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Alfonso Sánchez García

El plumaje del mosco


(páginas autobiográficas)
Leer para lograr en grande

Colección Letras
Clásicos Mexiquenses
Alfonso
Sánchez García
El plumaje del mosco
(páginas autobiográficas)

selección y adaptación del texto


Alfonso Sánchez Arteche

investigación documental
Miguel Ángel Sánchez Arteche

cronología y bibliografía
Rodolfo Sánchez Arce
Eruviel Ávila Villegas
Gobernador Constitucional

Simón Iván Villar Martínez


Secretario de Educación

Consejo Editorial: José Sergio Manzur Quiroga, Simón Iván Villar Martínez,
Joaquín Castillo Torres, Eduardo Gasca Pliego,
Raúl Vargas Herrera

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez,


Marco Aurelio Chávez Maya
Secretario Técnico: Ismael Ordóñez Mancilla

Alfonso Sánchez García. El plumaje del mosco. Páginas autobiográficas


© Primera edición. Universidad Autónoma del Estado de México. 2001
© Segunda edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México. 2015

DR © Gobierno del Estado de México


Palacio del Poder Ejecutivo
Lerdo poniente núm. 300,
colonia Centro, C.P. 50000,
Toluca de Lerdo, Estado de México

© Alfonso Sánchez García


© Alfonso Sánchez Arteche, selección y adaptación del texto
© Miguel Ángel Sánchez Arteche, investigación documental
© Rodolfo Sánchez Arce, cronología y bibliografía

ISBN: 978-607-495-430-2

Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal


www.edomex.gob.mx/consejoeditorial
Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal:
CE: 205/01/86/15

Impreso en México

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o
procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través
del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.
Aquel poeta jarocho, matoncito, grillero, enamorado, porfirista y
fanfarrón que se llamaba Salvador Díaz Mirón, presumía que
su plumaje (ignoro con cuántas plumas escribía) era de esos
que no se manchan ni cruzando por los más fétidos pantanos.
Sin embargo, tratándose de aves, lo cierto es que ni los
patos se llegan a manchar las plumas, aunque naden a medio
fango; mucho menos la familia de las zancudas, a las cuales
nunca les llega el agua al buche.
Ahora que si no cuentas con un plumaje selecto como
el de Díaz Mirón, o el de los patos, puesto que más bien
andas en cueros y con una triste plumita en la mano, enton-
ces lo común es que te metas a los pantanos, aunque sea por
propio gusto, y que salgas de ahí manchado y apestoso.
En lo que a mí se refiere, anduve en tierra firme, a veces
incluso sobre el asfalto nuevo, pero también me metí en las
charcas de la vida y en las sórdidas piscinas de la sociedad,
de donde es posible que salga uno limpio, sí, pero bastante
contaminado. Vi todas las cosas que ven, impávidos, miles
de hombres todos los días. Y anduve en ellas con la gregaria
despreocupación del prójimo [...].
No importa lo que haya sucedido, no voy a pedir justifi-
cación alguna. Estos contemporáneos míos no fueron locos,
desequilibrados, maniáticos ni viciosos. Fue el mundo dado
a mi generación, al que tenían que adaptarse o sucumbir.
Quisieron darnos alas, con plumas (tal vez como las de Díaz
Mirón) para que pudiéramos remontar el pantano “y no man-
charnos”. Pero, si estás parado, todavía poniéndote las alas, y
el pantano se te viene encima, ¿qué puedes hacer sino sobre-
nadar, sobrevivir, adaptarte al cieno? Después de todo, allí
también se puede vivir. No es éste el peor de los mundos que
se nos han dado. Quizás apesta un poco, pero hay luz eléc-
trica; tal vez la miseria te embista en todas partes, pero hay
televisión; quizás todavía existan los tristes, los hambrientos,
los estúpidos, los desesperados, todos con manchas, todos
con lodo, pero viviendo aquí, en este ámbito de cine y de
cerveza.
Alfonso Sánchez García, Profesor Mosquito
Confesiones impersonales de un pecador (manuscrito inédito)
Justificación de motivos

Un reto a la capacidad de imaginar la vida como uno supone


que pudo haber sido vivida por otro. Para convertirse en intere­
sante, útil y aleccionador, un relato biográfico sólo puede ser
—en mayor o menor medida— un ejercicio de ficción narra-
tiva. Algunos biógrafos apuestan por la veracidad antes que por
la belleza, y generalmente fracasan, porque la mayoría de los
lectores no están dispuestos a aburrirse con la lectura de un
currículum vítae, por muy documentado que éste sea.
Hay muchos modos de biografiar, pero abordado el estu-
dio de una existencia con la metodología de la his­toria tradi-
cional, como un rastreo de sucesos atestiguados en documentos
públicos y privados, en fuentes bibliográficas o hemerográfi-
cas, cuando no va más allá de un mero recuento de hechos, tal
vez no pase de ser un registro escalafonario de los ascensos de
un individuo dentro del duro oficio de vivir en sociedad.
El lector de biografías, sin embargo, no se conforma con
sucesos probados: exige conocer los motivos de una conducta,
las ideas que orientaron ciertos actos, la carga de razones o sin-
razones enfrentadas en el escenario mental de un ser humano
concreto, que vivió en una época determinada, aceptó un orden
de cosas o contribuyó a cambiarlo, y realizó acciones memora­
bles, aunque no por sí mismas, sino por el pensamiento que fue
capaz de inspirarlas.

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ALFONSO SÁNCHEZ ARTECHE

Hernán Díaz Arrieta, en su prólogo a Arte de la biografía


(México, Conaculta-Océano, 1999) afirma que “los estudios
biográficos, en el fondo, no son sino [...] una larga y apasionada
encuesta psicológica, una tentativa vehemente por descubrir el
secreto que cada cual lleva en sí”.
El mayor problema en este género híbrido, en vilo entre
la historia y la literatura, es que cuando se tienen evidencias
de los hechos realizados durante una vida, lo más frecuente es
que sus causas íntimas permanezcan ocultas y en espera de ser
desentrañadas por la penetrante mirada del biógrafo. Ese es el
reto a su imaginación; el factor que muchas veces lo desvía del
camino de la investigación científica para situarlo en las vere-
das laberínticas de la ficción narrativa.
El problema se despeja un tanto al disponer de corres­
pondencia, diarios personales, memorias o confesiones del
personaje cuya vida se pretende argumentar. Con ese rico
material a la mano, la labor de un biógrafo se facilita en cierto
sentido, porque ya no tiene que especular, pero se dificulta en
otro, porque debe buscar la congruencia entre lo que el hom-
bre dice pensar y lo que efectivamente ha hecho.
En el caso de Alfonso Sánchez García, profesor Mosquito, uno
de los escritores más prolíficos del Estado de México, la edi-
ción de un estudio sobre su vida se presenta como una tarea de
titanes. A lo largo de más de medio siglo, a partir de 1945, fue
redactor y colaborador cotidiano en infinidad de publicacio-
nes, tanto de la ciudad de México como de Toluca.
Como historiador, desde 1964 completó la primera ver-
sión de su Historia del Estado de México, en tres volúmenes, y a
partir de ese año hasta su muerte publicó bajo su firma más de
treinta libros acerca de esta entidad federativa. Asimismo, cola-
boró en otras tantas publicaciones colectivas y dictó cerca de

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JUSTIFICACIÓN DE MOTIVOS

un centenar de conferencias sobre diversos temas históricos,


literarios y humorísticos.
Habrá quien regatee a su existir y a sus escritos el califi-
cativo de ilustres. Nada más complejo que enjuiciar con pleno
sentido de justicia los hechos de nuestros contemporáneos;
sólo el paso del tiempo establece la exacta dimensión de cada
personalidad, su trascendencia y alcances históricos. Es obvio,
por otra parte, que los menos indicados para calificar con obje-
tividad la trascendencia de alguien ya desaparecido, son sus
descendientes.
En el caso de Alfonso Sánchez García, al menos sus hijos
estamos convencidos de que escribió tanto acerca de sí mismo,
que ese solo hecho lo convierte en ilustre: alguien capaz de
ilustrar, con su pensamiento y con sus actos, el espíritu de una
época, de una generación, el carácter —en fin— de un ambiente
social y humano, el de mediados del siglo XX, cuyos protagonis-
tas han sido poco dados a memoriar con franqueza.
De los nacidos en el Estado de México a lo largo de esta
feneciente centuria, nos parece que salvo doña Mercedes
Manero —fallecida en septiembre de 1999—, autora de El mundo
en que he vivido y el siempre vital Rodolfo García, ya octoge­nario,
que hace varias décadas dio a prensas sus memorias, Entre dos
estaciones, el género autobiográfico no ha sido tan frecuentado
como quisiéramos historiógrafos, literatos o simples lectores,
por el simple afán de curiosear en el almario (expresión favorita
de Isidro Fabela) ajeno.
Una característica dominante en la personalidad de
Alfonso Sánchez García, según se advierte en artículos, cró-
nicas ensayos y apuntes que dejó inéditos, es el constante diá-
logo consigo mismo. En él parece encarnar la frase que Antonio
Machado emplea para autodefinirse:

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ALFONSO SÁNCHEZ ARTECHE

Converso con el hombre que siempre va conmigo,


Quien habla y sólo espera hablar con Dios un día,
Mi soliloquio es plática con este buen amigo
Que me enseñó el secreto de la filantropía.

Aquí y allá se descubren párrafos de tono autobiográfico,


en que él mismo va relatando fragmentos de su vida, para evocar
a personajes, recrear ambientes, reconstruir situaciones y tratar
de explicarse los actos humanos, tanto los propios como los
ajenos. Por si ello fuera poco, dejó inédito un original mecanos-
crito, que supera las mil quinientas cuartillas, con el sugeren­te
título “Confesiones impersonales de un pecador”, una especie
de “apuntes para mis hijos” que tal vez no hayan sido redacta-
dos con fines de publicación, pero merecen ser conocidos, al
menos en parte, dado que por su extensión o por su carácter
confidencial, tantas páginas rebasan los límites de una publi-
cación como ésta, que se propone contribuir a la difusión de
hechos históricos atestiguados por pluma tan inagotable.
En un primer esfuerzo por divulgar este material, se
ha comenzado por seleccionar, del mencionado legajo y de
otros textos inéditos o publicados, algunos de los fragmen-
tos más significativos, darles un orden cronológico y pre-
sentarlos como si el propio autor estuviese recorriendo el
hilo de su existencia. La que se presenta en estas páginas es
una labor de edición, con estricto apego al sentido de los
escritos, aunque aplicando la necesaria corrección de estilo
y tratando de ofrecer al lector un recorrido por la vida de un
contemporáneo nuestro, según su propia voz y su tempera-
tura interior.
El material es presentado a manera de capítulos, que no
corresponden necesariamente al contexto del que se les extrajo;

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JUSTIFICACIÓN DE MOTIVOS

el título de cada uno de estos apartados es responsabilidad nues-


tra, aunque se ha buscado la máxima aproximación al espíri­tu
y al estilo de su autor. Dado que los fragmentos selecciona-
dos fueron escritos en diversos momentos entre 1954 y 1987,
pueden advertirse notables diferencias de percepción de los
hechos; cambian también el tono y el estado de ánimo, pero
se encuentra sin embargo una constante propia del estilo de
Sánchez García: la ironía que no perdona ni a quien la destila.
La franqueza con que el autor desarrolla cada semblanza,
anécdota, situación, a ratos tal vez ofenda o incomode, pero
en estas páginas se puede tener la seguridad de que no se está
tratando de referir la vida ejemplar de un santo, como Jacobo
de la Vorágine en los textos hagiográficos de La leyenda dorada.
El hombre cuya respiración se puede escuchar en este conjunto
de “confesiones” es quien ha dejado escrito, con su risueño
sentido del humor:

Únicamente a través de sus grandes pecados o de sus soberbias


virtudes, se puede conocer al hombre. Respecto a mí, por lo que
se refiere a las virtudes no estoy en condiciones de apuntarme
para ninguna. Sobre la nómina de los pecados que inventó la
teología, acepto que se me apunte para un sesenta por ciento,
quitando en especial el robo, el asesinato y la sodomía, asuntos
en que no me quise meter quizás por falta de imaginación.

Dado el carácter fragmentario de los textos incluidos, que


dejan algunas lagunas considerables, por ejemplo en la última
etapa de este itinerario, que fue la más productiva desde el
punto de vista intelectual, hemos decidido complementar los
apuntes con una cronología y una bibliografía, donde los lec-
tores interesados pueden tener un conocimiento más preciso

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ALFONSO SÁNCHEZ ARTECHE

y puntual tanto de lo que hizo como de lo que publicó este


personaje de la cultura mexiquense.
Finalmente, reiteramos nuestro cordial agradecimiento a
doña Ester Arce, viuda de Sánchez, depositaria del archivo per-
sonal de Alfonso Sánchez García, el profesor Mosquito, por haber
facilitado el acceso a los documentos originales y materiales
bibliohemerográficos que han servido para realizar este trabajo
de investigación y reescritura, que no podía dejar de ser, al
igual que cualquier estudio biográfico convencional, también
un ejercicio de imaginación por parte de sus compiladores.

Alfonso Sánchez Arteche

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El plumaje del mosco
(páginas autobiográficas)*

*Alfonso Sánchez A., Miguel Sánchez A. y Rodolfo Sánchez A., (2001). El plumaje
del mosco (páginas autobiográficas). Universidad Autónoma del Estado de México, México,
240 pp. Trabajo premiado en el Primer Concurso de Biografías de Personajes Ilustres
del Estado de México convocado en 1999 por la Universidad Autónoma del Estado de
México.
Los García de Calimaya

Hay pueblos que tienen una sola calle, pueblos terriblemente


largos y f lacos, medrosos, que parecen arrugarse sobre su pro-
pio espinazo; pueblos, tal vez de tan mala raza o peores cos-
tumbres que nunca pudieron engordar. Por lo común le llaman
Calle Real, no con un sentido regio, de verdadera realeza, sino
porque es lo único real, auténtico, de que pueden presumir para
siquiera merecer el nombre de población con cierto derecho.
La villa de Calimaya de Díaz González es de ese tipo. Se
puede recorrer de norte a sur, pero no de oriente a poniente. Y
desde que enfila usted los primeros pasos por la arteria única,
aparecen las interminables bocas muertas de los antiguos ten-
dajones. Por largos trechos parece una comunidad difunta:
puertas cerradas, balcones tapiados, polvo, mugre y soledad.
Calimaya es pueblo de una sola avenida, y muerta. Se puede
otear por todos los rincones el aliento de una grandeza huida,
de un esplendor pasado; bajo la negra pátina de las fachadas
todavía quedan señales de un brillo extinto, algo de pintura,
restos de publicidad rupestre, portones de tosco maderamen
carcomido y la fastuosamente apolillada decoración interior de

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

los hermosos palacios calimayenses. En efecto, Calimaya fue...


nada más fue y desde la más remota antigüedad.
Fundada por las huestes matlatzincas, corazón del señorío
de los Altamirano y cuna del epónimo Juan Cacique, Calimaya
fue en otro tiempo famosa por su carácter comercial de último
“puerto” desde la Tierra Caliente hasta los altos de Toluca. Por
ahí pasaban, a chaleco, todas las caravanas comerciales que
subían las riquezas del feraz emporio suriano, desde Acapulco,
por Tixtla, por Pilcaya, por Coatepec, por Tenancingo...
Subían los broncos y jaspeados terracalenteños, limpios
de blanca manta en las guayaberas plisadas, con el sombrero
leve de Tlapehuala y esos cinturones hechos con un solo cuero
de  víbora, engordados a base de centenarios de oro y pesos
fuertes de plata. Cientos, miles de mulas y burros llegaban todos
los días arriados por hombres de carácter mundano, agresivo y
viril. Cansados de los caminos reales, no les gustaba recorrer
suburbios. Ahí mismo, en la enorme y versátil avenida, q­uerían
encontrarlo todo. Y, naturalmente, las fuerzas más vivas de
Calimaya habían procurado alinearse por la derecha en el inter-
minable bulevar con caño en medio, en vez de camellón.
Prudentemente, los vecinos de la localidad habían hecho
todo lo necesario para que las referidas culebras, llenas de oro
y plata, dejaran en el solar calimayense la mayor parte de su
contenido. Había de todo, como en cualquier puerto, de tierra
o de mar, que se precie de su funcionamiento mercantil. Un
poco a la orilla los lupanares y cada tres pasos una cantina.
Una barbaridad de mesones. Varios hoteles de medio pelo. Y
aquellos embriones de supermarquet, que en un solo tendajón
acumulaban desde sombreros de paja hasta aceite de ricino y
el colorete para las mejillas. Mucha jugada, que es otra de las
formas de conseguir el estacionamiento del dineral circulante.

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Trabajaba también en buenas condiciones la iglesia y la policía


tenía chamba a todas horas.
Se ha dicho en trabajos de índole histórica que Calimaya
fue, hasta pasado el 1830, una gubernatura de indios en que
sólo habitaban naturales, subsidiarios directos del Conde de
Santiago y contribuyentes también de la Corona española.
Empero los mismos tributos eran cobrados por los señores
rubios a través del gobernador indígena. Después del citado
año se comenzaron a infiltrar los elementos blancos, especial-
mente de los llamados gachupines que de un modo u otro había
centrifugado la guerra de Independencia.
Tomando como ejemplo a mi tatarabuelo don Rafael
García, según confesiones muy bien documentadas de mi tío
Heriberto Gómez, podemos saber que provenía de Guana-
juato, que siendo muy joven se enroló en el famoso cuerpo
de voluntarios de Fernando VII, con el cual combatió a la
insurgencia hasta el año de 1821. Poseía dos o tres haciendas
en el Bajío, típicas de aquella región, todas con muy buen
ganado y una excelente tenería en que se trabajaba desde el
curtido de cueros, hasta la hechura de zapatos y elegancias
talabarteras. Cuando terminó la guerra, don Rafael García
regresó a sus posesiones con el objeto de disfrutarlas. Lás-
tima que ya estuviera fichado por los insurgentes li­berales
que en 1826 y 1827 consiguieron de Guadalupe Victoria las
terribles leyes de expulsión de los gachupines y la confisca-
ción de sus bienes, en especial los de aquellos que hubiesen
tomado las armas contra la insurgencia “por su voluntad”. Se
sabe que los gobiernos despóticos enrolan por leva a mucha
gente en sus espurios ejércitos. Pero los de Fernando VII
habían sido, según su nombre lo indica, voluntarios de todo
corazón.

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

A mi tatarabuelo le había gustado siempre la labor en piel


y se encontraba fabricando unas magníficas chaparreras cuando
le cayó la justicia insurgente. Protestó porque era muy macho.
De haber ganado la partida, él se hubiera portado con rudeza
más campeadora con sus enemigos. De modo que trató única-
mente de salvar del naufragio todo lo que se pudiera. Le con-
fiscaron sus pertenencias, menos las monedas de oro que tenía
estratégicamente disimuladas en la curtiduría y entre fétidas
pieles de berrendo. Cuando ya estaba en Veracruz, listo para
embarcarse en un viaje sin regreso hasta la Madre Patria, se hizo
llegar los doblones y sobornó a sus guardias. Cierto es que le
quitaron hasta el forro del bolsillo porque, además de liberarlo,
le facilitaron el camino hacia una serie de lugares estratégicos
donde pudo esconderse una larga temporada.
Debe notarse que el tatarabuelo, muy a pesar de que se
le estaba presentando la ocasión solemne de volver a pisar la
Asturias de sus antepasados, prefirió gastar sus últimos recur-
sos en comprarse una raquítica permanencia en el país donde
tanto había luchado y que ahora lo repudiaba. La razón está,
sin duda, en que prefería pasarla de limosnero entre los indios
limosneros que de mendigo allá, donde estaba la clase a la que
sólo se pertenece por dinero. Por su caudal le habría corres-
pondido esa posición, pero con los f lacos restos de su fortuna,
de ningún modo podía seguir alternando dentro de ella. Otra
cosa: siempre les quedó a estos hombres la esperanza de volver
a conquistar la América.
A don Rafael García no le agradaban las ardientes tierras
jarochas. Se fue acercando por el sur, se dio cuenta de que
había regiones, incluso cercanas a la metrópoli, en que la acti-
vidad política, los odios de partido, la vigilancia policiaca, etc.,
se habían callado por una razón verdaderamente sustancial:

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

eran comunidades de indios, los indios habían alcanzado la


“igualdad” y estaban conformes con los blancos que, por su
parte, en su mayoría eran gentes sin muchos deseos de entrar
a discutir su pasado.
Don Rafael llegó hasta San Lorenzo Cuautenco, una comu-
nidad de trescientas almas donde lo único importante eran las
ladrilleras; éstas resultaban ser, desde luego, de un antiguo
cacique indígena, venido a más después de la Independencia,
que había acumulado una fortuna y que andaba bastante preo-
cupado por una hija en edad de merecer. Para ella deseaba un
semental rubio que mejorase la pinta.
Cuando el gachupín Rafael García llegó a Cuautenco, se
dedicó a remendar calzado, el único oficio que realmente
había aprendido en sus haciendas. El resto de la historia lo
supone cualquiera. Rafael García casó con Crescencia Escalona
y dejó de ser zapatero remendón. Tampoco le entró a fabricar
mocheta. Prefirió que el suegro le financiara un giro comercial
muy de moda: la arriería. Cuando era dueño de haciendas en el
Bajío, no hubiera aceptado matrimoniarse con mujer morena.
La democracia a fuerza lo obligó a una boda que no sólo le
resultó grata sino hasta muy conveniente.
Mis honorables abuelos maternos se dedicaron a la espe-
culación comercial en franco plan de hambreadores, bien con
almacenes que tenían establecidos en la larga ruta comercial
del sur, o bien, conduciendo formidables recuas de centenares
de acémilas y asnos que realizaban el difícil f lete de mercan-
cías, por lo común tan finas y dilectas como el metal, el casca-
lote, el cacao, el aguardiente, etcétera.
Que fueron gachupines no se puede poner en duda; restos
de la antigua aristocracia encomendera que no logró pegar la
maroma hacia el liberalismo iturbidista y después victorista, por

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

su acendrado color reaccionario. Ya hablé de don Rafael Gar-


cía, de quien incluso tengo muy fundadas dudas de que usara
su verdadero nombre en la segunda porción de su existencia.
Quizás lo tenía demasiado rimbombante y para su se­guridad lo
cambió por uno más incoloro y modesto.
Más notable es el caso de los abuelos De la Serna, que per-
dieron en plan temporal las partículas significativas de su abo-
lengo, pero al final de cuentas algunos volvieron a utilizarlos
en el tiempo de la “reconquista”, circunstancia que se puede
probar en virtud de que actualmente hay muchos Serna y De la
Serna que se reconocen como parientes.
El bisabuelo don Pablo, que llegó a tener una fortuna más
que considerable, fue de los que volvieron por los pujos de
nobleza y los complejos heráldicos. Era don Pablo de la Serna
gran empresario en toda clase de negocios y, según creo, uno
de los hombres que mayor talento desplegó para conseguir que
las víboras terracalenteñas desembucharan su contenido en
Calimaya. Es una lástima que de su largo y aventurero historial,
sólo nos quedara el soplo de su leyenda negra. Estoy seguro de
que fue un hombre muy constructivo, estimado de sus parien-
tes, respetado de sus paisanos, en cierta forma cacique hábil
que mejoró y estimuló a su comunidad... y sin embargo queda
muy poca documentación precisa al respecto. Ni siquiera docu-
mentación de boca.
Lo único que he podido saber es que el bisabuelo don
Pablo se casó tres veces en Calimaya, sin que se pueda deter-
minar la cantidad de veces que lo hizo en otros lugares. El jaro-
cho productor de películas don Mauricio de la Serna, decía que
su abuelo se llamaba Pablo de la Serna, que era de Calimaya,
comerciante en grande, empedernido viajero, etc., lo cual no
significa seguridad alguna de que fuese el mismo Pablo. De

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

todas maneras éste tenía fama de gran inseminador, infatigable,


irrefrenable. Con la tía Felipita se casó cuando él pasaba de los
sesenta. Tuvo dos hijos. Alguno podrá suponer que el abuelo
recibió ayuda externa, pero la verdad es que los viejos eran
también celosos como Otelo.
El bisabuelo pertenecía, sin duda, a la ola hispana que
hizo “la reconquista” y que llegó a su mayor esplendor en la
época de don Porfirio. Regresaron por el oro, estuvieron en el
poder y, obedeciendo a leyes arcanas y misteriosas, repitieron
textualmente el fenómeno de la polinización en masa de las
mujeres indígenas, mestizas e incluso criollas. Eran terribles: a
sus peonas las asaltaban en el surco, las empujaban a los parajes
solitarios, les caían encima en sus chozas, aun llevando ellas el
hijo a las espaldas. Y estas diversiones eran, sin duda, apenas
el entremés de sus grandes banquetes.
El bisabuelo Pablo tenía de las suaves, dulzarronas y almi-
donadas criollitas del Altiplano, altas y duras; febriles y ojizar-
cas mujeres de tierra caliente, morenas ardorosas de la región
costeña, muchas de ellas establecidas con su hogar, su tierra,
sus hijos. Todo mundo trabajando, todo mundo en la plena pro-
ducción de sus propios alimentos y bienes. Costumbre también
muy castiza: la de ponerle el negocito a la amante, para que
resulte tanto placer como ganancia. El gasto es lo que vuelve
tristes estos goces.
Por lo que concierne a la familia, el resultado fue que don
Pablo tuvo hijos que eran de mucho menor edad que sus nietos,
de donde yo puedo presumir tíos abuelos que son de mi edad.
Don Pablo fue tan constructivo como productivo. En especial
se le conocieron en la región de Calimaya muchas hijas. Pocos
varones. Y fue uno de los de la última camada, mi tío Pablo de
la Serna, el que heredó gran parte de su fortuna y de sus dotes,

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

igual que el nombre. Era junior de gran presencia, aunque no


muy alto; ojo verde, tez blanca, voz ronca, tenía una mujer en
cada kilómetro a la redonda de Calimaya. No muy aficionado
a los viajes, aunque se echó algunos bien larguitos, prefirió
juntar su colección en la propia tierra. Superó a su padre en
una circunstancia magnífica: no se casó una sola vez (¡firme
de convicciones el hombre!). Murió cuando aún no rebasaba la
cincuentena y, naturalmente, del corazón.
Los abuelos García, todos arrieros, dieron también muy
claras muestras de poseer un corazón generoso y un vientre
muy elástico: no en balde solían presumir que “mientras los
pobres marinos tienen una en cada puerto, los arrieros tene-
mos una en cada puerta”. El abuelo Silviano García, heredero
de todo el aire rubio, seco y montañés de los cuereros de Gua-
najuato, tenía los ojos de un zarco profundo y el cutis blanco
atezado; era enorme, de anchas espaldas y recia musculatura.
Oficialmente se casó dos veces. Y muchas más de puerta en
puerta.
Creo que el negocio del transporte llegó a estar muy
metido en la sangre de los García. Casi todos los varones per-
manecieron fieles a la recua y cuando se acabaron las recuas,
cambiaron mulas y burros por camiones. Hoy en día siguen
en el transporte y en el comercio, aunque no sé ni me consta
si también practican la función emotiva y caballeresca de los
antiguos arrieros. Debo decir también que los que no comer-
cian son médicos o profesores, otras de las predestinaciones
naturales de la tribu.
Al llegar a este punto creo necesario explicar lo que suce-
dió con Calimaya; fenómeno sencillísimo y de una actualidad
sorprendente. Un día se abrió la carretera a Ixtapan, que por
desgracia no se trazó siguiendo las brechas de los viejos cami-

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

nos reales. Calimaya quedó al margen de la circulación. Se aca-


baron las recuas. Aparecieron los camiones y la villa de Díaz
González regresó a la triste posición de pueblo “sin finalidad”.
Liquidada la vida mercantil, se cerraron las tiendas, emigraron
muchas familias, se empolvaron las fachadas y sólo quedó el
núcleo de agricultores que eternamente han vivido de la tierra
y el monte. Hoy es una comunidad agraria. Casi una comuni-
dad de indios, como lo fuera en el ciclo colonial. El reloj de la
historia dio la vuelta completa para esta localidad que ya iba en
grado de villa, al que poco le faltaba para el de ciudad y que sin
embargo hoy ha vuelto a ser un triste poblado.

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Los Sánchez de Tenango

La heroica villa de Tenango es un caso distinto. El cambio de


vida, del burro y la carreta al automóvil, no le afectó gran cosa.
Digo gran cosa, porque de todas maneras la obligó a permane-
cer igual, siempre la misma, la Tenango que conoció el Barón
de Humboldt. Si hoy, como antaño, las caravanas tuvieran que
detenerse en Tenango a pernoctar, otra cosa sería. Pero hace
mucho que las naves de carretera pasan de largo a medio kiló-
metro de la tranquila villa. Unas tías que viven ahí heredaron,
exactamente igual, la tienda de ropa del tatarabuelo. Y hablo de
los Sánchez de Tenango para que no se diga que les cargué el
pincel a los García de Calimaya.
Según las versiones más autorizadas, el tatarabuelo don
Cosme Sánchez era indígena de raza pura, sin un miligramo de
sangre gachupina. Descendiente de los caciques matlatzincas que
se plegaron al poder de la conquista, su familia fue principal en
la gubernatura de la comunidad tenanguense desde los tiempos
más remotos. Ya se sabe que el moderno régimen de propiedad
privada fue destruyendo poco a poco las repúblicas de indios, las
afilió a los ayuntamientos y permitió que sus caciques, ya ciuda-

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

danos del tipo común, se repartieran las extensiones de la vieja


comunidad con los españoles pudientes.
El tatarabuelo que adoptó el apellido Sánchez fue uno
de tantos favorecidos por la Independencia. Su hijo Cosme
ya fue próspero terrateniente y capitán de empresas mercan-
tiles. Era moreno cetrino, chato, de ojos mongólicos, bigote
de mandarín, labios gruesos, lampiño e —insisto— impeca-
blemente moreno. Sin embargo, para atravesar el zócalo de la
villa heroica solía usar una elegante sombrilla protectora. Para
no requemarse el cutis.
Así lo pensaban muchos, con marcada ironía: “¡Viejo pre-
sumido! <¿Acaso piensa que puede tostarse más?”. La verdad es
que mi antepasado añoraba, allá en lo profundo de su subcons-
ciente, aquellos tiempos no muy lejanos en que sus progeni-
tores eran llevados a misa en palanquín con toldo. Durante la
Colonia los mayorazgos indígenas y aun los simples gobernado-
res de república eran más presumidos que los hispanos de ori-
gen. Después de la Independencia se democratizaron un poco,
aunque sin llegar a perder nunca ciertos pujos de nobleza de
los que todavía quedan rastros.
Para mí el hecho más importante es que estas genera-
ciones de ricos poscoloniales, que se tuvieron que plegar
por conveniencia a muchos usos y costumbres liberales,
observaron la inveterada costumbre de mandar a sus hijos
a la escuela. Ellos lo hacían con cierto aire de presunción.
Resultados: empezaron a surgir los ultrarrevolucionarios,
ateos y hasta comunistas perdidos. ¡Ah, tal vez si no mandan
a la escuela a nuestros abuelitos, ninguna de esas calamida-
des podría haber sucedido! A todos nos seguirían criando las
católicas señoritas Sánchez de Tenango o las benditas tías De
la Serna de Calimaya.

28
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Cuando mi abuelo don Abraham Sánchez y Sánchez se


casó por primera vez conforme a todas las normas estableci-
das por la sociedad y la religión, tuvo a bien aportar al nuevo
hogar cuatro hijos, producto de diferentes incursiones que
había tenido el hombre por los campos de Eros. Por cierto que
don Abraham era un gran moralista, filósofo, escritor, editor
de periódicos, hombre de ideas liberales, masón y formalista.
Algunas veces cometió imprudencias verdaderamente conde-
nables. Pero no me siento capaz de juzgarlo.
Por ejemplo, la idea de reunir a sus pollos dispersos
bajo un mismo hogar y una férrea disciplina, sólo trajo como
funesta consecuencia que mi tía Manuela y mi tío Braulio se
encon­traran cierto día en el pajar... ¡Ya tenían dieciséis años
y después de todo eran unos desconocidos! El hecho de que
los jóvenes quedaran proscritos de la familia, no remedió
nada. Así era mi abuelo. Se casó dos veces porque mi abuela
Angelita Garduño murió en el segundo parto. De su postrer
ayuntamien­to tuvo un montonal de hijos. Una de ellas, la tía
Lucinda, se enamoró de un pillastre que la dejó embarazada
sin llevarla previamente al altar. El abuelo lo supo unos días
antes del parto y la corrió del hogar paterno, una noche inver-
nal y mientras llovía. Era muy rígido. Aseguran que tenía la
casa llena de refranes y de sentencias morales.
Ya he dicho que era masón. Su hijo Heriberto, mi padre,
fue revolucionario zapatista, amante del socialismo y promo-
tor de sindicatos. Igual pasó con muchas otras ramas de la
tribu que rompieron las toscas barreras de la Patria Chica y
se desperdigaron por el mundo, la mayor parte como profe-
sionistas de ideas avanzadas, periodistas, escritores, políticos,
aventureros, tenorios... ¡Y de todo, como en la famosa viña
del señor!

29
Mi alumbramiento (según me lo contaron)

Nací en 1927, en Calimaya y en un rincón. Por lo menos eso se


desprende del hecho confesado por mi padre de que a las cua-
tro de la madrugada fue por la rinconera que habría de llevar
adelante el vulgar trámite de jalarme al mundo. La primera luz
que vi fue la de algunas velas de sebo y no he vuelto a ver, sin
anteojos, mucho más que ésa.
En esa época, cuando la mujer empezaba a sentir los
ri­gores de la maldición adánica, había movilización general
de viejas y corredero de escuincles hasta en el último rin-
cón de la casa, ya que según las versiones oficiales los niños
seguían siendo producto de la casualidad y, alguna que otra
vez, del Espíritu Santo. Era común entre la burguesía rural
que el hombre ensillara los caballos, apercibiera el bugui, la
tartana, la carretela o el simple carretón (algunos ya tenían
incluso fortingos) para correr en busca de la comadrona, a
la que de entrada se prodigaban las más grandes atenciones,
aunque también se le exigían las mayores premuras. “Sólo
las vírgenes conciben sin hombre y paren sin partera”, decía
orgullosa doña Chana.

31
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Por cierto que la delicada operación de cosechar infan-


tes solía realizarse en aquellos tiempos única y exclusivamente
por cuenta de amodorradas viejas, ya que no era concebible
que el curtido y celoso macho mexicano permitiera que otro
varón, por más hijo de Hipócrates que fuera, le viese las nalgas
a su señora, ¡nunca, primero muerto antes que propiciar esa
clase de striptease! En aquellas viejas casonas pueblerinas, de lar-
gos corredores enmacetados y recámaras continuas en infinita
recta, que algunos abuelos recorrían en triciclo para inspec-
cionar a su prole, las camas ocupan los ángulos oscuros, por lo
que el nombre de la entrometida sacaniños había degenerado
también en rinconera.
Así, rinconera, además de comadrona o incluso matrona,
algo inexplicable desde el punto de vista de que los griegos
más bien llamaban así a la mujer que los producía en abun-
dancia y no a la que los hacía apearse en el mundo. Lo de
comadrona se entiende porque, en aquellos días de cero asep-
sia, muchos infantes sólo rozaban el planeta por la tangente
y, antes de que se fueran, la mujer procedía a bautizarlos en
plan emergente a fin de que al menos se fueran al limbo y no
al Diablo. Así resultaba que después de algunos frustráneos
alumbramientos, la mujer venía a ser madrina de innumera-
bles abortos. Las parteras tenían como santo patrono a San
Ramón Nonato.
Otra cosa es que en Calimaya se imponía la costumbre
pésima de menospreciar bíblicamente al sexo débil, porque si
la comadrona lograba traer a escena a un varoncito, además
de ir por su muy apreciable (en esos momentos) persona, a
caballo, en carruaje o en automóvil, se le pagaban tres pesos
plata, se le invitaba el más opíparo desayun0, almuerzo o cena
(según la hora del ginecológico incidente), se le servía un gran

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

vaso de aguardiente, catalán, ron jamaiquino y hasta coñac, su


buen puro habano y se le regresaba a casita otra vez en el semo-
viente familiar.
¡Ah, pero si era hembra, entonces sólo se le liquidaba a
razón de un peso en moneda de cobre, sin comida, ni aguar-
diente ni puro, con una buena patada en el lugar al que han
correspondido siempre las patadas posteriores, y tenía que
hacer el trayecto hasta su domicilio a pie, así estuviese escam-
pado o con lluvia, nieve, ventisca o salteadores de caminos!
Me consuelo pensando que, por lo menos en el momento
de nacer, doña Chana debe haber pegado un brinco de gusto y
que me aplicó con cierto cariño, cuidado y comedimiento el
nalgadón que se le suministra a los sí-natos a fin de que jalen la
primera bocanada de aire y suelten el primer berrido. Es tradi-
ción oral que ese golpe, para las niñas, era realmente de gracia.
Algunas no lo resistieron. A otras, en cambio, les procuró muy
buenas caderas.
Debo advertir que para los nacidos en los alegres veinte
es el excepcional privilegio de haber atravesado por tres eras
históricas: pasamos de la edad de las cavernas iluminadas con
sebo, a la Era Atómica que se abrillantó con los mortales esta-
llidos de Uranio, y a la mismísima Era Espacial con su presun-
tuosa Guerra de las Galaxias. ¿Qué otra generación ha visto cosa
semejante? ¿Qué otra generación nació cuando los hombres se
agarran decentemente a los balazos y llegó a su senectud en
el momento en que se empezaban a tatemar con rayos laser?
¡Ninguna!

33
Mi jefa: una madre del pueblo

Yo estaba metido debajo de los semilleros, garrapateando en un


papel de estraza; me servía de escritorio un cajón de velas y de
asiento el cuartillo para despachar los granos. Frente a mí reful-
gían los tizones del brasero y, entre la bruma azulosa del vapor
aromado del café, yo veía a mi jefa, bajita, nerviosa, correr de
un lado a otro de la tienda despachando el azúcar, “un veinte de
limón con juerte”, una veladora; siempre activa, siempre con-
versadora.
Por eso, precisamente por eso, porque la primera imagen
que tuve de la autora de mis días fue la de la mujer del pueblo,
chambeadora y proletaria, entregada a sus hijos, a su marido, a
su diaria e interminable labor de hormiga madre, es por eso que
yo no puedo hacer de mi madre una amelcochada pintura, llena
de giros y frases románticas, plagada de cursi retórica o venales
trucos de utilería.
Y es por eso también que para hablar de ella, tampoco
considero molde conveniente la poesía. Más de acuerdo con su
carácter acerado y firme, con su sensibilidad de mujer activa,
me parece la prosa. Porque mi jefa sí tuvo una vida llena de

35
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

incidentes realistas, vivió la vida de frente, con todas sus gran-


dezas y todas sus miserias, luchando a brazo partido contra la
falta de recursos, empujando siempre para adelante, sin ceder
un punto, con determinación heroica, en fin, ella dio todo lo
que pudo a la existencia y a los suyos, y recibió a cambio un
destino de modesta brillantez, una aventura plena de azares,
pero rica de satisfacciones.
A los once años, Chelita García de la Serna, mi jefa,
quedó huérfana de madre y tuvo que hacerse cargo de sus
hermanos menores (cuatro), con los que, desde luego, consi-
guió adquirir una gran aptitud para la maternidad. Allá en el
pueblo, siendo una chiquilla, que apenas levantaba un metro
veinte del suelo, tenía que subirse en un cajón para llegar
al anafre de ladrillo y hacerles “la papa” a sus hermanitos.
Entonces comenzó a trabajar y en cincuenta y tantos años no
descansó un día.
Por ello mismo, la pobre de mi jefa tuvo que trabajar hasta
para poder casarse, ya que el abuelo Silviano no concebía de
ninguna manera quedarse sin su hija mayor, sin su brazo dere-
cho, sin la figura alrededor de la cual giraba toda su familia:
la que hacía de comer, la que lavaba la ropa, la que lo cuidaba
cuando el abuelo llegaba un poco zumbo. Sin embargo, la vida
no ve atrás y mi jefa se casó... para seguir trabajando.
No es que mi padre fuera precisamente pobre. Pero era
inquieto, le gustaba la aventura, correr el mundo, dar trancos a dies-
tra y siniestra. En esas condiciones mi jefa se vio obligada a seguir
a su marido por muchas partes y en los tiempos más tormentosos
de la república. Así fue como mis cuatro primeros hermanitos no
pudieron alcanzar a vivir, en vista de los trabajos, las carreras, de los
sustos y de las fatigas que tuvo que pasar metida, por las circunstan-
cias, en la borrasca revolucionaria.

