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1.

El pecado, en contraste con la santidad


Es la santidad de Dios la que marca el carácter abominable del
pecado. El más ligero repaso al Antiguo Testamento, nos convence
de que el atributo preponderante en Dios es la santidad (V. Is. 6:3).
Resumiendo lo que ya hemos explicado en detalle en otro lugar,1
podemos definir la santidad de Dios diciendo que es la ausencia
total de imperfección. Dios es, en su misma esencia, infinitamente
distante de todo pecado, impureza, imperfección y limitación
(transcendencia), al parque infinitamente cercano, en su amor
misericordioso, a toda miseria, a toda desgracia, a toda desdicha, a
toda esclavitud (inmanencia). Ahora bien, desde el momento en que
el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, para vivir en
comunión con su Hacedor, su carácter y su conducta han de ser
también santos (V. Lev. 11:44; 19:2; 1 Jn. 3:3), si ha de ser fiel a su
destino eterno. Si la justicia es lo que se ajusta al carácter santo de
Dios, el hombre ha de ser también justo, para realizar su verdad (V.
Ecl. 12:13), a base de mantener una correcta relación con Dios. Así,
pues, lo mismo que en Dios, también en el ser humano el concepto
de santidad abarca dos aspectos:
a) una santidad posicional o legal, por la que somos puestos aparte,
separados de lo que mancha y limita, para ser consagrados a Dios;
b) otra santidad moral, interior, por la que, mediante la renovación
de nuestro entendimiento (Rom. 12:2), somos regenerados (Jn. 3:3-
8) y conducidos por el Espíritu Santo (Rom. 8:14), para producir
fruto de obras buenas (Gal. 5:22-23; Ef. 2:10). El pecado, por
oponerse directamente al carácter santo de Dios, se opone también
a nuestro verdadero carácter humano, a nuestro destino eterno, a
la vida plena que Jesucristo vino a traer en abundancia (Jn. 10:10).

2. Cómo adquirimos conciencia de pecado


El Apóstol Pablo asegura que «por medio de la ley es el
conocimiento del pecado» (Rom. 3:20), hasta tal punto que, «sin la
ley, el pecado está muerto* (Rom. 7:7-8). Es precisamente la ley la
que da al pecado su carácter de iniquidad {«anomía»). Por eso, los
que carecen de la Torah, son inexcusables, como dice el Apóstol
Pablo, precisamente porque «aunque no tengan ley, son ley para sí
mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones,
dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles
sus razonamientos» (Rom. 2:14-15). Como el mismo Apóstol dice,
ello no implica que la ley de Dios sea mala, puesto que dicha ley es
la expresión de la santa voluntad de Dios. La ley nos es dada para
encarrilar nuestra conducta; por eso, cuando el Espíritu Santo toma
las riendas de nuestro corazón, la Ley no tiene nada que hacer (Gal.
5:23b). En cuanto obligación, la Ley ata en la medida de nuestra
necesidad de ser santos: a mayor necesidad, mayor obligación. Por
tanto, como quiera que el pecado es una contravención de la ley de
Dios, es también la mayor frustración de nuestro destino, la mayor
alienación del ser humano.
Entonces, ¿no estaríamos mejor sin ninguna ley? A esta pregunta es
preciso responder que, sin ninguna ley, el ser humano viviría en la
anarquía moral, sin brújula que marcase el rumbo ético a su
conducta, puesto que, siendo un ser relativo, el ser humano no
tiene en sí mismo el norte de su obrar, de la misma manera que no
tiene en sí mismo la fuente de su existir. Por eso, el Apóstol Pablo,
al afirmar que él ya no está bajo la Ley, se apresura a añadir que no
por eso está sin ley, puesto que está «dentro de la ley ("énnomos")
de Cristo» (1.a Cor. 9:21, comp. con Jn. 13:34-35; 1.a Jn. 3:23).

3. La triple dimensión del concepto de pecado


De acuerdo con la triple dimensión espiritual del hombre: relación
con Dios, con el mundo y consigo mismo, todo pecado comporta un
triple aspecto de maldad: injuria, desorden y mancha. En efecto, el
pecado es: A) Una injuria personal contra el carácter santo de Dios.
Por eso, sólo después de contemplar, como Isaías (V. Is. 6: lss.), la
gloria de Dios, nos percatamos de nuestra miseria moral y de la
horrible iniquidad que el pecado comporta. En este sentido, la Biblia
llama al pecado: a) impiedad (hebreo: «reshá»; griego: «asébeia»);
b) iniquidad (griego: «anomía» o «paranomía» = disconformidad
con la ley de Dios); c) injusticia (griego: «adikía»). B) Un desorden, o
subversión del orden moral establecido por Dios; una calamidad
cósmica, ya que el pecado «solitario» no existe; toda defección
moral constituye una lacra social. En este sentido, la Biblia llama al
pecado: a') perversión o depravación (hebreo: «avon»; griego:
«ponería»); b') maldad (hebreo «ra»; griego: «kakía»); c') rebelión,
transgresión, prevaricación (hebreo: «pesha»; griego: «parábasis»);
d') delito, error, falta (griego: «paráptoma»)

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