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EL ÁNGEL SALVADOR

NOVELA DE COSTUMBRES CUZQUEÑAS

NARCISO ARÉSTEGUI
EL ÁNGEL SALVADOR
Novela de costumbres cuzqueñas

Narciso Aréstegui
EL ÁNGEL SALVADOR
Novela de costumbres cuzqueñas

Narciso Aréstegui

Ministerio de Cultura
Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco
EL ÁNGEL SALVADOR. Novela de costumbres cuzqueñas.
Narciso Aréstegui Zuzunaga
Primera edición. Cusco, 1872
Segunda edición. Cusco, 1920
Tercera edición. Cusco, 1958

© De esta edición:
Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco – Ministerio de Cultura
Avenida de la Cultura 238, Condominio Huáscar. Wanchaq, Cusco
Central telefónica (051) – 084 – 582030

Sud Dirección de Industrias Culturales y Artes


Área Funcional de Industrias Culturales y Nuevos Medios

Coordinación editorial:
Carmen Macedo Malpartida

Cuidado de edición:
Enrique Rosas Paravicino
Gonzalo Valderrama Escalante

Diseño y diagramación:
Nicolás Marreros Córdova
Juvenal Zamalloa Aguirre

Arte de portada:
Adolfo Reynaldo Sardón Abarca

ISBN:
Hecho el depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2017-10121

Impreso en:
GD Impacto S.A.C.
Av. Aviación Cuadra 51 - Santiago de Surco

Tiraje: 5000 ejemplares

Printed in Perú
Qosqopi ruwasqa

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación por cualquier medio o procedimiento,
sin la autorización previa, expresa y por escrito de los editores.
Presentación

Con especial satisfacción, la Dirección Desconcentrada de Cultu-


ra Cusco presenta el libro El Ángel Salvador. Novela de costumbres
cuzqueñas de Narciso Aréstegui Zuzunaga, personaje histórico de las
letras cusqueñas considerado junto a Clorinda Matto de Turner, pre-
cursor del indigenismo y pionero de la novelística peruana.

Esta novela se publicó por primera vez en 1872. Luego fue reedita-
da en dos ocasiones; primero en 1920 por la tipografía del diario El
Comercio de Cusco, y después en 1958 por la editorial H.G. Rozas,
como componente del Primer Festival del Libro Cusqueño.

Con la presente entrega ponemos a disposición del público una


pieza clave de la literatura nacional, edición que constituye un justo
homenaje a este escritor emblemático, quien cumplió con la ardua
labor de visibilizar la realidad de su tiempo.

He aquí un libro en el que nuestra ciudad y sus gentes son los pro-
tagonistas de una historia local y regional, por lo que su autor Narciso
Aréstegui ocupa un sitial de honor en la literatura peruana y latinoa-
mericana.

De esta manera, cumplimos con la obligación de recuperar una voz


importante de ayer, como parte de una labor cívica y cultural que tie-
ne que ver con la reafirmación de nuestros valores ciudadanos, en una
época como esta de tesonera construcción de la peruanidad.

Cusco, Agosto de 2017

Dr. Vidal Pino Zambrano,


Director de la DDC-Cusco.
Prólogo

El Ángel Salvador, novela del escritor cusqueño Narciso Aréstegui


(1823-1869 según Rubén Sueldo Guevara), viene a ser el segundo
libro salido de la pluma de su autor. Su argumento es sencillo y moti-
vante, además de que está escrito en un estilo ágil y directo. De esa
manera nos permite adentrarnos en la mentalidad y las costumbres
cusqueñas del siglo XIX.

También, a través de sus páginas, podemos constatar que Narciso


Aréstegui era dueño de una considerable erudición literaria. Probable-
mente fue lector de los realistas franceses (Balzac, Sthendal y Flaubert)
de quienes aprendería el arte de interpretar su época, desde la ficción
literaria.

Joven todavía, en 1848, publicó su primera novela El padre Horán,


considerada como la primera gesta narrativa del Perú, vale decir, el
hito fundacional de un proceso intenso y vasto, como es la moderna
novelística peruana. Su publicación le acarreó al autor una serie de
problemas, por cuanto el libro constituía una denuncia en clave acer-
ca de un episodio criminal que remeció los cimientos de la sociedad
cusqueña de ese siglo.

En cambio, El Ángel Salvador resulta una propuesta más moderada.


Hace hincapié en un tema de la cultura local y tiene como propósito
deleitar al público con circunstancias más cotidianas, sin descuidar el
manejo de la estética literaria ni la psicología de sus personajes.

¿Por qué debemos leer este libro? Por varias razones. Primero, por-
que El Ángel Salvador es un testimonio de época; en otros términos,
nos ofrece detalles de la vida social de un Cusco citadino anterior.
En segundo término, porque en los hechos de ayer laten los elemen-
tos germinales que delinearán el perfil de nuestro tiempo. Y, además,
porque es una obligación ciudadana conocer a nuestros autores y, en
consecuencia, revalorar sus propuestas creativas, para mantener siem-
pre un vínculo coloquial entre pasado y presente, en perspectiva a
construir una sólida identidad cultural y nacional.

Para la presente edición se ha tomado como base la publicación


hecha por Luis Nieto Miranda, en 1958, en el marco del Festival del
Libro Cusqueño. Se respeta el castellano empleado por el novelista,
ya que tal era la lengua estándar de su época. Sin embargo, se ha mo-
dernizado la escritura de los vocablos quechuas, en beneficio de una
obvia claridad expresiva.

La Dirección Desconcentrada de Cultura del Cusco cumple así con


divulgar a un autor del prestigio de Narciso Aréstegui. Lo hace para
recuperar a una de las voces más representativas del Cusco decimonó-
nico, con el vivo anhelo de que este libro será de ayuda para afianzar
nuestros lazos de pertenencia colectiva.

El mensaje de El Ángel salvador va, ante todo, a los más jóvenes, a


fin de que forjen en la persona de este escritor un ejemplo de acción
altruista y de identificación con los valores supremos que rigen la mar-
cha de la sociedad.


Enrique Rosas Paravicino


I
LAS HERMANAS DE ESPÍRITU

—Le digo a usted, comadre Micaela, que cada vez que veo
a esa preciosa niña, siento mi corazón tan oprimido que no
sé qué pensar.

—Lo mismo me pasa a mí, comadre Paula.

—Ay, yo creo que esa niña está en el camino de su per-


dición; y para tranquilizar nuestras conciencias, deberíamos
hacer algo en obsequio de su alma.

—Estoy en pos de eso, hermana Teodora.

Tres mujeres que tocaban en la ancianidad paradas en la es-


quina de la calle principal que desemboca en la plaza de la pa-
rroquia de Belén, cambiaban aquellas palabras en tono misterio-
so y compasivo.

La primera vestía un saco azul de lana, pendiente de la cintu-


ra una larga correa de cuero negro llena de calados, y cubiertos
los altos hombros con una ancha mantilla de bayeta de frisa
color de tabaco.

El rostro cobrizo de esta beata inspiraba respeto por la pro-


funda mirada de sus pequeños ojos negros casi perdidos en-
tre la oscura cuenca.

—Micaela era otra beata, dominica por su traje; de rostro


lleno y alegre, que no podía pronunciar frase sin acompañarla

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con el sonido de las muchas medallas, blancas y amarillas,
que adornaban el larguísimo rosario constantemente agitado
por sus dedos.

Y la última, Teodora, alta y encorvada, llevaba un saco color


café con su correspondiente correa, y un manto negro redon-
deado, sujeto en su aguda barba.

La dominica, en sus alegres mocedades, había tenido un


hijo llevado a la pila bautismal por Paula, y muchacho que a
los diez y ocho años había dado muchos dolores de cabeza
a su madre: reclutado para el ejército real, había muerto ar-
cabuceado por desertor, fecha desde la cual vistió los hábitos
Micaela, como promesa hecha a Santo Domingo por la salva-
ción del alma de su hijo.

En cuanto a Teodora, llamaba a las otras hermanas por ser


todas tres hijas de espíritu del padre Blas.

—¡Miren! ¡miren! —dijo Paula—cómo la irreverente se son-


ríe con él sin respeto a la virgen que…

—¡Jesús! —exclamó Teodora, santiguándose.

Y las tres devotas clavaron los ojos en un grupo de jóvenes


de ambos sexos que conversaban alegremente en la esquina
opuesta.

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II
LA IDA DE BELÉN

Era el día siguiente al de la octava del Corpus de 1745.

Un espléndido sol bañaba con sus ardientes rayos la hermo-


sa capital del antiguo imperio de los incas.

…De hora en hora todas las campanas de las elevadas torres


de piedra, echadas a vuelo, ensordecían a las alegres gentes
que seguían a la Virgen de Belén, de regreso a su iglesia,
después de las solemnes procesiones del renombrado Corpus.

En todo el trayecto que recorría sobre su valiosa anda de


plata, que reflejaba los rayos del sol, y bajo Ia sombra del
hermoso ángel que sostenía el áureo dosel encarnado, lle-
no de oro, la virgen era encerrada, muchas veces, dentro de
los castillos armados en las boca-calles, mientras pasaban los
sentidos cantares de las devotas almas, y la inciensaban en
pebeteros de plata, conservados por las jóvenes del pueblo
lujosamente ataviadas.

Al salir de su momentánea prisión, la Virgen recibía lluvias


de flores y de aguas de olor, palomas blancas llenas de lis-
tones de cinta, nubes de papeles picados con palabras de
alabanza.

Y al estrepitoso traquido de millares de cohetes, al estampi-


do de las bombas que estremecen los edificios, al ruidoso so-
plo de las lagrimillas de colores que se elevan hasta las nubes,

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síguense las sonatas en que prorrumpen las originales músicas
de los fantásticos bailes, con que la humilde clase del pueblo
cumple sus votos a la Virgen de Belén.

Nada más conmovedor que aquel ruido que electriza a la


multitud que sigue la procesión, ora con los ojos llenos de
lágrimas al oír los sentidos cantos, ora con los semblantes ri-
sueños al aspecto de una partida de bailarines en incesante
movimiento, ora escuchando con profunda veneración las
palabras de un niño vestido de ángel, que con voz trémula y
pálido de emoción, recita una loa, mientras la Virgen descan-
sa en algún altar improvisado y oye que el niño le dice:
Virgen del cielo! ¡Hermosa pasajera!
Descansa un momento en mi pobre altar;
Mis padres te ofrecen con fe sincera...
Enjuga su llanto... el triste llorar.

Ve a tu pueblo, te sigue reverente,


Tendidas las manos lo ves llegar;
Abre tu manto de gloria esplendente,
Oye su ruego, su triste llorar.

Que en este mundo sin tu dulce amparo


Fácil nos fuera, tristes, zozobrar;
Protégenos madre, que oyes bien claro
Nuestro puro ruego, el triste llorar.

Lleva mi esperanza a tu hermoso cielo


Donde las penas deben terminar;
Oye, Señora, al emprender tu vuelo,
Mi blando ruego, mi triste llorar.

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Apenas el niño junta las manos arrodillándose sobre su ta-
bladillo, el múltiple ruido, como un solo y confuso eco, vuel-
ve la alegría a los corazones, y pone en movimiento los incan-
sables pies de los bailarines.

Cerca de una cuadrilla de ñust’as (princesas) agitan a com-


pás sus sonajas, relumbrantes de perlas y piedras preciosas,
acompañadas por los k’umillos (jorobados) que llevan en alto
los quitasoles de pluma, vénse los ch’unchos de elevados pe-
nachos y mortífera flecha, dando gritos y saltos salvajes.

Más allá, los danzantes de libreas de plata, con los pies


apretados de cascabeles, al son de un tamborcillo acompaña-
do de un flautín, que uno solo toca, sacuden las piernas, unas
después de otras, produciendo un ruido chillón que se con-
funde con el acompasado redoble de las carreras, caballeros
en jacas de badana, que doman y dan corcovos dentro de los
grupos de los boquiabiertos muchachos.

Aquí, con un paraguas abierto y un anteojo largo debajo


del brazo, marcha con gallardo ademán un francés lleno de
flecos y alamares, abriendo los azules ojos y retorciéndose los
bigotes.

Por allá, tiembla el chukchu (tercianario) con su inmensa


capa blanca y no menos grande sombrero, apoyado en un
gajo de malva, recibiendo los solícitos auxilios de pequeños
enfermeros vestidos de blanco, que, con algún instrumento
indispensable de hospital, chisguetean, a veces, sobre las ca-
bezas de la multitud.

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Los ch’aiñas (jilgueros) sacuden las alas llenas de cascabeles
al ver que llega el halcón de agudo pico; y los velludos osos
intentan arrebatar los niños que las amas llevan en los brazos.
En pos de las cuadrillas de coyas (jóvenes nobles), vénse imi-
tando grotescamente las figuras de contradanza que aquellos
bailan, a los traviesos monos de todos tamaños.

Y para que nada falte en aquella mascarada, dos horribles


diablos llegan al frente de las beatas, y desenrrollando un per-
gamino, hacen el retrato de ellas, de un solo rasgo, con una
gran pluma de buitre.

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III
EN QUE LOS DIABLOS CAUSAN RISA

La Virgen cruzó la plaza llena de cabezas que se agitaban como


las olas del mar, presidida de Santiago sobre su caballo blanco
enjaezado de oro y su amplia capa morisca, con la reluciente
espada en actitud de caer sobre la multitud.

Seguíale San José, llevando de la mano al niño Jesús que se


apoyaba en el instrumento del humilde de oficio de su padre,
como enseña de trabajo del cual nadie debe estar exento.

Y cuando la multitud se arrodilló para recibir la bendición de la


Virgen, que penetraba en su templo, sólo los diablos brincaban
alegres enseñando los retratos de las beatas a las mujeres del
pueblo que se desternillaban de risa.

—Esos pícaros —decía Paula a sus compañeras— bien pudieran


apuntar en sus feos pergaminos los nombres de aquellas que
conversan en lugar de rezar.

El grupo de jóvenes que daba lugar a tales murmuraciones,


siguió con la multitud hasta la puerta del beaterio situado en un
costado de la iglesia.

Componíase este grupo de dos lindas jóvenes: rubia la una y


trigueña la otra; de ojos azules y tímidos aquella; y de negros y
ardientes ésta.

Vestidas con elegancia para el gusto de aquel tiempo, llevaban


altos los trajes de seda y calzados los pequeños y arqueados

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pies con zapatos blancos bordados de oro, tacos de madera y
brillantes hebillas sobre el alto empeine.

Los delgados talles ceñidos con jubones de tizú color ce-


leste guarnecido de finos encajes, y los redondos hombros
cubiertos con chales de seda de largo fleco.

Por todo adorno, llevaba la una, sobre el rubio cabello riza-


do, un hilo de perlas finas con un hermoso diamante que bri-
llaba al centro de la división; y la otra ostentaba sobre el lado
izquierdo de sus cabellos de ébano, recogido en dos trenzas,
una rosa natural, fresca y aterciopelada como sus mejillas y
encarnada como sus labios.

Esta pareja atraía las miradas de los jóvenes de vestidos de


terciopelo, de capetas pendientes del hombro, de sombreros
negros con plumas y espadín con empuñadora de acero.

Los menos tímidos habíanse aproximado a ellas con palabras


lisonjeras, formando círculo los demás a cierta distancia, no
sin atusarse los nacientes bozos ni dirigirse al talle alguna
mirada furtiva.

Las señoras de aire respetable, mirándolas de reojo al pa-


sar, compadecían a las damas pronosticándolas la suerte más
desgraciada posible en fuerza de aquella terrible sentencia:

“¡Ay! infeliz de la que nace hermosa”.

—La noche no tarda en cubrirnos con su negro manto —dijo


a las jóvenes un caballerito de acento melífluo y aire relamido.

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—Podemos guiar nuestros pasos hacia su encantadora morada.

Y ofreció el brazo a la rubia, quien tomó el de su amiga,


pues no era hermana, con general sonrisa de los demás
acompañantes.

El relamido se encogió de hombros.

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IV
¿QUIÉN ES?

La plaza estaba ya un poco despejada.

Gran parte de los bailarines danzaban dentro del templo.

Los concurrentes, en general tomaban por distintas calles la


dirección de sus casas.

La afluencia de gentes era considerable por la principal, que


pasa recta por el puente de Belén, y une la parroquia con la
ciudad.

Llenas estaban todavía de señoras y caballeros, las entapi-


zadas ventanas que habían alquilado a subido precio para
aquella tarde.

Conteniendo con mano vigorosa los saltos y corbetas de un


fogoso caballo, que sobre el abierto pecho dejaba caer copos
de espuma, tascando el freno, subía un elegante caballero de
franca fisonomía, dirigiendo escudriñadoras miradas a todas
las ventanas.

El hermoso potro, luego que pudo hallar espacio al desem-


bocar en la plaza, sacudió las encrispadas crines, y, después
de dos pequeños saltos, empezó a batir los herrados cascos
sobre el duro suelo, con el acompasado golpe de su airosa
marcha.

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Aproximábase la comitiva de jóvenes en que iba el me-
lifluo, a la inmediata calle que conduce a la parroquia de
Santiago, cuando aquel caballero sentó el potro al frente del
grupo, dejó la montura y echó la brida al primer hombre que
vio cerca.

—¿Quién es? —se preguntaron, más que con los labios, con
los ojos, los acompañantes de las jóvenes.

El desconocido se aproximó a la rubia y le presentó un ramille-


te de flores, sujeto en un anillo de oro.

—¡Hermosa! —le dijo con acento conmovido—. Estas flo-


res, raras en este tiempo, estaban destinadas para usted.

La joven aceptó.

Sus rosadas mejillas se encendieron; bajáronse sus tímidos


ojos, y sus labios de coral no pudieron desplegarse.

Aspiró el aroma de aquellas flores, y sintió elevarse su seno


como si fuera demasiado sutil el aire respirable.

El incógnito cabalgó de un salto, arrojó un duro a los pies


del mozo que tuvo las riendas, saludó con despejo y dejó la
plaza.

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V
EN QUE LA ESCOLTA SE RETIRA
REVENTANDO DE CÓLERA

—Pepe, ¿qué te parece? —preguntó uno de los jóvenes al


melífluo que seguía con la vista al desconocido caballero.

—Más me gusta su caballo que él —dijo Pepe, y añadió:


—¡Qué lástima! No sabe llevarlo.

La rubia miró a Pepe y se sonrió.

Cinco eran, con el relamido, los que formaban la escolta


de las dos amigas que caminaban por las estrechas calles que
unen Belén y Santiago, deseando aquellos percibir algo de lo
que hablaban a media voz las jóvenes.

—¿Dime, Magdalena —preguntaba la trigueña a la rubia—


no lo has visto nunca?

—Nunca, Rosita.

—Tengo curiosidad de saber quién es.

—También yo.

—Tal aire tiene de nobleza, que no veo en ninguno de los


que nos siguen… ¡Ah! Parece que vienen muy tristes…

—No tienen porque.

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—Extraño el silencio de don Pepe.

—Hace bien en callar. Es tan pulido…

—Cerca de ti...

—¿Y Enrique?

—Enrique... es simpático… Mi madre lo quiere mucho.

—¿Y tú?

—Según dice la señora Faustina... él haría mi felicidad.

—¿Quién es la señora Faustina?

—¡Qué! ¿no lo sabes? Es la madre de Enrique.

—Feliz él que aún tiene una madre…

—Mañana sabré quién es —decía al mismo tiempo, Pepe


a sus compañeros— si es noble, lo soy yo; si es rico, muy en
breve tomaré posesión de mi mayorazguía... y si gallarda es
su apostura, no me quejo de la mezquindad de la naturaleza
conmigo…

—Pepe mío —repuso Enrique, joven de aspecto compla-


ciente, de facciones agradables, y aunque menos lujosamen-
te vestido que su amigo, elegante con cierto abandono natu-
ral— ¡me temo un fiasco! Creo que no estás seguro del bien
que anhelas.

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—¿Y lo estás tú?

—Yo... creo en las simpatías.

—Yo confío en los recursos del talento y en el brillo del oro.

—¡Tontos! —murmuró uno de los tres restantes—. Creen y


confían, como si el corazón de la mujer fuera la Providencia.

—¡Caballeros! —exclamó otro, al llegar con la comitiva a la


plaza de Santiago—. De aquí me despido.

—La escolta puede retirarse cuando guste, pues que esta-


mos ya en puerto seguro —dijo Pepe con acento burlón.

—¡Fatuo! —gruñó aquél, y tomó su camino sin despedirse


de las jóvenes.

Los otros dos le siguieron fastidiados con el dicho de Pepe.

—Bien merecemos la despedida —repuso el primero—.


Hemos hecho un papel ridículo dejándonos arrastrar por el
imán de esas sirenas…

—No creas —replicó el de la derecha— que los que se que-


dan estén halagados, más que nosotros, por el perfume de
aquellas flores silvestres de Santiago…

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VI
SON FLORES DE ROMERO

Oíanse las lentas y sonoras vibraciones de la gran campana de


la Catedral que tocaba las avemarías, al entrar Magdalena y
Rosa en una pequeña casa situada al término de la población
de Santiago.

La fresca brisa que soplaba sobre los inmediatos campos,


ardientes todavía con los últimos rayos del sol, perfumaba el
espacio con el aroma de las plantas y los arbustos en flor.

Medio veladas por las sombras de la tarde, se distinguían las


cien torres de la ciudad, en cuyas cruces de acero reflejaban
aún los expirantes rayos del sol de la tarde.