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Estuvo en El Oro, donde mi padre fue electricista; en Tex-


coco, donde él trabajó de receptor de rentas; en el molino
de Santa Rosa, donde fue maquilador de trigo y nixtamal; en
México, donde vivió de lo que pudo, y en Jojutla, donde mane-
jaba una locomotora. En este lugar, de pilón, mi padre jaló con
los zapatistas, que necesitaban mecánico para sus cañones.
Mientras tanto, mi jefa trabajaba, tenía chicos que se
morían por falta de tranquilidad y cuidados, seguía por donde
quiera a mi padre y sonreía, sonreía siempre dando la cara y
el pecho a lo más crudo y rudo de la vida. Y todavía le que-
daba tiempo para hacerla de profesora. Porque ella heredó
de la abuela Daría el espíritu magisterial y la vocación para la
enseñanza. En El Oro enseñaba costura y primeras letras a las
niñas de los mineros y en el molino de Santa Rosa, dirigida por
el abuelo Abraham, mi abuelo paterno, instaló de plano una
escuelita a la que el vate Juan de Dios Peza dedicó un cuartero
que todavía está escrito, por la mano del bardo, en las viejas
paredes del sitio.
Debo advertir que mi abuelo Abraham, aficionado a la
literatura, había puesto a la escuelita el nombre de “Juan de
Dios Peza”. Un día llegó por allí el vate a visitar a su sobrino,
el poeta López Tello, y quiso hacer la excursión al molino. Lo
conmovió tanto el pequeño centro escolar y el espíritu de
sacrificio con que mi abuelo, mi padre y mi madre se dedica-
ban a educar, que escribió en la pared este cuarteto:

No es mi nombre de penas coronado,


el que engalana esta escuela,
es la amistad de un hombre honrado
la que con ella engalanó mi nombre.
(J. de D.P.)

37
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Fue precisamente en esa época cuando mi jefa templó


su carácter para la lucha. Una vez tuvo que resistir varios días
en el molino, cuando las balas silbaban sobre su cabeza. Los
zapatistas atacaban desde el monte y los federales les respon-
dían desde Calimaya. Todo el fuego, claro, debía pasar sobre los
techos o por las ventanas del molino.
Otra vez, en el sur, sólo su gran fortaleza espiritual, su
formidable sangre fría, la hicieron soportar una aventura que
hubiera llevado hasta la tumba a otra mujer. Mi jefa acababa de
dar a luz en San Vicente, Morelos, y el pequeño había muerto
por las rudas condiciones en que nació. Era una enorme casona
rural y afuera, en las calles, la lucha sangrienta llegaba a sus
grados de mayor violencia y bestialidad. Entonces, tuvo que ser
escondida en un pequeño cuarto de madera al fondo de los
corrales.
Dormitaba cuando el olor de la maternidad, el aroma de
la leche no utilizada en la lactancia, atrajo al horrible mons-
truo. Cuando ella abrió los ojos, el cincuate, la enorme boa que
adormece a las madres y estrangula a los niños para abrevar
de las opulentas fuentes lácteas, se encontraba a unos cuan-
tos centímetros de ella y la miraba con sus ojos fascinadores,
hipnotizantes... pero ella resistió, lo resistió todo y, enferma
como estaba, pudo dominarse, no caer en el sueño y llamar a
gritos en su ayuda. Cuando llegaron a socorrerla el animal huyó
y todos creyeron que se vería atacada por la fiebre puerperal.
Pero no pasó nada.
Así fueron los días de mi jefa, que nunca tuvo noción del
tiempo, distraída como estaba en su trabajo. Muchas veces ella
se tuvo que hacer cargo de todo, de trabajar para conseguir el
dinero, de asear la casa, cuidar y dar de comer a los hijos. Fue
en Calimaya, aquella vez en que mi padre se metió a la cochina

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

política y sus enemigos lo acusaron de alguna iniquidad. El


pobre jefe se vio atacado de ictericia y durante algún tiempo se
vio imposibilitado para moverse. Entonces, aprovechando sus
conocimientos sobre corte y costura, ella se puso a coser ajeno
y nadie pasó hambres.
En fin, mi jefa tuvo quince hijos, de los que se murieron
ocho. Y lo más formidable de todo es que a sus sesenta y tantos
años todavía conservaba su pelo negro, su frente amplia, sus
ojos vivos y su incansable actividad.
—Nunca me ha dolido nada— decía cuando le pregunta-
ban por sus achaques. No tenía ninguno, después de más de
cincuenta años de terribles esfuerzos, de carreras, de luchas, de
haber visto morir a ocho de sus hijos, a su marido, a infinidad
de parientes.

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Dulces recuerdos de las señoritas Torres

Me trasladé —más bien me trasladaron— de Calimaya a Toluca


siendo muy pequeño. Mi padre emigró después de una triste
experiencia como presidente municipal de Calimaya; dejó a los
cochinos políticos y se dedicó exclusivamente a los cochinos
que, aunque también escandalosos, son de una gran fidelidad
chicharronera.
En el barrio de San Juan Chiquito, a los cinco años me ense-
ñaron a leer las señoritas Torres, un desperdicio de hermosura.
Apresúrome a dejar bien claro que no fue por una situación emo-
tiva o romántica por lo que pasé gran parte de mi niñez —casi
toda— en la casa de las señoritas Torres. Hubo razones perfec-
tamente explicables por métodos dialécticos. Razones hasta del
orden económico. Mi madre tenía que trabajar todo el día, de las
seis de la mañana a las once de la noche, en aquel tendajón de mi
padre que era tocinería, cantina y miscelánea.
Hasta los cinco años me la pasé de gata en gata y a los
cinco mi madre hizo un precioso descubrimiento: que por
veinticinco centavos a la semana, las virtuosas señoritas Torres
estaban dispuestas no sólo a tolerarme sino, incluso, a ense-

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

ñarme a leer. Más que un afán lucrativo, movía a mis profesoras


el deseo de apartar a los pequeños de la recién destetada edu-
cación socialista.
Eran tiempos duros. En la tienda siempre había de cinco
a diez borrachines a quienes mi padre, con el fin de contra-
rrestar la acción de las señoritas Torres, procuraba iniciar en
el catecismo marxista. A mí los borrachos me daban miedo, ya
que regularmente terminaban los debates políticos a golpes,
cuando menos, porque cuando más hacían aparecer como por
arte de magia tenebrosos verduguillos o descomunales nava-
jones. Por eso me gustó la idea de pasar a manos de Margarita,
ella era la encargada más directa de vigilarnos y enseñarnos
a leer. El grupo no era muy numeroso; Carlos Guerrero con
unos jiotes que parecían tostones; David Torres, desde enton-
ces fantasioso y cuentista; Pepe Venegas, servicial y modosito.
De mis otros compañeros casi no recuerdo ni el pelo ni el
color.
Pero no me olvidaré nunca de mi maestra Margarita. Debe
haber sido entonces bastante joven y hermosa, entre otras
cosas, porque así la recuerdo yo. La maestra era buena, pero
a mi padre como que no le gustó la idea de que yo estuviese
aprendiendo a leer en el Silabario de San Miguel, en cuyo primer
capítulo podía encontrarse íntegro el “Catecismo del padre
Ripalda”.
Entonces, con una batita feminoide me mandaron al kín-
der de la vieja Normal de El Carmen. Yo protesté inmediata-
mente; primero por la batita, segundo porque no me enseñaban
otra cosa que bailes y juegos, y tercero porque, a falta de mi
madre, a quien extrañaba en forma verdaderamente patoló-
gica, sólo admitía la dulce presencia, la sonrisa maternal de la
“seño” Margarita.

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Puede decirse que desde entonces tomé por asalto la casa


de mi maestra. En la mía propia siempre había un trajín fasti-
dioso. Entraban los matanceros chorreando sangre a dejar los
cerdos en canal y yo tenía que meterme debajo de la cama. Pero
ni ahí estaba tranquilo, porque en cualquier momento alguno
de mis hermanos mayores me arreaba un pelotazo en la cabeza.
Mi mamá siempre tenía algo que hacer. A veces insistía
en llevarme a la plaza, pero me pisaban los cargadores y se me
metían los perros entre las piernas. No podía hacer ronda con
mis hermanos, porque algunos ya eran hasta tormentosos gala-
nes de la barriada. Entonces comprendí que el único sitio en
el mundo donde podía vivir más o menos tranquilo era la casa
de mi maestra.
Aprendí a leer, a rezar el credo, a pegar las partes dispersas
de un borreguito de día de muertos y a matar pájaros con resor-
tera. Aprendí, en fin, lo suficiente como para empezar a darme
cuenta de mi situación en el Globo y de mis limitados poderes.
Ocupa un lugar de tal manera importante en mis años
mozos aquel caserón interminable, donde siempre había un
rincón inédito. Juzgo necesario detenerme un poco en sus vie-
jos muros de adobe para contemplar el desfile de los afectos
que ahí nacieron.
Primero estaba la tienda y, al frente de la tienda, Nichita.
No recuerdo si era la mayor de las hermanas, pero no había
duda de que ya tenía sus años en el mundo. Era también sol-
tera, dulce y apacible. Sus arrebatos de furia, por la poca cos-
tumbre que tenía de enojarse, resultaban hasta cómicos. Su
principal comercio lo constituían el dulce de leche y el postre
de arroz. Los “pambazos con tantito” eran su fuerte y en días
de muertos, indiscutiblemente, los borregos y las calacas de
azúcar.

43
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Cuando algún muchacho abusivo llegaba a robarse los pam-


bazos, Nichita lo perseguía blandiendo el delantal: “Muchacho
de porra, chorizo, zoquete... Si te voy a poner las orejas pintas”.
No transigía de ningún modo con los borrachos, pero las
dos bancas de madera que había en la tiendita siempre estaban
abarrotadas de jovenzuelos que desde ahí vigilaban el paso de
las muchachas, ya que el establecimiento estaba estratégica-
mente colocado con puertas a General Prim y a Sor Juana.
Nichita encendía su brasero, ponía a cocer el arroz y
dormitaba. Sólo abría los ojos para despachar, de vez en
cuando una taza de dulce o una vela de sebo. Luego volvía a
dormitar. Entre tanto, la muchachada hacía de las suyas. Pero
todo mundo quería y admiraba a Nichita, “Dionisia Torres
para servir a usted y a Dios”. Su penumbrosa tenducha se
convirtió en el centro de reunión de los pollones del barrio
precisamente porque era un lugar tranquilo, apacible, en con-
traste, por ejemplo, con la tienda de mi padre, que siempre
era un verdadero aquelarre de viejas comprando pan, café,
aceite, y de codoempinadores ingiriendo cantidades bárbaras
de alcohol.
Al oscurecer comenzaba el desfile de la palomilla. Llegaba
Chucho Becerril, chaparrito y elegantioso, con su abrigo, su
sombrero, sus cuellos almidonados y su pantalón balón. Tenía
fama de enamorado. Llegaba Paco Márquez García, quien des-
pués llegaría a ser uno de los paladines de la comedia radiofó-
nica. También mi hermano Heriberto hacía su aparición, muy
alisado, muy perfumado, dispuesto a sorprender el paso de las
preciosas hermanitas Cedeño.
Me dejó un imborrable recuerdo Lalo Campoamor, enorme
como un atleta griego, de pelo rizado y de voz estentórea. “Mi
títere”, me decía mientras me lanzaba por los aires con una

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

sola mano. Se contaban muchas historias fantásticas de Lalo y


no todas buenas, pero para mí era un ídolo. Sólo conocía a un
hombre como él: mi padre.
A las ocho de la noche, la tienda de Nichita era un hervi-
dero de adolescentes y chiquillos. Pero ella no parecía enterarse.
Se enteraban más bien sus sobrinas, Cata y Jose, que siempre
estaban por ahí colaborando en el exiguo comercio con la bon-
dadosa tía.
Después de la tienda estaba el lóbrego corredor que,
por las noches, yo recorría con el alma en un hilo, y al final
la cocina, caldeada y acogedora. Ese era el imperio de Lolita
Torres, la más huraña, la menos comprensible de la familia. Para
mí, Lolita siempre fue un misterio impenetrable. Dada la voca-
ción familiar, tampoco escapó del celibato y producía la impre-
sión de cumplir sus oficios en la cocina con cierto sentido de
deber penoso. Casi nunca nos acercábamos a ella y apenas si
conocimos el timbre de su voz por las veces que nos regañaba.
Yo siempre pasé la cocina de filo.
Prefería la sala de trabajo de Margarita y Carmelita. Había
dos camas de enormes cabeceras y mullidos colchones, varias
vitrinas con fruteros de esferas de colores, algunas sillas y al
centro una mesa baja donde se elaboraban, con delicioso arti-
ficio, las f lores y los dulces.
Las señoritas Torres tenían un sobrino mayor, Lalo Mora-
les, de gran inteligencia para los negocios, miembro promi-
nente del Banco Agrícola, que murió villanamente asesinado
por un imbécil. Lalo vivía en una habitación aparte. Era una
estancia solemne a la que nadie tenía acceso. Aparte de los
muebles habituales, había una mesa de trabajo llena de útiles
de ingeniería y varios estantes apretados de libros. Lalo fue
siempre para nosotros un personaje sensacional, un poco mis-

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

terioso. Alguna vez quiso casarse con una chica Mondragón,


muy guapa, pero la intervención familiar deshizo el romance.
Tal vez ahí comenzó la tragedia de Lalo. Casi contigua al tem-
plo de trabajo de mis maestras, estaba una gran sala y ahí un
personaje impresionante: el tío Ponchito, uno de los pocos
varones de la familia. No recuerdo por qué ignoto drama,
Ponchito estaba paralítico y casi loco. Creo que contribuyó
en parte a formar el temple huraño de Lolita, porque ella era
la encargada de atenderlo. Vivió muchos años, pero muy mal.
Siempre nos pareció que ya hasta olía feo. La de Ponchito fue
una de esas desgracias que nuestra imaginación infantil no
pudo desentrañar nunca.
Del otro varón, padre de Lalo, Cata y Chepa, sólo supe
que había muerto muchos años atrás, pero en cambio me iden-
tifiqué mucho con el último, don Pancho. A don Pancho no le
había ido muy bien en la vida. Parece ser que sus hermanas no
estuvieron muy de acuerdo con su matrimonio, pero don Pan-
cho quería reivindicar el nombre de la estirpe y procuró tener
una abundante familia.
El mayor era Jorge, muy serio, muy estudioso. Fue más tarde
orador y líder estudiantil y a últimas fechas catedrático del Ate-
neo de Veracruz. Seguía Lucha, delgadita y nerviosa, y después
David. Su nombre está tan estrechamente ligado al barrio de San
Juan Chiquito y a mis aventuras infantiles, que lo he nombrado
con frecuencia en mis intrascendentes croniquillas.
Fue David quien me enseñó a matar pájaros con resor-
tera, quien me defendía de los muchachos mayores en el
colegio; David se jugaba mis canicas y compartía piadosa-
mente mis domingos. Con él exploré los cerros y me fumé
los primeros cigarros. Estábamos todo el tiempo juntos,
pero todos los días me contaba una pavorosa aventura que

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

le había sucedido la tarde anterior. Un día me pidió una


navaja Gillette para arreglarse los primeros bigotes. Enton-
ces me relató algo acerca de las muchachas que me dejó
fascinado.
Es preciso meterse, con los pies descalzos y el alma lim-
pia, por el sensacional camino del recuerdo y exprimirle a la
memoria toda su sustancia, para comprender que en verdad
uno también pudo ser niño, pero así fue, ¡ni remedio! David y
yo nos pasábamos el día echados sobre las ramas del viejo pirú.
Podía decir que soñábamos, pero no. Lo que en realidad hacía-
mos era golfear, haraganear y dialogar tonterías.
La huerta de la casa de mis profesoras era un espacioso
mundo que se agigantaba frente a mi estatura corta y mi corta
vista. Había dos o tres pirús nudosos y de muy fácil ascensión,
un eucalipto, varios palos de manzanos, un basurero del que
solíamos rescatar platos rotos, vidrios viejos y alguno que otro
gato momificado; un montón de piedras donde cazábamos
lagartijas, y un gallinero al que frecuentemente se le perdían
los huevos.
Lógicamente, dividíamos el año, no por estaciones, ni por
trimestres, ni por temporadas de labor… sino por épocas de
juegos o fiestas religiosas o profanas. En enero y febrero “rifa-
ban” los papalotes. Los cerros que acurrucan en su falda a nues-
tra ciudad se llenaban de chiquillos portando, desde la humilde
paloma de papel china y popotes, hasta las tremendas escuadras
de cometas o los aviones de papel de estraza y tejamanil. Las
colas de los cometas convertidas en armas mortales por vir-
tud de pedazos de navaja de rasurar que se les colocaban en
la cola, servían para la guerra en el aire; extraños duelos cuyo
objeto último era cortar el hilo del papalote enemigo, que en
esa forma se perdía irremisiblemente.

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Alternaban, necesariamente, la afición desmedida por el


trompo o por las canicas o por el “puya y teco”, juego que
consistía en sacar de un círculo monedas o corcholatas con
una tapa de hule de zapato. Cuando la chiquillada decía “a
jugar el trompo”, todo mundo se ponía a jugar trompo. Al lle-
gar las aguas eran desenterrados los zancos, entre otras cosas,
porque nuestras calles, aún no pavimentadas, se llenaban de
pavoro­sos charcos durante la temporada húmeda. Hacía su
llegada también el juego de los huesitos de chabacano. Se tra-
taba de alguna reminiscencia de los tiempos en que el trueque
se hacía teniendo como base monetaria semillas de cacao. En
ese juego la única recompensa eran precisamente los huesos
del chabacano, cuya utilidad prácticamente resultaba comple-
tamente nula.
Antes de comenzar las lluvias era la temporada de los
pipioles. Este pequeño insecto aparece de pronto en asombro-
sas cantidades. Nadie sabía su origen, pero rápidamente inva-
dían las faldas de los cerros. Quienes más sufrían con la llegada
de los pipioles eran los maestros, ya que una de las pillerías
predilectas de los muchachos era llevar al aula una botella llena
de ellos... y abrirla. El pipiol zumba, choca contra los ojos y es
repulsivo. La bromita desesperaba a los pobres maestros.
Durante todo ese tiempo, David y yo no hacíamos otra
cosa que jugar y jugar, o fantasear y fantasear. Pero en cuanto
llegaba septiembre se daba el toque de partida para la fabri-
cación de dulces de muertos. En grandes canastones hacían
su aparición enormes moldes de vaciados, estiques, rodillos,
moldes de recubierto, pequeños cuchillos, los habituales ana-
fres de ceniza y sobre el brasero de la cocina, en casa de don
Pancho, se colocaban los bastidores de harina para fabricar los
dulces decorados.

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Se manufacturaban los siguientes tipos de dulces, a saber:


borreguitos de todos tamaños, calaveras de cualquier magnitud
y ojos fosforescentes, figurillas de dulce de pepita o de azúcar
decoradas con betún de limón. Se hacían también unos curiosos
entierros, pastorelas con un borrego y varias unidades lanares;
nacimientos de dulce y una gran cantidad de figurillas que eran
verdaderos dechados de modelado, como monjas, torres, pala-
cios, etcétera.
Debemos decir que el extraordinario modelista que legó a
la familia todo aquel arsenal de moldes, fue nada menos que el
fundador de la dinastía: don Pancho Torres, el viejo a quien no
conocí, pero de quien supe que había sido un hombre piadoso,
hogareño y gran artista del pastillaje y la f lorería, habilidades
que heredaron y, en parte, superaron sus hijas.
Ipso facto toda la chiquillería era encerrada en los talleres y
puesta a colaborar en el suculento oficio de la dulcería. Claro
que tal profesión nos resultaba un apetitoso juego. La pri-
mera parte de la función consistía en modelar las dos partes
del cuerpo de un borrego y pegarlas con argamasa de azúcar y
agua. Se nos permitía comer los sobrantes que dejaba el molde.

49
Vaya educación: ni sexual ni socialista

Cuando cumplí seis años mi madre me inscribió en la “escuela


de los burros”. Es necesario aclarar que ese nombre no lo
recibió tan digno como católico plantel en ingrata alusión al
estudiantado, ya que —después de todo— la generalidad de las
escuelas podría enorgullecerse de su ganado asnal, sino por-
que se penetraba al principal colegio por un mesón, donde
también laboraba un herrero con su impresionante fragua.
Ello significaba que afuera había burros, pero estos últimos
más notables.
El colegio era de religiosas, en un momento en que no
podían confesarlo porque, vivo Valente Quintana, podía suce-
der que les pasara lo que a las monjitas de Santa Mónica, en
Puebla, donde los trapos al sol fueron de lo más íntimos.
Nuestro colegio llevaba el honorable y digno nombre de
don Antonio Alzate, pero llamándole “fray”. Lo del mesón era
en cierta forma una pantalla, puesto que todos estos colegios
particulares actuaban fuera de la ley, sin el debido reconoci-
miento de las autoridades educativas; fueron concebidos y crea-
dos para contrarrestar el malsano inf lujo sobre las almas pías,

51
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

de aquella “educación socialista” que preconizaba el artículo


tercero constitucional y de la que todo mundo hablaba sin ati-
nar a comprender qué era precisamente.
Pero lo más terrible no era el rojo (por endiablado) fan-
tasma del comunismo, que hacía santiguarse a las comadres,
sino el rumor de que una de las implicaciones más serias de los
heréticos sistemas de enseñanza socialista era la “educación
sexual”.
Tampoco resultaba posible saber en qué consistían esos
tremendos achaques pedagógicos, pero hablar de sexo para
la clerigalla y la beatería seguía siendo uno de los mayores
tabúes, pese al carácter eminentemente sensual del cato-
licismo. De modo que la curia aprovechó el miedo de las
mamacitas gazmoñas a la educación sobre el sexo, para abrir
numerosos planteles de enseñanza que se disimulaban en
alguna forma y que eran atendidos por el monjerío exclaus-
trado de los conventos.
Aunque mi padre era partidario de la avanzada socialista
y admirador del tercer artículo de la Carta Magna, admitió
que mi madre me enrolara con “los burros” porque el plan-
tel distaba de nuestro domicilio sólo cuadra y media. En el
fondo, ella también manifestaba cierta inquietud por lo que
pudiera venir enredado en aquel término ominoso: “sexual”.
Las mamás católicas siempre están convencidas de que sus
vástagos no saben nada de sexo, hasta que los sorprenden
impartiendo lecciones.
¡Preservados del sexo, nosotros, en ese barrio de San Juan
Chiquito, donde se tenía un traumático sabor a placer carnal
perennemente practicado! Había quienes gustaban de lucirse
haciendo el amor a puertas abiertas. Copulaban las criaditas en
los zaguanes, donde habilidosos albañiles les hacían ensayar

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

las formas más inverosímiles de vulgares kamasutras. Todavía


hay quien se pregunta cómo podían hacerlo en tan extrañas
posiciones.
Si trotábamos por los cerros cazando chiras viejas con
resortera, ahí estaban tiradas las parejas entre los magueyes o
en las numerosas cuevas del Cóporo. Por cierto que en una de
ellas Escartín mató a su mujer de veinte puñaladas, no antes de
que ella lo ultimara también a pedradas. Por las circunstancias
descritas por los judiciales, así solían amarse estos “ángeles del
Señor”.
En el mesón de don Serafín Aguilar, donde mi padre solía
guardar los marranos que no le cabían en el corralillo casero,
especialmente los viernes se llenaba el galerón, que servía de
aposento colectivo a los comerciantes indígenas venidos del
norte del valle toluqueño. Algunos viajaban solos, otros con
sus mujeres. Costaba el hospedaje tres centavos, con derecho
solamente a petate y cinco con derecho también a ladrillo en el
cual reposar la testa. Pues bien, descubrimos la forma de trepar
en uno de los macheros contiguos, que tenían un gran hueco
entre el tejado y la pared medianera, y desde ahí observábamos
las noches de aquelarre venéreo, precisamente en el día dedi-
cado a Venus.
En aquel mesón de don Serafín vimos cómo se ayuntaban
puercos, borregos, asnos y caballos, hombres y mujeres. ¡Pero
nuestras santas mamacitas creían que éramos unos inocentes
querubines y que la “educación sexual” nos enseñaría cosas
nunca vistas y ni siquiera imaginadas! “Pero, oiga no, doña Edu-
viges, ¿qué les irán a enseñar en la escuela con esta maldita
enseñanza socialista y la famosa educación sexual?”.
Así pues, fuimos a la escuela “de los burros” para liberar­
nos de la educación sexual y del pavoroso socialismo, pero no

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

pudimos salvarnos de los reglazos y del calabozo. Las buenas


beatas (en realidad ya no eran verdaderas monjas) sentían una
especial delectación en apalearnos los lomos e inf ligirnos toda
clase de inmoderados castigos.
Fue la única institución educativa que conocí donde
todavía se acostumbraba el temido calabozo que era, en
efecto, una inmunda celda húmeda, apestosa y por la que cir-
culaban unas ratas del tamaño de los conejos. También nos
hincaban en un rincón del aula sosteniendo un ladrillo o una
plancha en las manos levantadas, casi en impía simulación de
un Cristo rezandero.
Con el tiempo me vine a dar cuenta de que había mucho
de sensualidad, de sadismo abierto en la actitud de aquellas
solteronas ardientes a las que sólo refrescaba la imagen del
dolor transmutado en éxtasis orgásmico. Solían ensañarse
con los muchachos mayores, algunos de los cuales eran ver-
daderos hombres, ya que en ese tiempo la educación, para la
mayoría, comenzaba muy tarde. En el sexto año había mozal-
betes de esos a los que de pronto los pantalones les encogen
hasta la rodilla, aunque sean de la mejor tela. Vi a una maestra
beata que, después de quitarle la camisa, con un cilicio gol-
peó las espaldas desnudas de uno de esos muchachos, por una
falta mínima. Y las madres enemigas de la educación sexual,
aún animaban a estas desviadas, enfermas e improvisadas
maestritas:
—¡Péguele, seño, hasta que se enmiende! No importa si
me entrega usted sólo el “cuerito”.
Y con esa autorización algunas entregaban el cuero...
pero en tiras, apenas bueno para correas. El sexo detrás de la
palmeta. El histerón imponiéndose al silabario. Esperanza, la
maestra con que emprendí el primer año de primaria, después

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

del grupo de párvulos, me golpeó y encerró en el calabozo por


el grave delito de que... respondía a sus cuestiones sin que me
preguntara directamente.
El día del encierro eran las tres de la tarde y yo no llegaba
a comer. Mi madre se sintió preocupada y comenzó a buscarme
en todas partes, claro, menos en la escuela, de donde estaba
segura que debía yo haber salido a la una de la tarde. Hasta
que una doña le dijo: “Ay, Chelita, pues a la mejor lo tienen
castigado”. Ya sabía cómo se las gastaban las seudomonjas seu-
domaestras. Y efectivamente, me encontró en el inmundo pre-
sidio escolar. Mi Jefa era chaparrita y, por lo tanto, muy brava,
de manera que no se tragó la explicación de la profesora y la
puso de oro y azul.
No volví al colegio “de los burros”, pero el colegio ofi-
cial Anselmo Camacho también me resultó decepcionante.
Terminé el primer año con Sarita Hinostrosa y entré al
segundo con otra Esperanza, ¿<y de “educación sexual”? Pues
nada.
Fue punto menos que inútil que mi padre me revelara
los secretos del sexo, con claridad, con rectitud, con sapien-
cia, ya que de todas maneras fui dominado por el enajenante
mis­terio que lo rodeaba fuera de casa: ese sabor a cosa prohi-
bida, a pecado irredimible, a fruto eternamente vedado desde
su origen, porque mis maestras, las señoritas Torres, insistían
en imprimirnos fuertemente el estigma del delito ancestral y
permanente.
—Pero si mi papá dice que es natural —les reclamaba.
—Tu padre es un hombre mundano, hereje y masón.
Por eso, por carnal, va a recibir a tiempo su condenación y
desde ahora está excomulgado. Tú no querrás condenarte,
<¿ verdad?

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Y la verdad es que luego de ver las imágenes del pur-


gatorio, con sus hogueras escarlata o las del infierno, con
sus hornos crematorios, que nos enseñaban las catequistas
en el templo del Carmen, tenía gran miedo a perder mi
alma por una cuestión que me parecía tan sin chiste como
el sexo.
Lo de la “educación socialista” resultó otro fiasco. Sólo
el maestro Fernando Macedo nos platicó algo en relación con
los principios marxistas. Y más bien alardeando de la Unión
Soviética en una danza eslava de sovjoses y koljoses, de obreros
estajanovistas y del gran Stalin, que se nos hizo camote en la
mollera. Pero cuando le preguntábamos si México era un país
socialista, contestaba:
—¿México? ¡Oh, no, claro que no! Dentro del socialismo
todos los medios de producción dejan de estar en manos de
los particulares. No hay propiedad privada. Todo es del pue-
blo y lo administra el Estado. Aquí, todo es de particulares,
todo.
—¿Y cómo se le hace para que los medios de producción
pasen a ser del pueblo?
—Pues, se expropian.
—¿Y por qué no los expropiamos?
Entonces se caía de la risa:
—Jo, jo, jo... ¿y qué vamos a expropiar? Por ejemplo, aquí
en Toluca, <¿cuál industria? Una fábrica de cerveza, otra de hila-
dos muy antigüita, una más de sarapes, dos o tres de jabón, tres
o cuatro de refrescos y... ¡punto!
—¿Y la educación socialista?
—La hay en los países que son socialistas. Aquí, qué va a
haber... Ésas son vaciladas del gobierno, “sueños guajiros”.

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Estaba de moda la canción de ese título. En efecto, dos
sexenios después se suprimió de la redacción del artículo
tercero la palabra “socialista” que durante tres lustros salió
sobrando.
¡Ni socialismo ni sexo! Un par de decepciones que nutrieron
mi posterior escepticismo.

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El infortunio de una rueda

“Y ahora, por cortesía de las Atracciones Bravo Hermanos, el


señor Fulanito de Abraham dedica la siguiente melodía a su
noviecita del alma, la gentil Rudelia González. Para ella, y de
Gonzalo Curiel, ‘Incertidumbre’”.
Nacho Paniagua me pasaba el disco y yo lo ponía en
el lado correcto sobre el platillo del viejo tocadiscos que
hacía sonar la escandalosa ruidola. Afuera veía a mi hermano
Edmundo rodeado de gente que le pedía las selecciones musi-
cales con dedicatoria, luego él le pasaba a Nacho los papeli-
tos, y así se desarrollaba, entre el estruendo de la multitud y
los altoparlantes, aquella feria de Santa Clara considerada la
segunda en animación después de la muy famosa del Carmen.
Las diversiones mecánicas se colocaban sobre la calle de
Humboldt, desde Hidalgo hasta Cinco de Mayo, en un orden
y concierto que no soy capaz de recordar, pero sí recuerdo
dónde estaba la rueda de la fortuna, a dos casas de la de mi
primo Carlos López. Debajo de la gran rueda estaba la caseta
con el equipo de sonido, donde apenas cabían los aparatos y,
todos apretujados, nosotros dos: Nacho y el que escribe.

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

La rueda era enorme, la más grande que hubiéramos visto


en nuestros años infantiles. Hacía poco que Próspero Bravo la
había diseñado y construido. Era de la altura de una casa de dos
pisos, quizás tres, y había sido probada al grado de la exagera-
ción. Primero con sacos de arena que pesaban más o menos
lo que un tipo normal de sesenta a setenta kilos. Luego, Prós-
pero invitó a los vecinos del barrio de San Juan Chiquito y nos
estuvo dando vueltas todo un día. Puede decirse que termina-
mos hastiados de esa rueda de la fortuna.
No hace falta describir el gran mecano, porque nada tenía
de particular. La estructura metálica estaba pintada de color plata.
Como a las nueve de la noche la feria, por ser domingo,
estaba en su apogeo. La alegría era desbordante. Apenas si
teníamos tiempo de desahogar la nómina de pedigüeños de
canciones, en especial de los novios y las novias que trataban
de hacer vibrar a sus amados con los compases de las canciones
que habían unido sus almas. Nacho derramaba miel a pasto y a
discreción.
De repente se oyó un trueno poderoso. Creí que empezaba
a llover, incluso porque se apagaron las luces, lo cual era cosa
muy común en Toluca; en aquellos lejanos días de 1938 con-
tábamos con un servicio eléctrico muy deficiente. En­tonces
todo se vino abajo. Sobresalían los aullidos de angustia de la
multitud sobre la que, como las patas de una araña grotesca,
los hierros retorcidos habían caído, en una lluvia de tornillos,
herrajes, cables eléctricos y hasta tierra, pues al desplomarse
la rueda cayó sobre la fachada de la casa que tenía enfrente,
destrozando buena parte del muro.
Lo cierto es que no vi nada, pero lo oí todo. Las desespera-
das quejas, los gritos de angustia, los estertores y la barahúnda
de toda la multitud que, sin duda, veía a medias el espectáculo,

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

pero presentía, en toda su intensidad, la tragedia que se estaba


viviendo. Nacho, al que yo tenía de espaldas, se volvió ágil-
mente, me desprendió de la silla y me embutió debajo de la
mesilla en que estaban los aparatos, mientras me gritaba:
—¡No te muevas... no te muevas!
Y sentí que él también se agachaba frente a mí. Percibía su
aliento, olía su propio miedo.
Recuerdo perfectamente que le pregunté:
—Pero, <¿qué pasa, Nacho?
Me dijo sin solemnidad, apresurado:
—¿No ves que se cayó la rueda?
La pregunta, como muchas otras que se hacen en momen-
tos difíciles, resultaba obvia. Pero, ¿<qué podía yo ver, ence-
rrado en el cuartucho? Luego él me explicó que al volverse para
tomar las papeletas de manos de Edmundo, cuando se apagaron
las luces, sobre un fondo más o menos claro de cielo, pues algo
había de luna, vio cómo se retorcían y descerrajaban las gruesas
varillas de fierro y oyó los primeros gritos de las víctimas del
desastre que caían a plomo sobre el pavimento. De inmediato
pensé en mi hermano y le grité. También estaba muy cerca y
me contestó con algo que me pareció una jerga improvisada,
a gruñidos y medias palabras: “Afí foy... no fe preogupes” o
algo muy parecido a eso. Alrededor era el infierno. Creo que
empezaban a arder algunos palos; los trabajadores de la feria se
ocupaban en apagar los conatos de incendio. Nacho me dijo:
—Ya deben estar tratando de echar la luz para’cá. De
todos modos no te muevas de allí. Voy a tratar de ver qué está
pasando.
Entonces vi a mi hermano que estaba en cuclillas, con la
mano en la boca. Creí que estaba herido y como en respuesta a
mi temor Nacho le preguntó:

61
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Mundo, ¿qué tienes?, ¿te lastimaste?


Se quitó la mano de la boca y arrojó algo al suelo. Sólo
alcanzó a decir:
—Los dientes... cuando me agaché me di en la rodilla.
Ya de por sí, después de una infección intestinal que le
curaron con algún medicamento a base de mercurio, se le habían
af lojado y caído la mitad. Ese día perdió el resto. Yo le grité:
—¿Pero no estás herido?
—Tú cálmate —me respondió—, no pasa nada... y no te
muevas.
Cuando vi salir a Nacho de la caseta, casi doblado en
tres, pude darme cuenta de que los fierros habían aplastado el
madera­men y que, sin duda, quedaría menos de la mitad. Salir
era, en efecto, muy peligroso. Toda la rueda chispeaba como un
castillo de pirotecnia y llovían objetos por todas partes.
No sé cuánto estuve ahí refundido. Sólo tengo memoria
de que tiempo después regresó Nacho y nos sacó sigilosamente
de las estructuras maceradas, por algún sendero libre que él
ya había recorrido. Salimos hacia la esquina que nos quedaba
más cerca, es decir, la de León Guzmán, y echamos a correr.
Edmundo prácticamente me remolcaba de la mano mientras que
me decía:
—Vamos a entrar por la casa de Matildita —quedaba detrás
de la nuestra—, el jefe debe estar en la tienda. Y no le digas
nada, ¿eh?, porque es capaz de asegundarme.
_—¿Y tus dientes?
—Él sabe que ya se me iban a caer.
—Bueno —acepté. Pasamos por el obrador, donde mi jefe
siempre tenía un frasco de aguardiente de caña por aquello de los
cuchillos y los accidentes. Edmundo se estuvo un rato enjuagán-
dose la boca hasta que se le paró la hemorragia. Yo sólo alcanzaba

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

a oír sus gruñidos y leperadas. Debía estarle ardiendo la encía con


el brutal cauterio.
Al otro día se supo el resto. El desastre de la rueda había
dejado dos difuntitos más algunos heridos y magullados. Nada
más. Pero el escándalo fue de los mayúsculos. Nunca volvieron
a ponerse en Toluca los hermanos Bravo. Se acabó para siempre
la feria de Santa Clara. Los ferieros no dejaron nada pendiente,
pero su sabiduría de empresarios de diversiones les dijo que
nadie más, nunca, volvería a subirse a los aparatos que fabri-
caba Próspero con la ayuda de Donato, Salomón y Pepe. Por lo
que toca a Paniagua, emigró a México, donde ya su padre tocaba
(era un excelente músico) en la muy seria y formal Banda de
Marina, y en la no muy seria ni muy formal de Huipanguillo,
Huip., que manejaba el buen Ferrusquilla.

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Hermanos del camino, pero no del itacate

Mi padre hablaba de la Biblia durante aquellas caminatas intermi-


nables por el ranchito de El Jaral, con un tono solemne, puntua-
lizando una idea crítica: “Es un gran libro, pero muy difícil de
entender… para entenderlo necesitas saber mucho de religión,
mucho de historia”. Don Heriberto usaba el traje de casimir de
tres piezas, incluido el apretado chaleco, la camisa de cuello
duro y la corbata anchísima, aunque sólo se tratara de vigilar su
ranchito: una loma agria, seca, arenosa, donde el traje oscuro
terminaba siempre gris. El sombrero negro le añadía un aire más
intelectual, de judío intelectual.
He visto ciertas fotos en que el escritor austriaco, de
ascendencia judía, Stefan Zweig, aparece con un tipo idéntico
al de mi padre: desde la amplia frente, la nariz patriarcal, los
ojos vivos, la ceja recta, hasta el occipucio alargado y el pelo
repartido en dos, arriba de la frente.
Creo que por lo Garduño, algo le llegaba de judío a mi
jefe, lo cual carece de significado alguno respecto a su vocación,
que era eminentemente liberal masónica. De todas maneras, el
multirracial abuelismo que produjo la Colonia y de aquella seu-

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

docolonia que terminó hasta el porfiriato, nos heredó rasgos de


lo más difusos y confusos. Pongamos por caso: mi padre no era
velludo del tórax y acusaba cierto aire mongólico en las comi-
suras de los ojos. Tenía de indio lo Sánchez.
Ya he dicho que su tipo era de intelectual, aunque sólo era
maestro mecánico o tocinero y gran aficionado a la agricultura.
Sucesivamente había sido, desde sus mocedades, escribiente,
funcionario de hacienda, técnico en electricidad y en mecá-
nica del ferrocarril. Lo de la tocinería es algo que la mayor
parte de los tenanguenses llevan en la sangre. Viendo que en
la Revolución una de las mejores maneras de comer era vender
qué comer, don Heriberto se acordó de su afición al embu-
tido, compró unos marranos y comenzó a producir sartas de
chorizos y docenas de jamones. Cuando Toluca era famosa por
estos menesteres, mi padre llegó a calificar entre los mejores
tocineros del mundo.
Sin embargo la apariencia doctoral, más bien magis-
terial, de mi padre no debe atribuirse a la casualidad. Aun-
que sólo pudo estudiar hasta el cuarto año de primaria, mi
abuelo lo dedicó a perfeccionar su letra y su estilo gramatical
(debo insisitir en que don Abraham S. Sánchez fue escritor y
periodista) a fin de que pudiera dedicarse a cualquier labor
burocrá­tica o mercantil. Desde luego, también le enseñó lo
que era entonces la “teneduría de libros”. Con esas armas y
en ese ambiente, el joven Heriberto tenía que desembocar en
la literatura. Aunque nunca manifestó disposiciones creativas,
fue un lector empedernido de cuanta obra puso a su alcance la
familia o la casualidad. Máxime que el abuelo lo llevó pronto
a la logia masónica y lo hizo “lubetón”.
En la masonería completó su cultura religiosa e histórica,
conservando siempre una afición especial por la buena litera-

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

tura. Solía narrarme, completos, novelones como Los miserables,


Los tres mosqueteros entre otros, y consideraba que los tres aspec-
tos medulares del mundo y de la existencia son el hombre, la
sociedad y la religión.
Le preguntaba a mi padre si la masonería representaba una
religión y el viejo tenía que realizar enormes esfuerzos de sim-
plificación y síntesis para responderme. Yo aún no llegaba a los
doce años.
—No es una religión —decía—, es una especie de grupo de
personas interesadas que se reúnen a estudiar cosas de religión
para poder comprender mejor a Cristo y al Hacedor Supremo.
La idea primaria que tuve de los masones fue ésa: señores
reunidos todos los jueves por la tarde para estudiar religión.
—¿Y en qué la estudian?
—En los libros antiguos, como la Biblia, Los Vedas, el
Zend-Avesta de Zoroastro... y algunos textos modernos, expli-
cativos de la palabra antigua.
Aquellas salidas de mi padre rumbo a la logia tenían que
destacarse mucho en el ritmo carcelario de su vida. Dejaba el
obrador sólo porque otra urgencia del negocio lo solicitaba, o
los jueves desde las siete de la noche gustaba de acicalarse con
esmero y ponía en actividad a todas las mujeres de la tribu. ¡Ah,
pero el lugar y las cosas que hacía mi padre ese día eran un mis-
terio para los menores! Esa falta de naturalidad en el acto ins-
tigaba la curiosidad. Hasta que una tarde, paseando por El Jaral,
mi padre me dijo lo de la logia. Iba a la logia a estudiar religión.
—¿Y por qué se esconden? —le pregunté.
Me miró asombrado, frunció el ceño y luego exclamó:
—¡Vaya!... Creo que tu pregunta es razonable. Nos escon-
demos porque todavía hace poco nuestras logias eran persegui-
das. Resulta peligroso ser masón, <¿me entiendes?

