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Hannah Arendt

Autor: Julia Urabayen

El pensamiento de Hannah Arendt nace en un contexto histórico


sumamente convulso, el totalitarismo, y lleva la huella de su vivencia
personal. A pesar de eso, no queda encerrado en su situación, sino que se
plantea preguntas que siguen preocupando al hombre actual. La vigencia de
sus ideas se hace patente por la gran cantidad de estudios que se han
publicado y siguen publicándose sobre ella. La filósofa formada en la
fenomenología de Heidegger y el pensar existencial de Jaspers busca la
creación y mantenimiento de un espacio público de aparición que garantice
el derecho a tener derechos.

En esta voz se presentará someramente su biografía y más ampliamente


algunos de los temas centrales de su obra. De ahí que se aborde el estudio
de la tradición oculta y de los orígenes del totalitarismo, la distinción entre
vida activa y vida contemplativa; las diferentes actividades de la vida activa;
su noción de política y sus condiciones: la pluralidad y la libertad; la
revolución como acto fundacional junto con el problema del mantenimiento
del novus ordo saeculorum; y, por último, la vida del espíritu: el papel de la
filosofía y del juicio.

Índice
1. Biografía

2. La tradición oculta y el estudio de los orígenes del totalitarismo

2.1. El paria, el advenedizo y el apátrida

2.2. Naturaleza y orígenes del totalitarismo

2.3. Racismo y totalitarismo

3. La vida activa: labor, trabajo y acción

4. Las condiciones del espacio político: libertad y pluralidad

5. Fundación y mantenimiento del espacio político: el poder frente a la


violencia

6. La responsabilidad del pensar: el juicio y la relación de la filosofía y la


política

7. Bibliografía

7.1. Obras de Arendt en español

7.2. Obras sobre Arendt

7.3. Links recomendados

1. Biografía
Hannah Arendt nació el 14 de octubre de 1906 en Hannover en el seno
de una familia hebrea asimilada y pasó su infancia en Königsberg, la ciudad
de Kant, en donde fue criada por su madre. De una inteligencia clara y
precoz, Arendt lee a Kant y a Jaspers a los catorce años, y se apasiona por
el estudio del griego y por Kierkegaard, a quien lee a los diecisiete años. En
1924 asiste en Marburgo a las clases de Heidegger, y en 1925 en Friburgo
acude a las lecciones de Husserl y conoce a Jaspers, quien dirigió su tesis
(obtenida en 1928 y publicada en 1929: El concepto de amor en San
Agustín) y con quien mantuvo una profunda amistad y relación de
intercambio intelectual durante toda su vida. Desde esta época de juventud,
la mayor influencia filosófica en la obra de Arendt es el pensamiento de
Heidegger. Ésta leyó muy pronto Ser y tiempo, obra que dejó una huella
profunda en su pensamiento, especialmente en su libro más conocido: La
condición humana. A pesar de ello, la filosofía arendtiana sigue un curso
propio que le llevará, como se verá en el apartado cuatro, a planteamientos
alejados de los del pensador del olvido del ser. Tras años de separación,
maestro y discípula se reencontraron y reanudaron su relación personal e
intelectual (Arendt se ocupó de la publicación de las obras de Heidegger en
lengua inglesa). Aunque la filósofa hebrea conservó su admiración por el
pensamiento de Heidegger y leyó sus nuevos trabajos con interés, la
influencia de éstos es menor que la de la gran obra de 1927.

El reconocimiento y el interés por su identidad judía son más bien tardíos,


pero se acentúan a lo largo de 1932 y 1933, cuando debe abandonar su
Alemania natal. A partir de este momento pasa a un primer plano el trabajo
práctico, la necesidad de defenderse y resistir como judía colaborando con
diversas organizaciones. En París, primera parada larga de apátrida (le fue
retirada la nacionalidad alemana en 1937 y hasta 1951 no obtuvo la
nacionalidad estadounidense), acude a los cursos de Kojève sobre Hegel,
conoce a Brecht, a Koyré y a Benjamin, cuya obra Tesis sobre la filosofía de
la historia logra llevar consigo en su huida a Nueva York. En esa ciudad
trabaja como periodista y desde el diario de lengua alemana en el que
escribe pide la formación de un ejército judío para combatir el nazismo y
hacer surgir, de este modo, una conciencia política en ese pueblo —el suyo
— que carece de tal. En años posteriores se opone a la idea del Estado de
Israel de David Ben Gurión y propone una federación binacional en la que ni
los judíos ni los árabes gozarían de un estatuto mayoritario. Sin embargo,
su modelo de Estado no es bien recibido y queda como una postura
marginal y solitaria.

Tras la Segunda Guerra Mundial, ya instalada en Estados Unidos, Arendt


se consagra a la reflexión sobre la filosofía política, lo que se plasma en sus
obras más importantes: Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición
humana (1958), Entre el pasado y el futuro: ocho ensayos sobre el
pensamiento político (1961), Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la
banalidad del mal y Sobre la revolución (1963), Hombres en tiempos de
oscuridad (1968) y Sobre la violencia (1970). A partir de finales de los años
sesenta, se interesa especialmente por la crisis política que está viviendo
Estados Unidos, lo que queda reflejado en su libro Crisis de la
República (1972). En sus últimos años de vida, vuelve a la preocupación
inicial de su reflexión: la propia filosofía. Su muerte en 1975 deja inacabada
su última obra: La vida del espíritu (1978). Pero, gracias al material de sus
clases y a algunas notas de lecturas que Arendt había preparado, en 1982
se pudo publicar Conferencias sobre la filosofía política de Kant, texto que
deja entrever las líneas fundamentales de lo que hubiera sido el tercer libro
de su obra inacabada. En los últimos años se han publicado diversos textos
que permiten hacerse cargo de un modo más adecuado de la totalidad de
su pensamiento. Entre estas obras destacan Diario filosófico 1950-
1975 (2002), Ensayos de comprensión 1930-1954 (2005), Responsabilidad
y juicio (2003), Una revisión de la historia judía y otros ensayos (2004) y La
tradición oculta (2004). También ha sido editada su correspondencia con su
marido y con varios de sus amigos: Heidegger, Jaspers y Mary McCarthy,
entre otros.

La dura experiencia personal de esta filósofa le conduce a un


cuestionamiento de los modos de pensar tradicionales y a una reflexión
sobre la política entendida como aparición en el espacio público. Por todo
ello se dedicó a reflexionar sobre su tiempo, sobre la historia del siglo XX. El
aspecto existencial que mayor vinculación tiene con su teoría política es,
como ya se ha señalado, la vivencia personal de su ser judía. Arendt se ha
convertido conscientemente en una paria, en una judía que ha perdido la
tradición en la que insertarse y en una alemana que ha sido expulsada de
su país. De ahí que, por otra parte, jueguen en su pensamiento un papel
clave sus raíces alemanas a las que nunca quiso renunciar, y que la
vinculan no solo con su lengua materna, sino también con algunas de las
corrientes filosóficas más importantes del siglo XX: la fenomenología y, en
menor medida, la filosofía existencial germana. Estas dos dimensiones de
su identidad, conducen a una misma conclusión: la necesidad de garantizar
el espacio público y de entender la política como diálogo o espacio de
aparición basado en dos rasgos de la condición humana: la mundaneidad y
la pluralidad.
2. La tradición oculta y el estudio de los
orígenes del totalitarismo
2.1. El paria, el advenedizo y el apátrida
Las primeras obras de la pensadora alemana, dejando de lado su tesis
dedicada a San Agustín, se centran en reflexiones sobre lo que podría
denominarse temática judía: Rahel Varnhagen: la vida de una
judía (comenzada en Alemania en 1929, terminada en Estados Unidos y
publicada por primera vez en Londres en 1958); dos escritos de 1932 y
1945, junto a otros textos publicados por primera vez en 1948, que fueron
recopilados y editados en 1976 bajo el título La tradición oculta, así como la
obra publicada en 1978 The Jew as a Pariah: Jewish Identity and Politics in
Modern Age, que es una colección de artículos escritos entre 1942 y 1966.
Sin olvidar la polémica obra de 1963, Eichmann en Jerusalén: un estudio
sobre la banalidad del mal.

Esta investigación está, en gran parte, motivada por el expreso deseo de


Arendt de responder como judía al ser atacada como tal. A pesar de ello, en
todas sus obras busca el sentido político y las dimensiones universalizables,
no lo particular. Por ello se mueve en el ámbito de los ensayos políticos,
como en otros textos de temática no judía. Arendt, por tanto, apela a la
tradición oculta buscando sus posibles aportaciones a la teoría política. En
su estudio destacó dos categorías tomadas de Weber y de Lazare: el paria
y su oposición al advenedizo; así como el apátrida, que es una de las
figuras que mayor importancia adquiere tras la Primera Guerra Mundial.
Éstas son las categorías que ha aportado el pueblo judío, que ha sido
siempre un pueblo excluido del seno de los pueblos de Europa. Han sido los
judíos los que han creado la idea de un tipo humano peculiar y dotado de un
papel relevante en el mundo moderno: el paria. Este tipo humano ha
adoptado diversas formas, que Arendt simboliza en cuatro: el “Schlemihl”
(término yiddish que designa a una persona con intervenciones
desafortunadas o que es víctima de la mala suerte) de Heine, el paria
consciente de Lazare, el sospechoso de Chaplin y el hombre de buena
voluntad de Kafka.
Heine presenta al paria como un príncipe que por el maleficio de una
bruja se ha convertido en un perro que los viernes por la noche y durante un
día deja de ser ese animal para vivir el Sabat, que es la verdadera
existencia judía. El poeta del pueblo, por otra parte, muestra en sus
canciones otra imagen del judío: el que queda fuera de las instituciones y no
tiene intención de integrarse. La existencia del verdadero paria se basa en
la risa y en la creencia en la igualdad de todos, ya que el sol brilla para todo
el mundo; así como en el cinismo ante las jerarquías e instituciones que los
seres humanos se han afanado por introducir artificialmente en el mundo.
La libertad humana reside en la distancia respecto a toda obra humana. Sin
embargo, Heine logró una verdadera amalgama del pensamiento alemán y
el judío e introdujo en la lengua alemana muchas palabras hebreas, por lo
que «es el único alemán que hubiera realmente podido decir de sí mismo
que era alemán y judío, ambas cosas a la vez» [La tradición oculta: 56].

Para Lazare, el judío emancipado debía convertirse en un paria


consciente: un rebelde o un representante de un pueblo oprimido que une
su lucha a la de todos los demás pueblos parias. Tanto para el francés
como para la alemana es necesario oponerse a la asimilación y enfrentarse
al judío advenedizo, ya que éste hace tanto daño al judío como el que no lo
acepta. Hay que resistir a la opresión e intervenir políticamente en el mundo
de los seres humanos y quien no lo haga es responsable de su situación.
Pero su intento de lucha política se enfrentó con la oposición del paria, que
no deseaba ser un rebelde y prefería seguir como estaba, a pesar del alto
coste que debía pagar por ello. Con Chaplin, el pueblo más impopular ha
creado la figura más popular: el encantador pequeño hombre del pueblo.
Este paria es un hombre fuera de la sociedad que choca constantemente
con la ley y el orden, y solo se salva por su ingenio o por la bondad de
alguien que le ayuda. Es un hombre siempre sospechoso para la sociedad,
pero es simpático porque resulta humano e inocente. Esta figura del paria
representa a cualquier ser humano.

La última versión del paria la encuentra Arendt en las obras de Kafka


como el hombre de buena voluntad que no es nadie para la sociedad y, por
ello, ve negada su propia realidad. Sus héroes se enfrentan a la sociedad
de un modo consciente y deliberado, y muestran cómo les fue a los que
trataron de asimilarse al pueblo y exigieron sus derechos como seres
humanos, señalando que solo los aceptarían de este modo: recibieron como
respuesta el desprecio y el miedo del pueblo. Por ello, Kafka opta por el
sionismo que pretende acabar con el carácter excepcional del judío para
convertirlo en un pueblo normal, un pueblo como los demás. Para la
pensadora judía la existencia del paria tiene algo que le ennoblece y le hace
grandioso, ya que, a pesar de su “inutilidad política” vive en libertad y su
existencia no es absurda. O no lo era hasta el cataclismo acontecido en el
siglo XX.

La experiencia del totalitarismo generó, a su vez, un enorme movimiento


de población, lo que hizo que la cuestión de la ciudadanía y su pérdida (el
apátrida) adquiriera una relevancia hasta entonces desconocida. El ser
humano que está en “tierra de nadie” pierde su derecho a tener derechos y
queda totalmente desasistido. Por ello solo la recuperación de ese espacio
público, de la ciudadanía, permitirá garantizar el derecho mínimo a todas las
personas. Arendt reflexiona sobre la experiencia de la pérdida de la
ciudadanía, de los refugiados apátridas que han tenido que salir de su país
y perder sus derechos civiles y políticos. Según la definición de la Sociedad
de Naciones en 1921, estos son personas que han tenido que pedir
«protección a un país extranjero porque eran perseguidas en sus propios
países a causa de sus ideas o de su actitud política». Pero esta definición
ha quedado caduca cuando existe un grupo de personas que ha sido
obligado a salir de su país por ser quienes son, por su identidad, y no por
sus actos. Para Arendt estas cuestiones que han surgido principalmente del
estudio del pueblo judío, han de pasar a la teoría política, pues lo que ha
descubierto la dura experiencia del nazismo es que esto mismo puede llegar
a pasarle a cualquier pueblo y así el pueblo judío ha perdido la exclusividad
de ser el pueblo paria.

2.2. Naturaleza y orígenes del totalitarismo


Estas reflexiones sobre la cuestión judía se completan, en parte, con la
primera gran obra de Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo. Este
libro, que es ya un clásico, ha recibido diversas críticas [Benhabib 1990],
pero continúa siendo no solo un texto de referencia para abordar esa
temática, sino también el escrito en el que aparecen muchas de las
cuestiones que la pensadora política abordará en sus trabajos posteriores.
La obra está formada por tres partes: Antisemitismo, Imperialismo y
Totalitarismo; y fue retocada, ampliada y reeditada en dos ocasiones. Este
estudio tiene como objetivo principal rastrear esos orígenes, esas corrientes
subterráneas que han confluido en la aparición de un fenómeno sin
precedentes y totalmente novedoso en la historia: el totalitarismo. De ahí
que Arendt no hable de causas, lo que carece de sentido al abordar la
historia, sino de cristalización de elementos. El totalitarismo, lo mismo que la
historia, ha de ser comprendido y no explicado causalmente. En su intento
de comprensión de este fenómeno, la alemana destaca dos aspectos
importantes. En primer lugar, que no se puede pensar con categorías
tradicionales, sino que demanda unas nuevas porque su originalidad es
radical y sus acciones han destruido las categorías tradicionales de juicio.
En segundo lugar, que el verdadero sentido de la política, que es lo que ha
faltado en el totalitarismo, es el discurso, ya que la violencia es siempre
muda.

El totalitarismo es un concepto poco definido y más bien vaporoso, que


había sido estudiado por varios autores con anterioridad a Arendt,
pensadores a los que ella tuvo en cuenta, con la intención de ir más allá,
precisamente tratando de ofrecer una delimitación más certera de qué sea
el totalitarismo. Considera que es una forma política moderna que no se
parece en nada a las formas de gobierno tradicionales. Se basa en el poder
de la organización que es capaz de destruir el poder de la realidad y reposa
sobre la masa humana, que ha sido atomizada e indeterminada. El rasgo
específico del totalitarismo es el protagonismo de las masas, identificadas
con el puro número y absolutamente indiferenciadas. En este régimen, todo
se convierte en política y todas las cosas se vuelven públicas. Para Arendt,
la experiencia de la que nace el totalitarismo es la soledad o ausencia de
identidad, que solo es posible en la relación con los otros seres humanos.
Por ello atacará aquello de lo que carece. Es, por tanto, un individualismo
gregario.

El totalitarismo pretende aplicar directamente las leyes de la naturaleza o


de la historia a la especie humana, no fundarse en la voluntad arbitraria o
caprichosa, sin ley, que es el rasgo propio de la tiranía. Además, la
dominación total busca abolir la diferencia entre privado y público. De este
modo, anula el verdadero sentido de la política y hace inviable la aparición y
la creación de la identidad. El medio del que se sirve para lograr su objetivo
es la destrucción de la pluralidad, que se lleva a cabo de un modo gradual.
Primero se niegan los derechos de ciertos colectivos y luego se procede a
una destrucción de la persona moral por lo que se corrompe toda
solidaridad humana. Por último se niega la identidad propia mediante los
campos de concentración. En este espacio se produce lo que el filósofo
italiano Giorgio Agamben denomina la “nuda vida”, en la que los seres
humanos son encerrados en su soledad y anulados en el olvido, en los
pozos del olvido. Por ello la comprensión de este acontecimiento requiere
renovar toda la teoría política: es la experiencia del mal radical, de que todo
es posible y los seres humanos son superfluos.

La pensadora hebrea considera fundamental investigar los orígenes de


este acontecimiento histórico que ha asolado a Europa. En su estudio indicó
que una de sus raíces es el antisemitismo y la otra el imperialismo. Solo en
los siglos XIX y XX, tras la emancipación y el aumento de la asimilación,
desempeñó el antisemitismo un papel en la conservación del pueblo hebreo,
puesto que entonces los judíos aspiraban a ser admitidos en la sociedad no
judía. Es decir, para Arendt no es el antisemitismo lo que dota de unidad e
identidad al pueblo hebreo. Éste es solo uno de los elementos que ha
constituido el suelo nutricio del totalitarismo. El antisemitismo, por tanto, fue
ideológicamente utilizado por el totalitarismo, pero se ha de romper con el
mito de que el judío solo toma conciencia de su identidad desde el no judío
y más concretamente desde el antisemitismo.

En la primera parte de la obra reflexiona sobre el antisemitismo de los


siglos XVIII y XIX. La pensadora alemana mantiene que la relación de los
judíos con la Nación-Estado en los diversos países europeos explica el
surgimiento del antisemitismo, visto como origen del totalitarismo, ya que en
las décadas que precedieron a la Primera Guerra Mundial los judíos
perdieron todo papel en las relaciones con los Estados, puesto que no
habían entrado a formar parte del proceso imperialista y capitalista, y a la
vez se encontraron asimilados y desgajados de su propia tradición. Por ello
fueron vistos como seres con una gran cantidad de dinero que no ofrecían
ninguna utilidad pues carecían de poder.

La otra cara, la asimilación, es estudiada en el segundo capítulo de esta


primera parte. Allí, Arendt afirma que, provenientes de una tradición que
carece de conciencia política, los judíos no supieron ver la tensión creciente
entre el Estado y la sociedad, ni ser conscientes de las circunstancias que
les iban a convertir en el centro del conflicto. La discriminación social
destacó la diferencia de los judíos justo en el momento en que se trató de
establecer la igualdad de todos los ciudadanos. La sociedad no admitió a
los judíos, sino a las excepciones del pueblo judío, lo que hizo que éstos se
dividieran entre parias y advenedizos. Lo verdaderamente demoledor es
que en este lento proceso de asimilación se perdió el sentido del judaísmo y
apareció la “judeidad”. Ante el fuerte antisemitismo de las últimas décadas
del siglo XIX, la respuesta judía fue el sionismo (expresado en el libro de
1896 de Theodor Herzl: El estado judío) o la asimilación que implica la
negación de sí mismo. Arendt rechaza con ironía y a veces duro sarcasmo a
quienes consideraba unos advenedizos. Por eso la verdadera respuesta
para esta pensadora no es ni el sionismo político, que, al pretender instaurar
un Estado, reproduce el modelo de la Nación-Estado en un momento en el
que tal idea ha mostrado su decadencia; ni la asimilación. Se encuentra en
una idea que extrajo de un consejo de su madre: «si te atacan como judío
debes responder como judío», es decir: hay que recuperar el sentido de la
identidad judía.

La otra raíz del totalitarismo, tal como la ve Arendt, es el imperialismo,


que establece la diferencia entre razas superiores y razas inferiores,
uniendo la voluntad de obtener beneficio a cualquier precio y la búsqueda
de la felicidad, lo que conduce a la expansión por la expansión. El
imperialismo, que surgió de una unión peculiar del capital y la chusma (las
sobras de todas las clases sociales), se convirtió en un instrumento de
conquista y exterminio de otros pueblos. En este sentido es uno de los
detonadores más netos del totalitarismo cuando surge el imperialismo
continental y los pan-movimientos. Arendt señala que la definición de la
realidad política desde el concepto de raza ataca de pleno la idea de
democracia ya que dificulta seriamente el principio de igualdad. Además, la
chusma, sumida en la irresponsabilidad y carente de rasgos distintivos,
puede fácilmente generar un fuerte despotismo.

El desarrollo del imperialismo lleva a la idea de que el valor del ser


humano es el precio que pone el comprador; el poder es el dominio
acumulado sobre la opinión pública y lo que permite fijar los precios,
convirtiéndose así en el deseo fundamental de todo ser humano. Esto da
lugar a una filosofía política que sostiene que todos los seres humanos son
iguales en su aspiración al poder porque todos son igualmente capaces de
matar al otro. Así el Estado aparece por la delegación del poder y detenta el
monopolio de la capacidad de matar, lo que ofrece la seguridad de la ley. El
individuo, en cambio, se centra en su vida privada y se relaciona con los
otros mediante la competencia, de la que quedan excluidos los
desgraciados y fracasados, que no tienen que ver nada con la sociedad ni
con el Estado, que no se ocupa ya de ellos. Esta noción del poder y la
política supone una ruptura con la tradición occidental que consideraba
fundamentales el derecho y la libertad, y los sustituye por la relación de
poder, que es siempre inestable y da lugar a una progresión infinita: “la
expansión lo es todo”. Así pues, la teoría del progreso está profundamente
vinculada al imperialismo. Ya desde el siglo XIX se percibe, según Arendt, la
decadencia del género humano que tal doctrina acaba por hacer realidad,
pues la aniquilación es la forma más radical de dominio y poder.

2.3. Racismo y totalitarismo


Dejando de lado un análisis más detallado y crítico del sentido y los
elementos del imperialismo, tal como lo presenta Arendt, lo más destacado
es que supone una comprensión de los seres humanos en función de la
categoría de raza y esto hace inviable la política en sentido propio:
«políticamente hablando, la raza es —digan lo que digan los eruditos de las
facultades científicas e históricas— no el comienzo, sino el final de la
humanidad; no el origen del pueblo, sino su decadencia; no el nacimiento
natural del ser humano, sino su muerte antinatural» [La tradición oculta: 34].
El suelo nutricio del totalitarismo fue, por tanto, el racismo. A lo que su unió
la burocracia. En cambio, el totalitarismo, a diferencia del imperialismo, dejó
de lado el aspecto utilitario y se convirtió en una ideología capaz de realizar
actos contra la economía propia. Se basó en la idea de elegido y estableció
una diferencia entre dos grupos de seres humanos. Al hacerlo, tuvieron que
enfrentarse al pueblo judío que se entendía a sí mismo como el pueblo
elegido. Esto se convirtió en un motor de fanatismo y se fortaleció en una
Europa que estaba asistiendo, tras la Primera Guerra Mundial, a la caída de
las Naciones-Estado, al problema de las minorías dentro de las Naciones-
Estados surgidas tras la desaparición del Imperio Austrohúngaro, y al
aumento de los apátridas, que junto a la abolición del derecho de asilo por
parte de algunos países, dejó en la ilegalidad a multitud de personas. Este
proceso dio lugar a la pérdida del hogar propio y a la imposibilidad de
encontrar uno nuevo, así como a la pérdida de la protección ofrecida por la
ciudadanía: la perplejidad de los derechos del hombre. La situación de
completa ilegalidad de muchas personas fue la antesala para que se diera
el paso a negar su derecho a la vida. Pero para esta filósofa alemana
ninguno de estos elementos es totalitario en sí mismo: se convierten en tal
al ser unidos en una síntesis nueva que es contingente, no necesaria.
En la tercera parte del libro sobre los orígenes del totalitarismo, Arendt
desea ofrecer una reflexión sobre de los elementos que lo conforman: la
alianza entre el populacho y las élites, el papel de la propaganda, el tipo de
organización del totalitarismo, y la importancia de la policía secreta; todo lo
cual da lugar a la dominación total y al terror, que es la esencia del
totalitarismo. En esta parte final, se encuentra, por tanto, el análisis del
totalitarismo como una especie de modelo que habría adoptado dos
plasmaciones históricas concretas: el nazismo y el estalinismo. Debido a
ello, el libro —como ha señalado Canovan— pierde coherencia o unidad y
muestra una clara debilidad o deficiencia: los orígenes del totalitarismo, el
antisemitismo y el imperialismo, no sirven para explicar el estalinismo
[Canovan 1992]. La propia autora fue consciente de esta carencia y trató de
subsanarla realizando un posterior estudio del pensamiento de Marx como
culminación de la tradición filosófica y raíz ideológica del estalinismo. Sin
embargo, no pudo completar ese proyecto, del que han quedado algunos
textos que han sido publicados con el título Marx y la tradición del
pensamiento político occidental (2007).

El estudio del totalitarismo como forma de gobierno comienza con la


destrucción de las clases convertidas en masa y con la alianza entre el
populacho y la élite; lo cual conduce a una sociedad marcada por la
carencia de intereses comunes, la atomización, el fanatismo y la
manipulación por medio de la propaganda. La organización totalitaria, una
vez establecida en el poder, adquirió la forma de una cebolla llena de capas
cuyo rasgo característico es la multiplicación de organismos. El objetivo
buscado fue la eliminación de la espontaneidad humana y el
establecimiento de una ideología racial. Junto a la espontaneidad, el
totalitarismo elimina la responsabilidad. El lugar para experimentar estas
ideas fueron los campos de concentración. En ellos, los hombres dejan de
pertenecer al reino de los vivos y pasan, por el terror, al olvido. Esto es la
aparición del mal radical. La dominación total, como ya se ha señalado,
produce la muerte del hombre en diferentes pasos: la muerte de la persona
jurídica; el asesinato de la persona moral haciendo imposible el martirio,
convirtiendo la muerte en anónima y diluyendo la línea entre el asesino y la
víctima; y la muerte de la individualidad, ya que mediante el sufrimiento
físico destruye la espontaneidad, la capacidad de comenzar algo nuevo a
partir de sus propios recursos.
El totalitarismo no busca la dominación de los hombres, sino que éstos
sean superfluos, pues no puede soportar su imprevisibilidad, su creatividad.
El totalitarismo es una ideología que quiere, mediante el terror, eliminar la
pluralidad y por ello promueve el aislamiento y la soledad: la destrucción de
la esfera política de la vida humana y la desaparición de la vida privada. Así
ser superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo. Frente al
totalitarismo, el espacio político que anhela Arendt es justo el contrario: la
apertura del espacio de aparición, que está garantizado por la natalidad, ya
que «con cada nacimiento nace un nuevo comienzo, surge a la existencia
potencialmente un nuevo mundo» [Los orígenes del totalitarismo: 565].

Por tanto, su análisis del totalitarismo conduce a la necesidad de una


reflexión política que restaure la idea de poder como diferente de la
violencia. Para ella, el fenómeno fundamental del poder es la formación de
una voluntad común orientada al entendimiento. Es decir, el poder no es
ejercer violencia, sino que se deriva de la capacidad humana de actuar en
común. Una democracia pide un espacio político en el que el poder no sea
violencia, sino acción concertada. El poder es, así, la coacción no coactiva
gracias a la cual se imponen las ideas reguladas por un elemento
institucional reconocido. Por tanto, hay que restablecer un espacio público
que asegure la relación adecuada entre lo privado y lo público, garantice la
igualdad política de todos, así como los derechos civiles, los derechos de
las minorías y de los refugiados, y el derecho a disentir. Para ello tendrá que
favorecer los debates, la asociación de los ciudadanos y toda forma de
acción en común.

3. La vida activa: labor, trabajo y acción


Años después de la publicación de su primera gran obra, apareció el libro
en el que Arendt estableció el marco conceptual de su filosofía política, así
como las dicotomías y distinciones más características de la misma. Como
han destacado Villa, Benhabib y Passerin d’Entrèves, a partir de lo que
aprendió de Aristóteles gracias a las lecciones de Heidegger, la pensadora
política se dirigió a explorar la vida activa, que es la que había sido dejada
de lado por la filosofía [Villa 1996; Benhabib 1990; Passerin d’Entrèves
1994]. En primer lugar, estableció una diferencia entre vida activa y vida
contemplativa, y afirmó que tradicionalmente se ha dado una preeminencia
a la última, a pesar de que la vida activa es ineludible y se presenta como
condición de la contemplación. El enfoque tradicional ha dado lugar a una
falta de reflexión sobre la vida activa y sus sentidos. Arendt trata de
solucionar esta carencia y, al pensar la vida activa, destaca que engloba
tres actividades: labor, trabajo y acción, que son fundamentales, pues «cada
una corresponde a una de las condiciones básicas bajo las que se ha dado
al hombre la vida en la tierra» [La condición humana: 21]. A la labor,
actividad que está vinculada al proceso biológico del cuerpo humano, le
corresponde la condición de la vida. Al trabajo, que está unido a lo no-
natural y a la producción artificial, le corresponde la mundaneidad. A la
acción, que es la única actividad que se realiza entre los hombres sin la
mediación de las cosas, le corresponde la pluralidad. Todo ello está, a su
vez, íntimamente relacionado con la condición más amplia de la existencia
propia de los hombres: el nacimiento y la muerte.

La pensadora hebrea comienza destacando que el ser humano es


siempre un ser condicionado, no determinado, debido a que todas las cosas
se convierten en condición de su existencia al tomar contacto con ellas. La
existencia humana no es posible sin cosas y éstas sin el hombre, al no estar
relacionadas, serían un no-mundo. Es decir, Arendt acepta la idea
heideggeriana de que el mundo es un plexo o conjunto de relaciones
establecidas por el ser humano. Pero esto —la condición humana— no es la
naturaleza humana, por lo que no define esencialmente a los seres
humanos, que podrían seguir siendo humanos y establecer nuevas
condiciones de existencia.

Por otro lado, señala que el factor clave que explica, en parte, la falta de
estudio de la vida activa y de sus dimensiones está vinculado a la distinción
entre privado y público, pues algunas de las actividades de la vida activa
forman parte de lo privado, de lo no público. Arendt destaca que en el
ámbito griego el mundo privado supone una privación, pues todo lo que se
realiza en él carece de significado y consecuencia para los demás, pero es
una esfera necesaria y que coexiste con la otra. A veces se ha considerado
que la pensadora hebrea posee una visión peyorativa de lo privado, pero no
es así, ya que para ella esta actividad es muy importante: tiene que ver con
el nacimiento, el amor y la muerte. Ahora bien, para la filósofa alemana hay
que tener en cuenta que, como lo privado representa lo que no es accesible
a los ojos del conocimiento, no se ha constituido en objeto de reflexión
filosófica. Pero la comprensión de su sentido es clave.
Así pues, Arendt decide realizar ese estudio necesario y urgente de la
actividad no política del hombre y establece una distinción entre la labor y el
trabajo. La labor trata de cubrir o satisfacer las necesidades naturales y
primarias de la vida. Es una actividad que implica incomodidades, fatigas y
dolores, y que, a pesar de ello, al final retorna al círculo de los procesos
naturales, pues es el metabolismo que el ser humano comparte con los
otros organismos vivos: es el ciclo productividad-consumo. Esta actividad se
rige por el signo de la necesidad, de la supervivencia, y, a pesar de eso,
posee una productividad, que reside en el superávit de la fuerza humana
que no se agota en lo producido para cubrir su necesidad. Los bienes de
consumo sucumben rápidamente al ciclo natural, pero el poder de la labor
del hombre supera a sus necesidades.

En cambio, el trabajo tiene un comienzo y un fin, y da lugar a una


creación autónoma y objetiva que puede ser utilizada para fines que no son
los inmediatos de la vida. Crea un mundo que tiene sentido y protege al
hombre de la naturaleza y le da confianza ante su propia inestabilidad y
mortalidad. Aunque su carácter no es eterno, pues estos objetos forman
parte de la vida y vuelven a ella, tienen una objetividad e independencia
respecto a su productor, lo que hace que resistan a las necesidades de
éste. El hombre usa, pero no consume esos objetos, que por su objetividad,
se resisten al ser humano. A esto lo denomina Arendt “reificación”, lo que
supone el proceso por el que el material natural ha sido sacado de su lugar
natural por la mano del hombre, lo que, a su vez, implica una destrucción,
más o menos intensa, de la naturaleza.

Dejando de lado la interesante cuestión del límite que ha de haber en la


actuación del hombre sobre la naturaleza, lo que destaca Arendt es que
estas dos actividades marcan sendas formas de estar en el mundo y de
entender la relación del hombre con la naturaleza. La labor inserta al
hombre en los ciclos naturales y lo sumerge en la necesidad, pero tiene un
papel propio por el que se logra un equilibrio entre el gasto y la
regeneración, siempre y cuando esta actividad no colonice el espacio de
otras, especialmente el del trabajo. Sin embargo, lo que introduce
permanencia, estabilidad y objetividad en el mundo es el trabajo, y esto es
fundamental, pues el hombre es un ser mundano, que tiene necesidad de
una estancia estable o permanente. En este punto ha de tenerse en cuenta
que Arendt diferencia entre tierra y mundo. Por tierra entiende el entorno
natural en el que vive el ser humano; en cambio, el mundo es siempre
compartido, es un espacio artificial y es especialmente un espacio
existencial o entre personas: inter est.

Pero esto no cubre todos los aspectos de la vida humana. El


hombre qua hombre se expresa en la acción y el discurso. Si alguien
renunciara a esto estaría renunciando eo ipso a vivir una vida humana. La
inserción en el mundo humano es fruto de la iniciativa y es una especie de
segundo nacimiento, es el comienzo de un alguien. Estos seres recién
nacidos se presentan o hacen su aparición en el mundo humano por su
acción y su discurso con y para otros. Lo más característico de la acción es
la iniciativa, el comenzar o poner algo en movimiento que se realiza en un
ámbito caracterizado por la pluralidad, por el vivir entre iguales.