El susurro del inmediato arroyo, el trinado de los jilgueros


que buscan sus nidos, las últimas vibraciones de las campanas
que repiten la oración de la tarde, el sordo rumor lejano que
revela la vida de las grandes poblaciones, unido todo con los
aires de las músicas que se retiran, con los bailes de la fiesta,
ofrecía al espíritu contemplativo de Enrique, un mundo de
puras y gratas sensaciones.

Mientras tanto, Pepe, que no percibía más ruido que el


producido por los vestidos de Magdalena, al rozarse en los
arrayanes que circundaban el patio de la casita convertido en
jardín, dejó a Enrique en la puerta de calle y siguió hasta la
habitación principal que estaba alumbrada.

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Sobre la alfombra de una sola pieza que cubría el piso,
veíanse arrimados contra los muros, anchos escaños dorados
con colchoncillos de terciopelo carmesí, ajados por el uso.

Un sillón de la misma hechura ocupaba la testera, y a una


altura competente, colgado un lienzo de María Magdalena
ostentando el brillo de sus ojos y su abundante cabellera.

Al pie del cuadro y sobre una repisa había una jarra de flo-
res, y otra sobre la mesa de cedro que ocupaba el centro de
la habitación.

Llenas de pequeños objetos de filigrana de plata, de cristal,


porcelana y piedra de Huamanga, veíanse las doradas rin-
coneras incrustadas en los ángulos; y al centro de la pared
fronteriza a la puerta, colgada con tul blanco, una que daba
paso al interior y opuesta a la única ventana abierta sobre el
patio jardín, cubierta toda con una enredadera.

Estos detalles que no son inútiles, hacen comprender que


Magdalena pertenecía a la clase independiente de la socie-
dad de su parroquia.

La rubia tomó de una rinconera un pequeño vaso de cristal,


y colocó en él su ramillete, quitando el anillo.

—Mucho cuida usted ese ramito, Magdalena —dijo Pepe


con cierta entonación burlesca— parece que no vale la
pena...

—Son flores de romero, don Pepe, muy raras en este tiempo...

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VII
INSTRUCCIÓN ELEMENTAL Y ARTÍSTICA

Magdalena había perdido a sus padres en muy temprana


edad.

Don Manuel de Olave, español de nacimiento, había naufra-


gado en el Cabo, en la fragata Ferrol, que conducía caudales del
Perú a España; embarcación en que marchaba a su país con el
objeto de ver a sus deudos y realizar algunos intereses de familia.

Pocos meses después, había fallecido doña Clara Lasteros,


víctima del pesar profundo que le causara la infausta muerte
de su esposo.

Huérfana Magdalena, a los cuatro años, pasó su niñez cerca


de su abuela materna y se desarrolló libremente entre las
plantas del jardín, persiguiendo a los picaflores y mariposas
que venían a extraer el néctar del cáliz de sus flores, exhalando
apenas un suspiro, cuando su segunda madre se lamentaba de
su soledad.

La anciana señora, comprendiendo que su nieta debía que-


dar sin su apoyo un día, se dedicó a enseñarle algo de costura
blanca; lectura corriente en las grandes letras de su viejo devo-
cionario, escritura un poco informe, pero clara, y algunas re-
glas usuales de contabilidad, en números que ocupaban algún
espacio en el papel.

Cuando Magdalena leía de corrido todas las oraciones de la


santa misa, recocía su ropa y arreglaba cuentas con el arren-

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datario de la pequeña hacienda que poseía en la quebrada
de Calca, se complacía la señora de ver logrado el fruto de sus
desvelos, y acariciándola con ternura, le decía:

—No pierdo la esperanza de verte con la santa toca de las


esposas del Señor. En cuanto a los rezos en latín, pienso lla-
mar al cantor de la parroquia para que te los enseñe.

Magdalena bajaba los ojos y no contestaba palabra.

Esbelta en sus quince años, su corazón palpitaba al ver de


lejos la hermosa ciudad que pocas veces había recorrido, y
sólo cuando su abuela la llamaba a ganar algún jubileo en
los espaciosos y elevados templos.

Pero la buena señora había fallecido también antes de


ver realizadas sus cristianas esperanzas.

Dueña absoluta de su casa, su hacienda y su libertad,


Magdalena, un tiempo después de enjugar el sentido llanto
por aquella pérdida, se contrajo a la lectura de algunos
libros que dejara su padre y a conocer las calles de la
ciudad, los lugares de sus paseos, los edificios públicos,
los portales de comercio, y, en fin, el Rodadero, antigua
fortaleza de los Incas.

Contrajo algunas amistades, y sólo prefirió cordialmente


la de Rosa, hija de una mandadera del monasterio de San-
ta Catalina de quien ésta había aprendido a confeccionar
dulces de almendra para los grandes banquetes de la clase
acomodada.

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El renombre de Rosa, en poco tiempo, fue popular por
aquellos trabajos de masa, verdaderamente artísticos que
salían de Santa Catalina en grandes fuentes de plata, ya
figurando batallones de soldados con su jefe a caballo, ora
arcos triunfales llenos de banderas, ya peces dorados nadando
en un mar de almíbar, en fin, pichones rellenos de frutas en
conserva.

Si algún cacique quería dulces para la mesa que debía pre-


sentar en la fiesta de su parroquia, Rosa amoldaba incas con
cetros de oro, en figura de lanza, ñustas con loros sobre los
hombros, k'umillos con quitasoles, y matizados platos que
imitaban ajíes de disparates, que excitaban el apetito de los
convidados.

Además de esto, Rosa cantaba tristísimos yaravíes, los más


en su lengua nativa, no pocas veces derramando lágrimas
conmovida por su sentido acento y por el recuerdo de su
misteriosa existencia.

Su madre jamás le había dicho el nombre del ser a quien


debía la vida.

Magdalena viéndola llorar, estrechaba entre sus brazos a la


cantora, y mezclaba con su llanto el suyo, presas del mismo
sentimiento que había unido sus inocentes almas con sincera
amistad.

Cuando sus trabajos daban tiempo a la artista, pasaban


juntas las horas del día, entretenidas en quitar del jardín las
plantas marchitas, en sembrar nuevas semillas, arreglar sus

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vestidos y cantar a dúo los yaravíes que más gustaban a Mag-
dalena.

Jóvenes bellas con lo necesario para vestir con cierto lujo,


modestas por educación, sencillas por el corazón, sin deseos
vehementes, sin aspiraciones, sin inquietudes, habían dejado
pasar desapercibidas las galantes frases de los caballeros que
los saludaban, hasta que llegó para ellas el fatal momento en
que despierta el corazón del tranquilo sueño de la indiferencia.

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VIII
AL PIE DE LA CRUZ

Sentados en aquellos mullidos escaños, Pepe y Enrique cam-


biaron una mirada de inteligencia, que no pasó desapercibida
por Rosa y Magdalena.

Pretendían oírlas cantar.

Magdalena se quejó de dolor de cabeza por consecuencia


de la insolación, y la artista rehusó cantar sola.

Y con tal negativa quería decir:

—Convendría que ustedes se retirasen.

Pepe y Enrique se despidieron un poco mohínos y bajaron


lentamente la rampa que termina en el puente de Santiago.

De allí volvió Pepe la vista a la casa, y extendiendo el brazo


en actitud amenazante, exclamó con vanidad:

—Me amarás, a pesar tuyo.

Enrique apoyó los brazos en el peldaño de la cruz de piedra


y descansó la barba entre las manos: parecía escuchar en el
dulce murmullo del arroyo, la voz de aquella a quien amaba
con toda la ternura de su alma.

Pepe era el hijo mimado de una opulenta familia.

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Aguardaba con impaciencia llegar a su mayor edad, para
entrar en posesión de una parte de la fortuna de sus padres,
los condes de la Oliva.

Su espléndida casa, llena de escudos y retratos de sus ante-


pasados, era el centro de las grandes reuniones en las cuales
se fastidiaba Pepe buscando como un compensativo, las rui-
dosas tertulias y las fáciles amistades.

Enrique era el hijo único de la señora Faustina Monje de


Cortez, viuda de un antiguo empleado del “Estanco de Taba-
cos”, sin más patrimonio que la escasa pensión que cobraba
de las cajas reales por veintisiete años de servicios prestados
por su padre, que falleciera de una aguda pulmonía.

Admitido como meritorio en la misma oficina se encontra-


ba Enrique en vísperas de optar la colocación de amanuense
con quince duros mensuales.

La señora Faustina encendía una vela diaria a Santa Rita


para que llegara pronto aquel feliz momento.

Estos jóvenes se hallaban unidos desde la infancia por re-


cuerdos de escuela; y más que todo, por la condescendiente
voluntad con que Enrique, a pesar de su carácter moderado y
apacible, seguía a Pepe en todos sus caprichos.

Más de una vez reconvenido por su mamá al recogerse un


poco tarde a la casa, Enrique había hecho el propósito de
alejarse de la amistad del conde; pero, una visita suya, el
recuerdo de los alegres paseos y la seguridad de las distingui-

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das consideraciones con que su misma madre trataba a Pepe,
borraba de su corazón los firmes propósitos.

Sin embargo, no olvidaba nunca que la buena señora le


había dicho, una vez, con acento de verdad:

—Hijo mío: la amistad de un noble no siempre honra al


pobre.

Y desde entonces, Enrique procuró escudar su corazón, na-


turalmente honrado contra la primera influencia de los falsos
placeres.

32
IX
CONFIDENCIAS

—¡Líbreme Dios de sentir un cariño igual! —exclamaba


Magdalena sin duda después de alguna confidencia que
acababa de hacerle su amiga.

—¿Te parece extraño? —interrogó Rosa exhalando un suspiro.

—Tener la imaginación preocupada, sentir esa especie de


temor al escucharle, sin embargo, de no haber oído de sus
labios ninguna palabra que dé a conocer sus sentimientos,
en fin, adivinar en sus miradas algo que oculta a pesar suyo,
me parece, Rosita, que, si esto no es incomprensible, tiene
mucho de extraño... He oído al señor cura de la parroquia
en sus sermones, que a nuestra edad no está libre el inocente
corazón del ardiente soplo de las pasiones mundanas.

—Sabrá bien lo que dice el señor cura.

—Si Enrique te ama y su madre te lo ha dado a compren-


der, ¿por qué guardar silencio contigo?

—¿Crees tú que Enrique es como el condesito Pepe, que


desde el primer día que te saludó te dijo que te amaba?

—No me hables de él que me tiene fastidiada.

—De qué distinta manera se ha conducido contigo aquel


caballero...

33
—¡Chist! —silbó Magdalena, y juntó por sí misma la puerta
de la habitación.

Miró, al pasar, las flores de romero y tomó asiento cerca de


Rosa dándole unas palmaditas de cariño en las rosadas mejillas.

—¿Ya que estamos solas —dijo en seguida— dime qué


piensas de lo que ha pasado hoy?

—¡Ah! Te aseguro que no me doy cuenta de la sorpresa que


me causó aquel acto. Recibí maquinalmente esas flores… y
mis labios no pudieron dar las gracias.

—Pero, ¿quién es ese caballero?... Yo que con motivo de


los dulces que me encargan conozco casi todas las familias
notables, no recuerdo haberlo visto jamás.

—Por su vestido que pude ver al acercársenos, creo que es


forastero.

—Su voz es agradable y su aire muy distinguido.

—¿Me conoce tal vez?... ¿Dónde me ha visto?... ¡Ah! tengo


miedo Rosa: has hecho bien en quedarte. Es indudable que
sola habría dormido muy intranquila... Nunca he estado más
inquieta... ¿Crees en el cariño de Enrique?

—Él es bueno… sin pretensiones como el conde… ¡Tú se-
rás feliz!… Me lo dice el corazón. …

—Hija mía —interrumpió la artista al notar la volubilidad


con que hablaba su amiga— en verdad que estás inquieta.

34
—¿Y cómo no estarlo?... Yo presiento algo que no sé expli-
carme... Mi existencia, tranquila hasta hoy, ¿se llenará de las
densas nubes que presagia una tempestad?...

—Me das cuidado Magdalena.

—¡Ay! ¡Cuánto echo de menos a mi buena abuelita! Su


llorada sombra me hace falta.

Y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

Aquel corazón puro, victima de la primera impresión; aque-


lla alma tímida y sencilla, exageraba sus inquietudes por la
ignorancia de lo que tan frecuentemente pasa en el mundo.

Dejó caer la rubia cabeza sobre el hombro de su amiga, y


gimió con el sentido suspiro que arranca el dolor.

Las lágrimas son simpáticas; apenas Rosa vio desprenderse


de los ojos de Magdalena sintió humedecerse los suyos, reve-
lando en la voz su naciente congoja:

—¿Por qué lloras? —le dijo— Es la primera vez que te veo


tan conmovida... enjuga tus preciosas lágrimas!... He visto llo-
rar a muchas niñas y nunca me he impresionado tanto.

—Recuerdo mi orfandad, hermana mía, y tengo razón para


llorar.

—¡Ah! —exclamó Rosa con candoroso entusiasmo—.

35
¡Cuán hermosa estás así! Tuvo razón aquel caballero para ha-
berte preferido con su lindo ramillete, a la multitud de niñas
que vería en las ventanas, hasta llegar a Belén.

—¿Y no te parece que he hecho mal en recibirlo?

—No veo que haya mal alguno en recibir flores.

—No me dan cuidado las flores, sino el anillo… —repuso


Magdalena, contemplando el que llevaba puesto.

—No me acordaba... ¡Qué lindo es! —dijo Rosa admiran-


do las refulgentes fases de la piedra engastada en él— ¡Ah!...
esto debe valer mucho.

—Si lo vieras... ¿podrías devolvérselo a mi nombre? Creo que


habrá padecido una distracción al dejarlo puesto en el ramillete.

—Magdalena… quizá volverá por él.

36
X
UN NIDO DE PALOMAS

Todavía siguieron conversando hasta muy tarde de la noche,


las íntimas amigas.

En sus lechos mismos, pues, Rosa se había acostado en


la dorada cuja de la abuela de Magdalena, hablaban aún
después de apagada la luz, hasta que el cadencioso aliento
de la artista indicó a su compañera que ya no era escuchada.

Si tranquilo fue el reposo de la una con el recuerdo de su


inocente cariño, no así el de Magdalena, impresionable como
una sensitiva.

En el prolongado insomnio contó distintamente las treinta y


tres campanadas con que la María Angola, gran campana de
la Catedral, contesta al toque de las cuatro de la mañana del
reloj de madera de la Compañía de Jesús.

Comenzó devotamente una oración para que su ángel cus-


todio no la abandonara en sus tribulaciones, y al fin se quedó
dormida al terminarla.

¡Que al despertar de su sueño de niña no vea las negras


nubes que amontonaba su exaltada fantasía!

Rosa fue la primera que abrió los ojos, heridos por un rayo
de luz que penetraba por las hendiduras de una ventana de
aquel nido de palomas. Levantó la cabeza, miró a Magdalena

37
profundamente dormida, tomó sin ruido sus vestidos y salió
de puntillas a la habitación exterior. Eran las ocho cuando la
rubia despertó radiante como el sol de la mañana. Impruden-
temente una criada, abrió las puertas exteriores y la curiosa
luz penetró en el dormitorio a través del blanco cortinaje de la
puerta, con suave y misteriosa claridad.

La paloma, compañera de su blanco nido había levantado


el vuelo; entrelazó sus dedos de nácar sobre la rubia cabeza
y llamó a la criada.

—¿Y Rosita? —preguntó.

—Tiempo ha que se fue... Viera usted, tal era su apuro,


que, al bajar la cuesta, rodó.

—Bien hecho, por ingrata. ¿Y se hizo algún daño?...

—No, pues que siguió a carrera.

—Vuela tú al convento y dile, que la necesito; que tengo


mucho que contarle.

—Voy señorita.

—Aguarda… No le digas eso; que venga: ¿por qué se fue


sin decirme nada?

—Muy bien.

—¡Oye! Dile que tenemos que componer hoy un par de

38
ramos de las flores del jardín para llevárselos a la Virgen: que
mañana es la procesión... ¿Me entiendes?

—Voy allá, señorita.

—Que entre Rafita a darme ropa.

—Ingrata —murmuró en seguida, y fijó las azules pupilas


en el blanco cortinaje de la puerta. Aquel hermoso busto era
la representación de la muelle pereza, dejando vagar por la
mente los gratos recuerdos de un sueño feliz.

Por debajo de los transparentes párpados, el último insom-


nio se había impreso sus huellas con un tinte violáceo que
aumentaba el brillo de aquellos ojos.

Magdalena apartó, por decirlo así, las dilatadas pupilas del


luminoso punto que largo rato había contemplado su imagi-
nación, dibujándose una sonrisa en sus labios de grana, como
término de algún grato recuerdo.

Apoyada la mejilla sobre la palma de la mano, doblado el


brazo sobre las triples almohadas, guarnecidas de calados y
encajes, volvió a sumergirse en el silencioso pensamiento que
acariciaba su memoria.

Cuando en la mente existe un pensamiento que domina


nuestro ser, los ojos buscan un objeto que los fija, sin verlo,
y la memoria, un acontecimiento de la vida sin examinarlo.

La presencia de Rafita, apenas hizo volver a Magdalena, a


la realidad de la Vida.

39
XI
COMO LA ESTATUA DE LOT

La casualidad es la ventura de los que se aman, ha dicho


alguien.

Acontece, frecuentemente, que largo tiempo se busca, en


vano una oportunidad favorable hasta que de improviso llega
el momento deseado causando una sorpresa que paraliza el
alma. Esto pasó con Enrique, encontrando súbitamente a Rosa
al torcer del portal de Carrizos a la calle de Santa Catalina.

Enrique había salido de la oficina y se dirigía a su casa: Rosa,


del monasterio, y se encaminaba a la de Magdalena, después
de haber imitado un ramo de flores con la masa de almendra
que tan dócilmente mudaba de forma entre sus inteligentes
dedos.

No sabemos si la emoción, la sorpresa o la precipitación de


su marcha, impidió a Enrique el uso de la palabra: lo cierto es
que siguió su camino como si no la hubiera conocido.

Rosa, tapada con un chal oscuro, volvió la cabeza al llegar


al otro extremo del portal.

El meritorio había tenido tiempo para reflexionar, y volvió


sobre sus pasos.

La artista redobló los suyos; y no sintió los tacos de Enrique,


cerca de ella, sino al desembocar en la pampa de Santa Clara.

40
Habían caminado más de cuatro cuadras, aceleradamente,
ascendiendo por el insensible desnivel de las calles de la ciu-
dad.

La respiración de la joven empezaba a ser fatigosa, y por


esto, sin duda, cortó la rapidez de sus pasos.

—La hubiera seguido a usted hasta el cabo del mundo—


dijo Enrique colocándose al lado de Rosa.

—¿Y para qué, don Enrique? —preguntó la artista con una


mirada tan expresiva como sus negros ojos.

—Para decir a usted una sola palabra…

—Pues... ya puede usted decirla, porque voy lejos.

—Es que esa palabra debe tener una explicación.

—¡Oh!… Entonces son muchas.

—No serán tantas como yo quisiera.

–No comprendo.

—Es usted cruel.

—¡Ah!... ¡Cruel! —Repitió la joven con cierta amargura.

—Si esa es la palabra... me parece demasiado... fuerte.

41
—He dicho... he querido decir… —balbució Enrique sin
resolverse a sostener su palabra.

—Está dicho —interrumpió Rosa alargando un poco los


pasos.

—Soy cruel, y sin embargo, no tiene usted valor para


afirmarlo.

—Hay crueldad, Rosa, en no querer escuchar a quien desea


hablar a usted... Hay crueldad en huir la vista de quien qui-
siera verla siempre…

—Qué fácil es inculpar sin motivo.

—Cierto es que no debería juzgar su desvío, sino como el


resultado de la indiferencia ¡Ah! veo sombras cuando mis
ojos están heridos por los rayos de una luz intensa...

—¡Cuidado! —exclamó la cantora, sonriendo— ¿No vaya


usted a cegar?

—Búrlese usted de mí, Rosa; pero no por ello se apagará en


mi corazón la llama que lo devora.

Rosa guardó silencio.

—Y, sin embargo —prosiguió Enrique alentándose por gra-


dos— los puros sentimientos del corazón no deberían causar
inquietud: el deseo del bien que todos buscan con anhelo no
debería ser contrariado. ¡Ah! La felicidad es simpática, y la de
usted, Rosa, si formase parte de la mía…

42
—¿Acaso sabe usted en qué consiste mi felicidad?

—En causarme... daño.

Rosa miró con sorpresa a Enrique.

—Es la preocupación constante de mi espíritu— añadió éste.

—No entiendo.

—Busque usted en su memoria un primer recuerdo que haya


impresionado vivamente su alma; que ese recuerdo, invariable,
sea el primer pensamiento de la felicidad que en su ilusión ha
seguido sin poderlo alcanzar, exhalando un suspiro sin esperanza,
y comprenderá usted, que hay en esto un mal.

—No incurable, tal vez.

—¿Rosa?...

—¿Y hasta dónde piensa usted acompañarme? —dijo de re-


pente la artista—. De aquí no pasa usted...

Y señalando con el diminuto pie el centro del puente de San-


tiago, añadió con dulce voz:

—Váyase usted...

—¿Nos veremos otra vez?

—Hasta mañana, don Enrique...

43
Inmóvil, como la estatua de Lot, Enrique no se retiró sino des-
pués que Rosa le dirigió una última mirada de lo alto de aquella
subida.

44
XII
EN QUE, DESPUÉS DE UNA PLEGARIA,
APARECE YA LA COLA DEL DIABLO

Magdalena estaba recogiendo las flores más vistosas de su jar-


dín, cuando fue sorprendida por Rosa, que, desde la puerta,
le dirigió esta frase cariñosa:

—Salud, reina de las flores.

