creyó que alguna persona les estaba preguntando
que “quiénes eran”.
Luego de cierto trecho, encontraron echado en medio del camino a un puma
bigotudo. El puma se levantó gruñendo amenazadoramente; era clara su intención
de no dejar pasar a los viajeros.
Victorino, Goya y Runa, por el momento, se acobardaron. Seguidamente el
muchacho iba a utilizar su honda mágica, cuando el collar de esmeraldas que
llevaba Runa comenzó a sonar y a brillar de un modo extraño y el perro como
impulsado por una fuerza misteriosa se lanzó al ataque, al parecer sería una lucha
completamente desigual, ya que Runa en comparación con el puma era como un
mísero ratón. Pero el collar de esmeraldas que los dioses Apus pusieron a Runa era
también mágico, y he ahí que Runa venció al puma, cansándolo con saltos y finteos
velocísimos, esquivando sus mordiscos y zarpazos; Runa ora se encaramaba en el
pescuezo del felino, ora le rascaba la barriga burlonamente, o le jalaba mordiéndole
la cola, las orejas y el bigote. El puma, con el rabo entre las piernas, la lengua fuera,
todo mohino, abandonó la pelea y desapareció en la escarpa.
—¡Bravo, Runa! ¡El perro más valiente del mundo! —exclamaron al unísono Goya y
Victorino, cuando el perro, sentándose frente a ellos, les miró satisfecho de su triunfo.
Más allá, en una estrecha garganta del camino, un oso plantado al medio de ella,
igualmente, se oponía al paso de los viajeros.
Francisco Izquierdo Ríos 361

—Señor oso— le dijo, entonces, Victorino—. Tenga la amabilidad de retirarse de


allí, porque sino le va a ir mal.
—¡Muy mal!— recalcó Goya.
Pero el oso no les hacía caso.
—Por última vez, señor Oso, le invito a retirarse —le dijo Victorino—. Sino va
usted a saber lo que mi honda y mi perro Runa valen…
Al oír esto el impulsivo Runa, con el collar de esmeraldas que le sonaba y bri-
llaba intensamente, se lanzó al ataque; de un salto se encaramó en la cabeza del
oso y se puso a ladrarle, burlonamente, junto a ambas orejas, el oso se sacudía,
manoteaba, saltaba, ¡y nada!, Runa seguía ladrándole, indistintamente, junto a
ambas orejas. Enloquecido, el oso huyó por la montaña y el guapo Runa se incor-
poró, garbosamente, a Victorino y Goya. Estos se reían contentísimos de tamañas
proezas de su perro.
Casi al finalizar ya la tremenda cuesta, unos cóndores se abalanzaron como
aviones de bombardeo en picada sobre los viajeros, con el propósito de cogerlos con
sus garras. Fallaron en su intento, porque Victorino, Goya y Runa se escondieron
velozmente debajo de unos pedrones.
—¡Cuidado! ¡Nadie saque la cabeza!— ordenó Victorino, preparando su
honda.
Regresaron los cóndores en vuelo rasante, con los pescuezos alargados hacia
la tierra. Victorino, desde su escondite, tumbó dos cóndores con su honda.
Nuevamente volvieron los cóndores y el muchacho mató tres más de ellos; el
resto, al intuir lo que ocurría, se perdió en las insondables regiones del cielo.
Por fin llegaron a la cumbre. Era esta una llanura luminosa y verde de hierba,
con pequeñas colinas y porciones de bosques. Estos bosques estaban formados
por árboles de hojas redondas y gruesas, con cortinajes de musgo; eran húmedos,
sombríos, misteriosos. Toda la llanura se hallaba velada de misterio, silenciosa,
profundamente silenciosa parecía una tierra de sueño. El aire era como de cristal,
inmóvil. El sol semejaba un disco de estaño. Hacía un frío crudo.
Victorino, Goya y Runa contemplaron admirados el lugar, un tanto temerosos
por esa mudez de la tierra, y esta se encontraba tan alta, que el cielo y el sol les
parecían a los muchachos muy próximos, que podrían tocarlos.
Avanzaron por la llanura… Manadas de toros y vacas corrían silenciosamente y
desaparecían en los bosques; caballos crinados, peludos, de largas orejas, también
desaparecían, sin ruido, en los bosques verde umbrosos; luego, un soberbio potro
blanco como la nieve, de amplia cola y crin también espesa y amplia, corrió por
la llanura, calladamente, y se internó al igual que los otros animales en el bosque;
chivos barbones hacían lo propio, así como lanudas ovejas. Una paz extraña
envolvía todo.
Victorino, Goya y Runa continuaron caminando. Pero inquietos… Parecía como
que, en medio de ese silencio aterrador, les estuvieran espiando… ¡Sí! Millares de
362 El árbol blanco

ojos verdes, azules y negros espiaban desde el interior de los bosques musgosos y
sombríos, como puntitos de luz… Al enterarse de ello, Goya se asustó… Eran los
caballos, los toros, las vacas, las ovejas los chivos que les miraban pasar…
Dieron con un riachuelito que corría sollozando como un niño por la soledad…
—¡Pobre riito!— se condolió Goya acariciándole con la mano.
Sus orillas estaban orladas de erisipela brillante, como lágrimas.
Algunos liclícs permanecían quietos, melancólicos, junto al riachuelito. Al
verlos Goya, les preguntó: “Liclícs, ¿dónde está Dios?”. Y aquellas aves blanco-grises
levantaron las cabezas al firmamento, como señalando que allí se encontraba. Es
costumbre de estas aves levantar de cuando en cuando, como movidas por un
resorte, las cabezas al cielo, por lo que la gente cree que en esa forma avisan donde
se halla Dios.
De un salto pasaron el riachuelito llorón Victorino, Goya y Runa. Y desde una
colina distinguieron en una hoyada una laguna roja como sangre, en cuya orilla
creyeron ver un hombre dentro de una canoa.
Victorino, sin reflexionar, gritó en dirección a la laguna con las manos ahuecadas
sobre la boca: ¡Ooooooooooooooooo…!”.
¡Por qué lo hizo!
La laguna era encantada; ante cualquier ruido o grito se enfurecía, se elevaba
hasta el cielo y precipitaba una tormenta, de la que casi nadie escapaba con vida.
Por eso, la cumbre estaba sumida siempre en un enigmático silencio.
Ante el grito de Victorino, la laguna, pues, se estremeció, se alzó enmarañada;
la limpia atmósfera se tornó negra y se desató una violentísima tempestad, con
vientos, rayos, truenos y granizo. El ambiente se había oscurecido, como noche.
Luego una lluvia torrencial comenzó a golpetear la tierra, pavorosamente… Goya,
Runa y Victorino, felizmente, lograron alcanzar una cueva que se abría en una
loma como la boca de un monstruo, no sin antes haberse librado de un rayo que
les persiguió en zigzags como una flecha; eludieron el rayo corriendo en fila india
y también en zigzags, pero en sentido contrario a los del rayo, el cual concluyó
hundiéndose en la llanura.
La cueva era grande y se prolongaba sin fin por el interior de la tierra. Muy
adentro de ella percibíase un ruido infernal, de aguas arremolinadas; era un río
subterráneo. Goya, Victorino y Runa, al principio, tuvieron miedo sobre todo por
aquel ruido terrorífico, puesto que ellos no sabían su origen, hasta que Victorino
comprendió que se trataba de un río por la peculiaridad de su rumor. Aún Victorino
pretendió explorar la cueva hacia dentro, pero las razones atinadas de Goya le
hicieron desistir de ese empeño temerario. Desde la boca de la cueva los muchachos
contemplaban la tormenta, si bien esta entraba asimismo en aquella en rachas
furiosas, obligando a Runa, Goya y Victorino a ampararse en los rincones; afuera
todo era negrura caótica, lluvia y viento desencadenados, toda la llanura se hallaba
conmovida por la tormenta. Los animales se habían escondido en lo más hondo de
los bosques.
Francisco Izquierdo Ríos 363

En las paredes de la cueva los muchachos descubrieron, en especie de nichos,


cónicas tumbas de barro semidestrozadas, con momias de hombres sentados
en cuclillas, huesos, calaveras, ollas, tiestos, cántaros de barro, telas y ponchos y
mantos multicolores; eran los restos de hombres que habían vivido en aquella tierra
hacía muchos siglos, antes de los incas. Esa cueva era uno de sus cementerios.
—¿No habrá oro? —dijo Victorino.
—¡Quién sabe! —respondió Goya.
Y se pusieron a escudriñar las tumbas y las momias.
—¡Allí hay un cantarito de oro! —señaló Goya.
Victorino iba a subir el nicho para apoderarse del cantarito de oro, cuando
advirtieron que una momia próxima, con sus ojos secos y vacíos, parecía mirarlos
con cólera; el rostro de esa momia tenía un aspecto feroz, horrible.
—¡Oh! —exclamó Goya, asustada y deteniendo a su hermano.
Mientras tanto la tormenta cesaba, hasta que desapareció por completo. A
medida que los vapores se esfumaban de la llanura, esta se iba llenando de la
luz de la tarde, al extremo que por las gotas de lluvia que temblaban en toda su
extensión, sobre la hierba, en los bosques, sobre las colinas, era como un dilatado
y polícromo pedrerío.
Victorino, Goya y Runa prosiguieron su viaje y desde el límite de la llanura,
cuando tenían que descender una nueva pendiente, a las luces doradas del
crepúsculo, vieron el árbol blanco por entre un arco iris que brillaba como fuego,
estaba en la falda de la montaña, al otro lado del río que corría, al fondo, en
el abismo de un valle oscuro de árboles, llovía tenuemente en ese valle, el arco
iris salía del río y desplegándose por la falda de la montaña hacía marco al árbol
blanco.
Victorino, Goya y Runa contemplaban extasiados al árbol maravilloso… Iban
a bajar la pendiente… cuando Victorino despertó… Había ya amanecido, el tibio
afecto del sol entraba en su choza… Las demás camas estaban vacías…ya su padre,
su madre y Goya se habían levantado… Solo al pie de la suya estaba echado Runa,
aguardándole.
Victorino se levantó y seguido de Runa se fue al patio. Miró hacia la falda de la
montaña… no estaba el árbol blanco… La tormenta de la noche le había despojado
al guabo de sus flores de nieve…
Victorino, abrazándose a un tierno chirimoyo, rompió a llorar en silencio.
Runa le miraba sin comprender la pena de su amigo.
364 El árbol blanco

Rumiyacu

A briendo los ramajes iluminados por el sol de la mañana sale a pescar al


Rumiyacu, caña del anzuelo en mano, Juberio Lunayta, un chico de once
años de edad. Vive con sus padres no muy lejos del riachuelo, en un
platanar.
Como todos los campesinos de la Selva, Juberio está descalzo. Su ropa se
compone de pantalón y camisa muy usados; tiene el pantalón ceñido por una
soga silvestre, a modo de correa, y arremangado hasta las rodillas. Su cabeza, por
el pelo agresivo, parece una mata de espinas. Sus ojos son vivaces, como los de las
ardillas que saltan en las palmeras de las márgenes del riachuelo. Por debajo del
rústico cinturón, sobre la cadera izquierda, lleva el ipulle, machete corto y ancho,
con el cual extrae de la tierra húmeda del platanar las lombrices que le sirven de
carnada.
Juberio quiere mucho al rumiyacu. Y el riachuelo le da la frescura de sus aguas
y el tesoro de sus peces. En una pozuela remansada y con color de cielo o en una
blanca corriente murmurante el chico arroja su anzuelo, y ¡zás! Atrapa un pececillo
temblador… así, hasta juntar una larga runfla en una ramita especial, con la que
vuelve silbando alegremente a su vivienda.
Otras veces se empeña en coger con las manos los dorados camaroncillos que,
barbas extendidas, se desplazan vivarachos, como disparados, de una piedra a otra
del fondo del riachuelo, próximos a la ribera. Llena su talego con esos crustáceos.
En seguida de los bruscos aguaceros, cuando el sol se renueva con vigor, miles
de lustrosos cangrejos aparecen en las pedregosas orillas del riachuelo. Fuera de
constituir ello un placentero espectáculo para Juberio, este captura mediante un
palo a los cangrejos grandes, cuidándose de la amenaza de sus potentes tijeras.
El rumiyacu, además de ser muy rico en pequeños peces de diversas clases, en
camarones y cangrejos, posee negros caracolillos pegados a las piedras o amontonados
a lo largo de las orillas. Juberio recoge también cantidades de esos moluscos para la
cocina hogareña.
Francisco Izquierdo Ríos 365

Pesca, asimismo, con nasa. Teje esta de cañabrava o carrizos y la tiende en un


brazo adecuado del riachuelo sobre una sólida armazón de estacas y travesaños,
cerrando el paso del agua por los costados con muros de piedras, y por los amane-
ceres tiene la satisfacción de encontrar la nasa plateada de peces. Tal modalidad la
practica principalmente cuando el riachuelo se halla medianamente crecido.
***
“Mi Rumiyacu”, suele decir Juberio palmeando al riachuelo, como si éste fuera
un gallo o un perro. ¡Mi riito”. El Rumiyacu está en su alma. Una de las primeras
cosas que vio, cuando sus ojos comenzaron a mirar el mundo desde la espalda de
su madre, fue el riachuelo. La canción de la madre y la del riachuelo arrullaron su
infancia. El rumor del Rumiyacu, que fluye por entre abundantes piedras grandes
y pequeñas, particularidad de la que le viene el nombre quechua desde tiempo
inmemorial1.
El Rumiyacu nace como un hilo de luz de cerros adentro de la Cordillera
Oriental de los Andes y desaparece en el bello río Mayo, al pie de la ciudad de
Moyobamba, en la Selva Alta del Perú.
En su largo curso serpeante por entre la Selva, recibe el acervo entrañable de
numerosos afluentes minúsculos, bajo el espeso boscaje con flores, frutos, pájaros,
mariposas y aún animales malos, como víboras, avispas y arañas. Empero presen-
ta algunos sitios despejados, suaves pozuelas y jubilosas corrientes, con orillas ver-
deantes de hierba menuda, espacios donde el sol se prodiga. En estos espacios, or-
lan los bordes del riachuelo millares de mariposas de todos los colores y tamaños,
que ante un ruido o la presencia del hombre vuelan como una lluvia de pétalos.
También hay en sus riberas una que otra chacra de frutales o alguna pequeña
estancia con poco ganado.
***
En los meses de sol, el Rumiyacu se adelgaza, se achica, siendo entonces su
murmullo como el balbuceo de un tierno niño. Y en el tiempo de lluvias adquiere
un voluminoso caudal turbio, alborotado, violento y su murmullo se vuelve como
rugido de tigre. A veces crece desmesuradamente, inundando los bosques de su
vega, llegando hasta casi la puerta de la choza de su amigo Juberio. A veces también
en el período de sol, sin que se haya oído sonar una gota de lluvia en los árboles de
la comarca, crece sorpresivamente, se debe a los aguaceros que caen por su origen,
en los lejanos y obscuros cerros de la Cordillera.
Mientras dura la creciente, Juberio y su familia no pueden ir a la vecina ciudad
de Moyobamba a vender gallinas y pavos, racimos de plátanos y atados de leña,
productos que conducen en las espaldas; es imposible entonces vadear a pie el
riachuelo, “chimbar” dicen ellos. No hay puentes.
Mucha gente de Moyobamba se baña en el Rumiyacu durante los meses de sol.
Por el camino pardo que une la ciudad ligeramente alta y la hoyada del riachuelo,

1 Rumi, ‘piedra’ y yacu, ‘agua’: Río con muchas piedras.


366 El árbol blanco

bajan a este las gentes sobre todo en los días domingos o feriados, con sombreros
de paja alones, paraguas multicolores y envoltorios de fiambres, y cubren con
su bulliciosa alegría las pozuelas, principalmente los niños… A veces hombres y
mujeres pescan mojarras y camaroncillos, acorralándolos hacia la orilla mediante
sábanas extendidas dentro del riachuelo y que ellos manejan de las puntas.
Juberio, desde el interior del bosque, no mira con buenos ojos a esa gente de
la ciudad. Pese a que su madre ya le ha advertido: “Juberio, el Rumiyacu no es de
nosotros. Es de todos los hombres”.
Cierta tarde un muchacho pescaba en una pozuela y, sin poder explicarse
cómo caían de rato en rato piedrecitas en el mismo sitio donde tenía sumergido el
anzuelo, temeroso enrolló su sedal y marchose a la ciudad. Fue el inquieto Juberio
quien, desde la espesura, arrojó las pedrezuelas.
Igualmente espanta a los muchachos que con hondas van a cazar pájaros en
la Selva del riachuelo. Sin dejarse ver por aquellos, golpea de repente con el lomo
de su machete los troncos de los árboles o lanza carcajadas espeluznantes como
asegura la gente hace el Chullachaqui, el diablo del bosque2.

II

Juberio continúa gozando con las peculiaridades del Rumiyacu, como cuando
tenía menos años. Aprovecha cualquier momento, cualquier descanso en el trabajo
de cultivar la chacra o de cortar leña, para ir llanamente a sentarse en sus orillas o a
recorrerlo… ¡Qué bello es el riachuelo con el oro del día en sus entrañas de cristal!
El vado, por donde se pasa el Rumiyacu hacia el platanar de Juberio, es un
espacio más o menos grande. Hay allí, por el lado superior del riachuelo, una
pozuela un tanto oscurecida por la sombra del cielo azul. Una verde loma la
margina desde el lado del camino a la ciudad de Moyobamba, de esa loma se tiran
los muchachos bañistas a la pozuela. En esta pozuela, cuando reina la soledad, se
reúnen los pececillos en densa multitud, llegando algunos hasta la misma línea de
la orilla, como si quisieran echar una mirada al exterior: las albas anchovetas, los
verdeoscuros bujurquis escamosos y huesudos, con aire de militares, los blondos
bagrecicos barbilargos. Juberio juega con ellos. “Los peces son como niños”, dice
Juberio. Les arroja lombrices o pedacitos de frutas, y los muy golosos esperan
más comida con las bocas abiertas y moviendo las aletas. También los nerviosos
camaroncillos le distraen mucho, le parecen juguetes maravillosos.
Casas de avispas de variada arquitectura y variado color, semejantes a iglesias, a
castillos, a torreones, a sombreros cuelgan de los ramajes al riachuelo. Serpientes,
sobre todo las víboras loro, desde algunos ramajes beben el agua, paladeándola por
instantes en el aire con las rojas lengüecillas afuera.

2 Según la superstición popular, es un demonio burlón, de pies desiguales, como significa


su nombre quechua: chulla, ‘desigual’ y chaqui, ‘pie’. Dicen que su pie derecho es semejante
al del hombre y el izquierdo como pata de tigre o como raíz de árbol.
Francisco Izquierdo Ríos 367

De vez en cuando una familia de venados sacia su sed, todos, padres e hijos
arrodillados en la orilla, como en un singular conjunto escultórico.
Pájaros con todos los matices del bosque en los plumajes y los ojos beben de
sobre las piedras.
Los hermosísimos martinpescadores, como relámpagos de luz, en acrobáticas
picadas hurtan peces al riachuelo.
Los arcoiris, sí, infunden miedo a Juberio. Los arcoiris que, momentos antes de las
negras tempestades o cuando llueve ralamente con sol, parecen salir de las pozuelas
del Rumiyacu como mágicas cintas de fuego pluricolor. Juberio, de acuerdo con lo
que ha oído contar a sus padres, cree que los arcoiris son el resuello de enormes
serpientes. Pese a que no ha visto ni ve tales monstruos en las pozuelas del riachuelo,
mantiene en su imaginación esa fabulosa creencia. Apenas se encienden los arcoiris,
él se aleja rápidamente del lugar.
***
Una tarde Juberio quedó pensativo al comprobar que el Rumiyacu desaparece
de este mundo. Por un barranco rojizo el riachuelo entra cantando en el ancho río
Mayo y no se le ve más.
Árboles de shimbillos (clase de guabos de flores blanquísimas y frutos áureos)
cubren ambas márgenes del barranco, en cuyos ramajes gorgojean toda suerte de
pájaros montaraces.
Chiquillos desarrapados, con el oro del sol vespertino en los cabellos, jugaban
en medio de gallinas y cerdos frente a las puertas de aisladas chozas de palma.
Juberio llegó hasta ese paraje oriental de la ciudad de Moyobamba, en su ansia
de conocer todos los secretos del Rumiyacu. Había oído decir que el riachuelo
tenía fin, como los hombres, como los animales, como las plantas… Y era cierto,
pues.
Tenía origen y término el Rumiyacu, como los hombres, como las plantas, como
los animales… Eso sí, Juberio nunca ha podido ver el nacimiento del riachuelo.
En tal empeño arribó también una tarde a un angosto prado verde con pedrones
y pedazos de rocas diseminados en todo su ámbito; de unos pozos próximos
al Rumiyacu salía vapor como humo que se perdía en el bosque del contorno.
Naranjos vencidos de frutos se alzaban de trecho en trecho en el angosto prado,
bajo cuya sombra pacían silenciosamente escasos caballos y vacas. El lugar daba
la impresión de un paisaje volcánico. Juberio se sentó en una piedra, cuando de
pronto apareció, como en los cuentos, frente a él una anciana apoyada en un
bordón, seguida de una cabra tan vieja como ella que no cesaba de rumiar.
—Buenas tardes, niño —le dijo la anciana.
—Buenas tardes, abuela —le contestó Juberio.
—Yo vivo en esa casita como un palomar —le dijo la anciana, señalando una
pequeña casa de tejado gris sobre una colina rodeada de bosque—. ¿Qué haces
aquí, niño?
368 El árbol blanco

Juberio permanecía callado.


—Este sitio se llama San Hilarión —prosiguió hablándole la anciana—. Es
una estancia… Aquí hay pozos de aguas calientes. Son los baños termales de
Moyobamba. Hoy no ha venido a bañarse ningún cristiano.
Juberio se dio cuenta de que se hallaba en los famosos baños termales de la
ciudad de Moyobamba, sobre los que había oído hablar siempre a sus padres.
—¿De dónde vienes y a dónde vas? —le preguntó la anciana.
—Vengo de mi casa y voy hacia el origen del Rumiyacu —le contestó Juberio.
—¡Ja, ja, ja! —rió la vieja—. ¿Vas al origen del Rumiyacu? ¡Ja, ja, jaaaa!… Eso está
muy lejos, niño. Muy lejos. Necesitarías por lo menos un mes con sus días y sus
noches para llegar a él…y todavía, después de vencer un bosque de árboles negros
lleno de tigres y víboras… luego, en los riscos de la Cordillera, osos y cóndores…
luego…
En ese momento sopló una fuerte ráfaga de viento con pétalos de flores del
bosque, y la anciana y la cabra rumiadora desparecieron como en los cuentos.
Juberio, restregándose los ojos, miró por todas partes y no descubrió a los
misteriosos personajes… Los pozos de aguas calientes seguían humeando… El
muchacho, con una sensación de entre sueño y realidad de lo que acababa de
suceder, retrocedió inmediatamente riachuelo abajo, rumbo a su lejana vivienda,
a donde llegó, por la floresta, con la lámpara de una fantástica luna llena.

III

Era una media mañana con intensa claridad solar… Las aguas del Rumiyacu
tenían ligera coloración lechosa, y los pececillos, en mayoría bajaban a flor de agua
como en fuga con los ojos vidriosos, algunos, temblando panza arriba y otros
varábanse aleteando en las orillas. Toda la superficie del riachuelo se encontraba
cubierta de peces moribundos.
Juberio comprendió que alguien pescaba con barbasco, ese tóxico vegetal de
terrible acción en los animales de sangre fría.
Los pececillos agónicos parecían dirigir su última mirada al muchacho… A
poco aparecieron de riachuelo arriba varios hombres y mujeres recogiendo los
peces con redes. Ellos habían echado el mortífero barbasco al riachuelo… Juberio
se sintió impotente de reprimirles su conducta, cerró los puños y calladamente
profirió un dura imprecación contra la maldad humana.
Francisco Izquierdo Ríos 369

El macho

C on la cabeza sobre el cerco de la huerta próxima, mirándonos, no relinchó,


sino lloró el Macho. ¿Qué, sino llanto, podría ser ese hondo alarido en el
momento en que lo abandonábamos?
El Macho se quedaba con su nuevo dueño. Mi padre, por urgencias económicas,
lo vendió al judío Arón, cuyos huéspedes fuimos durante algún tiempo en Lamas.
Nos faltaba dinero para proseguir el viaje de esa ciudad a Moyobamba, adonde nos
dirigíamos de Saposoa, población del valle del Huallaga; habíamos bajado en balsa
el río grande y bravío de este nombre, llevando al Macho en un corral adecuado.
No pudimos contener la emoción. Mi padre trató de disimular separándose
a un lado, mi madre se cubrió el rostro con un pañuelo y mis pequeños
hermanos se agruparon, compungidos, a su rededor. Yo fui hacia el noble animal
y palmeándole en el hocico, que lo mantenía aún sobre el cerco, le dije llorando:
“¡No te olvidaremos nunca!”.
En el filo penumbroso de la Selva asomaba el día como un vasto incendio
áureo… Retorné al grupo familiar, y mientras nos perdíamos en la ruta del viaje, el
Macho continuó mirándonos…
***
Desde el bosque, mi primo Daniel y yo vimos pasar a los soldados por el
angosto y barroso camino. Iban con los fusiles en la mano y conversando.
—Se nos escapó.
—Esos malditos animales tuvieron la culpa. Y esa mujer…
—¡Qué mujer para valiente! ¡Una fiera!
—Creo haberle alcanzado yo al Ganso. Le disparé apuntándole bien, cuando
huía...
—¡Crisanto Pajuelo! —dije, con asombro, ante un soldado gordo que caminaba
en silencio—. ¡Crisanto Pajuelo!
370 El árbol blanco

—Sí, hombre. ¡Parece mentira! —expresó también secretamente Daniel.


No habían logrado coger a mi padre. ¿Pero estaría herido? Los soldados hablaban
de haberle disparado… Apenas se alejaron, salimos del escondrijo y corrimos hacia
la estancia, que estaba cerca, en esta, todo era alboroto, angustia; mi madre, la
mujer a quien se refirieron los soldados, carabina en mano, con algunos peones
buscaba a mi padre por el extremo oriental de la estancia, en cuya dirección había
fugado aquel, escapando milagrosamente de ser atrapado por los gendarmes y no
se conocía si estaba herido o muerto.
Anochecía, cuando llegué a saber en Saposoa que, momentos antes, un piquete
de gendarmes se dirigió a nuestra estancia San Andrés, con orden expresa de traer
vivo o muerto a mi padre. Era una violenta y lógica consecuencia de la derrota que
había sufrido el bando político que integraba el autor de mis días, como uno de
sus miembros conspicuos; algo más: era el eje intelectual de ese grupo. Y como a
tal, el bando contrario le odiaba a muerte; de ahí que, luego del triunfo obtenido,
a costa de una sangrienta pelea en las calles de la ciudad, los jefes de esa facción
se interesaron sobre todo por prender o eliminar a mi padre, a quien apodaban
Ganso —yo no sé por qué, pues nada de común tenía con dicho animal, solo
padecía leve cojera. Seis días habían transcurrido de esa contienda, en que mi
padre y otros dirigentes, al atardecer, cuando sonaban aún disparos por algunos
sectores de la población, huyeron cada cual a lugares recónditos de la jungla. Mi
padre se refugió en los bosques aledaños a San Andrés, pero, generalmente, salía
por las noches al fundo.
La refriega dejó el saldo de varios muertos en ambos bandos; entre ellos, una
mujer, Emiliana Isla, quien, cuando temerariamente iba agitando la bandera
nacional delante de las huestes de la parcialidad de mi padre que avanzaban por
una calle céntrica, recibió un balazo en el cuello desde una huerta poblada de
árboles frutales, su cuerpo ensangrentado fue recogido al día siguiente… Estas
enconadas luchas de política partidarista, caudillescas, eran, no hace mucho
tiempo, frecuentes en los pueblos peruanos, y en algunos, todavía lo son.
Yo me quedé en la ciudad con una tía, cuidando la casa, a la vez que asistía a
la escuela. Precisamente, mi tía se enteró en la calle de que marchaba el piquete
de soldados a San Andrés, con la plena seguridad de sorprender a mi padre, ya
que alguien había denunciado haberlo visto en el fundo. Sin pérdida de tiempo,
mi primo Daniel y yo nos internamos en la noche y la Selva, rumbo a la estancia,
con el propósito de adelantarnos a los soldados. A la sorda luz de una lámpara
tubular a querosene caminamos por entre el enmarañado bosque paralelamente
al sendero. Mas nuestros esfuerzos resultaron vanos... En un trapiche, donde
estaban moliendo caña, y al que entramos sigilosamente, nos dieron la noticia de
que los soldados habían bebido allí sendos jarros de aguardiente y continuado su
marcha hacía más de una hora. De ese lugar a San Andrés no distaba ya mucho y
eran más o menos las cuatro de la madrugada. El corazón se me llenó de temor,
del profundo frío de la noche, de esa noche de jungla ligeramente nublada y rota
por hoscas ráfagas de viento.
Francisco Izquierdo Ríos 371

Encontramos a mi padre, después de una ansiosa búsqueda, lejos, bosque


adentro, detrás de una obesa palmera, más allá de la acequia y el riachuelo; salvó
esos obstáculos tirándose a las aguas, por lo que tenía el vestido completamente
mojado. Muy terrible fue este trance para mi padre, hombre delicado, de oficina,
vitalicio secretario de todas las instituciones públicas de Saposoa, acostumbrado a
estar en medio de papeles. No regresó ya a la estancia. Se internó más en la Selva,
conmigo y dos peones. Hicimos nuestro campamento en una tierra virgen, oscura,
de árboles seculares y con animales salvajes mansos. Los paujiles del tamaño de un
pavo y pico ensanchado hacia arriba como cresta de oro, las graznadoras de cuello
rosado como la aurora, los melancólicos tucanes de enormes picos, los polícromos
guacamayos de largas colas se posaban en la cumbre de nuestra choza sin ningún
recelo; de idéntica manera, los gruesos y jetudos tapires, los encorazados armadillos,
los sajinos o puercos silvestres, los monos y otros animales pasaban o retozaban
junto a nosotros, menos, por cierto, los tigres y las serpientes.
Los gendarmes llegaron a San Andrés con el alba. Al sentirles el Macho de
nuestra historia, que pastaba en compañía de caballos, yeguas, vacas, toros, a la
entrada de la estancia, en donde un gigantesco y corpulento árbol de catahua, de
blanco tronco, abría su follaje amplio, corrió empujando la manada de animales
hacia la casa; era un impetuoso tropel, torbellino de crines, relinchos y mugidos…
Mi madre, madrugadora por excelencia, que se hallaba ya en el patio preocupándose
de sus gallinas y palomas, ante ese insólito tumulto, miró por las rendijas del cerco
de palos de balsa, y vio que el Macho iba como arreando a los demás animales,
con la cabeza en alto y tras de él descubrió a los soldados, estos quisieron sacar
provecho de la espiantada de los animales.
—¡Carlos, soldados! —gritó mi madre, y fue a coger su carabina.
Y mi padre se arrojó del lecho, se vistió apresuradamente, huyendo en seguida
por la única puerta de la casa… Los animales se detuvieron, arremolinados,
frente a la mansión, impidiendo el paso a los soldados, empeño en el que más se
distinguieron el Macho y Matasiete, un torito al que llamábamos así, cariñosamente,
porque era feo, con abundante pelaje negro, mansurrón y legañoso. Pero en esta
ocasión, Matasiete rayó a gran altura, no cejaba en el afán de pegar cabriolas, lanzar
patadas y de mugir alrededor de los gendarmes.
Mi madre, con el objeto de despistar a estos, se paró en el patio, lista la carabina,
exclamando enérgica y decididamente:
—¡El primero que pise el umbral de mi casa es hombre muerto!
Los gendarmes quedaron un tanto desconcertados.
—¡Ahí va! —avisó de pronto uno de ellos, que había descubierto a mi padre en
su fuga por entre troncos caídos y aisladas palmeras del pasto, levantó el fusil y le
disparó.
Los otros también le dispararon, arrodillándose. Una descarga cerrada, cuya
humareda manchó la casta claridad del alba en el paisaje agreste.
Los animales se dispersaron asustados. Las palomas volaron como una explosión
a los árboles próximos.
372 El árbol blanco

Felizmente, mi padre estaba ya distante. Las balas, según nos contó él, pasaron
quemándole la cabeza y las orejas.
—¡Criminales! —gritó mi madre, interponiéndose a los esbirros en ademán
de contenerlos, pero estos la rebasaron y persiguieron a mi padre hasta la línea
del bosque, de donde regresaron, tuvieron desconfianza de penetrar en la jungla
espesa.
Pasaron un poco alejados de la casa.
—¡Conque tú también Crisanto...! —reprochó mi madre a uno de los soldados
que procuraba no ser reconocido, con la visera del quepis inclinada sobre el rostro.
¡Conque tú también! ¡Canalla...!
El soldado Crisanto Pajuelo bajó más la cabeza.
Cuando Pajuelo llegó, muchacho, de la Sierra a Saposoa, con porvenir incierto,
como tantos otros que van a la Selva fabulosa, había sido amparado en nuestro
hogar. Mi padre le consiguió aun su ingreso a la gendarmería…
Por el árbol de catahua sonó un tiro de rifle… Uno de los soldados desfogó su
rabia y crueldad en el torito Matasiete, muy querido por nosotros, lo baleó en la
ancha frente, cuando los miraba pasar con ese modo un tanto socarrón que era
peculiar en él.
—¡Cobardes! —les apostrofó mi madre, ahogada en cólera y pena, desde la
tranquera del patio—. ¡Asesinos!
Entonces, el soldado que victimó a Matasiete, volvió el fusil contra ella, pero
Pajuelo, dando un salto, le contuvo…
Años más tarde, en las oportunidades en que se comentaba este lance, mi
madre se deshacía en elogios al Macho:
—El Macho salvó la vida a Carlos en San Andrés. Si no es por el Macho lo
mataban los gendarmes. Igual que una persona, arreó a los demás animales hacia
la casa, como queriendo advertirnos en esa forma la presencia de los soldados…
—¿Y el torito Matasiete? —le interrumpía, entonces, yo.
—¡Pobre torito! Ofrendó su vida inocente al salvajismo de los hombres en
aquel amanecer aciago…
El Macho y Matasiete fueron los más dilectos amigos de mi infancia.
Francisco Izquierdo Ríos 373

Roberto Tamarí

R oberto Tamarí no supo la lección en la escuela y apenas se durmió por la


noche tuvo un sueño maravilloso…
Se halló en un desierto arenal, sentado al pie de una duna. Ocultábase el
sol tras el mar. De pronto, apareció una hermosa mujer vestida de blanco y con
una manzana roja en la mano.
La mujer se acercó a Roberto y le dijo: “¿En qué piensas, muchacho?”.
Roberto le contó que esa mañana le había castigado su maestro porque no supo
la lección sobre los roedores, había contestado que el gato era roedor.
—¿El gato?
—No he tenido tiempo para estudiar. Todas estas noches estoy cuidando a mi
mamá, que se encuentra enferma.
—No eres culpable, entonces, Roberto. Has debido decir esto a tu profesor.
—No me quiso escuchar. Me ha dejado recluso dos horas. No es muy bueno
mi maestro.
—Mañana explícale el motivo. Por hoy no te preocupes. ¿Quieres venir
conmigo?
Roberto se levantó y mirando con curiosidad a la mujer, le dijo: “¿Quién eres tú?”.
—Soy el hada amiga de los niños. Toma esta manzana. Es el fruto del árbol que
cultivo en mi huerto para los niños.
Roberto recibió la manzana.
El hada le invitó nuevamente a seguirla: “Ven conmigo. Te llevaré a un país de
maravillas… Más allá de esas montañas azules”.
Roberto, mordiendo la manzana, le respondió: “No. Mi papá y mi mamá se
enojarán. Además debo cuidar a mi mamá”.
374 El árbol blanco

—Yo he visitado a tu mamá. Está ya mejor. Y cuando vuelvas la encontrarás


sana. Ella y tu papá se alegrarán mucho cuando les cuentes lo que has visto en tu
viaje. Vamos, Roberto, vamos— y el hada cogió de la mano al muchacho.
Roberto Tamarí, convencido, exclamó decididamente: “Vamos, señora, vamos”.
Y se fueron por el reino del anochecer.
***
Noche. Roberto Tamarí, solo, en la Selva.
—¿Dónde estoy?
—Estás en la Selva, Roberto Tamarí —le dijo el coro de pájaros.
—Sí, Roberto Tamarí —afirmó con voz gruesa un mono rojo balanceándose en
una rama.
—¡Cómo! ¿Hablan ustedes? ¿Me conocen?
—Aquí hablamos todos: animales, plantas y piedras. Y conocemos a todos los
niños del mundo —le contestaron los seres del bosque.
—¡Ah, qué linda es la Selva!
—Linda, Roberto…, ¡linda! —le dijo una flor inclinándose graciosamente como
una señorita.
—¿Cómo te llamas tú que me hablas?
— Me llamo Orquídea, la flor más bella de la tierra.
—¿Y tú? —preguntó a una flor sonrosada con enorme hoja redonda como
extraña barca.
—¿Yo? Victoria regia, la princesa encantada de los lagos y los ríos.
—¿Y ustedes, lucecitas de oro que se mueven de un sitio a otro?
—Somos las lámparas de la Selva —contestaron las luciérnagas.
Una boa que dormía enroscada en un rincón, despertándose y alzando la
cabeza, preguntó soñolienta: “¿Qué hay? ¿Por qué tanto ruido?”.
—Ha llegado Roberto Tamarí —le indicó una luciérnaga.
—Ah, es él —dijo y estirando el cuello miró al muchacho. Bueno —y volvió a
dormirse.
Estalló el rugido de un tigre bajo un árbol: “Robertoooo…ooonnnn…”.
Roberto corrió asustado, pero le detuvo una mujer que apareció por entre los
árboles. La mujer tenía los ojos y la cabellera verde como las hojas. Su larga y
abundante cabellera le cubría la espalda. Vestía falda corta, hecha de la corteza
del árbol yanchama, adornada de plumas y flores, así como sandalias de cuero
de caimán. Había llegado precedida por la mariposa azul y una luciérnaga. Todos,
árboles y animales, le hicieron venia.
Francisco Izquierdo Ríos 375

—No corras, Roberto. El tigre te está saludando —le dijo la mujer al niño,
tomándole de la mano.
El tigre estremecía el bosque con sus rugidos.
Roberto Tamarí temblando y acogiéndose a la desconocida, gritó: “Quiero ir a
mi casa… ¡a mi casa!... ¡papáaaaaa!... ¡mamáaaaaa!...”.
—No tengas miedo, Roberto —le calmó aquella—. La Selva es hermosa. Nadie
te hará daño. Todos los seres del bosque son tus amigos. Y yo estoy a tu lado.
—¿Y quién eres tú?
—Soy la reina de la Selva. La mariposa azul me avisó que habías llegado a mis
dominios. Estaba recogiendo oro en las aguas de un río blanco, a diez mil leguas
de aquí, cuando la mariposa llegó con el aviso.
¿No es así, mariposa azul?
—Así es, Majestad— contestó la mariposa azul, inclinándose.
Una gran llamarada blanca teñía la Selva.
—¿Qué es eso?— preguntó Roberto.
—Es la luna, que está saliendo —le explicó la reina.
Entonces, las luciérnagas, todas juntas, apagándose a medias cantaron en
coro:
Cuando la lámpara mayor
aparece en los cielos,
las lámparas menores
apagan su fulgor.
Y se van más adentro
a alumbrar la oscuridad,
a donde no penetra
esta hermosa claridad.
Cuando la lámpara mayooooorrrr...
Y se perdieron en la inmensa oscuridad del bosque.
—La luciérnagas se van, Majestad.
—Sí, Roberto. Ya no es necesaria su presencia ante la luna, lámpara de alabastro
que ha prendido en los cielos. Sentémonos en este tronco de caoba.
Se sentaron en el tronco caído. La mariposa azul permanecía de pie, a un lado.
La luna, por un amplio claro del ramaje, los iluminaba completamente.
—Hasta mañana, Majestad. Hasta mañana, Roberto Tamarí —se despidieron
los pájaros.
—Duerman en paz, ágiles aviadores de mi reino —les dijo la reina.
El tigre a su vez gruñó: “Hasta mañana, Majestad…, Robertoooo…ooooonn-
nn”....
376 El árbol blanco

—Descansa, celoso guardián de mis tierras, y no molestes a los vecinos con tus
rugidos.
—Así será Majestad —y el tigre se fue moviendo la cola, como un gatote.
—Señora, yo retorno al lago de cristal de donde he venido —habló la Victoria
regia.
Y la Orquídea: “Yo al árbol gris donde florezco”.
—Vayánse, vuestra misión ha terminado.
—¿Por qué se van?
—Se van a dormir, Roberto. Otros vendrán en seguida. Todos los habitantes de
la Selva quieren saludarte.
—Y tú, ¿dónde duermes?
—En cualquier parte. Cuando el aura del sueño acaricia mis párpados duermo
bajo la gran raíz sobresaliente de un gran árbol, a la orilla de un río, de un lago o
dentro de un boscaje.
La boa se despertó y bostezando dijo a la reina: “He tenido un sueño profundo.
Yo también me voy, Majestad… Hasta mañana”.
—Hasta mañana, serpiente gigante.
Cuarenta pericos verdes aparecieron, y volando por todo el ruedo del paraje
decían:
Roberto Tamarí,
¿qué quiere aquí?
Que se vaya, se vaya
Roberto Tamarí,
¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí!
Y desaparecieron en el bosque gritando:
¿Qué quiere en la Selva
Roberto Tamarí?
Que se vaya, se vaya
Roberto Tamarí.
—No les hagas caso —le dijo la reina a Roberto—. Son unos loritos burlones.
Acallado el bullicio de los pericos, se oyeron notas de flauta.
—Es el pájaro flautista que llega— advirtió la mariposa azul.
—Hazlo pasar —ordenó la reina.
La mariposa azul se fue al encuentro del pájaro flautista. Este es un pájaro
pequeño de color marrón, nervioso. Se presentó saludando: “Buenas noches,
majestad. La libélula roja me avisó que Roberto Tamarí es vuestro huésped. Estaba
ensayando, al anochecer, una nueva tonada en la más alta rama de un árbol,
cuando llegó la libélula roja con su aviso”.
Francisco Izquierdo Ríos 377

—Roberto quiere escucharte.


—Con mucho gusto, Majestad. Aunque traigo una sorpresa para él.
El pájaro flautista tocó la flauta. Esa melodía que tiene la diáfana música del
agua, la música del suave viento mañanero en los vastos ramajes cubiertos de
flores y sol, penumbra y claridades de la floresta, delicada expresión del bosque
que al viajero que logra escucharla le hace pensar en un músico extraordinario que
estuviese tocando la flauta. Es una de las maravillas de la Selva peruana.
Roberto escuchaba arrobado al pájaro flautista, y cuando concluyó de tocar,
exclamo: “¡Bellísimo!”.
—¿Cuál es la sorpresa que tienes guardada para Roberto Tamarí, mi querido
músico?—le preguntó la reina.
—En seguida, Majestad.
Se dirigió al lugar por donde ingresó y dijo: “¡Pasen!”.
Y entró en escena un lindo grupo de mariposas de distintos colores.
—En honor a Roberto Tamarí —dijo el pájaro flautista—, ejecutaremos La danza
de las mariposas.
Y colocándose en sitio aparte indicó a estas: “¡Listas! ¡Ya!”.
Y tocó la flauta. Las mariposas ejecutaron la danza, con giros, movimientos de
alas, al son de la música.
Al terminar la danza, aplaudieron entusiastamente la reina, Roberto, la
mariposa azul.
Las mariposas, con el pájaro flautista al frente, agradecieron con una venia.
Luego el pájaro flautista, dando un paso adelante, habló: “Me voy… Ofrezco un
concierto en el Teatro de los monos negros­” —y viendo su reloj pulsera: “Son más
de las ocho. Me voy… me voy…”.
—Nos vamos— expresaron las mariposas. Se fueron al son de un marcha que
tocaba el pájaro flautista. Las notas de la flauta se escuchaban aún en la lejanía.
—Es el músico mayor de mi reino —explicó la reina a Roberto.
—¡Qué bien toca la flauta! —dijo el muchacho.
—Es un músico huraño, engreído. Solo cuando está de buen humor toca la
flauta.
—Como todo músico —sentenció la mariposa azul.
—¿Puedo pasar, Majestad?—vibró una voz de barítono.
—¡Es el doctor tucán! —exclamó la mariposa azul.
—¡El meteorólogo de mi reino! —habló la reina.
El tucán, contoneándose pesadamente por su pico descomunal, saludó:
“Buenas noches, Majestad. Observaba el cielo desde la copa del árbol más alto de
378 El árbol blanco

la Selva, cuando llegó la ardilla de oro con el mensaje de que Roberto Tamarí es
vuestro huésped y he venido a saludarlo. Buenas noches, Roberto Tamarí…”. Soy
un viejo un tanto extraño —continuó el picudo tucán, paseándose—. Un viejo con
vestido de diferentes colores. Parezco un gitano. Pero soy amigo de los niños. Lo
único con lo que no estoy de acuerdo es con mi pico, con este pico, que es muy
largo, demasiado largo… En fin, Dios que ha hecho todas las cosas del mundo
me ha puesto este mástil y debo resignarme. ¡Qué se va a hacer! Así es la vida.
¡Je, je, je, jeeeee…! Estoy un poco fatigado… Son los años… Con el permiso de su
Majestad, voy a sentarme —y se sentó tosiendo en un tronco caído, al frente”.
—Siéntese, mi querido doctor. Siéntese.
—Gracias, Majestad. Usted siempre bondadosa.
—¿Y lloverá, mi querido doctor?
—Parece que sí, Majestad. Todos estos días he escudriñado el cielo desde mi
observatorio del árbol más alto de la Selva. He hablado con Dios.
—¿Con Dios? —se admiró Roberto.
—Sí, pequeño. No te asombres. Yo desde la copa de los árboles hablo con Dios
por medio de mi canto. Y la gente dice entonces: “El viejo tucán está pidiendo a
Dios que haga llover…”. Este mi bendito pico… —y tosió nuevamente.
—Está usted cansado, doctor —le dijo la mariposa azul.
—Un poco, Mariposa Azul… Son los años… el trabajo… el estudio…
—Yo contaré a Roberto Tamarí lo que aún le falta decirle de su vida —sugirió la
mariposa azul.
—Muy amable, mariposa azul. Gracias.
Y la mariposa azul comenzó su relato: “El doctor, mi querido Roberto, por su
largo pico…”.
—Sí, por mi pico. ¡Por este bendito pico! —interrumpió el tucán.
“Decía —continuó la mariposa azul —que por su largo pico le es difícil al doctor
tomar el agua de los ríos y de los lagos, y solo puede hacerlo con facilidad cuando
llueve. El doctor recibe, pues, el agua de la lluvia con el picazo abierto hacia el cielo.
Por eso siempre está mirando al cielo y cuando canta las gentes dicen que está
pidiendo a Dios que haga llover… Su canto es como súplica, triste. En la soledad
de oro de las tardes, la Selva se conmueve con la melancolía de su canto…”.
—Yo converso, pues, con Dios. Le pido aguacero y él me lo da —intervino el
tucán.
—Así es —confirmó la mariposa azul.
—Tampoco puedo comer naturalmente. ¡Ah, odioso pico! Pero qué se va a
hacer. Dios lo quiso así. Dios que ha hecho todas las cosas. Dioooooossssssss… —y
tuvo un nuevo ataque de tos.
—Cálmese, doctor. Cálmese —le dijo la reina.
Francisco Izquierdo Ríos 379

—Ciertamente— prosiguió la Mariposa Azul—, tampoco le es fácil comer al


doctor. Los frutos de los árboles tiene que arrojarlos hacia arriba y esperarlos con
el picazo abierto...
—Una verdadera acrobacia, mi querido Roberto, una verdadera acrobacia
—expresó el tucán—. A veces, después de tanto esfuerzo, de tanto sacrificio, los
frutos todavía se me escapan, cuando no calculo bien el tiempo y la distancia. Yo
no sé por qué Dios me ha obsequiado este espolón, este poste, este palo mayor,
cuando a otros les ha dado unos picos preciosos.
En ese instante llegó una bandada de los negro-amarillos paucares, enemigos
del tucán, tanto que este al verlos huyó exclamando: “¡Ya están aquí estos
demonios! ¡Nunca me dejan en paz!”.
Uno de los pájaros le increpó, vociferando: “¡No te vayas, viejo bandido! A
pesar de tus lloriqueos, de tus lamentaciones por tu pico, acabas con nuestros
polluelos. ¡Ladrón! ¡Criminal!”.
—¡Criminal! —dijeron en coro los paucares.
—Esto debe terminar Majestad. Debe terminar la piratería del tucán —habló
excitado otro paucar.
La reina les ofreció promulgar una ley reprimiendo ese abuso.
—Me haces recordar mañana, mariposa azul.
—Bien, Majestad.
—Bueno, olvidemos por el momento esto —manifestó la reina dirigiéndose a
los paucares —y uno de ustedes cuente a Roberto Tamarí algo de su vida.
El paucar más viejo salió del grupo y habló: “Nosotros somos los paucares, los
pájaros más cantores de la Selva. Cantamos desde que amanece hasta que anochece.
Vivimos en grandes colonias. Millares de nosotros, de la noche a la mañana, nos
apoderamos de un árbol alto y frondoso y colgamos en sus ramas nuestros nidos
como campanas. Nuestros sólidos nidos de paja y ramitas. Vivimos en completa
armonía, en hermosa comunión de ideales, cuidando a nuestros polluelos y
cantando. Somos amigos del hombre. No nos gusta la soledad. Precisamente
hacemos nuestros nidos en los árboles de las haciendas o en los de las afueras de
los pueblos, en árboles, además, con panales de avispas, pues estas ponzoñosas
señoras, aunque parezca mentira, son nuestras amigas… Nos place remedar las
voces con que las mujeres llaman o alejan a sus gallinas, el ladrido del perro, el
silbo del gañán, el llanto de las criaturas, el rebuzno del burro… ¡Somos la alegría
de los niños! No podemos estar sin ellos. Cuando las chacras o las haciendas son
abandonadas por sus dueños, nosotros seguimos a estos al lugar donde vuelven a
establecerse o nos vamos a otros parajes habitados, pues, por el hombre. Pero no
todo es color de rosa en nuestra vida, ya que nuestra paz, nuestra tranquilidad es
turbada por el tucán”.
Todos los paucares exclamaron a una voz: “¡Sí, por el bandido tucán! ¡Que se
come nuestros polluelos!”.
380 El árbol blanco

El paucar anterior prosiguió: “Aunque siempre le pegamos soberanas palizas,


con la eficaz ayuda de nuestras vecinas las avispas. Pero el taimado escoge para
cometer su acción criminal el momento en que casi todos nosotros estamos dentro
de la Selva en busca de alimentos. Se desliza suavemente del bosque a nuestro
árbol-vivienda. Entonces, los centinelas que dejamos escondidos nos avisan su
presencia con fuertes chillidos. Y en menos tiempo que un perro dice “gua, gua”
estamos todos de vuelta en nuestro hogar y acorralamos al tucán. Lo hacemos
correr, con el apoyo de las avispas, por el ancho cielo a picotazos. Empero, muchas
veces llegamos cuando ya se ha engullido dos o más de nuestros polluelos. Es un
malvado, un sanguinario…”.
—¡Un sanguinario! —volvieron a decir en coro los paucares. Luego todos, uno
tras otro, se pusieron a remedar las voces que escuchan en las haciendas, en los
pueblos, en los campos, con gran placer de Roberto Tamarí.
“Miau, miau, miau…”, el maullido del gato.
“Sho, sho, sho…”, las voces con que las mujeres ahuyentan a sus gallinas.
“Muuuuuuuuuuuuuuuuuuuu…”, el mugido del buey.
“Cocorocóoooooo…”, el canto del gallo.
Hasta que uno de los paucares impuso silencio y dijo: “Ya estamos haciéndonos
un tanto pesados. Para terminar, lancemos dos ¡rás! por nuestro amigo Roberto
Tamarí. Muchachos, dos ¡rás! por Roberto Tamarí. ¡Hip! ¡hip!.
Todos los paucares contestaron alzando un ala: ¡Ra!”
—¡Hip! ¡Hip!
—¡Ra!
—Buenas noches —y se fueron.
—¡Qué simpáticos! —dijo Roberto.
—Sí, muy simpáticos —afirmó la reina.
—Pero muy habladores. Pasan el tiempo cantando y hablando —opinó la mariposa
azul.
Un conejo blanco, con lentes y un libro debajo del brazo, se aproximó a la
reina y le dijo atropelladamente: “El señor hitil me ha enviado, Majestad, para
manifestarle que le dispense, no puede venir. Se halla un poco resfriado. Le manda
saludos a Roberto Tamarí”.
—Dígale al señor hitil que está disculpado.
—Bien, Majestad. Hasta mañana.
Y el conejo desapareció moviendo las largas orejas.
—¿Quién es ese señor Hitil? —preguntó Roberto.
—Un árbol —dijo la reina.
—El árbol que quema —agregó la mariposa azul y prosiguió—: Es un árbol
que vive siempre de mal humor. Tiene mal genio. Al que pasa por su lado sin
Francisco Izquierdo Ríos 381

saludarlo, lo quema arrojándole una sustancia cáustica que contiene, le produce


fiebre y tremendas ronchas, tremendas ampollas en el cuerpo. Por eso todos lo
saludan. “Buenos días (o buenas tardes), señor hitil”. Y el árbol contesta agitando
las ramas. Pero hay un secreto para curarse de su quemadura. El que tiene la mala
suerte de no advertirlo en el bosque, al sentir la quemazón debe ubicarlo y hacer
el simulacro de ahorcarse de una de sus ramas, colgará de la rama una débil soga,
amarrándose previamente al cuello, y le dirá: “Yo, hitil y tú, Roberto Tamarí”, por
ejemplo (El hitil se siente halagado cuando toman su nombre y le dan en cambio
el suyo). Luego romperá la soga y con el pedazo de esta en el cuello correrá hacia
su casa sin mirar atrás. Y en el instante queda curado”.
—¡Qué curioso! Hubiera querido conocerlo —expresó Roberto.
Hirió el ambiente un alegre silbo.
—¡El señor alcalde!— indicó la mariposa azul.
—Que pase —dijo la reina.
Se presentó silbando un pajarito de plumaje castaño, y paseándose habló: “Yo
vivo recorriendo los caminos. Inspeccionando los caminos y los puentes. Por eso
los hombres me llaman alcalde. Y a decir verdad, soy un gran alcalde. Lluvia, sol,
tempestad no son dificultades para mí. Siempre estoy en los caminos, a orillas
de las quebradas, de los ríos, junto a los puentes. No tengo miedo a los viajeros,
voy delante de ellos, por el camino, silbando mis alegres canciones. Soy un gran
alcalde. Solo cuando llega la noche, me recojo a mi chalet. Un elegante chalet
de paja y barro, que se balancea en la rama de un árbol, frente a un lago o un
río. ¡La mejor casa de la Selva! Un primoroso chalet residencial, como para el
señor alcalde… Bueno, estoy hablando demasiado y ya es tarde. Mañana tengo
que pronunciar un discurso en la inauguración de un puente colgante. Buenas
noches”, y se fue silbando.
Apareció la garza sabia de cucharudo pico, y habló en tono grave: “La hormiga
verde ha llegado hasta el remanso del río en que estaba pescando y me anunció
que Roberto Tamarí se encuentra en vuestro reino, dignísima Majestad. Y he
venido a saludarlo —luego, dirigiéndose a Roberto, prosiguió—: Soy la garza sabia.
Al menos así me llaman porque tengo una habilidad singular. Habilidad que ha
venido transmitiéndose a través de todas nuestras generaciones. El origen de ella
se pierde en la noche de los tiempos. No hemos llegado a saber cómo y dónde la
aprendieron nuestros primeros padres o quién les enseñó. Será Dios, no lo sé. El
hecho es que sabemos pescar de diferente manera que las garzas de otras especies.
Hay un árbol en la Selva llamado catahua, este árbol tiene una resina blanca lechosa,
que es veneno. Nosotros rompemos la corteza de este árbol y cubrimos levemente
nuestros picos en forma de cuchara con su resina, luego nos dirigimos al remanso
de un río o a un lago, desleímos en el agua la resina, los peces dentro de esta agua
cargada de tósigo se atontan o mueren. Entonces, pescamos a nuestro antojo.
Pescados blancos como la plata, que llevamos también a nuestros polluelos…
Cómo hemos aprendido esto, repito, no lo sabemos, su origen se pierde en la
noche de los tiempos”, y la garza sabia, bostezando, se durmió en un rincón sobre
una pata.
382 El árbol blanco

Un llanto como de niños abandonados sacudió, de pronto, la Selva. Llanto


triste, profundamente triste.
—¿Qué? —dijo sobresaltado Roberto.
—Son los Ayamaman —le explicó la reina.
—Unos pájaros que antes fueron niños —completó la mariposa azul—. Dos
niños huérfanos, varón y mujer, abandonados en la Selva por su madrastra…
Llegó un venado rojo, ágil, nervioso y dijo: “Majestad, lo monos maquisapas
les están esperando a orillas del río, con sus canoas…”.
—Ciertamente —recordó la reina —tenemos que ir a la tierra de los árboles de
Fuego… —y se levantó, tomando de la mano a Roberto.
Pero Roberto Tamarí en ese preciso momento despertó.
Francisco Izquierdo Ríos 383

Los niños pájaros


E n las noches oscuras o en las noches de luna fluye de lo más hondo de la


Selva peruana un triste canto en quechua:
Ayamamaaaaaaaaaaannnnnnnnnn
huishchuhuacaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…
(Nuestra madre ha muerto
y nos han abandonado)
Se cuenta que muchos viajeros, al oírlo desde las chozas de la soledad de los
caminos, no pueden soportar tanta amargura y se dan media vuelta hacia sus
hogares, con las primeras luces del día.
Son dos pajarillos que así cantan, y que antes fueron niños, según la leyenda…
Y hasta hoy nadie ha podido verlos.
***
Era un matrimonio feliz, con dos hijos, Cancio y Shofi. Pero, de un momento
a otro, murió la madre y los niños quedaron solo al cuidado de su padre.
Cancio tenía seis años y Shofi cinco.
Su padre continuó queriéndolos como antes. Mas, después de algún tiempo,
cambió completamente. Bebía mucho. Y llevó otra mujer a su casa. Esta mujer fue
el peor de los males para Cancio y Shofi.
Desde el principio la madrastra demostró un odio tremendo a los niños. Odio
que se acrecentó mucho más cuando tuvo un hijo.
Aquella mujer era bisoja, tenía el ojo izquierdo pequeño y un tanto torcido.
Cuando miraba, ese ojo semiapagado parecía observar irónicamente. Además, su
voz era melosa, acariciante, señal evidente de hipocresía.
Cancio y Shofi, obligados por la arpía de su madrastra, realizaban trabajos
superiores a sus fuerzas. Shofi si no estaba hamacando al hijo de aquella, cocinaba
384 El árbol blanco

o iba con enorme batea de ropas a lavar en el río próximo, donde había boas
y caimanes. Cancio acarreaba agua en grandes calabazas para que se bañe su
madrastra, cortaba leña en el bosque, donde había jaguares o iba a la chacra por
yucas o plátanos.
El padre permanecía todo el día durmiendo su borrachera recostado al tronco
del coposo mango enfrente de la casa. Tenía el cabello y la barba muy crecidos,
como matorral. Ya no trabajaba ni se daba cuenta de nada.
Cancio y Shofi, en medio de su desgracia, recordaban con fervor a su madre
muerta. Burlando la vigilancia policial de su madrastra, iban siempre al cementerio
a llorar sobre la tumba de su querida madre, donde colocaron una cruz de palos y
sembraron claveles blancos. Y como la puerta del cementerio estaba generalmente
cerrada, se subían por las tapias.
***
En un anochecer, al término de la comida, la ruin mujer dijo a su marido:
—No podemos vivir así. Grande es nuestra pobreza. Vamos a tener más hijos.
¿Cómo les daremos de comer y los vestiremos?
Se quedó callada un rato. Luego, como una víbora, susurró en el oído de su
marido: “¿Por qué no les abandonamos en la Selva a Cancio y Shofi? ¿Para qué nos
sirven estos holgazanes?”.
El marido, a pesar de su inconsciencia alcohólica, protestó contra tamaña
felonía. Pero la melosa exigencia de su mujer le hizo acceder al fin.
—Maridito, maridito, tú no niegas nada a tu linda mujercita. ¿No es así,
maridito? —le dijo tendiéndole los brazos al cuello.
—Sea lo que tú digas, querida mujercita —le contestó aquél—. En verdad que
estos muchachos no nos sirven para nada… solo hacen gasto…
—¡Mañana mismo! —prorrumpió la mala mujer, dando un salto como una
cabra.
***
Cancio había escuchado la terrible conversación de sus padres. Se hallaba en
ese momento sentado tras la pared de cañabrava de la cocina. No se lo contó a
Shofi. Cancio y Shofi no comían con sus padres. No lo permitía su madrastra.
Ellos asaban plátanos en el fogón, o bien se hartaban, simplemente, de guayabas
o granadillas en el bosque.
Dormían en la cocina junto a los cuyes, sobre viejas pieles de jaguar.
Cancio no pudo dormir aquella noche. Lloraba en silencio. Shofi dormía
profundamente. La luna alumbraba la cocina por las rendijas de la pared y los
agujeros del techo de palma… ¿A quién comunicar su desgracia? ¿A quién pedir
auxilio en el pueblo? No tenían un solo pariente. (Sus padres no eran de allí). Y
eran todavía muy pequeños para ir a buscarse la vida… De pronto el muchacho
tuvo una idea. Cogió varias mazorcas de maíz de la barbacoa y las desgranó en sus
bolsillos. Iría por la Selva regando granos de maíz…
Francisco Izquierdo Ríos 385

La madrastra se levantó muy temprano. Alegre como nunca. Y como nunca


también llamó a tomar desayuno a los niños, diciéndoles cariñosamente:
—Ahora, mis hijitos, nos vamos al bosque a sacar paja toquilla para tejer
nuestros sombreritos. Nos vamos todos. Hace tiempo que no salimos de casa…
Y cuando el sol aparecía como una gran moneda de oro, ellos entraron en
la Selva inmensa. El padre iba adelante con cuchillo al cinto, alforja y hacha al
hombro, Shofi en seguida con traje descolorido, rotoso, viejo sombrero de paja,
únicos recuerdos que le quedaban de su madre, detrás Cancio, sin sombrero, con
el hirsuto cabello al aire y, luego, la madrastra con su hijo a la espalda mediante un
paño amarrado por el pecho. Los chicos, por lo visto, iban bien vigilados.
Todos estaban descalzos. En la Selva usa zapatos solo la gente acomodada de
las ciudades.
Después de andar un largo trecho por el sendero real, penetraron en el bosque
enmarañado, por donde comenzaron a caminar en distintas direcciones, sin abrir
trocha, únicamente separando las ramas que molestaban el paso. Procedimiento
intencionado de aquellos malvados. Sin embargo, Cancio, valiéndose de muchas
argucias, logró situarse detrás de su madrastra con el propósito de ir regando los
granos de maíz, lo que hacía con sumo cuidado, y hablando a la mujer sobre
cualquier cosa para evitar sospechas.
Era ya casi el mediodía cuando llegaron a un bombonajal, que formaba como
un paréntesis de claridad dentro de la selva. El bombonaje es la planta de la cual
se extrae paja toquilla con que se tejen sombreros. Crece en matas y en extensas
agrupaciones.
—Aquí sacaremos la paja toquilla —dijo la madrastra.
Y se sentaron a descansar.
Seguidamente la madrastra se puso en pie y volvió a decir:
—Hay otro bombonajal aquí no más. Vamos maridito a ver si ese es mejor. Que
Cancio y Shofi nos esperen.
Se fueron.
Antes de perderse en el bosque, la mujer volteó y dijo a los niños:
—No se preocupen, mis hijitos. Ya regresamos.
Vino la tarde, la noche y aquellos no volvieron. Shofi lloraba a gritos. Cancio se
mantenía sereno, procuraba infundir valor a su hermana. Antes de que anocheciera
subió a la copa del árbol más alto para observar si alguien vivía por los alrededores
y pedir auxilio, repetidas veces gritó como un náufrago en el mar. Solo el eco le
respondía.
Serpientes enormes, con sordo rumor, pasaban cerca de Cancio y Shofi, así
como tigres estremeciendo la Selva con sus rugidos. Al crepúsculo, millares de
pájaros de vistosos plumajes venían a cantar en los árboles próximos a ellos, monos
saltaban en las ramas y arrojábanles, graciosamente, flores y frutos; guacamayos,
386 El árbol blanco

con todos los matices del arcoiris, desde la espesura, les miraban con curiosidad y
conversaban misteriosamente, en voz baja.
Cancio y Shofi estaban poseídos de miedo horroroso, sobre todo por las
serpientes y los tigres, pero al mismo tiempo, asombrados de que esas fieras no les
hicieran daño. ¡Había algo de maravilloso en ello!
Por la noche, vencidos de cansancio y de pena, se durmieron abrazados bajo
una mata de bombonaje, cuyas hojas semejan sombrillas chinas.
Soñaron que una hermosa mujer, blanca como la luna, con un vestido
también de blancura lunar, descalza, con pies finísimos y larga cabellera rubia
que se desparramaba como rayos de sol en su espalda, estaba a su lado, ampa-
rándolos.
***
Desayunaron con los agradables cogollos de los bombonajes, que Cancio
extrajo. Luego trataron de encontrar los granos de maíz que el muchacho había
regado. No lo lograron.
—Los habrán comido las aves —pensó Cancio.
Y empezaron a caminar por el bosque con la intención de salir al sendero
real y regresar a su casa. Digamos mejor, comenzaron a errar, porque estaban
desorientados. Cancio quería ver sol para seguir su curso, pues se había dado
cuenta de que se ocultaba en dirección de su aldea, pero la Selva con sus densos
ramajes se lo impedía. ¡Estaban perdidos!
Anduvieron día tras día, durmiendo por las noches bajo las grandes raíces
sobresalientes de los árboles gigantescos, alimentándose con frutas, bebiendo el
agua de lagos y riachuelos. Las serpientes y los tigres no los atacaban, les miraban
pasar tranquilos. Y todos los animales de la selva se comportaban en igual forma.
Principalmente los monos fraternizaban con ellos. Además, por las noches, en
sueños, sentían la afectuosa compañía de aquella mujer de su visión primera.
¡Había, pues, algo de maravilloso en todo eso!
Hasta que una mañana, Shofi, que andaba un tanto alejada de Cancio, gritó:
—¡Una planta de maíz!
¿Una planta de maíz? Tras esa planta estaba otra, y otra, como en una cadena
verde sin fin a través del bosque secular. ¡Las aves no habían comido los granos!
—¡Qué felicidad!— se dijo Cancio, frotándose las manos.
Y siguiendo la ruta zigzagueante de las plantas de maíz, pronto estuvieron los
muchachos en el camino real, y de allí en su aldea. ¡Cuánta alegría sintieron, al
escuchar a la distancia, el canto de los gallos! Se detuvieron en el bosque de las
afueras, desde donde veían su casa, pues esta se encontraba casi unida a la Selva,
aislada de las otras casas.
Como siempre, el padre de los niños se hallaba durmiendo su borrachera
arrimado al tronco de mango. A su lado había una botella.
Francisco Izquierdo Ríos 387

La madrastra, sentada en el corredor, se despiojaba la cabeza con un ancho


peine de cuerno. De rato en rato se llevaba los piojos a la boca. Le gustaba comer
piojos a esa basilisco.
Eran más o menos las cuatro de la tarde. Los muchachos temblaban de miedo y
de emoción en el bosque, frente a su casa. Tenían miedo de llegar, porque aquellos
malvados podrían matarlos.
Empero, Cancio de repente tomó coraje, y cogiendo de la mano a Shofi le dijo:
“¡Vamos, hermana! ¡Vamos!”.
La bisoja al verlos se estremeció como una culebra. Pero en seguida recobró el
ánimo. Dijo a los niños con voz dulce:
—Bienvenidos, mis hijitos. Vuestro padre y yo hemos estado llorando la
desaparición de ustedes. Les hemos buscado mucho en la Selva. ¡Sí, mis hijitos!
Y les refirió que ellos cuando fueron a ver el otro bombonajal se extraviaron
en la Selva y no pudieron ya encontrar el sitio donde los dejaron. Después de
afanosa búsqueda, al tercer día, por fin llegaron al primer bombonajal, pero ya no
los hallaron.
—¡Qué pena! —suspiro la bisoja—. Día y noche hemos estado llorando esta
desgracia. Pero ¡alabado sea Dios!, ya están aquí, sanos y salvos. Encenderé una
lámpara más a la Virgen.
Shofi abrazó llorando a su padre. Este abrió grandemente los ojos y dijo:
—¿Qué? ¿Mis hijos?
—Sí, maridito. Han vuelto— le dijo su mujer—. Esto merece celebrarse. Bebe—
y le entregó la botella, llenándola de más licor—. ¡Bebe! ¡Bebe, maridito! ¡Qué
dicha! ¡Bebe! ¡Bebe!
***
Ese hombre estaba completamente dominado por la mala mujer. Esta, con ese
fin, aparte de que le incitaba más a la borrachera, le suministraba bebedizos de
raros vegetales.
Era un hechicera solapada.
Uno de esos días, muy temprano, condujo nuevamente a los niños a la Selva,
ya sin la compañía de su marido, quien se quedó como siempre tumbado bajo el
mango enfrente de la casa. Les llevó lejos, lejos, tras un cerro de uno de los ramales
de la Cordillera Oriental de los Andes que se meten en la Selva.
Les dijo:
—Quédense aquí un momentito. Por acá he visto en el tronco de un árbol un
rico panal de abejas.
La bandida les llevó con engaño de sacar miel silvestre, de la que tanto gustaban
los muchachos.
Cancio y Shofi comprendieron su desventura. Y resolvieron no intentar ya
regresar a su casa.
388 El árbol blanco

Después de muchos días el valiente Cancio subió al árbol más alto de la boscosa
falda de un cerro, y vio al fondo, en el llano, una cabaña de palma que despedía
humo, por entre la espesura de la Selva, el humo salía de la choza como una
columna azul, en medio de la deslumbrante claridad de la mañana.
Bajó Cancio y contó a su hermana lo que había descubierto. Y se dirigieron a
la choza.
En esa choza vivía la Sacha Mama, la Madre del bosque, una vieja horrible,
devoradora de niños. Esa vieja tenía por cabellos, hierbas y sogas; por manos,
ramas; por dedos, garras; por nariz, algo parecido a un pico de loro, pero largísimo;
sus ojos eran como luciérnagas.
El hada amiga de Cancio y Shofi, que se paseaba a la orilla de un caudaloso
río, muy adentro de la Selva, y que como hada tenía la virtud de ver todo a través
del bosque y de toda distancia, se percató de que los niños iban hacia la vivienda
de la Sacha Mama. “Oh —dijo el hada—. Terrible destino los espera”, y pensó:
“Estos niños ya no desean regresar a su casa. Allí no los quieren. Ningún afecto les
vincula ya a los hombres… Pueden seguir viviendo en la Selva, pero hay el riesgo
de que cuando yo me descuide o me encuentre demasiado lejos, les suceda algo
malo…”; y continuó pensando a la orilla del río, con la punta de la varita mágica
en el mentón. “¡Oh! ¡Sí! ¡Mejor! Antes de que sus ojos puros miren al Monstruo
del bosque…”, habló como si hubiera encontrado una brillante idea, y sin pérdida
de tiempo levantó la varita mágica y dijo cerrando los ojos: “Transfórmense en
pájaros!”… Y Cancio y Shofi, convertidos en pajarillos, pasaron en raudo vuelo por
sobre la choza de la Sacha Mama…
Y una noche de luna llena fueron a su aldea y cantaron en el techo de su casa:
Ayamamaaaaaaaaaaaaannnnnnnnnn
huishchurhuarcaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…
(Nuestra madre ha muerto
y nos han abandonado)
Todos los habitantes de la aldea escucharon ese canto. Fueron conmovidos por
ese triste canto. La madrastra, enloquecida, entró en el bosque riendo a carcajadas.
El padre, que dormía como siempre su borrachera recostado al árbol de mango
enfrente de la casa, se levantó como un sonámbulo, suplicando, con las manos
hacia el techo: “¡Hijos míos, perdónenme! ¡Perdónenme!”.
Los pájaros, a la luz de la luna, como manchitas oscuras, retornaron a la Selva.
Y tras ellos, como tras un imposible, se fue también su padre.
Francisco Izquierdo Ríos 389

A Francisco Izquierdo Ríos,


a propósito de su libro
El árbol blanco

Pancho

Hombre que tiene un nido de pájaros tucanes en


el corazón;
ahora, como recién bañado, está
subido en la rama de un árbol blanco;
allí está Francisco, con la intención
de hacer un nuevo nido para los niños...
¡No hay ningún hombre como este niño
que lleva pájaros vivos en su pecho!...

Mario Florián

Lima, 27 de octubre de 1962


Izquierdo Ríos, Francisco
1965 Los cuentos de Adán Torres. Lima: Talleres Gráficos P. L. Villanueva.
El gorrión

J osé Vilca tenía mala suerte. No encontraba trabajo. Hacía tiempo que lo venía
buscando por todo Lima. En los restaurantes le decían que el personal de
mozos estaba completo o que había llegado tarde.
—¡Qué mala suerte! —se lamentaba José Vilca—. Si hubiera venido a tiempo ya
tendría trabajo… Siquiera algo que comer…
Y como un pesado escarabajo se movía por las calles de la ciudad, con los
zapatos rotos, por cuyos agujeros miraban sus dedos tímidamente la vida, con el
traje de color ambiguo y raído, sin sombrero, el pelo muy crecido como las zarzas
de las cercas de su pueblo, pues no tenía dinero ni para hacérselo cortar.
José Vilca sabía leer. Así que una tarde, al pasar frente a una regia mansión,
se fijó en un cartelito colgado en la reluciente verja de hierro: “SE NECESITA UN
HOMBRE PARA CUIDAR PERROS”. Iba a tocar el timbre, pero se desanimó pensando
que no lo aceptarían; su dedo índice que iba a oprimir el botón se contuvo con
desgano… No estaba en condiciones ni para cuidar perros.
Algunas veces trabajaba alcanzando adobes y ladrillos en las construcciones
de casas que encontraba a su paso. Ganaba unos cuantos reales. Pero esta clase
de trabajo no le convenía. Y continuaba deambulando como un perro sin dueño,
recibiendo pedazos de pan que le daban algunos compadecidos parroquianos en
los restaurantes o recogiendo las cáscaras de frutas que arrojaban los hombres
felices en los parques y las calles, para comérselas con avidez. Tenía vergüenza de
pedir… En una ocasión, en un café, un hombre gordo le dijo: “¡Lárgate de aquí,
vagabundo! Un mozo como tú debe ganarse la vida trabajando”.
Cuando llegó de su pueblo tuvo ocupación. Vendía helados D’Onofrio. Con
gorra negra, guardapolvo blanco, depósito rodante y corneta, iba vendiendo la
mercancía por esas calles. Pero una mañana su carretilla fue hecha añicos en una
esquina por un auto particular; y no le destrozó a él, ya que en ese momento, por
ventura, entregaba el vuelto a un cliente en la acera. Vilca no fue más a la fábrica de
helados, desapareció en el laberinto de la urbe. De esa época guardaba un recuerdo:
394 Los cuentos de Adán Torres

una fotografía. Se hizo retratar con su traje de heladero, apoyado en su triciclo, en


el Parque Universitario por un fotógrafo ambulante. Vilca siempre contemplaba
con ironía ese retrato, que llevaba envuelto en un pedazo de periódico en el bolsillo
del pantalón. Estaba allí sonriente, con su cara ancha… Había enviado otro igual
a su pueblo, a sus padres, que él figuraba estaría colocado en la pared más visible
de su casucha, con apenas comprensible leyenda: “José Vilca. Lima, 15 de abril de
1950”. Sus conterráneos, seguramente, sentían envidia al ver esa fotografía… ¡José
Vilca está en Lima, la más hermosa ciudad del Perú!
Vilca rehuía a sus paisanos. Muchos de ellos eran policías, mozos de hoteles,
de restaurantes, sastres. Y hasta en la Baja Policía había de Hualpa, su pueblo. Él
también ingresaría en la Baja Policía para ir recogiendo la basura, los desperdicios
de las casas, en esos ventrudos y silbadores carros municipales. Pero habría que ir
a ver al alcalde, a los empleados del Concejo, buscar una recomendación… Y quizá
tampoco habría vacantes.
Un día que estuvo parado junto a un cinema le convencieron para que hiciera
propaganda a la película El monstruo y el simio. Le vistieron de monstruo. Forrado con
una serie de placas de zinc y tornillos —solo se le veían los ojos— se fue por esas
calles, trac, trac, trac, seguido por otro hombre tan infortunado como él, vestido de
mono. Casi se asfixia. Al término de la faena estaba molido, pero tenía cinco soles
en el bolsillo. Con todo, Vilca se alejó, avergonzado, diciendo: “No más esto… ¡no
más!...”.
Dormía como un gallinazo donde le cogían la noche y el sueño. Sobre todo bajo
los gruesos árboles del Parque de los Garifos, donde muchos como él ocultaban el
cofre de su miseria. Un día invernal, a orillas del Rímac, por poco rompe a llorar;
ese río, el rumor de sus aguas turbias y violentas, le traía la emoción de su tierra
lejana. Igual sonaba el río que corre en las afueras de su pueblo por entre álamos y
capulíes… ¿Por qué diablos vino a Lima? En busca de porvenir, de un mejor porvenir
que podría tener en su mediterránea aldea de la serranía agreste, como lo hace la
mayoría de la juventud lugareña del Perú… Lima es la meca soñada de todos.
Ya la vida para él no tenía significado. No valía la pena. Debía eliminarse. Pensó en
el suicidio. Esa idea se fue haciendo su obsesión… Allí estaban las ruedas de los carros
o el mar… ¡El mar con sus aguas azules! ¡Qué linda tumba para un vagabundo!...
La muerte… Y terminar, dejar de ser… Mejor era eso que estar sufriendo y dando
lástima.
Ya no se preocupaba por buscar trabajo. Comía las cáscaras frescas de las frutas
que encontraba en su recorrido, para aplacar un poco siquiera ese terrible deseo de
su estómago. Ese deseo que lleva a los hombres hasta el crimen. ¡Hambre! ¡Pan!...
¡Sed! Al fin esta la calmaba en las fuentes de las plazuelas, bastándole para ello
ponerse en cuclillas y recibir el agua… Pero lo otro… Un día intentó asaltar en una
calle solitaria de Abajo el Puente a un niño que vendía frutas. Era un niño y se
contuvo, un niño serrano y pobre como él.
Aquella tarde se sentó bajo un árbol del Parque de los Garifos. Con cierto deleite
miraba pasar los chirriantes tranvías uno tras otro. “Es la única solución”, se dijo.
Francisco Izquierdo Ríos 395

Su alma era un abismo de debilidad y de sombras. De pronto, en el ramaje del


árbol a cuyo tronco estaba recostado, cantó un gorrión, cantó y cantó. El claro
canto del pájaro bajaba del árbol como un chorro de agua a la fuente seca, llena
de polvo, de su alma. José Vilca sonrió. Se levantó. Parecía mentira que un gorrión
estuviese cantando en una ciudad tan grande y cruel, tan sorda al dolor humano.
¡No podía ser! Los pájaros, felices, inocentes, solo debían existir en los campos,
en los pueblos, pensaba Vilca. Sin embargo, allí estaba el gorrión cantando oculto
en el ramaje. Una sensación de frescura invadió, inundó su alma, su cuerpo. El
canto de ese gorrión era idéntico al de los gorriones de su tierra…, de aquellos
que, cantando al amanecer en los nogales y chirimoyos de la huerta de su casa,
lo despertaban siempre. Vilca recordó, entonces, su niñez, su hogar… los campos
verdes… la vaca que ordeñaba por las madrugadas, cuya leche espumosa y caliente
le humedecía, al derramarse, las manos… Un rayo de esperanza brilló en sus ojos.
Se dio cuenta de la hermosura del ambiente, de la alegría de los niños que jugaban
a su rededor, que los árboles del parque estaban florecidos, cuyas flores lilas, caídas
al viento, cubrían como una maravillosa alfombra el verde césped.
Un sudor frío perló su frente. Nublose su vista. Se sentó bajo el mismo árbol
y se quedó dormido… Al despertar, José Vilca era otro hombre; con paso firme se
metió en la urbe.
396 Los cuentos de Adán Torres

Miedo
A Mario Florián

L a larga carretera de penetración a la Selva se había hecho más difícil con


el pertinaz aguacero ya de varios días. Escasos camiones la transitaban
penosamente.
Algunos viajeros esperaban ansiosos, en ciertos trechos, el paso de los vehículos
para pedir a sus conductores que los recogieran… Así, en la desembocadura de un
caminillo, un hombre sentado en un ataúd, con un cuero de tigre sobre la cabeza,
levantó la mano solicitando a un camionero que lo condujera en su máquina,
por suerte vacía de carga, a un pueblo situado a orillas del trayecto, donde debía
vender el féretro; el camionero le hizo el gesto de que subiera. El hombre se
acomodó en el camión sobre el ataúd. Llovía… Ese hombre era bajito y tenía el
labio superior partido, circunstancia que dejaba al descubierto algunos de sus
dientes delanteros anchos como los de un caballo, también la mitad derecha de su
cara estaba horriblemente fruncida; deformidades que se debían a la carcoma de la
uta, maligna enfermedad que hace años padeciera. Con el propósito de ampararse
mejor del aguacero, aquel fantástico hombrecillo optó por meterse dentro del
ataúd. El camión seguía su marcha bajo la lluvia.
En la desembocadura de otro caminito, dos jóvenes, hombre y mujer, que
se defendían de la lluvia con paraguas, levantaron las manos pidiendo al ca-
mionero que los recogiera; este hizo el consabido gesto aprobatorio. Los nuevos
pasajeros se acomodaron en un ángulo del camión, un tanto recelosos por la caja
fúnebre… Llovía… La máquina continuaba rodando pesadamente por la carre-
tera solitaria.
La historia que venimos contando tenía por escenario la Selva. El camión
había pasado ya la Cordillera, y, antes, la Costa. Se dirigía del puerto marítimo
del Callao a un puerto fluvial, en la Selva. Sus llantas llevaban, pues, tierra de las
tres singulares regiones naturales que forman el Perú… Llovía… El camión, con
tremendas sacudidas, proseguía su viaje por la carretera marginada ora de espesos
bosques seculares, ora de platanales, cafetales, cañabravales. Desde algunos árboles
Francisco Izquierdo Ríos 397

sombríos las oscuras aves tatataos conmovían la soledad con sus fuertes cantos
melancólicos semejantes a la fonética de su nombre; lo mismo una que otra chicua
de plumaje morado, agorera de lluvias y fatalidades.
Cansado el hombrecillo de su encierro, alzó la tapa del ataúd y sacó la cabeza…
Los otros pasajeros, al verlo, creyeron que era un difunto… Su labio partido, sus
anchos dientes como de caballo, que le daban la apariencia de estar sonriendo… la
mitad de su cara arrugada… Aquellos, sin reflexionar un minuto, con paraguas y
todo se tiraron de bruces desde el camión a la barrosa carretera. El camión seguía
su marcha roncando bajo la lluvia… El fantástico hombrecillo quiso avisar al chofer
lo ocurrido, pero el aguacero y el ruido se lo impidieron. Entonces, encogiéndose
de hombros, se sentó en el ataúd con su cuero de tigre sobre la cabeza.
Dentro de la lluvia se dibujó un pueblito. El conductor detuvo el camión frente
a una fonda, y se bajó, igual cosa hizo el hombre del ataúd, quien se despidió
rápidamente de aquel, agradeciéndole, pues dicho lugar era la meta de su viaje. El
chofer, sorprendido de no ver a los otros pasajeros, quiso preguntar al hombrecillo,
pero este había ya desaparecido con su ataúd a la espalda. Reanudó su marcha bajo
la lluvia, y hasta ahora no sabe qué es lo que sucedió en su camión durante aquel
viaje.
398 Los cuentos de Adán Torres

Leíto

¿ Quién de ustedes puede encargarse de preparar la chicha? —preguntó el


maestro a sus alumnos, que se hallaban formados en el patio de la escuela.
—Yo, señol —dijo, después de un rato, Leíto, saliendo de filas con el dedo en
alto.
Un alegre murmullo brotó en la reunión de alumnos. Estos se decían, por lo
bajo, sonrientes “¿Quién sino Leíto puede hacer la chicha?”.
El maestro impuso silencio y agradeció a Leíto su voluntaria colaboración.
Se trataba de abrir la chacra escolar en la falda del cerro próximo, donde debía
sembrarse trigo. La faena tenía que ser dura. Primero había que rozar el terreno,
limpiarlo de malezas, en seguida ararlo con yunta de bueyes, luego sembrarlo.
Era, por consiguiente, necesario endulzar los rigores del trabajo con la bebida
tradicional de los incas, tan apetecida en los pueblos peruanos.
Leíto cumplió a las mil maravillas su ofrecimiento. Preparó la chicha en grandes
ollas bajo los árboles de su huerta, con su madre y su abuela. Armado de cucharón,
espumadera y con sombrero de paja alón, se movía diligente de un lado a otro por
entre los llameantes fogones, al ritmo de la tarea.
Leovigildo Palomares es un niño que gusta de las labores femeninas. Cose y
lava ropa, barre, cocina; actividades que realiza entonando villancicos y canciones
de cuna:
Duélmete niño lindo
que el tolo va a venil;
duélmete niño lindo,
no me hagas suflil.
Las vecinas, cuando los días domingos o feriados van de paseo o a lavar en el
río, le encomiendan el cuidado de sus pequeños hijos, a quienes hace jugar en el
patio de su casa como una verdadera ama o institutriz. O dícele alguna vecina:
“Leíto, verás a Cocho (o a Toto) que se queda durmiendo en la hamaca”.
Francisco Izquierdo Ríos 399

—Está bien doña Bálbala (o doña Ludecinda). Pielda su cuidado —contesta


Leíto.
Su casa, chata, con techo de paja y ancha puerta a la calle, descolorida por las
lluvias, se alza en una esquina de la plazuela. Parece esos faroles cuadrados que los
colegiales estilan llevar en el paseo de antorchas de las Fiestas Patrias.
Leíto vive con su abuela, doña Lorenza Bujanda y su madre, Avelina López
Bujanda; mujeres bonachonas, mansas, suaves como palomas de Castilla, altas,
delgadas, un tanto encorvada la abuela por el peso de los años.
Leíto es el único hijo de Avelina. El resultado de una ilusión de juventud.
Diógenes Palomares, airoso guardia civil costeño que apareció en misión
de servicio por esas tierras, deslumbró a la recatada Avelina, desde el primer
momento, con los chillones colores de su uniforme y su labia. Luego, la dejó
desolada. Empero, doña Lorenza perdonó a su hija; le dijo, apretándola contra su
pecho: “Para eso soy tu madre, Avelina”. Y una noche de Sábado de Gloria arribó
Leíto a este mundo, en medio del unánime canto de los gallos y el alegre tañido
de las campanas de la iglesia. Pero su llegada no fue muy fácil ni muy satisfactoria.
La comadrona, su abuela Lorenza, estuvo demasiado nerviosa, cogió a Leíto de
mal modo de la cabeza, incidencia por la que Leíto tiene la cabeza como una
palta, detalle que, a más de su nariz ganchuda, le da la vaga semejanza con un
pollo aún sin plumas.
El inesperado accidente que Leíto sufrió al nacer es el motivo por el cual no
puede pronunciar la letra r. A ello se debe también, sin duda, su inclinación hacia
los quehaceres femeninos, aspecto que ha sido fomentado por la clase de crianza
que le prodigaron su madre y su abuela. La presencia de Leíto en la chata casa de
la esquina de la plazuela trastornó la vida gris de las dos buenas mujeres; ellas
hicieron de Leíto la niña de sus ojos. Le entregaron toda la razón de ser de su
existencia.
Bautizáronle con el nombre de Leovigildo, en homenaje a su abuelo materno,
que así se llamó aquel, pero por cariño le dicen Leíto, diminutivo con el que es
conocido en todo Cony, pueblo de la Cordillera Oriental de los Andes, gloriosa
cuna de nuestro pequeño héroe.
Cony es un pueblo como todos los pueblos serranos del Perú: con cinco o seis
calles, casas de paja con huertas de eucaliptos, chirimoyos, nogales, circundados
por cercos de piedra, con plazuela verde y maciza iglesia también de piedra,
construida en la época del dominio español, dos escuelas elementales (para
hombres y mujeres), con su señor cura, su gobernador y su alcalde.
Al medio de la plazuela hay un viejo nogal frondoso. Bajo ese árbol patriarcal
suele jugar Leíto, en las claras noches de luna o en las doradas tardes estivales, con
las niñas del vecindario.
Tengo una muñeca
vestida de tul…
Blinca la tablita
que yo ya la blinqué.
400 Los cuentos de Adán Torres

Leíto no juega futbol. Tampoco lo permitirían su abuela y su madre.