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—¿Hicieron algo?
—Los masones siempre luchamos por la libertad y la igual-
dad. Cuando los sacerdotes se aliaron a los tiranos que escla-
vizaban a nuestros pobres indios, entonces luchamos también
contra los malos sacerdotes. Por eso los tiranos perseguían a
nuestros abuelos masones. Y la iglesia los mandaba asesinar.
¡Todavía necesitamos estar prevenidos! Pueden venir otras per-
secuciones.
Diez años antes los masones estaban todavía en lucha
contra cristeros y caballeros de Colón.
Respecto a la Biblia, mi padre me explicó:
—En gran parte es la historia del pueblo hebreo. Con sus
gobernantes, sus leyes, sus luchas. En la otra contiene el men-
saje de perfección que Dios ha dado al hombre. Las verdades
eternas, el material eterno con el que habrás de construir tu ser
espiritual. Todo lo que le puede suceder al hombre está ejem-
plificado en la Biblia. Y ahí está también la solución de todos
los problemas que los acontecimientos deparan al hombre.
—¿<Y por qué no me lo prestas?
—Porque todavía no lo puedes entender.
Otra vez puso el libro en mis manos y lo abrió en el Ecle-
siastés: “Lee” me dijo. Quedé sin entender nada. Entonces me
lo quitó de las manos tiernamente.
—No te preocupes, hijo, ya lo encontrarás otra vez.
Cuando puedas entenderlo como si fuera un juego.
Luego vino su enfermedad, durante la cual los buitres
usureros nos cayeron encima. Así fue que, cuando don Heri-
berto se fundió con el gran arquitecto del universo, nosotros
quedamos prácticamente en la miseria.
Recuerdo aquella tarde gris y húmeda de su muerte en
que llegaron los hermanos de la logia: hombres poderosos de

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Toluca, abogados, políticos de envergadura, médicos, indus-


triales, comerciantes, todos rezumando salud y orgullosos de
sus bien saneadas fortunas, en una época de depresión que,
como es sana y ecuménica costumbre, había azotado especial-
mente a los pobres. En el momento en que llegaron “los tíos”
(mis hermanas menores, Gloria y Tere, la Pipis, les llamaban
así creyendo que en verdad eran hermanos carnales de nues-
tro padre) se retiraron las viejas beatas que habían estado sal-
modiando rosarios, en especial porque aquellos personajes les
infundían respeto y porque su sectarismo, del que no enten-
dían ni jota, las sobrecogía de horror al saber de boca de los
“padrecitos”que eran unos tipos excomulgados.
Los hermanos masones tomaron posesión de la sala mor-
tuoria con sus extraños disfraces y su agresiva menajería en
que destacaban enormes espadones. ¡Y comenzó el rito! Muy
especial porque mi padre era “gran portero” de la logia y había
alcanzado una importante categoría numérica. Ya casi le andaba
llegando al “33”. Al final, uno de ellos, muy solemne, se puso
de pie para anunciar en voz alta:
—Ahora, hermanos, vamos a pasar la bolsa de la viuda.
¿< La bolsa de la viuda? Intuía de qué se trataba, pero de
todos modos le pregunté a mi hermano Heriberto, él respondió:
—Es un talego en el que ponen dinero. Vas a ver, de ésta
nos forramos.
Yo había sentido profundamente la muerte de mi viejo,
pero me espantaba más el fantasma de la miseria, que se erguía
frente a mí inevitable, y estimaba que “la bolsa” sería impor-
tante para conjurarlo. De modo que oír hablar de la “bolsa de
la viuda” me produjo un agradable calorcillo, una indescripti-
ble esperanza. No eran menos de cincuenta los “caca grande”
que se habían reunido en la improvisada capilla ardiente. Si por

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ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

lo menos daban cien pesos por cabeza se juntarían cinco mil,


¡cantidad suficiente hasta como para comprar una casa y poner
un negocio! Para que pudiera correr la bolsa me arrinconaron y
sólo tuve la noción del dinero al caer en la talega.
Terminó la ceremonia con la solemne, estirada, entrega
del caudal a mi af ligida madre que, para mi sorpresa, no dio
gran importancia al asunto. Cuando ya sólo quedaban los fami-
liares frente a la caja, los hermanos le quitaron la bolsa de las
manos (ni se dio por enterada) y nos metimos en la cocina para
hacer la contabilidad del dinero. Vaciamos la bolsa y eran...
¡puras monedas de a centavo, quintos y unas pocas de a diez!
En total, doce pesos. Corrí a darle la infausta nueva a mi madre,
que apenas levantó la cara para decirme:
—Ya lo sabía, son unos agarrados— y siguió derramando
gruesas lágrimas sobre el pañuelo.
Entonces no pude menos que recordar la esplendidez de
mi padre, que con frecuencia agasajaba a los postizos hermanos
sirviéndoles suculentos almuerzos los domingos, en los que
campeaban por sus respetos todas las viandas que solía confec-
cionar y las botellas de todos los marbetes. Cuando lo visitaban
en lo personal, y era con sospechosa frecuencia, no los dejaba
ir sin cargarles gordos paquetes llenos de chorizo, jamones,
queso de puerco, carnitas... y también las botellas de chumiate,
de coñac o por lo menos de ron jamaiquino.
Mi jefa, que se oponía a estos despilfarros, tuvo frecuentes
agarrones con el viejo, que se desvivía por servir a los demás;
cuando le llegó la hora de la desgracia, naturalmente, nadie le
dio la mano. Y así como los arrieros dicen que “son hermanos
del camino pero no del itacate”, los masones sólo son herma-
nos de la logia. O como diría el propio Hamlet: “son sólo logos,
palabras, palabras, palabras, palabras”.

70
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Por cierto que mi hermano Rodolfo, Alfonso Badillo y


otros intervinieron muy activamente en la formación de otra
logia masónica que llevó el nombre de “Tierra y Libertad”. Por
aquello de que en las logias los grados se adquieren por trato
mercantil o por estudio, llegaron a tener una posición de alto
nivel a base de “macheteo” (en cuanto a dinero, andaban siem-
pre a la quinta pregunta), hasta que se les ocurrió ingresar al
Partido Comunista. Lástima que no les duró mucho el gusto de
“dobletear”, ya que en cuanto los masones supieron que eran
comunistas ateos, los corrieron de la logia y también los del
PC, al enterarse de que eran cándidos masones cristianos, los
expulsaron del partido.

71
Gacheces y mafufadas de la refolufia

La brecha generacional es una rutina. Basta con que pase el


tiempo para que se presente. Ya en la Biblia aparecen los jóve-
nes palestinos apedreando al viejo Eliseo.
Pero en cuanto a la Revolución, nosotros fuimos el mañana,
ampliamente previsto en las proclamas de los ideólogos y comu-
nicadores del movimiento, cuyas descripciones color de rosa nos
encantaron con sus estribillos sobre la reivindicación, la demo-
cracia, la irrestricta libertad y la justa partición de la riqueza, la
justicia bien distribuida y tantos otros embelecos que arrullaron
nuestras párvulas inquietudes en la década de los treinta.
Sólo que la Revolución en el poder también nos ati­
borró de marxismo, cuando nuestros profesores cardenistas
le en­traron de frente: Macedo, Hinojosa, Romero, entre otros,
nos enseñaron el ma­terialismo histórico, la dialéctica y todo
el tinglado del estudio racional del pasado. Vimos entonces
que la Revolución no resistía el análisis. Y cuando quisimos
re­currir, no a la historia sino a la literatura, nos fue peor.
Entonces vimos con espanto y asombro que la historia de la
Revolución no era lo mismo que la novela de la Revolución.

73
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Tengo muy presente el recuerdo de mi primo Francisco


Javier, que a los nueve años aún no había visto una película,
soterrado como estaba en el ranchito de sus papás. Era nece-
sario mostrarle el maravilloso invento, la lámpara mágica, sólo
que en Toluca no existían las opciones; funcionaba sólo una sala
cinematográfica. Lo llevé una vez, y durante mucho tiempo no
quiso repetir la experiencia pues le tocó en suerte (de la mala)
que aquel día exhibieran Vámonos con Pancho Villa.
Vio con naturalidad que durante la guerra los tipos se
ma­taran, ya que después de todo no era tan silvestre para
ignora­r los efectos bélicos, pero al exhibirse una escena el
pobrecito... se zurró en los calzones. Se trataba de cuando Pan-
cho Villa, ya peregrino en derrota, llega a ver a su compadre
que se ha retira­do de la “bola”. Villa necesita que el amigo lo
siga otra vez a la pelea, pero ve que lo atan a su jacal una mujer
y unos hijos a los que ama entrañablemente. Entonces, la bru-
talidad innata del Centauro encuentra la solución fácil y expe-
ditiva: toma el revólver y asesina proditoriamente a la mujer y
a sus hijos. El compadre, ya sin esos vínculos que lo amarraban
a la tierra, como un corderito sigue al verdugo.
Dentro de la ingenua e infantil lógica de mi primo, aque-
llo no podía ser. Nadie tenía derecho a portarse con tanta
crueldad, con tanta vileza. Salió del cine llorando. Y oliendo a
heces fecales. Yo traté de calmarlo con el cuento de siempre:
“No es verdad, eso no sucedió nunca, es una mentira de quie-
nes hi­cieron la película”. Y él gimoteaba: “Pero si yo sé que de
veras hubo Revolución”.
Años más tarde, el mayor Mauricio Zaabedra nos tenía
embobados con sus narraciones respecto de esos hombres
machos, tan machos que cuando no se estaban matando con
el enemigo se mataban entre sí alegremente. Nos describía los

74
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

vivacs, alrededor de los acogedores fuegos revolucionarios, con


las viejas caderonas, tiernas pero bravías, atizándole a la olla
de los frijoles y al asado de cecina con chimole. El chínguere
circulaba profusamente. Ya muy tarde, cuando el machismo
espumaba y las viejas estaban dormidas, empezaba el rejuego.
Y no se trataba sólo de la ruleta rusa, en que se carga la
matona con un solo tiro y se la van pasando los machos, que
se la aplican a la sien y... ¡zas!, disparan. Al que le tocó, le tocó
y lo entierran al otro día, o de plano lo dejan por ahí para que
la cadena alimenticia de perros y zopilotes se encargue de lim-
piarles el esqueleto.
—Otras veces —nos decía el mayor— echábamos un car-
tucho 45 a la hoguera, de modo que se iba calentando poco a
poco hasta que reventaba. La bala salía loca, zumbando, des-
cribiendo círculos o líneas en zigzag hasta que encontraba un
blanco y penetraba la carne, o se iba a perder entre los mato-
rrales. Y ¿qué creen?, que alguna vez le tocó a un pobre güey o
a una infeliz chamaca que ni siquiera estaba en el juego.
Otro por el estilo era don Sixto Negrete, un tipo enorme,
ya cargado de espaldas por lo viejo, pero que presentaba
señales de haber sido un Hércules. Hizo su vida durante la
refolufia cargando un cañón, sí, no un fusil como los cien-
tos de soldados comunes que también fueron a la zarabanda,
él traía consigo un cañón, que era una credencial o carta
de recomendación más convincente que un simple revólver
o un máuser. Cuando lo agarró la leva porfirista le vieron
condiciones para la artillería y fue a parar con las mulas de
tiro. No era lerdo y pronto aprendió a manejar el pequeño
cañón de nuestra historia, que se robó cuando los científi-
cos pe­garon la carrera. Ni modo que después no lo admitiera
Madero o que lo desairara Huerta; fue a dar hasta con Zapata.

75
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Pretendía que lo reconocieran como veterano y no se


podía negar que estuvo en la “bola”, en todos los bandos. Como
la mayor parte de los retirados que cobraban, ¿por qué no él? Y
mientras gestionaba su retiro, cuarenta años después, tenía un
tendajón en Coyoacán donde para nivelar activos y pasivos se
ayudaba vendiendo gruesos carrujos de mariguana. Resultaba
lógico y oportuno preguntarle:
—Oiga, don Sixto, ¿es cierto que todos en la “bola” le
entraban a la grifa, igual los pelones que los carranclanes, los
dorados, los convencionistas?
—Pos la verdá es que sí. Todos tráibamos el guato y la
bachicha.
—¿Y no había quién se las pusiera de coca o de morfina?
—A la mejor los oficiales. Yo vi a algunos que se metían
el polvo a la nariz, pero que se inyectaran no sé decirle. Le
doy razón de la Juana porque nos llegaba por costales. Los
mismos jefes se la avanzaban para que siempre hubiera. Y
mire usted, cuando se sabía que estábamos en víspera de un
gran combate, en que a la mayoría nos iba a llevar “patas de
hilo”, pa’ no dejarla huérfana echábamos toda la yerba a la
lumbre.
Agregaba haciendo gestos que volvían muy gráfica y obje-
tiva su explicación:
—Y cuando ya jumeaba, esto es agarrar la cobija para aba-
nicarte así, y todo el jumo se te iba a la boca y a la nariz, y lo
chupabas con juerza, hasta el forro de los pulmones. Como esto
era ya en la madrugada, a la hora de los cocolazos ya estabas
bien grifo y a darle que es mole de olla.
—¿Pero no le entraban al vino?
—También al marrascapache y, ya cruzados, vieras con que
güevotes le entrábamos a la pelea...

76
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Pero no le creo, don Sixto, que los propios jefes les


pa­saran la droga.
—Y si no, ¿quién?
Alguna vez entrevistamos al poeta de los corridos, don
Miguel N. Lira:
—Usted dice en su corrido del Manco Arenas, al principiar
el poema, “compadre, Domingo Arenas / viene bajando del río,
/ meta a sus hijas al pozo, no le hace que tengan frío”. Esto de
que los padres escondían a sus hijas en el pozo para que no se
las cargaran los revolucionarios, ¿fue verdad o una simple figura
retórica?
—Claro que sí, y un tiempo la treta les dio resultado. Pero
más adelante, el primer sitio al que iban a buscar los alzados
era a los pozos.
Por su parte, don José Rubén Romero se reía de que “La
Rielera” se hubiera convertido en el himno de los ferrocarri-
leros.
—¿Pues que no eran las esposas de los motoristas y los
garroteros?
—Bueno —decía el viejo—, eso es lo que parece dar
a entender la canción, pero fíjense bien: “Yo soy rielera,
tengo mi Juan, / él es mi vida, yo soy su querer, / cuando me
dice que ya se va el tren, / adiós mi rielera, ya se va tu Juan”.
Que yo sepa, nunca les han llamado Juanes a los emplea-
dos del tren. Juanes eran los soldados y nada más, para qué
se hacen bolas. Y las famosas rieleritas eran las muchachas
que al quedarse sin comida en sus pueblitos, pues al irse los
hombres a la guerra nadie cultivaba el campo, se sentaban al
borde de la vía, sobre los durmientes, a esperar los convoyes
que en cualquier forma siempre llevaban algo de comer. Y
los soldados su paga.

77
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Entonces ellos les daban de comer gratis...


—Naturalmente que no. Ya ustedes saben que las mujeres
siempre han tenido una mercancía con gran poder de trueque,
cambio o venta.
—¿Eran, pues, prostitutas?
—Eso es otra cosa. A algunas, en efecto, les gustaba el ofi-
cio y se dedicaban a él profesionalmente. Otras se iban con los
Juanes y en muchos casos llegaban a ser sus esposas; incluso
también de los rieleros, pero ése ya es otro cantar...
El doctor Antonio Fernández, aunque no tenía título
de siquiatra, sabía mucho de la conducta humana y hacía
la afirmación contundente de que en la Revolución lo más
importante fueron, en este orden, el armamento y las mujeres,
los caballos y las mujeres, el refino y las mujeres, la comida
y las mujeres. Y cualquier otra cosa, pero agregándole las
mujeres.
—¿Sabes una cosa? —me dijo en cierta ocasión—, nuestras
mujeres mexicanas tienen fama en el mundo de que les encanta
que las zurre el marido.
Quise replicar pero me interrumpió:
—No, no, es absolutamente cierto. Lo de “viejito, <¿primero
me pegas y luego comemos, o primero comemos y luego me
pegas?”, no es un chascarrillo. Tampoco lo de que “el que te
quiere te aporrea”. Acuérdate del famoso cuento de la indita
que es azotada ferozmente por su marido, lo que obliga al
tecolote a intervenir tratando de salvar a la infeliz de la paliza.
Entonces se voltea la mujer y agrede al policía gritándole: “No
te metas, siñor josticia, mi gusto me pega...”.
_—¿Y eso qué?
—El complejo de violación. Miles y miles de jóvenes per-
dieron la virginidad por violación a todo lo ancho y lo largo

78
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

del movimiento armado. Y eso las condicionó, las programó


para sólo gozar cuando se les sorprende o agrede. ¡Palabra que
no se excitan si no se les pega!
Otro experto, el general Valenzuela, decía que para las
tropas de la Revolución las mujeres formaban parte de la
“impedimenta” y eran conocidas como soldaderas, que unos
reputan como nombre heroico y otros como denominación
peyorativa.
Allá en mi barrio decir que una mujer hablaba como sol-
dadera, o que tenía modales de soldadera, o que a su marido
le hacía comida de soldadera (un bistec y un plato de frijoles)
resultaba un denuesto. Y es que las pobres mujeres, en los avan-
ces, qué otra cosa podían conseguir que un trozo de buey y
unos puños de semillas.
Fueron bestias de carga (hasta el fusil le cargaban al hom-
bre), fueron objeto de placer y regocijo, pero nada más, pues
hasta en el movimiento armado se registraba la discriminación
sexual. <¿Por qué algunas, habiéndose portado como verdaderas
estrategas u otras que fueron valientes a carta cabal, aguerridas
y fieles, nunca llegaron a generalas? Claro, porque no se debía
otorgar a una vieja tan alta graduación. Ellas, si acaso coronelas,
y que dijeran que les iba bien.
Todo esto nos dejó la Revolución, un movimiento que,
como decía don Sixto, “avanzar” ya no era movimiento de tro-
pas para ganar terreno, sino que acabó siendo sinónimo de
robar: “Mi compadre se avanzó un caballo y cien pesos”, “¿y
esa cobija, compadre?”, “pos me la avancé”. Pero lo más signi-
ficativo fue el surgimiento de otros verbos como carrancear,
derivado del casto apellido de don Venustiano, que también se
elevó a la distinguida categoría de robar. Carranclán, un ban-
dido. Carrancear, apropiarse de lo ajeno.

79
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Y por aquello de que a la hora de la hora nadie supo lo


que realmente estaba pasando, se le pegó el apodo de la bola
o la refolufia. De cada diez combatienes, nueve sólo sabían que
“vino el remolino y nos alevantó”.
Cuando escuchamos esa rumba cubana que dice que
“Muchilanga le dio a Burundanga, porque Burundanga le dio
a Borondongo, porque Borondongo le dio a Bernabé”, no
podemos menos que recordar que la Revolución se volvió tan
complicada porque Madero le dio a Porfirio y a Madero le dio
Victoriano; porque luego Carranza, Villa y Zapata le di­eron
a Victoriano; porque a Zapata le dio Venustiano, porque a
Venustiano le dio Alvarito y a Alvarito le dio Calles, a quien
a su vez le daría Cárdenas... y finalmente el reinado del PRI,
que les da a todos cada seis años.
Así, mientras que unos fulanos celebraban una orgía de tiros,
de violencia, de sexo, de drogas, de aguardiente... otros cuantos
se devanaban los sesos para inventar motivaciones, teorías, pos-
tulados, leyes, que justificaran la matanza esquizofrénica, irracio-
nal e injusta. Los de la ruleta rusa se mataban sin justificación ni
motivo, y todos entraban a la pelea porque sus jefes lo ordenaban
y porque además los tenían perfectamente drogados, igual que
habrían de hacerlo unas décadas más tarde los generales gringos
de cinco estrellas con los muchachos que iban a Vietnam carga-
dos de estupefacientes.
¡Y luego nos extrañamos de que la juventud de ambos paí-
ses comenzara a drogarse como loca a partir de los sesenta!
Fue una suerte que en México no empezara antes el des-
trampe, quizás porque de chiquillos nos asustaban los soldados
mariguanos que iban a tronárselas al cerro y que perseguían
ardorosos a las muchachitas del barrio con intenciones que ni
siquiera disimulaban. Y a nosotros, cuando nos pescaban des-

80
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

cuidados, nos daban piquetes en las costillas con el marrazo.


Entonces, a correr como liebres.
Ya en la capital nos dimos cuenta, desde el 45 o el 46, de que
los aprendices de los talleres de imprenta se iban al parque a
fumar su mariguana, o se bebían el alcohol con percloruro de
sodio, que se usaba para limpiar los cilindros de rotograbado, y
agarraban unas papalinas de órdago. De ese percloruro, si le cae
a usted una gotita en la ropa, le hace el gran agujero. Imagínese
cómo estaba el triperío de esos ch­amacos.

81
Las engañosas vecinas
y una amistad de toda la vida

Lo que siguió a la muerte de mi padre fue la peor época de mi


vida. Después de los años de abundancia y hartura, tuve que
acostumbrarme a medio comer. Sólo contábamos con los dos
cincuenta diarios que ganaba Rodolfo como maestro de escuela,
¡y éramos siete! Cambiamos de casa para pagar menos renta, y
del barrio de San Juan Chiquito pasamos al de San Sebastián.
Se trataba de un caserón enorme, pero ruinoso, del que sólo
ocupábamos dos piezas y la cocina, ya que también parte del
mobiliario familiar había sido rematado, igual que todos los
aparatos y utensilios que mi padre utilizaba en su industria
choricera.
Con el estómago helado y a medio llenar, sin amigos con
quienes convivir, me pasaba los días recorriendo las habitacio-
nes o inspeccionando el enorme corral donde la yerba crecía
a su antojo. En ocasiones me llevaba para leer alguna de las
novelas de mis hermanos y como no eran muchas, leí varias
veces Los tres mosqueteros y Los Pardaillán porque otras, a mis doce
años, resultaban indigestas. Eran obras de los “futuristas” como
Papinni, Marinetti, Mariani, cosas de Dostoyevski, que me

83
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

pesaban como plomo. Y cuando no tenía más que hacer, me


ponía a estudiar.
Curiosamente, nunca en los tiempos de bonanza saqué las
calificaciones de entonces. Mi maestro de sexto año, Fernando
Aguilar, el Torito, estaba perplejo: medio año fui un alumno
pésimo, medio año el mejor y saqué las calificaciones más
altas. No cabe duda que estimula el cerebro tener el estómago
vacío.
Pronto comprendí por qué habíamos conseguido una
renta tan baja. El caserón estaba sólo pared de por medio con
el burdel de doña Chabelita, apodada la Pizarrina, que era uno
de los de mayor postín en Toluca. Bella mansión, con sala
estilo oriental, gruesas cortinas, mullidos sofás, la media luz
de los quinqués botando sobre las felpudas alfombras, buenos
vinos y precios altos. La clientela estaba constituida por la f lor
y nata de los políticos labristas que entonces manejaban las
riendas del poder, y aunque no todas las noches, algunas se
ponían bastante alegres. Como eran de los jóvenes machos de
la Revolución, sacaban a relucir las pavonadas 45 y atronaban la
noche con tremenda artillería. Suerte que los danzones, tangos
y boleros de aquellas épocas no eran tan ruidosos como los
rocanroles, y que no había neuróticos insomnes en la familia,
de manera que nadie perdió el sueño por culpa de las pupilas
de Isabelita.
La verdad es que mi frustrada educación sexual, que me
tenía embebido en los misterios fascinantes de Venus, me cau-
saba algunos desvelos tratando de imaginar cómo eran aque-
llas atractivas huríes de las que noche a noche oía las alegres
risotadas y los sibaríticos arrullos. Un lunes por la mañana,
que no fui a la escuela, las vi pasar de dos en fondo, con su
paso lento de yeguas cansadas. Con la cabellera sin peinar

84
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

y sin afeites, parecían espectros: pálidas y ojerosas (alguna


llevaba lentes oscuros), escondían el cuerpo en gruesos abri-
gos y parecían ir tiritando; conversaban en voz baja y a la luz
del día les brillaba el cutis ceroso, casi azul, como porcelana
corriente. No eran ni jóvenes ni viejas... ¡no eran! Su inde-
finición me dejó helado: constituían el equipo erótico del
mejor lupanar de Toluca, no llegaban a ocho y parecían estar
ya derrengadas por el vicio. Otra ilusión perdida: si ésas eran
las mejores suripantas de la urbe, <¿cómo estarían las prole­
tarias de Melero y Piña?
Por aquellos días conocí a Sergio. Estaba cortando la hierba
del enorme corralón de la casa. Lo hacía metódicamente, con
acuciosidad y sistema, utilizando una hoz campesina. Depo-
sitaba el producto de su cosecha en un costal y no perdía ni
la menor brizna vegetal. Cuando se iba a echar el fardo sobre
la espalda me vio y, muy comedido, lo dejó nuevamente en el
suelo para saludarme:
—¡Buenas tardes... niño! Tu mamá me regaló la hierba.
No me sentó bien lo de “niño”, pero después de todo
el muchacho andaba por los quince años y se sentía mayor.
Y lo era por su carácter serio y formal, su sentido práctico y
su espíritu de trabajo. Alto y delgado, de pelo muy negro y
ojos oscuros bajo las pestañas rizadas, nariz de buena forma
y labios gruesos (mi hermana Estela decía que era “guapito”),
se caracterizaba especialmente por su sonrisa, dulce y caris-
mática.
—Yo soy Sergio Vilchis —<continuó diciendo— y vivo aquí
enfrente.
No acerté a responder de otra forma que atendiendo a mi
curiosidad:
—¿Y te vas a llevar toda?... <¿Para qué la quieres?

85
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Estoy criando unos borreguitos, ¡cuando haga barbacoa


te invito! Tu mamá me dijo que no le servía para nada y me la
regaló.
Entonces vi que tenía otro bulto ya preparado.
—¿Quieres que te ayude?
—¡Oh, no te molestes!
Pero al final de cuentas cargué con el costal de yerbas y lo
acompañé a su casa. Así empezó mi larga e inalterable amistad
con Sergio, quien posteriormente me introdujo con los otros
cuates del barrio de San Sebastián: su hermano Jorge, Alberto
Díaz, el Gordo; Ernesto Rivero, el Gallo, y Pancho Cárdenas, el
hijo de la Pizarrina. Sergio ya era, desde entonces, un mucha-
cho realista, de gran sentido práctico. Desde muy chiquillo
había comenzado a criar gallinas, marranos, borregos. Algunos
días hacía barbacoa o chicharrones y carnitas que negociaba
con la gente del barrio.
El polo opuesto era su hermano Jorge, que se pasaba la
vida jugando canicas, conquián o diciendo albures. Su papá era
don Horacio Vilchis, descendiente de una notable familia bur-
guesa que había tenido entre sus ascendientes a un gobernante,
don Antonio Vilchis Barbabosa. La mamá, Mariquita Tapia, era
una mujer del pueblo, franca, abierta y alegre. Se pasaba la vida
cantando canciones que habían estado de moda entre los veinte
y los treinta. En el clan había también una hermana, Angelita,
rubia y muy hermosa pero con mala suerte. Se había casado
con Armando Zamora, el Rorro. Para cuando conocí a la familia
ya estaba divorciada y criaba a dos pequeños excepcionalmente
bonitos: Alicia y Armando.
Los Vilchis tenían una casa enorme, con una formidable
huerta de ciruelos que había sembrado el propio Sergio. Siem-
pre fue habilísimo para estos menesteres frutícolas, lo mismo si

86
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

plantaba que si injertaba, y de muchas partes lo llamaban para


que les hiciera esta clase de trabajitos, porque decían que tenía
“muy buena mano”. Ya siendo estudiantes normalistas nos pasá-
bamos los días enteros en aquella tupida huerta, a veces estu-
diando, otras simplemente de cotorreo, durmiendo o tragando
ferozmente ciruelos en cantidades industriales, tanto que casi
siempre terminábamos con unas churreteras de órdago.

87
Jiricua y tifoidea

En 1940 caí en el internado normalista, becado por la cari-


dad oficial y luego de la comprobación plena de que era niño
expósito, de buen comportamiento, de altas calificaciones y
de haber alcanzado un buen índice de sesera en las pruebas
sicopedagógicas, que ya en ese tiempo se habían popularizado,
aunque eso del internado no pasaba de ser un eufemismo.
Verdaderamente no nos encontrábamos reclusos en el viejo
edificio de lo que fuera antiguamente el claustro mayor del
convento carmelita. En donde años más tarde se estableció
una salita cinematográfica estaba el comedor y en ese mismo
ángulo la entrada a los dormitorios, que eran dos naves enor-
mes, frías, monótonas y desoladas. Ahí sólo íbamos a comer y a
dormir, ya que recibíamos las clases en el edificio afrancesado
de la calle de Independencia.
Sin necesidad de toques de corneta nos levantábamos
a las seis de la mañana para arreglar los lechos (unos incó-
modos camastros con colchón corriente, de borra) y realizar
un dudoso aseo personal, ya que por lo común el agua era un
ar­tículo de lujo. Nunca la hubo en las regaderas y menos en los

89
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

lavabos. A veces solía encontrarse en los depósitos de los retre-


tes que, según la moda inglesa de principios de siglo, no esta-
ban inmediatamente encima del guaterclós, sino tres metros
arriba y se accionaba el chorro con una cadena. Para quitarnos
siquiera las chinguiñas era necesario trepar hasta aquellos abs-
trusos depósitos con habilidad de changos. A las siete de la
mañana nos servían el desayuno: un plato de avena para caba-
llos (que se intercambiaba por uno de frijoles de vez en vez),
una taza de leche con café y dos panes. Y luego, a correr para
entrar en punto de las ocho a clases.
Corríamos por las calles del cura Merlín hasta Indepen-
dencia y, si teníamos suerte, era cosa de viajar de mosca en
aquellos autovías llamados por el pueblo pericos (los verdes)
y palomas (los blancos), cuyos horarios no ofrecían puntua-
lidad inglesa, tal vez porque sus creadores fueran los alema-
nes Henkel. Viajar colgados de la defensa trasera del vagón
era un peligro; lo menos que podíamos sacar eran unos cuan-
tos coscorrones del conductor. Pero llegábamos a tiempo a
clases.
La comida era a la una y media: sopa, guisado y frijoles;
fruta o dulce, un bolillo y tres tortillas. Y vámonos nuevamente
a la escuela para entrar a las tres, salir a las seis y merendar a
las siete, café con leche y pan. Para mí resultó agasajo porque
liquidé el hambre para siempre. A las once de la mañana o a las
seis de la tarde pasaba acelerado a la casa (habíamos vuelto a
San Juan Chiquito, frontero al Carmen), para llenar el buche con
tacos, siquiera fuesen de frijoles, que me obsequiaba mi mamá.
Por cierto que entonces me di cuenta de lo que es la buena
condición del damnificado. Para conservar la beca era preciso
aprobar en todas las materias. No importa que fuese de a pan-
zazo y en el examen extraordinario o a título de suficiencia.

90
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Sólo que había algunos, por lo general gente popular y qu­erida,


que no pasaba ni a empujones. Y pretendían seguir en el estu-
dio aun careciendo de las menores facultades. Por aquello de
que en el internado se practicaba el autogobierno estudiantil,
mandaba la Sociedad de Alumnos y los subprefectos eran com-
pañeros de los grados superiores, resultaba fácil ingresar sin
beca, encontrar con quien compartir la cama y comer… a cos-
tillas de los demás.
Todos los amigos del haragán se comprometían a llevarle,
quien un taco de guisado, quien la fruta, quien la torta de fri-
joles. El resultado fue siempre que los reprobados comían más
y mejor que los niños buenos y estudiosos. Cosas naturales de
la vida, del mundo y de los hombres. Lástima que la promiscui-
dad consiguiente originara que, con frecuencia, hubiera unas
pavoro­sas epidemias de jiricua (una especie de sarna) que se
propagaban hasta por un saludo de mano.
El año de 1940 fue malo para mí, por lo menos, la epidemia
de jiricua involucró a todos los internos, por lo que tuvo que
declararse la “cuarentena”. Una semana no asistimos a clases
para combatir de frente, muy en serio, la maldita sarna que nos
maceró el cuerpo como si nos hubiesen pasado por una maqui-
nilla de moler carne. En algunas regiones le llaman jiricua al
mal del pinto. Siquiera nos hubiésemos puesto “jaspeados” sin
comezón, pero aquella sarna que nos tenía fritos pegaba entre
los dedos, en los codos, en las axilas y en las corvas, produ-
ciendo una comezón inaguantable. Y todo el tiempo; no había
momento del día en que no molestara el prurito del diablo.
Resultaba molesto, especialmente en la noche, porque no
dejaba dormir. Y ahí estás como mono, rascándote por todas
partes, lo cual de ninguna manera producía consuelo. Y a fuerza
de uñas se iba uno desprendiendo la piel, de modo que al poco

91
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

tiempo todas las bisagras del cuerpo se habían convertido en


pústulas sangrantes. No puede ser narrada la desesperación, la
angustia, los dolores infinitos que nos provocaba la maldita
enfermedad.
Nunca he sabido si a las muchachas les pasó igual. Aunque
es fácil suponer que sucediera, ya que con frecuencia salían
a pasear con sus novios y andaban por la calle “de manita
de torta” (expresión que años después puso de moda Gloria
Díaz González, Marisel, en su columna periodística “Crino-
lina”). El caso es que se declaró la “cuarentena”, esa vez sí nos
encerrar­on en el internado y comenzó la cura con métodos
terapéuticos verdaderamente equinos. El edificio carmelitano
tenía ya entonces su frontón y enfrente los baños.
Primero nos desnudaron a todos en el gran patio y aque-
llo era un striptease de aquelarre. Nos dieron limones podri-
dos para que nos limpiáramos el cuerpo, procurando remojar
y desprender las costras con el zumo. Fácil es suponer lo
que aquella acción significaba. Era necesario empezar a fro-
tar hasta dejar la carne viva cubierta de agruras, verdaderas
agruras y amarguras y torturas inenarrables producidas por el
ácido en las heridas abiertas y sangrantes. De haberse gra-
bado los gritos de dolor, los ayes escalofriantes, los ruidos
del suplicio, seguramente que el resultado se hubiese podido
utilizar como música de fondo para una filmación descriptiva
del Infierno de Dante.
Había que permanecer al sol en estas ingratas condicio-
nes, hasta que se secara el cuerpo, puesto que ya estábamos
informados de que los rayos ultravioleta son germicidas, y que,
después de todo, bajo sus rayos ardientes (era junio) “el que
no se aclimata, se aclimuere”, lo que a la larga viene siendo lo
mismo porque se resuelve el problema.

92
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

El siguiente paso era un consuelo: la bañada con agua tibia


y jabón corriente, de sosa, utilizando zacate de pita de maguey
para limpiar el cuerpo a conciencia. Mientras tanto, en un gran
cazo se preparaba el ungüento curativo propio de las recetas
cuarteleras, ya que se ponía a cocer manteca de marrano, pol-
vos de juanes o precipitado rojo, azufre y otras infernales sus-
tancias químicas, todas juntas. De todas formas, la pomada no
olía precisamente a pachuli.
Salíamos del baño vaporosos, impolutos y listos. Listos
para la siguiente tortura que era la aplicación del menjurje
sobre las abiertas heridas, sobre la carne macerada y viva. De
ahí nacieron campeones de salto de altura y héroes de los mil
metros planos. Nos “sujetaban” entre seis “sujetos” forzudos,
nos ponían las plastas del ungüento en todas las articulaciones,
incluyendo la ingle y el noble órgano reproductor, que tam-
bién se llenaba de granos (hacíamos cerebro pensando en lo
que les pasaría a las pobres chicas) y luego nos soltaban como
toros bravos para buscar el mejor desahogo. Todas las leperadas
que me faltaba por aprender, en esos días las eché a mi coleto.
Incluso se inventaron algunas de las más rebuscadas y viles,
como aquella de: “Puchichichichichichísima madre”, etcétera.
Muy probablemente la acción germicida de la pomada
obraba con rapidez porque un cuarto de hora más tarde ya sen-
tíamos un consuelo sedante y reparador. Nos poníamos la ropa
y esperábamos con miedo la siguiente mañana curativa, hasta
que se nos quitó la jiricua y pudimos volver a la escuela.
En agosto me empezó a doler la nuca, con fuerza, como
si me hubieran estado marreando el coco. Ingenuamente, mi
hermano Heriberto creyó que se trataba de debilidad cerebral
por estar estudiando mucho (<¿cuál estudio?) y me llevó a ver
a su cuate, el químico Noé Zaldívar, que me recetó un tónico.

93
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Pero cuando empezó la calentura por la tarde, mi jefa se quitó


de cuentos y vio al doctor Alvear. Había yo agarrado una for-
midable tifoidea.
Me metieron en cama, me pusieron a régimen de jugos
y me curaron con unas ampolletas bebidas, que poco después
fueron retiradas del mercado de la medicina porque servían
para dos cosas: para nada y... para nada. Me salvaron mis pro-
pias defensas, pero estuve tirado un mes. Cuando por fin pude
levantarme ya no sabía andar, no me sostenían las piernas y
estaba tan f laco que pesaba treinta kilos. Pero, ¡ah!, qué her-
mosa es la vida después de haberle visto los huesos a la calaca.
Hasta las tuertas, abandonadas y sucias calles de San Juan Chi-
quito me parecían hermosas. Y gozaba las mañanas de sol como
si las estuviera viendo por primera vez.

94
Gritos, plantones… y sombrerazos

Luego vino la huelga. El último movimiento heroico de los


maestros; peleaban por sus más legítimas reivindicaciones,
especialmente por lo que toca al sueldo, pues seguían cobrando
salarios de hambre. Fue la época en que realmente merecieron
el remoquete de pobresores, cuando las chamacas eran asedia-
das por un normalista decía la amiga: “ay no, con un profesor
¡fuchi!”, y las mamás: “un triste profesorcillo, ¡nunca!”. Fomen-
taron aquel movimiento huelguístico Manuel Hinojosa Giles,
Faustino Arciniega, Feliciano López, Fernando Macedo, Pedro
Romero Quiroz, Rodolfo mi hermano y otros jóvenes dirigentes
que ya hacían armas contra el patrón-gobierno, más cicatero y
agresivo que los patrones privados, industriales y comerciales.
Un buen día nos reunimos en el salón de actos de la
Normal. Habló Juvenal Miranda, habló Domingo Pérez Bravo,
habló Agustín Monroy... ¡y todos votamos por la huelga alegre-
mente! Eran unas vacaciones inesperadas. Trazamos estrategias,
nos atrincheramos en el internado y como el gobierno ni nos
agredió de frente ni nos quitó la mesada, en dulce haraganería
nos dedicamos a jugar briscas y conquianes.