El término acción, señala Arendt, tiene en griego y latín dos


formas: archein (agere), que abarca los ámbitos semánticos de empezar,
guiar y mandar, y muestra una experiencia en la que ser libre y empezar
algo nuevo coinciden; y prattein (gerere), que designa la acción de
atravesar, realizar, y acabar como la conclusión de algo. Para la alemana, la
acción se expresa principalmente en el momento de iniciativa o archein, que
luego perdió este significado en favor de su acepción de gobierno. Ése es el
sentido que vincula la acción a la natalidad, en cambio el otro, prattein, lo
vincula a la pluralidad, al momento en que son muchos los que terminan lo
iniciado. La acción como iniciativa permite, por otra parte, la revelación del
sujeto, la manifestación de su identidad y su aparición en el mundo, pues en
la esfera de los asuntos humanos ser y apariencia coinciden. Lo que revela
de sí mismo el sujeto de la acción es el quién, su singularidad, mientras que
su qué o naturaleza es lo que comparte con otros. Es decir, lo que muestra
es una biografía, que requiere el juicio de los espectadores. Se trata, por
tanto, de una identidad narrativa, en la que el sujeto de la acción es el actor,
pero no el autor.

Por ello, tras destacar el papel que juega la acción dentro de la vida
activa, Arendt aborda su rasgo más característico: la fragilidad, su rápido
paso sometido a la posibilidad de caer en el olvido; que se plasma en la
irreversibilidad, pues las acciones no pueden ser deshechas; y en su
carácter impredecible, ya que la acción no se deduce de nada previo sino
que surge de la libertad y se desarrolla en el marco de las relaciones
humanas, lo que hace que su resultado final quede fuera del control del
actor y sea un proceso sin fin. Todos estos aspectos de la acción humana
hicieron que la filosofía se olvidara de ella en favor de la vida contemplativa
buscando eludir esa fragilidad. La solución que Arendt encuentra a este
rasgo de la acción reside en las potencialidades mismas de la acción. La
fragilidad de la acción se supera gracias a los relatos, a las historias que
conservan el recuerdo de las acciones gloriosas, lo que reclama un narrador
y unos espectadores. Aquello que remedia la irreversibilidad es la facultad
de perdonar, lo que no supone la impunidad porque una cosa es el perdón y
otra el perdón judicial. El carácter impredecible, por su parte, es remediado
por la facultad de hacer y mantener promesas, que asienta la estabilidad y
permanencia en los acuerdos. El perdón y el poder de la promesa están
constituidos desde la misma acción, pues ambos suponen la expresión
lingüística, la presencia de otros y una conexión con la temporalidad.

De todo lo expuesto se siguen dos rasgos propios de la acción o de la


política. De las relaciones entre los seres humanos por medio de la acción
aparece un espacio entre ellos (in-between). Por todo ello, según Arendt, la
sentencia aristotélica “el hombre es un animal político” no es válida: supone
que la política es parte de la esencia del ser humano, cuando en realidad es
un espacio de relación, algo que está entre los humanos. La acción es, por
otra parte, lo verdaderamente público, pues a diferencia de la labor y el
trabajo requiere como condición la pluralidad. Ello significa que esta
pensadora alemana está tomando de los griegos y más concretamente de
Aristóteles la diferencia entre privado y público como la distinción entre la
necesidad y la libertad. De ahí que rechace toda confusión de lo público con
lo social y toda intromisión, sea del tipo que sea, de lo social en lo político.
La distinción entre lo político y lo social para Arendt es absoluta, la política
no debe ocuparse de lo social. Al separar las necesidades sociales de la
política, Arendt excluye la existencia de una justicia social. De ahí que se le
haya criticado por no comprender ni la necesidad ni la complejidad de las
relaciones que hay entre lo político y lo social. Para ella la política no ha de
ocuparse de las cuestiones sociales porque no son debatibles, sino asunto
de expertos y, por ello, pertenecen al ámbito de la certeza, no al de lo
opinable, que es el ámbito de la política.

4. Las condiciones del espacio político:


libertad y pluralidad
La filosofía de Arendt es, por tanto, un intento de pensar la política como
un «estar los unos con los otros los diversos» [¿Qué es la política?: 45].
Con esta expresión que recoge la importancia de la pluralidad, la pensadora
hebrea procede, por una parte, a una revisión del ser-en-el-mundo
heideggeriano, que es visto, de este modo, como ser-en-el-mundo-con-
otros, incidiendo en que el ser con otros no es una existencia inauténtica,
sino un rasgo característico de la condición humana. El punto de partida del
análisis del mundo y de la mundaneidad para Arendt es, pues, el de su
maestro, pero las correcciones que le hará serán tan importantes que
pondrán de relieve que el paso de la ontología a la política exige una ruptura
radical con uno de los presupuestos básicos de la noción de ser-en-el-
mundo, entendido por Heidegger como un existenciario. Arendt señala
como el punto de separación la comprensión heideggeriana del sujeto de la
cotidianidad como existencia inauténtica y cifra la condición de la política en
la pluralidad.

Para Arendt el análisis del ser-en-el-mundo de Heidegger había


desvelado un concepto fundamental para el estudio de lo político, el mundo,
aunque este pensador no hubiera sido capaz de romper con el antiguo
prejuicio de los filósofos frente a la política. Le faltaba para ser capaz de dar
ese paso una correcta noción de acción y de pluralidad. El gran maestro
alemán no entendió que la verdadera condición humana es la pluralidad y
que ésta es la condición de toda vida política, ya que es una noción central
para entender el espacio público y gracias a él la ciudadanía y la
democracia. Es decir, en cuanto se ve que la pluralidad es un rasgo
esencial del ser humano, se entiende que la política no es una actividad
secundaria para este ser que es per se ser con otros.

Heidegger se centra en su análisis de ese primer existenciario en los


aspectos que inciden en la mundaneidad del ser humano y en cómo ese ser
en el mundo es primariamente un estar, o ser, práxico-vital, y no un
conocimiento o relación noesis-noema. La categoría central de su
pensamiento ya no es la intuición eidética, sino el cuidado del mundo, que
implica una relación pre-cognoscitiva con éste, un estar cotidiano en el
mundo respecto al cual el conocimiento es derivado. Es decir, lo que busca
el profesor alemán es precisamente una corrección de la filosofía de su
maestro y creador de la fenomenología: Husserl. Al acusar a su mentor de
intelectualismo y de haber olvidado la inserción existencial, Heidegger está
realizando el paso de la fenomenología hacia el pensar existencial y está
modificando de raíz la noción de filosofía de su maestro: lejos de ser una
ciencia rigurosa es una actividad que tiene que ver más con la prudencia
o phronesis que con la razón teórica o nous. La discípula de Heidegger, por
su parte, al realizar una rectificación en la noción de mundo, está a su vez
dando origen a una nueva comprensión de la filosofía como reflexión sobre
la vita activa y especialmente sobre la política, entendida como espacio
público.

Para Arendt, la comprensión adecuada del mundo requiere un estudio


detenido de la vida activa, que es precisamente lo que no realizó Heidegger,
y lo que le impidió pasar de la mundaneidad a la pluralidad. Por ello su
pensamiento político se funda en una exploración de las formas de actividad
humana que destaca que la actividad específicamente humana es la acción
política o la iniciativa y el debate con otras personas que surge de la
libertad. Solo tras un estudio detenido de la vida activa se puede recuperar
la pluralidad y ver que el estar en el mundo con otros se realiza a través de
la acción y el discurso. El ser-con o mundo compartido que ha sido ganado
desde el análisis del mundo, o más concretamente, del ser-en-el-mundo,
solo puede dar lugar a lo político si se estudia desde la pluralidad, que es la
condición de la acción. Únicamente la pluralidad o reconocimiento de lo
común o lo público hace viable la pluralidad de perspectivas del juicio y con
ello lo político en sentido propio. La pluralidad hace posible el mundo como
espacio de aparición, como espacio configurado por actores y
espectadores. La política tiene que ver con la acción, ya que ésta
presupone una pluralidad que aparece en un espacio público, en el que la
acción se convierte en palabra que no expone un saber, sino una opinión
formada por la prudencia y el sentido común.

El otro rasgo característico de la acción humana es la libertad, que es


comienzo e iniciativa. Pocas frases aparecen tantas veces y en tantas obras
de Arendt como la que toma de Agustín de Hipona, a quien dedicó su tesis:
«para que hubiera un comienzo fue creado el hombre». Al establecer la
diferencia entre principium (mundo) e initium (hombre), San Agustín destaca
que el inicio del hombre es el inicio de alguien, que es a su vez capaz de
iniciar por sí mismo nuevos cursos de acción. La noción arendtiana de
libertad como comienzo, iniciativa o natalidad está íntimamente vinculada
con la contingencia, con el hecho de que la acción humana es capaz de
iniciar algo nuevo, algo imprevisible que una vez acontecido es irreversible.
La alemana vincula la política con la libertad: «el sentido de la política es la
libertad» [¿Qué es la política?: 61-62]. En primer lugar, Arendt considera
que Agustín de Hipona es quien mejor ha señalado este rasgo porque es el
filósofo que vivió el nacimiento de un nuevo orden secular. Para esta
pensadora, influida por la lectura heideggeriana de Agustín como un “tribuno
de la plebe”, éste es un filósofo romano, que debería ser considerado el
primer filósofo de la voluntad. La cuestión que más le interesa a Arendt del
pensamiento agustiniano es su tratamiento de la voluntad como capacidad
de iniciar algo nuevo, como capacidad de comenzar espontáneamente una
serie de acciones en el tiempo. Esta visión de la acción como iniciativa es,
por tanto, una crítica de Arendt a la voluntad como facultad de elección, libre
arbitrio, o autodeterminación. Lo que la filosofía ha olvidado es que la
experiencia humana de la libertad es la política y no la libertad interior, que
surge de un alejamiento respecto al mundo. La libertad no es un sentimiento
interior, sino una manifestación exterior.

Esta libertad política como acción con otros es identificada por Arendt
principalmente con el discurso. Los intérpretes de su pensamiento han
mostrado que en su obra hay dos nociones de acción. Por una parte la
acción es el hecho o hazaña (debido a la influencia de Homero) y, por otra,
es el discurso (por la influencia de Aristóteles y la idea del ciudadano
deliberativo). La experiencia política de Grecia para la alemana muestra que
la acción política, a diferencia de la prepolítica, es discurso y no violencia.
Por ello Arendt insiste en que la vida política es la relación entre las
personas por medio del discurso y el debate. Como han señalado diversos
estudiosos del pensamiento arendtiano, especialmente Canovan, estas
ideas inscriben a Arendt en la tradición del republicanismo, que considera el
espacio público como espacio de libertad política [Canovan 1992].

5. Fundación y mantenimiento del espacio


político: el poder frente a la violencia
La política es el espacio en el que se tratan los asuntos humanos, que se
concretarán en leyes, constituciones, estatutos e instituciones. La política
es, por tanto, un espacio delimitado por leyes, que es lo que permite la
acción y el discurso. Por ello una de las cuestiones claves para esta
pensadora fue la fundación de la ciudad y, profundamente conectado con
esto, las revoluciones modernas, que dan lugar a «la reemergencia de la
auténtica política» [¿Qué es la política?: 164].

El estudio de las revoluciones le permite a Arendt recuperar el tesoro


perdido de la experiencia política de la fundación y del sentido de la felicidad
pública. La capacidad de iniciativa, de dar lugar a algo nuevo se ve, según
la alemana, principalmente en los primeros momentos de las revoluciones y
en las experiencias de los consejos populares, que ella ve como el mejor
remedio a la sociedad de masas y como el resultado espontáneo de todas
las revoluciones (Arendt está pensando en este caso no solo en la
revolución francesa y americana, sino también en la húngara). El otro
problema es cómo mantener ese espacio, ese momento fundacional de
inicio, creación y comienzo sin que se deslice hacia una institucionalización
de la acción que impida el verdadero ejercicio de la política. El acto de
fundar un nuevo cuerpo político supone una preocupación por la estabilidad
y durabilidad, pero no puede reducir el espacio de aparición y de toma de
decisiones. Es decir, Arendt es partidaria de una democracia directa frente a
una representativa y, siguiendo a Jefferson, de un sistema federativo.

Éstas son las preocupaciones que vertebran su obra Sobre la revolución,


en la que reflexiona sobre la revolución americana y la revolución francesa.
Desde el inicio queda claro que otorga especial importancia a las
revoluciones porque el momento del ya-no y el todavía-no es el de la
acción: «las revoluciones constituyen los únicos acontecimientos políticos
que nos ponen directa e inevitablemente en contacto con el problema del
origen» [Sobre la revolución: 21]. Tras esa fundación, la autoridad
(de augere) lo que hace es aumentar la fundación legada por los mayores,
lo que constituye el segundo problema.

Arendt inicia su estudio de las revoluciones con el acto fundacional y


considera que la cuestión social, la pobreza de la mayoría, no jugó un papel
en la revolución americana, pero fue un aspecto clave en la francesa. Tras
haber establecido en obras previas la diferencia tajante entre lo político y lo
social, tratará ahora de poner de relieve que el verdadero sentido de la
revolución es político, por lo que no debe estar mezclado con aspectos
sociales ni dirigirse a la liberación, sino a la libertad: «pero ni la violencia ni
el cambio pueden servir para describir el fenómeno de la revolución; solo
cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la
violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de
gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo, cuando
la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la
libertad, solo entonces podemos hablar de revolución» [Sobre la revolución:
36].

Al analizar las dos revoluciones modernas, la americana y la francesa,


afirma que solo la americana ha logrado una institución política sin violencia
y con ayuda de una constitución. Esto fue así precisamente por el papel que
la cuestión social tuvo en la revolución francesa, pues lo social está
vinculado a la necesidad y ello desencadenó el Terror que terminó
aniquilando a la misma revolución. Para ella las revoluciones permiten la
reemergencia de la auténtica política, así como vislumbrar la diferencia
entre poder y violencia. Si la cuestión social entra en la revolución genera
violencia y, por ello mismo, hace que desparezca el poder y la política. La
pobreza y la miseria dan lugar a la compasión y la piedad, y éstas no apelan
a la discusión, sino que actúan de modo directo y violento: de ahí la
incompatibilidad de la política con los sentimientos y pasiones. Es decir, la
presencia o no de la cuestión social es lo que conduce la revolución
francesa y la americana a resultados totalmente diferentes: el terror, en un
caso, y el establecimiento de una constitución estable y duradera, en el otro.

Como han mostrado, entre otros investigadores, Forti y Sánchez Muñoz,


Arendt idealiza la revolución a partir de la experiencia de la constitución
americana, de la lectura que Tocqueville realiza de la democracia en
América, y de su aceptación de la tradición de pensamiento que ve al
hombre como ciudadano (Montesquieu, Maquiavelo y Montaigne) [Forti
2001; Sánchez Muñoz 2003]. Por otra parte, Arendt ha recibido críticas por
no tener presente la miseria y pobreza existente en Estados Unidos en el
momento de la revolución. Ahora bien, la autora es consciente de que
existía pobreza en América, aunque, según ella, no miseria; pero la cuestión
es que la revolución americana se llevó a cabo no por un motivo social, sino
por uno político: establecer una nueva forma de gobierno.

La revolución es, por tanto, un acto de libertad y no de liberación; es el


establecimiento de la libertad política y, como tal, la búsqueda de la felicidad
pública, que ha de dar lugar y quedar reflejada en una constitución. A pesar
de la importancia del establecimiento de ese marco constitucional, la política
requiere la constante participación mediante la toma de la palabra de los
ciudadanos. Es decir, la revolución no puede considerarse satisfactoria si
únicamente logra establecer una constitución, pero no fomenta ni facilita la
participación ciudadana. Y éste es el aspecto más problemático, aquél en el
que hasta la revolución americana acabó fracasando: «por otra parte, la
libertad ha cambiado de lugar; ya no reside en la esfera pública, sino en la
vida privada de los ciudadanos, que deben ser defendidos frente al poder
público. Libertad y poder se han separado, con lo cual ha comenzado a
tener sentido la funesta ecuación de poder y violencia, de política y gobierno
y de gobierno y mal necesario» [Sobre la revolución: 138]. De ahí la crítica
de Habermas en “La historia de las dos revoluciones”, al afirmar que Arendt
establece una diferencia entre una revolución mala, la francesa; y otra,
buena, la americana [Habermas 1971]. Sin embargo, Arendt no está ciega
ante los problemas políticos de Estados Unidos, tal y como queda reflejado
en su libro La crisis de la república. Y afirma que incluso la revolución
americana presenta serios problemas por lo que terminó restringiendo el
espacio político o de aparición. Es decir, en su reflexión sobre la revolución,
Arendt pretende estudiar las posibilidades que existen para la acción política
en el mundo actual y recuperar una experiencia política perdida.

La constitución americana es, por tanto, según Arendt, la forma de lograr


la permanencia en la novedad, de preservar la libertad pública, pero para
que la política siga siendo lo que es sería necesario, siguiendo a Jefferson,
establecer una democracia directa o de consejos que conservaran la
espontaneidad y el espíritu revolucionario. Es decir, además de la
constitución, es necesario que el espíritu revolucionario no desaparezca
(revolución permanente) y tome cuerpo a través de la participación
ciudadana en los consejos (democracia directa). Estos consejos son el
núcleo verdadero de la democracia y juegan un papel similar al de las
asambleas constituyentes en las que se debatió y redactó la constitución
por la que el pueblo constituyó un gobierno. Por ello los hombres de la
revolución americana vieron con claridad que el poder reside en el pueblo y
el derecho, la autoridad, en la constitución. De este modo, la revolución
americana entroncó con la experiencia política romana y dio una respuesta
diferente a la francesa al problema de la legitimidad.

Esta experiencia política lamentablemente se perdió. La separación entre


los hombres políticos y los hombres de pensamiento, que Arendt ya había
señalado en otras obras, hizo que este tesoro cayera en el olvido y ni
siquiera alcanzara una correcta expresión lingüística. A lo que se unió el
hecho de que la revolución fue pensada principalmente a partir del modelo
francés, que no había logrado ni siquiera alcanzar esas experiencias
políticas:

«los hombres de la Revolución Francesa, al no saber distinguir


entre violencia y poder, y convencidos como estaban de que
todo poder debe proceder del pueblo, abrieron la esfera política
a esta fuerza natural y prepolítica de la multitud y fueron
barridos por ella, como anteriormente lo habían sido el rey y los
antiguos poderes. Los hombres de la Revolución americana,
por el contrario, entendieron por poder el polo opuesto a la
violencia natural prepolítica. Para ellos, el poder surgía cuándo
y dónde los hombres actuaban de común acuerdo y se
coaligaban mediante promesas, pactos y compromisos mutuos;
solo un poder tal, basado en la reciprocidad y en la mutualidad,
era un poder verdadero y legítimo, en tanto que el pretendido
poder de reyes, príncipes o aristócratas era espurio y usurpado,
porque no se derivaba de la mutualidad, sino que se basaba,
en el mejor de los casos, en el consentimiento» [Sobre la
revolución: 187-188].

Esta preocupación por el significado de la fundación le acerca, como ya


hemos dicho, a la tradición republicana, especialmente a los romanos y a
los revolucionarios. Además, muestra muy bien su noción de política o
poder como algo totalmente contrario a la violencia. Frente a los que
podrían ser considerados los abanderados de la violencia, el pensamiento
de esta judía alemana establece no solo una diferencia neta entre política y
violencia, sino su oposición: la violencia es siempre muda, que no
necesariamente irracional; en cambio, la política, la acción conjunta, es per
se lingüística, pues parte de la pluralidad y se establece gracias al discurso.
Además, la política no ha de ser entendida según la lógica de medios-fines,
que es uno de los grandes errores que ha cometido la filosofía política. Sin
embargo, la violencia sigue esa lógica de medios-fines, por lo que no es
extraño que los medios acaben devorando el fin y que las consecuencias de
las acciones humanas escapen a su control Por otra parte, el poder se basa
en el número, pero la violencia, por su apelación a los medios o
instrumentos adecuados para su fin, no necesita el apoyo de la mayoría, e
incluso puede adoptar la forma de uno contra todos.
La filosofía política ha utilizado desde su mismo nacimiento nociones y
metáforas inapropiadas que han conducido a la identificación del poder con
el dominio y de éste, según la misma lógica, con el control de la violencia o
de los medios violentos. Sin embargo, si el poder no es el dominio, surge,
en primer lugar, la posibilidad de entender la política como acción (empezar
algo nuevo y mantenerlo, lo que implica pluralidad) y, en segundo, la opción
de dar la vuelta a la legitimidad de la violencia: en este caso, algunas
acciones violentas surgidas para derrocar a un gobierno que impide el
espacio público de aparición o incluso el espacio privado de la vida se
convierten en medios justificados. Ésa es una de las perlas que la tradición
ha perdido, pero que es recuperable al abordar la experiencia política, no la
filosofía política, de Atenas, de los romanos y de las revoluciones del XVIII.
De hecho, el pensamiento político ha olvidado las distinciones entre
términos, que siendo muy cercanos, son diferentes: poder, potencia, fuerza,
autoridad y violencia. Esta falta de precisión en el uso de las palabras
obedece a una consideración funcionalista: la cuestión es quién
gobierna/domina a quién y desde este punto de vista todos los términos
anteriores son igualmente medios de dominio.

De ahí que para Arendt lo más urgente sea la delimitación del poder y la
violencia. El poder, entendido como gobierno, puede y suele utilizar la
violencia, pero no hay ningún gobierno basado exclusivamente en el uso de
medios violentos, pues es necesaria una base o apoyo y el uso de medios
violentos es una opción entre otras: «el poder es, en efecto, propio de la
esencia de todo gobierno, pero la violencia no. La violencia es por
naturaleza instrumental; como todos los medios, necesita siempre la guía y
justificación por medio del fin que persigue» [On Violence: 51]. Es decir, el
poder es un fin en sí mismo y es lo que permite a un grupo pensar mediante
las categorías de medios-fines, en donde entra la opción de acudir a la
violencia. Por ello el poder no necesita justificación, pero lo que hace sí que
necesita legitimidad. La violencia, en cambio, puede ser justificada, por ser
el medio más adecuado para un fin, pero «nunca será legítima» [On
Violence: 52].

6. La responsabilidad del pensar: el juicio


y la relación de la filosofía y la política
La pluralidad propia de la acción es, según Arendt, también un aspecto
que está presente en el pensar. A partir de un momento determinado y tras
muchos años dedicados a la reflexión sobre la vida activa, decide volver a
dedicarse a cuestiones transpolíticas. Éstas son las preocupaciones
recogidas en La vida del espíritu, obra que quedó inconclusa y que debía
constar de tres partes: el pensamiento, la voluntad y el juicio. Como ha
mostrado Villa, no existe una ruptura en su filosofía, sino una unidad
profunda marcada por su reflexión sobre la diferencia entre la vida activa y
la vida contemplativa. La situación histórica y el balance que hizo de la
filosofía tradicional, le llevaron a ocuparse en primer lugar de la vida activa,
pero no a despreciar ni a olvidar la vida contemplativa [Villa 1999]. Por eso,
cuando en 1971 le dijo a Hans Jonas que quería ocuparse de asuntos
transpolíticos, Arendt deseaba destacar que había llegado el momento de
reflexionar sobre cómo el pensamiento retorna a los acontecimientos y
acepta la responsabilidad de lo que ha sucedido en el siglo XX.

De hecho, la distinción entre soledad y vida solitaria, que será clave para
entender el pensar y su responsabilidad, se encuentra ya en Los orígenes
del totalitarismo. El hombre que piensa lo hace en la vida solitaria, en un
diálogo de dos en uno que tiene presente el mundo de los otros seres
humanos, representado en el yo con el que el yo dialoga. Es más, ese dos
en uno del pensamiento necesita a los demás para convertirse otra vez en
uno. El problema, como destaca Arendt, es que la vida solitaria puede
convertirse en soledad. Este paso se produjo en el siglo XIX, cuando los
filósofos comenzaron a decir que nadie les comprendía. La soledad, a
diferencia de la vida solitaria, es la pérdida del yo que no ve confirmada su
identidad.

De ahí que cuando establece en La condición humana la distinción entre


vida activa y vida contemplativa, la investigación le lleve a la reflexión sobre
el espíritu: ¿qué es ese diálogo del alma consigo misma, o en palabras de
Arendt, ese “no estar menos solo que cuando se está solo”? Arendt sigue
manteniendo la diferencia entre vida solitaria y soledad, que identifica con la
enfermedad profesional de los filósofos. Así pues, como destacan las
lecturas actuales de su pensamiento, la pluralidad es la condición de la
acción y también del pensar. La cuestión es que esta pluralidad del pensar
ha de estar dotada de un doble sentido: interior como diálogo de uno
consigo mismo y exterior como aparición ante los otros. La tarea de la
filosofía es, según Arendt, pensar críticamente e impulsar a todos los seres
humanos a pensar por sí mismos. De ahí que el modelo de filósofo y
ciudadano sea Sócrates, quien con la mayéutica desmontó los prejuicios y
los pseudoconocimientos de sus coetáneos favoreciendo que comenzaran a
pensar por sí mismos y expusieran sus opiniones en el ágora mediante el
discurso público.

Una de las preocupaciones centrales de toda la obra de Arendt es la


relación entre la filosofía y la política, entre el pensar y el actuar. La
articulación de esta amplia temática se va centrando en el papel del juicio.
Esa reflexión sobre el juicio es constante y crucial en su obra, pero no es
sistemática ni alcanzó una formulación definitiva. Esta filósofa señala que
fueron dos los motivos los que le llevaron a ocuparse de las facultades
cognoscitivas: el juicio a Eichmann y la polémica que generó su obra sobre
él; y su deseo de completar el estudio de la condición humana, pues solo se
había ocupado de la vida activa, pero no de la contemplativa. Los
estudiosos del pensamiento arendtiano, como Beiner y Passerin d’Entrèves,
han prestado en los últimos años una atención especial a estas temáticas y
han destacado que la alemana analiza el juicio desde dos ópticas: desde el
punto de vista del actor y desde el espectador [Beiner 1987; Passerin
d’Entrèves 1994]. Igualmente han incidido en que Arendt parte en sus
reflexiones sobre el juicio de la primera parte de la Crítica del juicio, en la
que se establece la diferencia entre el juicio determinante, que engloba un
caso concreto bajo una categoría general, y el juicio reflexionante, que juzga
los singulares sin contar con lo general. La alemana entabla un diálogo con
Kant sobre el papel del juicio y en ese debate destaca la importancia del
sentido común, del pensar ampliado, de la imaginación, de la superación del
interés propio y de la adopción del punto de vista del espectador. Algunos
intérpretes, como Dostal, han señalado que Arendt realiza una lectura muy
personal de Kant en la que se insiste en su excentricidad respecto a la
filosofía occidental [Dostal 1984], y otros, como Ingram, ven su lectura de
Kant como postmoderna [Ingram 1988].

Por otra parte, como ella misma estableció, las reflexiones sobre el juicio
toman como referencia central a Eichmann, visto como ejemplo de la
incapacidad de pensar. Eichmann no era estúpido, pero carecía de la
capacidad de pensar por sí mismo y de juzgar; se limitaba a cumplir
órdenes. Eso es lo más terrorífico: los seres humanos se mueven en la
irreflexión, eluden su capacidad y necesidad de juzgar, así como su
responsabilidad. De ahí que en los años 50, Arendt se centrara
principalmente en el juicio desde el punto de vista del actor, pero apuntando
también al juicio desde el punto de vista del espectador, el juicio del que
juzga sin haber tomado parte activa y que busca comprender el sentido de
lo acontecido y la reconciliación con el pasado. Estas reflexiones aparecen
dispersas en una serie de textos: “Thinking and Moral Considerations”, “The
Crisis in Culture” y “Truth and Politics”; y en la obra póstuma, que recoge
principalmente un curso impartido en 1970, Conferencias sobre la filosofía
política de Kant. En la consideración del juicio desde el punto de vista del
actor se incide en que el juicio juega un papel político; en cambio, en la
reflexión sobre el juicio desde el punto de vista del espectador lo que se
destaca más es que éste es un aspecto de la vida del espíritu.

En las reflexiones arendtianas en torno a la crisis de la cultura, y la


relación entre la verdad y la política aparece un análisis del juicio más
centrado en la óptica del actor. Así visto, el juicio es la facultad que permite
que el actor político decida el curso de acción que va a seguir, así como sus
objetivos. Esta capacidad de decisión supone que el actor sea capaz de
adoptar la perspectiva de los otros (pensamiento representativo) que, según
la alemana, es lo que los griegos denominaron phronesis. Además, este
juicio será expuesto ante los otros en el espacio público mediante la
persuasión, que busca alcanzar un consenso. Esta comunicación, que
adopta la forma del debate y la discusión, es esencial para la formación de
la opinión, que no es nunca algo que se realice en la soledad del
pensamiento filosófico, sino en el espacio compartido con otros.

Como en el caso del estudio del juicio desde el punto de vista del
espectador, nos encontramos con un tratamiento fragmentario y no
totalmente desarrollado. Hannah Arendt insiste en que el juicio del actor
afronta el futuro, a diferencia del juicio del espectador, centrado en el
pasado. Otro rasgo distintivo de esta capacidad de juicio es que constituye a
quien lo realiza como persona frente al impersonal sujeto burocrático:
«dicho de otra manera: el mayor mal que puede perpetrarse es el cometido
por nadie, es decir, por seres humanos que se niegan a ser personas.
Dentro del marco conceptual de estas consideraciones, podríamos decir
que los malhechores que rehúsan pensar por sí mismos lo que están
haciendo y que se niegan también retrospectivamente a pensar en ello, es
decir, a volver atrás y recordar lo que hicieron (que es la teshuvah o
arrepentimiento) no han logrado realmente constituirse en personas. Al
empecinarse en seguir siendo nadie, demuestran no ser capaces de
mantener trato con otros que, buenos, malos o indiferentes, son por lo
menos personas» [Responsabilidad y juicio: 124]. En varios textos, Arendt
manifiesta su rechazo de la idea de culpa colectiva, ya que donde todos son
culpables, nadie lo es. Para ella, aceptar esa supuesta culpabilidad colectiva
sería conceder una victoria al nazismo. La culpa, como la responsabilidad,
es siempre personal. Por ello, el proceso judicial devolverá a su ser
personal al sujeto que es juzgado y determinará la culpa de cada uno.

En estos escritos en los que aborda el juicio y la responsabilidad, Arendt


destaca que, frente a la mayoría de personas que no realizaron esa
actividad de pensar y juzgar, otros sí lo hicieron. Y son ésos los que nos
llevan a preguntarnos por el motivo por el que no participaron en esos
crímenes. La respuesta es la socrática: «lo que realmente dice el argumento
moral que he citado en la forma de proposición socrática es lo siguiente: si
yo hiciera lo que ahora se me pide como precio de mi participación, por
mero conformismo o incluso como la única posibilidad de ejercer una
eventual resistencia con éxito, ya no podría seguir viviendo conmigo mismo;
mi vida dejaría de tener valor para mí. Por tanto, es mucho mejor que
padezca la injusticia ahora y pague incluso el precio de una pena de muerte
en el caso de que se me fuerce a participar, antes que obrar mal y tener
luego que convivir con semejante malhechor» [Responsabilidad y juicio:
158].

Cuando aborda el tema del juicio desde el punto de vista del espectador,
la alemana tiene muy presente que el totalitarismo ha dinamitado todos los
criterios de juicio y nos ha dejado sin las categorías morales y políticas
tradicionales. La articulación o relación entre el pensar y el juzgar es uno de
los temas claves de La vida del espíritu, donde Arendt afirma que el pensar
prepara el terreno para el juicio, ya que disuelve los hábitos fijos del
pensamiento y las normas aceptadas de conducta, dejando espacio para el
juicio de lo particular sin categorías universales, para el pensar por sí
mismo. El pensar crítico es, por tanto, como una corriente de aire que limpia
el lugar en el que se producirá el ejercicio de la facultad de juzgar. Esta
forma de pensar sin contar con categorías previas suele darse en
momentos de crisis, como la que se vive tras el totalitarismo. Pero el pensar
como pensar representativo juega un papel más amplio cuando se entiende
como “la mentalidad alargada” de Kant, que convierte el juicio de gusto en la
capacidad de pensar en el lugar de cualquier otro.
El espectador que juzga poniéndose en el lugar del otro necesita
imaginación y sentido común. Juzgar sin criterios establecidos que no
ordenan ni subsumen apela a la imaginación. Hay que ser capaz de
ponerse en el lugar del otro, mentalidad alargada, y “entrenarse para ir de
visita”, lo que supone no tanto ponerse en el punto de vista del otro, sino
juzgar el propio juicio desde la perspectiva de lo público. La mentalidad
ampliada es, por tanto, ir imaginando cómo enjuiciarían los otros desde sus
perspectivas y compararlos con la nuestra para superar el interés propio. De
este modo, el juicio remite al sensus comunis, a la experiencia de un mundo
compartido.

Lo que guía el paso de lo particular a lo general en el juicio del gusto es el


sentido común, que es una capacidad humana que permite la integración en
una comunidad: «sentido común, para Kant, no significaba un sentido
común a todos nosotros, sino estrictamente aquel sentido que nos integra
en una comunidad junto a otras personas, nos hace miembros de ella y nos
permite comunicar datos de nuestros cinco sentidos particulares. Esto lo
hace el sentido común con ayuda de otra facultad, la imaginación (para
Kant, la facultad más misteriosa)» [Responsabilidad y juicio: 145]. Para
comprender la realidad, hay que dejar al margen los intereses propios y
tener en cuenta las diversas perspectivas que aportan los demás. Además,
según Arendt, la verdad implica un elemento de coacción, pues supone una
validez que está más allá de la discusión, opinión o consenso. Así pues,
desde la perspectiva de la política, la verdad tiene un carácter despótico y,
como tal, antipolítico. Las opiniones nunca son evidentes e implican un
pensamiento discursivo. Arendt acepta que en toda sociedad hay ámbitos
de verdad, pero afirma que sobre ellos la política no ejerce su influencia. El
pensar, por tanto, procedería socráticamente, por medio de las opiniones y
la persuasión en una comunidad plural de hombres, lo que supone que,
para la alemana, el juicio del espectador, que es quien está en mejores
condiciones de juzgar porque no toma parte activa y tiene una visión global,
nunca es total, sino que será juzgado por otros.