Cuando algún muchacho se burla de Leíto, él por toda respuesta le muestra la
lengua, abriendo grandemente los ojos.
***
Leíto es dictador en su casa; dueño y señor. No se mueve una brizna en ella sin
su consentimiento.
—Señora Avelina, véndame huevos —le dice alguien.
—Consultaré a Leíto. Espere usted.
—Leíto, véndeme una gallina.
—No se puede, señol; es pala la fiesta de nuestlo patlono San José.
En un corral próximo a su cocina, Leíto cría cerdos, los cuales tienen la oreja
derecha partida en triángulo; es que Leíto les hace esa operación cuando son
todavía cochinillos, como una señal. Nadie más posee cerdos en Cony con la oreja
partida en triángulo. Cría, asimismo, muchas gallinas y pavos, los que duermen
en las ramas de los árboles de la huerta cercanos al patio. En Cony no construyen
gallineros. El único enemigo que tienen allí las gallinas es el canchul (zarigüeya),
que apresándolas con su larga cola prensil las rapta por las noches al bosque.
Entonces, se ofrece el caso patético de escuchar, a altas horas de la noche, los gritos
lastimeros de un gallo o de una gallina que arrambla el canchul, sin que los dueños
puedan prestarle auxilio; hasta que los gritos se pierden en la lejanía.
Leíto lleva cuenta minuciosa de sus animales. Sabe cuándo va a parir tal o cual
chancha. Qué pavas o gallinas van a poner cada día. Cuántas están cluecas…
Tiene un perro. Se llama Clavel. Leíto le puso ese nombre, después de haber
dudado mucho entre Geranio y Jazmín. Es un perro grande, negro, celoso guardián
de la casa y la huerta de Leíto. Este le da de comer en su propia mesa —pequeño
mueble colocado al centro de la cocina penumbrosa—, como si se tratara de una
persona; de modo que en los instantes de las comidas aparecen sentados a la
mesa, a un lado Leíto y al otro Clavel, con sus largas orejas puntiagudas.
En su mayor parte, las gallinas y cerdos que Leíto cría son muertos en las
fiestas patronales de San José.
Cuando una epidemia de tos negra aniquilaba como Herodes a los niños del
pueblo, doña Lorenza y Avelina pusieron a Leíto bajo la protección de San José,
patrono de Cony. El muchacho escapó milagrosamente de la peste, por lo que
aquellas mujeres, en agradecimiento a San José, rogaron al señor cura para que
Leíto fuese considerado mayordomo vitalicio de ese santo.
La celebración de las fiestas patronales tiene caracteres de terremoto en la casa
de la familia Bujanda. Doña Lorenza y Avelina, con dos o tres meses de anticipación,
bajan al valle, al trapiche de uno de sus parientes, a elaborar chancaca, aguardiente,
guarapo (jugo de caña fermentado)… Sacrifican además de pavos, gallinas y cerdos,
un buey; este último comprado con los ahorros hechos durante el año. Leíto, por
cierto, es el eje de tales afanes: ayuda a preparar los potajes; prueba su condimento
Francisco Izquierdo Ríos 401

con una especial cucharita de plata que lleva en el bolsillo pectoral de la camisa,
mata torciéndoles el pescuezo a las gallinas, y a los pavos cortándoles la lengua,
para lo cual, previamente, los emborracha con vino, haciéndoles beber el licor
ceremoniosamente, como un diosecillo de la mitología bárbara, en una copita de
cristal, en el patio.
Una semana antes de cada 19 de marzo, día de San José, por el amanecer, la
banda de músicos del vecino pueblo de Ponaya —treinta cholos emponchados,
con gruesas bufandas, sin sombreros, hirsutos, con retorcidos instrumentos de
metal como bejucos, platillo, triángulo, redoblantes, bombos— escandalizan a
Cony con una violenta diana, seguida de huainos y marineras y de uno que otro
cohetón que revienta con estruendo de granada en el espacio, frente a la chata
casa de Leíto. Las gallinas aletean asustadas, los perros ladran, los caballos corren
lanzando coces; los gorriones, los zorzales, huyen de las huertas al bosque, en
alocado vuelo.
Así se inician las fiestas patronales en Cony.
Leíto, en esta ocasión como en las Fiestas Patrias, viste la mejor ropa: pantalón
corto, chaqueta con botones hasta el cuello, medios zapatos, calcetines hasta las
rodillas y un fino sombrero de paja ceñido por ancha cinta con los colores de la
bandera peruana.
Así va —en este caso sin sombrero, pero bien peinado, con una raya como
carretera al medio de la cabeza— en la procesión de San José; antecede a los demás
mayordomos, llevando el pendón de la iglesia. A él, como mayordomo principal,
le corresponde ese honor.
Su abuela, su madre y otras personas contratadas ex profeso, sirven la mesa en el
banquete central de las fiestas, al que es invitado casi todo el pueblo. Leíto, sentado
entre el señor cura y el señor alcalde, preside la mesa; de cuando en cuando se levanta
a dar órdenes o llama a su madre y le habla al oído.
La casa rebosa de gente: la sala, el patio, la cocina, la huerta. La banda de
músicos sopla y sopla sus tonadas bullangueras en el patio.
Al comenzar el almuerzo, Leíto se pone de pie y dice: “Señoles, es hola de
tomal y comel. Están en su casa. Señol cula, señol alcalde, señol gobelnadol”.
Ya caldeados los ánimos por las frecuentes libaciones, el gobernador se levanta
copa en mano y dice: “Señores, os invito a tomar esta copa por el gran Leíto”.
“¡Por el gran Leíto!”, recalcan todos en coro, con las copas en alto. “¡Por el gran
Leíto!”.
Leíto, humildemente, insinúa: “Pol nuestlo glolioso patlón San José”.
“Por él y por ti, Leíto”, autoriza, gravemente, el señor cura.
Luego, al maestro de escuela, quien acostumbra empinar el codo y que en el
banquete, sabe Dios por qué razones, se muestra parco en el beber, Leíto le dice
sonriendo: “Emboláchese no más, señol maestlo. Con confianza. Está en su casa.
Emboláchese”.
Todos ríen, celebrando la indudable picardía de Leíto.
402 Los cuentos de Adán Torres

Lámpara de aceite
A José Felipe Valencia-Arenas

E ra una enorme huerta con árboles frutales. Entre la pequeña casa de paredes
de barro y techo de palma y el alto muro que cerraba la finca a la calle, había
un espacio claro, como patio, con rosales, geranios, violetas, claveles y un
coposo mango, a un costado, parte de cuya sombra caía sobre un lado de la casa.
Palomas y otros pájaros, alguna que otra escondida víbora y doña Urfa vivían
en ese predio boscoso de un apartado barrio de la ciudad. La anciana continuaba,
así, en un parecido ambiente, su existencia transcurrida en la Selva amazónica.
Había retornado a su ciudad natal después de una ausencia de cincuenta años.
Todos sus parientes eran ya polvo en el cementerio.
Doña Urfa se fue adolescente, tras un hombre, a las selvas del caucho… Borras-
cosa vida de Magdalena la suya en aquellas remotas tierras ásperas deslumbradas
por el auge del oro negro… El dueño de la finca no se preocupó por saber nada de
su pasado; cuando, de manera casual, la conoció, le cedió su arrinconada propie-
dad para que la cuidara.
La anciana vivía allí sola. Apenas tenía su cama y una lámpara, la que, por
las noches, brillaba en la oscura habitación como una luciérnaga del bosque…
Lámpara confeccionada de una concha de caracol, con aceite de higuerilla y mecha
de algodón, sobre un delgado soporte de madera, como todas las lámparas que usa
el pueblo en las tierras de la Selva peruana que no tienen luz eléctrica.
Era alta, con cintura de avispa, con color de tierra parda, negros ojos no muy
grandes, largo y abundoso cabello como pedazo de sombra nocturna. Cuando
moza, Urfa Lavajos tenía la vanidad de compararse a las palmeras. Efectivamente,
su talle poseía esa esbeltez… Aunque de rostro no muy agraciado, había en ella algo
de fascinante… y, ya en su ancianidad, mantenía aún el aire de lejanos encantos,
si bien con un permanente rictus de incredulidad y desdén, propio de una mujer
que había vivido tanto, para quien no existía ya nada en este mundo que podría
causarle asombro.
Francisco Izquierdo Ríos 403

Casi no conversaba con nadie. Solitaria, iba por agua a los manantiales de
las afueras, con el cántaro de barro en la cabeza. Algunas noches, con un amplio
pañuelo de seda de colores en la espalda, a modo de chal, olorosa al penetrante
perfume que en un diminuto frasco había traído de Iquitos, la legendaria ciudad
peruana del caucho, se dirigía al centro de la población, a la calle de las tiendas de
comercio, como una vieja mariposa, como una vieja libélula, como un ave rara.
En las noches de luna le placía pasear por la huerta de gigantescos árboles o en el
patio coloreado de flores.
Pero la anciana hetaira volvió a rendir culto al amor en aquella pequeña casa
de paredes de barro… Sigilosamente, bajo el misterio de la noche, iniciaba a los
adolescentes en los secretos de Eros.
Una tarde, con cielo encapotado de nubes, sofocante calor, ráfagas de viento
que chocaban contra los ramajes de los árboles, la vieja Urfa sintió escalofríos…
luego, al anochecer, fiebre. Se acostó, encendiendo la lámpara. Antes, cerró con
tranca la puerta; no estaba, esa noche, para nadie. Después de rayos y truenos
horrísonos, la tormenta se precipitó en lluvia torrencial agitada por fuerte viento;
sonaba estruendosamente en la boscosa huerta. La vieja ardía en fiebre. Se agravaba.
Penosamente veía la lámpara, oía algo de lluvia violenta, sus ojos tenían un fulgor
azulado. Al hombre que la llevó a las tierras del caucho lo mataron otros caucheros
en las profundidades de la Selva, para arrebatárselo a ella. Hombres con ojos de
víboras… Los lupanares de Iquitos, Manaos, Belén de Pará… El centelleo de las
libras esterlinas… Precisamente, ella tenía, dentro de un pequeño baúl dorado, un
cofrecito con algunas libras esterlina todavía. Quería levantarse a apagar la lámpara,
pero ya no podía; daba manotazos inútiles en el vacío. La extraña enfermedad,
surgida tan bruscamente, la estaba acabando. Se sentía como en un desierto. El
cántaro de agua se hallaba allí no más, en un rincón… sin embargo, lejos… Su hija.
Ella, Urfa Lavajos, también tenía una hija. Ella también fue madre… La lámpara
de aceite brillaba como un puntito rojo en la tiniebla. Era lo único que veía. Casi
no oía ya la lluvia, que también iba muriendo… ¡Su hija! No sabía ni quién era su
padre. Un día, en Iquitos, la adolescente se fue, abandonándola, con un cauchero
al abismo de los bosques. Ella la siguió hasta el puerto, llorando. La lancha se
perdió en la curva del río, y ella estuvo en el puerto hasta la noche, llorando… No
supo más nada de la muchacha indómita… La vieja Urfa, en los estremecimientos
de la agonía, de repente gritó desde sus entrañas el nombre de su hija: “¡Perla!”, y
murió… En sus ojos abiertos quedó brillando un instante la lámpara como una
luciérnaga del bosque…
404 Los cuentos de Adán Torres

Los Garay

L a familia Garay vive en el segundo piso de una casa de la Residencia


Magisterial edificada al lado de un enorme plantel de educación.
Edilberto Garay y Luz Borúa de Garay son maestros de escuela.
La existencia de esta familia, peso a su no muy buena situación económica
(como la de todos los profesores), transcurre más o menos feliz. Los hijos tienen
colegio junto a la casa. Ellos, don Edilberto y doña Luz, trabajan, por las tardes, en
una escuela ubicada al otro extremo de la inmensa urbe, pero poseen automóvil,
comprado a plazos, que les resuelve el problema de la movilidad. Además, don
Edilberto es profesor en una escuela nocturna… En suma, los maestros Garay
saben arreglárselas para sobrellevar las serias obligaciones de la vida.
Es, pues, una familia sin mayores dificultades.
Una tarde, por la ventana abierta, donde doña Luz cultiva en maceteros plantas
para sazonar las comidas, se metió en la casa un conejo blanco de largas orejas. Lo
vio Pepe, el hijo menor. “¡Un conejo!”, gritó el muchacho, desbordado de alegría…
Nadie reclamó al simpático roedor. Pasó, por tanto, a poder de los Garay.
Otro día, por la puerta principal, entró un pequeño perro de raza fina, con un
collar valioso. Se dirigió, de frente, a frotarse el hocico en la falda de la abuela de los
Garay, que se hallaba sentada en un sofá. La buena señora lo cogió en los brazos…
Y allí tenemos al perro de noble casta, en el hogar de los Garay, sin que estos sepan
de dónde vino y de quién es.
En la azotea los muchachos Garay —tres, en ascendente orden de edad,
Pepe, Samuel y Mario— crían, además de gallinas, un grupo de palomas. El más
aficionado a esta clase de cría es Samuel, corpachón y vivaz. Las palomas vuelan
por todas partes, y regresan a la azotea con nuevas compañeras, multiplicando así
la alada población.
Todo el mundo sabe que es muy difícil conseguir doméstica en la ciudad, y si
ello sucede es pagándole un alto sueldo y resignándose a soportar sus caprichos.
Francisco Izquierdo Ríos 405

Sin embargo, a la señora Luz se le presentó, repentinamente, una muchacha


provinciana, tan buena, que hasta llama “Papito” a don Edilberto.
Una pareja de canarios, desde una jaula colocada en la pared, encanta el hogar
de los Garay con la cristalina música de sus gorjeos. ¿Los compraron? ¡No, por
cierto! Entraron en la casa, por la ventana.
En un anochecer los Garay se dieron con la maravilla de encontrar sobre el
aparato de radio un lorito australiano, luminoso poema de colores, perteneciente
quizá a un vendedor de pájaros. Ahora, luce su belleza de ave-flor, dentro de una
jaula, en la sala de recibo.
También —¡tenía que ser en esta familia, y no en cualquier otra del vecindario!—
se posó en el hombro de don Edilberto una paloma mensajera, con un anillo en la
pata ostentando caracteres de un idioma desconocido.
Los Garay, indudablemente están asombrados de estas apariciones extraordi-
narias en su casa… Y piensan que si esto sigue, de repente van a tener la sorpresa
de encontrar echado en uno de los sofás a un tigre o a un puma.
406 Los cuentos de Adán Torres

Tango

U n poco del día entró por la claraboya del cielorraso a la oscura y húmeda
cantina, iluminando a Carlos Trauco, quien, ante lo cual, sonrió y pidió al
mozo otra botella de cerveza.
Se acordó de su remota tierra natal. Siempre le sucedía esto a Trauco y más
cuando estaba bebido. Ante un estímulo externo, se le aparecía vivamente en el
alma cualquier paisaje o suceso de su vida.
Era empleado público en la ciudad de Tril, y como casi todos los empleados
de esa ciudad solía embriagarse de tiempo en tiempo, sobre todo los sábados.
Entonces, tambaleando, iba de cantina en cantina bebiendo más, con amigos que
encontraba o simplemente solo.
—La vida es maravillosa —dijo—. Este pedazo de día que baña mi rostro…
¡Salud por la vida! —y bebió el contenido de su vaso.
El pueblito en que nació… Con ansia retuvo su imagen desde la loma de las
afueras, cuando salió de allí una mañana en un viaje aún sin retorno… Las casas,
los huertos, el río…, las torres de la iglesia.
—¡Mozo, toca el tango Mano a mano! El mozo le informó que no había electrola
en el bar.
“Mano a mano hemos quedado…”, se fue mascullando por la calle. Entró en
otro bar… “¡Mozo, sírveme una botella de cerveza!”, dijo, sentándose junto a la
electrola.
Noche de luna lluviosa en aquel pueblito de la cordillera, a donde Trauco arribó
como empleado público. El viento y la lluvia estremecían los árboles, mientras su
gramófono-maleta (compañero inseparable de Trauco en todos sus viajes) cantaba
el tango Mano a mano en la voz profunda de Carlos Gardel.
—¡Mozo, toca el tango Mano a mano! —y le dio una moneda de cincuenta
centavos.
Francisco Izquierdo Ríos 407

Y el tango, a través de la electrola, conmovía el bar… Los parroquianos lo


tarareaban, tamborileando en sus mesas, pero solo para Trauco tenía esa canción
un significado recóndito… Aquella lejana noche de luna con aguacero… Y esa bella
mujer…
—¡Salud, por Delina!
Sí, por Delina. Forastera, como él, llegó no se sabe de dónde al pueblito.
Rechiflado en mi tristeza
hoy te evoco y veo que has sido
en mi pobre vida paria
solo una buena mujer.
La noche era como un charco enlunado… Ellos —él y ella— estaban en el
pequeño balcón de la casa, frente a un espeso bosque de eucaliptos, donde el
viento y la lluvia resonaban hondamente.
Tu presencia de bacana
puso calor en mi vida,
fuiste buena y consecuente,
yo sé que me has querido
como no quisiste a nadie,
como no podrás querer.
En la soledad del pueblito eran, Delina y Trauco, apasionados amantes. Él no le
preguntó a ella de dónde vino. Apenas se encontraron, la envolvió con la tormenta
de su cariño… El fonógrafo cantaba el tango en el balcón, mientras en los árboles
resonaban la lluvia y el viento mezclados de luna.
—¡Otra botella de cerveza! —pidió Trauco.
Delina, un día, se fue del pueblo con un comerciante forastero… Él la dejó
partir.
Moría el tango en el bar.
Nada debo agradecerte,
mano a mano hemos quedado;
no me importa lo que has hecho,
lo que hacés ni lo que harás.
Los favores recibidos….
Y Trauco se durmió en el bar, al fragor de aquella lejana noche de aguacero y
luna de su vida.
408 Los cuentos de Adán Torres

Ladislao, el flautista

—¿Oyes, maestro?
—¿Qué?
—Flauta.
Y toda la clase se sume en religioso silencio. A cual más, los muchachos tratan
de oír, levantándose de las carpetas.
—¡El Ladislau!
—¡Sí, el Ladislau!
—Solo el Ladislau, maestro, sabe tocar así la flauta.
—No puede ser Ladislao, niños. Su padre, hace poco, me ha dicho que está
ausente y que ya no regresará al pueblo. Ha ido a Chachapoyas, donde su madre.
—El Ladislau es, señor. Ha llegado ayer, al anochecer, con la lluvia. Yo lo he
visto.
La escuela es ya un revuelo.
En todos los labios tiembla el nombre de Ladislao. Y una profunda ola de
simpatía cruza la escuela de banda a banda.
—El Ladislau es, señor… Allí está su cabeza.
—Sí, maestro. Allí está, véalo, véalo usted. Está mirando por el cerco.
Efectivamente, la cabecita hirsuta de Ladislao aparecía por sobre el pequeño
cerco de piedras de la escuela.
—Zamarruelo… Vayan a traerlo.
Y tres de los muchachos más grandes de la clase van como un rayo en su busca,
y después de un rato vuelven sin haber podido coger a Ladislao. Y solo dicen:
—Señor, se escapó a todo correr, como un venado, por el monte.
Francisco Izquierdo Ríos 409

—¡Qué raro! —exclama el maestro—. Ladislao se está volviendo vagabundo.


¡Qué lástima, un buen muchacho!
Y todos recuerdan con pena al compañero que tantos deliciosos momentos
dio a la escuela con su arte. Parecía que Ladislao hubiera nacido con el divino don
de tocar flauta y de hacer flautas de carrizo como nadie.
Todos recuerdan aún que, cuando un grupo de comuneros del pueblo salió
a explorar la verde e inmensa Selva que empieza al otro lado del cerro, fue él
quien iba adelante tocando la flauta, acompañado en el tambor por Macshi,
otro muchachito, hasta la loma de las afueras, donde se despidió a los valientes
exploradores. Y, además, todos recuerdan nítidamente su inseparable poncho
raído, con color de tierra ya por el demasiado uso, y su cabeza enmarañada y
rebelde como los zarzamorales de las quebradas.
—El Ladislau se ha vuelto así díz, maestro, porque mucho le pega su ma-
drastra.
—Sí, algo he sabido. ¡Pobre muchacho!
—A mí me ha contado así señor, llorando.
—Por eso diz que vive así, señor, andando por todos lados, por todos los
pueblos.
—Ahora diz, señor, no ha llegado a la casa de su padre. Ha llegado donde la
mama Grishi.1
—Su padre ya ni cuenta hace de él diz, señor. Lo ve como a un extraño.
—Y ahora diz, maestro, se va a vivir ya en la mina.
—¿En las minas de sal?
—Sí, diz, señor.
—¿Y su madre?
—Diz, señor, que está enferma en Chachapoyas y, precisamente, él quiere
trabajar para ayudarla.
—Y por eso diz, maestro, ya no vendrá más a la escuela.
En ese momento, volvieron a oírse lejanas notas de flauta que como sollozo
de niño abandonado hacían florecer en la escuela todo un rosal de emoción
perfumado de tristeza.
¡El corazón de los niños estaba en suspenso!
En la huerta, bañada por la luz de oro de un jovial sol mañanero, hasta los
finos álamos parecían agobiados de pena.
Ladislao, el Flautista, se alejaba para siempre de la escuela.

1 Mama Grishi. Señora Griselda.


410 Los cuentos de Adán Torres

Cuento de Navidad

E n la ciudad, especialmente en sus calles centrales, el alborozo de la víspera


pascual estaba en su máximo apogeo. Hombres, representando barrigudos
Papás Noel, de rojo vestido y selvosas barbas blancas que les llegaban hasta
las rodillas, invitaban a los millares de transeúntes desde las puertas de las tiendas
a entrar en ellas, colmadas de infinita variedad de juguetes.
Arbolitos de Navidad lucían en las vitrinas hermosamente, con pequeñas
lámparas en las ramas, con pintorescos cuadros del portal y la aldea de Belén en
torno, el Niño Jesús, María y San José, la vaca, el buey, el asno, los rústicos pastores,
casas, huertos… Muñecos automáticos tocaban violines, flautas, acordeones…
Muñecas grandes y pequeñas mostraban su encarnado esplendor, aún las había
negras como el ébano; algunas movían graciosamente los ojos… Perros, osos,
jirafas, tucanes, elefantes, llamas, cebras, tigres, vicuñas, leones, de algodón, de
metal, de lana, de mármol, de madera, de vidrio. Un polícromo mundo de cuento,
que las gentes contemplaban fascinadas, sobre todo los niños.
Asimismo, cual maravillosas poblaciones en miniatura, las plazas y los parques
se hallaban cubiertos de casetas de madera con trencitos, carritos, caballos, fusiles
y muchísimos otros juguetes diversos. Aún en las aceras de las calles vendedores
ambulantes ofrecían pequeños Papás Noel de plástico con rojas lamparitas a la
altura del corazón, barquitos en fuentes con agua, ratoncitos veloces, palmeras
con monitos agazapados en los troncos.
Radios y fonógrafos hacían escuchar villancicos típicos y de otros pueblos del
mundo.
La Pascua Navideña es la fiesta más encantadora de la humanidad.
Entre el abigarrado gentío se movía Cristóbolo Pisfil, humilde empleado
público de uno de los tantos ministerios, cuyo miserable sueldo no le alcanzaba
ni para dar el pan necesario a su hogar. Tenía cuatro hijos, tres varoncitos y una
niña… Y ese día, en el tradicional reparto de juguetes a los empleados de su
Francisco Izquierdo Ríos 411

ministerio, se habían olvidado de él… Pisfil deambulaba desalentado por entre


la alegre muchedumbre. No podía comprar ni siquiera un patito de algodón…
Anochecía ya. Cristóbolo subió al tranvía que le conduciría a su casa. Se acomodó,
ensombrecido, en el rincón de un asiento. Los demás pasajeros iban cargados
de paquetes navideños… De pronto, en uno de los paraderos subió un anciano
vestido de negro y con barba ligeramente blanca, y se sentó junto a Pisfil… El viejo,
provocando oceánica envidia en el pobre empleado, comenzó a contar, extrayéndo,
de uno de sus bolsillos, varios billetes de cien y quinientos soles… y sucedió que al
volver a colocar los billetes en el bolsillo del saco, por equivocación, no lo hizo en
el suyo, sino en el de Pisfil…, este sintió lo que estaba ocurriendo, y, asombrado,
no sabía qué hacer… pero, en la próxima estación se levantó, tocó el timbre y bajó,
casi temblando… Entró en una tienda… tenía dos mil soles en el bolsillo… y en su
alma, una agradable sensación de fábula.
412 Los cuentos de Adán Torres

Una luz en la noche


Toda ciudad tiene sus historias, su historia

“ ¡Esa luz!”, dije a la dama, ante un rojo farolito que velozmente corría y se perdía
en la oscura noche por la rocosa falda de un próximo cerro de la cordillera.
”Es de Fanela Sabarbí”, me contestó.
Las montañas que rodeaban a la ciudad parecían torreones fabulosos. Algunas
lámparas hogareñas parpadeaban a través de las ventanas en la población, así
como los luceros en el sombrío firmamento.
”Hace muchos, muchísimos años, Fanela Sabarbí era la muchacha más bonita
y más alegre del lugar— me contaba la dama, en el balcón de la casa, desde donde
se dominaba el paisaje de la ciudad y sus alrededores.
”Había que verla en un baile…, ¡la reina, señor! ¡La reina!… Todos los hombres
la cortejaban.
”Una mujer mimada de la sociedad. Ninguna fiesta se celebraba en esta ciudad
sin la presencia de Fanela Sabarbí. En los paseos campestres destacaba como ama-
zona, en su airoso caballo blanco, con su elegante traje de montar, con su cuerpo
escultural.
”El canto de todos los pájaros estaba en su voz. Todo el cielo, en sus ojos… En
suma, una regia mujer, uno de esos seres extraordinarios, rebosantes de gracia y
optimismo, que hacen olvidar lo perecedera que es la existencia.
”Fanela tuvo un gran amor. Un joven forastero, como usted… Pronto debían
casarse… Pero el joven, de la noche a la mañana, retornó a su lejana tierra. Y Fanela
Sabarbí se volvió triste como un ciprés. No le gustaban ya las fiestas. Se hizo asidua
concurrente a la iglesia… El joven no regresó más. Y una tarde, después de un
torrencial aguacero, Fanela desapareció, misteriosamente, de su casona y la ciudad.
”(La niebla comenzaba a velar las altas montañas y la población; aun una de
sus alas pasaba rozándonos, en la ventana).
”Y la luz que acaba usted de ver —concluyó la dama— es la lámpara de Fanela
Sabarbí. Está encantada, en el espacio rocoso de ese cerro”.
Francisco Izquierdo Ríos 413

El gallo
A Antonio Cornejo Polar

C argado de paquetes, mi amigo Natalio Blas se sentó, de pronto, junto a mí en


un tranvía de la línea Lima-Callao. Ya en marcha el tranvía, Natalio comenzó
a reír en voz baja. No podía contenerse.
“¡Ij, ij, ij, ij!…“.
“¿De qué te ríes?“ le dije.
“De nada“ me contestó.
Pero Natalio continuó riendo. Después de un rato me dijo:
“Me estoy riendo de un gallo”.
“¿De un gallo?“
“Sí, hombre. De un gallo. ¡De mi gallo!“.
Y me contó de corrido, al ritmo de la marcha del tranvía, la siguiente historia:
“No hace mucho estuve en Cajamarca. Allí un amigo me regaló un pollito. Cuan-
do llegó a la fonda con el obsequio, todos nos reímos, ante lo cual él, también ri-
sueñamente, dijo: ‘Ahora se ríen de este animalito, pero dentro de algunos meses lo
verán convertido en todo un señor gallo, con hermoso plumaje y sólidas espuelas’.
“Por el pollo nadie habría dado un centavo. Parecía como recién sacado de una
olla hirviente; apenas tenía un oscuro esbozo de plumas en las alas y en el pecho.
Era una criatura estrafalaria, una caricatura de pollo. Pero, en fin, de todos modos
constituía algo con que debía llegar a casa.
“Como por esa época se hallaba en boga aquel colombiano porro bullanguero,
El Caimán —en Cajamarca y en todos los pueblos norteños del Perú lo cantaban,
silbaban y bailaban con furor—, unánimemente los tres amigos que formábamos
la cuadrilla de viajeros le pusimos al pollo ese nombre: Caimán.
“Con las patas amarradas, Caimán viajó en el carro junto a mí y al chofer.
Oportunamente le daba yo su ración de maíz, extrayéndola de mis bolsillos, y a
414 Los cuentos de Adán Torres

ratos para hacerle descansar de los golpes y sacudones del vehículo, le llevaba en
la mano. En Casma, en el lavabo del hotel donde nos hospedamos, le hice tomar
agua y lo bañé ligeramente, luego lo encerramos con llave en el carro, durmió en
el garaje. Al día siguiente, por la mañana, a la hora de nuestra partida, nos jugó
una mala pasada: saltó por la portezuela abierta del carro a la calle, no sé cómo
demonios había conseguido desatarse de la soga que le ceñía. Corrió por la calle
con las alas y el cuello extendidos. Logramos atraparlo a dos cuadras del lugar,
cerca del mercado, por supuesto tras un escándalo mayúsculo; la gente se reía a
carcajadas.
“Ya en mi casa, en el Callao, mis hijos —dos pilluelos que equivalen a diez— lo
acogieron con verdadero júbilo. El pobre Caimán estaba, a pesar del cuidado que
le prodigué, con las patas y el cuerpo renegridos; tenía aún a la altura de la rodilla
izquierda una herida que sangraba. Los chicos lo lavaron con agua salada tibia,
le vendaron las patas y lo soltaron. El pollo, como si nada tuviera y no sintiese
el cambio de ambiente —de la Sierra a la Costa—, recorrió vivaz el patio, cazaba
gusanillos y, al anochecer, de un salto se encaramó a la pequeña higuera que había
en una esquina.
“Mis hijos hicieron del Caimán el centro de sus atenciones y juegos. Para todo
era el Caimán. Sixtilio, el menor, le seguía por el patio y los corredores, con las
manos en la cintura, bailando y cantando:
Se va el caimán,
se va el caimán,
se va para Barranquilla…
“Comía con envidiable apetito. Se banqueteaba con los desperdicios de la
cocina. Le dábamos, además, lechuga, maíz, arroz, vita-ovo. Paseábase por las
habitaciones. Estaba muy engreído. Se convirtió en el mimado de la casa. Y lo más
asombroso: lentamente se fue transformando, adquiriendo una gallarda estampa;
primorosas plumas rojas y negras le fueron brotando como por milagro en todo
el cuerpo, lo mismo que el dorado botón de su cresta. Se iba metamorfoseando
como El patito feo de Andersen.
“Caimán infundía ya respeto. Había cambiado su modo de andar y de comer:
lo hacía con cierto orgullo y con roncos gorgoritos altaneros.
”En uno de esos amaneceres oímos un sí y no es de canto de gallo, feo canto,
entrecortado, de aprendiz, que nos hizo sonreír. Era el Caimán. Asustado este de su
propia voz, se tiró de bruces de la higuera y corrió por el patio aleteando, gritando;
serenose luego y permaneció algunos minutos en un rincón, avergonzado. Durante
una semana enmudeció. Hasta que en otro amanecer volvió a cantar y ya no se
asustó; su canto fue más limpio, más completo, aunque no del todo perfecto, le
faltaba algo todavía.
“Los muchachos, al darse cuenta de que su gallo ya cantaba, se alegraron
bastante y lanzaron hurras en su honor. Caimán, a partir de ese acontecimiento,
cambió mucho en sus modales, se tornó más serio, más pudoroso. Por la mínima
cosa volvíase colorado, su rostro y su cresta se llenaban de sangre.
Francisco Izquierdo Ríos 415

“Una tarde, jugando los muchachos troncharon la higuera donde dormía.


Tadeo y Sixtilio sintieron lo acaecido, pero luego, ¡muchachos al fin!, se pusieron
a cantar aquella copla mejicana:
Ya se cayó el arbolito
donde dormía el pavo real…
“Desde entonces Caimán duerme sobre un cajón en el corredor de la cocina. Y
ahora es un soberbio gallo que saluda a la aurora con su potente canto de tenor.
Tiene una cresta grande como bandera. Le van saliendo los pitones. Está más
engreído. Parece un príncipe hindú, un maharajá. No come sino carne, tallarines
cocidos o miga de pan remojada en leche. Y eso cuando se lo doy yo, en mi mano.
A la hora del desayuno y el almuerzo, si me distraigo en atenderlo, me pega un
picotazo en la pierna, haciéndome ver la Osa Mayor. Me cuentan mi mujer y
mis hijos que, cuando por alguna circunstancia no como en casa, el gallo da de
picotazos a mi silla vacía, luego súbese a ella. El maíz, la lechuga, el arroz, el vita-
ovo, su deliciosa comida de antaño, merecen hoy su más alto desprecio. Hace en
casa lo que le da su real gana. Duerme la siesta bajo mi escritorio, sobre el sofá, en
las sillas…
“Cuando escuchamos música por radio, se sitúa entre nosotros, se echa con
la cabeza levantada y el oído atento, cual si estuviera apreciando la audición con
sumo interés, parece que su preferencia se inclinaría por la música peruana, y
por los tonderos y huainos sobre todo, pues cuando los oye se entusiasma
ostensiblemente. Pero lo más extraordinario es que apenas raya el día, después
de saludarlo con su canto sonoro, sube a la ventana de nuestro dormitorio y
picotea —toc, toc, toc— al vidrio de ella, como queriendo decir que ya es hora de
levantarse; en seguida se pone a mirarnos insistentemente a través del cristal con
esos sus ojos amarillo-rojizos de piedra preciosa… ¡Te imaginarás lo que significa
tener al otro lado de la luna de la ventana del dormitorio los ojos duros, fríos, de
un gallo!
“Como el Año Nuevo está próximo, hace poco lancé la idea de que deberíamos
comerlo en tan magna fecha. Una encendida protesta fue la contestación: mis
hijos, mi mujer piensan que a ese gallo no se le debe matar nunca. Y la cocinera aún
es de opinión que en el día se le debe comprar una gallina, pues dice que cuando
ella entra en la cocina por las mañanas, el gallo le hace unas manifestaciones muy
curiosas… ¡Ij, ij, ij, ij!”.
“¡Tu gallo es maravilloso!”, le dije a Natalio y bajé en el paradero de Bellavista,
¡No debes matarlo nunca!”.
Pegado a la ventanilla de cristal del tranvía aparecía el ancho rostro de Natalio,
inundado de risa.
416 Los cuentos de Adán Torres

Pablo Lucero

T odos los días, por la oración, Pablo Lucero se lava, se peina, se acicala, se
perfuma, ensaya ante el espejo su habitual sonrisa, y sale a la calle. Su
buena tía —la única persona con quien habita la casa— le deja ir.
El resto del día labra la tierra en la campiña de los contornos de la ciudad.
Vive en un barrio apartado… Generalmente viste ropa de oscuro dril, sombrero
de paño granate, bufanda blanca, alpargatas y bastón con empuñadura de oro. Los
días domingos o feriados se pone un basto terno de casimir azul, corbata violeta y
pañuelo celeste emergiendo del bolsillo pectoral del saco.
Camina despacito y habla del mismo modo, con acento infantil.
Todo el mundo lo conoce… Cuando usted, querido lector, vaya a la ciudad de
Corobamba, lugar de nuestro personaje, si en un baile enamora a varias muchachas
a la vez, le dirán: “¡No sea usted Pablo!“, o bien ”¡No pablee usted!”. Han inventado
en Corobamba el verbo “pablear”.
Precisamente todo ello se origina de Pablo Lucero. Así como hubo un Don
Juan, infatigable amador, o el novelesco personaje Licenciado Vidriera, que se creía
de vidrio, hay en la ciudad de Corobamba un Pablo Lucero, que se cree amado de
todas las hijas de Eva.
Escribe cartas a las mujeres, diciéndoles que su pasión es inmensa como el
mar. Echa las cartas, sigilosamente, por debajo de las puertas.
Va tras cualquier mujer por la calle, a cierta distancia y con su andar
silencioso.
Se pasa horas enteras bajo un balcón o una ventana, espiando a la muchacha
o muchachas que viven allí.
A pesar de su habitual sonrisa irónica y del húmedo brillo de sus ojos, no tiene
nada de sátiro. En el palacio iluminado de su gran corazón platónico están las
imágenes de todas las mujeres.
Francisco Izquierdo Ríos 417

Él trabaja, sostiene a su anciana tía. Pero el otro Pablo Lucero no tiene reme-
dio.
Cuando las mujeres salen de misa, en la Catedral, él, desde el atrio, inmóvil
como una estatua, les mira y sonríe a todas…, luego va tras sus sombras.
418 Los cuentos de Adán Torres

Bajo la lluvia

A manecía y anochecía lloviendo.


Algunos días, por instantes y por sectores, desaparecía la lluvia, dejando cla-
ros brumosos, a través de los cuales se perfilaban oscuras masas de árboles,
pueblos y cerros; luego esos espacios eran nuevamente tapados por aquella. La llu-
via era, pues, como un toldo gris que se rompía y remendaba a la vez sin demora.
Las golondrinas apenas se aventuraban a volar entre la iglesia y la lluvia. Los
niños llegaban, como las golondrinas, tímidamente a la escuela por en medio de la
lluvia densa; unos pocos niños, cubiertos con ponchos de lana y embarrados, ya que
el resto optaba por quedarse en sus distantes chozas, a causa de la lluvia y porque,
además, por ella el río y los torrentes del valle estaban peligrosamente crecidos, los
caminos convertidos en lodazales terribles.
La plazuela, con su bajo y frondoso naranjo al medio, estaba casi borrada;
lo mismo el grueso chorro de agua, que por un canal de madera fluía hacia
un pequeño encajonado de piedras, al frente de la cárcel, si bien se distinguía
opacamente su voz dentro del rumor general del aguacero. Daba gusto contemplar
ese chorro en los días de sol, parecía fantástico lingote de plata, a cuyo rededor
hacían turno las aguadoras con sus cántaros de barro a la cintura.
En el local de la escuela, sobre la cárcel, los escasos muchachos cogían difícil-
mente las palabras del maestro, perdidas en el estruendo de mar de la lluvia; gotas
de esta caían aún intermitentemente en algunos sitios de la amplia sala por agujeros
del techo, distrayendo la atención de los alumnos, muchas de ellas también logra-
ban pasar a la penumbrosa cárcel, perforando el cielo raso o por las rugosas paredes.
Se subía al colegio por una escalera alargada como pescuezo de jirafa. Junto a la es-
calera se encontraba el cuartel de la guardia civil y, a unos pasos, la cárcel.
En el cuartel, asimismo, caía la lluvia.
El edificio de dos pisos y de tejas, que se levantaba al borde de la plazuela, y en
el cual funcionaban la cárcel, la escuela y el cuartel, era un armatoste duramente
Francisco Izquierdo Ríos 419

castigado por el tiempo y la incuria; la baranda de su largo y angosto balcón, con


el escudo de la escuela prendido en la reja como un broche, significaba un riesgo
permanente, debido a su avanzado apolillamiento. Por eso le era fácil a la lluvia
meterse en aquella vieja casona.
Tres guardias civiles formaban la dotación del cuartel. Mataban el aburrimiento
jugando a las cartas y fumando cigarrillos. Uno de ellos, suspendiendo el juego de
rato en rato, con los naipes en la mano, se iba a ojear a los presos sepultados en
el fondo de la cárcel; o llegaba otro, de algún recorrido por los pueblos vecinos,
a caballo, como un fantasma, con solo los ojos libres por entre una abertura del
negro y basto poncho enjebado, arrojando al desmontar en la puerta del cuartel,
como un disparo, una palabrota a la lluvia. Caballo y guardia chorreaban agua y
barro.
El anciano subprefecto, envuelto en una manta de vicuña y sentado en un
sillón, un tanto al interior de su despacho, miraba profundamente la lluvia, como
si anhelara desentrañar su misterio. La lluvia bailaba locamente delante de él.
Uno que otro perro, asno, cerdo, gallo, se mantenía resignadamente en las
aceras de algunas casas, mientras que debajo de los aleros cabeceaban su filosófico
sueño los búhos.
Fuerte olor a tierra húmeda de pared atosigaba la cárcel, ese olor de tierra
polvorienta, mezclado con humores de hombre, de cucarachas, de ratas, de los
presidios.
El cura, un cincuentón alto y flacuchento, miraba, como el subprefecto, caer
la lluvia desde la puerta de su casa pegada a la iglesia, alentando mala opinión
contra el aguacero pertinaz, de tantos días que le impedía visitar las aldeas de
su parroquia y que producía ostensible baja en la concurrencia de los fieles a
los ejercicios religiosos; apenas llegaban unos cuantos hombres y mujeres, con
zuecos y amparándose con cueros de carnero sobre la cabeza… Las campanas de
la iglesia, tocadas por el mismo cura, llamaban en vano; sus voces se ahogaban
melancólicamente como balidos en la vasta y desolada extensión de la lluvia.
Detrás de la iglesia había un espeso higueral, que se dilataba hasta la encañada
del río. En ese higueral sonaba más el aguacero.
De pronto se abrió el día como una inmensa flor sobre el torbellino de vapores;
un gavilán pasó gimiendo por el cielo de la plazuela; en la copa del frondoso
naranjo del centro de la plazuela, el sol brillaba con alegría infinita, claridad que
desde el árbol, atravesando los delgados cortinajes de vapores, iba directamente
por un espacio de la reja de la cárcel a iluminar el rostro de un preso acurrucado
en su camastro ceñido a la pared; el preso pestañeó y dejó que su mirada viajara
por el chorro de luz solar, enterándose de que el naranjo resplandecía como un
árbol de oro y más allá, por sobre las casas, vio el camino rojizo que, serpenteando
por la montaña verdeoscura, conducía a Colla, su remoto pueblo natal. Desde que
le encerraron en la cárcel no quería mirar esas cosas… Pero ahora, esa claridad
inesperada… ¡Qué hermoso era el mundo!... ¡Bello el lago, en que se refleja su
pueblo! Donde cazaba patos salvajes en los amaneceres y pescaba por las noches…
420 Los cuentos de Adán Torres

Precisamente, allí lo mató… Lo llevó lago adentro en la canoa con el engaño


de pescar, como iban siempre. La luna nueva alumbraba débilmente la noche.
Reinaba un silencio espantoso. Ni brisa había. Los nevados picachos de la cordillera
sobresalían como fabulosos gigantes… Después de una ligera turbación, alzó el
pesado remo y en menos tiempo en que se enciende y apaga un relámpago le
destrozó el cráneo… y lo arrojó a las aguas con una piedra amarrada al cuello…
Pero el pobre Ascencio Puscán, en realidad, no tenía la culpa; forastero, llegó un
día cualquiera de los valles cálidos al cordillerano pueblo de Colla, abatido por el
paludismo; él le abrió su casa…, allí sanó y siguió viviendo y… allí se consumó la
traición… Perversa, su mujer. Perversa, que aun lo denunció a la guardia civil, por
sospechas, a pesar de que le había dicho que Puscán resolvió, de un momento a
otro, volver a su tierra “esa noche de luna nueva y de pesca”, cuando ella estuvo
en la casa de sus padres. Rogelia, pues, no le creyó. Se quedó mirándole con
sus ojos como de hembra de puma… Él negó ante la policía, pero el cadáver de
Puscán, en esos días no más, fue encontrado flotando en el lago por un pescador;
la piedra se había desprendido de su cuello… Durante semanas premeditó su
venganza. Pensó matar a los dos a balazos…, pensó muchas cosas… Rogelia se
entregó apasionadamente a Puscán. Atraída quizá por su modo de ser, silencioso,
su mirar dulce, triste de soledad. ¡Ah, el hipócrita! Mosca muerta… Pero no fue
Puscán. Fue ella, Rogelia, la pérfida. Sin embargo, Puscán también. Pues no tuvo
la suficiente hombría para evitar esa tremenda ofensa a la hospitalidad, al amigo.
Pudo haberse marchado sencillamente. ¡Su casa, a orillas del lago, con huerta de
eucaliptos y nogales! Su pequeño caballo moro en el que trajinaba los caminos…
Sus chacras…, su mujer, la Rogelia, la terrible Rogelia, a quien, muchacha todavía,
dio el primer beso, sorpresiva y violentamente, en el manantial de las afueras del
pueblo, cuando ella fue por agua con su cántaro y estaba asomando la luna llena,
redonda, triunfal… ¡Y su hijita, su Exilda, tan alegre, tan bella como su madre,
como flor de retama de las colinas!… ¡Oh!
Ricardo Gárate no pudo más, rompió a llorar con las manos sobre el rostro.
Los otros presos que, como rumiantes, masticaban sus bolos de coca, se en-
cogieron de hombros. Uno de ellos, sin embargo, comento irónicamente: “¡Mató
por un amor falaz!”. Era Patricio Huañambal, que conocía la historia de Gárate, un
mozo pletórico de vida; se hallaba de pie, con los brazos cruzados, junto a la puerta
y siguió comentando: “Matar por una mujer es cobardía. Ricardo —dijo a Gárate,
acercándosele—, debiste haber dejado libre a Rogelia, haberte ausentado a tierras
lejanas y rehecho tu existencia con otra mujer. La vida es fuente inagotable de recur-
sos, el mundo amplio. ¿Has visto un rosal a las luces del amanecer? ¿La laderas de
los cerros cuando está anocheciendo? ¿Al cóndor volando en una media tarde por
sobre las cumbres blancas de nieve? La vida es bella, mi querido amigo. La Tierra…
¡Bella! —calló un rato, luego continuó—: Rogelia no tuvo la culpa… Puscán, tampo-
co… Fueron las circunstancias, la ocasión, la tentación… Y quizá Rogelia no te quiso
nunca… ¡Eres un cobarde! El hombre no debe desgraciarse así no más”.
—¡Calla! —le dijo Gárate, mirando las rezagadas gotas de lluvia que caían
turbias como escupitajos en el centro de la habitación. Es que yo amaba mi casa.
¡Para mí era todo mi hogar! Ya quisiera verte en un caso igual…
Francisco Izquierdo Ríos 421

—Procedería como te acabo de decir… Se mata o se pelea por algo que valga la
pena… Yo estoy aquí, por haber defendido los derechos de mi pueblo…, por haberle
salvado de un tirano, un hacendado implacable robador de tierras…, explotador de
la pobre gente… Fue una tarde ensombrecida de nubes, en un recodo del camino…
Sí, una tarde ensombrecida de nubes… Un fuerte viento doblaba los árboles…, el
gran terrateniente abusivo iba por el camino como siempre, con sombrero de paja
alón, con polainas, carabina a la espalda, en su conocido caballo negro, de espesa
crin y trotar brioso…
Ricardo Gárate volvió a sollozar, exclamando: “¡Estamos perdidos, hermanos!
¡Por toda la vida! ¡Para esto no hemos debido nacer!...”.
Patricio Huañambal lo miró con desprecio.
—Déjale, Patricio —terció, indolentemente, uno de los presos desde su camastro.
Tú piensas y sientes de un modo y él de otro modo.
Nuevamente la lluvia sepultó a Pisay, capital de una provincia serrana del Perú.
422 Los cuentos de Adán Torres

Páramo

L a luna llena está asomando, por entre las nubes oscuras, como un enorme
rostro purpúreo de mujer.
Todos los habitantes de la aldea miran esa luna impresionante. Pero quien la
observa con más inquietud es el zapatero remendón Aquiles Paico, un hombrecillo
cojo y jorobado.
—¿Qué le parece la luna, vecino? —me dice con su apagada vocecilla, cuando
paso por la acera de su casa, desde la portezuela en que se halla.
—Nunca he visto una luna tan extraña, Aquiles.
—Me da miedo, vecino.
Y camina a un costado mío, con su peculiar figura, medio inclinado como
si fuera buscando algo en el suelo, con viejo sombrero de paño verde, viejo saco
gris que le llega hasta las rodillas, tosco bastón bajo el brazo. Nos detenemos en la
esquina, contemplando la luna fantástica.
—Quiero preguntarle una cosa, vecino.
—Te escucho, Aquiles.
—¿Habrá gente en la luna?
—Quién sabe…
—Yo no sé por qué creo que debe haber…
Aquiles Paico y yo vivimos en la aldea Suray, a dos cuadras del mar. La gran
ciudad de Muf no está lejos, apenas a quince minutos en ómnibus.
Como en los cuentos, su hermana menosprecia a Paico: lo ha confinado a un
cuartucho, en un extremo de su residencia. En ese cuchitril, hecho de fragmentos
de madera y de cartón, el jorobado vive y remienda los zapatos de pocos vecinos,
pues la mayoría prefiere a dos zapateros más que hay en la aldea.
Francisco Izquierdo Ríos 423

A las seis de la tarde, después de su trabajo, o en los días feriados desde tem-
prano, Aquiles se sitúa a un lado de la portezuela del enrejado de la casa de su
hermana, que también es su casa, pero que ella le ha vedado, solo le permite pa-
rarse en la portezuela… Paico permanece en ese lugar hasta muy entrada la noche,
mirando la calle por sobre la reja, con su rostro como pedazo de yermo. Cuando
paso por allí, a mi casa, lo saludo calurosamente, a modo de alentarlo, de expre-
sarle que no se encuentra tan solo.
Paico es un páramo humano.
Todas las mañanas de los domingos, por la larga calle, con su conocido indu-
mento, va a misa, a la iglesia ubicada en la plaza de armas.
En una oportunidad, mientras esperaba que concluyera de remendar mis
zapatos, me contó con su apagada vocecilla: “Cierta vez, vecino, acudí a uno de los
orfelinatos de mujeres de Muf. Me fui hasta con corbata… Antes había presentado
a la Reverenda Madre Superiora del orfelinato una solicitud, con certificados de
conducta, mi fotografía y dos mil soles oro. ¿Sabe usted para qué? Pidiéndole que
me concediera como esposa a cualquiera de sus pupilas… Yo sé que ninguna de las
mujeres de la aldea o de otro lugar puede quererme. ¿Quién puede quererme a mí,
vecino? En los orfelinatos de mujeres suelen hacer casar a las que han alcanzado
la edad conveniente… Había en el patio del orfelinato otros pretendientes, jóvenes
sanos, vigorosos, muy bien vestidos. Yo me arrimé a la sombra de un florecido
jacarandá, en un rincón del patio; de allí observaba… Era una mañana de domingo
con sol. Un lindo día, vecino… Las muchachas estaban frente a nosotros. Una me
gustaba más por garbosa, por la vida que reía en toda ella… La Madre Superiora
llamaba a los candidatos, de acuerdo a los expedientes, cada uno de ellos cogía de
la mano a la mujer elegida, y el señor cura los iba casando en la capilla próxima…
De pronto tuve miedo, vecino, tuve miedo, y escapé del edificio…”.
424 Los cuentos de Adán Torres

Selva
A Arturo D. Hernández

D iez hombres trabajábamos en ese cauchal, bajo el mando de Juan Rengifo,


aviado de la Casa Kahn y Pólack de Iquitos… Toribio López, de Chachapoyas,
Cornelio Ruiz, de Moyobamba, Benjamín Pérez, de Saposoa…
Día tras día estábamos manejando el hacha, el machete y los tazones para
recoger el látex… ¡Oh, la vida de la selva!, aburrida, desesperante, con los zancudos
fastidiosos que en todo momento nos rodeaban como nubes espesas, con el
peligro constante de las víboras, arañas, hormigas y de cuando en cuando con la
visita nocturna de algún otorongo, que a un certero disparo de Winchester caía del
ramaje gruñendo al pie de nuestras chozas.
Muchos de los compañeros, en un arranque de humor, cuando, por la oración,
llegaban los zancudos a gritar detrás de los mosquiteros: “Tiúuuuuuuuuuuuu…
tiúuuuuuuuuuu…”, les decían: “Yo no soy tío de nadie… ¡Váyanse a otra parte,
condenados!”. Y enardecidos de cólera, en las horas de trabajo, después de
aplastarlos sobre sus pies o sobre sus rostros, hasta los mascaban.
Veíamos el sol saliendo únicamente a la orilla de un caudaloso río que corría
cerca… Vivíamos, pues, como dentro de un gran toldo.
Con Ruperto Maldonado, natural de Juanjuí, llegué a intimar mucho; nos
hicimos amigos entrañables. Me acuerdo de él, como si lo estuviera viendo en
este momento, era tuerto del ojo izquierdo y tenía un grueso lunar negro en la
barbilla, siempre estaba alegre y haciendo chistes de todo, era de buen corazón,
a pesar de que dicen que “hombre con señal es malo”. Tocaba la concertina
extraordinariamente, creo que era el más grande concertinista del mundo. Con
cuánta gracia cantaba y tocaba aquella copla que refleja las penurias caucheriles:
Si quieres comer iguana
vámonos a la shiringa…

Otorongo. Jaguar.
Shiringa. Jebe.
Francisco Izquierdo Ríos 425

¡Mi pobre amigo Ruperto! Una mañana que andábamos en busca de caza, fue
tragado por una boa. Yo perseguía un jabalí, cuando escuché el grito angustioso de
mi amigo. Corrí, pero solo llegué a ver su carabina en el suelo y a la boa que huía
pesadamente, con la panza llena.
Comprendí en el acto lo que había sucedido. Y yo que soy un buen tirador, no
es por alabarme, seguí al monstruo carabina en mano, le seguí, le seguí, hasta que,
en un sitio un poco despejado, arrodillándome, le disparé en la cabeza y sin darle
tiempo le descerrajé dos tiros más a la altura del vientre. La inmensa boa, en los
estertores de la agonía, se chicoteaba violentamente, retorcíase, quebrando ramas
y arbolillos de su rededor; luego quedó muerta, temblando. Le partí el vientre con
mi cuchillo, allí adentro estaba hecho una masa mi amigo Ruperto. ¡Pobre!, ni
lloré; ¡en la Selva no se llora por nada! No hice más que encogerme de hombros y
exclamar, como si fuera un rezo lleno de resignación fatalista: “Ahora te tocó a ti,
Ruperto; mañana será a mí”.
Envolviendo en anchas hojas la masa informe que era mi amigo lo llevé al
campamento. Todos aceptaron calladamente la desgracia. Le enterramos junto a la
blanca raíz sobresaliente de un árbol de ojé, que parecía una lápida; grabamos allí
el nombre del compañero infortunado, una cruz y la fecha de su muerte.
La boa, pues, “echa hilo” al hombre y al animal; estos, sin poder explicarse qué es
lo que les sucede, empiezan a caminar hacia un sitio como si tuvieran los pies manea-
dos, el cuerpo adormecido, hasta que descubren a la boa que les mira intensamente.
Es decir, la boa hipnotiza cuando el hombre o el animal no le han visto, pero si estos la
descubren primero, pierde, como por arte de magia, todo su poder. “Echa hilo” con los
ojos muy abiertos, desapareciendo esa fuerza cuando los cierra; de ahí que la víctima
cree, por ratos, estar libre, pero no es más que una mera esperanza…
Muchos hombres se libran de la muerte por su serenidad, muerden a la boa
en el preciso momento que se enrosca en ellos; entonces, el ofidio se desenvuelve
y abandona a su víctima, muriendo luego. El mordisco del hombre es venenoso
para esta serpiente. También muchos, al sentirse arrastrados, cortan en cruz el
“hilo” magnético de la boa con su machete en el aire, quedando maravillosamente
libres de esa fuerza.
Como repito, hay que tener valor y serenidad para hacer estas cosas. Mas,
en la Selva, uno a todo se aviene, a todo se hace, se vive allí como en un mundo
mágico, donde los hechos más extraños ya no sorprenden. Nosotros, por ejemplo,
agarrábamos las crías de las boas y las hacíamos enroscarse en nuestros brazos
desnudos. Es que hay esto: si el hombre resiste sin flaquear a una de esas boítas,
por naturaleza ya forzudas, se vuelve más fuerte, la fuerza de ella pasa íntegramente
a él, sucediendo lo contrario si es derrotado. Yo he tenido la suerte de salir siempre
victorioso de esas pruebas, por eso mis brazos son duros como el acero.
Hay serpientes viejísimas parecidas a enormes troncos de árboles, están cu-
biertas de madera, de cortezas descompuestas y mezcladas con barro, donde cre-
cen hierbas y arbustos, caminan produciendo un rumor como de aguacero. Yo,
una vez, me he sentado a picar tabaco en una de ellas, creyendo que era un tronco,
y corrí al sentir que se movía.
426 Los cuentos de Adán Torres

Así vivíamos, alertas a todo peligro; dábamos un paso luego de haber meditado
primero, pues fuera de los peligros mencionados había que tener presente que
dentro de los ramajes, confundida con las hojas, se encontraba la “víbora loro”,
de veneno muy activo como el de la misma cascabel; adheridas a las hojas
estaban las bayucas peludas, que ocasionan intensas quemaduras en la piel y,
sobre todo, pegadas a la corteza de los árboles de copaiba y de jebe las ponzoñosas
chicharramachacuys, insectos ciegos, con larga y aguda lanceta en el tórax, con
la que pican volando al azar, y no se desprenden del cuerpo de su víctima, sino
cuando está muerto. Matan también con su veneno a los árboles donde viven.
Quizá por su misma ceguera están dotados estos horribles insectos de una
asombrosa capacidad sensorial; rápidamente sienten la presencia del hombre o
del animal y se lanzan al ataque, volando locamente en círculos.
Son más temidos que las serpientes. Su picadura se sana únicamente con el
acto sexual; en este caso —es curioso—, si la víctima es hombre puede tomar a la
mujer que esté a su lado o encuentre en su ruta; y si es mujer… En fin, gozan de
amplia libertad.
Me estaba olvidando del Chullachaqui. Es un demonio que tiene la particu-
laridad de transformarse en todo para tentar al hombre: en animal, árbol, agua,
piedra, en mismo hombre… Sin embargo, cuando toma la figura humana tiene
un defecto: sus pies desiguales, de ahí su nombre y de ahí también que sea fácil
reconocerle, su pie derecho es como de gente adulta, normal, no así el pie izquier-
do, que es chiquito como de una criatura recién nacida o también como pata de
tigre… Siempre nos molestaba en el campamento, sobre todo en las noches silba-
ba, tosía, hachaba, nos tiraba palos, frutos, levantaba los mosquiteros y cuando
disparábamos nuestras wínchesteres se alejaba riendo a carcajadas.
Así vivíamos, lejos del mundo…. Yo era víctima casi todas las noches de
sueños extraños, fantásticos, que perturbaban mi naturaleza; veía corros de
mujeres vestidas de transparentes velos, que bailaban bajo los árboles, cogidas de
las manos, al son de músicas dulces y luego se esfumaban; soñaba que en el río
próximo se bañaban mujeres de blancos senos y rubias cabelleras, que buceaban
y salían, que me sonreían y llamaban; soñaba que los árboles se convertían en
mujeres de formas mórbidas, insinuantes… Era atroz… Entonces, pensaba en los
bufeos de los ríos, que tienen algo semejante a las mujeres…
Los caucheros peruanos y brasileños, encerrados meses y meses en la Selva, se
veían urgidos a acercarse a las bufeas…. Yo les doy la razón…. ¡Usted comprende
que estar tanto tiempo sin mujer es una vaina!
Y en una pálida noche de luna, yo y mi infortunado amigo Ruperto pescábamos
con anzuelo en un recodo del río. La Selva aparecía en todo su esplendor, velada
apenas por el tenue cendal de sus propias exhalaciones… Las caimanas, una tras

Bayuca. Gusano cubierto de abundante pelusa enconosa.


Chicharramachacuys. Cigarra como víbora (Del quechua mach‘uay, “víbora”).
Chullachaqui. Demonio de la Selva. Palabra quechua que significa “un solo pie” o “pies desiguales”.
Bufeo. Delfín.
Francisco Izquierdo Ríos 427

otra, se dirigían pesadamente por la playa a poner sus huevos cavando junto a los
árboles, las charapas hacían lo mismo en la arena, los bufeos lanzaban copos de
espuma sacando los hocicos a flor de agua y los peces saltaban en toda la extensión
del río produciendo ruidos como rumor de besos… Un travieso vientecillo
desparramaba espesas esencias…, esencias que excitaban nuestros nervios…
De pronto, varias bufeas de torneados lomos se aproximaron a la orilla,
jugueteando graciosamente como niñas… Mi amigo Ruperto se abalanzó como
un loco sobre una de ellas… Yo hice lo mismo… ¡La Selva, señor!… ¡La Selva!
Cuando terminó su relato don Juan Panduro, viejo cauchero de la Selva
amazónica, la luna estaba ya como una garza sobre los árboles.

Charapa. Tortuga de río.


428 Los cuentos de Adán Torres

Los cuentos de Adán Torres

E ntre el personal de una escuela nocturna de Lima, hay un profesor, un viejo


profesor, que generalmente permanece callado, y ante las ocurrencias que
suelen contar sus colegas solo se limita a sonreír… Pero, de pronto, como
un surtidor, lanza un montón de cuentecillos extrayéndolos de la rica experiencia
de su vida de maestro en diferentes lugares del Perú. Súbitamente se levanta de su
silla, y paseándose y con viva mímica, como un consumado actor de teatro, narra
sus aventuras, haciendo la delicia de sus compañeros de trabajo. Esto comúnmente
acaece en el despacho de la dirección de la escuela, antes de entrar a clases.
“Una vez caí gravemente enfermo en Tq —dice Adán Torres, el original
profesor, y continúa—: Tq es la capital de una lejana provincia del país. Un pueblo
muy atrasado. Yo era allí Inspector de Educación… Me moría de fiebre, de fiebre
altísima, tirado en mi camastro. La dueña de la pensión, una modesta mujer,
solo atinaba a darme infusiones de toronjil, de manzanilla, y a frotarme el cuerpo
con vinagre; además me decía repetidamente que el grillo estaba cantando como
dobles de campanas, y que eso era mal agüero… Lo que quería decir la bendita
mujer era que yo iba a morir… En Tq había médico, pero un médico absorbido por
el ambiente mediocre, tanto que vivía en permanente turca, con un puñado de
amigotes. Ese es el peligro en nuestros pueblos para los que como empleados van a
ellos, soledad absoluta, constantes lluvias torrenciales, sin tener dónde distraerse,
situación que conduce al abismo del alcohol o a casarse con la maestra de escuela
o con la telefonista si, por suerte, hay línea telefónica en el lugar…. Yo no quería
que llamasen a ese médico. Pero un maestro lo hizo… De repente una tarde se
abrió la puerta de mi cuarto y entró el galeno seguido de sus contertulios, sin
sombreros, los rostros abotagados, saturando el espacio de denso tufo a alcohol, al
extremo que si en ese momento se prendía un fósforo ardíamos todos. El médico
avanzó hacia mí, me miró y, sin pronunciar palabra, volviose y accionando la mano
derecha, como si fuera cuchillo, sobre su cuello, quiso expresar a sus compañeros
que yo era ya un caso perdido, sin salvación… Y se salieron los tunantes, paso a
pasito como danzando, en fila india”.
Francisco Izquierdo Ríos 429

En otra ocasión, el maestro Torres se levantó de su silla y relató, en igual


forma, lo siguiente: “Como inspector de educación de la provincia de Bo, en la
visita que realizaba a los pueblos de esta, llegué a uno, llamado Huata, en un
hueco de la inmensa Cordillera de los Andes; un pueblo que no está en el mapa.
En las afueras me recibieron las escuelas de varones y de mujeres, autoridades y
demás vecinos, con la bullanga de una desaliñada banda de músicos, propia de
los pueblos serranos del Perú. Me sorprendí de ver a todos con sartas de limas a la
espalda. Bajé del caballo, y a pie, en medio de los vítores de la muchedumbre y los
aires marciales de la banda, fui al cabildo, donde me declararon huésped ilustre de
Huata. Terminado el acto, en que no faltaron discursos de los maestros y loas de
los alumnos a mi persona, empezaron a desfilar delante de mí, obsequiándome
con las ringleras de limas, que llevaban a la espalda; hombre y mujeres, viejos y
niños, todos, me entregaban las frutas, al grado que en el centro de la sala del
cabildo, donde se me daba alojamiento, surgió como por encanto un morro de
limas. Cuando se retiró el gentío, quedé meditando en lo que ello significaba;
por ratos, quería creer que aquella gente se había burlado de mí, pero saliendo
a recorrer el pueblo, y por informaciones del teniente alcalde, me enteré de que
Huata solo producía limas; todas sus chacras y huertas eran de limeros. Tierra
cubierta de lava volcánica, no podía producir otra cosa; escaseaban, por cierto, los
víveres, los que eran canjeados en otros pueblos con limas. Apenas rayó la aurora,
ensillé mi caballo y salí a todo galope de Huata, sin aceptar las runflas de limas que
los vecinos seguían ofreciéndome en las calles…”.
430 Los cuentos de Adán Torres

Florencio Urquía
A Jorge Flores Ramos

— El pobre Florencio ha muerto arrojando sangre por la boca.


—De los golpes que le ha dado don Telésforo.
—Así dicen, pues. Don Telésforo le ha dado una paliza al muchacho porque
quiso retirarse de su hacienda.
—No sean malas lenguas —interviene Nicolás Capa, limpiándose con la punta
del poncho el sudor del rostro. ¿Cómo saben ustedes que don Telésforo le ha
pegado y que de eso ha muerto? ¿Por qué no puede ser de una pulmonía?
—Si todo el pueblo lo dice, Nico. Todo el pueblo.
—Como si no conocieras tú a don Telésforo Rojas.
—Cuántos de sus agregados han muerto a causa de lo mismo.
—Muchos… Fabricio Puca… Teodosio Limpa… Cayetano Calampa…
—¡Hasta con los animales es malo, hombre! Yo le he visto matar a su perro
Turco solo porque había comido un poco de manteca en la despensa; amarrándolo
a un pilar lo ultimó a garrotazos… ¡Dios nos libre de la cólera de don Telésforo!
—Yo le he visto azotar a un burrito solo porque había entrado en el alfalfar…
¡El burrito lloraba como un niño!
—Viejo flaco y largo como carrizo. ¡Angurriento!
—También mata con su pistola a las palomitas que se asientan en los árboles
de su huerta, por puro gusto. ¡Pum!, un disparo y una palomita al suelo… ¡Pum!,
otra palomita al suelo…
—Parece que Nico estuviera del lado de don Telésforo…
—No. Es que yo nunca culpo a la gente, sea quien sea, sin tener seguridad —se
excusa Capa.
Francisco Izquierdo Ríos 431

—Pero, hermanito, todo el mundo lo dice y bien conoces tú a ese viejo malo, sin
corazón —recalca Toribio Ramos, dando un lampazo a la tierra dura.
—¿Y cuándo será el entierro?
—Mañana.
—¡Cómo estará la Soledad, que ha perdido a su único hijo!
—Más sola que nunca.
—No hace dos años que murió también su marido.
—¡Pobre Eleuterio! Se cayó del techo de la casa de don Telésforo cuando estaba
arreglando goteras. Ya no abrió los ojos…
Callan los cholos. Y con las bocas verdes de coca, prosiguen levantando en la
mañana estremecida por frío viento el cerco de piedras de la huerta de don Tobías
Fernández, compadre de don Telésforo Rojas y zorruno tinterillo.
***
En el corredor polvoriento del mercado que da hacia la calle, las vivanderas,
sentadas junto a sus envoltorios de menestras y cubiertas con mantas hasta la
cabeza, conversan, tiritando de frío.
Al frente, la boca de la cárcel se abre como un abismo. Por la acera empedrada,
un guardia civil con grueso capote negro y fusil al hombro se pasea, va y viene
como un péndulo. Sus pasos suenan en las piedras.
—Dicen que la mujer de don Telésforo, doña Isabel, le ha regalado veinte soles
a la Soledad para el entierro de su hijo Florencio.
—Será por remordimiento.
—Dicen que también le ha dado el ataúd.
—De ese modo querrá lavar el crimen de su marido.
—Cállate, habladora. Te pueden llevar a la cárcel.
—¡Qué cárcel ni qué cárcel! Es la pura verdad. ¡Don Telésforo mató a Florencio!
Desde la paliza que le ha dado no se levantó el muchacho. ¡Viejo maldito!
—Está bien, Antonia. Lo que tú dices es verdad. Pero en este mundo; ver, oír y
callar…
—Tú puedes hacer eso, pero yo no. ¡Me hierve la sangre! ¡Me hierve!
—¿Y qué dirá la Soledad? —pregunta Concepción Zuta.
—¡Qué ha de decir! Llorando, llorando estará… A ella también tarde o temprano
le ha de matar ese viejo diablo, puesto que es su esclava —habla, exaltada, Antonia
Chuquipul.
El guardia civil, frente a la oscura boca de la cárcel, como un péndulo viene y
va. Sus pasos suenan en la pétrea acera…
—Yo no comprendo cómo don Telésforo y su familia son así. ¡Malos!... Viven
solo en la iglesia. Doña Isabel y sus hijas cosen los vestidos para los santos…
432 Los cuentos de Adán Torres

Cuando viene al pueblo el señor obispo, se hospeda en su casa. ¡Yo no sé! —habla
Elvira Malca, que hasta este momento permanecía callada.
Nadie le responde.
El viento aúlla como una manada de pumas hambrientos en las calles y huertas
de Lantay.
***
Asunción Vilca y Elisa Culqui lavan ropa en el río verde botella de las afueras
del pueblo, bajo los álamos de la orilla.
A pesar del viento helado, cantan zorzales, huanchacos, pichuisas, en las
piedras, en los florones de los magueyes; por todas partes.
Balan ovejas y relinchan potros en los pastos verdeamarillos, en las lomas
redondas.
El canto de los gallos aflora por sobre las casas grises y las sombrías huertas de
nogales de Lantay.
—¡Pobre Soledad! Se fue su única esperanza.
—Sí, pues. Y tan buen hijo que era Florencio. Él solo, sin ayuda de nadie, estaba
construyendo su casita en el cerro. Y muchachito todavía. ¡Era todo un hombre!
—A don Telésforo no le ha parecido bien que Florencio hiciera su casa.
—Que… Si, según él, Florencio era su esclavo y la Soledad lo es también; le debe
por vida. Yo, por eso, no saco nada de la tienda de ese viejo malo; tiene la costumbre
de recargar el precio y de aumentar, a su gusto, la cuenta. De manera que siempre se
le debe… toda la vida se le sigue debiendo… nosotros y nuestros hijos. Amén.
—¡Pobre Soledad!
—Y ahora se endeudará más, con los gastos para el entierro de su hijo… El
ataúd no más cuesta un platal. ¿Y el señor cura? El señor cura también cobra,
cobra no más, aunque no esté presente en el entierro.
—Dicen que doña Isabel le está ayudando a la Soledad.
—No creas, Asunción. Todo irá a la cuenta de la pobre... ¡Como si no conocié-
ramos a esa gente!
—¿Y has sabido? El pobre Florencio ha muerto de la paliza que le ha dado don
Telésforo.
—Todo el mundo sabe eso. Y es la pura verdad. Yo le he encontrado a Florencio
en el camino, al anochecer, junto a los tunales, cuando huía de la hacienda de don
Telésforo, casi sin poder andar, llorando…
—Y nadie dice nada, nadie puede decir nada.
—¿Quién le pone soga al puma?
Y las dos mujeres lavan, lavan, a la par que fluye su charla como el río, que
muy abajo pasa, partiéndola en dos, por la hacienda de don Telésforo Rojas
Casaverde.
Francisco Izquierdo Ríos 433

Al término de la faena, ya de regreso, con la batea de ropas en la cabeza, Elisa


Culqui, mirando al río lleno de sol lanza este tremendo apóstrofe: “¡Que mi
maldición llegue a la hacienda del viejo Telésforo! ¡Que sus ganados se pudran! Y
escupe a las aguas.
Asunción Vilca hace lo mismo.
***
La escuela.
Los muchachos están en recreo, en el patio.
Los más grandes, en grupo, conversan a un lado.
—Florencio Urquía ha muerto.
—Hoy, al amanecer.
—¡Pobre Florencio!
—Era muy faltón.
—¿Cómo no iba a ser faltón, si don Telésforo no le dejaba venir a la escuela?
Le hacía trabajar en su hacienda como a buey, como a caballo. Y Florencio quería
estudiar.
—Sí, hombre. Mucho le gustaba el estudio. Sobre todo Historia.
—Al menos aquello de la prisión y muerte de Atahualpa lo sabía todo de
memoria.
—¿Por qué es tan malo don Telésforo?
—Así son los gamonales, los ricos —les dice a los muchachos uno de los maes-
tros, joven aún, que les observa. Ningún gamonal quiere que los hijos de sus
agregados asistan a la escuela. Tienen miedo de que aprendan a leer y a escribir y
abran los ojos. A ellos les conviene que todos vivan sumidos en la ignorancia, para
seguir explotándolos.
—Y dicen que don Telésforo le ha pegado muy “feo” a Florencio —habla un
alumno.
—Y de eso ha muerto —afirma otro.
—Cállense… Ahí viene el “niño” Romelio.
Y pasa junto a ellos Romelio Rojas Casaverde y García Lopera embotinado y
con saco (uno de los pocos que usan saco y zapatos en la escuela). Todos le tienen
miedo. Es hijo de don Telésforo Rojas Casaverde, el gran hacendado de la comarca
y con dominio, por cierto, sobre todas las autoridades.
Ya distante el “niño” Romelio, el maestro joven vuelve a tomar la palabra tem-
blando de emoción, decidido a sufrir la venganza de don Telésforo: —La sección
del tercer año, a la que pertenecía Florencio Urquía, se irá conmigo a su entierro,
mañana a las cinco de la tarde. Llevaremos la bandera. Los más grandes cargarán
el ataúd.
434 Los cuentos de Adán Torres

Y a la hora de la salida —once de la mañana—, todos, alumnos y maestros,


formados en el patio, guardan un minuto de silencio en memoria de Florencio
Urquía… Un pájaro piuro, de brillante plumaje amarillo, que en ese instante canta
en la rama de un durazno rico de frutos en la huerta, se adhiere al homenaje
enmudeciendo.
***
Una anciana desgreñada y de pardo rostro arrugado como una escarpa, en
la puerta de una choza de magueyes batida por el viento, a la vera del camino
que conduce de Lantay a la hacienda de don Telésforo, por donde pasó tantas
veces Florencio Urquía, también lamenta, con inconsolable tristeza de aguacero,
la muerte del popular muchacho.
II
Por los comentarios escuchados esta mañana gélida en Lantay, pueblo de la
cordillera oriental del Perú, nos hemos enterado de lo acaecido al niño Florencio
Urquía. Pero tenemos la impresión de que no está del todo claro el asunto.
Pues bien, Florencio era hijo de los cholos Eleuterio Urquía y Soledad Cunsi. El
padre de Eleuterio, Fabián, fue agregado de la hacienda Las Cruces, propiedad de
don Telésforo Rojas Casaverde; a la muerte de Fabián, Eleuterio quedó en igual
condición, como quedó aquel a la muerte de su padre y este a la muerte del suyo
y así encadenadamente hasta los orígenes de la época en que el Perú fue colonia de
España. “Las Cruces” es una hacienda antiquísima y don Telésforo Rojas Casaverde
el actual representante de una vasta dinastía feudal.
Agregados son, en los Andes orientales del Perú, los hombres que por una
minúscula parcela de tierra en donde vivir, o simplemente por una ayuda
monetaria, de telas o de otros artículos de tienda comercial, venden su alma y
su cuerpo a un potentado. En esta forma una familia “privilegiada” tiene sujetos
a muchos hombres, esclavizados en el curso de generaciones, pues nunca acaban
de pagar sus cuentas, ya que estas suben y suben fabulosamente, al capricho del
gamonal. En los Urquía, después de siglos, Florencio, un muchacho de catorce
años, alentó la ilusión de romper esas cadenas, huir con su madre hacia la luz…
III
En la plaza de armas, sembrada escasamente de geranios y álamos, don
Telésforo Rojas Casaverde, con sombrero alón, empolainado, poncho a colores
terciado al pecho y revólver al cinto, con el cura, las autoridades y otros vecinos
notables de Lantay, organiza una pelea de gallos. Mientras tanto, por entre las
sombras de la tarde y por la cumbre del pequeño cerro que se ve desde la plaza,
llevan a enterrar a Florencio Urquía… El ciego Rafa, tras el féretro, va con su violín
y su canto, haciendo llorar hasta a las piedras.
(Para los muertos como Florencio Urquía, no doblan las campanas).
Y por lo cerros del oriente, velados apenas por una lluvia ligera, un deslumbrante
arcoiris señala a los hombres —como siempre— que no ha pasado nada, nada, que
la paz reina en los cielos y la tierra.
Francisco Izquierdo Ríos 435

Penumbra
A Esther M. Allison

“ Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!”.