—Bien lo has hecho —contestó Magdalena en tono de


reconvención—. Mereces que la Virgen deje marchitarse el
ramo que ates tú, antes que el mío.

—Pues... ¿no me tienes aquí?

Y Rosa abrazó a Magdalena, dándole un beso en las mejillas tan


frescas y encarnadas como los claveles que acababa de cortar.

—Válgate tu humildad; pues había resuelto…

—¿No verme más?

—No permitir que tomes mis rosas para lucirlas en tus


cabellos.

—¡Gran cosa!

—¿Te parece poco?

45
—¡Mucho! Basta que sean tan lindas como tú y que me
viera privada de llevarlas.

—¡Habladora!...

Con el auxilio de Rosa, bien pronto tuvo Magdalena flores


bastantes para los ramos que debían componer.

Media hora después, aquellos estaban colocados en dos


grandes floreros de China, pintados con figuras del celeste
imperio y extrañas plantas azules en fondo blanco.

Recreábase, cada una, con su maravillosa obra, ponderan-


do Magdalena la acertada elección de aquellas flores que más
visos de belleza daban al conjunto del ramo que había com-
puesto, y Rosa, su delicado gusto en el matiz dominante que
más realzaba el suyo.

Tal empeño dio lugar a cierto cambio de palabras que pica-


ban su amor propio.

—Tu ramo, Rosita —dijo en fin la rubia— se parece a la


desgreñada cabeza de un muchacho.

—¡El tuyo!... Es el retrato de fray Pedro que tiene una meji-


lla abultada como un pan.

—¿Quién es fray Pedro?

—El capellán del convento. ¿Sabes?

46
—Un día me encontró en la portería, y tocándome la barbi-
lla, me dijo con voz de órgano: ñata, ¿cómo estás?

Y esto repitió Rosa ahuecando la voz y tocando la barba de


Magdalena.

Con la ruidosa risa que motivó el tono de la artista, terminó


la disputa: se taparon ambas con sendas mantas negras y se
dirigieron a la iglesia de Belén.

El templo estaba profusamente iluminado y lleno de de-


votos.

Las armonías del órgano acompañado por violines; el balsá-


mico perfume que expedían tres grandes pebeteros de plata
con flameros debajo; el aire dulcemente triste de los cantos
místicos ...que entonaban dos voces de mujer, perfectamente
combinadas; un gemido de dolor... el sentido ¡ay!... despren-
dido de algún pecho dolorido, la hermosa Virgen resplande-
ciente de joyas en sus bordados vestidos de brocado, con su
corona de reina y su dulce mirada de madre, brillante como
la “estrella de la mañana”, humilde como “mansa paloma”,
los últimos rayos del sol poniente, reflejando en las alas de
plata del ángel que sostiene el dosel, penetrando en brillan-
tes átomos a través de una vidriera, todo contribuía en aquel
santuario, a la elevación del espíritu durante el misterioso re-
cogimiento del alma.

Rosa y Magdalena, por sí mismas, colocaron las flores en el


improvisado altar al pie del anda de la Virgen; y arrodillándose,
más que con los labios, con el corazón, le dijeron esta plegaria:

47
—¡Ampáranos, Señora! ¡Protégenos, Madre! Huérfanas y
solas en el mundo, nos acogemos bajo tu cariñoso manto,
seguro refugio de los atribulados corazones…

—Así deben ser las niñas —díjolas al oído, la beata Paula—.


Las flores están mejor a los pies de Nuestra Madre que en las
cabezas de las gentes del mundo, que con tanto escándalo se
las ponen para llamar la atención.

Asustadas miráronse las dos jóvenes y se levantaron. Aquel


lenguaje era demasiado duro para ellas.

—Para que ustedes vean como recompensa Nuestra Madre


a sus devotas —prosiguió la beata deteniéndolas en la puerta
de la iglesia— tomen ustedes estos benditos escapularios y
llévenlos siempre puestos para estar libres de tentaciones.

—Gracias, señora, —contestaron las jóvenes recibiendo aque-


llos objetos—. Tu abuelita (Q. D. D. G.) —continuó Paula ha-
blando a la rubia— era muy devota de Nuestra Madre y todos
los sábados venía al Santo Rosario con hermosos ramos que yo
colocaba en el camarín.

—Sin duda, señora.

—Es preciso pues que sigas tan laudable costumbre. Yo iré


a recordártelo oportunamente.

—Señora... gracias.

—Démoslas siempre a Dios, hija mía.

48
—Buenas noches, señora —interrumpió Rosa que parecía
estar sobre ascuas.

Magdalena repitió el saludo y siguió a su amiga.

—Ya era tiempo —murmuró la beata al verlas alejarse—.


Está en mal camino y preciso es que yo la aparte de sus peli-
grosas sendas.

—¡Vaya con doña Paula! —exclamó Rosa a competente


distancia— ¿No quería hacernos escuchar alguna de las pláti-
cas del señor cura?... Debe saberlas, todas, de memoria.

—Pobre señora…

—Ya lo verás... Como ponga un pie en tu casa, la tendrás


día a día, zumbándote en los oídos como un moscardón.

—Me distraerá contándome ejemplos al menos durante los


largos días que tú no vienes a verme.

—Deseo que ellos te aprovechen. En cuanto a mí, estoy


harta de oírlos en mi convento.

—Y yo estoy segura que hayas escuchado nada que se pa-


rezca a lo que tengo que contarte.

—¿Es posible?

—Es posible —repitió Magdalena exhalando un suspiro.

49
XIII
LAS PALOMAS SON INGRATAS

—Me tienes impaciente, decía Rosa a Magdalena. Podías sa-


tisfacer pronto mi curiosidad para retirarme temprano.

—Nada te cuento si no te quedas.

—Entonces, que avisen a mi madre.

Las siete acababa de tocar el reloj público, cuyas campana-


das se percibieron claras y distintas en el silencio de la noche.

—Que vuele Rafita, dijo Magdalena a la criada que ponía


una luz sobre la mesa de la habitación que conocemos.

Magdalena cerró la puerta, apagó la luz y llamó a Rosa so-


bre el poyo de la ventana donde tomaron asiento.

—¡Qué linda está la noche! —exclamó—. Ve el jardín… tal


es la claridad de la luna que distingue los colores de las mar-
garitas y de las rosas…

En verdad: la luna bañaba con su plateada luz todo el jar-


dín. Erguidas y relucientes, las plantas despedían los suaves
perfumes, que durante la noche exhalaban sus plegados pé-
talos, con el sutil ambiente que pasaba sobre ellas, dominan-
do la fragancia del mirto.

La creciente luna se elevaba majestuosa sobre el azulado

50
cielo tachonado de estrellas que parecían recibir su titilante
brillo de la modesta reina de la noche.

Una ancha faja de luz subía gradualmente por la ventana,


iluminando los semblantes de las jóvenes al través de la enre-
dadera de multiflores que la cubría.

—Debió ser una noche como ésta —comenzó Magdalena,


tocando con sus manos las de su amiga y dirigiendo al exte-
rior una mirada gozosa—. Había luz resplandeciente, y, sin
embargo, el cielo estaba sin luna ni estrellas; en el espacio,
se balanceaban inmensas nubes blancas como la nieve, dila-
tándose en figuras caprichosas cuyos nombres pronunciaba
y ahora no recuerdo. El ambiente estaba impregnado de los
aromas de las plantas que distinguía a lo lejos como una masa
verdinegra, de la cual quería apartarme y a donde mis pies
avanzaban sin voluntad mía.

—¿Qué? —exclamó Rosa.

—De repente sopló un viento un poco recio que desparramó


mis cabellos sobre la espalda y heló mi frente; y cuando
aquella ráfaga pasó, me encontré dentro de un bosque de
árboles cuyas ramas formaban una especie de pabellón de
hojas lucientes, inmenso, interminable…

—Así dicen que son los valles —interrumpió Rosa—. ¡Oh!


¡Qué hermosos deben ser!

—Lo extraño es que era de noche, y con todo distinguía


perfectamente el tamaño, color y clase de los frutos de

51
aquellos gigantescos árboles. Sentía los variados gustos de
ellos en mis húmedos labios sin haberlos tocado, y estaba
como enajenada por su puniente aroma. Mil clases de plantas
trepadoras cubrían, como una red matizada de campanillas,
los troncos de los árboles y la senda que seguían mis pies
estaba llena de hojas y de yerbas frescas que figuraban una
mullida alfombra.

—Pero, ¿a dónde ibas?

—!A salvar una víctima!... ¡Qué horror!... La sangre se heló


en mis venas… un temblor súbito se apoderó de mi cuerpo...
quise dar un grito y mis labios se negaron... aquel grito resonó
dentro del pecho y mi corazón quiso estallar.

—¡Dios mío!

—Mis espantados ojos no pudieron apartarse del tronco


de un árbol que tenía al frente. Una culebra de matices
verdes y negros, tan gruesa como el bastón del señor cura,
trepaba rectamente hacia la rama más frondosa. Al mismo
tiempo percibí el tristísimo quejido de un ave que parecía
pedir socorro con un aleteo tan inútil como mi voluntad...
El horrible bicho quedóse inmóvil con su aplastada cabeza
vuelta y sus redondos ojos de fuego amenazantes y fijos en
mí. ¡Ay!… Aquella mirada atraía como el imán y me sentía en
disposición de ceder.

—¿Y después, Magdalena? —interrogó Rosa palpitante y


conmovida.
—Después… ¡Dios vino en mi auxilio! —exclamó la rubia

52
con la sencilla fe de su corazón cristiano—. Recordé la última
oración que pronunciaba mi abuelita al acostarse, echando
una cruz a la puerta: “¡Yo os conjuro en nombre del cielo, a
vosotros espíritus malignos, que os alejéis de este recinto de
paz!”. Exclamé con todo el poder de mi voluntad, y exten-
diendo el brazo, hice la señal de la cruz... El horrible mons-
truo describió un círculo en el espacio, lanzó un silbido extra-
ño y desapareció entre las malezas, arrastrando tras de sí las
hojas caídas de los árboles.

—¡Gracias a Dios!... ¿Y?

—En aquel momento piaba el ave con más exigencia; yo


me puse de un salto al pie del árbol, y me sentí elevada sobre
las ramas, sin esfuerzo alguno de mi parte. En un precioso
nido de plumas, circundado de pequeñas flores, como un ca-
nastillo de nuestros costureros, hallábase acurrucada una pa-
loma blanca como la nieve y tan pequeña como tu mano…
¡Ah! nunca olvidaré aquella mirada tan tierna y tan conmove-
dora… ¿Era una mirada de gratitud?... ¿o acaso explicaba una
súplica? Lo cierto es que aquella mirada me decía: Sálvame:
¡completa tu obra!... La tomé entre mis manos, sin resistencia
de su parte, la llevé a mis labios para calentarla con mi alien-
to, y entonces lanzó un desgarrador gemido:

—¿Qué tienes, hermana mía? –le pregunté con interés.

—!Ay¡ hermana mía —me dijo (y cosa extraña, no me sor-


prendió que la paloma hablara), tengo la cabeza llena de he-
ridas; el cuerpo lleno de contusiones; las patas lastimadas y
las alas casi rotas. He sostenido por largo rato una lucha cruel
en la tarde de hoy.

53
—¡Ah! Rosita: su acento era triste como un suspiro... ¡El
horrible monstruo! —exclamé al escucharla recordando la
culebra que yo había ahuyentado.

—Los daños que he recibido, no han sido causados por él


—contestó—, sólo venía a terminar con la pobre víctima del
inhumano gavilán. Siento arder las heridas que me ha hecho
con su pico tan agudo como la maledicencia, con sus garras
tan encorvadas como la envidia.

—Acomodé cuidadosamente la paloma en su nido, y en un


momento tejí su canastillo con aza de las flexibles varillas que
arranqué de las ramas: coloqué dentro de él el nido de plu-
mas y descendí del árbol con una lentitud admirable sin apo-
yo alguno y sosteniendo en el aire mi precioso canastillo... Es
sorprendente lo que pasó conmigo desde aquel momento:
extendíase al frente una senda luminosa por la cual cami-
naba con imponente majestad: hollaba con mis plantas a la
multitud de florecillas que matizaban el suelo y recibía con
dignidad el profundo saludo de los árboles que inclinaban
sus frondosas copas al verme pasar. Mis vestidos albos como
la paloma que llevaba, arrastrábanse flotantes por aquella flo-
reada senda: mis cabellos se agitaban salpicados con fragan-
tes jazmines… en fin, Rosita, yo era sin duda una reina.

—Pero sin corona —dijo la artista con buen humor.

—No… que la tenía y muy linda.

—¿De oro?

54
—De azahares.

—¡Ya te veo, hermosa como la luna señora reina!...


Prosigue…

—¿Cómo te sientes, hermana? —pregunté a la paloma al
salir de aquel bosque.

—Me encuentro bien —me dijo— y consolada desde que


al fin estoy lejos de la enramada donde he perdido dos seres
queridos.

—¿Tus padres acaso?...

—No. Soy huérfana como tú... ¡Tenía dos pichoncitos lin-


dos como la flor del naranjo, tiernos frutos de mi cariño, úni-
co consuelo de mi solitaria Vida! ¡Ay! yo les vi perecer uno a
uno en lo recio de la lucha que sostuve con el feroz gavilán...
y fueron devorados, cuando, arrojada al suelo, sin aliento, no
pude defender ya ni sus queridos restos…

—¡Pobre hermana! Tengo la esperanza de que mis cuida-
dos y mi cariño te harán olvidar tan triste suceso.

—¿Y sabes tú lo que es la esperanza?

—Es confiar en el porvenir…

—Levanta la frente al cielo y mira… ¿Qué ves?


—Una refulgente estrella... ¡Ah! ¡Qué hermosa!... Es la so-
berana de la multitud que parece avergonzarse de su apaga-
do brillo, al mirarla.

55
—Sus luminosos rayos reflejan en tus pupilas, su transpa-
rente disco atrae como una dulce mirada, la contemplas con
amor y parece que guía tus pasos. Con el deseo te aproximas
a ella vas a tocarla... ¡Ah!... ¡pero está lejos, muy lejos de ti!…

Magdalena exhaló un suspiro.

—Si esa es la esperanza —murmuró Rosa tristemente —no


es más que una ilusión...

Magdalena prosiguió:

—¿Y qué es preciso para alcanzarla? —pregunté yo.

—Ser buena siempre —dijo mi cautiva con misterioso


acento—. La esperanza está en el cielo, y alcanzarla, hermana
mía, es lograr el supremo bien. No apartes nunca tu vista del
punto luminoso que alumbra el camino de la vida y alienta
el corazón siempre próximo a sucumbir abrumado con el
insoportable peso de la desgracia.

—Tales palabras me impresionaron... Incliné la cabeza y se-


guí caminando... Hacía tiempo que había desaparecido mi
aire de reina... al fin llegué aquí, contenta con mi preciosa
carga.

—Este jardín reemplazará tu floresta, —dije a mi hermana—


en él te recrearás durante el día.
—Pasé a mi dormitorio... allí curé las heridas de la pobre víc-
tima del gavilán con bálsamo de las montañas. Envolví el ca-
nastillo con cintas de colores; renové las flores que guarnecían
el nido con frescas violetas, y para tenerlo siempre a la vista,

56
lo suspendí dentro de la toldilla de mi lecho. No sé cuánto
tiempo la tuve ahí... Un día, vi la paloma aletear alegremente
entre las plantas del jardín, picotear las flores, y después, ve-
nir a posarse sobre mis hombros buscando mis labios con su
oloroso pico…

—¡Ah! ¡Cuán lejos estaba de pensar que me abandonaría!

—¿Se voló la ingrata? —preguntó Rosa con vivo interés.

—Una mañana saltó de su nido y vino a acurrucarse sobre


mis almohadas: no me hizo ninguna demostración de cariño:
miraba con ternura y con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué te aqueja, alma mía? —pregunté— ¿Estás enferma?

—Si —me dijo—. Tengo enfermo el corazón.

—¿Y por qué causa?

—Echo de menos mi frondoso bosque, la rama del cedro en


que formé mi nido, el perfumado ambiente que me mecía, el
espléndido cielo que recreaba mi vista, los ardientes rayos del
sol sobre el follaje, la cristalina fuente que refrescaba mis alas, la
umbría donde fui feliz con el primer cariño de mis hijos...
—¡Ingrata! —exclamé resentida— ¡Vete, pues, ya que no te
arredran ni los gavilanes que devoran, ni las serpientes silbadoras!
—¡Allá, como aquí —repuso— hay una providencia!

—Yo lloré en silencio... ¡Ah! ¡Qué momento aquel de tanta


angustia!... Se iba mi alma con ella...

57
—¿Y, en fin? —instó Rosa.

—La cautiva buscó mis labios... imprimió su último beso, y


dejó entre ellos, un anillo que pasé a mi mano:

—¡Adiós!... —murmuré sollozando—. ¿No te veré más?...

—¡Vendré... vendré!... fueron sus últimas palabras; y cuan-


do levantaba el vuelo para alejarse de mí, sentí una sensación
tal de desesperación, que desperté.

—Las palomas son ingratas! —exclamó Rosa.

58
XIV
QUEJAS AL VIENTO

—Sin embargo, de que todo no ha sido más que un sueño


—continuó Magdalena— pienso como tú: ¡las palomas son
ingratas!

—¡Es incomprensible! —exclamó Rosa pensativa— ¡cómo


se puede soñar cosas tan raras!… felizmente, yo nunca re-
cuerdo mis sueños.

—¿Y por qué es una felicidad no recordarlos?

—Porque querría interpretarlos, y tal vez me preocuparía


tanto, que llegase a creer en ellos; y esto, según las pláticas
de fray Pedro, es pecado.

—También lo dice el cuotidiano en la parte que trata del


“examen de conciencia”.

—¿Sabes, Magdalena, que hay algo de significativo en lo del


anillo aquel que la paloma depositó en tus labios?

—Déjate ahora de buscar razones: los sueños enferman, y


los yaravíes despiertan la ternura del corazón.

Y corrió a su dormitorio en busca de una guitarra, que puso


en manos de Rosa.

La artista afinó el instrumento con algún trabajo, y preludió
un acompañamiento, tenue como los latidos de su corazón.

59
—Y el único que sé...

Frescas y puras, combinadas en la misma escala, eleváronse las


plateadas voces de las jóvenes, modulando las siguientes letras,
muy en boga aquel tiempo:

Recorro mi pensamiento
Durante la luz del día;
Llega la tarde sombría
Y la noche con su horror;
Siempre el mismo sentimiento
Atormenta la memoria,
Con la triste y vaga historia
¡De la ausencia de mi amor!
Las palomas son ingratas
Vuelven los ecos del valle
Y aunque el corazón estalle
De tu silencio al rigor,
No dirá que tú le matas
Si tierno aguardó tu pecho
No para pesares hecho,
¡Puro, tu primer amor!

Un aire de sentimiento desconsolador como un campo


agostado, dominaba la acompasada monotonía del acom-
pañamiento, semejante al quejido que vuelve el eco de las
profundas quebradas.

Simpático como un suspiro, aquel sencillo tema, repetido


sin variaciones, más bien que una armonía era el conmovido
acento de un corazón dolorido.

60
Puro como el soplo de la brisa en una floresta, igual como el
arrullo de la paloma al ocupar su nido, esta tranquila manifesta-
ción del dolor imaginario, excluía la desesperación que tortura
los corazones sin esperanza.

La candente originalidad del yaraví, extraña mezcla de


amargura sin decepciones, de placer triste y de ayes sin dolor,
interesa vivamente al corazón como el sentido grito del alma
que en vano busca consuelo que está lejos de alcanzar.

El yaraví entonado por Rosa y Magdalena, no era precisamente


un canto, sino el melancólico y dulce lamentar de la inocencia.

61
XV
DISPLICENCIA

Magdalena y Rosa se disponían a salir elegantemente vesti-


das a la una del día siguiente con el objeto de asistir a la
procesión de Belén cuando se les presentó un negrito de la
casa de Pepe con un azafate de plata colmado de frutas de
la estación.

—Mi amito dice —repitió el negrito— que vendrá con el


niño Enrique a tomar la fruta con sus mercedes.

Magdalena hizo un gracioso mohín de disgusto y Rosa le-


vantó el lujoso paño de hilo que cubría el azafate, para exa-
minar prácticamente la calidad del regalo.

—¿Qué te parece? —interrogó la primera a su amiga.

—Que está bien.

—Que está bien —repitió Magdalena al criado, con un aire


tan displicente, que bien podría traducirse por un verdadero
disgusto.

Cuando el negrito se había retirado con su correspondiente


propina, la rubia exclamó:

—¡Cómo me fastidian estos obsequios con rendiciones!

—Son amigos —repuso Rosa— y no importa que vengan.

62
Es triste pasar un día de fiesta solas.
—Te comprendo, Rosita.

—No lo creas: bien puede no venir Enrique.

—¿Sí?...

—Vamos que ya repican y la plaza debe estar lindísima con


la concurrencia, los altares y los bailes. ¿No oyes el ruido?

—Vamos Rosa.
………………………………………………………………..

A las cuatro de la tarde terminó la solemne procesión del


Corpus en Belén.

En la plaza, cuadrada con hermosos altares, no quedaban


sino algunos grupos de gente que contemplaban las enjoya-
das imágenes, o seguían las cuadrillas de bailarines que iban a
buscar la sombra de los arbustos abandonados por la incuria,
en las cercas de las chacras inmediatas.

Aquí y allí, sobre el apretado musgo y los nacientes sem-


bríos, veíanse sentados alrededor de hornillos de terrones ne-
gruzcos, hablando y riendo alegremente, gentes del pueblo
con vestidos de gala, figurando en el espacio un tapiz de vivos
colores, y gustando a la vez de sus sabrosas meriendas, los
conejos dorados al fuego y las indispensables papas asadas en
aquellos hornillos.