El intento arendtiano de lograr una comprensión del espacio político que


garantice el derecho a tener un lugar en el mundo y evite que algo como lo
acontecido en el totalitarismo vuelva a suceder mira al pasado, a las perlas
perdidas, y las encuentra principalmente en Sócrates, Montesquieu,
Maquiavelo y Montaigne; es decir, en aquellos pensadores que han
concebido al hombre como ciudadano. Por ello su pensar “sin barandillas”
no es un pensar en el vacío, sino una reflexión o ejercicio político realizado
en el siglo XX, en el momento en el que millones de personas fueron
expulsadas de sus hogares, llevadas a campos de concentración y
exterminadas. Una vez que el diluvio ha tenido lugar, Arendt espera que el
ser humano sea capaz de encontrar el modo de comprender y de evitar que
esto suceda de nuevo. Para lograrlo es necesario recuperar la política, que
consiste en cuidar del mundo más que de uno mismo: amor mundi.

7. Bibliografía
7.1. Obras de Arendt en español
—, Hombres en tiempos de oscuridad, Gedisa, Barcelona 1992.

—, De la historia a la acción, Paidós, Barcelona 1995.

—, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política,


Península, Barcelona 1996.

—, Filosofía y política. Heidegger y el existencialismo, Besatari, Bilbao


1997.

—, ¿Qué es la política?, Paidós, Barcelona 1997.

—, Crisis de la república, Taurus, Madrid 1998.

—, La condición humana, Paidós, Barcelona 1998.

—, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal,


Lumen, Barcelona 1999.

—, Rahel Varnhagen. Vida de una mujer judía, Lumen, Barcelona 2000.

—, El concepto del amor en San Agustín, Encuentro, Madrid 2001.

—, La vida del espíritu, Paidós, Barcelona 2002.

—, Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Paidós, Barcelona


2003.
—, La tradición oculta, Paidós, Barcelona 2004.

—, Sobre la revolución, Alianza Editorial, Madrid 2004.

—, Una revisión de la historia judía y otros ensayos, Paidós, Barcelona


2004.

—, Ensayos de comprensión, Caparrós, Barcelona 2005.

—, Diario filosófico. 1950-1973, Herder, Barcelona 2006.

—, Los orígenes del totalitarismo, Alianza Editorial, Madrid 2006.

—, Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental,


Encuentro, Madrid 2007.

—, Responsabilidad y juicio, Paidós, Barcelona 2007.

Además, se ha citado la siguiente obra en el original inglés:

—, On Violence, Harcourt, Orlando-Austin-New York-San Diego-London


1970

7.2. Obras sobre Arendt


ADLER, L., Hannah Arendt, Destino, Barcelona 2006.

AMIEL, A., Hannah Arendt. Política y acontecimiento, Nueva Visión,


Buenos Aires 2000.

AA. VV., Hannah Arendt, the Recovery of the Public World, St. Martin’s


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—, Hannah Arendt, travail, oeuvre, action, «Etudes Phenoménologiques»


2 (1985)

—, La pluralità irrappresentabile. Il pensiero politico di Hannah Arendt,


Quattro Venti, Urbino 1987.

—, La politica tra natalità e mortalità. Hannah Arendt, Edizioni Scientifiche


Italiane, Napoli 1993.
—, El resplandor de lo público: en torno a Hannah Arendt, Editorial Nueva
Sociedad, Caracas 1994.

—, En torno a Hannah Arendt, Centro de Estudios Constitucionales,


Madrid 1994.

—, Hannah Arendt: Critical Essays, State University of New York Press,


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—, Hannah Arendt: Twenty Years Later, MIT Press, Cambridge 1997.

—, Philosophies de l’actualité: Marx, Sartre, Arendt, Lévinas, Centre


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—, Hannah Arendt, Mondadori, Milano 1999.

—, The Judge and the Spectator: Hannah Arendt’s Political Philosophy,


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—, Hannah Arendt: el orgullo de pensar, Gedisa, Barcelona 2000.

—, The Cambridge Companion to Hannah Arendt, Cambridge University


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—, Hannah Arendt: el legado de una mirada, Sequitur, Madrid 2001.

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2006.
Aristóteles
Autor: Ignacio Yarza de la Sierra

Índice
I. Introducción

1. Rasgos biográficos
2. Los escritos de Aristóteles

3. Visión de conjunto del pensamiento aristotélico

4. Aristóteles y Platón

a) La inmanencia de los universales

b) Diferencias de método y de intereses

II. La Lógica

1. Estructura y contenido de los libros del Órganon

2. El conocimiento de los principios: la inducción

a) Los predicables

b) La ciencia

c) La clasificación de las ciencias

III. La física

1. La composición hilemórfica

2. Sustancia y accidentes

3. El cambio o movimiento

4. El espacio, el lugar y el tiempo

5. Del cielo

6. La tierra: elementos simples y cuerpos mixtos

IV. La Metafísica

1. Concepto y características

2. La unidad de la metafísica

3. El principio de no contradicción
4. Los sentidos del ser

a) Ser como sustancia y ser como accidente: las categorías

b) Ser como acto y ser como potencia

c) El ser accidental y el ser como verdadero

5. Las causas

V. La causa primera

1. La existencia de Dios

a) La prueba de la Física

b) La prueba de la Metafísica

2. Naturaleza del acto puro

3. Unidad y multiplicidad de lo divino

4. Dios y el mundo

VI. Los vivientes y el hombre

1. La vida y el alma

2. La vida sensitiva

3. La vida intelectiva

La unidad del intelecto y su inmortalidad

4. Los tratados de biología

VII. Ética y Política

1. El bien y el fin del hombre

2. Las virtudes

a) Las virtudes éticas


b) Las virtudes intelectuales

3. El acto voluntario

4. Política

VIII. Poética y Retórica

IX. El pensamiento aristotélico en la historia

X. Bibliografía

1. Corpus aristotelicum

a) Ediciones

b) Traducciones

2. Estudios

a) Estudios generales

b) Lógica

c) Física y psicología

d) Metafísica

e) Ética y Política

f) Poética y Retórica

I. Introducción
1. Rasgos biográficos
Aristóteles nació en Estagira, colonia griega de la Calcidia, el año 384
a.C. Hijo de Nicómaco, médico del rey de Macedonia Amintas III, que fue el
abuelo de Alejandro Magno. Su madre Festis era originaria de Calcis, en la
isla Eubea, en donde Aristóteles, como veremos, transcurrirá sus últimos
días de su vida. La fuente principal de información sobre la vida de
Aristóteles es Diógenes Laercio [Vida de Filósofos ilustres, Libro V, 1-17].
Huérfano desde niño, fue confiado a los cuidados de un anciano pariente,
Próxeno, con quien vivirá hasta los 17 años. Al llegar a esa edad eligieron la
Academia como el mejor lugar para continuar su formación, y allí
permanecerá durante los siguientes veinte años, hasta la muerte de Platón.

El ambiente de la Academia y la personalidad de Platón influyeron


profundamente en Aristóteles. La Academia no era una escuela en la que
solamente se enseñaba el pensamiento de su fundador, sino un lugar de
investigación científica y discusión filosófica. Probablemente antes de poder
tomar parte en tales discusiones, los más jóvenes debían seguir un exigente
programa de estudios, más o menos cercano al propuesto por Platón en
la República: gimnasia, música, matemáticas y geometría, como
preparación a la filosofía, a la dialéctica.

A los años de estudio en la Academia pertenecen las primeras obras que


nos han llegado de Aristóteles: el Grillo o Sobre la retórica, en la que
Aristóteles defiende el modo platónico de concebir la educación, y en el
fondo la filosofía, frente al modelo seguido por Isócrates, y Sobre las ideas,
donde manifiesta su desacuerdo con la doctrina platónica de las Ideas.
Estas primeras obras muestran un Aristóteles interesado por las cuestiones
filosóficas discutidas en la escuela, sobre todo la doctrina central de su
maestro, las Ideas. El clima de discusión y debate de la Academia se refleja
tanto en algunos diálogos del mismo Platón, sobre todo el Parménides,
como en las versiones propuestas de tal doctrina por otros académicos:
Eudoxo, Espeusipo y Jenócrates. Parece por tanto claro que ya en estos
años Aristóteles comenzó a elaborar una propia visión de la realidad que
posteriormente irá profundizando y perfilando.

A la muerte de Platón, el 347, su sobrino Espeusipo tomará las riendas


de la Academia y Aristóteles, ya sea por discrepancias doctrinales con él o
por otros motivos, iniciará un periodo de viajes que durará hasta el 335, año
en que retorna a Atenas.

La primera etapa de sus viajes fue Aso, en donde Aristóteles enseñó


filosofía, entre otros, a Teofrasto, que será su discípulo más importante y su
sucesor en la escuela que fundará. De Aso Aristóteles se trasladó a
Mitilene, en la isla de Lesbos, en donde permaneció dos años, hasta el 342
cuando fue llamado por Felipe II, rey de Macedonia, para que se hiciera
cargo de la educación de su hijo, Alejandro. Del influjo de Aristóteles sobre
su discípulo no se conservan muchos datos; sí parece cierto que la relación
entre ellos fue buena, aunque no es fácil adivinar alguna influencia del ideal
político de Aristóteles en el imperio construido por Alejandro Magno.

Aristóteles se había casado con Pitias, pariente del tirano de Atarneo, de


la que tuvo una hija llamada como su madre. A la muerte de su mujer,
Aristóteles se casó con Herpilis, anteriormente sierva suya; de ella tuvo un
hijo, Nicómaco.

Cuando Alejandro subió al trono, el 340, Aristóteles regresó a Estagira y


el 335 a Atenas. En Atenas Aristóteles fundó una nueva escuela en unos
edificios cercanos a un templo dedicado a Apolo Licio, de donde procede su
nombre Liceo; además, como Aristóteles daba sus lecciones paseando por
los jardines de esos edificios, la escuela fue también llamada Peripato
(περίπατος = paseo) y peripatéticos sus discípulos. El Liceo alcanzó
rápidamente grande prestigio, hasta el punto de eclipsar a la Academia. El
ideal pedagógico de Aristóteles no era otro, sin embargo, que el aprendido
en la Academia, esto es una instrucción enciclopédica, pero orientada por el
espíritu filosófico y científico de Aristóteles, que no compartía la tendencia
platónica a unificar todo saber en uno solo.

A la muerte de Alejandro Magno, el 323, se desencadenó en Atenas una


revuelta contra Macedonia y Aristóteles, dejado el Liceo en manos de
Teofrasto, huyó a una antigua propiedad de su madre, en la isla Eubea, en
donde murió el año siguiente a la edad de 62 años.

En su testamento Aristóteles manifiesta su profunda humanidad,


ocupándose del futuro de su mujer, de sus hijos y de sus siervos, así como
su religiosidad, encargando honrar en su nombre a los dioses Zeus y
Atenea.

2. Los escritos de Aristóteles


Los escritos de Aristóteles se dividen en dos grandes grupos: los
exotéricos (ἐξωτερικός = externo), compuestos en forma de diálogo y
destinados al gran público; y los escritos esotéricos (ἐσωτερικός = interno),
que constituyen el fruto y la base de la actividad didáctica de Aristóteles,
destinados sólo a sus discípulos y, por tanto, patrimonio exclusivo de la
escuela. Estos escritos se designan también como ἀκροατικοὶ λόγοι, es
decir, discursos o lecciones orales, pues fueron escritos con ese fin, no para
ser publicados.

El primer grupo de escritos se ha perdido casi por completo, y no nos han


llegado sino algunos títulos y fragmentos. Quizá el primer escrito exotérico
fuera el ya mencionado Grillo o Sobre la retórica, mientras los últimos fueron
el Protréptico y Sobre la filosofía. Otros escritos juveniles son: Sobre las
ideas, Sobre el bien y el Eudemo.

Todo lo contrario ha sucedido con la mayoría de las obras de escuela,


que tratan de todos los problemas filosóficos y de algunas ramas de las
ciencias naturales. En la actual ordenación del corpus aristotelicum aparece
en primer lugar el Organon, que es el título con el que, a partir de Andrónico
de Rodas (s. I a.C.) se designan los tratados de lógica. Éstos
son: Categorías, Sobre la interpretación (o Peri Hermeneias), Primeros
analíticos, Analíticos posteriores, Tópicos y Argumentaciones sofísticas.
Siguen las obras de filosofía natural: Física, Del cielo, De la generación y la
corrupción y los Meteorológicos. Conectadas con estas obras están las de
temas de psicología, constituidas por el Sobre el alma, y un grupo de
opúsculos recogidos bajo el título de Parva naturalia. La obra más famosa,
formada por catorce libros, es la Metafísica. Luego vienen los tratados de
filosofía moral y política: Ética a Nicómaco, Ética a Eudemo, Gran Ética,
considerada por casi todos los intérpretes no auténtica, y Política. Por último
hay que señalar la Poética y la Retórica. Entre las obras dedicadas a las
ciencias naturales, se pueden recordar: La historia de los animales, Las
partes de los animales, La generación de los animales, La locomoción de
los animales y El movimiento de los animales, obras que interesan más a la
historia de la ciencia que a la de la filosofía.

La disposición de las obras de Aristóteles en un corpus parece responder


más a la visión estoica de la filosofía, propia de Andrónico, que no a las
intenciones de Aristóteles. Andrónico era un gramático y filósofo romano
que tuvo acceso a las obras de Aristóteles cuando, el año 84 a.C., Sila
transportó a Roma el material encontrado en Atenas. Con gran probabilidad
Andrónico fue quien en muchos casos reunió, dio un título y ordenó los
escritos de Aristóteles hasta constituir un corpus, es decir un conjunto de
obras pretendidamente sistemático, en las que unas se subordinan a otras.
La misma consideración de las obras lógicas, no como un saber
independiente sino como un instrumento (ὄργανον), que permite el acceso a
un saber posterior, la física, para concluir después en la ética, responde a la
concepción estoica de la filosofía. Esto no significa, sin embargo, que los
diversos tratados escritos por Aristóteles no guarden relación entre sí, ni
que su pensamiento metafísico sea en muchos casos la clave para
comprender su visión de la realidad.

El modo habitual de citar las obras de Aristóteles es el establecido por I.


Bekker en su edición de 1831: título de la obra, cuando sea el caso número
del libro y del capítulo, página, columna –a ó b– y líneas, hasta un máximo
de 44 (p. ej. Metafísica, I, 1, 980 a 21 - 981 b 25). Siendo continua la
numeración de las páginas, en rigor no serían necesarios todos esos datos
para encontrar cualquier texto en sus obras; bastaría con señalar la página,
la columna y la línea.

La cuestión de la ordenación cronológica de las obras de Aristóteles, en


conexión con el problema de la génesis de su pensamiento, ha preocupado
a los historiadores del siglo pasado. Si bien éstos han conseguido dar un
notable impulso al estudio de la filosofía aristotélica, no han podido llegar a
conclusiones definitivas en este tema.

En líneas generales, se puede decir que las obras exotéricas pertenecen


a los años en que Aristóteles permanece en la Academia (366-347). En
estos escritos, el estilo y también en gran parte la doctrina hacen pensar en
un marcado influjo platónico. Por el contrario, los escritos esotéricos,
destinados a la actividad didáctica, de gran densidad doctrinal, con un estilo
muchas veces árido y posiblemente corregidos con el paso del tiempo por el
mismo Aristóteles, no permiten establecer una cronología precisa y libre de
problemas. Por esta razón, en la exposición de su pensamiento no
seguiremos ningún hipotético esquema cronológico, sino que, siguiendo a
Aristóteles, distinguiremos los diversos sectores —ciencias— de que se
ocupa su filosofía.

3. Visión de conjunto del pensamiento aristotélico


Las anteriores consideraciones sobre la formación del corpus aristotélico,
así como la reconstrucción genética de su pensamiento [Jaeger 1923],
aconsejan evitar tanto una visión excesivamente unitaria, sistemática de su
filosofía, herencia de sus intérpretes antiguos y medievales, como una
visión excesivamente fragmentada, dispersa y problemática de su
pensamiento, que es la que ha prevalecido en alguna medida el siglo
pasado. La mayoría de los intérpretes mantiene hoy una posición más
equilibrada, que sin negar la evolución del pensamiento aristotélico y la
distinta datación de sus tratados, considera que su filosofía encierra una
fuerte unidad, que no es sin embargo la del sistema, en el que cada parte
de la filosofía, cada obra, encaja y se armoniza perfectamente con las
demás. La unidad del pensamiento aristotélico es más bien dinámica,
abierta, constituida por saberes diversos que gozan de su propia autonomía
y están a la vez ligados a través de algunos puntos nucleares, de algunas
constantes que, con variaciones y desarrollos a lo largo de la vida de
Aristóteles, permanecen sustancialmente inalteradas.

Exponer la visión de conjunto del pensamiento de Aristóteles nos obligará


a anticipar algunas cuestiones que serán posteriormente explicadas.
Comenzamos por señalar que Aristóteles heredó de Platón el ideal de un
saber científico —necesario, inmutable y cierto—, pero que se separó de su
maestro en el modo de concebirlo. La diferencia fundamental reside en que
Platón piensa que la ciencia es posible sólo respecto a la realidad
suprasensible, reduciendo el conocimiento del mundo sensible a mera
opinión, mientras Aristóteles considera que también es posible el
conocimiento científico de lo sensible; no sólo existen la ciencia matemática
y la dialéctica, como entiende Platón, sino que los saberes teóricos son por
lo menos tres: la física, la matemática y la filosofía primera o metafísica
[Metafísica, VI, 1, 1026 a 18-19].

Como veremos más adelante, en los Analíticos posteriores Aristóteles


también elaboró una teoría de la ciencia demostrativa, apta sobre todo para
la matemática, y que es posible aplicar a otras ciencias, pero con grandes
dificultades. Para Aristóteles la razón es capaz no sólo de argumentar
demostrativamente, sino también de hacerlo de un modo más flexible,
adaptándose a los diversos objetos de estudio para alcanzar el grado de
necesidad y de precisión proporcionado a la naturaleza del objeto
estudiado. Esta mayor flexibilidad de la razón es el reflejo subjetivo de una
visión de la realidad menos rígida que la de su maestro [Berti 1989].

Algunos textos de Aristóteles manifiestan su visión del saber y de sus


distinciones. Es bien conocida la reconstrucción que hace en el libro primero
de la Metafísica de los modos diversos de conocer y de saber, partiendo de
la percepción sensible hasta llegar a la constitución del arte y de la ciencia
[Metafísica, I, 1, 980 a 21-981 b 25]. A su vez en la Metafísica señala la
distinción entre el saber teórico, práctico y productivo —de la que trata
también en la Ética a Nicómaco [VI, 3-4]—, la superioridad del primero
sobre los demás y su aparición sólo después de haber sido satisfechas las
necesidades más urgentes de la vida [Metafísica, VI, 1, 1025 b 25; I, 2, 982
b 11-27]. Aristóteles se ocupó de muchos de estos saberes sin pretender,
sin embargo, articularlos perfectamente. No hay duda de que para
Aristóteles el saber más excelente es el teórico, y el más elevado entre ellos
la sabiduría o filosofía primera, si bien su superioridad no es concebida al
modo platónico.

El presupuesto de fondo de la distinción aristotélica de los saberes es una


visión de la realidad no dividida, como en Platón, en realidad sensible y
suprasensible, y no unificada según la unidad del género. Para Aristóteles el
ser, la realidad, es originariamente diversa y no resulta posible reconducirla
a la unidad de un primer género. Análogamente, los saberes son distintos,
sin posibilidad de establecer uno primero del que los demás dependan
como las especies dependen del género. Para Platón la dialéctica, la
filosofía, conduce al conocimiento de los principios de la realidad, el Bien o
el Uno y la Díada, y tal conocimiento comprende y funda todos los demás.
Aristóteles considera que la filosofía primera, la sabiduría o σοφία, es el
saber primero y más elevado, pero tal saber no concede ipso facto el
conocimiento de otros ámbitos de la realidad, y menos aún en el dominio
práctico y productivo. La subordinación de todo saber a la filosofía primera
es más compleja. Evidentemente la visión de la realidad presente en los
libros de la Metafísica incide en los demás saberes, pero asegura también
su relativa autonomía.

Aristóteles considera que el universo está constituido por la realidad


sensible, caracterizada por el movimiento, y dividida en mundo sublunar, es
decir la tierra, y el mundo supralunar, los astros. Aristóteles se ocupa de
este ámbito de la realidad en la Física y en los tratados sobre el cielo y los
astros.

A partir del estudio de la naturaleza Aristóteles llega a la conclusión de la


existencia de otras sustancias, inmateriales e inmóviles, de las que se
ocupa la metafísica, en cuanto ciencia de las primeras causas y principios y,
por tanto, ciencia de lo divino, ciencia teológica. Tal ciencia no debe
confundirse, sin embargo, con la teología, pues lo divino no es para
Aristóteles la única causa primera de la realidad ni, en consecuencia, el
único objeto de estudio de la metafísica.

Es posible concluir que el principal interés de Aristóteles fue el estudio de


la naturaleza. Tal estudio le conducirá a ocuparse también de sus
presupuestos, esto es de las primeras causas universales, pues de otro
modo el estudio de la naturaleza restaría incompleto, y a elaborar una
filosofía primera. De estas ciencias teóricas (la física y la metafísica) se
ocupan buena parte de los tratados aristotélicos, a los que quedan ligadas,
como base en cierto modo fenomenológica, sus muchas observaciones de
ámbito biológico y zoológico.

Pero junto a estos intereses, Aristóteles también se ocupó de la política y


del saber productivo, es decir, de las ciencias prácticas. El saber hacer
cosas diversas, como componer tragedias —Poética— o discursos
persuasivos —Retórica—, así como el saber obrar —Ética—, es por su
misma finalidad un saber práctico. Sin embargo, los tratados de Aristóteles
sobre estas cuestiones son también filosofía, reflexión: filosofía de las cosas
humanas [Ética a Nicómaco, X, 9, 1181 b 15]. Es decir, la reflexión sobre el
obrar y el producir de los hombres se distingue del saber obrar y producir,
precisamente porque se trata de reflexión, de filosofía, conocimiento
universal y, por tanto, distinto del conocimiento fundamentalmente particular
que debe poseer quien actúa y produce. Sin embargo, aun siendo filosofía,
al versar sobre realidades no naturales sino causadas por los hombres, la
reflexión sobre el obrar no quedará inmediatamente sometida a las ciencias
propiamente teóricas.

En el ámbito de la realidad natural, cada saber teórico conserva una


cierta autonomía así como una dependencia respecto al saber más alto, la
filosofía primera. La diversidad de saberes y artes en el campo del obrar y
del hacer es todavía mayor que en el ámbito teórico y, sin embargo,
Aristóteles señala la existencia también entre ellos de una ciencia
arquitectónica u ordenadora, la política [Ética a Nicómaco, I, 1, 1094 a 26-
28]. Su capacidad de unificar hasta cierto punto el ámbito práctico, viene
dada por la existencia de un fin último de la vida humana. Conocer tal fin
corresponde a la ética-política y, como consecuencia, también le compete la
posibilidad de ordenar las diversas actividades humanas. Por este motivo
Platón pretendió moralizar las artes sometiéndolas al conocimiento del Bien
o de los principios. Aristóteles no aprueba tal solución, pues no distingue
suficientemente el ámbito teórico del práctico, pero conserva la convicción
de la necesidad de que las artes sean orientadas por un saber distinto y
superior, arquitectónico, que permita dirigirlas al bien del hombre, pues ellas
mismas carecen de la capacidad de asegurar su recto uso. En definitiva,
para Aristóteles el ámbito del hacer y del obrar tiene características propias
que impiden un conocimiento semejante al del saber teórico.

Para Aristóteles existirían, por tanto, dos grandes ámbitos del saber que
constituyen los dos principales núcleos de su pensamiento: el teórico y el
práctico [Bodéüs 2002]. Dos polos no estrictamente paralelos, ni
completamente autónomos. La sabiduría (σοφία) pretende conocer los
principios, las causas primeras de todo aquello que es; la política, en
cambio, busca conocer los principios universales del obrar. Son principios
diversos: ni el conocimiento teórico lleva al conocimiento práctico, ni éste
último puede ser entendido como la simple aplicación a la vida del saber
teórico. Y, sin embargo, Aristóteles, si bien no explica con claridad la
relación entre estos dos ámbitos, tampoco excluye el recíproco influjo del
uno en el otro.

Aristóteles, como se ha visto, se disocia en buena medida de las


enseñanzas de su maestro, pero sin renunciar a algunas de sus profundas
convicciones. Comprender las relaciones entre ambos, tarea de la que
ahora nos ocuparemos, nos ayudará a entender mejor la originalidad de la
filosofía aristotélica, así como a reconocer que, en última instancia, sin una
comprensión profunda de la doctrina de Platón, y de los problemas que
suscitaba, la suya no habría sido posible.

4. Aristóteles y Platón
Con el fin de completar la visión de conjunto del pensamiento aristotélico,
puede ser útil precisar un poco más su posición con respecto a la filosofía
platónica [Reale 2004: 4, 21-34]. Con frecuencia se presenta a Aristóteles
subrayando su oposición a las enseñanzas de Platón y, en efecto, el
Estagirita, como se ha dicho, criticó y negó la doctrina de las Ideas; sin
embargo, con ello no pretendió negar la existencia de realidades diversas
de lo sensible, sino quiso más bien demostrar que la realidad trascendente
era distinta de como Platón la pensaba.
a) La inmanencia de los universales

Para Platón las Ideas son la causa de las cosas. En cuanto tales, deben
estar presentes en el interior de las cosas, pues cada realidad sensible
participa de alguna de ellas. Pero además, las Ideas son trascendentes y,
en consecuencia, subsisten separadas de la realidad sensible. Aristóteles
rechaza este modo de concebir lo sensible, sobre todo debido a la
trascendencia de las Ideas; aquello que constituye la esencia de las cosas,
su fundamento, sólo puede ser interior a ellas y no algo trascendente y con
subsistencia propia.

Además Platón se preocupa principalmente de la estructura del mundo


ideal, no de lo sensible, y sus discípulos —a excepción de Aristóteles—
continuaron sus investigaciones en esa misma dirección. Aristóteles
reaccionará contra esa tendencia. Su crítica se puede resumir como sigue:
por una parte, la forma trascendente debe convertirse en forma
exclusivamente inmanente; por otra, las Ideas, por su carácter de
sustancias, de entidades subsistentes, no pueden identificarse con la forma
inmanente. La inmanencia para Aristóteles no sería tanto propia de la Idea
sino del universal, y el universal no puede ser sustancia, pues para el
Estagirita la sustancia es en primer lugar individual.

Esta transformación de las Ideas en fundamento inteligible de todo lo


sensible no implica, sin embargo, renunciar a toda forma de trascendencia;
también para Aristóteles existe un principio trascendente que es causa de lo
sensible, y tal principio es Dios, el Motor inmóvil, principio ya no sólo
inteligible, como las Ideas, sino inteligente.

Junto a la forma, que Aristóteles entiende como acto, coloca otro principio
de la realidad sensible: la materia, que se comporta respecto de aquella
como potencia. Así puede Aristóteles salvar la realidad de lo sensible,
negando la trascendencia de las Ideas, pero manteniendo el principio
platónico de la primacía de la forma sobre la materia y, más en general, el
primado del acto sobre la potencia.

Esto lleva a pensar que para Aristóteles la forma no constituye ni el único


ni el más radical modo de ser y, por tanto, el primer principio trascendente,
Dios, más que como forma primera es entendido como acto puro. De modo
sintético, podría decirse que si para Platón el ser es principalmente
consistencia, identidad, idea, Aristóteles, considerando la forma como
principio constitutivo de toda realidad sensible, entiende el ser sobre todo
como subsistencia, como acto.

Aristóteles, por tanto, más que oponerse al platonismo, lo corrige y


desarrolla; su filosofía sólo se comprende desde el platonismo y, aunque en
ella haya mucho de personal, de distinto e incluso de aparentemente
opuesto al espíritu de su maestro, siempre permanece en el trasfondo la
doctrina que por veinte años aprendió y discutió en la Academia.

b) Diferencias de método y de intereses

No pueden negarse, por otra parte, las diferencias de carácter, de


formación, de intereses entre los dos filósofos que, sin duda, influyeron en la
orientación de sus investigaciones.

Los diálogos de Platón manifiestan en muchas ocasiones una profunda


religiosidad, expresada tantas veces de manera poética; Aristóteles, aun
otorgando un puesto privilegiado a lo divino, deja en sus escritos menos
espacio a sus creencias religiosas, ocupándose sobre todo —especialmente
en sus obras esotéricas— de problemas teóricos que estudia con todo el
rigor de su método científico. Entre las ciencias teóricas, además de la
metafísica, Platón se ocupa primordialmente de las matemáticas,
descuidando las ciencias empíricas. Aristóteles, por el contrario, tuvo un
interés especial por los fenómenos naturales y por casi todas las ciencias
que los estudian, dedicándose en muchas ocasiones a recoger y clasificar
hechos empíricos.

Teniendo en cuenta el estilo de los escritos de los dos filósofos, la


primera impresión es que hay un gran contraste entre Platón, pensador
desordenado e impreciso, y Aristóteles autor riguroso y metódico. Mientras
en los diálogos platónicos las cuestiones se dispersan y mezclan, se
resuelven y critican para volver luego de nuevo a tratarse, Aristóteles
acostumbra a establecer en cada uno de sus tratados el objeto y el método
de su investigación. Además, mientras Aristóteles se esfuerza por expresar
su pensamiento mediante un lenguaje preciso y técnico, Platón se sirve de
metáforas, alegorías y, en general, de la fuerza poética. Esta impresión no
debe, sin embargo, hacer perder de vista que la tendencia de fondo del
pensamiento de uno y del otro es, en cierto sentido, la opuesta; es decir,
mientras la filosofía de Platón tiende a la unidad del sistema, a constituirse
en conocimiento sintético y unitario que reconduce a sí todo otro saber, el
pensamiento de Aristóteles, sin negar la superioridad de una ciencia —la
filosofía primera— sobre las otras, pretende respetar y proteger la
autonomía y la peculiaridad de los demás saberes, resultando por este
motivo menos sistemático y más abierto a desarrollos ulteriores que la
propuesta platónica.

Estas divergencias, algunas más superficiales que otras, han ayudado,


sin duda, a exagerar las divergencias entre maestro y discípulo, hasta hacer
de ellos dos pensadores opuestos.

Pasamos ahora a la exposición del pensamiento de Aristóteles. Lo


haremos siguiendo el orden en que habitualmente se lo presenta —lógica,
física y metafísica, ética-política, poética y retórica— sin que esto implique
una sucesión progresiva de estos saberes, tal como la tradición establecía.

II. La Lógica
1. Estructura y contenido de los libros del Órganon
La dificultad de encontrar un lugar en la clasificación aristotélica de las
ciencias a los tratados que componen el Órganon, probablemente llevó al
recopilador de las obras de Aristóteles a agruparlas bajo ese nombre,
interpretando de este modo la naturaleza del saber que en ellos se expone:
los instrumentos y medios necesarios para llevar a cabo cualquier quehacer
científico. Aristóteles usó el término lógica en un sentido general y reservó el
de Analítica para referirse a un saber en cierta medida previo, propedéutico
[Metafísica, IV, 3, 1005 b 3], que se ocupaba de lo que hoy designaríamos
como lógica formal y teoría de la ciencia. El término lógica para designar
este saber propedéutico comenzó a difundirse en tiempos de Cicerón y su
significado era semejante al de dialéctica. Se considera que fue Alejandro
de Afrodisia (200 d.C.) quien empleó por primera vez el nombre de lógica en
su sentido actual.

Aristóteles conservó el concepto de ciencia que heredó de Platón. El


conocimiento científico ha de ser estable, pues se trata de un conocimiento
universal, fijo y necesario. Para los presocráticos y Platón dicha estabilidad
es función de sus objetos. Para ellos, no cabía la posibilidad de ciencia
respecto de las realidades contingentes del mundo sensible. La ciencia sólo
podía versar sobre las realidades eternas e inmutables. Aristóteles hace
entrar en del campo de la ciencia a las sustancias materiales del mundo
sensible. Tales sustancias no son necesarias, pueden ser y no ser, están
sujetas al cambio, y, sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de
ellas puede ser universal y necesario, científico.

Platón señala que la dialéctica es el modo en el que el intelecto humano


puede conocer el mundo de las Ideas y así alcanzar la ciencia. Para
Aristóteles la Analítica es la que establece el modo de proceder del
pensamiento humano en la actividad científica. Lo que Aristóteles se
propone con su estudio es mostrar cómo procede el pensamiento humano,
cuál es la estructura del razonamiento, cómo son posibles las
demostraciones y sobre qué objetos pueden versar.

Convendrá tener en cuenta que Aristóteles distingue tres operaciones


fundamentales en el conocimiento humano: la simple aprehensión, con la
que captamos la naturaleza de las cosas y mediante la que se obtienen los
conceptos; el juicio, que relaciona los conceptos, y el raciocinio, por el que
pasamos de juicios conocidos a otros desconocidos. A estas tres
operaciones, y a algunas cuestiones relacionadas con ellas, responden de
algún modo los seis libros del Órganon.

a) El tratado primero, las Categorías, se ocupa de las palabras o


términos, expresiones elementales de los actos intelectivos más simples,
que son los conceptos.

Para Aristóteles el lenguaje es expresión adecuada del intelecto, y éste lo


es de la realidad. Por lo tanto, las palabras recogen, en última instancia, los
distintos modos de ser a los que se reduce toda realidad; estos modos de
ser son diez y constituyen los predicamentos o categorías.

«Cada una de las palabras o expresiones independientes o sin


combinar con otras, significan de suyo una de estas cosas: o la
sustancia o la magnitud o la cualidad o la relación o el dónde o
el cuándo o el estar en una posición o el tener o el hacer o el
padecer» [Categorías, 4, 1 b 25-27].

Si, como veremos, las categorías representan desde el punto de vista


ontológico los modos fundamentales de ser, desde el punto de vista lógico
serán los géneros supremos a los que podrán reconducirse cualquier
término de la proposición. Así, cuando digo “Sócrates corre”, “Sócrates”
entra en la categoría sustancia y “corre” en aquella otra de acción.

Si unimos los términos entre sí y afirmamos o negamos algo de una cosa,


tenemos el juicio. Juicio es, por tanto, el acto con el que afirmamos o
negamos un concepto de otro concepto, y la expresión lógica del juicio es la
proposición. Por lo tanto, la proposición —a diferencia de las palabras o
términos— es siempre verdadera o falsa. El juicio será verdadero o falso en
la medida que lo unido o separado por la inteligencia esté unido o separado
en la realidad.