Conocí a Víctor Lomay en Gerón, mi ciudad natal, en la selva alta del Perú. Fue
con motivo de una fiesta patriótica. Yo era estudiante de primaria.
Lomay, subprefecto de la provincia, pronunció en ese acto un discurso
encendido de emoción.
Era alto y corpulento, moreno, con ojos negros muy vivos y cabello ensortijado.
Lucía en el dedo anular izquierdo grueso anillo de oro.
Solo esta fugaz visión de mi infancia guardo de aquel hombre. Y nunca más
me hubiera acordado de él, a no ser por los hechos que en seguida paso a narrar.
***
Una vez que, en viaje de Lima a la Selva, descendía yo del avión en el aeródromo
de la ciudad serrana de Lagor, se acercó una mujer estrafalariamente vestida y me
preguntó:
—¿Ha visto usted a mi hijo?
La misma pregunta hizo a los demás pasajeros.
—Es una loca —explicó secamente uno de los pasajeros, natural de Lagor.
Mucho tiempo no pude alejar de mi mente la desolada imagen de esa mujer.
Años más tarde, por circunstancias de la vida, me radiqué en Lagor, y conocí su
historia: se trataba de la madre de Víctor Lomay.
Lomay había muerto en Lima, donde ejercía el periodismo, víctima de una
borrascosa bohemia.
Su madre y Clota, su hermana, enloquecieron. Creen en la noche sin fondo
de su locura que Víctor Lomay vive en Lima, gozando de una espléndida posición
económica y social.
436 Los cuentos de Adán Torres

Lo quisieron mucho, Doña Filomena, viuda pobre, lavaba y cosía de día y de


noche para lograr el dinero suficiente con qué atender las necesidades del hijo;
cuidaba que nada le faltase, que no se posara ni una mosca en el engreído mu-
chacho. Así, le hizo estudiar la educación primaria y la secundaria. Y en mérito
a la verdad, es necesario saber que Víctor tenía un memorión para los asuntos
inherentes a la historia y a los novelones: recordaba con precisión admirable, con
asombroso lujo de detalles, las escenas más remotas de la historia humana, las
hazañas de Alejandro, César, Carlomagno, Gengis Kan, Napoleón; así como los per-
sonajes y aventuras de los libros de Eugenio Sué, Xavier de Montepin, Alejandro
Dumas, Julio Verne… Doña Filomena le habría enviado aún a Lima, a estudiar en
la universidad; deseaba que su Víctor fuera médico, “para que cure los males de
los hombres”, solía decir la señora, esperanzada. Mas, Víctor desbarató sus planes:
partió, de la noche a la mañana, a la Selva… Después de algunos años, al regreso
de esa tierra legendaria, de paso a la capital del país, con las primeras mieles del
triunfo en los labios, no llegó a la humilde casa de su madre, se alojó en un hotel.
Y cuando doña Filomena y Clota fueron a verlo al hotel, lo encontraron bebiendo
champán en ruidosa francachela con unos amigos, no les hizo caso, las miró como
a desconocidas.
***
No hay forastero en Lagor a quien Clota y doña Filomena no se acerquen a
preguntarle si es de Lima y si ha visto a Víctor Lomay.
Entran inesperadamente en una casa y se ponen a contar cosas fantásticas sobre
Víctor Lomay… Es uno de los hombres más ricos del mundo, dueño de grandes
palacios… Porque no quiere no es ya presidente de la república o emperador… ¡Eso
sí, tiene muchos enemigos! Por envidia. Pero él los desprecia…
Diariamente depositan cartas en el Correo dirigidas a Víctor Lomay, y acosan
a los empleados de esa oficina por las respuestas que…nunca llegan. “¡Son los
enemigos de Víctor los que se apropian de las cartas!”, dicen ellas.
A veces doña Filomena, haciendo un alto a su vagabundaje callejero, escucha
desde cualquier puerta una radio hogareña. Y expresa: “Mi hijo Víctor está hablando.
No ha cambiado nada. Igual está su voz”.
Visten ropas de colores chillones, alpargatas y un manto gris, haraposo. En
general, sus vestidos son un montón de harapos. Doña Filomena, además, lleva
puesto un pequeño y negro sombrero de paja.
Clota camina despacio, tiesa, como si careciera de articulaciones. Da la impre-
sión de encontrarse lejos, en un mundo de soledad, como flor de páramo.
Algún travieso transeúnte le dice: “Clota, ¿cierto que te casas?”.
Y Clota prosigue su camino sin mirar al intruso, pero sonriendo seráficamente.
Viven convencidas de que las gentes tienen obligación de mantenerlas. No
piden, sino exigen limosna. Doña Filomena es la más orgullosa.
La trashumancia de estas mujeres se extiende aun a los pueblos aledaños. No
es raro encontrarlas por esos caminos hablando a los árboles, a las piedras, a los
Francisco Izquierdo Ríos 437

pájaros, a las nubes fugitivas… Cierta tarde que yo retornaba a Lagor de una aldea,
hallé a doña Filomena en una curva del sendero; de pronto surgió ella desde su
escondrijo tras un negro pedrón rodeado de cactos, mi caballo, asustado, pegó un
salto y por poco me arroja de bruces. Doña Filomena tenía en la mano un ramo de
azucenas silvestres; sin decir palabra subió al pedrón y se quedó mirando el lejano
horizonte. Entre los resplandores del sol muriente y los apagados velones de los
cactos, parecía un extraño ídolo.
Su casa —“la casa de las locas”, como la llaman— se alza, ruinosa, en las afueras
de la ciudad, próxima a un barranco festonado de álamos y eucaliptos. Allí, doña
Filomena rinde culto secreto al hijo amado: tiene en la pared un retrato de Víctor
Lomay, al pie del cual arde permanentemente una pequeña lámpara roja, como
su corazón alucinado.
***
“Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Diooooossss….!”
Una noche de juerga en Lima, di, acompañado de varios amigos, en uno de
esos modestos bares. Serían las dos de la mañana.
Bebíamos, cuando nos golpeó en el alma ese terrible verso de Vallejo. Era un
hombre mal trajeado y borracho como una cuba, quien lo voceaba.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
Abren zanjas oscuras…”
Y se aproximó a nosotros.
—¡Quiero beber! —gritó apoyándose en la mesa.
Le hicimos campo, invitándolo a sentarse, y a beber.
—Yo soy Fausto Cueva, señores… De Tacna —dijo bebiendo de un tirón la copa
de pisco, y pidió más.
Se lo dimos.
—Vallejo, Vallejo… Hay golpes tan fuertes… Serán tal vez los potros de bárbaros
Atilas. Son… No tengo un centavo… Soy periodista —prosiguió nuestro hombre.
Un viejo periodista…
Tomó parte del licor y con la copa en la mano continuó hablando: “Los
periodistas, los escritores en el Perú se mueren de hambre, tísicos, indigentes…
Muchos han muerto y mueren así… Martínez Luján… Vallejo… el pobre
Lomay…”.
—¿Víctor Lomay? —le dije rápidamente.
—Sí. ¿Usted conoció a Víctor? —me preguntó el hombre, mirándome fijamente.
—Sí. Conozco también a su madre y a su hermana: viven en Lagor.
—Efectivamente… Lomay era de esos distantes lugares… Un mozo inteligente
que fue tragado por este monstruo azul de la bohemia… Escribía en todos los
438 Los cuentos de Adán Torres

periódicos de Lima, de esta Lima sirena encantadora que atrae a los provincianos…
Un mozo con talento… Su especialidad eran las crónicas policiales. Nadie le
aventajaba en este terreno. Hacía verdaderas novelas de cada caso… Le pagaban
mal… Luego el alcohol. Este alcohol cristalino e inocente al parecer, como agua
de arroyo, refugio de los que sufren, de los que esconden algún dolor… ¡Maldito
y bendito a la vez! —bebió el resto que le faltaba de la copa, tirando luego esta al
suelo donde se hizo añicos.
Mis amigos, aburridos y escandalizados, se despidieron. Yo me quedé con
aquel hombre. Seguimos bebiendo y conversando.
—Dígame, ¿por qué se interesa usted por Víctor Lomay? — me preguntó.
Le referí todo lo que sabía de él.
—Nos conocimos en la redacción de un periódico —dijo entonces Cueva—.
Éramos muy amigos, jóvenes pletóricos de ilusiones, conquistadores del mundo…
Y vea usted en lo que hemos venido a parar: yo, arrastrando esta vida de paria,
solo, sin familia, sin afectos, y el otro en la tumba, convertido en polvo, en nada…
Pobre, murió atacado de pulmonía violenta... Le encontré tirado en el Jirón de
la Unión una madrugada invernal, hilos de sangre manchaban su boca. Tenía
yo veinte soles. Lo cubrí con mi abrigo y lo llevé en un carro al Bar Romano; allí
le hice tomar un ponche con coñac para reanimarlo. En seguida lo conduje al
hospital Dos de Mayo; allí murió… Yo estuve con él hasta el último momento…
Lo enterraron en la fosa común… ¡Y pensar que Víctor fue hasta Subprefecto!
¡subprefecto! ¡Sub-pre-fec-to!...
Se quedó callado. Luego, al cabo de un rato, me habló:
—¿Decía usted que vive su madre?
—Sí, su madre y su hermana, en Lagor. Están locas.
Moviendo la cabeza, hundiose en pesada somnolencia.
Iba yo a partir, cuando despertó y, tomándome de la mano, me dijo suavemente,
con indudable ternura:
—Oiga, joven, cuando regrese usted a Lagor bésele las manos a la madre del
pobre Víctor en mi nombre. ¿Quiere?... En nombre de Fausto Cueva.
En sus ojos había un húmedo fulgor de bondad, como luz de estrellas en un
pozo abandonado.
Amanecía.
Francisco Izquierdo Ríos 439

Linorio

L a pequeña ciudad, tan pacífica, estaba inquieta por la llegada del mago
Linorio.
Y esa inquietud iba creciendo a medida que el mago presentaba sus funciones
en el local del mercado, a falta de teatro en la pequeña ciudad. Se contaba que
tenía el poder de hacerse invisible; que con una mirada dormía a una muchacha;
que volaba por las noches, como un búho, por sobre la ciudad; que veía a través
de las paredes… Algunas mujeres, temerosas, dejaron de transitar por la calle
donde se había alojado, en una casa particular, a falta, asimismo, de hotel en la
localidad. Los niños, sí, pasaban y repasaban la calle, pero sigilosamente, mirando
con disimulo, por las rejas de la ventana, la habitación del mago.
Linorio permanecía con el mismo vestido y maquillaje que usaba en sus funcio-
nes: bata, turbante, sandalias; pálido rostro, hinchados párpados brillosos, grandes
ojeras. Y la naturaleza no podía haberle dotado de un físico más conveniente para
su extraña profesión: magro, ojos saltones, nariz como zanahoria… Cuando salía a
la calle, agregaba a su indumentaria un paraguas rojo, para defenderse del sol o de la
lluvia, pues en la ciudad de nuestro cuento el clima es asombrosamente variable.
Linorio vino a este mundo en un remoto pueblito. Se decía que su padre fue
un cura, circunstancia que contribuía a darle mayor “prestigio maligno”, ya que,
según el pueblo, los hijos de los curas tienen algo que ver con el diablo. Linorio
había nacido solo para mago, aptitud que cultivó de modo extraordinario en la
populosa ciudad de Bijao, donde hay gran afición a la magia, al espiritismo, a la
prestidigitación, al hipnotismo. El joven aldeano rápidamente superó a sus colegas
de Bijao, recibiendo el aplauso consagratorio en todos los teatros.

***
Las nueve de la noche en la pequeña ciudad de nuestro cuento. Una orquesta
de cuerdas, ubicada entre el improvisado teatrín y el público, abre la función con el
pasillo Flores negras. Luego, en el proscenio de tablas, iluminado con varias lámparas
440 Los cuentos de Adán Torres

a querosene, aparece Linorio haciendo una venia a los espectadores sentados en


el descubierto patio del mercado en sillas que ellos mismos llevaron. Un ligero
viento esparce el aroma del jazminero florecido en un ángulo del patio.
“¡Espirititís venitís prontitís!”, llama Linorio a los espíritus, con gruesa voz
y ensombrecido ceño, en un latín inventado por él, agitando a la vez en el aire
su varita mágica de verde cristal. “Ya están aquí, ya están con nosotros”, dice en
seguida en tono más misterioso y mirando por todas partes, produciendo justo
temor en los espectadores.
Pide un pañuelo a su ayudante, un muchacho gordiflón. Extendiendo el
pañuelo lo muestra al público. Confecciona con esa prenda un lorito y lo encierra
en un especial depósito de lata que se halla en una mesa, afirmando que convertirá
dicha figura en un loro verdadero. “¡Espirititís venitís!”, clama colocando su varita
mágica encima del depósito, y saca de este, efectivamente, un polícromo lorito
vivo, al que exhibe en un dedo al público maravillado. Mete el lorito en el depósito,
pronuncia las mismas palabras cabalísticas y extrae el pañuelo sin mancha ni
rasgadura alguna, devolviéndolo a su cazurro ayudante.
“¡Un sombrero!”, solicita Linorio al público. “¡Un sombrero!”. Y nadie quiere
proporcionárselo… Hasta que uno de los espectadores de la fila delantera le cede
su fino sombrero de paja toquilla. Linorio coge el sombrero, lo pone bocabajo,
lo sacude, para probar al auditorio que está vacío; lo coloca en la mesa, y rompe
huevos dentro de él uno tras otro, sacándolos de sus amplias mangas; echa harina
a los huevos, bate con su varita mágica esa mezcla… y extrae del sombrero una
porción de galletas…, pone de nuevo bocabajo el sombrero… está completamente
limpio… lo devuelve a su estupefacto dueño.
En un florero de cristal ambarino hace surgir un ramo de rosas blancas.
Con una red coge palomas misteriosamente aparecidas en el ámbito del proscenio.
Algunos espectadores escriben en pedazos de papel ciertas cantidades numéri-
cas, que, Linorio recoge y muestra al público, incluso en su suma total; introduce en
el cañon de una escopeta esos papelitos, los taquea con una baqueta… y exclaman-
do “¡Espirititís venitís!” dispara hacia el dintel del proscenio, donde súbitamente
aparece colgado un cartel con la misma suma en grandes números negros.
“¡Música, maestro!”, pide el mago, después de una pausa, al director de la or-
questa. Y con los acordes del vals Danubio Azul y su varita mágica, hace bailar a dos
esqueletos… Bailan los esqueletos…, bailan el viejo vals… De pronto, desde uno de
los oscuros rincones del patio vuela con estruendo una lechuza por sobre los es-
pectadores, casi rozándoles, y entra en el proscenio, apagando algunas lámparas…
hay hondo miedo…
El público corre a la calle.
***
Años después, en una de las poblaciones de sus tantos recorridos, Linorio casó
con una bella joven. Habitan una casita blanca en la falda de un cerro verde. Allí, el
viejo mago, de vez en cuando, hace aparecer mariposas, palomas y flores ante los
asombrados ojos de sus nietos.
Francisco Izquierdo Ríos 441

La mujer del cementerio


A Hermann Buse

Y o tengo un miedo tremendo a la muerte. La evidencia de que me pudriré,


me horroriza.
—Todos nos pudriremos, Abelardo.
—Pensar que un día cualquiera mis ojos no verán el sol, los árboles… Cuando
paso junto a una agencia funeraria, mi cuerpo se espeluzna…, cuando veo los
negros ataúdes vacíos en hilera…
—Mejor es no pensar en la muerte, Abelardo.
—Pero yo no puedo, Jacinto. ¡No puedo!... En una misma fiesta, en una alegre
fiesta, de repente ensombrece mi alma la idea de la muerte: esa mujer que baila y
ríe con tanta gracia, ese hombre que con el pañuelo en alto zapatea arrebatado de
euforia, ese fresco ramo de rosas del florero, se volverán polvo…
—Es que la vida es así, Abelardo.
—Sí…, en la misma calle, bailan en una casa, mientras en otra casa velan y
lloran a un muerto... Nace un hombre, mientras otro está muriendo.
—Así es, Jacinto. Así es. Por eso, a veces yo me emborracho, me sumo en un
océano de alcohol… para olvidar… ¿Has leído a Omar Kayam?
—Sí… Precisamente, si mal no recuerdo Kayam dice en uno de sus rubáyat:
“Aquel lirio puede ser el ojo de un niño”.
—De una mujer o de un niño muerto. Por eso, me parecen a mí más propios los
cementerios de los pueblos, en los campos, en el seno de la tierra… los cadáveres
sirven de abono a las plantas… Pero, volviendo a Kayam, este profundo poeta en
uno de sus versos dice: “Hay en esta mañana olor a polvo de cementerio…” ¡Polvo
de cementerio, de muerte, en la hermosa mañana!
—Ahora que hablamos de estas cosas, Abelardo, te contaré que el otro día
conocí a una mujer habitante de un cementerio… Paró el tranvía a la altura del
442 Los cuentos de Adán Torres

sombrío cementerio de Baquíjano, cuando salió de allí, por la enorme puerta, esa
mujer con un cesto grande en la mano: subió al tranvía, y se sentó junto a mí…
Era pálida y con nieve ya en las sienes. Me miraba con sus ojillos de una filuda
claridad escrutadora.
—¿Usted, usted señora vive en el cementerio? —le pregunté.
—Sí, señor. Con mi marido. Somos los cuidadores del panteón.
—¿No tienen miedo?
—¿Miedo a qué? ¿A los muertos? Miedo hay que tener a los vivos, señor…
Y me contó que, justamente, por las noches soltaban una media docena de
perros bravos, a los cuales mantenían encadenados durante el día. “Es para cuidar
a los muertos de una posible rapacidad de los vivos”, recalcó.
—¿Tienen algún tiempo viviendo en el cementerio?
—Cerca de veinte años.
Adentro, en el fondo, en medio de las tumbas poseen una pequeña casa. Sus
familiares, hijos, nietos, amigos, van a visitarlos de cuando en cuando; y comen
yu beben allí… ¡Vino y alegría en la tierra de los muertos!
—¿Y en la noche, señora? ¿En las noches?
—Escuchamos radio… Mi marido lee… Yo coso…
—¿No oyen ruidos?
—Lo que el viento hace en los cipreses…. El vuelo de los búhos, de los mur-
ciélagos…
—¿Llantos? ¿Gemidos?
—¿De quiénes? ¿De los muertos? Los muertos ya no lloran.
Quise interrogarla sobre si alguna vez habían enterrado a un muerto aparente,
y que este, entonces, pudo haberse retorcido y gemido en el espantoso encierro de
su tumba. Pero callé… Además habíamos llegado al paradero donde yo debía bajar.
Ella iba al mercado.
“Los ojos de esa mujer tenían filuda claridad de tanto mirar la muerte”, musitó
Abelardo, contemplando el vasto paisaje por la ventana abierta.
Francisco Izquierdo Ríos 443

Agua de mar

“ Todos los días útiles


De 9 a.m. a 1 p.m.
De 3 p.m. a 7 p.m.”
Es el horario de atención del doctor Gregorio Paloferro, célebre médico de Lima,
y se halla grabado en una brillante placa de bronce prendida junto a la puerta del
consultorio.
El doctor Paloferro es especialista en oído, garganta y nariz.
En la sala de recibo, numerosa clientela, formada por hombres y mujeres, le
esperaba en aquella tarde de verano. Eran ya las 4 y Paloferro no aparecía. Los
clientes sudaban.
Un hombre bajo y gordito, secándose la frente con un pañuelo verde y con voz
un poco cantarina, dijo: “Pero ¡de qué se admiran ustedes, señores y señoras! Si
en todos los consultorios de médicos, dentistas y estudios de abogados sucede lo
mismo: hay que esperar… ¡De qué se admiran! ¡Uff, qué calor!”.
—No solo en los consultorios de médicos y estudios de abogados, sino también
en las oficinas de la administración pública —observó un hombre de cuello largo y
con cierto parecido a un hindú, sobre todo en el color, que se encontraba sentado
al frente del gordito, y que padecía no sé qué enfermedad a la nariz.
—Apague la radio, que con la cosa oficial no nos metemos —indicó sesudamente
una señora, también gorda y con cara de luna llena, que estaba junto al hombre
de cuello largo.
—Perdone —dijo un hombre con pronunciada fisonomía indígena y con un
tumor debajo de la oreja derecha, al gordito—, ¿su gracia?
—¿Mi gracia? Yo no tengo ninguna gracia.
—No, lo que quiero decir es cuál es su nombre.
444 Los cuentos de Adán Torres

—¿Mi nombre? Pelayo Minchán. ¿Y el suyo?


—Prudencio Orejuelas, para servirle y a todos ustedes, señores y señoras.
—Por el acento, el señor Pelayo me parece que es de Celendín —dijo el cuellilargo,
frotándose la nariz.
—Exactamente, soy de la bella Celendín —contestó el aludido. Y usted me
parece que es del oriente.
—¿Cómo lo sabe?
—Por el acento.
—En efecto, soy de Moyobamba.
—¡Qué extraordinario! —exclamó Orejuelas. Todo el Perú está representado,
entonces, en este consultorio. Yo soy del Cusco, la Roma de América, y con muchos
años de residencia en esta ciudad de la Higuera de Pizarro.
—Yo de Piura, la tierra de la algarrobina y del tondero —intervino la gorda con
cara de luna llena, acomodando a su pequeño hijo enfermo de las amígdalas en
la falda.
—Yo de Huancayo —añadió otro señor, también con sobresalientes rasgos
indígenas como el viejo Orejuelas y que sufría de rinitis.
—Y yo de esta encantadora Lima, Ciudad de los Virreyes —dijo un hombre
vestido impecablemente de blanco, sentado al otro extremo y que tenía enchufado
al oído izquierdo un audífono.
—Una vez… —habló el oriental, después de cierta pausa, estirando el cuello
como un ñandú.
—¿Qué? ¿Una vez? —preguntó con curiosidad el viejo Orejuelas.
—Sí, una vez un celendino… —continuó el del cuello largo, a quien le placía
relatar cuentos.
—¡Guarde con lo de celendino! —protestó Pelayo Minchán.
—¡Siga, siga! —le exigieron al cuentista los otros.
—Una vez, hace muchos, muchos años, vino a Lima un shilico, que así se
les llama a los celendinos en mi tierra, la selva —prosiguió el de cuello largo—.
Un compadre suyo le encomendó que le adquiriera un reloj de mesa. Nuestro
hombre ya en Lima, para cumplir de la mejor manera con el encargo de su querido
compadre, se dirigió a una lujosa relojería del central y famoso Jirón de la Unión.
“¿Cuánto cuesta este reloj?, preguntó al empleado de la tienda, señalando uno
de bronce, con caja plana, que se hallaba al medio de la mesa, entre otros relojes
similares y de pulsera. “Setenta soles, señor”, le contestó el empleado. “Muy
caro. ¿Y este otro?”, dijo, señalando uno próximo, con plateada caja redonda y
regordetas patitas, semejante a una casa sobre horcones. “Ochenta soles”, le indicó
el empleado. “Muy caro”, volvió a decir el celendino. Y continuó, en silencio,
mirando y remirando los relojes hasta que se fijó en uno, que parecía gustarle
Francisco Izquierdo Ríos 445

demasiado; era un reloj en forma de caracol, de color plomizo, con antenas doradas.
“¿Y este caracol?”. “Cuesta cincuenta soles”, le respondió el paciente empleado.
“Hágame una rebajita”, le solicitó el celendino. “Es precio fijo, señor”… Y después
de breve discusión, el celendino le propuso: “Bueno, ya que no quiere hacerme
usted una rebaja, me llevaré el reloj, pero con una condición”.”¿Cuál?” “Que me dé
como yapa ese chiquito que está allí”. El chiquito era un reloj de pulsera, de oro,
que costaba más de mil soles…
—¡Ja, ja, jaaaaaaaaaa…!
—¡Ja, ja, jaaaaaaaaaa…!
Rieron todos, aun el propio celendino Minchán. El cusqueño Orejuelas, sin
poder contenerse, tapándose la oreja enferma con las dos manos, exclamaba:
“¡Qué ocurrencia! Quería de yapa un reloj pulsera y de oro. ¡Qué ocurrencia!”.
—¿Y qué diría el empleado? —preguntó la piurana, sofocada por la risa y lu-
chando con el hijo que se le escurría de la falda.
—Lo que nos interesa saber es qué dice sobre este asunto nuestro querido
amigo Minchán —insinuó el viejo Orejuelas, como tratando de picarle la lengua
al celendino.
—¿Yo? …, pues yo les voy a contar otro cuentito sobre un paisano del señor
—dijo apuntando al del cuello de jirafa.
—¡Empiece!
—¡Empiece!
Le instaron los demás.
Y Minchán, secándose el rostro y la nuca con su pañuelo verde, comenzó:
“En el camino de Moyabamba a Rioja, cerca de esta última ciudad, a orillas del
río Tónchima, existe la pequeña hacienda “El Sapotal”. Dueño de esta hacienda,
en la época de nuestro relato, era Ananías Rucoba, a quien tuve la satisfacción
de conocer en uno de los tantos viajes que hice a Moyomabma en mis afanes de
comerciante…”.
—¿Usted es comerciante? —le interrumpió el huancaíno, que parecía ser
igualmente del oficio.
—Todos los celendinos son comerciantes —se entrometió el del cuello de obe-
lisco—. Van a Moyobamba a comprar principalmente sombreros de paja. Viajan por
todo el mundo, como los judíos y los chinos… Una vez en el océano Índico pesca-
ron una ballena, y en el vientre de la ballena encontraron vivitos y coleando a un
shilico con un bolso de sombreros a la espalda y a un chino con una balanza…
—¡Alto ahí, señor! —habló el gordo Minchán—. Cuando un gallo canta, los
otros escuchan…
—Tiene razón el señor Minchán —aprobaron los otros—. Continúe usted, señor.
—Bien, dijo Minchán—. Rucoba, el propietario de “El Sapotal”, a pesar de su
situación económica más o menos holgada, no era feliz. Sí, ¡no era feliz! Padecía de
446 Los cuentos de Adán Torres

“pinta”, enfermedad que se conoce por esos lugares con el nombre de “Pinta-Ccara”
o sea, “Piel pintada”. “Ccara” es palabra quechua… ¿No es así, señor Orejuelas?
Usted, como cusqueño, conoce mejor ese tierno idioma de nuestros gloriosos
antepasados, los incas…
—Efectivamente —contestó Orejuelas—. “Ccara” es palabra quechua y significa “piel”.
—Rucoba, pues —siguió Minchán—, se hallaba veteado de blanco, como si él
mismo, a propósito, se hubiera pintado con barniz. Había contraído la enfermedad
de un momento a otro, según decía él a causa de haber comido carne de huangana
(jabalí). En la selva el mal de “pinta” es común, y lo hay de color negro, marrón y
blanco. Los hombres aquejados de estas distintas clases de “pinta” hacen pensar en
seres fabulosos, de otros planetas. ¿El origen de la singular enfermedad? ¡No lo sé!
En los pueblos amazónicos creen que proviene del agua, de ciertos vegetales, de la
carne de ciertos animales silvestres. El hecho es que parece ser incurable. Tanto que
Rucoba realizaba lo imposible para sanar y no lo conseguía. Hasta se embadurnó
con el jugo del fruto verde de la jagua, que tiene la propiedad de tornarse negro
como pez y adherirse a la piel en tal forma que no sale sino con la misma piel
que se desprende, después de uno o dos meses. Rucoba, de este modo, por un
tiempo, se convirtió en hombre negro, los ojos le centelleaban como luceros en
noche lóbrega, parecía demonio, espantaba aún a su propio perro. Se descascaró,
mudó de piel como la serpiente, pero ¡nones!, la enfermedad no desapareció,
las manchas de su piel quedaron más brillantes, con tonos áureos. Se moría de
desesperación. La enfermedad fue creándole terrible complejo de inferioridad. Ya
no salía a la ciudad. Vivía recluido en su hacienda… Empero, uno de esos hombres
de espíritu travieso, que no faltan y les gusta divertirse con los achaques del
prójimo, le dijo un día: “Ananías, yo conozco el remedio para tu mal”. Ananías
pegó un salto de contento. “Sencillamente —le dijo aquel hombre— el remedio
para tu mal es el agua de mar”. Y le refirió que él había visto en los pueblos de
Loreto curarse, como por arte de magia, con esa agua a un montón de gente que
sufría de “pinta”. Bastaba tomar una copita de esa agua y frotarse el cuerpo con ella
durante tres o cuatro días, al amanecer. Rucoba, como es natural, estaba ansioso
por obtener el preciado líquido. Pensó hacerlo llevar de la Costa valiéndose de
algún amigo o bien él mismo viajar a esa lejana tierra, entonces, sí, tendría el
inmenso océano Pacífico a su disposición. Soñaba con el mar… En ese momento
decisivo, de paso a Lima llegó a “El Sapotal” Baldomero Vílchez, secretario de la
prefectura de Moyabamba, quien se vio obligado a quedarse ese día en la hacienda
por una tormenta inesperada. Rucoba lo acogió con inusitada afabilidad. Ordenó a
su mujer que le preparara una suculenta comida, a base del mejor ejemplar de las
aves de corral. Él mismo desensilló el caballo de Vílchez y lo amarró en el pesebre
con abundante pasto. Al día siguiente, después de un también opíparo desayuno
con pollo y huevos fritos, Vílchez se sorprendió cuando a una pregunta suya,
Rucoba le dijo que no le costaba nada la atención que había recibido. Pero Rucoba
le pidió un favor…”¿Cuál? Estoy para complacerle”, le dijo sinceramente Vílchez.
Rucoba le manifestó que, a su regreso, le hiciera el gran bien de llevarle una botella
de agua de mar. “¿Agua de mar?”. “Sí, señor Vílchez” ¿Y para qué?”. “Para curarme
esta maldita enfermedad que padezco”, le dijo Rucoba. Sin contradecirle, para no
Francisco Izquierdo Ríos 447

decepcionarlo, Vílchez le aceptó el encargo, diciéndole: “Si se trata de eso, amigo


Rucoba, le traeré no solo una botella, sino un barril”. Pero Vílchez se olvidó. Solo
acordose del importante asunto, cuando en su viaje de retorno, distinguió al caer
la tarde, desde las orillas del riachuelo Uquihua, las torres de la iglesia de Rioja.
“¿Qué hago?”, pensó tribulado Baldomero Vílchez. Luego tuvo una idea salvadora:
pidió al arriero una botella vacía y se metió en un bosquecillo…
—¡Su turno, señor Minchán! —habló la enfermera, de albo mandil, entre-
abriendo la puerta de un departamento contiguo.
Había ya llegado el médico.
—¡Caramba! Antes que termine su cuento el señor Minchán, y cuando yo
también quería contarles algo muy importante… —se lamentó Orejuelas.
—Yo también —añadió la gorda piurana.
Los clientes del doctor Paloferro se olvidaron ese día, por un instante, de sus
males.
448 Los cuentos de Adán Torres

La fuente del amor y del odio

E s una ciudad de cordillera. Se halla sobre una alta meseta rodeada de cerros
de elevación desigual y casi todos ellos de pura piedra. Por el norte cierra el
horizonte una gigantesca montaña cubierta de vegetación, cuya falda, con
sementeras y arroyos, cabañas y ganado, es una alegre campiña de la ciudad; en
cambio, su extensa cumbre siempre está velada de nubes sombrías.
Sobrecogedores abismos, con torrentes y riachuelos tronantes, se abren en
torno de la población. Cerca, formando un profundo y angosto valle florido a lo
largo de su dilatado curso, corre un turbulento río de aguas verdes. En suma, un
paisaje propio de cordillera, con expresiones violentas y suaves a la par.
Era ya la media tarde, cuando yo contemplaba una fuente bajo la roca de uno
de los cerros aledaños a la ciudad. Por dos agujeros abiertos como ojos en la roca
viva caía agua en una especie de taza labrada en la piedra, por la misma acción del
agua, a través del tiempo inmemorial. Las hojas de trepadoras plantas cactáceas,
semejantes a fajas de acero, ceñían apretadamente la roca.
—Buenas tardes, señor —me saludó, de pronto, un viejo pastor de cabras.
—Buenas tardes —contesté, un tanto extrañado de ese personaje aparecido
repentinamente.
—¡No, no! ¡Cuidado! —decía el viejo, apartando a sus cabras de la fuente.
—¿Por qué no las deja beber?
—Esta fuente es encantada, señor. Si mis cabras tomaran el agua del caño de la
derecha, se cobrarían un odio tremendo entre ellas… y si del caño de la izquierda,
se volverían demasiado amorosas… El agua de estos caños produce amor y odio
en quien la bebe. ¿Usted no lo sabía?
—No. Soy forastero.
Y mientras sus animales saltaban por las rocas, el viejo se sentó al lado de la
fuente, y me dijo que el agua de esta era utilizada en la ciudad para hechizos de
Francisco Izquierdo Ríos 449

amor. Todo forastero se quedaba para siempre en ella, debido a que alguna mujer
le hacía beber sin que se percatara el agua del amor de esa fuente. “¡Y cuidado con
usted!”, expresó sonriendo el anciano.
Después de mirar hacia la población dorada por el ocaso, prosiguió: “Una
vez llegó a la ciudad un joven forastero, muy simpático. Todas las muchachas
se lo disputaban. Los forasteros siempre despiertan curiosidad en el lugar donde
llegan y son los preferidos de las mujeres. Al joven de nuestra historia muchas
le hicieron beber secretamente el agua del amor de esta fuente, y otras tantas,
la del odio, de tal suerte que el mozo anochecía amando ardientemente a una y
amanecía odiándola, sin saber por qué… El pobre hombre se convirtió en juguete
del capricho de las mujeres y del poder mágico de esta fuente… Adiós, señor”, y el
viejo se perdió por el cerro con sus cabras.
450 Los cuentos de Adán Torres

La maestra de la Selva
A Ciro Alegría

¡ Oh! —exclamó la maestra, temblando de susto.


Y su madre dijo:
—Me parece que es Julián. ¡Ha naufragado el pobre!
Braceando difícilmente por las turbias e hinchadas agua del Amazonas llegó el
niño hasta la puerta de la escuela. La maestra y su madre lo recogieron.
Chorreando agua el niño apenas pudo decir:
—Nuestra canoa se ha voltiao… Mi ñaña Amelia se augau —y cayó en el piso
de palos, sin aliento.
La maestra, su madre y otros niños que habían ya llegado, le prestaron auxilio.
Le hicieron oler “agua florida” y le friccionaron el cuerpo y los miembros entume-
cidos con grasa de boa, para hacerle entrar en calor. La maestra le cubrió luego con
una sábana.
—¡Oh, Dios mío, qué desgracia! —dijo parcamente la maestra.
Lo que acababa de suceder no era para perder tiempo con palabras inútiles.
—Nuestra canoa ha chocao con un tronco qui bajaba y nos caímos al agua… Mi
ñaña se hundió como piedra —siguió contando el niño, a medida que recobraba
el conocimiento.
—Pero ella, sabía nadar —observó la maestra.
—Sí, pero creo qui un caimán la tragó… Desapareció ahí mismo.
—¡Pobrecita! Que Dios haya recogido su alma —dijo doña Betsabé, la madre de
la maestra.
—¿Y la canoa?
—Se ha bajau… Mi libro de primer año también li llevó el río —y sollozaba el niño.
Francisco Izquierdo Ríos 451

—Para esta desgracia sería que se ha reído la chicua ayer en los árboles del pan
—habló doña Betsabé—. Y que la lechuza también ha venido riéndose todas estas
noches.
—¡Maldito río! —profirió la maestra, mirando con cólera al río, cuyas aguas en
creciente amenazaban tragarse a la escuela misma.
—¡Cuándo dejará de comer gente este río! —expresó doña Betsabé.
—¡Nunca! —contestó la maestra.
Ella y su madre, como siempre, aguardaban, de pie en la puerta de la escuela,
a los niños que llegaban en sus livianas canoas de los diferentes sitios de la Selva,
de los contornos en que vivían, cuando descubrieron al náufrago, al pobre Julián
Curinari. Doña Betsabé no se había equivocado al reconocer al muchacho a primera
vista.
Las oscuras canoas de los niños se hallaban enfiladas como caballos de agua
frente a la puerta de la escuela.
Era la temporada de lluvias y el río estaba creciendo. Sus aguas se habían inter-
nado ya cuadras de cuadras en los bosques ribereños, principalmente en las hoya-
das. Enormes troncos, con sus raíces y ramas a flor de agua, bajaban lentamente
como barcos fantásticos. Las aguas, hediondas a barro, habían ceñido a la escuela
como un ancho cinturón rojizo. No existía ya puerto donde atracar, estaba borra-
do. Los árboles del pan que delante de la escuela eran viva expresión de alegría,
otrora con sus grandes hojas y sus pájaros cantores, tenían agua hasta la cintura y
parecían llorar la desolación del ambiente, desolación, tristeza, que se hacía más
aguda en la voz quejumbrosa de los tibis que volaban rasgando el cielo sombrío a
lo largo del río bravo y misterioso.
La maestra y su madre estaban presas, bloqueadas, por el agua. Ex profe-
samente construida la escuela para estos desbordamientos de la naturaleza,
resistía el empuje bárbaro del río. Era como un arca, con los gruesos horcones
de huacapú que la sostenían, sus paredes de tallos rajados de pona y techo de
hojas también de esta palmera. El piso, tejido de los mismos tallos, se encon-
traba como a tres metros del suelo, al que se ascendía en tiempos buenos, de
sol, por una pequeña escalera; ahora las aguas se debatían bajo él, así como
zancudos y fieras.
De repente, junto a la escuela, sacaba su fea cabeza un caimán o bien se peleaban
debajo manadas de estos animales, emitiendo sus gritos característicos. Las boas
también aparecían por allí, asustando más que los caimanes a la maestra y a doña
Betsabé, algunas de esas serpientes hasta metían la cabeza en la sala de la escuela
o subían al techo. Pero en las noches infundían más miedo a las dos mujeres
esas fieras, con sus ruidos y peleas, no obstante que Trifonio Pinchi, un indígena

Chicua. Ave agorera.


Tibis. Gaviotas.
Huacapú. Árbol de madera muy dura.
452 Los cuentos de Adán Torres

semicivilizado y compadre de ellas, que vivía a un kilómetro de la escuela, iba a


hacerles compañía, armado de una carabina Winchester.
Los demás moradores, cuyas chozas encontrábanse muy distantes unas de otras
dentro del bosque, las visitaban de cuando en cuando en sus canoas, llevándoles
unas cuantas yucas y otros víveres, de lo poco que tenían, pues en la selva baja,
aunque parezca extraño, hay carestía grave de subsistencias y más en lo que se
refiere a productos agropecuarios. Y es en los ríos, en las riberas de estos, más que
en las ciudades donde el hambre se enseñorea: ya porque la naturaleza misma,
con las tremendas crecientes de sus ríos y sus tempestades, destroza las chacras,
las haciendas, ya porque los nativos se dedican más a las industrias extractivas
—explotación de madera, barbasco, pieles de animales salvajes, oro, caucho,
chicle— o por cierta dosis de negligencia que el trópico infiltra como droga sutil
en el espíritu de los hombres, o porque estos van a vender sus escasos productos
en las ciudades.
Ellas también —doña Betsabé y su hija— cuando necesitaban salir lo hacían
en una canoa, la que se hallaba sujeta a un horcón de la escuela. Se perdían
por caminos de agua, defendiéndose de las ramas. A los primeros indicios de la
creciente, doña Betsabé empezó a vender a los regatones las gallinas que criaba.
Solo a algunas mantenía amarradas de las patas en el interior de la escuela. A las
que, al correr de los días, iba matando. El único cerdo que poseían corrió la misma
suerte. Las boas y caimanes merodeaban por la escuela, en busca de esos animales
domésticos.
En la Selva es difícil criar gallinas y cerdos, aún en tiempos normales, por la
acechanza de toda clase de fieras.
***
El jardincito que Alicia Rodríguez, la maestra, cultivaba con sus alumnos junto
a la escuela, había sido sepultado por las aguas.
—¡Pobres mis rosas, mis dalias! —decía ella con desesperación, estrujándose las
manos. —Así no vale la pena trabajar.
—Sí, hijita… Sí —recalcaba doña Betsabé—. Pero el sueldo que ganas nos da el
pan de cada día… Sirve para tus hermanos que están en el colegio, en Iquitos…
Hay que tener paciencia, resignación… Dios es grande, misericordioso.
—¡Tanto sacrificio por 75 soles mensuales! —exclamó la maestra. Y calló. En su
alma había una tempestad de amargura y rebeldía, como esas furiosas tormentas
que conmueven a la Selva.
***
Para que mermen las aguas tienen que pasar días y días. Meses. Entonces viene
la época del barro, del lodo, de la pestilencia, de los zancudos. Los árboles muestran
las señales del barro de la creciente en sus troncos y las chozas en sus horcones
por mucho tiempo todavía, casi hasta la otra creciente que con regularidad
matemática se produce cada año, con la diferencia de que unas son más terribles,
Regatones. Comerciantes minoristas ambulantes de los ríos amazónicos.
Francisco Izquierdo Ríos 453

más monstruosas, según la cantidad de lluvias que cae por las cabeceras de los
ríos, en los Andes lejanos.
***
—Esta creciente del río es más fuerte que la de otros años —dijo Trifonio
Pinchi.
—Ay, sí compadre —confirmó doña Betsabé, que cosía a mano—. Todo está
alagado… montes y pueblos.
—Yucales y platanales están por los suelos, debajo del agua.
—La escasez va a ser peor.
—Como nunca, comadre Betsabé.
—Oiga usted, compadre Trifonio —habló Alicia, que estaba trabajando el parte
de asistencia mensual de su escuela para enviarlo al inspector de educación de la
Provincia lo más pronto, con un mensajero y evitarse así una posible multa.
—¿Qué, comadre Alicia?
—¿Qué sabe usted de Julián? Desde ese día que lo llevaron sus padres, no ha
vuelto a la escuela. Yo no he podido ir a verlo, tengo miedo al río.
—El pobre está con fiebre, comadre… Enfermo de pena por su hermanita
Amelia.
—Se querían mucho los pobres —comentó doña Betsabé.
—Y dicen que no sanará… No quiere comer nada… Todo es timblar… suñar…
dilirar… llurar… ¡El mal del río!
—¡Qué alegres eran! Daba gusto verlos llegar al puerto en su canoíta, con su
talega de fiambre y sus libros… Julián en la proa y Amelia en la popa, bogando con
sus ramos —continuó recordando doña Betsabé.
Se hizo un silencio entre ellos. La noche era lóbrega, como toda noche lluviosa
en la Selva. La lluvia que caía por tandas, como ráfagas de metralla, el chapoteo de
caimanes y boas en las aguas debajo del piso de la escuela y uno que otro silbido
de víbora, hacían crujir los vidrios de la espantosa soledad.
Alicia se levantó a poner un poco de querosene a la lámpara.
—Julián —prosiguió Pinchi—, solo está pues delirando. Yo le he visto y le he
oído. “Me augo, me augo… ¡Mi ñaña Amelia, mi ñaña Amelia!”, dice y rumpe a
llurar. Cuenta también, como en sueños, que su hermanita vive dentro del río,
con los yacurunas.
—Dicen, pues, que las mujeres que se ahogan siguen viviendo dentro del río,
en los palacios de oro de los yacurunas…. ¡Pobre Julián! ¡Pobre muchacho! —se
condolió doña Betsabé, lanzando un profundo suspiro.

Yacurunas. “Gente del agua” (Del quechua, yacu, ‘agua’; runa, ‘hombre’). En la Selva creen que
vive gente en el fondo de los ríos y lagos.
454 Los cuentos de Adán Torres

—¡Julián morirá! —dijo Pinchi en tono misterioso, como si hablara con las
sombras, con la noche. El río lo llama. Así es este río maldito; no se contenta con
la harta gente que come… quiere más y más como caimán hambriento.
Un lúgubre grito, desde río adentro, perforó como un puñal el alma de la
noche.
—¡Otro que ha naufragado! —dijo Trifonio Pinchi.
—¡Otro! —asintió, mecánicamente, doña Betsabé, arrodillándose a rezar fren-
te a un cuadro del Corazón de Jesús que pendía de la pared, actitud que imitó
Pinchi.
Alicia se levantó, angustiada, abrió la ventana y arrojó a las aguas, rompién-
dolo antes en pedazos, el parte de asistencia que estaba elaborando para enviar al
inspector de educación.
Francisco Izquierdo Ríos 455

Terencio

– Cuando el palacio de Terencio está iluminado es porque el hombre le ha


puesto muchas copas durante el día —expresa socarronamente uno de los
amigos de Terencio Borboy.
Y así es. Cuando Terencio está borracho, prende todas las luces de su casa. Ya
lo sabe el vecindario… Su casa es bonita. De dos pisos, con huerta, donde hay
una sombrosa higuera que se carga opimamente de frutos, un níspero, un pino
en crecimiento, una parra y flores. Rosas blancas y rojas muestran aún su gracia
a través del enrejado frontal de la casa a los transeúntes que pasan por la acera;
también entre esta y la calle, verdea una parcela de césped dentro de un cerco
compacto de pequeñas plantas.
A Terencio le gusta la jardinería. Algunas mañanas, sobre todo los domingos o
feriados, se le ve, en zapatillas y con boina vasca, recortando sus plantas con una
enorme tijera o regándolas con una manguera azul…
Habitan la espaciosa casa él y su ama de llaves. Es un solterón, con más de
cuarenta años. Tiene miedo al matrimonio. Solo se oye hablar en torno suyo de
presuntas novias, de novias eternas.
Terencio viste de acuerdo a las estaciones. En invierno, traje y abrigo oscuros,
sombrero de paño negro un tanto alón; y en verano, traje amarillo o de blancura
inmaculada, zapatos blancos y fino sombrero de paja (parece entonces canario o pa-
lomo). En primavera, no le falta un clavel color de vino tinto en el ojal de la solapa.
Es profesor de idiomas en varios colegios… Antes usaba bastón, pero hoy solo
guarda más de veinte ejemplares de esta prenda, todos ellos distintos, colgados de
una percha; así como una mayor colección de sombreros de paño y paja... Ni se
diga de corbatas, de todos los colores, como serpientes y algunas como colibríes o
grandes mariposas.
No podemos juzgarlo excéntrico. Terencio no lo es. Le place vivir bien. Eso es
todo… Los sábados, al término de su labor profesoral, acude al templo de Baco.
456 Los cuentos de Adán Torres

Igualmente, los días feriados… A veces, doblegado por la turca, no acierta a meter
la llave en la cerradura de la puerta de su casa y se queda dormido en el umbral.
Cuando llega todavía más o menos recio, a cualquier hora de la noche, enciende,
pues, todas las lámparas de su mansión, y continúa bebiendo allí del bien surtido
bar que posee, hablando a su ama de llaves tan rápidamente que la pobre mujer
no le entiende ni jota. Si de sano es difícil entenderlo, por su peculiar manera
veloz de hablar, de borracho es ya absolutamente imposible. Particularidad que le
crea embarazosas situaciones con sus amigos, pues ocurre que estos aprueban lo
que él está negando o viceversa.
Casi como siempre, Terencio amaneció un día vencido por la turca, sin
desvestirse, al pie de su cama, roncaba el bueno de Terencio. Y sucedió que un
gorrión, de los tantos que hay en la huerta y suelen picar el cristal de la ventana
o entrar a las habitaciones, se posó en su nariz… y rompió a cantar allí con mayor
alegría, ante el regocijo del ama de llaves.
Francisco Izquierdo Ríos 457

Cuentecillos

EL MUERTO

En Tayén, ciudad serrana del Perú, vivía hace algún tiempo un hombre muy amigo
de la holganza como la cigarra de la fábula. Su mujer día y noche tejía mantas de
lana. No tenían hijos.
Aquel hombre era barbudo y usaba siempre poncho bayo terciado al pecho,
sombrero de paja alón a la pedrada y toscas botas.
Al influjo de copas ligeras recorría la ciudad pronunciando discursos en las
esquinas y plazuelas, bailando huainos y marineras, diciendo versos galantes a las
mozas, o se sentaba en el poyo de un corredor a imitar con la boca y las manos un
fogoso bordoneo de guitarra.
Recorría también la ciudad en su caballejo blanco y crinado, dándose ínfulas
de consumado chalán.
Agotaba todos los temas de la historia del Perú en sus discursos.
Esta clase de vida, por supuesto, no era del agrado de su consorte, sentimiento
que, sin embargo, no preocupaba en lo más mínimo al atorrante de don Lucas,
que así se llamaba nuestro personaje. “La vida no es para estar con enojos, linda
palomita”, le decía graciosamente a su mujer.
—¡Eres peor que el shihuín! —le reprochaba aquella, aludiendo al pájaro
holgazán de ese nombre, que no tiene nido, que vive andando en la noche y
durmiendo durante el día en cualquier parte.
El viejo Lucas, por toda respuesta, le decía una galantería o un verso. Y se salía
a su mundo: la calle.
Un día decidió comprobar si le amaba o no le amaba su mujer. Cuando ella fue
al mercado, se proveyó de cuatro grandes cirios y un crucifijo, tendió al medio de
la sala una manta, a cuya cabecera ubicó el crucifijo, encendió los cirios, los colocó
en los extremos superiores e inferiores de la manta, y calculando que su mujer
458 Los cuentos de Adán Torres

ya iba a llegar se acostó en el cobertor, haciéndose el muerto. En verdad, entre los


cirios llameantes y el Cristo, parecía un cadáver el viejo.
Doña Liboria, que así se llamaba su mujer, al abrir la puerta de la casa se dio
de bruces con el lúgubre cuadro, lanzó un grito, arrojó su cesta de vituallas, se
abalanzó sobre su marido y cogiéndole de la barbilla le dijo llorando: “Luquitas,
Luquitas de mi vida. “¡Por qué te has muerto! ¡Ahora qué será de mí!”.
“No te aflijas, mujercita. ¡Estoy vivo!”, le habló el socarrón, levantándose y
corriendo a saltos como un cabro, a la calle.

LA VACA

El Tapial, aeródromo de Chachapoyas, ciudad de la Cordillera Oriental del Perú, es


una verde pampa entre onduladas lomas.
En ese campo siempre hay vacas, ovejas, caballos pastando, a pesar de la
vigilancia que ejerce el guardián. La abundante hierba que lo cubre es atracción
permanente para esos animales.
Ante el lejano trueno de un avión que llega. De la Costa o de la Selva, el
guardián se afana por despejar el campo; corre de aquí para allá, agitando los
brazos y lanzando gritos. Y cuando algún animal testarudo no quiere abandonar
su paraíso de hierba, el avión da vueltas por el cielo de Chachapoyas, hasta que
aquel sea desalojado o, sin esperar más, sigue su ruta con pasajeros y todo.
El mal tiempo es también causa para que los aviones continúen su rumbo, sin
aterrizar en El Tapial, lo intentan, pero desisten. O bien, oteando como pajarracos
vuelan sobre él y pasan.
El aeródromo en sí, hermosa llanura natural, es apropiado para el aterrizaje en
cualquier tiempo, pero el avión, para entrar en ese campo, tiene que hacerlo por
una angosta encañada lateral de cerros: un abismo con vientos encontrados y por
donde corre bramando el río Sonche. El avión desaparece en ese abismo, sale por
la bella aldea de Huancas y se mete veloz y zumbando por la ancha avenida de El
Tapial.
Bueno. Pero nuestro cuento es otro. Hace algunos años un avión que iba de la
Costa a la Selva, se llevó del campo de El Tapial una vaca. Al levantarse, cogió de
los cuernos al animal, de una manada que no se sabe cómo se había quedado en
el campo. Semejante a un cóndor gigantesco, con la vaca colgada de una de sus
ruedas, el avión tramontó los últimos contrafuertes de la Cordillera de los Andes,
incluso la elevada puna de Pishcohuañuna.
Los chachapoyanos contemplaron asombrados el insólito suceso.
—¡El avión se lleva una vaca!
—¡Una vaca!
El piloto enterose de ello, puesto que la máquina se ladeó un tanto con
el extraño peso. Pero no había otro recurso que proseguir el viaje. Y al cabo de
Francisco Izquierdo Ríos 459

cuarenta y cinco minutos de cuidadoso vuelo, tuvo la satisfacción de regalar esa


vaca al hospital de la amazónica ciudad de Moyobamba.
Es verdad, aunque usted no lo crea.

LA NOCHE Y HORACIO

Horacio March Iparraguirre es un pintor argentino, que hace muchos años vive en
el Perú. Salió de su patria con el ánimo de recorrer toda América, ambas Américas,
del sur y del norte, pero del Ecuador dio media vuelta y plantó la tienda de su
inquietud en los lares de Manco Cápac, Bacaflor y Vallejo. Visitó el lago Titicaca,
Machu Picchu y Chan Chan; ha pintado en sus telas motivos de las remotas
culturas prehispánicas, paisajes marinos y rincones limeños… Siente y ama al Perú
con intensidad, con sinceridad… ¡y quién sabe nunca ya se aleje de su ámbito!
Horacius, como le llaman sus amigos cariñosamente, es todo bondad; ingenuo
como un niño, artista deslumbrado de todo lo que le rodea… y un bohemio
impenitente… Le gusta, entre todos los licores, el vino, ¡el mosto que calienta la
sangre y puebla el alma de sueños!
Una ya madura noche estival de luna, nuestro querido Horacio, con unos
cuantos tragos de vino adentro, vagaba por un suntuoso barrio residencial de
Lima, y de pronto, percibió un aroma exquisito… Provenía del muro de plantas de
un chalet cercano, de donde un jazminero proyectaba sus ramas florecidas hacia
la vereda, los menudos y delicados jazmines blanqueaban más a la luz de la luna…
Horacio se aproximó al jazminero, y después de aspirar un rato el divino aroma, se
decidió a coger un puñado de las flores, cuando una pesada mano se posó en su
hombro… el artista volviose y se encontró con un tombo (policía).
—Me acompaña a la Comisaría —le dijo el tombo.
—¿Por qué, señor guardia? —le preguntó Horacio, con la timidez que le caracteriza.
—Me pregunta todavía por qué… Le estuve observando, estuve observando
desde la esquina sus movimientos sospechosos… Y esa su cara, esos sus ojos,
no son de buena gente... ¿Qué quiere usted con esta residencia? —y el policía le
miraba de pies a cabeza.
—La verdad es, señor guardia, que yo vine atraído por el perfume de estas
florecillas de jazmín… ¿No le parecen a usted bellas?... ¿Y su aroma?... ¿En esta
noche de luna?...
—Ah, usted es poeta…
—No, señor guardia…
—¡Hágame el servicio de seguir su camino, hombre!
—Buenas noches.
Y Horacio March Iparraguirre (“más parra que aguirre”, según expresa él mismo
risueñamente) se perdió con sus sueños por la avenida de frondosos árboles
manchados de luna.
460 Los cuentos de Adán Torres

EL CACHO

Con el nombre de cacho conocen en la Selva Alta del Perú a un pájaro nocturno,
de plumaje terroso, que no tiene nido y que, según la leyenda, anhela construirlo
solo cuando siente el frío de la noche o el azote de las lluvias. Entonces, afirman
las gentes que dice a través de su canto angustioso: “¡Mañana voy a hacer mi casa!
¡Mañana sin falta hago mi casa!”; pero cuando llega el día o pasa la lluvia, el cacho
olvida su promesa, y se duerme en cualquier parte. La hembra pone sus huevos,
igualmente, en cualquier parte, dentro de la arena, de la hojarasca, de un pajal,
debajo de una piedra, de un tronco caído, y los abandona a su suerte.
Pájaro bohemio, el cacho en las noches por los campos vaga y durante el día
duerme. Es un tuno.
Los otros pájaros le desprecian. “¡Haragán!”, le dicen. Y “¡dormilón!”. Pero él se
ríe de los que así lo consideran. Vaga, dice su canción y duerme.
Solo cuando la lluvia y el frío de la noche lo afectan, el muy tío se lamenta y
chilla a los cuatro vientos su deseo de edificar casa. Pero cuando la noche o la lluvia
pasa, ¡se ríe de todo el cacho bohemio!
También conocen a este pájaro con el nombre de Paulino. Quizá porque hubo,
en época lejana, algún hombre llamado Paulino, que era un grandísimo haragán.
¡Claro! En el mundo existen hombres como el cacho, despreocupados, que
dejan para mañana lo que deben hacer hoy, que prometen una cosa y no la
cumplen…

RÍO DE PIEDRAS

No hay paraje del Perú que, además de su hermosura natural, deje de tener el en-
canto de una leyenda, de una historia.
Más allá de la ciudad de Chachapoyas, en el camino a la Selva, está el lugar
de Rumi Shitana. Las palabras quechuas de su nombre significan literalmente:
“Arrojar piedras”. En efecto, en este paraje existe a la vera del camino un negro
pedrón incrustado en el cerro, con una boca blanca por donde salen, seguramente
a ciertas horas del día y de la noche, millares de limpias piedrecitas, de modo que
siempre se ven montones de estas junto a él.
Rumi Shitana es un codo dentro de un abismo rodeado de cerros gigantescos,
en donde el pedregoso camino voltea hacia el oriente y el áspero viento choca y
se arremolina.
Al fondo, corre un río turbulento y espumante. Y al frente, en la cara rugosa
de un cerro se halla grabada nítidamente, en alto relieve, la figura de una vaca, a
la que los nativos llaman Vaca huilca (vaca sagrada). Es como una verdadera vaca
que corriendo se hubiera quedado adherida al cerro ante un impulso mágico. Una
extraordinaria obra de arte de la naturaleza.
Francisco Izquierdo Ríos 461

Volviendo al hueco del pedrón… Se le puede considerar, pues, la desembocadura


de un río de piedras, que viene de las profundidades de la tierra; aunque la gente
del lugar afirma que la existencia de esas piedras se debe al hecho de que los
viajeros tienen la costumbre de arrojarlas desde el camino a la boca del pedrón,
probando puntería y, además, porque así prueban también su suerte en amores,
tanto que lanzan las piedras diciendo: “Tiro seguro, amor seguro”.

EL HERMANO BURRO

Lenguas de luna entraban en la sala por las puertas y ventanas abiertas; al centro se
hallaba sentado en un sillón don Irineo, dormitando los humos de una borrachera.
A don Irineo le gustaba frecuentar las tiendas de Baco. Siempre estaba achispado.
En esa condición no permitía que nadie lo molestara. De manera que dicha
noche reinaba en la casa profundo silencio, la familia se había recogido a las
habitaciones interiores. Solo en la huerta, blanqueada de luna, un ligero viento
bisbiseaba en los ramajes de los altos guabos y cocoteros; así como un burrito,
irreverentemente parado en el mismo umbral de la puerta a la calle, que de cuando
en cuando, urgido por alguna comezón, golpeaba los cascos con violencia en el
suelo.
—¿Quién se atreve a turbar mi sueño? —rugió don Irineo, y como en ese
momento el burro golpeara nuevamente los cascos, se dio cuenta de que era aquel;
entonces, llamó a uno de sus hijos:
—¡Teodoro!
—¡Papá! —se presentó el muchacho.
—¡Saca de allí a tu hermano! —le ordenó el viejo señalándole el burro.
Teodoro se acercó al pollino orejudo y cogiéndole amorosamente del pescuezo,
le dijo en voz un tanto alta, para que oyera don Irineo:
—Hermanito, dice papá que vayamos a dar un paseo por la plaza.
462 Los cuentos de Adán Torres

El vendedor de pájaros

A l lado izquierdo del conductor del repleto tranvía en marcha hay una jaula
con tres canarios amarillos. Y junto a la jaula un hombre con gorra negra,
alpargatas y sin saco, desaliñado, anciano, alto, mayormente blanco, de
nariz aguileña… ¡Sus ojos! Azules de tristeza…
—¿Un cigarrillo?
Y el extraño me mira, me recibe el cigarrillo. Enciendo el suyo y el mío con un
fósforo.
—¿Vende canarios?
—No solo canarios. Toda clase de pajarillos.
—¿Es usted peruano?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Sus facciones parecen de extranjero.
—Soy hijo de alemán. Nací en el Callao.
Y me cuenta que es difícil el negocio de los pajarillos. Alimentarlos. Cuidarlos.
Venderlos… Cazarlos…
—¿Los caza?
—Sí.
—¿Dónde?
—En muchas partes… Sobre todo en los bosquecillos del Rímac.
Por lo amaneceres y las tardes se oculta con su red dentro de los bosquecillos
del río que pasa por en medio de la enorme ciudad de Lima. Imita el canto de los
canarios, para atraerlos.
—Muchas veces no atrapo nada. Regreso con la jaula vacía.
Francisco Izquierdo Ríos 463

—¿Toda su vida es usted vendedor de pájaros?


—En mi vejez… Antes fui marinero. Hoy así como vendo pájaros, puedo vender
peces de colores, ranas, incluso desengaños…
Como marinero de barco mercante que fue, conoce todos los mares… Sus
tristes ojos azules tienen algo de esos paisajes.
—Ya no me queda ningún pariente en este mundo. Se han ido todos al otro…
Vivo en los muelles del puerto… Me gusta la soledad… El arco iris… He visto tantos
arco iris en los mares…
Así vamos conversando, calladamente, de pie en el tranvía.
—Nunca les falta alpiste a mis pajarillos…, aunque a mí me falte el pan… Los
quiero mucho… Créame, me da pena venderlos.
***
Después, siempre he encontrado a ese viejo con la jaula y sus dos o tres
pajarillos… Pero un día la encontré sin la jaula, famélico, amarrada la cabeza con
un gran pañuelo rojo a modo de turbante, iba por las calles de la ciudad con una
red en actitud de atrapar pájaros.
464 Los cuentos de Adán Torres

Elodía

L a aldea de Cumba se muestra por entre árboles de naranjo.


En los días de sol parece de oro, sobre una verde alfombra de hierba
menuda.
Este pueblo se encuentra al comienzo de la Hoya Amazónica, abajo nomás de
la Cordillera de los Andes.
Don Eliseo Córdova es notable en Cumba no solo por su instrucción, pues
estudió hasta el segundo año de media en la capital de la provincia, sino también
por su indumento, es el único que cotidianamente usa saco, corbata y zapatos; los
demás pobladores viven descalzos, aunque algunos suelen también embotinarse
principalmente con ocasión de las Fiestas Patrias y las fiestas patronales, después
meten sus zapatos en los baúles. Sin embargo, otro personaje que usa zapatos
cotidianamente (y no podía ser de otro modo) es el cura, reverendo Filiberto
Vásquez. El forastero maestro de la escuela de varones, apenas termina la labor
del día, se saca los zapatos, librando así sus pies de “la cárcel”, según su decir, lo
mismo hace la joven maestra de la escuela de niñas.
No hay zapateros en Cumba, por supuesto. Ni sastres. Adquieren zapatos
los pocos cumbanos que los usan, en la capital de la provincia; y confeccionan
comúnmente sus vestidos ellos mismos. Don Eliseo Córdova, aparte de sus
obligaciones de sempiterna autoridad, gobernador, juez de paz o alcalde, cose con
su mujer y sus hijas polleras, blusas, camisas y pantalones para muchos lugareños.
Su gruesa mujer, doña Benigna, es, además, jefa de la oficina de correos con un
sueldo de cincuenta soles. Otra fuente económica tiene del Eliseo en su actividad
de tinterillo; posee todos los códigos, parte de ellos herencia paterna, se sabe de
memoria las leyes, como un abogado. Oficio que el cura Vásquez también practica,
pero en menor escala, “como distracción”, según sus palabras, pues él no siente
urgencias de dinero, es el más acaudalado de Cumba, amasó su fortuna en las
selvas de Loreto, donde fue sacerdote joven aún, en la época de auge del caucho.
Encontró allí su El Dorado, como tantos otros hombres. Casi todos los caballos,
Francisco Izquierdo Ríos 465

vacas y ovejas de Cumba son del padre Vásquez. Su casa es la mejor del pueblo, de
tejas, de dos pisos y con balcón, a orillas de la herbosa placita de armas. En uno
de los cuartos del piso bajo, con puerta a la plazuca, ha establecido una tienda
comercial de telas y abarrotes, la única del lugar. Los últimos años de su vida, cual
resplandores de un sol poniente, los está pasando en su aldea natal de acuerdo
con su deseo. Esto no quiere decir que el padre Vásquez sea un viejo temblón,
es por cierto un anciano de más allá de los setenta, pero vigoroso, parece que en
él no ha trabajado profundamente el tiempo marchitador, aspecto realzado más
por su elevada estatura y corpulencia. Su risa es como un trueno. Hace pensar el
cura Vásquez en un árbol secular de la Selva. Vive comiendo y durmiendo bien,
vendiendo telas, jabón, fósforos, querosene, velas, calentando por costumbre el
cuerpo al sol mañanero en el patio de su casa, jugando a las cartas con don Eliseo
Córdova, celebrando santos rosarios por las noches de los sábados y misas los
domingos en la iglesia y de vez en cuando enterrando muertos. Y aunque a él la
muerte no le preocupa, tiene ya fabricado su ataúd, de madera de naranjo, el que
guarda en su propio dormitorio, arrimado a la pared. También ha hecho levantar su
mausoleo de ladrillo y cal en un sitio preferente del rústico cementerio. “Todo para
su debido tiempo” dice el padre Filiberto, sonriendo. Su “único dolor de cabeza”,
como él clama, es su nieto Hildegardo, un muchachote que estudia educación
secundaria en la capital de la provincia, y está ya más de ocho años en el colegio
y no concluye los estudios, siendo estos solo de cinco años. Le gustan al maula el
vestido elegante y las fiestas, despilfarrando en tales cosas los dineros del padre
Filiberto, a quien siempre convence en su favor contándole mil fábulas. Cuando
Hildegardo aparece en Cumba, lo hace en el mejor caballo del viejo cura y con un
pardo traje de montar y casco blanco, y antes de apearse, recorre todo el pueblo al
espectacular braceo del brioso corcel de lustrosa pelambre plomiza.
Frente a la casa de don Eliseo Córdova serpentea el camino de herradura que
conduce, por el oeste a la remota ciudad de Lima, capital del país, y por el este,
a la también remota Iquitos, la más importante ciudad de la Selva peruana,
sobre el río Amazonas. De manera que muchos viajeros se hospedan en la
casa de don Eliseo, quien los acoge con franca hidalguía. Por su condición de
permanente autoridad se alojan también en su casa las autoridades de la capital
de la provincia y aún las de la capital del departamento, a su paso por Cumba
en funciones de su cargo. Olvidábamos manifestar que don Eliseo Córdova tiene
bueno solo el ojo derecho, el izquierdo está vacío, al que tapa con un pedazo
de franela verde amarrado con un cintillo negro a la cabeza, como no sé qué
pirata de novela. En su infancia, jugando a los salvajes con otros niños de su
edad, un flechazo casual le marcó esa desventura. Silencioso como una estatua,
le place más escuchar que hablar. Es de mediana talla, ligeramente gordo y de
mucho menos edad que el padre Vásquez. Su casa no es de dos pisos como la
del cura, pero es amplia y con paredes de adobe blanqueadas de yeso y techo de
tejas como la de aquel, muy diferente a las otras casas del pueblo, de mera caña
y palma. El departamento principal, con puerta al camino, ostenta en el frontis
un escudo con la inscripción: concejo municipal, gobernación o juzgado de paz, según
esté don Eliseo desempeñando cualquiera de esos cargos; asimismo, desde allí
466 Los cuentos de Adán Torres

flamea en un asta la bandera nacional, durante los días feriados y domingos.


Este departamento es el despacho de don Eliseo, con su escritorio al medio en el
cual hay colocados en perfecta disposición tinteros, plumas, sellos, tampones,
papeles, abultado Diccionario de la Real Academia Española, lámpara tubular a
querosene y sus códigos; con dos grandes retratos, de él y de su mujer, en la pared,
que fueron ampliados en Lima por intermedio de uno de los tantos agentes de
fotografía que recorren los pueblos peruanos, y con su dormitorio matrimonial
amparado por una cortina roja en un ángulo de la estancia, dormitorio que
don Eliseo cede a sus huéspedes, pasando entonces él y su mujer a la vasta
sala contigua unida al despacho por una puerta, donde duermen sus hijas y se
encuentran varios íconos de yeso, la vieja máquina de coser y otros muebles
y objetos. En otro departamento más chico, al extremo opuesto, funciona la
oficina postal, con el rótulo correos en letras verdes sobre el dintel. Adentro de la
casona hay un ramadón con algunos cuartos, la cocina, el horno y en seguida el
patio-jardín y la huerta, denso bosque de naranjos y reino de cantoras avecillas
montaraces, palomas, gallinas, pavos y patos. Todo en el más completo orden,
pues don Eliseo es partidario severo de la regla, del método (no permite, por
ejemplo, ni la presencia de una paloma en las habitaciones). Espíritu que ha
inculcado a su mujer y a sus cuatro hijas. Don Eliseo tiene solo hijas. Lo que no
ha podido imponerles es el hábito de usar zapatos diariamente, a excepción de
Elodía, la hija última, linda quinceañera vivaracha, de negra cabellera abundante
y ojazos también negros con pestañas arqueadas como pistilos de orquídeas,
quien trata siempre de vestir de lo mejor a su modo. Sus hermanas, solteronas
entradas en años, se dedican con su madre a los quehaceres domésticos; solo
se calzan y mudan traje flamante cuando tienen huéspedes ilustres y en las
festividades. Doña Benigna, apenas cierra la oficina de correos, tira los zapatos
a un rincón, y solo abre la oficina los sábados en que llega el postillón y los
lunes cuando se despacha la exigua valija de correspondencia a la capital de
la provincia, trabajo que en su mayor parte realiza don Eliseo. Además de que
estas mujeres cosen vestidos para los lugareños y las imágenes de la iglesia,
preparan, para vender, bizcochuelos, rosquitas de almidón, tortas de maíz y de
yuca, chicha, un licor especial de naranja, que conservan en botellones y otros
depósitos adecuados. Actividades en las que por fuerza colabora la hermosa
Elodía (como una obligación particular, también Elodía enciende la lámpara
tubular a querosene tan pronto anochece). Esta muchacha no está conforme
con la vida de su casa y de la aldea. Ya no puede oír los escasos discos del antiguo
fonógrafo con bocina que su padre compró en la capital de la provincia; siempre
los mismos discos, los mismos discos: polcas, pasodobles, yaravíes en dúo de
quenas. Se distrae yendo al próximo riachuelo, mirando los peces tornasolados
a través de las aguas cristalinas, cultivando su jardín o leyendo bajo los naranjos
de su huerta atrasados periódicos y revistas de Lima, que dejan a su padre los
viajeros, se lee las revistas y periódicos de canto a canto, fijándose vivamente
en las fotografías de bellas mujeres y hombres apuestos, sobre todo artistas
de cine. Escucha atentamente las conversaciones de los huéspedes y aun les
hace preguntas acerca de tal o cual aspecto de las ciudades de donde proceden,
Iquitos, Lima, Trujillo. Hasta, ¡oh, pecado de su imaginación!, piensa fugarse de
un momento a otro con cualquiera de esos forasteros…
Francisco Izquierdo Ríos 467

El dorado camino que pasa por delante de su casa está en su alma. Por un
lado lleva a Lima, y por el otro lado a Iquitos, la fascinante ciudad amazónica del
caucho…
¡El aroma a naranjos de todos los días y todas las noches! ¡Los monótonos
aguaceros durante casi todo el año! Y el juego de cartas en que se enfrascan su
padre y el cura Filiberto y algunos otros vecinos, con apuestas de caldos de gallina
o de ponches. ¡Los santos rosarios de los sábados y las misas de los domingos, con
el invariable repique agudo de las campanas de la iglesuca! Ni las fiestas patronales
de Santa Rosa, con su mayor despliegue de actividades y alegría, satisfacen a Elodía.
En la escuela, de chiquilla, era la obligada recitadora de versos alusivos a las fechas
históricas, la pronunciadora de discursos aprendidos de memoria, en las Fiestas
Patrias desde una mesa en la Plaza de Armas ante el auditorio oficial compuesto
de su padre, otras autoridades y el cura Filiberto. La insustituible decidora de
loas a los santos en las fiestas religiosas. La que hacía de ángel con albo vestido
y alas de oropel al amanecer de la Pascua de Resurrección. Mediante un cordel
amarrado a su cintura dos hombres la descendían desde el techo de la iglesia
y la volvían a ascender luego que despojaba de la áurea capa a Taita Reshillo (el
Señor de la Resurrección), cuando este transponía en las andas procesionales el
umbral del templo a las primeras luces del día; representándose así la ascensión de
Cristo a los cielos. Escena que hacía llorar de gozo a don Eliseo y doña Benigna…
Y ahora, a los quince años de edad, ellos quieren aún obligarla a recitar poesías
ante sus huéspedes… Su padre, además, tiene ya resuelto hacerla preceptora de
la escuela de mujeres de Cumba, valiéndose de amigos influyentes en la capital
de la provincia, y para cuyo fin ha comenzado a mortificar a la actual preceptora,
acusándola en memoriales fabulescos… Y el cura Filiberto, por su parte, piensa
en hacerla casar con Hildegardo. Elodía sospecha esa intención del reverendo, y
se angustia, ya que el presuntuoso Hildegardo le es sumamente antipático… El
dorado camino de enfrente a su casa, que por un lado conduce a Lima y por el otro
a Iquitos… ¡quisiera escapar por él!... Cierta tarde cuando planchaba vestidos para
los santos de la iglesia en el ramadón, después de un repentino aguacero violento,
aclarándose rápidamente el cielo, goteantes los naranjos de la huerta, vislumbró
de pronto un pedazo de azul encima de la oscura línea sinuosa de la Cordillera de
los Andes, y se estremeció… ¡Lima!... Lima está más allá de la Cordillera…, quizá
debajo de ese pedazo de cielo azul… Otro mundo… Tiró bruscamente la plancha
y a punto de llorar se perdió, por entre la fresca penumbra del anochecer, en el
bosquecillo de rosas de su jardín.
Izquierdo Ríos, Francisco
1965 El colibrí con cola de pavo real. Lima: Talleres Gráficos P. L. Villanueva.
Cuentos para niños

CREDO
Escribir de modo natural y sencillo, como crece la hierba.
Y que por entre lo escrito se vea la luz de la vida.
El colibrí con cola de pavo real

E s la Cordillera Oriental del Perú, cerca ya de la región de la Selva. Muchos ce-


rros se hallan cubiertos de vegetación oscura; enormes cerros, con extensas
faldas y dilatadas cumbres.
En los amaneceres la neblina oculta esos cerros, ascendiendo de los abismos,
por donde corren ríos turbulentos. Se esfuma poco a poco, hasta desaparecer
totalmente a la media mañana, exhibiéndose entonces las montañas en toda su
grandeza y misterio; misterio que se ahonda más bajo la sombra de las tardes.
Pueblos y chacras se muestran en las faldas y las cumbres de algunos cerros o
en los valles profundos, así como una que otra ciudad, con las elevadas torres de
sus templos, en las llanuras o en las mesetas.
El Tingo se llama la linda aldea, en un valle del río Utcubamba, donde vive el
niño Rogelio Tupi, con sus padres que cultivan la tierra solo para subsistir. Su casa,
de barro y paja, tiene una huerta cercada de piedras, con capulíes, durazneros, chi-
rimoyos, manzanos y muchas flores, claveles, geranios, rosales, fucsias, girasoles.
A un lado de El Tingo se levanta sobre un cerro la ciudadela de Cuélap, de pura
piedra, casi envuelta de monte. Expresión monumental de un pueblo anterior a
los incas.
Tierra fascinante esta tierra, que no solo ofrece la ciudadela de Cuélap y otros
singulares recuerdos de hombres remotos, sino que también en sus bosques anida
el colibrí con cola de pavo real, único en el mundo.
Prodigiosa avecilla que, a veces, sale a las huertas de los pueblos y aun de las
ciudades; revolotea en torno de las flores, y vuelve rápidamente a los bosques.
Con mayor frecuencia grupos de estos picaflores visitan la hacienda Quipa-
chacha, no muy lejos de la ciudad de Chachapoyas, atraídos por las primorosas
azucenas que abundan en sus campos.
474 El colibrí con cola de pavo real

Todos los habitantes de la comarca saben de la existencia del colibrí con cola
de pavo real, pero muchos no lo conocen, entre ellos Rogelio Tupi; muchos niños
como él sueñan, por cierto, con el picaflor extraordinario.
Rogelio trata de descubrirlo en su propia huerta, adonde llegan toda clase de
pájaros, huanchacos de pecho colorado, piuros de pecho amarillo, gorriones con
sombrerito gris, carpinteros de gorrito rojo, mansas palomas, loritos bulliciosos,
picaflores comunes que zumbando vuelan por entre las flores… Pero nunca asoma
el colibrí con cola de pavo real.
—Yo sí lo he visto, Roge —le dijo una tarde Hilario Chauca, pastorcillo de
ovejas—. Lo he visto volando alrededor de las blancas flores de un guabo en una
pampa verde.
—Cuéntame, Hilario —le rogó Tupi, y se sentaron a la sombra del viejo nogal
ramoso que hay en el centro de la placita de armas del pueblo, mientras el lanudo
perro de Rogelio se echó junto a ellos y las escasas ovejas de Chauca mordisqueaban
la hierba del contorno.
—Iba, pues, por la pampa una mañana arreando a mis ovejitas —enhebra su
relato Hilario—. Había llovido antes y el sol alumbraba con esplendor. Me arrimé
al tronco de un guabo cuando, de pronto, escuché fuertes zumbidos en el ramaje,
alcé la cabeza y vi al colibrí con cola de pavo real alrededor de las flores húmedas.
—¿Cómo es, Hilario?
—Es del tamaño de los otros picaflores, pequeñito, de plumaje verde azulado,
con patitas y piquito oscuros. Pero su cola está formada por dos plumas muy
grandes, iguales a las del pavo real, con los mismos dibujos, con los mismos
adornos. Después de revolar por las flores y chupar algunas, se sentó en una ramita
muy delgadita. Lo contemplé a mi gusto, sus ojillos parecían gotitas de agua con
luz. Quería cazarlo con mi honda, pero tuve pena. De un rato, voló hacia el bosque
de la falda del cerro.
Se levantaron los muchachos y se fueron, Chauca con sus ovejas al campo y
Tupi a su casa seguido de su inseparable perro Cushillo. Rogelio iba pensando en
que no tenía la suerte de conocer al picaflor con cola de pavo real.
En la escuela el maestro también había dicho: “Nuestros bosques atesoran el
bello colibrí con cola de pavo real, único en su género en la Tierra. Debemos estar
orgullosos de esta joyita de la naturaleza”.
“¡Sí, orgullosos!”, se dijo Rogelio, ante la mayoría de sus compañeros que,
alegremente, manifestaban conocer al picaflor con cola de pavo real; uno decía
haberlo visto en su chacra de maíz; otro, en su huerta; los demás, en el bosque de
eucaliptos de la orilla del río, en los tunales en flor de las escarpas, en los retamales
de las márgenes de los caminos, en los azucenales de Quipachacha.
—¡Jamás usen su honda contra ese colibrí! —recomendó el maestro.
“¡Jamás!”, se dijo Rogelio Tupi. Los otros muchachos pensaban lo mismo. En
general, los habitantes de la comarca estiman a esa avecilla como algo sagrado.
Francisco Izquierdo Ríos 475

Era, pues, un tanto raro que el picaflor con cola de pavo real no llegase a la
huerta de Rogelio. Entonces, el muchacho decidió viajar, secretamente, a la ha-
cienda Quipachacha… a los dorados azucenales.
En la víspera de su aventura, cuando se dirigía con su perro Cushillo por la
calleja herbosa a la plazuela de armas, donde las campanas de la iglesia anuncia-
ban las fiestas patronales del pueblo, le llamó ansiosamente su hermana Shabi.
Retrocedió, intrigado.
—¡El colibrí con cola de pavo real está en nuestra huerta! —le dijo la niña
vivaracha.
—¿En nuestra huerta?
Y entraron sigilosamente en ella. Rogelio con su perro Cushillo en los brazos,
conteniéndolo.
—¡Lo vi sobre aquella fucsia! —indicó Shabi.
Efectivamente, el colibrí con cola de pavo real estuvo en la huerta de los Tupi;
sobre una fucsia bermeja, luego pasó a una madreselva.
Rogelio y Shabi lo buscaban, agazapándose, por entre los capulíes, los man-
zanos, las flores. El muchacho cuidaba que Cushillo no ladrase. En la rama de
un duraznero se le enredó a Shabi la larga trenza de su cabellera, que solía llevar
colgada sobre la espalda. Rogelio, difícilmente, logró desasirla. Buscaban, buscaban
los muchachos al colibrí con cola de pavo real en todo el arbolado territorio de la
huerta, durante la tarde maravillosa, en cuyo límpido cielo azul resplandecía sua-
vemente el sol y también, como una medalla antigua, la luna menguante.
476 El colibrí con cola de pavo real

Don Corsino

E l río grande, que, por el oeste, corre bañando la población, está crecido;
todas sus riberas se hallan inundadas. También por la desembocadura del
pequeño río afluente, que pasa por en medio de la ciudad, se han metido
sus barrosas aguas, hasta muy arriba, de modo que este riachuelo, comúnmente
claro, se presenta ahora, en su curso inferior, más voluminoso y turbio.
Como no ha habido aguaceros en la tierra selvática de nuestro cuento, la
creciente del río grande se debe a las lluvias que caen por el lugar de su origen, en
la cordillera lejana.
El sol de la mañana abrillanta los ríos, los tejados y las paredes de las casas;
penetra aun en el oscuro corazón de los bosques. Y en los bajos y espesos
marañonales de las huertas de la población, cargados de flores y frutos, tiene
reflejos de incendio.
Se percibe en el aire un tanto del olor a barro del río crecido.
Bandadas de pavos —peculiar fauna doméstica de la ciudad— ambulan por las
verdes pampas de las afueras y hasta por las calles, cantando.
Las mujeres recogen en cántaros el agua limpia del pequeño río, en su curso
superior, dentro del fresco bosque.
—¡Cuidado con ir a los montes y a los ríos! —recomienda, como siempre, con
el bastón en alto, a sus hijos, don Corsino Herrera, al salir de su casa a la oficina.
Don Corsino es muy severo. No permite ir solos a sus hijos a ninguna parte,
por temor a cualquier peligro; pero los muchachos, como todos los muchachos
del mundo al fin, burlando la vigilancia de doña Rita, la buena madre, se escapan
a veces.
—¡Qué hará Corsino si se entera! —exclama atribulada, entonces, doña Rita.
Y don Corsino, al enterarse de las travesuras de sus hijos, les propina fuertes
azotainas. Increpa, asimismo, a su mujer, culpándola de negligencia.
Francisco Izquierdo Ríos 477

No es que el señor Herrera sea malo, sino que el profundo cariño que siente
por su familia le lleva a esos extremos de nerviosidad y dureza con ella. Justificable
quizá, considerando los innumerables riesgos que atentan en el ambiente agreste
donde viven.
Una tarde Julio y Baldomero, los mayorcitos, se fueron al río grande, de cuyo
fondo, en ese momento, parecía emerger, por entre los cristales de ligera lluvia,
un arco iris rutilante, perdiéndose, luego, en la inmensidad del cielo como un
maravilloso camino curvo por donde transitarían ángeles y otros seres fantásticos.
Los muchachos, después de admirar el bello espectáculo del arco iris, se tiraron a
las aguas. Julio aun logró atravesar el anchuroso río a nado; en esto apareció don
Corsino, con su bastón amenazante; alguien le avisó en la oficina sobre la aventura
de sus hijos. Baldomero y Julio solo pudieron colocarse los pantalones, y con el
resto de prendas en la mano corrieron a la casa, resignados a sufrir la cólera de su
padre. Sin embargo, en casos serios como este, solían ampararse en la bondad de
su abuela Patricia, que vivía no muy lejos de la casa de ellos.
—¡A ver, pégales! —le decía, entonces, la espigada anciana de cabellos albos a
su iracundo hijo Corsino, con los niños cogidos de la mano—. ¡Pégales! ¡Atrévete!
Y don Corsino optaba por dirigirse, silenciosamente, a su dormitorio o a la
calle.
Cuando salió de su casa aquella mañana, recomendando a sus hijos que no se
fueran a los ríos ni a los montes, Baldomero tenía ya su plan hecho. Iría a pescar
en el pequeño río, sin contarle a nadie, ni a Julio.
Apenas se distrajo un rato su madre, cogió el escondido anzuelo de caña y
por el cerco de la huerta saltó al mundo libre. En pocos minutos estuvo en la
orilla del pequeño río, junto al puente de madera que por sobre aquel une las dos
porciones de la ciudad. Se situó sobre un árbol corpulento. Fijó su mirada, con
placer, en las turbias aguas iluminadas por el sol. Luego observó minuciosamente
todo el ámbito, para estar seguro de que no había ningún peligro, especialmente
de víboras. Empero, descubrió una serpiente loro bajando por el centro del río,
con la cabeza levantada y la roja lengüecilla afuera. De tiempo en tiempo caían,
resonando, en la orilla y en las aguas, las vainas secas del árbol frondoso al que
estaba cogido. Desde umbríos boscajes fluía el diáfano canto de palomas torcazas.
En torno suyo brincaban saltamontes, volaban mariposas y abejas. Al otro lado
del puente amarilleaba un denso retamal. Baldomero permanecía asombrado
en el paraje extraordinario. De pronto se dio cuenta de que no tenía carnada
para pescar. Entonces, extrajo lombrices con su machete de la húmeda tierra
del contorno del árbol. Y arrojó su anzuelo al remanso, ahí mismo la cuerda se
templó violentamente, emocionando a Baldomero. ¡Había caído un pez grande! El
muchacho comenzó a halarlo suavemente, luchando con el animal que llevaba la
cuerda por todo el espacio del remanso. Finalmente, después de una intensa brega,
logró sacar al pez, que se chicoteaba y relampagueaba cual prodigiosa escultura de
plata ante la luz del día. ¡Era el primer pez que cogía en su vida! Sin desprenderlo
del anzuelo, enrollando únicamente la mayor parte del sedal en la caña, con el
pescado en alto, retornó corriendo a su casa, como una ráfaga de júbilo en el júbilo
478 El colibrí con cola de pavo real

general de la naturaleza; entró por la huerta, allí le esperaban la preocupada madre


y sus hermanos.
Bajo el ramoso limero del patio, Baldomero daba saltos y gritos con el pez que,
colgado del sedal, aún seguía vivo, chicoteándose y relampagueando. Julio y las
tres hermanas menores —Delia, Marta y Josefa— hicieron suya la inmensa alegría
de Baldomero, bailando con él en redor del árbol.
—¡Qué hermoso pez! —admiró, también, doña Rita.
Y cuando el grave señor Herrera llegó de la oficina expresó lo mismo, sin pedir
explicaciones.
—Corsino, ¿conque te gusta ese sábalo? —le dijo, sonriendo la simpática doña
Patricia—. ¡Lo pescó mi nieto, este hombrecito que se llama Baldomero!
Francisco Izquierdo Ríos 479

La montaña

“ En la cumbre del morro hay una laguna blanca, al centro de la cual se halla un
enorme toro negro, ese toro brama en algunas noches del año, escuchándosele
en toda la Hoya Amazónica”.
Romualdo Huaca oía contar en su pueblo esta historia.
“En la soledad de ciertas tardes los viajeros sin pecados, de pronto, ven brillar
un Cristo de oro en uno de los costados rocosos del morro”.
El muchacho también oía este cuento.
La aldea de Romualdo Huaca está casi al pie de la montaña. Un pueblo lleno
de naranjos y limoneros.
La inmensa montaña, con forma de morro, se levanta solitaria entre la
Cordillera de los Andes y la región amazónica, en la tierra conocida como Ceja de
Selva.
El sol se oculta tras la montaña. Partes de ella están cubiertas de árboles
y de altos pajonales que el viento mueve; otros de sus flancos se encuentran
salpicados de pedrones con musgo o son, simplemente, desnuda roca áspera. Un
espeso bosque de palmeras y almendros envuelve su amplia base.
Colorean ese bosque, aparte de la propia vegetación con todos sus matices, va-
riadas mariposas, guacamayos, tucanes y otras aves polícromas. Lo pueblan tam-
bién serpientes y jaguares.
La faz de la montaña da hacia la antigua ciudad de Moyabamba, de donde se
la ve como un gigante oscuro.
“En tiempos muy remotos vivía, asimismo, en ese cerro una vaca de largos
cuernos retorcidos, que echaba candela por nariz y ojos. Un brujo la dominó,
arrojándola a una laguna encantada de la próxima Cordillera de las Andes”.
También sabía este cuento Romualdo Huaca, como lo sabían todos los demás
pobladores de la aldea.
480 El colibrí con cola de pavo real