—¡Qué día tan sangriento! —exclamaba Pepe, siguiendo


en la comitiva que arrastraban Rosa y Magdalena, al recorrer

63
el campo— ¡han muerto por lo menos diez mil en la mañana!

—Que se están sepultando alegremente en este momento


—agregó uno de ellos; chiste que pasó tan desapercibido
como el de Pepe.

Magdalena apenas escuchaba aquellas fútiles conversacio-


nes, ni prestaba atención a Rosa empeñada en hacerla notar
la avidez con que devoraban una fuente de picantes, ahí cer-
ca, la beata Paula y sus comadres.

Su rostro, un poco encendido por la ardiente influencia del


sol, tenía el sello de un pensamiento halagado por el corazón,
pero combatido por una fatal realidad.

Extraña casi a cuanto la rodeaba, frecuentemente apartaba


los ojos de los puntos que había recorrido, y los dirigía hacia
los más distantes, con la esperanza de ver algo que buscaba.

Un involuntario suspiro, las más veces comprimido por el


despecho, agitaba su seno...

Lozana flor que te estremeces con el pasajero soplo de una
brisa contraria, ¡ay de ti! ¡si durante el tranquilo curso de tu
vida, un trozo de granito desprendido de la cumbre de alguna
montaña altera y quiebra su corriente! ¡Valdría más que tem-
plaras tu corazón al candente hálito del primer desengaño!

Mientras tanto, Rosa escuchaba a Enrique con aquella dulce


timidez, inseparable compañera del verdadero cariño.

64
Si el horizonte del meritorio se manifestaba puro y transparente,
el de Pepe estaba sombrío y nebuloso.

—Si mi amor propio no estuviera comprometido —decía a


sus amigos el conde— la abandonaría a su propia suerte.

—Me temo que más comprometido está tu corazón,


replicó uno.

—Yo creo que el de ella está mucho más en favor del


incógnito —añadió otro.

—El incógnito es un fantasma que solo puede asustar a los


pusilánimes de corazón! —exclamó Pepe encendido de có-
lera—. Se quién es, y hasta dónde puede alcanzar su
poder. Es un aventurero.

—Es el quinto nieto de Montezuma, último emperador de


México —saltó otro —rico como Creso, audaz como Guati-
mozín, es el presunto caudillo de su aguerrida raza, que, bajo
el insoportable peso del coloniaje, suspira ya por la libertad.

—Tanto mejor —murmuró el mayorazgo con una mirada


siniestra.

—No sería extraño —continuó el noticioso— que viniera


a la cuna del antiguo imperio de los Incas, con el objeto de
sembrar aquella preciosa semilla.

—¡Imprudente! —díjole, a media voz, el joven que se en-


contraba a su lado—. Estás picando el corazón de un noble.

65
—¿Y cómo has adquirido tú esas noticias? —preguntó Pepe.

—Por su lacayo, mozo fornido como un roble y hablador


como una cotorra.

—Pues, hijo —replicó un tercero— dí que no sabes nada.

—Ya lo dije —exclamó el conde— ¡no es más que un


aventurero!

—Es tu rival —murmuró el de más allá.

—¡Por vida de...! Yo no tengo rivales; si se cruzaran en mi


camino, juro que los aplastaría. —Añadió Pepe con tono so-
lemne, y a largos pasos, penetró en la casa de Magdalena.

Enrique conversaba con las dos jóvenes, alegremente, en la


sala; en tanto que los del circulo a propósito del aire infatuado
de Pepe, se retiraban comentando sus palabras con ruidosas
risotadas.

66
XVI
EN QUE YA APARECIÓ AQUELLO

En la mañana siguiente, ocupábase Magdalena en quitar las


hojas marchitas de las plantas de su jardín, después de haber
seguido con la vista a Rosa hasta que desapareció por las ca-
llejas del frente.

Las jóvenes, cuando se ven solas entre las flores que aman,
son como las aves canoras que no pueden posarse sobre las
ramas de un árbol sin trinar.

Magdalena entonaba su yaraví favorito, con tan dulce voz


y claro timbre, que parecía haber refrescado su garganta con
las gotas del rocío que brillaban en las corolas de las flores.

El naciente sol apenas doraba una parte del jardín, cuando


un picaflor, verde como la esmeralda, tendidas las esmaltadas
alas que agitaba sin descanso, hincó el agudo pico en el cáliz
de un clavel inmediato.

Llena de emoción, Magdalena, arrojó su pañuelo sobre el


picaflor, y cuando iba a cogerlo voló con dirección a la puer-
ta.

Alentada todavía por la esperanza, siguió como una loca al


ligero volátil, llegando a la puerta en el momento en que un
hombre de gigantesca talla, con vestido de lacayo, ponía los
pies sobre la batiente.

—¿A quién busca?... —preguntó sorprendida.

67
—A usted señorita.

—¿A mí?

—Vengo con esta carta de mi amo.

—Esta carta no tiene sobre...

—Es para usted: lo sé yo.

—Pero, ¿quién es...?

—Ábrala usted y verá la firma.

Magdalena rasgó el sobre y desdobló el papel, el raro per-


fume parecía desprenderse del ramillete de flores de romero,
pintado con naturalidad, en la parte superior de la blanca
hoja.

El corazón de Magdalena palpitó con desconocida celeri-


dad y una nube diáfana cruzó por su vista.

Sin dirigir más preguntas al lacayo, que se retiró después de


una profunda venia, pasó a la habitación donde recorrió, por
segunda vez, las pocas líneas escritas en caracteres de la más
pura forma española y que decían lo siguiente:

“No debe inspirar desconfianza la visita de un caballero, cuyos sen-


timientos son tan puros como los de la beldad a quien desea ver”.

Quedóse Magdalena con el alma suspensa y la vista fija en


el pintado ramillete.

68
Su espíritu comenzó a vagar preocupado con el sencillo te-
nor de la carta.

En tal estado, fuése a buscar a su querida Rosa, a fin de co-


municarle sus impresiones.

Rosa trabajaba, en unión de su madre, diez fuentes de dul-


ces de diferentes clases para una gran comida que debía dar
el señor Corregidor en obsequio de su ilustre huésped: no
podían, pues, procurarse tiempo alguno para hablar, y era
preciso, que el mundo de ideas que bullía en la mente de
Magdalena, siguiese turbando su corazón.

—¿Y cuándo concluirás tu trabajo? —preguntó a Rosa con


triste inflexión de voz.

—El jueves estará listo todo.

—¡Ah! Faltan tres días.

—Que pasan pronto...

—Bueno será, niñita —dijo la señora a la rubia— que no


retengas mucho a mi hija en tu casa: pierde tiempo y deja su
trabajo que tengo que terminar sola, las más veces.

Magdalena se puso encendida: quiso contestar, y una dulce


mirada de Rosa plegó sus labios. Sin embargo, dejó el asiento
y balbució una despedida.

—¿Te vas, niñita? —preguntó la señora con aire sereno.

69
—Sí… señora...

—Ya sabes que esta pobre celda siempre está abierta para ti.

Rosa dejó, sin más que un ala, el diminuto pajarillo de masa


que estaba modelando entre sus dedos, y salió con Magdale-
na hasta la portería.

—¿Por qué te vas tan pronto?

—¡Qué! ¿No has oído a tu madre? Te aseguro que no vol-


veré más.

—Dispénsala... así es su genio, duro como la pasta de al-


mendra seca; pero siempre dulce.

—¡Ah! Cuánto deseaba hablar contigo.

—El miércoles me tendrás allá; voy a trabajar, estas dos no-


ches seguidas, de manera que quedaré libre para ese día.

Pero, antes del miércoles, Magdalena recibió una nueva


sorpresa.

70
XVII
CONFIDENCIAS

¿En qué piensa Magdalena Olave?

Vedla, sentada en una silleta de espaldar tallado, descansa


el brazo izquierdo sobre la luciente tabla de la mesa de su
dormitorio, que ostenta el ramillete de flores de romero, y la
pequeña mano doblada, sirve de apoyo a la mejilla de nácar.

Las perfiladas cejas, de más oscuro tinte que los cabellos,


parecen imprimir el sello de una dulce melancolía a la atenta
expresión de los rasgados ojos.

Las azules pupilas están fijas en algún punto que evoca su


memoria y que solo el alma contempla, revelando el miste-
rioso cerco que se extiende por debajo de los párpados, la
tenaz vigilia de la última noche.

Guarda recuerdos la tersa frente coronada de cabellos blon-


dos, que los labios no murmuran, plegados como el pétalo de
la flor que no exhala su grato perfume.

La encantadora nariz, complemento de la belleza de aquel


rostro, armoniza con el perfecto óvalo que termina en la gra-
ciosa barbilla.

Inclínase el alabastrino cuello como el flexible tallo que sos-


tiene la abierta corola de la azucena, y el mórbido seno se
agita bajo la presión de su modesto traje de olán.

71
Ciñe el esbelto talle un pequeño broche de acero, y en am-
plios pliegues se desprenden las guarnecidas faldas en que
descansa la otra mano: en el dedo anular, brilla el aro que
sujetaba aquel ramillete.

¿Pensaba, tal vez, en el lacónico anuncio de aquella carta


sin firma?

Desde que dejó el lecho había caminado por la habitación


sin objeto decidido, por el jardín, sin fijar la atención en sus
queridas flores.

¿Algún secreto presentimiento agitaba su corazón?

De repente, resonaron dentro del zaguán de la silenciosa


casa, los herrados cascos de un brioso caballo.

La rubia como impulsada por un poder extraño alzóse del


asiento y salió de su dormitorio; dirigió la vista por la ventana,
al exterior, al mismo tiempo se interpuso una sombra en el
claro de la puerta de la sala.

Magdalena paso a ver quién era…

¿Habéis tocado alguna vez, intencionalmente una sensitiva?

Su débil pétalo se estremece, contráese la diminuta corola, el


cáliz parece verter una lágrima y toda ella amortiguarse y morir.

—¡Oh! ¡Perdonadme por la impresión de terror que parece


que os causo!... —exclamó, doblando una rodilla el elegante
caballero de la carta.

72
Magdalena hizo un esfuerzo para dominar su sorpresa: incli-
nó el esbelto talle, y con una mirada cuya expresión solo pue-
de conocer el alma, indicó al caballero depusiera sus temores.

—¡Gracias, hermosa! —murmuró el caballero y pasó


adelante.

Vestido según la época, con telas de mucho costo, calzaba


el caballero espolines de oro en las botas de campana de cue-
ro ante. Ceñía espadín de acero con guarniciones de plata, y
la blanca esclavina vuelta sobre el cuello, daba a su semblan-
te un viso que le realzaba.

Tez americana, negros y sedosos bigotes, ojos pardos de


franca expresión, despejada frente con un trozo de cabellos
blancos que se destacaban del centro, como una luz sobre el
resto de ébano, aquella fisonomía de veintiséis años revelaba la
plenitud del desarrollo físico y el completo desenvolvimiento
de sus facultades.

—Sentiría que calificase usted de imprudente mi repenti-


na presentación, sin embargo del anuncio que ayer envié a
usted. El alma profundamente impresionada —prosiguió el
caballero tomando asiento a una indicación de Magdalena—
halla demasiado lentos los instantes que pasan lejos del bien
a que aspira, y considera injustificable el tiempo que deja
trascurrir por consideraciones sociales que sin embargo res-
peto.

La rubia bajó los azules ojos modestamente.

73
Por la primera vez de su vida se encontraba al frente de un
hombre que no la hacía escuchar aquellos vulgares elogios,
que las más veces, sublevan el candor de las jóvenes.

Alentado por el silencio de Magdalena, continuó el caba-


llero:

—No he querido deber a nadie el honor de mi presenta-


ción, y usted me permitirá llenar esta fórmula ya que tengo la
fortuna de contar con su benevolencia.

—Hable usted, caballero —murmuró Magdalena.

Entonces, dijo, que el apellido de su familia era Toledo, al


mismo tiempo que el título de su padre, el marqués: que se
complacía en ser llamado simplemente Daniel, como lo hacía
su querida madre con toda la ternura de su inolvidable cari-
ño; en fin, que se hallaba en el Cusco con el objeto de llenar
un sagrado deber impuesto por su padre al dejar el mundo.

—Si logro satisfacer mi empeño —concluyó Daniel de To-


ledo— no sé si podré volver a México con el corazón libre…

—¿Tanto teme usted permaneciendo en mi país?

—El corazón americano de mi madre, ha comunicado al


mío, sus vagas preocupaciones...

Hay ciertos incidentes en la vida que parecen preparar el


alma en favor de los resultados que se prevén en el seno de
las dulces confianzas de familia, y mucho es que el corazón no
tome la ilusión que le halaga con ciega credulidad.

74
—¿Cree usted en los augurios?

—Creo en las coincidencias…

—Está usted picando mi curiosidad.

—Pocos meses habían transcurrido del fallecimiento de mi


padre, cuando una mañana entró en mi habitación mi querida
mamá anunciándome que yo me había casado… Era natural
que yo manifestara sorpresa por tal noticia: mi madre se sonrió
al mirarme y me dijo: que había soñado.

—Pero, en fin —añadió—, tú no puedes dejar de hacerlo


algún día... —Madre, no, mientras usted viva. —¡Adulador!
exclamó, y vi que sus ojos se empañaron con dulces lágrimas.
Siguiendo aquella conversación, que tenía por base un sue-
ño, me dijo la señora con tranquila voz. —Daniel, sabes que
la muerte de tu padre ha enfermado mi corazón y no pasará
mucho tiempo sin que me inhabilite para atender nuestra
casa: deseo tener, quizá por egoísmo, perdona, un corazón
más que me ame como tú me amas. No creo como algunas
madres, que por esto, disminuirá tu cariño cuando habrá de
aumentarse con el de tu feliz compañera.

—Usted pensaba como su mamá, sin duda, y por esto coin-


cidieron en ideas.

—No señorita, no: aquella conversación terminó, es ver-


dad, con una indicación de mi madre: —Ve a Magdalena
Ortíz, me dijo, promete ser una joven muy distinguida:
tengo predilección por todas las que llevan su nombre,

75
porque no he conocido una esposa más humilde ni una
madre más cariñosa que lo fue la mía.

—¿Se llamaba Magdalena?



—Como usted...

—¡Ah! sabía usted mi nombre...

—El viernes de la semana última concurrí a la misa del mi-


lagroso Señor de los Temblores en la Catedral, y quedéme
en la puerta de la derecha con el deseo de ver a las señoras
que llenaban las naves del templo... Pasó usted cerca de mi
hablando con una joven y dejando caer, en tal momento,
un velo sobre su rostro que pude verla lleno... yo di un paso
involuntario en pos de usted... Al mismo tiempo en un grupo
de hombres que había cerca, dijo alguien: —Es Magdalena
Olave que vive en Santiago…

—Yo no vi a usted…

—En la tarde, monté a caballo... y tal vez cometí una im-
prudencia…

—¡Ah!... Y por distracción, sin duda, dejó usted en el


ramillete este anillo…

—Si pudiera usted conservarlo como un recuerdo.

—Caballero...

76
—Al menos, como un medio que puede facilitar el descu-
brimiento de la persona que busco.

—¿Alguna otra Magdalena?...



—Una joven del pueblo que tal vez conoce usted con el
nombre de Rosa Luisa.

—¿Y qué apellido tiene?

—Debe llevar el materno: Canales.

—Y este anillo...

—Ella conserva otro igual.



—No es mi Rosa, sin duda: ella ha visto este anillo y no sé
qué tenga ninguno de brillantes... me lo habría dicho.

—¿Rosa se llama la joven que salía con usted de la Catedral?

—Sí, caballero.

—¡Oh! Si pudiera usted llamarme simplemente Daniel…

—¿Y qué fue de la joven Ortiz?

—La pobre niña, antes de llegar a la flor de su edad, fue


víctima de una violenta fiebre.

Magdalena quedóse un momento pensativa.

77
Daniel la contemplaba en silencio.

—No sé que Rosa tenga también el nombre de Luisa —dijo
la rubia y añadió con vivo interés— ¿Y sabe usted el nombre
de la madre de la joven que busca?

—Teresa.

—No es ella... La madre de Rosa se llama Andrea.

—¡Oh! ¡Cómo pudiera adquirir por medio de ellas alguna


noticia!

—¿Es mucho el interés que tiene usted por tal descubrimien-


to?

—No quiero tener reservas con usted, Magdalena... Mi pa-


dre, don Luis de Toledo, vino al Cusco hace unos veinte años,
como visitador general de las cajas reales: joven todavía, per-
maneció algún tiempo aquí... Guardó los secretos de su co-
razón… Y solo al abrir su testamento, un año después de su
muerte, hallé la cláusula en que me ordenaba buscar a esa
niña, cuya suerte debo mejorar.

—¡Si fuera Rosa!... —pensó Magdalena.

—He dado ya algunos pasos acerca de esto. La familia que


podía prestarme alguna luz, no se halla aquí. Teresa era una
joven que acompañaba a la señora esposa del oidor doctor
Castro, que fue llamado a la corte de Madrid, según sé, hace
ocho años... ¡Quién sabe si la llevó consigo!

78
—Hablaré con Rosa que conoce casi todas las familias prin-
cipales.

—Gracias. ¿Y no tendrá usted a mal que venga, tal vez con


alguna frecuencia, a saber el resultado?

—Si lo cree usted conveniente...

—Y de mucho interés Magdalena...

79
XVIII
FRENESÍ

Bajaba Toledo la cuestecilla que conocemos, conteniendo la fo-


gosidad de su caballo negro, al mismo tiempo que aparecía Pepe,
por el recodo del panteón del Hospital de San Pedro, al portante
del potro castaño de blancas patas que cabalgaba.

Ambos llegaron al puente, y sentando su cabalgadura, dijo


Pepe a Daniel:

—¡Adiós marqués! ¿De dónde viene usted?

—¡Adiós, conde! De Santiago vengo, y usted, ¿a dónde va?



—A Santiago.

—Que le vaya bien...

—Así lo creo.

Y dio un gentil espolazo al cuatralbo que no paró el galope


sino en la puerta de la casa de Magdalena.

Toledo alcanzó a ver que Pepe entró en ella como Pedro
por su casa, y no sabemos por qué moderó el trote de su zai-
no y se atusó los bigotes.

En cuanto al conde, al desmontar en el zaguán reconoció


que allí mismo había tascado el freno, por largo tiempo, el
caballo del marqués.

80
Predispuesto el ánimo con tal descubrimiento, pasó a la sala
de recibo con el semblante poco amable.

—Magdalena, ¿aquí estuvo el marqués? —fue el saludo.

—Sí, don Pepe.

El conde arrojó el sombrero sobre la mesa y se enjugó la


frente con un pañuelo de batista.

—¡Me arde tanto como el pecho!... —exclamó.

—¿Quiere usted un poco de agua carmelitana?

—Más querría un poco de compasión…

—¿Persigue a usted alguna desgracia?

—La fortuna, Magdalena...

—Es tan variable, según dicen…

—Hallo a usted con el semblante alegre… y he notado en


el acento del marqués… algo de ironía... ¿Qué ha dicho a
usted?

—Don Pepe... creo que padece usted una equivocación, al
pedirme explicaciones.

—¡Ah! Magdalena... creí, ¡iluso de mí! que tenía algún de-


recho a su afecto… Bien sabe usted que mi corazón palpita
bajo sus plantas, y ahora… usted lo pisa…

81
—Hace tiempo que he dicho a usted seamos buenos
amigos.

—Su amistad no me basta. ¡Quiere usted que los ardientes


rayos del sol que miro no quemen mis pupilas; que las flo-
res no exhalen sus aromas; que las aves no desplieguen sus
alas!... La amistad es el lazo que une los cálculos de interés
recíproco, no la dulce cadena que liga los corazones.

—Es que yo no quiero ligar el mío.

—¿Con ninguno... Magdalena?…

—Repito a usted que…

—¡Ah! Comprendo… ¡Sin embargo, de haber sido el pri-


mero, he llegado tarde!

Magdalena lanzó una mirada al conde como un amargo


reproche.

Herido el amor propio de Pepe, usó del vulgar recurso de


pintar al marqués como un aventurero que lleva un título
supuesto para rodearse de inmerecidas consideraciones.

—La incauta juventud —añadió con áspero tono— se alucina


con los falsos oropeles que ostentan los caballeros de industria,
y se cree honrada con sus repentinas galanterías de mal gusto…

Magdalena dejó su asiento.

82
—Es preciso que lo sepa usted todo —añadió Pepe con una
agitación febril que empalidecía su semblante—. El falso mar-
qués ha salido de México extrañado por el virrey: conspirador
contra la corona, mucho es que se haya librado del terrible
poder de la justicia...

¡Pobre rubia! Cuánto sufriría en aquel momento.

En su dormitorio, donde alcanzó a oír las últimas palabras


de aquel frenético, no pudo contener ni sus lágrimas, ni los
violentos latidos de su corazón.

83
XIX
EN DONDE ROSA AFIRMA QUE HAY
LEONES DE PIEDRA QUE ASUSTAN

Después de tan opuestas sensaciones como las que había ex-


perimentado en pocas horas, después de haber enjugado sus
lágrimas y ensanchado su corazón con el recuerdo de cuanto
le habia comunicado el marqués, Magdalena, no había que-
rido terminar el día sin enviar una de sus criadas a Rosa para
recordarle su promesa.

Sin embargo, de haber recibido una contestación favorable,


pasó una noche fatigosa; y las primeras horas del siguiente
día, en la inquietud causada por la demora de su amiga.

