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Todo empezó con ese cartel inmenso que estaba pegado sobre una de las paredes de

la casona abandonada: menos es más, decía en letras grandes. Solamente eso. No sé por
qué se me clavó la mirada en las tres palabras, y estuve quieto sin moverme ni un
centímetro hasta que dos muchachos demasiado apurados prefirieron esquivarme al ras, con
desprecio o discriminación. Instintivamente me disculpé temiendo hacer el papel de idiota
que molestaba en medio de la vereda. Tuve tanta vergüenza que empecé a simular que
esperaba a alguien, miré el reloj mostrándome impaciente, busqué la aprobación en los ojos
de una señora que cargaba su bolsa de compras (pero ella miró enseguida hacia la dirección
opuesta). Di unos pasos hacia un lado y luego hacia otro para que quienes se aproximaban
me viesen en actividad, leí por última vez de reojo la frase –tratando de retener una
complejidad que quizás no tenía- y salí deprisa hacia mi departamento.

Ese día rompí toda la rutina de años. Decidí almorzar más temprano y dormir una
siesta para olvidarme del episodio de la mañana. Afortunadamente había sobrado una
porción de arroz con pollo que preparé para la cena anterior, la calenté, y tomé media copa
de vino así el sueño me ganaba enseguida. No prendí la televisión como otras veces así
forzaba el cansancio. Me acosté vestido (me saqué los zapatos) entre la frazada y una
manta muy liviana, envuelto en un calor que fabriqué en la habitación destemplada.

Inspiro profundo, retengo el aire, expiro suavemente duplicando el tiempo de


inspiración. Tomo los pensamientos que me quieren distraer y los saco, uno por uno para
que no me molesten.

Cuando me desperté, traté de recordar a qué hora me había ido a dormir, pero no
pude. ¿Fue a las dos de la tarde, a las tres menos cuarto? Pese a que dormí más de lo que
hubiera deseado, la siesta no resultó reparadora. Me sentía embotado y con un dolor que
me presionaba sobre y alrededor del ojo derecho, parecía una especie de neuralgia. Lo
atribuí a la falta de aire en la habitación cerrada. Después de lavarme la cara tomé un café
cargado para salir de esa sensación de sopor y salí a dar una nueva vuelta por el barrio.

A esa hora la mayoría de los negocios están cerrados, el silencio de la inactividad


me angustió. Entre los lugares abiertos vi que habían inaugurado una tercera peluquería
para mujeres en la misma cuadra, sólo la más antigua de ellas tenía dos clientes. Doblé
instintivamente hacia la izquierda, repitiendo el camino de la mañana y me acordé del
cartel. No dudé en ir a verlo una vez más. Advertí a lo lejos que los dos muchachos que
me habían golpeado al pasar cuando yo estaba distraído venían tan rápido como antes.
Hice como que me había olvidado algo en casa por si alguien me estaba observando, giré
ciento ochenta grados y aceleré el paso. El pinchazo en la rodilla no fue motivo suficiente
para que me detuviera. Saqué la llave del bolsillo, crucé rápido el umbral de entrada del
edificio, abrí la puerta y llamé el ascensor. Solamente cuando estuve dentro de mi
departamento logré calmarme. Esperé unos minutos y desde el balcón miré hacia la calle
para ver si los muchachos me habían seguido (no me asomé mucho porque tengo vértigo).
Ellos hablaban en la vereda de enfrente con el encargado. Por temor a que miraran hacia
arriba me alejé lo más posible de la baranda. Apuré mis movimientos cuando vi apuntaban
con el brazo levantado en dirección a mi piso. Salí del balcón y tropecé con la parte
inferior de la puerta-ventana (una especie de escalón sobre un panel fijo, en el que
ensambla la hoja que se abre hacia el exterior). Sentí un nuevo aguijoneo en la rodilla, esa
vez bastante más fuerte que la vez anterior. La inercia de mi salida y una ráfaga inoportuna
produjeron un golpe del que ya no podía arrepentirme; traté de convencerme que ese ruido
sería imperceptible en la calle; temí que se hubieran dado cuenta que yo también los había
espiado.