El muchacho estaba fascinado por la sombría montaña. Desde las huertas o


la plazuela del pueblo se pasaba horas mirándola. ¡Qué terrible se volvía en las
tempestades, con su cimero pajonal agitado como una monstruosa cabellera!
¡Honda sensación de misterio ofrecía, en cambio, en las blancas noches de
luna!
Romualdo trataba de escuchar, por las noches, el espantoso bramido del toro,
de acuerdo con lo que hablaba la gente. Procuraba descubrir, en las tardes, el fulgor
del pequeño Cristo de oro en las oquedades de los altos contornos rocosos de la
montaña, puesto que él se consideraba también una “persona sin pecados”.
Se escapaba de su casa o de la escuela para llevar a cabo sus excursiones explo-
radoras. Cuando pasaba junto al hombre de piedra, lo hacía con sumo cuidado y
seriedad, pues sabía que ese ídolo tenía el poder de desencadenar una tempestad
con rayos, truenos, viento y lluvia contra la persona que se burla de él. A veces se
quedaba observándolo por entre el ramaje de un arbusto. Es una estatua de pie-
dra que representa a un corpulento hombre desnudo, sin cabeza y con las manos
uniéndose a la altura del sexo, como ocultándolo. El pueblo asegura que quien
se ríe, se burla, de la desnudez y la actitud del “hombre de piedra” sufre inmedia-
tamente la cólera de este, materializada, pues, en una tormenta que persigue al
irrespetuoso aun por el camino. Está asentado sobre un montículo de piedras, al
borde de la senda arenosa que serpea no muy lejos del morro; seguramente fue
ídolo de antiguos indios, desaparecidos hoy en los bosques amazónicos (cuentan
que los conquistadores españoles lo decapitaron, creyendo que contenía oro).
Romualdo solía tomar, pecho en tierra, el agua del diáfano arroyo que sale del
interior del morro al camino, atravesando el penumbroso bosque de almendros
y palmeras. Mishqui Yacu se llama ese arroyo en quechua, que significa “agua
agradable”. A Huaca no solo le placía beberla, sino también hacerse acariciar por
ella los pies desnudos y el rostro; sentía una frescura inefable. “¡Como esta agua,
no hay otra en el mundo!”, se decía, alegremente, el muchacho.
Amaba todo lo relacionado con la montaña: las lindas retamas del camino, el
ídolo, el arroyo, el bosque. En cierta ocasión, encontró dentro de este a un venado
preso por unos bejucos: sus astas, sus patas, su pescuezo, estaban fuertemente
ligados por las sogas; jamás hubiera podido librarse, a no ser por la intervención
oportuna de Romualdo Huaca, quien lo desató cariñosamente, y el venado se
perdió en el bosque dando saltos y sacudiéndose.
Romualdo entraba en el bosque casi todos los días con la esperanza de hallar un
flanco del morro por donde no le fuera muy difícil ascender hasta la cumbre. Se le
había metido en la cabeza esta idea, al igual, quizá, que a todos los muchachos de
su pueblo y aun de la ciudad de Moyabamba. Esa solitaria montaña, en verdad, no
solo inquieta a los muchachos, sino también a las personas mayores. Y no puede
ser de otro modo, ya que su enorme presencia oscura y el encanto de sus leyendas
son un permanente incentivo para la imaginación. ¿Por qué causa, además, existe
allí esa peculiar montaña, sola en medio de la selvosa llanura? ¿Acaso es un volcán
apagado, recuerdo de alguna tremenda convulsión remota de la tierra?
Francisco Izquierdo Ríos 481

La imagen de esa montaña está viva en el alma de todas las gentes de la


comarca.
Romualdo Huaca no se cansaba de preguntar en el pueblo, en donde sea, disi-
muladamente, si alguien la había escalado. Un anciano le contó que unos frailes
misioneros, hacía muchísimos años, lograron subir hasta la cumbre, donde plan-
taron una elevada cruz de madera, que se veía claramente desde la ciudad de Mo-
yabamba, los brazos de la cruz parecían abarcar toda la tierra amazónica, después
la abatió el tiempo, con sus lluvias y ventarrones.
II
Asomaba un día lleno de sol de agosto. La claridad del astro naciente brillaba
sobre los bosques, sobre las montañas, sobre el caserío de las pequeñas y grandes
poblaciones.
La aldea de Romualdo Huaca era una explosión de vida. El rebuzno de los burros
dominaba el canto de los demás animales domésticos. Las naranjas y limones
maduros, en las huertas, estaban convertidos en joyas por los rayos solares, así
como la cresta de los gallos.
En la cumbre del morro, y en algunos de sus flancos, resplandecía intensa-
mente el nuevo día. Precisamente, en ese momento, Romualdo Huaca lo estaba
ascendiendo ya.
Había pensado que comenzando su gran aventura al amanecer, podría estar en
la cumbre al mediodía, luego contaría con toda la tarde para el regreso. Romual-
do era el único hijo de su madre viuda, a quien manifestó que iba a la próxima
ciudad de Moyabamba, como lo hacía de vez en cuando, a visitar a su viejo tío
Rudecindo.
—Dirás a tu tío Rude que estoy todavía bien —le encargó la buena señora, al
despedirlo en la puerta de la casa.
Huaca, en una de sus correrías por el bosque de almendros y palmeras que
rodea a la montaña, encontró un flanco accesible de esta, y por él subía esa mañana
por entre pajonales, árboles y pedrones. Estaba seguro de que no llovería.
—Buenos días, señor —se le ocurrió saludar a un buitre posado en un solitario
árbol con más ramas que hojas.
Luego se fue corriendo, por temor de que el buitre lo atacara. Pero este seguía
callado en la rama del árbol, como un personaje maravilloso.
En una talega que le caía sobre el costado izquierdo, terciada por el pecho
mediante un lazo, Romualdo Huaca llevaba su fiambre: agua en una calabaza y un
pollo asado. Por debajo de la soga silvestre que le servía de cinturón, portaba su
machete. Estaba descalzo y sin sombrero, como todos los niños campesinos de la
tierra amazónica. Su hirsuto cabello, cual porción de hierba, era revuelto por los
airecillos matinales que estremecían la montaña.
A veces, monumentales piedras le cerraban el paso. Las salvaba subiéndose a
ellas o rodeándolas.
482 El colibrí con cola de pavo real

Una doble hilera de árboles no muy altos, cubiertos totalmente de flores como
nube, le parecieron al muchacho ancianas de cabellos blancos yendo, fatigadas,
hacia la cumbre.
De pronto vio, al margen de un pajonal, más de mil barbudos conejos negros
peleando entre sí. ¡Cómo peleaban los bandidos! No le hicieron caso los conejos
a Huaca.
Un tupido bosque de árboles gigantescos se le interpuso como un muro. Huaca
tuvo miedo. Pero, después de minutos de indecisión, penetró en el bosque, y se
dio con la sorpresa de que podría caminar por entre los troncos de los árboles sin
mayor dificultad; el terreno estaba limpio de maleza y de otras plantas pequeñas.
Además había una singular transparencia, como si dentro del bosque estuviera
aprisionada eternamente, cual en una lámpara quimérica, la moribunda luz
del día. Pájaros carpinteros, de tamaño inusitado, con gorros de rojo plumaje,
trabajaban incesantemente en los troncos. Una deslumbrante visión de orquídeas
se le presentó luego al valiente muchacho; colgaban de los árboles, de todos los
colores y formas, ¡las mejores orquídeas del mundo! ¡Sí, en esa tierra del Perú
florecen las más bellas orquídeas del mundo!
Huaca no podía perder tiempo en admirar las maravillas del bosque. Muy bien
orientado, pronto logró atravesarlo. Pero, cuando estuvo saliendo de la floresta,
creyó escuchar dentro de ella una espeluznante carcajada. Juzgó que sería el
Chullachaqui, el diablo burlón de los bosques, que tiene el pie izquierdo como
raíz de árbol; rápidamente hizo una cruz con ramas delgadas y se la enfrentó al
bosque, ante lo cual calló el demonio.
Después de caminar un largo trecho bajo el ardiente sol, se sentó el muchacho
sobre una piedra. Bebió un poco de agua de la calabaza y comió una pierna de pollo.
Se levantó y miró a la cumbre, comprobando que ya no estaba muy distante.
Reanudó el viaje. Intempestivamente voló encima de él la morada chicua, el ave
agorera de la Selva, arrojando su canto semejante a una risa sarcástica. Romualdo
se sobresaltó. Esa ave es muy temida por los malos anuncios que hace al hombre.
“¿Me estará avisando que va a llover?”, pensó el muchacho. “¡No!”, se dijo luego,
escudriñando la vastedad del cielo, profundamente azul, sin una nube.
El temblor de una sombra, como de gente, llamó su atención. ¡Era un oso
pardo! Erguido sobre sus patas traseras en un pedrón, parecía ciertamente, un
hombre. A pesar del temor que sentía, Huaca no dejó de admirar al vigoroso animal.
“¿Me atacará?”, pensó, y sigilosamente se deslizó junto al oso, el cual permanecía
parado en la piedra, inmóvil, como si estuviera arrobado en la contemplación de
la naturaleza.
Romualdo comprendió que la chicua le había avisado ese encuentro, que
felizmente no tuvo consecuencia grave.
Antes que el muchacho llegase a la cumbre, una nube inesperada cubrió el sol,
ensombreciendo misteriosamente al morro. “¿De dónde ha venido esa nube?”, se
preguntó, desconcertado, Huaca. Pero fue solo un instante. La nube desapareció
en la inmensidad del cielo, brillando de nuevo el sol, como irritado.
Francisco Izquierdo Ríos 483

Nuestro héroe, el sin par Romualdo Huaca, está ya en la cumbre. Pisa ya la


ansiada cúspide, que es idéntica al cráter de un volcán, encerrando una laguna no
blanca, como el decir popular, sino oscura, en cuyo centro fulge el sol en su plenitud
cenital, semejando un diabólico rostro de fuego. En las aguas más sombrías, un
tanto alejadas de la imagen del sol, relumbran multitud de estrellas. “¿Luceros?”,
se preguntó Huaca, y miró el cielo, donde no los había en ningún sitio. Huaca no
sabía que dentro de un hondo pozo se reflejan las estrellas en pleno día.
Observaba, intranquilo, la laguna extrañamente quieta. “¿Y el enorme toro
negro?... Estaría, quizá, en el fondo de las aguas, y podría salir de un momento a
otro”.
Un vientecillo cálido sacudía los pajonales de los contornos, sin entrar en la
sima de la laguna.
Huaca se retiró y se puso a contemplar el grandioso espectáculo de la naturaleza.
Por el oeste, aparecía la Cordillera de los Andes, con uno que otro picacho nevado
en la lejanía. Al pie, su aldea con naranjos y limoneros, su casa, fácilmente
identificable por el gigantesco árbol de sapote que se levantaba delante de ella; el
camino arenoso que bordea al “hombre de piedra”, con gran parte de sus márgenes
doradas de retamas. Al norte, el caudaloso río Mayo que fluye hacia el este, bañando
la ciudad de Moyobamba, con su umbría vega alfombrada mayormente de flores
amarillas. Al sur, algunos pueblos en medio de la verde espesura. Y por el oriente,
ahí no más, la antigua Moyobamba, con sus casas de tejas, de palma y calamina,
sus huertas de árboles frutales, sus blancas calles de arena, y más allá, siempre
la tierra amazónica perdiéndose en el horizonte ligeramente brumoso, con sus
ríos y lagos, con sus manchas rojas, blancas y amarillas de los bosques florecidos,
con numerosas poblaciones, una que otra columna de humo elevándose de las
chozas de chacras y estancias. Todo, bajo la gloria de un cielo muy azul y un sol
radiante.
Romualdo, llevado por su entusiasmo, iba a lanzar un grito de alegría frente
a la dilatada tierra amazónica que se extendía a sus pies, para que lo oyeran en
toda ella, pero se contuvo, recelando que de la laguna podría salir, de repente, el
toro. Pensó, asimismo, prender fuego al pajonal próximo, pero dejó de hacerlo,
comprendiendo que había el riesgo de que se incendiara todo el morro. Necesario
es aclarar que esto de quemar el pajonal fue solo una idea volandera, sin mayor
arraigo, de Romualdo, ya que él nunca podría cometer nada que dañase a la
naturaleza.
Finalmente, grabó su nombre con la punta del machete en el compacto musgo
de un pedrón: “Romualdo Huaca. Agosto de 1962”. Echó un último vistazo al
extraordinario panorama, por los cuatro puntos cardinales; de pronto descubrió,
casi tapados por la hierba, los maderos ya podridos de la gran cruz que plantaron
allí unos frailes misioneros, confirmando, pues, la veracidad de lo que le contó el
anciano en su pueblo.
Huaca se estaba olvidando de algo muy importante: el almuerzo. Se sentó,
entonces, junto al pedrón en que grabó su nombre, y dio cuenta de todo el fiambre,
484 El colibrí con cola de pavo real

dejando, reunidos en un montoncillo, los huesos de pollo. Y comenzó a descender


la montaña, confiado, satisfecho.
Bajaba casi corriendo. Pero, otra vez, una nube colosal cubrió el sol. Dentro de la
oscuridad volvió a oírse el canto sarcástico de la chicua. Romualdo se estremeció.
Cuando desapareció la nube y el sol imperó de nuevo, Romualdo estaba des-
orientado, cual si hubiera salido de un mal sueño. Empero, reaccionó inmediata-
mente, y como acostumbran en su pueblo en casos semejantes de extravío, depo-
sitó en la palma de la mano izquierda una porción de saliva, y con el dedo índice
de la mano derecha la golpeó, diciendo: “Salivita, salivita, dime ¿por dónde iré?”.
Y se fue en la dirección por donde saltó la saliva.
No era la ruta por la que ascendió. Después de un largo y penoso trajín, cerca ya
de la boscosa base de la montaña, escuchó un delicioso rumor cristalino. Bajó, bajó,
y cuál no fue su asombro al encontrar un purísimo manantial que salía de adentro
del morro, por una boca guarnecida de piedras verdes también muy límpidas.
Huaca llenó su calabaza con esa agua. Y siguió el curso del arroyuelo, convencido
de que no era otro sino el Mishqui Yacu que atravesaba el camino real.
Contentísimo y seguro como nunca, Romualdo iba por la avenida serpenteante
del arroyuelo a través de la floresta densa. El sol de la tarde lograba penetrar en
algunos sectores. En un sitio un tanto despejado vio muchas pieles de serpientes,
de todos los colores y tamaños, colgando de las ramas de los árboles, con mariposas
en derredor; parecía un fantástico bazar; allí preferían mudar de piel todas las
serpientes del bosque.
Más abajo ya, desde un grueso árbol rugió un otorongo (jaguar) estremeciendo
el cielo, la tierra, el bosque y el corazón de Romualdo. Este, por toda defensa,
empuñó su humilde machete. Pero el otorongo no le atacó; como un descomunal
gatazo, continuó rugiendo, con los encendidos ojos sobre el muchacho. Huaca,
caminando de espaldas y machete en mano, se alejó del peligro más serio que se
le había presentado en ese día notable.
Sin embargo, le sucedió, todavía, algo insólito. Un negro mono maquisapa, de
manos muy largas y, también, el más grande de los simios de la Selva amazónica,
le persiguió, blandiendo un garrote y con chillidos coléricos, por sobre los árboles
hasta la orilla del camino real. Huaca se rió, con todas las ganas, de la ocurrencia
del mono.
Y cuando estaba anocheciendo con una luna llena prodigiosa, arribó a su casa.
“El tío Rude te manda saludos”, le dijo a su madre, que le esperaba en el corredor.
Y, antes de entrar en la habitación, miró la cumbre de la montaña plateada por la
luna: “Acabo de estar allí”, se dijo, emocionado.
Francisco Izquierdo Ríos 485

El bagrecico

U n viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su voz ronca en el penumbroso
remanso del riachuelito: ”Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él,
y he vuelto”.
Y en el fondo de las aguas se movía de un lado a otro contoneándose
orgullosamente. Los peces niños y jóvenes miraban y escuchaban con admiración.
“¡Ese viejo conoce el mar!”.
Tanto oírlo, un bagrecico se le acercó una noche de luna y le dijo:
—Abuelo, yo también quiero conocer el mar.
—¿Tú?
—Sí, abuelo.
—Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.
Vivían en ese remanso de un riachuelito de la Selva Alta del Perú, un riíto
con lecho de piedras menudas y delgado rumor. Palmeras y otros árboles, desde
las márgenes del remanso, oscurecían las aguas. Esa noche, en un rincón de la
pozuela iluminada tenuemente por la luna, el viejo bagre enseñó al bagrecico
cómo debía llevar a cabo su viaje al lejano mar.
Y cuando el riachuelito se estremecía con el amanecer, el bagrecico partió aguas
abajo. “Tienes que volver”, le dijo, despidiéndolo, el viejo bagre, quien era el único
que sabía de aquella aventura.
El bagrecico sentía pena por su madre. Ella, preocupada porque no lo había
visto todo el día, anduvo buscándolo. “¿Qué te sucede?”, le preguntó el anciano
bagre con la cabeza afuera de un hueco de la orilla, una de sus tantas casas.
—¿Usted sabe dónde está mi hijo?
—No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El muchacho ha de volver.
Seguramente ha salido a conocer mundo.
486 El colibrí con cola de pavo real

—¿Y si alguien lo pesca?


—No creo. Es muy sagaz. Y tú comprendes que los hijos no deben vivir todo el
tiempo en la falda de la madre. Torna a tu casa… El muchacho ha de volver.
La madre del bagrecico, más o menos tranquilizada con las palabras del viejo
filósofo, regresó a su casa.
El bagrecico, mientras tanto, continuaba su viaje. Después de dos días y medio
entró por la desembocadura del riachuelo en un riachuelo más grande.
El nuevo riachuelo corría por entre el bosque haciendo tantos zigzags, que el
bagrecico se desconcertó. “Este es el río de las mil vueltas que me indicó el abuelo”,
recordó… Su cauce era de piedras y, partes, de arena, salpicado de pedrones,
sobresaliendo de las aguas con plantas florecidas en el légamo de sus superficies;
hondas pozas se abrían en los codos con multitud de peces de toda clase y tamaño;
sonoras corrientes… El bagrecico seguía, ora nadando con vigor, ora dejándose
llevar por las corrientes, con las aletas y barbitas extendidas, ora descansando o
durmiendo bajo el amparo de las verdes cortinas de limo.
Se alimentaba lamiendo las piedras, con los gusanillos que había debajo de
ellas o embocando los que flotaban en los remansos.
—¡De lo que me escapé! —se dijo, temblando. En una poza casi muerde un
anzuelo con carnada de lombriz; iba a engullirlo, pero se acordó del consejo del
abuelo: “Antes de comer, fíjate bien en lo que vas a comer”; así, descubrió el sedal
que atravesando las aguas terminaba en la orilla, en las manos del pescador, un
hombre con aludo sombrero de paja.
Los riachuelos de la Selva Alta del Perú son transparentes; de ahí que los peces
pueden ver el exterior.
El incidente que acababa de sucederle, hizo reflexionar al viajero con mayor
seriedad sobre los peligros que le amenazaban en su larga ruta; además de los
pescadores con anzuelo, las pescas con el barbasco venenoso, con dinamita y con
red; la voracidad de los martín pescadores y de las garzas, también de los peces
grandes. Aunque él sabía que los bagres no eran presas apetecibles para dichas
aves, por sus aletas enconosas; ellas prefieren los peces blancos, con escamas.
Con más cautela y los ojos más abiertos prosiguió el bagrecico su viaje al mar.
En una corriente, colmada de la luz de la mañana límpida, una vieja magra,
toda arrugas, metida en las aguas hasta las rodillas, pescaba con las manos,
volteando las piedras. El bagrecico se libró de las garras de la pescadora, pasando a
toda velocidad. “¡La misma muerte!”, se dijo, volviendo a mirar, en su carrera, a la
huesuda anciana, y esta le increpó con el puño en alto: “¡Bagrecico bandido!”.
Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad del riachuelo, cantaban
un montón de pájaros. El bagrecico, con las antenas de sus barbas, percibió las
melodías de esos músicos y poetas de los bosques, y se detuvo a escucharlos.
Después de una tormenta, que perturbó la Selva y el riachuelo, oscureciéndolos,
el viajero ingresó en un inmenso claro lleno de sol; a través de las aguas ligeramente
Francisco Izquierdo Ríos 487

turbias distinguió un puente de madera, por donde pasaban hombres y mujeres


con paraguas. Pensó: “Estoy en la ciudad que el riachuelo de las mil vueltas divide
en dos partes, como me indicó el abuelo…”. “¡Ah, mucho cuidado!”, se dijo luego
ante numerosos muchachos que, desde las orillas, se afanaban en coger con
anzuelos y fisgas los peces que, en apretadas manchas, se deslizaban por sobre la
arena o lamían las piedras, agitando las colas.
El bagrecico salvó el peligroso sector de la ciudad con bastante sigilo. En la
ancha desembocadura del riachuelo de las mil vueltas, tuvo miedo; las aguas del
riachuelo desaparecían encrespadas, en un río quizá cien, doscientas veces más
grande que su humilde riachuelito natal. Permaneció indeciso un rato, luego se
metió con coraje en las fauces del río.
Las aguas eran turbias y corrían impetuosas. Peces gigantes, con los ojos
encendidos, pasaban junto al bagrecico, asustándolo. “No tengo otro camino que
seguir adelante”, se dijo, resueltamente.
El río turbio, después de un curso por centenares de kilómetros de tupida
selva, entregaba bruscamente sus aguas a otro mucho más grande. El bagrecico
penetró en él ya casi sin miedo.
Se extrañó de escuchar un vasto y constante runrún musical. Debíase a la fina
arena y partículas de oro que arrastraban las violentas aguas del río.
En las extensas curvas de este río caudaloso hierven terribles remolinos que
son prisiones no solo para las balsas y canoas que, por descuido de los bogas,
entran en ellos, sino también para los propios peces. Sin embargo, nuestro vivaz
bagrecico los sorteaba manteniéndose firme a lo largo de las corrientes que pasan
bordeándolos.
Cerros de sal piedra marginan también, en ciertos trechos, este río bravo.
Blancas montañas resplandecientes. Al bagrecico se le ocurrió lamer una de esas
minas durante una media hora, luego reanudó su viaje con mayor impulso.
Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó sobremanera. Pero
él juzgó que, seguramente, procedía de los “malos pasos”, debidos al impresionante
salto del río por sobre una montaña, grave riesgo del cual le habló mucho el
abuelo. A medida que avanzaba el estruendo era más pavoroso… ¡Los malos pasos
a la vista!... Nuestro viajero temerario se preparó para vencer el peligro, se sacudió
el cuerpo, estiró las aletas y las barbitas, cerró los ojos y se lanzó al torbellino
rugiente. Quince kilómetros de cascadas, peñas, aguas revueltas y espumantes,
pedrones, torrentes, rocas. El bagrecico iba a merced de la furia de las aguas; aquí,
chocó contra una roca, pero reaccionó en seguida; allá, un tremendo oleaje le varó
sobre un pedrón, pero, con felicidad, otra ola le devolvió a las aguas.
Al término del infierno de los “malos pasos”, el bagrecico, todo maltrecho,
buscó refugio debajo de una piedra y se quedó dormido un día y una noche.
Se consideraba ya baquiano. Además había crecido, su pecho era recio, sus
barbas más largas, su color, blanco oscuro con reflejos metálicos. No podía ser
de otro modo, ya que muchos soles y muchas lunas alumbraron desde que salió
488 El colibrí con cola de pavo real

de su riachuelito natal, ya que había cruzado tantos ríos, sobre todo vencido los
terroríficos “malos pasos”, los “malos pasos” en que mueren o encanecen muchos
hombres.
Así, convencido de su fuerza y sabiduría, prosiguió el viaje. Sin embargo, no
muy lejos, por poco concluye sin pena ni gloria. A la altura de un pueblo cayó en
la atarraya de un pescador, entre sábalos, boquichicos, corvinas, palometas, lizas;
empero, el hijo del pescador, un alegre muchacho, lo cogió de las barbas y lo arrojó
desde la canoa a las aguas, estimándolo sin importancia en comparación con los
otros pescados.
Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso anochecer
la atención del viajero. Era una mijanada, avalancha de peces en migración hacia
arriba, para el desove. Todo el río vibraba con los millones de peces en marcha.
Algunos brincaban sobre las aguas, relampagueando como trozos de plata en la
oscuridad de la noche. El bagrecico se arrimó a una orilla fuertemente, contra el
lodo, hasta que pasó el último pez.
En plena jungla, el voluminoso río desaparecía en otro más voluminoso. Así
es el destino de los ríos: nacen, recorren kilómetros de kilómetros de la tierra,
entregan sus aguas a otros ríos, y estos a otros, hasta que todo acaba en el mar.
El nuevo río, un coloso, se unía con otro igual, formando el Amazonas, el río
más grande de la Tierra. Nuestro bagrecico entró en ese prodigio de la naturaleza
a las primeras luces de un día, cuando los bosques de las márgenes eran una
sinfonía de cantos y gritos de animales salvajes. Allá, en el remoto riachuelito
natal, el abuelo le había hablado también mucho del rey de los ríos.
Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a otro río. No se veía el
fondo ni las orillas; era, pues, el río más grande del mundo.
“Debes tener mucho cuidado con los buques”, le había advertido el abuelo. Y
el bagrecico pasaba distante de esos monstruos que circulaban por las aguas, con
estrépito.
Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del alba, digamos
mejor para admirarlo, ya que nuestro bagrecico era sensible a la belleza; el lucero
del alba, casi sobre el río parecía una victoria regia de lágrimas; después de bañarse
en su luz, el bagrecico se hundió en las aguas, produciendo un leve ruido y leve
oleaje.
Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un pez de mayor tamaño
que un hombre, para devorarlo. El pobre bagrecico corría a toda la velocidad de
sus fuerzas; corría, corría, de pronto columbró un hueco en la orilla, y se ocultó
en él, desde donde miraba a su terrible enemigo, que iba y venía, y, finalmente,
desapareció.
Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta, pasando frente a
puertos, pueblos, haciendas, ciudades, hasta que una noche, con luna llena
enorme, redonda, llegó a la desembocadura. El río era allí extraordinariamente
ancho y penetraba retumbando más de cien leguas en el mar. “¡El mar!”, se dijo el
Francisco Izquierdo Ríos 489

bagrecico, profundamente emocionado. “¡El mar!”. Lo vio esa noche de luna llena
como un transparente abismo verde.
El retorno a su riachuelito natal fue difícil. Se encontraba tan lejos. Ahora
tenía que surcar los ríos, lo cual exige mayor esfuerzo. Con su heroica voluntad
dominaba el desaliento, vencía todos los peligros. Cruzó los “malos pasos” del río
aprovechando una creciente y, a veces, a saltos por sobre las rocas y pedrones que
no estaban tapados por las aguas. En el riachuelo de las mil vueltas salvó de morir,
por suerte. Un hombre, en la orilla pedregosa, encendía con su cigarro la mecha de
un cartucho de dinamita, para arrojarlo a una poza, donde muchísimos peces, entre
ellos nuestro viajero, embocaban en la superficie, con ruidos característicos, los
millares de comejenes que, anticipadamente, desparramó como cebo el pescador.
¡No había escapatoria! Empero, ocurrió algo inesperado: el pescador, creyendo que
el cartucho de dinamita iba a estallar en su mano, lo soltó desesperadamente y a
todo correr se internó en el bosque. Las piedras saltaron hasta muy arriba con la
horrenda explosión, algunos pájaros también cayeron muertos de los ramajes.
La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al fin, entró en su
riachuelito natal, cuando sintió sus caricias. Besó, con unción, las piedras de su
cauce. Llovía menudamente. Los árboles de las riberas, sobre todo los almendros,
estaban florecidos. Había luz solar por entre la lluvia suave y dentro del riachuelo.
El bagre, loco de contento, nadaba en zigzags, de espaldas, de costado, se hundía
hasta el fondo, sacaba sus barbas de las aguas, moviéndolas en el aire.
Sin embargo, en su pueblo ya no encontró a su madre, ni al abuelo. Nadie
lo conocía. Todo era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido por las
palmeras y otros árboles de las márgenes. Se dio cuenta, entonces, de que era
anciano. En el fondo de la pozuela, con su voz ronca solía decir, contoneándose
orgullosamente: “Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto”.
Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración.
Un bagrecico, de tanto oírlo, se le acercó una noche de luna y le dijo: ”Abuelo,
yo también quiero conocer el mar”.
—¿Tú?
—Sí, abuelo.
—Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.
Izquierdo Ríos, Francisco
1965 “Gavicho”. En Cuentos peruanos. Madrid: Doncel.
Gavicho

L lovía menudamente con sol, cuando Gavicho Aguilar desamarraba la balsa


en el río para emprender su gran viaje de aventuras. Antes había alojado en
la nave un burro, un perro y un gallo, recogidos en el vecindario.
Desde que escuchó al maestro de la escuela, su único pensamiento era ese via-
je. El maestro había dicho, en clase de Geografía, que el río Saposoa desembocaba
en el Huallaga y este en el río Marañón, el cual, con el Ucayali, formaba el gigan-
tesco Amazonas que, a su vez, se arrojaba en el océano Atlántico. Llevaba, pues, las
aguas de todos los ríos y lagos de la inmensa región de la América del Sur, conocida
precisamente como Hoya Amazónica.
—¿Quieres ir conmigo? —le dijo al burro, encontrándolo medio dormido bajo
un frondoso mango. Y le echó el lazo.
Al gallo lo agarró en una pampita cuando se paseaba con unas gallinas.
El perro Jazín era de un tío suyo.
Y así fue como Gavicho Aguilar salió de la ciudad de Saposoa por el río del
mismo nombre aquella tarde con llovizna y sol, rumbo al océano Atlántico.
Secretamente durante varios días, construyó la balsa en un lugar escondido
del río. Diómedes Rengifo le ayudó en esa laboriosa faena, realizada como se hacen
tales embarcaciones en la tierra amazónica, o sea, con más de veinte troncos del
árbol de topa sólidamente amarrados. El muchacho Diómedes, a última hora, se
desanimó de acompañarlo en el viaje. Le dio pena dejar a su abuela.
Gavicho era huérfano de padre y madre. Solo tenía parientes lejanos.
El río Saposoa corre serpenteando por entre colinas y pequeños cerros cubiertos
de exuberante vegetación, con chacras, haciendas y pueblos en sus márgenes.
Después de dos días de navegación, Gavicho llegó a la desembocadura de este río
en el Huallaga, al pie del pueblo El Tingo.
494 Gavicho

Amanecía. La brisa del Huallaga, ancho y violento, estremecía el bosque. Mi-


llares de cuadrúpedos, monos y aves saludaban con sus gritos y cantos al nuevo
día. En la balsa de Gavicho también rebuznaba el burro, ladraba el perro y cantaba
el gallo. Gavicho remó en dirección al puertecillo, donde atracó. Los tripulantes de
otras balsas miraban sonrientes al extraño viajero. El muchacho visitó el pueblo
solo con Jazín.
Lindo pueblo, El Tingo. Se elevaba sobre una loma con sus casas de palmas y
algunas de tejas, con su plazuela de armas sembrada de árboles frutales.
Gavicho entró en el Huallaga cuando el sol brillaba sobre la Selva como una libra
esterlina fabulosa que se reflejara vivamente en la corriente enorme. Del interior
de las aguas, surgía un rumor musical producido por el continuo roce de arenas,
murmullo peculiar del Huallaga. Gavicho, después de recobrarse del asombro que
le ocasionó la grandeza del panorama, pensó en el desayuno. Mientras la balsa se
deslizaba por el medio del río, encendió el fogón, recogió agua en la ollita de lata
y arrojó el anzuelo con carnada de las lombrices que extrajo de la tierra del puerto
de El Tingo.
Pescó dos sábalos grandes. Los saló. Puso uno en la olla que hervía y dio el otro
a Jazín.
El burro comió su porción de hierba y el gallo su puñado de maíz.
Gavicho no había olvidado nada. Almacenó provisiones y otras cosas necesarias
en una pequeña choza construida en medio de la balsa. En ella también metía a
perro y gallo cuando llovía. El burro iba detrás de la choza. Todo lo aguantaba el
mansurrón, el sol y la lluvia. Gavicho hizo, asimismo, un fogón de piedras. Tenía,
igualmente, una lámpara a querosene para alumbrarse en la noche.
Gavicho tomó nuevamente los remos que se hallaban a ambos lados de la popa.
Dos remos amarrados a cortos palos verticales, como se estila en las balsas de los
ríos amazónicos. Iba con el ojo atento, para evitar ser tragado por los tremendos
embudos que se abren hasta el fondo del río a causa del choque de corrientes
contrarias.
Jazín comenzó a inquietarse en una extensa curva. Olfateaba el aire, corría
de un sitio a otro de la balsa, ladraba junto a Gavicho. Este se dijo entonces:
“¡Peligro!”.
Efectivamente, había ya a la vista una muyuna, poderoso remolino, dentro de
un inmenso codo del río que cuando atrapa una balsa o una canoa no la suelta
fácilmente. Puede mantenerla dando vueltas hasta varios días. Gavicho y el burro
remaron esforzadamente, y lograron pasar por el mismo borde del terrible riesgo.
En medio del hirviente remolino, había una balsa, cuyos tripulantes luchaban
con desesperación y no pudieron disimular su envidia ante el éxito de la balsa de
Gavicho, donde el gallo iba cantando airosamente sobre la cabeza del asno.
Gavicho enseñó al burro a remar, sujetando con una soga el mango del remo
a su pescuezo. De este modo el buen pollino le auxiliaba en las circunstancias
difíciles.
Francisco Izquierdo Ríos 495

Al pasar una espléndida mañana por el estuario del río Sisa (río Flor), de verdes
aguas transparentes, Gavicho vio multitud de peces. Era una pesca con barbasco, o
sea por envenenamiento con el tóxico que contiene la planta de igual nombre. Las
gentes de la tierra amazónica llevan a cabo siempre estas pescas mortíferas.
Gavicho detuvo la balsa, y recogió una gran cantidad de peces. Él, desde la
nave, con las manos, y el perro con la boca mientras nadaba.
No muy lejos de allí en un bosque de cocoteros, algunos monos blancos, los
simios más traviesos de la Selva peruana, con un endiablado griterío cogían cocos
y los tiraban al suelo. Gavicho acoderó junto al bosque y pidió cocos a los monos.
Estos, sin esperar que terminara de hablar, le arrojaron una lluvia de frutos, con
peligro de destrozar la balsa y a los tripulantes, tanto que el burro recibió un
cocazo en el lomo; pero no se sabe por qué impulso maravilloso se pusieron al
unísono el perro a ladrar, el burro a rebuznar y el gallo a cantar, asustando a los
micos que huyeron velozmente por el enmarañado bosque. Gavicho dejó en la
embarcación una treintena de cocos y lanzó el resto a las aguas, tarea a la que
prestó su colaboración el burro con sus patas.
En el pueblo bailaba la gente alrededor de una palmera clavada especialmente
y cuyas hojas estaban atadas como el moño de una joven, adornada de cintas, de
soles de plata, frutas y panes. Las parejas, hombres y mujeres, agitaban pañuelos,
levantaban las piernas, corrían, regresaban, proferían eufóricos gritos, y cogiéndose
de los brazos se arremolinaban en torno del árbol. Todo esto, al son de una quena
y un tambor, tocados por un solo músico.
—¡Atraca! —le gritaron a Gavicho los del baile.
—¡Atraca! ¡No te vayas!
El muchacho aceptó la invitación. No podía comprender cómo en el mes
de agosto estuvieran en ese pueblo bailando en torno de un árbol, lo cual se
acostumbra en la amazonía peruana con ocasión de los carnavales y de la fiesta de
San Juan. Pero le dijeron que era el cumpleaños de la mujer del alcalde y que a este
se le ocurrió celebrar el acontecimiento de esta manera.
Los alegres poblanos dieron de tomar y comer a Gavicho abundantes bebidas
y potajes típicos. Él les obsequió con peces y cocos.
El burro, el perro y el gallo salieron también a tierra con ánimo de refocilarse.
El gallo se fue con unas gallinas. El perro se dedicó a roer los huesos del festín. El
pollino rebuznó y como ningún congénere le respondiera, se resigno a engullir
hierba mansamente en un prado. En ese pueblo no habían burros.
La noche cubrió los despojos de la palmera abatida a hachazos por los bailarines,
continuando el jolgorio hasta el amanecer en casa del alcalde.
Reanudada la marcha, Gavicho no pudo ocultar su admiración ante una mon-
taña blanca, un cerro de sal gema a orillas del río. La balsa pasó casi rozándolo. El
viento, las lluvias y el tiempo han labrado en él figuras caprichosas, torres, nichos,
hasta imágenes humanas, orlados de bermejas cintas de óxido. El sol resplandecía
intensamente de sal del Huallaga, haciendo pestañar a Gavicho y sus animales.
496 Gavicho

El bello río Mayo desemboca junto al puerto de Shapaja. En este puerto,


Gavicho tuvo que atracar obligadamente para revisar su embarcación, como lo
hacen todos los que van a Iquitos, a fin de cruzar en las mejores condiciones los
“malos pasos” del río, cuyo horrísono fragor se escucha ya desde allí. Gavicho al
oírlo sintió miedo.
En la plaza de armas de Shapaja hay más de sesenta elevados cocoteros que
cuidan los niños de las escuelas. También en sus pocas calles verdes de hierba, de
pronto, al mediodía, brotan como una alfombra mágica rojas florecillas que luego
se apagan. Son las llamadas “flores de las once” exacto símbolo de la vida, que
nace, muere y vuelve a nacer.
Gavicho estaba muy preocupado por los cercanos “malos pasos”, recordando
que en su tierra contaban historias de balseros ahogados en ellos. De suerte que
se consagró a examinar minuciosamente su balsa, volviendo a amarrar los palos a
los travesaños. Revisó los remos y la choza. Inclusive decidió asegurar con sogas a
sus animales, así como a sí mismo, junto a los remos, para impedir ser expulsados
por la violencia de las aguas. Otros navegantes hacían lo propio, y se hallaban
intrigados de que ese muchacho viajara con un burro, un perro y un gallo.
Por la noche, densamente argentada de estrellas, algunos balseros entonaban en
sus balsas melancólicas canciones acompañados de guitarras. Gavicho permanecía
sentado en la balsa a pesar de la punzante mortificación de miríadas de mosquitos
agresivos. El estruendo de los “malos pasos”, más audible a través de la soledad de
la noche, golpeaba su corazón…
El amargo llanto de los pájaros ayamaman le conmovió más, trayendo a su
memoria el cuento de que aquellos fueron un niño y una niña abandonados en la
Selva por su pérfida madrastra.
Por la mañana, siguió a las otras balsas, cuando todo era luz y algarabía en los
bosques polícromos.
—¡Buena suerte, Gavicho! —le dijeron muchos niños, mientras agitaban
pañuelos desde una loma del puerto.
Enhiestos ramales de la cordillera de los Andes se introducen hasta gran parte
de la Hoya Amazónica, configurando la Selva Alta. El Huallaga corta algunos de
esos cerros, dando origen a bruscos pongos (puertas) y correntíes; pero ninguno
de ellos como los que iba a pasar Gavicho, larga cadena de bravías cascadas y
rápidos.
Ya junto a los “malos pasos”, Gavicho hizo una última inspección de la balsa,
comprobando que sus animales se encontraban bien sujetos de los palos que
colocó especialmente para ello, y cerrando los ojos se entregó al destino. La balsa
penetró en la vorágine. Aparecía y desaparecía en medio de las aguas alborotadas y
rugientes. Entonces Gavicho recobró su sereno valor, de modo que iba cuidando,
mediante desesperados esfuerzos con los remos, que la balsa no fuera estrellada
contra los roquedales y peñascos. Más de dieciocho kilómetros de pesadilla… El
Estero, Chumía, Puma-ringre (inmensa roca en forma de oreja de tigre), Mativuelo,
Vaquero… nombres de lugares siniestros.
Francisco Izquierdo Ríos 497

Gavicho atracó en el pueblo de Chasuta, en seguida del “mal paso” de Vaquero,


contento por haber salido con vida del infierno de las cascadas y rápidos. El gallo,
como siempre tras una hazaña, cantó triunfalmente sobre la cabeza del burro.
Gavicho arregló algunos desperfectos de la balsa. Una mujer de Chasuta, pueblo
alfarero, le regaló un cántaro y una taza decorados con motivos de la Selva.
Sin embargo, tenía que salvar todavía el no menos peligroso pongo de Aguirre,
llamado así en recuerdo del célebre rebelde y sanguinario español Lope de Aguirre,
uno de los capitanes de la trágica Expedición de los Marañones que por el siglo XVI
buscó inútilmente el fantástico reino de El Dorado en la Selva amazónica.
Se cuenta que Lope de Aguirre mató en ese salto del Huallaga a un cóndor que
atacaba a las tripulaciones de las balsas que pasaban por allí. Vivía la alimaña en
la cumbre del cerro, por lo que esta se llama hasta ahora, en quechua, Cundur
Huasi (“Morada del Cóndor”). El temerario español colocó en su balsa costales de
arena, ocultándose tras ellos él y su gente con las espadas listas. Cuando el cóndor
se abalanzó contra la embarcación, le dieron muerte. Con un puñal y la sangre
del rey de las aves, Lope de Aguirre escribió en uno de los peñascos del pongo sus
iniciales, L. A., y la letra V, que significaría “virrey”, como altanera expresión de
su desacato al rey de España, que por esa época ejercía dominio en el Perú. Tales
inscripciones se ven en el peñasco, sin que nadie pueda explicarse cómo pudo
grabarlas el feroz aventurero español en lugar tan imposible.
Gavicho continúo su viaje por el Huallaga, un tanto confiado ya. El río tenía más
caudal, a causa de los numerosos afluentes recibidos. Iba el muchacho gozando,
en el día y en la noche, con el hermoso espectáculo de la naturaleza.
Flores fulgurantes colgaban sobre las aguas desde los bosques. Como fuego,
como oro, como plata. Gigantescos árboles mostraban sus copas pobladas de
extrañas aves de coloreados plumajes.
En uno de esos fascinantes sitios, se posó un tucán en su balsa. Es un ave con
más pico que cuerpo y luce varios colores de reverberación metálica. Gavicho, aga-
rrando a Jazín que quería ladrar, observaba al ave maravillosa. Esta, después de arrojar
varias veces el agua del río hacia arriba con la cabeza y las alas y esperarla con el picazo
abierto, retornó al bosque. El tucán, por su pico desmesurado, solo puede beber en
esa forma. Desde luego, le resulta mucho más fácil tomar el agua de la lluvia.
La luna nueva en el filo de la Selva, le pareció a Gavicho una bruñida hoja
misteriosa. No podía entender cómo hay figuras con estrellas en el cielo: una
cruz, un centellero, un cangrejo, un toro. Pero lo que más le asombró fue la Vía
Láctea, infinito río de mundos corriendo por la eternidad. Ciertamente, Gavicho,
escudriñando el universo, en la honda soledad de las noches a través de sus largos
viajes, tuvo un atisbo del tiempo sin orillas y sin término.
Yurimaguas es una de las bonitas poblaciones de la Selva peruana, en las riberas
del Huallaga. Puerto y aeropuerto. En el momento en que llegaba Gavicho, había
allí un barco mercante procedente de Iquitos y un hidroavión.
Gavicho entró a conocer Yurimaguas. Le gustó, sobre todo, su ambiente de alegre
claridad. La iglesia, con sus altas torres blancas, es la mejor de la amazonía peruana.
498 Gavicho

Miraba por encima de la cerca una huerta con árboles de mango y caimito
cargados de frutos maduros. Al verlo, la dueña, una viejecita, le dijo, abriéndole la
puerta: “Coge lo que quieras, hijito. Coge no más”.
A poco de salir de Yurimaguas, se percató del origen de un constante ruido
atronador que le tenía inquieto. Era el Paranapura, bravo río que, corriendo por
una pendiente y atravesando peñascos, ofrenda allí su tumultuoso caudal al
Huallaga.
Más abajo unos tarraferos (pescadores con atarraya) desde las canoas, lanzaban
sus redes al río. Estos aparejos, con los cabos sujetos a la muñeca del pescador, al
caer en las aguas semejaban enormes flores blancas iluminadas por el sol de la
mañana.
Pescaban en ese lugar aquellos hombres aprovechando los compactos cardú-
menes que surcaban el río.
Gavicho pasó junto a ellos lentamente, mientras contemplaba el interesante
cuadro.
A la altura del pueblo de Lagunas, se desató una violentísima tormenta. En el
lóbrego cielo estallaban rayos y truenos espantosos. El ventarrón sacudía el bosque
y agitaba las aguas. El espacio quedó poblado de copos de seda vegetal y pétalos
de diversas flores. Gavicho logró alcanzar el puerto, amarró su balsa a un árbol y
con sus animales se metió en Lagunas a toda carrera cuando ya arreciaba la lluvia
torrencial. Se acomodó en la galería de una casa solitaria que tenía las puertas y
ventanas cerradas. El furioso diluvio golpeó durante una hora. Serían las cinco de
la tarde cuando acabó. En unos próximos árboles de marañón con frutos amarillos
y brillos de lluvia rezagada, el sol era una llamarada de oro.
Delante de la casa, un pavo vanidosamente esponjado, se creía, sin duda, el ser
más importante del mundo. Tanto que, de repente, atacó al gallo de Gavicho, pero
Jazín lo hizo retroceder, aunque el gallo ya se encontraba listo para la pelea.
Todo hubiera terminado con ese minúsculo incidente, a no ser porque al burro
se le ocurrió rebuznar. Del interior del pueblo, un burro negro, a veloz galope y
rebuznando con la cabeza en alto, vino de frente contra el burro de Gavicho. Y se
armó la pendencia. Los asnos peleaban a patadas y mordiscos; el pavo y el gallo
se trenzaron, asimismo en lucha enconada; Jazín ladraba y Gavicho, con un palo,
trataba de defender sobre todo a su pollino. En esto se abrió la puerta de la casa
solitaria y salió el cura del lugar, pues allí vivía el viejo párroco. Santiguándose
intervino en el pleito y consiguió separar, luego de dura porfía al pavo y al burro
agresores, que eran suyos.
Gavicho se enteró que estaba en el gran río Marañón. El Huallaga desaparecía
en él para siempre. No había ya cerros ni colinas. La tierra boscosa se hallaba al
mismo nivel del río.
Una colosal boa pasó junto a la balsa conmoviendo las aguas.
Era ya la Selva Baja. Selva, sin ningún vestigio de la Cordillera de los Andes,
profunda como el río. Y con sol más ardiente todavía.
Francisco Izquierdo Ríos 499

Nadaban tortugas y los juguetones bufeos, con los blandos hocicos a flor de
agua, lanzaban rosados copos de espuma hacia la barca. Pequeñas gaviotas revo-
loteaban chillando.
En un paraje muy solitario zumbaron flechas por encima de la balsa. Gavicho
se tiró de pecho sobre la nave, obligando a hacer lo mismo a sus animales; luego
remó con mayor pujanza. Advirtió por entre las ramas de la orilla algunos indios
salvajes. Seguramente que estos solo quisieron gastarle una broma, porque de
otro modo hubieran dado en el blanco y no tuviéramos ya a Gavicho, en este
momento, prosiguiendo su viaje sin par.
Su viaje sin igual que llegó a uno de sus hechos culminantes. La balsa entraba
en la confluencia del Marañón y el Ucayali, monstruos fluviales que por entre la
espesura de la Selva unen sus aguas, creando el Amazonas, el Rey de los Ríos. Era
un amanecer, con el lucero del alba bailando aún como áureo foco eléctrico al
borde de los bosques. Allí estaba la población de Nauta, punto que señala dónde
se produce el milagro geográfico del río-mar. Gavicho, hondamente emocionado y
agitando su sombrero de paja, prorrumpió en hurras entusiastas.
La balsa seguía su ruta por el magno río. Las selvosas orillas aparecían lejanas…
Un sombrío barco de guerra pasó río arriba, con la chimenea humeante, haciendo
vibrar su potente sirena. El burro de Gavicho contestó con un rebuzno vigoroso.
Gavicho, si darse cuenta, estaba repitiendo la proeza de Francisco de Orellana,
el conquistador español que descubrió el Amazonas en una balsa. Por cierto que
el heroico español del siglo XVI sintió el mismo asombro que Gavicho sentía en el
siglo XX ante el más grande río del planeta.
Islas paradisíacas. Cielo profundamente azul, con fuerte sol.
Orillas blanqueadas o enrojecidas de garzas.
Caimanes como oscuros palos. Victorias regias. Loros, gaviotas.
Balsas, canoas, lanchas, botes a motor. Chozas de palma flotantes.
Centenares de troncos de árboles bajando hacia los aserraderos, con hombres
de pie sobre ellos, cuidando acrobáticamente con largas pértigas para que no se
produjera la dispersión de los troncos, cual si se tratara de un singular rebaño.
Una noche Gavicho acoderó en una choza flotante anclada en medio del río.
Tenía luz y música de radio con pilas esa barraca. Bailaban adentro. Los dueños
atendieron cariñosamente al muchacho. Le dieron la reconfortante bebida llamada
“masto ponche”, preparada con la chicha de yuca conocida como “masato” y
huevos, mezcla batida en una olla a fuego lento. Después de haber tomado esta
bebida, Gavicho adquirió mucha fuerza.
Estas chozas flotantes abundan en el Amazonas. En ellas habitan familias
enteras con animales domésticos. Allí nacen, viven y mueren.
Gavicho sabía que una tormenta en el Amazonas era una cuestión muy grave,
por la bravura de las aguas. Un ligero viento es capaz de perturbarlas al extremo
de hacer naufragar canoas y balsas. Por eso, una tarde ensombrecida con negro
nubarrón, cuando comenzaba a soplar viento y, a causa de algunas gotas de lluvia
500 Gavicho

que caían, aparecieron sobre el río, cual si salieran de sus profundidades, numerosos
arco iris rutilantes, el muchacho, por entre ellos, remó hacia una hacienda verde
claro de la orilla. Era una hermosa estancia, con árboles del pan y otros árboles
frutales, llena de lozana hierba y con casa sustentada a cierta altura por gruesos
troncos, en resguardo de las terribles inundaciones del río en creciente. Se subía a
la casa por medio de un tronco labrado como escalera.
La dueña de la estancia, una bondadosa señora, le torció el pescuezo a un
pato gordo para ofrecer a Gavicho, suculenta comida. Igualmente había allí un
aparato de radio con pilas, de modo que Gavicho se deleitó con música peruana
y extranjera. Le agradó mucho el vals “El plebeyo” del renombrado compositor
popular limeño, Felipe Pinglo Alva. Sobre todo aquello de:
“Mi sangre, aunque plebeya,
también tiñe de rojo.”
Felizmente, la tormenta se resolvió solo en un breve chubasco, aclarándose el
cielo en toda su magnificencia. A pesar de los ruegos de la buena señora, Gavicho
reanudó inmediatamente el viaje.
Por la noche, la luna llena cautivó su atención. Emergía de la Selva como
un gigantesco incendio de marfil, propagándose por las aguas en millones de
lentejuelas relampagueantes. Todo luna era el cielo, el Amazonas y los bosques.
Parecía como que la balsa fuera a chocar contra el maravilloso astro que se hallaba
al frente, sobre el río.
“¡Bella la naturaleza. Bello el mundo!”, pensó Gavicho.
Desde la jungla salía, de rato en rato, el áspero grito de “¡Tuhuayo! ¡Tuhuayo!”.
Era del pájaro del mismo nombre que, según la leyenda, es hijo de la luna y
de una muchacha pueblerina. Profiriendo “¡Tuhuayo!”, increpa a la luna, que
ha abandonado, pues el vocablo quechua “huayo” significa “fruto”. La palabra
“Tuhuayo” querría decir, pues, “Soy tu fruto, tu hijo”.
Al día siguiente, por el atardecer, distinguió Gavicho en la dorada lejanía, la
única torre de la catedral de Iquitos, el más importante puerto fluvial del Perú
sobre el Amazonas. Iquitos es la legendaria ciudad del apogeo del caucho. Casi
al oscurecer, Gavicho atracó en el movido puerto de Belén, a un extremo de la
propia ciudad, junto a la desembocadura del Itaya. Vasto bullicio: lanchas, balsas,
canoas, chozas flotantes; música de radios, de fonógrafos, concertinas, etc. Ir y
venir de gente, hombres, mujeres y niños. Gavicho entró en la iluminada ciudad,
admirando las tiendas de comercio, los bares llenos de parroquianos alegres, y
algunos edificios, como el Malecón Palace, deslumbrante de mosaicos, propiedad
de un antiguo cauchero opulento.
El Amazonas, por los caudalosos afluentes de ambas márgenes, se hace cada
vez más dilatado. Por él proseguía Gavicho el viaje en su frágil balsa.
Largo recorrido aún hasta entrar en el Brasil, país inmenso, pasando por el
puerto colombiano de Leticia, antes peruano. Cruzó Leticia, sigilosamente, una
noche lluviosa.
Francisco Izquierdo Ríos 501

La bella ciudad brasileña de Manaos, otro antiguo centro del auge del caucho
como Iquitos, le impresionó agradablemente.
El Rey de los Ríos rechaza trescientos kilómetros al océano Atlántico por una
desembocadura de más de doscientos kilómetros de ancho, poblada de extensas
y hermosas islas. Gavicho acoderó en una de ellas, en Marajó, la más notable;
encontrándose con la sorpresa de un numeroso público que lo vitoreaba. Perio-
distas y fotógrafos le asediaban. El muchacho se había convertido en un personaje
mundial. Los periódicos, en todos los países, publicaban su fotografía con titulares
como: “Gavicho, émulo de Francisco de Orellana”; “Gavicho, el nuevo argonauta”;
“Gavicho, su burro, su perro y su gallo”; “Un muchacho domina el Amazonas”.
En un barco retornó del Brasil a Iquitos, donde le recibieron apoteósicamente.
La balsa quedó allí como una reliquia. Luego, fue conducido, con sus animales, en
avión a Saposoa, su tierra natal, donde los festejos en su honor duraron muchos
días. La ciudad lo considera su hijo más ilustre, por acuerdo del Concejo Munici-
pal… Gavicho, sin embargo, continúa soñando con nuevas aventuras.
IZQUIERDO RÍOS, Francisco
1967 Sinti, el viborero. Lima: Ecos Editores.
Cielo sin nubes

E n la Hoya Amazónica, las poblaciones se hallan establecidas en las riberas de


los ríos. También, las haciendas y las chacras. Se debe a que los ríos sirven
de vías de comunicación.
Esta dilatada región es una de las máximas expresiones de flora, hidrografía y
fauna del globo terrestre.
La red de ríos, riachuelos, lagos y lagunas es, sencillamente, fabulosa. Ríos
caudalosos, entre ellos el Amazonas, el mayor del planeta, que recoge todo el
contenido fluvial de la Hoya.
Durante los meses pluviales, tenebroso diluvio, los ríos crecen monstruosa-
mente. A veces, también, en los períodos de sol, sin que haya rodado una gota de
aguacero por las hojas de la selva; es a causa de las lluvias torrenciales que caen
por sus cabeceras, en la Cordillera de los Andes. Los ríos se desbordan, arrasan
chacras, poblados, se meten en los bosques. Avalancha tremenda, que alcanza su
más poderosa fuerza en la Selva Baja, originando los tahuampales, terrenos com-
pletamente alagados, y las restingas, lugares un tanto altos, que escapan apenas a
la inundación, y donde aves, cuadrúpedos, serpientes, monos se refugian.
En la Selva Alta, por su propia naturaleza, con ramales andinos, la extensión
del aniego es menor. Los ríos desbocados se derraman por los valles, sepultan la
mayoría de las tierras labradas, quedando libres de partes prominentes, las colinas,
los cerros.
Animales salvajes, sobre todo los ofidios, expulsados por las aguas embravecidas,
invaden las florestas de los contornos de las poblaciones.
Desolado panorama es, entonces, la Hoya Amazónica. Con los bosques
ahogados.
Próspera era la chacra de Feliciano Cárdenas, en una hoyada de la Selva Alta,
dentro de la cuenca del Huallaga, junto a un afluente de este río vigoroso.
506 Sinti, el viborero

Feliciano, luego de acuciosa búsqueda de un terreno propicio, encontró el


señalado; de donde le resultaba fácil salir en canoa o en balsa por el afluente al
Huallaga, sacando sus modestos productos a la ciudad de Yuma, río abajo.
Taló, casi solo, el bosque con el hacha y el machete. Primeramente desbrozó
la maleza, las pequeñas plantas; en seguida tumbó los árboles grandes, para final-
mente, después de cortar en trozos los troncos, de reunirlos en montones, dejar-
los un tiempo a secarse al sol, hacerlos desaparecer por medio del fuego; es decir,
como se abren todas las chacras en la Selva, con el rozo, la corta y la quema.
Cárdenas salvó, intencionalmente, en el área del terreno algunos árboles
gigantescos, uno que otro almendro, uno que otro yanchama. Este último árbol
proporciona su corteza para confeccionar ropa de cama y burdos trajes, así como
unos pequeños frutos dulces, muy agradables, que son comidos por los monos
y las aves, también por el hombre. Igualmente, Cárdenas salvó un árbol enorme,
llamado en la Selva “El Doctor Ojé”, porque su resina lechosa es utilizada para
curar muchas enfermedades, valiendo principalmente como vermífugo.
Sembró café, cacao, plátanos, yuca, maíz, caña, barbasco, árboles del pan. Or-
ganizó, asimismo, la cría de gallinas y cerdos, aunque difícilmente, ya que en la
selva los animales domésticos están expuestos a la voracidad de los tigres, de los
tigrillos, de los gavilanes, de las serpientes, de los intutos (zarigüeyas); pero Felicia-
no Cárdenas era voluntarioso, tenaz ejecutor de todo lo que se proponía.
Este hombre, de acuerdo aun con su apelativo, vivía feliz en su chacra; con su
familia, compuesta de su mujer, Romelia, y sus dos menores hijos, Feliciano, de 5
años de edad y Agueda, de 4, que habían nacido allí. Romelia era joven, con coraje,
como su marido, a quien ayudaba mucho.
La caza y la pesca completaban las subsistencias de la familia. Carabina Winchester
al hombro, Feliciano internábase en el bosque y regresaba con abundante presa.
El río, sumamente poblado de peces, era una despensa inagotable. Pescaban con
barbasco o con atarraya. Las pescas con barbasco las realizan en lapsos amplios,
porque la sustancia tóxica de esa planta ocasiona general mortandad en los peces,
razón por la cual esta clase de pesca está prohibida; sin embargo, el río, ciertos días
después de las pescas con barbasco, volvía a llenarse de peces que entraban del
fecundo Huallaga, por su desembocadura.
Feliciano Cárdenas era conocido vendedor de pescado en la ciudad de Yuma.
Aparte, desde luego, de café y otros productos, como chancaca, pues había armado
un rústico trapiche de madera en el que molía caña para fabricarla.
A veces llevaba a su familia a la ciudad, retornando a la chacra con muchas
compras efectuadas en las tiendas comerciales.
Soñaba con hacer educar a sus hijos en los colegios de Yuma. Sobre todo
al vivísimo Feliciano, quien —¿por qué no?— aún podría llegar a ser médico,
abogado, ingeniero, en la remota Lima. Para eso trabajaba, seguiría trabajando con
el mismo empeño.
La casa de la chacra estaba levantada sobre sólidos horcones, con el piso de tallos
de palmera a dos metros más o menos del suelo, al que se subía por los peldaños
Francisco Izquierdo Ríos 507

labrados en un grueso tronco. Todo esto en prevención, fundamentalmente, de las


terribles avenidas de los ríos, pero ellas no habían puesto en peligro a la vivienda;
tanto que olvidó esa preocupación la familia.
Algunas crecientes, pues no habían llegado ni a la morada, inundaron parte de
la chacra sin devastarla. Cuando solo crecía el Huallaga se metía por el río afluente,
hasta muy arriba, aumentando su caudal y colmándolo de peces de toda clase y
tamaño, que se quedaban en el río una vez mermadas las aguas.
En uno de los frondosos almendros próximos a la choza, los paucares habían
colgado sus nidos, millares de esos pájaros negro-amarillos, que tienen la facultad
de imitar todo lo que oyen. De suerte que ese árbol constituía motivo de diversión,
desde el alba al crepúsculo, para los Cárdenas, especialmente para los niños,
quienes gozaban con el canto y el remedo fonético de dichos pájaros singulares.
Los gregarios paucares jamás se radican en los árboles de parajes solitarios. Son
amigos del hombre en la soledad de los bosques.
Un amanecer deslumbrante, Feliciano Cárdenas cogió su carabina y se fue de
caza, selva adentro. “Regresaré por la oración”, dijo a los suyos.
A la media mañana, la chicua agorera voló sobre la choza, inquietando a
Romelia. ¿Qué desgracia estaría anunciándoles el ave fatídica con esa laya de su
canto? Pues cuando canta naturalmente solo avisa que va a llover.
Romelia, sin embargo, miró el cielo y vio que nada extraño tenía. No había ni
una nube. Todo era azul, profundamente azul, con un sol radiante.
La chicua volvió a estremecer el ámbito con su risa sarcástica.
—¡No! Algo malo nos va a suceder. ¿A Feliciano? —pensó Romelia, y llamó a
sus hijos que estaban bajo el árbol de los paucares, haciéndose remedar por ellos;
llantos fingidos, silbos y algunas voces.
Pasó luego río abajo, no cantando, sino gimiendo, una bandada de manacara-
cuys, aves de plumaje negro rojizo.
—¡Creciente! —volvió a exclamar Romelia, casi con certidumbre.
Un rumor espantoso se escuchó Huallaga arriba. Las gallinas y los cerdos se
recogieron, asustados, en torno de la casa. Las aguas barrosas del Huallaga entraron
violentamente en la hoyada, inundando la chacra y rebalsando como nunca el
claro río afluente. Romelia, sin esperar más, corrió con sus hijos hacia uno de los
árboles de yanchama, trepándolo con Agueda a la espalda, mientras que el chico
Feliciano, acostumbrado a esas actividades, lo hacía por sus propios medios; se
acomodaron en las ramas más altas, centro del follaje. Procedieron bien, pues las
aguas del Huallaga y del río afluente, en sucesivas oleadas barrieron con todo,
sepultando aun la choza.
El cielo continuaba limpio, azul, esplendoroso.
Sin duda que en la Sierra lejana, por las cabeceras del Huallaga, llovía desco-
munalmente.
508 Sinti, el viborero

Muchos árboles abatió el aluvión. De la chacra de los Cárdenas no quedaba ni


rastros. Los animales domésticos fueron tragados por las aguas convulsionadas,
incluso Jaguar, el amado perro de los niños. El árbol de los bulliciosos paucares
también estaba mudo.
El Huallaga seguía creciendo. Hasta que después de algunas horas, las espesas
aguas de la inundación se aquietaron, manteniéndose terriblemente inmóviles.
Los árboles del bosque emergían de ellas como náufragos, algunos tristemente
inclinados.
En el árbol de yanchama se acogieron, además, loros, monos y víboras; to-
dos, silenciosos, cual si el riesgo común los uniera fraternalmente inmóviles.
Aunque Romelia permanecía alerta ante las víboras enroscadas en las ramas.
Las aves y los monos comían los frutos del árbol, haciendo lo propio Romelia
y los chicos.
—¡Ve, mi gallo! —dijo, de pronto, Feliciano, señalándole a su madre un al-
mendro distante, en cuyas ramas el ave blanca con cresta colorada era una flor
maravillosa.
—¡Pobrecito, lo comerán las fieras!
La noche con luna llena cubrió la jungla. No sé por qué esa luna le parecía a
Romelia inusitadamente más grande que en otras oportunidades; le daba miedo.
El paisaje era fantástico…
A pesar de todo, Romelia alentaba una recóndita esperanza de salvación. No
sabía cómo, pero alentaba esa esperanza. La niña se durmió en sus brazos; menos
el chico, que velaba animosamente junto a ella, pensando, a la vez, en su gallo
abandonado.
La luna estaba ya en la mitad del cielo, cuando resonó un disparo.
— ¡Feliciano! —se dijo Romelia.
Resonó otro disparo más próximo. Era, indudablemente, Feliciano que venía
por ellos. Pero ¿cómo?
—Romeliaaaaaaaaaa…
—Felicianooooooooo… —le contestó la angustiada mujer.
Feliciano, en una balsa que construyó, venía por el río afluente, dominando la
resistencia que ofrecía, presionado por el Huallaga. A través del resplandor lunar,
distinguió las copas de los árboles de su chacra borrada por el agua.
—Romeliaaaaaaaaa…
—Felicianoooooooo…
Se dio cuenta de que la voz provenía de la fronda de uno de los árboles de
yanchama. Con supremos esfuerzos procuraba dirigir su balsa hacia el árbol,
valiéndose del remo que también labró; por ratos dejaba el remo y, cogiéndose de
las ramas, impulsaba su frágil embarcación.
Francisco Izquierdo Ríos 509

Por fin, atracó cabe al árbol que sobresalía del agua. Vio a su mujer y a sus
hijos dentro del follaje. Amarró la balsa al tronco y subió al árbol, abrazando
calladamente a Romelia y a los niños. Aguedita lloraba.
Cantó el gallo. “¿Qué?”, se asombró Feliciano. —¡Es mi gallo blanco, papá! ¡Mi
gallo! En un almendro—. Aquel hombre rudo no contestó a su hijo, se sumió en
honda cavilación.
Al sol del nuevo día que asomaba regiamente por sobre la selva, Feliciano
decidió partir rumbo a la ciudad de Yuma, no obstante el riesgo que afrontarían;
pues retiradas las aguas de la inundación, además del hambre y la sed, les sería casi
imposible librarse por el lodo, por el fango.
Descendieron del árbol y en la débil balsa, esquivando troncos y ramas, salieron
al Huallaga, por cuyas aguas bajaban lentamente árboles, ganados muertos de las
haciendas, cadáveres de personas sorprendidas en sus chacras por el aluvión,
algunas balsas y canoas vacías o con gente desesperada. El fuerte sol iluminaba
la catástrofe. Venciendo muchos peligros llegaron al anochecer a la ciudad, cuyos
puertos y alrededores se hallaban también anegados. En uno de los sitios más
favorables, atracaron, y ya en tierra firme, ante las primeras estrellas, Feliciano y
Romelia se miraron.
—No temas —le dijo aquel, con la mano sobre el hombro del niño—.
Empezaremos de nuevo.
—¡Sí, Feliciano! —le contestó ella resueltamente, con la asustada Aguedita en
los brazos.
510 Sinti, el viborero

Elvira de Aguirre

E n la ruta hacia el reino de El Dorado, los españoles expedicionarios edificaron


su campamento, varias chozas de palma, a orillas del río Mayo, no muy
lejos de su desembocadura en el Huallaga, en la Selva Alta del Perú, cruzada
por ramales de la Cordillera de los Andes. Cuentan que los actuales moradores
del paraje, de cuando en cuando, descubren bajo tierra recuerdos de esos lejanos
hombres, tales como fragmentos de corazas, puñales y balas de arcabuces, frenos
y herraduras de caballos.
Aquellos españoles aventureros del siglo XVI estaban seguros de que El Dorado
se hallaba en las selvas del río Marañón, de acuerdo con los relatos indios. El reino
donde abundaba el oro, donde las casas y palacios eran de ese metal precioso, las
calles, los utensilios, las camas, la arena de los ríos.
Tanto que Pedro de Ursúa, el jefe de la expedición, llevaba a la hermosa dama
Inés de Atienza; Lope de Aguirre a su hija Elvira, una mesticilla adolescente, linda
como palmera maltona, y a la Torralba y María de Arriola, “dueñas que escogió
para cuidar” a la niña. Y muchos de los demás hombres, otras mujeres.
Les conducían y guiaban aborígenes que iban abriendo camino a través de
la densa manigua poblada de víboras, tigres, insectos malignos, por terrenos
generalmente fangosos y también ríos bravos.
Tempestades horrísonas les detenían frecuentemente en pleno bosque.
Encerrados por la jungla, entre el Huallaga y otros ríos, esos hombres, en su
mayoría desocupados y descontentos que dejó la conquista española de América,
eran como un pantano de pasiones, en medio del cual se movía la contrahecha
figura del endemoniado Lope Aguirre.
¿Dónde estaba El Dorado? ¿Dónde? Mucho tiempo permanecerían esos
hombres en el lugar, construyendo embarcaciones.
A Elvira de Aguirre le placía adentrarse en la naturaleza exuberante, en el
variado mundo de las mariposas, de las orquídeas con las cuales adornaba su
Francisco Izquierdo Ríos 511

cabellera; anhelaba encontrar alegría en la soledad verde. Se iba a los ríos, bajaba
el Mayo sinuoso en canoa hacia el ancho Huallaga, que para ella tenía extraña
fascinación, río violento por el cual no sabía cuándo continuarían tras la quimera
en balsas y piraguas, y donde su padre domeñaría el pongo, tremendo salto del río
por sobre una montaña, que hoy lleva su nombre.
—¡Elvira! —la voz de su terrible padre refrenaba sus correrías y ensueños.
Y él reprendía a La Torralba y a la Aguirre por consentir los caprichos de la
muchacha indómita. Lope de Aguirre, el rebelde con corazón de noche sin estrellas,
adoraba a su hija.
—Precio más estar un rato con mi hija que todo lo del mundo, porque aunque
mestiza la quiero mucho —decía aquel hombre feroz.
A la sorda luz del candil, en el silencio nocturno, abriendo apenas el mosquitero,
sonreía contemplando su rostro dormido. No permitía que varón alguno posara
su mirada en ella. Quizá se arrepentía de haberla llevado a esa loca aventura, quizá
querría de una vez matarla para evitarle sufrimientos y el escarnio de la luciferina
conducta de su progenitor, pero guardaba todavía la daga en la sombra.
Los zancudos molestaban más, mortificaban más en el acantonamiento,
principalmente a las delicadas mujeres. Tal era la cantidad de esos bichos que,
a la oración, los cogían a puñados en el aire. También los murciélagos, otros
voraces chupadores de sangre. Y, a veces, alguna víbora metida en las habitaciones
atemorizaría y alborotaría a esas gentes, así como el cavernoso rugido del tigre
desde el límite del bosque, sobre todo a los caballos.
Bajo la bóveda del cielo, en el terreno un tanto elevado, especie de colina entre
los ríos, el capellán Henao oficiaba misa matinal los domingos; ceremonia en la
que las mujeres, con los rostros pálidos, eran como suaves imágenes en medio de
los hombres foscos y el ambiente agreste.
¿El Dorado? La luna, esa luna sin igual de la Selva, les parecería una fabulosa
moneda de oro a muchos de los enfebrecidos aventureros. La luna añadía más
tristeza a la bella Elvira de Aguirre.
Pasaban los días, los meses, con sus intensos calores y sus lluvias, y el
convencimiento de que nunca hallarían El Dorado, que solo era una ambición del
hombre y que, además, habían sido víctimas de engaño por el Virrey del Perú que
tramó la empresa, se hacía más evidente en aquellos infortunados “marañones”,
prisioneros de la Selva. Los naipes, la caza y la pesca, las incursiones dentro del
territorio del Huallaga Central, iban perdiendo su atracción. Lope de Aguirre, el
siniestro inconforme, desencantado ya del rey de España y de Dios, tenía lista la
espada para su satánica danza de la muerte en el largo rumbo por la Amazonía
salvaje.
Cierta tarde, el cielo se volvió negro que espantaba. Los rayos caían como
serpientes de fuego en la selva tenebrosa. Horrorosamente retumbaban los truenos.
El ventarrón sacudía el cielo, los ríos, los bosques y el desolado campamento de
los buscadores de la tierra del oro. Los caballos relinchaban con las crines erizadas,
512 Sinti, el viborero

en torno de las chozas. Finalmente, la red de un colosal aguacero cubrió el ámbito.