Al fin llegó Rosa a las cinco de la tarde.

Nunca dos corazones se estrecharon más con el gozoso en-


tusiasmo de un abrazo.

—Tengo los ojos adoloridos de ver si venias —dijo la rubia


sentando a su lado a Rosa—. ¿Por qué has demorada tanto?

—¡Ay¡ ¡Hija! Solo por ti he podido pasar casi sin dormir las
dos noches últimas. Al fin terminé mi trabajo y estoy contenta de
ello... ¿Sabes?... el convite es en honor del caballero del ramillete.

—¿Es posible?

—La esposa del señor corregidor está en terribles afanes:

84
figúrate que tiene más de cien convidados de los más
notables señores. Cuando fui a entregar mis dulces, la
encontré preparando por sí misma los pasteles, cremas y
tortas que debe presentar en la mesa... ¡Aquella despensa era
un almacén de plata labrada, cristalería y confituras que daba
envidia!

—Y cómo sabes que...

—La ama de llaves me colocó detrás de las cortinas de


damasco del salón, por la parte del interior. —Busca, me
dijo, a un señor que tiene un trozo de cabellos blancos
sobre la frente. —El salón está lleno de caballeros... ¡Ah! Ya
lo veo. Ese es el marqués de Toledo, repuso la ama: hace
poco que ha llegado de lejanas tierras y es sobrino del señor
corregidor.

Magdalena exhaló un suspiro, como si en él hubiera arro-


jado del pecho la duda que lo agitaba.

—Cuánta fue mi sorpresa —continuó la artista— al reco-


nocer en el marqués al caballero…

—Ayer estuvo aquí.

—Y como las aguas de una cristalina fuente que se desli-


zan por una verde colina, refirió la rubia, sin interrumpirse,
cuanto le había dicho Toledo: la impresión que recibió al
verle: sus lágrimas con motivo de los frenéticos arrebatos de
Pepe: sus dulces esperanzas cuando se trataba de aquella
Rosa Luisa: en fin, sus temores por la palabra conspirador
con que el conde había calificado al marqués.

85
Semejante relato hecho por la rubia con el fantástico colo-
rido con que había contado su sueño, exaltó el susceptible
corazón de Rosa, hasta el extremo de temer por la tranquili-
dad de su amiga.

—El condesito tiene una mirada siniestra —exclamó— es


capaz de intentar algo contra el marqués… Y tú... sola aquí...
Vámonos a mi convento.

—Tendré la puerta cerrada, y no la abriré sino…

—¿Es verdad que el marqués te ha pedido le permitas


volver?

—¿Y qué haremos para descubrir a su hermana?

—Aguarda... Mi madre puede saber algo… He ido con ella


alguna vez a casa del doctor Castro...

—Ojalá que cuando él volviese pudiéramos darle alguna luz.

—¿Quieres que vaya ahora mismo?... Aún no es tarde, a las


siete cierran el convento.

El reloj de la Compañía daba la hora precisa.

—¿Oyes?...

—Paciencia —contestó Rosa.

—El tema de la conversación, invariable por su interés, pasó


a los detalles.

86
—¿Dónde vive el corregidor? —preguntó Magdalena.

—¿Conoces el Colegio de nobles?


—No.

—Por allá... por el Almirante... ¿Qué no sabes dónde está San


Borja?...

—Conozco mi parroquia, la de Belén, la Almudena, y algu-


nos templos de la ciudad.

—Al costado izquierdo de San Borja, en la esquina, hay una


gran casa con un zaguán que parece el cañón de una iglesia
y una portada saliente de piedra labrada. Todos la conocen
por el palacio. Tu casita, incluso el jardín, cabrían en el patio.

—¿Tan grande es?

—Las escaleras que conducen a los corredores altos, son tan an-
chas como larga es tu sala. En las paredes, se ven grandes lienzos
de figuras de caballeros vestidos de fierro y con bigotes retorcidos:
nunca me he detenido a leer sus nombres, porque hay sobre los
pasamanos disformes leones de piedra que asustan por su mirada.

—¿El salón que viste era muy hermoso?

—¡Oh! Aquello deslumbraba.



—¿Dices que estaba lleno de caballeros?

—Y no me engaño y si te afirmo que entre todos ninguno


me pareció más arrogante que el marqués.

87
XX
DONDE SE VE QUE PAULA, LA BEATA,
SABE LATIN.

Rosa había salido temprano de casa de Magdalena, con


el objeto de hablar con su madre, la señora Andrea, antes
que pasara a la iglesia del convento, donde tenía la piadosa
costumbre de oír diariamente desde la primera hasta la última
misa.

Aún no había salido Magdalena de su dormitorio y se ocu-


paba en arreglar sus cómodas, cantando en voz alta como los
pajarillos que trinan al primer albor de la mañana, cuando
resonó en el exterior esta salutación:

—¡Buenos días nos dé Dios!

—¿Quién es?

—Soy doña Paula, del beaterio de Belén.

—Ya voy.

—¡Ave María! ¿Cómo vive tan sola esta niña? —murmuró


la beata escudriñando con los linces ojos todas las rinconeras.

Presentóse la rubia, rozagante como sus flores, los cabellos


apenas alisados, vestida con un sencillo traje blanco de rayas
azules y manga agustina, ceñido al estrecho talle con un
cordón de seda color oro terminado en graciosas borlas.

88
—Buenos días, señora.

—Tardecito te levantas, niñita; sin duda que no sabes el


refrán: quien madruga...

—Despierto temprano —interrumpió Magdalena.

—Sea así; pero se oye misa.

—¿Y usted ya oyó?

—He venido a la de Nuestro Amo en la Iglesia del Patrón


(Santiago).

—Entonces, no es tarde... ¿Y usted por qué madruga tanto?

—¡Ay! Feliz tú que tienes seguro el pan de cada día.

—Pero en el beaterio...

—Es verdad que tengo una celda…y nada más.

—Entonces, venga usted a comer y almorzar conmigo.

—¿Y no haces colación?

—Desde la muerte de mi abuelita he olvidado esa


costumbre.

—Yo prefiero la colación a la comida: acostarse con el estó-


mago flaco, es flaco.

89
—¿Por qué?

—Se sueñan cosas funestas.

—Pues yo duermo como un lirio y despierto con el sol.

—Y a cantar como un jilguero... Todo eso es agradable a Dios


cuando el corazón no está enfermo con el mal mundano.

—¿Y qué enfermedad es esa?

—¡Hum! El pecado, niñita...

—Según el cuotidiano, hay muchos...

—Pero hay uno principal.

—¿Y cuál es?

—El homes pecati.

Magdalena arqueó las delgadas cejas sin comprender el latín


de la beata; y estuvo a punto de reír, al ver el aire magistral
con que continuó:

—Ya volveré a explicarte eso, a fin de que la belleza con
que el Señor te ha favorecido no sirva de red al demonio para
pescar las almas en el revuelto mar de la vida del mundo.

—Así sea —murmuró la rubia.

90
—Se me olvidaba... Que vayan a recoger tus floreros, pues
con el calor de las ceras del camarín tus ramos se han secado
como mi corazón... Hasta luego...

91
XXI
PACTO OFENSIVO.

—¡Hola, señorito! Me alegro de verte por la parroquia del


Patrón —exclamó Paula al encontrar a Pepe cerca de la casa
de Magdalena—. ¿Eres su devoto?

—Doña Paula, ¿de dónde sale usted?

—Vine a ver a una huerfanita que estoy catequizando para


llevársela a la mamita de Belén.

—¡Qué! ¿la niña quiere vestir hábitos?

—¿La conocías?

—Mucho.

—¿Y la señora, tu madre, sabe que vienes aquí?

—Doña Paula: no se le ocurra a usted decírselo.

Pepe introdujo la mano en sus bolsillos.

—¡El hijo de una condesa! —exclamó Paula— ¡andar de pi-


cos pardos con una chiquilla que no es de su alcurnia!...

—Vamos, doña Paula, que está usted habladora —dijo Pepe


alargando la mano.

92
La beata recibió un duro que lo contempló con las pupilas
dilatadas.

—Pacto hecho —prosiguió Pepe—. Hable usted en favor


mío... y cuente usted siempre con mi afectuosa amistad.

—¿Qué hable a la niña?...

El condesito movió la cabeza.

—¡Qué infamia!… —exclamó Paula sepultando el duro en


su seno— ¡Creerme capaz de tales cosas!...

—Doña Paula, quizá haga usted un bien.

—¿Llevarías a la niña al pie de los altares?... Eso no lo per-
mitirían los señores condes de la Oliva.

—Qué preocupaciones tiene doña Paula... “se han visto re-


yes casarse con pastoras”.

—¡Ah! Si tales cosas suceden en el mundo...

Y la beata se encogió de hombros, bajando con humildad


los ojos.

—¿Estamos?...

—Pero… si no llevas buenas intenciones, no cuentes jamás


con mi apoyo.

93
—Adiós, adiós —repitió Pepe tomando la acera—. Ya nos
veremos... trabaje usted con actividad y constancia.

—¿Quién viene?...

Paula tendió la palma de la mano sobre las cejas y miró


hacia el puente.

—¡Ah! La licurguilla —murmuró entre dientes reconociendo


a Rosa.

Mientras tanto Pepe, satisfecho de tan importante


adquisición, penetró en casa de Magdalena pensando para sí:

—¡La bruja es hábil!… Es la guerrilla que despliego al frente


del enemigo para contener sus avances:

—¡Comida y almuerzo seguro, y propinas... cuantas quiera!

94
XXII
¡POBRE PEPE!

—¡He pasado una noche horrible! —comenzaba el con-


de, con aire compungido, al frente de Magdalena—. Siento
haber dado a usted aquellos informes... y he aguardado la
mañana con impaciencia…

—¡Oh! —exclamó la rubia con íntima satisfacción— en


vano se ha tomado usted la molestia de venir a decírmelo:
sus informes de ayer no me han hecho mal alguno.

—Sin duda; pero como usted se retiró, al parecer, contra-


riada... o enojada.

—Yo sí que lo estoy, y de veras, señorita —interrumpió


Rosa, dejando caer la manita sobre los hombros— ¡Hacerme
venir como un celaje por estarse conversando a sus anchas!

—Vamos, pronto, que se hace tarde.

Cruzáronse las miradas de ambas jóvenes y bastó para que


se comprendieran.

Quedóse Pepe cortado en lo mejor de su discurso, la vista


fija en Rosa como quien desea saber la causa de aquel apuro.

—Tengo las mejillas muy encendidas, ¿no es verdad? —pre-


guntó la artista con sencillez.

95
—Un poco…

—Como que he venido de prisa.

Magdalena pasó a su dormitorio a ponerse un vestido negro.

—¿A qué hora vuelven ustedes?

—¡Quién sabe!

—Pero… ¿qué urgencia?...

—Nada, don Pepe, nada.

—Rosita no es usted buena amiga...

—¿Por qué?

—Está usted trabajando contra mí.

—Repito la pregunta.

—Bien lo sabe usted.

—No entiendo enigmas.

—¿Querría usted que alejara de su lado a Enrique?...

—Cuánto tarda esta niña.

—Como que no le gusta a usted oír...

96
—Lo mejor que pudiera usted hacer es, Don Pepe, dejar
que el tiempo borre las malas impresiones... Quiere usted
imperar en el corazón que ha herido, y desea usted que pal-
pite con la angustia del dolor y no con la dulce confianza que
debe inspirar la vista de un amigo sincero.

—Ayúdeme usted, Rosa…

—Estoy a tu disposición —dijo Magdalena a su amiga.



—Al fin... Vamos.

¡Pobre Pepe! ¡Qué aire tan indefinible tenía en aquel


momento!

Después de las verdades que acababa de oír, un poco duras


para su vanidad, la presencia de Magdalena en traje de calle,
venía a decirle también, como le había dicho el marqués: que le
vaya bien.

Murmuró un deseo vago que alentara su esperanza, dirigió


a Rosa una mirada como un reclamo, y salió de la casa, mal
de su grado, exclamando con amargura:

—¡Marqués! ¡Marqués!... Cuánto daño me has hecho...


¡Pero tiemblas si codicias el tesoro que descubrió mi alma!...

—Si no aparento tanto apuro —dijo Rosa, la primera— no


nos deja hablar el tal don Pepito.

—¿Y qué hay sobre mi encargo?

97
—Nada —contestó la artista deteniéndose en la esquina de
la casa, y añadió:— aquí mismo conversaban él con la beata
de Belén; y cuando me vieron, se dispersaron.

—Hoy es la primera vez que me ha visto esa señora en casa,


y poco después llegó el conde.

—Ya sabes que ellos hablaban: ten cuidado.

—¿A dónde vamos?

—La mañana está nublada: vamos hasta Belén.

—Ya que tú lo quieres…

Cruzando las callejuelas de piso desnivelado, aspirando los


pungentes aromas de los arbustos, cogiendo aquí una flore-
cilla silvestre y más allá contemplando algún tiesto antiguo,
precioso fragmento de la loza que servía a los Incas, incrus-
tado como una concha en algún viejo cimiento, llegaron las
jóvenes, fuera de Belén, al morro que domina la quebrada
que se extiende hasta la Angostura.

Sentáronse sobre la mullida yerba y tendieron las ávidas mi-


radas por ese inmenso panorama.

Los caseríos de rojos tejados con jardines esparcidos dentro


de los interminables cuadros sembrados, el impetuoso Huan-
caro en la estación de lluvias, hoy corriendo apacible como
una cinta de plata; los esbeltos sauces, los manzanos y los
álamos blancos ostentando sus coposos ramajes, diseminados

98
por los lindes de las haciendas; las blancas arquerías de los
corredores convidando a gozar en ellos, y las lejanas pobla-
ciones de San Sebastián y San Gerónimo agrupadas en lonta-
nanza, con las torres de sus iglesias perdidas entre la bruma.

Y como un contraste de este cuadro de esmeralda amuralla-


do por elevadas montañas, al sur el soberbio Ausangate coro-
nado de perpetua nieve, ofuscando la vista con su refulgente
brillo de plata bajo los ardientes rayos del sol.

—¡Oh! ¡Qué hermosa campiña! —exclamó Rosa— ¡Es pre-


ciso estar encerrada entre los sombríos claustros de Santa Ca-
talina para gozar, como yo, con la vista del campo! Si alguna
de las quintas que fuera mía, viviría como los pájaros sobre
los árboles y correría como los cabritos por los bordes de las
acequias perdidas entre los matorrales, con más gusto que
por entre las calles de la ciudad bajo los alares de sus casas
tan altas, como los templos.

—Yo, no —repuso Magdalena—. Querría una de estas


quintas para venir de vez en cuando, y desearía vivir en la
ciudad, en una de aquellas hermosas casas con salones dora-
dos donde dicen, pasa la vida cómo un sueño.

—Debe ser así, puesto que sus habitantes mueren pronto.


A mí me dan miedo esas casas con arcos arriba y abajo que
parecen conventos.

—Aquellos salones deslumbrantes de luz...

—Magdalena, no alimentes deseos que pueden inquietar


tu corazón.

99
La rubia estaba abismada en su pensamiento y Rosa la con-
templó con aire de tristeza.

La imaginación de Magdalena, pronto descubrió en aque-


llos salones la elegante figura de Daniel, y vuelta a la realidad,
preguntó a Rosa:

—¿Y qué hubo, en fin, de mi encargo?

—Hablé con mi madre: saldrá hoy a la calle a tomar datos,


y dice que mañana vayas a verla.

—Vamos a casa que el almuerzo nos aguarda.

La artista dirigió una última mirada al campo, y después


corrió por el césped, alegre como una chiquilla.

100
XXIII
INICIATIVA

De suponer es, que el de Toledo, no dejara pasar el día sin


presentarse en casa de Magdalena, con el único objeto de
saber si algo adelantaban sus investigaciones, con relación al
importante asunto que lo había traído al Cusco.

Al menos, esto había hecho presente al llegar a pie y en
toda la fuerza del sol de mediodía.

Rosa se había sonreído al escucharle y Magdalena había


repetido brevemente las palabras que aquella le había dicho
de parte de la señora Andrea.

—Sin duda que deberé a su amable amiguita tan importan-
te servicio —dijo Daniel inclinando la cabeza ante la artista.

—Es Rosa y la quiero como a una hermana —contestó la


rubia.

—¡Lindo nombre! ¿Y a propósito para quien lo lleva?

—Gracias —balbució la artista.

Hubo un momento de silencio que pasó con cierta


inquietud.

Rosa sorprendió una de esas miradas fugaces que pare-


cen consultar al corazón que se ama, sobre la constancia

101
de los dulces recuerdos, y dio principio a una conversación
en que solo tendría la iniciativa.

—Debe usted conocer ya, señor marqués, las principales


familias del Cusco.

—He tenido ese honor.

—¿Y no ha sufrido usted, tal vez algún desencanto, en-


contrando a las jóvenes de mi país menos bellas que lo
serán las del suyo?

Magdalena sintió avivarse el color purpurino de sus mejillas,


y Rosa se sorprendió creyendo haber dicho una impertinen-
cia.

—Allá como aquí —contestó Daniel con agradable sonri-


sa— hay juventud realmente bella; y no podría quedar des-
encantado al encontrar en este país tipos que harían la feli-
cidad de un artista y también... la ventura de algún corazón.

—¿No es una lisonja lo que acaba usted de expresar?



—Es una galantería —dijeron Rosa y Magdalena.

—Es la verdad —repuso el marqués.

—Por lo que ha dicho usted —prosiguió la artista con más


libertad— comprendo que hay algún corazón que podría
labrar su ventura.

102
Magdalena dirigió a Rosa una mirada que, sin embargo, de
expresar un reproche, armonizaba con la sonrisa que se di-
bujó en sus labios.

—La vida —expresó Daniel buscando con sus ardientes


pupilas los ojos de la rubia— es la constante aspiración a la
felicidad… Consulte usted su corazón, si es posible dejarlo
libre de este sentimiento que anhela, tanto más, cuanto que
se cree halagado por la esperanza...

—¡Sin duda que es una felicidad confiar en ella! —exclamó


la Olave.

Daniel experimentó una sensación tan grata con el eco de


aquella voz, que vio radiar su felicidad en el encantador sem-
blante de Magdalena.

Si es preciso creer en los momentos decisivos, aquel había


disipado la nube que solo transparentaba su ventura.

Los ojos, expresión del alma, denuncian a pesar del disimu-


lo impuesto por los miramientos sociales, las dulces alegrías
que expanden el corazón.

Rosa contempló con placer el inefable sentimiento que ex-


presaba las miradas de Magdalena y de su nuevo amigo, y
pensó para sí:

—Se aman, como yo le amo…

Enrique no podía quedar olvidado cuando su corazón


gozaba con su plácido descubrimiento.

103
—El porvenir se presenta sombrío para quien no confía en
la esperanza —repuso Daniel— y solo la pierde el corazón
exaltado que aspira al bien que no puede alcanzar jamás...
Observe usted las flores de su jardín, vea usted a los pajarillos
que vienen a buscar las semillas que aquellas derraman, las
unas ostentan sus brillantes corolas sobre el flexible tallo que
usted regó con la esperanza de verlo florecer; y los otros
confían en que no los ahuyentará usted, puesto que no
vienen a causarle daños.

—Buenas tardes nos dé Dios —saludó Paula, presentándo-


se de improviso, y sosteniendo en ambos brazos los floreros
de Magdalena.

Quedaronse los jóvenes perplejos, y todos con la vista fija


en el seco semblante de la beata.

—Buenas tardes —contestó Magdalena, momento después.

Paula dejó los floreros sobre la mesa y tomó asiento cerca


de la puerta.

Conoció Daniel que aquella aparición importuna había ve-


nido a sellar los labios de sus amigas, y por no aumentar la
dificultad de la situación, pretextó una excusa y se despidió.

—¡No conozco esa cara! —barbotó Paula— ¡y qué aire de


gran señor tiene!

—¿Le parece a usted mal mozo? —interrogó Rosa.

104
—Sus hechos lo confirmarán.

—Desde que es un caballero, no hay que dudarlo.

—¡Ah! Creo que me preguntabas…

—Sí, doña Paula.

—Como sobre gustos cada uno tiene los suyos... más sim-
pático me parece el niño Pepe…

105
XXIV
EN DONDE PAULA EXPLICA
EL SUEÑO DE MAGDALENA

Con su genial amabilidad había escuchado Magdalena las


inepcias de Paula al contestar a Rosa, sonriéndose de ver a su
amiga replicar con calor, sosteniendo con sus asertos.

La burlesca pregunta que había dado lugar a esta especie


de lucha acabó por impacientar a la artista, y mucho más al
ver que Paula dobló su mantilla, sentóse sobre ella y sacó del
seno una enorme calceta de lana con largas agujas de fierro y
se puso tranquilamente a continuar su labor.

Era evidente, que allí había resuelto pasar el resto del día,
la señora beata.

Y no obstante los ruegos de Magdalena, Rosa tomó su abri-


go y salió afirmando que su madre la había encargado volvie-
ra a comer.

—Hace bien en irse —dijo Paula con voz meliflua, como


para consolar a la rubia—. Es malo contrariar las voluntades.
Santa Clara, en su niñez, quiso ser monja; sus padres se opu-
sieron hasta que tuvo que fugar de su casa con San Francisco:
lo dice el Elox sanctorum.

—¿Le parece a usted que hizo bien?

—Es cierto que desobedeció a sus padres; pero como el fin


justifica los medios…

106
—¿Y en el Flox que ha leído usted, está aquello del pecati?

—Esos son puntos teologales que necesitan mucho tiempo


para explicarse, y no todos los días está buena la cabeza.

