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Quiero compartir con ustedes una experiencia que atravesamos hace ya algunos años, en
los primeros momentos en que me desempeñaba como director de la Escuela Secundaria
La Salle de Gonzalez Catán, en La Matanza.
Partir del relato de una experiencia, nos sitúa en que algo aconteció. Algo que se pudo
realizar, con resultados a ser analizados, quizás controvertidos, discutibles. Pero si algo
aconteció y se tornó experiencia es que, parafraseando a Larrosa, no sólo algo pasó, sino
más bien “algo me pasó” o mejor “algo nos pasó”.
Las escuelas se sitúan en un mapa de un barrio, de una localidad. Mapas que se van
dibujando con referencias de otras instituciones, de sitios relevantes, de plazas, calles,
organizaciones comunitarias, sociales, políticas. Mapas que son recorridos, “caminados”
por cientos, miles de jóvenes, mapas que se tornan lugar de experiencia, para los
escolarizados y los que ya no pero alguna vez lo fueron, o para los que nunca lo han sido.
Donde algunos están adentro, y otros afuera quizás deseando ser parte de esa escuela, o
de otra…
La intención es relatar una experiencia donde se ponen en juego las miradas que añoran
seguridades y donde la confianza forma parte de nuevos pactos, nuevos acuerdos.
Vamos por el relato: hace unos 7 años, allá en los primeros tiempos como director de esta
escuela, compartíamos con otros compañeros recién llegados la preocupación que nos
generaban los grupos de jóvenes, que sin pertenecer a nuestra escuela, estaban todos los
días en la puerta, o en el campo de al lado (que estaba dividido de la escuela por un
alambrado). Algunos tenían amigos dentro de la escuela. Eran varios. El denominador
común era que ninguno estaba cursando en otra escuela, o en el mejor de los casos alguno
estaba inscripto pero iba intermitentemente. Eran unos diez en general, pero a veces se
iban rotando, debían ser unos cinco o seis cada día. Nos llamaban la atención sobre todo
dos cosas: por un lado la hostilidad hacia nuestra escuela que se manifestaba cuando les
gritaban a los alumnos y alumnas en los recreos, “bardeando” a docentes o tirando cosas
a través del alambrado. Por otro lado, el temor que generaban en nuestros alumnos que
pedían recurrentemente que los echemos, que llamemos a la policía, diciendo que eran
peligrosos. Es cierto que en tiempos anteriores la respuesta de la policía había sido
aparentemente efectiva: venía el patrullero y los pibes se iban (hasta la tarde siguiente).
Decidimos entonces probar otras estrategias, y entre ellas teníamos una al alcance de la
mano, que si bien no implicaba demasiado esfuerzo parecía estar desacreditada (al menos
en ese momento y con esos interlocutores) simplemente hablar, poner la palabra en el
centro del conflicto. Es cierto que pusimos algunas reglas del juego claras: el territorio:
charlaríamos de local y de visitante (iríamos al campo de al lado y ellos entrarían con
nosotros a la escuela) y nos escucharíamos. La primera era de visitante y nos fue bien: nos
plantearon que ellos sólo querían entrar a jugar a la pelota con nuestros alumnos durante
los recreos, que no iban a ninguna escuela, que a algunos “hace mucho” los echaron de
nuestra escuela y se quedaron con bronca. Acordamos seguir hablando, la otra era “de
local” y les prometimos recibirlos con facturas si ellos traían la yerba para los mates.
Cumplimos ambos. Compartimos ese momento de charla durante el recreo, armamos una
pequeña ronda sentados en el piso y allí conversamos nuevamente. Estos encuentros se
harían luego una constante semanal. Las repercusiones llegaron enseguida: madres
escandalizadas preguntaban porque habían entrado a la escuela esos chicos que no son
alumnos, y encima habían tomado mate con el director y el preceptor. Estudiantes
indignados nos cuestionaban, recordando con detalles pormenorizados las características
cuasi delictuales de cada uno de esos pibes con los que habíamos osado tomar mate
dentro de la escuela. Algunos compañeros docentes también plantearon algún
desacuerdo. Para no ser extenso, sólo una cuestión más: no volvimos a vivir momentos de
hostilidad con estos pibes, algunos al año siguiente se inscribieron en nuestra escuela,
otros participaron de nuestros talleres y micro emprendimientos. Fueron y son parte.
Propongo ahora leer esta experiencia desde 3 lugares: el ser reconocidos, la confianza y el
riesgo y por último la promesa.
1
Establecidos…
los tiempos ¡Qué angustia sentimos entonces! Y cómo nos incita a buscar
culpables.2
Comprender la parcela que nos rodea, hacerle lugar en nuestra parcela, reconocer
al otro es el comienzo del acuerdo.
2
Pennac, D. “Mal de Escuela”. Barcelona. Literatura Mondadori. 2008
frente a las acciones que desarrollamos o no en la escuela. Es como si
“responsabilidad civil” fueran palabras claves a la hora de tomar decisiones en las
escuelas. Les propongo pensar nuestro trabajo, nuestra tarea, nuestras relaciones,
desde otras dos responsabilidades: nuestra responsabilidad social y nuestra
responsabilidad política como educadores. Desde la responsabilidad social de
acercar a quiénes se enfrentan, de proponer una sociedad para todos y todas, de
hacer de la palabra el centro de las relaciones sociales, de confiar y apostar en que
el porvenir siempre es mejor. Desde la responsabilidad política: de asumir los
riesgos de nuestras decisiones, de confiar en el otro, en los otros. De tomar
posición, de asumir posturas en función de la inclusión de todos, de que haya lugar
para todos y todas.