Prendí la televisión para distraerme (tuve cuidado previamente de que el volumen


no estuviese demasiado fuerte). Pasé entre canales que mostraban desde cómo hacer la
mejor carne asada con condimentos exóticas para nuestras costumbres, hasta las delicias de
la cocina del sudeste asiático. No entendí que tipo de ama de casa podría proyectar algunos
de esos menús, que excedían el decadente presupuesto destinado a la alimentación familiar.
En uno de los tantos canales de cable me atrajo una película de acción. Aparentemente la
pareja (ambos tendrían algo menos de cuarenta años) habían salido de una fiesta en una
mansión –hecho que podía intuirse por la forma en que estaban vestidos: ella con una
vestido claro y un tapado abrigado, él con traje oscuro y corbata-. La película era
norteamericana (me di cuenta enseguida por el acento, diferente del británico) y ambientada
en los años cuarenta o cincuenta. Estaba filmada en blanco y negro, por lo cual la acción
era contemporánea al momento en que fue realizada. No había prestado atención a los
diálogos hasta el momento en que ella le dice a él que un auto los venía siguiendo. Advertí
cierta licencia en la traducción cuando leí los subtítulos, los que tenían una fuerte influencia
castiza. Podría haber imaginado la escena con tan sólo prestar atención a la música, que
anticipaba la trama de manera algo ingenua y estandarizada, aunque para ser
condescendiente, quizás en aquella época podría haber sido una revelación o una tal vez
una innovación. El auto se aproximó más hacia la pareja y la imagen presentó un primer
plano de las manos de ambos, tomadas de manera nerviosa, luego la cámara se alejaba para
que los espectadores pudieran identificar que un sobre de tamaño mediano se les caía en la
vereda, en el mismo momento que el auto acelera, entonces, no se sabe qué ocurre por unos
instantes, hasta que un disparo tensa la trama. Me sobresalté y miré hacia el balcón
creyendo haber confundido el origen del sonido. Escuché un segundo disparo que me hizo
dudar más aún. Cuando volví la cabeza para mirar la película vi que el muchacho estaba
tirado en el piso y que la mujer no estaba con él. En ese segundo de distracción había
perdido la parte más importante de la escena. Todo eso me puso más nervioso. Dudé entre
apagar o dejar prendido el televisor. No tuve tiempo para tomar la decisión: el timbre de la
calle me hizo saltar de mi asiento.
¿Qué debía hacer, dejar que vuelvan a tocar y no atender? El encargado sabía que a
esa hora estaba siempre en casa. Bien podía haberme ido, no tengo que darle cuenta de mis
ocupaciones, sean trámites ordinarios o alguna situación especial que me habría obligado a
salir de casa. Quizás era mejor atender el timbre y de esa manera sentirme protegido en mi
negativa al contarlo a él como testigo. ¿Y si los que tocaban era los muchachos? Me vi
confrontado con la necesidad de acercarme a la baranda del balcón para mirar otra vez
hacia abajo, pero había dos problemas: mi temor a las alturas y el hecho de que ellos
mirasen hacia arriba. Si me veía podía hacerles señales para que entiendan que estaba
durmiendo o que no me sentía bien. Volvió a sonar el timbre. Me acerqué al balcón y
cuando estaba por abrir la puerta-ventana para salir, me arrepentí, giré y sentí el crac en la
rodilla, estuve a punto de caerme por el dolor. Tomé impulso y rengueando llegué hasta la
cocina, levanté el aparato de portero eléctrico y casi en un grito de dolor dije Hola. Repetí
el saludo desesperado (no supe si por el dolor en la pierna o el susto de la situación) pero no
hubo ninguna respuesta.

No pude recordar nada cuando me desperté en el piso de la cocina con el tubo del
portero eléctrico en la mano, el cable enrollado parcialmente en el antebrazo y una
sensación de quemazón en la vencida rodilla derecha.

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