Elvira de Aguirre y La Torralba fueron sorprendidas por la tormenta en el bosque.
Habían ido por orquídeas. Se ampararon debajo de las grandes raíces sobresalientes
de un secular árbol corpulento. Cuando esfumábase la tempestad, de pronto se
dieron cuenta de que junto a ellas se encontraba acurrucada una paloma, perlada
de lluvia. Elvira sonrió ante esa tierna visión de paz, quiso cogerla, pero la paloma
voló como un sueño por la oscuridad del bosque.
Francisco Izquierdo Ríos 513

Higos Urco
A Nicanor Sánchez Angulo

H igos Urco quiere decir “Cerro de los higos” o de “las tunas”, pues los
españoles llamaban “higos chumbos” a estas frutas de los nopales de las
escarpas andinas.
Urco es una palabra quechua que significa “cerro”. Así, Puma Urco, la sombría
montaña en cuyas faldas se extiende la ciudad de Chachapoyas, sería “Cerro del
puma”.
Precisamente, en el extremo oriental de esa ciudad, sobre el cerro “El Atajo”, se
encuentra Higos Urco, lugar en que fue ganada una batalla por la libertad humana
el 6 de junio de 1821.
La meseta donde se asienta Chachapoyas termina por el este en un áspero
corte a filo, originando el mencionado cerro de “El Atajo”, con una quebrada honda
al pie, verdaderos obstáculos naturales en la entrada a la ciudad. Por la banda
opuesta se levantan, seguidamente, enormes cerros desiguales, a través de cuyas
laderas y algunas cumbres continúa como una serpiente roja el camino que va a la
región de la selva. En general, los contornos de Chachapoyas están limitados por
elevadas montañas de la Cordillera de los Andes.
Hoy, Higos Urco se ofrece como una hermosa campiña de la ciudad, con sus
gentes sencillas, sus sementeras, sus aisladas casas de tejas con huertas de flores,
chirimoyos, capulíes, eucaliptos, sus gallinas y cerdos, burros y pavos, retamas,
magueyes y tunas silvestres.
Moyobamba era el baluarte del dominio español en el oriente peruano. Y
de esa ciudad de los bosques venía el realista teniente coronel José Matos, con
600 hombres, a someter a Chachapoyas, que en abril de 1821 se declaró por la
emancipación del Perú del coloniaje ibero, siguiendo el ejemplo de Trujillo que lo
hiciera a fines de 1820.
El coronel Juan Valdivieso, destacado de la ciudad costeña de Trujillo a
Chachapoyas, esperaba a Matos con 294 hombres. Este batallón se había organizado
514 Sinti, el viborero

mayormente con voluntarios, sobre todo chachapoyanos, ansiosos de pelear por


la libertad.
Dentro del imperio español de tres siglos, bullía fervor vivido en los peruanos
por conquistar su independencia; anhelo justo, acicateado más por la llegada a
las tierras del Perú, desde Argentina, del Libertador don José de San Martín. A tal
punto que el pueblo chachapoyano contribuyó unánimemente al ideal libertario,
hombres y mujeres; niños y ancianos. Las mujeres confeccionaban banderas, los
uniformes de los soldados, ayudaban a fundir las balas, aprovechando cucharas y
otros utensilios, aun sus joyas.
El coronel Valdivieso, mediante espías, estaba al tanto del avance de la tropa de
Matos, a lo largo del pésimo camino de herradura, más senda de cabras que cami-
no, por la cordillera abrupta. Una violenta tempestad de granizo en la frígida Puna
de Pishcohuañuna, “montaña donde mueren los pájaros” conforme al significado
de su nombre quechua, por poco destroza a los realistas de la Selva, acostumbra-
dos al clima cálido.
Cuando Matos llegó a Sáscar, verde vallecito a orillas del turbulento río Sonche
y a tres leguas de la ciudad de Chachapoyas, Valdivieso tenía lista su tropa en la
próxima estancia de Rondón; pero temeroso de ser envuelto por el enemigo, que
podría hacerlo por la ruta al pueblo de Taquia, a la vez que copar Chachapoyas, se
replegó al paraje de Higos Urco, “Nueva posición demasiado favorable a nosotros y
resolví conservarme en ella a todo trance”, según las propias palabras del aguerrido
coronel.
Y el amanecer del día 6 de junio de 1821 halló a los ejércitos uno al frente del
otro. Valdivieso, con el propósito de evitar el derramamiento de sangre y por la
libertad y la concordia que deben reinar entre los hombres, envió un oficial con
bandera blanca a Matos, invitándole a deponer las armas y a plegarse a la causa de
los patriotas; pero el jefe español rechazó altivamente la proposición. Y a las ocho
de la mañana, con los cerros aún velados en partes por ligera niebla, se rompieron
los fuegos, al son de los clarines y los tambores.
Por ambos lados luchaban ardorosamente. Todo el pueblo Chachapoyas
secundaba a los patriotas, singularizándose la participación de las mujeres, quienes
no solo llevaban municiones y alimento, socorrían a los heridos y recogían a los
muertos, sino que también peleaban bravamente con hondas, usando guijarros
que portaban en las faldas. Acción en la que sobresalió, como una de las montañas
circundantes, la figura de doña Matiasa Rimachi, que no cejaba, desafiando a
la muerte, de alentar a los combatientes por la libertad; iba y venía por la filas,
bandera en mano, lanzando vivas a la Patria sin cadenas. Fue la gran capitana
de las valerosas mujeres chachapoyanas, haciendo recordar inmortales hazañas
semejantes de la historia universal.
También por los cerros aparecieron combatientes nativos, con hondas y gritos
contra los tiranos.
La suerte de la batalla se presentaba indecisa aún a las diez de la mañana; si
bien, ante el fuerte acoso de los patriotas, el ala izquierda del adversario se retiró a
Francisco Izquierdo Ríos 515

la quebrada honda; en cambio, su ala derecha consiguió posesionarse de una loma


arborecida de tunas, desde donde avizorando que el único cañón de los patriotas
estaba inservible, fuera de la cureña que se había volcado, arremetió con ímpetu
tremendo; pero en ese momento crucial, surgió el artillero chachapoyano José
Portocarrero, quien, con un esfuerzo titánico, logró colocar el cañón en la cureña,
reanudando inmediatamente el fuego. El enemigo fue contenido y presionado a
retroceder, con muchas pérdidas.
Valdivieso, gran estratega y con nervios de piedra, sin pérdida de tiempo,
explotó la confusión del enemigo, lo atrajo con hábiles maniobras atacándolo en
seguida frontalmente y por los flancos; entonces, el español Matos y su tropa no
tuvieron otra salida que huir, fugar hacia la tierra de los bosques, perseguidos largo
trecho por los vencedores, eran las seis de la tarde, y, con ella, diez horas de duro
combate, de angustia y, al fin, de esperanza para la causa de la libertad como la luz
de las estrellas que se prendían encima de la oscura cordillera.
Soldados y pueblo unidos habían ganado la batalla.
Las campanas de los templos vibraron toda la noche en alas de los tradicionales
vientos de junio. La ciudad amaneció alumbrada de triunfo. Hasta el canto de los
gallos tenía vigor de himno.
Ahora, la apacible campiña de Higos Urco, con sus sementeras, sus aisladas
casas de tejas con huertas frutales, sus tunas silvestres, sus burros y otros animales
domésticos, no hace pensar ni remotamente en que fue escenario de una gloriosa
batalla por la libertad del hombre, en un rincón del mundo.
516 Sinti, el viborero

Uquihua
A Samuel Montalván

E l padre de Nicolás Tobal decidió venir a establecerse en Moyobamba, con


toda su familia, de la lejana Saposoa, ambas, poblaciones en la Selva Alta del
Perú. Conforme a su táctica, para conquistar la nueva ciudad paso a paso,
adquirió una vieja casona apartada, por el oriente.
Una tarde, desde la ventana del piso alto de la casona, Nicolás y sus padres
veían entrar en la ciudad un ejército rebelde procedente de Iquitos. Pasaban,
pasaban por la calle los soldados, algunos heridos, con las cabezas o los brazos
vendados, en cajones especiales sobre las espaldas de recios indios lamistas.
En el breve encuentro de Quillcarumi, paraje cercano a Moyobamba, fueron
derrotados los gendarmes y civiles que defendían la ciudad. De suerte que
Moyobamba, capital del departamento de San Martín, quedó a merced de los
insurrectos.
Se produjo el pánico. Las autoridades y otras personas influyentes fugaron.
Mario Tobal, padre de Nicolás, que, de acuerdo con su estrategia muy particular,
había conseguido ya una situación expectable, pues era secretario de la prefectura,
huyó también; se refugió en los bosques.
Por medio de un edicto leído en las principales esquinas de la ciudad, el comando
del ejército expedicionario invitó a los pobladores a adherirse a la revolución
estallada en Iquitos, puerto sobre el río Amazonas y capital del departamento de
Loreto, con el objetivo de instaurar un régimen federal en el país.
El absorbente gobierno centralizado del Perú, bajo el cual todo se resuelve en
Lima, capital de la República, hasta lo que atañe al pueblecito más recóndito, ha
sido siempre causa de levadura federalista en la alejada tierra de la Selva, carente
de vías modernas de comunicación y con la muralla en contra, además, de la
Cordillera de los Andes, por el oeste. Así, la más vigorosa de las explosiones de ese
sentimiento fue la del año 1921, encabezada por el capitán Guillermo Cervantes,
quien logró sublevar a las guarniciones militares de Iquitos y de toda la región.
Francisco Izquierdo Ríos 517

Los insurgentes, luego de aplastar con rápidos golpes los focos gobiernistas, se
apoderaron de la parte oriental de la Selva peruana, con sus extensos departamentos
de Loreto y San Martín.
Emitieron su propia moneda circulante.
Cierto anochecer tocaron la puerta de la casa de Nicolás Tobal. Era Sucso
Quispe, un hombre alto, flaco, de pronunciada fisonomía india, con una pequeña
bolsa amarilla de jebe en la espalda.
—¡Señora Silvia! —exclamó viendo a la madre del muchacho, que fue a
recibirlo.
—¡Hola, don Sucso! Pase. Su casa —le dijo ella.
Venía de Saposoa. Al mismo tiempo que colocaba su bolsa en una silla,
preguntó a la señora por don Mario.
—Esta escondido. Usted sabrá, don Sucso, que por aquí estamos en revolución
—le contestó, apagando el fósforo con que encendió la lámpara sobre la mesa del
centro de la sala.
—Sí, doña Silvia. Precisamente vengo a incorporarme al ejército rebelde… Le
ruego darme hospedaje por un día, quizá por dos.
Sucso Quispe era natural de un pueblo del Cusco. Había hecho su servicio
militar en la Selva, en Loreto, licenciándose con el grado de sargento. No volvió a
su remota tierra andina. Tras la ternura de una mujer se fue a Saposoa, población
de la cuenca del Huallaga, donde conoció a los Tobal.
El comando revolucionario aceptó inmediatamente la solicitud de Quispe. Lo
admitió, incluso, con su grado de sargento.
—¡Muchacho, vengo a pelear para que nuestra tierra sea mejor! —le dijo Sucso
a Nicolás, alzándolo en sus brazos.
Había un enmarañado bosque de rumores. Lo cierto era que en Chachapoyas,
capital del vecino departamento cordillerano de Amazonas, se organizaba un
batallón, con voluntarios civiles y pocos licenciados militares, primer contingente,
mientras se movilizara un grueso ejército regular desde la costa, a través de los
pésimos y largos caminos de herradura.
El batallón Amazonas estaba al mando de don Pablo Pizarro, anciano coronel
retirado, político y terrateniente de Chachapoyas.
Dejando una escasa guarnición en Moyobamba, los revolucionarios avanzaron
a la próxima ciudad de Rioja, para contener a la tropa gobiernista al pie de la
cordillera. Comandaba este cuerpo el ingeniero Ulises Reátegui, hijo de la reglón,
asesorado por un joven oficial español de apellido del Campo.
Serían las once de la mañana, cuando las patrullas rivales se encontraron
bruscamente en el camino marginado de selva, entre la Cordillera de los Andes y
Rioja. Se cambiaron disparos a quemarropa. Y comenzó la batalla.
518 Sinti, el viborero

Una batalla de fusilería. Ninguno de los bandos poseía cañones, ni ametralla-


doras. La acción se concentró en la zona del riachuelo Uquihua, por el extremo
occidental de Rioja.
Después de muchos años de este combate. Nicolás Tobal conoció en Chacha-
poyas a Jacinto Zubiaurre, que fue soldado del batallón Amazonas; un hombre de
temperamento divertido. Una noche lluviosa, en una fonda, Zubiaurre le hizo al
ya joven Tobal el siguiente relato sobre aquel singular hecho de armas:
“Al iniciarse la batalla de Uquihua, al oír los disparos, los gritos, las cornetas y
los tambores, se apoderó de mí un miedo tremendo; no solo de mí, sino de casi
todos mis compañeros. Me amparé en el bosque, tras un grueso árbol; desde allí
disparaba, sin ton ni son, hasta que el cañón de mi rifle se calentó al rojo. Vi morir
a Carlos Vernarza, un zambito limeño muy alegre, telegrafista de Moyobamba
que vino a unirse a nosotros en Chachapoyas; cuando disparaba arrodillado en
el camino, lanzando a la vez vivas al Gobierno, lo alcanzaron en la frente, dio un
violento salto con los brazos abiertos y cayó a tierra exclamando: ‘¡Mis hijos!’.
También vi morir a mi vecino Miguel Arana, que vivía junto a mi casa. ¡Pobre,
no pude ayudarlo; se quejó todavía largo rato antes que sus ojos se apagaran
para siempre! Las balas pasaban aullando, incrustándose en los troncos de los
árboles, destrozando las ramas. Los rebeldes, solados de ejército, disparaban todos
al mismo tiempo; algo que ponía los pelos de punta. Mientras que la mayoría de
nosotros baleábamos, pues, a diestra y siniestra, como unos locos. De repente nos
cubrió un silencio helado, con la sensación de que el enemigo nos envolvía por
el bosque, y cundió el terror. Todos huimos como pudimos hacia la cordillera.
Ascender esta, sobre todo el primer contrafuerte de La Ventana, por el camino
escabroso y angosto, fue terrible. Hombres y caballos apretujados, cayéndonos y
levantándonos. Muchos se quedaban tirados en el camino por la sed y el cansancio,
con la lengua hasta el pecho. Entre ellos reconocí al prefecto de Moyobamba,
voluminoso como un león marino. Sentí lástima por ese hombre, pero yo tenía
que salvar, ante todo, mi pellejo. Con la noche encapotada de nubarrones y
estremecida por furioso viento, arribamos a la aldea de Pucatambo, en un hueco
profundo de la cordillera. Los retrasados seguían llegando, llegando durante la
noche preñada de tormenta. También el obeso prefecto de Moyobamba; parece
que alguien le dio agua y le ayudó para que montara su caballo. Amanecimos en
vela, dentro de las casuchas, dentro del pequeño cementerio, en los patios, en los
corredores, en las pampas, bajo los nogales, azotados por el ventarrón; el coronel
Pizarro permanecía cabizbajo en un corredor, como una estatua. Felizmente no
llovió. El viento se llevó los nubarrones. Y con la aurora apareció, de pronto, en
nuestro desconcertado campamento una mujer de Rioja, trayendo el mensaje
increíble de que los rebeldes también habían huido hacia el oriente; noticia que
fue confirmada, luego, por el telégrafo de Pucatambo. Ellos y nosotros, pues,
habíamos corrido al mismo tiempo”.
Así fue, en verdad. Los rebeldes, igualmente, creyeron que el enemigo les
rodeaba, y que era muy superior de lo que suponían; además el tesorero de su
cuerpo, abogado Zenobio Baca, los había traicionado, llevándose todo el dinero.
Este personaje, con perfil de buitre, se escondió el día anterior de la batalla, en
Francisco Izquierdo Ríos 519

la casa de la familia más acaudalada de Moyobamba, una enorme casa como un


castillo, con umbrosas copas de palmeras sobresaliendo por los muros.
Al filo del ocaso, con la bandera blanca en alto, partió al campo de batalla un
grupo de cruz roja, formado por los alumnos mayores del Colegio Nacional. Los
vecinos los miraban profundamente conmovidos. Un enjambre de muchachos,
entre los cuales Nicolás Tobal, los acompañó hasta las afueras.
Los jefes rebeldes Reátegui y Del Campo pasaron en fuga por Moyobamba,
al amparo de la noche. Al día siguiente continuaron pasando los soldados, en
desbandada trágica.
Un cabo, sin quepís y la polaca desgarrada, pidió agua a la madre de Nicolás,
en la puerta de su casa; después de beber del jarro que le dio ella y agradeciéndola,
prosiguió, fusil en mano, su carrera hacia el este.
Aprovechando la situación, algunos civiles bravucones, armados de carabinas,
intentaron capturar, frente a la casa de los Tobal, a unos cuantos insurgentes
fugitivos, pero se metieron asustados en un espeso guayabal aledaño, cuando
aquellos, reaccionando enérgicamente, maniobraron sus rifles.
En la misma noche lóbrega de la batalla, su madre despertó a Nicolás,
sobresaltada, diciéndole: “El alma de alguien está llorando en la huerta”.
Y cuando se supo que el sargento Sucso Quispe había muerto en el encuentro
no más de las patrullas, afirmaba ella que fue el alma de ese hombre la que había
llorado en la huerta oscura de árboles de la vieja casona.
El batallón Amazonas entró, al moderado sol de una tarde, en Moyobamba,
con bandas de música y repique de campanas de la única iglesia.
Las banderas flameaban en los edificios.
Algunos jefes iban adelante, a caballo. El coronel Pizarro en un corcel blanco,
hermosa muestra de lo que criaba en sus haciendas de la Sierra.
También iba, en un caballo negro, el traidor Zenobio Baca, quien días antes
salió para Rioja, a ponerse a las órdenes del coronel.
La compañía de soldados se movía pesadamente por las calles, muchos sin
uniforme, con gruesos vestidos propios del ambiente serrano, aun con ponchos
de lana, sombreros de paja aludos y ojotas.
Los rebeldes pudieron haber pulverizado a este informe batallón al pie de la
cordillera o en cualquier paraje del camino selvoso: ya que el medio sin horizonte
abierto, sin posibilidad de escape, se presta para ello. En la Selva, solo un puñado
de soldados, oculto a orillas de un río o en un codo del camino cercado de bosque,
puede aniquilar a todo un ejército. Ocurrió, pues, algo inexplicable en la estrategia
de los insurgentes loretanos de 1921, en toda la dilatada línea, hasta Iquitos.
Ulises Reátegui y Del Campo fueron apresados en Yurimaguas por ciudadanos
gobiernistas, y conducidos a Moyobamba. En la Plaza de Armas, frente a la
Prefectura, los esperaba el coronel Pizarro, rodeado de sus oficiales y personajes
civiles, entre ellos, Zenobio Baca.
520 Sinti, el viborero

El batallón Amazonas se hallaba desplegado al contorno de la amplia plaza,


la que, a la vez, estaba totalmente cubierta de pueblo. Nicolás Tobal y muchos
otros niños se habían subido auna los frondosos castaños, para observar mejor la
escena.
Casi a la oración llegaron los presos a pie, tirados por sus captores de las cuerdas
que les ataban las manos.
Unos soldados y civiles baladrones se abalanzaron a golpearlos, pero fueron
detenidos por la firme voz admonitiva del anciano coronel.
Pizarro, en nombre de la Nación y del Gobierno, increpó ásperamente su con-
ducta a los rebeldes. Les llamó traidores de la Patria. Reátegui le contestó con alti-
vez, expresando que ellos peleaban por un Perú mejor. Entonces, el viejo coronel
levantó la mano para abofetearlos, pero luego se contuvo. Los prisioneros, pese a
sus ligaduras, hicieron ademán de defenderse. Esos tres hombres eran, indudable-
mente, hombres de coraje.
De pronto, la mirada fulgurante del vivaz español empequeñeció a Zenobio
Baca, a tal punto que desapareció.
Y cuando Reátegui y Del Campo fueron llevados a la vecina cárcel de paredes
blancas, les acompañó la callada simpatía del pueblo, por entre la noche que ya
entenebrecía la plaza.
Nicolás Tobal, angustiado, se quedó vagando todavía un rato por los alrede-
dores.
Francisco Izquierdo Ríos 521

Faqui Tuanama
A Jorge Castro Harrison

A l anochecer, la ciudad de Lamas aparece fascinante, con las luces de los


indios, abajo, y las de los mestizos, arriba.
Lamas se encuentra en la Selva Alta del departamento de San Martín sobre
una mesa gredosa, con soplo de sierra. Es la única ciudad amazónica del Perú no
ubicada a la orilla de un río.
En sus contornos viven unos indios, en barrios individualizados por apellidos:
los Tuanama, los Amasifuén, los Tapullima, los Shupingahua. En la parte elevada
está la población mestiza, con las instituciones públicas, las tiendas comerciales.
Indios semejantes existen en Tabalosos, sobre un cerro, frente a Lamas; en el
valle del Sisa (río Flor); en San Antonio del Cumbasa; en Chasuta, pueblo alfarero,
en seguida de uno de los últimos “malos pasos” (saltos por montañas y torrentadas)
del río Huallaga.
Descienden estos indios de los chancas indómitos del Imperio del Tahuantisuyo,
quienes, rebelándose contra la autoridad de los incas, emigraron de sus pueblos
cordilleranos a la Selva, estableciéndose en el Huallaga Central. Quizá escogieron
esa tierra, aparte de su naturaleza fecunda, por el aire sutil de serranía que hay en
ella, cruzada por ramales andinos.
A través de los siglos se mantuvieron reacios a la civilización moderna,
aprovechando de esta solo algunos elementos, como el hacha, la escopeta y el
machete. Las mujeres hilaban algodón en los tornos para sus peculiares vestidos,
tiñéndolos con una sustancia azul extraída de la “llangua”, planta nativa, que crece
aún a la puerta de sus moradas de palma y barro.
Los hombres usaban grueso pantalón azul, hasta las rodillas, camisa del
mismo género y color, con pechera corta luciendo una compacta hilera de
botones blancos, por lo que les conocían también como “indios filabotones”;
pero, realmente no utilizaban la camisa como tal, pues se la llevaban colocada
sobre la espalda, dejando desnudos el tórax y el abdomen. Ceñían sus muñecas
522 Sinti, el viborero

y tobillos con negras cintas de piel de iguana, en la creencia de que así adquirían
mayor fuerza en los brazos y las piernas. Igualmente, ostentaban tatuajes azules,
representando árboles y animales de la Selva o dibujos geométricos. Por debajo
del cinturón de tela a colores, en el lado izquierdo, portaban un largo machete
“Collins”, al que llamaban “chafarango”, y en el lado derecho, colgada, la antara o
rondadora (flauta de pan).
Son musculosos, bronceados, altivos como sus antepasados chancas. Tratan al
mestizo de “amigo”. Se arrodillan solo al momento de casarse.
Hablan el quechua, mezclado con pocas palabras castellanas.
En sus casas siempre se ven perros, animales muy solicitados por ellos, a los
que, con prácticas singulares, les hacen finos cazadores. Los compran generalmente
en Moyobamba y Rioja, ciudades próximas a la Sierra.
Los indios lamistas son los dominadores de la Selva Alta, conocedores de
todos sus secretos. Se internan en ella durante meses, en afanes de caza, con la
escopeta y la pucuna (cerbatana), el arma silenciosa de virotes con curare, veneno
que preparan de plantas de los bosques. Llevan a cabo estas dilatadas cacerías con
ocasión, sobre todo, de las fiestas patronales de palmeras y suben a la población
de los mestizos, bailando en todas las calles la tradicional pandilla turbulenta
como un río, al son de quenas, clarinetes y tambores. Ya embriagados, hombres y
mujeres de barrios diferentes protagonizan, a veces, tremendas peleas; verdaderas
batallas campales.
Fueron también colonizadores, ya que en pos de subsistencias (caza y pesca,
principalmente) han plantado sus tiendas en toda la Selva Alta del departamento
de San Martín, esa extraordinaria tierra del Perú, llegando hasta el borde de la
misma Cordillera de los Andes. En los pueblos que fundaron, los conquistadores
españoles edificaron definitivamente muchas de las ciudades actuales.
Los chasutinos, que viven a orillas del Huallaga, además de su bella alfarería,
son los mejores bogas de la Amazonía peruana; los vencedores de los ríos bravos
en las frágiles balsas y canoas, por medio del remo y la tangana (pértiga).
En el siglo XVI, los indios de Lamas guiaron a los trágicos “marañones” (Pedro
de Ursúa, Lope de Aguirre), por la Selva inmensa, en su ilusoria búsqueda del reino
de El Dorado.
Antes que se abrieran algunas locales trochas carrozables y que el avión-taxi
asentara su dominio en la rica cuenca del Huallaga, los indios lamistas se dedicaban
al carguío, o sea al transporte de toda clase de cargas sobre la espalda, sujetadas a
la cabeza mediante el lazo de una pretina, por los casi intransitables caminos de la
selva. Llevaban o traían mercaderías, en bultos hasta de más de cuatro arrobas de
peso, de Rioja, Moyobamba, Tarapoto, Lamas, Saposoa, Yurimaguas (departamento
de Loreto), ciudades del espacio geográfico de la Selva Alta.
Viajeros que no podían caminar, mujeres, niños, ancianos o enfermos eran,
igualmente, transportados dentro de cajones especiales por estos indios.
Francisco Izquierdo Ríos 523

Colocando sus cargas en las orillas del río o riachuelo de los caminos, se tiraban
a las aguas, y después de rápidas zambullidas continuaban su ruta. Asimismo,
“vidriados de sudor”, como dijera el poeta Vallejo, soplaban triunfalmente sus
antaras en las cumbres de los cerros.
Entraban en las ciudades (metas de su viaje), comúnmente por los atardeceres,
con sus pesadas cargas, a paso ligero —diez o veinte indios—, conmoviendo el
ambiente con las viriles notas melancólicas de sus flautas.
El trabajo del carguío era, pues, la actividad fundamental de estos indios.
De modo que un joven lamista, para casarse, tenía que demostrar a sus futuros
suegros que ya era capaz de llevar de una ciudad a otra de la Selva Alta una carga,
por lo menos, de cuatro arrobas de peso.
El enamorado mozo aguaitaba pacientemente a la muchacha elegida de su
barrio; ya cuando se iba con el cántaro a los pozos por agua, o con la batea de
ropas a lavar, o cualquier soledoso momento oportuno en una senda, y se le acerca
sorpresivamente, procurando colocar en su seno un pañuelo o un pequeño ovillo
de hilo. Si la joven no le devolvía la prenda, era porque aceptaba su amoroso
requerimiento. Luego venía la visita de los padres del mozo a los de la moza; la
de los padres de ambos al señor cura en la población de los mestizos, y demás
preparativos para la boda.
Sin embargo, un joven animoso llamado Faqui Tuanama rompió con las
añejas costumbres de su pueblo. Condujo de un comerciante de Lamas para otro
comerciante de San Antonio del Cumbasa una carga de abarrotes. Llegó a esa
sugestiva aldea cuando asomaba una fantástica luna llena por sobre los verdes
cerros, agudos cual torres templos. Ya en la hondonada de la plazuela de armas,
penumbrosa aún, pero bruñidas vividamente por la luna de copas de los altos
cocoteros que hay en su centro, Faqui se dirigió a la iluminada tienda comercial
de su destino, a paso ligero y soplando su antara; entregó la carga al dueño del
establecimiento y recibió su mísera paga.
Seguidamente se encaminó al riachuelo Cumbasa a calmar en sus aguas el
fuerte calor reinante. Desapareció en el senderillo jaspeado de luna, por entre
retamas, árboles de taperibás y guabos florecidos. Ante el angustioso grito, más
que canto, del cacho, pájaro holgazán sin nido, sonriendo se dijo el joven, de
acuerdo con la conseja popular: “Ve, el cacho está vociferando, una vez más, que
mañana va a construir su casa para olvidarse apenas amanece”.
Junto al riachuelo se encaminó, con pedrones en sus márgenes y dentro de su
cauce, Faqui Tuanama se detuvo al percibir un rumor en el remanso lleno de luna;
rápidamente se situó detrás de un pedrón, y vio a una muchacha bañándose,
despreocupada en la soledad maravillosa, estaba completamente desnuda. En ese
instante, una bocanada de viento cálido del bosque, cargada de aromas, le golpeó
en el rostro a Faqui, aturdiéndole. ¡Esa mujer desnuda, palpitante de agua y luna!
El mozo comparó su cuerpo con el tallo de las palmeras jóvenes; sus labios, con
ciertas flores coloradas, abiertas en la umbría de los bosques; sus senos, con los
caimitos, deliciosas frutas en formas de agresivos pechos de una adolescente, y
524 Sinti, el viborero

con los sapotes, frutas también de la misma forma y con jugo exquisito. El brillo
de sus ojos, con el de los cocuyos en el mundo de la noche.
Isho Tapullima, después de secarse la negra cabellera que le cubría la media
espalda, comenzó a vestirse, tomando sus ropas del montoncito que componían
sobre el cascajo de la orilla, su pollera azul oscura, su blusa blanca, el pañuelo de
colores para la cabeza, su collar de dientes de mono; sus pulseras de diminutas
semillas secas y duras, como vidrio, de los bosques; en fin, todas las prendas
que constituyen el llamativo atuendo de las mujeres indias del Huallaga Central.
Regresó a su casa por el lado del pedrón en que estaba escondido Faqui Tuanama,
quien la siguió secretamente por el caminillo enmarcado de bosque. Isho entró en
su huerta sembrada de flores y de aislados árboles de taperibás, cuyos áureos frutos
maduros (“manzanas de oro”) eran como joyas fulgorecidas de luna; se sentó en el
corredor de su choza, junto a dos calladas mujeres, su madre y su hermana. Faqui
Tuanama, desde el bosque, las miraba ansiosamente, y antes de alejarse sopló su
pasión por los pequeños carrizos de la flauta. Las mujeres se sobresaltaron.
Rayando la aurora, Isho Tapullima se fue, como siempre, por agua al riachuelo
con el coloreado cántaro de barro en la cabeza. Tras ella, a prudente distancia,
Faqui Tuanama, quien, con todo sigilo, vadeó el riachuelo, pisando las bajas
aguas, y se ocultó cabe un árbol, desde donde veía a la muchacha, luego sopló
suavemente su pena por entre la rondadora. Isho, turbada, levantó la cabeza y
partió inmediatamente, pensando en que esa triste melodía era la misma que
estremeció la noche.
Las veces anteriores que Faqui Tuanama fue a San Antonio del Cumbasa, no
había visto a esa mujer. Ya no regresaría a Lamas. Algún tiempo vivió errante por
el hermoso valle del Cumbasa, ayudando acá y allá en sus faenas a las gentes,
sin separarse mucho del predio de Isho Tapullima. A altas horas de las noches
soplaba su antara en el bosque próximo a la vivienda de la muchacha, o se perdía
sollozando en la flauta riachuelo arriba o riachuelo abajo; cuando oía el atribulado
grito del cacho noctámbulo, se comparaba irónicamente con ese pájaro sin nido;
se decía que él tampoco tenía casa.
Por las rendijas del cerco de palos de balsa de la huerta contempló una mañana
a Isho cosechando taperibás en un cesto. Sobre el ramoso árbol, la muchacha
parecía un ave montaraz. El sol reinaba profusamente en el valle. Faqui Tuanama
averiguó que la moza vivía solo con su madre y su hermana menor; que su
padre había muerto víctima de la mordedura de una serpiente. Sabía también
que Isho era huraña y que, hasta ese momento, no había dado oídos al canto de
amor de ningún hombre. Se retiró y, ya en la lejanía, sopló su rondadora, cuya
melodía Isho, desde el árbol, escuchó inquieta. Esa repetida música misteriosa iba,
indudablemente, ocasionándole extraño desasosiego. La otra gente del valle que
escuchaba la melodía también se sentía preocupada: “¿Quién sería el flautista?
Unos dicen que un joven atormentado por una mujer; otros, que era el mismo
diablo”. Mientras tanto seguía resonando en el valle, generalmente por las noches,
el clamor de la flauta, al igual que el alarido del cacho, con cuya leyenda de vago
se iba identificando más y más Faqui Tuanama. Hasta que luego de una tempestad
Francisco Izquierdo Ríos 525

y de mucha cavilación, resolvió no continuar siendo semejante a ese pájaro


bohemio, sin arraigo, sentimiento que exteriorizó cortando con su machete, a
diestra y siniestra como un poseído, las plantas y los árboles de su alrededor.
El mediodía quemaba. Silencio absoluto era la Selva. Solo volaban mariposas
azules, blancas, encarnadas, de todos los colores, por entre las palmeras, helechos y
otros árboles encendidos, en partes, de luz solar. Isho Tapullima vadeó el Cumbasa,
levantándose la falda hasta las rodillas y entró en el bosque en busca de callampas
(hongos). De pronto resonó vigorosamente en la densa espesura la música de la
flauta, y asomó por las ramas y las flores el rostro de Faqui Tuanama.
Cual una mansa paloma, Isho se quedó inmóvil.
Faqui saltó sobre ella como un tigre, y la llevó en sus brazos al corazón oscuro
del bosque. Y a la oración, cuando todavía los pájaros en los frondosos árboles
ribereños del Cumbasa, regresaron al hogar de la muchacha, decididos a vivir
juntos hasta la muerte. Faqui Tuanama se convirtió, con el tiempo, en un próspero
cultivador de café, que en esas tierras se da el mejor del mundo.
526 Sinti, el viborero

Sinti, el viborero

— Esas víboras no tienen veneno. Así hasta yo lo haría —gritó uno de los
espectadores en tono despectivo y, en cierto modo, de desafío.
Sinti, con un jergón enroscado en el cuello —la prueba que estaba realizando
en ese momento—, se acercó al borde del proscenio e inquirió por el intruso.
Y en medio de los demás espectadores se irguió un hombre alto, moreno, que
volvió a decir con voz tonante:
—Sí señor. Esas víboras no tienen veneno. Está usted engañándonos.
—Yo le apuesto, señor, que sí tienen veneno —respondió Sinti, con calma,
empuñando el jergón de la cabeza, que a la vez hallábase ya enroscado en su
brazo—. Para probarlo; venga usted al proscenio…
Una ola de silencio y de temor envolvió a los espectadores, que pensaban
ver acaso el número más espectacular y emocionante de la función. Sinti esperó
unos minutos y aquel hombre alto y moreno se sentó y no dijo nada; entonces, el
encantador se dirigió al público:
—Señores, todos los que quieran convencerse de que yo no les engaño pueden
acercarse mañana, a las tres de la tarde, a mi domicilio… Aquí, en este instante, les
probaría, pero no cuento con un animal apropiado para hacer la experiencia,— y
siguió con la función.
Al día siguiente, a la hora indicada, la mayoría del público de la función se
encontraba frente al domicilio de Sinti. Y todos regresaron convencidos que este
trabajaba limpio pues ocho cuyes que fueron mordidos por igual número de
víboras de su colección, murieron casi instantáneamente.
En otro pueblo le hicieron la misma observación. Sinti, entonces, insinuó que
si alguno de los espectadores descubría una víbora en su huerta o en los solares lo
llamara para que vieran cómo dominaba al reptil.
Francisco Izquierdo Ríos 527

Una mañana un muchacho llegó a decirle que en su huerta había una


chushupe. El viborero se fue seguido de compacta muchedumbre. Ciertamente,
en un rincón de la huerta, estaba el horrible ofidio mostrando los dientes como un
perro rabioso. Sinti, en menos de cinco minutos, con una serie de gestos y miradas
singulares, lo dominó y lo metió en un costal. Todos quedaron boquiabiertos al
comprobar que el chushupe, acaso la más terrible víbora de la Selva amazónica, se
volvía como un manso corderito ante Sinti.
Sinti, un día en su infancia, a la hora cenital, descansaba bajo la sombra de
una gigantesca catahua, con el cuerpo arrimado al blanco tronco del árbol, en
un extremo de la hacienda; medio embotado se hallaba con el calor, cuando, de
repente, se fijó en una escena original e interesante que realizábase allí cerca, a
la orilla de una laguna. Un sapo luchaba desesperadamente con una afaninga,
hermosa culebra de colores; esta, por instantes, se quedaba inmóvil, quieta, a
cierta distancia, mirando fijamente al sapo, que temblaba y gritaba de pánico
como un niño, luego se arqueaba, levantaba la cabeza para cogerlo, mientras que
el escuerzo segregaba, rápidamente, en círculo su ponzoña y colocábase al centro.
Sabido es que el líquido blanco lechoso que segregan los sapos es temido por las
serpientes, quizá por algún poder cáustico y venenoso, que estas ni siquiera se
atreven a rozar sus alargados cuerpos en él.
Sinti se incorporó y con sigilo se puso a contemplar el terrible drama.
Admirábase sobre todo de la forma de mirar de la serpiente, que lo hacía con
los ojos desmesuradamente abiertos y fijos en su víctima. Volvió a arquearse la
culebra, salvando el círculo fatal, para coger al sapo, pero este, sin pérdida de
tiempo, le sopló su ponzoña a plena faz. Aquella cayó semiatontada, fuera del
círculo, sin embargo, pronto se repuso y continuó la lucha: el sapo, cansado, no
pudo resistir más; entonces, la serpiente mordiéndole de una pata lo sacó fuera, lo
engullo y se fue por el pasto amarillento.
Sinti se quedó meditando sobre lo que acababa de ver. Se acordó del gato
Tigrillo de la casa-hacienda, que subía a los cerezos y frondosos guabos de la huerta
a esperar, escondido en los ramajes, a los alegres y desprevenidos pájaros; éstos,
luego de ciertos preámbulos hipnotizantes del gato, caían irremediablemente en
sus garras. Tigrillo era un gran hipnotista. En un amanecer, detrás de la casa, había
vencido también al venenoso jergón; después de una lucha dramática de miradas
y fingidos ataques, la víbora huyó, acezante, con la lengua afuera.
Sinti, muchacho ignorante —hijo de un indio amazónico en una mestiza y que
encontrábase en la hacienda Los Caimitos de don José María Torres en calidad de
“recogido”—, no podía comprender la causa de las miradas fijas de esos animales y
de la fuerza portentosa de sus ojos.
Cuando regresaba una tarde de cazar, con la cerbatana de dardos envenenados
al hombro, vio en el lago oscuro que había no muy lejos de la hacienda —vivero de
paiches, caimanes, tortugas y boas— un hecho inaudito. Un becerro que retornaba
del lago, a donde había ido a beber, empezó a retroceder misteriosamente de cierta
parte del trayecto, como si una fuerza oculta, maravillosa, lo estuviera atrayendo
desde el fondo de las aguas. Luego corría alegre, con la esperanza de una salvación
528 Sinti, el viborero

segura, pero nuevamente era arrastrado hacia el lago. El pobre ternerito daba pena;
mugía lastimero… Una boa, con la cabeza a flor de agua, le “estaba echando hilo”, o
sea, hipnotizándo para en el momento oportuno saltar sobre él y enroscándose en
su cuerpo volverlo una masa informe y trágarselo; de ahí que, cuando el monstruo
cerraba los ojos, el becerro trataba de escapar, siendo otra vez atraído cuando los
abría. Este drama no duró mucho: el becerro fue devorado por la boa.
En otra ocasión, cuando se internó en el bosque a coger orquídeas para Enith,
su joven patrona, hija de don José María, oyó golpes de alas, como sonoros lapos,
en un árbol de capirona; alzó la cabeza y tuvo la suerte de contemplar otro hecho
extraordinario. Un wancawí, el ave comedora de víboras, estaba luchando con
una de éstas en una rama de aquel árbol; el ave, con las alas abiertas, extendidas,
con los ojos inyectados de sangre y que parecían saltarle de las órbitas, miraba
fijamente a su temible adversario, el que hallábase en guardia, con la cabeza en
alto y mirándola también fijamente.
Cuando el reptil avanzó para morder al wancawí, éste le dio un tremendo y
certero aletazo en el cuello, por el lado derecho, e inmediatamente otro por el
lado izquierdo y los dos enemigos quedaron de nuevo en guardi; con las miradas
fijas. El wancawí logró dominar a la serpiente, después de una varios de aletazos
a diestra y siniestra; la cogió de la cabeza y de la cola con sus potentes garras y
entonó, en esa arrogante actitud, su ronco canto de triunfo, estremeciendo a la
selva.
Sinti pensaba: “¿Qué fuerza misteriosa tienen esos animales en los ojos? ¿Los
hombres también pueden tenerla?”. Con esta idea comenzó a hacer experimentos
en la hacienda; agarraba de las orejas a los perros y los miraba persistentemente
a los ojos, haciéndolos lagrimear. A los otros muchachos que vivían en la casa les
insinuaba para mirarse mutuamente y ver quién llegaba a vencer.
—A ver mírame —les decía—. Quién aguanta más.
Y ninguno resistía la terrible mirada de Sinti; los ojos les lagrimeaban.
—A ver quién de nosotros puede mirar al sol —decía a los muchachos, en cuyo
grupo también entraba Walter, el pequeño hijo del patrón.
Y al mediodía, cuando el sol ecuatorial quemaba como fuego, los muchachos
desde el pasto miraban al astro. Todos desistían en el momento de su empeño, con
los ojos cuajados de lágrimas; solo Sinti, por algunos segundos, miraba al sol con
los ojos muy abiertos, con toda tranquilidad.
Únicamente al gato Tigrillo no podía dominarlo con la mirada, pero sus
experiencias con este le sirvieron de mucho. Se puede decir que Tigrillo y el viejo
Tananta, sobre todo, fueron sus maestros en hipnotismo, fuerza prodigiosa que de
un modo intenso comenzaba a desarrollarse en él.
—Los animales “echan hilo” —había dicho el viejo Tananta a Sinti—. El gato, la
boa, la víbora…
—¿Y los hombres también pueden “echar hilo”, taita Tananta? —preguntó
Sinti.
Francisco Izquierdo Ríos 529

—También —respondió el viejo—. Yo hago dormir a las víboras, a los mismos


hombres.
Y el indio Tananta, que de otro indio amazonico había aprendido a ser
“viborero”, siempre llevaba a Sinti al interior del bosque a enseñarle el arte de
“encantar serpientes”. Le había dicho además que para atraer a las víboras había
que tocar la flauta y Sinti, sentado en un tronco, en medio del bosque o en una
piedra a la orilla de un riachuelo silencioso tocaba el instrumento y al poco rato se
veía rodeado de toda clase de víboras, a las que “domaba” de acuerdo con lo que
había visto hacer al gato, al wancawí y principalmente con las lecciones del viejo
Tananta.
Sinti, en breve tiempo llegó a ser un eximio maestro en el difícil y peligroso
arte de “encantar serpientes”. A ser un “viborero”, como dicen en la Amazonía.
Se exhibe un cartel, con el dibujo de un hombre empuñando del cuello a una
serpiente, pegado en una esquina de una de las ciudades de la selva central de
Moyabamba. ciudad de la selva alta del Perú. Es el anuncio de cosa insólita, que
llama poderosamente la atención:
Espíritu Sinti, en encantador de Serpientes de la Amazonía, ofrece hoy una
maravillosa función a la culta sociedad moyobambina, en el local del Mercado,
a partir de las 9 p.m. Sinti, el Mago, el dios de las Víboras ¡No faltar!
Precios módicos.
En la boca de todo el mundo anda el extraño nombre del Viborero.
Comienza la función… En el proscenio hecho de tablas,aparece Sinti descalzo,
sin camisa, solo con un sencillo calzón de deporte, con negros cintillos de piel de
iguana en las muñecas y con una varita de madera en la mano derecha. El cholo
bronceado, abultado los bíceps y dura la mirada, hace una reverencia al público,
que le aplaude frenético.
La pequeña orquesta toca “Cuando el indio llora”.
En unos cajones con puertas de alambre, que se encuentran en una mesa
frente al público, están las víboras arrancadas a la jungla; Sinti acerca a uno de esos
cajones la varita, abre la puerta e inmediatamente muestra la cabeza de gato un
feroz chushupe y salta al centro del proscenio, asustando a laconcurrencia. Sinti,
rápidamente, se coloca frente al chushupe, que tiene la cabeza levantada y la roja
lengua afuera, en actitud amenazante; el hombre y la fiera están frente a frente.
Aquel le clava la mirada y sostiene la varita encima de la cabeza del reptil hasta
que este poco a poco se amansa; sin embargo, Sinti, que ya lo ha cojido del cuello,
le sigue mirando fijamente a los ojos. Luego hace que se enrosque en sus piernas,
en sus brazos; después de un instante, el reptil se desenvuelve y cae al proscenio
y Sinti la conduce con la varita a su cajón, no sin antes haber vencido su peligrosa
resistencia.
Y así, va presentando una serie de pruebas interesantes con las demás víboras,
que mantienen en alta tensión nerviosa al público. Van saliendo a su turno el
terrible jergón, la no menos terrible cascabel, que con el ruido de los anillos de su
cola produce pánico en la selva, la loro-machucuy, que se confunde con las hojas
530 Sinti, el viborero

de los árboles y otras más. Las víboras se enroscan en las piernas, en los brazos del
Encantador; le lamen las manos, la cara, las orejas.
Termina la función con el número más Impresionante, que hace que los
rostros de los espectadores se contraigan en un gesto de terror: salen todas las
víboras y se enroscan en el cuerpo del Encantador; dando así este la sensación de
un ser mitológico.
Al día siguiente, Moyabamba fue estremecida, como por los vientos repentinos
que sacuden los árboles de sus huertas, por una noticia increíble: Celia Montes,
una de las muchachas más bonitas de la ciudad, se había fugado con el Viborero
de Serpientes. Celia tenía unos extraños ojos verdes.
Francisco Izquierdo Ríos 531

Morengo

A quella noche, Teófilo Morengo entró sorpresivamente en el cuarto de Felipe


Rivas.
Yo no creo en fantasmas —le dijo a su amigo, luego de un corto silencio—.
Sin embargo, no puedo explicarme lo que me sucedió, hace muchos años, en un
pueblo de la Selva.
Encendió un cigarrillo en la llama de la vela que ardía sobre mi mesa, y continuó:
“Apenas me gradué de Preceptor Normalista en el Instituto Pedagógico Nacional de
Lima, me nombraron director del Centro Escolar de Bora, pueblo de la Selva Alta.
Es éste un pueblo de la selva alta, con casas de palma unas y otras, las menos, de
tejas; con un pequeña Plaza de Armas con su iglesia a un extremo y su quiosco al
medio; con diez o doce calles torcidas y un riachuelo que corre por las afueras. Allí,
como es natural, con quien primero hice amistad fue con la preceptora. Esta tenía
una hermana buenamoza, mucho menor, aunque ella también no pasaba de los
veinte años. Eran forasteras en el lugar. La preceptora llevó a su hermana para que
la acompañara. ¡Y qué bien se acompañaban! Decían que la preceptora mantenía
relaciones con el cura del pueblo vecino, quien visitábala a altas horas de la noche
y la hermanita se hacía la vista gorda… Yo, por mi parte, no anduve perezoso:
comencé a darle vueltas a Nora, que así se llamaba la hermana de la preceptora. Y
qué más se puede hacer en esos pueblos de Dios, donde no hay otra distracción que
el alcohol y las mujeres. Es así como todas las noches las pasaba en casa de Nora, los
domingos y días feriados y aún las horas libres de mi labor cotidiana de maestro.
No podía estar sin ella y ella sin mí. Nuestro amor había rebasado todo límite con
violencia de huracán y, como tal, se hizo del dominio público. Todos sabían de
nuestros amores… hasta los gorriones… Pero no es esto lo que quería contarte…”.
Morengo, después de chupar fuertemente su cigarro y exhalar, con voluptuosi-
dad, el humo por boca y nariz, prosiguió: “Una noche de luna opaca, con síntomas
de lluvia, a eso de las doce —no estoy muy seguro si serían las doce, pero sí de que
era tarde—regresaba yo de la casa de Nora. Pasé silbando por un puentecito que
532 Sinti, el viborero

salvaba una acequia honda, bordeada de escasos árboles, donde, según decían,
asustaba a los nocherniegos el diablo, presentándose bajo la forma de cerdo, de
perro, de gato, de ser humano; a mí, sin embargo no se me presentó en ese puente
nada ni nadie. Llegué a la plaza; estaba desierta; solo oí el sordo volar de los mur-
ciélagos y el graznido de las lechuzas en el tejado y las torres de la iglesia; y los car-
neros que dormían en uno de los ángulos de la plaza, al sentirme, se levantaron,
espantados… La luna, entre jirones de nubes negras, parecía el ojo de una mujer
de burdel (No creo que la luna se asemeje o pueda asemejarse a los ojos de una
mujer, menos a los de una de burdel; pero, así me pareció aquella noche). Por una
esquina de la plaza ingresé en la calleja penumbrosa donde hallábase mi cuarto;
abrí la puerta y entré. Mi cuarto era pequeñito como un corazón; una mampara de
tocuyo blanco separaba mi cama de la mesa en la que escribía y estaba mis libros.
Chupé una naranja, arrojé la cáscara a la calle, luego cogí un libro; Poesías de don
Luis de Góngora y Argote. Como la vela era pequeña, apenas un cabo, después de
leer un rato me dispuse a dormir; me desvestí, apagué la vela y me tiré a la cama.
Cuando estuve conciliando el sueño, en ese estado misterioso en que uno no sabe
si está dormido o despierto, oí, de pronto, un quejido nasal, horrible… Creí estar
soñando… Pero, en seguida, oí otro quejido igual… Me froté los ojos, me levanté,
me vestí… Y otro quejido… Era en mi propio cuarto, al otro lado de la mampara,
en el estrecho espacio en que estaba la mesa… Encendí el cabo de vela colocado en
una silla junto a la cabecera de mi cama. Tomé la linterna y de un paso salvé el um-
bral de la mampara y me planté cerca de la mesa, en el preciso momento en que
caían de ella, violentamente, como si fueran barridos por una mano invisible, mis
libros, tintero y todo lo que había… Sentí como que mi cuerpo se volvía grueso,
con peso de piedra; mis cabellos se pararon de punta, más de lo que comúnmente
están. El miedo se iba apoderando de mí como una corriente eléctrica… Traté de
reaccionar; en ese sentido hablé no sé qué cosa, una palabrota y me puse a recoger
los objetos caídos; cuando estaba en ese afán oí unos golpecitos continuos, como
de dedos que tamborilean un acompañamiento de marinera, en el vaso de noche
que se encontraba debajo de la cama. Me dirigí allí, alcé la bacinica, pensando,
mejor dicho simulando creer que fuera una cucaracha la que producía esos ruidos
y, en ese instante, sonó en la cama, junto a mí, un fuerte golpe como de piedra
y oí bufidos de animales por todas partes; de caballos, vacas, cerdos, de todos los
demonios habidos y por haber: ¡buff! ¡buff! ¡buff!...
Los cuadros de las paredes, unos cuadros al óleo de reyes y militares de la vieja
Europa, se movían, temblaban… Todo el cuarto me pareció que vibraba… Por un
momento pensé salir a la calle, pero no lo hice comprendiendo que hubiera sido
para peor pues a causa del ánimo alterado con que me encontraba podía haber
corrido, gritando de susto, ante cualquier bulto que viera. ¿Y a quién ir a tocar la
puerta en ese pueblo que parecía muerto, sepultado en el abismo de la noche?
Resolví seguir en el cuarto. Ya se había consumido el cabo de vela. Me senté en
una silla, con la linterna encendida y a la altura del pecho, tratando de descubrir
al causante de esos extraños fenómenos. Los ruidos, los golpes, los bufidos
proseguían. Enfocaba por todos lados, pero no veía nada. Me parecía que yo,
cuerpo y alma, vibraba junto con todas las cosas de la habitación… Sentado en la
Francisco Izquierdo Ríos 533

silla, al centro del cuarto, estaba yo envuelto por esas misteriosas manifestaciones,
como un náufrago en medio de las olas de turbulento océano… En la calle caía ya
una lluvia menuda con rumor de llanto, y los perros corrían por la acera, junto
a la puerta de mi cuarto, aullando lastimeramente, como si también estuvieran
llorando.
De alocarse… Así estuve aquella noche, luchando con esas fuerzas extrañas,
casi resignado, casi dominado ya por ellas. Hasta que a las cuatro de la madrugada,
más o menos, vencido de sueño, de nervios, me acosté con la linterna encendida
sobre el pecho; inmediatamente me sumergí en el río turbio de la vigilia y vi,
mejor dicho pensé ver salir del cuarto a una burra vieja, peluda, con largas orejas
y anchos dientes grandes… Lo más fantástico: esa burra sonreía y hablaba… Me
indicó que me dejaba una tarjeta en la mesa. En la tarjeta decía: “Mi querido
Morengo: He tenido el gusto de acompañarte esta noche. Regresaré otra vez…”
¡Horrible! ¡Horrible!
Apenas me di cuenta de que la luz del amanecer entraba por las rendijas de la
puerta, salí como un bólido a la calle. Encontré a la vecina de la casa de enfrente,
que, con cántaro a la cabeza, dirigíase al pozo de las afueras.
—¡Qué milagro, tan temprano, señor Morengo! —me dijo, burlona, aquella
mujer. Está usted ojeroso. ¿Qué ha pasado?
—Algo fantástico —le dije.
—Seguramente las almas del otro mundo.
—Precisamente —le respondí. No sé si serán almas del otro mundo, pero lo
cierto es que me ha sucedido algo extraordinario anoche.
—¿En su cuarto?
—Sí.
—Ese cuarto es famoso. Al otro maestro, su antecesor, le sucedió algo más
grave allí. El pobre don Fidencio salió una noche a la calle, en paños menores,
gritando… Le habían querido llevar las almas…
—¡Qué raro! —le dije y proseguí conversando con ella, a lo largo de la calleja
que conducía a los pozos de agua.
Me decía la mujer. “En ese cuarto penan almas del otro mundo.
Se han suicidado en él cuatro personas”.
—¿Cuatro personas? ¿Y cómo así?
—Uno de ellos, el hijo de don Crisanto, del dueño de toda esa finca, cerrando
con llave el cuarto desde adentro, se disparó un balazo en la sien por una
contrariedad amorosa.
Y antes, muchos años antes, un tío de él, se cortó el cuello con una navaja
de afeitar: era medio loco… Otro, un sobrino del viejo Crisanto, también se mató
allí de un tiro en la boca, desesperado por un mal negocio en caballos que realizó;
y una mujer, nieta del mismo viejo, se envenenó con permanganato porque su
abuelo se oponía a su matrimonio… decían que ya estaba encinta…
534 Sinti, el viborero

—Un récord de suicidios —le dije.


—Esa familia es un poco tronada. ¿No se ha fijado usted en el viejo Crisanto? Es
un chiflado.
—Solo así se explica esa cadena de suicidios —asentí.
— Las almas de aquellos suicidas están, pues, en ese cuarto y de vez en cuando
asustan al que vive en él… El viejo Crisanto es un malvado; no ha debido alquilarle
ese cuarto. Usted no debe seguir un día más allí.
Me despedí de la buena señora… Y ahora me despido también de ti —me dijo
Morengo. Tengo un asunto urgente que resolver. Mañana o cualquier otro día
terminará de relatarte esta verídica historia:
Y Morengo se perdió, con rápido paso, en la noche oscura.
Ansioso de saber cuál había sido el desenlace de la metafísica aventura de
Morengo en Soritor, busqué a éste al siguiente día. Lo encontré sentado en una
banca de la Plaza de Armas. Y Morengo continuó su relato: “¿Cómo explicarse el
hecho misterioso que me sucedió? Es difícil… Aunque, por ratos, pienso que pudo
haber sido la consecuencia de un desequilibrio de fuerzas, fenómeno que en ese
cuarto —de cuatro suicidas— debe producirse de tiempo en tiempo, quizás una o
dos veces al año… en el silencio de la noche, ¿no se oye, pues, a veces, un ruido
aparentemente inexplicable en la habitación? En los caminos, en la negra soledad
nocturna, ¿no se escucha, de repente, un grito de arriero como si en ese momento
estuviera arreando su recua? Es, sin duda alguna, la voz de un arriero expresada
anteriormente que, por circunstancias naturales, de leyes físicas, se reproduce de
un momento a otro…
—Al grano, Morengo —le dije, tratando de cortarle su manía de perderse en
digresiones filosóficas.
—Bueno… La cosa no paró allí. Las almas y otros fantasmas continuaron
persiguiéndome. En ese famoso cuarto ya no podía estar por la noche; percibía
sutiles ruidos, quejidos, llantos, música de violines… Dormía, en consecuencia, en
mi pensión. La dueña de la pensión era una mujer alta, gorda, la más alta y la más
gorda del pueblo, así como la más enjundiosa y más ingeniosa “crónica” del lugar:
conocía la vida y milagros de todos los vecinos. Su madre era una anciana enjuta,
seca, parecía bruja; todo el día permanecía sentada con un palo en la mano, en la
puerta de calle a donde le llevaban aún la comida.
En esa casa dormía yo en una hamaca, que pendía de pared a pared, a través
del abismo de la sala, como un puente colgante; y en un cuarto contiguo la gorda,
con ronquidos de foca y su madre con incesantes quejidos. En un rincón de la
sala, sobre una mesa se encontraba la imagen de no sé qué Santa, del tamaño casi
de una mujer, con blanco vestido, con un ramo de azucenas en un jarrón y una
pequeña lámpara de aceite, ardiendo, al pie. ¡Cómo se ha grabado en mí el olor de
esas azucenas! De repente, en cualquier parte, de día o de noche, pienso percibir el
aroma de esas flores y todo un mundo de recuerdos me inunda, me abruma… ¿No
te pasa a ti que, de pronto, hueles un perfume de árbol, campo, flor, que percibiste
hace años, muchos años en alguna parte? A mí me sucede eso…
Francisco Izquierdo Ríos 535

—Al grano, Morengo. ¡Al grano!


—Bueno, yo dormía en esa hamaca, entre la efigie de aquella santa y los
ronquidos y quejidos de las dueñas de casa… Una noche oí un alborotado rozar
de alas y el canto, semejante a una carcajada burlesca, de sabediós qué diabólico
pajarraco sobre el dintel de la ventana; en seguida voló por la calle, lanzando
chillidos agudos. Me asusté, sinceramente; y perdí el sueño… Otra noche, cuando
acababa de acostarme, en pleno uso de mis facultades, sentí que me hamacaban;
me levanté, encendí un fósforo; no había nadie. Me volví a acostar. Y otra vez…
¡Recórcholis! No creí conveniente llamar a las duelas de casa; me hubieran tomado
por cobarde. Resolví dominar, vencer esa fuerza extraña; me acosté con la caja de
fósforos en la mano, con el pie derecho en el suelo, en actitud de resistir el empuje
de la hamaca; así, en lucha abierta con el impulso misterioso y poderosamente
concentrado, logré quedarme dormido.
No cabía duda: algo raro me estaba sucediendo en Soritor. Todo el mundo lo
sabía. El cura, que me creía ateo porque no iba a misa, desde su púlpito dijo una
noche: “Al ateo de Teofilo Morengo los diablos lo están persiguiendo. Una de estas
noches lo van a llevar. En buena hora”.
Pero no se cumplieron los buenos deseos del curita, pues en esos días fui
trasladado, en mi cargo, a otro lugar.
Encendimos nuestros cigarrillos.
—¿Tú crees en fantasmas? —me preguntó, de pronto, Morengo.
—No sé qué decirte —le contesté. Aunque me inclino por el “no”.
—¿Y en Dios?
—Lo mismo… Aunque no dejan de haber ciertas cosas que me hacen dudar.
—¡La duda!... ¡La terrible duda! —habló, exaltadamente, el flaco Morengo. El
hombre se consume de duda, como una vela ardiendo… —y se despidió de mí
accionando y moviendo la cabeza.
536 Sinti, el viborero

Tancredo Agama

E n la ciudad de Jebil, a orillas del Huallaga, Tancredo Agama es uno de los


comerciantes más acaudalados, también un hacendado poderoso.
Jebil es una bella población, sobre una colina de la Selva Alta del Perú. Llena
de luz y de aire. El Huallaga recibe como afluentes, a un lado de ella, al Shañu, y
por el otro lado, al Rinahui, ambos ríos de volumen considerable. Además, es grato
señalar que por el oeste, en sentido contrario al Huallaga, corre dentro del espeso
bosque marginal de la ciudad un apacible riachuelo de agua muy limpia, con
millares de variados pececillos, afluente del Shañu. Este riachuelito, en verdad,
es encantador, como un adorno de la población; largo paisaje de claridades y
penumbras.
Casi junto a la desembocadura del Shañu vive el ricacho Tancredo Agama.
Tiene una cadena de casas, la mayor parte de ellas tiendas comerciales de telas
y abarrotes. También vende licores y pescado seco, especialmente paiche, ese
singular pez gigantesco de los ríos y lagos de la Selva Baja, que Agama importa de
la cuenca del Ucayali.
Las tiendas de Agama rebosan siempre de gente, no solo meros compradores
de la ciudad, sino “su gente”, de su hacienda de Shañu arriba. Estos trabajadores
traen de la hacienda por el río, en balsas y canoas, ganado, productos agrícolas;
igualmente aprovechando las crecidas del Shañu, en densos hacinamientos,
troncos de cedro, de caoba y otras maderas finas, que Agama negocia en la misma
ciudad o en Iquitos, el notable puerto peruano sobre el río Amazonas.
Tancredo Agama es un hombre de carácter de pedernal, un mandón innato.
Todo lo que dice y hace es bueno para él. Hijo único de humildes padres campesinos,
que ya no viven. Blancón, bajo de estatura, con abdomen un tanto prominente
y un tanto bizco del ojo izquierdo, trajina con firmeza los caminos de la realidad.
Cuando ríe, ríe a carcajadas. Ha matado tigres y hombres en el interior de la Selva;
sobre todo en el duro empeño de abrir su hacienda, que con el tiempo se ha hecho
un pueblo floreciente.
Francisco Izquierdo Ríos 537

Mucho esfuerzo, pues, le costó labrar esa propiedad. Con varios peones surcó
en una canoa el Shañu; días y días navegó por el río sinuoso, soportando con
heroísmo los rigores del hosco ambiente tropical. En uno de esos parajes le mordió
en la frente a un peón una víbora loro desde las ramas que caían a las aguas; el
hombre murió. Agama ordenó que lo arrojaran al río, donde fue devorado por las
pirañas. Para él era perder tiempo atracar y enterrarlo, y “hombre muerto para qué
ya vale”, como dice.
Un atardecer, luego de una lluvia tempestuosa, avistaron en una de las márgenes
del Shañu un extenso lugar despejado, con lomas verdes de caoba. Tomaron
posesión de la nueva tierra, a la que Agama dio el nombre de La Esperanza.
Se quedó con la mayoría de peones en La Esperanza, enviando dos a Jebil
para llevar más gente, subsistencias, herramientas, incluso balas para las carabinas
wínchesteres. En un sitio adecuado del terreno, edificó una provisional casa de
palos y palma; despejó toda el área de árboles y plantas inservibles, dejando gran
número de cocoteros que lozanamente crecían allí. Tuvieron que afrontar el
continuado ataque de los tigres que abundaban, así como el de los indios salvajes
que habitaban esa zona. A estos indios, Agama después de encuentros sangrientos,
logró someterlos a su férreo dominio.
La hacienda prosperó bajo el vigoroso pulso de su fundador. Dilatados
barbascales comenzaron a rendir; en esos tiempos en que el barbasco, planta que
contiene la rotenona, se vendía a elevado precio en Iquitos, de donde se exportaba
al extranjero. Agama explotó pieles de animales montaraces, de tigres, sajinos,
jabalíes, serpientes; asimismo, café, maíz, frejol, maní, cocos, aparte de valiosas
maderas, como ya se dijo. Todo, en ingentes cantidades.
Simultáneamente implantó la cría de ganado vacuno, consiguiendo ejemplares
de cebú, por intermedio del ministerio de agricultura, en Lima. Transportó
dichos animales en avión a Jebil. El cruce del cebú con el ganado común, da una
descendencia resistente a las inclemencias climáticas y plagas de la Selva.
En uno de los cerros próximos descubrieron los colonos una mina de sal que, a
la vez que servía para la gente, para el ganado, era utilizada para salar los peces que
cogían en el Shañu y sus afluentes mediante el tóxico del barbasco y la dinamita.
Esos ríos atesoran, generalmente, el apreciado sábalo.
La caña sembrada la convertía Agama, sobre todo, en aguardiente, moliéndola
en un moderno trapiche de fierro que compró en Iquitos. En centenares de
garrafones metía de contrabando, el aguardiente en Jebil y otros pueblos. Famoso
era “el aguardiente de Agama”, como lo llamaban.
La Esperanza constituyó para Tancredo Aghama la base de su encumbramiento
económico. Y el Shañu, además de fecundo vivero de peces, la vía de comunicación
ideal para exportar sus productos; razón por la cual, con orgullo solía decir aquel
hombre que el Shañu “era su río”. Que Dios había creado el Shañu para él.
Al cabo de cierto tiempo, La Esperanza, que se fue poblando de indios
semicivilizados y otros trabajadores mestizos, adquirió la forma de una aldea.
Agama se sentía satisfecho de su obra; él mismo dirigió el delineamiento de la
538 Sinti, el viborero

placita de armas, sembrando al centro de ella un coposo mango y cocoteros


alrededor, así como la construcción de una capilla, cuyas campanas trajo de
Iquitos. La primera vez que sonaron las campanas en ese lugar apartado fue un
acontecimiento emocionante. El propio Agama, en los comienzos, hacía rezar a
los fieles en la capilla; luego, el cura de Jebil visita la flamante aldea de cuando en
cuando.
En realidad, el pueblo de La Esperanza sigue siendo de Tancredo Agama.
Aquel hombre poderoso se enamoró de pronto, en Acala, pueblo cercano a
Jebil. Después de tantas queridas mestizas y mancebas indias, tomadas casi todas
por la violencia, deseaba poseer una mujer, lograda por el afecto. La consiguió,
pues, en Acala. Ella fue Carmen Tello, a quien ligeramente había visto años antes
de colegiala en Jebil
Una muchacha dieciochera, con los encantos de todas las flores de la selva.
Morena como la canela, como el clavo de olor. Tancredo Agama entró arrogantemente
en el baile que se celebraba una noche en Acala. El potentado Tancredo Agama, a
quien en la reunión lo acogieron con respeto: era un honor para ellos la presencia
de ese hombre lleno de poder y de historias.
Entre todas las mujeres eligió a Carmen. La invitó a bailar una marinera,
haciéndolo con gracioso entusiasmo: los demás concurrentes les dejaron solos,
aplaudiéndolos frenéticamente a lo largo del baile. Y como Agama estaba ebrio,
continuó asediando a la Tello durante la fiesta. Hizo comprar dos cajones de
cerveza y botellas de aguardiente de caña, convidando a beber pródigamente a
todos. Por la madrugada, ya demasiado borracho Agama, la muchacha se escurrió
con sus padres a su casa.
—Carmen Tello será mi mujer —gritaba, buscándola, el millonario.
—¿Dónde está?
—Ya se fue, señor.
Y con los músicos de la orquesta y otros contertulios, llevando licor, se dirigió
al hogar de la muchacha. Pero no le abrieron la puerta.
Agama prosiguió la francachela en casa de uno de sus amigos. Era un temible
bebedor. En plan de jarana era incontenible, como un río en creciente. Para él era
nada beberse veinte o treinta botellas de cerveza. Se daba estas sonadas borracheras
de tiempo en tiempo. En La Esperanza, cuando bebía, obligaba a las muchachas
indias a desnudarse; hacía verdaderas orgías con ellas. Acostumbraba beber dos
o cuatro días seguidos, por los barrios alejados de Jebil, con las autoridades y
mujeres de vida alegre. También en la cosmopolita Iquitos.
Carmen Tello sabía de esas peculiares manifestaciones de don Tancredo. Y le
temía.
Pero Agama se sentía profundamente enamorado de la inquietante mujer.
Esta, para evitar cualquier escándalo, ese mismo día viajó a caballo a Jebil, de allí
en avión a Iquitos, a la casa de unos familiares. Pasada su borrachera, Tancredo
Francisco Izquierdo Ríos 539

Agama se enteró de la fuga de Carmen. La persiguió inmediatamente; en Jebil le


dieron la noticia que había partido a Iquitos.
—¡Bandida! —se dijo el hombre voluntarioso—. ¡Nadie se ha burlado de mí!
¡Nadie me ha desairado!
Como no había avión, tomó un barco que zarpaba rumbo a Iquitos; tres días
de navegación por el Huallaga, por el Marañón y el Amazonas, tres días aburridos
que a Agama le parecieron siglos.
Llegado a Iquitos, se alojó como siempre en el hotel más lujoso, y con la noche
se encaminó a la casa de los parientes de Carmen Tello, a quienes conocía. Tocó la
puerta. Salió la tía de la muchacha, asombrándose de ver al “bizco Tancredo”.
—No se asuste, señora Débora. No soy un monstruo… Soy simplemente un
hombre que vengo por una mujer. Carmen… ¿dónde está?
—Adentro.
—Quiero hablar con ella.
En esto apareció Joaquín Castillo, marido de Débora, muy amigo de Agama.
Era un conocido negociante en caucho.
—¡Hola, cholo Tancredo!
—¡Hola, flaco Joaquín!
Y se abrazaron. Débora se retiró.
Tancredo Agama habló a Joaquín sin ambages de su propósito. Joaquín
sonreía.
—Te parecerá extraño —le dijo Agama—. Te parecerá extraño que esto suceda
en un hombre como yo… Pero así es la vida, cholo… Amo a Carmen y me casaré
con ella.
Castillo, comprensivo y sin prejuicios, le respondió que todo dependía de la
muchacha. Él no sabía nada al respecto, habiéndose sorprendido de la intempestiva
llegada de su sobrina; se dio cuenta, entonces, de que su mujer sí sabría por Carmen
acerca de lo que estaba ocurriendo.
Llamó a su mujer y a Carmen, quienes aparecieron en la sala.
—¡He venido por ti, Carmen! —le dijo Agama, levantándose de la silla—. ¡Por
ti!
La muchacha, turbada, no sabía qué contestarle.
—En presencia de tus tíos, declaro solemnemente que, quiero casarme contigo.
No me temas. Necesito una mujer como tú en mi vida… Tú sabes que no te faltará
nada… Si quieres, viajaremos a Europa… Te advierto que nunca me he humillado
ante una mujer, ante nadie. Pero te amo, Carmen… Te amo… Una vez te vi de
colegiala en Jebil y no te he olvidado jamás.
La Tello, interiormente, no dejaba de complacerse de que un hombre de la talla
de Agama le hablara así, que estuviera enamorado apasionadamente de ella.
540 Sinti, el viborero

—¡Tú dirás, Carmen!... A lo mejor tienes algún compromiso… Tú dirás… —le


habló su tío Joaquín.
—¡No dirá ella, sino sus padres! —observó doña Débora.
—En cuestiones de amor, los padres están fuera de escena —sentenció el
carniseco Joaquín—. Lo deciden únicamente los protagonistas.
Como Carmen permaneciera silenciosa, el tío Joaquín volvió a decir, paseándose
y sonriente:
—Quien calla, me parece que otorga.
Y así fue como Tancredo Agama y Carmen Tello se casaron. Viven en Jebil.
Carmen ayuda a su marido en el manejo de los vastos negocios. Y ha sido aun
nombrada preceptora de la escuela mixta de La Esperanza, aunque ella no se
encuentra al frente de la escuela, sino una de sus hermanas: Carmen recibe el
sueldo de la caja de depósitos y consignaciones de Jebil. Todo bajo la sombra del
poderoso Tancredo Agama.
Francisco Izquierdo Ríos 541

El último puñete

Q uintuy es un pueblecito entre la Costa y la Sierra del Perú, en un encajonado


de cerros pétreos con aislados cactos cloróticos. Empero el pequeño río
alborotado de aguas turbias, que viniendo de la cordillera pasa por un lado
del pueblo rumbo al mar, ofrece en sus márgenes tupida vegetación silvestre, así
como cañaverales, viñedos y otras chacras.
Algunas casas están construidas al pie de las peladas montañas, de modo que los
que viven en la otra orilla del río, para ir al centro del pueblo —tiendas comerciales,
mercado, iglesia, escuelas— atraviesan un puente de cemento, festonado en los
extremos por grupos de sauces siempre con multitud de pajarillos cantores. En el
pico de un cerro, que sobresale entre los otros, hay una gigantesca cruz de madera,
dominando el valle, donde el pueblo festeja ese símbolo cristiano el 3 de mayo,
con cantos, bailes y cohetes. Quintuy, en esencia, por su ubicación, tiene algo de
Costa y algo de Sierra. Sus calles y caminos son polvorientos.
El pueblo cría, sobre todo, cabras. Y, desde luego, hay cabras en los senderos,
en las faldas de las montañas, a lo largo del río: se las encuentra hasta en el atrio
de la iglesia, rumiando.
En este villorrio sucedió un hecho muy raro, que nos lo va a contar la anciana
Belmira Gasco, quien es como un manantial de historias.
Doña Belmira vive sola en una casa de paja y barro, casi junto al río. Viuda y sin
hijos. No tiene cabras ni viñedos, pero sí gallinas enanas. Estas singulares aves de
polícromo plumaje, principalmente los vivaces gallitos de crestas como florecillas,
parecen juguetes.
Quisiéramos proseguir hablando sobre estos animales maravillosos y la razón
por la que únicamente doña Belmira Gasco los posee en Quintuy, quien los vende,
especialmente a los forasteros, como obras de arte, cual si se tratara de esculturas,
pero corremos el riesgo de no escuchar el extraño cuento prometido.
542 Sinti, el viborero

Por entre la suave media tarde, se desliza delante de la casa de doña Belmira
una mujer de más o menos cincuenta años de edad, sombra de melancolía, hacia
el río con un cántaro a la cadera.
“Es Camila Panta, viuda de Luis Barahona”, nos dice la ingeniosa doña Belmi.
Y continúa: “El marido de esa mujer ha muerto hace algún tiempo. Era cabrero.
Un hijo que tuvieron falleció después de meses de nacido. Y Camila también
vive sola como yo, en esa casita de paredes blancas que se ve al borde del cerro,
criando unas cuantas cabras. A la oración se acoge a mi casa. Las dos mujeres
nos acompañamos en las noches. Su hijito murió a causa de los sufrimientos
que le ocasionaba el bandido de Luis Barahona. Era sumamente celoso. Ninguna
muchacha de Quintuy quiso comprometerse con él. Un tanto lejos de aquí, por la
serranía, hay un pueblito. Y conquistó Luis Barahona a Camila, huérfana, que vivía
con una vieja parienta. Y la trajo a Quintuy.
“Como vecina de ellos, conozco toda su historia. Cuántas veces mi marido y
yo hemos intervenido para evitar que Luis matara a la pobre Camila. A veces, muy
tarde en la noche, oíamos los gritos de esa mujer y acudíamos en su defensa. Lucho,
no sé por qué, me respetaba a mí, más que a mi marido. Cuando yo aparecía,
se calmaba, y escuchaba mis palabras. Hasta cuando estaba demasiado ebrio,
pues el condenado bebía mucho. Llegaba de pastorear sus cabras casi siempre
borracho, de frente a zurrar a su mujer. Dicen que existió no sé dónde, un negro
llamado Otelo, que estranguló a su mujer por celos. Luis era peor que ese negro.
Desconfiaba hasta del señor cura. Vivía solo espiando a Camila. ‘¡Me voy con las
cabras’, le decía. Pero él dejaba las cabras en algún sitio, y volvía a aguaitar su casa
detrás de los pedrones o de los bosquecillos. Seguía, a escondidas, a su mujer al
río, al mercado, a la iglesia. Una noche un vecino celebró su cumpleaños con un
baile muy sonado. Los Barahona fueron invitados, así como nosotros. Un mozo
forastero, gran vividor, bailaba seguidamente con Camila Panta. Y a Camila le
gustaba bailar, como a toda mujer joven; le gustaba la distracción, en suma, como
a todo ser humano. Había mucha alegría en la fiesta, menos para el endemoniado
Luis Barahona quien, de pronto, le dio un puñetazo en la nariz al forastero y sacó
a Camila de la reunión, arrastrándola de los cabellos. Después optó por llevarla con
él a todas partes: al pastoreo de las cabras, a los pueblos adonde iba a vender sus
animales y productos. Solo faltaba que la tuviese amarrada a él.
“Hoy, Camila no es nada de lo que fue. Tenía la gracia de las palomas montaraces;
de la estrella del amanecer sobre el mar; de una flor recién abierta en la mañana a
la vera de los caminos. ¡No sé cómo demonios llegó a querer a Luis Barahona que,
además era feo como un mochuelo! Sí, Luis Barahona parecía un mochuelo. Pero
la vida es así…
Como una vez Luis Barahona maltratara a su mujer en plena calle central,
porque la encontró conversando con un vendedor de baratijas de Lima, la policía
lo metió en la cárcel. Y Camila Panta hizo todo lo posible para sacarlo. ‘Lo quiero,
doña Belmi, a pesar de todo’. Me decía la muchacha. ‘Lo quiero’. Lo mismo me
decía Luis Barahona ciertas veces, llorando, completamente ebrio. ‘¡La quiero, doña
Belmi! ¡La quiero!’. Un día le compró unos aretes lindos. Cosas de la vida, pues.
Francisco Izquierdo Ríos 543

En una oportunidad oculté a Camila en el terrado de mi casa, luego de una tunda


que le aplicó Barahona; este llegó por la noche borracho a su hogar, y sin más ni
más la emprendió contra su mujer con un látigo de cuero de chivo, en seguida se
durmió como un bendito, al despertar no encontró a Camila, la casa estaba vacía,
casi se vuelve loco el desdichado, llamaba a gritos a su mujer, la buscaba por todas
partes, por todo el pueblo, todo el día continuó bebiendo en las cantinas. Cuando
supe que ya se disponía a ir al pueblo de Camila en la serranía, lo traje, al atardecer,
a mi casa, y le dije que aquí tenía a su mujer y que no la entregaría sino cuando
jurase que nunca más la iba a golpear. El borracho se arrodilló y juró en nombre de
Dios y de todos los santos que ya no lo haría jamás. Yo hacía todo esto por arreglar
la vida de esa pareja infeliz. Pero todo fue en vano…
Esa misma noche, Luis Barahona pegó a su mujer, achacándola que seguramente
vino a mi casa después de haber estado con algún hombre. Y así transcurría
el tiempo en Quintuy, con sus días y sus noches, con el trabajo de las gentes,
nacimientos y muertes, cumpleaños y otras fiestas; en fin, como transcurre el
tiempo en cualquier pueblo, pero con el particular agregado en Quintuy de las
constantes escenas de celos de Luis Barahona. Hasta que este hombre lunático
enfermó gravemente. Apareció una noche de la calle, temblando. Sabe Dios lo que
tendría. Ningún remedio de hierbas o de botica que le dábamos le hacía bien. Se
quejaba mucho. Miraba a su mujer con los ojos desorbitados. Estoy segura de que
ese hombre sufría más por lo que iba a dejar a su mujer en este mundo. Hubiera
querido llevarla consigo. La idea de que podría ser la mujer de otro hombre lo
torturaba.
Yo estuve presente en sus últimos instantes. Al apagarse un día sábado, con
cielo cargado de nubes, me acuerdo muy bien, llamó a su mujer, la hizo sentar junto
a él. La tomó de la mano cariñosamente. ‘¡Me quieres?’ le preguntó. ‘Siempre te
he querido, Lucho’, le contestó ella.‘Ya me voy, Camila…quería despedirme de ti’.
‘Llamaré al señor cura’. ‘¡Cura ni qué cura!’ Acércate más. De repente, el condenado
se irguió en la cama, y sonó a Camila un puñetazo en el ojo derecho, quedándose,
en seguida, muerto con una mueca irónica en su cara de mochuelo, Yo, créame, le
iba a moler a golpes con el palo de la escoba, pero me contuve”.
544 Sinti, el viborero

Pascana

C on tormenta, finando el día, llegaron Jorge Alayo y su arriero a la pascana,


en el largo viaje de aquel, de la Costa a la Selva. Mañana cruzarán la puna de
Pishcohuañuna.
Empiezan a alumbrar los luceros, después de la borrasca, sobre la inmensa
cordillera. Las mulas, una de silla y otra de carga, allí al lado, en el pequeño espacio
verde pastan, mojadas, tiritando.
Del pálido bosque lloroso de aguacero, sale el áspero graznido de una pava.
Y dentro de la choza arde el fogón, al tiempo que del techo de paja caen, gota
a gota, rezagos de la lluvia.
Hace un frío que hiela el alma. Aletea un vientecillo sutil. El rojizo riachuelo
corre agitado por entre pedrones y bajo algunos árboles de anchas hojas.
En seguida de haber comido el parco fiambre, Jorge Alayo y su viejo arriero se
calientan al fuego. Y ansioso, insinuado por la hora de soledad y poesía, Alayo le
pide al viejo que le cuente algo.
Y en los ojos del arriero, a la vez que atiza la candela, hay reflejos de leyendas.
“Nací en el pueblito de Molinopampa, patrón, y estos mis ojos se han enturbiao
en este feo camino a Moyobamba. Las arrugas de mi cara brotaron en los tantos viajes
que hice por este camino del infierno. Y así como mi cara tengo arrugada el alma.
”Yo he sido arriero de toda clase de gente. De gringos altos como eucaliptos,
y como ellos silenciosos, que pasaban a las selvas del Amazonas, y de costeños
habladores que venían de autoridades. Este, mi oficio, se presta para husmear
corazones: he tenido patrones nobles, de mano abierta, como otros muy avaros,
que hasta se fijaban en el mísero fiambre.
Y el viejo arriero mastica coca, sacándola de un talego, al par que en la boca
mézclala con cal que extrae repetidas veces mediante una lezna de una diminuta
calabaza.
Francisco Izquierdo Ríos 545

“Y en la montaña de Pishcohuañuna, donde los pájaros mueren de frío, he


visto pelar el ojo a los palúdicos hombres de la Selva, y los cubrí con ramas, y los
cubrí con piedras: y como buena gente que soy, patrón, les he colocado una cruz
de palos siquiera. ¡Cómo llorarán las madres de estos muchachos, que salen de sus
pueblos, patrón, a buscar fortuna, y encuentran su tumba en un cerro desierto y
frío! Y una noche también, patrón, no pué dormí con un muertó. Llegué al valle-
cito de “Ventilla” una noche lluviosa; todo era aguacero como si el cielo se hubiera
roto. Solté a las mulas, después de descargarlas y desaperarlas para que se rebus-
casen el pequeño pasto, y sin ánimo para nada, ni para hacer candela, mascando
solo un poco de maíz tostado, tendí las jergas sobre un montón de paja seca que
había en la choza y cubriéndome con mi poncho me acosté, durmiendo, como es
natural, inmediatamente. Y qué le parece, patrón; al amanecer, cuando me levan-
taba —¡Santo Dios, se eriza mi cuerpo!— veo a mi ladito un ‘caláver’ medio tapado
con las pajas, sus pies estaban apareciendo, lo mismo sus manos y su cabeza. ¡Me
quedé tieso, patrón! ¡Mi compañero de la noche había sido un muerto!
“Recé, patrón, hincándome junto al caláver, luego lo enterré con su alforja azul
donde llevaba sus cositas, y haciendo cargar rápidamente a mis bestias empecé a
subir la puna de Pishcohuañuna. ¡Así es la vida, patrón! En cualquier parte uno se
muere cuando es la hora, y nadie muere en la víspera… ese pobre que murió era
un hombre de la Selva que había sufrido, seguramente, una furiosa tempestad de
granizo en Pishcohuañuna.
“En esa montaña brava, patrón, hay una laguna encantada, con forma de ave.
Casi por su orilla serpea el camino. Se debe pasar por allí calladamente, pues un
ruido, un grito, enrabia a la laguna, que se levanta hasta el cielo como un mons-
truo encrespado, provocando una tormenta espantosa. Todo el extenso ámbito
de la puna se vuelve negro, como de noche, con vientos, rayos, truenos, lluvia,
granizo.
“También, patrón, en ese elevado monte hay un camino que dicen fue de los
incas. Sí, patrón, un espacioso camino empedrado que se pierde por el norte.
“Y otra cosa de no creer, patrón: en una tierra como esa, tan triste, tan desolada,
crecen una florecillas entre las aberturas de las rocas y de las piedras, como lágrimas.
Sí, patrón, esas florecillas brillan como lágrimas.
El arriero, sin dejar de masticar la coca, enciende un cigarro con un tizón de la
candela, velándose de humo la cara.
“En un frío amanecer, como todos los amaneceres de la Sierra, cuando piaban
los pajarillos y espejeaba aún la luna, fui a buscar las bestias, dejando en la cueva
que nos sirvió de posada, a mi patrón bien envuelto en sábanas y frazadas. Busqué
los animales en todos los bosquecillos, en todas las laderas y no daba con ellos,
a pesar de que las trancas que hice, para seguridad, estaban conformes. Iba ya
a regresar completamente desconsolado, cuando oí graznar una mula en un
barranco con palmeras oscuras, y que nunca iba a creer que allí estuvieran las
bestias; el barranco era muy profundo y embozado, como dije, de bosque negro.
Me dirigí al sitio y una tremenda sorpresa me esperaba; bien abajo, en el fondo, vi
546 Sinti, el viborero

las bestias amarradas unas a otras de las colas… ¡Santo Dios!… ¡El diablo, patrón,
el diablo!... Después de rezar y rogar, al fondo del abismo; desaté las bestias, y de
una en una, difícilmente, las hice subir; a un rato, felizmente cuando estaba ya
encima del barranco, oí que en el bosque se reía a carcajadas el enemigo. ¡Sentí
como que mi cuerpo se volvía muy grueso y mis cabellos se pararon de punta,
como espinas! Usando todo mi valor, corrí hacia la cueva con las bestias.
“Hay que tener cuidado en estos caminos solitarios de los horribles duendes,
que viven en los cerros o bajo la tierra. Usted habrá oído unos ruidos adentro
de la tierra, sobre todo en momentos de aguacero: son los duendes, patrón, los
duendes maldecidos que celebran en sus casas subterráneas sus fiestas, con loco
bullicio. Has de saber, patrón, que por estos apartados lares, en las haciendas o
en los pastales de las cumbres: los dueños, a veces, encuentran a sus ganados
colgados de los rabos, con las patas arriba y las cabezas abajo, de las peñas y,
también, increíblemente, de las ramas más débiles de los árboles: así como en
algunos amaneceres, completamente piezados de sus colas unos a otros y con los
pelos en desorden. Es el duende, patrón, que así se burla. El maldiciado se mete
también en las casas, espantando a los moradores, les tira pedruscos de los ríos,
palos, terrones, boñiga fresca, les levanta las cobijas cuando están durmiendo, y
solo es desalojado por el señor cura.
“Y hay cuevas en los cerros, patrón, donde el enemigo gusta mofarse de
los cristianos. Todo nos remeda. Si silbamos, también silba; también canta si
cantamos: si nos reímos, ríe también. Por eso nosotros, patrón, al pasar por esos
sitios, rezamos la Manífica y hacemos la Santa Cruz, así, con nuestros dedos. O
si no le damos miedo golpeando nuestros machetes en las piedras, hasta sacar
candela. ¡Uf! mi coca amarga. Seguramente que mañana también va a llover.
“¡Qué!, ¿un grito?
“Sí, patrón. Es el alma de algún arriero muerto”.
La luna blanquea, ya, la vasta cordillera, en la que destaca la temible puna de
Pishcohuañuna.
Francisco Izquierdo Ríos 547

Un empleado público

M ediando la tarde, al cruzar una esquina, José Morales se encontró con su


amigo Ángel Faya, a quien hacía tiempo no veía.
“¿Qué te pasa? Estás como asustado”.
“Me ha sucedido algo horrible, que si no fuese por mi familia, este es el
momento que estuviera camino al extranjero”.
“Me parece que exageras, Ángel”.
“No… entremos en esta cantina y te contaré”, le dijo Faya a Morales, cogiéndole
del brazo y llevándole a la cantina.
Era una de esas tantas tabernas de Lima, servida por japoneses. Estrecha,
incómoda, con mesitas redondas de fierro oxidado y con fuerte olor a orines. El
urinario estaba allí cerca, al descubierto. Solo el cuadro de un réclame prendido
en la pared ponía leve nota luminosa en el ambiente: una mujer joven, en traje de
baño, acostada en una soleada playa marina, bebiendo con alegría contagiosa una
botella de Coca Cola.
No había más parroquianos. Faya estaba nerviosísimo.
“Un cuarto de pisco con limón”, pidió al mozo.
Y entre copa y copa fue relatando a Morales:
“Hace tres días me di una tormentosa borrachera… Que, como te dije, si
no fuera por mi mujer y mis hijos, este es el momento que estaría viajando al
extranjero. Estoy avergonzado, siento como que todo el mundo me ha visto ebrio.
He perdido la confianza hasta en mí mismo; todo me parece negro, como que la
vida no valiera la pena de vivirla”.
“Entonces, no es conveniente que sigas tomando”, le interrumpió Morales.
“No, mi querido José. Ahora tengo necesidad de beber y calmar mis nervios,
estar con un amigo bueno como tú y confesarle algo de mí mismo. Bien sabes tú
548 Sinti, el viborero

que el hombre que confiesa su dolor, su preocupación, que desnuda su alma ante
otro, se queda tranquilo, al menos por el momento, como si se hubiera liberado
de un gran peso. Solo en este sentido justifico la confesión de los católicos ante el
sacerdote… Te advierto que hoy no entraña ningún peligro mi borrachera. Después
de una como la que me he dado hace tres días, quedo nuevo, como recién nacido,
como si todo mi turbulento mundo interior se hubiese volcado fuera. Tú sabes que
soy escritor. Un apasionado de la belleza y de la libertad. Quisiera vivir amando,
escribiendo, libre de todo convencionalismo, de toda traba, como el pájaro, como
el viento. Ir, así ebrio, a beber bajo las estatuas y entre las flores de los parques,
cantando himnos de gloria a la vida. Yo, sobre todo, soy artista, no el vulgar
empleadillo de oficina como me conocen. ¡Mozo, trae otro cuarto de pisco!
Morales estaba sorprendido de ver y de oír así a Ángel Faya, el empleado correcto,
caballeroso del Ministerio NN. Aunque sabía de sus borracheras periódicas, no lo
vio antes en tal condición. Y eso que eran amigos desde muchos años, si bien no
se encontraban juntos con frecuencia. Morales admiraba las virtudes personales y
de escritor de su amigo, como todos los que le conocían y leían sus bellos poemas
y cuentos. Faya era un auténtico valor intelectual.
“Quién sabe —prosiguió, bebiendo otro trago— sea necesaria esta clase de
evasiones, estas fugas, escapar de lo cotidiano, grosero, monótono, a un mundo
radiante en que uno se sienta libre, con todas sus fuerzas creadoras, como un dios.
¿Mi puesto? ¡Que se vaya al diablo! Yo estoy allí solo por conveniencia económica.
¡Ser un esclavo de ese interminable y farragoso papeleo! Subalterno de gente
ignorante, autoritaria y vanidosa, sin escrúpulos. ¡Oh!, sin embargo uno sigue
amarrado años y años a un puestecillo miserable, como un asno a la noria. ¡La
belleza! ¡Oh, la belleza! ¡Qué linda mujer esa del cuadro! —dijo, refiriéndose a la de
Coca Cola—. ¡Qué carnes, con color y suavidad de rosa! ¡Qué sonrisa, como una
mariposa con las alas abiertas! Y el mar, el vasto mar azul a su lado. A ti también te
gusta la belleza, la belleza de la mujer, de la noche, del árbol, del mar, del animal.
¡Toda la belleza del mundo! El dolor. ¿Sabes? Y perdona que te esté haciendo perder
el tiempo. ¿Sabes? La humanidad, esta humanidad es un amasijo de farsa, de
simulación, de injusticia. ¿No te producen cólera a ti esos burgueses panzudos que,
con humeante pipa en la boca y aire de saurios inmensamente satisfechos, llevan
de una cadenita de plata, por las avenidas, a pasear un lanudo perrito engreído?
¿No te indignas al ver que estos burgueses tienen hasta empleados especiales para
cuidar sus canarios?
“Cuando encuentro a un sacerdote, por ejemplo, ¡por qué no decirlo!, me
fastidio, pensando que es un farsante. Sacerdotes de una religión que viven
con boato y lujo escandalosos. Predican una cosa y hacen otra. Los sacerdotes
tienen conciencia del papel que desempeñan en la comedia de la vida y ahí,
precisamente, su hipocresía. Hermosos chalets-jardines de los magnates de la
Banca y la Administración, a donde solo acuden estos a distraerse una horas los
días domingos y feriados, permaneciendo después cerradas esas residencias, en
tanto que ancianos y niños abandonados duermen por las noches en el quicio
de las puertas de las casas de la urbe. ¡Horrible!... ¡El cariño! ¡El amor! Todo es en
el fondo, puro interés, pura conveniencia. ¿Sabes? Por ratos, no creo ni en Dios.
Francisco Izquierdo Ríos 549

¿Qué y quién es Dios? Un tremendo engaño, un espejismo, una mera esperanza,


una ilusión como el azul del cielo. Pero también pienso: ¿Quién ha hecho todo lo
que se ve? ¿Quién, a ese pajarito que canta armoniosamente en la arboleda? ¿A
la luna, extraña lámpara de la noche? Y la duda hace presa de mí. ¡Oh, la duda, la
terrible duda!
“Sin embargo, uno se descubre al pasar frente a la iglesia. Se saluda a todo el
mundo. Se prodiga atenciones, consideraciones a todos y a todo. ‘Buenos días,
señor… ¿Cómo están en su casa?… ¿Su señora suegra?…’. ¿Qué le importa a nadie
de uno y a uno de nadie? Por eso, cuando me emborracho, salta todo este mundo
interior, reprimido por las fórmulas sociales, por la vida diaria que uno vive; y soy
otro, el verdadero Ángel Faya, el que no cree en tanta mentira, en tanta apariencia,
el iconoclasta. Y en mí se realiza el fenómeno que cuando bebo lo hago hasta
perder la conciencia. Yo no tomo habitualmente, pero cuando comienzo y tengo
tres o cuatro copas adentro, se despierta en mí un ansia incontenible de beber,
terrible sed de licor. En este estado me olvido de todo, hasta de mi mujer y de mis
hijos. Esto es lo grave. Yo que quiero tanto a mi familia. Creo que el único amor, el
único cariño sincero, existe, precisamente, en los hijos, cuando son niños: estos
indudablemente creen y adoran a su padre. Bueno, cuando estoy en este estado
de embriaguez feroz, no respeto a nadie. Un bestial sensualismo hace presa de mí.
Soy capaz de cualquier actitud deshonesta.
“Creo yo que las relaciones sexuales humanas son otro tabú; otro cúmulo de
prejuicios y de hipocresías. Cuando deben ser lo más sencillo, lo más natural...
¡Ah, ideas raras!, dirás tú. Todo este tremendo mundo interior sale, salta, pues,
con la borrachera: se desborda como un río en creciente, como agua represada que
rompe su dique, como huracán que arrasa, que destroza todo a su paso, como
lava de volcán. Brotan de mí cosas enterradas en los profundos abismos de la
subconciencia, resentimientos antiguos, lejanas vivencias.
“Después de una borrachera así, me cuentan que he hecho y he dicho los
más grandes disparates. Cosas increíbles. De loco. Y lo peor es, al recobrar mis
facultades, ver a mi mujer y a mis hijos llorosos, con el rostro pálido, los ojos
desencajados con visibles señales de hondo sufrimiento y espanto. A veces, mi
mujer con un ojo hinchado. ¡Le había pegado! Ah, si no hubiera la responsabilidad
que constituyen precisamente, ellos, sagrada responsabilidad, me iría a un sitio
donde no me conocen o me pegaría un tiro. Hasta el perro de la casa no quiere
acercárseme, me mira de lejos como resentido. Entonces, la vergüenza me abruma;
no tengo ánimo siquiera para pedir disculpas. ¿Caben, acaso, disculpas? Y sufro,
créeme, inmensamente, al extremo que mi propia casa me desespera. No puedo
oír las justas recriminaciones de mi mujer y si se pone a llorar… ¡atroz!... ¡Oh, el
abismo de tortura moral en que me sumo! Terrible purgatorio de mis faltas, de mis
debilidades. Me arrodillo interiormente y doy satisfacciones a mi familia, a todo
el mundo y juro no volver a tomar más. Y, en efecto, es así, pero por un tiempo,
por dos, por tres meses. Hasta que en el día menos pensado vuelvo otra vez a
embriagarme, haciendo trizas el bello cristal de felicidad que, dentro de nuestra
precaria situación económica, existía ya en el hogar.
550 Sinti, el viborero