95
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

No quiere decir esto que las autoridades vieran con sim-


patía el movimiento. Estaban seguros de que atacar el edificio
conventual podía tener graves consecuencias. La azotea estaba
llena de ladrillos y piedras; éramos un número considerable,
capaz de defender la entrada por el callejón del Cura Merlín;
había otra puerta clausurada, también fácil de defender, y el
resto era una enorme barda de más de diez metros de altura. En
cambio, a campo abierto y durante los mítines que se efectua-
ban frente al Palacio de Gobierno, don Wenceslao Labra traía
brigadas de choque, especialmente indígenas, que nos atacaban
a palos y agredían a los pobres maestros echándoles cohetones
en los pies. No pocos chichones, tajos y quemaduras salieron
de estas zacapelas.
Pronto se vio que nada se conseguía en Toluca, por lo que
una buena tarde nos convocaron a una reunión. La orden fue
rápida y tajante: “Nos vamos a México a entrevistarnos con el
presidente Ávila Camacho”.
Apenas pudimos tomar algunos trapos y ¡vámonos a la
capital! Los choferes de la Flecha Roja nos llevaron gratis. Pri-
mero nos mandaron a dormir a la Escuela de Ciegos, ¡pero cuál
dormir!, para los invidentes no existen el día y la noche y es
archisabido que, a falta de la visión, poseen un oído maravi-
lloso. Todos tocan, o cantan y tocan al mismo tiempo, por lo
que las veinticuatro horas se escuchaban en el ámbito de ese
internado orquestas completas, conjuntos, rondallas o maria-
chis; por lo menos, alguien estaba haciendo escoleta y no nos
dejaba dormir.
Nos pasamos luego a la Casa de la Juventud Española, que
era sólo una especie de club formado por los juniors que habían
hecho el éxodo con los refugiados de la Guerra Civil, pero allí
no había camas, sólo algunos incómodos sofás, sillas y uno que

96
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

otro tapete. Tampoco en esta noble casa pudimos dormir, por lo


que nos pasábamos la noche recorriendo las calles alegres para
refocilarnos, al menos, con la presencia de las chamaconas
del tacón dorado. Alguna vez nos metimos al Follies para verles
las piernas a vedettes y vicetiples. ¡Qué deliciosas, qué magní-
ficamente guapas nos parecieron aquellas “segundas” con su
máscara de maquillaje y las mallas que contenían la fofez de las
trabajadas carnes! Cuando, años después, las conocí personal-
mente, desapareció de mi recuerdo aquella fantasía sexual que
me forjara a inicios de los cuarenta. ¡Más me hubiese valido no
tratarlas de cerca!
Total que no nos recibió el presidente y sí se perdió la
huelga. La mayor parte de los líderes se fueron del estado para
refugiarse en plazas de la federación, ya que el sindicato nacio-
nal había apoyado el movimiento.
En Toluca se cerró el internado y nos mandaron a vivir a
donde se pudiera con miserables veinticinco pesos al mes. No
podían exponerse a que el inmueble se convirtiera de nuevo en
un bastión artillado. Nos aguantamos porque, como dicen, “el
que pierde paga y aguanta todo lo que le digan... y hagan”. Sólo
nos tuvieron una consideración: en aquel entonces se realiza-
ban los exámenes por trimestres. Tres al año. Se promediaban
y aparecía la calificación final. Puesto que hubo sólo dos prue-
bas, la tercera se perdió totalmente al cerrarse el internado y
la propia Normal, concedieron que sólo esas dos calificaciones
se promediaran. Pero, en virtud de la tifoidea, yo sólo tenía
la segunda de inglés, única materia que aprobé en ese ciclo.
Quedé a deber otras diez. Entonces fui a hacer sombreros con
don Jorge.
Don Jorge presumía de tener ascendiente de aquel famoso
bandido norteño, un poco a la Robin Hood, que se llamaba Era-

97
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

clio Bernal. Don Jorge era blanco, ojiclaro, de nariz ganchuda


y bien parecido. Algunas chamacas sentimentales solían decir
que le daba un aire al actorcete argentino Rafael Falcón, quien
entonces estaba de moda.
Como don Jorge vivía solo en Toluca, buscó la amistad
de mis hermanos mayores y en aquel crudo invierno, en que
más que otra cosa me congelaban los huesos los recuerdos del
primero de secundaria y las diez materias que había reprobado,
me propuso que le ayudara en su sombrerería, es decir, en su
taller de acabado de sombreros de palma, o de petate como les
decía peyorativamente el vulgo.
Esta vieja industria explotaba a los tejedores comprando las
piezas que elaboraban los otomíes con arduo empeño, para con-
vertirlas en vistosos jaranos, sacándoles una fuerte ganancia. Eran
nuestros otomíes de Huichochitlán, Cuexcontitlán, etc., los que
en mayor número se dedicaban a esta artesanía. Había que verlos
caminar con su pasito trotón en tanto que, al puro tacto, tenían
que ver de no tropezarse en las asperezas del camino, tejían la
palma a velocidad asombrosa.
Yo acompañaba a don Jorge a comprar las telas a los pobla-
dos del norte de Toluca y luego cosía tafiletes. Éstos estaban
confeccionados con un grueso papel encerado, muy resistente,
que se adquiría por grandes pliegos. Mi hermano Edmundo, que
ya era un mocetón alto y fuerte, se destrozaba las manos cor-
tando las tiras con afilados cuchillos de zapatero y luego yo, en
la máquina, les endosaba la tirita de tela que los compone para
ser pegados en la parte interior de la copa, listos a recibir los
santos y trabajados sudores de los campesinos. Para mí, la ver-
dad, no era una tarea difícil ni cruenta. Y estaba feliz porque
ganaba quince pesos a la semana, sesenta al mes, es decir, ape-
nas unos veinte menos de lo que percibía mi hermano Rodolfo

98
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

al cabo de haberse soplado todo un lustro en sus estudios nor-


malistas.
Además, estaba el gentil grupo de las adornadoras, porque
la confección sombrerera, después del hormado y planchado
de las telas hasta darles forma y coserles el tafilete, requería
que las manos femeninas les endosaran cordones y cintas, y
en casos especiales (los de charro) una cantidad formidable
de perendengues los hacían parecer arbolitos de Navidad, de
manera que cada sombrerería estaba obligada a contar con su
equipo de adornadoras, proletarias oscilantes entre todas las
edades y todas las gracias o desgracias que caracterizan a nues-
tro mestizaje.
En especial, me llevaba bien con Lidia porque nos herma-
naba habitar las pocilgas de la misma vecindad. Luego, desa­
pareció de mi vida llevándose mi inocencia y mi gratitud. Seguí
de sombrerero hasta que llegó mi hermano Rodolfo y me tomó
de la oreja: “Camarada, hay que regresar a la escuela”.
Yo había perdido todo el interés por el estudio que hubiese
acumulado en alguna insólita ocasión mi espíritu, cada vez
más vulgarizado y corrupto. Me opuse terminantemente, reñí
con mi hermano, alegué que ya tenía un oficio, que me estaba
ganando bien la vida y que todo lo demás parecía inoportuno
y estúpido. Mientras tanto, Rodolfo seguía tirando de la oreja y
dándome paternales consejos.
A duras penas pagué las diez asignaturas en las que había
salido reprobado. Tuve que machetear como bestia. Y lo peor
fue que, como ni siquiera tenía derecho a exámenes extraor-
dinarios, me las aventé a título de suficiencia. Cada prueba de
este tipo costaba quince pesos, de los cuales los tres miembros
del jurado se llevaban tres pesos cada uno, nueve en total, y
seis eran para la secretaría del plantel. Indigente casi hasta la

99
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

desnudez, fui a pedir gracia con don Agapito Díaz González, el


Pelotes, a la sazón secretario de la escuela.
—Bueno, hijo —me espetó—, la secretaría te perdona sus
seis pesos, pero no puedo dispensarte lo que corresponde a
los catedráticos. Necesitas verlos a todos y cada uno, con un
oficio... si firman ya te salvaste.
Y así fue que, además de tener que machetear como deses-
perado, hice el más arduo peregrinaje en busca de treinta pro-
fesores para que me regalaran su trabajo. Por fortuna aceptaron
los treinta, lo cual les agradecí de todo corazón y bolsillo, ya
que noventa pesos, en aquellos días, eran para mi familia toda
una fortuna. Algo así como lo que gastábamos en vivir un mes.

100
Se presenta Carlos Hank

Estaba yo pasando unos días de vacaciones en el ranchito de mi


tío Heriberto Gómez, cuando me sorprendió aquel terrible
dolor de muelas. La última noche había sido en verdad angus-
tiosa, de modo que en cuanto amaneció hice acopio de mis
chivas y abordé el primer camión que se presentó a la mano,
con tan mala suerte que no iba directo de Calimaya a la ciudad,
sino que daba vuelta por Tianguistenco antes de encaminarse
a Toluca. Era de por sí un viaje largo y molesto, pero se volvió
un viacrucis porque iba con la sesera atestada de punzantes
aguijones.
El muchacho subió en su tierra y su aparición se me
hizo casi tan mortificante como el propio dolor de muelas.
“Vaya —pensé para mis adentros—, ya está aquí este presu-
mido”.
Con extraña seguridad, elástico, ágil y fino como un esti-
lete, Carlos se adentró por la maraña de bultos, animales y
gente que llenaban el autobús hasta los topes, y se fue a situar
a mi lado. Ambos teníamos que permanecer firmes, sacando la
mayor ganancia posible del poco espacio que nos correspondía

101
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

en desgracia, pero a Carlos no parecían preocuparle un punto


aquellas incomodidades. Saludó muy atento y en seguida advir-
tió mi rostro martirizado:
—Hombre, se te ve muy mal, ¿qué te pasa?, ¿< vienes enfermo?
Le comuniqué rápidamente mis dolencias y, con idéntica
celeridad, el muchacho puso su maletín de viaje en el piso del
camión abriéndose paso con los codos y armando una pelotera
entre sus vecinos. Hurgó un momento y al fin sacó desde el
fondo un sobre con dos aspirinas.
—Siempre traigo alguna cosa para las molestias, tú sabes,
se puede ofrecer —dijo, modesto, mientras me alargaba la medi-
cina y ofrecía atentas disculpas a diestra y siniestra. Prosiguió:
—Ponte un trocito en el hueco si la tienes picada, y traga
lo demás, verás como se te pasa luego, ¡anda, hombre!
Su tono era amable pero autoritario. Debo haberlo visto
con un aire de asombro, porque insistió en su orden.
—Pero, <¿sin agua? —tartamudeé apenas.
—¡Claro! ¡Qué importa, hombre, hasta te hace bien masti-
car la pastilla con la propia muela del dolor...!, ¿ves?
Cuando sentí, ya había cumplido sus prescripciones al pie
de la letra y el analgésico nadaba en el interior de mi barriga.
Después de todo, aquel muchacho que yo suponía intrata-
ble y presumido, resultaba no sólo sencillo y amable, sino atento
y servicial... ¡y un poco autoritario!, aunque de una autoridad
suave, sin violencias y que parecía residir en él desde la cuna.
En esos momentos se me venían a la memoria, casi intan-
gibles, las palabras del profesor Juan Rosas Talavera:
—Carlos Hank es un muchacho superdotado. —Ese fue el
índice que arrojó el test sicométrico que le aplicó la señorita
Garibay... Y ahora el muchacho genial me estaba sirviendo de
enfermero.

102
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Procura no hablar —volvió a los ordenados consejos—


por lo menos hasta que se te pase la dolencia. A veces es mejor
recostarse, pero —giró la vista por el incómodo armatoste— de
todos modos basta con que te quedes callado.
El profesor Rosas comprendió al instante que su declara­
ción respecto a las dotes excepcionales de Carlos podían
perjudicar al chico en el ánimo de los que íbamos a ser sus
compañeros mayores. Por lo mismo, trató de justificarse y
blanquear a Carlos:
—Bueno, no se crean ustedes que se trata de un niño pro-
digio, con todos los defectos que esta condición acarrea. Hank
es un muchacho de nubes, ya lo verán ustedes... ya lo verán.
En efecto, Carlos entraba a la Normal por la puerta más
grande. De su pueblo acarreaba muy buenas recomendaciones y
en el examen de admisión había alcanzado una estatura mental
elevadísima, semejante a la que daban sus huesos en relación
con la cinta métrica.
¡Super-dotado... y super-largo!, pensaba mientras el joven-
cito rubio, aliñado, limpio y cordial, insistía en hacerme menos
rudo el camino con su charla indiferente. Aunque no tan indi-
ferente como para que yo dejara de notar que siempre se estaba
refiriendo a los temas que suponía de mi predilección.
—Cuentan que has leído muchos libros —lanzó el comen-
tario, que juzgué preñado de segundos sentidos, y me apre-
suré a contestar, ya sin el recuerdo tormentoso de la muela
adolorida.
—Bueno, ¡ya ves!, se dicen cosas. También hablan de ti,
aseguran que eres un superdotado, un genio...
Fue entonces cuando me percaté de la extremada facilidad
con que Carlos se ruboriza. Aquella vez los colores le subieron
hasta la cabellera que, de albina, se volvió roja.

103
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Eso, ¡bah! —dijo como disculpándose. Pero las frases le


tropezaban en la lengua, realmente no hallaba qué decir—: ¡Es
una tontería, debes comprenderlo!... A ti, ¿quién te lo dijo?
—No fue a mí en particular. El director lo dijo en público…
¡y no es para que te apenes, cuatito! Al contrario, creo que
deberías estar orgulloso.
Carlos movió significativamente la cabeza mientras
aparen­taba estudiar con esmero los pliegues de su maletín de
viaje. Seguro que no se lo iban a robar, pero él no le quitaba
los ojos.
—¡Mira! —exclamó de pronto—, prefiero que hablemos
de otras cosas. Eso no cuenta, yo no pretendo ser más que
nadie. No sabes cómo me molesta la palabrita superdotado, me
suena como si al llegar a la Normal me hubiesen convertido
en un ejemplar de museo, colocado ahí, en una vitrina, con un
le­trerito colgado al cuello en el que se especifican mis “carac-
terísticas”... Ya me parece oír a los compañeros cuando me ven
pasar: “Mira, ahí va el ‘superdotado’... ¡ja, ja!”.
Me sorprendió, y no poco, que le pesara aquel cer-
tificado de genialidad por el que otros hubiesen dado la
mitad de su juventud con la misma pasión con que el doc-
tor Fausto hipotecó el alma a Mefistófeles. Me confesó
también que le molestaba en grado superlativo que sus
paisanos esperaran demasiado de su persona. A veces es
preferible para un muchacho ser del montón, poder hol-
gazanear a gusto, perder las horas a placer… y Carlos no
podía hacerlo, precisamente por temor a defraudar los
sueños de su madre, de sus paisanos, de sus compañeros,
del propio director de la Normal, todos ellos esperanza-
dos en que Carlos resultara, con el paso de los años, una
verdadera maravilla.

104
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Aunque el tono de su voz era cambiante, Carlos hablaba


ya con propiedad y cierta elegancia. Exponía con f luidez y
mostraba seguridad en el manejo de las ideas. No le volví a
tocar el punto de sus dizque prodigiosas dotes y entonces se
me dibujó con más exactos perfiles. Un chico corriente de
trato, pero dueño de un magnetismo especial y una chispa viva
y singular.
La charla se resbaló, pues, por el fácil y tibio sendero
de las referencias familiares y personales y, al llegar a Toluca,
mi opinión respecto a Carlos había dado una vuelta de cam-
pana. No tardó el fenómeno de simpatía en hacerse exten-
sivo al resto de la congregación estudiantil, al grado de que
durante la bárbara zacapela que se les aplicaba a los nova-
tos, en la Normal llamados “moluscos”, a Carlos apenas si le
causaron molestia. Todo se redujo a bajarle hasta el cuero la
melena rubia que, sin duda, algún día había sido el orgullo de
su mamá.
Por lo demás, Carlos acogió la ocurrencia con buen
humor, se prestó a la farsa sin resistir y acabó sacándole
partido a la bullente cafrería. Así empezó a dar a conocer
su carácter; estudiando era incansable y en el jolgorio y la
juerga era capaz de encender fácilmente la hoguera de la
alegría.
Para las chicas resultó también un ejemplar apuesto, espe-
cialmente por caballeroso, por alto y porque, después de todo,
los güeros no abundan en este ambiente de pieles cobrizas o
definitivamente tropicales. Apenas tenía un año en el plantel
cuando la secundaria en masa, contando a rorras y ganapanes,
eligió por aclamación a Carlos como representante ante el
Consejo Directivo, que era mixto, contando autori­dades, maes-
tros y alumnos.

105
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Y conste que para ser electo en tal cargo, se necesitaba


haber sacado las mejores calificaciones de todo el ciclo, que
contaba con tres años y seis grupos. De ahí en adelante, estaba
escrito que Carlos había de ocupar todos y cada uno de los
puestos de representación creados hasta entonces por la socie-
dad estudiantil.

106
Varios locos tranquilos y uno de los otros

Allá por 1942 pasé a formar parte del grupo de locos, es decir, de
aquellos desequilibrados maniáticos que tenían la fea costumbre
de escribir prosas y perpetrar versos, “prosas leprosas y versos
perversos” como les decía Rodolfo García. Formábamos el grupo
el referido Rodolfo, Moisés Ocádiz, Alejandro Fajardo y Fajardo,
José Luis Osorno (muerto prematuramente), todos plumíferos,
más Esteban Nava Rodríguez, pintor. Un tanto cuanto perdidos en
el tiempo, ya que teníamos la obsesión de permanecer estáticos
en el romanticismo del XIX, cuando todo mundo había sobrepa-
sado ya todos los modernismos y cundían las estridencias del XX.
Para Moisés era la muerte; me platicaba de su dulce novia alemana,
caída en la f lor de la juventud, a la que había compuesto un poema
en alejandrinos que se llamaba precisamente así, “Ante la tumba
de mi amada”, con un hondo sabor a cosas de Manuel Acuña:

Ya todo está callado,


ya nada se estremece
y en rededor parece
reinar la soledad...

107
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Rodolfo, en cambio, dirigía su estro a la mujer aquella que


ni el más profundo amor había retenido a su lado, a la que se
fue porque:

Mientras por dentro el corazón lloraba


el estúpido orgullo se reía...

La novia de Moisés a la que, lógicamente, nunca conocí,


me dejó profundamente grabado su nombre, pese a lo difícil de
pronunciar: se llamaba Edith Mayet Von Bolonhowen, o por lo
menos él lo pronunciaba de esa manera, ¡ay, tantas veces!, que
no hubo más remedio que aprenderlo de memoria. De Rodolfo,
siempre se sospechó que su musa esquiva era la hermosa Canca,
Carmen Labastida, que más tarde habría de matrimoniarse con
un músico notable.
Ésos eran amores antológicos que se resolvían en preciosi­
dades de versos, en especial respecto al poeta Rodolfo, que
siempre los supo burilar, pulir, trabajar meticulosamente con
su extraordinario conocimiento del lenguaje. Moisés era más
abierto, menos fino, aunque quizás más inspirado. Por alguna
razón no evidente, Moisés tenía algunos entrañables enemi-
gos. Lo acusaban de ser un poco plagiario. Yo rompí lanzas a su
favor con muy buenas razones en la mano. Cierta vez lo invité a
conocer un pequeño ranchito que mi madre tenía por el rumbo
de Calimaya. Sólo se llegaba en autobús hasta San Lorenzo
Cuautenco; de allí partía, hacia El Jaral, un viejo camino que
también era necesario transitar si se trataba de ir al cementerio.
Como en general no era un sendero grato a la intención
paseadora, el caminillo aquel se mostraba descuidado, triste,
solitario. Evidentemente algún día había tenido sus buenas bal-
dosas, como se dice que fueron las calzadas romanas, pero a

108
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

la sazón el paso de las bestias las había desprendido y sólo


resultaban un problema y dificultad para el tránsito, mas si se
trataba de ir a El Jaral no había otro. Moisés lo gozó, lo sintió,
me iba frenando en el recorrido para tomar nota mental de
los detalles. Llegamos al rancho y mientras yo desahogaba los
asuntos de mi madre, él se puso a escribir. A los pocos días
publicó un poema:

¡Cómo me dan pena, los viejos caminos,


ornados apenas por algunos pinos,
uno que otro sauce y algún capulín!

Inmediatamente salieron a decir que había copiado la


idea, que ya antes alguien se había ocupado de los viejos
caminos. Bueno, la idea pudo ser, ¿qué cosa hay nueva bajo el
sol?, pero otro camino donde los pinillos estuviesen revuel-
tos con los capulines y con los saucos, me parece dudoso.
Incluso Moisés me preguntó cómo se llamaban aquellos
arbustos de f lores pequeñísimas y blancas unidas en millo-
narios manojos.
—Saucos —le dije— y mi papá los daba por muy buenos
para curar la tos. Te haces tu tecito y le agregas leche, ¡maravi-
lloso para quitarte las carrasperas!
Aquellos compañeros que nos tildaban de locos, ¿<qué
habrían pensado del maestro Zúñiga si lo hubieran conocido de
cerca? Horacio sí cultivaba la pose del pensador extravagante y
distraído. Era teatral, prosopopéyico. Nos impartía en la Biblio-
teca Pública, de la que era director, un curso de oratoria. Care-
cía de sistema alguno. Todas las lecciones consistían en oírlo
disertar a gritos respecto a los más desvinculados y desordena-
dos temas. Nos empezaba hablando de Cristo para terminar en

109
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Hitler, y sus pretextos eran la filosofía, la historia, escasamente


la política y de manera fundamental el arte.
Zúñiga hablaba muy hermosamente, muy retórico, pues
al igual que sus versos, su discurso en gran parte era ininteligi-
ble. Pero nos gustaba oírlo hablar, en gran forma como aquel
a quien le gusta la ópera cantada en italiano: ¡Qué buenas y
seductoras voces!, pero, <¿qué dicen?
Siempre creí que la estética distracción de Horacio era
pura farsa, pero se oía elegante cuando en una ocasión saludó
a la acémila diciéndole en voz baja:
—Adiós, Ramón Pérez.
Don Ramón, el cronista de Toluca, era de origen griego-
judío. Daba clases de francés en el instituto, por lo que se le
conocía mejor por el Mesié Pérez; él usaba, en el periódico
donde publicaba sus crónicas, el seudónimo de Rape. El dis-
tanciamiento entre los dos escritores debe haber sucedido por
celos profesionales. Rape había corrido mundo y era un hom-
bre muy culto; Horacio era culto, aunque no hubiera ido más
allá de Tlaquepaque. En concreto, no se podían ver. Zúñiga
exclamaba rencoroso:
—¿Ah, sí, griego?, ¡griego este Ramón Pérez!... ¿Cuándo has
oído de Aristóteles Pérez, Pitágoras Pérez, Agamemnón Pérez?
El buen Mesié respondía tranquilo:
—Para que veas lo ignorante que es Horacio. No sabe el
pobrecito que soy de origen sefardí. Mis abuelos vivieron muchos
siglos en España, donde adoptaron el apellido de Pérez. Otros lo
usan como Peres. Fueron expulsados en el siglo XVI y se regaron
por Europa. La rama familiar nuestra fue a dar a Grecia, ¡pero este
Horacio lo ignora, como ignora tantas otras cosas, qué caray!
En éste y en muchos otros aspectos el maestro de ora­
toria, que tenía su broquel de pozo socrático en la biblioteca,

110
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

me pareció siempre desconcertante. No soy el único que le oí


decir, bufando casi, como siempre: “Pufff… Mis tres grandes
orgullos son que jamás he fumado un cigarro, ni bebido una
copa, ni conocido una mujer”.
Horacio nos resultaba, efectivamente, y como dice Gui-
llermo Trejo, “sospechosamente soltero”, aunque vivía de lo
más recatadamente con sus hermanas. Para generar una situa-
ción de lo más absurdo: no había probado una mujer y sin
embargo presumía ostensiblemente de haber sido novio de la
hija de don Álvaro Obregón, cuando este notable militar fue
presidente de la república.
—Oh, oh, ¡cómo recuerdo —dramatizaba Horacio— que
la iba a ver por las tardes en el fabuloso ámbito del Castillo de
Chapultepec, nos perdíamos en los jardines, reposábamos en
las marmóreas bancas; yo solía declamarle versos de Heine, de
Lamartine, de Darío! ¡Horas felices, deliquio, romance!, se nos
pasaba el tiempo sin sentir, hasta que de pronto escuchábamos
una significante tosecilla: era el general que se paseaba cerca
de nosotros indicando que había terminado la hora de la cita.
Ya nos parecía ver al gran tigre de los ojos de cuarzo, al
héroe de Orendain, al vencedor de Villa, al tremendo Manco
de Celaya, haciéndole al papacito burgués que carraspea para
llamar la atención de su vástaga y de su apasionado tórtolo,
todo teniendo como marco el palacio y los jardines de Mocte-
zuma. ¡Qué cuadro más idílico! Si esos papelitos representaba
don Álvaro en los años postreros de su vida, entonces León
Toral le hizo un grandísimo favor.
Misterio más grande significaban aquellas echadas que
nos lanzó una vez, cuando alguien dijo que no había podido
asistir a la clase porque... tuvo que ir a ver a su novia.
—Tu novia, ¿una sola?

111
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Sí, maestro, y la quiero mucho.


—¡Oh, umhhh, ahhh!, ¿sabes una cosa? Yo llegué a jun-
tar hasta diez novias. Más, muchas más... Pero nunca perdí el
tiempo en ir a verlas. Mandaba a Carniado, a Uribe, a...
Y esto lo decía con mucha frecuencia. Tenía novias a mon-
tones, pero ni un solo minuto de su precioso tiempo lo invertía
en agasajarlas. Para eso estaban sus amigos. Nunca le pregunta-
mos a don Enrique Carniado ni a don Toño Uribe en qué forma
cumplían esa clase de “delegaciones”. Pero suponemos que se
aprovechaban en alguna de ellas.
Lo que sigue nos lo contó, y varias veces, el trotamundos
Alejandro Fajardo. Dice que cierta vez que fue a visitar a Hora-
cio en su casa, el vate le mostró un precioso libro, bellamente
encuadernado en piel, con una textura suavísima y delicada,
como si el forro fuese de hollejo de rosa o de melocotón.
—Lo sientes así, Alex —le confesó el maestro— porque
está encuadernado con la piel de uno de mis amantes que más
he querido. Era un francés, bellísimo. Tan furiosa, tan profunda,
tan tierna fue nuestra pasión, que dejó dicho en su testamento
que se utilizaran grandes trozos de su piel...
—¿De qué parte del cuerpo, maestro?
—¡Oh, qué importa la parte!, ¡qué importa! De la más
qu­erida, de la más delicada, de la más entrañable, para encua-
dernar este libro, que contiene los versos que le dediqué. Luego
me lo enviaron a Toluca. Es una joya, ¡lo amo!, ¡lo amo!
De manera que el misterioso maestro no nos dejaba lle-
gar a conclusión alguna: si despreciaba a las mujeres, <¿cómo es
posible que hubiese tenido novias? Cierto es que, según su pro-
pia prodigiosa lengua, nunca las atendió en lo personal, excepto
a la hija de Obregón; pero de todas formas subsiste la incógnita
sin despejar. Ahora bien, si no tocó jamás a una mujer, pero

112
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

tuvo un amante francés, <¿acaso era homosexual? Mucho se dijo


al respecto, aunque esta última suposición resulta precipitada si
tomamos en cuenta otras palabras que repetía con frecuencia:
—Yo no permito que nadie toque mi cuerpo, ¡jamás!
Y proseguía:
—¡Es sagrado! Tengo en casa un aparato que me hicieron
especialmente. Llego, me desnudo y me tiendo en la cama.
Pongo a caminar la máquina y ésta, con manos sabiamente
entrenadas, me acaricia hasta los rincones más secretos, los más
íntimos, los más sensibles, y tiene un cerebro mecánico que se
programó para hacerlo con gracia, con lentitud; sus toques son
finos, excitantes, de una sensualidad arrobadora, que determina
el más alto y singular placer. El desahogo que me produce es
completo y perfecto, ¡oh, sí!, como manos humanas no podrían
generarlo nunca... ¡jamás!
Esa fue la lección de sexo que nos inculcó el más sabio, el
más artista, el más célebre de nuestros mentores.

113
El desgarrador adiós a los Cristos

Los seis años que pasamos en la Normal correspondieron exac-


tamente a los que duró la Segunda Guerra Mundial. Todo se
paralizó en torno a una sola idea: acabar con los villanos como
Hitler, Mussolini, Hirohito. Respecto de este último, la verdad
es que resultó más conocido y popular el tremendo general
nipón Tojo. Usted le preguntaba a cualquier vecino:
—Hermanito de mi alma, ¿<cómo estás?
—Como mi general Tojo.
—Ah, caray, ¿<cómo?
—Pues to-jodido.
Desde que México entró en la guerra, en bola, por dis-
posición de las más altas autoridades de la Defensa Nacional,
se militarizó totalmente la escuela. Y nada de ir a marchar un
rato los domingos, no señor, se comisionó a dos tenientes de
la XXII Zona Militar para que se dedicaran directa y estric-
tamente a nuestra instrucción en las artes marciales. Todos
los días nos levantábamos a las cinco de la mañana para estar
en el deportivo normalista y empezar los ejercicios corres-
pondientes. Se trataba de adquirir condición física y destreza

115
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

de combate. Hasta las ocho de la mañana nos la pasábamos


corriendo, marchando y moviendo un fusil de madera. Hubié-
semos querido conocer otros, pero por alguna arcana razón
no fue posible. Acabamos por ser expertos en el movimiento
de la escopeta de palo. Otro poquito y terminamos en basto-
neros.
Eso sí, nos regalaron uniformes: media bota sacacallos,
del material más burdo; pantalón color beige y camisola café
con corbata; gorra miliciana. Para algunos fue una verda-
dera suerte, pues ya no volvieron a comprar zapatos ni ropa
durante el resto de la carrera. Creo que no se apeaban el uni-
forme ni para dormir y les estaba permitido porque, después
de todo, le daban a Toluca un cierto y conveniente aspecto
marcial. El contingente normalista se organizó en batallón,
con sus pelotones y demás. Se extendieron nombramientos
de cabos, sargentos primeros y segundos (“sostenientes de los
pelotones”, como les decía el grosero del Huevo Bobadilla),
tenientes y demás, aunque no recuerdo exactamente si tam-
bién fueron designados generales, ¡eso es tan fácil en México!
Puede que no, porque no llegando más que hasta oficialillos,
nuestros instructores jamás hubiesen admitido un generalato
estudiantil superior a ellos.
Se formó escolta a la bandera con los menos chaparros.
Hubo también banda de guerra, encabezada por el susodicho
Huevo Bobadilla, quien desde el momento de su designación
comenzó a chupar su Delicado con profundas aspiraciones de
humo. Y decía:
—Como si estuvieras fumando mariguana, mano.
—¿Y por qué?
—Pos, es que dicen que todos los sargentos banderos son
motos... pa’ fortalecer los pulmones.

116
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

No llegamos a saber si el cigarro de la tabacalera producía


el mismo efecto que doña Juanita, pero la verdad es que el
Huevo pegaba unos cornetazos con el clarín de órdenes como
pocos hemos escuchado en el mundo.
Y así, expectantes, esperamos el momento en que se nos
condujera hasta los campos de batalla en Europa o en el Pací-
fico, para regar nuestra generosa sangre en aras de la demo-
cracia y la libertad, aunque se suponía que los Cristos iban a
llegar antes al teatro de la guerra. Teatro, desde luego que sí lo
hicieron. Debo decir, en primer término, que al establecerse
el Servicio Militar Nacional obligatorio, los elementos jóvenes
que eran seleccionados recibían el tratamiento de verdaderos
soldados y por lo menos debían acuartelarse un año. Sí llegaban
a conscriptos —ahora no pasan de marchadores dominicales—,
palabreja que, como muchas otras, se le atravesó al pueblo en
el gaznate y pocos eran los cultos pronunciantes que acertaban
a decir conscriptos; la gran mayoría apenas alcanzaba a decir
concristos, por lo que para calmar sus ansias de apócope, a la
larga lo redujeron a Cristos y así se les quedó.
Primero se llamó a filas a todos los nacidos en 1924 y que
por ende habían cumplido los dieciocho. Se dio a conocer pro-
fusamente que los inscritos en el servicio militar serían some-
tidos a sorteo: bolas negras y blancas en tómbolas como la de
la lotería. Los que sacaran bolas blancas regresarían a sus casas
para seguir con sus ocupaciones habituales (en un 80% nada) y
los afortunados con bola negra, ésos serían acuartelados para
integrar la formidable reserva del país en guerra.
En realidad nuestro sacratísimo ejército nacional era magro.
Nos habíamos metido en una conf lagración que sacaba chispas,
realizada con armamentos ultramodernos y tropas muy bien
entrenadas, capaz de apelmazar cuerpos de ejército de millones

117
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

de cráneos pelones. El reclutamiento era, pues, necesario en


México. Además, estaba aquello de que “un soldado en cada hijo
te dio”, que podía por lo pronto tener una interpretación más
sencilla: “un Cristo en cada hijo te dio”.
A la Revolución fueron aquellos que les dio la gana. Ahora
se trataba de involucrar a todos, a cincho. La treta era muy sen-
cilla: se les llamaba a las armas en plan de conscripción, para
taparle el ojo al macho, y al otro día de reclutados, ¡vámonos
para Guadalcanal o las Ardenas! La frase recorrió México de
Sonora a Yucatán y de Veracruz a Colima, como decía el anun-
cio radiofónico de los sombreros:
—Es que los pinches gringos necesitan carne de cañón; para
no mandar a sus móndrigos hijos, van a coger a los nuestros.
Y entonces empezó la sicosis bélica. Oprimidos corazo-
nes maternos iniciaron una era de dolor, de sufrir profundo,
atormentadas por el pensamiento de que sus hijitos diecio-
choañeros tendrían que partir muy pronto, de esta monacal
y bella Toluca, a los horrendos campos de batalla donde los
hombres morían como moscas en nubarrones de Flit. Empezó
también la búsqueda de la mejor manera de hurtar el cuerpo
de los muchachitos de las garras de Marte-Huitzilopochtli. Se
movieron grandes inf luencias, se repartieron jugosas mordidas;
los jóvenes ricachones quedaron protegidos por el dinero o
las buenas relaciones de papá, y los humildes, como siempre,
por empatía romántica, sacaron bola negra. Entonces fue el
bíblico llanto y el pavoroso crujir de huesos. Se concentró a
los sorteados en el vasto gimnasio del Centro Deportivo “Agus-
tín Millán”. Lo cierto es que la tropa párvula tomó el asunto
bastante a pitorreo y la última noche en Toluca, a solapa de
las autoridades militares, se la pasaron cantando, bebiendo y
vacilando.

118
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Debían salir al otro día, a las tres de la tarde, a bordo del


ferrocarril (¡de Toluca a México y en fierros, parecía un despro-
pósito!), para hacerla de emoción. ¿< Acaso no todas las películas
que describían el arranque de la guerra del 14 pintaban estas des-
garradoras escenas, saliendo los “desposados de la muerte” en
largos vagones sobre rieles, en tanto madres y novias los despe-
dían plañendo como condenadas, en los andenes ferroviarios?
Así fue también en Toluca.
La vieja estación del Nacional de México, que por Toluca
sólo pasaba para dirigirse al pueblo de Acámbaro, donde ter-
minaba sin solución de continuidad, se llenó, se atestó, se ati-
borró de gente. Sin deberla ni temerla, todos los escolapios
de la ciudad tuvieron que asistir, en heroica resistencia de las
patadas, empellones, manazos y coscorrones que repartían a
diestra y siniestra los familiares de los Cristos, quienes —lógi-
camente— querían ponerse en primera fila. A esas horas hubo
necesidad de armarse del mayor valor para resistir los turbu-
lentos aromas en que se mezclaban ef luvios de sobaco, emana-
ciones de cuerpos eternamente ayunos de agua (no se diga de
jabón), pachulis de todas clases, desde el de Siete Machos hasta
el de Cuarenta Zorrillos, agrias pestes a lechada de amamanta-
doras irredentas, etcétera.
Las escenas que esa tarde se pudieron contemplar en la
estación del ferrocarril México-Toluca-Acámbaro, pese a la
modestia del lugar, estuvieron a la altura de la tragedia griega o
del sacrificio mexica. Hubo de todo: enfisemas, infartos y otros
síncopes cardiacos, partos prematuros, ¡y una agarradera de nal-
gas, chichis y changos como no se había visto ni en el Portal 16
de septiembre! Porque así pasa en estos casos. Mientras la madre
o la novia gimen sinceramente desesperadas por la ausencia (y
quizás muerte) del joven que se va a la guerra, no falta el truhán

119
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

que se despacha por la tienda, por la trastienda o por donde se


puede. De la misma manera desaparecieron centenares de plu-
mas fuentes, monederos femeninos, carteras varoniles y hubo
¡no podía faltar!, quien perdió los calcetines sin que le quitaran
los zapatos. Tampoco fue necesario quitar faldas para desapare-
cer pantaletas, y estadísticas serias (lástima que no se hicieron)
podían haber consignado la pérdida de algunas honras. Vi con
mis ojos a nenas impacientes que, mientras mamá y papá se
desgañitaban en brazos del amado hijo que ingresaba a las filas,
ellas se perdían entre rieles, durmientes y arbolitos esmirriados,
pero alcahuetes, que quedaban cerca de la estación.
Y, mientras tanto, estremecía los espacios aquel casi himno
ramplón:

Cantar del regimiento,


mil vidas que se apartarán,
que me cuide la Virgen Morena,
que me cuide y me deje pelear.

Ya se sabe que en nuestras grandes luchas nacionales y


extranjeras, la virgencita de Guadalupe siempre ha sido la invo-
cación máxima, que no solamente nos cuida y nos deja pelear,
sino que ella misma le entra a los cocolazos. ¿Acaso no está ahí
el testimonio histórico de que alguna vez hasta llegó a generala?
Por fin la vieja máquina de vapor empezó a rugir, y tro­
naron todos los vagones. Los jóvenes se apretujaban en las ven-
tanillas sacando medio cuerpo, agitando las gorras milicianas y
profiriendo gritos de entusiasmo. ¡La verdad es que iban con-
tentísimos! En su imaginación exaltada ya se veían recorriendo
las calles de París “Liberado” y agarrando a tres manos güerotas
francesas de breves caderas y exaltados senos, o persiguiendo

120
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

desnudas tahitianas en las islas eternamente perfumadas del


Pacífico.
Pero en el andén aquello se volvió un infierno de aulli-
dos, ¡pobrecitas mamás, pobrecitos papás, pobrecitas novias!
Con eso de que también su imaginación había sido acelerada
al máximo, ya veían el cuerpo sangrante de los jóvenes, con
las tripas de fuera, yaciendo entre el lodo apestoso de las trin-
cheras; en los caminos de Europa, en las selvas tropicales de
Malasia, en los atolones polinesios. Mujeres desgreñadas que se
rasgaban la ropa, que se azotaban en el suelo, que pegaban con
la dulce frente sobre los postes del telégrafo y hombres apena-
dos que apenas las sostenían. De haberse juntado el caudal de
lágrimas que se derramó en Toluca, hubiese sumado hectoli-
tros. Nosotros mismos, contagiados hasta el paroxismo, seguía-
mos con nuestras canciones ripiosas y eructadas entre gallos
y pujidos: “Vengo a decirle adiós a los muchachos / porque
pronto me voy para la guerra...”.
Cuando el tren se perdió en la lontananza (obligado modo
de decir de los poetas, aunque en Toluca no se apreciaba la tal
lontananza), cayó sobre la estación un velo de silencio y paz.
Las viejas no tuvieron otro remedio que calmarse y emprender
el retorno a sus casas, mientras los viejos seguían murmurando:
—Pinches gringos, se los llevan de carne de cañón.
Estaban seguros de que esa misma tarde serían pertrechados
y que al otro día, muy temprano, en veloces aeroplanos, saldrían
disparados rumbo a los campos de matanza. Pero, ¡oh decep-
ción!, el siguiente domingo todos aquellos enhiestos guerreros
andaban con sus garritas de siempre paseándose por los portales.
Así fue cada ocho días, y doce meses después estaban de regreso
en casa, sin uniforme, sin oficio, sin beneficio... ¿Acaso no los
habían querido ni para carne de cañón?