«Las afirmaciones, igual que las negaciones, sólo pueden


darse cuando varios términos se combinan o unen entre sí.
Toda aserción positiva o negativa debe ser verdadera o falsa;
pero las palabras o expresiones no combinadas con otras —por
ejemplo “hombre”, “blanco”, “corre”, “vence”— nunca pueden
ser verdaderas o falsas» [Categorías, 2 a 5-10].

b) Aristóteles se ocupa de la proposición en el segundo tratado, Sobre la


interpretación, distinguiendo las distintas clases que pueden darse según
sean afirmativas o negativas, de mayor o menor extensión y según el modo
como se afirme o niegue.

c) El tercer tratado es el de los Primeros analíticos, donde estudia la


vinculación de proposiciones o estructura del razonamiento: el silogismo
(συλλογισμός). Encontramos aquí toda una teoría y una técnica del
silogismo enormemente desarrollada. Este estudio constituye pues una
verdadera lógica formal, ciencia que Aristóteles creó y llevó a una gran
perfección.

d) El cuarto tratado es el de los Analíticos posteriores, que se ocupa de la


demostración o raciocinio tal como es empleado por las ciencias. Temas
centrales son la inducción (ἐπαγωγή), como método de llegar a los primeros
principios de la ciencia, y los diversos tipos de demostración.

e) Este tratado se complementa en cierto modo con el quinto,


los Tópicos. En él se propone otra cuestión metodológica, el estudio de la
dialéctica, precedentemente usada por Zenón de Elea y elevada por Platón
a principal método filosófico. Aristóteles, continuando en parte la tradición
anterior, entiende la dialéctica como el arte que permite obtener lo que hay
de verdadero en las conversaciones corrientes, es decir como el método de
argumentar a partir de opiniones, no desde premisas necesariamente
válidas. En este tratado Aristóteles hace un detallado estudio de los
predicables.

«El propósito de este estudio es encontrar un método a partir


del cual podamos razonar sobre todo problema que se nos
proponga, a partir de opiniones notables, y gracias al cual, si
nosotros mismos sostenemos un enunciado, no digamos nada
que le sea contrario. […] Hay demostración cuando el
razonamiento parte de cosas verdaderas y primordiales, o de
cosas cuyo conocimiento se origina a partir de cosas
primordiales y verdaderas; en cambio, es dialéctico el
razonamiento construido a partir de opiniones notables
(ἔνδοξα)» [Tópicos, I, 1, 100 a 19-30].

f) El último tratado, Argumentaciones sofísticas, se ocupa de los falsos


silogismos o razonamientos viciosos.

2. El conocimiento de los principios: la inducción


Aristóteles parte siempre del dato de experiencia de que existen
sustancias individuales. Sin embargo, a la hora de elaborar una ciencia
sobre ellas, distingue entre el ente real y el modo humano de conocer el
ente, porque resulta manifiesto que el ente no está del mismo modo en la
realidad que en la mente humana. Si se admite lo contrario, se incurre en el
error de Platón, quien pensaba que los entes reales eran las Ideas
universales y que, en consecuencia, no sería posible una ciencia del mundo
físico. Aristóteles se sitúa en un plano distinto: no hay que partir de lo
universal, sino de la observación de la realidad, que sólo presenta
individuos, cosas singulares, a partir de las cuales se abstraen los
conceptos, que son siempre conformes a lo real y se predican de las cosas
[Nussbaum 1986: c. 8].

En los Analíticos posteriores Aristóteles se plantea la cuestión radical del


conocimiento de las verdades universales primarias, que constituyen los
primeros principios de la filosofía y de todo saber: el principio de no-
contradicción y el del tercero excluido. ¿Cómo los adquirimos?
Teóricamente, hay tres posibilidades: (1) que los principios sean innatos,
como sostenía Platón, ya que no veía cómo podían provenir de la
experiencia; (2) adquirirlos por raciocinio es imposible, porque eso
supondría poseer un conocimiento anterior: ¿a partir de qué conoceríamos
los principios si precisamente ellos son lo primero?; (3) que puedan
adquirirse a partir de la experiencia, por medio de la actividad espontánea
de nuestra inteligencia, que es la solución elegida por el Estagirita
[Analíticos posteriores, II, 19].

Así como los conceptos son elaborados por abstracción a partir de las
sensaciones —formamos el concepto de hombre como resultado de ver
muchos hombres particulares—, del mismo modo los principios surgen por
inducción (ἐπαγωγή) a partir de fenómenos particulares; por ejemplo, al ver
que este todo es mayor que sus partes, capto en universal el principio
indemostrable, pero evidente, de que cualquier todo es mayor que sus
partes.

Aristóteles describe con detalle el itinerario inductivo que tiene por


término la adquisición de los principios: es un proceso que asciende de las
sensaciones a los recuerdos e imágenes, y que culmina en la formulación
de proposiciones universales ciertas. La inducción en Aristóteles no es un
raciocinio ni tampoco tiene el sentido moderno de experimentación: es más
bien una “intuición” intelectual (νοῦς) realizada sobre la base de una
experiencia compleja y repetida, donde entran en juego todas las potencias
sensitivas.

«Ninguna forma de saber es más exacta que el conocimiento


intuitivo de los principios. Ya que los principios son más
cognoscibles que aquello que viene probado desde ellos, y todo
el saber, además, se basa sobre los fundamentos, no se puede
dar de los principios ninguna ciencia mediante demostración. Y
ya que sólo la razón intuitiva puede conocer la verdad mejor
que la ciencia demostrativa (deductiva), los principios deben
entrar en el campo del conocimiento intuitivo» [Analíticos
posteriores, 100 b 8-12].

Es cierto sin embargo que para Aristóteles, el conocimiento de los


principios universales supone un cierto razonamiento en cuanto que para
adquirirlo se deben confrontar diversas percepciones [Wieland 1993, Irwin
1988]. Es decir, la razón concibe, a partir de diversos datos concretos, un
principio universal.
a) Los predicables

En el libro primero de los Tópicos se trata particularmente de los


conceptos universales. Éstos se obtienen por abstracción de muchos casos
particulares, separando la forma común a muchas cosas, por ejemplo, de
muchos hombres se abstrae la forma hombre. El universal para Aristóteles
es ante todo un concepto que puede ser atribuido a muchos singulares: las
ideas generales como hombre, músico, blanco, son tales porque
corresponden a muchos singulares; en ellos son —en el orden real y contra
la tesis platónica de que subsistirían aisladamente— y de ellos se predican,
lo cual es una consecuencia lingüística de su ser en muchos.

Aristóteles analiza los diversos modos en que el universal puede referirse


a las cosas. Esos modos son los predicables. El predicado de cualquier
proposición o es convertible con el sujeto o no lo es. Si es convertible y
expresa la esencia del sujeto, tenemos la definición. Ésta se obtiene
mediante la determinación de la diferencia propia del término que se ha de
definir y que, en última instancia, debe coincidir en extensión con dicho
término —p. ej., “el hombre es animal racional”—. Si siendo convertible con
el sujeto no expresa la esencia, esto es, si se refiere a un aspecto exclusivo
pero parcial del sujeto, tenemos una propiedad — p. ej., “el hombre es
risible”—. Si el predicado no puede convertirse con el sujeto, puede ser o
bien un elemento de la definición, y esto es el género del sujeto —p. ej.,
“animal respecto de hombre”—, o bien no serlo, y en ese caso tenemos
un accidente (lógico) —p. ej., “que el hombre sea blanco o negro”—. Ésta es
la clasificación aristotélica de los predicables [Tópicos, I, 8, 103 b 3-19], que
más tarde Porfirio modificará estableciendo la especie como un quinto
predicable y sustituyendo la definición por la diferencia específica.

Los predicables en Aristóteles son diversos modos de acercamiento de la


mente a la realidad; en efecto, la mente distingue la sustancia singular —
aquello que no es en otra cosa ni se predica de otra cosa— de todo lo que
se predica de ella, a la vez que reconoce y es capaz de regular tal
predicación según modalidades diversas de pertenencia del predicado a la
cosa, a la sustancia.

Con la teoría de los predicables el Estagirita se opone al platonismo, que


otorgaba subsistencia a lo universal —a los géneros y a las especies—.
Aristóteles, en cambio, los sitúa en el plano lógico. Los géneros supremos
—las categorías— en sí mismos no son sustancias, sino simplemente
géneros: su realidad consiste en su realización en el singular. La pieza clave
de la lógica aristotélica es la primacía del singular.

En este sentido, es importante no confundir predicables y predicamentos,


porque los predicables no son sustancias ni entes reales, sino modos de
predicar o referir un universal a la realidad, según un mayor o menor
acercamiento a lo específico e individual. En cambio, los predicamentos son
modos de ser dados en la realidad, es decir, sustancias y accidentes.

De ahí la distinción aristotélica entre sustancia primera y segunda. La


sustancia segunda es un universal que contiene la esencia o naturaleza de
una pluralidad de individuos que comparten la misma forma y, por tanto, es
predicable de todos ellos; por ejemplo, el hombre se predica de Juan,
Pedro, etc. La sustancia segunda se expresa en la definición. En cambio, la
sustancia primera es singular y concreta, un ente real, de la cual todo se
predica sin que ella se predique de nadie; por ejemplo, Juan no puede
predicarse de Pedro ni de Andrés; pero de Juan puede decirse que es
hombre, que es alto, etc. Ésta es la verdadera sustancia en la doctrina
aristotélica.

b) La ciencia

Para Aristóteles, la ciencia (ἐπιστήμη) es el conocimiento cierto por las


causas. Al modo platónico, Aristóteles distingue la ciencia de la opinión;
esta última consiste en proposiciones probables y discutibles, no así la
ciencia. El conocer científico exige saber con toda certeza cómo y por qué
es una cosa, y eso implica remontarse a sus causas necesarias. Es un
saber mediato, elaborado, que parte de principios inmediatos, necesarios y
universales, esto es, evidentes e indemostrables, comunes a todo saber, y
de los principios específicos de ese determinado ámbito del saber; también
estos últimos son apodícticos, esto es, incondicionalmente ciertos y no
demostrables dentro de la ciencia específica.

«Consideramos tener ciencia sobre algo […] cuando creemos


conocer la causa en virtud de la cual es la cosa, que ella es
efectivamente causa de aquella cosa y que no es posible que
fuera de modo distinto de como es […]. En consecuencia, es
imposible que aquello de lo que hay ciencia en sentido propio
sea diversamente de como es en realidad. Ahora, si hay algún
otro modo distinto de tener ciencia (conocimiento intuitivo de los
principios) lo diremos enseguida; por el momento decimos que
tener ciencia es lo que hemos dicho (conocer la causa), es
necesario que la ciencia demostrativa proceda de premisas
verdaderas, primeras, inmediatas, más conocidas, anteriores y
causa de las conclusiones. De tal modo en efecto los principios
pertenecen también a lo demostrado. El silogismo en efecto
subsiste también sin estas condiciones, mientras la
demostración no puede subsistir sin ellas, ya que no produciría
ciencia» [Analíticos posteriores, I, 2, 71 b 9-25].

La ciencia propiamente es el conjunto de conclusiones demostradas a


partir de esos principios. Y demostrar para Aristóteles es proceder mediante
un silogismo del tipo señalado, o sea deductivo y causal. Es posible también
argumentar desde los efectos a la causa, inductivamente, pero en tal caso
no se trata propiamente de una demostración, sino de una argumentación
que Aristóteles considera muy útil en ámbitos no propiamente científicos,
como por ejemplo la retórica.

La ciencia, por tanto, es según Aristóteles un conocimiento:

a) Necesario, opuesto al conocimiento probable y contingente que


procede de premisas no necesariamente verdaderas, como son las
opiniones. Como la ciencia procede de principios incondicionalmente
ciertos, sus conclusiones son igualmente ciertas y necesarias, pues no
pueden ser de otro modo.

b) Es, además, un conocimiento universal, en el sentido de válido para


todo un tipo de entes –aquellos que constituyen el objeto de cada
ciencia– y también en cuanto opuesto a particular. Para Aristóteles la
ciencia puede versar sobre la realidad sensible, pero nunca tomada
individualmente, sino agrupada en géneros o especies.

Junto a este concepto riguroso del saber, considerado en el pasado como


uno de los rasgos más típicos del pensamiento aristotélico, hoy los
intérpretes tienden a revalorizar el alcance y la presencia en
el corpus aristotélico de otros tipos de racionalidad.

Además del saber apodíctico, Aristóteles teoriza, en efecto, acerca de


otros modos de saber menos rigurosos, más asequibles y dotados también
de cierto grado de necesidad. Su empleo será necesario allí donde el objeto
y la finalidad del estudio no permitan, al menos en un primer momento, la
argumentación demostrativa.

En particular, la atención de los intérpretes se ha centrado en los últimos


años en la dialéctica de Aristóteles, señalando su valor científico. Este
método argumentativo, como se ha dicho antes, no parte de premisas
apodícticas o necesarias, sino plausibles, esto es, de opiniones notables
(ἔνδοξα) sostenidas por todos, por la mayoría o por los sabios; desde ellas,
también silogísticamente, se alcanzan conclusiones cuya verdad dependerá
de la verdad de las premisas. Tales conclusiones pueden alcanzar un grado
de necesidad que normalmente no será absoluto, pero sí suficiente para el
ámbito del saber en que se desarrollan. La demostración dialéctica se pone
en práctica en el contexto de una discusión, y tiende a probar la validez o no
de una tesis confrontándola, tanto a ella como a sus conclusiones, con las
opiniones notables aceptadas previamente por quienes toman parte en la
discusión y, de modo más general, por la opinión común de los hombres o
de la comunidad científica.

Si la demostración apodíctica es la metodología expositiva de quien


posee un determinado saber, la dialéctica es el método más adecuado en el
proceso inventivo, de búsqueda, en el que –como para Platón– desempeña
un papel importante la dimensión dialógica [Evans 1977; Berti1989].

c) La clasificación de las ciencias

Aristóteles distinguió las ciencias en tres grandes ramas: las ciencias


especulativas o teóricas (θεωρητική) son las que buscan el saber por sí
mismo; la ciencia práctica (πρακτική), que persigue el saber en función de la
conducta, del perfeccionamiento moral, y las ciencias poiéticas o
productivas (ποιητική), que buscan el saber para hacer cosas, para producir
determinados objetos. Las más altas en dignidad y valor para Aristóteles
son las ciencias especulativas: la física, las matemáticas y la metafísica.

La distinción entre estas tres ciencias especulativas la establece


Aristóteles teniendo en cuenta su objeto propio y el modo como la
inteligencia lo considera. Por un lado, estas ciencias difieren por la
extensión de su objeto. Como veremos, la metafísica es la ciencia del ente
en cuanto ente y, como tal, incluye en su objeto toda la realidad: es una
ciencia universal, mientras que la física y la matemática se ocupan sólo de
aspectos parciales de la realidad, esto es, de los seres sensibles y de las
realidades matemáticas respectivamente [Metafísica, VI, 1].

Por otra parte, para Aristóteles todo conocimiento intelectual es abstracto,


porque opera con universales, dejando de lado los casos individuales, que
son objeto del conocer sensible. Por consiguiente, las ciencias teóricas se
distinguirán según las modalidades de la abstracción.

a) La física trata de la sustancia sometida al movimiento, esto es, de los


seres sensibles en cuanto sensibles. La física estudia su naturaleza en sí
misma, sin separarla de la materia. Aquí la inteligencia prescinde de los
caracteres concretos de la materia, pero no de la materia misma. Es propio
de la física tratar, por ejemplo, de los animales, el perro, el caballo, y no sólo
de este caballo individual. Los conceptos físicos dejan de lado lo individual,
pero no lo sensible: se estudia lo sensible en general.

«También la física es una ciencia que versa sobre cierto género


de entes, pues trata de aquella sustancia que tiene en sí misma
el principio del movimiento y del reposo […]. La física será una
ciencia especulativa, pero especulativa acerca del género de
entes capaz de moverse, y acerca de la sustancia entendida
según la forma, pero prevalentemente considerada como no
separable de la materia» [Metafísica, VI, 1, 1025 b 18-28].

b) Entre las diversas propiedades de las cosas sensibles, una de ellas es


la cantidad. Las matemáticas consideran las cosas precisamente bajo este
aspecto, es decir, se centra en el estudio de las dimensiones y el número de
las cosas prescindiendo de todo lo demás. Su abstracción es peculiar: la
matemática deja de lado los aspectos sensibles —por ejemplo, una curva
no tiene color, peso, etc.—, pero estudia realidades que son en lo sensible –
la curva no subsiste sino en objetos curvos—; analiza objetos que son en lo
sensible, pero los entiende por abstracción fuera de lo sensible.

Los objetos de esta ciencia —los entes matemáticos— en cuanto entes


abstractos son inmóviles y no subsisten.

«[L]as proposiciones universales de las matemáticas no se


refieren a entes separados y existentes aparte de las
magnitudes y de los números, sino que se refieren
precisamente a éstos, pero no considerados como tales, es
decir, como capaces de tener magnitud o ser divisibles; por
tanto, es evidente que podrá haber también razonamientos y
demostraciones que se refieran a las magnitudes sensibles,
pero no consideradas en cuanto sensibles, sino en cuanto
dotadas de determinadas propiedades […]. Acerca de las cosas
que se mueven habrá enunciados y ciencia, pero no en cuanto
se mueven sino tan sólo en cuanto cuerpos, y, nuevamente, o
bien sólo en cuanto superficies o sólo en cuanto longitudes, y
en cuanto divisibles, o en cuanto indivisibles dotados de
posición, o sólo en cuanto indivisibles» (Metafísica, XIII, 3, 1077
b 17-30).

c) El objeto de la metafísica son las realidades inmateriales, que existen


separadamente del mundo sensible —las sustancias inmateriales, como el
primer motor inmóvil— o la consideración de la realidad en cuanto su ser
radical. Para Aristóteles es evidente la existencia de entes físicos, pero, una
vez demostrado que también existen realidades inmateriales, el término
ente no queda limitado al ámbito sensible.

«Pero si existe algo eterno, inmóvil y separado, es evidente que


su conocimiento competerá ciertamente a una ciencia teórica,
pero no a la física, porque la física se ocupa de entes en
movimiento, ni tampoco a la matemática, sino a una ciencia
anterior a una y otra. De hecho, la física tiene como objeto
realidades separadas (subsistentes) pero no inmóviles; algunas
de las ciencias matemáticas hacen referencia a realidades
inmóviles, pero no separadas (subsistentes), sino inmanentes a
la materia; sin embargo, la filosofía primera versa sobre
realidades que son separadas e inmóviles» [Metafísica, VI, 1,
1026 a 10-16].

Así pues, son objeto de la metafísica las sustancias que están “más allá”
de la física, las sustancias suprasensibles, inmortales, eternas e inmóviles:
ocupándose de Dios y lo divino, la metafísica alcanza una de las causas
universales de la realidad. Sin embargo, como después diremos, objeto de
la metafísica no es sólo la realidad trascendente, sino, como afirma el
mismo Aristóteles, el ente en cuanto ente y las propiedades que le
corresponden.
De esta clasificación de las ciencias teóricas parece poder deducirse que
Aristóteles ligaba el grado de perfección del saber especulativo o bien al
grado de inmaterialidad de su objeto, o bien al modo particular en que la
inteligencia lo considera. Ciencia suprema es para él, sin duda, la filosofía
primera, pues estudia los inteligibles más altos y logra la más profunda
comprensión de la realidad.

«Ella (la metafísica) es de hecho entre todas las ciencias la


más divina y la más digna de honor. Y en dos sentidos es tal
ella sola: pues es la ciencia que Dios posee en grado sumo, o,
también, porque tiene como objeto las cosas divinas. Y ésta
sola reúne ambas condiciones; pues Dios les parece a todos
ser una de las causas y cierto principio, y tal ciencia puede
tenerla o Dios sólo o él principalmente. Así, pues, todas las
otras ciencias serán más necesarias que ésta, pero superior a
ella, ninguna» [Metafísica, I, 2, 983 a 5-11].

III. La física
En su clasificación de las ciencia teóricas, antes apuntada, Aristóteles
determina que el objeto de la física son aquellas realidades caracterizadas
por el movimiento del que ellas mismas son su causa, es decir, las
sustancias materiales, que van desde los entes corpóreos más simples
hasta los astros y el cielo. A cada uno de estos géneros de realidad le
corresponde un movimiento propio que Aristóteles estudia en los diversos
tratados de filosofía de la naturaleza. Es, sin embargo, en los libros de
la Física donde afronta las cuestiones previas y más generales: en los dos
primeros las primeras causas y principios de la naturaleza, y en los seis
restantes el movimiento en cuanto tal.

El modo de proceder en esta investigación lo señala el mismo Aristóteles


al inicio del tratado:

«La marcha natural es ir de las cosas que son para nosotros


más conocidas y claras, a aquellas otras que son más claras y
cognoscibles en sí» [Física, I, 1, 184 a 16-18].

Y para Aristóteles lo más evidente es la existencia de una multiplicidad de


realidades móviles. Rechaza de este modo, por irrazonables, las
conclusiones a las que llegaban los eléatas. Su visión de la realidad
tampoco comparte la propuesta atomista, que entendía el todo como un
compuesto de átomos y de vacío; es más, el punto de partida aristotélico es
de algún modo su opuesto: el universo y todos sus procesos está marcado
por la continuidad. No le parece sensato, por ser contrario a la experiencia,
considerar la unidad del cosmos como una suma de realidades aisladas e
inconexas. Tampoco acepta la visión heraclítea, y hasta cierto punto
platónica, de una realidad inestable hasta el extremo de no poder ser
científicamente conocida. La realidad física se caracteriza por la
continuidad: la cosas cambian, se trasforman, pero su identidad permanece,
del mismo modo que permanece la unidad y la identidad del cosmos a
pesar de su continuo movimiento.

El movimiento que sobre todo interesa a Aristóteles es el movimiento


natural, es decir el que surge de las cosas mismas. La naturaleza es, pues,
el primer principio del movimiento, de donde procede el dinamismo que
impulsa y gobierna el devenir de la realidad sensible. Por
naturaleza (φύσις) Aristóteles entiende no tanto el conjunto del mundo
material o el cosmos, sino sobre todo el núcleo más propio de cada realidad
sensible o de un conjunto de ellas —piedras, plantas, animales, astros—, de
donde proceden y se explican sus procesos naturales: el tender hacia abajo
de una piedra, el desarrollo de una semilla o el giro permanente de los
astros.

A diferencia de Platón, que aceptaba con dificultad la consistencia del


mundo material y, como consecuencia, la posibilidad de su conocimiento
científico, para Aristóteles la realidad sensible tiene consistencia y puede
ser científicamente conocida precisamente porque está dotada de un núcleo
estable y permanente, la naturaleza, que da razón tanto de la identidad
como del devenir de cada cosa [Vigo 2007: 65-70].

1. La composición hilemórfica
A partir de la observación de las realidades materiales y de su cambio
más radical —su generación y corrupción—, y teniendo también en cuenta
el pensamiento de sus predecesores, Aristóteles elabora una teoría para
explicar su estructura. Lo que define el cambio sustancial, la generación de
una nueva sustancia, es la forma (μορφή) que adquiere una vez terminado
el proceso generativo; la forma es lo que define a cada sustancia en cuanto
a su naturaleza [Física, II, 1; Metafísica, VII, 7-9]. Sin embargo, durante el
proceso generativo de la nueva sustancia es necesario suponer la
permanencia de un sustrato, un fondo estable y real en el que el cambio se
realiza, pues de otro modo habría que admitir que cada nueva realidad
surge de la nada. Tal sustrato es para Aristóteles la materia (ὕλη). Por
ejemplo, en la combustión del carbón, que genera la ceniza, debe
suponerse un sustrato permanente y real que nuestros sentidos no
perciben.

«De suerte que, según se dice, la generación es imposible si no


preexiste algo. Así pues, es evidente que por necesidad
preexistirá alguna parte; la materia, en efecto, es tal parte, ya
que está presente en la cosa y se hace ésta» [Metafísica, VII, 7,
1032 b 30-1033 a 1; cfr. Física, I, 7, y De la generación y la
corrupción, I, 3, 318 a 9].

Según Aristóteles, materia y forma no son sustancias o entes reales, sino


principios intrínsecos de la sustancia, de modo que toda realidad sensible
está siempre compuesta y consta precisamente de materia y forma.
Además, como la materia no puede estar ni un instante sin la forma, no
puede darse corrupción sin generación, ni viceversa. Puesto que toda la
realidad de la materia y la forma reside en la constitución del compuesto o
sustancia corpórea, se advierte que se trata de dos principios íntimamente
relacionados: la forma estructura la materia, a la vez que la materia
condiciona la existencia concreta de la forma, que desplegará su virtualidad
siempre en unión a la materia. Por tanto, la sustancia material, aun cuando
la forma sea su principio determinante, nunca se identifica completamente
con ella, pues queda siempre vinculada a su componente material. He aquí
la primera exposición del hilemorfismo. Se deberá acudir a los libros de
la Metafísica para conocer su formulación definitiva [Metafísica, VII, 7-9; VIII,
4; XI, 9-12 y XII, 1-4].

Para advertir la originalidad de esta doctrina, se ha de tener en cuenta


que, según Aristóteles, la materia es un principio potencial real, porque es el
sustrato o sujeto del cambio y posee aptitud de ser determinada por una
perfección actual. De este modo Aristóteles se aleja de los presocráticos,
que consideraron la materia como el único principio de lo corpóreo, y de
Platón, que veía en ella una simple privación. Por otra parte, la forma
sustancial es el principio fundante de la sustancia individual, es decir, el
principio actual por excelencia. Inmanente a la sustancia, la dota de una
determinada naturaleza actual. En este sentido, la forma sustancial es el
acto o determinación actual de la materia y, en consecuencia, es única para
cada sustancia corpórea.

«¿Qué es entonces lo que hace uno al hombre, y por qué es


una sola cosa y no varias? […]. Es, pues, evidente que los que
así proceden —los platónicos—, de acuerdo con las
definiciones y enunciados que les son habituales, no pueden
responder ni solucionar esta dificultad. Pero si se admite
nuestra distinción entre la materia y la forma, entre la potencia y
el acto, dejará de parecer difícil lo que indagamos […]. La
dificultad desaparece porque lo uno es materia y lo otro forma»
(Ibíd., VIII, 6, 1045 a 14-29; cfr. Física, II, 1).

En síntesis, la materia es entendida por Aristóteles como pura potencia,


incorruptible, indeterminada, pasiva, pero capaz de recibir determinaciones
o perfecciones. La forma, como opuesta y complemento de la materia, es el
coprincipio sustancial determinante de ésta, que confiere a la sustancia un
determinado modo de ser y la hace inteligible al espíritu humano. Materia y
forma, pues, se relacionan entre sí como la potencia (δύναμις) y el acto
(ἐνέργεια).

2. Sustancia y accidentes
El análisis del devenir muestra que los cambios que pueden sobrevenir a
la sustancia corpórea tienen esencialmente dos diversos grados de
profundidad: el cambio sustancial, que acabamos de ver, y el cambio
accidental [Física, V, 1]. Para Aristóteles, el cambio sustancial no es un
movimiento en sentido estricto, pues el movimiento requiere un sustrato que
conserve durante el proceso su propia identidad; en la generación y la
corrupción, sin embargo, la identidad del sustrato —la materia— cambia
mientras dura el proceso. Por el contrario, en el movimiento propiamente
dicho el sustrato es siempre una sustancia corpórea a la que pueden
sobrevenirle algunas modificaciones —movimientos— que no afectan su
identidad. Estas modificaciones son:
1) la alteración o cambio cualitativo, mediante el cual la sustancia puede
adquirir, perder o ver modificada alguna cualidad, por ejemplo, el color
o la temperatura;

2) el crecimiento o la disminución, también llamado cambio cuantitativo,


como por ejemplo el aumento de peso;

3) el movimiento local, de rotación o traslación en línea recta o curva, etc.

Lo que importa subrayar en estos casos es que la sustancia en cuanto tal


se comporta como sujeto o sustrato de esas modificaciones; es decir,
adquiere o pierde una perfección sin transformarse en otra sustancia. Estas
perfecciones que varían se denominan accidentes o actos formales
accidentales.

«Si pues las categorías se dividen en sustancia, cualidad, lugar,


tiempo, relación, cantidad, acción y pasión, debe haber tres
movimientos, el de la cualidad, el de la cantidad y aquel que es
según el lugar» [Física, V, 1, 225 b 5-9; cfr. Metafísica, XI, 11).

El precedente análisis muestra que en la naturaleza hay una multitud de


sustancias individuales que subsisten por sí solas o de modo independiente
y que están compuestas de dos principios: materia y forma sustancial.
Además existen los accidentes, que no son aparte, sino exclusivamente en
la sustancia.

3. El cambio o movimiento
Si bien Aristóteles distingue el cambio (μεταβολή) del movimiento
(κίνησις), con frecuencia usa este último término para referirse de modo
general a todo cambio. Cuando Aristóteles estudia la naturaleza del
movimiento, tomado en su sentido genérico, subraya su dimensión a la vez
procesual y real.

Según Aristóteles, “todo movimiento es algo imperfecto”, porque no tiene


condición de fin; al contrario, es siempre para un fin, que es la forma
definitiva.

«Y la causa de que el movimiento parezca ser cosa


indeterminada es que no puede ser incluido ni en la potencia de
los entes ni en su actualización […]. Y por eso es difícil
comprender qué es el movimiento» [Metafísica, IX, 9, 1066 a
17-23].

En este sentido, el cambio es siempre un acto imperfecto, que jamás


alcanzará la perfección, porque esto puede suceder sólo una vez que el
movimiento cesa, cuando el proceso ha finalizado y ya no hay movimiento.
Pero Aristóteles no deja de darnos otra definición más completa: un cuerpo
apto para el cambio (potencia pasiva) se mueve (está en acto de moverse)
en cuanto que es potencia para tal cambio, no en cuanto que es ya acto. Es
decir, el movimiento es algo real, un acto, pero que no debe ser confundido
con la realidad que la cosa ya posee, con lo que la cosa es, aunque
presuponga tal realidad. El movimiento expresa esa dimensión dinámica de
la realidad de las cosas, que la teoría hilemórfica no puede captar. De ahí la
definición que se ha hecho clásica:

«… acto imperfecto (entre la potencia y el acto) de lo que está


en potencia en tanto está en potencia» [Física, III, 1, 201 a 10-
11].

Los principios o causas del movimiento son el objeto del libro segundo de
la Física, a saber:

1) el sujeto del cambio o materia;

2) el acto imperfecto del mismo cambiar, o movimiento;

3) la causa motriz, puesto que todo lo que se mueve es movido por otro;

4) el fin o dirección en que se realiza el cambio.

Aristóteles enuncia también una de las leyes básicas del movimiento:


para que el movimiento o cambio sea posible, se requiere que haya
proporción entre el motor y su potencia o capacidad activa, y el móvil y su
potencia pasiva o material de ser movido [Física, II, 1). Estos principios y
leyes reciben una ulterior profundización al estudiar las causas.

4. El espacio, el lugar y el tiempo


Aristóteles introduce estas cuestiones al inicio del tercer libro de la Física:
«Movimiento y cambio son los fenómenos fundamentales de la
naturaleza. Quien no entiende el movimiento, no comprende
tampoco la naturaleza. Después de haber determinado la
noción de movimiento, habrá que estudiar, del mismo modo, las
cuestiones que de ella se desprenden […]. Además, sin lugar,
ni vacío, ni tiempo, el movimiento es imposible. Y como estas
determinaciones pertenecen a todas las cosas de la naturaleza
y valen universalmente, nuestro esfuerzo debe comenzar por el
examen de cada uno de estos puntos» [Física, III, 1, 200 b 12-
24].

Ya se ha anticipado que la continuidad es una de las características


propias de la física de Aristóteles. Es precisamente tratando de estas
cuestiones —espacio, lugar y tiempo— donde Aristóteles profundiza en su
significado. No solamente, como se ha visto, el movimiento, entendido como
proceso, manifiesta continuidad, sino que sobre todo la manifiestan el
espacio y el tiempo.

La continuidad del movimiento, en particular del movimiento local, se


apoya en la continuidad espacial del trayecto recorrido; y, a la vez, la
continuidad del tiempo depende de la del movimiento.

Continuo es, para Aristóteles, aquello que puede ser infinitamente


divisible, que puede ser siempre ulteriormente dividido [Física, III, 1, 200 b
18-20]. Sin embargo, a diferencia de lo que afirmaba Zenón en su defensa
del ser-uno de Parménides, o posteriormente la doctrina atomista, lo
continuo no debe entenderse como el compuesto de partes indivisibles, o la
agregación de puntos aislados. Tanto en el espacio como en el movimiento
y el tiempo no hay lapsos de vacío, sino que cada lugar, movimiento e
instante está siempre en continuidad con el anterior y con el sucesivo. No
hay, por tanto, magnitudes mínimas indivisibles —átomos— ni de espacio,
ni de movimiento ni de tiempo.

La forma básica de continuo es el espacio y, de modo derivado, la del


movimiento y la del tiempo. Y aun cuando lo propio de la continuidad es la
divisibilidad infinita, Aristóteles no acepta, sin embargo, una infinitud
espacial, del mismo modo que niega la posibilidad de cualquier infinito en
acto, esto es la presencia simultánea de infinitas partes espaciales o
temporales. Sí admite, en cambio, la infinitud del movimiento, entendida
como el sucederse sin inicio y sin fin del movimiento circular de los astros, y
por tanto y únicamente en este sentido la infinitud del tiempo.

Por otra parte, ni el espacio ni el movimiento ni el tiempo son realidades


sustanciales. Para Aristóteles lo que subsiste son las sustancias corpóreas
que, en virtud de la cantidad, son espacialmente extensas.

«Cantidad se llama a aquello que es divisible en sus partes


integrantes, de las cuales cada una es por propia naturaleza
algo uno y determinado» [Metafísica, V, 13, 1020 a 7-8].

Si la materia es para Aristóteles el principio multiplicador de los entes,


aquello que permite que una misma forma sustancial esté presente en
muchos individuos [Del cielo, I, 9, 277 b 27; Metafísica, VIII, 6, 1045 b 23 y
XIV, 1], la cantidad es aquella afección de la materia que modifica la
sustancia en el sentido de desplegarla en el ámbito espacio temporal; y
hace que, sin perder su unidad, tenga partes yuxtapuestas y, en
consecuencia, que sea potencialmente divisible al infinito.