“Una mañana, después de una de estas borracheras, mi hijo mayor, de diez


años, me entregó, sin decirme palabra, el dibujo a lápiz de un niño con la cabeza
recostada en una mesa, al que había titulado: ‘El niño pensativo’. ¿Te imaginas lo
que significaba para mí esa actitud de mi hijo y ese cuadro? En esta condición,
solo ciertas ráfagas de esperanza entran en mi alma cuando por la ventanilla del
tranvía que me lleva a mi casa, contemplo los campos del trayecto, los árboles, los
ganados que pastan tranquilamente, en el patio de mi casa hay un pequeño árbol
de guabo: es mi mejor amigo. Por la noche, cuando mi mujer y mis hijos están
adentro, yo me arrimo a este árbol, recuesto mi cabeza en su tronco y el efluvio de
su frescura me trae cierta paz. O voy al mar, que está cerca de mi casa; el mar es
otro de mis grandes amigos. Parece que las cosas de la naturaleza, con su sencillez
elemental, pura, influyeran en mí favorablemente, hicieran renacer en mí la fe en
la vida. Esas casitas con flores y árboles junto a la puerta de la calle, cuánto bien
me hacen. ¡Qué lindas son esas casitas con sus plantas, a donde llegan a cantar los
pájaros! Parecen dibujos de Walt Disney.
“Yo no me considero borracho, porque no soy esclavo del alcohol; muchos de
mis amigos toman más que yo, toman casi todos los días y regresan a sus casas
tambaleándose, pero no cometen desatinos. En cambio, toda borrachera mía es
un escándalo. Ahora, por ejemplo, estoy en la situación de no poder ir de día a mi
casa, tengo vergüenza de que me vean los vecinos. Hace dos días que llego a ella
solo por la noche y por la puerta falsa. Mi borrachera ha sido, pues, una de las más
brutales de mi vida. Hasta he estado en la cárcel. ¡Yo, en la cárcel, por haber hecho
escándalo en el barrio y faltado de palabra y obra a un pacífico vecino! Te imaginas:
¡yo, en la cárcel! Ángel Faya, el correcto empleado público y el escritor brillante.
¡Qué empleado ni qué escritor! Nada vale en este mundo. No sé si has leído mi
cuento: ‘Macario’, en el que pinto a Macario, un deforme sordomudo, remolino
de pasiones primitivas. Yo, ahora, soy Macario, el personaje de mi propio cuento.
Un monstruo. ¡Sí! ¡Un monstruo!
Faya se levantó, desgreñado y sosteniéndose en la mesa, pues ya no podía
mantener el equilibrio, siguió hablando:
“Oye, oye, esa mujer del cuadro se mueve. Me está haciendo guiños. Nunca
he visto una mujer tan bonita, está en traje de baño. Ven, ven, linda, siéntate a mi
lado. Deja tu Coca Cola. Tomemos una copa por la vida. Yo soy Macario. La vida es
bella. ¡Bella!”
No pudo más. Se cayó en la silla, sollozando. Estaba demasiado ebrio.
Al día siguiente, por asuntos que le urgían, Morales fue al Ministerio NN. Como
es natural, al pasar junto a la oficina de su amigo, le picó la curiosidad de echarle
un vistazo, metió la cabeza por la ventanilla, en un rincón, Ángel Faya, con un
montón de expedientes al lado y profundamente abstraído, escribía a máquina.
Francisco Izquierdo Ríos 551

Ovejía

E ntre cerros de la cordillera, el pueblo de Ovejía es como un remanso donde


parece que el tiempo se hubiera dormido. Los pájaros cantan en sus huertas
de álamos, eucaliptos, nogales, chirimoyos y durazneros.
Las pardas torcazas, sin miedo alguno, a pesar de que parecen tímidas como
monjas, caminan en grupos, a sus anchas, en los patios, confundiéndose con los
pollos; también entran en las habitaciones, volando a las huertas cuando los niños
intentan atraparlas. No es raro, asimismo, encontrar gorriones en las salas y en los
dormitorios o cantando en las ventanas (San Francisco de Asís les hubiera dado de
comer aquí, con suma facilidad, en la mano. A veces el señor párroco quiere imitar
el divino gesto del santo, pero de él huyen, asustadas, las avecillas).
Ovejas, caballos, vacas (ovejas mayormente), pacen a gusto en la plaza de armas
y en las callejas herbosas. Los cerdos gruñen a toda hora, más por las noches en las
aceras donde duermen amontonados. Igualmente, los chanchos en Ovejía sirven
de barómetro, pues cuando se restregan los rabos como locos en las paredes de
las casas, en los cercos de piedras, cual picado por endiablada comezón, presagian
aguacero, aunque la atmósfera no tenga una nube.
Aparecen también, de vez en cuando y, de no se sabe dónde, garzas blancas
de los contornos, adonde algunos cazadores corren a matarlas, turbando la
tranquilidad con los disparos de sus escopetas.
Las mujeres permanecen, generalmente, hilando o tejiendo ponchos y mantas
de lana bajo los árboles de las huertas, y los hombres, casi todos, en las chacras que
verdean en las próximas faldas cerreñas.
El señor cura vive diciendo Santos Rosarios por las noches de los sábados y
en misa matinal, los domingos, bautizando, enterrando muertos en intervalos
amplios, y criando marranos y gallinas en la vieja casa adosada a la pétrea iglesia
de una sola torre, juntamente con su rolliza ama de llaves.
552 Sinti, el viborero

Los maestros se tumban de barriga a descansar, por los atardeceres, en la


mullida hierba de la plaza o en las lomas de las afueras.
El magro señor subprefecto, enfundado en un poncho con listas a colores,
pasa los días leyendo en la vereda de su despacho en voz alta periódicos atrasados,
que le llegan de la remota Lima, llamando la atención sobre todo de los gallinazos,
que se detienen a “escucharle” desde el techo.
El señor juez de primera instancia, inventando pleitos para matar su holganza
o paseando los domingos, vestido de chaqué y tongo, con tremenda vanidad, por
entre burros, ovejas, vacas y demás fauna doméstica que pastan en las callejas.
El jefe militar, luciendo los domingos o cualquier otro día, según su ánimo,
pluricolor uniforme de parada, semejante a un guacamayo: de repente se le
descubre, así, en una esquina. O haciendo equitación en la plaza en un hermoso
caballo negro, ante la admiración de los niños. O matando chanchos con su
pistola Browing, para ejercitar la puntería, disculpándose que de ese modo ayuda
al concejo municipal a velar por la higiene del pueblo.
Solo con motivo de las fiestas patronales de la Virgen de la Natividad, Ovejía cobra
animación con la bullanguera banda de músicos, los cohetes, las procesiones, las
peleas de toros, las comilonas, las borracheras. Hombres y mujeres, con flamantes
ponchos y rebozos multicolores, van en sucesivos oleajes de mayordomo en
mayordomo agotando los ventrudos odres de huarapo fuerte, bebida de caña que
estos elaboraron con anticipación para la festividad en los trapiches de los valles
profundos. El señor cura, principal promotor de las dilatadas fiestas patronales,
llena con ellas su despensa y los abismáticos bolsillos de su sotana.
El lector se habrá dado cuenta de que estamos hablando de la capital de una
provincia serrana del Perú.
Este pueblo tan sosegado, ahora, sin embargo, se halla muy movido. Hombres
nuevos lo transitan, entran y salen de las casas con papeles en las manos
gesticulando. Visten trajes de montar, polainas o botas, gruesas bufandas, aludos
sombreros de paja. Son protagonistas eleccionarios. Ovejía está empapelada; sus
paredes y puertas ostentan manifiestos con retratos de los candidatos a diputado
de la provincia, a senador del departamento y a presidente de la República. Hasta
en las anchas frentes de las vacas se ven esos papelotes.
Aun en el suelo de los caminos, en los troncos de los árboles, en las piedras,
en las rocas, en los maderos de los puentes, hay inscripciones o volantes alusivos
a tal o cual candidato, a tal o cual partido. ¡Apra! ¡Solo el Apra salvará al Perú! ¡Viva el
Partido Aprista!... ¡Viva el Comunismo, el partido del pobre!... ¡Ciudadano, al votar por el Partido
Civil, votas por la Patria!... ¡Viva el Partido Demócrata!... ¡Vota por el doctor Esaú Trauco, defensor de
tus derechos!... ¡Obrero, agricultor, vota por Leucipo Cometivos!... Los pájaros evitan los árboles
en cuyos troncos están pegados manifiestos con el retrato de un candidato a
representante a congreso o a presidente de la República.
Ovejía, pues, se ha transformado. Aquellos hombres extraños invitan a los
moradores a tomar huarapo y aguardiente con fervorosas arengas. Y hasta se
oyen, ya, de día y de noche, voces enronquecidas de borrachos: “¡Viva Traucoooo!”.
Francisco Izquierdo Ríos 553

“¡Viva Conmetivoooosss!”; “¡Muera Lópeeeezzz!” “¡Abajo el Apraaa!”; “¡Viva Crespín


Torricoooo!”; “¡Muera Chuquizutáaa!”. O un pobre diablo, Gregorio Piñas, el
único holgazán de Ovejía, conocido por eso como El Quilla” (El Haragán), llega en
completa beodez, jinete en su desgarbado caballo blanco, frente a la subprefectura,
a lanzar “vivas” y “mueras”, y el magro subprefecto ni le mira.
Los habitantes de Ovejía no conocen a los candidatos y estos tampoco a la
perdida Ovejía, pero en sus manifiestos y por intermedio de sus propagandistas
ofrecen a aquellos, luz eléctrica, ferrocarril, carreteras, escuelas, agua potable, reloj
público, teléfono, cinemas, hospitales, radioemisoras, aviones.
—Don Torrico diz nos va a dar luz eléctrica.
—Don Cometivos diz, fierrucarrel.
—Don Taruco, aveón.
—Don López, agua putable, porque la que tenemos nos da coto.
—Y va a poner también puente de fierru diz en el río paque pasemos
facilitamente con nuestras bestias.
—Pero ¿quí cosa es fierrucarrel?
—Fierrucarrel, hom, es como un animal de fierru, grandazo, que corre silbando
y botando candela y humo por su boca.
—Ray, hom… ¡Para que nos coma así!
—No seas zonzo, hom. En su barriga van gentes y las cargas, hasta ganau hom,
que bota ajuera al llegar a un pueblo.
—Será pué como la ballena a Jonás —dice el sacristán, que por supuesto lee el
Antiguo Testamento.
—Así pué, hom. Así pué. Yo hey visto fierrucarrel en la Costa, cuando trabajaba
como pión en una haciendo de caña.
Conversan los habitantes de Ovejía, especialmente por las noches, agrupados
en corrillos en el atrio de la iglesia o en cualquier parte.
—¿Y la luz léctrica?
—Es la luz prisionera diz.
—Parece lucero del alba, hom. Yo hey visto en Iquitos. La luz dentro de globitos
de vidrio cuelgan de postes en las esquina. La plaza de esa ciudad en la noche es
purita claridá, como de día, hom… Lo malo no más es que ya no se puede ver la
luna.
—En la radio diz que hablan, cantan, ríen, lloran, tocan música.
—Eso será como el duende pué, que hace todo eso en las cuevas de los cerros
para asustarnos.
—¡Ray, Santo Dios! Yo no quero radio, ni luz léctrica, ni fierrucarre!...
—Lo mesmo yo. Mejor estoy como estoy…
554 Sinti, el viborero

—No sean tontos, hom. Hay qui progrisar. Y como nos ofrecen regalar, hay que
aceptar no más, hom.
—Ese don Trauco nos ha ofrecido ya tantas veces todas esas cosas, y no ha
cumplido nada, hom.
—Y relojo, ¿pa qué? Yo tanteo mejor la hora con el sol y el canto de los
pajarillos.
También el señor cura es un fogoso panegirista de su candidato doctor Esaú
Trauco, tres veces seguidamente ya elegido diputado por la provincia. Usa como
tribuna el púlpito de la iglesia.
—Allí bajan los guardias ceviles —dicen con miedo las gentes de Ovejía,
mirando, unas desde las calles y otras, desde las huertas, hacia el plomizo camino
que serpentea en la inmensa falda del cerro, por donde descienden los guardias
en sus caballos.
Poco después, cruzan a galope tendido la calle central dos guardias civiles, con
sus alones sombreros de paño verde, capotes del mismo color, botas, espuelas
plateadas y fusiles a la espalda.
Los habitantes se han escondido. Por primera vez llegan guardias civiles al
pueblo. Solo con los empolainados forasteros se saludan.
Desmontan en la puerta de la subprefectura. Allí se hospedan. Han venido de
la capital del departamernto de Ovejía para cuidar el orden en las elecciones.
Luego de cierto lapso salen a pasear. Lucen bigotitos “mosca” y patillas espesas.
Piropean a todas las mujeres. Por la noche arman jarana en la casa de un tal Juan
Babot (donde hay tres muchachas casaderas y alegronas), al son de un violín y
un tambor: aparte de las danzas comunes, ellos tratan de enseñar a las mujeres a
bailar rumbas y tangos, cantándolos. Se tiran una turca de los mil diablos.
Ancianos, mozos, mozas, niños les miran deslumbrados, sobre todo los niños,
quienes poco a poco van acostumbrándose a ellos y procuran imitarlos.
—Yo soy guardia cevil —expresan ufanamente, con su correaje hecho de la
corteza del árbol de plátano, así como con botas del mismo material y fusiles de
carrizos.
Los matrimonios que tienen hijos sin bautizar, se apresuran a hacerles
compadres.
Largo tiempo todavía seguirán emulando a los guardias civiles los muchachitos
del pueblo, principalmente en eso de capturar presos.
Sentados en un cuarto, una veintena de hombres con ponchos mastican coca
y conversan a la luz de una enorme vela de sebo. Brillan botellas en el suelo.
Eleodoro Moquillo, dueño de la casa y uno de los máximos dirigentes políticos de
Ovejía, preside el conciliábulo desde un tosco sillón de madera: pequeño sujeto de
vientre abultado, con ojos y barba de chino viejo.
Noche oscurísima y con llovizna emboza al pueblo.
Francisco Izquierdo Ríos 555

—¡Quiero trago, quiero trago! —entra en la habitación gritando un


borrachito.
—¡Cállate, hom! No hagas bulla —le advierte, levantándose, el barrigón
Moquillo—. ¿Quieres trago? Toma lo que desees, con tal que mañana botes otra
vez por el doctor Trauco —y le entrega una botella de aguardiente.
—¡Viva el doctor Esaú Trauco! —exclama, entonces, el borrachito—. Yo doy mi
buto siempre por mi doctorcito Esaú, aunque no tengo el honor de conocerlo.
Entra otro sigilosamente, sacudiendo el poncho mojado de lluvia.
—¿Qué hay? —le interroga Moquillo—. ¿Se han reunido ya los otros donde el
Lino?
—¡Juf! Allí están muchos con acordión, bailando. Tienen huarapo y aguardiente
en odres y garrafones. Coca, un montón… Y ese forastero don Jinés no se cansa de
hablarles a favor del doctor Crespín Torrico.
—¡Y que acá no llegue todavía ese don Marceliano! —observa uno de los
concurrentes.
—Estará con la Eumelia, pué. Es muy enamoradazo —indica otro.
El tal Marceliano es el enviado eleccionario del doctor Esaú Trauco. Muy
aficionado a las hijas de Eva.
—¡No importa! Nosotros venceremos como siempre. Que los otros hagan la
bulla que quieran. Todos los ciudadanos de Ovejía están en mis manos. No me
llamaré Eliodoro Moquillo, si no ganamos nuevamente mañana en la vutación.
El doctor Esaú es, además, candidato del Gobierno, como lo saben. El subprefecto
está con nosotros. Todas las autoridades.
—Así es, pué. Así es.
De repente, un borrachito de la reunión sale diciendo:
—Yo me voy donde mi compadre Lino. Allí hay más que beber y comer.
Moquillo quiere detenerle, pero el hombre escapa.
Dos más le siguen.
Los dirigentes políticos del pueblo con los propagandistas forasteros, en la
víspera de las elecciones, dan de comer y de beber a los ciudadanos, así como les
atiborran de elocuentes discursos. Estos comen y beben a dos carrillos en las casas
de todos ellos, engañando a uno y otro: con esta oportunidad los mansos ovejinos
han sacado a relucir su escondida socarronería.
Son las ocho de la mañana. Los dos guardias civiles, con sus brillantes fusiles
al hombro, se hallan en la puerta de la escuela que da hacia la plaza de armas. En
la escuela funciona la mesa receptora de sufragios, la única en el pueblo. Al centro
de la sala está la mesa con el ánfora, las cédulas de los diferentes candidatos,
sobres, papel de oficio, tinteros, secantes, lapiceros, nóminas, jebes borradores.
Sentados en torno de la mesa, aparecen los miembros de la junta receptora y los
556 Sinti, el viborero

personeros de los candidatos. El presidente de la junta, Bernardo Chamoll, con


su gran estatura y corpulencia, su cabezota, su carota ensombrecida y la seriedad
que muestra, recuerda al mago del cuento Aladino y la Lámpara Maravillosa. Este señor
ayuda también al cura a hacer rezar a los fieles en la iglesia, y cuando se ausenta, lo
reemplaza en la celebración de los sabatinos Santos Rosarios; llueva o no llueva, el
gigante Bernardo Chamoll toca, a la oración, la campana en la torre de la iglesia.
Junto a la sala un cuarto hace de cámara secreta, para lo cual se ha cerrado la
ventana, se han tapado todos los huecos y se ha encendido adentro una vela de
sebo.
Debaten acaloradamente en la sala. Todos hablan. Es un pandemónium. Ver-
daderamente parece una reunión de demonios. Luego callan; se han entendido.
Los electores, emponchados casi todos, forman larga fila de a uno, cogidos
de la cintura, en el interno corredor de la escuela. A la cabeza que termina en
la misma puerta de la sala donde funciona la mesa receptora, está uno de los
guardias, y en la cola el otro. Esta columna de hombres, por momentos, ondula,
avanza y retrocede, husmea la sala y se encoge: parece que estuvieran jugando
aquello de “El gavilán y los pollos”.
Todos están borrachos, a pesar de que se prohibieron por bando subprefectural
las libaciones. Han amanecido bebiendo.
Gregorio Piñas. “El Quilla”, con un fenomenal salto de su desgarbado caballo
blanco por sobre el cerco de piedras de la escuela, ha ingresado al patio y se ha
colocado, sin apearse, al final de la cola de los votantes. El guardia le obliga a
desmontar, so pena de ir a dormir su borrachera, con caballo y todo, en la cárcel.
La mañana de diáfana que era hacía un rato, se ha tornado sombría. Una nube
ha ocultado al sol; quizá el mismo sol se ha puesto esa venda. Los álamos del patio
también parecen pensativos. No se ve un pajarillo, ni se les oye cantar. ¿Qué se
han hecho los gorriones, antes tan gorjeadores y alegres? Solo se escucha la voz
aristofánica de un sapito en el espeso jardín húmedo.
Van llegando ciudadanos retardados a incrementar la fila, todos oliendo a
alcohol.
El gobernador, el alcalde, el cura, los maestros, los propagandistas forasteros,
llaman a los electores a sitios un tanto apartados en el espacioso patio de la
escuela, y les vuelven a recomendar para que voten por sus listas. Convidándoles
un trago de las botellas guardadas debajo del poncho o del saco, les reiteran que
deben recibir las cédulas de la mesa de sufragios solo por fórmula, puesto que ya
tienen en el “seno” o en los bolsillos las cédulas que, dentro del sobre pertinente,
depositarán en el ánfora.
—¡Cuidadito! —les recalcan—. ¡Cuidadito con equivocarte! Cuando salgas, vas
a tomar más.
Los votantes entran en la sala uno tras otro, inecuánimes. Algunos —es
gracioso— saludan militarmente a los señores de la mesa, cuadrándose y
llevando la mano derecha a la altura de la frente. Son licenciados del Ejército,
Francisco Izquierdo Ríos 557

que han hecho su servicio militar en Iquitos, y que en medio de los humos de
la borrachera se acuerdan de que fueron soldados y creen estar saludando a sus
antiguos jefes.
Ha ocurrido algo. Uno de esos borrachos, cuando el presidente de la mesa dio
las cédulas respectivas de todos los candidatos para que fuera a la Cámara Secreta,
sacó de su “seno” otras cédulas, amarradas con pabilo, y exclamó muy fresco,
saltando, saltando, como cuando el gallinazo insinúa su vuelo:
—No se moleste, taita Bernacho; aquí está ya mi buto… Me ha dao mi
compadre Agliberto.
—Entrégame esas cédulas y llévate estas —se concretó a decirle el presidente
con cara de mago, calmando en esa forma el lío que iba a estallar.
Ha terminado el sufragio. Los miembros de la junta receptora y los personeros,
para cerrar el acto, discuten violentamente. Resuenan palabras, como “ley,
derecho, justicia, parcialidad imparcialidad, denuncia…”. Don Pantaleón Poma y
don Timoteo Chuchuy casi se trenzan a los golpes. Por fin, estos patriotas salen
a las diez de la noche rumbo al juzgado de primera instancia, alumbrándose con
lámparas tubulares a querosene y con los pantalones arremangados hasta las
rodillas porque ha llovido. El presidente Chamoll, custodiado por los guardias
civiles, lleva el ánfora como el cura lleva el Santísimo Sacramento. Ninguno de los
personeros se movió de la vereda del juzgado, amanecieron y permanecieron allí
hasta la llegada de las demás ánforas de la provincia.
Los electores perseguían a los notables del pueblo exigiéndoles la correspon-
diente paga por haber votado por tal o cual candidato.
—Págueme ya, taita curita. Yo hey butado por don Trauco. No pué me ofreció
usté.
—Tú vas a ser juez de primera nominación cuando gane el doctor Esaú Trauco.
Aguarda no más, hijito. Y si tanto apuras, te haré una misa de balde.
—Deme usté ya los cinco soles, don Lino. Yo hey butado por don Torrico.
—Cuando gane el doctor Crespín Torrico, tú vas a ser teniente gobernador.
Espera no más, cholito.
—Señor subprefecto, no olvide lo que me ha ofrecido usté.
—Sí, sí, voy a hacer que te devuelva tu chivo el escolástico.
El señor juez de primera instancia, prosopopéyicamente, declara abierto el
significativo acto del escrutinio electoral de la provincia.
Las ánforas, bien selladas algunas y otras con la punta de un sobre de cédulas
apareciendo, están en fila, en la mesa.
Los personeros de los candidatos rodean al juez, quien, por su largo chaqué
negro, parece el gran Zapirón de la fábula. Todos miran ávidamente las ánforas,
que hacen pensar en las latas de galletas o confites de las tiendas comerciales.
558 Sinti, el viborero

Un personero pide, como cuestión previa, que el escrutinio debería desarrollarse


limpiamente. El juez se “calienta” y expresa que él, honorable magistrado de la
Nación, no puede nunca hacer nada sucio.
El magro subprefecto permanece callado.
Gregorio Piñas vocifera insolencias en su caballo frente a la escuela. Sale un
guardia civil, y “El Quilla” se pierde por el río a todo galope.
Se va a abrir el ánfora perteneciente a Ovejía. Como se hace difícil destaparla,
el juez solicita una tenaza y un martillo. Corren a pedir esas herramientas a don
Eulalio Poclín, el único carpintero del pueblo.
Papel y lápiz en mano, los personeros esperan ansiosos el escrutinio. En la
casa contigua, despacho de la jefatura militar, cuya puerta que da a la sala donde
se realiza aquel acto se encuentra cerrada, los notables del lugar, sobre todo los
dirigentes políticos, están, asimismo, a la expectativa, oreja en la puerta con lápiz
y papel; algunos que no tienen papel buscan un sitio claro en la pared para anotar
las cifras del escrutinio. Se frotan las manos, toman copas. El señor cura es el más
entusiasta, da brincos en la habitación, haciendo revolar su terrosa sotana.
Destapan el ánfora. Religioso silencio domina la sala. El juez, con las mangas
del chaqué levantadas hasta los codos, saca los sobres del ánfora y los abre.
—Nulo, nulo, nulo —va diciendo con su peculiar voz ronca.
—¡Cómo!, ¿nulo, nulo, nulo? —observa alguien.
—Sí, señor —responde gallardamente el juez, irguiéndose por encima de la
mesa y enseñando las cédulas de cada sobre—. Vean… ¡Una mezcolanza!
La mayoría de los electores han metido en un solo sobre las cédulas de todos
los candidatos.
Las otras ánforas de la provincia, casi en su totalidad, dieron el mismo resul-
tado: votos viciados.
El escrutinio duró tres días, suspendiéndose y reabriéndose.
El último día llegó el ánfora del distrito de Sotochimba, la única que faltaba.
La condujeron el gobernador, el juez de Paz y dos alguaciles del lugar. Entraron
en la sala empapados por la lluvia torrencial que les cogió en el camino, con los
pantalones arremangados y los pies cubiertos de barro.
—Aquí está, ductor —dijo el gobernador al juez, entregándole el ánfora (sin
tapa, por cuya boca emergían los sobres de los votos), así como un envoltorio de
pañuelo colorado.
¿Era coca lo que en ese envoltorio regalaba gentilmente el señor gobernador
de Sotochimba al señor juez de primera instancia de la provincia? ¡No, eran votos!
El señor gobernador, como la cosa más natural del mundo, explicó ya que les fue
imposible colocar todos los votos en el ánfora, el sobrante lo traían envuelto en
ese pañuelo.
Todos pusieron cara de sumo asombro. Solo el magro subprefecto continuaba
tranquilo.
Francisco Izquierdo Ríos 559

Al anochecer llegó una denuncia, en el tenor de que el maestro del pueblo de


Cajaruro, el día del sufragio, conchabado con el presidente de la junta receptora,
se ocultó en la cámara secreta, para aleccionar a los votantes a favor de la lista de
sus candidatos.
El magro subprefecto, finalmente, ha roto su silencio, diciendo por ahí que “los
candidatos del Gobierno, con votos o sin votos, tienen que ganar. Todo se arregla
en Lima”. Por supuesto, uno de los triunfadores será el sempiterno diputado de
Ovejía, doctor Esaú Trauco.
Ovejía ha vuelto a ser lo que es, como un remanso donde se hubiera dormido
el tiempo. Los manifiestos con retratos de los candidatos pegados en las paredes
y las puertas se van borrando. Pero, en toda la provincia, después del período
concerniente, hay la importante novedad de un mayor aumento de niños venidos
al mundo.
560 Sinti, el viborero

Cuentecillos
A Francisco Bendezú

El ruido

C on la máquina de coser a cuestas, Abel Feijó y su familia llegaron a Loray


después de tres días continuos de viaje.
Era una máquina Singer.
El peón que la condujo sudó tinta. Hay que imaginarse lo que significa llevar
a la espalda una máquina de coser —delicado e informe aparato— a través de esos
caminos por laderas rocosas y dilatadas pendientes de la cordillera. Tanto que
el peón, una tarde lluviosa, se rodó con ella cierto trayecto de una bajada; esta,
felizmente, se encontraba cubierta de abundante pasto; si hubiera sido de piedras,
la máquina se habría hecho añicos, pese a hallarse envuelta en frazadas de lana y
encerados.
Llevaban esa máquina a Loray, porque la mujer necesitábala para coser la ropa
de sus hijos y la de los lugareños: trabajo este último con el cual pensaba ella
ayudar económicamente al hogar, sobre todo en lo que respecta a subsistencias,
pues los campesinos acostumbran pagar esa clase de menesteres con víveres. Y, por
otro lado, como iban a estar todo un año largo en Loray, donde Feijó era maestro
de escuela, no hubiera sido conveniente, por cierto, que la máquina se quedara en
su casa, en la ciudad de Vilcas, enmoheciéndose por falta de funcionamiento.
Loray es un pequeño pueblo de la Cordillera Oriental de los Andes del Perú, casi
en ceja de selva. En ese pueblo es difícil conseguir casa para alquilar: todas están
ocupadas por sus propietarios. Pero Feijó, suplicando aquí, suplicando allá, obtuvo
una, situada en las afueras; con el sacrificio de los dueños, pues estos, para hacerle
esa graciosa concesión, tuvieron que radicarse en el estrecho y chato terrado. Era,
como todas las del villorrio, una casa con techo de palma, incómoda, con una sala
y una cocina: tenía sí una espaciosa huerta colindante con un cerro de la cordillera
y sembrada la mitad de alfalfa y la otra mitad de durazneros y chirimoyos. La
familia se acomodó de cualquier manera en la sala, con camas, máquina de coser,
dos sillas y una mesa burda, la que servía, tanto para planchar como para escribir.
Muebles y objetos que, cuando llovía, tenían que trasladarlos de un sitio a otro, en
Francisco Izquierdo Ríos 561

busca de un lugar seco; pues, por los agujeros del techo y del terrado introducíase
el agua en la sala, formando verdaderas chorreras en las paredes —como aquellas
que se ven en algunos cerros— y lagunas en el piso quebrado y desigual.
Una noche de luna se hallaban todos en la sala, a puerta cerrada y a la luz de
una lámpara tubular a querosene. Abel leía, acostado en la cama; su mujer, al filo
de ella, tejía; su hermana, en la suya, bordaba, y sus dos pequeños hijos dormían
en otra. El silencio era profundo. De cuando en cuando, por los resquicios de las
paredes, entraban en la sala soplos de viento con aroma de árboles. Afuera todo era
luna, esa linda luna de los pueblos peruanos.
Serían las ocho, cuando inesperadamente oyeron un ruido peculiarísimo.
Luego desapareció. Pero, después de algunos segundos volvió a producirse, para
callarse de nuevo. Y así sucesivamente. Era un ruido extraño que resonaba, que
llenaba el ámbito de la sala.
Todos, como es natural, se miraron sorprendidos. Feijó se levantó. Recorrió
la habitación; hurgó los rincones; pero no encontró bicho alguno que pudiera
ser causante de ese ruido. Sin embargo, este seguía produciéndose a intervalos
matemáticos. Por instantes les parecía como que era afuera, en el corredor o en la
gruesa aldaba de la puerta.
Feijó salió a investigar. Su mujer y su hermana le gritaron desde la sala:
—¡Allí es, Abel; allí, afuera!
Y a él, en cambio, le pareció que era adentro, en la sala.
Les iba ganando el miedo. Feijó y su hermana estaban ya con sendos palos
en las manos; su mujer se situó junto a los niños, a quienes había despertado.
Se miraban como exigiéndose mutua explicación de aquel fenómeno insólito,
sin lograr otra respuesta que la incertidumbre y aun el terror ya reflejado en sus
rostros.
La situación era embarazosa y precipitábase a una crisis. Todos habían salido
al patio, desde donde oían el ruido misterioso en la sala. Las mujeres y los niños
temblaban. Y Feijó hasta tenía la intención de llamar en su ayuda al vecino
próximo, un libanés que sabe Dios cómo fue a dar por esas tierras; los dueños de
casa, que vivían en el terrado, estaban ausentes.
Pero de pronto, a la hermana de Feijó se le ocurrió examinar la máquina de
coser; apenas alzó la tapa, salió del cóncavo interior de la máquina un diminuto
ratón que con una vivacidad y velocidad extraordinarias ganó la puerta y se perdió
por un sector penumbroso del patio.
Y, como por arte de magia, cesó el ruido.
Ese ratón, que sabe el diablo cómo entraría en la máquina, al tratar de salir, ras-
caba la fina madera de la caja, resonante como la de un violín, motivo por el cual el
ruido inundaba la sala como rumor de lluvia menuda, dificultando su ubicación.
Los Feijó arrojaron los palos. Se miraron avergonzados. Y sin decirse palabra,
se metieron en las camas.
562 Sinti, el viborero

Doña Margarita, sus rosas y el duende

E n un rincón del patio de la casa, junto al cerco de piedras de la huerta y


bajo la sombra de un limonero, doña Margarita Chuquimez tiene un rosal
de rosas blancas.
Cuando florece ese rosal toda la poesía del ámbito se recoge, pudorosa, trémula,
en aquel rincón. Parece como que el alba, que tiembla en la crestería desigual de
los Andes, hubiérase refugiado allí o como que el río cercano hubiese enviado a
doña Margarita la ofrenda de sus espumas.
Ese rosal es el orgullo de doña Margarita. Y con razón, porque en el pueblo
nadie tiene rosas tan blancas y puras.
Cuando doña Margarita está de buen humor, regala una o dos de esas flores
a la señorita preceptora, a la mujer del subprefecto o del alcalde, y a nadie más,
porque son para adornar el nicho de la Santísima Virgen, en la iglesia.
Cuando barre el patio o teje un poncho o una manta bajo un chirimoyo, mira
de rato en rato, plena de satisfacción, su blanco rosal. Para ella es un gran placer,
el placer supremo que goza el autor al contemplar la obra que ha hecho, porque
aquel rosal es obra de doña Margarita. Le prodiga un cuidado amoroso, entrañable.
Entre todas sus ocupaciones, la conservación de ese rosal es, indudablemente, una
de las fundamentales y, por cierto, de honda belleza. No permite que se pose en él
ninguna loca mariposa, ningún gorrión de patitas sucias o que una araña haga su
tela; para eso está la pequeña Asunción, su hija, centinela adorable.
Pero, de poco acá, doña Margarita viene notando que desaparecen algunas
rosas. Se acuesta, por las noches, luego de contarlas, pero he ahí que al amanecer
se da con la desagradable sorpresa de que faltan una, dos, hasta tres. Se siente
confusa; cree que los traviesos hijos del vecino le roban las flores y quizá —¿por
qué no?— la misma Asunción, para regalar a sus amigas.
—¡Es una lisura que se pierdan mis rosas, que me las roben, porque son para
la Virgen! —habla, en voz alta y con enfado, doña Margarita en el patio.
Francisco Izquierdo Ríos 563

—Mamá, mamá —de pronto exclama, como en sueños, Asunción, que está
sentada en una piedra, en la misma línea de la gotera de la casa—. El rosal se
mueve… ¡El duende, mamá! ¡El duende! Acaba de correr con una rosa en la mano.
Es un niñito desnudo y cojo. Se ha metido en el alfalfar. Yo lo he visto. Yo lo he
visto.
Doña Margarita y Asunción miran en dirección de la huerta y aquella solo
alcanza a ver una ligera ondulación en el apretado mar del alfalfa, como producida
por alguien que huye, mientras la penumbra del anochecer, moteada de luna,
como un manto maravilloso cubre ya la tierra.
—El duende está robando mis rosas, el duende… —murmura apenas doña
Margarita, también como en sueños.
564 Sinti, el viborero

El señor cura de la jalca

E n los pequeños bosques de los caminos de la Cordillera Oriental del Perú


vive el quien quien, pájaro de plumaje verde azulado en las alas y amarillo
en el pecho. En su canto parece que dijera “¿Quién quién?”, circunstancia
de la cual se origina su nombre. Tiene, asimismo; la particularidad de proferir, en
seguida, un insolente “Psssshhhh…”.
Muchos viajeros que no conocen aquel pájaro creen que es algún cristiano o
un ser fantástico quien les pregunta su nombre y luego se burla de ellos.
Bueno, ese es el caso que le sucedió al señor cura de La Jalca, reverendo Apolón
Tuesta, cuando una mañana neblinosa estaba yendo de ese pueblo a otro en afanes
de su ministerio. No hacía mucho que Apolón había recibido en la ciudad de Orco
su sacerdocio y fue destinado inmediatamente a la parroquia de La Jalca, remoto
lugar de la cordillera. El ambiente cubierto de niebla, frígido y soledoso, influía en
su personalidad, deprimiendo su ánimo; además, la parroquia no le era favorable
económicamente.
El curita Apolón no estaba contento en La Jalca. En las noches de luna, cuando
desde la puerta de su vieja morada contemplaba a la pálida gitana de los cielos, sus
ojos se llenaban de gruesos lagrimones.
Con esa clase de espíritu, afectado mucho más por el paisaje de aquella mañana
sombría, iba el cura Apolón por el camino, jinete en una mula ni muy gorda, ni
muy flaca, con un aludo sombrero de paja, un gran poncho cordellate que ocultaba
completamente su sotana; iba ensimismado en sus pensamientos, engolfado en
sus tristezas, al distraído paso de su mula —la que, conociendo el desgano de su
amo, caminaba engullendo a gusto porciones de hierba de aquí y de allá—, cuando
de pronto, oyó que desde un tupido bosquecillo preguntaban:
—¿Quién, quién?
El curita, atolondradamente, contestó:
—¡Yo soy el señor cura de La Jalca! —y paró su mula. Luego, para remate de males,
brotó del mismo bosquecillo, como un chorro, el despectivo— ; Psssshhhh…
Francisco Izquierdo Ríos 565

El curita Apolón creyó que alguien estaba burlándose de él. Desmontó, se puso
a observar el bosquecillo y descubrió, con gran sorpresa, que era un pájaro que
así hablaba; el lindo quién quién. Entonces, el señor cura, cogiendo a su mula
de la rienda, se sentó en una piedra del camino y rompió a llorar amargamente,
convencido de que hasta los pájaros le menospreciaban en este mundo.
566 Sinti, el viborero

El rebelde

A cababa de llover, cuando Néstor Domínguez desmontaba en la puerta de su


casa, ayudado por el arriero y un “colono” de su familia que fue a esperarlo
en Cajamarca. Néstor regresaba de Lima.
Regresaba enfermo, todo arropado, con poncho de aguas, bufanda. Su madre
lo besó y con el “colono” le condujo al cuarto que le tenía preparado; en realidad,
su antiguo cuarto. Néstor estaba tan mal que no podía mantenerse firme,
agravado más por el largo viaje a caballo; no había, por ese tiempo, modernas vías
de comunicación a Baloa. Al sentarse en el sillón tosió.
—No es nada, madre —dijo.
Y ella, la madre, luego de encender la lámpara tubular a querosene, salió del
cuarto, ocultando sus lágrimas, para volver en seguida.
Los demás parientes y la servidumbre estaban apesadumbrados. En toda la
casona reinaba la aflicción. Afuera, en la calle, dentro del anochecer todavía húme-
do de la lluvia recién ida, algunos vecinos también se mostraban inquietos por la
llegada, en esa condición, del hijo de la ricachona doña Natalia.
Néstor, después de muchos años de ausencia, se encontraba nuevamente en
su casa, con su familia feudal, la más acaudalada de la ciudad serrana de Baloa, con
cuatro haciendas. Su padre, don Manuel Domínguez, un severo anciano, murió
hacía dos años, con la afección cardíaca que padecía, pero, según murmuraban,
precipitada por la conducta de Néstor, el hijo descarriado. Quedaban su madre,
doña Natalia, sus hermanos Rosalba y Absalón, el mayor, al frente, ahora, de las
numerosas propiedades de la rancia familia.
En la penumbrosa mansión había un oratorio, y en las cuatro haciendas, ca-
pillas y cárceles. “La iglesia y la explotación siempre unidas en el tiempo”, pensaba
Néstor. Además, cada habitación tenía su imagen santa. En el cuarto de Néstor
había, en la pared, el cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro, y en una mesita
junto a su cama un crucifijo de marfil, con un ramo de azucenas primorosas que
se producían en una de las haciendas.
Francisco Izquierdo Ríos 567

—¡Cristo! —se decía Néstor—. Yo estoy con el Cristo que arrojó a latigazos a
los mercaderes del templo. Pero no con el Cristo que ofrecía la otra mejilla para
otra bofetada. No, con el Cristo manso que se dejó crucificar; el Cristo con que se
hizo tanto daño a la humanidad. Con este Cristo renegrido, tumefacto. ¡Vencido!
¡Muerto! —concluyó, mirando el crucifijo de la mesita.
Su infancia y adolescencia transcurrieron en ese ambiente, con repiques de
campanas, íconos, rezos y frailes, la soberbia de su familia y la humillación de los
“colonos”, verdaderos esclavos de las haciendas. Pero en Lima, en la universidad,
abrió los ojos y se rebeló contra todo ese oscuro mundo.
El médico de la familia estaba junto a él desde el momento que llegó. Néstor
se dejó examinar pacientemente por el viejo galeno, quien comprobó que el joven
afrontaba una tisis en último grado, tal como escribiera de Lima el hermano de
doña Natalia, contralmirante de la Marina del país, y a cuya influencia se debía la
salida de Néstor de la isla penal El Frontón, y su regreso a Baloa. El contralmirante
no quería gestionar la libertad de su sobrino, por el riesgo, principalmente, de
comprometer su elevada jerarquía militar y posición en el Gobierno, pero lo hizo a
tanto ruego, a través de cartas, de su hermana. Ya, anteriormente, había intervenido
a favor de Néstor, cuando estuvo preso en la Penitenciaría y otras cárceles.
—¡Que se pudra, ahora, en el Frontón esta oveja negra de la familia! —había
dicho, iracundo, el contralmirante. —¡Hazlo por Natalia, por Natalia! —le suplicó
su mujer.
El “colono” Julián Pilco informó a doña Natalia sobre el penoso viaje de
Cajamarca a Baloa, que el “niño” tenía fiebre y escupía sangre, pero que, a pesar
de su enfermedad el “señorito” le hablaba en el camino y en las posadas, con
entusiasmo, de cosas que él casi no entendía, acerca de la libertad del hombre;
de un mundo donde debe existir la justicia para todos. Aun le había prohibido
que le llamase “niño” o “señorito”. “Dime simplemente, Néstor o don Néstor”,le
había exigido. Para doña Natalia tampoco resultaban nuevas las ideas tremendas
de su hijo, pues su hermano, el contralmirante de Marina, les había escrito a ella
y a don Manuel detalladamente sobre lo que ocurría con Néstor. Ella consideraba
una inmensa desgracia la enfermedad y las ideas de su hijo, enfermedad que,
precisamente, le vino a consecuencia de esas “ideas diabólicas”.
A las primeras luces del nuevo día, Néstor sonrió al ver por la ventana su
huerta, con flores, nogales, chirimoyos y durazneros, poblados de gorriones
cantores y otras avecillas.
—Voy a morir —decía, aspirando el aire matinal—, pero después de haber
peleado por una humanidad mejor.
—¡Néstor! —entró doña Natalia, que se mantuvo oculta toda la noche afuera,
al lado de la puerta del cuarto de su hijo, en un sofá.
—¡Madre!
—¿Cómo te sientes?
—Junto a ti, mejor, madre.
568 Sinti, el viborero

Y la madre calló, con el rostro florecido de desvelo y tristeza.


—Lo lamento por ti, madrecita —habló Néstor, después de un difícil silencio.
—El padre Pablo quiere conversar contigo.
—¿Vive todavía el padre Pablo?
—Vendrá hoy.
—Madre, todos tenemos que morir. ¿No es así? Tarde o temprano. Pues yo voy
a morir temprano. Dentro de poco tiempo. Ha sido preferible que sucediera junto
a ti, que en lugares distantes.
Tosió y su pañuelo se manchó de sangre.
—No hables, hijo. Te hace daño —y le hizo sentar en la cama, acomodándole
almohadones para que reposara.
—Madre, tú me has perdonado. Y sé que tu corazón está conmigo. ¡Eso me
basta! Solo quiero pedirte que cuando muera me entierren en la huerta de esta
casa o en el campo de una de las haciendas. No en el suntuoso mausoleo de la
familia ¡No! Quiero aún que mi cuerpo ayude a hacer brotar vida, una flor, un
árbol o sencillamente el pasto verde. Quiero ser útil aun después de muerto.
Luego habló en tono más confidencial:
—¿Sabes, madre? No hay otro reino para los muertos. No hay “más allá”. Todo
termina aquí, madrecita. Mientras uno viva debe procurar mejorar este único
mundo del hombre. Enterradme, madre, en el campo.
Doña Natalia salió a traerle agua para que se afeitara y tomase el desayuno en
seguida. Había decidido no discutir ni contradecir a su hijo.
—¡Pobre madre! ¡Pobre mujer! —expresó Néstor, tosiendo nuevamente.
El padre Pablo, de nacionalidad española, muy anciano ya, con más de cuarenta
años de residencia en Baloa, era el sacerdote particular de la familia Domínguez.
—Padre —le dijo Néstor—, yo le respeto a usted como hombre, como amigo,
por sus canas; pero no me hable de la justicia de Dios, de su misericordia infinita,
del mundo que nos espera después de muertos. La justicia de Dios resulta
injusticia , porque siempre está con los poderosos, con los malvados. He cambiado
totalmente, padre. Ya no soy el chiquillo a quien hacía usted confesar y comulgar
sin necesidad alguna, a quien atemorizaba usted con el diablo, el infierno y otras
fábulas.
El padre Pablo escuchaba asombrado, Néstor proseguía:
—Creo en la humanidad. En el hombre. En el destino del hombre en este
mundo, al cual, sí, hay que mejorarlo, transformarlo, para que no haya en él
humillados y ofendidos. Para hacer desaparecer a los ladrones y asesinos de
la pobre gente. El único mundo que existe para nosotros es este que pisamos,
padre. Estoy seguro de que si Cristo resucitara, ustedes, lo harían encarcelar y
crucificar.
Francisco Izquierdo Ríos 569

—¡Basta! —exclamó el padre Pablo, levantándose de la silla y abandonando el


cuarto.
Néstor se encogió de hombros, diciéndose:
—¡Estoy resuelto a cantarles las verdades a todos estos fariseos. Por lo menos,
así, moriré tranquilo—.
El padre Pablo se fue directamente donde doña Natalia, a quien le expresó
exaltado:
—¡Tu hijo (el sacerdote tuteaba a toda la familia Domínguez) es el mismo
demonio! La Iglesia no tiene ya nada que hacer con él —y salió de la mansión
rápidamente.
En los días sucesivos, Néstor iba recibiendo la visita de todos sus parientes.
Entre ellos, de sus ancianas tías Amelia, Luz, Trinidad, con escapularios, estampas
sagradas, suma esencia del fanatismo católico.
Una tarde nublada entró en el cuarto su hermano Absalón, con traje de montar,
polainas, espuelas y un foete en la mano: este, en el fondo, no deseaba encontrarse
con Néstor.
—¡Hola! —le dijo—. ¿Con que está aquí ya el gran reformador de la humani-
dad?
—¡No me hables de este modo!
—¿Por qué? Has de saber que tú eres el causante de todos los pesares que afligen
a esta casa, a nuestra familia. Tú has matado a papá. El viejo no pudo resistir más
tus aventuras descabelladas. Mamá también será, es ya, una víctima tuya.
Néstor permanecía en silencio.
—¿Por qué no estudiaste? ¿Por qué no te recibiste de abogado, como querían
nuestros padres?
—Absalón, respeta, por lo menos, que estoy enfermo.
—Ojalá te murieras hoy mismo. Tú no tienes derecho a vivir. Eres un frustrado
¡No sirves para nada!
—¡Calla, ignorante! Te pido que salgas inmediatamente de aquí. Explotador y
martirizador de los humildes. ¡Fuera!
Rosalba, ante la violencia que sobrepasaba el cuarto, entró. La madre no tuvo
valor para hacerlo.
—Absalón —le dijo Rosalba—, conviene que te retires. Néstor está muy enfermo.
Hazlo también por nuestra madre.
Absalón Domínguez salió del cuarto, con un profundo desprecio y el férreo
ruido de sus espuelas.
—Rosalba —le dijo suavemente Néstor—. Es justo que Absalón reaccione así. Es
un hombre con otra mentalidad.
570 Sinti, el viborero

Y se acostó, agotado y más febril, Rosalba le dio la medicina que le correspondía.


Le atacó una crisis peligrosa. Mucha fiebre y más esputos con sangre. Su tos era
seca como el crujido de los maderos de una vieja armazón al golpe del viento.
Néstor Domínguez Saldaña, adolescente aún, partió a Lima, a estudiar en
la Universidad de San Marcos. Ingresó sin dificultades en la Facultad de Letras,
para luego seguir Derecho; ya estaba cursando el segundo año de esta Facultad. Al
igual que la mayoría de los jóvenes universitarios sintió la necesidad imperiosa
de conseguir la reforma de su propio claustro anquilosado, y luego, en un plano
general, un mejor porvenir para el país y la humanidad. Mediante sus lecturas y
la exacta visión de la realidad, tomó clara conciencia de que el mundo estaba mal
constituido: por un lado, riquezas deslumbrantes, y por otro, negra miseria. Una
clase opresora y otra esclavizada. Su misma casa era un ejemplo de esa situación
infamante. Una familia prepotente viviendo, en el transcurso del tiempo, a
costa de seres infelices, en todas partes del mundo los hombres luchan por sus
más elementales derechos, mueren peleando. Y son los jóvenes, sobre todo, los
responsables del futuro.
Terminó convencido de que el socialismo era la doctrina política salvadora de
la humanidad; la única que puede cambiar la injusta estructura de esta, en bien
de todos los hombres. Néstor Domínguez puso, entonces, su juventud al servicio
del ideal de una humanidad nueva.
En una ocasión, cuando un piquete militar abaleó desde el Parque de la
Universidad de San Marcos, para desalojar a los estudiantes que se habían
apoderado de las aulas en protesta porque las esferas oficiales pertinentes no les
atendían en sus repetidas solicitudes de reforma, Néstor Domínguez y centenares
de sus camaradas, que se batieron bravamente con piedras y palos, a falta de
armas, fueron apresados y conducidos a la cárcel a culatazos y golpes de vara en
las espaldas. Domínguez aún tenía el traje manchado de sangre, pues con arrojo
temerario, en medio de la metralla, recogió a un compañero herido de muerte y le
condujo, todavía con vida, en los brazos a un rincón del Patrio de Letras.
En la cárcel sufrieron torturas, vejámenes, además de hambre. Después de
muchos días, ante los bulliciosos mítines de reclamo de sus compañeros, fueron
puestos en libertad la mayoría de los detenidos; entre los que se quedaron en
la prisión estaba Néstor Domínguez, con quien se había ensañado más la
policía. Medió su tío, el contralmirante de marina, sin que Néstor lo pidiera. El
contralmirante increpó con rudeza al joven rebelde, quien se salió bruscamente de
la casa de su encumbrado pariente y no volvió más a ella.
Era secretario de defensa de la Federación Universitaria de San Marcos. En
una manifestación pública de estudiantes y obreros unidos convocada por la
Federación para protestar contra la invasión militar de sus elecciones presidenciales,
que significaba una intromisión descarada en la vida autónoma de los pueblos,
fue nuevamente tomado preso después de una refriega con la policía; refriega
que alcanzó su máxima virulencia en la pedrea al local de la embajada del país
agresor. Néstor se encontraba completamente empapado en agua lanzada por
Francisco Izquierdo Ríos 571

el carro rompe manifestaciones, y con los ojos ardientes a causa de las bombas
lacrimógenas; incluso había cogido una de estas bombas y arrojándola contra la
misma policía… lo atraparon en la Plaza San Martín y lo condujeron a garrotazos a
una de las tantas cárceles. La Federación de Estudiantes pidió su libertad, así como
la de otros que cayeron en la brega; pero no fue oída por el Gobierno. Lo iban a
someter a juicio militar, intercedió su tío, el contralmirante.
Acusado de tomar parte en un complot subversivo contra el Régimen, fue cogido
otra vez una noche por la policía. Lo llevaron al Frontón, terrible isla penal frente al
Callao. Le sorprendieron durmiendo en su cuarto de pensión, de donde lo sacaron
a empellones, después de apoderarse de todos sus libros —La Biblia, Shakespeare,
Marx, Cervantes, Engels, Mariátegui, Heine, Gorki, Lenin, González Prada, Trotzki,
Stalin, Chejóv— y de otros objetos de uso personal, hasta su ropa. En el Muelle
de Guerra embarcaron a los presos en una lancha rumbo al Frontón, cuyas luces
parecían lágrimas por entre la madrugada invernal y sobre el mar convulso. Néstor
Domínguez aquí fue casi liquidado. Lo encerraban en una estrecha cueva, hueco
más que cueva, llamada “La Lobera”, donde el mar entraba en el flujo, cubriéndolo
hasta el cuello, varias veces padeció este martirio sin nombre, su organismo estaba
ya deshecho y comenzó a toser y a escupir sangre. A muchos tísicos les sacaron de la
isla a los calabozos de la Fortaleza del Real Felipe en el Callao, menos a él. Hasta que
una mañana recibió la sorpresa de la visita de su tía, la mujer del contralmirante;
ella no pudo contenerse y sollozó abrazándolo:
—¡Tu madre, muchacho! —le dijo la buena señora—, ¡Natalia!
Después de superada la crisis que le aquejó a raíz de la tormentosa discusión
con su hermano, Néstor aceptó la sugerencia de su madre de trasladarse a una de
las haciendas, pero con la condición de no encontrarse con Absalón.
—Allí, el ámbito más puro te hará bien —le dijo doña Natalia, acariciándole la
calenturienta cabeza con la ternura que solo una madre puede dar.
Desde su habitación, Néstor veía, por las ventanas, el anchuroso pasto verde
con el ganado disperso; por el río, los bosques de eucaliptos y nogales; más allá,
las silenciosas montañas de la Cordillera de los Andes, con sus faldas oscuras de
vegetación. Se sentía reconfortado con la contemplación de la naturaleza. A veces se
sentaba a la puerta, cuando el sol brillaba esplendorosamente. Leía, también libros
de poesía: Rubén Darío, Walt Withman, Antonio Machado, García Lorca, César
Vallejo, Pablo Neruda, que los llevaba un amigo, compañero de generación y de
estudios, que había regresado de Lima a Baloa a ejercer su profesión de abogado.
—Ven siempre, viejo. No me abandones —le pedía Néstor.
Y el buen amigo iba frecuentemente a visitarlo. En una de esas ocasiones pasó
frente a ellos Absalón, cargado en andas por los indios de la hacienda, como un
santo.
—¡Qué horror! —exclamó Néstor, tapándose los ojos con las manos— ¡Qué
horror!
—¡Sí, hombre! En pleno siglo XX.
572 Sinti, el viborero

—Lo hace por provocarme, mi querido viejo. ¡Por provocarme!


Y le sobrevino un terrible acceso, con profusa hemorragia por la boca.
—¡Llama a mi madre! —le rogó al amigo—. De esta ya no me escapo. Antes,
quiero suplicarte, viejo, que me entierren en el campo de la hacienda; ya se lo dije
a mi madre… en el campo… Pronto, hermano. Pronto.
Al poco rato estuvo allí doña Natalia.
—Estoy acabándome, madre —le dijo Néstor, ya con la voz muy apagada,
cogiéndole de la mano—. Vendrá un mundo mejor, madre, una humanidad nueva
—lanzó un profundo suspiro, y sus ojos se cerraron definitivamente.
Los estudiantes del colegio de educación secundaria de la ciudad acudieron
en masa a rendirle póstumo homenaje, provocando la intervención de la policía.
Pero doña Natalia consiguió del prefecto, amigo de la familia, que suspendiera
cualquier acto de fuerza. La policía solo se concretó a cuidar el retorno de los
jóvenes a la cercana ciudad.
Ahora, después de muchos años, en la hacienda, en una parcela próxima al
río turbulento, donde fue enterrado Néstor Domínguez Saldaña, se levanta un
vigoroso nogal, en cuya fronda cantan todos los días un montón de pajarillos.
Francisco Izquierdo Ríos 573

Yermo
A Alfredo Rocha Zegarra

L uciano Robles, el trotamundos, ascendía penosamente la montaña hacia la


casa del asiento minero de “Curiurco”. Por entre los copos de nieve, golpeados
por el viento, se divisaba la casa de paja en la cumbre, junto a las nubes.
Robles era pintor, y en ese afán recorría todos los caminos y pueblos del Perú.
Bueno, no solo era pintor, sino un “todo lo sabe”; tanto que sobre sus anchas
espaldas llevaba un bandoneón y en su alforja hasta un libro de Confucio.
Esta vez caminaba por el altiplano puneño, tierra frígida y hosca, cubierta
generalmente de áspera hierba amarilla, con la escultural presencia, de cuando
en cuando, de una llama o una vicuña. Robles tocó la puerta de la casa solitaria,
azotada por el viento y la nieve. Volvió a tocar. Se abrió la puerta, con el rostro
malhumorado de un hombre.
—¿Qué desea?
—Alojamiento, señor.
—No tenemos espacio en esta casa.
—Señor, le ruego acogerme.
Seguía nevando, aun en la acera. La noche estaba próxima. No había otra casa
en todo el páramo.
—¿Y quién es usted?
—Soy pintor. Viajo por todo el Perú, retratándolo. Cargo este bandoneón para
alegrarme y alegrar también al prójimo. Me gusta hacer bailar a la gente.
El dueño iba a cerrar la puerta, pero, de repente, dijo:
—Pase… Acomódese en ese corredor.
En el patio empedrado caía la nieve; el viento metíala hasta la mitad del
corredor y estrellábala afuera, asimismo, contra las paredes de piedra de la casa.
574 Sinti, el viborero

Un perrazo, como un puma, se acercó gruñendo a Robles.


—¡Cuidado, Cholón! —gritó el dueño.
—No se preocupe. Los animales también son mis amigos —le dijo el extraño
huésped, a la vez que dedicaba palabras cariñosas a Cholón, el cual, en efecto,
se amansó, dirigiéndose con el forastero a un ángulo del corredor, donde este se
acurrucó, abrigándose como pudo con su poncho, forro de lana, con su propio
bandoneón, el perrazo se sentó junto a él.
—¡Vaya! —dijo Robles—. Tengo un amigo en esta casa. ¿No es así mi querido
Cholón?
Y el perro lo miraba, como asistiendo.
Robles no perdía de vista al dueño, que paseaba nervioso en la habitación
aledaña, también muy abrigado y con botas; un hombre corpulento, igual que el
pintor.
De pronto, Robles escuchó quejidos de mujer.
En esto sonaron fuertes golpes en la puerta. El dueño fue corriendo a abrir.
El recién llegado, un mocetón con copos de nieve en el poncho y el gorro, entró
halando su caballo también espolvoreado de nieve; hablaba atropelladamente,
aureolada la boca de denso vapor.
—¡Demonia de vieja! ¡Enfermarse en este momento! —exclamó, colérico, el
dueño de casa.
—Está, pues, con neumonía, tío. Le ha dado la nevada cuando regresaba del
pueblo de Ashón… —recalcó el mozo, soltando el caballo en el corredor.
—¡Y ahora qué vamos a hacer nosotros, Clodo! ¡Qué vamos a hacer, mucha-
cho!
Los quejidos de la mujer se escuchaban más continuos y más acentuados.
—¡Pobre mi tía! —dijo el mocetón Clodo, encaminándose al cuarto donde se
encontraba ella.
El dueño de casa ordenó a la cocinera que preparara infusión de manzanilla y se
la diera a la señora. Él encendió la lámpara tubular a querosene sobre la mesa, cogió
una botella de aguardiente de la alacena y comenzó a beber desesperadamente.
La mujer sollozaba ya.
Robles se levantó y le dijo al dueño de casa:
—Señor, ¿le sucede algo?
—¿Quiere un trago?
—No, señor. Yo no bebo. Tal vez puedo serle útil. ¿Qué le pasa?
—Mi mujer está por dar a luz. ¿Ya sabe? ¡Por dar a luz! La comadrona que
vive de aquí a dos leguas, está con neumonía, y no puede venir. ¡Vieja hechicera,
enfermarse todavía en el momento que se la necesita!
Francisco Izquierdo Ríos 575

—Yo entiendo de partos, señor.


—¿No es usted pintor?
—Sí, pero sé también otras cosas. La vida me ha enseñado mucho.
Y le contó que él había sido ayudante casual de un médico tocólogo en Lima.
Cholón empezó a aullar con el rostro hacia la nieve que caía en el patio,
erizando de más angustia el ambiente.
—Cholón, ¡déjate de niñerías! —le conminó Robles, cogiéndolo afectuosamente
por el pescuezo—. ¿Ponerse a llorar a estas horas?
La tempestad sonaba espantosamente en el páramo y alrededor de la casa.
En la oscuridad del corredor los ojos del caballo reflejaban apenas la luz de la
lámpara.
El dueño llevó a Robles al cuarto donde estaba la parturienta. El pintor tenía
termómetro y permanganato; mezcló esta sustancia con aguardiente, a falta de
alcohol. Y, después de una hora, en medio de la tormenta, se oyó el diáfano llanto
de un niño. Todo se había realizado satisfactoriamente.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó al artista, el dueño de casa, ya muy
borracho—. ¿Cómo se llama?
—Luciano Robles.
—¡Pues ese niño se llamará Luciano! Y usted es mi compadre desde este
momento. ¡Mi compadre! Bautizaremos al niño en la iglesia de Ashón. ¡Hurra!
¡Hurra! Yo me llamo Salustio Ancco, capataz del asiento minero de Curiurco.
Usted, compadre, se irá de aquí cuando quiera. Pintará usted el retrato de este su
feo compadre, de su comadre, de su ahijado, de los mineros del páramo. Yo le daré
oro, lana de vicuña. Toque su bandoneón, compadre, toque su bandoneón. Pero
antes, tomaremos un trago.
—Le acepto, para calentar la sangre.
Luego, Robles arrancó a su bandoneón los más bellos huainos del pueblo
peruano, mientras el padre del niño recién nacido al mundo bailaba con una
pasión sin límites, como la propia tormenta desatada esa noche sobre la yerma
cumbre de la montaña.
Izquierdo Ríos, Francisco
1978 Voyá. Lima: Editora y Distribuidora Lima S. A.
Bosque

J ulio Chope entró en el bosque seguro de realizar una buena caza. Así prometió
a su mujer y seis pequeños hijos, al salir del tambo, en la orilla de un riachuelo
murmurador, donde vivían.
Abundaban puercos y vacas del monte, jabalíes, aves... También tigres y ví-
boras; de estos últimos había que cuidarse, igualmente de las huanganas, ya que
estos jabalíes, en sus impetuosos recorridos masivos, atacan y despedazan con sus
fuertes pezuñas y colmillos al hombre, a todo animal que sorprenden, embistien-
do aun a los árboles en que se han refugiado cazadores.
Asomaba el sol. Algunos de sus rayos atravesaban los boscajes haciendo brillar
las gotas de rocío, iluminando las hojas de palmeras tiernas como pestañas de
bellas mujeres; de repente, por allí brotaba la clara melodía del pájaro flautista.
Chope anduvo, anduvo, sin encontrar algo importante de ser cazado. Solo
veía, mariposas, saltamontes, avecillas, o serpientes que corrían por la espesura
coleteando. No se asombró mucho de ese fenómeno, pues recordó que el
bosque, a veces, se presenta así, y continuó andando entre la muchedumbre
de árboles, en varias direcciones; gran conocedor de la Selva, no tenía miedo de
desorientarse. Iba, con paso cauteloso, los ojos de lince y los oídos atentos. Ante
un suave movimiento de hojas o cualquier ruido, alistaba, ahí mismo, la escopeta,
pero era nada. “Ya será mediodía”, calculó no con el sol, porque este no entraba
plenamente en la tupida vegetación, sino por el tiempo transcurrido. Y sintió sed
y hambre. Cerca no había ni árboles con frutos comestibles. Mas, escudriñando
en torno, descubrió la yacuhuasca, “la soga que brinda agua”; cortó esta soga con
su machete, y un chorrito limpio salió del rojo corazón de ella. Chope la embocó
y bebió ansioso.
—Tal vez por la tarde encuentre una buena pieza —se dijo, reanudando su
pesquisa por el bosque. Acá, hurgaba en el ámbito penumbroso de las aletas, como
paredes, de grandes árboles, creyendo hallar perdices, añujes, o bien perseguía el
olor a cebolla que de pronto le parecía notar, de los sajinos, pero, al final, ¡nada!
580 Voyá

Se sentó en un viejo tronco caído. Quiso fumar, pero no tenía tabaco.


—¡Otro día me desquitaré! —exclamó resignado y enrumbó hacia su tambo.
Y ya, al atardecer, en una parte muy sombría del bosque, herida por áurea franja
de sol, vio muchos perezosos abrazados a las ramas de árboles gigantescos; esos
lanudos animales, llamados también pelejos en la Selva, sumergidos en un sueño
oceánico, pues pasan el tiempo durmiendo, al extremo que, según el pueblo, ni
siquiera se preocupan por buscar alimento, esperando que, por la maduración,
caigan en sus bocas los frutos de los árboles donde viven.
—Me llevaré uno de estos desabridos pelejos —se dijo Chope—. ¡Qué más da!
De todos modos es comida —y apuntó el arma. Era una peleja que, sentada en el
árbol, tenía un tierno hijo apretado a su pecho con el brazo izquierdo, y con el
brazo derecho se tapó los ojos casi humanos, llenos de terror, como diciendo al
cazador: “¡Qué vas a hacer!”.
Y Julio Chope bajó el arma, avergonzado...
Francisco Izquierdo Ríos 581

Las Lomas de Lachay

L ejos ya de la órbita maravillosa de las Lomas de Lachay, metido otra vez en


el dédalo de las preocupaciones cotidianas y el trajín agobiante de la urbe,
uno tiene la sensación de haber vivido un sueño o la aventura de un cuento
de hadas, y en el alma tiembla un deseo, el deseo de retornar al paraje mágico, de
volver a recibir el efluvio confortante de sus flores, de sus árboles, de su tierra, de
su bruma, de la melodía de millares de gorriones. ¡Ah, gorriones para cantar todo
el día!
¿Pero es cierto que existen las Lomas de Lachay? ¿No parece más bien el
nombre de un poema, de una novela, de un cuento? Efectivamente, las Lomas de
Lachay me evocan un cuento del gran poeta atormentado de “El cuervo”, Edgar
Allan Poe, uno de sus cuentos cuyo título no recuerdo, pero sí la atmósfera, el
ambiente que lo informa, con flores, soledad, bruma, misterio, como las Lomas
de Lachay.
¿Y Van Gogh? También se piensa en los cuadros de Van Gogh ante las Lomas
de Lachay.
—¿Usted vive aquí?
—Sí, señor.
—¿Qué tiempo?
—Diecisiete años.
Es Abel Monteza quien nos responde; bajado de la Sierra, vive en las Lomas de
Lachay como guardián forestal.
Bueno, ante todo es del caso saber dónde, en qué país se hallan las Lomas de
Lachay: están en Perú, cerca de Lima, entre Chancay y Huacho. Pertenecen a las
conocidas geográficamente como Lomas de la Costa, derivaciones de la Cordillera
Occidental de los Andes. Estas de Lachay tienen fisonomía de pequeños cerros con
mantos de arena.
582 Voyá

Un comentario de Abel Monteza nos hace reflexionar, nos hace meditar en la


fugacidad de las cosas de la vida y a la vez, aunque parezca una contradicción, en
la eternidad de ellas.
—¿Qué ha dicho usted, Monteza? ¿Que este esplendor de la tierra desaparece?
—Sí, señor. Con el verano todas las flores de estas arenosas lomas se
marchitan, se esfuman, como las ilusiones, pero como ellas renacen al cabo de
un tiempo.
Monteza parece filósofo, poeta. En un ambiente como en el que vive, no puede
ser otro modo.
—¿Los árboles también se secan?
—No. Solo las flores. Aunque los árboles pierden, por supuesto, su lozanía.
—¿Hay agua? ¿Algún riachuelo?
—No. Todo este verder, todo este vario color de las lomas se debe a la humedad,
a la llovizna del invierno.
¡Qué prodigioso artista es el malhumorado invierno!
Esta misma condición de las Lomas de Lachay, de su temporal hermosura, les
da un encanto particular, profundo. Es, pues, como dice Monteza, semejante a la
ilusión, a la esperanza, que se presenta ufana y desaparece luego, para al cabo de
un tiempo volver a surgir. ¡Constante morir y renacer!
Desde la negra carretera, que se extiende por entre el arenal con dunas y el
mar, descubrimos, al oriente, un espacio polícromo oscurecido por la bruma, por
el cielo cargado de nubes. A este lado, el mar convulso, azul, y al otro, penum-
bra.
El automóvil se desvía de la carretera y se mete por una trocha. Comenzamos
a ascender.
Percibimos a la distancia aisladas manchas rojas, negras, blancas, en un área
verde ensombrecida. Son caballos y vacas que pastan.
De pronto, entramos en un reino de flores, de avecillas que, al paso del auto,
vuelan. Toda la tierra arenosa está cubierta de hierba, de diminutas plantas con
flores amarillas, níveas, violetas, bermejas, y de hileras de magueyes también
florecidos, de otros árboles no muy altos y con pobres ramajes, enropados de
niebla. Los gorriones trinan por doquier, en la tierra, en los árboles.
Luego de un corto descenso, llegamos a una encañada con poca arena y
delgado manantial. Hay en ella eucaliptos y taras, molles, casuarinas, gravileas,
palillos. Una espesa floresta dentro de la cual se muestran algunas pequeñas casas
de calamina y tejas, distantes unas de otras.
En la arboleda cantan millares de gorriones, de suerte que la encañada es como
una concha acústica rebosante de música.
Las Lomas de Lachay son el paraíso de los gorriones.
Francisco Izquierdo Ríos 583

—Pían y pían estos pajaritos del mundo —habla un hombre alto y rubio, que
seguramente ha ido a las Lomas de Lachay a olvidar también, siquiera por un
momento, las inquietudes de su vida en la urbe, y en esa sencilla expresión ha
volcado toda la emoción que le embarga. A este paseante rubio, entre todas las
cosas de las Lomas de Lachay, le encantan más los gorriones, esos “pajaritos del
mundo”.
Otro paseante, sin duda extranjero, habla:
—Los hombres de este país no saben aprovechar las bellezas de su tierra. Estas
Lomas de Lachay debían servir como un magnífico lugar de recreo, como un
maravilloso parque.
—Ciertamente —aprueba una señora con anteojos—. Las Lomas de Lachay po-
drían ser acondicionadas para un delicioso ámbito de solaz durante el invierno.
—Sin embargo, estas lomas han sido conocidas desde tiempos remotos —in-
terviene un anciano muy abrigado y con gorra—. Los opulentos virreyes venían de
Lima a caballo o en calesas… no estoy muy seguro si venían en calesas… Y antes,
mucho antes de los incas, estaban habitadas por hombres que eran geniales teje-
dores, orfebres y hacedores de ceramios... indudablemente que habrá enterrados
en esta cañada tesoros de esos lejanos hombres —y el viejecillo sonríe, cerrando y
abriendo los ojos vivaces.
Este domingo hay un ómnibus y algunos automóviles asentados en diversos
sitios.
Un grupo de visitantes baila sobre la tierra húmeda, bajo ramosos árboles tara,
al son de un “picap”: mambos, guarachas, marineras, valses. En una pequeña mesa
tienen botellas de licores, bolsas de fiambre, frutas...
Más arriba, en el interior de una casa de paredes blancas, otro grupo también
baila al son de guitarras y canciones. Escuchamos la famosa polca “A la huacachi-
na”, inspirada posiblemente en la legendaria laguna de este nombre, concurrido
balneario de Ica.
Juntito a la huacachina
una mañana te vi,
y me miraste de mala gana
y yo me muero de amor por ti.
Otras personas, hombres y mujeres —estas, todas, con pantalones— transitan
por el paraje, entre los árboles.
Nuestro grupo, en el que hay niños igualmente se lanza a descubrir los secretos
de la encañada. Hace frío. La humedad de la hierba, de la tierra, se cuela por los
zapatos.
Una manada de cabras con su pastor se pierde por una de la lomas.
Parvadas de loritos vuelan, bulliciosos, en ciertos sectores.
—¿También hay loros? —pregunto a una mujer nativa al frente de su cabaña
de paja y barro que se alza al borde de la encañada, junto a un musgoso pedrón.
584 Voyá

—Sí, señor. Palomas también.


—¿Y víboras?
—También, señor… Y dicen que hace años abundaban venados en estas Lomas
de Lachay, pero que los cazadores los acabaron.
—¿Cría ganado?
—Un poco de cabras. Mi marido, como don Abel Monteza, trabaja con el
Ministerio de Agricultura, señor.
Sus niños, descalzos y con el cabello revuelto, chapotean en el lodo, cerca del
pedrón.
Un lanoso burrito, amarrado al tronco de un molle frutecido, mira pasar, con
infantiles ojos curiosos, a la gente forastera.
Uno que otro gavilán hace piruetas aviónicas en el cielo brumoso.
Y la sinfonía de los gorriones prosigue en toda la extensión de la hoyada.
Volvemos a encontrarnos con Abel Monteza, quien nos dice:
—Sería conveniente que subieran a la cumbre. Desde allí se divisa todo el
panorama, también el mar.
—Pero —se rectifica—, hoy, por la bruma, no se debe ver nada.
—¿Todos los días hay bruma?
—No, señor. En los retazos de algunos días del invierno hay sol, y un sol
espléndido. Entonces, sí se hace más bello el lugar.
Le manifestamos que así, con bruma, el lugar es fascinante.
La tarde avanza. La bruma se va haciendo más densa y el frío más agudo. ¿La
hora del regreso?
El grupo aquel sigue bailando en la tierra húmeda, al pie de los ramosos árboles
tara, una marinera endiablada...
Yo soy el huaquero viejo
que vengo de sacar huacos,
de la huaca más arriba,
de la huaca más abajo.
El otro grupo en el interior de la casa, también baila, pero un vals: “Alma, cora-
zón y vida”. Todos, mujeres y hombres, cantan:
Porque no tengo fortuna,
alma, corazón y vida,
esas tres cosas te ofrezco
y nada más…
Los gorriones, de igual modo, continúan cantando en los árboles de las Lomas
de Lachay hasta la misma ribera de la noche.
Francisco Izquierdo Ríos 585

De repente, una linda muchacha, de un grupo de visitantes, despojándose


del abrigo y los zapatos, danza sobre la hierba al ritmo de la orquesta de los
gorriones.
Ha salido la luna, pero no se la ve por la bruma.
—Esto es todo lo que puedo contar de las Lomas de Lachay —concluye su
relato Augusto Rodas, un hombre que posee el don de narrar todo lo interesante
que ve o le sucede.
586 Voyá

Lunapillopinto
A Juan Mejía Baca

U n ardiente mediodía, a la sombra de un árbol oculto en una curva del río,


consumaron el acto de hombre y mujer.
La aldea Lunapillopinto rodeada de cerros verdes, de bosque salvaje, tuvo
una casa más; no quisieron acogerse a ninguno de sus parientes; la edificaron
ellos, como se hacen todas las casas en la Selva, con tallos rajados de pona, techo
de palma, su terrado, que servía también de dormitorio, unido al primer piso
mediante un tronco labrado como escalera.
Lunapillopinto es “luna mariposa”. Alguien, entre los fundadores de la aldea, le
pondría ese nombre castellano-quechua, en una noche de luna. ¡Lunapillopinto!
¡Lunapillopinto! ¡Lunapillopinto!
Los escasos pobladores mantienen relaciones vitales con la ciudad de Pucallpa,
a orillas del Ucayali, por el Taguayacu, afluente de ese gran río sinuoso; durante
algunos días bajan y surcan en canoas esos ríos, llevando y trayendo productos;
venden a Pucallpa cerdos, gallinas, pavos, plátanos, tagua (marfil vegetal) y
compran allí herramientas, velas y otros elementos indispensables.
Ushico Panduro y Eludia Yuma vivían felices en su cabaña no muy lejos del
río.
En el solitario Taguayacu, apagando el calor de ciertas noches, solían bañarse
desnudos, incluso hacían el amor dentro de las aguas, como los bufeos, aquel
hombre joven y aquella joven mujer.
¡Lunapillopinto! ¡Lunapillopinto! ¡Lunapillopinto!
Cultivaban sus chacras abiertas en el bosque agreste, y criaban sus animales.
Una vida plena, tranquila, como ellos querían.
Un cura que llegó por allí los casó, juntamente con otras parejas, bajo un árbol
pijuayo al centro del esbozo de placita de armas del poblado. Hubo fiesta: baile con
quena y tambor, comilona y borrachera con aguardiente de caña hasta el alba.
Francisco Izquierdo Ríos 587

En los meses de lluvia continua, que hacía aumentar peligrosamente de


volumen al Taguayacu, a todos los ríos de la Selva, Eludia Yuma y Ushico Panduro
se dedicaban a trabajos caseros; Eludia, por las noches, a la luz de una vela, cosía
en la máquina Singer de mano que su marido le compró en Pucallpa, como
obsequio de cumpleaños. El aguacero resonaba en los cerros boscosos, en la aldea,
y bramaba el Taguayacu.
Brilló el sol una tarde, por ausencia momentánea de la lluvia. Ushico Panduro
cogió, entonces, su escopeta y se internó en el bosque.
—Te voy a traer un venado —le dijo a su mujer.
A poco cantaron en el ramoso árbol de tutumo frente a la casa las negras aves
tatataos, asustando a los animales domésticos y a Eludia; esta salió a espantarlas.
Las enlutadas se perdieron chillando: ¡tatataos! ¡tatataos!, en el húmedo bosque
sombrío.
La noche llegaba con rayos, truenos, aguacero y no aparecía Ushico Panduro.
Llegó un poco tarde, y dijo a su mujer que no se bajara del terrado.
—Estarás mojado, Ushico.
—No, Eludia. He venido con paraguas de hojas de plátano. No te preocupes. Ya
subo. Estoy limpiándome el barro.
—¿Cazaste algo?
—Nada, Eludia. El bosque estaba sin animales. Ni siquiera había pajaritos.
—Voy a darte la comida.
—No, Eludia, no. De paso, comí en la casa de tu madre.
Panduro subió al terrado, abrazó a su mujer, que ya estaba aCostada, y se
cambió de ropa y bajó.
—¡Qué susto va a llevarse la Eludia mañana! —dijo, colocando en torno de la
tullpa (fogón de piedras) un enorme chushupe que mató en el bosque—. ¡Qué
susto!
Andando en el bosque, menos mal vio al agresivo chushupe mortífero, con cara
y ojos de perro, cuando ya se abalanzaba contra él, y retrocediendo velozmente
apuntó el arma y disparó a la cabeza de la horrible víbora; no erró el blanco, era
un buen tirador. Y en vez de dejar allí a la serpiente muerta, le vino la idea de
llevársela para jugarle una broma a su mujer. Cortó una soga que colgaba de un
árbol, amarró al chushupe y lo arrastró a la casa; la ruta iba quedando salpicada
de sangre.
Como de costumbre, Eludia bajó a encender el fogón al amanecer. Y lanzó un
grito. Panduro en el dormitorio del terrado se reía. Al correr de los minutos, Eludia
ya no gritaba, se quejaba y llamaba apenas a Ushico.
—¡Ushiiiiiico!... ¡Ushiiiiiico!... ¡Ushiiiiiico!...
588 Voyá

De pronto, Ushico palideció, y bajó corriendo escopeta en mano: ¡maldición!,


habíase olvidado que siempre los terribles chushupes andan en pareja aunque un
tanto alejados; la compañera siguiendo las huellas de sangre llegó hasta donde
su compañero muerto y se acomodó junto a él, con la cabeza en alto, lista al
ataque...
Panduro, cuando la víbora se iba rabiosa a su encuentro, le voló la cabeza de
un disparo... Junto al fogón estaban las dos víboras muertas, y en medio de ellas,
Eludia también muerta, desfigurada, sangrante, por los mordiscos y coletazos del
ofidio; Panduro percibió un ligero temblor en el vientre de su mujer... era el hijo
que esperaban.
La lluvia y su rumor cubrían Lunapillopinto.
Francisco Izquierdo Ríos 589

Los primeros zapatos

A l maestro le placía leer hasta tarde la noche, aCostado en su cama, ante una
lámpara a querosene colocada en un banquito junto a su cabecera. Leía
novelas y poesía... Era una de sus distracciones preferidas en la soledad del
pueblo donde ejercía funciones de director de escuela.
En el pueblo de Huacay, por cierto, no había librerías, ni bibliotecas, pero el
maestro Leandro Barrionuevo, sí tenía muchos libros desde antes, comprados
mayormente en Lima, y que los llevaba consigo por donde iba; pues los maestros de
escuela novadores padecen de inestabilidad en sus cargos, como una consecuencia
de la politiquería reinante.
Barrionuevo llegó a Huacay trasladado, inconsultamente, de otro apartado lu-
gar del país. Sería la medianoche cuando el profesor leía aún, releía, mejor dicho,
una vez más “Los heraldos negros” de César Vallejo: “Yo soy el coraquenque ciego /
que mira por la lente de una llaga”. El pueblo estaba sumido en profundo silencio
oscuro, un pueblito de la Cordillera Oriental de los Andes... cuando, de pronto,
escuchó unos suaves ruidos secos, que producíanse continuadamente a ratos; al
comienzo no atinó de dónde procedían, hasta que con más atención se dio cuenta
que de la placita de armas; entonces, con sigilo, miró por el ventanillo que daba a
la plazuela, y distinguió en la noche a dos mozalbetes que venían por la pista em-
pedrada, uno sosteniendo al otro que andaba difícilmente, después de unos pasos
se detenía apoyándose en el hombro de su compañero, reanudando nuevamente
la caminata; algo insólito; el maestro no captó aún claramente el suceso.
Corrió a amortiguar la lámpara y retornó al ventanuco, y con mayor sigilo
esperó que los mozalbetes pasaran por enfrente, ya que la pista circunvalaba
la plazuela, vereda construida por él con sus alumnos, y se enteró que quien
andaba difícilmente era Faustino Llapa, a causa de los zapatos que habíase puesto,
acompañado de Gregorio Chicana; ambos estudiantes del último año de primaria.
El maestro, sonriendo con simpatía desde luego, comprendió lo que significaba
todo ello: al día siguiente, con motivo de un aniversario más de la independencia
590 Voyá

de la patria del dominio de España, la escuelas de varones y mujeres, como uno de


los números celebratorios, iban a desfilar delante de las autoridades y el pueblo;
Faustino Llapa, el joven alumno más distinguido de su plantel, no solo por su
aprovechamiento intelectual, sino también por su conducta, por su fervoroso
espíritu de cooperación en la labor progresista de los maestros en bien de las
escuelas y la comunidad, había sido designado para encabezar el desfile portando
la bandera, pero nadie le había impuesto que se pusiera zapatos.
El profesor recordó, entonces, que muchos días antes Faustino le pidió permi-
so para viajar a la ciudad, un tanto lejana... era para comprarse zapatos, ya que en
el pueblo no había zapaterías... y ahí estaba el gordito Faustino ensayando, acos-
tumbrando sus pies libérrimos de campesino a esas presiones de cuero.
Las niñas y niños de las escuelas, todos campesinos, no usaban zapatos; a lo
mucho, algunos, al regreso de las aulas por las tardes a sus cabañas en los vallecitos
y quebradas, se ponían ojotas para defenderse de los senderos guijarrosos. Los
padres de Faustino Llapa, no muy distante del pueblo, cultivaban una parcela
de la falda de un cerro, por donde pasaba un torrente gritón; traían a vender en
la plazuela del lugar los domingos y días feriados sus productos, especialmente
frutas y animales, y entre estos sobre todo gallinas. Con sus módicos ahorros
soñaban en hacer estudiar a Faustino aun la educación secundaria en la ciudad,
y quizá, después, enviarle también a alguna universidad de la remota Lima.
Sueños.
Faustino, esa noche víspera del desfile escolar dio la vuelta a toda la plazuela por
la senda empedrada, ayudado por su compañero Gregorio; no podía hacerlo solo,
porque los zapatos que se puso por primera vez le hacían doler, por ratos se soltaba
de Chicana, y caminaba torpemente, ensayaba, incluso, pasos de marcha con la
cabeza erguida. El maestro no les perdía de vista desde el ventanillo entreabierto;
allí cerca, se sentaron en una de las banquitas de madera, obra también del maestro
Barrionuevo con sus alumnos en bien de la comunidad, igual que los álamos de
las esquinas de la plazoleta que apenas se dibujaban dentro de la noche; Faustino
se sacó los zapatos para volver a ponérselos luego de un instante, aireados los
pies, y proseguir su camino, hasta culminar el recorrido en torno de la plazuela,
pista por la que tenía que llevarse a cabo el desfile, indudablemente fue un ensayo
necesario, aunque el profesor Barrionuevo creyó que aquel deseo de Faustino era
algo esforzado, pero solo por un momento, pues apreciando luego la decidida
voluntad que el muchacho demostraba en todos sus actos, en la realización de
todo lo que se proponía, dijo:
—Son cosas peculiares de Faustino —cerró el ventanuco y acostóse.
Al son de una marcha de la banda de músicos del pueblo, estacionada en la
amplia vereda del local de la gobernación a un lado de la tribuna de las autoridades
comunales, se realizó por la mañana el desfile de niños, niñas y maestros de
las escuelas, con vestidos nuevos, en redor de la plazuela por la vía empedrada;
delante iba Faustino Llapa, con la bandera en alto, marcando el paso gallardamente,
luciendo, además de zapatos, saco y corbata. Todos, el pueblo y las autoridades, le
miraban y aplaudían jubilosos, y en su persona a todo el brillante desfile.
Francisco Izquierdo Ríos 591

Muchos años después, el profesor Leandro Barrionuevo, ya anciano, radicado


en Lima, vio en un edificio moderno de una calle central la siguiente placa, entre
tantas otras:

FAUSTINO LLAPA
Abogado
Defensor de los obreros y campesinos

Desde su lejano pueblo Huacay, Faustino viajó a Lima, donde estudió la


educación secundaria en un colegio nocturno trabajando durante el día como
conserje de un ministerio. Luego, ingresó a la universidad.
El viejo profesor quiso entrar a la oficina del doctor Llapa, pero se retiró,
satisfecho, con todo el pueblito de Huacay en el alma.
592 Voyá

Niebla

E ra una garita de control en la carretera de Cajamarca a Lima, sobre un


cerro, de donde se veía toda la ciudad, aun el arbolado paraje Los Baños
del Inca con los blancos humillos de los arroyos termales que fluyen por la
campiña.
El guardia civil Eladio Torrejón, que cumplía servicio en aquella garita, pidió
al detective Samuel Llaja que lo visitara; además le dijo que guardaba un buen
pisco. Torrejón y Llaja eran amigos y paisanos de Chachapoyas, que trabajaban en
la ciudad de Cajamarca.
Llaja, subiendo el cerro a pie por un filo de la carretera, arribó a la garita a eso
de las cinco de la tarde más o menos. Había ligera niebla y mucho frío.
—Te esperaba —le dijo Torrejón, botella de pisco en mano.
Bebían y charlaban con breves interrupciones, porque Torrejón tenía que vigilar
los carros que iban y venían. Así pasaba el tiempo, hasta que se hizo noche...
Seguían bebiendo... La ciudad de Cajamarca aparecía opacamente iluminada a
través de la niebla que se adensaba.
De pronto, Torrejón le dijo a Samuel:
—Quiero que me escuches.
—Te escucho, Eladio.
—Reemplázame un rato en el servicio de esta garita porque bajo a la ciudad.
—Con todo agrado… Pero ¿a qué vas a Cajamarca?
Bebieron un trago, y encendieron nuevos cigarrillos.
—Mi mujer me engaña, Samuel. Me engaña…
—¿Qué? ¿La Edelina?
—Ella misma, la Edelina con cara de ángel.
Francisco Izquierdo Ríos 593

—¿Estás seguro de ello, Eladio?