121
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—¿Y nosotros, qué?, ¿acaso también nos íbamos a quedar


como novia de pueblo, uniformados y alborotados?
—¡Pues sí!
Ello originó que el termómetro empezara a registrar un
pavoroso descenso de calor bélico. Si los malditos gringos,
franchutes y demás aliados no nos iban a dejar ganarle la guerra
al Eje, para qué diablos nos estábamos preocupando. El año
siguiente nadie concurrió a despedir a los Cristos, que par­
tieron tristes y solitarios rumbo al campo de entrenamiento
de Palomas. Las muchachas dejaron de fijarse en ellos: “Oye,
Chata, <¿te has fijado qué feo es el uniforme ese de los Cristos?”
y volvieron nuevamente sus ojos a los pachucos portaleros.
Por momentos incluso yo, f laco y chaparro, había tenido
la tentación de ingresar a las filas: “¿Y si me metiese al Cole-
gio Militar?”. Fui con el doctor Corzo, quien casi nada más de
verme me diagnosticó:
—Esa bizquera que tienes es de nistagmo, incurable, ade-
más es un mal congénito, etc., que te incapacita. No puedes
entrar ni de conscripto.
¡Qué humillación! Si en ese momento hubiera destripado
de la Normal, ¿cuál hubiese sido mi triste porvenir? No sabía
hacer nada...

122
Como profe tampoco “la hacía”

Mi padre, artesano que se las había visto muy difíciles durante


la Revolución, cuando la terrible inf luenza española o en los
fatídicos días del hambre, tenía la idea —como muchos otros
hombres clasemedieros— de que si sacábamos un título profe-
sional nunca habríamos de vernos zarandeados por las oleadas
críticas de la sociedad de clases. Y como tampoco había los
recursos suficientes para que siguiéramos una carrera liberal
prolongada, cuatro fuimos profesores: Rodolfo, Edmundo, la
menor de mis hermanas Teresa, la Pipis, y yo.
En cuanto a la vocación magisterial, en realidad no veía-
mos problema al frente. La propia maestra de ciencias de la
educación, Salus (Salustia) Garcés, nos decía como un aforismo
más, dentro de su clase, que después de todo “de médico,
poeta, profesor y loco... todos tenemos un poco”.
Naturalmente, Salus era un alma de Dios que no deseaba
complicarnos la vida. No así el rígido maestro Guillermo Servín
Ménez, que hizo todo lo posible por despertar en nosotros el
amor a la infancia, el afán altruista y humanístico de preparar
de la manera más eficiente posible a las generaciones que iban

123
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

a recibir el siglo atómico e interplanetario, si bien en aquellos


días eran todavía vaporosos sueños de sabios píos y delirantes
ambiciones de dictadores chaplinescos. Se sabía de cierto que
Ménez estaba absolutamente entregado a la pedagogía y que,
desde luego, era un gran pedagogo. Sergio Vilchis no estaba
muy convencido y nos recordaba con frecuencia aquella vez
que nos llevó a un grupo de pri­maria, en la anexa a la Normal,
para enseñarnos “la técnica del cuento”. Efectivamente, se le
durmieron los niños.
En verdad, el maestro (poeta con el seudónimo el Monje
Azul) dominaba en toda su extensión la filosofía, la lógica y en
general la didáctica. Pero tenía una voz tan leve, tan suave, tan
leda, que apenas lo alcanzábamos a oír. Excepto Bibí Benavides
que, descaradamente, puso su pupitre junto al escritorio. Creo
que no le falló la técnica del cuento, sino que su voz susurrante
adormeció a los niños como el ronroneo de un gato.
Nuestro problema con el Monje Azul es que insistía en
la enseñanza objetiva, variada, ágil, en que el niño debía par-
ticipar para construir su propio conocimiento. Esto requería
muchos y muy variados materiales didácticos, que abarcaban
gráficas, dibujos, esquemas, aparatos, hasta la papirof lexia
(que hoy presumen los japoneses de habérnosla enseñado
con el exótico nombre de origami), la cual nos fue impartida
por el maestro Ménez. Era un verdadero artista elaborando
dino­saurios y cotorras de papel doblado. De este modo,
cuando íbamos a nuestras prácticas escolares, nos exigía
minuciosos planes, en que se debería explicitar la clase y
el número de auxiliares didácticos que utilizaríamos. Noso-
tros nos empeñábamos en llenar este renglón con las sacra-
mentales pero vacías palabras: “Material didáctico: pizarrón
y gis”. El talentoso maestro se tiraba de los pocos pelos que

124
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

le había perdonado la calvicie. Pero le explicábamos entris-


tecidos:
—Maestro, llevar materiales didácticos es artificial, es
absurdo, es una comedia indecente. ¿Usted cree que con lo que
gana un profesor (dos pesos cincuenta centavos diarios) va a
poder estar comprando papel lustre, albanene, crayolas, apara-
tos y demás?
El maestro, muy serio, nos decía: “Ustedes están obliga-
dos a tener un aprendizaje pedagógico completo, no importa
la realidad actual. En el sindicato luchamos porque el día de
mañana el gobierno proporcione a los mentores estos materia-
les didácticos. Ustedes no van a ser profesores de hoy, sino de
todo el futuro”.
No le hacíamos caso, pero tenía razón. Profetizaba. Vein-
ticinco años después, en efecto, los maestros recibirían can-
tidades mensuales para adquirir esta clase de auxiliares de la
enseñanza. Pero entonces sólo las compañeras hacían el “sacri-
ficio” y elaboraban todos los instrumentos preconizados por
Ménez. Les indicaba:
—Las muchachas harán unas esferas, un mapa, un...
—¿Y nosotros, maestro? —preguntaba Sergio.
—Nada —era la respuesta cortante.
Al finalizar el mes, las muchachas recibían altas califi-
caciones y nosotros cero, por no haber presentado auxiliares
didácticos.
—Pero maestro —nos enfurecíamos—, si usted dijo que los
hombres nada.
Con esa su calma, con esa su voz suave y acariciante,
Ménez respondía impertérrito:
—Para qué les digo que elaboren algún material, si de
todas maneras me ponen en el plan solamente “Pizarrón y gis”.

125
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Estaba en lo cierto. Nos vengábamos comentando lo que


era su clase, que nos parecía lo menos pedagógico del mundo:
llegaba, pasaba lista y de inmediato se ponía a perorar intermi-
nablemente, suavecito, sin bajar ni subir la voz. Como también
lo hacía lentamente, Bibí Benavides iba transcribiendo todo lo
que decía sin faltar palabra. Cierta vez nos confesó:
—Fíjense que el maestro Ménez nos recita exactamente,
sin quitar ni poner palabra, La teoría de los valores de Larroyo y
Ceballos, ¡qué memoria de hombre!
Ya entonces Bibí se preparaba para estudiar filosofía y
letras (más tarde estuvo en la Universidad Nacional y en la
salmantina), y compraba libros como si comprara cacahuates.
Terminó por saber cuáles eran los volúmenes que nos reci-
taba el maestro y desde entonces dormimos en su clase todavía
con mayor tranquilidad, sin que por eso admiráramos menos
su memoria fabulosa y su erudición de sabio. Sólo habíamos
conocido otro maestro igual: don Adolfo Bermúdez, que reci-
taba de corrido toda la Enciclopedia Británica.
Al salir del sexto año de la Normal, el maestro Ménez me dijo:
—Te pasé de panzazo para que tu hermano Rodolfo, que
es como tu padre, no tenga problemas contigo. Rodolfo es un
hombre excelente que no merece que le causes trastornos. Pero
la verdad es que tú como maestro vas a ser una nulidad. Mejor
dedícate a otra cosa.
—Gracias, maestro.
Ya lo sabía. Lo supe desde aquella procelosa mañana en
que tuve que practicar con muchachitos de primer año de pri-
maria. La verdad es que me preparé a conciencia y, bien per-
trechado, inicié la clase con ánimo grandilocuente. Y en eso
estuvo mi primer fracaso, porque de pronto la “seño” (prietita,
menudita, feicita, de anteojos) me llamó con cierta irritación:

126
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Joven maestro —me dijo severa pero en un murmullo—


tenga usted en consideración que está trabajando con parvuli-
tos. No utilice esa voz grave y engolada. Hábleles con cariño,
con ternura, maternalmente...
—¿Maternalmente?
—Usted debe entender y si no me entiende, peor para
usted.
No me quedaba más remedio. Era indispensable endulzar
la voz, bajar el tono, hablarles como la ratita, piarles como el
pollito y otras sutilezas que me corrompieron el ánimo. Y de
todos modos, fallé. La “seño” me confesó que lo había hecho
muy mal. En cambio, niñitos y niñitas creo que me compren-
dieron, que captaron mi angustia y que me tomaron amor a
primera vista.
Después de la primera hora y cuando la “seño” los orga-
nizó para que manducaran su torta con expresión libre de esta
función nutricional, se arrancaron sobre mí y me obligaron a
que probara sus enfrijolados manjares que, además de algo de
huevo o jamón, llevaban impregnadas cantidades muy aprecia-
bles de saliva y de mocos, algunas incluso de mugre o de tierra.
Debo haberles hecho el asco, porque la “seño” me miró con
severidad. ¡Y nada! Que tuve que entrarle a las manoseadas tor-
tas como si se tratara del manjar más exquisito.
Cuando llegó la hora del recreo, la maestra me vio tan
abrumado que me perdonó la vida con voz consolatriz:
—¡Déjelo!, yo los saco al patio. Usted repose tantito. Y allá
me espera.
Me adelanté, pues, a la explanada que había detrás del edi-
ficio escolar, con unos tableros de básquet y una desvencijada
red de voleibol, todo pavimentado, eso sí. Sentí los rayos del
sol acariciantes, tranquilizadores; me serené y ya estaba casi

127
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

feliz cuando me sacaron del ensueño los gritos de la chiqui-


llería que venía dando la vuelta al corredor y se adelantaba, al
parecer, rumbo a los tableros de juego. Pero pronto me con-
vencí de que el objetivo era yo.
La ola de pingos se enredó entre mis piernas, las niñas me
tiraban de la corbata para propinarme besos, los rufianes me
zarandeaban para que jugara con ellos, todos gritaban, todos
chillaban, todos me aturdían moviéndome de un lado al otro
como pelele. Quise caminar para no perder el equilibrio, pero
¡imposible!, si daba un paso tenía que pisar necesariamente
alguna de las adorables criaturas. Durante algunos segundos me
sentí como las “Palmeras” de Agustín Lara: borracho de sol, y
azotado por un viento que me hacía oscilar peligrosamente.
Y así fue. Como no podía caminar para no pisarlos, como
no podía tenerme en pie por el peso de los que se me colga-
ban, como estaba loco de indignación por ese asalto, me fui
de lomos al suelo. Algunos de los escuincles, muy listos, se
hi­cieron a un lado dejando que mi pobre humanidad azotara
sobre el encementado, con grave colisión de mi sesera, que
tronó como olla rajada.
El mocoso que no se pudo salvar, claro, recibió el peso de
mis sesenta y cinco kilos, a velocidad gravitacional, y pegó un
berrido de marrano moribundo. Cuando me di cuenta de lo que
pasaba, la “seño” extraía de debajo de mis costillas al infante
magullado, en tanto me echaba encima una mirada aterradora.
Ni siquiera se preocupó por si me habría pasado algún per-
cance y solo, en el más vil abandono, me levanté sobándome el
chipote. La chiquillería, inevitablemente curiosa, revoloteaba
junto a la profesora indagando qué le había sucedido al compa-
ñerito que, naturalmente, había salido ileso.
Ese día deserté moralmente del magisterio.

128
En la grilla estudiantil

“Si crees que no sirves para maestro, dedícate a la política”. Eso


me dijo Salvador Paniagua, agregando que no pensaba que a
esta noble actividad del hombre pudiera entregarse cualquiera
sin más requisito que desearlo, pero que me había visto algunas
cualidades:
—Escribes, hablas, te movilizas. Además, hace tiempo que
el gobierno estudiantil normalista ha caído en manos de verda-
deros representantes de la reacción, gentes que cuando yo las
conocí, hace años, eran admiradoras de Hitler y Mussolini. En
el internado del Carmen se arrinconaban en uno de los dormi-
torios haciéndolo llamar, ellos mismos, “la reacción”. Es preciso
que tú y tus cuates recuperen el control para que la Normal entre
de lleno a la Confederación.
Se refería a la CJM, Confederación de Jóvenes Mexicanos,
a la que estaba entregado en cuerpo y alma Salvador, pues él
sí estaba decidido a realizar la carrera política, bien que en
1942 y 1943 se ocupaba también en hacerle al empresario de
lucha libre y box, en una empresa en que llevaba de socio nada
menos que a don Filiberto Navas (el maestro Navas como le

129
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

decíamos en plan alburero para que sonara “el mais-tronabas”);


las funciones se producían en el Gimnasio “Agustín Millán” y
en ocasiones le ayudábamos a Paniagüita en plan de guarda-
puertas o boleteros.
En 1944 había el peligro de que el gobierno estudiantil
normalista cayera en manos, no de un retrógrada, pero sí de
un joven deportista sin inquietudes ideológicas evidentes. Víc-
tor Gutiérrez Murillo era el héroe atlético de la Normal: hijo
de mi ilustre maestro Luis Gutiérrez, la Gringa, había heredado
las aptitudes amatorias aunque no el físico, ya que mientras
el matemático tiraba al tipo nórdico (de ahí el apodo), el ojo
azul, el pelo rubio, la tez blanca, Víctor era más bien moreno,
de tez aceitunada, elegante perfil, ojos muy negros y unas pes-
tañas enormes y rizadas por las que se volvían locas las mucha-
chitas inmaduras de la secundaria.
El muchacho era en verdad apuesto, guapetón y si a
eso le agregamos sus facultades deportivas y un cuerpo bien
formado, no de musculoso atleta, sino más bien de calidad
estatuaria como la del David de Miguel Ángel, se habrá com-
pletado el cuadro del campeón de arrastre, que acapara la
admiración del bello sexo. Las quinceañeras iban al depor-
tivo normalista exclusivamente para contemplar al garrido
jugador que dominaba todas las ramas del deporte, pues lo
mismo le entraba al basquetbol que al voleibol o al futbol
con pericia y donosura.
No acostumbraba usar playera o camiseta, sólo el panta-
loncillo breve y el torso desnudo. En los lances arremetía con
habilidad y furia; valiente y agresivo, encestaba que era una
delicia, corría, saltaba como impulsado por resortes, se barría
por el suelo y otra vez de pie enseñaba bíceps y pectorales
llenos de tierra. Eso encantaba a la concurrencia, pues hay que

130
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

decir que Víctor no sólo tenía admiradoras, sino también faná-


ticos seguidores que soñaban con ser, algún día, como aquel
ejemplar atlético que no hubiera hecho mal papel en la Hélade.
Pero a Víctor sólo le importaba ser admirado... y los depor-
tes. Desde la primaria se había distinguido como futbolista y ya
hombre fue profesional de este juego como goleador efectivo
en una oncena de extracción militar llamada Marte. Intentamos
oponerle en la liza electoral normalista a Moisés Ocádiz, que
era poeta y también gozaba de la admiración de una buena
parte del alumnado femenino, que todavía no su­peraba las ilu-
siones románticas. Aunque no tan guapo como Víctor, Moi-
sés tenía el pelo rizado (casi melena como los vates del drama
pasional) y rasgos distinguidos, si bien la nariz era un poco
boluda y prominente.
¡Pero Moisés nos falló! Unos pocos días antes de la elec-
ción dijo que, de plano, no le gustaba la política. Ni siquiera
la estudiantil. Que para él sólo existían las musas y que con
ellas deseaba ayuntarse todo el tiempo. ¡Nos dejó en la esta-
cada!
Hubo que improvisar rápidamente a Sergio Vilchis como
candidato emergente y nos dispusimos a realizar algunas
maniobras (maquinaciones más bien) para anular la populari-
dad de Víctor y recuperar el terreno que nos habían ganado.
Por suerte los hoy llamados mexiquenses poseemos una larga
tradición especuladora. Ya desde los remotos inicios de nues-
tra vida política estatal, el maestro Lorenzo de Zavala pagaba
el primer abono de una casita en Tlalpan para hacerse vecino
de esta entidad y en Toluca, a la hora de la hora, compraba
electores con pulque y barbacoa para llegar a diputado y poder
aspirar a la gubernatura, según ha relatado el maestro Gustavo
Velázquez.

131
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Víctor Gutiérrez ganaría, indefectiblemente, si la elección


se realizaba de acuerdo con una parodia de “sufragio univer-
sal” inventada recientemente por los estudiantes normalistas,
es decir, si todo mundo votaba. Las fuerzas se habían des-
balanceado: el atleta contaba prácticamente con tres grupos
de primero de secundaria y un buen contingente de los dos
segundos y el tercero. Sólo el departamento de la Normal, el
menos poblado, estaba con nosotros y repudiaba abiertamente
a Ví­ctor.
El caso fue que los estatutos que debían regir la existen-
cia de la propia sociedad de alumnos, redactados, aprobados e
impresos en 1938, y que ya nadie conocía ni de vista, estipu-
laban algo muy diferente. Prescribían el modo “soviético” de
elección, de acuerdo con el cual cada grupo elegía un repre-
sentante o “diputado” para que posteriormente éstos inte­
graran una especie de “Soviet Supremo” que elegía, de entre
sus miembros, a un secretario general y a los demás miembros
del comité directivo.
Iniciamos la maniobra. Como secretario del interior del
comité que tocaba su fin, yo tenía derecho a tomar el sitio del
secretario general, Juan Argueta, alias el perro, a quien la mala
suerte había “socorrido” con una bola negra en el sorteo para
la conscripción, de modo que estaba encerrado en el campo
militar de Palomas. Me fui a verlo, extremando las precaucio-
nes, para que me firmara un oficio por el cual me facultaba
para que, en su representación y nombre, y haciendo las veces de manda-
más provisional, organizara y condujera las nuevas elecciones.
En seguida convoqué a una asamblea general, en cuyo
orden del día sólo estaban consignados dos puntos: 1. Cono-
cimiento y ratificación de los estatutos, y 2. Convocatoria a
elecciones de nueva mesa directiva.

132
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

La inmensa mayoría de los compañeros asistieron, pues


les encantaba el chisme. Empecé con un discurso bastante
demagógico en el que di a conocer las ventajas del autogo-
bierno estudiantil con representación en el Consejo Directivo
de la escuela, así como los avances y logros alcanzados desde
la creación de la Normal Mixta. Era necesario, pues, seguir por
este camino ratificando la existencia de la sociedad de alum-
nos y sus respectivos estatutos, ya que como todo organismo
político, no podía supervivir sin una norma que rigiese sus des-
tinos. Se repartieron copias mimeográficas que, naturalmente,
nadie tuvo tiempo de leer en el curso de la asamblea, por lo
que de inmediato se solicitaron opiniones.
Sólo pidieron la palabra nuestros allegados, ya que al resto
le importaba un sereno cacahuate la existencia o inexistencia
de tan peregrino documento. Como era de esperarse, todos los
oradores estuvieron de acuerdo en que tan excelentes estatutos,
que habían conducido la existencia de la sociedad de alumnos
hasta estratos magníficos, etc., no podían menos que ser ratifi-
cados por la voluntad soberana del alumnado. En efecto, en ese
momento crucial nadie tenía queja alguna que presentar, ni obje-
ción alguna que hacer. Se pasó a votar y los estatutos, bendito
papel casi tan grueso y tan importante como las tablas de la Ley,
fueron total y absolutamente ratificados.
Se preguntó entonces a la asamblea si estaba de acuerdo
con que la convocatoria a elecciones se hiciera conforme a los
estatutos. Y la respuesta fue afirmativa, también por aclama-
ción. Cuando nuestros contrincantes se percataron de la manio-
bra que los invalidaba, ya no había remedio. Lanzaron una débil
protesta y yo, muy legalista, les ofrecí abogar para que, si lo
solicitaba la mayoría del alumnado, se hicieran reformas a los
estatutos, incluyendo el articulado relativo a elecciones.

133
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Efectivamente, en 1944 se modificó la manera de efec-


tuar los comicios, se determinó la votación masiva y el año
siguiente contendimos Víctor y yo. Ni en esa forma pudo el
atleta llegar a la secretaría general de la sociedad de alumnos
en virtud de que, aunque muy diferentes, hicimos otras jugadas
que no consigna ninguno de los deportes que tan bien prac-
ticaba Gutiérrez Murillo. Fue quizás esa la razón por la cual
Víctor no se dedicó a la política, en la que nada tiene que ver el
ejercicio del músculo, como no sea para entrarle a los codazos
de campaña electoral, a las zancadillas de partido o a las pata-
das gubernamentales por debajo de la mesa.
Aparte, desde el propio año de 45 procuramos desmantelar
al grupo de Víctor quitándole a Carlos Hank González, que era
la eminencia gris del grupo, a Toño Uribe Argüelles, que era el
brazo regulador, y a Virginia Gomeztagle, que era el argüende
y el chisme creadores. Sin dolencias ni pesares, sin dolor y sin
que le remordiera la conciencia, Hank se pasó a nuestro grupo,
ya que al mismo tiempo fue la forma en que conoció a Isidro
Fabela, el hombre clave de su futura carrera política, en que
llegó incluso a gobernador de la entidad, regente del Distrito
Federal y secretario de Estado.

134
El orgullo alemán... de ser muy mexicano

El detalle curioso que originó que Fabela conociera a Hank es


que Sergio Vilchis y el que esto escribe nunca lo hubiéramos
invitado a que nos acompañara, a no ser porque de la Secretaría
Particular nos hablaron dándonos la cita, en plan emergente,
para media hora después y sólo estábamos en la escuela Sergio
y yo. Resultaba necesario que la comisión fuese un poco más
nutrida, pero el resto de los secretarios andaban echando novio
en los cerros. “Ni modo”, dijo Sergio, “no queda otra que vaya-
mos tú y yo, y presionemos al tío —siempre le llamamos el Tío
Chilo— para que nos resuelva todo lo que tenemos pendiente”.
Ya estábamos en la calle cuando vimos a Carlos en aquella
histórica tiendecilla llamada La Colmena, saboreando un helado.
—Oye —le dije a Sergio—, ahí está Hank, ¿qué te parece si
lo llevamos a engrosar el caldo?
—No creo que acepte... ¡Debe estar muy ardido!
—Déjame probar.
Lo llamé y aceptó al instante. Ya desde entonces era
maleable y sabía que en política hay que amoldarse. Era un
chiquillo pero decía enfático:

135
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Yo voy a ser político, sí, pero de los buenos.


En diversas ocasiones he referido la forma en que se produjo
el encuentro entre Fabela y Hank. Es más o menos lo siguiente:
Sin duda, aquel muchachito espigado, seco de carnes y
seco de porte, que parecía ruborizarse eternamente desde el
cabello rubio y lacio, peinado hasta el estiramiento, había lla-
mado poderosamente la atención del sabio estadista.
—¿Cómo dices que te llamas? —preguntó don Isidro,
poniéndole la mano en el hombro, con gesto paternal.
—Carlos Hank, para servirle... Hank... —balbuceó el mucha-
cho, que había enrojecido hasta cobrar un tinte francamen­te
violeta.
—Hummm —pronunció apenas el licenciado, al parecer
satisfecho, y en seguida volvió a preguntar—, alemán, ¿no es así?
Carlos enderezó el torso y se echó hacia delante con
impaciencia:
—¡No! ¡No todo, mi padre sí, pero mi madre no, ella es
mexicana y yo nací en México!
La aclaración había sido tan rápida que don Isidro no
pudo contener la risa. Entonces fue cuando dijo algo que no he
podido recordar nunca perfectamente, por lo difícil del juego
de palabras, pero que muy bien pudo haber sido lo que sigue:
—¡Bravo, hijo!, no cabe duda que tienes el “orgullo” ale-
mán de ser... muy mexicano.
Todos reímos de buena gana. Don Isidro tomó a Carlos
y a Sergio por el brazo y nos introdujo, a todo el grupo, en
su ecuménico salón de trabajo y biblioteca. ¿Quiénes eramos?
Una vulgar comisión de estudiantes normalistas, presumiendo
de dirigentes, que habíamos ido a ver al entonces gobernador
del estado para cualquier minucia burocrática: una petición,
una queja, algo por el estilo.

136
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

El licenciado Fabela siempre distinguió a los jóvenes. Nos


recibía en su propia casa de Lerdo, con absoluta cordialidad,
campechanamente, y más en el papel de maestro que de gober-
nante. Ese día nos habló de la guerra, de Alemania, de sus via-
jes, de sus perros; todo con cierta pesadumbre, con cierto dejo
de nostalgia.
No nos extrañó el interés que el licenciado mostraba por
todo lo relativo a la gran Germanía; de ella recibió cultura, huma-
nismo, honores... y el amor más grande de su vida: su esposa.
Pero en el caso particular de Carlos, no se trataba sólo de
su ascendencia teutona: había algo más significativo, más pro-
fundo y más trascendente en la figura y el gesto del muchacho,
que logró impresionar la fina sensibilidad del maestro. Carlos
se había apresurado, más bien precipitado, a dejar constancia
de su plena mexicanidad. Sin ofender su origen ario, lo había
puesto en segundo lugar y, sin embargo, eso no había conse-
guido cambiar un ápice el interés que Fabela le mostraba, antes
bien, parecía haberlo fortalecido.
Cuando, en un momento dado, el maestro se refirió a los
hermanos indígenas, volvió a mirar a Carlos con suma atención:
—Y mucho debes tener también de sangre aborigen —sen-
tenció de repente— porque te ruborizas demasiado, muy seguido
y sin aparente necesidad. Los alemanes perfectos, por desgracia,
desconocen esa muestra de cortesía y modestia que es tan propia
de nuestra raza, ¡ah, si Hitler supiera ruborizarse!
Y siguió la charla. La servidumbre nos trajo una tacita de
té, bebimos y ya para retirarnos alguien comentó en voz baja:
—¡Caray! ¡Nunca había estado el viejo tan amable!
Carlos Hank, aunque un poco menor que nosotros, ya
intervenía con seriedad y buen juicio en los altos y fragorosos
problemas de la sociedad estudiantil, de estudiantes proletarios

137
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

o llenos de inquietudes políticas. Hablaba con facilidad; claro y


elegante, era atento, servicial, comprendía las órdenes y sabía
darlas, pensaba rápido, actuaba pronto y nunca se le af lojó el
cinto en ninguna circunstancia, aparte de que en el estudio era
organizado, metódico y machetero.
Eso es lo que debe haber notado don Isidro de un rápido
y certero golpe de vista, porque la siguiente reunión que tuvi-
mos con él y en la que, por angas o por mangas, no se presentó
Carlos, el licenciado notó rápidamente su ausencia:
—_¿Por qué no vino Hank con ustedes? —le preguntó a Ser-
gio Vilchis, quien se quedó perplejo. Contestó dando alguna
disculpa, pretextando que Carlos había tenido que desempeñar
otra comisión.
—No deben descuidar a ese chico —dijo Fabela como con-
sejo tanto como orden—, se le nota vivo, capaz; vayan entrenán-
dolo para cuando ustedes salgan de la escuela. Recuerden que
siempre nos están haciendo falta valores nuevos y con mayor
razón entre el gremio estudiantil, que se renueva con demasiada
rapidez. No, no pierdan de vista a Carlos.
Y tampoco Fabela lo perdió de vista.

138
Un político pobre... es un pobre político

Éramos unos chiquillos cuando la reacción se prendió rabiosa


a su última esperanza, el carismático general Juan Andrew
Almazán, pocho él. Paniagua nos llevó al Palacio Municipal
de Toluca, donde vimos al coronel Romero que nos esperaba
con un manojo de papeles. Nos sentaron frente a unos escri-
torios que nos venían grandes, y nos pusieron a... pues a lle-
nar boletas de elector, visto que esa misma mañana se habían
realizado los comicios en el municipio. El más extrañado de
todos fue Paniagua que, sinceramente, ignoraba para qué nos
había mandado llamar el coronel, pero disciplinado como
era, no dejó de atender a la cita y al reclutamiento de chavos.
Cuando ya todos estábamos en la ilegal tarea, Salvador
levantó el rostro y fijó su mirada verde de batracio tierno sobre
la figura enhiesta y bigotuda del militar revolucionario:
—¡Pero, coronel!, <¿cómo nos ponen a hacer esto?, ¡es un
fraude!
El hombre miró a Paniagua como extrañado de “su extra-
ñeza”. Se puso la pluma en la boca, volvió a clavar los ojos en el
papel, y fue diciendo con voz confusa pero segura, sin titubeos:

139
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

_ ¿Y qué querías, que le diéramos el triunfo a la reacción?



No, hijo, el Partido tiene que ganarlas todas, pero todas, a como
dé lugar.
—<¿Incluyendo el... chanchullo?
—Eso es según y como lo veas... yo diría, es una táctica,
es una práctica. La conservación del poder en manos de la
Revolución exige toda la energía, todo el valor de sus hombres.
Cualquier debilidad abre grietas en el partido y en el poder. Y
una grieta, con tantito que la presiones, se vuelve un abismo, el
partido y el poder se deben conservar monolíticos.
Paniagua guardó silencio, pero aún como no convencido.
Entonces el coronel explicó que el partido representaba en
verdad a las grandes mayorías del país, incluso a sectores que
no querían dejarse defender.
—Tenemos a todos los campesinos, a todos los obreros...
sólo nominalmente. Dentro de estas masas hay muchos fanati-
zados, otros que tienen que obedecer a sus patrones. Pero los
representamos a todos, aun a los que siguen creyendo más en
el “tata cura” que en el “tata Lázaro”. Aun aquéllos que siguen
añorando los tiempos de don Porfirio, porque les aseguraba la
pitanza con grilletes y cuartazo. Ésos, o van a votar a favor de
los reaccionarios, o simplemente no votan... Son infinitamente
más los que se abstienen. Y ahorita, aquí, estamos sufragando
por ellos.
El coronel era un hombre de humilde extracción, rudo
pero muy inteligente y de una cultura natural adquirida más en
la cotidiana lucha que en los libros. Ejercía una gran inf luencia
sobre nosotros, que lo habíamos admirado cuando, como pre-
sidente de la Cámara Alta, propuso al Congreso de la Unión la
expropiación petrolera. Nos puso a llenar cientos de boletas de
elector que habían quedado en blanco y lo hicimos sin rechis-

140
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

tar, especialmente después de oír las explicaciones que le dio


a Paniagua.
En el Estado de México la actitud de los revolucionarios
había sido siempre ejemplar. Los hermanos Gómez, Abundio
y Filiberto, fundaron en 1925 el Partido Socialista del Trabajo,
que prefiguró al PRI, partido hecho con riñones, que dominó
totalmente la vida política del estado hasta 1936 en que, ya casi
adulto, el PNR se deshizo de los partidos fraccionales que consti-
tuyeron su plataforma inicial. La tesis de don Filiberto, creador
y alma de acero del PST, era la de Romero: el partido revolucio-
nario en el poder no debía ceder ni un popote de mando a la
reacción, aunque tampoco a los minoritarios grupos de extrema
izquierda.
En esa idea se forjó el grupo juvenil que integró la Con-
federación de Jóvenes Mexicanos. Carlos A. Madrazo, Veraza,
Gurría Ordóñez, Garibay y otros fueron los creadores de la CJM
(no confundirla con la Asociación Católica de Jóvenes Mexi-
canos, ACJM, auspiciada por el presidente Ávila Camacho), que
consideraba conveniente aglutinar en un solo organismo, con
extensión, poder y fuerza, las huestes juveniles del Partido de
la Revolución, ya entonces designado PRM.
A fines de 1944, en el Estado de México se preparaba el
cambio. Había que escoger al sucesor de Isidro Fabela y esto
se presentaba como un asunto difícil porque el grupo labrista
no estaba liquidado definitivamente. Tanto así que el 9 de sep-
tiembre se reunieron en el restaurante Chapultepec, de la ciu-
dad de México, más de un centenar de líderes representantes
de la entidad, en apoyo a la precandidatura del coronel Antonio
Romero.
Si el grupo que se había reunido alrededor de la señera
figura de Romero demostraba que era el verdaderamente

141
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

representativo de la entidad, que la gente del Estado de


México, en su enorme mayoría, estaban con él, al PRM no le
que­daría más remedio que declararse por el coronel. Des­de
luego, esto involucraba también al entonces presidente de la
república, aunque muchísimos ingenuos de aquella época,
nos consta, creían que el que seleccionaba era el partido y no
el mandamás. No era tan popular entonces el famoso y omni-
potente dedo de la providencia... presidencial.
Madrazo era muy amigo de Romero. Lo que es más,
todo el grupo juvenil del Estado de México, inmerso en la
CJM, considerábamos como uno de nuestros maestros y guías
al coronel revolucionario. De modo que, a pesar de nues-
tro respeto, admiración y apego a Fabela, considerábamos
que nuestro deber estaba a lado de don Antonio. Aparte de
que no veíamos en el grupo de intelectuales y burócratas que
rodeaba a don Isidro nadie con la estatura, con los tamaños,
con las agallas necesarias para oponerse al que juzgábamos
nuestro gallo.
Muy cercano el día en que el partido iba a lanzar su candi-
dato, Madrazo nos llamó a México a los principales dirigentes
de la Federación Juvenil del Estado de México. Yo era entonces
el líder máximo, lo cual significa que no era yo gran cosa, pero
para la entidad sí contaba. Nos dijo sin grandes preámbulos:
—Miren, cachorros, yo conozco el afecto que le tienen
ustedes al coronel Antonio Romero...
Nuestra primera idea fue que nos iba a pedir que jalára-
mos con él, porque sin duda sería el candidato del partido.
—... Yo también lo estimo como uno de mis mejores y
más leales amigos; es más, le debo favores. Pero la verdad es
que, desgraciadamente, él no va a ser postulado por nuestro
instituto político.

142
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

La exclamación que lanzamos se oyó desde varias leguas a


la redonda: “<¿Cómo?”.
Madrazo prosiguió explicando: “Ya hablé con el licenciado
Antonio Villalobos (era entonces el presidente del CEN del PRM)
y me dijo muy claro que el candidato va a ser... Bueno, ustedes
ya deben saber quién...”. Confesamos nuestra real ignorancia, y
él nos aclaró la duda:
—Pues el sobrino de Fabela, Alfredo del Mazo.
Puede que las anteriores palabras de Madrazo no
las haya transcrito textualmente, pero estas últimas me
repique­tean de tal manera en el seso, que juro que son
las mismas que pronunció Carlos Madrazo aquella vez: “el
sobrino de Fabela”. El único en quien jamás habíamos pen-
sado, pues su carrera política, toda, consistía en algunos
puestos burocráticos, incluyendo la Tesorería del Estado y
la Secretaría General de Gobierno. Comparada esta carrera
burocrática con la formidable vida política y revolucio­naria
de Romero, se pulverizaba a un grado ridículo. ¿Cómo un
hombre cuyas habilidades estaban en el regateo, había des-
bancado al maestro? No lo podíamos creer. Todavía nos dijo
Madrazo:
—Oigan bien, para que no vayan a cometer un error. La
Confederación de Jóvenes Mexicanos está infinitamente más
comprometida con el partido que con una persona cualquiera.
Ustedes van a jalar con el partido. Van a apoyar, y lo van a hacer
con toda convicción, a Del Mazo.
—¿Y tú? —le preguntamos al unísono.
—Es otra cosa. Si el coronel insiste en lanzarse dentro
del partido, pero contra las decisiones de la dirigencia, voy a
tener que darle algún apoyo. Pero creo que se va a retirar en
el momento en que vea que no tiene el voto de los sectores.

143
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Mi actitud va a ser personal, yo no soy dirigente de la CJM. Hace


mucho que no lo soy, pero ustedes... es otra cosa.
Sucedió lo que Madrazo temía. Romero no se disciplinó y
fue, según recuerdo, uno de los primeros marginados del par-
tido. De todos modos lanzó su candidatura independiente y de
todas maneras Carlos Madrazo lo acompañó en algunos míti-
nes. El que se llevó a cabo en Toluca, en el campo deportivo
Tívoli, incluso habló a favor del mílite de Palmillas. Nosotros,
más que apoyar directamente a Del Mazo, nos fuimos con el
PRM, interviniendo en las tareas que se nos encomendaron.
Pero para los gallones, a partir de Ávila Camacho hasta el
último canchanchán del gobierno, Madrazo estaba poniendo
en evidencia su peligrosidad. Desde hace mucho que en polí-
tica ni cuenta ni se puede entender la verdadera amistad. Y si
algo tuvo Carlos Madrazo en su ejemplar vida, fue honradez
y sentido pleno de la lealtad. En ese momento comenzaron a
tenderle la cama.
Cuando Estados Unidos, en su guerra contra japoneses y
alemanes requirió de la carne de cañón de siempre, los gran­jeros
del sur plutocrático se quedaron sin sus esclavos de subido color
y entonces discurrieron sustituirlos por esclavos cafés que desde
luego, un poco más al Meridión, tenían por cantidades indus-
triales. Fue entonces cuando se concertó el acuerdo: México
de­bería enviar un número determinado de braceros documen-
tados para servir a los farmer en la crucial época de la recolec-
ción. Se imprimieron unas tarjetas especiales, signadas por tales
y cuales firmas, autorizadas por éste y el otro sello. Y para dis-
tribuirlas entre los prietitos de la peonada que habría de volverse
chicana se las entregaron a los diputados.
No recuerdo bien la cifra, pero parece que a los del Dis-
trito Federal les entregaron doscientos por legislador; número

144
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

de documentos entregados a Carlos Madrazo, quien represen-


taba al popular distrito de La Merced. Sí, en ese rumbo eran
muy solicitadas por la existencia de un numeroso grupo de
cargantes y cargables de manos encallecidas. Parece que era la
única condición que se imponía a los aspirantes, pues en esas
condiciones bien podían pasar por hombres del campo.
Las tarjetas de bracero debían entregarse a los ciudadanos
aptos para la cosecha gringa en plan totalmente gratuito. Estaba
claro que traficar con ellas constituía un crimen, por lo menos un
fraude a la nación. Y se dio la extraña casualidad de que sólo tres
diputados, tres, cometieron el feo delito de vender las tales tarje-
tas, a saber el propio Carlos Madrazo, el obrero Pedro Téllez Var-
gas y el campesino xochimilca Sacramento Jofre. Natural­mente,
los padres de la patria estaban demasiado ocupados en la grilla
nacional de entonces como para dedicarse a buscar candidatos a
braceros en sus respectivos distritos, de modo que pu­sieron en
manos de sus ayudantes tan rascuache tarea.
Fue fácil sobornar a tales o cuales gentes para que come-
tieran el fraude o simplemente confesaran que sus jefes lo
habían cometido. Pero solamente Madrazo, Téllez y Jofre,
nadie más. Es muy probable que todos los ayudantes de los
diputados lucrasen en su exclusivo beneficio con las tarjetas de
bracero, pero, extraña e insólita coincidencia, sólo se supo que
prevaricaban Jofre, Téllez y Madrazo.
Un buen día reventó el petardo. Los conocidos y popu­
lares legisladores aparecieron en los periódicos, en cabezas de
ocho columnas, impresas en tipo de veintitantos puntos, como
horrendos estafadores de infelices braceros. Cargados de testi-
gos, los asesores jurídicos de la Secretaría del Trabajo pusieron su
demanda en la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal, que
entonces comandaba el culto guanajuatense José Aguilar y Maya.