Aristóteles distinguió entre cantidad extensa o continua —un bloque de


piedra, por ejemplo— y cantidad discreta o actualmente dividida, o sea, el
número. La cantidad extensa es lo continuo actualmente existente y, por
tanto, como se ha dicho, potencialmente divisible al infinito.

Pero el continuo de la sustancia corpórea tiene un límite que lo abarca: el


lugar. Aristóteles muestra que el lugar debe ser algo diferente de cada uno
de los cuerpos que lo ocupan; no puede ser ni la forma ni la figura de los
cuerpos, pues ésta acompaña al cuerpo que cambia de lugar. Por otra
parte, tampoco es admisible entender el lugar como un vacío o “hueco” en
el que se coloca el cuerpo, pues ésa sería una solución imaginaria. Por eso
Aristóteles considera que el lugar es la superficie circundante, formada por
otros cuerpos, que contiene inmediatamente a cada cuerpo, sin ser propia
del cuerpo:

«El límite del cuerpo continente, en cuanto que es contiguo al


contenido» [Física, IV, 4, 212 a 6-7].

En consecuencia, el lugar es la medida exacta de la extensión de los


cuerpos físicos.
La definición que Aristóteles da del tiempo —«la medida del movimiento
según el antes y el después» [Física, IV, 11, 219 b 1]— manifiesta la
estrecha relación que guarda con el movimiento; el tiempo se distingue del
movimiento, pero implica el movimiento:

«La existencia del tiempo no es posible sin la del cambio; de


hecho, cuando no cambia nada en nuestro ánimo o no
advertimos que algo cambie, nos parece que el tiempo no
transcurre» [Física, IV, 11, 218 b 21-23].

Y si el movimiento local es entendido como un proceso caracterizado por


la continuidad, algo semejante le sucede al tiempo; el continuo dimensional
implicado en el movimiento local marca también la continuidad del tiempo.
De hecho, conocemos el tiempo cuando percibimos el antes y el después
del movimiento.

Como realidad fluyente, el tiempo es real en la naturaleza. Sin embargo,


su medición en abstracto implica la actividad discursiva de la inteligencia,
que puede captar el tiempo como un todo y distinguir sus partes.

«Pero la cuestión más difícil de saber es si sin el alma el tiempo


existe o no, pues si no puede haber nadie que numere, no
habrá nada numerable, y en consecuencia no habrá número;
pues el número es o lo que ha sido numerado o lo numerable.
Pero si nadie puede por naturaleza contar sino el alma, y en el
alma la inteligencia, no puede haber tiempo sin alma, salvo
para aquello que es el sujeto del tiempo, como si por ejemplo
se dijera que el movimiento no puede ser sin el alma» [Física,
IV, 14, 223 a 21-26].

En dependencia de la física de su tiempo, Aristóteles precisará que para


medir el tiempo se necesita una unidad móvil primaria, y que tal unidad
radica en el movimiento uniforme y perfecto, esto es, en el movimiento
circular de las esferas y cuerpos celestes [Física, IV, 14, 223 b 19). Por otra
parte, señala Aristóteles que Dios y las inteligencias motrices, en cuanto
que son inmóviles, escapan al tiempo: son sempiternas.

5. Del cielo
En Del cielo Aristóteles nos ofrece una visión del universo que, en
algunos aspectos, permanecerá inalterada hasta Copérnico. En este libro no
todas las afirmaciones son originales del Estagirita, ya que recoge en él las
teorías del platónico Eudoxo de Cnido y de Calipo de Cícico. El propósito de
Aristóteles es hacer comprensible y explicar la estructura del proceso
natural del universo.

Para él, como se ha dicho antes, el cosmos está dividido en dos grandes
sectores, el mundo sublunar —por debajo de la órbita de la luna— y el
mundo supralunar o celeste, por encima de su esfera.

A diferencia de los filósofos anteriores, Aristóteles considera que el


universo no ha tenido un principio temporal; ha sido y será siempre tal y
como actualmente lo vemos. La necesidad de concebir eterno el universo
deriva del modo aristotélico de comprender el movimiento. No es posible,
para Aristóteles, un momento cero en el que no hubiera ni movimiento ni
tiempo. Suponer un inicio del movimiento significaría, en la mente de
Aristóteles, admitir que el movimiento se genera de manera inexplicable, sin
que pueda darse razón del cambio producido, del paso del no movimiento al
movimiento; y lo mismo sucedería si se postulara al término del movimiento,
su corrupción. La eternidad del movimiento implica la eternidad del tiempo,
la imposibilidad de pensar un antes o un después del tiempo [Física, VIII, 1,
251 a 18-252 a 5].

¿Cómo explicar entonces el origen del movimiento tanto de las


sustancias terrestres como el de los astros? Aristóteles liga la eternidad del
movimiento del mundo al movimiento circular de los astros, y tal movimiento
requiere una particular composición material. Si el movimiento del mundo
sublunar, precisamente por su estructura corpórea, presenta las diversas
posibilidades ya señaladas, el movimiento exclusivamente circular, sin inicio
ni fin, de las esferas celestes exige un particular componente material. La
materia propia de los astros es para Aristóteles el llamado quinto elemento o
éter, materia incorruptible cuya única potencialidad es la de moverse local y
circularmente.

Tal movimiento requiere, además, una propia causa eficiente de


naturaleza del todo peculiar: un motor inmóvil, esto es libre de toda
potencia, acto puro. En su visión del cosmos, Aristóteles establecerá,
corrigiendo las teorías de sus contemporáneos, la existencia de 55 esferas y
otros tantos motores, poniendo en el vértice de todas ellas la esfera del
primer cielo y el primer motor inmóvil, que es acto puro, como explicará
en Metafísica XII, 7-8.

Por otra parte para Aristóteles el movimiento celeste ejercita una


causalidad eficiente sobre el movimiento terrestre que hace que éste sea,
en última instancia, dependiente de aquél. Es decir, mientras el movimiento
del cielo puede explicarse en base a su composición material y al impulso
de los diversos motores inmóviles, el movimiento del mundo sublunar no
sería posible sin el movimiento celeste.

6. La tierra: elementos simples y cuerpos mixtos


La teoría hilemórfica constituye una de las tesis centrales del
pensamiento aristotélico, presente no sólo en los tratados de filosofía de la
naturaleza, sino también en los de metafísica, donde Aristóteles precisa el
significado y el alcance de los conceptos de la forma y la materia, así como
en otras muchas de sus obras en las que se sirve de ella para dar razón de
fenómenos —cambios o movimientos— más o menos profundos [Vigo
2007: 78-85].

En De la generación y la corrupción, después de haber examinado las


doctrinas de los filósofos precedentes y de haber rechazado la posibilidad
de la generación absoluta, es decir del surgir algo de la nada, Aristóteles
trata precisamente de la estructura de las sustancias terrestres más
simples.

En continuidad con la física de su tiempo, considera los cuatro elementos


de Empédocles —tierra, aire, fuego y agua— como las sustancias básicas,
como las primeras determinaciones sustanciales del mundo sublunar,
aquellas que están presentes en cualquier cuerpo mixto y en las que
termina su descomposición [Del Cielo, III, 3, 302 a 14-19]. Tales sustancias
no tienen, sin embargo, las características de elementos inalterables que les
atribuyó Empédocles; Aristóteles considera que también ellas se
transforman recíprocamente, pasando de la corrupción de una a la
generación de otra. Para poder explicar tales transformaciones, Aristóteles
atribuye a cada una de estas sustancias un par de cualidades elementales
opuestas —caliente-frío, seco-húmedo—, de tal modo que la pérdida de una
de estas cualidades y la adquisición de la contraria explicaría la
transformación de una sustancia en otra. El agua, por ejemplo, fría y
húmeda, se transforma en aire cuando cambia una de sus cualidades —fría
— por su opuesta, caliente [De la generación y la corrupción, II, 1-4]. Y es
precisamente en estas transformaciones de las sustancias elementales
donde Aristóteles supone como sustrato material de las cualidades
contrarias una materia primera indeterminada [De la generación y la
corrupción, II, 1, 329 a 28-36].

Pero, además, Aristóteles atribuye a cada una de estas cuatro sustancias


básicas otra cualidad elemental, la ligereza o la pesadez, en virtud de la
cual tenderán naturalmente a su lugar propio [Del Cielo, IV, 1-5]. El espacio
físico no es, pues, para Aristóteles, un espacio geométrico homogéneo, sino
que está determinado por lugares definidos.

En base a tal explicación Aristóteles intenta dar cuenta de los distintos


cambios de nuestro mundo, desde la generación a la traslación,
movimientos todos rectilíneos, procesos con un inicio y un fin, en
contraposición al movimiento circular y eterno de los cuerpos celestes. El
movimiento circular de los astros, y en particular del sol, es, sin embargo,
decisivo para que se puedan producir, con continuidad indefinida, los
procesos generativos del mundo sublunar [De la generación y la corrupción,
II, 10].

De las ilimitadas combinaciones de los cuatro elementos, surgen unos


compuestos base llamados homeomerías, los cuales, mezclados no por
simple yuxtaposición sino por alteraciones y generaciones, provocan la
educción en la materia de formas sustanciales superiores, según grados de
continuidad: los sucesivos cuerpos mixtos o compuestos tienen, según
prosiga la generación, formas sustanciales más perfectas, de modo que
éstas incluyen las inferiores —como los números: el nueve por ejemplo,
incluye los números precedentes—, las cuales reaparecen cuando una
sustancia se corrompe [Meteorológicos, IV, 12].

Esto significa, obviamente, que la materia por sí sola no basta para


explicar la generación y corrupción de los cuerpos; junto a la causa material
Aristóteles señala la necesidad de las causas formal, eficiente y final [De la
generación y la corrupción, II, 9-11], que trataremos en la sección 5 de la
parte siguiente.

IV. La Metafísica
1. Concepto y características
La metafísica es para Aristóteles la más alta de las ciencias
especulativas. Sin embargo, conviene aclarar en primer lugar que el término
metafísica, con el que se designan los 14 libros de Aristóteles que versan
sobre esta ciencia, no es propiamente aristotélico. El Estagirita la llamaba
habitualmente “filosofía primera”, para distinguirla de las “filosofías
segundas” o ciencias particulares.

Probablemente el término metafísica fue acuñado por Andrónico de


Rodas en el siglo I a.C., con motivo de la edición de las obras de Aristóteles.
No obstante, el nombre de metafísica cuadra muy bien con las
características que tenía esta ciencia para Aristóteles. Su objeto son las
realidades que están más allá de las cosas sensibles, es decir, las
realidades inmateriales o al menos no captables por los sentidos, sólo
inteligibles, y que en sí mismas no dependen de nada sensible.

Aristóteles definió esta ciencia de cuatro modos:

a) la metafísica indaga por las primeras causas y los principios supremos


de la realidad;

b) la metafísica investiga el ente en cuanto ente;

c) la metafísica estudia la sustancia;

d) la metafísica versa sobre Dios y las sustancias suprasensibles.

a) Ciencia de las causas primeras: la metafísica, como cualquier otra


ciencia, debe ser conocimiento de causas. Pero, a diferencia de las ciencias
particulares, en cierto sentido debe conocer todas las cosas, y esto no por
simple enumeración de causas particulares, sino en cuanto llega a los
primeros principios de todas las cosas. Es decir, no se interesa por las
causas particulares del fuego, del agua, o de cada especie animal, sino por
las causas de toda la realidad, de todo el universo.

«Lo que ahora queremos decir es esto: que la llamada


sabiduría versa, en opinión de todos, sobre las primeras causas
y sobre los principios» [Metafísica, I, 1, 981 b 27-29].
b) La metafísica es también ciencia del ente en cuanto ente. Con esta
definición Aristóteles resalta la universalidad de la metafísica, en cuanto se
ocupa no de un sector de la realidad, sino de la realidad en su totalidad. En
la línea inaugurada por Parménides, Aristóteles considera que la
característica central de todas las cosas es el ser. Ante todo las cosas son.
Éste es el aspecto más universal de los objetos reales.

Por consiguiente, la metafísica estudia qué significa ser, cuáles son las
propiedades que se siguen de ser, cuáles son las modalidades del ente en
cuanto tal: ente potencial o actual, ser en sí o en otro, etc.

«Hay una ciencia que considera el ente en cuanto ente (τὸ ὂν ᾗ


ὂν) y las propiedades que le competen en cuanto tal. Y esta
ciencia no se identifica con ninguna de las que llamamos
particulares, pues ninguna de las otras ciencias considera el
ente en cuanto ente, en universal, sino que, después de haber
delimitado alguna parte de él, cada una estudia las
características de esa parte» [Metafísica, IV, 1, 1003 a 21-25].

c) La metafísica estudia también la sustancia. Este objeto está en


perfecta continuidad con el anterior, ya que para Aristóteles preguntarse por
el ente equivale sobre todo a preguntarse por la sustancia (οὐσία).
Aristóteles considera que el ente no tiene un sentido unívoco, sino en cierto
modo analógico: no cabe pensar —como Parménides— en un único ser que
abarque la diversidad de lo real; el ente tiene una valencia múltiple, pues
hay diversos modos de ser, de los cuales el fundamental es ser sustancia:
todo lo que es, o es sustancia o depende de algún modo de las sustancias,
que constituyen el ente en el sentido más propio de la palabra; ser un ente
propiamente es ser una sustancia.

«Y en efecto, lo que desde antiguo, así como ahora y siempre


constituye el eterno objeto de búsqueda y el eterno problema:
¿qué es el ser?, equivale a esto: ¿qué es la sustancia?»
[Metafísica, VII, 1, 1028 b 2-4].

d) Por último, la metafísica se ocupa también de Dios. Quien busca las


causas y los principios primeros, debe encontrar a Dios, causa y principio
por excelencia. Del mismo modo, preguntarse por el ente es preguntarse si
existen sólo entes sensibles o si también hay un ser suprasensible y divino y
si es único o hay varios. Y el problema de la sustancia implica además
saber qué tipos de sustancia existen, si sólo las sensibles o también
algunas suprasensibles y divinas.

«Hay pues otra ciencia, distinta de la física y de la matemática,


la cual estudia el ente separado e inmóvil, siempre que exista
una sustancia de este tipo, o sea una sustancia separada e
inmóvil, como buscamos demostrar. Y si entre los entes existe
una realidad de este género, allí estará también sin duda lo
divino y este será el Principio primero y más importante»
[Metafísica, XI, 7, 1034 a 34-b 1].

2. La unidad de la metafísica
Estos cuatro objetos distintos que Aristóteles asigna a su metafísica han
suscitado no pocos problemas y numerosas interpretaciones. De una parte,
Jaeger y todos los que siguieron el método evolutivo veían en los 14 libros
de la Metafísica una ciencia fluctuante cuyo objeto variaba según el
momento del estadio evolutivo en el que Aristóteles había escrito cada uno
de los libros o incluso sus partes. La unidad de la Metafísica sería entonces
la del espíritu aristotélico, vivo y cambiante a lo largo de toda su vida.

Otros intérpretes han considerado que la Metafísica contendría no una


única ciencia, sino al menos dos distintas: (1) la teología aristotélica, la
filosofía primera, ciencia particular que tiene a Dios por objeto y que debe,
en consecuencia, subordinarse a (2) la ciencia universal y propiamente
metafísica, cuyo objeto es el ente en cuanto ente y que Aristóteles expone
en el mismo tratado [Aubenque 1966].

Para otros intérpretes, sin embargo, esta postura es insostenible ya que


la metafísica y la teología eran para Aristóteles una y la misma ciencia
[Owens 1963; Reale 1967].

Por último, y quizá sea ésta la interpretación más acertada, otros


estudiosos explican la diversidad de objetos de la Metafísica como fruto de
una única investigación filosófica que tendría por objeto el ente en cuanto
ente y sus causas, y en esa búsqueda por entender las causas del ente
habría surgido la teología que si no puede sin más identificarse con la
metafísica, tampoco puede considerarse sólo como una ciencia particular.
«La teología aristotélica no es ni una ciencia particular junto a otras, la cual
presupone un objeto propio, esto es la sustancia suprasensible de la que
deduce sus propiedades; ni es la única ciencia universal, en la que se
resuelve enteramente la ciencia del ser en cuanto ser, es decir la ontología.

»Ella es, al contrario, un desarrollo necesario, porque entre las causas


primeras del ser algunas, aquellas motrices, resultan pertenecer a la esfera
de lo suprasensible, es decir de lo divino en el sentido más propio. La
teología es una ciencia universal, porque alcanza a descubrir causas que
son universales, que abrazan a todo ser; pero no agota enteramente la
función de la ciencia del ser en cuanto ser, que es la ciencia universal por
definición, y por tanto no resuelve esta última en sí misma, ya que existen
otras causas, diversas de aquellas motrices e igualmente necesarias para
explicar el ser en cuanto ser, es decir la causa material y la formal-final, que
son diversas para las distintas cosas. Por último, la teología no presupone
su propio objeto, la sustancia suprasensible, sino que demuestra su
existencia, y demostrándola absuelve enteramente su función, que es
aquella de buscar una entre las causas primeras del ser en cuanto ser»
[Berti 1977: 449; cfr. Berti 2011].

3. El principio de no contradicción
Frente al relativismo y escepticismo de algunos filósofos de la naturaleza
y los posteriores sofistas, representados principalmente por Heráclito y
Protágoras, Aristóteles busca la verdad más cierta, la base o principio de
toda demostración y, por tanto, de toda ciencia. La encuentra en el principio
de no contradicción:

«Es imposible, en efecto, que el mismo atributo, a un tiempo,


pertenezca y no pertenezca a una misma cosa, según el mismo
sentido (con todas las demás puntualizaciones que se podrían
añadir con miras a las dificultades lógicas). Éste es, pues, el
más firme de todos los principios […]. Es imposible, en efecto,
que alguien crea que una misma cosa es y no es, según en
opinión de algunos dice Heráclito […]. Por eso todas las
demostraciones se remontan a esta última noción, porque ella,
por su naturaleza, constituye el principio de todos los demás
axiomas» [Metafísica, IV, 3, 1005 b 19-34].
Compete a la metafísica el estudio de este primer principio que afecta a
toda la realidad. Las ciencias particulares se ocupan de los principios
propios del sector de la realidad que consideran; pero, todas las ciencias,
además de sus propios principios, usan también otros más universales,
axiomas (ἀξιώματα) válidos para toda la realidad.

«Es evidente que el estudio de estos axiomas entra en el


ámbito de aquella única ciencia, esto es la ciencia del filósofo.
En efecto, ellos valen para todos los entes, y no son
propiedades peculiares de algún género particular de entes con
exclusión de los demás. Y todos se sirven de estos axiomas,
porque son propios del ente en cuanto ente, y todo género de
realidad es ente» [Metafísica, IV, 3, 1005 a 20-25].

El principio por excelencia es el de no contradicción. Es el principio más


seguro, más conocido, y constituye la condición necesaria para demostrar
cualquier cosa. Se puede decir que es como una ley del ente, en el sentido
de que toda realidad concreta, todo ente, es de un modo determinado y no
puede, a la vez, ser de otro. Por eso mismo es también una ley del
pensamiento que conoce y entiende el ente.

Por ser primero, no puede demostrarse; todos lo usan en cuanto ley del
ente y de la inteligencia, y es evidente a todos. Sin embargo, entre los
filósofos antiguos hubo quienes quisieron negarlo, y contra ellos arguye
Aristóteles mediante la confutación. El principio de no contradicción no
puede demostrarse, pero sí se puede mostrar que cualquier raciocinio que
intentara negarlo no tendría ningún sentido, sino haciendo uso del principio
mismo. Si alguien dice algo, y admite para lo que dice un sentido
determinado, es imposible que a la vez admita el sentido contrario. El simple
hecho de decir algo con sentido implica ya hacer uso del principio de no
contradicción [Metafísica IV, 4 y XI, 5].

4. Los sentidos del ser


Hemos visto cómo Aristóteles define la metafísica como ciencia del ente
en cuanto ente. Veamos ahora qué es el ente en cuanto ente en el contexto
de la especulación aristotélica.
Parménides había considerado —al menos así lo interpreta Aristóteles—
que no podía haber más que un solo ente, ya que había tomado esta noción
según un único significado, esto es, unívocamente. Para Parménides el ser
era una identidad absoluta y opuesta al no ser, entendido también de modo
absoluto, como la nada. De este modo la realidad de lo múltiple resultaba
inexplicable. En efecto si sólo el ser es y es pensado como ingénito e
incorruptible, uno, continuo, íntegro, idéntico, completo… no es posible
afirmar, como concluyeron Zenón y Meliso, la realidad —el ser— de lo
múltiple. Aristóteles, en cambio, parte de la experiencia, no de las
exigencias lógicas, y la experiencia nos dice que hay muchos entes. El
hombre es, el color es, el número es… Pero no todo es en el mismo sentido.
Y así Aristóteles pone una base metodológica importante de su doctrina
metafísica: el ente se dice en muchos sentidos, que hay que averiguar
cuidadosamente [Brentano 1975].

Aristóteles entiende que el término ente se predica de todo aquello que


es y, por tanto, siendo la realidad diversa, no se le asigna un único sentido
(univocidad), aunque tampoco sentidos completamente diversos, como si
fuera un término equívoco, como si entre todo lo que se designa como ente
no hubiera otra relación que la del nombre en común (homonimia total o
casual). Entre la univocidad y la equivocidad cabe una posición intermedia
que Aristóteles llama homonimia relativa a uno (ὁμωνυμία πρὸς ἕν), y que
más tarde será traducida como analogía. La homonimia relativa no significa
sólo la coincidencia de nombre entre cosas completamente diversas, sino
más bien la coincidencia de nombre entre cosas que tienen algo en común,
porque todas ellas están en relación con una primera a la que el nombre
corresponde de modo propio. Aristóteles formula esta doctrina acudiendo al
ejemplo de la salud:

«El ente se dice en múltiples significados, pero siempre con


relación a una unidad y a una realidad determinada. El ente,
pues, no se dice por mera homonimia, sino del mismo modo
como decimos sano a todo aquello que se refiere a la salud: o
en cuanto la conserva, o en cuanto la produce, o en cuanto es
síntoma, o en cuanto está en condición de recibirla»
[Metafísica, IV, 2, 1003 a 33-b 1].
Es decir, muchas cosas se dicen sanas —rostro, clima, medicina, etc.—,
pero siempre con alguna referencia a un significado principal: lo
propiamente sano es el cuerpo viviente.

a) Ser como sustancia y ser como accidente: las categorías

Así pues, hay que buscar, entre todas las cosas que son, aquellas que
son en sentido primordial. Una vez descubiertas éstas, todas las demás se
dirán en relación a aquéllas. Ese único principio, esa única realidad
fundamental implicada en los diversos significados de ente es, para
Aristóteles, la sustancia individual, es decir, las cosas concretas e
independientes: este hombre, este caballo, etc.

«Así pues, también el ente se dice en muchos sentidos, pero


todos con referencia a un único principio: algunas cosas se
dicen entes porque son sustancias; otras, porque son atributos
de la sustancia, o bien por ser corrupciones, privaciones,
cualidades o causas productivas o generadoras de la
sustancia» [Metafísica, IV, 2, 1003 b 5-9].

En este sentido Aristóteles supera también a su maestro Platón, para


quien el “ente verdaderamente tal” o en sentido fuerte eran las Ideas. Para
Aristóteles esa solución era válida sólo en el plano lógico. Pero Platón toma
los conceptos universales que expresan la esencia de las cosas como si
fueran realidades en sí, como si su contenido universal subsistiera
realmente y en cuanto tal: el Hombre en sí, el Perro en sí son reales. Para
Aristóteles no hay más realidad que la de las cosas singulares; los
universales en sí mismos son abstracciones. El universal —“hombre”—
expresa, eso sí, la naturaleza real de las cosas; pero esa naturaleza es
parte integrante de la cosa individual. Lo que es verdaderamente es el ente
completo singular y sustancial. El centro de la metafísica aristotélica no es
sólo la sustancia, sino la sustancia individual: todo lo demás se dice con
referencia a ella.

En uno de los libros de lógica, las Categorías, establece Aristóteles los


géneros supremos a los que se puede reducir toda la predicación del ser.
Por ejemplo, decir que algo es hombre, es blanco, es grande, es hijo, es en
un lugar, etc. Tales géneros lógicos se corresponden a otros tantos modos
supremos de ser, y son los significados primeros y fundamentales del ente.
Las categorías —predicamentos— son para Aristóteles diez: sustancia,
cualidad, cantidad, relación, lugar, cuando, acción, pasión, posición y
posesión, aunque estas dos últimas no siempre aparecen en sus obras.
Como dijimos, de todas ellas es la sustancia la que tiene la primacía, la que
constituye el sustrato presupuesto por todas las demás:

«El es se predica de todas las categorías, pero no del mismo


modo, sino que de la sustancia de manera primaria y de las
otras categorías de modo derivado» [Metafísica, VII, 4, 1030 a
21-22].

Sólo la sustancia es en sí misma, mientras que los demás tipos de


realidad —llamados accidentes— son “afecciones” de la sustancia.

Aristóteles, distinguiendo la sustancia del resto de las categorías, sienta


las bases para la división del ente en dos campos bien diversos: el
sustancial y el accidental.

La primacía de la sustancia sobre el resto de las categorías se manifiesta


de distintos modos. En primer lugar, la sustancia existe por sí misma —es
subsistente—, mientras que las demás categorías sólo subsisten o son en la
sustancia; la blancura, el tamaño, la semejanza, no son “cosas” o realidades
independientes, sino que siempre son en la sustancia.

Otra manifestación del primado de la sustancia consiste en que la


definición de cualquier categoría accidental debe incluir la de la sustancia:
así, el blanco o el músico se entienden sólo como algo de una sustancia.
También el hecho de conocer evidencia la primacía de la sustancia, en
cuanto que conocer una cosa es, sobre todo, conocer qué cosa es y no
únicamente qué cualidades, cantidad o lugar tiene [Metafísica, VII, 1, 1028 a
10-b 2].

b) Ser como acto y ser como potencia

Otro modo fundamental de ser es el “ser en acto” y “ser en potencia”.


Este modo puede afectar a cualquiera de las categorías; por ejemplo, ser
blanco en acto o en potencia. La experiencia misma enseña que, además
del modo de ser en acto, hay un modo de ser en potencia: esto es, aquel
modo de ser que no es acto, pero que es capacidad real de estar en acto y
no mera posibilidad lógica. Quien negara la existencia de la potencia
encerraría la realidad en un inmovilismo que excluye cualquier tipo de
devenir: por ejemplo, el niño es un hombre adulto en potencia, y puede
llegar a ser adulto en acto precisamente por el movimiento, paso de
potencia a acto. La piedra, en cambio, no tiene potencia de ser hombre
[Metafísica, IX, 3].

«Es evidente que la potencia y el acto son diversos el uno del


otro; aquellos razonamientos (de los megáricos), al contrario,
reducen la potencia y el acto a la misma cosa e intentan
destruir una diferencia que es importante. Cabe, por tanto, que
una sustancia esté en potencia para ser y que, sin embargo, no
exista, y también que una sustancia esté en potencia para no
ser y que, sin embargo, exista. Lo mismo vale también para las
demás categorías: puede darse que aquel que tiene capacidad
de caminar no camine, y que quien no está caminando tenga la
capacidad de caminar» [Metafísica, IX, 3, 1047 a 18-24].

Como se ha dicho, el ente en potencia y en acto no tiene un único


significado, sino múltiple, en cuanto que se extienden a todas las
categorías. Esto significa que un modo de ser en acto y en potencia
corresponde a la sustancia, otro diverso a la cualidad, a la cantidad, etc.

Con respecto a la sustancia sensible, la materia es potencia, en el sentido


de que es capacidad de asumir una forma: el bronce está en potencia de
ser estatua; la madera es potencia de los diversos objetos que con ella
pueden hacerse, porque implica una concreta capacidad de asumir distintas
formas. Por el contrario, la forma se constituye como acto o actuación de
aquella capacidad. Para Aristóteles las cosas singulares del mundo sensible
están compuestas de acto y potencia, forma y materia: no son realidades
simples, sino “estructuras” o composiciones de principios simples
[Metafísica, VIII, y IX, 8].

Para Aristóteles, acto significa perfección. El acto tiene absoluta prioridad


y superioridad sobre la potencia:

a) La potencia se conoce precisamente como referencia al acto


correspondiente: la potencia de correr, respecto al correr;

«Que el acto es anterior a la potencia en cuanto a la noción es


evidente. De hecho la potencia (en el sentido primario del
término) es aquello que tiene capacidad de pasar al acto: llamo,
por ejemplo, constructor a quien tiene capacidad de construir, y
vidente a quien tiene capacidad de ver, y visible a lo que puede
ser visto. Y esto mismo se aplica a las demás cosas. De tal
modo, la noción de acto necesariamente precede al concepto
de potencia, y el conocimiento del acto precede al de la
potencia» [Metafísica, IX, 8, 1049 b 12-17].

b) Además, todo paso de potencia a acto requiere antes algo ya en acto.


Lo que es en potencia no puede llegar a ser en acto sino en virtud de algo
que ya esté en acto: no puede nacer un árbol si no existe antes otro árbol.
La potencia, en cuanto es pasividad, necesita siempre de algo anterior ya
en acto;

«El acto, además, es anterior a la potencia en cuanto al tiempo


en este sentido: si el ser en acto es considerado como
específicamente idéntico a otro ser en potencia de la misma
especie, es anterior a él; si por el contrario el ser en acto y en
potencia son considerados en el mismo individuo, el ser en acto
no es anterior. Pongo algunos ejemplos: de este hombre
particular que ya existe en acto, y de este particular trigo y de
este particular ojo que está viendo, en orden temporal es
primero la materia, la semilla y la posibilidad de ver, que son
hombre y grano y vidente en potencia y no todavía en acto.
Pero a éstos, siempre en orden temporal, son anteriores otros
seres ya en acto de los cuales han derivado: de hecho, el ser
en acto procede siempre del ser en potencia por obra de otro
ser ya en acto» [Metafísica, IX, 8, 1049 b 17-25].

c) Por otra parte, el acto tiene razón de fin y término de la potencia:


cualquier potencia alcanza su fin y perfección sólo cuando llega al acto: la
semilla, que es árbol en potencia, tiene como fin llegar a ser árbol, y los
animales tienen la vista para ver.

«Pero el acto es anterior también en cuanto a la sustancia: en


primer lugar porque las cosas que en el orden de la generación
son últimas, en el orden de la forma y la sustancia son
primeras: por ejemplo, el adulto es antes que el niño y el
hombre antes que el semen; uno posee ya la forma actuada, el
otro no. En segundo lugar, es anterior porque todo lo que se
genera procede hacia un principio, o sea hacia el fin: pues el fin
constituye un principio y el devenir tiene lugar en función del fin.
Y el fin es el acto y gracias a él se adquiere también la
potencia. En efecto, los animales no ven para poseer la vista,
sino que poseen la vista para ver» [Metafísica, IX, 8, 1050 a 4-
11].

Sin embargo, todo esto no basta para entender el alcance del acto
aristotélico. Si hasta el momento se ha hecho referencia al acto y a la
potencia con relación a las categorías, a los modos de ser, es preciso dar
un paso más para comprender que Aristóteles no concibe el ser, como
Platón, sólo en una dimensión objetiva, formal, sino también y sobre todo
como subsistencia. Como antes se advertía, el centro de la metafísica
aristotélica no es la sustancia, sino la sustancia individual, esto es, la
sustancia en acto. Y este mismo hecho, que la sustancia sea susceptible de
ser en acto y en potencia, hace entender la prioridad del acto respecto al ser
categorial. La distinción categorial la establece Aristóteles desde el lenguaje
y la estructura predicativa, siendo, sin embargo, consciente de no abrazar
con ella la realidad en su dimensión más profunda. La dificultad que el
mismo Aristóteles encuentra para exponer el acto, da prueba precisamente
de su prioridad respecto a la forma, de su carácter no objetivable.

El acto (ἐνέργεια) expresa para Aristóteles el aspecto más radical de la


realidad, el aspecto no sólo dinámico, sino también existencial.
En Metafísica IX, 6 señala los tres significados del acto: movimiento —
κίνησις, acto imperfecto—, operación —πράξις, acto perfecto— y el ser
mismo, el existir de las cosas (τὸ ὑπάρχειν τὸ πρᾶγμα). Antes y más
importante que el modo de ser de una cosa —la forma— es que la cosa
sea, exista; sólo lo que es actual —lo que existe— puede moverse y operar
de acuerdo con el modo de ser proveniente de su forma [De Garay 1987].
Aristóteles no atribuye, sin embargo, a la distinción señalada entre el modo
de ser de las cosas, su esencia, y su subsistencia, la importancia que
adquirirá en la posterior metafísica medieval y en la filosofía de Heidegger.

c) El ser accidental y el ser como verdadero

Además de las categorías y del ser en acto y en potencia, Aristóteles


señala otros dos significados del ser, ser accidental (κατὰ συμβεβηκός)—
contrario a ser per se (καθ’αὐτό)— y el ser como verdadero. Sin embargo,
ambos sentidos quedan excluidos de la consideración metafísica.
No es fácil definir el ser accidental. Aristóteles indica su naturaleza
sirviéndose, como en otras ocasiones, de ejemplos:

«Pues a lo que ni es siempre ni generalmente, a eso llamamos


accidente. Por ejemplo, si en el verano se produce mal tiempo y
frío, decimos que es accidental, pero no si hace bochorno y
calor, porque esto se da siempre o generalmente, y aquello no.
También es accidental que un hombre sea blanco, pues ni lo es
siempre ni generalmente, pero que sea animal no es por
accidente. Y que un arquitecto produzca la salud es accidental,
porque lo natural no es que haga esto el arquitecto, sino el
médico, y es accidental que sea médico el arquitecto»
[Metafísica, VI, 2, 1026 b 31-1027 a 2; cfr. V, 30].

El ser accidental expresa, por tanto, lo que se da pero sin suceder de


modo necesario. Del hombre se puede predicar que es blanco, pero sólo
accidentalmente, es decir sin ningún nexo necesario entre el sujeto y el
predicado. Es, pues, algo fortuito, algo que no se da siempre ni la mayoría
de las veces, pero que, sin embargo, constituye un modo de ser real que se
atribuye a un sujeto aquí y ahora.