—¿Padece usted de dolores?...

—No... de mareos.

—Creo que usted no toma…

—¡Picarona! ¿te estás burlando de mí?

—Ni lo crea usted.

—Mis mareos son el resultado de lo débil de mi estómago.

—¡Ah! Los ayunos...



—Tengo Bula.

—¿Entonces?

—En la mañana; solo puedo soportar una jícara de cho-


colate hasta la hora de almuerzo, y aun así estoy que veo
visiones...

Magdalena comprendió la indirecta y apuró la comida.

Paula se comportó en la mesa heroicamente.

107
—“Entre col y col lechuga” —gangueó la beata dando vuel-
tas a un trozo de fritura entre sus encías ausentes de mue-
las—. Cuéntame algo...

—No he leído el Flox, y no sé la vida de ningún santo.

—¿No has tenido algún sueño? Las niñas son muy soñado-
ras... algunos he explicado y han salido ciertos.

—¿Posee usted alguna clave?

—He leído los sueños del santo rey Faraón sobre las siete
espigas flacas que comieron siete vacas gordas... ¡Oh! Eso tie-
ne mucho que entender.

—Sin duda…

—Ya sabes que puedo...

La rubia, picada por la curiosidad, contó sin muchos porme-


nores el sueño que tanto había preocupado a Rosa.

Paula, en el más profundo silencio, abría los pequeños ojos


y movía la cabeza con cierta sonrisa que contraía sus labios
en innumerables pliegues.

—¿Ahora qué dice usted? —interrogó Magdalena.

—¡Hum!… —Gruñó la beata— Ese sueño tiene muchas


partes.

108
—No ha sido más que uno.

—Bien se puede suponer, que lo del bosque enmarañado,


representa tu porvenir...

—Pobre de mí... ¿Tan oscuro lo ve usted?



—No me interrumpas...

—Diga usted.

—El viento que esparció tus cabellos al penetrar en
el bosque, era el soplo de las pasiones que dejaste pasar
sin volverte atrás... Fuerte por la voluntad de Dios, sin
miedo, como David con su piedra, que era la cruz con que
ahuyentaste al enemigo malo, salvaste tu inocencia, la blanca
paloma lastimada... Desde aquel momento brilló para ti la
estrella que guió a los reyes Magos al humilde altar de la
redención y que guiaba tus pasos a un santuario, asilo de la
virtud. Solo a los benditos claustros, donde se conserva la
pureza del corazón, podía conducir aquella senda de flores
que hollabas con tus pies, erguida con la mística corona de
la virginidad.

El impresionable espíritu de Magdalena experimentó una


sensación indefinible al escuchar la interpretación de Paula.
Una especie de estremecimiento circuló por todo su ser,
borrando de sus mejillas, por un instante, el rosado matiz.

Nada que pudiera presagiar una desgracia, nada sobre un


triste porvenir contenía aquel relato; y, sin embargo, vagaba

109
por su mente con incierto rumbo, la idea que había acaricia-
do su ardiente pensamiento.
—¡No!... —se dijo— ¡Dios no ha podido darme un corazón
tan expansivo para encerrarlo palpitante en una tumba!

—¿Te parece que he acertado? —preguntó pavoneándose


la beata.

—Muy bien... Gracias… —balbució Magdalena; y guardan-


do su secreto preguntó a su vez— ¿Y qué me dice usted de la
paloma que al fin voló?

—¡Ahí está la dificultad! De todo lo que he dicho, se de-


duce naturalmente, que la inocencia, cargada de obras de
caridad, voló al cielo... pero…

—Continúe usted.

—Si no tienes vocación por el claustro…

—¿Qué sucederá?

—En lugar de la mística corona llevarás una de azahares, que


significan bien los que se experimentan en la vida del mundo…

110
XXV
EN DÓNDE SE VE QUE ENRIQUE
REHUSA SER DIABLO

Sería las nueve de la mañana del día en que Magdalena debía


concurrir a la cita de la señora Andrea, cuando por tercera vez
salió a la puerta de Santa Catalina la inquieta Rosa.

—¡En mi vida he visto una cachaza igual! —murmuró con


fastidio; y al retirar la vista de la calle, involuntariamente la
fijó en una ventana del frente.

En aquella ventana, cuyas celosías acaban de correr, pre-


sentóse Enrique.

Las miradas de los jóvenes cruzáronse con magnética


atracción, inclinando las cabezas, al mismo tiempo, en señal
de saludo.

—Muy tarde le ha amanecido… señor empleado —dijo Rosa.

—Pero muy oportunamente para ver a usted.

—¿Está buena su mamá?

—Extrañando de su olvido…

—En la tarde de ayer estuve con ella.

—No me lo dijo: ¿vendrá usted hoy?

111
—Si tengo tiempo...

Aún no había terminado la frase cuando vio Rosa que por


detrás de Enrique se destacó una cabeza.

Reconoció el pálido rostro de Pepe, y con la rapidez del


pensamiento, volvió a su celda.

—¡Tienes una estrella feliz! —exclamó el conde tocando el


hombro de su amigo— ¿Tan temprano por casa?

—Vengo después de haber caminado hasta el fin del mundo.

—Entonces debes estar fatigado: siéntate.

En lugar de hacerlo en una silleta, Pepe se estiró horizontal-


mente sobre la cama de Enrique.

La habitación era pequeña y todos los objetos indispensa-


bles que contenía, estaban colocados en el más perfecto or-
den, revelando el carácter metódico y pulcro del dormitorio.

—¿Qué has visto de notable en tu largo viaje? —preguntó


Enrique, sentándose cerca de la ventana invadida ya por el
resplandeciente sol de la mañana.

—He hablado con una bruja para cuyas cábalas necesito tu


apoyo.

—¡Diablo!… Explícate ese enigma.

112
—Sabes que el marqués quiere ganarme la partida, y como
“quien tiene enemigos no duerme”, he revuelto el mundo.

—Pues... quedo enterado.

—Espero ver el semblante que pondrá la tímida rubia al


saber que el diablo en persona anda en pos de su palmito.

—¿Acabarás de explicarte?

—El asunto es claro, Paula es una hábil beata de Belén que


ha logrado fascinar a la impresionable Magdalena; ella se en-
carga de preparar el terreno, de tal modo que nosotros dos
tenemos que desempeñar importantes papeles en el momen-
to preciso.

—Todavía veo oscuro el asunto.

—Convencida la rubia de que el marqués ostenta un brillo


sobrenatural que eclipsa… que todo el mundo le rinde una
especie de respetuoso temor... de suponer es que al fin con
cierto recelo.

—¿Estás en tu juicio cabal, Pepe mío?

—¿No encuentras posible lo que digo?

—Sigue, y veamos adónde vas a parar.

—Preparado el ánimo de Magdalena de aquel modo,


habrá un incendio en el interior de la casa, precisamente en

113
una noche obscura... Se le aparecerá de repente el diablo
marqués, convenientemente adornado con sus cuernos, y su
rabo, y cuando la infeliz pida al cielo que la ampare, se le
presentará su ángel salvador que seré yo.

Y Pepe alzó la cabeza para ver la impresión que sus palabras


habían hecho en el semblante de Enrique.

—¿Y el diablo? —preguntó éste con naturalidad.

—Serás tú.

—¡Rehuso semejante papel! —exclamó Enrique indigna-


do— Sólo la cabeza de una bruja ha podido concebir un plan
tan infame; y la tuya, que parece ser la de un loco, ¡aceptarlo
como posible!

Pepe dejó su posición horizontal y dio algunos pasos acele-


rados por la habitación.

—No creí hallar una negativa en la estrecha amistad que


nos liga —dijo después— precisamente en un asunto que
tiene mi corazón hirviendo como un volcán… Feliz con la
correspondencia de tu cariño, no comprendes el daño que
causa un fatigoso insomnio, el dolor que envenena la sangre,
la cólera que fermenta en el pecho.

—Pero... Pepe...

—¿Quieres que me deshaga de ese infame marqués que


en mala hora se interpone en mi camino?... ¡Ah! una certera

114
estocada podría librarme de su inoportuna presencia... ¡Sí...
le provocaré como caballero, y mi odio hará más profunda su
herida de muerte!

—Semejante hecho causaría un conflicto en tu familia.

—Con tu negativa no hallo otro medio.

—Reflexiona con calma, Pepe. Si lo principal del plan es


ridículo, lo del incendio es un crimen.

—¡Bah! En uno de los ángulos del patio interior hay un mon-


tón de paja de trigo con que avivan en la casa el fuego de la
cocina.

—Sin embargo, hijo mío, búscate otro diablo… No quiero


hacer un papel tan feo.

—Sé tú el ángel.

—¿Y de dónde saco alas?

—Paula me dará un vestido completo: el del ángel de la


anda de la Virgen... Ya te veo, hermoso como aquél, pronun-
ciando dulcemente mi nombre al oído de la espantada rubia.

Enrique se sonrió y pensó:

—Conviene que tome parte en esto…

115
XXVI
LÁGRIMAS INVOLUNTARIAS

La impaciencia de Rosa subía de punto cuantos más minutos


trascurrían, aguardando a Magdalena.

Felizmente acababa de salir de la iglesia la señora Andrea


después de haber oído devotamente tres misas rezadas y una
cantada, poniendo termino a su inquietud con la siguiente
halagadora propuesta.

—Quizá ha olvidado la cita… Almorcemos para que vayas


a verla, si quieres.

—Muy bien mamá —contestó la artista preparando el frugal


almuerzo con la prontitud con que acostumbraba hacer cual-
quier servicio.

Al batir ella misma el indispensable chocolate, aventuró


esta pregunta:

—¿Podré decir a Magdalena, que hay esperanza?

—Yo no he dado a entender que la hay —repuso la señora


con prontitud.

—Como creo que me preguntará...

—Yo le diré lo que presumo, pues nada sé de verdad sobre


el asunto.

116
—Entonces... es demás que venga —balbució Rosa.

—¿Qué has dicho?

—Nada, mamá.

—No es preciso que tú tomes parte en las investigaciones


de ese gran señor... Eso es muy delicado.

—Como él manifiesta tanto interés…

—Por dar, quizá, una limosna a la pobre víctima de los des-


víos de su padre.

—Para dar tan solo una limosna, no ha podido venir de tan


lejos.

—¡Ah! —exclamó la señora con profunda amargura—


¿Crees tú que esos señores tan nobles y tan poderosos, estre-
charían entre sus brazos con el verdadero cariño de un her-
mano, a la miserable chiquilla hija de una oscura mujer del
pueblo?... Bajo sus orgullosas plantas desaparecen las invisi-
bles hormigas, y la mano caritativa que alargan a los pobres,
no va nunca acompañada, sino de una mirada de desprecio.

—¡Si le conociera!... —pensó Rosa.

—Ellos están muy arriba como el sol; y tú no puedes alzar


la vista, si eres hermosa, sin bajarla llena de lágrimas por sus
hirientes rayos.

117
—Sin duda que el señor Daniel no pertenece a la raza de
esos nobles orgullosos: yo le he oído hablar... y me ha pare-
cido muy amable.

—Todos lo son cuando se proponen un objeto... y compa-


dezco a la pobre Magdalena…

Rosa experimentó una sensación extraña: palpitó con vio-


lencia su corazón y una nube de temor, por la suerte de su
amiga, ofuscó su pensamiento.

Retiró el servicio de la mesa sin mirar a su madre; y cuando


sintió sobre las baldosas del claustro los taquitos de madera
de Magdalena, involuntariamente se le llenaron los ojos de
lágrimas, y apenas tuvo tiempo para secarlas al recibir en sus
brazos a su querida amiga.

Notó, sin embargo, Magdalena, que la artista a pesar de su ale-


gría al verla, la estrechaba contra su seno de una manera convul-
siva.

—¿Me he hecho esperar demasiado, señora Andrea? —pre-


guntó la rubia.

—Había dicho a Rosa que fuera a verte, porque…

—Acaban de dar las diez.

—En fin, ya estás aquí —exclamó la artista.

—¿Me aguardan ustedes con buenas noticias?... ¡Ah! si

118
supiera usted, señora Andrea, la impaciencia que tengo por
satisfacer los deseos del marqués.

—Tengo presunciones y nada más.

—Lo siento.

—Sin embargo... tomando el hilo...

—El marqués hará lo demás, no lo dude usted. Es grande el


interés que tiene.

—De suponer es.

—En casa estuvo en la mañana, insistiendo sobre lo mis-


mo... ¡Ah! ¡Qué regalo tan precioso me ha hecho!... Debe ser
obra tuya Rosita: un canastillo de almendra, color paja, con
dos palomitas dentro.

Rosa cerró los ojos sonriendo dulcemente.

—Mira, hija —dijo la señora a la artista—. He hecho una


promesa a la Virgen del Rosario para que tú la cumplas hoy...
¿viernes, no es cierto?

—Si, viernes...

—Que la hermana Asunción abra la iglesia por la sacristía, y


ve a rezar una corona completa... ¿Me entiendes?

—Sí mamá.

119
Magdalena miró a la madre y a la hija con extraña curiosidad.

La señora Andrea hizo una seña a la rubia, y continuó:

—Puedes rezar en seguida todas las oraciones de tu devo-


ción; y aun sería conveniente que dieras principio al setena-
rio del Patriarca San José.

—Entonces... no debo volver, ¿hasta qué hora?

—Ya iré por ti.

—No me retiro sin verte Rosa —agregó la rubia.

—Cree mi madre que Magdalena me ocultará lo que le diga


—pensó la artista.

Y salió de la celda con una calma tan ajena de su viveza,


que tropezó en la batiente de la puerta donde en su niñez
había dado algunas volteretas, recibiendo un cariñoso beso
de su madre en lugar de la colérica palmada, con que algunas
sustituyen al maternal grito de compasión.

La señora cerró la puerta con aldaba; abrió una ventana


para que no faltara luz, después, levantó la tapa de una caja
antigua tallada en madera de cedro.

120
XXVII
EGOÍSMO

En silencio seguía con la vista, Magdalena, todos los movi-


mientos de la señora.

El misterio de que se rodeaba, ofrecía a la rubia un cúmulo


de suposiciones no solo favorables para el marqués, sino tam-
bién para Rosa.

Al fin la señora encontró el objeto que buscaba dentro de


aquella caja llena de vestidos.

Era un pequeño baulito de fierro con chapa y llave que


abrió vaciando sobre las faldas una porción de perlas, cuen-
tas de oro, esmeraldas y sortijas: de entre estos objetos tomó
uno, y presentó a Magdalena un anillo de oro engastado con
un hermoso brillante.

Un grito de gozo lanzado por la rubia obligó a la señora a


poner la palma de sus manos sobre los labios.

—¡Es el mismo! —dijo la rubia— Vea usted el que llevo —y


alargó a la señora el anillo del marqués.

—¡Es admirable!... ¡no hay duda!...

—Son tan iguales que se confunden… ¿Cuál es el mío?

—Este... tiene el aro más luciente por el uso.

121
—¡Cómo no está Rosa aquí para abrazarla! —exclamó
Magdalena con viva emoción.

—¿Y quién te ha dicho que entre ella y esta joven hay algu-
na relación?

Magdalena sintió el pecho oprimido.

—El secreto que encierra este anillo —continuó la señora


Andrea— es un misterio para ella, y sola yo lo he guardado
oculto en mi seno. Que la revelación que voy a hacerte, des-
pués de haber consultado ayer con mi confesor, sea para ti un
depósito sagrado.

La rubia contestó con el silencio.

—¿Me lo prometes?

—¿Y qué hago para satisfacer a Daniel?

—Le dirás: que la pobre Teresa Canales falleció al dar a


luz a Rosa Luisa que apenas alcanzó el bautismo, veinte días
después que el señor marqués marchó a Lima urgentemente
llamado por el virrey.

—¿Y esa pobre Teresa no tiene alguna pariente cercana?

—Lo ignoro.

—Pero... ¿ese anillo cómo se encuentra en poder de usted?

122
—Yo soy... es decir… yo fui su comadre; y cuando falleció
recogí algunas cosas de su pertenencia, como sus ropas que
están en esa caja y sus alhajitas que son éstas.

—¡Qué pesar tendrá el marqués con semejante noticia!

—No lo creas.

—¿Y eso es todo lo que debo decirle?

—Puedes devolverle este anillo, significándole: que no exis-


tiendo ni Teresa ni Rosa Luisa, a quienes ha venido a buscar, y
convencida yo de que dicha alhaja es de la pertenencia de su
padre, dejo de conservarla desde este momento.

—Me permitirá usted que se le avise antes, señora Andrea.

—Lo he consultado con mi confesor, y este es su parecer.

Recogió la señora todos los demás objetos y los guardó en


la caja que quedó cerrada.

Pensativa Magdalena con lo que había oído, dejó vagar li-


bremente su imaginación sobre las esperanzas en que había
fundado su venida, casi realizadas, a su juicio, por el misterio-
so comportamiento de la señora antes de hablar.

—Su revelación no tiene objeto para haber alejado a Rosa


—pensó—. Hay algo más…

Y después de esta reflexión, prosiguió en voz alta:

123
—¡Cómo se engaña el corazón! ¿Sabe usted, que creí ver
en Rosa algo de la fisonomía del marqués?

—¡Rosa… es mi hija! —exclamó la señora casi asustada.

—En su dulce mirada al menos... Además, su edad que


confronta bien con la fecha que cita Daniel...

—Te engañas... Te engañas... yo te lo digo…

—Daniel me ha dicho como un medio, el más seguro para lo-


grar el fin que se propone; gratificará espléndidamente a los pá-
rrocos, para que busquen la partida de bautismo de Rosa Luisa.

—¿Y después?

—Se presentará ante el señor alcalde de justicia para que


juren por Dios Nuestro Señor, cuántos sepan algo sobre su
existencia.

—¿Eso ha dicho?...

—Esta mañana.

—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó la señora con profundo do-


lor. Tú no puedes permitir que me quiten a mi hija.

Los ojos de Magdalena irradiaron de alegría.

—¿Sabes? yo te lo diré todo… todo, pero guárdame el


secreto. —Continuó la señora con desconocido afán— Tú me
ayudarás… sí… lo espero… Eres buena... tú serás mi apoyo.

124
Conozco tu corazón, tu modo de sentir… Rosa me lo ha dicho
todo... ¡mi hija! De otro modo jamás habría consentido que
pasara contigo largas horas privándome de su compañía, y
las noches últimas sin recibir sus dulces besos al retirarse a su
lecho… Bien me lo decía el corazón que el entrañable cariño
que tengo por ella me mataría. Acostumbrada a su vista desde
que nació en mis brazos, querida por mi como un presente
que me hacía el cielo para consuelo de mi soledad.... ¡oh!
¡yo no puedo separarme de ella... no lo consentiré jamás!...

—Pero, señora, quizá el marqués no piense llevar a Rosa


consigo.

—¿A qué ha venido ese gran señor?... A matar talvez mi


corazón, como mató su padre a mi pobre hermana… Rosa es
mi hija, solamente mía... ¡nadie tiene derecho a disputárme-
la!… Yo he secado con mis labios sus lágrimas de niña; yo he
pasado en claro noches enteras, meciéndola en mis brazos;
yo la he adormitado en su cuna que ves allí, cantando en sus
tiernos oídos las palabras de mi cariño... ¿Por qué... por qué,
Dios mío vienen hoy a arrebatármela?... ¡Ah! ¡Tal vez buscan
la joya de gran valor que dieron por premio de la deshonra!
... ¡Ahí la tienen, y déjenme mi único tesoro!

—Señora… serénese usted... ¿Cómo cree usted que…?

—Vete... vete Magdalena: déjame sola desahogar mi pecho


del pesar que le oprime… Quiero llorar, quiero llorar…

Y aquella señora de carácter rígido, seria, algunas veces de


áspero acento, lloró hasta acongojarse.

125
A la vista de un dolor tan profundo, no encontró Magda-
lena una palabra consoladora; y reprimiendo el brote de su
sensibilidad, excitado por aquel sentido llanto, apenas pudo
pronunciar estas palabras entrecortadas:

—Exagera usted sus temores, señora Andrea... No veo nin-


gún peligro para su cariño. Rosa no me ha dicho nunca nada
acerca de su madre... yo misma he creído, hasta hoy, que
usted lo era; y creo difícil que quisiera separarse de usted aún
cuando Daniel le ofreciera los tesoros del mundo.... ¡Halla
usted posible que se arranquen de improviso, esos fuertes
lazos de la sangre unidos por el ardiente amor de una hija!;
que se borre el profundo sentimiento que estrecha los cora-
zones con los inolvidables recuerdos que se conservan en la
memoria con la santa gratitud del filial afecto!

—¡Hay hijos ingratos! —exclamó la señora.

—Yo no he podido apreciar, sino muy tarde, el inefable pla-


cer que debí sentir con el puro cariño de mi madre, habiendo
consagrado todo el que encerraba mi corazón a mi recordada
abuelita. No ha sucedido lo mismo con Rosa…

—En este momento solemne, el supremo para mí por el


dolor que siento, voy a confesarte, Magdalena mía, el defecto
más grande de mi carácter: Soy egoísta... El amor que tengo
por Rosa es casi una idolatría... ¡Cosa extraña!... Sus capri-
chos no hallan oposición por mi parte: apenas conozco que
tiene un deseo, me apresuro a satisfacerlo... ¡y la engañadora
me los recompensa con un dulcísimo beso!... ¡Pero, cuando
pienso que puede separarse de mí... por alguna causa siento

126
que mi espíritu se subleva y desfallece mi corazón de angus-
tia!... ¿No es cierto, Magdalena, que debo procurar cuanto
bien sea posible para su ventura…?

Es natural… El verdadero cariño así lo exige.