145
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Naturalmente, para poderlos meter al consabido bote,


era necesario, primeramente, desaforar a los tres diputados
explotadores de braceros, por lo que se fijó la fecha en que
sus contlapaches de legislatura deberían discutir su presunta
culpabilidad y, en caso afirmativo, quitarles el fuero. Con
ello, los judiciales les podían caer en nube para trasladarlos
a los recintos de Aguilar y Maya, y posteriormente a los de
Lecumberri.
De acuerdo con cualquier ley, los diputados tenían el
derecho de defenderse y Madrazo —por lo menos lo sé a cien-
cia cierta de él— se puso a preparar su alegato con la ayuda de
los pocos amigos fieles que le quedaban. Fue en el despacho
de Darío Vasconcelos donde se elaboró el gordo discurso en
que Madrazo denunciaba la sucia maniobra que se gestaba para
quitar del camino de Miguel Alemán a los tres políticos. Si la
respuesta de Herminio Ahumada al informe de Ávila Camacho
había sido brava y tonante, es posible imaginar lo que era el
discurso de aquel muchacho terrible, formidable como dialéc-
tico, agresivo orador, político de recursos y, sobre todo, hom-
bre de muchos compañones.
Salvador Paniagua fue uno de los colaboradores en aque-
lla tarea que les llevó tres días con sus noches, sin dormir un
instante. Madrazo denunciaba ante la representación popular,
que es tanto como decir el pueblo mismo (en teoría, claro) no
sólo la chicana asquerosa que se había tramado en las cuevas
judiciales para descalificar políticamente a los líderes de los
tres sectores del PRI, sino otras muchas maniobras, igualmente
turbias, para entregar al país en manos de los capitalistas y del
Coloso del Norte, que no creía conveniente tener a sus espal-
das una nación libre que se inclinaba, si no al comunismo, al
menos al populismo socialista.

146
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Como todos los plazos, que no tienen más remedio que


cumplirse, el de la comparecencia de los acusados ante el pleno
camaral se presentó de modo inexorable. He dicho que Madrazo
y sus amigos se habían enclaustrado en la oficina de Vasconce-
los, lo cual significa que estuvieron retirados del mundo, de sus
familiares, de todo otro contacto humano. Cuando Carlos llegó
a las puertas del recinto de las calles de Donceles, abarrotada de
partidarios y simples curiosos, un pistolerillo se acercó a decirle:
—Licenciado Madrazo, sabemos que hará usted su defensa
con un documento que no conviene al país.
—Sí, señor —confirmó Carlos.
—Pues no lo va usted a leer —ordenó tajante el guarura.
Madrazo se rió en su cara y trató de seguir su camino, pero
el tipo lo sujetó enérgicamente de un brazo:
—Señor licenciado —le dijo— le advierto que tenemos a
sus hijos. Usted no querrá que algo malo les pase.
Esta escena que no vimos, nos la narró después el propio
Carlos. Porque, en efecto, la sesión sería como a las once de la
mañana pero antes, a las nueve, cuando se dirigían a la escuela,
sus hijos habían sido secuestrados por los hampones de siem-
pre. Madrazo se encendió y hubiese sido capaz de cualquier
cosa, pero la sangre fría de que hacía gala el testaferro del avi-
lacamachismo acabó por sosegarlo. Le había advertido con toda
seriedad que si leía su discurso, a los chicos les podría ocurrir
un fatal accidente, y que de ninguna manera estaba bromeando.
Quizás si los vástagos hubiesen sido ya mayores... pero siendo
pequeños, no tenía caso sacrificarlos.
Y Carlos Madrazo rompió el documento.
Máxime que, de todos modos, los dedos estaban debida-
mente preparados para hundirlo a él y a los otros dos predesti-
nados al cadalso político. Aunque hubiese hecho la más brava

147
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

de las defensas, lo habrían reventado. Sólo pudo defenderse


con tibieza, con un discurso improvisado que careció de la
enjundia, de la pólvora que contenía su escrito.
La cuchilla cayó sobre las cabezas de Madrazo, Téllez Var-
gas y Jofre, que unos días después —como en el tango entonces
en boga— “cumplían injusta condena” porque como a Ladrillo
“los jueces los condenaron” por presión, demanda y consejo de
los Altos Dioses.
Alguna vez que lo visitamos en la Peni, Carlos nos confesó
que en aquellos días había aprendido más de la política mexi-
cana que en toda su vida anterior y que: “Un político pobre en
este país, vale para una chingada —recuérdese que era tabas-
queño—, de manera que saliendo de aquí, porque tengo que
salir a güevo, antes que volver a estas andadas me voy a cargar
de dinero”.
Después de que salió, empezó a hacer negocios. Al mes
ya tenía abiertas más de cien lecherías, de las que sacaba muy
buen dinero.
El día que Madrazo nos hizo esta confesión, acerca del
político mexicano que vale madre sin dinero, estaba presente
Carlos Hank, quien aprendió inmediatamente el consejo y no
tardó en seguirlo. Madrazo ya había tenido algunos puestos en
el gobierno y había sido diputado, pero cuando pisó la peni-
tenciaría no era dueño más que de una modesta casita de las
que hizo la Dirección de Pensiones Civiles, con base en un
préstamo hipotecario.

148
Por poco y se chamuscan al normalista Hank

Todos los años había que salir de Toluca con el objeto de reali-
zar un mes de prácticas en las comunidades rurales o semirrura-
les. Cierta vez nos destinaron a Tonatico para llevar a efecto la
práctica. Pueblo terracalenteño, bravío, entonces incomunicado
y semisalvaje, al que se llegaba sólo después de una accidentada
y ruda jornada de viaje.
Era director de la escuelita un maestro, todavía joven y
locuaz, en el que se presentía una remota dinámica, pero que
se había dejado vencer por el embrutecedor ambiente rural.
Lo veíamos derrotado, avejentado, incapaz, agobiado por los
problemas familiares, lleno de hijos, falto de recursos y de
energías, vegetando apenas en medio de una pesadilla de clases
mal dadas y miedos interminables. Carlos Hank pensaba, no sin
cierta tristeza:
—Si este pobre maestro tuviera que emplear en su
escuelita todas las complicaciones técnicas, todo el costoso
ma­terial didáctico que recomiendan los pedagogos... en pri-
mer lugar, terminaba por volverse loco; en segundo, se moría
de hambre.

149
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Nos sentíamos ridículos trabajando para niños hambrien-


tos, cansados, modorros, con una serie de materiales que ni les
enseñaban ni podían siquiera servirles de juguete. El profesor,
Rodolfo Zamudio, lo comentaba riendo:
—Me gusta verlos, me gusta verlos trabajando con todas
esas chivas que trajeron... ¡Por lo menos entretienen a los
muchachos!
Estábamos como esas señoritas que sólo llegan a guapas
el día de su boda, y eso porque se arrojan sobre la tlapalería, la
mercería y sobre ellas la buena voluntad de los invitados. Nosotros
sólo éramos brillantes técnicos, modernísimos educadores, en
esos días de práctica de los que a los chicos, cuando mucho,
les quedaba una idea por el estilo: “Esos jóvenes que vinieron
a contarnos cuentos”.
Zamudio resumía pesimista sus observaciones: “Como prac-
ticantes vinieron a poner un parche de papel sobre un traje que
se está deshaciendo de podrido... Como maestros, ¡tendrán que
hacer lo mismo que yo!”.
Aunque demasiado jóvenes y hasta despreocupados, ya el
prematuro veneno de Zamudio nos escocía la piel. No era un
hombre adocenado, no era un inútil en esencia, pero su fracaso
en la vida parecía total e irremediable. ¿Sería éste el nebuloso
destino de todos los profesores rurales... o semirrurales? Y se
nos enchinaba el cuero.
En Tonatico sucedieron algunas cosas que nos impresio-
naron vivamente. Llegamos al pueblo un atardecer; íbamos
sucios, bañados en sudor, y nuestra primera carrera fue para
localizar al alcalde, quien debía hospedarnos y mantenernos
durante todo el tiempo que durase nuestra misión.
Lo encontramos en el parquecillo. Era un tipo clásico de la
tierra caliente, añoso, con las espaldas cargadas, seco de cuerpo

150
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

y largo de zancas, tuerto y analfabeta. Tomó el oficio al revés


y fingió que lo leía. Luego lo pasó a su secretario (que paseaba
con él) y ordenó que se lo tradujese. No dejó de manifestar su
desacuerdo con la imposición de nuestras cargantes personas,
con el pretexto de que el municipio era muy pobre, aunque al
fin acabó por mandarnos a un hotelillo con fonda. También
nos prestó las llaves del balneario municipal, a dos kilómetros
del pueblo, para que fuésemos a darnos una buena refrescada.
La fuente de aguas termales quedaba en descampado, sobre
un desierto salino que por las noches fingía un paisaje lunar. Ya
alumbraba el astro nocturno cuando emprendimos la caminata
con el mejor humor del mundo. Fue hasta los últimos tramos
del camino cuando empezamos a sentir como que nos seguían.
Algunas sombras se deslizaban con misterio a espaldas nuestras,
aparentando no querer darnos alcance. Pensamos, al fin, que se
trataría de otros bañistas.
Cuando llegamos al balneario, no bien empezamos a qui-
tarnos la ropa cuando se presentaron los desconocidos. Eran
tres, más que hombres tres sombras triangulares por el sarape
hasta el embozo y el sombrero de Tlapehuala con barboquejo.
No nos extrañó que viniesen de tal modo entrapujados, puesto
que el terracalenteño de verdad es capaz de pedir su tilma en el
propio infierno. De pronto, una de las sombras se desprendió
del grupo acercándose a Hank:
—¡Buenas tardes... profesor! —dijo con voz sorda y
aprensiva, dando un tono muy especial a la palabra “profe-
sor”— ¿Quiere darme su lumbre? —pidió al ver que Carlos no
contestaba.
Éste saludó al fin y buscó en su guayabera la caja de ceri-
llos. Prendió fuego y lo acercó a la cara del desconocido, que
prendió su cigarro con lentitud y mirando sombrío por encima

151
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

de la f lama. Luego cambió de expresión y dijo con acento suave


y al parecer cohibido:
—Disculpe... disculpe, joven, ¡y muchas gracias!
Entonces se retiró en silencio junto con sus compañeros.
—¿No van a nadar? —preguntó extrañado Hank. Sus pala-
bras parecieron despertar a los desconocidos, que prorrum­
pieron a coro:
—¡Ah, de veras! —y también comenzaron a desvestirse.
Luego nos enteramos de todo, especialmente de la
contingencia que puso a Carlos a un paso de la sepultura...
o del hospital, cuando menos. Sucede que poco antes, un
maestro de apellido Arce, de más o menos las mismas señas
que Hank, alto, rubio y demás, había conquistado a una chi-
quita lugare­ña a la que, después de seducir, no tuvo el menor
empacho en abandonar a su suerte. Los hermanos estaban
ofendidísimos y habían jurado lavar con sangre la afrenta. Ese
día les dijeron:
—Acabamos de ver a “ése”... Va con otros para la alberca.
Los tres, como una sola mano, habían tomado sus retro­
cargas y a los pocos minutos los teníamos pisándonos los talones.
Cuando vieron a Hank, cuya cabeza destacaba sobre el
plano de los chaparrales, el más rabioso quiso disparar sin
demora. Los otros lo detuvieron. No, no estaban completa-
mente seguros de que se tratara de su ofensor: era el mismo
pelo, la misma estatura, la misma complexión... pero era mejor
asegurarse. Esa precaución salvó la vida de nuestro amigo.
Al llegar al balneario, el más sereno se acercó a pedir lum-
bre; a la claridad del fósforo pudo ver que estaba en un error
y, confuso, dio la orden de retirada. El menor equívoco, una
actitud irref lexiva y apresurada, habría precipitado en un ins-
tante la tragedia. No pasó nada. En verdad hubiera sido incom-

152
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

prensible que un hombre de tanta suerte como Carlos Hank,


terminara sus días por culpa de una bala... dedicada a otro.
Sin embargo, pese a que nos salvamos de morir a tiros,
por poco y fenecemos de hambre. Cuando el alcalde se pre-
sentó a pagar la primera semana de alimentos, estuvo a punto
de quedarse ciego del todo, y de inmediato ordenó que no
se nos volviera a poner cerca un vaso de agua. Tal vez le haya
parecido sobrenatural que Carlos desayunara con ocho hue-
vos, entre crudos, tibios y pasados por agua, dos filetes de res,
un litro de leche, un kilo de frijoles, toneladas de pan, fruta
y alguno que otro entremés. Menos debe haberle parecido
la forma en que comía como si lo estuviera haciendo por un
pelotón completo y que en la noche pidiese un servicio más
o menos semejante al del desayuno.
Y con aquello de que el resto solíamos ordenar banquetes
parecidos, con alguna que otra rara excepción... el lógico final
era que cuanto antes se nos levantase la canasta.
Fuimos a ver al insolente edil para reclamarle su actitud
poco patriótica, pero nos mandó con cajas destempladas. Enton-
ces sucedió un hecho que nos llenó de orgullo magisterial y
de satisfacción humana: los pobres maestros, encabezados por
Zamudio, decidieron sufragar nuestra alimentación y hospedaje
por el resto de la temporada, siempre que hiciésemos la promesa
de comer como estudiantes modestos y no como orangutanes
capitalistas. El acto de solidaridad nos conmovió profundamente
y desde esos días comimos como ermitaños en el desierto.
¡Ni hablar, sólo los pobres socorren a los pobres!
Ya por nuestra cuenta y para cerrar con broche de oro
el paseo, decidimos ir a caballo hasta Malinaltenango, a fin
de conocer sus legendarias barrancas, donde —según dicen—
todavía pueden encontrarse restos vivientes de la descomunal

153
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

fauna carbonífera, algo así como serpientes aladas, iguanodon-


tes descalzos y tigres dientes de machete.
El viaje nos produjo una magnífica borrachera de luz, de
paisaje, de enervado panteísmo. Las barrancas son imponentes
de verdad, se tarda un siglo para bajar y otro para subir entre
breñas, matojos, cardos y siempre con la esperanza de ver sur-
gir entre los rocallones algún antiguo vecino de los pantanos
cuaternarios.
A veces el paisaje se volvía monótono y entonces comen-
zaban las inquietudes: “Ya estamos viejos, pronto saldremos de
la Normal... ¿y después?”. Alguno decía:
—En fin, nos estamos preparando. Se supone que vamos
a revolucionar estas comunidades, a elevar su nivel de vida, a
enseñar a los niños de acuerdo con las técnicas más avanza-
das... ¡de acuerdo!
Pero también había que estar de acuerdo en que se trataba
de una tarea de romanos, realizada por un sueldo de cuatro
pesos diarios. Y continuaba el sermón:
—¿Acaso puede un pobre, un triste, un infeliz maestrillo,
que apenas junta para mal comer, regenerar pueblos enteros
con siglos de oscuridad y degeneración?... ¿Y para qué le sirve
a esta gente la enseñanza de acuerdo con las técnicas más
avanzadas? ¿Se puede siquiera y fácilmente, enseñarles algo a
la manera tradicional, aunque fuese utilizado el arcaico Silabario
de San Miguel?
—Fue la Revolución la que debió abrirnos el camino,
barbechado la milpa y preparado el rebaño. A veces pienso
que no somos, como profesores, revolucionarios y moder-
nos, ni siquiera ese mal parche de papel del que hablaba
Zamudio.

154
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Lo mejor de nuestra juventud estaba terminado. La vida


entre camaradas y amigos, el estudio en común y las comunes
penas, al calorcillo romántico de los primeros idilios, la ansie-
dad del baile y el temblor de la cita... todo eso estaba quedando
definitivamente atrás, ¿y luego?
Pero Carlos ni se rebelaba ni pensaba en desertar.
_—¿Creen ustedes —nos preguntaba— que en otro terreno
fuera de la educación, podían hacer algo más por este pueblo
del que tanto se duelen? Si tienen mejores armas para me­jores
medios, úsenlas... pero mientras estemos metidos aquí, hay
que intentarlo todo.
Tal vez Hank no pensaba entonces en la política como
plan concreto. Pero siempre insinuaba que en el mundo las
posibilidades son muchas y muy distintas.
—¡Claro que no va a ser el magisterio, solo, el que barra
con toda esta basura!... Máxime que desde el magisterio se
puede uno lanzar a otros terrenos de la lucha, ¿o qué no?
Luego, cada quien tomó su camino y la vida se empezó a
contar en pasado.

155
Mi ingreso a la prensa de rompe y rasga

—De modo que te vas a recibir de maestro… pero también te


gusta escribir, <¿cuánto te van a pagar por dar clases?
—Cuatro pesos con setenta y cinco centavos diarios.
—Hmmm... si quieres vente conmigo, te doy diez y te
hago periodista.
Mi hermano Heriberto me había llevado para que saludara a
Roberto G. Serna, nuestro primo mayor, que entonces era dueño
de una gran empresa editorial y tipográfica, y publicaba algunas
revistas de espectáculos como Cine Continental, Novelas de la Pantalla,
Beisbol, Sol y Sombra, y una de asuntos varios, especialmente polí-
tica, que se llamaba AS.
Fue para mí una salida excelente y decorosa. En verdad
no me había gustado la maestreada. En la Normal llevé a cabo
algunos manipuleos que me salieron bien, pero en la política
grande había visto cosas que me pusieron los pelos de punta.
En especial el encarcelamiento de Carlos Madrazo, del que
hago referencia en otra parte. El periodismo era un oficio
cruento, difícil, pero creí que podría dominarlo, especial-
mente si tenía buenos mentores como el propio Roberto. Él

157
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

había enseñado a mi hermano la profesión de grabador de


rotograbado, o huecograbado, como decía que se llamaba
más propiamente.
El día 3 de noviembre de 1945 me presenté con el jefe
Serna, al que incluso Heriberto y yo hablábamos de “usted”
por tratarse de un pariente mucho mayor, que había triun-
fado en la vida, que era un personajazo y al que debíamos
el mayor respeto como patrón y guía. Me recibió cordial y
amistoso.
—¿Tienes alguna experiencia?
—Bueno, en periodiquitos de Toluca.
—Pues aquí te vas a olvidar de todo lo que aprendiste en la
provincia y a empezar de nuevo.
Tomó de su escritorio unas cuartillas y me las alargó.
—Esta es una editorial que acabo de escribir para AS.
Revuélcalo a tu modo, sólo tomando el tema.
Serían las cuatro de la tarde y estábamos en su oficina de
los altos del edificio de Artes y Ramón Guzmán, donde tenía
instalados los talleres. Como todo lo suyo, el despacho estaba
compuesto con elegancia y buen gusto; los muebles eran de
caoba, el escritorio bien tallado, con cubierta de paño verde. En
las paredes lucían las mejores portadas de sus revistas; es decir,
aquellas que podían hablar bien de sus éxitos tipográficos. Había
una mesa pequeña, con una máquina mecánica, donde me puso
a escribir. Vi con extrañeza que me dejara en su propia oficina,
hasta que me dijo:
—Ya luego te buscaré otro acomodo. No te muevas de
aquí, regreso como a las nueve de la noche.
Toda la tarde trabajé en un escrito que de cualquier manera
no se publicó. Ni estaba destinado a ello. Volvió Roberto a la
hora prevista y leyó rápidamente mis párrafos.

158
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Bien —dijo—, parece que tienes facilidad. Mañana te


presento con Fernando (Morales Ortiz) para que empieces a
trabajar en Novelas.
Iba a despedirme cuando me indicó:
—No, no te vayas. Espérame un momento.
Abrió una muy disimulada puertecilla en el más apartado
rincón del despacho y luego lo oí subir por una escalera, hasta
que se perdieron sus pasos en la altura. Más tarde supe que
en esa parte del edificio tenía su garzonier, muy bien puesta y
ajuareada. Tiempo después, cuando yo velaba formando revis-
tas con el maestro Kaskabel, por las noches oíamos subir a
Roberto con la mujer en turno. Como necesariamente debía
pasar frente a nuestra oficina y por lo común la chamaca no
deseaba ser descubierta, Serna se adelantaba, se metía a pla-
ticar con nosotros unos minutos, cerrando previamente la
puerta... y entonces escuchábamos claramente los tacones
femeninos que iban rumbo a su despacho y, naturalmente,
con destino al leonero. Poco después el hombre se despedía
de nosotros.
Aquella primera noche de mi estancia en la Editorial
Serna, Roberto bajó de su sancta sanctorum muy limpio y acica-
lado, y me pidió que lo acompañara. Fuimos primero al Café
Tacuba a tomar un leve refrigerio, “café con soletas”, como
él decía.
Posteriormente me llevó al Teatro Lírico, compró asientos
de primera fila y programa en mano nos acomodamos. Pensé que
se trataba de una vulgar invitación a la tanda y que, muy proba-
blemente, esa noche no tendría algún amigo que lo acompañara.
Luego pude darme cuenta de por qué los muchachos del taller
decían con sorna: “El Jefe Pata compra boletos de primera fila
para irle a ver las piernas a su mujer”.

159
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Esto del Jefe Pata era en función de su estatura. Roberto


pasaba del uno ochenta y en realidad tenía una cierta deformi-
dad: la caja del cuerpo cuadrada y corta, y las piernas largas y
f lacas. Cuando llegaba al taller subía las escaleras corriendo y
de tres en tres escalones. De ahí le vino el remoquete de Jefe
Pata Larga y después, acortado, Jefe Pata.
Cuando terminó la función me llevó a buscar a su mujer,
de la que efectivamente habíamos visto las bellísimas piernas
durante el desarrollo del programa. Se trataba de Amparito Aro-
zamena, blanca y muy dulce, aunque con la voz un tanto ronca,
tirando a varonil. Me presentó con ella y los tres fuimos a cenar
chilaquiles al café Principal.
Desde esa noche y durante seis años no habría de
separar­me ya de Roberto... hasta que lo fui a enterrar.
El abuelo Silviano García, clásico descendiente de gachu-
pines, tenía los ojos verdes y era de tez blanca y pelo tirando a
rubio. Comerciante acomodado, se casó con dilecta señorita de
la mejor sociedad calimayense, doña Daría de la Serna, educada
en el famoso Colegio de las Vizcaínas. Nacieron de este matri-
monio, de gente bien, siete hijos: Armando, el mayor, que se
dedicó a la imprenta y el periodismo; Silviano que, siguiendo
las orientaciones del doctor José de la Serna, tuvo por oficio el
de boticario; Celia, mi madre; las tías María, Daría y Carmen;
finalmente, Jorge, que se entregó de lleno a la ebanistería y... al
trago. Fue la excepción (respecto a que hablamos de una fami-
lia bien) y por ende, la oveja negra.
El primero en casarse fue mi tío Armando, con hembra
alta, garrida, pero muy morena y vástaga de una familia campe-
sina que, aunque también llevaba el apellido García, no osten-
taba los blasones de don Silviano. Se casó en seguida Silviano
chico con bellísima mujer, en grado de sobresaliente, de pelo

160
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

oscuro y tez muy blanca, miembro de una familia de blasones


y buena reputación.
En otros términos, Armando se casó con Martina, hija de
un tal Rafael García que —para principio de malas cuentas—
cohabitaba con tres hermanas que habían aceptado integrar un
harén, en tanto que Silviano lo hizo con Joaquina López, cuya
familia presentaba, además del color del armiño, muy buenas
credenciales en cuanto a moralidad.
Negra la piel y oscuros los antecedentes, Roberto, el hijo
de Armando, salió prietito, y Guillermo, chamaco de Silviano,
apareció de pelo rubio, tez blanca y ojos claros. Desde ese
momento Silviano, el viejo, empezó a discriminar al pobre de
Roberto. Aun cuando ya tenían uso de razón los dos niños, el
malcriado abuelo se hartaba de decir acerca de Guillermo:
—Éste sí es mi nieto —y señalaba a Roberto —Ese pina-
catito no.
La actitud discriminatoria del abuelo se ref lejó y repro-
dujo en toda la familia. No aceptaban a Martina, a la que acu-
saban, entre otras cosas, de no llevar una vida muy ordenada,
que solía ponerse unas borracheras de órdago, que cuando mi
tío Armando llegaba a comer la encontraban ahogada y sin que
hubiese prepara­do ni un plato de frijoles. Al cabo del tiempo
estimularon los amores del tío con una muchachona de la ca­pital.
Hasta mil novecientos veintitantos mi tío Armando tra-
bajó en una imprenta de Toluca donde, por cierto, se hacía un
periodiquito dirigido por el maestro Heriberto Enríquez que
en 1911 se opuso a los afanes impositivos de Madero, empe-
ñado en llevar a la silla gubernamental al aristócrata Medina
Garduño. Respecto a mi tío Armando, algunos amigos del
gremio lo instigaron para que dejara la provincia y se fuera a
México.

161
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Finalmente lo hizo. Entró a la imprenta de El Universal y


pronto se llevó a Roberto, pero no a las cajas porque el mucha-
cho, que ya mostraba una imaginación muy despierta y excep-
cional audacia, prefirió aprender el linotipo de Mergentahler.
Poco después, cuando llegaron a México los primeros inter-
tipos, se dedicó en cuerpo y alma a este nuevo componedor
tipográfico, del que llegó a ser uno de los mejores operarios.
En efecto, cuando a fines de los veinte ingresó a La Univer-
sal, una famosa imprenta que estaba en la Plaza de Villalon-
gín, compitió en un concurso de velocidad en el intertipo y lo
ganó, con gran ventaja sobre sus rivales.
Era Roberto un hombre de gran personalidad, carismá-
tico como dirían ahora, excelente conversador, que dominaba
a maravillas el arte de contar cuentos de color o anécdotas
chispeantes. Alto, moreno, de elegante figura, pronto se hizo
de amistad con las vedetes de moda, los galanes del cine y,
sobre todo, con un grupo de políticos de la vieja guardia obre-
gonista vueltos a la circulación por el cardenismo conciliador.
Fue ayudante de un diputado Baca Solorio, quien lo recomendó
al presidente para que se hiciera cargo de la regencia del taller
tipográfico de la Penitenciaría.
Entonces se ligó, de una manera más práctica, con Enrique
Liekens y Luciano Kubli, con quienes estableció, en las calles
del doctor Jiménez, la Cooperativa de Artes Gráficas Unidas.
Esto fue a fines de la década de los treinta, cuando mi hermano
Heriberto, el Chato, llegó a trabajar con él. Roberto lo puso en
manos, precisamente, de Arturo Kubli, de quien el Chato fue
ayudante en el departamento de grabado.
Roberto fue un hombre de genio y un innovador dentro
de la imprenta comercial. En el momento en que ostentaban el
monopolio del rotograbado los Talleres Gráficos de la Nación,

162
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

la Cooperativa Cuauhtémoc y el Excélsior, Roberto propició los


afanes de un señor Castillo, quien demostró que podía cons-
truir prensas de ese tipo en nuestro país, hasta llegar al roto-
grabado cromático.
El taller del Dr. Jiménez y de las Artes, que abrió un poco
después, rompieron el monopolio y abatieron los precios de ese
tipo de impresión gráfica. Sayrols inmediatamente se pasó con
Serna y el coronel García Valseca le mandó a imprimir el cele-
bérrimo Pepín. Para poder sacar adelante el trabajo que se le vino
encima, Roberto no dudó en preparar a nuevos operarios, pues
resultaba imposible quitarles los suyos a empresas tan bien esta-
blecidas como las ya mencionadas.
Roberto abrió fuentes de trabajo o contribuyó a que se
abrieran y capacitó a una gran cantidad de obreros en la rama
tipográfica del rotograbado. Fueron familias enteras como los
Allard (Agustín, Pepe, Javier y Felipe), los Cajiga (Esteban y
Guty), los Casillas, principalmente Raúl, Cecilio Caballero... en
fin, resultaría larga y tediosa la lista completa de aquellos que
muy posiblemente no hubiesen recibido una oportunidad por
lo cerrado del círculo, casi artesanal, de la impresión gráfica
en los talleres entonces existentes. Como siempre, unos se lo
agradecieron y aún lo recuerdan, otros fueron ingratos y ya se
olvidaron de él. Dicen que los explotó, quizás, pero les dio un
oficio del que acabaron por vivir muy amplia y cómodamente.
En lo que a mí respecta, no tuve muy buena acogida por parte
de mis jefes inmediatos superiores de Novelas de la Pantalla: el
atildado y puntilloso Fernando Morales Ortiz y el gruñón refu-
giado Santiago Muñoz, que eran respectivamente el director y
el jefe de redacción de la revista, tal vez por aquello de que
Serna me estaba presentando como su primo. A su parecer, me
había ganado la chamba por inf luencias y lo más probable era

163
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

que no sirviera para nada. Me dijeron que viera si podía ir orga-


nizando el archivo de fotos y que cuando necesitaran algún
reportaje que estuviera en condiciones de hacer, me avisarían.
La colección gráfica era un revoltijo tremendo y para empezar
lo único que pude hacer fue separar individualidades de gru-
pos. No más.
Fernando Morales Ortiz era un tipo joven, muy cabezón,
con la melena rizada, tez clara, ojos oscuros y en general fac-
ciones regulares. De buena estatura y enorme presunción. Muy
buen escritor y crítico de cine, se le consideraba uno de los
periodistas de espectáculos más importantes de su tiempo,
junto con Roberto Cantú Roben, el Duende Filmo, Ángel
Alcántara Pastor, Vicente Vila, Osvaldo Díaz Ruanova y otros.
Para ser director de una revista que estaba destinada a boleros
y gatas, resultaba demasiado susceptible. Por ejemplo, nunca
admitió que trabajara con él Jorge Vidal, el Gordo, sólo porque
este muchacho aparecía en las historietas fotografiadas del Pepín.
José G. Cruz empezaba a utilizar, en lugar del dibujo, secuencias
fotográficas y junto con Roberto Ramaña, en papel de gángster,
su otro héroe era Vidal en el papel de inspector policiaco. Esto,
Morales Ortiz lo consideraba una especie de deshonra para un
periodista, no importaba que el Gordo supiese de las intimida-
des del cine más que un ratón de su troje.
Por cierto que en aquellos días Morales Ortiz había sufrido
un incidente muy comentado en los círculos cinematográficos.
Publicó una crítica del filme Bugambilia, en el que acusaba la deca-
dencia del Indio Fernández, por lo melodramático, cursi, empa-
lagoso y mal trazado de la película. En una de tantas reuniones
que había entre cineastas, Emilio no sólo le reclamó la crítica
por considerarla injusta, sino que le propinó formidable puñe-
tazo. Tomando en cuenta el peso de los posibles contendientes,

164
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

el Indio era completo y Fernando apenas llegaba a pluma. No


había lugar a pendencia, dado el carácter manso y pacífico de
Morales Ortiz. Por ello siempre se juzgó tal acto como un abuso
de Fernández, por su ferocidad y sus arrebatos criminales.
A partir de que ingresé a Novelas, fue poco el tiempo que
estuvo Morales Ortiz en la dirección.
Santiago Muñoz era un personaje chaparrito, mal encara­do
y descompuesto, en alto grado de deterioro, más que por la
edad, por los sufrimientos que había padecido durante la Gue-
rra Civil española y el éxodo de su patria. Casi totalmente
calvo, no podía ser menos que frentón, de cejas pobladas como
la mayor parte de los gachupines; ojos pequeños, hundidos,
simiescos y nariz en discreta consonancia con los ojos. Aun-
que ya tenía cinco o seis años en México, conservaba intacto
el acento. Era también un notable escritor; yo le conocí varias
novelas que nunca llegaron a publicarse, quizás por su estilo,
muy teatral para la época, aunque pudo haber hecho estupen-
das telenovelas y radio.
Aburrido de la poca faena, paseaba yo por los corre­dores
tratando de matar el tedio cuando cierto día me sorprendió, con
las manos en los bolsillos, el maestro Alfredo Valdés Leroux. Lo
saludé muy atento y entonces se detuvo para preguntarme:
—Tú eres el hermano de Heriberto, <¿no?
—Sí, señor.
—¿Qué estás haciendo ahora?
—Prácticamente nada... el señor Morales Ortiz no me da
chamba.
—¡Carajo! —tronó— ¿y por qué chingados no me lo habías
dicho?, con esa timidez no vas a llegar a ninguna parte. Sí, claro,
te vas a morir pidiendo limosna en el quicio de una puerta.
¡Vente!, ahora vas a trabajar conmigo...

165
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Alfredo Valdés era el director artístico de la empresa; for-


maba todas las revistas de Roberto (con excepción de Novelas de
la Pantalla) y era el jefe de redacción de la revista Nuevo Mundo,
que entonces editaba Miguel Alessio Robles. Originario de Vera-
cruz, venía siendo pariente de Miguel Alemán y en verdad se
trataba de un personaje. Además de dominador del oficio, era
alegre, jocundo, lépero, en fin, como él mismo acostumbraba
decir: “rumbero, jarocho y trovador de veras”. Por otra parte,
su seudónimo como caricaturista era Kaskabel, con dos “k”,
lo cual daba la connotación perfecta de su carácter. Cuando
se hizo novio de una mujer muy fina y educada, siempre me
estaba diciendo: “Alfonsito, cuando oigas que digo otra chinga-
dera por favor me rompes el hocico”, “sí, maestro”.
No pasó ni un año sin que me acomodara con Muñoz y
con el maestro Kaskabel, de tal modo que llegué en ese tiempo
a jefe de redacción de Novelas y a secretario de información con
Valdés. Ya he dicho que Muñoz hacía Novelas, Valdés confec-
cionaba el AS, un señor Ortigoza dirigía el Beisbol y parece que
Esparcita Arellano se encargaba de Sol y Sombra, publicación que
murió casi al tiempo en que yo llegaba a la editorial. El resto
eran títulos que Roberto sólo imprimía en maquila.

166
Las enseñanzas de un don Juan

Aunque Roberto Serna salió de los talleres penitenciarios para


poner sus propios negocios, siguió teniendo relaciones con los
carcelarios para mandarles maquila cuando el trabajo excedía
sus posibilidades, para intercambiar papel y otros asuntos por
el estilo. Solía mandarme a realizar algunos de estos trámites.
Conocí al nuevo regente y a varios de los reclusos impresores.
Todos me decían:
—Lo que sea de cada quien, manis, siempre creímos que el
jefe Serna era puro farol, un niño bonito. Pero no, de veras se
las trai. Jamás portó un arma aquí en el tambo y eso que tenía
derecho a llevarla. Y siempre nos metió en orden a pura mano
limpia.
Y seguía sin usar armas cuando se atrevió a quitarle la
mujer nada menos que al Tigre Poblano, Maximino Ávila Cama-
cho, a quien al principio de los cuarenta no había político,
militar o civil, que osara tocar en sus intereses personales ni
con el pétalo de una f lor.
Doña Mercedes Pinto, que se solazaba imaginando y des-
cribiendo las tropelías que —le habían contado— cometía el

167
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

gran cacique, aseguraba que en Puebla ver él una muchachita


hermosa y pedir que se la llevaran por la noche a su aposento,
era todo uno. Y que no había Dios ni Papa que se opusieran.
Incluso —alegaba la escritora— hubo padres de familia que
entregaron dócilmente a sus hijas, sabiendo que no les quedaba
otra alternativa. Por lo que toca a maridos, igual, pues el señor
no veía pelo ni color y lo mismo se prendaba de señoritas sol-
teras que de señoronas casadas. Y el que se ponía enfrente no
amanecía en su colchón, como dice la copla.
De estas cosas habla también Ángeles Mastretta en una
novelita publicada treinta y cinco años después de la muerte
del maximón, y a pesar del tiempo transcurrido no se atreve a
dar el nombre del personaje, ni de quienes lo rodearon, así sea
facilísimo descubrir su identidad al instame. Y narra lo mismo
su satiriasis que su satanismo, sus desaforados amores y sus pro-
ditorios crímenes.
Fue precisamente por el año cuarenta cuando Roberto le
quitó a su mujer —no digo a su esposa, que conste—, de la que
se declaraba profundamente enamorado: Amparo Arozamena.
Siguiendo su inveterada costumbre, don Max se llevó a
Puebla a la guapísima vedette. Una temporada sobre la que se
hizo lenguas toda la gente del medio teatral, tan chismosa
como las de cualquier modesto vecindario. Pero Amparito, que
era gente de la farándula hasta la médula de los apetecibles
huesitos, le exigió que la regresara a México para seguir dan-
zando y haciendo los sketches que tan bien le salían, le han
salido siempre. Entonces fue cuando conoció a Roberto y se
enamoró de él.
En varias ocasiones los pistoleros de Ávila Camacho tra­
taron de liquidar a Roberto. Una vez, a la salida del Restaurante
Tampico, donde lo estaban esperando para balacearlo; con

168
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

una habilidosa maniobra se les adelantó, les quitó las pistolas


y los tundió a patadas. El hecho fue muy comentado en los
medios político y teatral. Y desde ese momento la epidermis
de Roberto sufrió una baja escal0friante. Nadie ofrecía un cen-
tavo por su expuesta zalea. En efecto, intentaron algunas otras
emboscadas, que siempre fracasaban, ya fuese por el talento o
bien por la suerte del hombre que vio brillar su estrella, hasta
que él mismo la apagó... o se la apagaron cuando los hados ya
no le eran propicios.
Vivió más o menos seis años con Amparo. Tuvo con
ella un hijo. Se lucían ostensiblemente en cabarés, restauran-
tes, balnearios, hoteles de lujo... en fin, ahí donde mejor se
les podía ver. Quizás en los últimos tiempos haya inf luido la
gachupina Conchita Martínez, uno de los últimos amores de
Maximino. Mujer de teatro también, debe haber frenado los
celos del maximón: “Si agredes a ese hombre, es que sigues
queriendo a la mujer”, puede haberle dicho. Y se calmó el agua
para Roberto.
Por lo demás, aquel romance parecía indestructible.
Roberto adoraba a su Amparo. Amparo estaba endiosada con
su Roberto. No se casaron, pero tampoco les hacía falta el
papel. Se amaban y ya. Roberto estaba también prendado de
su hijo, de Juan Antonio, Yantotó, a quien siempre traía, a su
lado, en el Buick azul, montadito a horcajadas en el brazal que
ya entonces tenían los coches a la mitad del asiento delantero.
Pero otra vez, unos muslos prodigiosos hicieron que
Roberto se olvidara de todo, de la mujer y hasta del hijo. Roberto
no fue un “picaf lor” de ésos que suelen pasar sobre muchas
mujeres como gallos, pisando y corriendo. Él las amó verda­
deramente a todas, intensamente, con una pasión real que nunca
hubiera podido fingir. Cada una era la última, la más querida,

169
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

la insustituible, la que verdaderamente había agotado todas las


fuentes de su deseo y la potencia de su alma. Y se lo hacía creer
a ellas, porque era definitivamente sincero, convincente. No
sabía representar una farsa; actuaba, sí, pero como se actúa en
la vida práctica y no en el teatro. No hubo una que yo le cono-
ciera con la que no viviese al menos unas cuantas semanas de
volcánico idilio.
Creo que su primer romance notable en el medio teatral
fue con la vedette Chelo Villarreal. En el álbum de fotos que me
heredó, Roberto está varias veces retratado con ella durante
excursiones a las que solía llevarla con frecuencia. Era una
mujer alta y morena, hermosa y bien formada. Tuvo su época
y su prestigio. Luego se lo ganó la blancura nacarada, las pier-
nas excepcionalmente fraguadas en la escultura viva que fue
Amparo. Y Amparo perdió frente a los muslos mórbidos y ape-
titosos de Meche Barba.
Siempre había un motivo o un pretexto para cambiar de pareja.
Considero que rara vez fue el rostro. Roberto era fundamental-
mente sensual y después de todo en ese ambiente, unas más otras
menos, todas poseían rostros gratos y dotados de algunos atributos
de hermosura real. La cara de Amparo era alegre, poseía una son-
risa encantadora, bonitos ojos, nariz correcta, cutis de rosa, la voz
ronca. En cambio Meche era de rostro duro, anguloso, de pómulos
muy pronunciados, casi mongoloides, como ciertas mujeres rusas.
Había quien no la consideraba hermosa de cara, pero en cambio,
de cuerpo... no en balde fue una de las rumberas más célebres del
cine y produjo verdaderos ardores entre los fanáticos del movi-
miento de caderas. No sé por qué se enojó con Vicente Vila por
publicar que bailaba la conga con “experiencia matrimonial”. Yo
hubiera dicho que lo hacía con “furor hawaiano”. Y por lo que toca
a su experiencia, no era precisamente matrimonial.

170
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Meche Barba, chica modesta que, junto con su hermana


Carmen, trabajó desde muy pequeña en el circo o en la carpa y
trotando por el mundo sin escuela debido a la vida trashumante
del padre, acabó por aprender mucho con Roberto, quien tam-
bién estaba en el punto más alto de su madurez mental y física.
Sin tratar de enseñarle directamente, que es el grave error de
todos los maestros, la aleccionaba en lo que podía a base de
chistes, cuentos, chascarrillos, anécdotas. Siempre tenía uno a
f lor de labio... o buscaba la forma de pintar a sus semejantes con
una sola pincelada de humor. Otras veces procurábamos hablar
frente a ella, en la tertulia familiar, de cuestiones li­terarias, de
ciencia viva y actual, de cuestiones de política propia y ajena.
Pese a su vida en la farándula, a su actuación como estrella
cinematográfica, en el fondo Meche era bastante tímida. Por
ejemplo, en cuanto le ponían un micrófono enfrente comen-
zaba a temblar como azogada. En el set había micrófonos, pero
ella no los veía, de modo que en el fondo se trataba de un
problema sicológico. Era el aparatito el que la ponía febril, bal-
buceanre y tartamuda.
Roberto compró entonces una grabadora, aún en la etapa
del alambre, para hacerla hablar frente al micrófono y que así
se le apagaran los complejos. Yo le preparaba pequeños dis-
cursos y Santiago Muñoz pergeñaba algunas piezas dialogadas,
cortas, de algo que se podría llamar radiocuentos y la obligá-
bamos a decir aquellos parlamentos para que se percatara de
que el micro no comía y de que, además, su voz sonaba en la
grabación con agradables timbres.