La causa del ser accidental no puede ser el sujeto de quien se predica —


su esencia— y, en consecuencia, no podrá ser deducido de la
consideración del sujeto. Por lo tanto, el ser accidental no podrá ser
estudiado ni por la metafísica ni por ninguna otra ciencia, ya que el objeto
de la ciencia es mostrar, en la medida de lo posible, los atributos de las
cosas en cuanto necesariamente proceden de ellas, de su esencia
[Metafísica, VI, 2, 1027 a 20]. Lo accidental, por el contrario, es lo fortuito, lo
contingente, algo que no permite ser definido ni razonado, debido a que per
se no tiene antecedentes. Aunque sea un ser causado, no cabe establecer
sus causas a priori. A lo más, sería posible hacerlo a posteriori, es decir,
una vez que ya se ha producido el ser accidental, podríamos intentar
descubrir por qué éste se ha producido. En última instancia llegaríamos a la
causa material cuya indeterminación permite lo fortuito [Metafísica, XI, 8,
1065 a 25].

Por último, Aristóteles habla también del ser en cuanto verdadero (el ser
veritativo), y su opuesto, el no-ser en cuanto falso. El ser veritativo es
puramente mental, pero no por eso se identifica sin más con el ser lógico,
es decir, con el modo de ser que las cosas tienen en el entendimiento. El
ser veritativo añade una referencia a la realidad extra-mental: es el ser de
las cosas en el entendimiento en cuanto poseen un refrendo real; si no lo
poseen se da la falsedad.

«Lo verdadero, en efecto, significa la afirmación de aquello que


está realmente unido y la negación de lo que está realmente
separado; lo falso es, al contrario, la contradicción de esta
afirmación y de esta negación […] Ciertamente, lo verdadero y
lo falso no están en las cosas, como si lo bueno fuera
verdadero y lo malo falso, sino en el pensamiento» [Metafísica,
VI, 4, 1027 b 20-27].

Este modo de ser, por lo tanto, pertenece a la razón y su estudio compete


no al metafísico, sino al lógico [Metafísica, VI, 4, 1028 a 30]. Esto no
significa, sin embargo, que Aristóteles no admita la existencia de cosas
verdaderas o falsas. Quiere decir únicamente que la verdad o falsedad no
son el modo primario del ser, sino tan sólo el reflejo en la razón de lo que
las cosas son o no son en la realidad.

«Pues tú no eres blanco porque nosotros pensemos


verdaderamente que eres blanco, sino que, porque tú eres
blanco, nosotros, los que lo afirmamos, nos ajustamos a la
verdad» [Metafísica, IX, 10, 1051 b 6-9].

En definitiva, estos dos modos de ser —accidental y veritativo—


presuponen y remiten a las categorías. A través de su presencia en el
pensamiento y en el lenguaje, las categorías implican un modo de acceso a
lo real. Ante el pensamiento y su expresión lingüística, la realidad aparece
formalizada y distinta según modos de ser —las categorías— cuya
consistencia es posible definir. En consecuencia, es posible distinguir lo que
pertenece a cada uno de esos modos por esencia, de lo que puede
sucederles sólo de manera fortuita, esto es, del ser accidental. Siempre
dentro de este ámbito, el pensamiento puede componer y dividir, afirmar y
negar. La mente es capaz de articular las distinciones formales que alcanza
a descubrir en la realidad, y esto es lo que se denomina ser veritativo.

Sin embargo, Aristóteles entiende que reducir la realidad a estos modos


de ser significaría dejar de lado su aspecto más profundo y más difícil de
conceptualizar, el que más resistencia ofrece al dominio del lenguaje. Su
manifestación más evidente es el dinamismo de lo real, su movilidad, que se
presenta a primera vista precisamente como indeterminación; más allá de
ella, y como su fundamento, se encuentra el existir mismo de las cosas.
Para dar razón de este aspecto de la realidad, Aristóteles ha acuñado un
nuevo término, acto, ἐνέργεια, y ha elaborado una teoría considerada por
muchos intérpretes como uno de los núcleos más originales de su
metafísica, que posteriormente se revelará extraordinariamente fecundo.

5. Las causas
La doctrina aristotélica de las causas se encuentra dispersa entre sus
diversos tratados. Por ejemplo, en los Analíticos posteriores encontramos la
noción de causa al definir la ciencia como conocimiento por las causas. Sin
embargo, es en el libro segundo de la Física y en la Metafísica donde el
Estagirita hace un estudio detallado de esta cuestión.

El principio de causalidad es un punto firme del pensamiento aristotélico.


Precisamente una de las principales acusaciones que Aristóteles dirige a los
filósofos anteriores, es el no haber determinado con claridad el porqué de
las cosas. No basta apelar, como algunos hicieron, al azar y a la casualidad,
ni tampoco son suficientes las explicaciones mitológicas. Para Aristóteles,
todo lo que sucede tiene una causa que explica su origen, su fin y su modo
peculiar de producirse: «todo lo que llega a ser, es por una causa»
[Metafísica, VII, 8, 1033 a 24]. Aristóteles distingue cuatro especies de
causa:

«Se llama causa, en primer sentido, la materia de la que son


hechas las cosas: por ejemplo, el bronce es causa de la
estatua, la plata de la copa, y también los géneros de estas
cosas. En otro sentido, causa significa la forma y el modelo, o
sea la noción de la esencia y sus géneros: por ejemplo, en la
octava la causa formal es la relación de dos a uno, y, en
general, el número. Y causa en este sentido son también las
partes que entran en la noción de la esencia. Además, causa
significa el principio primero del movimiento o del reposo; por
ejemplo, es causa quien ha tomado una decisión, el padre es
causa del hijo y, en general, quien hace es causa de lo que es
hecho y aquello que es capaz de producir el cambio es causa
de lo que lo sufre. Además, la causa significa el fin, es decir,
aquello para lo que algo se hace: por ejemplo, el fin de pasear
es la salud» (Metafísica, V, 2, 1013 a 24-34).

Brevemente, las causas se pueden definir del siguiente modo:

a) causa material: aquello a partir de lo cual una cosa es producida, como


su constitutivo intrínseco: por ejemplo, la madera para una estatua de
madera;

b) causa formal: es la forma o esencia de las cosas, lo que hace que una
cosa sea lo que es: una determinada estructuración interna hace que
una estatua sea como efectivamente es;

c) causa eficiente: es un ente en acto del que proviene el devenir; el


escultor que talla la estatua;

d) causa final: aquello en cuya dirección se realiza el cambio, y que


constituye la perfección del ente; en el caso de la estatua, el fin que
tiene. Aristóteles considera la causa final como la más importante y de
la que dependen, en última instancia, todas las demás.

Como se puede ver, Aristóteles desarrolló toda su teoría de las causas


desde el punto de vista del ser. Se entiende así que la división aristotélica
de las causas no corresponda a la partición escolástica entre causas
intrínsecas (material-formal) y extrínsecas (eficiente y final), sino que se
base en el acto y la potencia. Tres de ellas —formal, eficiente y final—
siguen al acto, una —material— a la potencia.

V. La causa primera
La metafísica, al ocuparse del ente en cuanto ente y de sus causas debe
tratar también de Dios, principio causal de los entes. El motivo es obvio para
Aristóteles, ya que todos concuerdan en señalar a Dios como una de las
primeras causas del universo.

Desarrolla este tema en el libro octavo de la Física y en el doce de


la Metafísica bajo dos aspectos distintos, pero relacionados entre sí. El
núcleo de la argumentación aristotélica consiste en reconocer que los entes
en potencia requieren como fundamento un acto puro, al que llama Dios. Si
la conclusión de la Física es la existencia y naturaleza de un primer motor,
la de la Metafísica es la existencia de una sustancia cuya naturaleza es la
pura actualidad.

1. La existencia de Dios
a) La prueba de la Física

Aristóteles demuestra en la Física la necesidad de que exista un primer


motor inmóvil que cause el movimiento de todo el universo. La
argumentación tiene como primer fundamento el principio de causalidad,
que aplicado al movimiento puede formularse así: «todo lo que está en
movimiento, es movido por otro» [Física, VII, 1, 241 b 24]. Partiendo de esta
verdad, Aristóteles asciende rigurosamente hasta probar la existencia del
primer motor inmóvil: si todo lo que está en movimiento es movido por otro,
este otro, si a su vez está en movimiento, es movido por un tercero. Pero
para explicar cualquier movimiento, es necesario llegar a un principio no
movido ulteriormente. Sería absurdo pensar que se pueda ascender de
motores movidos en motores movidos, hasta el infinito, ya que el proceso al
infinito no explicaría nada. Si esto es así, no sólo debe haber motores
causantes de los movimientos particulares, pero movidos a su vez, sino que
debe haber un principio absolutamente inmóvil y primero, que cause el
movimiento de todo el universo. Sin él, nada se movería [Física, VIII, 5].

Además de ser inmóvil, el primer motor es eterno, pues si comenzase a


ser necesitaría una causa. Por otra parte, la eternidad del movimiento del
universo según Aristóteles pone de manifiesto también la eternidad del
primer motor [Física, VIII, 6; Natali 1974].

De estas dos características se desprende la tercera: su naturaleza de


acto puro, ya que no puede tener potencia alguna. Aristóteles trata de su
naturaleza en la Metafísica.

b) La prueba de la Metafísica

Si la Física parte del movimiento, la Metafísica parte de la sustancia.


Aristóteles, después de señalar las características propias de la sustancia,
se pregunta qué clases de sustancias existen: si sólo las sensibles, como
pensaban los antiguos presocráticos, o también algunas suprasensibles,
aunque no en el sentido platónico. La existencia de sustancias sensibles
para Aristóteles es una evidencia que no necesita ser demostrada; no
ocurre lo mismo con las sustancias suprasensibles, de cuya demostración
se ocupa el libro doce de la Metafísica.

Aristóteles afirma que si todas las sustancias fueran sensibles,


corruptibles, nada existiría. En efecto, lo corruptible alguna vez no fue y,
además, nada se mueve de la potencia al acto sino por un ser en acto. Por
lo tanto, el principio que explica las series de generaciones de los entes
corruptibles no puede ser un ente corruptible, sino que ha de ser un ente
incorruptible, que no tenga potencia, sino que sea sólo acto, pues si su
modo de ser incluyera la potencia, para llegar al acto debería ser causado a
su vez por otro ser en acto, y así indefinidamente. Esta demostración se
sitúa en el contexto de un universo eterno, sin principio ni fin, que se mueve
continuamente. El movimiento cíclico de los astros y las generaciones
terrestres tiene por causa un acto trascendente a los entes corruptibles, una
sustancia inmaterial, eterna e inmortal, que es puro acto [Metafísica, XII, 6,
1071 b 12-22].

Ya hemos visto cómo en la Física Aristóteles se remonta desde el


movimiento a un primer motor inmóvil y eterno. En la Metafísica lo considera
como una sustancia cuya naturaleza es ser acto puro, sin mezcla de
potencialidad, ya que si tuviera potencia debería haber una causa previa
que le hiciera pasar al acto. Hay que notar que por movimiento Aristóteles
no entiende sólo los traslados locales, sino todas las generaciones y
corrupciones, cualquier mutación ontológica.

En conclusión, ya que hay un mundo en movimiento, es necesario que


exista un primer principio que lo produzca, y es necesario que tal principio
sea:

a) eterno, porque el movimiento causado también lo es;

b) inmóvil, pues la causa primera de lo móvil no puede estar sujeta a


mutación; y

c) acto puro, ya que si tuviera potencia no podría ser la primera causa.

Éste es el Dios, la sustancia suprasensible que buscaba Aristóteles. Pero


¿de qué modo puede mover el primer motor permaneciendo absolutamente
inmóvil? En el ámbito de las cosas que conocemos, ¿hay algo capaz de
mover sin moverse a sí mismo? Aristóteles responde señalando a modo de
ejemplos el objeto del deseo y de la inteligencia. El objeto del apetito es lo
bello y lo bueno, que atraen el apetito sin moverse ellos mismos; el
inteligible mueve a la inteligencia, sin moverse a sí mismo. De este tipo es
también la causalidad ejercida por el acto puro, que mueve como el objeto
del amor atrae al amante [Metafísica, XII, 7].

El primer motor de Aristóteles, su teología, se inserta perfectamente en


su búsqueda de la ciencia de las causas primeras del ser y constituye uno
de sus momentos culminantes al alcanzar la primera causa motriz. El primer
motor, la sustancia inmóvil, es la primera de todas las sustancias, aquella
sin la cual todas las demás no podrían ser. Es causa eficiente y también
final, en el sentido de ser aquello hacia lo que todo movimiento tiende.

2. Naturaleza del acto puro


Según Aristóteles, este principio del que “dependen el cielo y la
naturaleza”, es también vida. Además, es el tipo de vida más excelente,
perfecta y placentera, aquella que a los hombres sólo les es concedida por
breve tiempo: la vida del entendimiento, la actividad contemplativa. El objeto
de esa contemplación es también lo más excelente, que no puede ser sino
Dios mismo. Dios es entendimiento que se entiende a sí mismo, el entender
que comprende su propio entender.

«De tal Principio, pues, dependen el cielo y la naturaleza. Y su


modo de vivir es el más excelente: es aquel modo de vivir que a
nosotros nos es concedido sólo por breve tiempo. Y en aquel
estado Él está siempre. A nosotros eso es imposible, pero para
Él no es imposible, pues el acto de su vivir es placer […] Si, por
tanto, en esa feliz condición en la que nos encontramos
nosotros de vez en cuando se encuentra Dios
permanentemente, es maravilloso; y si Él se encuentra en una
condición superior, es todavía más maravilloso. Y en esa
condición Él se encuentra efectivamente. Y Él es también vida,
porque la actividad de la inteligencia es vida, y Él es aquella
actividad. Y su actividad, que subsiste de por sí, es vida óptima
y eterna. Decimos, en efecto, que Dios es viviente, eterno y
óptimo; así que a Dios pertenece una vida permanentemente
continua y eterna: esto es, pues, Dios» [Metafísica, XII, 7, 1072
b 13-30].

Además Dios es acto puro carente de potencia. Por tanto, no tiene


materia, ni extensión: «no puede tener algún tamaño», sino que debe ser
«sin partes e indivisible», y también «impasible e inalterable» [Metafísica,
XII, 7, 1073 a 5-11].

3. Unidad y multiplicidad de lo divino


Sin embargo, Aristóteles consideró que Dios por sí solo no bastaba para
explicar el movimiento de todas las esferas celestes. Dios mueve
directamente al primer móvil —el cielo de las estrellas fijas—, pero entre
esta esfera y la tierra él supone otras muchas esferas concéntricas, cada
una de ellas de menor tamaño que la anterior y contenidas unas en otras.
¿Quién mueve cada una de estas esferas? Las respuestas podrían ser dos:
o son movidas por el movimiento que deriva del primer cielo, que se
transmitiría mecánicamente de una esfera a otra, o bien son movidas por
otras sustancias suprasensibles, inmóviles y eternas, que mueven de modo
análogo al Primer Motor.

La segunda solución es la que propone Aristóteles, ya que la primera no


es compatible con una concepción que admita la diversidad —la no
uniformidad— de los diversos movimientos de las esferas. Para explicar esa
heterogeneidad de movimientos, Aristóteles se ve obligado a multiplicar los
motores inmóviles, que consideró como sustancias inteligentes, capaces de
mover de modo análogo a Dios, esto es, como causas motrices, eficientes y
finales relativas a las diversas esferas. No es claro si estos intelectos son
instrumentos trascendentes a sus esferas correspondientes.

En base a la astronomía de su tiempo y efectuando las correcciones que


consideró oportunas, Aristóteles fijó en 55 el número de las esferas
celestes, admitiendo por tanto, otros tantos motores intelectuales que
produjeran los movimientos correspondientes. Dios, el primer motor, mueve
sólo la primera esfera, e indirectamente mueve las demás [Metafísica, XII,
8].

A pesar de esta multiplicidad de inteligencias, Aristóteles afirma en


la Metafísica que las cosas no admiten ser gobernadas por una multiplicidad
de principios, sino que han de serlo por uno solo. Es claro que Aristóteles
concibe las inteligencias inferiores como distintas del acto puro. Por tanto, el
Estagirita admite en el fondo la unidad de Dios como causa suprema.

«… y admiten muchos principios; pero las cosas no quieren ser


mal gobernadas: “el gobierno de muchos no es bueno, uno sólo
debe ejercer el mando”» [Metafísica, XII, 10, 1076 a 3-4].

4. Dios y el mundo
Según Aristóteles Dios se contempla a sí mismo. Pero ¿conoce también
el mundo y los hombres que están en él? Aristóteles no responde en modo
claro a esta pregunta, y parecería tender a una respuesta negativa. Es claro
que Dios, conociéndose a sí mismo, debería saber que es el principio
primero del mundo, así como el modo en que ejerce su causalidad
[Metafísica, XII, 9].

Sin embargo, da la impresión de que los individuos en cuanto tales, con


sus limitaciones, deficiencias y pobreza, no serían conocidos por Dios.
Aunque Aristóteles calla sobre este punto, muchos de sus intérpretes
opinaron que un conocimiento de individuos corruptibles sería inadmisible,
al menos permaneciendo en el marco estricto del pensamiento aristotélico.
De ser así, habría que concluir que la providencia divina no descendería
hasta los casos particulares.

No obstante, se ha de notar que Platón defiende, en Las leyes, que la


providencia divina llega hasta las acciones particulares de los hombres, y
Aristóteles en algunos pasajes de sus éticas —a través del carácter divino
del intelecto humano— parece afirmar lo mismo:

«Esto es precisamente lo que estamos investigando: cuál es el


punto de origen de las mociones del alma. La respuesta es,
pues, evidente: igual que en el universo, también aquí todo es
movido por Dios, ya que, de alguna manera lo divino en
nosotros es la causa de nuestras mociones» [Ética a Eudemo,
VIII, 2, 1248 a 25-27; cfr. Gran ética, II, 8 y 15].
Intentar precisar más la naturaleza del Dios aristotélico y su relación con
los hombres sería aventurado, pues el mismo Aristóteles dejó abierta la
cuestión.

Como puntos claros de su teología se pueden señalar: que el primer


motor es de naturaleza personal, capaz de entender y querer; que un Dios
que se conoce sólo a sí mismo, aunque no por ello debe ignorar el mundo,
pues para Aristóteles el conocimiento de la causa es también conocimiento
de lo causado; que Dios constituye la realidad más excelsa del universo y
de él dependen, a la vez, su bien y su orden [Metafísica, XII, 10, 1075 a 11-
15]. Pero el Dios de Aristóteles no es la única causa. Ciertamente es la
causa motriz universal y, al menos en la interpretación tradicional, es
también causa final. Sin embargo, junto a Él coexisten otras causas
independientes y necesarias para explicar el mundo: la causa material y la
formal.

VI. Los vivientes y el hombre


Todos los entes naturales son móviles y los diversos tipos de movimiento
dan lugar, según Aristóteles, a la distinción de dos grandes grupos de seres:
los entes inanimados y los seres vivos, que no se mueven como los
anteriores por impulsos externos, sino que al contrario, se mueven a sí
mismos en orden a su propio bien natural. En la cima de los seres vivos
está el hombre. Para Aristóteles, el estudio del hombre en cuanto ser
sensible es un capítulo de la ciencia natural y en este marco hay que situar
su tratado El alma. Otras obras que completan el estudio de este tema
son: Sobre la sensación y el sentido y La memoria y la reminiscencia.

1. La vida y el alma
La distinción aristotélica entre seres vivos e inanimados, caracterizada
por el movimiento, responde a su concepción de la vida. Para Aristóteles, la
vida es, sobre todo, auto-movimiento, capacidad de moverse y obrar por sí
mismo en diversos grados. El principio de la vida es el alma (ψυχή), de
modo que es lo mismo decir seres vivos que decir seres animados.

Para explicar qué es el alma, Aristóteles recurre a su concepción


hilemórfica de la realidad. Toda realidad sensible está compuesta de
materia y forma, y la materia es potencia, mientras que la forma es acto.
Esto vale también para los seres vivos. Ahora bien, observa Aristóteles, los
cuerpos vivientes tienen vida no en tanto que cuerpos. Su corporalidad es
como el sustrato material y potencial del que el alma es la forma y el acto. El
alma, por consiguiente, en cuanto forma, es acto, y es acto de un cuerpo
susceptible de recibir la vida, de un cuerpo orgánico.

«En consecuencia, todo cuerpo natural dotado de vida será


sustancia, y lo será precisamente en el sentido de sustancia
compuesta. Pero ya que se trata precisamente de un cuerpo de
una determinada especie, esto es que tiene vida, el alma no es
el cuerpo, ya que el cuerpo no es una de las determinaciones
de un sujeto, sino más bien el cuerpo es sujeto y materia.
Necesariamente pues, el alma es sustancia, en el sentido que
es forma de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia.
Ahora, tal sustancia es acto, y por tanto el alma es acto del
cuerpo que se ha dicho […] el alma es el acto primero de un
cuerpo natural que tiene la vida en potencia» [El alma, II, 1, 412
a 15-28].

Otra de sus definiciones, aunque aplicable exclusivamente al alma


humana, es la siguiente: alma es «aquello por lo que vivimos, sentimos y
entendemos» [El alma, II, 3, 414 a 13]. Es decir, el alma es el principio vital
mismo, y es —en cuanto forma sustancial— raíz de todas las operaciones
vitales del viviente.

Al definir de este modo el alma, Aristóteles se sitúa en una posición


intermedia entre los presocráticos, que identificaban el alma con algún
principio físico, y Platón, quien la concebía como contrapuesta al cuerpo,
como su motor, pero no como su real principio sustancial. Para Aristóteles,
el alma es algo intrínsecamente unido al cuerpo, siendo su principio formal;
no se trata de una sustancia, sino de la forma o acto primero del cuerpo. De
este modo salva el Estagirita la unidad del ser vivo.

Analizando las funciones de los vivientes, los fenómenos de la vida,


Aristóteles comprueba ciertas operaciones constantes y netamente
diferenciadas, de modo que el alma, principio de la vida, debe tener
capacidad de causar tales operaciones.

Las funciones fundamentales de la vida son [El alma, II, 2, 413 a 22]:
a) de carácter vegetativo, como la reproducción, la nutrición y el
crecimiento;

b) de carácter sensitivo y motriz, como las sensaciones, las pasiones y el


movimiento;

c) de carácter intelectivo, como el conocimiento, la deliberación y la


elección.

De este modo, Aristóteles introduce la distinción entre alma vegetativa,


sensitiva e intelectiva. El alma para Aristóteles es única en cada viviente,
aunque tenga diversas funciones: las plantas poseen sólo alma vegetativa;
los animales, sensitiva, que incluye en sí las funciones del alma vegetativa;
los hombres tienen alma racional, que supone las dos inferiores.

«El caso de las figuras es semejante al del alma, ya que


siempre en el término sucesivo está contenido en potencia el
término antecedente, y esto vale tanto para las figuras como
para los seres animados. Por ejemplo, en el cuadrilátero está
contenido el triángulo, y en la facultad sensitiva aquella
nutritiva» [El alma, II, 3, 414 b 28-32].

2. La vida sensitiva
Los animales se distinguen de los vegetales por poseer la facultad del
conocimiento sensitivo y, consiguientemente, por el apetito sensitivo y la
potencia locomotora. De ahí que Aristóteles se esfuerce por explicar qué es
sentir. Para ello recurre a la doctrina del acto y de la potencia, traducida
ahora en términos de actividad y pasividad. Aristóteles compara la
sensación a la intelección. En ambos casos se trata de poseer la forma de
la realidad conocida: la forma sentida o entendida adquiere en el sujeto un
nuevo estatus ontológico; no es posesión natural de la forma, que es el
modo como el árbol físico tiene la forma sustancial de árbol, sino posesión
intencional y, en algún grado, inmaterial. La diferencia es que la sensación
en acto es de objetos individuales, de formas sensibles, mientras que la
intelección es de universales.

Aristóteles explica este modo de poseer, que es la sensación, en


términos de asimilación, análoga a la asimilación vital: esto es, el
cognoscente se posesiona de una forma, la hace suya, se asimila a ella o
en cierto modo se “transforma” en ella. Así la forma árbol en el ojo que lo
percibe es, en cierto sentido, el ojo mismo que —a manera de una sustancia
moldeable— se ha dejado “formar” por el objeto percibido, pero no del modo
físico en que el árbol es configurado, sino de un modo intencional y de algún
modo inmaterial [El alma, II, 5, 418 a 3].

La sensación es, por tanto, un acto que presupone un objeto sensible en


potencia y un sujeto cognoscente también en potencia, y puede ser definida
como el acto común del sensible (objeto) y del que siente (sujeto).
Aristóteles explica esta coincidencia de sentir y ser sentido mediante un
ejemplo: el sonido y la audición.

Quien tiene capacidad, potencia de oír, no siempre oye; y lo que suena


no por eso es oído en acto, a menos que alguien lo esté escuchando. Por
tanto, el ser audible en acto coincide con el oír en acto. En el mismo acto se
funden la actualidad de la forma sensible y la del sujeto que siente [El alma,
III, 2, 425 b 26]. Esto es, la sensación es un proceso asimilativo en el que el
sujeto que siente se posesiona de una forma sensible —color, sabor, etc.—
que queda impresa en la potencia sensible, actualizándola, a la manera
como la cera es marcada por un objeto externo que se imprima en ella.

«Desde un punto de vista general, respecto a toda sensación,


se debe afirmar que el sentido es aquello que tiene capacidad
de asumir las formas sensibles sin la materia, como la cera
respecto a la marca del anillo sin el hierro o el oro: recibe la
marca del oro o del bronce, pero no en cuanto es oro o bronce.
Análogamente el sentido respecto a cada sensible, sufre la
acción de aquello que tiene color, o sabor o sonido, pero no en
cuanto se trata de cada uno de estos objetos, sino en cuanto el
objeto posee una determinada cualidad y en virtud de la forma»
[El alma, II, 12, 424 a 17-24].

Aristóteles pasa ahora al estudio de los sentidos en particular,


distinguiendo dos grandes grupos: los sentidos externos, que requieren la
presencia actual del objeto sensible y son: la vista, el oído, el olfato, el gusto
y el tacto, y los sentidos internos. Respecto a los sentidos externos, los
objetos pueden ser de dos clases:
1) sensibles per se o propios, que son las cualidades alterantes que
constituyen el objeto propio y exclusivo de cada sentido externo; por
ejemplo, el sonido sólo se oye, y

2) sensibles comunes, que pueden ser captados por varios sentidos


externos.

Éste es el caso de los aspectos cuantitativos del objeto sensible, que son
objeto de la vista y el tacto: la figura, por ejemplo, es captada por la vista y
el tacto [El alma, II, 6-11, y Sobre la sensación y el sentido, passim].

En cuanto a los sentidos internos, éstos se actualizan a partir de las


mutaciones de la sensibilidad exterior y son más perfectos porque integran,
estabilizan y enriquecen en cierto modo los datos parciales provenientes de
cada uno de los sentidos externos. Para Aristóteles los sentidos internos
son dos: el sentido común y la memoria. A estos dos habría que añadir la
función imaginativa o fantástica, que Aristóteles describe minuciosamente,
pero sin llegar a determinar con claridad si es o no una potencia distinta del
sentido común.

Para Aristóteles, el sentido común no significa el buen sentido o la


capacidad de discernir lo verdadero y lo falso, como suele entenderse en el
lenguaje corriente, sino que se trata de un sentido interno que realiza dos
funciones:

1) captar que es el propio sentido el que siente; por ejemplo, mi ojo ha


visto;

2) discernir los objetos de los diversos sentidos, así por ejemplo, que lo
blanco es objeto de la vista y lo amargo, del gusto. De este modo, el sentido
común viene a ser el sentido interno que unifica los 5 sentidos externos y
permite la captación unitaria de un objeto sensible [El alma, III, 1 y 2].

Los animales más perfectos poseen la imaginación o fantasía, que tiene


por misión representar y conservar las impresiones sensibles y reproducirlas
cuando el objeto está ausente. La imaginación es concebida por Aristóteles
—como ya se ha dicho— como una función del sentido común y no como
una potencia independiente.
La memoria es la facultad de conservar las imágenes sensibles
reconociendo en ellas su carácter pretérito [El alma, III, 3, y La memoria y la
reminiscencia, 1]. No se debe confundir esta memoria sensitiva con la
memoria intelectual, que no es una potencia a se, sino más bien una función
—la de conservar especies inteligibles— propia del entendimiento posible.

Estrechamente ligados al conocimiento sensible están los apetitos: «Si


hay facultad sensitiva, también habrá facultad apetitiva» [El alma, II, 3, 414
b 1]. Cuando el sentido aprehende algo como agradable, surge la
inclinación natural o tendencia del individuo a poseerlo; si lo considera
desagradable, a rechazarlo. Estos dos movimientos —el amor y odio
sensitivos— pertenecen a un mismo tipo de apetito posteriormente
denominado concupiscible. Si el objeto que se desea alcanzar se presenta
como difícil y arduo, la tendencia a adquirirlo se denomina impulso o apetito
irascible.

La conducta de los seres vivos deriva de los apetitos: «el motor es un


principio único: la facultad apetitiva» [El alma, III, 10, 433 a 21]. El apetito
(ὄρεξις) es puesto en movimiento por el objeto deseado, que el animal capta
mediante la sensación o, al menos, por su representación sensible. En su
doctrina del apetito Aristóteles explica la afectividad animal, que es como el
motor intrínseco de la conducta animal, siempre en dependencia del
conocer sensible. Los actos concretos de los apetitos concupiscible e
irascible se denominan pasiones; por ejemplo, gozo, dolor, ira, esperanza,
miedo, etc. [El alma, III, 9-10].

3. La vida intelectiva
En el grado superior de la vida se encuentra el hombre, cuya forma
sustancial es el alma intelectiva. Así como la sensibilidad no puede
reducirse a la vida vegetativa, pues contiene algo más que no puede
explicarse sino introduciendo el principio ulterior del alma sensitiva, del
mismo modo el intelecto y las operaciones propias de la vida intelectiva son
irreductibles a la sensibilidad y a la vida sensitiva, ya que pertenecen a un
orden superior que requiere un principio más alto: el alma intelectiva.

El acto intelectivo, dice Aristóteles, es análogo al acto perceptivo, en


cuanto es un recibir o asimilar las formas inteligibles, al igual que aquél
asimila las formas sensibles. Sin embargo, difiere profundamente de la
facultad perceptiva, pues el intelecto no está “mezclado” con el cuerpo, es
decir, es intrínsecamente independiente del cuerpo.

En el libro tercero de El alma, Aristóteles caracteriza al intelecto como la


facultad capaz de captar las formas inteligibles de las cosas, haciéndose
semejante a ellas. El intelecto, en cuanto puede recibir la forma inteligible de
todos los objetos sensibles, debe ser distinto de todos ellos, no pudiendo
ser de naturaleza semejante a la de ningún objeto físico: su naturaleza será
precisamente estar en potencia respecto a todas las cosas, siendo en acto
distinto de todas ellas. El intelecto no puede ser, por lo tanto, corpóreo; a
diferencia de lo que ocurre con los órganos sensibles, que por ser corpóreos
no pueden captar los sensibles sino dentro de ciertos límites, el intelecto,
precisamente por su incorporeidad, puede conocer todas las realidades en
su universalidad y necesidad [El alma, III, 4, 429 a 12].

Aristóteles explica el conocer intelectivo en función del acto y de la


potencia. La inteligencia es, de por sí, capacidad y potencia de aprehender
las formas inteligibles; esas formas están contenidas en potencia en las
sensaciones y en las imágenes de la fantasía. Por eso se necesita un
principio activo que traduzca en acto esa potencialidad, de modo que la
forma contenida en las imágenes se haga inteligible para poder ser
entendida, y así el intelecto se actualice, captando en acto esas formas. De
este modo surge la distinción aristotélica, fuente de innumerables problemas
en la Antigüedad y en el Medioevo, entre el intelecto agente (ποιητικός) y el
intelecto paciente o posible (παθητικός): el primero pone en acto todos los
inteligibles, y el segundo, por asimilación intencional se hace en acto todas
esas realidades preparadas por el intelecto agente.

«Por un lado hay —en el alma— un intelecto que tiene la


potencialidad de ser todos los objetos (intelecto posible); por
otro, el intelecto que todo lo produce (intelecto agente), como si
fuera semejante a la luz, pues en un cierto aspecto la luz hace
en acto los colores que están en potencia» [El alma, III, 5, 430
a 14-17].

Aquí Aristóteles sostiene dos cosas. En primer lugar, la comparación con


la luz sirve para diferenciar los dos intelectos netamente: así como los
colores no serían visibles y la vista no podría verlos si no hubiese luz, así
las formas inteligibles que están contenidas en las imágenes sensibles
permanecerían en su estado potencial, y el intelecto en potencia no podría a
su vez captarlas en acto, si no hubiese como una luz inteligible que
permitiera al intelecto extraer el inteligible y que éste sea entendido en acto.

La otra afirmación es que tal intelecto en acto, es decir, el intelecto


agente, está en el alma. Carecen de fundamento las interpretaciones de los
antiguos comentadores, según las cuales el intelecto agente sería Dios o, al
menos, un Intelecto separado.

Esta interpretación de un Intelecto agente único y común para todos los


hombres procede de Alejandro de Afrodisia (s. II-III d.C.). De él se
transmitirá al aristotelismo árabe —Alfarabí y Averroes— y llegará por esta
vía a la filosofía medieval.

La unidad del intelecto y su inmortalidad

Aristóteles afirma que «el intelecto viene de fuera y sólo él es divino» [La
generación de los animales, II, 3, 736 b 27], mientras las facultades
inferiores del alma están en potencia ya en la facultad generativa. Este
“venir de fuera” parece indicar, como mínimo, que el intelecto es una
realidad trascendente, diferente en cuanto a su naturaleza respecto del
cuerpo. Significaría así la afirmación de la dimensión suprasensible y
espiritual que hay en nosotros [Reale 2004: v. 4, 137].