—Hasta dónde llega mi egoísmo, voy a decírtelo…

Al pensamiento de la rubia se presentó Enrique.

—Rosa es como hermana tuya, y sabrás que ama al hijo de


la señora Faustina... Enrique es un joven honrado que está
haciendo méritos en una oficina para poder obtener un em-
pleo que mejorará la posición de su buena madre…

—Si, señora.

—¿Y creerás, que la alegría con que se me presentó la


señora viuda, hace dos días fue para mí de cruel amargura?

—¿Y por qué?

—Vino a anunciarme que su hijo estaba próximo a ascen-


der en su carrera, y que tan luego como se realizase, debe-
ríamos pensar en unir a nuestros hijos.

—Puesto que se aman.

—Comprendo que serían muy felices: mas, la separación


de Rosa…

127
—Viviría usted con ellos.

—Pero, disminuiría su cariño por mí.

Un repique general de todos los campanarios anunció las


doce.

—El marqués debe ir a casa, a las dos... No sé lo que debo


decirle, señora Andrea.

—Dile todo lo que te he referido al principio.

—No me parece posible… ¿Por qué quiere usted privar a


Rosa de un beneficio que asegurará su porvenir?

La señora guardó silencio exhalando un hondo suspiro.

—¿No cree usted razonable lo que le digo?... Usted que


tanto ama a esa niña huérfana como yo.

—Tienes razón... Dios lo habrá dispuesto así... y aun cuan-


do tenga que morir de pesadumbre si ella se va un día... no
debo oponerme a sus altos designios.

Y aquel corazón lleno de inquietud y de congoja aparen-


temente retemplado por la esperanza de ver cambiada la
suerte de su hija, manifestó una resignación heroica que sólo
podía triunfar con el auxilio de una sólida virtud.

Extraña al brillo de una posición ventajosa, lejos del mez-


quino pensamiento de adquirir la fortuna que iba a buscarla
en su humilde celda, había llenado su corazón con sólo dos

128
sentimientos altamente elevados: su consagración a Dios y su
amor a Rosa.

Después de haber enjugado sus lágrimas sobre la pobre


fosa de su hermana, había resuelto huir de las amarguras
que ofrece la vida del mundo, con su preciosa reliquia, pi-
diendo auxilio en aquella santa casa de escogidas, y donde
hallan seguro refugio la sinceridad burlada y la buena fe com-
batida por algún cruel desengaño.

Si comprendemos que la señora Andrea había entregado


su alma a Dios y el corazón a Rosa no debemos extrañar que
pretendiese aplazar, siquiera por cortos días el temido instan-
te de una separación.

—Te suplico —dijo a Magdalena— que no digas una pala-


bra sobre su nacimiento a mi hija... ¡Ah! que no sepa nunca
que debe la vida a mi hermana... Tiemblo al pensar que mi
cariño, mi solicitud por ella, sea considerada como una obra
caritativa y no como un deber... Nada importa que el señor
marqués crea que soy aquella pobre Teresa que busca... Diré
que, desde aquel desgraciado instante, cambié de nombre…
así como no llamé nunca Luisa a mi hija por borrar de mi me-
moria el recuerdo de su padre, que encargó llevara.

—Parece que no hay dificultad en ello.

—De este modo, aun cuando pretenda arrebatármela, alega-


ré mis derechos de madre y pediré el amparo de las leyes. Por
otra parte, te ruego por el afecto que tienes a mi Rosa, guardes
un absoluto silencio por unos quince días... No es mucho…

129
—¿Y con qué fin señora?

—Quiero ganar tiempo. Puedes decir al marqués que Tere-


sa y su hija están lejos de la ciudad; que yo he ido por ellas...
con la buena nueva.

—No veo el objeto que se propone usted.

—Voy a dar el sí a la señora Faustina... Ella verá el cielo abier-


to y yo aseguraré la permanencia de mi hija aquí... Al menos,
tendré el consuelo de verla todos los días, de respirar el mismo
aire que ella, de oír el dulce eco de su voz todas las horas que
pueda...

Y prorrumpiendo en llanto, añadió:

—¡Dios mío! ¡No quiero perder la esperanza de que ella


cerrará mis ojos en el último momento de mi vida!

—Todo se puede hacer como usted lo quiere, señora An-


drea —repuso Magdalena— pero no sé si Daniel se confor-
mará con guardar tanto tiempo.

—¿Y ocho días?...

—Avisaré a usted lo que él diga.

—Una última súplica, Magdalena... Que comprenda el se-


ñor marqués, que la madre de Rosa no aceptaría sus favores
para sí; que en su pobreza no carece de lo necesario para
vivir... Rosa estará ya casada cuando él la conozca, y puede

130
hacer cuanto quiera en provecho de ese matrimonio, que
espero en Dios, será muy feliz.
La rubia inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Hemos concluido —prosiguió la señora levantándose y


abriendo los brazos para Magdalena—. La suerte de mi hija
está librada al tino con que debes manejar este asunto que
tanto interesa mi corazón.

—Descuide usted, señora.

—Ahora voy a llamar a Rosa...

Rosa estaba arrodillada en un ángulo del coro bajo.

Vio a su madre y salió a la puerta:

—Estoy aterida de frío —le dijo—. Creí que se había usted


olvidado de mí.

—En verdad, la señora sintió en sus mejillas los labios hela-


dos de Rosa.

131
XXVIII
EN DONDE AFIRMA PAULA QUE CONOCE
A TODO EL MUNDO

Cuando Magdalena salió del convento, después de haberse


desprendido con trabajo de su amiga, pudo comprender las
dificultades que se le ofrecían para llenar su compromiso con
la señora Andrea.

Bullían en su mente mil ideas halagüeñas sobre el porvenir


de Rosa y sentía impulsos violentos para quebrantar sus pro-
mesas, considerando que tal vez su silencio podría ser perju-
dicial a las miras del marqués con respecto a la futura suerte
de su hermana.

Rebosando el corazón en sentimientos de verdadero afec-


to, sin haber formado aún, una resolución definitiva, dirigió la
vista al interior de la casa conocida por la del “Marqués”, en
la calle de este nombre, al pasar por la puerta.

Sorpresa le causó ver a Enrique que salía precipitadamente


con un papel en la mano.

—¡Magdalena! —exclamó el joven lleno de gozo. ¡Ya soy


amanuense con veinte duros al mes!… Vea usted mi título
firmado por el Virrey. Ha llegado en el correo de hoy… ¡Ah!
¡Voy a abrazar a mi madre!

—Doy a usted los parabienes —dijo la rubia—. Pero oiga


usted… Tengo que decirle…

132
—¿Algo de parte de Rosa? ¿La ha visto usted?... ¿Estará con
usted en la tarde?...

—Vaya usted allá. Rosa me ha dicho que iría: tenemos que


hablar mucho... mucho…

—También yo tengo que decir a usted algo... Hasta la tarde.

—Está loco de contento —pensó la rubia siguiendo su ca-


mino—. Más lo estará cuando sepa...

—¡Ave María!...

Exclamó una voz casi a sus oídos.

—¡Ese niño... por poco no me atropella!

—Doña Paula...

—¿Ha dicho tal vez que ha encontrado alguna huaca de


la gentilidad? Bien lo necesita la pobre viuda doña Faustina,
para no pasar tantos trabajos y miserias.

—¿La conoce usted?

—Conozco a todo el mundo, niñita.

—Creo que usted se engaña, doña Paula.

—¿Yo?

133
—¿No conocía usted al caballero con aire de gran señor?

—¡Ah! puedo decirte quién es, de dónde y también lo que


viene a buscar aquí.

—¿Es posible?

—Como lo oyes.

—Me pica usted la curiosidad.

—Don Daniel de Toledo, es hijo del marqués ya finado,


que casó en Lima con doña Carmen de Molina, prima her-
mana del señor corregidor don Esteban.

—Daniel es mexicano.

—¿Eso ha dicho?

—En verdad...Lo supongo.

—Ve si sé más que tú.

—Diga usted.

—Don Daniel nació en Lima, y solo marchó a México el


señor marqués con su familia, cuando fue llamado de aquí,
porque en el Cusco estuvo algún tiempo, para desempeñar
en aquel reino uno de los destinos más importantes, por gra-
cia del rey mi señor.

134
—Lo ignoraba... ¿Y a qué ha venido?

—¡Hum! —gruñó la beata pavoneándose.

—¿Sabe usted algo?

—Ha venido a dar cumplimiento a un mandato de su padre.

—¿Es un secreto?

—Te lo diré... ¡Qué importa!

—Gracias.

—¿Conoces a la niña Mercedes, hermana de la esposa del


señor corregidor?...

Magdalena se detuvo en su marcha y miró a Paula con ex-


traña emoción.

—Sigamos andando —continuó la beata—. Aunque la niña


Mercedes aparenta más edad que don Daniel, en cambio es
hermosa... muy hermosa, y tiene un genio de ángel.

La rubia sintió que la manta la sofocaba; la dejó caer sobre


los hombros y levantó la cabeza al cielo para que pasara con
libertad el ambiente que soplaba en la pampa de Santa Clara.

La impasible beata, prosiguió: —Anoche hubo en el palacio


un gran convite... Me dicen que la niña Mercedes estuvo tan
brillante como el sol, y tan obsequiada… como que era la
reina de la fiesta.

135
—Sé que... ese convite fue... dado con objeto de poner
en relación al señor marqués con los principales señores del
Cusco.

—El pretexto fue ese.

—¿Y el motivo?

—Parece que... no sé... pero… creo que hubo algo de es-


ponsales. Ni podía ser de otro modo, desde que don Daniel
ha venido con el propósito de cumplir el sagrado mandato.

Paula oyó tronar las articulaciones de los dedos de Magda-


lena, ocultos bajo la manta.

—De sentir es que aquella tan excelente niña —continuó la


beata con sincera inflexión de voz— haga un matrimonio tan
poco ventajoso.

—¿Por qué? —preguntó Magdalena con cierta sorpresa.

—Parece que "no es oro todo lo que reluce."

—Explíquese usted, doña Paula.

—En una casa he oído decir: que el marquesito después


que tomó posesión del título de la gran fortuna de su señor
padre, ha hecho derramar muchas lágrimas a la señora viuda
disipando todos sus bienes; y que, como un último recurso
para salir de apuros viene en busca de la dote de la niña
Mercedes…

136
—Entonces... no existe tal mandato.

—Existe por cláusula de testamento... y como dicen, viene


como pedrada en ojo...

—¿Y dónde ha tomado usted esos datos?

—¡Oh! Yo bebo en bueno.

Magdalena estaba casi enajenada.

Conmovido su espíritu con las variadas impresiones que


había recibido en la mañana, escuchó con indiferencia al
principio y después con inquietud, los informes de la beata
revestidos con el ropaje de la verdad.

Para su corazón halagado por dulces esperanzas, aquellos ru-


dos golpes eran demasiado crueles.

Susceptible por falta de mundo, su delicada alma al tender


las alas hacía la felicidad que vislumbraba en lontananza, caía
quebrantada por desconocidos dolores en el oscuro fondo de
la duda.

¡Daniel, que sin gran esfuerzo tanto ascendiente había lle-


gado a tener sobre su corazón, mentía afectos, añadiendo la
burla a la hipocresía!

¿Tendría valor para volver a verle?... ¿Escucharía con ánimo


sereno sus ardientes palabras que revelaban una pasión que
no sentía?

137
—Al fin… —pensó con esfuerzo supremo— nada de co-
mún hay entre los dos… Él es noble y yo puro corazón. Más
sincero que el suyo, sabrán rechazar sus falsías…

—No te parece —empezó la beata— que sería mejor que


la niña Mercedes echara los ojos sobre el niño Pepe. Aunque
es verdad que el condesito está que bebe los vientos por una
que yo sé.

Magdalena subió en silencio el repecho que del puente


conduce a su casita.

138
XXIX
LOS ANILLOS

A las dos de la tarde Rosa aturdía a las criadas de Magdalena,


preguntándolas por su señora y enviándolas por distintas di-
recciones a buscarla.

—¡Qué día este tan fatal! —exclamaba cansada de salir a la


puerta de calle y de dar vueltas en la solitaria habitación de
su amiga— ¡Parece que estoy condenada a esperarla toda la
vida!…

—Desde el atrio de la iglesia del hospital —dijo una de las


criadas, acezando de fatiga— he mirado hasta la plaza de San
Francisco y no parece…

—Pero, ¿a dónde ha ido?...

—¡Ah! —exclamó de repente— ¡Pobre Magdalena! Cree,


sin duda, que ha perdido en la calle su precioso anillo… Ve
—dijo a la criada— vuela y dile: que su anillo lo tengo yo,
después que lo dejó olvidado sobre el escaparate de la celda.

Pero el anillo que enseñaba Rosa no era el de Magdalena.

Una hora había trascurrido para su impaciencia; y cuando


las criadas llegaron, una después de otra, sin noticia alguna
favorable, resolvió la artista volver al convento donde creía
encontrar a su amiga buscando la alhaja.

139
Al tomar la acera de Santa Clara, vio que el marqués galo-
paba por la pampa, pasando cerca de ella en su brioso caba-
llo, como un celaje.

—¡Qué chasco se va a llevar el pobre! —murmuró y apuró


los pasos.

No fue menor el que recibió ella al encontrar cerrada la cel-


da: preguntó a la hermana, portera por su madre y por toda
contestación, supo que había salido.

—¡Estoy lúcida! —exclamó en la puerta principal del


convento— Ni allá ni aquí... ¡Soy capaz de llorar de rabia!

Mucha parte tenía para su impaciencia el retardo en


satisfacer su curiosidad: ardía en deseos de saber lo que su
madre contaría a Magdalena; y pensando en el mismo asunto,
supuso que la rubia intencionalmente no quería verla.

—Cuando menos piense —dijo para sí— me le aparezco


como llovida del cielo.

Recordó, pensando en lo que podía hacer mientras tanto,


que había ofrecido ver a la señora Faustina, y no tardó en
presentarse ante ella.

La señora Andrea estaba allí.

También Enrique.

Rosa no se sorprendió de encontrarlos juntos, pero notó


que los tres la recibieron con cierta extrañeza.

140
Interrumpidos en una conversación muy íntima, en la cual
el nombre de Rosa había sido muchas veces repetido, verla
de repente creyéndola lejos, para la señora Faustina y su hijo
fue una aparición providencial, y para la señora Andrea un
momento decisivo que no habría querido llegara todavía

—Pronto has regresado —díjole la señora.

—Parece que… demasiado pronto —balbució Rosa bajan-


do los ojos.

—Siéntate, hija mía —indicó la madre de Enrique y éste


volvió la vista a Rosa, señalándole una silleta a su lado.

Complacida la viuda de verlos reunidos en su habitación


convenientemente arreglada, lejos de la miseria que suponía
la beata, miró a Rosa con placer infinito, y a Enrique con la
dulce satisfacción de haber procurado el lleno de sus deseos.

La señora Andrea no se encontraba bien en su asiento;


tomó el más inmediato al de la viuda, y al ocuparlo, tocó con
el brazo el de la señora.

Tal vez comprendió mal la madre de Enrique aquella indi-


cación, pues causando una verdadera sorpresa a la señora
Andrea, dijo a Rosa:

—¡Hija mía… a tu lado tienes al esposo que te depara el


cielo!... Enrique…

La señora Andrea elevó los ojos al cielo enlazando sus de-


dos convulsivamente.

141
Enrique tendió los brazos a Rosa y la estrechó con toda la
vehemencia de que era capaz su alma.

Y Rosa… la pobre niña, inclinó la cabeza casi desvanecida, fal-


tándole el aliento por la violenta emoción que agitaba su seno.

La señora Faustina, a su vez, echó los brazos a la madre


de Rosa.

—¡Saludo a ustedes! —sonó de repente una voz varonil en


medio de la sala.

—¡EI marqués! —exclamó Enrique.

—El marqués… —repitió Rosa.

La señora Faustina se inclinó al ver aquella elegante figura.

Más, la señora Andrea se estremeció cual si fuera acometida


por un frío mortal.

—¡Rosa Luisa! —exclamó el marqués tendiendo los brazos


a la artista— ¡Ven que te estreche contra mi seno! Eres mi
hermana y desde este momento soy tu padre, pues que el
cielo nos ha privado de aquél a quien debemos la vida…

Rosa pasó de los brazos de su futuro a los de su flamante


padre; y semejante transición, obrando directamente sobre su
conmovida alma, dilató sus negras pupilas que permanecieron
fijas al centro de la blanca órbita de los brillantes ojos.

142
Enrique y su madre se miraban sin comprenderse, y la seño-
ra Andrea se pasaba los dedos por la ofuscada vista preñada
de lágrimas.

—Los derechos que tengo sobre ti, continuó el marqués


palpitante de gozo —son más poderosos que los que puede
alegar tu segunda madre... Ejercerlos con placer tuyo, será mi
dicha que regocijará la venerada sombra de mi padre.

—¡Dios mío! —exclamó la señora Andrea cayendo de rodi-


llas y juntando las manos— ¡Tan pronto!… ¡Hija mía!

Rosa y la madre de Enrique corrieron a levantar a la señora.

El futuro de la artista frunció el ceño y miró de frente al mar-


qués.

Daniel comprendió aquella especie de reto, y volvió la vista


al grupo.

La señora Andrea, felizmente, daba libre curso a la inagota-


ble fuente de la sensibilidad.

—Gracias, señora —díjole el marqués.— En el cielo está la


verdadera recompensa... Solo Dios premia, cual corresponde
a su munificencia, los caritativos frutos de la virtud... Seréis
siempre para mi hermana, su buena madre… pero permitid
que desde este momento os releve de cuidados.

—¡Un instante señor! ¡Escúcheme usted! —exclamó con


voz dolorida la señora Andrea… No han dicho a usted la
verdad. Rosa es mi hija, y usted no puede arrebatármela…

143
—En verdad, Rosa es su hija… —afirmó la señora Faustina—
Yo la conozco... es hija de ella y esposa de mi hijo.

—¡Sí, señor! —Repitió Enrique—. Es mi esposa ante Dios.

—Rosa Luisa es mi hermana —repuso el marqués con voz


llena y mirada firme—. Su futura suerte me está confiada por
su padre y el mío. Y usted, señora Andrea, no es Teresa Cana-
les cuyas cenizas no debemos remover.

—No tiene usted prueba alguna —balbució la pobre señora


como un último y supremo curso de su dolor.

Daniel tomó la mano de Rosa en cuyo dedo anular brillaba


el anillo que la joven creía olvidado por Magdalena en la
celda del convento, y mostrándolo, unido con el que llevaba
puesto, repuso:

—Estas piedras son hermanas como nosotros lo somos; el


poderoso imán que poseen, debía al fin atraernos y unirnos.

La señora Andrea ocultó el rostro entre sus manos y murmu-


ró en el fondo de su corazón:

—¡Dios lo quiere!… Que su voluntad se cumpla.

—Vamos hija mía... hermana —prosiguió Daniel con dulce


voz—. En la casa de mi tío el señor corregidor, podrás recibir
a la buena señora, que para ti ha sido una verdadera madre.
—¡Ah... Pero…! —balbució apenas la pobre niña que hasta
entonces había escuchado, siguiendo las miradas de todos

144
y comprendiendo en confuso desorden su misma ignorada
historia.

Retiró su mano de la de Daniel y se echó al cuello de su


madre.

El inefable gozo que inundó el angustiado corazón de la


señora con aquella prueba de verdadero cariño, retempló la
aún vacilante conformidad de su virtuosa alma.

Imprimió sus labios en la pura frente del objeto de su since-


ro amor, y serena, sin verter una lagrima.

—¡Hija mía! —exclamó— La lozana hiedra al fin es arran-


cada del seco tronco que vivía de su verdor… Dios lo quie-
re… Ve hija mía con su bendición y la mía…

Rosa se arrodilló.

—Y si encuentras demasiado intenso el deslumbrante brillo


del mundo para tu sencillo corazón y modestas esperanzas,
siempre estarán abiertas para ti las puertas de la humilde cel-
da de nuestro convento y el corazón de tu pobre madre.

La señora murmuró la santa fórmula e hizo la señal de la


cruz sobre la cabeza de la niña. Daniel aprovechó este instan-
te: levantó a Rosa, saludó y salió con ella.

Al poner los pies sobre la batiente, Rosa volvió los ojos a


Enrique; al mismo tiempo, Daniel fijó los suyos en el joven…
Pálido, convulso, rígido, soportó Enrique aquella mirada
que su excitado cerebro reflejó como burlesca. Dio un paso

145
hacia la puerta, y fue contenido por su madre que adivinó su
intento.

—Mi venganza... —pensó Enrique como una terrible


amenaza— no tardará...

—¿Le amas?... —preguntó Daniel a Rosa, en aquel


momento.

Nunca una mirada como la suya ha podido expresar con


más vehemencia el más dulce sentimiento del corazón.

—Veré si él lo merece —contestó el marqués, y pasó con


Rosa a la acera del convento.

En la puerta, sonó tres veces los dedos y llamó.

—¡Alí! ¡sigue!...

El inteligente zaino del marqués, aguzó las orejas. y siguió a


la joven pareja.

—¿Sabes Luisa, —comenzó Daniel— que, si no aprovecho


aquel momento, cedo, tal vez, al dolor de tu tía?

—Tengo la cabeza tan llena de ideas que aún no compren-


do bien...

—¿Lo ignorabas?
—He escuchado todo, casi fuera de mí…

146
—Pero tu corazón...

—¡Ah! Mi corazón se conmovía con tus palabras…

—¿No es cierto que la verdad es irresistible?

—La última prueba convenció a mi madre... ¿y cómo?...