Cabe preguntarse en función de este relato, qué concepción de autoridad subyace.
Quizás en otros tiempos, ante el pedido de un director de la escuela de que se
retiren, los jóvenes respondían haciendo caso al pedido. En esos tiempos muchas
veces añorados por tantos, no por mí, el director detentaba una autoridad que
difícilmente se ponía en cuestión. La autoridad la otorgaba el cargo. La institución
investía de autoridad a la persona. No hay que aclarar demasiado para darnos
cuenta que, felizmente, esto hoy no ocurre. La autoridad se construye en situación.
La palabra puesta en juego y empeñada, escuchada y enunciada es constructora de
autoridad. La autoridad pedagógica democrática se construye en tanto haya
posibilidades de construir relaciones dialógicas. Es ahí cuando la autoridad es
autorizada por el otro. Es ahí cuando la autoridad se legitima, cuando la palabra es
valorada. Porque cuándo doy la palabra, doy poder y el poder es que el otro
“pueda” algo, en este caso, decir. Toda palabra de autoridad puede ser
legalmente avalada a la vez que inhibida por la ilegitimidad de quien la enuncia,
(por ilegitimidad decimos también incoherencia, ¿Cómo intervienen las
concepciones de autoridad a la hora de construir acuerdos en la escuela? Y no
hablo aquí de grandes acuerdos, ni siquiera de los acuerdos de convivencia que
enmarcan las relaciones hacia el interior de la escuela, simplemente de aquellos
acuerdos mínimos, cotidianos, sencillos que establecemos día a día con los
jóvenes. ¿Cómo ponemos en juego nuestra palabra, cómo somos consecuentes
con ella? En la experiencia relatada, quizás con otro llamado más a la policía se
hubiesen ido, quizás no hubiesen vuelto, pero ¿Qué tipo de autoridad pedagógica
construimos con esas respuestas, cuáles son las concepciones de autoridad que de
allí subyacen? Para acordar tenemos que revisar nuestras formas de construir
autoridad y evaluar si son realmente democráticas.
c. Por último, para ir concluyendo, quiero leer esta experiencia, esto que nos pasó,
desde el lugar de la promesa. Si confiar es condición para acordar, es porque
acordar implica prometer. Y la educación es promesa. Es promesa de que algo
mejor está por venir, es promesa de que conocer nos permite ser más felices, es
promesa de que en la escuela vamos a aprender a vivir con otros, siendo
reconocidos individualmente en tanto somos junto con otros. La escuela debe
prometer nuevos posibles, debe mostrar otros mundos que sean habitables para
todos, debe recuperar la capacidad de prometer. La escuela, aún hoy, sigue siendo
un lugar de convivencia entre las personas, donde la individualización debe
necesariamente dejar su paso a la apertura al otro, donde esta convivencia,
querida o no, se da porque es intrínseca al hecho educativo. Parafraseando a
Hannah Arendt, las promesas establecen ciertas islas de seguridad sobre el futuro,
sólo los hombres reunidos para consensuar decisiones y efectuar acciones generan
poder, es la facultad de cumplir promesas, es compromiso público en la acción.
“La soberanía de un grupo de gente que se mantiene unido, no por una voluntad
idéntica que de un modo mágico les inspire, sino por un acordado propósito para el
que sólo son válidas y vinculantes las promesas muestra claramente su indiscutible
superioridad sobre los que son completamente libres sin sujeción a ninguna
promesa y carentes de un propósito”
Hoy lo que la escuela debiera prometer es que quien transite sus años por ella
encontrará un lugar para la esperanza. Un lugar para la construcción colectiva y
para circulación de la palabra entre generaciones y culturas distintas.
Quiero ahora volver a Arendt, quién hace de esta propuesta de renovada
promesa una síntesis lúcida e impecable:
“El lapso de vida del hombre en su carrera hacia la muerte, llevaría inevitablemente
a todo lo humano a la ruina y destrucción si no fuera por la facultad de
interrumpirlo y comenzar algo nuevo, facultad que es inherente a la acción a
manera de recordatorio siempre presente de que los hombres, aunque han de
morir, no han nacido para eso sino para comenzar” (Arendt, 2004, p. 265).
En síntesis: para acordar es preciso reconocer, confiar, arriesgar y prometer.
Nuestro rol como adultos es hacer que la escuela aloje la palabra y la ponga en el
centro de los vínculos, de las relaciones, con todo lo que esto implica. Y si el
resultado final de la confianza no fue el esperado, nuestra tarea, siempre, es
comenzar algo nuevo…
Muchas Gracias.
ARENDT, Hannah (2003): La condición humana. Buenos Aires. Paidós.
CORNU, Laurence. “La confianza en las relaciones pedagógicas”. en: FRIGERIO, G.; POGGI, M., y
KORIENFIELD, D. (Comps.): Construyendo un saber sobre el interior de la escuela. Buenos Aires.
Ed. Novedades Educativas-CEM.
ELÍAS, Norbert. “Ensayos acerca de las relaciones entre establecidos y forasteros”, 104/03 pp.
219-251 Reis
DOTTI, Jorge E. (1999): “Contratar, prometer”, en: FRIGERIO, G.; POGGI, M., y KORIENFIELD, D.
(Comps.): Construyendo un saber sobre el interior de la escuela. Buenos Aires. Ed. Novedades
Educativas-CEM.
FREIRE, Paulo (2002): “Pedagogía del oprimido”. Argentina. Siglo veintiuno editores Argentina.