Aunque el intelecto agente no sea Dios, refleja, sin embargo, los


caracteres de “lo divino”, sobre todo su absoluta impasibilidad:

«El intelecto en sí mismo es impasible. El meditar, el amar o el


odiar no son afecciones suyas, sino del sujeto que tiene el
intelecto, en cuanto lo posee. Por esto, si este sujeto perece, el
intelecto no recuerda y no ama; ya que cuanto ha perecido no
era suyo, sino del compuesto» [El alma, I, 4, 408 b 25-29].

Este texto de Aristóteles, que sugiere la supervivencia del alma intelectiva


después de la muerte, sin embargo hace problemática la supervivencia
personal del individuo, pues el alma después de la muerte no puede llevarse
al más allá ningún recuerdo de la vida en esta tierra [Düring 1976: 655].

Afirmando este carácter divino del intelecto agente y su inmortalidad


—«separado (del cuerpo), es sólo aquello que es inmortal y eterno» [El
alma, III, 5, 430 a 22-23]—, y señalando su espiritualidad, Aristóteles deja
sin resolver los problemas que de ello se deducen: ¿Tal intelecto es
individual? ¿Qué significa que es “divino”? ¿Cómo puede “venir de fuera”?
¿Qué relación tiene con nuestra personalidad y con nuestro comportamiento
moral? ¿Tiene un destino escatológico? Son interrogantes a los que
Aristóteles responde sólo parcialmente en algunos pasajes de sus éticas.

Lo único que se puede concluir es que Aristóteles no llegó a unir en una


sola noción la función del alma, que esencialmente es forma de un cuerpo
organizado, con la del entendimiento (νοῦς) que es puramente impasible en
cuanto intelecto en acto o luz de entender. Por este motivo, los primeros
autores cristianos no adoptaron la antropología aristotélica, prefiriendo la
doctrina platónica que aseguraba con mayor firmeza la inmortalidad del
alma.

Por otra parte, Aristóteles dedica poco espacio en su estudio sobre el


alma a la voluntad. De la voluntad hablará, como veremos, en la Ética a
Nicómaco cuando intenta dar razón de la responsabilidad moral del
individuo.

4. Los tratados de biología


Además del estudio de las cuestiones precedentemente señaladas en
la Física y en El alma, Aristóteles también manifestó su intención de
estudiar los animales y las plantas, tanto en general como en particular
[Meteorológicos, I, 1], y cumplió en parte su propósito con sus tratados de
zoología y biología, que constituyen una grande novedad para la época, y
cuyo influjo estaba destinado a perdurar hasta el nacimiento de la moderna
biología a finales del siglo XVIII.

La mayor novedad de estos escritos aristotélicos deriva de su decisión de


proceder a una ordenación de los conocimientos adquiridos por la
observación directa de la vida, morfología, comportamiento, reproducción y
estructura de múltiples especies animales. Al estudio de la vida animal
Aristóteles aplica, en efecto, sus convicciones generales sobre la estructura
fundamental de las sustancias físicas y sobre los procesos naturales,
introduciendo de este modo criterios y modelos funcionales capaces de
ordenar y explicar los datos procedentes de la observación.
El esquema causal aplicado a la vida animal lleva a Aristóteles a entender
la prioridad de la causa formal sobre las demás causas, en cuanto en ella
confluyen tanto la causalidad eficiente (la forma presente en el generante),
como la causalidad final (la forma misma en cuanto fin de los procesos
vitales). Para Aristóteles el orden de la naturaleza se funda en la prioridad
de la causa formal-final sobre la causa material. Por ello es normalmente la
función lo que explica tanto la estructura orgánica de los animales como el
desarrollo de sus procesos vitales: cada organismo y cada animal se
adaptan perfectamente a su función-fin. A la vez, cada especie o forma
específica queda para Aristóteles perfectamente limitada, sin que unas
especies se subordinen a otras.

En la Historia de los animales Aristóteles recoge los datos pertenecientes


a este ámbito de la realidad agrupándolos según las diferencias entre sus
principales partes y funciones, que estudia en otros tratados. En Las partes
de los animales, en efecto, analiza las partes homogéneas (ὁμοιομερής), los
tejidos —sangre, cerebro, carne y huesos—, y las partes heterogéneas
(ἀνομοιομερή), los órganos, explicados en base a su composición a partir de
las cualidades elementales de la materia. Luego se ocupa de las partes
internas —las vísceras— destinadas a realizar funciones específicas.

Con excepción del hombre, cuyo pensamiento trasciende la dimensión


orgánica, el cuerpo vivo constituye para Aristóteles una unidad compuesta
por la agregación de órganos cuya función es garantizar la vida de cada
animal y la perpetuación de su especie.

Entre los distintos órganos, Aristóteles asigna al corazón la función


primordial, en cuanto sede del calor orgánico, necesario para la realización
de los principales procesos fisiológicos: alimentación, reproducción y
percepción. El calor constituye para Aristóteles la cualidad que garantiza el
logro de los fines de la vida y a su servicio entiende la función propia del
cerebro: templar el calor cardíaco.

En el estudio La generación de los animales, además de analizar las


formas de reproducción y los órganos reproductivos, Aristóteles estudia el
desarrollo del embrión, en particular del humano. En este proceso atribuye
al padre la causalidad eficiente, formal y final, mientras la función de la
madre queda reducida a la causalidad material. La razón estaría en el calor
del esperma masculino, que permite al hombre la transmisión de la forma,
mientras que el exceso de sangre de la madre sirve come materia para el
cuerpo del embrión. Para explicar la acción vivificante del semen sobre la
materia menstrual, Aristóteles recurre al pneuma (πνεῦμα), calor húmedo de
naturaleza análoga al éter de los astros y, por ello, de modo enigmático, en
relación con su naturaleza divina. Tal explicación no es sin embargo
suficiente para comprender el origen del νοῦς que, como se ha dicho,
Aristóteles afirma, sin ofrecer más detalles, que viene de fuera [La
generación de los animales, II, 3, 736 b 27]. Una vez transmitida la forma a
la materia gracias a la acción del πνεῦμα, se iniciaría el proceso de
formación de los órganos y el desarrollo del embrión sin la necesidad de la
acción de ningún otro agente externo.

En la Locomoción de los animales y El movimiento de los


animales Aristóteles se ocupa, respectivamente, de explicar los
mecanismos del cuerpo animal que hacen posible su movimiento, y la
dimensión psicológica del movimiento voluntario.

Más allá de los evidentes límites de algunas de sus explicaciones, como


el desconocimiento del sistema nervioso y la centralidad que otorga al
corazón, superados rápidamente por el desarrollo de la ciencia, el influjo de
la biología y de la zoología aristotélicas fueron enormes, transmitiendo un
modo nuevo de estudiar la vida animal y consignando a la historia un
ingente repertorio de observaciones zoológicas.

VII. Ética y Política


Aristóteles nos ha dejado tres tratados de ética, la Ética a Eudemo de
Rodas, la Ética a Nicómaco, y la Gran ética. La Etica a Nicómaco, dedicada
a su hijo, obra maestra distribuida en diez libros, es el tratado que ahora
merecerá nuestro interés. La Gran ética es, con mucha probabilidad, obra
de un aristotélico posterior. En cuanto a la Ética a Eudemo, sus libros
centrales (IV a VI) coinciden con los libros V a VII de la Ética a Nicómaco.
Estos tres tratados recogen —junto a la Política— lo que Aristóteles
denomina ciencia práctica o ciencia política, aquel saber universal que tiene
como finalidad orientar el obrar del hombre, en cuanto hombre y en cuanto
ciudadano.

La ética aristotélica constituye hoy el centro del interés de numerosos


especialistas, que en estos últimos años han sabido recuperar un aspecto
de la misma hasta ahora, en parte, olvidado: la peculiar metodología que
Aristóteles utiliza en estos tratados y su fundamento, es decir, la
racionalidad que en ellos pone en juego y sobre la que teoriza [Crisp-Slote
1997]. En efecto, la peculiaridad del saber práctico, y su dificultad, radica en
su intención de constituirse en saber universal y, por tanto, de algún modo
normativo, tratando de un tipo de realidad, el obrar humano, que se
configura desde la deliberación y elección de cada hombre y que, en
consecuencia, ofrece particular resistencia a su formalización por la ciencia.
Pero, además de la peculiaridad de su objeto, la dificultad de la ética, tal
como Aristóteles la concibe, procede de su finalidad práctica, esto es, es un
saber para obrar, un saber que no pretende conocer lo que los hombres han
hecho o hacen, sino lo que los hombres deben hacer.

Estas características de la ética exigen un método propio, que no puede


ser el propuesto por Aristóteles para las ciencias apodícticas. Este método
debe partir de la experiencia de la vida, experiencia propia y ajena,
cristalizada en la opinión notable, ἔνδοξα. El recurso a la opinión, el peculiar
tipo de precisión que Aristóteles reclama para la ética, que es distinta de la
propia de la ciencia apodíctica y, sobre todo, su modo de argumentar,
justifican que pueda hablarse de un método dialéctico, que no niega —como
antes se advirtió— el rigor de este saber ni la posibilidad de que alcance
conclusiones necesarias.

No es la ética de Aristóteles un saber deducido —un corolario de su


metafísica—, sino un saber de algún modo autónomo, por su objeto, por su
finalidad y por su método, que, sin embargo, no puede prescindir de un
fundamento ulterior, metafísico [Yarza 2001].

1. El bien y el fin del hombre


Hechas estas advertencias sobre el método de la ética, conviene centrar
la atención en la pregunta clave que Aristóteles se plantea: ¿cuál es el fin
que ha de guiar la conducta humana? Formularla significa asumir que la
conducta de los hombres debe alcanzar algún fin. Tal suposición parece a
primera vista refrendada por la experiencia común: «Toda acción y elección,
parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es
aquello a que todas las cosas tienden» [Ética a Nicómaco, I, 1, 1094 a 1-3].

En efecto, el hombre no actúa si no concibe el objeto de su acción —el fin


por alcanzar— como un bien. Aristóteles además distingue entre aquellos
fines-bienes que son perseguidos por sí, de los que sólo se buscan por la
utilidad que reportan, por su condición de medios para conseguir un fin
ulterior.

Esto le permite hacer una nueva suposición: todo indica que debe haber
un fin último de la conducta humana en relación al cual se entiendan todos
los otros fines. Si no existiera tal fin, no se podría concebir la vida del
hombre de un modo unitario, no habría propiamente conducta, sino un
conjunto episódico de acciones desligadas entre sí [Annas 1993].

Supuesto el fin, Aristóteles precisa las características formales que habrá


de tener para ser verdaderamente fin último. Éstas son (1) su unicidad, es
decir, que sea único, que todo lo demás sea querido por él mientras que él
sea querido por sí mismo; además, (2) deberá ser autárquico, autosuficiente
para colmar de plenitud la vida humana; (3) ha de ser logrado con el propio
obrar, encarnado por la persona y no, como pretendía Platón, una realidad
externa y autónoma; por último, deberá ser estable, permanente. Tomando
el término del lenguaje ordinario Aristóteles denomina al fin
último ἐυδαιμονία, felicidad.

A continuación Aristóteles afronta la tarea de determinar su contenido.


También para ello recurre a la experiencia propia y a la opinión notable. En
base a ellas, y teniendo en cuenta las características formales antes
señaladas, rechaza que la felicidad pueda consistir en los honores, las
riquezas o los placeres.

Los placeres, en su acepción vulgar, no pueden constituir la felicidad, el


fin último propio del hombre, pues en nada se distinguiría entonces de lo
que parece satisfacer a los animales; implicaría reducir al hombre a ser
sensible, ignorando su característica más propia, la inteligencia. Tampoco el
honor puede ser el fin último del hombre, ya que la experiencia enseña que
éste no depende tanto del propio actuar como del juicio ajeno. En
consecuencia, el honor no es más que un bien externo. Las riquezas, más
que cualquiera de los anteriores, son indignas de ocupar el puesto del fin
último, pues su carácter medial, instrumental, resulta a todas luces evidente
[Ética a Nicómaco, I, 3].

Aristóteles se adentra en la tarea de definir la felicidad humana y, para


ello, recurre a lo que todos consideran más característico del hombre: su
racionalidad. La pregunta de la ética no es en modo alguno abstracta, no
interesa saber qué es el bien, qué es el fin, sino cuál es el fin, el bien del
hombre. Para ello Aristóteles entiende que es preciso dirigir la mirada al
modo propio de ser del hombre, sin que ello contradiga las indicaciones
metodológicas que él mismo ha establecido. No se trata de deducir desde el
concepto teórico de naturaleza humana lo que habrá de hacer el hombre si
quiere ser feliz, sino de proponer —y defender— dialécticamente, desde la
consideración vivencial y comúnmente admitida del modo propio de ser del
hombre, aquello que podría constituir su último fin [Ética a Nicómaco, I,
6; Pakaluk 2005].

De este modo, y ateniéndose a las consideraciones hechas en


los Tópicos sobre la dialéctica, propone la siguiente definición de la
felicidad:

«El bien humano consiste en una actividad según la virtud, y si


las virtudes son múltiples, según la más excelente y más
perfecta» [Ética a Nicómaco, I, 6, 1098 a 16-18].

De tal definición, que Aristóteles justifica y concreta a lo largo de su


tratado, se puede ya sacar una primera conclusión: existe un fin último
objetivo y único, que es la actividad de la virtud mejor y más perfecta.

2. Las virtudes
Ya que la felicidad ha sido definida como la actividad del alma según las
virtudes, es preciso determinar ahora qué debe entenderse por virtud. La
virtud (ἀρετή) es lo que añade perfección a una actividad. Del mismo modo
que entre la actividad del músico y la del buen músico media la virtud, la
perfección del oficio, entre el hombre y el hombre bueno y feliz media la
virtud humana.

Virtud, por tanto, en su significado amplio, procedente de la tradición,


implica perfección: es lo que permite cumplir acabadamente una actividad.
Ahora bien, dado que en el actuar humano interviene el aspecto somático
(vegetativo), el sensible y el racional, es posible distinguir la perfección, la
virtud, correspondiente a cada una de tales funciones. De las tres, serán
virtudes propiamente humanas sólo las de las dos últimas, pues únicamente
en ellas hay una presencia propia del hombre, de su inteligencia y deseo.
Las funciones sensitivas, siendo de por sí irracionales, pueden de algún
modo participar en la razón, en cuanto pueden someterse a ella. El
intelecto, independiente del cuerpo y característico de los hombres, es
susceptible también de una perfección propia.

Por lo tanto, para Aristóteles hay dos tipos de virtudes humanas, unas
éticas (ἠθική) o morales, que consisten en dominar las tendencias e
impulsos irracionales, propios del alma sensitiva, y otras que corresponden
a la parte racional, y que el Estagirita llama dianoéticas (διανοητική) o
intelectuales [Ética a Nicómaco, II, 1, 1103 a 14-18].

a) Las virtudes éticas

Aristóteles distingue dentro del alma sensitiva las pasiones (πάθη), que
son movimientos transitorios de la afectividad; las potencias (δυνάμεις), raíz
activa de los actos humanos, y las disposiciones adquiridas o hábitos
(ἕξεις), cualidades estables que otorgan al sujeto una facilidad para realizar
ciertos actos. Los hábitos buenos son las virtudes, y los malos, los vicios.
Las virtudes y los vicios no son pasiones porque éstas, que vienen dadas
por la naturaleza, no son ni buenas ni malas; en cambio, los hábitos pueden
ser buenos o malos, pues son perfecciones o imperfecciones de las
potencias y se adquieren libremente con el ejercicio [Ética a Nicómaco, II,
4].

Según Aristóteles, las virtudes morales no son ni un efecto innato de la


naturaleza ni algo contrario a ella: el hombre está predispuesto a adquirirlas,
al repetir muchas veces un mismo acto. La naturaleza nos da más bien
inclinaciones y potencias que luego nosotros debemos actualizar:
«practicando la justicia nos hacemos justos, practicando la templanza,
templados» [Ética a Nicómaco, II, 1, 1103 a 34-b 2].

El Estagirita señala que no puede darse la virtud moral cuando hay


exceso o defecto; la virtud implica justa proporción, justo medio entre dos
excesos. Sin embargo, no se trata tan sólo de un medio aritmético,
cuantitativo, sino un justo medio relativo a nosotros. De esta manera, la
virtud es determinada por dos aspectos: por un lado, por la objetiva bondad
que encierra la obra en sí misma y, por otro, por las circunstancias diversas
que se refieren al sujeto. Por ejemplo, respecto al comer habrá una cantidad
excesiva y otra insuficiente. La virtud consiste precisamente en el justo
medio entre los dos excesos, es decir, comer lo que para mí es justo, ni
demasiado ni muy poco [Ética a Nicómaco, II, 6].
El justo medio, que cuantitativamente es algo intermedio, desde el punto
de vista de la cualidad constituye un extremo. Por tanto, si consideramos el
justo medio bajo su aspecto de bondad, hay una inversión: lo virtuoso que
se ha definido como un medio aparece ahora como un extremo, como lo
más elevado y excelente [Ética a Nicómaco, II, 6, 1107 a 5-8].

Para Aristóteles, la virtud ética está íntimamente ligada a la recta razón,


pues ella señala el defecto y el exceso que se ha de evitar, para alcanzar el
justo medio (μεσότης). A su vez, la recta razón se adquiere por la prudencia
(φρόνησις), cuyo criterio o norma viene a coincidir con el juicio de un “varón
sensato y experimentado” (φρόνιμος).

Por lo tanto, la virtud ética se puede definir como la justa medida que
impone la razón a los sentimientos, acciones y pasiones, que sin el control
de la razón tenderían hacia un extremo u otro. Las virtudes éticas son, pues,
hábitos adquiridos voluntariamente, por la repetición de actos, y consisten
en un justo medio, tal como los determinaría la recta razón de un varón
prudente.

«Es, por tanto, la virtud un hábito electivo que consiste en un


término medio relativo a nosotros, determinado por la razón,
por la que decidiría el hombre prudente» [Ética a Nicómaco, II,
6, 1106 b 36-1107 a 1].

En las virtudes morales pueden distinguirse dos campos bien definidos:

a) respecto al propio sujeto, las que regulan la parte no específicamente


racional del hombre son:

1) la fortaleza, que aleja al hombre de la cobardía y de la temeridad


regulando el apetito irascible;

2) la templanza, que regula los placeres de los sentidos;

3) la modestia o pudor, que versa sobre las emociones;

b) respecto a sus semejantes, hay una multitud de virtudes que versan


sobre la convivencia —liberalidad, veracidad, buen humor, amabilidad,
etc.—y además encontramos la justicia y la equidad.
La virtud de la justicia tiene en Aristóteles un sentido muy preciso: es, por
una parte, obediencia a la ley y, por otra, la relación de igualdad respecto a
los demás hombres. Según el primer aspecto, lo justo es lo conforme a la
ley; pero en la ley hay dos tipos de normas:

1) Las que tienen un origen natural y que en todas partes tienen los
mismos efectos. Estas normas son inmutables y no dependen de las
opiniones de los hombres. Se llaman normas de ley natural, porque
tienen la misma estabilidad que las propiedades naturales. De modo
gráfico las compara con el fuego, que «quema lo mismo en Grecia que
en Persia» [Ética a Nicómaco, V, 10, 1134 b 27].

2) Las demás normas tienen su origen en el legislador humano y se


hacen obligatorias una vez establecidas por la ley civil [Ética a
Nicómaco, V, 10, 1134 b 18-1135 a 3].

En cuanto al segundo aspecto, Aristóteles dice que la igualdad debe


presidir el orden de las relaciones humanas, pues hay que dar a cada uno lo
que se le debe, pero teniendo en cuenta sus cualidades naturales, dignidad,
funciones que ejerce; es decir, que no se trata de una igualdad aritmética,
sino geométrica o proporcional.

De aquí su división de justicia distributiva y justicia conmutativa según


corresponda a las relaciones del poder público con los ciudadanos o a las
relaciones de los ciudadanos entre sí [Ética a Nicómaco, V, 3 y 4]. En
resumen, la justicia es una virtud que regula la relación con los demás
hombres y comprende:

1) La justicia natural basada en la ley natural;

2) la justicia civil fundada en las leyes civiles no escritas (costumbre) y


escritas (justicia legal), que a su vez se subdivide en distributiva y
conmutativa.

b) Las virtudes intelectuales

Aristóteles distingue diversas virtudes propias de la parte racional del


alma humana, pues como la razón tiene dos funciones, conocimiento de las
cosas necesarias e inmóviles y conocimiento de lo cambiante y contingente,
habrá también dos virtudes correspondientes. La virtud propia de la razón
práctica es la prudencia (φρόνησις), mientras que aquella de la razón
teórica es la sabiduría (σοφία).

La sabiduría está en relación con las realidades más altas, y su ejercicio


continuo, la contemplación, constituye como hemos visto la felicidad
perfecta para Aristóteles.

La prudencia es la cualidad práctica del entendimiento por la que delibera


correctamente en orden a obrar bien. La prudencia otorga al hombre el
verdadero conocimiento ético, el saber con precisión en cada momento y
circunstancias cómo debe obrar en vista a la felicidad. Su papel es, por
tanto, decisivo para la conducta humana, aunque ella sola no basta para
que ésta sea prudente: mejor dicho, el hombre necesita también haber
adquirido las demás virtudes éticas para obrar rectamente. Si las virtudes
éticas garantizan la rectitud del fin que el hombre determina para su vida, la
prudencia orienta su actuar hacia tal fin; por eso, Aristóteles afirma que «no
es posible ser verdaderamente virtuoso sin prudencia, ni ser prudente sin
ser virtuoso» [Ética a Nicómaco, VI, 13, 1144 b 30-32].

3. El acto voluntario
En la descripción hecha hasta ahora de la ética aristotélica hemos
destacado casi exclusivamente el elemento racional: la felicidad última es la
actividad de la parte superior del alma racional y en las virtudes humanas,
tanto éticas como dianoéticas, está presente también la razón. Sin embargo,
esto no quiere decir que Aristóteles no dé cabida al elemento volitivo; es
más, su ética debe entenderse como un intento consciente de superar el
intelectualismo de sus predecesores, y aunque no llegará a expresar con
toda precisión una teoría de la voluntad, tal doctrina no está sin embargo
ausente de su obra [Hardie 1968: 178].

En este sentido, Aristóteles hace intervenir nuevos elementos, como la


deliberación (βούλευσις), y la elección (προαίρεσις), además de presentar la
voluntad (βούλησις) como deseo racional. ¿Cómo articular todos estos
elementos en el acto humano virtuoso? La respuesta no está exenta de
dificultades. De todos modos, una descripción genérica puede ser ésta: la
voluntad, apetito iluminado por el entendimiento, es movida por el bien; éste
sería el inicio del obrar humano. Además, el intelecto deberá deliberar sobre
los medios necesarios para alcanzar dicho bien. A la deliberación racional
de los medios le sigue la elección, «inteligencia deseosa o deseo
inteligente» [Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139 b 4-5], es decir, un acto en el que
está presente tanto la inteligencia como la voluntad.

Ahora bien, ¿qué da al hombre la certeza de la bondad de su actuar?,


¿cómo asegurar que el bien querido por la voluntad y los medios concretos
para ponerlo en práctica son objetivamente buenos? La rectitud moral,
según Aristóteles, depende de la virtud:

«De un modo absoluto y en verdad es objeto de la voluntad el


bien, pero para cada uno lo que le aparece como tal. Así para
el hombre bueno lo que en verdad lo es; para el malo cualquier
cosa […] El bueno, efectivamente, juzga bien todas las cosas y
en todas ellas se le muestra la verdad» [Ética a Nicómaco, III,
6, 1113 a 23-31].

En estas palabras se ha visto una especie de círculo vicioso, pues para


ser bueno debo querer fines buenos, pero no podré querer tales fines si no
soy ya bueno. Sin embargo, tal círculo no existe si se tiene en cuenta que si
bien la bondad del carácter y la voluntad buena no son independientes —no
pueden darse una sin la otra—, es el hombre quien debe poco a poco
construirlas mediante sus actuaciones concretas y libres, en las que
intervienen tanto la razón como la voluntad, la deliberación y la elección.

«El fin no aparece por naturaleza a cada uno de tal o cual


manera, sino que en parte depende de él […] En efecto, somos
en cierto modo causa de nuestros hábitos, y por ser como
somos nos proponemos un fin determinado» [Ética a Nicómaco,
III, 7, 1114 b 16-25].

De manera que ya que cada uno es causa de su propio carácter ético, de


sus hábitos buenos o malos, también es responsable de la determinación de
su propio fin. Y esa determinación del fin, actualizada en cada una de
nuestras acciones, se hace presente también en la deliberación y en la
elección de los medios [Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139 a 30; VI, 12, 1144 a
20; Aubenque 1976: 106].

Aristóteles no presenta una doctrina sistemática de la voluntad y menos


aún de la libertad, pero sí da los elementos suficientes para hacer entender
que tal doctrina está presente, al menos de un modo germinal, en sus
éticas. Por otra parte, como ya se ha señalado, la finalidad y el objeto de
este saber, otorgan a los tratados éticos de Aristóteles unas características
peculiares, distintas de las de los tratados teóricos:

«Por consiguiente, hablando de cosas de esta índole y con


tales puntos de partida, hemos de darnos por contentos con
mostrar la verdad de un modo tosco y esquemático; hablando
sólo de lo que ocurre generalmente y partiendo de tales datos,
basta con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo
se ha de aceptar cuanto aquí digamos: porque es propio del
hombre instruido buscar la exactitud en cada género de
conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza del
asunto» [Ética a Nicómaco, I, 1, 1094 b 19-25].

Llegados a este punto, y a modo de síntesis, parece oportuno volver a la


definición aristotélica de felicidad para comprender mejor su alcance y
resolver algunos problemas. De cuanto se ha dicho, parece claro que para
Aristóteles la felicidad consiste en el ejercicio de la virtud perfecta, la σοφία,
esto es la actividad teórica, contemplativa. Y, sin embargo, ello no quiere
decir que tal actividad, sea el fin exclusivo de la vida humana y excluyente
de cualquier otro valor. Es el fin más alto que el hombre puede alcanzar,
pero junto a él, otras muchas actividades tienen también carácter
eudaimónico y son capaces de otorgar —aunque en grado inferior— la
felicidad; son las actividades que proceden de las virtudes éticas. Además,
tales actividades conservan, en cierta medida, su carácter final, es decir, no
deben ser entendidas exclusivamente como medios para alcanzar la
contemplación. La contemplación seguramente exige el ejercicio de las
virtudes morales, pero las virtudes morales no se adquieren, ni se
entienden, como medios para la contemplación. No son, pues, dos
posibilidades contrapuestas o disyuntivas de entender la felicidad, sino
complementarias.

La felicidad, en su sentido pleno, será la vida según la virtud total, esto


es, la virtud más perfecta que incluirá implícitamente como su condición lo
que es menos perfecto; pero lo menos perfecto, por ser también en sí
mismo perfecto es en cierto modo, secundariamente —δεύτερος—
eudaimónico. En este sentido pueden entenderse las afirmaciones del
Estagirita:
«Tal vida (contemplativa), sin embargo, sería demasiado
excelente para el hombre. En cuanto hombre, en efecto, no
vivirá de esta manera, sino en cuanto hay en él algo divino, y
en la medida en que ese algo es superior al compuesto
humano, en esa medida lo es también su actividad a la de las
otras virtudes. Si, por tanto, la inteligencia (νοῦς) es divina
respecto del hombre, también la vida según ella es divina
respecto a la vida humana. Pero no hemos de tener, como
algunos nos aconsejan, pensamientos humanos, puesto que
somos hombres, ni mortales, puesto que somos mortales, sino
en la medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo lo que
está a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más
excelente que hay en nosotros; en efecto, aun cuando es
pequeño en volumen, excede con mucho a todo lo demás en
potencia y dignidad» [Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 27-1178 a
2; cfr. Ética a Eudemo, VIII, 3].

Lo que para Aristóteles realiza con rigor en la vida de los hombres la


razón de fin, es la actividad virtuosa; sólo ella tiene un valor objetivo y
absoluto, es en sí misma buena y placentera; y la vida del hombre virtuoso
es presentada como canon y medida del obrar humano.

Aristóteles manifiesta en este punto su profunda agudeza, al penetrar en


la rica complejidad de la verdad práctica, que no puede quedar reducida —
aunque no prescinda de ellas— a proposiciones prescriptivas, a un código
moral cuya sola observación garantice la rectitud de la vida. La vida humana
sólo puede ser medida por su fin, la vida virtuosa, la vida plenamente
lograda, pero ésta no se realiza más que en la vida vivida, de ahí la
dificultad aristotélica en precisar ulteriormente la felicidad, el bien vivir
humano. Con todo, Aristóteles no deja de señalar que entre las virtudes
existe una jerarquía, una ordenación de todas a la actividad contemplativa.
De este modo Aristóteles indica el límite último, la perfección máxima que
en su opinión el hombre puede lograr y a la que toda otra perfección,
cualquier otra actividad, deberá orientarse.

4. Política
Al final de la Ética a Nicómaco Aristóteles introduce el estudio de
la Política, tratado de ocho libros que analiza la naturaleza de la ciudad, los
diversos tipos de regímenes políticos —rectos o desviados— y el mejor
régimen posible.

Los ocho libros de la Política no constituyen un tratado perfectamente


ordenado. Probablemente, su actual composición, que parece incompleta,
responde a la fusión de diversos cursos de Aristóteles sobre filosofía
política. La finalidad de estas lecciones es evidentemente práctica y
posiblemente estaban dirigidas a la formación de futuros legisladores,
aquellos que deberían ocuparse de elaborar la constitución de alguna nueva
colonia o, con más probabilidad, de preservar y en su caso mejorar la
constitución de la propia ciudad. Aristóteles no pretende, como Platón en
la República, teorizar sólo sobre la mejor constitución posible sino, sobre
todo, sobre la constitución más conveniente para las concretas
circunstancias de cada ciudad. Sin embargo, antes de estudiar los
principales tipos de constituciones, Aristóteles se detiene en algunas
consideraciones más generales sobre la génesis, la naturaleza y el fin de la
ciudad, así como sobre la naturaleza y la finalidad de la actividad política
[Bodéüs 2010].

Son bien conocidas las afirmaciones de Aristóteles sobre la condición


política del hombre y sobre el carácter natural de la ciudad:

«De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas


naturales, y que el hombre es por naturaleza una animal social
(πολιτικὸν ζῷον), y que el insocial por naturaleza y no por azar
es o un ser inferior o un ser superior al hombre. […] La razón
por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja
y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza,
como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único
animal que tiene palabra. […] Y esto es lo propio del hombre
frente a los demás animales: poseer, él sólo, el sentido del bien
y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la
participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la
ciudad» [Política I, 2, 1253 a 1-18].

El hombre, en efecto, de modo natural constituye la casa, οἰκία,


comunidad que comprende la familia en sentido amplio, incluyendo a
cuantos en ella trabajan —los esclavos— a las órdenes del señor. De la
unión de varias casas surge la aldea (κώμη), y de la agrupación de aldeas
la ciudad (πόλις). Cada una de estas comunidades se distingue no sólo por
el número de sus componentes, sino por su diversa estructura en razón de
su distinta finalidad. El fin de la casa sería solventar las necesidades
cotidianas de sus habitantes, y su gobierno corresponde al padre de familia,
el señor, que manda de modo diverso sobre su mujer e hijos que sobre sus
esclavos. La aldea surge para satisfacer necesidades no cotidianas, es
decir el comercio de bienes entre las casas que la componen; su gobierno
correspondería a la autoridad que todos reconocen en el jefe del clan.

«La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que


tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia,
que nació a causa de las necesidades de la vida, pero subsiste
para el bien vivir» [Política I, 2, 1252 b 27-30].

La finalidad de la ciudad es, por tanto, poner a sus ciudadanos en


condiciones de vivir bien, de lograr la felicidad. La ciudad es para Aristóteles
la comunidad soberana pues incluye a las demás sin ser una parte de una
comunidad política mayor; Aristóteles no toma en consideración, o más bien
rechaza, la conveniencia de comunidades políticas superiores. La ciudad no
es, por tanto, ni una familia ni una aldea de dimensiones mayores. La
ciudad es una comunidad específica que requiere una específica
organización política, una forma de gobierno, una constitución, que le
otorgue su propia identidad. Precisamente a causa de su fin, Aristóteles
entiende que el saber propio del político, la política, y su ejercicio, el
gobierno, deben estar en relación con la praxis (πράξις), o sea con la
conducta de los ciudadanos, más que con su actividad productiva (ποίησις).
Es decir, el político debe gobernar en vista de la buena conducta de los
ciudadanos, su felicidad, y sólo de modo subordinado deberá ocuparse
también de su actividad productiva [Ética Eudemia VII, 2, 1236 b 39-1237 a
3]. La política no puede, en consecuencia, reducirse a una técnica (τέχνη)
sino que debe ser reconducida al saber prudencial, a la φρόνησις. En
la Ética a Nicómaco Aristóteles habla de una prudencia política y de una
prudencia legislativa [VI, 8, 1141 b 24-26], que no se ocuparían tanto de la
propia vida como de las leyes y del gobierno de la ciudad. Parece evidente
que la adquisición de esta virtud requiere, a diferencia de la prudencia
normal, una experiencia y unos conocimientos particulares que exceden el
contenido de la reflexión ética. Precisamente ése sería el motivo que movió
a Aristóteles a escribir este tratado.
La política tiene como fin, en efecto, ordenar con sus leyes la actividad de
los ciudadanos consiguiendo que las relaciones entre ellos sean justas. El
fin del gobierno es la justicia, y la justicia es para Aristóteles no sólo una
virtud, sino la virtud completa, en cuanto su efectiva realización requiere la
adquisición y el ejercicio de todas las virtudes morales [Ética a Nicómaco V,
3, 1129 b 25-1130 a 13]. En cierto modo el camino que permite el logro de
la felicidad de los ciudadanos pasa a través de la justicia y éste es el criterio
determinante del buen gobierno y de la recta constitución.

Un buen régimen político es un régimen justo, así como el buen político


es aquel que gobierna en vista de la justicia de la ciudad, del bien de los
ciudadanos, y no del propio beneficio. Para Aristóteles, en principio no
tendría importancia que el gobierno estuviera en manos de una sola
persona —monarquía (μοναρχία)—, de un grupo —aristocracia
(ἀριστοκρατία)— o de muchas personas —república (πολιτεία)—. En estos
tres casos estaríamos ante tres regímenes rectos fundados sobre la virtud
(φρόνησις) bien de una sola persona, el rey, o de un grupo menor o mayor
de personas. Tales regímenes rectos no son, sin embargo, frecuentes.
Normalmente, como enseña la historia, las ciudades son gobernadas por
regímenes más o menos desviados: tiranías (τυραννία) —degradación de la
monarquía—, oligarquías (ὀλιγαρχἰα) o democracias (δεμοκρατία),
degeneraciones de la aristocracia o de la república.