Daniel explicó a Rosa que encontró a Magdalena entrando


a su casa de regreso de Belén, a donde había ido con el pia-
doso objeto de pedir a la Virgen iluminara su inteligencia para
proceder con acierto en el asunto que le había encomenda-
do la señora Andrea: que impuesto de todo, pidió el anillo
como una prueba que debía ofrecer en caso de negativa: en
fin, que llegó al convento en el rápido Alí, donde supo por la
portera que “la niña Rosa había pasado a la casa de la madre
de su novio”.

—Yo no vacilé —concluyó Daniel— en presentarme allí


con el objeto de interrumpir un contrato que tal vez no te
conviene…

Al escuchar esto, Rosa exhaló un suspiro.

147
XXX
LAS DAMAS

—Me tienes a tus órdenes.

—Enrique, iba a buscarte ya…

Cambiáronse estas palabras en la elegante habitación de


Pepe, situada en el segundo piso de la hermosa casa de sus
padres, frente a la iglesia de San Andrés.

Era entrada la noche, y el conde acababa de encender dos


bujías con la pestífera pajuela de azufre, cuyo olor disipó
quemando en un braserillo de plata el sahumerio que com-
ponen las monjas Teresas.

—Al entrar —dijo Enrique sentándose en un amplio canapé


de terciopelo rojo— sentí olor a diablo…

—Queda sustituido por su angelical perfume...

—Comprendo...

—¿Estamos?

—Cuando tú quieras.

—Ven —añadió Pepe tomando una bujía.

Corrió las cortinas de Damasco de su alcoba y pasó el primero.

148
Sobre la cama se veía un disfraz completo de diablo con la
horrible máscara puesta sobre las almohadas.

En un diván inmediato, otro de ángel con vistosas alas de


plumas.

—¿Te parece bien? —preguntó el conde.

—Sí, pero… combinemos…

—A las once de la noche saldremos de aquí conveniente-


mente vestidos. A esa hora no hay temor de encontrar ni un
alma en pena por las solitarias calles que tenemos que cruzar.
Tú quedas oculto cerca del puente de Santiago y cuando veas
que llega con mi víctima la rubia, pronuncias con voz solem-
ne, ¡vade retro Satanás! palabras cabalísticas que me ha ense-
ñado la bruja: entonces reviento y desaparezco. Tú ya sabes.

—Sé lo que debo pronunciar dulcemente al oído de ella;


pero, ignoro lo que debo hacer después.

La bruja guiará tus pasos hasta una casita no distante, que


es la morada de una de sus comadres. Tú podrás levantar el
vuelo al momento que la querida del diablo penetre en el
zaguán.

—No es difícil mi papel. ¿Y qué piensas hacer después de


la farsa?

—Escucha. Actualmente, Paula refiere a Magdalena una


terrible historia en que figura un noble personaje, que para

149
reponer la fortuna que ha disipado y seguir gozando de la
vida, ha celebrado un pacto con el diablo, cediéndole su alma
en cambio de riquezas fabulosas y de amorosos caprichos.

—¡Ah! ¡El manoseado cuento de las amas! ... Magdalena


no es necia.

—Juzga tú si le causará impresión.

—Veamos.

Llega un día en que el noble compañero practica una obra


de verdadera caridad contra la terminante prohibición de lo
pactado, y se cree salvo de las garras infernales. Entonces Sa-
tanás con su falange de precitos toma de una oreja al traidor...
La discusión es larga cual conviene a tan importante asunto.

—¿Y, en fin?

—El diablo propone le ceda a su amante, bella como la


esperanza de un novio enamorado…

—¿Y el noble caballero cede?

—Colocado entre la cruz y la pared, opta por la cruz por-


que al fin es cristiano.

—Satanás entonces cancela el adeudo del noble y abre


nuevo cargo contra…

—Admite el traspaso del crédito, mucho más saneado que


el anterior.

150
—¡Un alma pura en lugar de otra perdida!...

—Juzga tú si el diablo no daría una pirueta de gozo.

—Así quedarás tú si no quedamos ridículamente burlados.

—¿Por quién?

—Por el resuelto carácter de Magdalena.

—¡Bah! Es tímida como una criatura.

—¿Y tú lo dices?

—Tengo la seguridad de verla a mis pies implorando el ol-


vido de su desvío.

—¡Rosa! ¡Rosa! —pensó Enrique.

—Cuando Satanás con voz bronca le diga —continuó


Pepe— “Amante del marqués," eres ya mía, dará un grito y
entonces la llevaré hasta el puente.

En suma, lo que tenemos que practicar es un rapto.

—Puesta en casa de la beata Teodora y al cuidado de Paula;


iré llamado por la rubia y dispondré se recoja en el monas-
terio de Santa Clara mientras el atroz marqués permanezca
aquí.

—Creo que lo último es lo único razonable que hay en todo


el programa.

151
—Para llegar a ese caso, es preciso secundar los nobles
esfuerzos de Paula.

—¡A Santa Clara con ella!... Es lo que importa.

—Cuidarás de fingir la voz.

—La máscara es bastante para ello.

—En verdad.

—Dime: ¿cómo harás para reventar al vade retro?

—Llevaré la pistola que cargué hoy.

—Sin bala, por supuesto.

—Con bala, por si acaso.

—Me parece…

—No tengas cuidado, que dispararé al punto opuesto.

Enrique salió de la celda y dio algunos pasos en la sala.

Aquella última mirada del marqués, fija en su mente, tortu-


raba su alma.

—¡Magdalena por Rosa!... ¡Su amor por el mío!... meditaba,


no sin cierta inquietud parecida al remordimiento.

152
Su corazón tranquilo y apacible, estaba herido por el
desprecio del marqués; y ante el pensamiento de cruzar sus
afectuosas inclinaciones, no pensaba en el grave daño que
tal vez causaría a Magdalena con la realización de aquella
diabólica farsa.

—Mis padres han ido a felicitar al marqués por haber reco-


gido a su hermana a la casa de su tío —dijo Pepe intencional-
mente, y como si fuera a completar el silencioso pensamiento
de su amigo.

Enrique se mordió los labios: había creído que el conde


ignoraba su derrota.

No quiso tocar ese punto, por no envenenar las heridas de


su alma con las burlescas observaciones del maligno conde.

En los gozosos momentos en que la felicidad le sonreía, ha-


bía resuelto prevenir a Magdalena a fin de que la trama pre-
parada contra ella, fuese la ridícula red en que cayese Pepe.

—Una colegialada se destruye por otra... —había pensado.

Las resoluciones más firmes suelen cambiar en fuerza de


imprevistos acontecimientos.

Vengarse siempre, pero pronto, es propio del carácter irre-


flexivo de la juventud olvidadiza de la cristiana parábola de
las mejillas.

—Mientras vuelve mi madre —propuso Pepe a Enri-


que— porque iremos un momento al salón para ver cuál
de los dos pierde la suya.

153
—De tres, dos…

—Ponte, allí, las blancas son mías...

El más profundo silencio siguió al tríc trac de las piedras


sobre el tablero.

Parece que jugaban la existencia, tal era la meditación con


que rodaban las fichas.

El conde se sonrió, irguiéndose, al fin del primer juego.

Enrique se pasó la mano por la frente.

—Parece que no comienza mal —dijo Pepe.

—Vamos al otro —repuso Enrique y arregló sus piedras. Los


contendores estaban encarnizados: las fichas desaparecían
del tablero.

—¡Dama! —exclamó el conde.

—Está estirada —contestó Enrique—. Y dama la mía.

—¡Cómo!

—¿Lo ves?... ¡perdiste, chico!

—¡No importa!… Ésta es la decisiva.

—Me planto —dijo el amanuense apartándose de la mesa.

154
—¡Pobre Enrique! Creo que has visto las orejas al lobo. ¡Já!
¡já! ¡já!

—No me gusta recargar el pensamiento con quimeras, que


sin embargo no dejan de preocupar.

—¡Qué tonto!

—¿Lo quieres?… Sigamos pues.

—Cuidado Enrique... No hay que picarse.

—Te prevengo, que piedra tocada ha de ser movida.

—Todo rigor… Adelante...

—Parece que jugamos al gana-pierde…

—¿Así va?…

—Pues... ¡Dama!

—Morirá... Tengo un cochinillo seguro...

—Está libre.

—Entonces... perdiste, hijo mío.

—¡Bah! Sin duda que no recuerdas, Pepe, el dicho vulgar:


desgraciado en el juego…
—Al presente, no tiene aplicación, querido Enrique.

155
—En cuanto a mí... ¡No pierdo la esperanza! —exclamó el
novio de Rosa.

Y en aquel momento cruzó por su imaginación, como un


rayo de luz, un pensamiento feliz.

156
XXXI
INSOMNIO

—Suceden tales cosas en el mundo, que nada sería extra-


ño, niñita —decía Paula como terminando una conversación
sostenida con Magdalena.

—En mi niñez he oído a mi abuelita cuentos parecidos... y


recuerdo, que en tales noches; dejaba mi lecho y corría al de
mi madre.

Las puertas de la sala estaban juntas, y una ráfaga de viento


las abrió de repente.

—¡Jesús!... qué viento tan terrible —exclamó Paula—. Ya se


insinúan los huracanes de agosto.

Magdalena llamó a una criada para que encendiera la luz.

La noche estaba oscura. Nubes negras y densas se ba-


lanceaban en el espacio.

Apenas una tenue claridad, por la cumbre de las eleva-


das montañas del E., anunciaban la tardía ascensión de
la luna.

Rugía el viento como un lobo en las selvas, y por los


quicios de las cerradas puertas soplaba imitando por ins-
tantes un maullido de gatos.

157
Lentos se oyeron, momentos después, los vibrantes ta-
ñidos de la María Angola que anunciaba las nueve de la
noche.

—¡Qué pronto pasan las horas! —exclamó Paula sacu-


diendo su mantilla y envolviéndose con ella.

—¿Piensa usted retirarse?... ¡Con semejante temporal!

—¡Qué hacer!... Voy a causar un escándalo en el beaterio


tocando la puerta tan tarde…

—En que dormir no le faltara, doña Paula.

—No es eso...

—¿Sino?

—Antes de acostarme, tengo la costumbre...

—¡Ah! El chocolate... ¡Rafita! —llamó a Magdalena.

—Está visto que tengo que quedarme —murmuró la beata


y volvió a doblar la mantilla—. Te advierto que solo necesita-
ré una frazada para los pies.

—¿Cómo…?

—Todos los viernes del año paso las noches en meditación


continua sobre algún punto de la pasión del Señor. Es un voto
que cumplo hace treinta años.

158
—Esta sala es muy fría…

—¡Así me las den todas! ¿Y tus criadas, donde duermen?

—Aquí... Pero, como usted no querrá que la interrumpan


en sus meditaciones, dormirán en la habitación que tienen en
el patio interior.

—Siento mucho alterar tus costumbres… ¡Cómo ha de


ser!... Que la puerta no la cierren con llave; quiero retirarme
al rayar el día para no ser sentida en el beaterio.

—El postigo no tiene más que un aldabón.

Si Magdalena, en tal momento, hubiese mirado el hipócrita


rostro de la beata, habría visto dilatársele los labios con infernal
sonrisa.

Rafita presentó a Paula una gran taza de chocolate con el


correspondiente pan de Oropesa y un vaso de agua de la
mentada fuente de Cantoc. La beata dio un ruidoso sorbo
que medió la taza y devolviéndola a la criada observó:

—La espuma hace mal al hígado.

Rafita comprendió la indirecta.

Magdalena dio sus órdenes a las criadas, y puso a disposi-


ción de Paula la manta que necesitaba.

—Pueden quitar esto —dijo Paula—. No bebo agua porque


sobre el chocolate causa hidropesía.

159
—Entonces hasta mañana, doña Paula.

—Buenas noches, niñita… Cuidado con traer a la memoria


lo del pacto del noble al tomar el sueño.

Muy pronto Magdalena ocupó su lecho.

Los variados acontecimientos que habían tenido lugar en


el día; sus avisos al marqués cuyos resultados ignoraba,
pero que los suponía realizados por la falta de Rosa en ver-
la; en fin, el cuento de la beata, que había olvidado, pero
que le fue recordado al pasar a su dormitorio, todo esto,
empezó a bullir en su imaginación a pesar suyo.

Repetidas veces, haciendo un esfuerzo para desechar tan


confusos pensamientos, comenzó alguna oración cristiana
que no llegó a terminar porque su memoria, con involun-
taria impertinencia, volvía a ocuparse de los mismos re-
cuerdos.

Quiso apagar la luz para conciliar el sueño viéndose pre-


cisada a cerrar los ojos, y tuvo miedo.

Entonces, amortiguó la intensidad de sus rayos con un


velador que trasparentaba, en el fondo, una chiquilla aca-
riciando un perro más grande que ella.

—¿Por qué dirán que el perro es amigo fiel?...

Este nuevo tema ocupó su imaginación.

160
El sentimiento de la fidelidad, desenvolviéndose en el
pensamiento de Magdalena con la sucesión de halagüeñas
esperanzas, acabó por derramar en todo su ser, el dulce
adormecimiento que presagia un sueño tranquilo.

Cerca de hora y media había trascurrido en el inefable reloj


del tiempo.

Al fin la rubia cabeza rodó suavemente sobre las almoha-


das, rendida por la pesada influencia del sueño.

Al mismo tiempo, separaronse con cautela las cortinas del


dormitorio, y una arrugada cara cobriza, con pequeños y
chispeantes ojos, asomó por el claro.

Con pequeños intervalos, el viento soplaba recio en el


exterior; y las densas nubes que impelía, velaban la plateada
faz de la naciente luna.

161
XXXII
"EL ÁNGEL SALVADOR"

Durante el tranquilo sueño había llegado para Magdalena el


fatal momento preparado contra su imaginación turbada y su
corazón conmovido.

Una llamarada de fuego, intenso, parecía devorar la ventana


de su dormitorio alumbrando con siniestro resplandor todos
los objetos, al despertar atolondrada con los exigentes y
lamentables gritos de Paula:

—¡El fuego! ¡El fuego!... ¡Sálvate ¡Sálvate!...

El lívido rostro de la beata, con la mantilla puesta como una


toca y prendida en la puntiaguda barba, tenia el sombrío as-
pecto de la muerte.

La asustada niña saltó del lecho y se lanzó fuera sin dar un


grito, pues le faltaba la voz, cogiendo la mano de Paula con la
ansiedad luctuosa del terror.

Las llamas, elevándose chispeantes muy alto de los rojos


tejados, tronaban en el aire agitadas por el viento.

Y el ardiente reflejo iluminaba el fondo del zaguán al mo-


mento que la beata, llevando consigo a Magdalena, abrió el
póstigo.

La horrible figura del diablo se presentó ante la espantada


vista de la pobre rubia, que, perdiendo las fuerzas, desfalle-

162
ciente dio un supremo grito que conmovió hasta el corazón
de la cómplice del conde.

Pepe, lleno de susto, comprendiendo tarde el resultado de


su infame trama, tomó temblando el cuerpo inerte de Mag-
dalena y caminó algún trecho fuera de la casa.

—Paula —exclamó deteniéndose—. ¡Volvámosla a su le-


cho!... ¡Ah! ¡creo que esta niña está muerta!…

—¡Yo te lo dije, niño loco!

—Tengo miedo… Llame usted a Enrique que nos aguarda


en el puente… ¡Pronto! ¡Bruja infernal!

—Así paga el diablo… murmuraba la beata, cuando sin ne-


cesidad de ser llamado se presentó el ángel.

—¡Enrique!... ¿Qué hacemos?... Esta niña... ¡Ah!... Ya vuel-


ve en sí...

—Conde —dijo el ángel arrojando lejos la máscara que cu-


bría su rostro y poniendo en pie a Magdalena—. ¡Huid de mi
cólera, y temed mi venganza!

—¡El marqués! —murmuró confuso el conde, apartándose


gran trecho.

—¡Magdalena… alma mía!... —exclamó Daniel.

Un tiro de pistola sonó, y cayó a distancia, como un fardo,

163
la pobre Paula que corría precipitadamente con dirección a
su beaterio.

—¡Cobarde! —gritó Daniel.

En tal momento, llegó Enrique.

El diablo después de haber reventado, huyó por el cauce


del río para salir por el puente de la Almudena.

El fuego se había extinguido sin causar daño alguno.

Las criadas de Magdalena, con luces en las manos, salían


llorosas de la casa en busca de su señora.

El manto del ángel y la capa que llevara Enrique, propia del


marqués y cambiada con su disfraz en el puente, cubrían el
aterido cuerpo de Magdalena.

La inocente víctima del conde volvía a su casita llevada en


brazos por los dos caballeros y sosteniéndose con los suyos de
aquellos varoniles hombros.

—¿Qué hubo del fuego? —preguntó Magdalena, al ver a


sus criadas.

—¡Nada! —contestaron a dúo— la leña de paja que se ha-


bía ardido.

—¿Y doña Paula?

164
—No la hemos visto.

—Ella tiene toda la culpa —balbució Enrique.

—Usted sabia —murmuró la rubia con resentimiento.

—Dije a usted en la puerta de mi oficina, que teníamos que


hablar…

Y bajando un poco la voz, añadió el meritorio:

—Lo que ha pasado hoy conmigo ha sido muy… fuerte. En


la noche, apenas pude ver al marqués…

—Magdalena —dijo Daniel en la sala.— Puede usted reco-


gerse sin temor alguno… Enrique y su ángel salvador guarda-
rán su sueño.

Una dulce mirada de gratitud fue la recompensa del gene-


roso ofrecimiento.

Magdalena no había tenido valor para quedarse sola aque-


lla noche.

—Si al menos volviera Paula —pensaba— habría rehusado.

—¡Pobre señora! Con qué susto no habrá llegado a su beaterio.

Envió a sus guardianes la cama que servía a Rosa renovando


la ropa blanca con lo más lujoso de sus cómodas, y ocupó
la suya después de haber cerrado la puerta del dormitorio y
apagado la luz.

165
El marqués se había despojado de sus atavíos y hallando a
mano la guitarra que servía para cantar a las palomas, invitó
a Enrique:

—Apenas sé tocar la marcha de los Árabes —dijo este.

—¿No canta usted algún yaraví?

—Tengo una voz tan áspera cuando la elevo que da horror.

—Me gustan lo yaravíes… pero, no sé ninguno.

—¿Usted canta?

—Algo parecido a una canción.

—Arrullemos, entonces, el sueño de Magdalena.

Daniel afinó la vihuela y comenzó con una voz de tenor


suave y pura:

"Fúlgida estrella, en torno de mi vida,


Brillas, dulcemente inspirando amor,
Faro de mi alma, siempre conmovida,
No me niegues, no, tu albo resplandor.

Deja que te admire, lánguida y bella;


Que tu dulce sonrisa, grata a mi alma,
Se muestra sin cesar, como la estrella
Que brinda al corazón ventura y calma.

166
Deja que revelen tus dulces ojos,
¡Rayos de luz! tu hermoso corazón:
Deja que el mundo por ti sienta enojos,
Que tus gracias envidie en su ambición.

Ya que tu faz deslumbra a quien al mirarte


Siente de esperanza puros destellos,
Refleja en mi alma, mustia al contemplarte
Un rayo de luz de tus ojos bellos."

Los acentos de aquella voz pasaban leves como el soplo de


la brisa por una floresta, sobre la dolorida cabeza de Magda-
lena.

La pobre niña se estremecía convulsivamente con los prime-


ros síntomas de una fiebre perniciosa.

FIN

167
Índice

Presentación 7
Prólogo 9
I. Las hermanas del Espíritu 11
II. La ida de Belén 13
III. En que los diablos causan risa 17
IV. ¿Quién es? 20
V. En que la escolta se retira reventando de cólera 22
VI. Son flores de romero 25
VII. Instrucción elemental y artística 27
VIII. Al pie de la cruz 31
IX. Confidencias 34
X. Un nido de palomas 38
XI. Como la estatua de Lot 41
XII. En que, después de una plegaria, aparece el diablo 46
XIII. Las palomas son ingratas 51
XIV. Quejas al viento 60
XV. Displicencia 63
XVI. En que ya apareció aquello 68
XVII. Confidencias 72
XVIII. Frenesí 81
XIX. En donde Rosa afirma que hay leones de piedra que asustan 85
XX. Donde se ve que Paula, la beata sabe latín 89
XXI. Pacto ofensivo 93
XXII. ¡Pobre Pepe! 96
XXIII. Iniciativa 102
XXIV. En donde Paula explica el sueño de Magdalena 107
XXV. En dónde se ve que Enrique rehusa ser el diablo 112
XXVI. Lágrimas involuntarias 117
XXVII. Egoísmo 122
XXVIII. En donde afirma Paula que conoce a todo el mundo 133
XXIX. Los anillos 140
XXX. "Las damas" 149
XXXI. Insomnio 158
XXXII. "El ángel salvador" 163
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de Agosto de 2017
en la ciudad de Lima - Perú en la imprenta:

GD Impacto S.A.C.
Av. Aviación Cuadra 51 - Santiago de Surco,
con un tiraje de 5000 ejemplares.
¿Por qué debemos leer este libro? Por varias razones. Primero, porque El
Ángel Salvador es un testimonio de época; en otros términos, nos ofrece
detalles de la vida social de un Cusco citadino anterior. En segundo término,
porque en los hechos de ayer laten los elementos germinales que delinea-
rán el perfil de nuestro tiempo. Y, además, porque es una obligación ciuda-
dana conocer a nuestros autores y, en consecuencia, revalorar sus propues-
tas creativas, para mantener siempre un vínculo coloquial entre pasado y
presente, en perspectiva a construir una sólida identidad cultural y nacional.

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