171
Un churrito más que deja un idilio roto

Aprovechando que durante la Segunda Guerra Mundial Hollywood


había perdido mundo, puesto que su producción además de baja
era monocorde —el tema bélico—, los produc­tores cinemato-
gráficos mexicanos invadieron mercados, si bien dicen los crí-
ticos que no en la forma ni con la intensidad que debieron, ni
con la calidad que era necesaria para conquistar y conservar los
territorios ya ganados. Yo creo que la maniobra se hizo con bas-
tante donaire: lo mismo se rodaron obras reputadas como de arte
hasta en Rusia, que una bola de churros intrascendentes, pelícu-
las comerciales que de todos modos eran pedidas por aquellos
públicos ignaros de nuestro subdesarrollado subcontinente.
El caso es que eran filmadas muchas películas, pero nadie
invertía un centavo en la producción, <¿por qué?, muy sencillo,
porque todo se hacía a base de anticipos. La compañía pla-
neaba un filme, ya tenía el argumento, cualquiera, pero en
especial de charritos farolones, de rumberas piernudas y nal-
gonas, de gángsters malditos y villanos, o de familias púdicas y
desgraciadas; se escogía el reparto y se enviaba mensaje atento
a los exhibidores del sur de Estados Unidos, siempre lleno de

173
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

chicanos, o bien, de Centroamérica, Suramérica, el Caribe y


las Antillas. Los exhibidores calculaban con base en el arrastre
de los artistas, pues el argumento les valía lo que se le unta al
queso: chile. Y si consideraban que las estrellas eran de jalón,
anticipaban dinero al productor, quien de inmediato recibía
varios cheques gordos.
Con este dinero el magnate del celuloide tomaba la
mayor parte (se compraba uno o dos edificios de apartamen-
tos u otros bienes raíces) y con lo que quedaba hacía la pelí-
cula, siempre de bajo presupuesto. Así fue como en aquellos
tiempos se rodaban bodrios en tres semanas, con un direc-
tor Morales (o inmorales), desaprensivo, comerciante, sin la
menor ética artísti­ca, que plantaba una o dos cámaras y ponía
a parlamentar a los actores como les diera la gana, con tal de
que siguieran el “guión”.
Desde luego, si los exhibidores juzgaban que el reparto no
era lo suficientemente atractivo para garantizar el retorno del
dinero a la propia escarcela, por conducto de las taquillas de
sus cines, contestaban al proponente que su idea no les intere-
saba. Y la película no se hacía, pues ya hemos dicho que nadie
osaba invertir un quinto de su propio bolsillo.
Fue la época en que doña Matilde Landeta consiguió que
le dieran la patente de directora, pues hasta entonces sólo
hacía alguna que otra asistencia. Y para debutar se embarcó en
una empresa muy difícil: llevar a la pantalla un libro histórico
y feminista de don Pancho Rojas González, Lola Casanova, que
como novela estuvo destinada al éxito y como película nació
para el fracaso.
Digamos en líneas generales que esta Lola Casanova, per-
sonaje de la vida real en tiempos de la Nueva España, fue una
chiquita popis que, viajando por Sinaloa, cayó en manos de

174
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

los indios pelangoches de la tribu Seri, infeliz y depauperado


grupo étnico que ya entonces andaba tocando los límites de la
extinción, aunque conservaba algo de su añejo orgullo. Como
sus familiares se tardaron en ir a rescatarla, Lola no tuvo más
remedio que pasar a formar parte del harén de Coyote Iguana,
el cacique principal de la tribu. Ambos empezaron a progestar
vástagos, por aquello de que “casamiento de parias, fábrica
de encuerados”. Así fue como la Lola se adaptó a esta nueva
gente y ya no quiso regresar con los suyos; antes bien consi-
guió que el topil seri se conchabara con ella hasta convertirla
en una especie de reina madre y contraparte caciquil, que
hizo un extraordinario papel a favor de sus desvalidos parien-
tes indios.
En realidad el único papel importante de la trama era el
de la Casanova. Además, muy difícil. Requería de una actriz
de polendas, con muchas tablas y aptitudes, ciencia y pupila,
en resumen, una verdadera actriz. Calcúlese: debía matizar
convincentemente la vida de una mujer que empieza siendo
una niña hueca e insustancial, consentida y vana, hecha a la
soberbia española de las nobles cimarronas que se creían más
importantes que las peninsulares, precisamente porque eran
menos. Luego es la mujer pretendida por un jefecillo indígena
que, junto a los potentados con los que Lola estaba acostum-
brada a vivir, no era más que un miserable individuo prieto,
trompudo y feo como lo fue Coyote Iguana. Pero ella, derro-
tada por la adversidad, admite ejecutar el más inaceptable de
los sacrificios: abrirle las piernas en un petate.
De ahí, la protagonista pasa a la obligada maternidad y a esa
evolución difícil de representar de la mujer inadaptada que ter-
mina por amar al marido indeseado, adorar a los hijos sin medi-
tar sobre su procedencia y, lo más importante, querer de manera

175
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

entrañable, comprender y socorrer a los desdichados seris, muy


próximos a ser borrados del mapa. Hoy, según parece, sólo queda
una docena para entretención morbosa del Instituto Indigenista
y esas entelequias. En fin, Lola termina por amar a los aboríge-
nes que el cielo le ha deparado y emprende una heroica lucha
para ayudarlos y enaltecerlos, a pesar de sus propios hermanos
de raza, contra ellos y, en ocasiones, teniendo que mendigar de
éstos su solidaridad hacia la pequeña tribu. De niña cursi a mujer
de temple en grado heroico. No más.
Doña Matilde acudió al productor, Gregorio Wallerstein,
si la memoria no me falla, presentándole la adaptación cine-
matográfica y el reparto. De seguro que a la cabeza del mismo
aparecía el nombre de una verdadera actriz. Es posible que ese
productor hiciera la propuesta correspondiente a los exhibi­
dores continentales, pero lo evidente es que se negaron a enviar
un centavo. Alguna vez entrevistamos a doña Matilde y nos dijo
que posiblemente Lola Casanova ya no se filmara y que estaba
pensando en pedirle prestado un argumento a Juan Orol. Pero
seguía en pláticas con el magnate de Filmex. Se volvió a leer la
historia y al comentarse algunos detalles sobre el vestuario se
tocó un punto del mayor interés. Sí, como mujer principal de la
tribu, la heroína debía ponerse una vistosa faldilla de plumas de
pelícano que descubrían una buena parte de sus muslos.
—¿Muslos, dijo usted?
—Sí, muslos.
—Entonces ahí está la solución. Si de muslos se trata pon-
dremos a la mujer que está llenando las taquillas americanas
con cerros de oro: Meche Barba.
No nos consta, pero es muy probable que doña Matilde
abriera tamaños ojotes de admiración y sorpresa: ¿cómo?,
¿<cómo una rumbera? Aunque no estaba dispuesta a negar

176
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

aquello de los muslos, éstos no tenían rol en la película, no


iban a actuar. Don Pancho Rojas jamás había dicho que los
remos bajos de Lola Casanova fueron unos muslos de fan-
tasía. Ni necesitaban serlo. Incluso si la intérprete poseía
piernas de chichicuilote, nada tenían que ver con la historia.
Pero todo aquello carecía de importancia si se tomaba en
cuenta que un reparto encabezado por Meche haría f luir los
chorros de dinero hasta las arcas del productor. De modo que
¡Meche y ya!
Desde don Pancho Rojas hasta el último reportero lanza-
mos un ¡ah! Pero yo al menos pensé en que hacer un papel de
esa naturaleza favorecería a la querida de mi pariente. Quizás
aprendiese a actuar, cosa difícil con doña Matilde, que si bien
era una excelente técnica, como maestra de actuación y direc-
tora de escena no andaba en un nivel muy conveniente. Ella se
había hecho en los estudios y entre máquinas. Nada más.
Claro que el productor siguió pensando en el reparto,
con esa mentalidad “anticipera” tan necesaria. ¿Y el héroe?,
¿ese Coyote Iguana, qué, cómo andaba vestido? ¡Qué vestido
ni que nada! Apenas un pobre taparrabo y una diadema en el
pelo. Le brillaron los ojos al productor, ¡ya está! Meche con
sus muslotes y Armando Silvestre con su musculatura de cam-
peón, máxime que después de pasarse la vida en los Baños
Aragón, en trusa y levantando fierros, pues ya estaba bien
curtido por el sol y, aunque gachupín, podría pasar por cons-
picuo miembro de la raza de bronce. Bronceado, pues.
En esos días se estaba lanzando de galanazo al joven atleta
que, si bien tenía un cuerpo como para míster universo, en
cuanto a la actuación andaba (y anduvo) del brazo por la calle
con Meche Barba. Me decía Santiago Muñoz:

177
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—¡Coño! Fíjese que este Armando es nieto de Miguel Fer-


nández Silvestre, un general colonialista muy valiente pero
muy bruto. Fue el que allá, a principios del siglo, se lanzó a
castigar al Rif en Marruecos. Se llevó a todo el ejército español,
penetró muy profundo, pero muy insensatamente, en un terri-
torio infestado de rebeldes, y cuando volteó la cara ya estaba
copado, sin salida y sin remedio. Ahí se acabó toda la tropa. Fue
uno de los desastres más costosos que ha sufrido España. Tanto
que hasta el trono se perdió. Precipitó la abdicación de Alfonso
XIII y la dictadura de Primo de Rivera.
Eso realmente me importaba un cacahuate. Lola Casanova
iniciaba su viacrucis hacia la churrería y ya nada podía sal-
varla. De todo el reparto la única gente que tenía noción del
arte de Thalía era Isabela Corona. Muy poca cosa. Eso sí, el
resto era de lo más auténtico y respetable, es decir, los lugares
de filmación, que serían en la mera Sinaloa y sus preciosas
playas, exactamente donde los seris de veras se habían muerto
de hambre. Todo el personal se trasladó a Mazatlán y a mí me
comisionó Roberto para que hiciera un gran reportaje de la
filmación.
Desde un principio me di cuenta de que los muslotes y
el musculatorio estaban haciendo su efecto. Además del calor-
cito, que en esa época azotaba las playas sinaloenses en pleno
verano, se calentó el ambiente, se caldeó la película, se exci-
taron los muslos, se enardeció el musculatorio; se abrieron los
muslos, se engarrotaron los músculos y pronto se vio que se
trataba de un Coyote con toda la Barba y una Iguana que por las
noches —como diría Tenesee Williams— se tostaba en el horno
de la concupiscencia.
Yo regresé antes para publicar el reportaje. Por cierto
que había cargado con las instrucciones de darle mucho caché

178
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

a don Armando el Silvestre. Desde luego, no osé decirle a


Roberto que, por primera vez en su vida (al menos en lo que
yo conocía) se le estaba abultando peligrosamente la frente.
Máxime que, seguro lo que se dice seguro, no podía yo estarlo.
Noté durante la filmación, en el restaurante del hotel, etc., que
Mando y Meche estaban cachondos, pero me fue imposible
acompañarlos a esa cama común de que ya se hacían lenguas
todos los muchachos del staff.
Meche no se anduvo por las ramas. Regresando le con-
fesó a Roberto el amor que, en grado de incandescente, había
concebido por el joven y musculoso galán. Se separaron. Y se
puede comprender sin dificultades que el hombre se quedara
caliente y picado. Pero, ¿<qué podía hacer en contra de ella? No
era su esposa, los cuernos resultaban apócrifos, postizos, aun-
que de todos modos Meche era “su mujer” a los ojos de todo el
mundo, y de repente le daba el esquinazo.
Roberto quiso desquitar su coraje con Silvestre. Yo lo
comuniqué con él por teléfono, suponiendo que a Serna no le
iba a contestar. Pero hablaron. Sólo puedo decir, porque sólo
eso supe, que Roberto invitó a su rival a una entrevista, en los
alrededores de Chapultepec y que el muchacho (de la película)
no acudió. Y creo que hizo muy bien.

179
Una magnífica pista... la del circo

En 1945 regresó a México el Circo Atayde Hermanos, después


de una gira de veinte años por Centro y Sudamérica. Creían
que su estancia iba a ser breve. La verdad es que les iba muy
bien en las regiones ístmica y austral, en cuyos senderos se
había quedado Francisco Atayde; pero Manuel, el mayor de los
hermanos, no quería morir sin antes sentir nuevamente el calor
de la patria. Un año después se le cumplió su voluntad a este
formidable, jocundo y carismático payaso.
El caso es que a su llegada los Atayde ya sólo conocían a los
viejos cirqueros y ferieros, a quienes solicitaron les recomen­
daran gente del negocio. Y al circo fue a dar Nacho Paniagua para
manejar el servicio eléctrico y el equipo sonoro, asuntos en los
que era especialista. Para los menesteres de la energía se llevó a
Ezequiel Mora, el Popochas, y para la animación del espectáculo a
Benjamín Navarro, el Tibico, quien, como decía Nacho utilizando
una de esas palabras de su invención, era muy catarrín. Así les
llamaba a quienes tenían una acendrada afición al chupe.
A esas alturas ya Salvador Paniagua, el fraterno de Nacho,
había destripado totalmente en la política. Recorría el país

181
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

visitando a los cuates de la Confederación de Jóvenes Mexi-


canos, quienes solían aposentarlo y darle alguna que otra
chambita. Como estupendo locutor que fue siempre, presen-
taba algunos programas radiofónicos; como extraordina­rio
orador, animaba los mítines; como declamador, entretenía
a las familias lugareñas. Nunca había probado sus habilida-
des como animador de espectáculos, pues era un retórico
serio.
Pero resulta que Navarrito, el Tibico, cuando agarraba la papa-
lina era constante, por lo menos se pegaba a la botella una semana
o más. Y como la diosa casualidad siempre se muestra propicia
a esta clase de incidentes, en los que les tuerce y destuerce el
existir a los infelices mortales, resulta que Salvador hizo parada
en México uno de esos días en que Navarro navegaba en gran-
des profundidades etílicas. Nacho trataba de salir del mal paso
improvisando ínfimas locuciones, de modo que cuando vio a
su hermano lo consideró como caído del cielo y le ensartó sin
más trámite el micrófono.
Chavita improvisó el primer día. Pero tenía su pundonor,
escribía con regular estilo y era capaz de manejar elegante, fina y
retóricamente el lenguaje, de modo que al otro día por la mañana
se entrevistó con los artistas y les preguntó sobre la forma que
deseaban los presentara. Se lo dijeron, redactó eslóganes afortu-
nadísimos y esa noche el director artístico, que era don Aurelio
Atayde, ni siquiera se apareció en la pista. Detrás de un waff le de
sonido se quedó embobado escuchando cómo Paniagua le daba
al espectáculo un contenido, un calor, un dinamismo, un juego
verbal que jamás había tenido. Habló con Nacho:
—Oiga usted, Paniagua, este locutor, ¡qué bueno es!, <¿de
dónde lo sacó?, <¿cuándo lo contrató?

182
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—No lo contraté, don Aurelio, es mi hermano y sólo me


vino a dar una manita mientras regresa Navarro que, usted sabe,
está un poco enfermo.
Don Aurelio confesó que le gustaba más Salvador, y eso
que Navarrito de ningún modo era un maleta. Tenía una voz
excelente, aunque le faltaba la cultura y la preparación de
Chava. Pero, de todas formas, Nacho creyó conveniente hacerle
algunas aclaraciones al señor Atayde:
—Es que, de veras, don Aurelio, mi hermano no se dedica
a estas cosas; él es político, esa es su carrera.
Pero don Aurelio se montó en su macho: quería a Salva-
dor. Más tarde insistió también el menor de los Atayde, quien
era el gerente de la compañía circense.
—Quieren que te quedes en lugar de Benjamín —le dijo
Nacho, a lo cual Salvador tenía que replicar:
—¡Estás loco!, ¿cómo le voy a hacer eso al Tibico? No, de
ningún modo. Además, yo tengo mis compromisos.
La verdad es que no tenía ninguno y por lo menos durante
lo que restaba del gobierno de Ávila Camacho, en política,
no iba a levantar cabeza y puede ser que mucho menos en
los seis años siguientes pues ya se sabía que, en efecto, el
candidato era Miguel Alemán, en contra de quien el grupo
de Rojo Gómez había luchado abiertamente. El verdadero y
único obstáculo no podía ser más que Navarro. Pero Nacho
era hombre de recursos:
—¡Hombre!, si ya sabes que a Benjamín lo tengo en otras
cosas. Estaba en el micrófono a falta de algo mejor. Por él ni te
preocupes, chamba no le ha de faltar.
El propio Navarro ratificó que no le gustaban el micró-
fono ni la animación circense:

183
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Oye, palabra, es una esclavitud. Yo soy feriero, no


locutor.
Salvador Paniagua decidió contratarse con muy buen
sueldo, por un año. Después ya vería. La temporada de México
estaba a punto de terminar, de modo que sus primeros pasos
dentro del espectáculo circense los dio haciendo la gira por el
interior de la república que, entonces, por falta de carreteras,
se hacía lo mismo en tren que en barco, en camiones de redilas,
en lo que se encontraba a la mano. Y por ello encerraba mayor
romanticismo, era más clásica para un trashumante grupo de
saltimbanquis.
Yo me incorporé poco después, aunque ya había tenido
algún acercamiento previo. El primer personaje del circo al
que conocí de cerca fue a Aurelio Atayde García, cuyo nom-
bre de combate, Bellini, estaba relacionado con el cariñoso
que se confiere a los Aurelios, es decir, Bello, como lo lla-
maban todos sus familiares. Sólo que tanta belleza no le
satisfizo y lo reformó con intenciones latinistas. En ese 1945
era un chamaco, como de diecisiete años bien corridos por
toda Améri­ca. Aunque nació en Venezuela, sus padres, como
a todos los muchachos del clan, lo habían registrado en el
consulado de México, de modo que era absolutamente com-
patriota.
Como payaso era estupendo y en la vida diaria tenía tam-
bién sentido del humor, si bien lo disimulaba con cierta serie-
dad que más bien parecía timidez. Era delgado, de cabeza grande
y frente despejada, curva, de intelectual, nariz correcta y unos
ojos casi orientales, pero con cierta inclinación hacía abajo que
los hacía parecer tristes. Usaba bigote y tenía fama de galán, lo
mismo que su hermano Jorge.

184
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Nacho Paniagua quería que le hiciéramos un reportaje para


la revista Novelas de la Pantalla, con la idea de que los productores
cinematográficos se fijaran en él y pudieran contratarlo para
alguna película cómica.
Bellini correspondía a la rama Atayde de don Manuel, que
ya maduro se había casado con doña Aurora García. Ella uti-
lizaba este apellido por cierta aprensión familiar, pues real-
mente era Arteche, media hermana de la mamá de Olga, quien
llegaría a ser mi primera esposa (nos casamos por lo civil en
1950). Así es que doña Aurora y don Manuel venían resultando
primos segundos, lo cual no fue obstáculo para que se matri-
moniaran. Ello quiere decir que Olga y Bellini eran primos por
ambos lados, el de don Manuel y el de doña Aurora.
Mi relación más estrecha con el circo se produjo tiempo
después. El primer año de estancia de los Atayde en México,
se conectaron para que les hiciera su revista que se expendía
durante las funciones con un señor Archibaldo Deneken, ampu-
loso y fatuo, empezando por el nombre. Parece ser que este
señor fue el padre de unas cantantes famosas que llevan ese
apellido, pero de ello no estoy muy seguro. Por razones muy
especiales, el trabajo de este editor no satisfizo plenamente a la
empresa. Como por agosto de 1946 Salvador Paniagua me fue a
ver a las oficinas de la Editorial Serna.
—He obtenido la concesión para hacer la revista del circo
y quiero que entremos en sociedad por partes iguales.
—¿También el trabajo?
—Bueno, pienso ayudarte en lo que pueda, pero tú ten-
drás que elaborarla.
Era necesario hacerlo todo, escribir, diseñar. Algo había
aprendido trabajando, a guisa de secretario, con mi maes-
tro Alfredo Valdés Leroux, Kaskabel, pero aún tenía muchas

185
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

deficiencias. De modo que nos pasamos en la confección


del magazine por lo menos tres meses. Fue la primera revista
profesional que hice en mi vida, pero dejó satisfecho a don
Andrés.
Recuerdo que para la historia de los Atayde comenzamos
utilizando un artículo firmado, en la revista Nosotros, por Anto-
nio Sáenz de Miera, el Charro. Sin embargo estoy casi seguro de
que la redacción no era de Antonio, más bien dedicado a ven-
der planas de publicidad. Creo que el texto debe haber sido de
Mauricio Ocampo; el estilo lo denunciaba.
Con Paniagua como animador y yo como ejecutivo del
magazine Atayde, esa temporada de 1946 nos amadrigamos en el
circo durante su temporada larga en la capital de la república,
allá al sur de la avenida San Juan de Letrán. Prácticamente todos
los días nos visitaba un grupo de amigos que acabó por enquis-
tarse alrededor de la improvisada caseta en que Salvador iba
anunciando los números y poniendo música.
Años después resurgió el proyecto cinematográfico. El
sueño dorado de los cuatro hermanos Atayde, desde que cono-
cieron a los cuatro hermanos Soler, siempre fue que se filmara
en México una película con las hazañas circenses de los pri­
meros, en interpretación artística de los segundos. El argumento
se compondría en especial de la prolongada gira de más de
veinte años que los Atayde hicieron por Centro y Sudamérica.
Los papeles estarían distribuidos del siguiente modo: el mayor
de los Soler, Domingo, haría el rol de don Manuel Atayde, que
también era el mayor del clan; Andrés encarnaría a Pancho, Fer-
nando a Aurelio y, finalmente, don Julián sería Andrés Atayde,
el más activo y puede que hasta el más talentoso de los artistas
del circo.

186
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Y la verdad es que incluso en la apariencia física las cata-


duras de los Soler se correspondían con las de los Atayde, pero
para cuando éstos regresaron de su larga tourneé ya ninguna de
las dos familias se cocinaba al primer hervor y los principales
acontecimientos, aquellos que podían entrañar la aventura más
emocionante, el suceso climático, el interés pasional o román-
tico, etc., habían tenido su viva realidad cuando los Atayde eran
jóvenes. Aunque en 1949 y de acuerdo con los milagros de la
cinematografía, a base de trucos, de maquillaje, de ángulos
fotográficos, se consigue devolverle la mocedad a cualquiera;
todavía era posible que los Soler dieran la facha de tener entre
los veinte y los treinta y cinco años.
Pero había que apurarse, porque el tiempo se estaba yendo.
A las insinuaciones del empresario, varios productores cine-
matográficos respondieron que, si quería película, él pusiera
todos los centavos, ya que contratar a los Soler no costaba una
bicoca. Roberto Serna no necesitó que se le insinuaran, sino
que fue a ver a los Atayde y les endulzó la oreja. Claro que tam-
bién pensaba inmiscuirlos directamente en el negocio para que
se pusieran con su cuerno, dándoles a entender, en primera
instancia, que el nuevo productor se encargaría de todo. Y es
que el gerente de la empresa, don Andrés Atayde, fue siem-
pre el más económico de los pudientes del espectáculo. Podría
afirmarse que, más que de Michoacán, era de Monterrey.
Al menos consintió don Andrés que, para ir preparando el
guión argumental alguna persona viajara con el circo, que rea-
lizaba su gira anual por el interior de la república, a fin de que
se le fueran proporcionando los datos cumbre, capaces de ver-
tebrar una interesante trama. Roberto me propuso y los Atayde
aceptaron en virtud de que tenía yo algún tiempo haciéndoles
sus revistas y otros artículos publicitarios. Él, don Andrés, ¡oh

187
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

sorpresa!, se encargaría de los gastos de hospedaje y alimenta-


ción, lo cual no dejaba de ser un pequeño triunfo para Roberto.
Así fue como a pesar de que la cinta nunca se realizó,
terminé por meterme hasta el forro en la vida del circo. Nueve
años trabajé haciendo la revista, aunque mi tía Queta aseguraba
no dejarse engañar: según ella, dada mi chaparrez, yo salía de
enano a la pista, ¡pero con maquillaje!

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Un raro caso de ocaso y acoso sexual

En 1946 a Roberto Serna se le vino encima un movimiento obrero


que no pudo sortear. El Sindicato de Tipógrafos siempre ha sido
fuerte y sus abogados muy habilidosos. Quebró la empresa y un
banco que estaba en la Avenida Juárez se encargó de la liqui-
dación; más tarde la compraron (o tomaron también para jine-
tearla) los González Parra, Díaz Lombardo y demás. Cuando
Roberto sintió perdida la Editorial Serna, trató de salvar Novelas
de la Pantalla y puso la revista a nombre de Santiago Muñoz, que la
dirigía en esos tiempos.
Este Santiago Muñoz merece unas líneas aparte. Español
refugiado, taciturno y de carácter más bien sombrío, poco
dado a las confidencias, apenas pudimos sorprender algu-
nos detalles de su misteriosa existencia. Transitó el éxodo
en condiciones verdaderamente lamentables, con la mujer,
Purita, enferma de tuberculosis. Al ingresar en territorio
francés lo internaron en el campo de concentración de Per-
piñán, donde la mala comida (decía que si la calificaba de
bazofia le estaba haciendo un favor) le destruyó el estómago
y padecía de “pereza intestinal”, rara vez podía hacerle los

189
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

honores al retrete y por lo mismo padecía tremendos dolores


de cabeza. Mi maestro Alfredo Valdés, que había estudiado
unos meses de medicina, era un inveterado recetador. Al ver
que Santiago se atiborraba de aspirinas, le recomendó que
tomara otra cosa:
—Con eso se está acabando de arruinar el estómago. Si lo
que en realidad le molesta es el dolor, mejor tome Alka-Seltzer;
eso le alivia las indigestiones y le quita la cefalalgia.
Pero no le dijo cómo ingerir el medicamento y Muñoz
pensó que las tabletas se tomaban como las pastillas de as­pirina,
pese a que evidentemente son mucho más grandes. Se echó una
a la boca con un trago de agua, intentó tragar... y ya se estaba
ahogando. Por suerte lo hizo en las oficinas y Valdés acudió
oportuno para salvarlo.
Volviendo a Serna, después de la quiebra de su editorial
pasamos tiempos difíciles. Puesto que ya no tenía talleres pro-
pios, mandaba maquilar la revista aquí y allá, gestionando cré-
ditos, echándose algunas drogas encima. Finalmente cayó en la
imprenta de las calles del Mercado, propiedad de una viuda de
Castanedo, no sólo madura sino ya caída del árbol, con hijos
mayorcitos, señora que profesaba una gran simpatía, rayana en
otra cosa, hacia el buen amigo Serna.
—No hombre —atajaba él mis suspicacias— la señora es una
auténtica dama. Yo la conozco, muy honorable, muy decente, muy
religiosa, completamente ajena a las suciedades de este mundo.
Lo que pasa es que su carácter es amable y dulce, aunque muy
estricto. Hace años que tengo tratos con ella y siempre se ha por-
tado de manera impecable.
—¡Bueno!
No se podía decir otra cosa sin pecar de malicioso. Efec-
tivamente la señora daba la impresión de ser una simple nego-

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EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

ciante, bien vestida, pero con discreción pues ya sobrepasaba


el grado circular del jamón simple, y aunque era o había sido
rubia natural, ahora se notaban los artificios de las tinturas en
su pelo ralo y plagado de rizos sin gracia. Naturalmente mof le-
tuda, sus ojos grises carecían de la chispa que quizás tuvieron
antaño. Sus labios estaban marchitos; su cuello y sus manos
(únicos incapaces del disimulo apantallador) mostraban las
inmisericordes arrugas de la edad.
Un tiempo después de estar maquinando Novelas en sus
talleres, Roberto le debía ya una respetable cantidad de dinero.
Sin embargo, semanariamente le abonaba todo lo que podía y
estábamos seguros de que en aras de aquella buena voluntad
era que la señora le seguía fiando. Un día le dijo, casi maternal:
—Oiga, Roberto, comprendo los apuros por los que está
pasando, pues me vería en los mismos si perdiera mi negocio.
No me lo tome a mal, pero tengo por ahí unos cuartos que no
uso, ¿<para qué sigue pagando renta ahí en Doctor Mora? ¡Vén-
gase para acá! Yo se los presto desinteresadamente, mientras se
repone. Luego que se levante, ya veremos.
Efectivamente, en aquellos días tenía Roberto una ofici-
nita a medias con Ramón Lara, un agente de publicidad del
Esto y, aunque no era gran cosa, de todas maneras se tenía que
poner con su cuerno para la renta. Cuando nos cambiamos me
extrañó que al jefe la señora le hubiese destinado un salón bas-
tante grande, de unos ocho por diez, graciosa si no es que pre-
ciosamente amueblado, con un afelpado y cómodo terno, varias
sillas con el asiento acolchonado y tapizado, más li­breros, rin-
coneras, un gran escritorio ejecutivo... en fin.
Para los demás, incluyendo a Muñoz, una redacción modesta.
Pronto empezó a verse que mi primo no era precisamente
un arrimado. La doña ya no consultaba a su administrador ni a

191
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

su jefe de talleres. Su asesor total era Roberto y con demasiada


frecuencia lo llamaba a su oficina, también muy coquetona, o
iba a verlo a la suya. Por su parte él, acostumbrado a cumpli-
mentar a las damas, ya le era casi instintivo ser caballeroso y
galante, y con esa solicitud atendía a la señora.
Sin embargo, nadie hubiera podido maliciar que entre
ambos hubiese el menor conato de romance. Él vivía aún con
Meche, la cual se presentaba con frecuencia en la oficina y tra-
taba con esmerada atención a la patrona, a la que sin duda tenía
por la más venerable de las abuelitas. Y en esas condiciones
de extremada decencia fueron transcurriendo uno, dos y tres
meses. La verdad es que no lo recuerdo exactamente.
Una noche me fui a despedir del jefe y lo encontré muy
atareado. Por lo común salíamos juntos a merendar o me lle-
vaba a mi cuchitril. Pero esa vez me dijo que pensaba quedarse
a terminar un proyecto.
—¿Sabes? —me explicó— la señora quiere pasar del roto-
grabado al offset y es posible que yo salga a Estados Unidos para
tratar todo lo referente a la maquinaria. Precisamente ahora le
estoy terminando de formular unos cálculos. Quiere que se los
enseñe esta misma noche.
Me fui al Sanborn’s del Prado. No había terminado de
cenar cuando vi al jefe. No estaba precisamente en su color.
Como era negro se le veía un poco cenizo, con los labios mora-
dones. Me localizó y vino a sentarse conmigo. No pude menos
que preguntarle:
—¿Qué pasa, jefe?, lo veo... nervioso.
—¿<Qué crees que me pasó?
—Un choque.
—Peor que eso. La desgraciada vieja se me aventó como
loca. Estaba yo muy quitado de la pena, metido hasta el forro en

192
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

mis numeritos, cuando sentí que me tapaban los ojos unas manos
ásperas y rugosas. Creí que eran de hombre y me acordé que Raúl
Casillas pensaba verme esta tarde. Seguro que se había retrasado.
De modo que dije: “Órale, cabrón, no juegues”. Oí un gritito y
sentí que me retiraban las manos. Me volví rápidamente y era
la señora, a la que te juro que no había percibido que entrara.
De seguro venía en zapatillas porque también vestía una elegante
bata casera. Me disculpé como pude y empecé a mostrarle el pro-
yecto. No podía pensar que viniese para otra cosa.
Roberto continuó refiriendo:
—Ella, que se había quedado de pie, detrás de mí, empezó
a acariciarme el cuello y la nuca, y me hacía piojito, tierna,
insinuante, por lo que decidí mejor hacerme pendejo y hablar,
hablar, hablar... hasta que me calló: “¡Ay, orita no me hables
de esas cosas, Bob!” ¡Bob!, y me estaba tuteando: “Ya habrá
tiempo. Además, tú aquí puedes hacer lo que se te dé la gana.
Eres el dueño. Dispón de todo lo que tengo y de todo lo que
soy. Es tuyo”.
—Esas palabras se me quedaron aquí, pegaditas —prosiguió
Roberto— pero la alternativa era muy clara: o me seguía haciendo
tarugo o le empezaba a fajar. Y preferí lo primero. Le dije que
si pensaba hacerme su socio en aquella empresa, lo mejor era
que desde un principio habláramos con claridad y derecho, por
lo que resultaba muy oportuno hacer un análisis frío y porme-
norizado del proyecto. Máxime que yo debía salir a Los Ánge-
les a la mayor brevedad posible. Se le veía nerviosa, agitada, es
decir, excitada, porque en lugar de atenderme me tomó la mano:
“Ven Robertito”, me dijo insinuante, “si quieres que hablemos,
siquiera vamos a ponernos cómodos” y me jaló hacia el sofá, se
sentó en una orilla y fue a la puerta para asegurarla. De regresó
empezó su show, caminó hacia mí quitándose la bata para lucir

193
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

un negligee rosado, con un gran escote que le permitía lucir su


gordo pescuezo y la mitad de sus tetas, de una piel blanca sebosa
y atestada de enormes pecas cafés. Y se dejó venir caminando
como encuerista, contoneando las caderas, adelantando una
pierna a cada paso, casi me pareció oír como música de fondo
algún blues norteamericano o una melodía parisina. Fue algo tan
grotesco que por poco y suelto la carcajada.
Según mi asediado pariente, la mujer se sentó a su lado y
le dijo:
—“Ahora sí, Bob, hablemos”, todo en un susurro que
me acercó a la oreja, para continuar con que siempre había
estado enamorada de mí, que me deseaba ardientemente,
que jamás había querido a nadie, que era una mujer que
aún tenía mucho qué ofrecer... Total, que en ese mismo
momento estaba dispuesta a entregarse haciendo el más
doloroso sacrificio de su virtud, pues desde que enviudó,
mejor dicho desde muchos años antes de que su marido la
cambiara por la tumba, no había conocido hombre alguno.
Yo le había dejado hacer, pues quería saber hasta dónde lle-
gaba. Y llegó... por sorpresa se prendió a mis labios y me dio
tan tremendo beso que casi me tira del sofá. Un beso que,
por más que se haya tomado su sen-sen, me supo a fierro
mohoso, a barro podrido...
—No exagere, jefe —interrumpí su relato—, la señora ya
está grande pero es una mujer.
—¡Pero qué mujer!, no tienes idea de lo grotesco que
resulta una vieja gorda, aguada, llena de arrugas, que no encu-
bre ni el lardo... ¡tratando de hacerle a la sirena encantadora!
—Jefe... jefe... Un taquito no se le niega a nadie, ¿qué le
costaba hacerla un ratito feliz? Acuérdese de que por ahí le
debemos las facturas de las cuatro o cinco últimas ediciones

194
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

de la revista. Yo sé que lo de la imprenta es una pantalla,


que la señora se está pudriendo en dinero. No andamos tan
boyantes.
—Mira, Alfonso, es muy fácil pensar y hablar como tú
estás pensando y hablando. Cuando entró, que estaba en bata,
que empezó a insinuarse, te juro que me pasó por la cabeza
esa posibilidad de pegarle un brinco. Tal vez si hubiéramos
apaga­do la luz, quizás si no hubiera hecho su teatro... Creyó sin
duda compararse con las mujeres que he tenido, porque estas
ancianas son así de locas, y pensó ser una Chelo, una Meche,
una Amparito, y demostrarme que ella también tiene con qué.
Una estupidez, una ridiculez. Cuando vi esos enormes jamones
blancos, lechosos, que temblaban de gordura en lonjas; cuando
vi esa barriga que casi escondía totalmente un sexo del que
sobresalían algunas cerdas como zacate de lavadero y los senos
colgantes, como tlaconetes húmedos, f lácidos, y los pezones
como gusanos de dos centímetros, de color gris sucio...
Hizo una mueca de asco y prosiguió su relato:
—¡Carajo! ¡Carajo! Te juro que sentí como que el ése se me
empezaba a af lojar, como que se me contraía y arrugaba, haz
de cuenta como hacen los machitos de tripa, así, exactamente
así. Y entonces, fíjate lo que te voy a decir, cometes peor pen-
dejada si quieres atreverte a complacer a la vieja, que si te zafas
violentamente. Si la cortas, por lo menos tu dignidad varonil
queda indemne.
Todavía rebatí sus argumentos. Sinceramente, yo pensaba
que siendo un buen padrote, un padrote probado, estaba en
capacidad de hacer funcionar su aparato reproductor a cual-
quier tipo de condiciones. Y se lo dije: “Usted puede como sea
y donde sea”.
Meneó la cabeza y replicó:

195
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Te voy a preguntar una cosa. Conoces a Fulano —y dio el


nombre de un chichifo muy identificado en el ambiente perio-
dístico y que nadaba en dinero— ¿se te pararía el miembro, para
zumbártelo, aunque te ofreciera la mitad de su fortuna, que no es
pequeña?... No me contestes a lo güey. Piénsalo. Piénsalo bien.
Después de meditar unos momentos respondí que no, y
entonces fui yo quien movió la cabeza en señal de negación.
Eso dio pie para que él redondeara su explicación:
—Pues es un caso parecido. Aunque hubiera intentado
complacer a la señora, de plano no habría podido, pero ella
no iba a creer que por falta de encantos en su persona. Si
se atrevió a hacer casi un striptease, quiere decir que aún
se considera seductora. Y si después de eso a mí no se me
para, ¿qué?, pues que hubiera creído no en su fealdad, sino
en mi impotencia. Respecto a lo que dices de explotarla,
tampoco, hermano, tampoco. No creo en su abstinencia de
años. Pero de todas maneras una mujer así está desesperada,
hambrienta de sexo, insaciable. Tienes que atenderla día y
noche, mañana y tarde. Más, siempre más. Y si no logras que
se te enderece aquello el día de la sorpresa, de la primicia,
cuando podrías tener al menos un antojo, ¡imagínate des-
pués! Si quieres la lana, tienes que cumplir, cumplir siempre,
porque no te va a perdonar una fallita. Por eso me dan pena
esos que los franceses llaman gigolos, que son precisamente
los padrotitos que viven con una vieja rica. Trabajan a des-
tajo, horas extra, los infelices, tratando de darle batería a
una momia que ya no es posible que los estremezca. Bueno,
a menos que sean gerontófilos y sólo se pongan cachondos
precisamente con esos cadáveres vivientes. En fin, piensa lo
que quieras...

196
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Si yo lo único que pienso, jefe, es que la vieja se las va


a cobrar.
—¿Quieres decir que me va a cobrar lo que le debo?
—Y algo más también, creo, pues aunque usted no me lo
ha dicho seguramente la desairó violentamente.
—Le atinas. Después del beso le di un empujón tal, que
rodó por la alfombra como fardo. Yo aproveché para salir
corriendo no sin antes pescar mi chaqueta. Creo que se quedó
gritando. Y sí, debe estar muy encabritada. El despecho, tú
sabes, las vuelve más peligrosas que un tigre hambriento. De
que se va a desquitar, no me cabe la menor duda.
Estoy seguro de que la anterior escena debe haberse
desarrollado un viernes, porque al otro día el jefe se fue de
weekend todavía con Meche. Podía atravesar en ese momento,
debido al fracaso de la Editorial Serna, por dificultades eco-
nómicas, pero los que sufrían eran sus acreedores; él seguía
dándose vida de rey.
El lunes llegué a trabajar como a las diez de la mañana,
pues el acuerdo con Roberto había sido continuar viviendo
como hasta entonces. Realmente a la vieja le convenía ser dis-
creta. Y hasta quizás se hubiese enardecido más y persistiese
en su acoso sexual a Roberto, quien ya vería cómo se la quitaba
de encima. Creo que la conocíamos poco. Cuando quise entrar
a la oficina no me sirvió la llave. Habían cambiado la combina-
ción. Me alcanzó una secretaria:
—Que dice la señora que pase a verla, que lo necesita.
Fui, más que por otra cosa, por curiosidad. Me saludó muy
seca, aunque solía ser más bien amable.
—Don Alfonso —dijo— quiero que me haga el grandísimo
favor de llevar recado a su jefe, el señor Serna.
—A sus órdenes, señora.