La razón de la degeneración de cada uno de estos regímenes es, en


última instancia, la sustitución del fin recto, la justicia, el bien de los
ciudadanos, por el interés de los gobernantes. El tirano miraría a satisfacer
su propio placer, los oligarcas a acumular riquezas, mientras que la
democracia tendría como finalidad no la justicia, sino asegurar la igual
libertad de todos los ciudadanos. Aristóteles esboza el posible paso de la
monarquía a la aristocracia y sucesivamente, a causa del olvido de la virtud,
a la oligarquía, a la tiranía y finalmente a la democracia [Política III, 15, 1286
b 8-22].

Aristóteles es consciente de la dificultad de fundar sobre la virtud la vida


política de la ciudad. Quizá esto fue posible en los orígenes de la vida
política, en las antiguas monarquías o aristocracias, en las que cabía
imaginar la presencia de un gobernante «que fuera como un dios entre los
hombres» [Política III, 13, 1284 a 10-11] o de un grupo de personas
virtuosas. Lo normal, sin embargo, es que la mayoría de las constituciones
de las ciudades, incluso aquellas consideradas mejores —las de Esparta,
Creta o Cartago— contengan elementos desviados.

Antes de continuar con el examen de las constituciones es necesario


recordar las mejores circunstancias sobre las que, según Aristóteles,
debería fundarse una ciudad. Para asegurar el buen gobierno de una ciudad
sería necesario, en efecto, que ésta tuviera una extensión limitada,
suficiente para asegurar su autarquía, y que fuera también limitada su
población, permitiendo el conocimiento mutuo de sus habitantes y el
establecimiento entre ellos de la amistad política [Ética a Nicómaco VIII, 11-
13; IX, 6]. El clima debería ser también adecuado, ni muy caluroso ni muy
frío, la tierra fértil y la población naturalmente inclinada a la virtud. Sin tales
condiciones —difícilmente presentes en la mayoría de las ciudades— la
mejor constitución posible sería irrealizable.

Debe también tenerse en cuenta que no todos los habitantes de


la πόλις son ciudadanos de pleno derecho, capaces de participar en el
gobierno de la ciudad; además de las mujeres y de los niños, que no son
plenamente ciudadanos, también los esclavos quedan excluidos de la
ciudadanía. Aristóteles, como es sabido, justifica en la Política la esclavitud
natural y lo hace por considerar que algunos hombres carecen de aquella
capacidad —deliberación— que les permitiría gobernar sus propias vidas.
Por eso, de modo análogo a las mujeres y a los niños, el bien de tales
sujetos requeriría la obediencia a quienes pueden ejercitar tal capacidad. «Y
en todos ellos existen las partes del alma, pero existen de diferente manera:
el esclavo no tiene en absoluto la facultad deliberativa; la mujer la tiene,
pero sin autoridad; y el niño la tiene, pero imperfecta» [Política I, 13, 1260 a
10-14]. La esclavitud natural debería estar reservada a las personas de
ánimo servil, a las que Aristóteles no niega la posibilidad, mediante la
educación, de desarrollar la capacidad que les permitan en un futuro
adquirir el señorío sobre sus vidas y alcanzar, también jurídicamente, la
libertad [Política VI, 1, 1330 a 32-33]. Sin pretender disculpar a Aristóteles
por sus afirmaciones sobre la esclavitud y la condición de la mujer, éstas
deben ser entendidas en su contexto cultural e histórico y, sobre todo,
comprender que su motivación última más que en prejuicios de raza o de
sexo —también presentes— descansa en lo que él considera —por
condiciones climáticas, constitución somática y ausencia de educación—
incapacidad de obrar libremente, esto es deliberar y decidir.
El realismo de Aristóteles en la Política se manifiesta en su intención de
ocuparse no sólo de la mejor constitución posible —que como se ha visto
difícilmente pueda lograrse— sino, sobre todo, de señalar los modos de
preservar las constituciones ya existentes procurando, en la medida de lo
posible, limar aquellos elementos que causan su desviación respecto a las
constituciones rectas [Política IV, 1, 1288 b 21-39]. La radicalización, al
contrario, de los elementos desviados provocaría un cambio de régimen con
consecuencias muchas veces peores para los ciudadanos. Esto significa
considerar que tanto la tiranía, la oligarquía y la democracia admiten
distintas posibilidades de realizarse, configurándose como regímenes más o
menos desviados, más o menos cercanos a los regímenes rectos. Es, en
efecto, la falta de prudencia del tirano, sus excesos, como los excesos de
los oligarcas o de la masa, lo que mueve a la rebelión. El buen político
debería, al contrario, legislar de tal modo que la tiranía presente se
pareciera lo más posible a la monarquía, la oligarquía a la aristocracia y la
democracia a la república. Para Aristóteles el buen político no es quien
busca agrandar los defectos de un régimen injusto para poder abolirlo, sino
aquél que logra la persistencia del régimen desviado reconduciéndolo a
través de las leyes a parecerse lo más posible a alguno de los regímenes
justos.

Aunque hoy día pueda resultar extraño, la democracia es para Aristóteles


uno de los regímenes desviados, si bien el menos malo de ellos. De hecho
la constitución que Aristóteles considera mejor para la mayor parte de las
ciudades, la república (πολιτεία) sería el resultado de mezclar algunas
características de la democracia con otras de la oligarquía [Política IV, 9,
1294 b 13-16]. Paradójicamente Aristóteles promueve como el mejor
régimen político, uno procedente de dos regímenes desviados. La
desviación de la democracia, la democracia extrema, consistiría en no mirar
al bien de todos, a la justicia distributiva, sino al bien de la mayoría que, en
muchos casos, coincidiría con los menos capaces, aquellos privados no
sólo de riqueza sino también de instrucción y de virtud. Su única finalidad
sería garantizar la igualdad de todos, poniendo el gobierno en manos de
quien no está preparado para ejercerlo.

En cierto modo lo propio de cada constitución consiste en el acceso al


poder de uno sólo, unos pocos o todos. Los sistemas de alternancia en los
cargos públicos —magistrados, estrategas y asamblea legislativa— pueden
ser distintos según el modo de acceso a tales cargos —por sorteo o por
elección— y según la delimitación de quienes tendrían acceso al poder —
uno solo, unos pocos, todos— y de quienes, en el caso de elección,
tendrían derecho de elegir.

Al final de la Ética a Nicómaco Aristóteles advertía de la importancia de la


educación para la vida política de la ciudad, y acusaba a los políticos de no
prestarle suficiente atención [X, 10, 1180 a 14-33]. El último libro de
la Política se ocupa precisamente de la educación, que debería adaptarse a
cada uno de los diversos regímenes políticos, ser común para todos los
ciudadanos y mirar, sobre todo, a la virtud. El libro contiene sin embargo
sólo un programa parcial, incompleto, dirigido a la educación tanto del alma
—gramática, música— como del cuerpo —gimnasia— de los jóvenes
ciudadanos.

VIII. Poética y Retórica


La Poética es un tratado compuesto de 26 capítulos en los que
Aristóteles se propone hablar «del arte poético en sí mismo y de sus formas,
de la potencialidad que posee cada una de ellas, y de qué modo se han de
componer las tramas (μύθος) para que la composición poética resulte bella»
[Poética 1, 1447 a 8-10]. La sucesión de los capítulos del tratado responden
en buena parte a este programa. En los cinco primeros capítulos se habla
de la poesía en general, en oposición a sus formas, esto es los géneros
literarios entonces conocidos: poesía ditirámbica, epopeya, tragedia y
comedia. De tales géneros, en particular de la tragedia, hablan los capítulos
sucesivos incluyendo, además, consideraciones importantes sobre la
composición de las tramas y sobre las partes de la obra poética: elocución
(λέξις), pensamiento (διάνοια) y, referido a la tragedia, los caracteres (ἤθη),
la música (μελοποιία) y el espectáculo (ὄψις). Los capítulos dedicados a la
elocución y al pensamiento presentan consideraciones de carácter más
general, aplicables a toda obra literaria y en directa relación con lo
estudiado en la Retórica. Sólo en los cuatro últimos capítulos Aristóteles se
ocupa de la epopeya.

Si éste es, a grandes líneas, el contenido de la Poética lo que no resulta


claro es la intención de Aristóteles al escribir el tratado. Ateniéndonos a la
distinción de saberes de Metafísica VI, 1 —teóricos, prácticos y productivos
— la Poética parecería ser la mejor expresión de un tratado poiético, esto es
la reflexión sobre un arte cuya finalidad no es otra que producir (ποιείν) un
resultado, una obra, bien sea una tragedia, una epopeya o una comedia. Sin
embargo, la caracterización exclusiva del tratado como obra poiética
implicaría entender que la intención de Aristóteles sería ofrecer una especie
de guía práctica a quien pretendiera escribir una obra literaria. No faltan, es
verdad, consideraciones de tipo prescriptivo sobre la estructura técnica, por
ejemplo, de la tragedia, pero en general el tenor de la Poética es más
reflexivo, más teórico que práctico, destinado a formar sobre todo el espíritu
crítico del espectador o lector que no el arte del escritor. Pero, además, las
consideraciones generales sobre la poesía, y aquellas particulares sobre la
tragedia, acercan de modo sorprendente la poesía a la praxis, el arte a la
vida, obligando a revisar una interpretación quizá excesivamente rígida de la
distinción entre los saberes. En cierto modo en este punto se juega el
alcance filosófico de la Poética. Si fuera un simple manual poiético, una guía
técnica para uso de aspirantes artistas, su relevancia al interno
del corpus aristotélico sería completamente secundaria; si, al contrario, la
reflexión aristotélica sobre la poesía mira a resaltar su dimensión
cognoscitiva y su peculiar importancia para la praxis humana, entonces
resultaría claro su significado filosófico. Y esto último es lo que
efectivamente sucede realizándose un peculiarísimo entrelazamiento entre
teoría, acción y producción [Guastini 2010].

Aristóteles no duda en señalar la naturaleza mimética de la poesía sin


que ello signifique, como para Platón, comprometer su valor. Toda obra
poética es imitación (μίμησις) y tiene su origen en la disposición natural de
los hombres a imitar.

«Parecen haber dado origen a la poética fundamentalmente


dos causas, y ambas naturales. El imitar, en efecto, es
connatural al hombre desde su niñez, y se diferencia de los
demás animales en que es muy inclinado a la imitación y por la
imitación adquiere sus primeros conocimientos, y también el
que todos disfruten con obras de imitación» [Poética 4, 1448 b
4-9].

La perspectiva mimética desde la que Aristóteles entiende la poesía y,


más en general el arte y el placer que éste genera, parece ajena a su
valoración estética y estar ligada, en cambio, sobre todo a su dimensión
cognoscitiva. Esto lleva a pensar que la imitación propia de la poesía no
deba quedar reducida a una simple reproducción icónica, a una superficial
copia de los fenómenos, de las apariencias. No es tarea de la poesía
reproducir lo ya conocido tal y como es conocido, sino presentar
semejanzas que puedan provocar el placer del reconocimiento.

Todo esto resulta más claro en el análisis que Aristóteles hace de la


tragedia.

«Es así, la tragedia imitación de una acción elevada y perfecta,


de una determinada extensión, con un lenguaje diversamente
ornado en cada parte, por medio de la acción y no de la
narración, que conduce, a través de la compasión y del temor a
la purificación de estas pasiones» [Poética 6, 1449 b 24-28].

Lo propio de la tragedia es, pues, la imitación de la acción humana, «de


la vida, de la felicidad y de la desdicha» [Poética 6, 1450 a 17]. La tragedia
no imita sucesos o hechos históricos, sino acciones que podrían
verosímilmente suceder. Por eso para Aristóteles el corazón de la tragedia,
su principio y su alma [Poética 6, 1450 a 40], es la trama —el μύθος—,
mientras que los demás elementos resultan secundarios. A través de la
trama el poeta (ποιητές) presenta lo que constituye la forma misma de la
acción, de la vida humana, sin necesidad de narrar simplemente hechos
que han sucedido. Precisamente porque el poeta se refiere a «lo que podría
suceder y los acontecimientos posibles, de acuerdo con la probabilidad o la
necesidad» [Poética 9, 1451 a 37-38], su trama se separa de la
particularidad de los hechos, de la realidad empírica inmediata, alcanzando
una dimensión universal, un superior nivel de verdad. «Por eso, la poesía es
algo más filosófico y serio que la historia; la una se refiere a lo universal, la
otra a lo particular» [Poética 9, 1451 b 5-7].

El argumento de la tragedia es algo particular, pero su fin es la


representación de un universal. La representación de una realidad
particular, de una acción, es la vía para representar verdades universales.
Ésta es la importancia de la tragedia y su dimensión filosófica. La tragedia
imita la vida, el actuar humano, y tiene por ello particular capacidad para
expresar contenidos y verdades éticas; la tragedia es la imitación de una
acción cumplida en la que se representa, según las leyes de la verosimilitud
y de la necesidad, el inicio, el desarrollo y el fin de la acción humana. La
sucesión no es, obviamente, sólo cronológica, sino casual y debe por ello
respetar el sentido interno de la acción, su propia unidad, que no es
solamente ni principalmente temporal. De este modo la tragedia presenta
aquello que la vida y las acciones reales no pueden presentar, es decir,
permite ver de modo sintético la unidad de la vida y de la acción humana.
Se podría decir que es la representación máximamente racional del vivir
humano. La tragedia representa, pone ante los ojos, aquello que en la vida y
en el actuar hay de universal y necesario. De este modo el poeta permite
con sus invenciones la contemplación teórica de algo eminentemente
práctico. Por eso la tragedia satisface el deseo natural de conocer y genera
un particular placer.

En su definición de la tragedia Aristóteles introduce la catarsis (κάθαρσις)


—la purificación de las pasiones— como su efecto propio, como su placer
específico.

«No se debe buscar en la tragedia un placer cualquiera sino


sólo el que le es propio. Y, puesto que el poeta debe producir,
por medio de la imitación, el placer que surge de la compasión
y del miedo, es evidente que ello se ha de lograr en los
acontecimientos mismos» [Poética 14, 1453 b 10-12].

El efecto de la tragedia es para Aristóteles positivo. Ésta no conduce,


como pensaba Platón, a engaño, no aleja de la verdad, sino que al contrario
permite purificar el ánimo del espectador, esto es aclarar e iluminar sus
propias pasiones, elevarlas a un mayor nivel de conocimiento. De algún
modo en la tragedia se hace presente el error (ἁμαρτία), el déficit de
prudencia que ha llevado al desenlace desgraciado. De esta manera el
espectador puede percibir algo de sí mismo y aprender a orientar mejor su
propia existencia.

La Poética de Aristóteles ha sido un punto de referencia constante en la


sucesiva reflexión sobre el arte y sobre la estética. Sin embargo, como se
ha intentado señalar, para Aristóteles el valor de la poesía no residía en su
belleza formal, en el placer estético que generaban sus obras, sino en su
capacidad de hacer presente la verdad, dimensión para Aristóteles
fuertemente ligada a la belleza y capaz de producir auténtico placer.

La Retórica de Aristóteles presenta algunas semejanzas con la Poética.


En primer lugar porque se trata de otro tratado poiético, es decir una
reflexión sobre el arte de construir discursos persuasivos. Su dimensión
práctica es, sin embargo, más clara que la de la Poética. Aquí la intención
de Aristóteles no parece otra que ayudar a formar buenos oradores,
capaces de pronunciar en público el discurso adecuado en los tres ámbitos
que señala: en la asamblea política, discursos deliberativos
(συμβουλευτικός); ante el tribunal, discursos judiciarios (δικανικός); y en la
alabanza o vituperio de algún hecho o personaje, discursos epidícticos
(ἐπιδεικτικός) [Retórica I, 3, 1358 b 7-8]. Sin embargo en los últimos años,
después de un período en el que la retórica había sido despreciada
precisamente por su intención persuasiva y su falta de rigor demostrativo,
los estudiosos han atribuido al tratado aristotélico una nueva dignidad a
causa de la dimensión filosófica que se esconde en la peculiar racionalidad
que Aristóteles propone. Aristóteles, en efecto, no pretende enseñar una
técnica oratoria que, al estilo de los sofistas, pueda ponerse al servicio de
cualquier fin. Aristóteles entiende la retórica como la expresión de un
razonamiento realizado sobre cuestiones altamente variables, en un
contexto y ante un público en cada caso diverso, de modo que, como
sucede en el razonamiento práctico, no resulta posible establecer una serie
de reglas lógicas que puedan ser aplicadas automáticamente. Con la ayuda
de la técnica retórica, el orador tendrá que demostrar su capacidad práctica
para captar el razonamiento más adecuado en cada ocasión particular,
dando a los oyentes la motivación suficiente para que acepten o al menos
consideren su propuesta.

Pero además la Retórica está ligada a la Poética en cuanto desarrolla y


completa una de sus partes: la elocución, estudiada parcialmente en los
capítulos 20 a 22 de esta obra. Además, la Poética misma reenvía
explícitamente a lo expuesto en la Retórica al tratar de una de las partes de
la tragedia, el pensamiento: «de las cuestiones relativas al pensamiento, se
trate en la Retórica, pues tal argumento es más propio de esa
investigación» [Poética 19, 1456 a 34-35].

Los dos primeros libros de la Retórica se ocupan de analizar los medios


persuasivos (πίστεις) del discurso, es decir los recursos que otorgan al
discurso su carácter convincente: «unos residen en el carácter del que
habla, otros en poner en cierta disposición al oyente, otros en el mismo
argumento, por lo que demuestra o parece demostrar» [Retórica I, 2, 1356 a
2-4]. Del pensamiento o argumento (λόγος) se ocupa el libro I y los capítulos
18 a 26 del segundo; del carácter moral del orador (ἤθος) el primer capítulo
y los capítulos 12-17 del libro segundo; las pasiones del alma humana
(πάθη), que el orador debe conocer y ser capaz de suscitar de modo
oportuno son descritas en los primeros once capítulos del segundo libro. El
tercer libro estudia la elocución (λέξις) y la acción oratoria (ὑπόκρισις) esto
es el modo de articular el discurso, «porque no basta saber lo que hay que
decir, sino que es necesario también dominar cómo hay que decirlo, lo cual
tiene mucha importancia para que el discurso parezca apropiado»
[Retórica III, 1, 1403 b 16-18].

Aristóteles inicia su tratado con estas palabras: «la retórica es correlativa


de la dialéctica» [Retórica I, 1, 1354 a 1], dando a entender que se trata de
un arte que perfecciona una capacidad natural, la que el hombre tiene de
conocer la verdad. Al igual que la dialéctica, la retórica, aun cuando
Aristóteles la limita a los tres géneros de discursos señalados, sería un arte
útil para articular discursos persuasivos sobre cualquier argumento
[Retórica I, 2, 1355 b 31-34]; y como en el caso de la dialéctica su punto de
partida no serán proposiciones necesarias sino opiniones notables (ἔνδοξα)
[Retórica I, 2, 1357 a 22-33]. Esto quiere decir que su ámbito propio no será
el de la demostración científica —es decir, lo necesario— sino todo aquello
que puede ser de otro modo, o sea, todo aquello que pertenece a la
conducta humana, «cosas sobre las que deliberamos y sobre las que no
existe un arte específico» [Retórica I, 2, 1357 a 2]. En efecto, en los juicios
se examina si una determinada acción ha sido justa o injusta; en las
asambleas deliberativas se decide sobre lo más conveniente para el futuro
de la ciudad: «sobre los ingresos fiscales, sobre la guerra y la paz, sobre la
custodia del país, de las importaciones y exportaciones y sobre la
legislación» [Retórica I, 4, 1359 b 21-23]; en los discursos epidícticos se
alaba o reprocha la conducta de una determinada persona [Retórica I, 3,
1358 b 13-29].

Ciñéndose a estos tres tipos de cuestiones, es evidente que el orador,


además de la técnica propia del discurso, deberá estar provisto de un buen
bagaje de opiniones notables sobre cuestiones políticas y éticas, que le
permitan hablar ante la asamblea deliberativa; sobre la justicia, para hablar
ante los tribunales; y sobre la virtud, para elaborar discursos epidícticos. Por
este motivo el primer libro de la Retórica dedica algún espacio a la felicidad
y sus partes, a las diversas formas de gobierno, a la justicia y a la virtud.
Esto no significa, sin embargo, que el orador deba ser experto en cada uno
de estos saberes.

El elemento mayormente persuasivo del discurso es, sin duda, la


argumentación, el razonamiento, al que Aristóteles añade el talante moral
del orador, que hace de él persona merecedora de crédito, y su capacidad
de mover las pasiones del público del modo en que las circunstancias de
cada caso lo requieran.

La capacidad argumentativa del orador debe amoldarse, sin embargo, a


las peculiaridades propias del discurso público. No sería oportuna, por
ejemplo, una argumentación tan prolija y detallada que al público le
resultara difícil seguir. Por este motivo el razonamiento propio del discurso
retórico, aunque se asemeje al razonamiento dialéctico, se distingue de
éste; Aristóteles lo denomina entimema (ἐνθύμημα). Se tratará siempre de
un silogismo que parte de opiniones notables pero que no puede perder de
vista el contexto en el que se propone. Algunos intérpretes lo entienden
como un verdadero silogismo dialéctico, pero formulado de modo abreviado,
en cuanto el orador omite articularlo completamente, dejando a los oyentes
la comprensión de todos los pasos, implícitos y en cierto modo evidentes, o
incluso de la conclusión. Otros intérpretes consideran que la peculiaridad
del entimema en cuanto silogismo no depende de las premisas de las que
parte ni de la economía de su formulación, sino de la conexión sólo
probable entre las premisas y la conclusión, de modo que la retórica
admitiría razonamientos que desde un punto de vista lógico no serían
concluyentes. Si así fuera, el orador no pretendería dar una razón ni
necesaria ni suficiente para que el público acoja su propuesta, sino
simplemente dar al público un motivo que lo persuada de que su propuesta
merece ser tenida en cuenta.

Si el entimema en la retórica es comparable al silogismo en la dialéctica,


la función del ejemplo es comparable a la de la inducción, «pues el ejemplo
es una inducción, el entimema es un silogismo» [Retórica I, 2, 1356 b 2-3].
La diferencia entre entimema y ejemplo parece pues clara y es semejante a
la establecida en los Tópicos entre el silogismo y la inducción: «y mostrar
por muchas cosas y semejantes que es de tal manera, es allí inducción y
aquí ejemplo; y que dadas ciertas proposiciones, otra de ellas resulte a su
lado por existir ellas absolutamente o en la mayor parte de los casos, se
llama allí silogismo, aquí entimema» [Retórica I, 2, 1356 b 14-18].

Siendo las opiniones notables el punto de partida del entimema,


Aristóteles dedica bastante espacio a señalar sus τόποι propios, es decir,
los lugares comunes que ayudan a identificar las opiniones más oportunas
para fundar cada argumentación. Cuáles sean las opiniones más
convenientes dependerá, obviamente, del género de discurso de que se
trate y, en este sentido, estarán relacionadas con la felicidad, la política, la
justicia o la virtud.

En el tercer libro, dedicado a la dicción y a la acción, Aristóteles trata de


todo lo relativo al modo de pronunciar el discurso y a su composición según
su género: elección de las palabras, cuidado del estilo, composición y
articulación de los períodos, uso de imágenes y de metáforas, etc. De todas
las cuestiones tratadas hay una particularmente interesante por su alcance
filosófico, y que se encuentra también presente en la Poética: el uso de la
metáfora y su capacidad de poner ante los ojos algunos aspectos de la
realidad. Efectivamente en este punto Aristóteles manifiesta que si la
retórica mira a persuadir, el mejor modo de hacerlo es precisamente
provocar en quien escucha el ejercicio de la razón y el placer del
reconocimiento, pues ni la metáfora ni el entimema se limitan a mostrar lo
evidente ni a deducir conclusiones de opiniones ya sabidas. Los entimemas
mejores, como las mejores metáforas, son precisamente aquellos que
producen una enseñanza, que permiten conocer mejor, porque ponen ante
los ojos (πρὸ ὀμμάτων) un determinado aspecto de la realidad antes
desconocido [Retórica III, 10, 1410 b 20-28]. Y la capacidad de encontrar
buenas metáforas, como la de construir buenos entimemas, no se aprende
por enseñanza ni se reduce a simple capacidad técnica; Aristóteles la
relaciona con la capacidad propia del filósofo de captar lo semejante entre
realidades a primera vista muy distantes [Retórica III, 11, 1412 a 11-13].

IX. El pensamiento aristotélico en la


historia
Puede decirse que el influjo de la doctrina aristotélica ha tenido un
alcance histórico único. Un rápido repaso de la historia del pensamiento
occidental posterior a Aristóteles es suficiente para darse cuenta de que su
filosofía ha estado siempre presente. Paradójicamente, en los años
inmediatos a su muerte, a causa de la extraña suerte que corrieron sus
escritos, su pensamiento no encontró un gran eco. En la antigüedad tardía
el pensamiento dominante es de matriz platónica y la influencia de
Aristóteles se limita a algunos aspectos —sobre todo la lógica— de su
pensamiento. Sin embargo, la aparición de los primeros comentadores de
sus obras, precisamente en ese mismo periodo, primero en el mundo
griego-romano y sucesivamente en al mundo árabe, permitirá el
renacimiento del aristotelismo. Es sobre todo a fines del siglo XII, con la
traducción al latín de sus obras, cuando el pensamiento de Aristóteles pasa
a ocupar un primer plano. Con la escolástica Aristóteles se convierte,
después de fuertes debates y controversias en las nacientes universidades
europeas, en autoridad indiscutible, el Filósofo y, como escribe Dante en su
comedia, «il maestro di color che sanno» (“El maestro de los sabios”)
[Inferno, IV 131]. En los siglos posteriores, en particular a partir del siglo
XVI, fue surgiendo un nuevo modo de entender la ciencia y la filosofía en
abierta oposición al pensamiento aristotélico. Aristóteles, considerado como
la máxima expresión de la tradición filosófica y autoridad indiscutible de un
modo de pensar que se sentía necesario superar, se convierte en el centro
de feroces críticas. Aunque nunca se interrumpió el estudio y la enseñanza
de su pensamiento, sobre todo en ámbito neoescolástico, los filósofos más
influyentes mostrarán una particular aversión por su filosofía de la
naturaleza y sucesivamente por su metafísica. Por otra parte, al compás de
los nuevos intereses culturales —científicos, estéticos, morales— se
redescubre la riqueza de algunas obras hasta entonces menos conocidas y
comentadas. Durante el siglo XIX, gracias al precioso trabajo de algunos
filólogos, el conocimiento del corpus aristotelicum adquiere una mayor
precisión; las numerosas nuevas ediciones, traducciones y comentarios de
sus obras dan a los estudios aristotélicos una nueva vitalidad que todavía
perdura.

El destino de su doctrina no se debe, sin embargo, a simples


circunstancias históricas, ni al enciclopedismo de su obra, sino sobre todo a
su riqueza y profundidad. Prueba de ello es que a pesar del giro
copernicano de la filosofía moderna, las obras de Aristóteles han continuado
ejercitando un enorme influjo. En la base del pensamiento de uno de los
filósofos más importantes e influyentes del último siglo —Heidegger— se
encuentra la obra de Aristóteles aparentemente menos amada por el
pensamiento moderno, la Metafísica, si bien interpretada de modo personal,
desde una perspectiva fenomenológica, y a veces poco fiel al pensamiento
aristotélico. El pensamiento de quien fue considerado por algunos filósofos
el principal adversario de la modernidad, ha sido paradójicamente
recuperado precisamente para intentar superar las limitaciones
demostradas por la modernidad. Tampoco se debe olvidar el influjo de
la Ética a Nicómaco y del Organon aristotélico en el origen de la filosofía
analítica y de la hermenéutica filosófica, la presencia de su dialéctica en la
revalorización de formas de racionalidad más flexibles que la racionalidad
científica, ni el resurgir de la ética de la virtud y, más en general, de la
racionalidad práctica a partir sobre todo del nuevo interés por la Ética a
Nicómaco [Berti 1992].

La filosofía griega alcanza con Aristóteles su plena madurez,


consiguiendo una altura especulativa que en muchos aspectos nunca
después ha sido superada. Esto no significa que la doctrina aristotélica no
presente también numerosas aporías y no sólo por las lógicas deficiencias
de muchas de sus observaciones de carácter astronómico, biológico y, más
en general, físico. Además de las dificultades de unos textos con frecuencia
oscuros, recibidos de modo parcial y abiertos a interpretaciones
discordantes, Aristóteles no consigue dar una solución definitiva a la
cuestión que más critica a su maestro Platón, la relación entre lo sensible y
lo suprasensible. Su modo de concebir la existencia de un primer motor,
acto puro, deja en la oscuridad la respuesta a la pregunta sobre el modo en
que éste ejerce su causalidad sobre el mundo y el hombre. Si la doctrina del
acto parece una respuesta oportuna a la trascendencia exigida por el primer
principio, corrigiendo con ella la solución propuesta por su maestro, no
sabe, sin embargo, dar completa razón de su múltiple presencia en el
mundo sensible. Aristóteles demuestra una extraordinaria capacidad para
analizar la realidad sensible, los fenómenos naturales y la conducta
humana, pero no consigue explicar de modo claro su dependencia de un
principio trascendente cuya existencia demuestra. Un ejemplo de todo esto
es su doctrina del intelecto humano, punto de contacto entre la realidad
suprasensible y lo sensible; la capacidad intelectiva parece exigir la
presencia de un principio inmaterial en el alma humana, el νοῦς, también
acto puro, sin conseguir explicar sin embargo su relación y dependencia del
Νοῦς divino.

Aristóteles asume plenamente la tradición griega a la que pertenece y


aprecia sobre todo la dimensión racional, inteligible del hombre y del mundo.
Ciertamente es consciente de los excesos de sus predecesores y, por este
motivo, da espacio a modos de ser y de pensar mucho más fluidos, menos
fácilmente dominables por el pensamiento y el saber. Precisamente para
superar el marcado intelectualismo de sus predecesores, Aristóteles
introduce en su explicación de la conducta humana el elemento volitivo,
pero no logra darle el alcance y la importancia que adquirirá en el
pensamiento sucesivo; su consideración de la vida lograda
fundamentalmente como contemplación, ejercicio de la inteligencia más que
de la voluntad, es una muestra de ello. Algo semejante se puede decir de su
comprensión de la naturaleza divina, entendida como pensamiento de
pensamiento en la que apenas queda espacio para el amor.

Sin embargo, debe reconocerse en la filosofía de Aristóteles, por su


profundidad y extensión, y también por los problemas que suscita, uno de
los monumentos más extraordinarios del saber levantado por una
inteligencia humana.

X. Bibliografía
1. Corpus aristotelicum
a) Ediciones

Aristoteles Opera edidit Academia regia Borussica, Berolini 1831-1870


(vols. I-II, Aristoteles Graece, I. Bekker; v. III, Aristoteles latine,
AA. VV.; v. IV, Scholia in Aristotelem, C.A. Brandis, v.
V, Aristotelis fragmenta, V. Rose; Index aristotelicus, H. Bonitz)
(reimpresión corregida, O. Gigon, De Gruyter, Berlin 1960-
1961).

Aristotelis Opera omnia graece et latine, cum indice nominum et rerum


absolutissimo, A.F. Didot, vols. I-IV, Parisii 1848-1869; v. V
Index, 1874.

Además, muchas de las obras de Aristóteles han sido publicadas


individualmente en alguna colección de clásicos griegos y latinos, como por
ejemplo: Bibliotheca Teubneriana; Collection des Universités de
France; Oxford Classical y The Loab Classical Library. Citamos sólo algunas
de las ediciones más conocidas de obras particulares:

ALLAN, D. J., Aristotelis, De Caelo, O.C.T., Oxford 1955.

BURNET, J., The Ethics of Aristotle, Methuen, London 1900.


JOACHIM, H. H., Aristotle on Coming-to-be and passing away, Oxford
1922.

ROSS, W. D., Aristotelis fragmenta selecta, O.C.T., Clarendon Press,


Oxford 1955.

—, Aristotle’s Metaphysics, 2 vols., O.C.T., Oxford 1924.

—, Aristotle’s Physics, O.C.T., Oxford 1950.

—, Aristotle, De Anima, O.C.T., Oxford 1961.

WAITZ, TH., Aristotelis Organon, Leipzig 1844-1846 (reimpreso Aalen


Scientia 1962).

b) Traducciones

La traducción castellana más completa de las obras de Aristóteles es la


ofrecida, en 10 volúmenes, por la editorial Gredos (Madrid 1982 ss.),
realizada por diversos autores. Existen también algunas ediciones bilingües,
español-griego: Ética a Nicómaco, trad. de M. Araujo y J. Marías, Instituto
de Estudios Políticos, Madrid 1970 (Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid  1985); Retorica, trad. de A. Tovar, Centro de Estudios
4

Constitucionales, Madrid  1985; Política, trad. de M. Araujo y J. Marías,


3

Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1951.

En edición trilingüe, español-griego-latín, V. García Yebra ha


publicado Metafísica de Aristóteles, Gredos, Madrid  1982 y Poética de
2

Aristóteles, Gredos, Madrid 1974.

2. Estudios
a) Estudios generales

AA. VV., Autour d’Aristote, Melanges à A. Mansion, Nauwelaerts, Paris-


Louvain 1955.

BERTI, E., Aristotele: Dalla dialettica alla filosofia prima, Cedam, Padova


1977.
—, Profilo di Aristotele, Studium, Roma 1979.

—, Aristotele nel novecento, Laterza, Roma-Bari 1992.

— (ed.), Aristotele, Laterza, Roma-Bari 1997.

—, Nuovi studi aristotelici, L’influenza di Aristotele: Antichità, Medioevo e


Rinscimento (v. 4.1); Età moderna e contemporánea (v. 4.2),
Morcelliana, Brescia 2009-2010.

BIGNONE, E., L’Aristotele perduto e la formazione filosofica di Epicuro, 2


vols., La Nuova Italia, Firenze  1973.
2

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2002.

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