—Casi seguro… Con un mozalbete.
—¿Y cómo lo sabes?
Callaron. Bebieron otro trago.
—Me voy, Samuel. Hazme el favor de reemplazarme en la garita.
Y empezó a bajar la cuesta con niebla por una margen de la carretera, sin oír lo
que Samuel le gritaba:
—¡Cuidado vayas a cometer un crimen, Eladio! ¡Cuidado!
Después de cruzar varias calles por entre la niebla, llegó al barrio donde
vivía. Llegó a su casa, la puerta se hallaba semiabierta, entró sigilosamente; en la
oscuridad del dormitorio logró distinguir en la silla donde él colocaba su pantalón,
otro pantalón, y escuchó en la cama el jadeo de la infidelidad. Torrejón desenfundó
el revólver, y rápidamente prendió la luz eléctrica, y su figura se irguió ante los
desnudos y espantados amantes.
—¡Perdón, perdón! —le clamaba el mozo, arrodillado frente a él con las manos
en alto.
Torrejón le dio de patadas y le arrojó desnudo a la calle a patadas, diciéndole:
—Tú no tienes la culpa… ¡Lárgate!... Quien tiene la culpa es esta ramera —y
volteó hacia la mujer, cerrando la puerta.
Edelina trataba de ocultar su desnudez con la frazada, clamando:
—Perdóname, Eladio. ¡No volveré a hacerlo! ¡Perdóname!
Eladio le apuntaba el revólver.
—¡Perdóname!
Eladio, de un tirón, le quitó la frazada.
—¡Bájate, perra!
La mujer bajó de la cama, con la cabellera en desorden, y se arrodilló,
implorante.
—Dime, perra, cuántas veces me has engañado.
—Cuatro veces no más, Eladio.
—Solo con este hombre.
—Solo con él.
—¿Por qué lo haces?
—Para ayudarte…
—¿Te pagaba?
—Sí, Eladio. Treinta y cinco soles.
—Muéstrame el dinero de esta noche.
594 Voyá

Y Edelina sacó de bajo de la almohada los treinta y cinco dineros.


—Bien, cínica —le dijo Torrejón, sin dejar de apuntarle el revólver—. No te voy
a matar… Pero te vas a ir de aquí, en este momento.
Edelina quiso vestirse.
—No —le atajó Eladio—. Ponte el traje que te ha obsequiado tu amante... ¿Ese?
Ese te compré yo en tu cumpleaños... ¿Ese otro? Tampoco. Lo compré yo... Bueno.
¿No te regaló ningún traje tu amante?
—No, Eladio. No.
—No vuelvas en tu vida a pronunciar mi nombre. ¡Cuidado!... En conclusión,
ni ese traje que te desvestiste para encamarte con… No perdamos tiempo, vete a
la calle, vete a la calle, con tu vergüenza desnuda, pero tú no tienes vergüenza...
¡Fuera, puta!
Y Edelina salió corriendo a la calle velada de niebla.
Eladio Torrejón, de un rato, salió también. Echó llave a la puerta, y se dirigió
a la garita... Contó a su amigo todo lo acaecido... Samuel Llaja, que tenía la mano
sobre el hombro de Eladio, mirando la ciudad opacamente iluminada a través de
la niebla, dijo:
—¡En esta tierra hace siglos los conquistadores españoles apresaron y mataron
al inca Atahualpa! —se dio cuenta de que había dicho algo que no venía al caso,
pero calló...
Todo era niebla.
Francisco Izquierdo Ríos 595

Madre Paloma

S e inició la tarde con tormenta. El cielo estaba negro. Vientos, rayos y truenos
estremecían el ambiente.
—Señor inspector —le decía la monja—, señor inspector, he venido a usted
con el propósito de desfogarme, de sacar afuera todo lo que tengo aquí, adentro,
que me asfixia, siendo usted mi oyente, necesito alguien, humano, demasiado
humano, que me escuche y ese alguien va a ser usted. ¿Me permite?
—Continúe, madre —le dijo el inspector de enseñanza desde su silla.
—No me diga madre, porque yo no soy su madre, ni de nadie. Precisamente
quiero ser madre, tener muchos hijos, engendrados con el amor de un varón.
¡Quiero ser una mujer libre, viviendo realmente, plenamente, la vida! Por ese
ventanuco, mire usted, por ese ventanuco, a pesar de la tempestad, aparece el
convento donde sufro tanta hipocresía, tanta mentira… —y la joven monja, que
había abandonado su silla, se iba de un lado a otro como una ráfaga de viento por
el reducido espacio del cuarto.
La tormenta retemblaba, encrespando el ventarrón las aguas del río próximo y
doblando los árboles de sus márgenes. El pueblecillo, perdido en la Selva, con sus
pocas casas de palma y tejas, daba la impresión de que iba a ser despedazado por el
temporal. En ese lugar una extranjera congregación de madres religiosas tenía un
convento y regentaba una escuela, por cuya razón llegó a él en visita el inspector
de enseñanza, en una canoa por el río, desde su sede, la capital de la provincia.
—Si usted viera, señor inspector, lo que sucede dentro de esos muros, se
horrorizaría… Sobre todo en el aspecto sexual. Un desenfreno diabólico.. Usted
sabe, señor inspector, que nadie, nadie, hombre o mujer, hembra o macho, en
este mundo puede renunciar al imperativo biológico del acto sexual, excepto por
anormalidad. Entonces, el voto de castidad de frailes y monjas resulta una farsa, una
de las grandes farsas de la humanidad. Usted me comprende… me comprende… Las
orgías sexuales que se realizan en ese convento son esas, orgías sexuales. En el silencio
596 Voyá

de las noches, a la luz de las lámparas, las monjas beben licor, se desnudan y bailan
lúbricamente con sensual música tocada en melodio, incluso la madre superiora,
luego se abrazan, se besan, y se tiran a las camas, como unas locas... practican el
lesbianismo. También se han fabricado de caucho unos objetos semejantes al sexo
del hombre, o usan los gruesos plátanos bellacos. Y siempre llegan, por supuesto,
al convento frailes misioneros desde el interior de las selvas por los ríos, se
hospedan en el convento los muy inocentes, los muy humildes, los muy santos.
Yo nunca tomo parte en esas bacanales. He permanecido y permanezco siempre
alejada, con asco. Una vez uno de esos frailes barrigones, desnudo y borracho,
me persiguió, y logré escapar a la casa de una vecina del pueblo, gran amiga mía,
fingiéndome que me sentía enferma y quería pasar la noche con ella. Le confieso,
y esto es natural, yo padezco tremendos deseos sexuales, tremendas torturas
de este orden, pero me domino para no caer en la bajeza de mis compañeras, y
pienso que colmaré esas ansias, como es natural también, con un hombre común,
uniéndome a un hombre sin sotana, cuando huya de ese claustro y arroje estos
hábitos. ¡Ah!, muchas veces estuve a punto de botar estos hábitos al río, y fugarme
a Iquitos en una canoa, en una balsa o en un vaporcito, en uno de esos vaporcitos
que navegan por este río Huallaga, pero eso cualquier momento voy a hacerlo,
voy a mandar al diablo toda esa porquería del convento, todas las mentiras de la
religión, de nuestra religión. La única religión debe ser el mutuo respeto humano.
¿No le parece, señor inspector? Yo no soy una desengañada, sino que he llegado
al convencimiento de que la vida, esta breve vida del hombre, comprendiendo
en este término al varón y a la mujer, debe ser así: natural, lógica. ¿Y usted sabe?
Claro que lo sabe. Por este río Huallaga, allá por el siglo XVI, pasó mi paisano Lope
de Aguirre, el Gran Rebelde, en pos del inexistente país de El Dorado; ese hombre
que se libró de aquel absurdo sueño y tiró por la borda a Dios, al rey de España, en
suma a todas las tiranías. Pasó por aquí con su hija Elvirita y su intrépida manceba
Torralba, la brava aragonesa Torralba, bailadora de jotas. ¡Olé! Yo soy española, de
Oñate, Guipuzcóa, del mismo lugar del terrible Lope de Aguirre, una vizcaína. Mi
nombre es Paloma Tena. ¡Paloma! Madre Paloma… Sor Paloma… ¿Qué le parece mi
nombre? Está pasando ya la borrasca.
—Sí… Aún cae lluvia, pero ya sin violencia —dijo el inspector mirando por el
ventanuco.
—Me voy... Adiós… Nos veremos algún día —y la monja salió por la puerta
húmeda de aguacero.
***
Cierta mañana entraron un hombre y una mujer jóvenes al despacho del
inspector de enseñanza, en su sede, la capital de la provincia.
—¿Se acuerda de mí? —le dijo la mujer, con el vientre abultado por el emba-
razo.
—¡Paloma Tena!
—Ella misma… Mi marido —y le presentó al joven, un robusto campesino,
cultivador de barbasco, producto que vendía en la ciudad comercial de Iquitos
sobre el Amazonas.
Francisco Izquierdo Ríos 597

El inspector de enseñanza cerró su oficina y llevó a la pareja a un bar.


—Brindo por ustedes, esta copa de vino —les dijo el inspector—. ¡Salud! ¡Por
la vida!
—¡Por la vida! —recalcó Paloma Tena, sonriendo y chocando su copa con la de
su marido.
Desde el bar se veía correr el Huallaga, turbio, agitado, por entre la Selva.
598 Voyá

Un pariente de Albert Camus


A José Felipe Valencia-Arenas

A urelio Camus Chabad tiene el sentimiento de participar el deceso, en un accidente


automovilístico en La Chapelle Champigny (Francia), de su ilustre pariente francés Albert
Camus, Premio Nobel de Literatura, así como invita a los amigos y escritores a la misa
que en honor de tan insigne hombre de letras mundial, se realizará el próximo viernes 15, a horas
7 p.m. en la Catedral.
Además de esta nota aparecida en la sección necrológica de un principal diario
de Lima, Aurelio Camus Chabad envió tarjetas impresas a sus relacionados y altas
personalidades sobre la mencionada ceremonia religiosa.
Como es natural se produjo un revuelo periodístico. Muchos reporteros ubica-
ron a Camus Chabad y le hicieron entrevistas, que se publicaban con la fotografía
de aquel señor.
He aquí una interviú, de la revista Mundo.

“EN EL PERÚ TENÍA PARIENTES ALBERT CAMUS”

La vida guarda sorpresas. Nadie podría sospechar que el escritor argelino-francés,


Premio Nobel de Literatura, Albert Camus, recientemente fallecido en un percance
automovilístico, tuviese parientes en nuestro país.
Damos en seguida la breve conversación que sostuvimos con el señor Aurelio
Camus Chabad, en su modesto departamento de Cocharcas N.º 627, Barrios Altos,
en una de cuyas paredes está el retrato al óleo del famoso autor de La peste.
—Albert Camus ha sido mi primo —nos dice rotundamente a una pregunta
nuestra don Aurelio, alisándose el cabello rebelde.
Y continúa:
Francisco Izquierdo Ríos 599

—El tío mayor de Albert pasó hace muchos años por el Perú, y en mi pueblo se
enamoró de una de las muchachas más bonitas, con la que tuvo un hijo, quien fue
mi padre.
—¿De qué pueblo es usted, don Aurelio?
—Pomahuaca, en la Cordillera Oriental.
—¿Hay otros Camus en su pueblo?
—Por supuesto… Mis hermanos…
—¿Viven sus padres?
—Han muerto ya… Mi madre era de ascendencia árabe, como lo demuestra su
apellido Chabad.
—¿Y qué fue de su abuelo francés?
—Como llegué a saber, solo estuvo algunos días en Pomahuaca, tiempo
suficiente para su romance con mi abuela.
—¿Escribe usted literatura?
—Algo… Sobre todo poemas… Yo soy profesor.
—¿Habla francés?
—Poco… Muy poco…
—¿Usted o ustedes conocían a Albert Camus?
—Personalmente, no. Pero yo mantenía correspondencia con él.
—¿Puede mostrarnos las cartas de su célebre primo?
—Sensiblemente, no. En mis andanzas de maestro de escuela por los pueblos
del país, las he perdido. Concretamente, en uno de los bravos ríos amazónicos, al
naufragar la canoa en que viajaba.
Desparramados en su mesa hay algunos libros del aplaudido novelista, drama-
turgo y ensayista galo: El extranjero, Mito de Sísifo, La peste, El estado de sitio, Calígula...
—¿Están dedicados esos libros a usted por el autor?
—No. Los he comprado en las librerías.
—Bien, señor Camus, ha sido un placer charlar un rato con usted… Vamos a
tomarle una fotografía, de pie, con un libro en la mano… ¿Le parece La peste?
Escasos amigos y paisanos de Aurelio Camus Chabad, ante su repentina y
explosiva publicidad, comentaban en un bar de Lima.
—Una de las tantas cosas del cholo Camus Chabad —dijo uno.
Y otro:
—Como ustedes saben, yo también soy profesor. Una vez cuando Camus Chabad
y yo éramos maestros de escuela en dos cercanos pueblos de una remota provincia,
apareció aquel montado en un burro en el pueblecito donde ejercía yo mi función
600 Voyá

magisterial; estábamos en la plazuela, en torno al quiosco, alumnos, maestros y


pueblo celebrando una fecha cívica; surgió Camus Chabad, todo desgarbado, con
las medias enfundando el pantalón hasta las rodillas, en alpargatas, sobre el burro
sin apero, al que manejaba con una soga de monte en vez de riendas; se apeó
junto al quiosco, y pidió el uso de la palabra, se lo concedimos; subió al quiosco
y, agitando el sombrero, se mandó un discurso incoherente de más de una hora,
cuyas últimas palabras, dichas ya casi al anochecer, recuerdo muy bien: “Les invito
a todos ustedes ir a quitarle las llaves del cielo a San Pedro”.
El corrillo rió a carcajadas.
Y otro dijo:
—Soy del mismo pueblo del cholo Aurelio. Le conozco muy bien, hemos sido
compañeros de escuela, de mataperradas. Aurelio, desde chiquito, sufre de delirios
de grandeza. Él no es Camus Chabad, sino Chamus Capác, de neta raíz aborigen.
Ha cambiado sus apellidos.
—Es un loco rematado —afirmó el que contó lo del discurso desde el quiosco
aldeano.
—No tanto —arguyó otro de la reunión—. Es un hombre mayormente normal,
con temporadas demenciales.
De repente entró en el bar el propio Aurelio Camus Chabad, elegantísimo, con
traje marrón, negro sombrero de copa, guantes blancos, ancha corbata azul, rojo
clavel en el ojal, zapatos de gamuza, ojos fulgurantes...
—Buenas noches, monsieurs —les saludó, con suma cortesía, quitándose el
tarro.
Aquellos lo acogieron, también muy cortésmente y serios.
Francisco Izquierdo Ríos 601

Lluvia en la carretera
A Marcelo Martínez

S erían las tres de la mañana cuando despertó a Guillermo Bolaños el estruendo


de truenos y ráfagas de lluvia violenta.
Dejando a su mujer dormida, cogió una silla y se sentó a la puerta del cuarto
del hotel donde estaban alojados.
—¡Qué tal tempestad! —se dijo ante el firmamento oscuro trizado por rayos,
ante los truenos horrendos y los golpes del aguacero que doblegaban, magullaban
el jardincillo.
—¡Magnífico espectáculo! —volvió a decirse, contemplándolo con delectación
y asombro.
—¿Qué hace usted ahí? —le preguntó el hotelero, desde la puerta del vecino
cuarto con luz.
—Contemplando la tempestad.
—¿Contemplando la tempestad? Lo que va a conseguir usted es un resfrío.
El hotelero no comprendió esa actitud de uno de sus tantos huéspedes. La
juzgaba insólita, rara... ¿Contemplar la tempestad?
Es que Guillermo Bolaños, natural de esas tierras, había vuelto a ellas después
de mucho tiempo; radicado en una ciudad de la Costa, donde apenas se produce
la llovizna del invierno, esa tempestad significaba para él un reencuentro emotivo
con una de las manifestaciones peculiares de su ambiente natal. ¡Después de más
de cincuenta años volvía a ver, a sentir una tempestad!

Así lo explicó al empleado del hotel, pero este no se convencía de que alguien
hallara satisfacción contemplando una tormenta.
El brusco aguacero doblaba los tallos de las flores del jardincillo de enfrente.
602 Voyá

—Siento que por la lluvia ya no podremos viajar a Moyobamba —le dijo


Bolaños al hotelero—. El chofer me advirtió que cuando llovía la carretera poníase
intransitable.
—El chofer que los va a llevar está ahí, dentro de ese carro azul, durmiendo. Es
buen piloto —le dijo el hotelero, señalándole el automóvil estacionado al otro lado
de la reja, al borde de la calle.
Sobre el recio automóvil azul tamborileaba el aguacero.
—Es el mismo dueño del carro. Me dijo que viajarían muy temprano. Como
repito, es baquiano —y el hotelero corrió a abrir la puerta de la reja a unos viajeros
que llegaban con toda la lluvia.
Antes que amaneciese completamente, y cayendo aún lluvia pero ya sin
violencia, el chofer salía de Tarapoto con Bolaños y señora hacia la lejana Moyobamba,
ciudad en que transcurrió parte de la infancia y juventud de Bolaños.
El ambiente estaba lleno de penumbra, más acentuada por las nubes cargadas
de agua; aunque ya el nuevo día pugnaba por brillar a través de la nebulosidad. Los
sapitos, miles de sapitos, gritaban su alegría pluvial en las acequias ribereñas de las
mismas calles, en las boscosas huertas con prominentes coteros.
Penetraron en la Selva por la ruta barrosa, arcillosa, salpicada de porciones de
aguacero. Randas de niebla aparecían y desaparecían, dejando entrever pueblecillos
con techos de calamina, tejas o palma enlluvecidos, ríos y riachuelos. Bajas nubes
pasaban por sobre los cerros cubiertos de tupida vegetación.
Bolaños iba junto al piloto y su mujer en el asiento posterior. A causa de la
semioscuridad reinante, Bolaños y su mujer no se habían dado cuenta aún de la
fisonomía del chofer. Pero este, en verdad, iba manejando el vehículo en la difícil
carretera con mucha pericia, con mucha muñeca como se dice.
—Ustedes se extrañarán que yo haya reemplazado al chofer de este automóvil
que contrataron —explicó el conductor—. Lo hice porque aquel no hubiera podido
traerlos en estas condiciones lluviosas. Yo soy el dueño del carro y conozco este
camino, todos los bravos caminos de la zona, como la palma de mi mano... Y no
se preocupen porque vengo haciendo zigzags, haciendo bailar el carro; es la única
manera de salvar las dificultades de este camino con lluvia. En esta situación nadie
circula por estas trochas carrozables. Verán que no vamos a encontrar ningún
carro en toda la ruta.
—Además —dijo de un rato—, he querido estar junto a un escritor, como
he llegado a saber que es usted, señor Bolaños. Para ir conversando, contándole
muchas cosas de estas tierras, de estos caminos.
—Gracias.
—Desayunaremos en Pacaysapa, a las ocho de la mañana.
—Estamos a las órdenes de usted. ¿Su nombre?
—César Augusto Echea Rodríguez.
Francisco Izquierdo Ríos 603

Pasaron por la orilla de un extraño cerro blanco.


—Una noche neblinosa, cuando yo venía de Moyobamba a Tarapoto, casi
capturo en este camino a un platillo volador con toda su tripulación —dijo de
repente el chofer.
Bolaños se estremeció y miró al piloto, que tenía los ojos muy abiertos, encan-
delados, luego rápidamente, de soslayo, volteó hacia su mujer, como diciéndole:
“Estamos en manos de un loco”. La pareja se tornó nerviosa.
—Un intenso resplandor fluorescente a través de la niebla me llamó la atención
desde lejos —continuó el chofer, con los ojos brillando anormalmente—. Cerca ya,
detuve el carro... Era un ovni con cuatro pequeños seres en torno, parecidos al
hombre, pero con ojos luminosos y largas orejas. Cogí mi carabina, y grité: “¡Alto!
¡No se muevan!”. Fui avanzando carabina en mano; yo quería apoderarme del
aparato y de sus tripulantes, y llevarlos a Tarapoto. ¡Era una gran oportunidad!
¡Una extraordinaria oportunidad para mí! ¡Qué notición en el mundo! En eso un
chorro de luz me cegó, y caí de bruces... Cuando recobré la conciencia y me puse
en pie, solo vi al platillo volador desapareciendo por la oscura montaña. Ahora
pienso que esos seres misteriosos pudieron haberme llevado. ¿Adónde?... No sé...
¡Pacaysapa! Aquí vamos a desayunar.
El chofer estacionó el automóvil al filo de la carretera, y corriendo bajo la me-
nuda lluvia se dirigieron a la fonda, una chozuela con techo de calamina, perdida
en la espantosa soledad. Si bien es cierto que había dos o más chozas aisladas,
distantes, con una que otra gallina, uno que otro cerdo y uno que otro perro es-
campando alrededor, así como uno que otro gallinazo y gavilán empapados sobre
árboles solitarios del espacio de Pacaysapa, este daba, en esencia, una impresión de
soledad terrorífica. Ya empezaba la luz del día a ganar predominio sobre la lluvia,
la niebla, las nubes... El cercano riachuelo Pacaysapa gritaba por entre el bosque, y
la lluvia resonaba musicalmente en el techo de zinc de la fonda.
Cuando el piloto Echea se retiró un instante, Bolaños y su mujer cambiaron
ideas acerca de la personalidad de ese hombre. Concluyeron que era un tipo raro,
“quizá loco” recalcó Bolaños. En suma, aunque manejaba diestramente el vehículo,
les inspiraba desconfianza, temor.
Después de tomar un magro desayuno, servido por una mujer tuerta; la única
persona que en ese momento había en la fonda, reanudaron el viaje, con lluvia
moderada.
El olor de la tierra, los árboles, los cerros con densa y variada vegetación, el
Mayo, bello río que pasa por Moyobamba y desemboca en el Huallaga, en total,
el agreste y hermoso paisaje, iba conmoviendo a Bolaños, pues de niño había
transitado esos caminos y esos pueblos.
—Yo nací en Saposoa.
—¿En Saposoa?
—Sí, señor Echea. Cuando niño mis padres me trajeron de Saposoa en una
balsa por el río Huallaga hasta Shapaja, de allí viajamos por estos caminos a pie
604 Voyá

hasta Moyobamba, adonde estamos yendo. Regreso después de más de medio


siglo.
Bolaños quería continuar su evocación, pero Echea le cortó exabruptamente,
diciendo:
—En otra ocasión, también de noche, luego de un chubasco, me encontré en
una curva de este camino con miles de chanchos colmilludos que no me dejaban
pasar; los malditos gruñían, castañeteaban los dientes y raspaban la tierra con
sus pezuñas de cara a mí; sus ojos parecían carbones encendidos... Frené el carro,
pero no había ninguna posibilidad de romper el cerco de los animales enfurecidos.
Todo eso era obra del diablo indudablemente; el diablo transformado en miles de
chanchos. Yo no sabía qué hacer, cuando en eso me alcanzó un carro, cuyo piloto
era conocido mío.
”¿Qué te sucede?”, me preguntó.
”¡Los chanchos!”.
”¿Qué chanchos?”.
”Miles de chanchos, ahí al frente… Colmilludos, y están gruñendo…”.
”Yo no veo ni oigo nada… ¿Estás borracho?... ¡Sígueme!”.
Lo seguí, pero yo vi a los miles de chanchos desaparecer barranca abajo, y tras
ellos un enorme mono viejo que iba aullando, moviendo rabo y brazos y arrojando
candela por los ojos. Todo el aire olía a azufre, el olor del diablo. Mi compañero no
vio ni oyó ni olió nada, pero yo sí. ¿Qué les parece?
El río Mayo corría tumultuosamente, y en la otra ribera de bosque compacto
destacaban unos árboles de flores encarnadas.
—Tangaranas, si no me equivoco —advirtió Bolaños.
—Sí —afirmó el chofer—. Los árboles de las terribles hormigas rojas, en los que
amarran desnudas a las mujeres adúlteras.
Bolaños nuevamente quiso seguir mencionando o evocando los motivos de
su infancia, tal un árbol de paucares con millares de los nidos oblongos de estos
pájaros cantores y habladores al frente de una choza, pero Echea le salió al paso
diciendo:
—En la carretera de Tarapoto a Saposoa, la tierra natal de usted, vi una noche
un perolito de oro, un perolito de oro que bailaba como un trompo en medio del
camino, apeándome del auto corrí a cogerlo, mas el brillante perolito desapareció
como por encanto. Estos perolitos son vistos generalmente en la medianoche de
San Juan, sobre todo en la muyunas de los ríos, y más en las muyunas del gran
río Huallaga; dan vueltas y vueltas brillando en los remolinos, en las espumosas
muyunas. Y cuando alguien en su canoa se acerca a atraparlos, se hunden en
las profundidades de las aguas. Bueno. En la noche de San Juan, de repente,
relampaguean misteriosas luces en cualquier parte, que solo son visitas por gentes
honradas, sin maldades. Yo, por ejemplo, a eso de una oscura medianoche de San
Juan trataba de conciliar el sueño en mi cama, cuando, de pronto, veo afuera del
Francisco Izquierdo Ríos 605

cuarto por el ventanuco entre unos pedruscos un pequeño resplandor vívido;


salgo rápido, rezando, y me acerco paso a paso al lugar de la luz, en medio de unas
piedras, cojo la luz sin miedo; era una extraña moneda de plata auténtica, que
guardo en una cajita sin mostrársela a nadie. Solo brilla con vívido resplandor a
la medianoche de San Juan... A usted, señor Bolaños, le puedo mostrar a nuestro
regreso, si quiere... Me olvidé una cosa.
—¿Qué?
—De hacerles escuchar música —y prendió la radio del vehículo.
Se escuchó una cumbia
Luego el chofer apagando un poco el volumen de la radio, dijo:
—¿Saben lo que me sucedió una noche? Al pasar por una encañada de este
camino, desde el fondo de la radio en funcionamiento oí una voz ronca: “¡No
tengas miedo, cojudo!” ¿Qué? “¡No tengas miedo, cojudo!”… Seguramente era el
diablo que se había metido en la radio del locutor.
Cayó una racha de lluvia en ese momento, y durante largo trecho. Hasta
que desaparecida, por el extenso claro abierto distinguíase en la lejanía sobre la
Selva el enorme morro, que se levanta solitario como un gigante al otro lado de
Moyobamba. Estaba coronado de nubes.
—El pueblo dice que cuando el morro se pone su sombrerón de nubes es
porque va a llover, o seguir lloviendo —habló el piloto Echea.
Y bajo otra violenta descarga de lluvia los viajeros entraron en Moyobamba,
ciudad antigua.
606 Voyá

No es él, Ishaco
A Felipe Rivas Mendo

E l atardecer lleno de bruma cubría la extensa medialuna de la playa. Millares


de gaviotas volaban chillando o comían los muymuys en la arena al vaivén
de los fuertes oleajes del mar; las gaviotas correteaban en este afán al ritmo de
las aguas con espuma que venían y se iban dejando semienterrados, temblorosos,
en la orilla a los muymuys.
En el poniente, a través de la bruma, el sol parecía una colosal naranja madura
sobre el inmenso mar agitado. Lejos emergían islas oscuras.
El mar resonaba borrascosamente en las negras rocas próximas. Isaías Charcape
caminaba por la playa solitaria halando su burro con alforjas repletas de muymuys,
que recogió en otro lugar donde abundan más esos pequeños moluscos duros y
blandos; regresaba el muchacho a su cercano pueblito, unas cuantas casas de paja
y barro dispersas en el arenal, no muy distante del mar; preincaico pueblito de
agricultores y pescadores.
Isaías ayudaba a sus padres en la faenas de la pesca. Vendía la carnada de
muymuys, con su hermanita, en un sitio adecuado de la carretera a los aficionados
a la pesca con anzuelo que iban de Lima, desde temprano, especialmente los días
feriados o domingos.
Pescaba el muchacho solo o con su padre simplemente con anzuelo al revoleo,
o espineles, una serie de anzuelos de todo tamaño amarrados a lo largo de los largos
sedales que las aguas, arrastran y profundizan, o con chinchorro, extendiendo
aun la red por el mar en su caballito de totora. Luego, junto con sus padres y sus
hermanitos, ofrecía también al margen de la carretera pescados —chitas, corvinas,
lenguados, pejes zorros— pendientes de las manos con una pita a los transeúntes
que pasaban veloces en sus carros.
Del mismo modo Isaías —Ishaco, como le llamaban— era un diligente auxiliar
en las labores agrícolas. Araban el terreno con el único buey que poseían, aun con
el burro. Mediante un escaso riego el arenal producía zapallos, sandías, plátanos.
Tenían también uno que otro árbol de higo y pacay, manchados de polvo.
Francisco Izquierdo Ríos 607

Cuando Ishaco caminaba por la playa con su burro aquel atardecer, subiendo
ya la cuestecilla para tomar el filo de la carretera rumbo a su pueblo, oyó un grito
en el mar. Y vio unos brazos que se agitaban entre las olas. Amarró el burro a una
estaca, donde no podían alcanzarle las piedras que siempre se desprenden del
cerro del otro lado de la carretera; se desnudó, lanzóse a las aguas convulsas, y
batallando rudamente con estas logró acercarse a la persona que se ahogaba. Era
un muchacho como él. Sin vacilación, el fornido Ishaco lo cogió por los hombros
con el brazo derecho y comenzó a sacarle a la orilla nadando vigorosamente; se
cuidaba de que no lo abrazase, ya que ello hubiera significado el hundimiento y la
muerte de los dos; aprovechaba las mismas olas para avanzar, esquivando hábil-
mente el retroceso; a veces desaparecían en la vorágine de las aguas espumosas ...
lucha titánica, heroica, bravía, que al fin culminó con una tremenda ola que los
varó en la playa. Ishaco, rápidamente, se puso en pie y, después de respirar a todo
pulmón, cargó al desconocido, inconsciente, inerte, hacia donde se encontraba, el
asno, lugar seguro. Lo colocó bocabajo para que arrojara el agua ingerida, lo que
hizo en abundancia, le flexionó los brazos, le dio respiración boca a boca, le masa-
jeó el cuerpo, le auscultó el corazón, palpitaba muy débilmente, más respiración
boca a boca. Por la carretera, allí al lado, iban y venían los carros como relámpagos;
sus conductores no se daban por enterados de lo que ocurría. El sol, a través de
la bruma, en el lejano horizonte, era como la mitad de un colosal ojo enrojecido,
pues la otra mitad estaba ya detrás del mar inmenso. Ishaco notó, con alegría,
que el muchacho respiraba; entonces, volvió a darle respiración boca a boca, y
sin pérdida de tiempo lo echó sobre el burro, lo sujetó con una cuerda al aparejo
y marchose halando al manso animal a su pueblito por la orilla de la carretera,
siempre alerta a las piedras que sorpresivamente caen del rocoso y arenoso cerro
aledaño, pues esas piedras son un constante peligro para los transeúntes en carro
y a pie; aquel cerro tiene ya muchas víctimas.
¿Quién sería el muchacho? Ishaco iba tomando conciencia acerca de él,
a medida que caminaban. Era blanco, de cabellos rubios, con vestido elegante,
casaca de cuero y pantalón de fino casimir, reloj pulsera de oro con cadena de oro;
le faltaba el zapato del pie izquierdo, que seguramente lo despojó el mar. Recién
aparecían en su mente esos detalles. ¿Quién sería? Quizá uno que vino de Lima a
pescar con anzuelo desde las rocas y una ola se lo llevó.
Ya anocheciendo llegó a su casa; los perros le recibieron ladrando; sus padres
y hermanos lo rodearon, inquietos. La madre corrió a preparar la tarima, adonde
el padre condujo al extraño en sus brazos, después de desatarlo del burro con li-
gereza pero suavemente. Encendieron la lámpara tubular a querosene. La señora,
quitándole la ropa mojada, le secó y frotó el blanco cuerpo con una toalla y le
vistió camisa y pantalón de Ishaco; guardó su reloj pulsera de oro; le masajeó el
rostro y el cuerpo con tibia infusión de aguardiente y romero. El muchacho, de
un rato, abrió los ojos, cerrándolos luego; se quejaba. No cabía duda que reaccio-
naba en forma definitiva. Ishaco y sus familiares, ya más tranquilos, permane-
cían en torno a él.
Tarde la noche, más estimulado con un jarro de caldo de pollo, el muchacho
habló, aunque difícilmente. Su nombre: Enrique Polar Ugarteche. Vivía con sus
608 Voyá

padres en San Isidro, barrio residencial de Lima: calle Mariscal Palacios 139. Su
teléfono: 320647.
Ishaco, que sabía escribir y leer, pues cursaba el tercer año de primaria en
la escuelita del lugar, iba apuntando los datos en un cuaderno. Sus padres eran
analfabetos.
—Vine a pescar con anzuelo, sin decir a nadie. Vine en un ómnibus de la
estación de Santa Catalina... Y una ola, una ola… —y enmudeció, fatigado.
Muy temprano, Ishaco se fue a Mala, pueblo más grande que el suyo, donde ha-
bía un teléfono público. Sus padres y él pensaron avisar a la policía de Mala, pero juz-
gando que ello podría traer complicaciones, decidieron actuar de un modo directo.
Mala es un pueblo también de agricultores y pescadores; notable productor
de frutas, manzanas, duraznos, naranjas, plátanos, membrillos. En su ancha y
larga calle central, por donde pasa la carretera, hay numerosos puestos de frutas,
tiendas comerciales, restaurantes, y cocinerías con tamales calientes y apetitosos
chicharrones de cerdo. Los viajeros que de Lima van al sur del país, los paseantes
o pescadores con anzuelo desayunan a lo largo de esa calle con colorido de feria,
y por las tardes también beben algunos hasta embriagarse. Ishaco tuvo suerte; el
teléfono estaba libre de concurrentes, de modo que lo utilizó sin demora, puso la
moneda requerida en el aparato. Marcó.
—Aló… ¿El 320647?
—Sí. Contesta el mayordomo de la casa.
—Quiero hablar con el señor.
—¿Con el señor? ¿Y sobre qué?
—Sobre su hijo Enrique.
—¿Sobre el niño Enriquito?... Espere, espere.
—¿Aló?… Soy la madre de Enrique. ¿Dónde está mi hijo?
—Señora, se halla en mi casa. En el pueblito de Asia… Estaba ahogándose en
el mar y yo lo salvé.
—¿Asia?
—Sí, señora. Después de Mala.
—Nos vamos en seguida.
—Yo me llamo Ishaco Charcape. Pregunte en Asia por la casa de Ishaco.
Don José Polar y doña Adriana Ugarteche, con el médico de la familia, llegaron
prontamente al pueblito de Asia en un flamante automóvil Mercedes Benz.
Recogieron a Enrique del hogar de los Charcape y volvieron a Lima.
—¿Lo llevamos a una clínica?
—No, señora Adriana —opinó el doctor, que había auscultado minuciosamente
al muchacho—. En la casa se repondrá bajo mi atención.
Francisco Izquierdo Ríos 609

Ishaco y su madre, que iban con ellos, fueron relatándoles lo sucedido.


—Todo esto le pasa a Enrique por voluntarioso —sentenció su padre—. Por
caprichoso, por muy engreído… Tú, Adriana, lo mimas mucho.
—¡Es mi hijo! —contestó la engolada señora, acomodándolo mejor en la
falda.
Llegaron a la mansión. Era toda alboroto. La abuela, las hermanas, las tías de
Enrique lloraban. Lo creían desaparecido.
Un perrazo pastor alemán se vino contra la madre de Ishaco, deteniéndola
con las patas sobre el pecho. La pobre señora lanzó un grito de terror. Acudió el
mayordomo y se llevó al perro.
La casa de los Polar-Ugarteche lucía rejas áureas, paredes de mosaicos, jardines
con fuentes de mármol. Ishaco y su madre se quedaron en el vestíbulo; nadie
se acordó de ellos, hasta que cansados abandonaron silenciosamente la lujosa
residencia. Ishaco, sin embargo, fue pensando que no cambiaría con esa fabulosa
mansión su casita de paja y barro, su aldea con lagunas pobladas de patos silvestres,
con los variados paisajes del arenal, al amanecer y al atardecer, las dunas en forma
de medialuna, y el mar, ¡el mar!
No pasó mucho tiempo, cuando Ishaco y su madre fueron a Lima y en el
deslumbrante Jirón de la Unión distinguieron entre el abigarrado gentío a doña
Adriana Ugarteche de Polar y a su hijo Enrique. Ishaco se dirigió a abrazar al linajudo
Enrique, recibiendo de este el mayor desprecio. Doña Adriana y su hijo entraron
en la monumental Iglesia de La Merced, santiguándose con profunda unción.
—Mamá —exclamó Ishaco casi sollozando—. No me habrá reconocido
Enrique.
—No es él, Ishaco —le contestó su madre—. No es él.
Y la señora estaba convencida de que era él.
610 Voyá

Bushilo
A Alejandro Zamora Riva

E ran dos viejos cascarrabias. Uno italiano y el otro peruano, natural de la


Sierra.
Habían llegado a Moyobamba, ciudad de la Selva alta. Ambos trabajaban
como profesores del Colegio Nacional; el peruano, abogado Telésforo Artecho,
enseñaba gramática castellana, y el italiano, Genaro Fomo, ex almirante de la
escuadra de su país, enseñaba inglés.
Estos viejos no residían en la población, sino dentro de un bosque aledaño,
de donde asistían a sus clases, el doctor Artecho jinete en su burro y míster Fomo,
a pie. Le decían Míster. Era cejudo, alto, corpulento, más fuerte aun que el doctor
Artecho.
Coincidentemente estos personajes vivían no muy lejos uno del otro. Don
Genaro antes que don Telésforo, de modo que este en sus viajes tenía que cruzar
la propiedad de aquel.
El ex almirante de la armada de Italia, que había peleado en la Primera Guerra
Mundial, abrió él mismo a machete y hacha, con uno que otro ayudante, su estancia
en el bosque; a la que puso por nombre Rinconcito de la Paz; su casa la edificó
de palos sin labrar y con techo de palma; el mobiliario y los utensilios también
eran rústicos, de madera o de barro; en los troncos de los árboles colgó tablas
con inscripciones referentes a la serenidad, a la tranquilidad, a la vida sencilla, al
silencio, a la soledad. Don Genaro Fomo decía haber venido a ese pedazo del mundo
porque leyó en un periódico de Europa la noticia de que allí, en Moyobamba, “casi
no sucedía nada; que las gentes morían solo de vejez…”. Realmente “cansado de
tanta civilización, de tanto artificio, de tanta crueldad bélica”, en una especie de
fuga roussoniana hacia la naturaleza; lo que, sin embargo, no fue óbice para que
más tarde, a pesar de su avanzada edad, se casara fastuosamente con una bella
muchacha de la sociedad de Moyobamba, ocurrencia que podría ser tema de otro
cuento.
Francisco Izquierdo Ríos 611

Quizá al doctor Telésforo Artecho le animaba igual búsqueda de remanso,


después de tanta vida intensa. Tenía muchos hijos en el lejano lugar de la Sierra
peruana de su origen, y en otras poblaciones donde le tocó trabajar como
magistrado. Por los años de nuestro relato, el doctor Artecho presentaba una figura
de “viejo diablillo”, menudo, desmuelado, gesto irónico, con rala barba cana y
cabello semejante; usaba boína negra. A causa de su escasez de muelas pronunciaba
la s, la c y la z como sh. Por las calles de Moyobamba transitaba despacito, con el
apoyo de su bastón. Cuando no hacía entrar a su burro a un rincón del patio del
colegio, lo dejaba amarrado a la puerta, con una porción de grama.
El burro peludo, mansurrón, tenía la particularidad de parpadear incesante-
mente, por lo que, sin duda alguna, el doctor Telésforo le bautizó Bushilo: del
regionalismo bucilar, relampaguear.
Míster Fomo y el doctor Artecho no simpatizaban. Míster Fomo no le perdonaba
que amarrase su burro en la puerta del colegio, tampoco su irritante altanería, y
el doctor Artecho no le perdonaba a míster Fomo su aire marcial y el ruido de sus
zapatones. Al encontrarse, no se saludaban.
El doctor Artecho llevó a los tribunales a míster Fomo, porque había matado
de un pistoletazo a Bushilo, cuando el burro invadió su Rinconcito de Paz un
anochecer.
—Míster Fomo, ¿por qué mató usted al burro del doctor Artecho? —le interrogó
el señor juez en su despacho.
—¡Proteshto! —interrumpió el doctor Artecho—. La pregunta del sheñor juesh
esh ambigua, puesh shegún ella apareshco yo como el burro asheshinado. Debe
deshirshe: ¿Por qué mató ushted al burro Bushilo del doctor Artecho?
—Repetiremos la pregunta como quiere el ilustre colega —asintió el juez—:
Míster Fomo, ¿por qué mató usted al burro Bushilo del doctor Artecho?
—Sabe usted, doctor —contestó míster Fomo, accionando los brazos como era
costumbre en él—, lo confundí con una sachavaca, con un tapir, entre los árboles
de mi estancia, cuando anochecía.
—¡Miente, sheñor juesh! ¡Miente! —protestó el doctor Artecho levantándose de
la silla, bastón en alto—. Él conoshía muy bien a Bushilo… Eshtá burlaándoshe al
deshir que lo confundió con una vaca shilveshtre… ¡Advierto, como abogado que
shoy, shi no she me hashe jushtishia aquí, sheñor juesh, metiendo en la cárshel a
eshte bachiche mal habido, aparte de que debe entregarme un burro pareshido a
Bushilo, acudiré a la corte shuperior de Cajamarca, y shi esh nesheshario aun a la
Corte Shuprema de Lima!
—Modere sus palabras, doctor Artecho —le ordenó el señor juez, agitando la
campanilla.
—Qué modere ni qué modere mish palabrash… Lo que voy a hasher esh darle
un bashtonasho en la cabesha pelada a eshte comedor de quesho con gushanos.
El señor juez, poniéndose frente al iracundo doctor Artecho, suspendió la
audiencia, agitando más fuerte la campanilla.
612 Voyá

Toda la apacible ciudad de Moyobamba se regocijaba con el pleito del asesinato


del burro Bushilo. Ambos protagonistas tenían partidarios, aunque en mayoría
el ex-marino italiano, quienes decían, riéndose, que míster Fomo, efectivamente,
pudo haber tomado a Bushilo, entre los árboles de su recién anochecido Rinconcito
de Paz, por una sachavaca (vaca del monte).
Francisco Izquierdo Ríos 613

Dos lolos

E n sus acostumbrados paseos por las márgenes del Rímac, más allá de
Chosica, Tulio Nova y Daniel Ruiz, viejos amigos, veían siempre solitarias
parejas de hombres y mujeres bajo los grandes árboles de las orillas del río.
Parejas jóvenes, aunque las había también de edad madura, que iban de Lima a
esos apartados lugares.
—¿Y por qué nosotros no traemos o buscamos mujeres, para pasar un rato
alegre? —dijo el poeta Nova, pues Nova era poeta.
—Nos Costaría mucho… —le arguyó Ruiz.
—Lolitas, por ejemplo.
—Veremos.
Y a medida que caminaban, Ruiz fue contando a Nova que un amigo suyo,
pedagogo ya jubilado, tenía una lista de mujeres que vendían sus encantos con
mucha prudencia, desde luego.
—Es la mejor satisfacción que sigo manteniendo... ¡La mujer! El ejercicio
amoroso —me dijo el pedagogo jubilado—. Cuando tú quieras, me avisas, y
yo te doy el número de teléfono de la fémina, y le hablas en mi nombre... El
entretenimiento te costaría quinientos soles no más...
—¿A tu edad, te has convertido en explotador de mujeres?
—¡Cómo puede ser eso, hombre! Son amigas. Ya te he dicho, la mayor satis-
facción que sigo manteniendo es el ejercicio amoroso, el ejercicio más agradable
de la vida.
—¿Y tu esposa?
—La vieja ni sospecha de estas mis actividades, que, por supuesto, las llevo a
cabo con mucho sigilo.
—Podemos vincularnos con ese tu amigo pedagogo, y traer de vez en cuando
a estos parajes cada uno su mujer —dijo el poeta Nova.
614 Voyá

—Parece que no te das cuenta que andar con una mujer cuesta mucho dinero
—le replicó Ruiz—. Ni tú ni yo estamos para esos gastos... En fin, ya veremos.
El poeta tendría 58 años y no hacía mucho que se había casado con
una hermosa joven; precisamente, Daniel Ruiz fue el testigo principal de su
matrimonio, y también el que influyó decisivamente para que cancelara su
larga soltería.
—Tus consejos para mi casamiento te los agradezco, porque de ese modo tengo
una compañera.
—Una buena compañera que ha roto tu soledad.
—Sí, sí, claro. Pero yo, Daniel, echo de menos la emoción de la aventura..., el
inesperado relámpago de algo nuevo.
—Así es… La Libertad...
Daniel Ruiz sobrepasaría los 60 años. También era profesor jubilado, pero más
que pedagogo, en esencia era escritor. Tenía ya muchos nietos.
Ambos amigos exhibían canas, siendo el poeta un tanto calvo.
Se sentaron en una colina sembrada de manzanos y chirimoyos, de donde
se abarcaba un vasto paisaje de pelados cerros, el angosto valle verde con casitas
aisladas y el turbulento río Rímac corriendo por en medio. Y pusiéronse a charlar
sobre arte: poesía, cuento, novela, pintura, folclore... Los auténticos valores y los
no auténticos... Hasta que se levantaron con el ánimo de volver a Lima, puesto
que el sol desaparecía ya por uno de los cerros.
En el microbús que los llevaba, el poeta semicalvo retomó el asunto de las
mujeres.
—Hay que aprovechar el ofrecimiento de tu amigo pedagogo —decíale a Ruiz,
sonriendo.
—La pedagogía.
—Sí, eso es. ¡La pedagogía!
Y rieron a carcajadas. ¡La pedagogía!
Llegaron a Lima de noche. Se despidieron en la estación de carros, prometiéndose
acordar por teléfono un nuevo paseo.
Estos paseos los realizaban algunos sábados o días feriados, ya que el poeta
Nova aún trabajaba, también como profesor.
Una vez fueron con sus esposas, llevando fiambre, que comieron junto al río,
en una pampita con lozana hierba y álamos. Dentro de una pequeña jaula saltaba
un pájaro chisco, que el poeta y su mujer criaban.
—Hemos traído al chisco para que no se olvide del campo —explicó el poeta.
Pero apenas acabó de hablar cuando tuvo que defender a sombrerazos de una
pandilla de chiscos salvajes al doméstico de la jaula; aquellos venían chillando y
revolaban aun por sobre la cabeza de las personas.
Francisco Izquierdo Ríos 615

Luego refirió el poeta que una vez también defendió al chisco en uno de esos
parajes de un gavilán, que desde lo alto se tiró en picada hacia la jaula.
—Me produjo miedo ese feroz gavilán —afirmó el poeta—. Y yo no sé cómo
desde el cielo azul pudo divisar al minúsculo chisco.
Terminado el almuerzo, con chisco y todo a cuestas, emprendieron largas
caminatas por el bello territorio, admirando el río que choca violentamente contra
enormes piedras, las chacras y huertos con plátanos, manzanos, chirimoyos,
diversas flores... algunas mansiones de gente rica, que parecían palacios o castillos
soberbios por entre la vegetación.
—Lo que puede el dinero —comentó Ruiz.
—Tu y yo hemos debido comprar un terreno en estos lugares y construir
nuestros ranchos —manifestó el poeta—. Pero esto hubiera sido posible hace
muchos años, ahora ya no. Se nos fue la oportunidad. Se nos fue.
—Porque cuánto Costará ahora un terreno por aquí —habló la señora de Ruiz.
Nova siguió lamentándose de no haberse hecho antes de una propiedad en
esos lindos parajes... Sueños de poeta.
De repente Nova, a la vista de parejas de enamorados furtivos en los bosquecillos
ribereños, exclamó:
—Daniel, ¿y la pedagogía?
—¡Oh, la pedagogía! No la olvido, Tulio. ¡No la olvido!
Sus esposas ignoraban el verdadero sentido de esa pedagogía. Y los vejancones
sonreían.
Los dos amigos andaban nuevamente otro día por esos paradisíacos lugares.
Nova llevaba una mitad de papaya envuelta en periódico, producto del denso
huerto frutal y floral que cultivaba en su casa; ocurrencia propia de Nova eso de
llevar solo una mitad de la papaya.
—Tengo hambre. Almorcemos en este restaurante —manifestó Ruiz, dirigién-
dose a la fonda que había en una margen de la carretera. Nova se retrasó. Ruiz lo
esperaba sentado ya a una mesa en el ramadón del interior, a cuyo lado había un
patio con juego de sapo y un frondoso pacay en un rincón.
¡Cuál no fue la sorpresa de Ruiz al ver ingresar a Nova con dos morenas criaturas
pintarrajeadas! Iba sonriendo en medio de ellas, con su mitad de papaya envuelta
en periódico bajo el brazo!
—Lolitas —le susurró, dejando a estas a cierta distancia.
—¿Tienes plata?
—Quinientos soles.
—Yo tengo mil.
—Las encontré en la carretera.
616 Voyá

Ruiz las invitó a sentarse. Nova puso su papaya en la mesa. Las chicas colgaron
sus carteras en las sillas.
—Iremos a dar una vuelta por la orilla del río —propuso Ruiz.
—Después del almuerzo —dijeron ellas, golpeando las manos en gesto de
llamada.
Apareció la dueña del restaurante, una señora ya de cierta edad.
—Para mí —le dijo la lolita flaca—, un caldo de gallina, un churrasco con papas
fritas, un… un par de huevos fritos con arroz.
—Para mí, lo mismo —le dijo la lolita gorda.
—Y dos cocacolas grandes —añadió la lolita flaca, que demostraba más empaque
que su compañera, aparentemente tímida.
—¿Y para ti? —le preguntó Ruiz a Nova.
—Solo un caldo de gallina, pero con una buena presa.
—Para mí, señora, también un caldo de gallina, y con una buena presa.
—¡Ah, los postres! —dijo la vivaracha lolita flaca—. Faltaban los postres.
—Para postre basta la papaya del poeta —indicó Ruiz.
—Ah, ¿el señor es poeta? —habló la lolita flaca—. A mí me gusta mucho la
poesía. A mi amiga también. ¿Podría recitarnos algún poema?
—Más tarde…, en el río —le ofreció Nova.
—Ustedes, por lo visto, son de poco comer y tomar —opinó la flacucha—. ¿Por
qué no piden vino o cerveza?
No le contestaron. Ruiz preguntó a las chiquillas de dónde eran.
—Somos de la Selva —dijo la delgaducha.
—¿De la Selva? —exclamó Daniel Ruiz—. ¿De qué parte de la Selva?
—Yo soy del pueblo de Picota, y Nati de Biabo.
—De la cuenca del Huallaga… Yo también soy de uno de los pueblos de esa
cuenca.
—¡Resultaron tus paisanas! ¡Ja, ja, ja! —rió el poeta.
—Vivimos aquí no más, en Chosica, en la casa de mi tío, que fue guardia civil
—prosiguió la flacucha—. Trabajamos como obreras en una fábrica de tejidos, y
estudiamos en una escuela nocturna… Yo sé bailar hindú.
—¿Sabes danzas de la India?
—La Floripes sabe, pues, bailar hindú —recalcó la gorda Nati—. Si quieren,
puede bailar en este momento, ¿no, Floripes?
—Más tarde… en el río… en el río —dijo Ruiz.
Francisco Izquierdo Ríos 617

—¿A ustedes no les gusta la música? A nosotras, sí —se avivó la gorda—.


¿Pueden darnos veinte soles para poner discos en la rocola?
Ruiz le dio los veinte soles, diciéndole que pusiera huainos. Nati se dirigió al
local; la siguió Floripes, hablando que ella prefería cumbias y otros aires movidos,
a la par que movía cuerpo y brazos.
—¡Huainos! —reiteró Ruiz—. Los aires movidos dentro de un rato, en el río.
A poco del altoparlante, instalado en el pacay, comenzó a brotar un chorro de
huainos.
—Sin pelear —dijo Nova—. Yo voy con la flaca Floripes.
—No —le respondió Ruiz—. La flaca es para mí y la gorda para ti.
La dueña del restaurante concluía de servir la mesa. Llegaron las lolitas,
y abordaron los platos como si no hubieran comido desde hace días, parecían
pirañas. Al final, la Floripes peló la papaya con un cuchillo, devoraron también la
papaya, dando a Nova y Ruiz solo unos pedacitos.
—Ahora me toca a mí —habló la flaca—. Necesito veinte soles para poner
música.
Nova le dio veinte soles, a instancias de Ruiz. Las lolitas se fueron al local,
dejando sus carteras colgadas de las sillas.
—¿Y ahora? —dijo Nova.
—Tenemos que llevarlas a las boscosas orillas del río —dijo Ruiz—. Pero será
después de cierto reposo, ya que acabamos de almorzar.
Resonaban por el altoparlante del árbol de pacay modernos ritmos, los ritmos
preferidos de la flaca.
Y Nova y Ruiz descubrieron que las dos lolitas bailaban, como lagartijas, en
el saloncito con melenudos jóvenes ebrios... Los vejancones se miraron sorpren-
didos.
—Con nuestra plata… —habló Nova, dolido.
—Señora, la cuenta —pidió Ruiz a la dueña que estaba desocupando la mesa—.
La cuenta.
—Ochocientos soles no más.
Ruiz y Nova pagaron la cuenta, alicaídos.
Llegaron las lolitas. Aquellos les dijeron que ya era tiempo de irse al río…
—Esperen un ratito —dijo la gorda—. Voy al baño.
La flaca fue también tras ella. Regresaron con demora; cogieron sus carteras.
—¿Nos vamos? —dijo Ruiz, en actitud ya de marcharse, abrazando a la
flacucha.
La gorda Nati se retorcía con cólicos, quejándose.
618 Voyá

—Será otro día —advirtió la flaca Floripes, desasiéndose de los brazos de Ruiz—.
Otro día… Mi amiga, como ustedes ven, es víctima de cólicos, y a mí también me
está empezando a doler la barriga.
Nova permanecía callado. Ruiz protestaba. Ante la insistencia rigurosa de este,
la flaca Floripes dijo:
—Bueno. Ustedes, adelántense... Nos esperan en la curva...
Los dos vejancones salieron un poco corridos, y solo esperaron a las lolitas breve
tiempo en la curva de la carretera. Comprendieron que habían sido engañados.
Ya en el microbús que les conducía a Lima, después de mantenerse callados un
largo trecho, Ruiz habló:
—Mejor ha sido así... Corríamos el riesgo de que alguna patrulla policial nos
podría haber tomado como corruptores de menores.
—Ciertamente —aprobó Tulio Nova—. Corríamos ese peligro... No me había
dado cuenta.
Luego de otra larga pausa, Ruiz volvió a hablar:
—Yo sospecho que esas lolitas trabajan de acuerdo con la dueña del restaurante...
Me duele la cabeza.
Francisco Izquierdo Ríos 619

El caimán negro
A Carlos Sarria

Y o tengo que matar ese caimán negro —se decía Ezequiel Padilla—. No estaré
tranquilo si no llego a matarlo.
Muchos días, por las mañanas y las tardes, venía aguaitando el lago oscuro
dentro del bosque; había observado exactamente las peculiaridades de ese caimán
negro que devoró a su amigo Alberto Luján, pero no identificaba aún al horrible
saurio en ninguno de los que salían de las aguas a tomar el sol en las orillas o
entraban al bosque. El monstruo era negro, muy negro y el más grande del lago, y
un detalle: tenía en la cabeza una roseta blanca. Era, pues, inconfundible.
Ezequiel Padilla y Alberto Luján, muchachos de doce a catorce años de edad,
vivían en casas vecinas en el pueblo; crecían juntos y estudiaban el mismo grado en
la escuela. Les gustaba pescar, afán en el que iban siempre con sus anzuelos al lago
oscuro, donde abundaban peces de toda clase, igualmente caimanes y boas, esas
tremendas boas constrictoras cuyas cabezas a flor de agua simulan trozos de palo.
A pesar del temor que infundía el lago, Luján y Padilla acudían frecuentemente a
él... No tomaban en serio tampoco que algunas personas habían desaparecido en
las fauces de las boas y caimanes de ese lago, y que el caimán, como el tigre, que
ha comido carne humana, ya no gusta de otra.
Por supuesto, Ezequiel y Alberto actuaban con mucho cuidado, con los ojos
avizores... pero de nada valieron sus precauciones, ni la imitación que hacían del
rugido del tigre, que aterroriza a los caimanes. Cuando pescaban una mañana con
nubes, salió inesperadamente, como un bólido, de las aguas el caimán negro y se
llevó a Luján mordiéndole por la nuca al fondo del lago. Padilla no pudo realizar
otra cosa que correr hacia el camino, de donde volteó a mirar el lago, todo era
silencio, pavoroso silencio, con aisladas gotas de lluvia... y eso que el muchacho
sabía que el caimán después de ahogar a su víctima, la come en tierra... Él no quiso
ver, no quiso ver ya nada.
Luego de vagar y dominar cierto sentimiento de culpabilidad, Ezequiel contó
en el pueblo lo acontecido. La viuda madre de Alberto Luján se arrodilló, y con las
620 Voyá

manos orantes rompió a llorar sin término. Pero siempre hubo reproches contra
Ezequiel, sobre todo de sus padres. ¿Por qué pescaban en ese lago tan peligroso?
¿Acaso no lo sabían? Si allí estaba el río, también con abundancia de peces. Muchos,
en una explosión de rabia, incluso el alcalde y el gobernador del pueblo, quisieron
ir esa noche en busca del caimán negro; alistaron sus escopetas y linternas de pilas;
mas, el aguacero que caía torrencialmente no lo permitió. La madre de Luján,
acompañada de las vecinas, entre ellas la madre de Ezequiel, amaneció llorando,
veíase la débil lámpara de su casa, por el agujero de la ventana, a través de la lluvia
que no amainó toda la noche; tampoco durmió Ezequiel, esa lámpara (concha de
caracol y aceite) de la madre de Alberto, brillando apenas en la lluvia, se incrustó
en su alma y juró vengar a su amigo, matando al caimán negro.
Tantas veces ya en acecho de la fiera, un atardecer vio que venía hacia él por
el lago la roseta blanca. Ezequiel, que fingía pescar, se paralizó de miedo, pero
reaccionando inmediatamente, arrojó el pedazo de topa envuelto en una lonja
de carne fresca de vaca, a modo de cebo, mediante un grueso sedal, en dirección
al oleaje y la roseta blanca; el caimán embocó el cebo, y sus dientes quedaron
presos en la topa, madera porosa, impidiéndole cerrar completamente la boca, y
el agua comenzó a penetrar en su vientre, y empezó su agonía... El horrible saurio
chicoteaba la cola, saltaba en el agua, y esta, inconteniblemente, se metía por su
boca entreabierta, hinchándole la panza... Ezequiel soltó la tensa soga, ante la
lucha del caimán negro por sobrevivir, sintió pena un rato... Luego pensó en su
amigo Alberto, y en otras nuevas posibles víctimas de aquella fiera, se encogió de
hombros, y partió. Al entrar en el bosque por el camino, volteó a mirar: sobre la
oscuridad del lago reverberaba en el blanco vientre del espantoso caimán muerto
la roja luz del poniente.
Francisco Izquierdo Ríos 621

Bujama
A Silvia, mi nieta

L a laguna se extiende, a un kilómetro del mar. Laguna de agua dulce, un


tanto cenagosa, mayormente cubierta de totoras.
¡Cosas sorprendentes de la naturaleza! Cerca del inmenso mar, en la costa de
arena, una hoyada de agua dulce. ¿No será filtración del mismo mar convertida en
agua dulce mediante algún proceso químico de la naturaleza?
—No. Es un puquial —me dice ante la pregunta un hombre de origen alemán,
que con anzuelo de caña está pescando percas.
Puquial es una palabra quechua con significado de “vertiente, manantial”.
—Muchas lagunas semejantes hay en esta parte de la Costa —me sigue
explicando el ingeniero alemán, especializado en mecánica.
Desde una negra piedra de la orilla arroja el hilo con la caña en alto a un
espacio de la laguna libre de totoras, y no hay tiro perdido; de suerte que ya su
cesto rebosa de percas. Utiliza carnada de lombriz.
—¿Usted pescó en el Rin? —le pregunto.
—No. El Rin es ya un río muy contaminado. En cambio, siempre he pescado con
anzuelo en el Danubio, donde una tarde agarré un pez grandazo, cuyo largo nombre
en alemán no le voy a decir —me contesta risueño el gringo altote, con sombrero de
paja alón y botas, desde la negra piedra, sin interrumpir su afán de pesca.
Sus hijos, rubios, dos mujercitas y un varoncito, corretean, cabellos al aire,
lanzando gritos de alegría por sobre las próximas lomas de rocas y arena. El ingeniero
es también cazador, un apasionado de ese deporte; arrimadas a la pared con sombra
de una de las dos casas abandonadas que hay al borde de la laguna, se hallan, junto
con los maletines de equipaje, tres escopetas de diferente calibre. La laguna, además
de sus percas, otros peces y camarones, ofrece en los totorales muchedumbre de
patos, chochas, gallaretas, alondras; pero esto todavía al filo del anochecer, según
me advierte mi hijo, mientras tanto hay que seguir llenando los cestos con percas.
622 Voyá

Es un poquito ya más de mediodía. El cielo está azul soleado y el convulso mar


también, que se muestra por una cabrilleante playa abierta inicialmente como un
callejón, no muy lejos de la laguna, por entre ásperas colinas desiertas. Vuelan alto,
ejecutando equilibrios de helicópteros, varios halcones negros con pintas blancas;
algunos pasan por encima de la laguna; uno de ellos se detiene, extendidas las alas
y el pico hacia la tierra, allá por el chacrerío, quizá atisbando una presa, acaso un
pollo.
—Una tarde un águila —refiere mi hijo—, arrojándose muchas veces en picada
se llevaba percas de la laguna, quizá para sus polluelos en la cumbre de uno de
estos cerros. Le disparé, sin alcanzarlo.
En ese momento llegan corriendo mis nietos, varoncito y mujercita y un
amiguito de ellos, que se separaron de nosotros en el camino a la laguna para venir
por el lomo de un largo cerro arenoso; mi nieto, de diez años de edad, asía una
pequeña carabina de balines, con la cual disparaba a los lejanos halcones desde la
cumbre del cerro. Estaban asustados los chicos.
—Un halcón nos atacó —dice mi nieto—. Nos escondimos detrás de un pedrón,
y le disparé.
—Sí, abuelo —afirma mi nieta vivaracha, menor del varoncito—. Vino así, en
picada, contra nosotros, pero al disparo de mi hermano, huyó.
—Un lindo cuento —les digo, riendo.
—¡Cierto fue, abuelito!
—¡Cierto, abuelito!
Luego, a una pregunta mía, mi hijo me noticia que esas dos casas con las puertas
y ventanas herméticamente cerradas, junto a la laguna, pertenecen a un ingeniero
millonario que las construyó para dedicarse a la explotación de camarones que
abundan en la laguna, y las abandonó por el fracaso de su empresa.
—Así me informó el guardián que vive en esa cabaña, al otro lado de la laguna,
adonde hemos ido en el carro antes de venir acá —completa mi hijo.
Efectivamente, fuimos a la cabaña del guardián, en medio de una chacra de
plátanos y otros árboles, regada por un canal con millares de oscuros pececillos.
Llamamos desde el carro. No estaba el guardián. Salió su mujer.
—¿Y la patita? —le preguntó mi hijo.
—Todavía no le ha conseguido mi marido, doctor. Él está pescando con
chinchorro en el mar, desde temprano.
—Señora, le agradeceré que su esposo procure conseguirme la patita en algún
nido de los matorrales de la laguna.
—No se preocupe, doctor. La encontrará Lucio, puesto que le ha ofrecido.
Era que mi hijo en una cacería anterior había hallado en un nido dentro de
los totorales de la laguna, dos patitos, macho y hembra. Se los llevó, con mucho
cuidado, a su casa en Lima, para criarlos; pero un gato techero, una de esas noches,
Francisco Izquierdo Ríos 623

rompiendo el nido de cartón, arrebató a la patita, salvándose milagrosamente su


compañero. Entonces, mi hijo trasladó al patito a mi casa con huerto densamente
arbolado, donde se le hizo un refugio bien guarnecido, así como una laguneta, y
va creciendo maravillosamente engreído, tanto que un poeta amigo que siempre
nos visita, al verlo, admirado de su estampa, de sus colores, de su gracia, exclamó
“¡Es un rey!”. Pero le falta compañera: ¡he ahí el problema!
Mi hijo es médico y trabaja al servicio de los empleados y obreros de una fábrica
de artefactos electrónicos, en Lima, de la que es ingeniero técnico el mencionado
alemán. Y a fin de semana o en cualquier día feriado suelen, a veces, juntarse en
excursiones de caza, pues mi hijo es también aficionado a ese deporte, inclinación
que le ha venido, precisamente, a raíz de su conocimiento con el germano; antes,
desde muchacho, solo practicaba la pesca con anzuelo en el mar, actividad que
parece haber sido desplazada hoy por la de la caza, con tanta pasión como la de
su amigo el ingeniero alemán. Posee dos escopetas, de diferente calibre, y aun se
ha comprado traje especial, como el alemán, para mimetizarse ante los patos. La
visera de su gorra es semejante al pico de estos animales.
Haciendo tiempo para la cacería continuamos pescando con anzuelos en la
laguna; todos, adultos y niños; mis nietos son hábiles pescadores como su padre,
y también lo acompañan en sus trajines de caza. Siempre va con ellos a la pesca
y a la caza. Me parece bien, aunque, como viejo gruñón que soy, no me canso de
aconsejarles que se cuiden.
—¡Papá! —me dice mi hijo—. Papá, ¡mira en la otra orilla una gallareta!
Yo no veo nada. Lo único que veo, y recién me entero de ello, es un vasto y
denso totoral elevado, marginando la laguna, un totoral parejo como valla sombría,
con una angosta franja de hierba al pie oscurecida por la imagen de aquella
vegetación sobresaliente; de pronto, por sus movimientos, distingo borrosamente
a la gallareta en un sitio de la penumbra... Mis ojos de abuelo ya no pueden más.
Pero, sí, al otro lado de la laguna, por sobre el totoral, me fijo con asombro, con
asombro porque son singulares, en tres cerros rocosos, negro, como morros, en
fila lateral, separados, aislados por espacios abiertos, a través de los cuales aparece
un inmenso arenal que recibe, un tanto lejos, por el extremo izquierdo, el baño
del mar. Deben ser pedazos de alguna montaña, quizá de un ramal de la Cordillera
de los Andes, como las islas que emergen del mar, obra del tiempo, de milenios,
rezagos telúricos, eternos dentro de la eternidad.
El ingeniero alemán, mi hijo y su primo, un joven corpulento, que también ha
ido con nosotros, convienen en realizar una primera tentativa de caza, y se dirigen
al espeso matorral de enfrente, con altas botas, escopetas en mano... Ya es más de
la media tarde... Oigo un fuerte graznido de pato.
—Es el ingeniero —me dice mi nieta vivaracha, sonriendo.
Y me aclara que el ingeniero ha adquirido un pito con el que imita exactamente
el canto de los patos, para atraerlos.
Los tres cazadores se mueven por entre la masa vegetal inundada de agua.
Suenan disparos sucesivos, con vuelo de algunos patos y gallaretas, que escapan
624 Voyá

a otras lagunas distantes. Nuevos disparos por otros sitios. En verdad que es
interesante el deporte de la caza, hombres que trajinan por el fangoso totoral, la
resonancia de los disparos, el vuelo de las aves, los disparos a estas en el aire.
Regresan los cazadores pesadamente a causa del agua, del fango. Mi hijo dice:
—Se me escapó un patazo colorado. Le disparé en pleno vuelo.
El ingeniero mató dos chochas, que obsequió a mi sobrino, y este logró
coger viva una patita, ligeramente herida en un ala, le disparó cuando volaba,
¡extraordinario suceso, pues solucionará el problema de la falta de hembra del
patio que estamos criando en el huerto de la casa! Aunque el ingeniero alemán,
más conocedor de los diversos asuntos inherentes a la caza, y que estuvo con
mi hijo la vez que sorprendió a las crías en su nido, afirma, examinando a la
patita, que esta no es la misma familia del patito, pero que puede producirse
un entendimiento entre ambos, ya que siempre se realizan cruces entre algunos
animales hembras y machos de diferentes razas.
Inmediatamente acomodamos a la patita en una pequeña caja de madera,
abriendo un agujero adecuado en esta para que respire. Su herida, felizmente, no
es grave. Encargando la mayor cantidad de nuestro equipaje al ingeniero alemán,
nos alejamos en busca de almuerzo; él ha llevado fiambre. A lo largo de la ruta hasta
donde se hallan estacionados los carros, encontramos que los canales de riego,
especie de arroyuelos, que dan vida a las típicas chacras costeñas, han mermado,
algunos ostensiblemente y otros se han secado en partes, dejando embalses
aislados; en las playosas partes secas se ven pececillos muertos, entre ellos uno
que otro blanco pejerrey, enormes pejerreyes. Antes, cuando pasamos por esos
canales, saltándolos, rumbo a la laguna, estaban brepletos de agua y peces, tanto
que los más grandes de estos surcaban y bajaban produciendo leves oleajes, y mis
nietos trataban de cogerlos, a través del agua, con pequeñas fisgas.
Abordamos el carro y salimos, por entre el chacrerío, a la carretera central,
donde hay varias fondas. En las márgenes de la trocha polvorienta que atraviesa el
chacrerío y la llanura herbosa, se observan burros, chanchos, uno que otro caballo,
una que otra vaca, pavos, gallinas, perros y pajarillos cantando en los árboles,
así como uno que otro campesino, o campesina, con aludos sombreros de paja,
dentro de los sembrados, o chiquillos desnudos bañándose en los acequiones.
De vuelta, algunos todavía pescan. Yo me consagro a contemplar el ambiente
maravilloso, el paisaje, desde el umbral de una de las casas abandonadas. El sol
ya está cayendo al ocaso, por detrás de uno de los pétreos morros negros, como
un rostro de oro: ¡fantástico! Parece como que estuviera mirando por encima del
cerro, luego desaparece, se hunde, por supuesto, más allá del mar. Y la sombra
aún tenue cubre todo el ámbito. La laguna vibra, es un hervor de vida, ruidos de
peces que brincan por todas partes, crujir y temblor de las totoras como si fuesen
masticados, triturados, sus tallos sumergidos. Estoy solo ahora, sentado en el um-
bral de la puerta, frente a la laguna, al chacrerío, a cerros arenosos, al horizonte y,
de repente, descubro a la luna nueva, cual femenino párpado violáceo, encima de
los cerros negros. Continúa el hervor de vida en la laguna, el rumor de millones
Francisco Izquierdo Ríos 625

de peces, percas, lisas, pejerreyes, camarones... el vuelo de aves que acuden a sus
nidos, canto de patos, de chochas, de alondras, de gallaretas, de grillos. Los caza-
dores parece que se sienten un poco cansados, lo que aprovecho para sugerirles;
mejor, ya el regreso, considerando aún la noche y los peligros. Si bien el ingeniero
alemán tiene una poderosa linterna.
—Papá —me dice, entonces, mi hijo—, si quieres, tú puedes irte ya con los
niños a esperarnos en el lugar de los carros.
Así lo resuelvo. Me sigue solo mi nieta, con un tanto de desánimo, ya que va
retrasada, volteando de vez en vez el rostro hacia la laguna. Pero en el trayecto
semioscuro aparece un brioso potrillo rojizo con una mancha blanca en la frente,
que dando saltos en rededor mío lanza violentas patadas al aire; una yegua
blanca, su madre, pasta allí cerca; indudablemente que el potrilllo está decidido
a expulsarme de su territorio a patadas, ya que vuelve a la carga con más ímpetu;
mi nieta asustada, corre a ampararse en mí; el potrillo se detiene a mirarnos por
entre la penumbra, luego se abalanza contra nosotros... y nosotros corremos,
poniéndonos fuera de su alcance.
Y abrazando a mi nieta, le digo:
—¿No te parece que todo esto de la laguna de Bujama es como un cuento
maravilloso?
626 Voyá

Noche de víboras

L os equipos futbolísticos de dos pueblos distantes, en la Selva Alta, debían


jugar un partido. El equipo retado tenía que ir al lugar del retador; en efecto,
viajó, acompañado por algunos vecinos entusiastas, al amanecer del sábado,
ya que el encuentro se realizaría el domingo.
Unos iban a caballo; los demás, a pie, por el serpenteante caminillo que
agujereaba el bosque denso, subiendo y bajando ramales andinos cubiertos
totalmente de vegetación. Cayendo la noche nubarrosa de tormenta llegaron al
caserío desparramado en un valle con pequeño río y colinas.
Fueron hospedados en una casa sin paredes, solo con terrado al que se ascendía
por una escalera hecha de troncos de árboles. Se acomodaron para dormir, muchos
en el suelo del primer piso abierto, sobre mantas, y otros en el terrado. Ya llovía
borrascosamente. Bien. Es mejor que escuchemos el relato a uno de los mismos
protagonistas.
—Yo me acosté —nos dice Benito del Águila— un tanto lejos del fogón apagado,
sobre hojas de palmera; a eso de la medianoche desperté y percibí, dentro del
vasto rumor de la lluvia, fuertes ronquidos. “Serán de algún compañero”, dije, y
volví al sueño. Cuando, de repente, alguien me sacudió, diciéndome en voz baja
que esos ronquidos no eran de gente, sino del chushupe, la terrible víbora; era
Lisha Catahú, joven amestizado, de raíz india de una de las tribus, que conocía
todos los secretos de la Selva, y que oyendo esos ronquidos bajó del terrado,
carabina Winchester en mano. Sin despertar a los demás, comenzamos a buscar
a la serpiente; yo alumbrando con mi linterna eléctrica y él con la carabina lista.
“Estas malditas víboras duermen profundamente, así nomás no se despiertan”,
dijo Catahú; proseguían los ronquidos... De pronto la luz circular de la linterna nos
mostró al chushupe... Estaba enroscado al margen del fogón, la cabeza en el suelo
sobresaliéndose de la masa del cuerpo, con los ojos brillando como gotas de lluvia
(estas víboras, todas las víboras, duermen con los ojos abiertos). “¡Alúmbralo! ¡No
tengas miedo!”, me ordenó Catahú, y uno tras otro le disparó dos tiros a la cabeza;
Francisco Izquierdo Ríos 627

al estruendo despertaron todos los durmientes, de abajo y de arriba. “¡Cuidado!


¡No se acerquen!”, aconsejó Catahú, pues el chushupe aún moribundo propina
tremendos latigazos con la cola, cuyo extremo es como una fuerte y aguda púa.
Inmediatamente, Catahú aseguró que este horrible ofidio acostumbraba
caminar en pareja, macho y hembra. “No debe estar muy lejos el otro”, dijo.
“Busquémoslo”. Ciertamente, bajo una palmera shapaja, afuera, en la orilla del
bosque, se hallaba durmiendo enroscada, con fuertes ronquidos, otra de estas
terribles fieras; la tenía enfocada mi linterna, y Catahú, no se sabe por qué, a pesar
de su admirable maestría, falló el tiro a la cabeza; la víbora se desenroscó, y furiosa
vino hacia nosotros, dando coletazos a diestra y siniestra contra el suelo y la lluvia.
Catahú me dijo: “¡Alumbra mejor, Benito!” y le destrozó la cabeza con un segundo
disparo. Ya la lluvia iba muriendo por el valle, por el bosque, oíase su débil rumor,
su lejano rumor.
Amanecimos velando los cadáveres ensangrentados de los chushupes.
—Fue un milagro que estas víboras con cara y ojos de perro no nos destrozaron
—dijo Manuel Ríos.
—Así es —dijo Lisha Catahú—. Las malditas vinieron del bosque por entre la
lluvia buscando abrigo para su sueño.
—Y menos mal que una de ellas se quedó bajo la palmera shapaja.
—Así es.
Llevamos los chushupes colgados de unos palos al campo de fútbol, agitándolos
como banderolas, y ganamos el partido, después de dura brega con el adversario y
el barro; teníamos barro, fango, hasta en los ojos.
Y celebrando el triunfo, bebimos mucho aguardiente de caña toda la noche, a
cielo abierto. Lisha Catahú ejecutó “La danza del chushupe”; en el centro del ruedo
que formamos, Lisha, con los feos chushupes muertos en las manos, bailaba
imitando el ataque de esas víboras al hombre, a saltos, a la carrera, extendiendo
y recogiendo los brazos, con rápidas vueltas, castañeteando los dientes, danzaba,
danzaba, danzaba Catahú, al son de una flauta tocada por uno de los compañeros
y el jaleo endiablado de los demás, hasta que todos, ya muy ebrios, bailamos junto
con Catahú la danza de la víbora, dentro de la oscura noche florecida, a ratos, de
luciérnagas ayañahuis, “ojos de los muertos”.
628 Voyá

Barrio

A las once de la noche sonó el teléfono de la comisaría. Cogió el auricular un


detective.
—Aló… Sí, la comisaría… ¿Un hombre destrozado a hachazos? ¿Muriéndose?
¿Dónde?... Deme la dirección… Sí, apunto… Calle José Baca 259… Distrito del
Rímac… ¿Un bar restaurante?... Voy en seguida.
El policía de investigaciones voló hacia el lugar en un automóvil. Había mucha
gente curiosa en el pequeño bar. Un hombre sumamente ebrio agonizaba en el
suelo, con heridas sangrantes en los hombros, en el cuello, en los brazos, en la
cara. El policía recogió al moribundo y se lo llevó volando en el automóvil a un
hospital. Retornó inmediatamente al bar.
Dos amigos íntimos comenzaron a beber desde temprano ese sábado en aquel
bar. Bebían conversando, riéndose a carcajadas, chocando los vasos en el aire. La
madre de uno de ellos, ni muy joven ni muy vieja, era una de las tantas alcohólicas
del barrio. Luego de haber consumido gran cantidad de cerveza, casi al anochecer
ya, el hijo de aquella mujer habló al amigo:
—Me he olvidado, cholo, de mi negra. Ya no la llevaré al cine. Pero voy a verla…
Regreso… Espérame… No te vayas a ir…
—No demores… Aunque demores, te espero… La noche es nuestra…
Aquel tardaba, y este esperábale en la misma mesa bebiendo a largas pausas
y fumando. La rocola daba una serie de huainos, pedida y cancelada por algún
parroquiano oriundo de la Sierra.
Entró la madre del ausente, medio borracha, y el amigo la invitó a su lado. A
ella no le gustaba la cerveza, bebió varias copas de pisco. El joven la conocía mucho,
tanto que aprovechando su inconsciencia alcohólica la llevó en dos oportunidades
a su cuarto que se hallaba no muy lejos; y en esta ocasión la llevó también. Como
estaba demasiado ebria, la dejó en la cama cerrando con llave la puerta, y él se fue
al mismo bar y a la misma mesa.
Francisco Izquierdo Ríos 629

Los escasos parroquianos, perturbados por el alcohol, no se fijaron en la


ocurrencia. Solo el dueño y el mozo del bar, pero no le dieron importancia, además
tales casos eran frecuentes.
—Discúlpame —le dijo al felón el amigo, apareciendo—. Mi negra no quiso
soltarme… He demorado… Pensé que ya no me esperabas… Eres buen amigo…—y
pidió dos botellas de cerveza.
Bebían, fumaban y conversaban.
—Oye, tengo una mujer en mi cuarto —le susurro aquel.
—¿Una mujer?
—Si quieres, aquí tienes la llave. Pero mi cuarto carece de luz... La mujer está
en la cama, borracha.
—Dame la llave… Me esperas.
—Te espero —le aseguró aquel, dándole la llave sigilosamente.
Después del acto la mujer y el hombre salieron, y cuál no fue el horror al
reconocerse, ante la luz de la calle... Madre e hijo... La madre se perdió en las
sombras y el hijo corrió como un loco a su casa por un hacha... Mientras tanto el
infame, asustado un momento por lo que había hecho, quiso escapar, pero luego
optó por quedarse, pidió una botella más de cerveza.
Irrumpió en el bar, hacha en alto, el ofendido y sin que nadie pudiese contenerlo
cortó como a un tronco al miserable, llorando de rabia.
—¡Con mi madre! ¡Con mi madre! ¡No puede ser! —gemía en un rincón del bar
el infeliz, con el hacha ensangrentada en la mano... Se entregó al policía.
La madre murió después de un año de dormirse borracha en las aceras, se
murió en una de estas. El hijo, luego de dos años de cárcel, salió indultado. El otro,
aunque parezca increíble, salvó de la muerte, se le ve por las calles sin brazos y el
rostro como una horrible máscara, con un ojo apagado.
630 Voyá

Los decentes

L a vida del profesor jubilado Flavio López es como un libro de cuentos, por
las impresiones de ambientes, incidencias, personajes variados que contie-
ne; debido, por cierto, a que de acuerdo con su profesión López tuvo que
trabajar en diferentes lugares, y también a su manera de ser, quizá más se deba a
esta, pues don Flavio ha sido y es todavía un hombre inquieto, muy amiguero,
alegre, travieso, amante de las fiestas, de aventuras.
Era director de la escuela de un pueblo del lejano valle de Guayabamba, así
como su primo Toribio López de otro pueblo del mismo ámbito geográfico. Se
recibieron de profesores normalistas en el Instituto Pedagógico Nacional de Lima, y
hostilizados en su labor progresista por el caciquismo politiquero de Moyobamba,
su ciudad natal, en la Selva Alta, fueron removidos a ese valle trasandino, de
extraordinaria naturaleza, pero pavorosamente aislado y muy atrasado, en
consecuencia; una de las más atrasadas comarcas.
Aparte de su riqueza frutal, naranjas, guayabas, piñas, uvas y otros peculiares
matices, el valle de Guayabamba se caracterizaba porque todas las casas tenían
trapiche al lado con extensos cañares; la elaboración de aguardiente era general,
de modo que se bebía mucho y más aún en las fiestas.
Elevado el anchuroso valle a la categoría de provincia, fue nombrado inspector
de enseñanza de la misma el profesor Flavio López.
Ya, a fines de diciembre, terminada la labor escolar del año, el inspector
López esperaba en Mendoza, capital de la provincia, para viajar de vacaciones
a Chachapoyas, capital del departamento, a su primo Toribio y a su compadre
Napoleón Velásquez, profesores de valle adentro. Los alojó en su pensión.
De los tres jóvenes el más joven era Flavio, y el de más edad, Velásquez, natural
de Chachapoyas, donde había protagonizado una aventura de película: se robó
a la muchacha más bella de la alta sociedad, hija engreída de una millonaria
familia terrateniente. Un petimetre, gustábale vestir con elegancia, aprovechando
Francisco Izquierdo Ríos 631

también que su padre era sastre; además, Velásquez tenía buena figura, mucha
labia, habilidad de bailarín. El rapto de la muchacha constituyó un gran escándalo.
Encontrados los amantes en su escondite, la cueva de un cerro próximo, los padres
de la “Julieta” le dieron calladamente una paliza al “Romeo”, y enviaron, también
calladamente, a la hija a Lima, no podían ni pensar en casarla con el plebeyo
seductor.
Días antes de viajar de Chachapoyas como profesores al valle de Guayabamba,
Velásquez le hizo padrino de uno de sus tantos hijos ilegítimos a Flavio López.
El otro López, Toribio, eran tan mujeriego y tan bebedor como Velásquez.
Atributos en los que no iba muy a la zaga también Flavio, quien, por esa época, se
podría decir estaba comenzando a vivir plenamente.
Napoleón y Toribio sugirieron a Flavio que, como inspector de enseñanza,
hablase al jefe de recaudación para que les pagara sus haberes de diciembre en curso,
mes ya prácticamente vencido. El funcionario, amigo de ellos, les manifestó que
podría hacerlo pero con orden de la Oficina Recaudadora Central de Chachapoyas,
puesto que allí se abonaban sus sueldos a todos los maestros del departamento. La
central dio respuesta favorable a la solicitud telegráfica del inspector de enseñanza,
y el jefe de Mendoza les pagó sus haberes, parte en metálico y parte en billetes,
que no sumaban mucho; verbigracia los normalistas López recibieron cada uno
170 soles, y Velásquez, maestro sin título, 60 soles. Pero con esos sueldos vivían, o
sobrevivían, los maestros.
Velásquez, como ya se dijo, se preocupaba por su atuendo. De suerte que lucía
traje de montar, botas, casco blanco y poseía un hermoso caballo pelirrojo de fino
paso.
En Mendoza estos hombres pasaban el tiempo bailando, enamorando y
bebiendo. Por la noche navideña de la Misa del Gallo, Flavio se llevó una tremenda
sorpresa: descubrió a sus compañeros en la iglesia, totalmente ebrios, colaborando
en los ritos religiosos, Velásquez agitaba el incensario junto al cura, también
borracho, y Toribio hacía dúo al chantre, también borracho, en el elevado tabladillo
opuesto al Altar Mayor. Todos los asistentes estaban embriagados, el subprefecto, el
juez, el jefe militar, el alcalde; hombres y mujeres del pueblo. Y al amanecer salió la
procesión por la Plaza de Armas con el anda tambaleante a causa de sus cargadores
inecuánimes; Toribio López y Napoleón Velásquez portaban centelleros, después los
tunantes aparecieron en la pensión cantando villancicos, simulando ser bíblicos
pastores del portal de Belén, y se durmieron. Por la noche hubo baile general en la
Plaza de Armas, al son de una banda de músicos beodos; lanzamiento al espacio
de grandes globos de papel coloreado; cohetes. Toribio, Napoleón y Flavio bailaban
huainos y marineras sobre la hierba de la plaza, como unos descosidos, con las
bellas mujeres que atesora el pueblo de Guayabamba, y bebían el aguardiente de
caña que los campesinos les invitaban a menudo en copas de cuerno, sacando de
botijas de cuero guardadas en sus pequeñas alforjas.
Asomando el sol partieron a Chachapoyas; Velásquez en su hermoso caballo, y
los López en mulos alquilados. Napoleón iba adelante, en seguida Flavio y detrás
632 Voyá

Toribio; al decir de Toribio y Napoleón, “llevaban en lugar de honor al inspector de


enseñanza”. Por todas partes oíase: “¡Se van los maestros! ¡Se van los maestros!”,
y en el largo callejón formado por los cercos de tierra apisonada y árboles frutales
de las casas dispersas, aisladas, salían a las tranqueras los moradores a despedirlos,
con obsequios de gallinas, pavos, cuyes, huevos, que los viajeros agradecían y no
aceptaban, aceptando, sí, los brindis de aguardiente de caña en las copas de cuerno,
y algunos les metían en las alforjas botijas de ese licor, diciéndoles: “Fiambrito para
el camino, maestro”.
Al término del callejón de las floridas viviendas, Flavio, Toribio y Napoleón
estaban mareados, condición que hizo borrascosa crisis durante la travesía ser-
penteante por el empinado cerro, en cuya cima, de donde se ve la llanura ensom-
brecida de vegetación de Guayabamba, se apearon a duras penas y bebieron más
aguardiente de las botijas. Loca borrachera, “borrachera de camino”, llamada así
para distinguirla de las otras comunes; “borrachera de camino”, en la que en el
alma del hombre se funden con el alcohol el aire, los vastos espacios, la sombra de
los árboles, el canto de los pájaros, el olor a barro, a ciénaga, a lluvia, el rumor de
los manantiales, toda la magia de la tierra.
Tanto que Napoleón, Toribio y Flavio ya no pudieron ni montar sus cabalgaduras,
y a tontas y locas se metieron en el camino que cruza una planicie cordillerana
medianamente elevada, arreando a las bestias a gritos y patadas, cayéndose y
levantándose; hechos unos demonios en un camino endemoniado, con sectores
fangosos, revoltijos de lodo, barro, piedras, palos de calzadas deshechas, zanjas...,
oscuros grupos de palmeras, donde, según el pueblo, vive el diablo y, por tanto,
temidos; una que otra chacra distante con escaso ganado y perros que ladran. A la
altura de un bosquecillo marginal a Velásquez se le ocurrió arrojar de la faltriquera
a ese bosquecillo su dinero a puñados, exclamando: “¡La vida no vale nada!”, “¡La
vida no vale nada!”; actitud que imitaron Flavio y Toribio, también exclamando:
“¡La vida no vale nada!”, “¡La vida no vale nada!”, y así continuaron los tres locos,
lanzando al bosquecillo hasta sus relojes de pulsera. Velásquez, sin embargo, se
olvidó de tirar su casco.
Seguramente que por el instinto de conservación, tan poderoso, a estos
hombres enloquecidos de alcohol no les ocurrió nada grave en ese dilatado camino
de infierno; aparte de caídas, hasta de cabeza, en el barro, en el lodo, en los fangos,
y una tormenta con viento, rayos, truenos y lluvia, ante la que no se sabe cómo
atinaron a ponerse los ponchos enjebados. Y lo más singular: no se extraviaron,
pese a los muchos caminos que como brazos salían de la vía central hacia otros
lugares.
A eso de más de la medianoche, dentro de una oscuridad espantosa, se les despejó
algo la mente, se iban pues librando de los diabólicos efectos de la “borrachera de
camino”, y montaron sus cabalgaduras, entrando así, jinetes, por el largo puente de
madera y techo de paja sobre un río torrentoso, en el pueblo andino de Tucupampa,
que se diseñaba por entre la niebla. Encamináronse a una casa con débil luz. Se
apearon ante la puerta; salió a recibirles el dueño, cargado de tragos, Ángelo Rumachi,
director de la escuela del lugar y conocido por los extraños viajeros embarrados.
Francisco Izquierdo Ríos 633

—Ustedes parecen diablos emergiendo de las tinieblas —les dijo Rumachi,


riéndose a carcajadas—. Y llegan oportunamente, pues estamos de baile.
Rumachi era vozarrón, efusivo, eufórico, inteligente, pero, por desgracia, poco
a poco iba cayendo en el abismo del alcohol. El mal de los pueblos... Sus huéspedes
querían comer y dormir, más que comer, dormir; sin embargo, Rumachi les hizo
beber y bailar.
—Maestro —pidió al violinista— toque un huaino para que zapateen nuestros
ilustres amigos—. Estos, nuevamente con licor en la sangre, retomaron sus bríos.
—Vamos a dar una serenata a la telefonista —dispuso, más que sugirió Ruma-
chi.
El canto de los gallos horadaba la niebla.
El violinista tocó un yaraví frente al balconcito de la oficina del servicio
telefónico, que a la vez era domicilio de la empleada. Como esta demoraba en abrir
la puerta, Rumachi le pidió a voces que lo hiciera, considerando la presencia de
distinguidos personajes que acababan de llegar a Tucupampa y querían conocerla.
El violinista, un eximio músico popular, le dedicó el vals-triste “Si dos con el
alma…”, coreado malamente por la embriagada comparsa.
Si dos con el alma
se amaron en vida,
y al fin el destino
separó a los dos.
Brilló la lámpara. Se abrió la puerta. Apareció la telefonista, una linda muchacha
de copiosa cabellera negra, con ojos soñolientos, luego su prima, otra bella muchacha,
que la acompañaba. La jarana, con marineras, huainos, valses, siguió en la oficina
hasta el amanecer. Todos se disputaban a la garbosa telefonista, pero esta mostró
inclinación marcada hacia el joven inspector de enseñanza Flavio López, quien al
calor del entusiasmo le ofreció matrimonio.
Durante el opíparo desayuno en casa de Rumachi, este habló a sus huéspe-
des:
—Ustedes han llegado a mi pueblo como anillo al dedo. Pues han de saber que
mañana pasa por aquí el prefecto de Moyabamba, acompañado de un batallón
de guardias civiles, que por primera vez van a esas tierras amazónicas; vienen
de Lima. Y yo con las demás autoridades, gobernador, alcalde, hemos acordado
recepcionarlos como es debido; entonces qué mejor que ustedes nos acompañen
en ese recibimiento, para que esos señores aprecien que también hay hombres
decentes en Tucupampa. No permito ninguna objeción, ninguna negativa, pues
yo mando aquí. Además ustedes están en condición de secuestrados. Yo les tengo
secuestrados. No importa que carezcan de dinero, yo les he de dar todas las
facilidades para su viaje a Chachapoyas. Así que, caballeritos, tiene que cumplirse
lo que acabo de decirles. ¡Salud, un buen trago!
Toribio, Napoleón y Flavio se miraron inquietos; ellos querían cuanto antes
reanudar su viaje a Chachapoyas, valiéndose del apoyo que podría brindarles,
634 Voyá

precisamente, su amigo y colega Angelo Rumachi. Pero comprendieron que no les


quedaba otra alternativa.
—Como he dicho —volvió a hablar Rumachi—, quiero demostrar con ustedes
a ese prefecto y a sus acompañantes que en este mi pueblo hay también hombres
decentes... ¡Salud, otro buen trago!
Nuestros personajes continuaron bebiendo en el día y la noche, con nuevas
visitas a la telefonista. Y por la madrugada, uno de los decentes, Velásquez, en el
dormitorio general, se deslizó sigilosamente a la cama de la hermana de Rumachi,
con el propósito de violarla, siendo rechazado por la mujer, sin escándalo. Velásquez
salió a vagar por el pueblo con neblina. Fue tras él Flavio López, el único que se
percató de lo ocurrido, ya que se hallaba despierto.
—Eres un bárbaro —le dijo a Velásquez, cogiéndolo del brazo.
Aquel permanecía callado.
—Tu procedimiento es reprobable —le siguió diciendo Flavio—. No tienes
perdón, compadre.
Después de un lapso de silencio, Velásquez dijo:
—Sí, estoy avergonzado, avergonzadísimo. ¿Qué me aconsejas, compadre?
—El asunto, como dije, es delicado, sumamente delicado. Irte en fuga de la
casa de Rumachi no es recomendable.
—Pero yo quisiera largarme en este momento en mi caballo a Chachapoyas.
¡Desaparecer!
—No. Creo que debes continuar junto con nosotros, en la casa de Ángelo,
como si nada hubiera sucedido, con mucha cautela, depende del comportamiento
de la hermana de Rumachi, es una mujer con hijos de distintos padres, ha podido
reaccionar violentamente cuando te acercaste a ella, y no lo hizo. Esperemos,
pues.
La mujer sirvió el desayuno calladamente, mirando, a veces, de soslayo a
Velásquez. Profunda tristeza había en los negros ojos de esa mujer.
Por la media mañana partió la cabalgata a dar la bienvenida al prefecto y
compañía en el camino. Eran como veinte, quienes, por la llovizna, iban con ponchos
de lana en su mayoría, y con ponchos enjebados los López, Velásquez, Rumachi y
algún otro. Todos estaban borrachos; habían comenzado a beber desde temprano;
llevaban aun en las alforjas botellas de cañazo para el camino y para brindar a los
viajeros. Toribio López, enajenado por el alcohol, espoleó su caballo en el puente
para arrojarse al río “como el héroe Alfonso Ugarte al mar acosado por el enemigo”,
pero fue contenido por el gobernador, un recio cholo con sombrero alón, quien para
ello, se apeó velozmente; Toribio enfundado en el pardusco poncho enjebado con
caperuza, parecía El Señor de la Buena Muerte, quizá no se parecía, pero Velásquez
decía que sí. Bebiendo más de rato en rato a boca de botella, prosiguieron por el
camino pedregoso que culebreaba casi paralelamente al río turbulento a través del
encajonado de cerros. Iban tan borrachos, al punto que cuando, después de varias
Francisco Izquierdo Ríos 635

horas de caminata, se encontraron en una de esas curvas con la comitiva oficial, un


guardia civil les mintió que el señor prefecto venía detrás, no muy lejos.
El prefecto y sus acompañantes también iban borrachos, otros guardias civiles
rezagados les dijeron lo mismo:
—El señor prefecto está acasito no más.
Entonces Toribio López lanzó un sonoro “ajo”, y se iba a armar un lío de los
diablos, no se armó por la intervención de un sargento, que reconoció a Toribio
López, pues era también de Moyobamba, y habían sido compañeros de colegio;
finalmente el policía, menos borracho que los demás, evitando cualquier compro-
miso con el paisano y amigo picó espuelas a su caballo, luego de manifestar que el
prefecto estaba “ahí cerquita no más”.
Al atardecer ya, siempre ligeramente lluvioso, llegaron fatigados a la cumbre de
una meseta pelada, una oscura meseta rocosa, de donde se veía un amplio valle
florido; desmontaron allí, se sentaron en cuclillas cogiendo a sus animales de las
riendas, bebieron más a boca de botella, y el gobernador y el alcalde se pusieron
también a masticar coca mezclándola con cal; luego de una rápida deliberación,
acordaron volver. Arribaron a Tucupampa con la noche y una lluvia torrencial.
—El prefecto ha llegado con los guardias civiles a las seis de la tarde —les
informaron en la casa de Rumachi—. En ese cuarto con luz está hospedado, y en
otras casas del pueblo los guardias civiles. Han preguntado por las autoridades.
El gobernador y el alcalde, como si la borrachera se les hubiese esfumado,
corrieron a ponerse a las órdenes del jefe de la guardia civil.
—Tenemos que ir a dar la bienvenida al prefecto —ordenó Rumachi.
—No puede ser —opinó Flavio López—. Estamos muy ebrios.
—¡Cómo, no puede ser! —rugió Rumachi, proveyéndose en su casa como pudo
de cuatro zancos, para Flavio y Toribio López, para Velásquez y para él.
Y por entre la lluvia y la pampa acuosa se fueron los atorrantes rumbo al cuarto
con luz; parecían seres extraterrestres, con sus ponchos enjebados y altos zancos.
Al ingresar en el cuarto Rumachi tropezó con el zanco en el umbral un tanto
elevado y cayó de bruces encima del prefecto gordinflón, que en ese momento se
hallaba solo, aCostado en una tarima; el cuarto era pequeño, estrecho; los López
y Velásquez se quedaron afuera. El prefecto; en una mona fenomenal, trataba de
agarrar sueño; no reaccionó ante la brusca caída de Rumachi sobre él, y Rumachi
tampoco podía levantarse, de modo que sacudiéndole de los cabellos al prefecto
le dijo:
—¿Estás sano para visitarte?
Y aquel apenas movió la cabeza negativamente; no podía ni hablar. Y Rumachi
siguió diciéndole:
—Hoy mismo tienes que atendernos, porque mañana temprano se van a
Chachapoyas los distinguidos señores López.
636 Voyá

—¡Velásquez también! —completó Napoleón, metiendo la cabeza con casco al


cuarto.
Y el prefecto continuaba inmóvil, mudo.
—Pobre gordito —le dijo entonces Rumachi, cogiéndole de la barbilla—. No has
debido beber hasta este extremo.
Mientras tanto, los guardias civiles, haciendo disparos al aire, perseguían
mujeres por el pueblo cerrado de noche y lluvia.
Francisco Izquierdo Ríos 637

Soledad
A Róger Rumrrill

E l monstruo entró en el tambo abierto, sin paredes, a eso de las cuatro de la


tarde, y todo sucedió en unos segundos.
Celina ante el monstruo no pudo hacer más que apretar contra el pecho a
su hijo de cinco días de nacido. La boa, de treinta metros, lengua afuera y los ojos
relucientes, se subió a la cama, y anudando la cola en una viga como punto de
apoyo enrolló con su largo cuerpo a madre y niño, volviéndolos una masa informe,
se desprendió de la viga, cayendo totalmente sobre la cama de palos, destrozándola,
cubrió con su baba la masa sanguinolenta, luego encogióse hasta cobrar un enorme
volumen y se tragó aquella bola de carne y huesos, desapareciendo en seguida por
la chacra y el bosque.
En la soledad entardecida del platanal y del tambo quedó una sensación rara,
un olor raro, a fango, a pantano, a boa.
Y así lo percibió Rufino Huayachi cuando se acercaba a su querencia, con dos
paujiles que mató en el bosque. Había ido a cazar para complacer a Celina, recién
parida, que se antojó tomar un caldo de aves de monte.
Apresuró el paso, distinguiendo, con asombro, los destrozos en el interior
de su tambo. Entró en él, la cama de palos era un desordenado montón; no se
hallaban su mujer y su hijito; descubrió sangre y porciones flemosas, la baba de la
boa... Todo el tambo trascendía a boa.
Rufino comprendió lo ocurrido, y rompió a llorar. ¡Su mujer y su hijito tragados
por una boa!... No debió haberlos dejado en esa soledad.
Reaccionó, decidiendo buscar a la serpiente y matarla, hacerla pedacitos. Estaría
en algún lugar del bosque, enroscada, durmiendo, digiriendo a su mujer y a su
Jorgecito... ¡Sus seres más queridos dentro de la barriga de una boa! La encontraría
donde estuviese... Revisó su carabina Winchester, la cargó de todas las balas, cogió
su largo machete y un hacha. Comenzó a seguir las huellas del monstruo, desde la
casa; no le fue difícil, pues el surco de su desplazamiento era visible por en medio
638 Voyá

de la chacra, con troncos de plátanos tumbados, hacia el riachuelo. “La maldita ha


bandeado el riachuelo”, se dijo Rufino, y lo cruzó también él, encontrando en la
otra margen el surco del cuerpo de la fiera.
Anochecía ya, y a poco apareció la luna. Rufino prosiguió tras la huella del
monstruo por entre los árboles del bosque, con algunas plantas aplastadas y
bajas ramas de palmeras rotas. Exigua luz de luna penetraba en el abismo vegetal.
Una que otra ave pasaba aleteando y chillando por sobre la cabeza de Rufino.
Este, endurecido como el acero, continuaba la búsqueda del monstruo. Hasta
que lo ubicó dentro de un palmeral... La boa, enroscada, dormía, desbrozando a
coletazos las tiernas palmeras se hizo un espacio, en ese espacio parecía un colosal
rollo oscuro... la luna iluminábala parcialmente... Rufino Huayachi estaba frente
al monstruo, pisando firme le apuntó el arma a la cabeza, y sin más demora le
descerrajó dos tiros; la boa, cegada de sangre, se desenroscó, elevándose a cierta
altura y cayendo pesadamente, chicoteando con la cola las palmeras. Huayachi,
desde prudente distancia, le acertó dos tiros más en el cuello vulnerable, se cuidó
de no balearla en la panza donde se hallaban su mujer y su hijo... en la panza
abultada... La boa se estiró, palpitante de agonía. Rufino Huayachi la contemplaba,
lista la carabina, la gigantesca boa quedó inerte. Convencido de que ya estaba
muerta, Huayachi se le acercó con el machete y el hacha, y empezó rabiosamente
a cortarla en pedacitos, menos la panza, que procuró abrir suavemente con el
anhelo de encontrar siquiera el rostro de sus seres queridos, sino enteros, por
lo menos partes de sus rostros, de su hijo encontró solo un piececillo, y de su
mujer una sección del cráneo con un poco de cabellera... La luna alumbraba ya la
escena completamente por el ámbito abierto del palmeral. Recogiendo en anchas
hojas de bijao los restos sanguinolentos y flemosos, Huayachi volvió a su tambo;
amaneció velando esos restos ante una mortecina lámpara de aceite; los enterró a
un Costado del tambo, con una cruz de palos coronada de flores silvestres. Y él se
fue de la querencia para siempre.
Francisco Izquierdo Ríos 639

Puscas

L o colocaron contra la pared, frente al mar; y el italiano le disparó entre los


ojos, matándolo instantáneamente.
No había otra alternativa.
Difícil fue llegar a esa decisión. Pero el fusilamiento era más expeditivo que el
veneno. Con el veneno, su agonía hubiera sido lenta, angustiante.
Nadie de la casa tuvo valor para matarlo. Recurrieron, entonces, al vecino Hugo
Bruni, de Sicilia, radicado años en el lugar; cazador de oficio, dueño de toda clase
de armas. Al comienzo, Bruni no aceptó la solicitud. Pero, después de cierto lapso,
tocó la puerta, pistola en el bolsillo..., y él y uno de los más entrañables amigos de
la víctima llevaron a esta a la orilla del mar que no se encontraba lejos. Serían las
cuatro de la tarde.
La víctima les siguió mansamente, penosamente, halada con una soga. El es-
peso mechón gris, como siempre, le cubría parte de los ojos azules ahora opacados
por la enfermedad.
El estampido del arma, que oyese en la casa, estremeció a sus moradores.
Algunos lloraban. Sobre todo el pequeño Osmán, compañero de andanzas de la
víctima.
—No había otro camino —recalcó el padre de la familia, paseándose—. No
debía seguir sufriendo más.
Eleodoro, un tanto mayor de su hermano Osmán, que fue con Bruni, volvió; y
adentro, sentándose en el sofá, rompió a llorar, con las manos sobre el rostro.
—Me miró, me miró, como pidiéndome auxilio —decía—. Nunca olvidaré sus
ojos… ¡Y yo mismo haberlo llevado para que lo maten!
—Cálmate, hijo —le habló doña Lorenza, su madre—. Cálmate. Ante cosas sin
remedio no queda sino resignarse.
640 Voyá

Osmán se cogió a su madre, llorando. En la pared de la sala aparecía el retrato


al óleo de la víctima, hecho por Eleodoro que tenía vocación de pintor.
—Bueno. ¡Ya basta! —dijo el padre de la familia, pidiendo una taza de café a la
empleada Marcia.
La joven empleada, secándose las lágrimas con su delantal, sirvió el café a don
Santiago en el comedor.
—¡Qué pena, señor! ¡Qué pena!
—Sí, Marcia. Una tremenda pena.
En su aledaña tienda comercial, el italiano Bruni tampoco se hallaba tranquilo.
Bebió una copa de coñac. Y él que, como se oía decir, mozalbete aún integró la
pandilla de un feroz bandido en Sicilia.
El perro Puscas fue fusilado exactamente a los diez años de edad. Había contraído
una enfermedad, según el diagnóstico del médico, incurable y transmisible al
hombre.
Un amigo de infancia de Eleodoro le obsequió el perro todavía cachorrito con
abundoso pelo ceniciento.
Eleodoro y Osmán le pusieron el nombre del entonces celebre futbolista
húngaro Pascas; incorrecto, desde luego, pero cosas de muchachos al fin.
Puscas fue enlanándose más, extensa y densamente por todo el cuerpo, tanto
que le peinaban todas las mañanas, arreglándole de modo especial el mechón
para que no le ocultara completamente los ojos. Labor que realizaba doña Lorenza,
como si se tratará de uno de sus hijos.
De mediana talla, cuando andaba, y siempre lo hacía a rítmico trotecillo, Puscas
parecía un montón, una plomiza masa de pelos en movimiento. Era famoso en
el barrio; todos lo querían. Y aun los visitantes de la casa expresaban a los dueños
su interés de comprarles descendientes cuando los tuviera; entre ellos, un clérigo
hasta quiso llevárselo por un tiempo a su convento para hacer cría con una perra
semejante a Puscas, que aquel manifestaba haber en el monasterio. Osmán y
Eleodoro se negaron rotundamente al deseo del fraile.
Con la vida y aventuras de nuestros personajes se podría hacer un libro de
nunca acabar, por idea de Osmán celebraron el primer cumpleaños de Puscas.
Fueron invitados algunos perros del vecindario, que asistieron conducidos por
sus dueños infantiles; bien limpiecitos, con una cinta en el pescuezo y un hueso
por regalo. Puscas presidía la interesante reunión en torno de la mesa. Los niños
cantaron “Feliz cumpleaños”, e hicieron apagar a Puscas la velita colocada sobre un
hueso al medio de la torta.
Eleodoro y Osmán solían pescar con anzuelo en el cercano mar. Una mañana
les siguió Puscas, pese a que no querían llevarlo, por las molestias que podría
ocasionar a los demás pescadores..., pero Puscas, corriendo, se les adelantó... y de
frente se fue a orinar, alzando la pata, en la espalda de un pescador sentado en la
orilla, el agraviado, amigo de los muchachos, se rió de la ocurrencia del perro.
Francisco Izquierdo Ríos 641

Ha pasado ya mucha agua bajo los puentes, y Eleodoro y Osmán son hombres
con numerosos hijos, a quienes cuentan de vez en cuando los sucesos que vivieron
en su infancia con el extraordinario perro, y el dolor de su muerte, evocación que
se hace más patética con el retrato ejecutado por Eleodoro, que aún está en la vieja
sala, de donde el noble animal parece mirar, como si estuviera vivo, por entre las
hebras de su particular mechón gris.
642 Voyá

Voyá
A Juan Francisco Valega

V agaba aquella mujer por la ciudad, entrando en cualquier casa al aguijón del
hambre o la sed, y después de saciar estas necesidades, se retiraba diciendo:
“Voyá”, o sea “me voy ya”.
Por eso la conocían como la Voyá.
Nadie sabía de dónde era. Cierto rumor insinuaba que había llegado a la ciudad
de un pueblo de Selva adentro, luego de un naufragio en uno de los ríos de la canoa
en que iba con toda su familia; solo ella se salvó, nadando. Quedó atontada.
El hecho es que de repente se vio a esa mujer en las calles de la ciudad. Aun
cuando llovía, andaba con un viejo paraguas de colores que alguien le regaló.
Como era inofensiva, no preocupaba ni a la policía. Hubo gente que quiso
conquistarla para su servicio doméstico, pero la Voyá rehusaba esa clase de
caridades. En las afueras de la población, bajo un frondoso mango solitario
construyó su refugio, pegado al tronco del árbol, con palos, latas y esteras; allí se
metía por las noches a dormir.
Aceptaba los trajes usados que algunas mujeres le ofrecían con los que por
lo menos cubría sus desnudeces. Eso sí, no tenía zapatos, como casi todos los
pobladores de la Selva.
—Voyá —decía al salir de una casa, o sea “ya me voy”, “adiós”.
En los velorios se amanecía sentada en un rincón y acompañaba el cortejo fúnebre
hasta el cementerio. Despedíase allí de los concurrentes: “¡Voyá, voyá, voyá!”.
También en las fiestas, en los bailes, se acomodaba en un rincón, sonriendo.
Algunos le hacían beber, y borrachita se alejaba exclamando su melancólico voyá.
Durante las tempestades nocturnas, no faltaban mujeres sobre todo que
condolidas se acordaban, desde sus lechos seguros y abrigados, de la abandonada
mujer, pero esta, al clarear el día, se hallaba ya trajinando las calles.
¡Voyá! ¡Voyá! ¡Voyá!
Francisco Izquierdo Ríos 643

Era como un ave, como una golondrina. Una vez enfermó gravemente, perso-
nas bondadosas la llevaron al hospital, de donde al sentirse aliviada, salió por la
ventana diciendo sencillamente voyá. No podía estar encerrada.
Era como un ave, como una golondrina. ¡Voyá! ¡Voyá! ¡Voyá!
Sabía cantar. A veces cantaba en la puerta de su refugio, con la cabellera
desgreñada.
Yo soy como un río
que nunca deja
de correr…
pero quisiera ser madre
para un niño mecer
para sentarme
a mi niño a mecer.
¡Huahua huahua! ¡Huahua huahua!
Pero seguía siendo como un río que nunca deja de correr, jamás tenía reposo,
era una andorinha como los brasileños llaman a la golondrina. Y el tiempo fue
pasando, y ella envejeciendo.
¡Voyá! ¡Voyá! ¡Voyá!
Otro relato insinuaba que enloqueció de amor en un pueblo perdido en la
Selva, lejos, muy lejos... Enloqueció de amor cuando su amante fugó una noche a
Iquitos con otra mujer en una balsa por esos ríos, y el niño que nació de ese amor
había muerto.
De pronto, en cualquier parte, imitaba a la perfección el canto de los pájaros,
aun el rugido del tigre, entonces los chicos la rodeaban, y ella después se iba
diciéndoles; “Voyá”.
Otra historia refería que esta mujer escapó de una salvaje tribu de indios
selváticos que la tenían muchos años cautiva.
Asimismo, otra versión sugería que fue la mujer de un extractor de caucho, a
quien asesinaron sus propios compañeros en la profundidad de los bosques para
arrebatársela, y ella violada, ultrajada, logró evadirse.
En fin, una mujer de la Selva que de repente apareció en la ciudad. Una mujer
que escapó de la Selva, de sus pantanos, de sus lianas, de sus raíces sobresalientes
de los grandes árboles, de la inmensa sombra verde, de sus oscuros dramas
humanos, de los tigres, de las víboras.
Una mujer de la Selva alucinada, alucinante.
Mucho tiempo vagó por las calles de la ciudad, despidiéndose de las casas:
“¡Voyá, voyá, voyá!”.
Y cierta noche de veras se fue definitivamente.
Una violenta pulmonía apagó la lámpara de sus ojos en la soledad del refugio,
y dicen que murió diciendo opacamente: “Voyá… ya me voy”.
644 Voyá

Increíble

¡ Las cosas que suceden! Creo que fue Dostoievski quien dijo que en la vida
ocurren hechos que superan toda fantasía.
He aquí lo que contó a Eusebio Nole un chofer de plaza. Nole tomó un taxi, se
sentó al lado del chofer y fuéronse a lo largo de la avenida por entre el laberinto
de carros y peatones. En uno de los tantos cruces había inquieto público, algunos
policías, un camión detenido. El chofer logró pasar su taxi por un Costado,
diciendo a Nole:
—Un atropello, con muerte.
—¿Un muerto?
—Sí, está cubierto de periódicos en la pista, al medio del grupo de curiosos.
¿No lo vio?
—No —y se estremeció Nole, iba pensando en quién sería la víctima: un niño,
una mujer, un anciano. Eran las tres de la tarde.
Y el larguirucho taxista pecoso al correr de su automóvil fue contando a Nole:
—Yo también atropellé a un hombre. Serían las cuatro de la mañana.
Prácticamente mi automóvil pasó por encima del peatón, arrastrándole un trecho.
Paré el vehículo. No había policía. Pero detuve el carro, con el fin de conducir a
la víctima a un hospital o una clínica y luego dar cuenta a la policía. Actué así
por sentimiento humanitario, pues pude haberme fugado dejando al muerto en
la pista, ya que casi nadie había en el lugar. Usted sabe, aunque uno no tenga la
culpa, la serie de complicaciones que trae un caso así: el dosaje etílico, la cárcel,
juicio, los abogados, el juzgado, el Palacio de Justicia, los gastos. Y un hombre pobre
como yo, con numerosa familia. ¡Mi cabeza se volvió un globo! Y yo no tenía la
culpa, como le dije, sino el peatón que estaba borracho, borrachísimo; atravesaba
la calle haciendo eses, zigzagueando. Cuando lo recogí y puse dentro del carro,
estaba yo seguro de que aquel estaba muerto, completamente muerto. Pero no
Francisco Izquierdo Ríos 645

debía perder tiempo. A toda velocidad enrumbé hacia una clínica. De rato en rato
volteaba, con mucho disimulo, a mirar al atropellado... Seguía tendido, tieso... ¡No
cabía duda, pues, yo llevaba un muerto! Mas, a poco, escuché un ruido, volteé a
mirar y el muerto se hallaba sentado... Me asusté..., no dije nada. Pero el muerto,
sí, habló. Dijo:
—Estoy muy borracho… Usted parece que me ha atropellado —y calló, luego
insinuó—: Le propongo una transacción… Deme mil soles, y déjeme en la próxima
esquina.
—No tengo esa cantidad de dinero.
—Entonces, quinientos soles.
—Tampoco… Solo tengo doscientos soles.
Se produjo una pausa.
—Bien. Deme los doscientos soles y déjeme en esa esquina.
Así lo hice... El hombre salió del automóvil como si no le hubiera sucedido
nada. Yo partí a todo escape, nervioso, preocupado aún de que aquel hombre se
hubiese fijado en el número de mi carro; pero, también, un poco aliviado, ya que el
inesperado desenlace del accidente me libraba de toda la pesadilla que significaba.
Me dirigí a un grifo, donde un compadre mío vendía gasolina; ansiaba, como es
natural, conversar con alguien.
—Esa es la casa adonde vengo —le dijo Nole, pagándole el valor de la carrera—.
Pero le ruego terminar su relato.
—Con todo agrado —dijo el chofer—. Encontré a mi compadre grifero, menos
mal solo, sin clientes, y le referí lo que me había ocurrido. En eso veo un hombre
que viene hacia mí, con la mano en alto. Diciendo: “¡Taxi!, ¡taxi!”. Era el hombre
del accidente, él mismo. “¡Ese es! ¡Ese es!”, le indiqué a mi compadre, alejándome
del lugar a todo motor.
—Increíble —le dijo Nole, bajando del automóvil—. Increíble.
646 Voyá

Las solteronas

E n las oficinas de la administración pública abundan las mujeres como


secretarias, mecanógrafas. Entre ellas hay que cargándose van de años sin
llegar al matrimonio.
—Yo conozco muchas —me dijo Saúl Camacho—. Las pobres tienen horror a
las telarañas, al moho, al óxido… Bueno, a la vejez.
—Pero no es indispensable que se casen —le argüí—. Sin ese requisito pueden
vivir la vida a su real gusto.
—Sí. Pero casi todas las mujeres sueñan con el matrimonio, y al implacable
curso del tiempo tratan de coger a cualquier hombre que se les pone al alcance y
el sujeto, generalmente, se les escapa de las manos. Entonces…
—Entonces, ¿qué?
—Entonces... Mejor es que entremos directamente en el cuento. Me propuse
que la noche fuera mía, íntegra, total. Era la última noche de mi estadía en Iquitos.
A la oración había caído un fuerte chubasco; de modo que se sentía cierta humedad
en el ambiente, aunque cálida, propia de todo lugar tropical. Blanqueaba la luna
orlada de nubes negras.
—¿Adónde vamos? —me inquirió en la Plaza de Armas verdecida de pomarro-
sas, el chofer que contraté—. Usted va a ser mi guía en esta noche memorable —le
respondí.
Y fuimos a los bares bulliciosos de la ciudad, a las desembocaduras de los ríos
Itaya y Nanay en el inmenso Amazonas. ¡La desembocadura del Nanay! Fascinante
espectáculo, con las lucecillas de las casas ribereñas por entre los árboles… las ocres
aguas brillosas del agitado río como la piel de un monstruoso reptil. Belén, puerto
en el estuario del Itaya, con sus chozas flotantes, mundo infrahumano de agua
y barro, donde, a pesar de ello la resonancia profunda en la noche de un bombo
noticia algún baile.
Francisco Izquierdo Ríos 647

El lago Quistococha, pedazo de trémulo misterio de la Selva y la noche.


Anduvimos por todos los alrededores boscosos de Iquitos que ocultan nidos de
amor. ¡La Muyuna!, casa de citas, remolino como su nombre quechua, sí, remolino
de hombres y mujeres con cumbias y mambos de la ruidosa orquesta, de alcohol
y violencia, cual si la misma turbulenta muyuna de los ríos que aprisiona a los
navegantes con sus balsas y canoas. La vida es como un muyuna. Los ramajes de
los árboles caen sobre la cabaña Las Orquídeas. Muchos hombres, en mangas de
camisa, y mujeres con trajes ligeros beben y bailan al son de incitantes chorros de
música de una rocola, y después se dirigen a cuartos oscuros. La Pantera Negra,
lejos, bosque adentro, a la orilla de un río sobre los cimientos de madera de la
extensa casa. Percíbese el olor barroso de las aguas. La luna se ha librado de las
nubes; todo el cielo está limpio. Pero la casa se halla envuelta en la penumbra de
elevada vegetación, en que destacan palmeras. Por la puerta sale un haz de luz
fluorescente. Parejas beben, bailan, y se hunden en las barracas que el río golpea.
Pido aguardiente de caña.
—¿Por qué, mejor, no toma chuchuhuasha? —me dice el cantinero—. El
chuchuhuasha calienta la sangre.
Y bebo medio vaso de ese selvático licor rojoscuro vigorizante. Me atrapa una
menuda muchacha, con pronunciados rasgos de india cocama. Una mujercita
exótica, como las flores de sus bosques, como las aves, como las sierpes. ¿Qué
digo? Sí, los ojos de esa pequeña mujer parecen de serpiente, hipnotizantes. Luego
de bailar fogosa cumbia, entramos en las ramas, pues, en realidad, mi cuento es
otro. Tampoco, propiamente, cuento mío, sino de Pascual Mullo, el chofer.
—Una vez conduje a tres mujeres de Lima a la casa de un brujo del amor.
Decían ser empleadas del Ministerio de Educación Pública —empezó su relato
Mullo, al lento correr del automóvil por la carretera marginada de bosque.
—¿Empleadas del Ministerio de Educación Pública? ¡Pues yo trabajo en ese
ministerio! ¿Cómo eran?
—Una, blanca, de ojos azules, cabello rubio, alta; la otra, morena, un tanto
gruesa, con un lunar cerdozo en la orilla superior de la boca, y la última, achinada,
finita. Todas ya entradas en años.
—¡Las conozco! —le dije a Pascual Mullo—. ¿La blanca tenía una voz melosa?
—Sí, una dulce vocecilla, acariciante.
—¡La misma! Otilia Vargas, una de las secretarias del despacho del ministro.
Las otras, Paula Incio y Brígida Canales. Mis compañeras de trabajo. Siga
contándome.
—Bueno. Me dijeron haber venido de vacaciones a Iquitos, y que deseaban
conocer a un brujo del amor, de los tantos que hay en estos lugares.
—¿A un brujo del amor?
—Tenga paciencia, tenga paciencia… Las llevé una tarde manchada de tormenta
lejana, a un famoso hechicero que vive en uno de estos bosques. Entramos en su
648 Voyá

casa. Yo me quedé a esperarlas en un rincón. Cuchichearon con el brujo. Este, con


la alegre aprobación de ellas, les dio de beber un brebaje de ayahuasca, “la soga
de los muertos”, que eso quiere decir su nombre en quechua; tiene propiedades
alucinantes y videnciales, abre las cortinas del pasado, del presente y del futuro. Las
mujeres, con los efectos de la pócima, se sumieron en honda ensoñación; bailaron
como locas, lloraron también; luego recobraron la serenidad. La poca lluvia que
llegó de la tempestad lejana y resonó en los árboles, también se fue. El brujo les
dijo, entonces, que era el momento que escogieran las pusangas. Quizá no sea
necesario que le explique, pues usted debe saber que pusangas son elementos de
ciertos animales y vegetales, principalmente, que sirven para embrujos de amor.
“Esta cosita es el sexo de una bufea”, prosiguió diciéndoles el brujo. “Antes,
los caucheros, meses de meses dentro de los bosques sin mujer, se acercaban
en las orillas de los ríos a las bufeas, y cohabitaban con ellas; ahora, también,
muchos hombres lo hacen, tienen que ir con un compañero, para reavivarlos
a sacudones o ramalazos del tremendo orgasmo que produce el ayuntamiento
con esos animales. Y esta otra cosita es el miembro viril del achuni, un animalito
cuadrúpedo, eternamente rijoso. Ambas cosas, de la bufea y el achuni, son para
conseguir marido, y vale cada uno cinco mil soles, sin rebaja. Ustedes tienen que
dar de tomar a sus elegidos el polvillo de ellas raspándolas en un vaso de agua,
una taza de café, o cualquier otra bebida, sin que ellos se enteren. Asimismo,
tengo estos huesitos bien agujereados, colmillos de los bufeos colorados, que
suelen perseguir; a lo largo de los ríos, las balsas o canoas donde van mujeres,
y más si ellas están menstruando, entonces hasta sacan los hocicos de las aguas
intentando coger a las mujeres o hundir las embarcaciones; este otro es el fémur
del pavoncito o tanrilla, ave silvestre que corre a echarse amorosamente a los pies
de una persona. Se mira a través de estos huesitos a la persona, sin que esta se dé
cuenta, y se produce el encanto. Sirven para conseguir amante, y cuesta mil soles
cualquiera de ellos... Ustedes dirán”. Las mujeres se miraron; parecioles muy cara
la mercancía, y quizá no poseían suficiente dinero; solo la feúcha, la morena de
cerdozo lunar, abrió su bolso y cuando iba ya a comprar la pusanga para conseguir
amante, se desanimó.
—¡Señor Camacho! ­—le interrumpí—, en efecto, ¿eran sus compañeras de
trabajo?
—Sí, las mismas. Continúan en el Ministerio de Educación Pública, envejeciendo
entre rumas de papeles.
Francisco Izquierdo Ríos 649

Un pariente de Atahualpa
A Luis Ccosi Salas

E l pueblo de Churín —puñado de casas de calamina— se encuentra en un


abismo cercado por altísimas montañas; de modo que allí se ve el sol
todavía a las nueve de la mañana, y ensombrece a las cuatro de la tarde.
Hay generalmente una misteriosa quietud en la naturaleza, el aire detenido, los
pelados cerros inmóviles eternamente, los árboles como dormidos, sin el más leve
movimiento de sus ramas, de sus hojas, solo el río Huaura gritón, espumante, que
entre la cordillera y el pueblo corre por un lecho de piedras grandes y pequeñas
hacia el mar. Y un cielo también comúnmente azul luminoso, con manchas de
nubes a veces, o tormentas.
Aparte del río, numerosas vertientes de agua fría y cálida brotan de las bases de
las montañas. Cordillera pétrea, cuya abundante agua en sus cimientos hace que
estos se hallen bordados de macizos floridos, en los que predominan las áureas y
fraganciosas retamas.
Muchas aguas termales son utilizadas por el hombre. Sulfurosas, alumínicas,
ferruginosas. La Poza de la juventud, muy concurrida, especialmente por los
ancianos. Otras pozas contra el reuma, contra los males del hígado, para los
novios, para la fecundidad. Incentivos poderosos que atraen a millares de gente
foránea, mayormente de la cercana población de Lima. Razón por la que también
casi todas las casas de Churín son hosterías.
Luego de haber tomado una baño a las cinco de la mañana (con la lámpara de
la luna aún), en la poza contra el reumatismo, pues sufro de dolores a la espalda,
recorro con mi mujer la larga calle principal del pueblo, sin objetivo fijo. De pronto,
el piloto de una camioneta, sacando la cabeza por la portezuela del vehículo, nos
habla:
—Señores, ¿no desean conocer la laguna de Huayo?
—Por supuesto —le respondo, y sin pedir más explicaciones entramos en la
camioneta, donde hay varias mujeres.
650 Voyá

Y viajamos por la carretera que se extiende a un lado del bullanguero río azul
claro, marginado de impresionantes montañas; más que montañas aisladas,
la propia compacta Cordillera de los Andes rota por el río vaya a saberse en el
transcurso de qué tiempo: un encajonado con las cúspides de los montes rozando
el cielo límpido. Continuamos ascendiendo por la sinuosa carretera.
El piloto va informándonos acerca de las peculiaridades de los lugares más
interesantes, así como sobre las alturas en relación con el mar.
—Estamos a 2100 metros... A 2200... A 2500…
Churín, que hemos dejado abajo, esta a 2070 metros.
—¿Su nombre? —le preguntó al chofer.
—Octavio Rivera Túpac Yupanqui, descendiente directo de los incas, humilde
servidor de ustedes, señores y señoras —nos apabulla, sonriendo.
Este hombre es un tanto grueso. No muy alto. Con ojos vivaces. Medio colorado,
ese inconfundible aspecto del cholo de la Sierra peruana. Luce un sombrero de
paja con cinta marrón. Frisará los cuarenta años. Es sumamente hablador, como
el río que corre junto a nosotros. Conoce palmo a palmo todas las sendas de
estas serranías abruptas; que revela su oficio de paseante de turistas, aunque él
mañosamente procura ocultarlo.
Las estrechas márgenes del río presentan grupos de árboles o, simplemente,
solitarios, de trecho en trecho —capulíes, nogales, eucaliptos (algunos exage-
radamente altos y delgados), molles, nísperos, durazneros, higueras, chirimo-
yos—, parcelas de retamas con flores intensamente amarillas; otras flores blan-
cas y rojas desconocidas; magueyes, con sus esculturales tallos como mástiles,
sobre todo en las laderas; cactos, aparentemente secos, en los altos roquedales;
misérrimas casuchas desperdigadas o esbozos de pueblitos, con perros que la-
dran, una que otra mujer o niño indígena que nos ojean recelosamente desde
las desvencijadas puertas, escasos caballos, vacas, asnos, ovejas, cabras pastan-
do. Y montañas y más montañas.
—Miren esos cerros donde seguimos cultivando en los mismos andenes que
utilizaron nuestros gloriosos antepasados los incas —señala Octavio Rivera Túpac
Yupanqui.
Efectivamente, aparecen en algunos cerros los andenes de hombres pretéritos,
anteriores aun a los incas, usados por los hombres actuales de la región para sem-
brar las mismas plantas, maíz y papas. Andenes que, como peldaños de fabulosas
escaleras, llegan hasta las cumbres.
—Un canal de riego de los incas aprovechado hasta ahora —vuelve a señalar el
piloto en la falda de un cerro.
—¿Ven ese ancho camino casi junto a la cumbre de aquella montaña? Fue de
los incas. Todavía andan por allí los hombres.
—Amigo Rivera, ¿tiene peces este río?
—Sí, pequeños. También truchas. Hace muchos años se han sembrado truchas
en este río y en la laguna de Huayo.
Francisco Izquierdo Ríos 651

—No se descubren pájaros en los árboles, ni en los apretados bosquecillos.


—Sí, los hay —aclara Rivera—. Zorzales, gorriones, picaflores, palomas, chivi-
llos… Pero ahora no sé dónde estarán los vagos.
—¿Llamas? ¿Vicuñas?
—En las grandes alturas… También zorros, venados, pumas, cóndores… Patos,
en las lagunas…
Gozamos con una vasta explanada del río, que fluye en varias ramificaciones
como venas azules por sobre millares de menudas piedras negruzcas, teniendo a
los flancos extensos cascajales también negruzcos y porciones de retamas.
—Este sitio es Yanamayo. Yo le llamo Yanamayo Beach —indica Rivera Túpac
Yupanqui, riendo a carcajadas.
—Beach es palabra inglesa que significa playa —observa una de las muchachas.
—Precisamente la llamo así porque es una linda playa. Han de saber ustedes,
señoras y señores, que yo parlo un poco de inglés, un poco de alemán, un poco
de francés y castellano y quechua, desde luego —expresa el cholo, riendo otra vez
a carcajadas.
—Yanamayo es un vocablo quechua —intervengo.
—Sí. Quiere decir río negro. Yana, negro, y mayo o mayu, río.
Rivera Túpac Yupanqui rebosa vitalidad como el río, como las montañas.
—¡Una cascada! —anuncia.
El río se precipita, borbotando, por una pendiente erizada de gigantescas pie-
dras negras. Encima de la cascada, hasta casi al medio de las aguas, el cerro proyec-
ta un tremendo bloque en forma de rostro humano, sombrío.
A pocos minutos, desde la carretera serpenteante por la elevada falda de la
montaña vislumbramos, al fondo, la laguna de Huayo, densamente azul como si
un pedazo del cielo hubiese caído en esos campos.
—El punto final de nuestro paseo —manifiesta Rivera en un tramo un poco
bajo, de donde, sin embargo, se abarca totalmente el ámbito de la laguna. Salimos
del vehículo. Hace crudo frío, sin viento.
—¿El carro no puede llegar a la laguna?
—No, el suelo por allí es muy blando. Por eso, como ustedes ven, hay carros
estacionados en todo este lugar.
Pescadores con anzuelos, hombres y mujeres, pueblan las orillas arenosas de la
laguna. Algunos halan sus sedales con vehemencia.
—¿Es libre la pesca?
—Completamente.
Rivera nos da las características de la laguna, su extensión, su profundidad,
el tamaño de las truchas que contiene. Su altura de 2800 metros sobre el nivel
del mar. Infatigable conversador, incansable narrador, es este cholo con algo de
Bertoldo y Sancho.
652 Voyá

A lo largo del camino ha contado un montón de chistes, celebrándolos él mis-


mo con carcajadas antes que sus oyentes. Ha relatado historias, cuentos, leyendas,
anécdotas, la vida y costumbres de las gentes.
—Por estas cumbres pasaron algunos ejércitos de los Libertadores San Martín
y Bolívar. Y antes, mucho más antes, por supuesto, los conquistadores españoles
en sus bravos caballitos —nos ha dicho también, sin que nadie le preguntara,
alardeando de conocer la historia del país.
Volviendo a la laguna de Huayo, Rivera inquiere si deseamos bajar a pie hasta
ella. Le decimos que no. Entonces, el muy cazurro sugiere, como si nada, como si
no le interesara la expectativa de una ganancia mayor:
—¿No quisieran ir ustedes a la ciudad de Oyón? De aquí solo dista media
hora.
—¿Oyón? Parece que está muy alto.
—A 3700 metros no más.
—Nosotras —dice una muchacha, refiriéndose a ella y a su madre—, tenemos
urgencia de estar en Churín a la una de la tarde, porque a las dos regresamos a Lima.
Estamos citadas a esa hora en la agencia Cueva. ¿Qué hora es?
Miramos nuestros relojes. Son las once y media de la mañana.
—Como les repito, de aquí dista media hora a Oyón. Hay tiempo suficiente
para volver a Churín; estaremos allí, de regreso, máxime a la una de la tarde.
—Si usted, señor Rivera, garantiza lo que dice, no hay inconveniente de parte
nuestra para ir a Oyón —aprueba la madre de la muchacha.
Y esta con mucho tino pone la idea a consideración de los demás viajantes. Pues
otra muchacha hace saber que su madre, ya de edad madura, a quien acompaña,
es un tanto cardíaca y la altura le puede ser peligrosa. Hay duda, vacilación. Por fin,
la señora afectada acepta, diciendo que tomará los remedios que siempre lleva.
La camioneta, entonces, arranca hacia las cumbres.
A la orilla del río existen terrenos carboníferos en explotación. Negrean en el
cerro las bocaminas.
Llegamos a la confluencia del Tabladas y el Chacas, que forman el Huaura.
—En la unión de estos ríos suelen bañarse las parejas de novios para no
separarse nunca en la vida — informa Rivera, riéndose siempre.
Ya la demasiada altura hace sentir sus efectos. Se me oprime el pecho un
tantico. Lo mismo parece sucederle a la señora que sufre del corazón, y traga sus
píldoras. Proseguimos subiendo.
Igualmente, en una montaña de la otra margen del río aparecen modernas
instalaciones de explotación minera. Techos de zinc y largos tubos blancos cubren
casi toda la montaña.
—Son minas de oro, plata y cobre —comenta Rivera.
Francisco Izquierdo Ríos 653

Ni un atisbo de verdor exhiben las montañas. Todo son rocas, piedras, hen-
diduras, protuberancias. Un caos geológico sobrecogedor. Allá en el horizonte se
columbra, por una estrecha abra, una colosal montaña penumbrosa veteada de
nieve.
—Por allí está la cordillera de Raura, con picachos que alcanzan hasta los 6000
metros —explica Rivera Túpac Yupanqui.
A poco avisa:
—Estamos entrando en Oyón.
El caserío se desparrama sobre un cerro pelado, seco, hosco, con otras similares
montañas más altas en torno; muy abajo, en el abismo, albea, tumultuoso, el río.
La perspectiva de la ciudad de Oyón es desoladora. ¿Ciudad? Así la llama
Rivera.
—¿De qué viven las gentes de aquí? ¿Qué comen?
—En ciertos meses del año, cuando caen las lluvias, se producen en estos cerros
papas, ollucos, quinua. Luego están pues los profundos valles. Por el penetrante
frío, los borregos y las gallinas son criados con chompas —remata pícaramente su
información Rivera, subrayándola con sus conocidas carcajadas.
En la especie de plaza, con una que otra flor raquítica, está la pequeña iglesia,
y a cierta distancia de ella se levanta un oscurecido torreón con campanas.
—Estas campanas fueron tocadas a vuelo, en señal de libertad de la opresión
española, por el propio Mariscal José Antonio de Sucre, cuando pasó por aquí
hacia los campos de Junín y Ayacucho —asegura Octavio Rivera Túpac Yupanqui.
Miramos la tortuosa calle principal. La transitan mujeres y hombres mestizos,
la mayoría con trajes típicos de la cholería serrana.
—¿Un trago, Rivera?
—Cómo no. Un delicioso ron de Andahuasi.
(La hacienda cañavelera Andahuasi se encuentra en la Costa, junto al pueblo
de Sayán, en la ruta hacia estas serranías.)
La tienda comercial donde nos sirven el aguardiente desborda de especies
diversas: desde telas hasta ají y mejoral. La dueña, una mestiza, abrigada con
grueso chal negro, nos habla bondades del lugar. Dice, por ejemplo, que ella,
forastera, avecindada ya en Oyón, se ha curado de todos sus males, especialmente
de una bronquitis asmática, así como un sacerdote francés, director del Colegio
Nacional…
“¿Será verdad que este ambiente tan hostil posea bondades, como pregona esta
mujer?”, me interrogo. Y pienso también en los procedimientos de las mujeres,
sobre todo, que vienen como maestras de escuela a estos ásperos poblados.
Retornamos a Churín, desde casi 4000 metros de altura, con profunda emo-
ción telúrica.
654 Voyá

A nuestro paso, del filo de la carretera, un nativo viandante, con poncho y


ojotas, sumamente ebrio y los labios verdosos de coca, le grita al piloto:
—¡Judío!
—¿Judío? ¿Por qué le dice judío?
No me responde.
Al llegar a Churín, Rivera propone un nuevo paseo a Chiuchín, lugar, asimismo,
muy sugestivo, aguas abajo del Huaura. Yo y mi mujer aceptamos.
—Mañana, a las nueve, estaré por ustedes en su hotel.
En ese momento, un transeúnte, riendo, le dice también a Rivera:
—¡Hola, judío!
Sé después por un vecino, que le llaman Judío, que en toda la zona le conocen
por ese alias, porque explota a los turistas. Así como que su nombre es Octavio
Rivera Luna, sin el incaico Túpac Yupanqui, y que tampoco es de Churín, sino de
no se sabe qué pueblo.
La noche en Churín nos ofrece un espectáculo maravilloso, primeramente con
el solitario planeta Venus brillando como una joya incomparable, en seguida con
millones y millones de estrellas, muchas conformando nítidas figuras como la
cruz, como los centelleros, luego la asombrosa Vía Láctea cual un río turbio a través
del firmamento. De pronto, en el patio del hotel en que estamos sentados, alguien
apuntando con el dedo el espacio advierte: “¡Un satélite artificial!... ¡Un satélite!”.
Ciertamente, es un pequeño astro, de los tantos que el hombre viene colocando
en los cielos durante esta segunda mitad del siglo XX, desaparece velozmente, alto
muy alto, en el horizonte.
Por la madrugada, en el camino a La poza de la juventud, alcanzamos a una
viejecita que también se dirige al mismo lugar. Una menuda anciana de cabellos
blancos. “Yo me baño en esa poza —nos dice— para borrarme las arrugas”. Sonrío,
pensando en los deseos humanos, en las ilusiones humanas. Ya en la poza sonrío
más, viendo a una mujer marchitada por el tiempo recibir el chorro de agua en las
caderas, en los senos, a otra en los pequeñísimos ojos penosamente abiertos, a un
viejo calvo, en la cabeza, con la esperanza de que le crezcan pelos.
A las nueve de la mañana Octavio Rivera está con nosotros.
—Me han fallado algunos turistas —nos indica—. Así que solo con ustedes iré
a Chuichín.
Conociendo ya lo que es —el Judío Rivera—, le insinúo que busque por el
pueblo otros paseantes. Así lo hacemos. No encontramos a nadie. Pero ya rumbo a
Chuichín nos damos con una pareja de esposos, agarraditos de la mano.
—¿No desean conocer Chuichín, señores? —les dice melosamente Rivera,
sacando la cabeza por la ventanilla de la camioneta.
Aceptan. Y Rivera se siente satisfecho.
Francisco Izquierdo Ríos 655

Nos enteramos de que son un ingeniero químico y una profesora, naturales de


Cajamarca, y que trabajan en Paramonga.
Proseguimos hoy Huaura abajo, por la carretera abierta en las faldas de las
montañas marginales. Por cierto que el paisaje, o los paisajes difieren un tanto de
la ruta a Oyón; ahora descendemos; aunque hay cerros colosales, ya que sigue
siendo ambiente de cordillera, de cordillera agreste. Hay, asimismo, a ambos lados
del río, retamas, molles, eucaliptos, granadillas, nogales, chirimoyos, durazneros,
higueras.
Existen tupidos bosques de higueras, de viejas higueras. Y Rivera Luna nos
informa de muchos de esos higuerales están siendo cultivados desde la lejana
época en que España dominaba el país.
Algunas chozas dispersas. Algunas pequeñas aldeas.
—¡Las piernas de Carolina! —exclama el piloto en una curva, aludiendo a la
canción homónima.
Ciertamente, a poca altura de la carretera, incrustado en el cerro, hay un árbol
añejo con el tronco ramificado como esbeltas piernas de mujer.
—¡El puente del acordeón! —dice Rivera al atravesar un puente rústico de
madera.
—¿Por qué del acordeón?
—Yo lo llamo así —me explica—, porque suena como acordeón al paso de los
carros. También hay otro puente del piano, y otro de la flauta.
En un hermoso paraje hacemos alto para admirar su belleza y tomar
fotografías. Es un prado en una amplia margen del río, con lozana hierba como
césped, con árboles aislados, grupos de retamas florecidas; todo, bajo un suave sol
esplendoroso.
Aparece un zorrito, y corriendo se pierde vegetación adentro. Precioso animal
silvestre.
—Es un zorro flaco —comenta Rivera—, no encontrará gallinas el pobre.
Reanudamos el viaje.
—Estamos entrando en la peligrosa curva de Pasajulio —comunica Rivera
sempiternamente jovial.
Y refiere que como en la ruta a Lima existe el peligroso tramo de Pasamayo,
lugar de tantos accidentes trágicos, aquí también hay el que estamos atravesando
y al cual él le ha puesto el nombre de Pasajulio. Porque allí sufrió un percance
automovilístico un señor Julio no sé cuántos y que él, Rivera, le prestó auxilio.
Termina el cholo su relato con una carcajada estentórea.
En una aldehuela florida de higueras, de pacayes y otros árboles, se distingue
un burdo Arco del Triunfo, de adobes. Rivera dice que los franceses copiaron ese
modelo para edificar el Arco del Triunfo de París. Chiste que nos hace reír a todos.
656 Voyá

Nos volvemos a detener ante un cerro extraño. Enorme, con farallones, con
cúpulas, de variados colores (verduzco, rojizo, azulado, amarillo); como un in-
menso edificio, una prodigiosa obra arquitectónica de la naturaleza.
—Yo lo llamo el Empire State, que como ustedes deben saber es uno de los
edificios más grandes de Nueva York —particulariza el cholo Rivera Luna.
Después de fotografiar el extraño cerro, continuamos viajando.
—¡La Sierra Maestra! —exclama Rivera, mostrándonos una estancia en la ladera
de una montaña, por donde tenemos que pasar.
—¿Se llama así?
—Yo la nombro Sierra Maestra, porque allí vive un hombre llamado Raúl Castro
—responde el cholo socarrón—. ¿Raúl Castro no es hermano de Fidel?
Cruzamos el lugar que se halla silencioso, con la casa cerrada, y una que otra
gallina, escarbando.
Ingresamos, luego de corto tiempo, al pueblo de Chuichín, vocablo quechua
que quiere decir pequeñito. Pasamos de frente al aledaño paraje de Huancachín
(que significa grande), con espesa vegetación en las márgenes de un riachuelo
rumoroso. Rivera nos lleva a los baños termales, previniéndonos que son muy
calientes.
Hay pozos individuales. Termas del infierno. Hierven. Solo aguanto una zam-
bullida, y salgo humeando.
Nos dirigimos en seguida a una casa rodeada de elevados árboles ramosos,
de arbustos florecidos, nísperos, chirimoyos, durazneros, naranjeros agrios, rosas,
cucardas, jazmines, claveles. Un hermosísimo lugar, con predominio vegetal. Nos
atiende la patrona de la finca, vendiéndonos solo cajas de manjar blanco; la exqui-
sita mantequilla que se prepara allí, se ha agotado esos días de julio ante la mucha
demanda. De repente en el abundante follaje de un árbol alto, inclinado sobre el
tejado, desgrana las perlas de su canto un chivillo, primoroso pájaro negro, con-
testándole otro de algún boscaje oculto.
En un corredor hombres y mujeres sentados en grupo, pelan papas recién
cocidas, casi quemándose las manos. Entre ellos, un viejo ciego, cuyo rostro parece
un cerro muerto, sin sol.
—Están trabajando para hacer “papa seca” —nos dice la severa patrona.
—La agradable “papa seca” —añade Rivera Luna.
Salimos del verde lugar encantado al pueblito de Chiuchín. Rivera estaciona el
carro junto a una tenducha comercial.
El ingeniero químico, el piloto Rivera y yo tomamos en la tenducha un buen
trago del consabido licor de la hacienda Andahuasi. Las mujeres beben aguas
gaseosas. Emprendemos el viaje de regreso a Churín.
Y al pasar por el sitio que Rivera llama la Sierra Maestra, este detiene su vehículo
ante la casa, que ahora está abierta; uno de los cuartos es tienda comercial.
Francisco Izquierdo Ríos 657

—Oye, Raúl Castro, oye —vocea Rivera a un hombre alto y flaco que a caballo
se está yendo al campo—. ¡Ven, Raúl Castro, que estos señores quieren conocerte!
El aludido vuelve. Desmonta.
Efectivamente, su nombre es Raúl Castro. Y ríe, sombrero de paja alón en
mano, cuando Octavio Rivera nos lo presenta como “hermano de Fidel Castro”, el
famoso revolucionario cubano.
—Este Octavio siempre con sus bromas —dice y en su tienda comercial nos
invita el ron de Andahuasi.
Nos despedimos alegremente de Raúl Castro y La Sierra Maestra.
En el trayecto, Rivera Luna habla elogiosamente de Churín, de todas esas tierras
privilegiadas. Asegura que sus aguas termales son las mejores del mundo; que solo
falta organizar sus servicios, para atraer mayor número de personas. Su verbo es
caudaloso, desbordante.
—Los Baños del Inca, de Cajamarca, también son muy buenos —le interrumpo.
—Conozco esos baños —afirma Rivera—. Allí me sucedió una graciosa aventu-
ra…—y ríe a carcajadas.
Antes que este narrador espontáneo nos relatara su historia, hago por mi
parte una viva alabanza de las termas de Cajamarca, quizá una de las más bellas
campiñas del mundo. Igualmente en el ámbito de la Cordillera de los Andes,
pero donde esta se vuelve apacible, suave, tranquilo paraje con eucaliptos, alisos,
capulíes, saúcos, por entre los cuales fluyen arroyos humeantes; hondo remanso
telúrico, que invita al reposo, tanto que el inca Atahualpa fue allí, con su corte de
bellas ñustas, a descansar los cruentos afanes de la guerra. Nuestros compañeros
de viaje cajamarquinos aprueban complacidos mi palabra fervorosa.
—Bueno. Allí, como les he dicho, me sucedió una graciosa aventura —habla el
impaciente Rivera; y sin más preámbulos nos cuenta:
—Viajé a Cajamarca, robándome una linda chola de estos pueblos. Fuimos en
mi propio carro. Era un viaje de luna de miel. Apenas llegamos a la ciudad, nos
dirigimos a los Baños del Inca. Yo sabía que allí existe aún la Poza de Atahualpa,
donde se bañaba este inca con sus ñustas. Hablé con el bañero, o sea con el cuidador
de los baños; un cholo que también hablaba quechua. Le dije que quería bañarme
en la Poza de Atahualpa. “¿Qué?”, me dijo extrañado. “¡En la Poza de Atahualpa!”,
le volví a decir. Entonces me manifestó que en esa poza solo se bañaban las altas
autoridades, el prefecto, el presidente de la Corte Superior de Justicia, el jefe militar,
para el resto de mortales estaban las otras pozas. “¿Y tú sabes quién soy yo?”, le dije
en tono enérgico, ¡soy el tataranieto de Atahualpa! Vengo desde el Cusco a ver las
propiedades de mi ilustre tatarabuelo, y quiero bañarme también en su poza. Me
llamo Cusipuma Atahualpa. Tengo automóvil, porque, como tú comprendes, los
tiempos cambian, a mi pariente Atahualpa, como tú debes saber, sus súbditos le
llevaban en andas de oro” —y Rivera Luna ríe a carcajadas, actitud que le imitamos
mi mujer y yo, menos la pareja de cajamarquinos que iban, serios, en el asiento
posterior.
658 Voyá

—¿Y qué resolvió, al fin, el bañero? —le pregunto.


—Se quedó mirándome, desconcertado. Opté por retirarme, pero al día
siguiente regresé y le hablé lo mismo, ya no en castellano, sino en quechua. Fue
la mágica solución. El bañero me aceptó. Le dije además, que iba a bañarme con
mi ñusta —y el cholo Rivera vuelve a reírse estrepitosamente; mi mujer y yo lo
acompañamos—. Compré los boletos para mí y para mi ñusta, y entramos al cuarto
de La Poza de Atahualpa, advirtiéndole al bañero que nadie nos molestase. Pero la
noticia cundió por todas partes, y se había reunido mucha gente para vernos.
Cuando salíamos del baño, nos encontramos, pues, con ese público abigarrado
que nos miraba curiosamente. Yo esperé que algún periodista se acercase, con su
fotógrafo, a hacerme un reportaje.
En este punto me deshice en carcajadas.
—¿Y en qué año sucedió eso? —le preguntó a Rivera la profesora cajamarquina,
muy mortificada.
—En ningún año, señora. En ningún año —me apresuré a contestarle, tratando
de calmarla y continué riéndome largo trecho todavía, como nunca reí en mi
vida.
Francisco Izquierdo Ríos 659

Buscando trabajo

E n uno de los sofás del hall del Ministerio de Educación se encontraba


sentado, descansando, Emilio Viú, maestro jubilado. Había otras personas,
hombres y mujeres en los sofás del amplio hall de ese monstruo de acero
y cemento, de 22 pisos; recurrentes fatigados por la dilatadas gestiones o que
esperaban a algún petulante funcionario de la frondosa burocracia.
Otros hacían colas ante los ascensores que les conducirían a las diversas
oficinas de los 22 pisos del monstruo de cemento y acero.
Adentro, por las ventanillas frente a Viú aparecían rumas de expedientes y
numerosos empleados y empleadas; algunos sin hacer nada. En ciertas ventanillas
pugnaba bastante público.
De pronto, se sentó junto a Viú una agraciada jovencita de color ligeramente
moreno, con un fólder exiguo de papeles. Un rato permanecieron en silencio.
—Señor —le dijo la muchacha, con voz apagada—. Señor, estoy buscando
trabajo.
—¿Trabajo?
—Sí, señor.
—¿En este ministerio?
La chica enmudeció. En su rostro se acentuó el cansancio y la tristeza, detalle
que no escapó al maestro jubilado.
—Señor, ¿podré conseguir trabajo aquí?
—¿Es usted profesora?
—No, señor… Soy mecanógrafa, con instrucción secundaria en un colegio
nocturno.
Ahora enmudeció Emilio Viú. Pensaba que la pobre muchacha no conseguiría
jamás empleo de ese monstruo de cemento y acero, superpoblado de burocracia.
¿Quién la atendería, quién la escucharía? Si allí entran como empleados solo gente
660 Voyá

con influencias, con poderosas influencias de sacerdotes y militares sobre todo.


O bien la inocente criatura sería engañada por uno de esos tantos funcionarios
sátiros.
—¿Viven sus padres?
—Solo mi madre, señor, con seis hijos pequeños. Mi padre era guardián de
casas en construcciones, murió de tuberculosis. Yo estuve trabajando en una
lavandería para ayudar a mi madre en el sustento del hogar, pero a los tres meses
me despidieron.
“Explotación, despiadada explotación”, pensó el jubilado Viú.
—¿De qué parte de Lima es usted?
—De una de las barriadas… Del cerro de San Cristóbal.
Y el viejo profesor hizo un rápido recuento mental de las grandes masas
humanas que rodean Lima, en condiciones precarísimas, migrantes de provincias
por el pavoroso atraso, por la carencia absoluta de industrias en el interior del
país; vienen a la capital en busca de trabajo y de un mejor porvenir para sus
hijos. El Agustino, San Cosme, San Cristóbal, Comas, enormes amontonamientos
humanos que circundan Lima. Mucha gente, sobre todo niños, se alimentan de
los basurales. ¡Horror!
—Señorita —le dijo Viú, como saliendo de una pesadilla y entrando en otra—,
aquí, en este ministerio no encontrará trabajo, ni lo intente. ¿Por qué no sigue
buscándolo en otras partes?
—No encuentro, señor… No encuentro…
—En las tiendas comerciales… en las fábricas.
—He tocado tantas puertas ya, señor... y nada.
Emilio Viú, después de echar una mirada a los abigarrados murales de
personajes y colores de las paredes del hall, le dijo suavemente:
—Señorita… Yo me voy... Le repito que aquí, en este monstruo de acero y
cemento, de papeles y burocracia, no va a encontrar trabajo. Le hablo con experiencia,
pues además de haber sido profesor, he sido muchos años funcionario de este
condenable laberinto. Y le aconsejo no acercarse a ninguna otra oficina pública.
Todas son iguales…. Señorita, ¿tendría usted la amabilidad de aceptarme unos
quinientos soles como una pequeña ayuda para su familia, para sus hermanitos,
en este día?
La muchacha, ruborizada, aceptó el billete que le ofrecía el viejo profesor.
Este se retiró, aconsejándole una vez más que se alejase del monstruo de acero y
cemento.
Y una noche, después de no mucho tiempo de lo sucedido, al profesor jubilado
Emilio Viú se le ocurrió entrar en un burdel de la populosa ciudad. Y no quiso
creer…. Allí, en un cuarto reconoció a la muchacha, desnuda, esperando clientes:
“¡Pobrecita!”, se dijo. “Encontró trabajo...”, y salió de aquel abismo, entristecido.
Francisco Izquierdo Ríos 661

Madera
A Pedro Lovatón

M i padre, mi padre, ha muerto en el abismo de los bosques. Era maderero.


No del poderoso grupo de los enriquecidos madereros, de los grandes
explotadores de madera, de los señores de la madera, de los dueños de los
aserraderos. ¡No! Joaquín Lozano, mi padre, era un hombre del pueblo, un pobre
maderero, cortador y apilador de troncos en el abismo de los bosques.
¡Madera, madera, pobreza, sangre y muerte para los que la extraen en los
bosques, y riqueza y esplendor para unos cuantos infames adinerados de las
ciudades!
Mi padre era un maderero solitario, no quería formar parte de ninguna cuadrilla
de cortadores de madera; se entendía directamente con uno de los explotadores de
madera en la ciudad. Este, como un tigre, lo tenía en sus garras. Mi padre, llevando
un puñado de latas de conserva y fariña, hachas, machetes, y su escopeta para cazar
animales, despedíase de su familia en el pueblito y se internaba en su canoa por
los ríos, lejos muy lejos, hasta una manchal de águanos o de cedros o de moenas
o de remocaspis, y se estaba allí cortando troncos durante meses, rompiéndose las
manos, enfermando de fiebres y curándose, hasta acumular los pies cúbicos de
madera convenidos.
Las trozas de un mínimo de cinco metros de longitud, una por una hacíalas
resbalar a la cercana quebrada rebosante de agua por las lluvias continuas; todo
cortador de madera trabaja próximo a una quebrada o un riachuelo a fin de
aprovecharlos en época de creciente producida por los aguaceros para bajar los
troncos a los ríos, llevándolos por estos como balsas al lugar de su destino. Mi
padre aparecía así por el río, después de larga ausencia, y entregaba el fruto de
su penoso trabajo al capitalista comprador de madera de la ciudad-puerto, y en
seguida venía a su pueblito, a su hogar, a veces doblegado por el paludismo, pero
con algo de dinero y telas para su mujer y sus hijos. Él no era de esos cortadores de
madera, de esos madereros, que después de recibir su paga se emborrachan días y
noches en los bares y burdeles de la ciudad.
662 Voyá

¡Madera, madera, fugaz ilusión de alcohol y de bellas mujeres para los pobres
cortadores de troncos en el abismo de los bosques!
Mi padre, Joaquín Lozano, era un maderero solitario, pero sí un gran conocedor
de la Selva y de su duro oficio. ¡Pobre Joaquín Lozano! Murió en el abismo de los
bosques. Había cortado ya suficiente cantidad de troncos, y el cercano riachuelo
abultado de aguas por las incesantes lluvias se prestaba para bajar el pesado
cargamento al río grande. Yo estaba con él, me llevó en esa oportunidad para
acompañarlo. Era, por entonces yo, un niño de 9 años, pero sabía manejar la
carabina Winchester de 12 tiros. Teníamos pues una escopeta de dos años y una
carabina, con las que cazábamos aves y cuadrúpedos para nuestra subsistencia.
Como decía, cuando ya nos hallábamos con las trozas de caoba listas para
hacerlas descender al riachuelo cargado de aguas por las lluvias, un tiro desde
la espesura mató a mi padre que fumaba sentado en un tronco; le dieron en la
cabeza. “¡Hijo!”, gritó mi padre al morir. Yo, carabina en mano, salí rápido del
pequeño tambo y me parapeté detrás de un árbol. Los piratas de la madera, los
ladrones de madera, no me vieron. Eran tres malditos, y a los tres los mandé
al otro mundo con certeros disparos. Al anochecer, colocando el cadáver de mi
padre en la canoa con una débil lámpara en la proa, enrumbé decididamente
por el riachuelo al río grande, y amaneciendo llegué a un pueblo ribereño, donde
di cuenta de lo ocurrido a las autoridades, y luego de enterrar a mi padre en el
cementerio, las guié al lugar de los hechos. Todos afirmaron ante los cadáveres:
“Piratas, ladrones de madera”. Y volviéndose a mí dijeron: “¡Qué buena puntería
tiene este muchacho!”
Sentado, solo, a la pequeña mesa en un rincón del bar a orillas del Amazonas,
en la ciudad de Iquitos, Joaquín Lozano hijo, ya joven y también maderero como
su padre, terminó su evocación bebiendo medio vaso de aguardiente de caña, y
se quedó mirando a través de los cristales el inmenso río lleno de noche y lluvia.
Otros madereros bailaban en el bar, locos de alcohol, con mujeres de vida alegre
movidas músicas brotadas de una rocola.
Cronología de Francisco Izquierdo Ríos

1910: Francisco Izquierdo Ríos, escritor y educador peruano, nace el 29 de agosto


de 1910 en Saposoa, provincia de Huallaga, departamento de San Martín,
en la Selva Alta del Perú. Hijo de Francisco Izquierdo Saavedra y Silvia
Ríos Seijas. En este caluroso lugar saposoíno transcurren los primeros
nueve años de Francisco, donde, por primera vez, escuchará los relatos
de mitos, leyendas y tradiciones populares cuya resonancia se apreciará,
posteriormente, en sus textos.
1919: La familia Izquierdo Ríos se traslada a Moyobamba, lugar donde Francisco
termina su instrucción Primaria.
1922: Inicia sus estudios secundarios en el Colegio San José de Moyobamba (hoy
Serafín Filomeno). Por esta época, en las aulas tropicales de su colegio,
germinan sus primeros trabajos que revelan su indeclinable vocación
literaria.
1926: Termina sus estudios secundarios en el Colegio San José de Moyobamba.
1927: Luego de obtener una beca para seguir estudios de normalista (profesor),
Francisco viaja a Lima. Entre los años 1927 y 1930 estudia en el Instituto
Pedagógico Nacional de Lima. Como estudiante de ese centro de estudios,
conoce a José Carlos Mariátegui, con quien colabora dictando cursos de
cultura general en los sindicatos obreros de Lima y Vitarte.
1930: A los 20 años, Izquierdo se gradúa como maestro de segundo grado en
el Instituto Pedagógico Nacional. El día de su graduación, en homérico
auto de fe, quema en el patio del instituto, delante de sus compañeros y
profesores, las copias y apuntes de clase que consideró vacíos y obsoletos.
Luego se marchó a los lugares más apartados de la Amazonía peruana
para ejercer el cargo de maestro rural. Desde entonces, a su vocación
de maestro unió la de creador. Cultivó la poesía, el cuento, la novela, la
crónica periodística y el ensayo. En estos textos refleja su experiencia vital
664 Cronología

en Costa, Sierra y Selva; asimismo su hondo afecto a la naturaleza y su


propósito fundamental: modelar el alma infantil mediante ejemplares
relatos.
1931: Siendo director en una escuela de Moyobamba fundó el Centro Cívico
Popular con filiales en los cuatro barrios de la ciudad para difundir la
cultura mediante charlas, conferencias y conversatorios. Izquierdo es
acusado de preparar una revolución comunista y se decreta su captura
para enviarlo a la prisión de El Sepa. Con el apoyo de la población, logró
burlar el acoso policial.
1932: Amnistiado, Izquierdo es nombrado maestro en Luya (Amazonas) donde
publica un periódico escolar, El Luyano. Contrae matrimonio con Olga
López, y tiene dos hijos: Vladimiro y Francisco.
1936: Publica su juvenil poemario vernacular Sachapuyas.
1939: Ejerce la docencia en Yurimaguas. Publica Ande y Selva, libro de relatos
vernaculares, donde se recogen estampas folclóricas por medio de la dulce
resonancia del lenguaje popular, así como los recuerdos de su infancia y
juventud. Edita y dirige la revista regional Remo.
1941: Como maestro y periodista animó, por entonces, la vida intelectual de
Iquitos con la revista cultural Trocha, convertida hoy en un invalorable
documento para el estudio de la literatura amazónica.
1943: Ocupa el cargo de inspector de Educación en la provincia de Maynas. Ese
mismo año se traslada a Lima para ser director de la Escuela Nocturna
N.°36, establecida en Bellavista, Callao (1943-1964). Luego es nombrado
jefe de Informaciones del Ministerio de Educación Pública y, más tarde, jefe
fundador de la Sección de Folklore y Artes Populares de dicho ministerio.
Inicia sus colaboraciones para la revista Folklore que dirige Florentino
Gálvez Saavedra.
1944: Publica Tierra peruana, colección de poemas y pequeños cuentos destinados
a los niños, en cuyas páginas alienta una fresca visión de la naturaleza y
se confirma la tendencia terrígena del escritor, para quien, ahora, en su
afinada sensibilidad, las pequeñas grandes cosas de la vida escolar y el
mundo maravilloso que lo rodea se conjugan en expresión de delicados
contornos.
1946: En julio viaja a Santiago de Chuco a recoger motivos populares en las
multitudinarias fiestas patronales del Apóstol Santiago el Mayor y para
investigar sobre la vida de César Vallejo. Publica su libro de cuentos Tierras
del alba, conjunto de relatos de paisajes selváticos y de la vertiente oriental
andina enmarcados en un inclemente realismo, donde se revela el drama
humano y se persigue el anhelo de una pronta justicia social.
1947: Con colaboración de José María Arguedas edita una recopilación de relatos
orales sobre Mitos, leyendas y cuentos peruanos (1947) que los maestros de todo
el país acopiaron bajo su orientación.
Francisco Izquierdo Ríos 665

1949: Publica Selva y otros cuentos y el libro de ensayo César Vallejo y su tierra.
1950: Edita el libro Cuentos del tío Doroteo y Días oscuros, novela donde forja una
acusación franca y sincera contra la sociedad alienada, sorda y egoísta.
1952: Publica En la tierra de los árboles, novela donde revela su eterna pasión por el
terruño de la Selva.
1953: Su cuento “El macho” fue premiado en el concurso auspiciado por el
Instituto Peruano Argentino.
1954: Gana el concurso de cuento patrocinado por el diario La Nación y la Librería
Internacional con “Jenarillo”. Publica la novela Gregorillo y el texto poético
Papagayo, el amigo de los niños.
1955: Con su novela Gregorillo obtiene el Segundo Premio en el concurso
convocado por los editores Juan Mejía Baca y P. L. Villanueva.
1959: Publica su libro de cuentos Maestros y niños.
1962: Publica el libro de cuentos El árbol blanco.
1963: Es designado jefe fundador del Departamento de Publicaciones de la
Casa de la Cultura del Perú (1963-1973) y, luego, director de la Editorial
del Instituto Nacional de Cultura, cargo en el que se jubila luego de más
de cuarenta años de servicios al Estado. Recibe el Premio Nacional de
Fomento a la Cultura Ricardo Palma por el libro de cuentos para niños El
árbol blanco. Publica el libro de prosa poética titulado Mi aldea.
1965: Entre el 14 y 17 de junio participa del Primer Encuentro de Narradores
Peruanos organizado por La Casa de la Cultura de Arequipa en la Ciudad
Blanca. Entre los concurrentes al encuentro están Ciro Alegría, José María
Arguedas, Arturo D. Hernández, Porfirio Meneses, Oswaldo Reynoso,
Sebastián Salazar Bondy, Óscar Silva, Eleodoro Vargas Vicuña y Carlos
Eduardo Zavaleta. Publica dos libros: Los cuentos de Adán Torres y El colibrí con
cola de pavo real. En este último libro se publica por primera vez su cuento
más conocido “El bagrecico”. Además, la Editorial España Doncel publica
el texto “Gavicho” en Cuentos peruanos.
1967: Publica Sinti, el viborero, libro de cuentos donde evidencia su entrañable
afecto a las costumbres populares.
1968: Publica Mateo Paiva, el maestro, novela donde descubre su rica experiencia de
maestro volcada en una novela testimonial que muestra la cruel realidad
de la burocracia estatal.
1969: Aparece Cinco poetas y un novelista, libro de semblanzas sobre César Vallejo,
Ciro Alegría, Ricardo Peña Barrenchea, Anaximandro D. Vega, Luis Valle
Goicochea y Alejandro Peralta; y La literatura infantil en el Perú, ensayo que
contiene una pequeña antología.
1970: Publica Muyuna, novela donde relata el drama interminable del hombre
amazónico que se enfrenta contra los elementos hostiles de la naturaleza
666 Cronología

bravía; y Belén, novela que describe la deprimente miseria de la vida


suburbana en la ciudad flotante de Belén, Iquitos.
1971: En setiembre se realiza el Segundo Encuentro de Narradores Peruanos en
Cajamarca. Del 25 al 30 de octubre participa en la Semana de homenaje a
César Vallejo en Santiago de Chuco.
1975: Edita un libro sobre folclore amazónico titulado Pueblo y bosque.
1977: Actuó como jurado en el concurso literario de la Casa de las Américas, en
La Habana.
1978: Aparece el libro de cuentos Voyá.
1980: Es elegido presidente de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas
(ANEA).
1981: Cuando se desempeñaba como presidente de la ANEA, le sorprende la
muerte el 30 de junio de 1981.

Gladys Flores Heredia / Jorge Kishimoto Yoshimura


CEPREDIM

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