197
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Que acabo de concertar una sociedad con el dueño de


Novelas de la Pantalla y hemos tomado la determinación de que ya
no nos hacen falta sus servicios.
Pegué un salto. <¿El dueño de Novelas... ? Todavía objeté:
—Por lo que yo entiendo, señora, el dueño de la revista es
el señor Serna.
—Pues está usted equivocado, amigo —me dijo severa—, el
verdadero propietario es el señor Santiago Muñoz. Serna sólo
se hacía cargo de la gerencia ejecutiva. Pero le repito, ya no lo
necesitamos. Y dígale también que si trata de verme, de nin-
guna manera pienso recibirlo. Tenemos algunas cuentas pen-
dientes, pero lo que me debe ya está saldado...
Me arrojó entonces algunos términos contables que casi no
entendí, algo como que ella, en su parte de la sociedad, aplicaba
a los pasivos las cantidades que Roberto le había pedido prestadas
y me entregó un fólder con facturas que estaban a su nombre.
—Con esto queda definitivamente liquidado. Dígale, en
fin, que le deseo suerte.
—Señora —le dije—, en primer lugar usted no puede fini-
quitar este asunto a control remoto y menos tomándome a mí
de correveidile. Yo lo único que puedo decirle al señor Serna es
que usted necesita hablar con él.
—Haga usted lo que quiera —me dijo otra vez cortante—,
ya le mandaré sus papeles con un propio.
—Y en segundo lugar, ¿yo qué? le pregunté, haciendo
referen­cia a mi situación laboral.
Alzó los hombros e hizo un gesto de desaire:
—Asegura mi socio, el señor Muñoz, que como dueño de
la revista no realizó ningún contrato con usted y que bajo su
responsabilidad exclusiva Serna lo llamó a trabajar; con él arré-
glese. Y perdone, pero tengo muchas cosas pendientes.

198
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Un momento, hay algunas pertenencias en el escritorio.


Llamó a la secretaria y le dijo que me acompañara a sacar
exclusivamente —lo subrayó— las cosas que estuvieran en el
escritorio de marras. En esa forma, no muy airosa, salí de los
talleres de Mercado. Tuve que esperar hasta el martes a que lle-
gara Roberto de su paseo. Por alguna razón fui al departamento
que ocupaba hasta como a las once de la mañana.
Cuando abrió ya estaba vestido y campeaba en su rostro
una sonrisa maliciosa. Lástima, pensé, que te venga yo a amar-
gar el comienzo de este bello día de verano. Y le solté el rollo.
Ni me contestó. Se concretó a enseñarme un fólder que reco-
nocí al instante.
—Se te adelantó el hermano de la vieja. Ya acabó todo —
hizo el gesto de aquel a quien acaban de descargar de un gran
peso—. No se puede esperar otra cosa de un par de gachupines.
Desde que cometí la pendejada de poner la revista a nombre del
hidepú ese, el maestro Valdés me vaticinó que se iba a quedar
con ella. Y ya pasó. Pero me sale barato con tal de no volverle a
ver la cara a él ni a la vieja guanga. Novelas ya no daba para más.
Está acabada, ahora vamos a revivir Cine Continental y, lo que es
mejor, vamos a dedicarnos al negocio de las películas.

199
El miedo llegó a Jalisco
y el horror vino con Gema

Desde tiempo atrás, Roberto tenía en mente dedicarse a la pro-


ducción de películas. A través de las revistas y de la publicidad
se había ligado fuertemente con el mundillo cinematográfico,
donde era amigo prácticamente de todos los jorocones. Al per-
der la editorial, retornó la idea a su cabeza. Máxime que enton-
ces vivía con Meche Barba, quien era una estrella de verdad,
una artista muy taquillera cuyas películas dejaban montones de
dinero a los productores. Hasta ese momento el jefe sólo había
tenido amores más o menos estables con vedettes de teatro que,
aunque incursionaban eventualmente en la cinta de plata, no
eran una verdadera garantía para basar un plan de filmación en
alguna de ellas.
Y aceptó Meche, en principio, que Roberto produjera
sus películas, después de finalizar los contratos que ella tenía
pendientes. Incluso nos pusimos a bosquejar argumentos en
que, claro, todo giraba alrededor de una bailarina tropical. En
el ínterin, Roberto hizo pininos con algunos productores de
menor tonelaje como el ingeniero Cortina, cierto señor Gout
que además tenía un negocio de mudanzas y, finalmente, sacó

201
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

a Lalo Quevedo del atolladero en que se había metido, con una


peliculilla titulada Dos almas. Por alguna razón se le enredaron
las pitas en sus contratos con los actores, la recepción y distri-
bución de materiales, etc., y llamó a Roberto, que en un dos
por tres puso todo en orden y a la orden.
Era un excelente organizador, buenísimo para el repele,
puesto que le ayudaba su simpatía personal. Lo vi contratar
estrellas de primera fila por una bicoca, ofreciéndoles pagar
aparte la cuota de la ANDA. Resultó tan efectivo que pronto se
lo disputaron algunos filmadores para el cargo de productor
ejecutivo. Él prefirió a Emilio Tuero.
Resulta que seis años antes el Barítono de Argel había
recibido algunas críticas en el sentido que sus películas pega-
ban por su voz, porque en ellas cantaba sus éxitos musicales,
tangos y boleros de moda, pero que en cuanto a la actuación
dejaba mucho qué desear. En síntesis, que se le podía tener res-
peto como cantante, más no como verdadero intérprete.
Don Emilio era fundamentalmente vanidoso, pagado de
sí mismo; pensaba que todo lo que hacía estaba en el más alto
grado de calidad y se la jugó lanzando el guante. El reto con-
sistía en demostrar que también era un gran actor, equipara-
ble a un Paul Muni, a un Jean Gabin, a un Lawrence Olivier a
un Fernando Soler. Dejó de lado los gorgoritos y se dedicó a
la actuación, insistiendo en que podía interpretar sus papeles
cinematográficos en el más depurado de los estilos artísticos.
De lo que me acuerdo, en esa tesitura hizo películas como Resu-
rrección, El camino de los gatos, Vértigo y hasta La dama de las camelias,
donde hacía un Armand Duval ya no tan tierno como lo quería
el autor de la novela.
Por cierto que la filmación de esta película fue un vodevil,
ya que Margarita Gautier, o sea Lina Montes para el caso, era

202
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

una cubana frondosa, de muy sustanciales caderas, que además


estaba embarazada (por obra y gracia del torero Carlos Arruza).
Sufrió la maquillista para desvanecer las opulentas mejillas de
la dama y sufrieron los técnicos para disimular su abdomen.
Sobre todo en la escena final, cuando la desmedrada tísica debe
aparecer como una f lor que se va marchitando casi hasta la
momificación. Adaptaron la cama con un enorme agujero a la
mitad, a fin de que por allí se escurrieran las caderas con todo
y encargo.
En fin, don Emilio le hizo la lucha, sólo para demostrar
que sus críticos tenían razón. Al término del experimento sus
bonos habían bajado hasta el sótano. Depuso su vanidad, aceptó
su derrota y decidió volver a cantar en las películas, pero esta
vez produciéndolas por su propia cuenta. Adoptó como direc-
tor a Raphael J. Sevilla (un chaparrito que presumía de porte
inglés y que le enjaretaba la “ph” a su nombre, en virtud de
que en el ambiente de la cinematografía mexicana había varios
Rafaeles Sevilla), y tomó como productor ejecutivo a Roberto.
Formó con ellos una sociedad de esas de responsabilidad muy
limitada y abrieron lo que debía llamarse Argel Films.
Físicamente hay muchos documentos que muestran a don
Emilio; se decía que su rostro estaba bien para el género más
romántico, pues sus ojos eran soñadores (la abuela Chepita
alegaba que más bien eran como de cordero a medio morir),
su tez pálida, su nariz recta y su figura resultaba fina y espi-
ritual por aquella esbeltez que siempre lo caracterizó. Era de
estatura regular, pero junto a otros galanes parecía un tanto
chaparrito. En cuanto a carácter no sólo era voluntarioso, sino
presumido al grado de la pedantería. Muchos lo consideraban
antipático, aunque él se esforzaba por ser gracioso. Creo que
conseguía resultados completamente negativos, opuestos a la

203
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

simpatía, porque su humor tiraba a lo negro, a lo atropellante.


En una época le dio por meterse a criar caballos de pura sangre
e ingresó a la pandilla del hipódromo. De pronto vendió la
cuadra y se retiró de las carreras; lo hizo de manera tan brusca
y sorpresiva que no faltaron los reporteros que acudieran a pre-
guntarle:
—Señor Tuero, ¿por qué dejó usted el negocio hípico?
A lo que Emilio respondió sin tentarse el cardias:
—Pues porque alrededor de los caballos hay puras mulas.
Lógicamente, los allegados a ese ambiente no se lo agra-
decieron. Resultaba evidente que al aludir a las acémilas no
les estaba llamando sólo tercos, sino algo más. Recuérdese la
connotación que el mexicano da a la palabra mula.
Decía Tuero haber llegado al mundo en el norte de
África, cuando su padre —un funcionario español— andaba
por esos rumbos atendiendo comisiones que le confería el
gobierno de Alfonso XIII. Nunca aclaró si de verdad había
nacido en Argel o sólo se trataba de un reclame publicitario,
pues el nombre de la capital de Argelia recoge insinuaciones y
sugerencias exóticas. El Barítono de Argel sonaba a eslogan en
la época en que éstos eran muy utilizados por la radio. Y Emi-
lio comenzó, hizo su fama, amasó su fortuna, precisamente a
través de las estaciones radiofónicas que entonces existían.
Llegó a cantar lo mismo en la W que en la B y en otras tam-
bién importantes.
Jamás se quiso nacionalizar mexicano pese a que se había
criado en este país y aquí era donde tenía nombre, proyectado
—claro— al sur de Estados Unidos y al resto de la América espa-
ñola. Él decía:
—¿Para qué me nacionalizo, si después de todo ni voy a
ser verdaderamente mexicano ni voy a dejar de ser gachupín?

204
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Había gente, en el medio periodístico sobre todo, que no


le aguantaba sus ironías, las más de las veces inoportunas. Del
humor negro que en ocasiones destilaba Tuero, recuerdo lo que
sucedió cuando estaba filmando aquel churro llamado pom-
posamente Vértigo. Por aquello de que dos aleznas no se pican,
rápidamente se peleó con María Félix, que era su dama en
cuestión. Un pleito casado, feroz, que iba de insulto en insulto
y de retobo en retobo. Por entonces, la doña estaba casada con
el Flaco, con el ínclito Agustín Lara, de cuya figura no tiene
caso dar referencias.
Por otra parte, eran los tiempos en que aún se utilizaba
la cola de pescado en las chambas de carpintería. Finalmente,
también estaba en el reparto la chiquilla Lilia Michel. Pues
bien, esa mañana, cuando ya había empezado el rodaje, llegó
la niña del suéter frunciendo la naricilla y protestando a voces
por el penetrante aroma del pegamento:
—¡Ay carambas!, <¿por qué apesta tan feo, como a podrido?
A lo que Tuero contestó, también a voces y señalando a
María:
—¿Y cómo no va a oler feo, niña, si esta señora se acuesta
todas las noches con una momia?
Se armó la gorda. Aunque el primero en tener la convic-
ción de que María no se acostaba con Agustín era el propio
Tuero, pues había las más amplias y seguras referencias de cuá-
les eran los gustos de “la más bella de las conocidas y la más
conocida de las bellas”, como la reputaba Salvador Novo, tanto
que cada vez que se le ponía a la mano, solía comentar:
—Esta vieja, si se le da a escoger entre Porfirio Rubirosa y
Ema Roldán, se queda con Ema Roldán.
Y en efecto, se quedaba con Ema, aunque en esos días
Porfirio era el padrote más cotizado del mundo.

205
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Por cierto que entonces el decano de los periodistas


cinematográficos era mi tocayito José María Sánchez García.
Alguien me preguntó delante de Emilio si sería mi pariente.
Antes de que yo pudiera abrir la boca, Tuero ya había contes-
tado:
—Sí, es su mamá. Mira, no puede ser su hermano porque
ya está muy viejo. No puede ser su padre porque es marica.
Luego entonces, por exclusión, es su mamá.
Y cada vez que se refería a don Chema me decía: “tu
mamá”, lo que no tardó en saber el aludido, quien lógicamente
no se sintió muy a gusto con el papel que Tuero le asignaba en
mi modesta familia (por cierto que para evitar esas suspicacias
en esa época yo prefiriera firmar como Alfonso García Sán-
chez).
Desgraciadamente don Chema no podía negar sus muy
evidentes costumbres, aunque precisamente marica no lo era.
Era pederasta. Por las noches pasaba a recoger alguno de los
chiquillos vagabundos que dormían acurrucándose bajo los
cartelones de toros o lucha libre que desprendían de las pare-
des; se llevaba al chico a su departamento de las calles de Vic-
toria, lo bañaba y... lo demás. Don Chema había sido secretario
de Rodolfo Valentino.
Total, volviendo a la sociedad en que ingresó Roberto para
hacer películas, la primera de ellas, que marcaría el retorno de
Emilio Tuero a los gorgoritos, se basaba en un pedestre argu-
mento llamado El miedo llegó a Jalisco. Un pobre intelectual, medio
músico y medio trovador, que nace en el bronco mundillo de
los machos de pistola y cuera, sufre la pena negra hasta que
decide entrarle también al machismo. Con ese pretexto el Barí-
tono de Argel entonaba incluso uno o dos tangos, “Torrente”
y creo que “Yo te soñé”. Del primero de ellos estoy seguro

206
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

porque desde luego, para decirlo a la manera de Víctor Hug<o,


cuadraba tanto a una película de charros jaliscienses como una
pluma en el fundillo de un cerdo.
Pero, cartucheras al cañón aunque no quepa, a El miedo...
entró el gardelazo de necesidad, pues era de lo que mejor
le salia al cantante... Al cantante, que no se perdonaba ni a
sí mismo y se había puesto de apodo, alterando un poco las
letras, el Barítono de Antier, y es que a la edad que cursaba, ya
no hubiera podido hacer su primera comunión sin que se riera
el vulgo.
En la primera película que hizo Roberto para Argel Films
la única figura fue el propio Tuero, ya que los demás del reparto
eran material muy barato, una niña Olga Jiménez que nunca
pasó a mayores, y villanos de cuarta categoría. La segunda cinta,
que fue Canas al aire, trata de una mujer que alquila marido sus-
tituto (se verá que el argumento peca de originalísimo) se con-
trató a Charito Granados, que empezaba a tener su cartelito.
Luego trabajó Roberto para Américo Mancini, que tam-
bién hacía su debut en los estudios fílmicos habiendo logrado,
a base de palancas, que le diera crédito al Banco Cinemato-
gráfico. La película se llamó Te soñé en televisión y se trataba de
aprovechar la novedad de la pantalla chica, que aún tardaría
dos años en introducirse a México.
Este Mancini había sido fundamentalmente empresario de
circo y de teatro. Era de origen italiano y había corrido todo el
mundo en una existencia digna del mejor folletín birriondo o
cinta pornográfica. Nadie sabía exactamente su verdadera edad,
aunque parece que ya rebasaba los ochenta, y sin embargo no
deponía sus arrestos de conquistador... y de sibarita.
Mancini estaba acostumbrado a tomarse una botella de
coñac todas las noches, pero después de esa maldita pelí-

207
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

cula que lo dejó sin un centavo, no podía comprar sino una


de tequila. El cambio le hizo mal, desde luego, puesto que no
tardó en morirse.
Pero, como podrá verse, no fue principalmente el tequila
el que lo arruinó, sino el espantoso churro que hizo, en cuyo
crimen Roberto le tuvo la pata a la vaca del destino. La verdad
es que ni al lado de Tuero ni de Quevedo —que ni de chanza
podía apellidarse y Villegas— ni de Mancini ni de Gout, podía
hacer otra cosa que películas comerciales, de las llamadas chu-
rros tanto por la forma en que se hacían (parece que las estu-
vieran cagando, decía mi maestro Valdés) como porque en la
industria había gachupines a granel.
Fue entonces cuando Roberto se sintió listo y maduro
para emprender la aventura cinematográfica él solo y con una
producción de calidad, empezando por el argumento. Siempre
estuvo obsesionado por el recuerdo de ciertos filmes históricos
que había visto en su niñez y su juventud, y que se quedaron
hondamente grabados en su imaginación, desde que el cine era
mudo y, por lo mismo, más artístico. Se deleitaba contándome
cosas como Mundo, demonio y carne o El ángel azul o Carnet de baile,
y saboreaba como un mango maduro (hablo en este caso de la
fruta) aquella Arlette y sus dos papás. Pero también le resultaba
difícil de olvidar Rebeca, que además había sido un formidable
golpe de taquilla mundial, y quiso repetir la hazaña del cule-
brón gringo tematizada por Daphne Du Maurier.
Don Jesús Goytortúa Santos se había especializado en
darles a sus novelas cierto toque de suspenso. Sus temas esta-
ban entresacados de la Revolución o de la frasca cristera. Pero
carecían de intensidad genuina, de la autenticidad mexicanista,
local, que daban a sus obras gente como Rulfo, como Yáñez,
como Urquizo, como Lira. La literatura de don Pepe era amel-

208
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

cochada, su estilo muy relamido, en franca imitación pues


de aquellas autoras románticas gringas que se atrevieron con
temas nacionalistas como Lo que el viento se llevó y demás chatarra
emotiva, pero tirando a cursi.
No me gustó Gema, máxime que realzaba el incidente de
los cristeros, siempre simpatizado con la causa de los ensota-
nados y de la burguesía que los siguió en la aventura. La familia
dentro de la cual se desarrolla el drama era eminentemente
burguesa y el nudo consistía en un idilio frustrado entre nena
mochita y militar asquerosamente gobiernista, que al enfren-
tarse a la familia es repudiado. Como la muchacha causa la
muerte de la madre, la encierran por loca. En un ambiente sór-
dido, el nombre de Gema recorre los espinazos con un tem-
blor de frío, como si le estuvieran pasando a usted una pluma
mojada.
El tema era, por lo tanto, de un patetismo irracional, cuya
existencia estaba basada en el antojo del autor... y en la inquina
de una villana que por egoísmo y despecho hacía la vida impo-
sible a todos los pobrecitos parientes. Frente al sobrecogedor
nombre de Rebeca, el misterioso y fascinante, inquietante,
crispante nombre de Gema.
A Roberto siempre le había parecido el colmo de las
actuaciones estridentes y artificiales lo que hacía en el tea-
tro doña María Tereza Montoya. Su opinión era que la deca-
dente actriz sobreactuaba, que se había quedado varada en la
época del melodramatismo español de los Álvarez Quintero,
de Benavente, de toda la cursilería que ponían en escena; junto
con la Montoyita, las hermanas Anita e Isabel Blanch: teatro
para gachupines retrasados mentales.
Y para que interpretara a la mala mujer de Gema, ¿a quién
cree usted que fue a contratar? Pues nada menos que a doña

209
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

María Tereza, pues tenía la impresión de que un reclame que


dijese: por primera vez en el cine... o María Tereza Momoya en
la pantalla iba a ser de un enorme jalón, un verdadero imán de
taquilla.
Bajo estos augurios nació la efímera Producciones Roberto
Serna, que con Gema tuvo, como se decía en la jerga teatral, su
debut, beneficio y despedida. Máxime que para mayor agra-
vante, los señores de Filmex con los que estaba tratando para
la distribución de la película, lo obligaron a que llevara como
director a René Cardona. El cubano estaba bien para una de
charritos o de rumberas, hasta de gángsters cimarrones, pero
para un drama excelso como Gema, ¡no!, cuando menos se
necesitaba un Gavaldón o un Bracho.
A mayor abundamiento de sobreactuados, cargó también
con el viejo remilgoso y azucarado de Carlos Martínez Baena.
De actriz joven, María Elena Marqués, a la que por cierto Serna
hizo trabajar por una bicoca, pese a los aires que se daba de
estrella universal... ¡Mentira!, la joven nunca pasó de Maricela y
de tener por público a dos docenas de muchachitos pera.
Así como Roberto Cañedo jamás llegó a galán de polendas.
Comparado con Infante, Negrete o De Córdova, estaba como
de la Tierra a la Nebulosa de Andrómeda. Con ese reparto, con
una historia grotesca y llena de trucos, con un chambón en la
dirección, el fracaso estaba asegurado. El día del estreno en el
Chapultepec, asistimos los miembros del clan familiar y unos
novios que no tenían donde besuquearse y se metieron al cine
sin ver qué exhibían.
Para hacer este bodrio insulso que no le dio un cobre,
Roberto dejó Argel Films, cuyas primeras películas también
fueron de lo más mediocre, anodino y falto de taquilla. ¡Ah,
si se hubiera esperado un poco! Al mismo tiempo que Roberto

210
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

filmaba Gema, Emilio Tuero embrocó películas como Quinto


Patio, que en tanto obra del gayo arte cinematográfico fue una
porquería, pero quién sabe por qué llenó de dinero las taqui-
llas. Roberto ya no estaba de suerte. Y, por lo que hizo con
Gema, es de suponerse también que había dejado de tener los
pies sobre la tierra.

211
Aunque no sea Zócalo... pero sácalo

Gema no duró ni cinco días en la cartelera. Es cierto que en lo


económico Roberto Serna nada perdía, por los “anticipos” con
que se apoyaba a la producción fílmica nacional. Incluso le
había quedado bastante dinero, ése que otros se gastaban en
adquirir bienes raíces, Roberto lo invirtió en placeres. Pero lo
sustancial del fracaso fue la decepción frustante. Se detuvo a
pensar, pues no le faltaban el talento ni la ref lexión. Quizás el
haber traicionado a su verdadero oficio...
No, no pensaba dejar la producción de películas, pero qui-
zás le sobrenadó la nostalgia de la letra impresa.
—Alfonso —me dijo un día de aquéllos—, necesitamos una
tribuna, y aquí en el ambiente cinematográfico. Quizás muchos
de estos cabrones (¿quién sabe quiénes serían?) piensan que he
perdido punch periodístico. Les voy a demostrar que no. Vamos
a revivir Cine Continental. Prepárate un número que le rezumbe,
con muy buenos asuntos, para volver a empezar con un batacazo.
En poco tiempo estuvo confeccionado. Sólo faltaba
decidir dónde se imprimiría. Debatimos si aquí o allá. De
pronto se acordó de Alfredo Kawage Ramia. Durante mucho

213
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

tiempo Roberto le maquiló su revista Nosotros; le daba cré-


dito, lo esperaba para los pagos. Hicieron buena relación y
hasta cierta amistad. Don Alfredo acababa de establecer una
imprenta de rotograbado en las calles de Lerdo. No recuerdo
bien si la había comprado o era negocio nuevo. Llegamos al
convencimiento de que era el taller que más nos convenía, y
lo fuimos a ver.
¡Así fue como caímos en la cueva de el Tigre Kawage!, con las
consecuencias que se explican a continuación. Le decían el Tigre
porque les daba miedo. Caminaba adelantando el prepotente arma-
zón del tórax, sin duda porque había sido campeón de lucha gre-
corromana en la universidad. Pero otros creían que ese gesto de
embestir significaba su espíritu agresivo. Si su rostro tenía rasgos
felinos, era por los ojos verdes de mirar directo y profundo, aunque
no porque mirara siempre en plan de reto. Lo que es más, siempre
me pareció que más que de felino, su rostro era de águila, con la
mirada clara y móvil, la nariz arábiga (no podía tampoco negar la
cruz de su parroquia), los arcos superciliares adelantados y firmes,
la ceja rubia y el cabello crespo.
En el fondo era tierno y sentimental. Si se le pescaba ese
punto, escuchaba, se conmovía, era servicial y tendía la mano.
Pero si por alguna circunstancia se despertaba su furor, enton-
ces sí que sabía rugir. A mí siempre me trató con deferencia,
quizás porque cuando lo veía de fierro malo, le contestaba
hasta que me dirigía la palabra y sólo en respuesta estricta a sus
preguntas. Algo que siempre le molestó era que, en lugar de ir
directo al grano, quisieran envolverlo, hacerle al cuento, tan-
tearlo. Por eso digo que a Alfredo Kawage únicamente le decían
el Tigre los que le tenían miedo.
Sólo publicamos un número de Cine Continental en esta
efímera segunda época y fue porque don Alfredo comentó

214
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

con Roberto su viejo propósito de publicar el diario Zócalo,


mismo que ya llevaba un tiempo largo anunciando sin que, en
última instancia, lo pudiera sacar a la luz. Algunos chistosos
le decían, y en letras de molde: “Ya, Kawage, aunque no sea
Zócalo... sácalo”. En un mal juego de palabras, Vila apostrofaba
“Hay ka... guaje de director”, aunque ésa era sólo la grafía del
nombre pero no su pronunciación. Él mismo nos indicaba que
debía decirse “Caguache”.
La forma en que se fue enredando Serna en ese proyecto
no la conocí en lo personal. Mientras yo iba a los talleres a
revisar cristales o a corregir galeras, él se encerraba con Kawage
a conversar respecto al Zócalo. Conociendo a los dos personajes,
estoy seguro de que el Tigre quería hacer un periódico más o
menos serio, dentro de los cánones del periodismo estirado
que entonces se practicaba en México. Tiempo después nos
diría que deseaba hacer un “periódico londinense”, o al menos
de “tipo londinense”.
Roberto tenía otra idea, la de lanzar un diario alegre,
festivo, popular, utilizando el habla de los barrios, explotando
sus apetencias, sus aspiraciones y hasta sus múltiples desvíos,
un periódico que de veras circulara por su venta y no por
regalar suscripciones. Su tirada era llegar rápidamente hasta
los sesenta mil ejemplares diarios de venta. En efecto, se llegó
a los cien mil.
Del grupo de jóvenes reporteros, columnistas y escri-
tores que rodeaban a Kawage, comulgaba con las ideas de
Roberto Mauricio Ocampo, el más talentoso, quien no sólo
se inclinaba a utilizar la jerga popular, sino que pretendía que
inventáramos neologismos y los echáramos a circular. Espe-
cialmente recomendaba vocablos yuxtapuestos, que eran muy
gramaticales y también muy decentes. Por parte nuestra, los

215
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

formulamos más pedestres, por ejemplo el de rojetes o el de


nenorras.
En verdad el grupo del Nosotros se integraba con gente de
buen nivel de inteligencia y habilidad. Aparte de Ocampo esta-
ban Álvaro González Mariscal, Jorge Josephs, el caricaturista
Teodoro Vargas, Gonzalo Andrade, Armando Carlock, Alberto
Domingo y Ramón González, el Aguilucho, que entonces estaba
superando el grado de office-boy.
Kawage, en su propaganda, insistió en decir que el Zócalo
era “un periódico hecho por virtuosos”. A los del equipo no nos
cayó del todo bien esto de “virtuosos”, que para don Alfredo
tenía la significación del músico que domina su instrumento a
la perfección o cerca de ella; éramos virtuosos por el dominio
total del oficio. Pero teniendo en cuenta la malicia popular y que
era público y notorio que Kawage había pertenecido al grupo de
Salvador Novo (se aseguraba que muchos de los artículos que el
maestro publicaba habían sido escritos por don Alfredo), aquello
de “virtuoso” podía ser interpretado de otra manera.
El equipo era bueno para hacer cualquier tipo de perió-
dico, uno muy tradicionalista, muy académico, u otro atraban-
cado, populista, agresivo, claridoso y dado al chisme caliente,
esta última era la idea de Roberto, y salió adelante. Otro de los
problemas de Kawage era que, a pesar de su enorme talento,
no era, en verdad, muy ejecutivo. Como poeta que era, tendía
incluso a la meditación, a la pasividad, al abandono. Recuerdo
que podía estar cayéndose el mundo y él se encerraba en su
despacho y se ponía a dormir... ¿Cómo no iba a tener la presión
arterial de un niño, según presumía, si cuando quería tranqui-
lizarse dormía y cuando se quería desahogar gritaba, braceaba,
rugía? Por lo demás, aunque había adquirido la imprenta, no
dominaba el negocio.

216
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Roberto era todo lo contrario. Ejecutivo, dinámico, domi-


naba hasta el más recóndito secreto de la imprenta de rotogra-
bado; era eficaz, muy pulcro en el formato y en la confección
de anuncios, de cabezas, en la medida de los textos; conocedor,
en fin, del negocio. Parecía que se había integrado una pareja
perfecta y así funcionó algún tiempo. Por fin, Kawage podía
responder de inmediato a quienes le decían “Sácalo”.
Un día le pregunté a Serna:
—Oiga, jefe, ¿cómo le hizo para congeniar con Kawage?
—No he congeniado con él —me respondió— pero por lo
pronto me necesita. Pretende hacer el periódico de la capital,
de México D.F.; por eso le llamó Zócalo, pero su problema es
que no sabe en qué consiste, qué es esta maldita ciudad, y yo sí.
Porque no son unos cuantos ricos que viven en Las Lomas y se
las dan de cultos y señoritos; no es la universidad, no es Bellas
Artes, no es la burocracia apergaminada. No, mira, México es
la Bondojo, es Jamaica, es Peralvillo, es la Guerrero, es Tepis.
Si Kawage quiere llegarle a esa gente, que son los millones,
entonces debe hacer lo que yo le diga. Si le interesa contar con
los apretados, que él piensa que son miles, esos ni siquiera
llegan a mil.
Ahora bien, era público y notorio que el patrocinador de
Zócalo era el regente del Distrito Federal, Fernando Casas Ale-
mán, quien tenía fundadas aspiraciones a ocupar, después de su
primo hermano, la silla presidencial; no importa que esas razo-
nes estuviesen fundadas en una auténtica conseja. Se decía, un
poco en plan esotérico, que Fernando resultaba el heredero
natural de Miguel Alemán: que este último fue diputado por
algún distrito de Veracruz, e inmediatamente lo sucedió Fer-
nando, que Miguel ocupó luego la senaduría veracruzana y acto
seguido el mismo escaño fue calentado por Casas, que Miguel

217
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

llegó a gobernador del estado del Golfo y que lo sucedió su


pariente sin transición alguna. Resultaba, pues, perfectamente
lógico que si Miguel era el presidente, lo sustituyera con la
bendición del PRI su eterno sucesor.
Don Fernando tenía un considerable problema: como
gobernador de la ya grande y conf lictiva ciudad, no había tenido
fortuna. La gente recordaba por lo duro y por lo reciente las
inundaciones de 1947 y 1948, en que se anegó el primer cuadro
y todos los capitalinos sufrieron las naturales consecuencias;
habitantes y comercios del centro porque tenían que atravesar
las calles casi a nado, porque las aguas que despedían los colec-
tores a través de las alcantarillas no eran precisamente blancas
ni termales y, en fin, porque se difundió por todo el ámbito el
olor a cañería. Desde luego, el resto de la población padecía
menos, aunque de todos modos no estaba exenta de tener que
concurrir al primer cuadro para realizar gestiones o compras.
Incluso se lanzó la versión temeraria de que los ale-
manistas habían adquirido enormes extensiones de terreno
por el rumbo de Insurgentes para llevar a cabo la instalación
de la más moderna, más limpia y despejada zona comercial
del futuro, y que, para obligar a los almacenistas del centro
a adquirir lotes en el nuevo polo de desarrollo mercantil, el
gobierno había provocado el problema de las inundaciones,
es decir que no eran efecto de las aguas negras sino de las
negras mañas de don Fernando, lo que había ocasionado el
desastre. Tampoco se quería creer en un caso de negligen-
cia o de falta de presupuesto; posteriormente las autoridades
tuvieron dinero suficiente para construir el drenaje profundo
y también, al poco rato, Insurgentes se convirtió en la zona
del más f loreciente comercio con el traslado o la instalación
de f lamantes empresas.

218
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

A Casas Alemán no le preocupaba la provincia, donde el


PRI ejercía un gran control como partido único. También era
único en el D.F., pero en general el pueblo metropolitano
siempre fue, ha sido, escandaloso, temperamental, grillero,
calumnioso. El político jarocho necesitaba reivindicarse entre
la masa con algunas medidas más o menos espectaculares que
se difundieran a gran velocidad a través de un órgano de difu-
sión que verdaderamente penetrara al barrio, a la colonia, a las
antiguas delegaciones.
Estoy convencido de que los proyectos de Kawage no
satisfacían sus necesidades apremiantes de popularidad. Por
muy londinenses que fueran, por todo el virtuosismo que abri-
garan, don Fernando no quería un periódico como el Excélsior
o Novedades. Quizás algo como La Prensa, pero que no se cir-
cunscribiera a la nota roja que, como es evidente, mantiene
vivo a este periódico que hasta la fecha no ha sabido envolver
la política en este caramelo vulgar y mórbido. Casas quería la
penetración de La Prensa, pero con una marcada intención polí-
tica. Y no era lo que ofrecía Kawage.
¡Qué casualidad que en cuanto se le replanteó el proyecto,
con las ideas de Serna, dio luz verde y el periódico empezó a
caminar! ¡Arrancó el Zócalo! Nos instalamos en el edificio de
los talleres, en la última cuadra de Lerdo, adelante del salón
Los Ángeles, desde donde oíamos mamboletear a Pérez Prado.
Era un inmueble astroso de más de mil metros cuadrados. Al
frente, en el primer piso, quedó la sala de redacción. Le habían
acondicionado una oficinita a Roberto, pero no la quiso ocupar
y se fue con toda la tropa a la sala común. De ésta se salía a
una especie de tapanco que rodeaba la explanada de máquinas.
Inmediatamente teníamos el taller de encuadernación, que era
el departamento rojo y bravo donde casi se podía percibir el

219
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

olor a macho y a hembra. En el tapanco seguía el departamento


de cajas, luego los linotipos y, al final de la herradura, la foto-
grafía. Abajo estaban las rotativas.
En cuanto al periódico, ya he dicho que Roberto era el
director ejecutivo y formulaba las cabezas principales, titu-
lares que se hicieron famosos en todo México por lo bien o
mal intencionados, por lo atrevidos, por lo inesperados, por
la mucha sal que contenían y por el ingenio con el que los
elaboraba, aprovechando las informaciones a las que mayor
punta se podía sacar. Lo cierto es que nos divertíamos horrores
haciendo el periódico y que, al final de cuentas, en esto de
los famosos encabezados interveníamos todos, acuciados por
el jefe, que siempre estaba preguntando: a ver, “¿qué se les ocu-
rre?”, y cuando ya nos sacaba el ingenio, entonces se lanzaba
con el suyo.
Efectivamente, nos obligó a utilizar un estilo de redac-
ción ligero, coloquial, muy anecdótico, salpicado de chisme,
chiste y picardía, usando la mayor cantidad posible de tér-
minos y giros populares, pero sin perder la forma gramatical
y una intención literaria, aunque sin pretensiones. Yo tenía
muchos amigos en la Normal Superior, y como a las tres sema-
nas me dijeron:
—¿Qué crees? Que el maestro Modesto Sánchez se lleva el
Zócalo a la clase para ilustrar sus ideas.
Este notable filólogo mexicano participaba en la corriente
que predica que el lenguaje no es una institución sagrada e
inamovible, dictada por los dioses a los oídos de Adán, sino
un instrumento sicológico del hombre, que lo fabrica precisa-
mente para servirse de él, para sacarle el mejor provecho, por
lo que todos los días se renueva, se adapta a los tiempos y, en
fin, a las circunstancias.

220
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Decían sus alumnos que don Modesto aseguraba no haber


encontrado, hasta ese momento, un periódico en que se apro-
vechara al máximo la riqueza inagotable del habla popular, la
cual no desdeña, a su vez, la utilización de todos los caliches,
argots y germanías. Aun la nota roja en algunos diarios tendía
a ser producto típico de los diccionarios puestos a trabajar con
intenciones de mentida elegancia.
Mauricio Ocampo tenía una columna de primera plana
que se denominó “Por Madero”; en la contraportada iba la de
don Alfredo, llamada un tanto ostentosamente “Mi columna”.
Para no dejar fuera a los burgueses especuladores Álvaro Gon-
zález atendía la columna “Fúkares”. De la política se encar-
gaba Jo­sephs; de la información general, apoyados por algunos
repor­teros, Armando Carlock (en quien Kawage tenía esperan-
zas de que llegara a ser uno de los mejores novelistas de México,
¿qué se hizo?) y Alberto Gutiérrez Sánchez, a quien apodába-
mos don Goyo porque tenía un singular parecido facial con el
celebérrimo Gregorio Cárdenas Hernández, un estudiante de
química que había asesinado a tres pirujas; más tarde Gutié-
rrez Sánchez hizo famoso el seudónimo de Alberto Domingo,
como jefe de redacción del Siempre!
Mantenía vivo el bermellón de la nota policiaca otro nota-
ble: Antonio Velázquez, el Indio, de quien se decía que los delin-
cuentes encajonados en la peni le pagaban para que pusiera sus
fotos en la plana roja, pero endilgándoles los más fuertes epí-
tetos: el chacal monstruoso y sanguinario Rómulo Mancillas,
el Tragabalas, que asesinó con lujo de sadismo y violencia, etc.,
etc. Entre más y mejor sonantes dicterios les endilgaba, mayor
era la cuota con que contribuían.
Por lo que a mí toca, escribía notas de espectáculos y
hacía una columna llamada “Bohemia Clara”, que era más bien

221
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

chisme y desmadre. Mi verdadera función era la de ayudar a


Roberto en la tarea de integrar el periódico, algo así como
ser jefe de redacción, aunque nunca tuve ese nombramiento.
Después de la muerte de mi primo, Kawage me confirió el de
director ejecutivo.
Del rompimiento entre Serna y Kawage tuvo la culpa, en
buena parte, su carácter contrastado. Por otro lado, se lle­garon
los días de la decisión presidencial (¿a qué decir que del PRI o,
mucho menos, que del pueblo?) sobre quien habría de suceder
a Miguel Alemán. Contra lo que todo mundo esperaba, pronto
se supo que no sería Casas. Se ignoraba todavía el nombre del
bueno, pero se estaba seguro de que el primo hermano había
quedado fuera de la pista. Algunos se desesperaron, como cierto
lidercillo de los electricistas, Juan José Rivera Torres, que des-
tapó fuera de oportunidad, pero sobre todo fuera de certeza, al
regente capitalino. Se quedó como si lo hubieran rociado con
gelatina de gasolina. El hombre jamás pudo volver a levantar
cabeza y fue suplantado por Leonardo Rodríguez, la Güera.
Guillermo Martínez Domínguez llegó un día a soplarnos
que el que estaba en la fija era don Adolfo Ruiz Cortines, el más
conspicuo jugador de dominó de la cantina El Popito. Nos acon-
sejaba jugar al adelantado publicando la noticia, de cuya vera-
cidad estaba totalmente seguro. No quiso don Alfredo y creo
que no fue porque desdeñara la certidumbre de las fuentes en
que había abrevado Guillermo, sino porque en el fondo seguía
teniendo esperanzas de que ganaría su gallo. Pero no ganó.
Y cuando Casas Alemán lo supo, fue presa de la más grande
de las decepciones. Es muy posible que eso lo llevara, más tem-
prano que tarde, hasta la tumba. Por lo pronto, dejó de intere-
sarle el periódico. A esas alturas ya todo mundo, sus familiares,
sus amigos, los políticos a quienes afectaba el humor negro de

222
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Zócalo, había convencido a don Alfredo de que estaba haciendo


un periodismo pedestre y vulgar, ordinario, grosero y despre-
ciable, es decir, ya en ese momento se dejó convencer porque
don Fernando Casas Alemán estaba fuera del juego político y
no necesitaba recurrir al criterio favorable de las grandes masas
barriobajeras de la capital.
Lo que antes le gustaba a Kawage y hasta le parecía gracioso,
empezó a parecerle deleznable. Muchas cabezas “mandadas”
habían sido suyas, como cuando publicó una mentada de madre
en chino, para molestar a Portes Gil, que era defensor de un
bandido general nacionalista de Chiang Kai-Shek. Desde luego,
tampoco fue de Roberto otra en que copió una frase del Libro
de Calila y Dymna: “Fablan mucho, dicen poco et facen menos”, aludiendo
a ciertos funcionarios enfermos de declaracionitis, pero que eran
unos holgazanes.
Un día el Tigre llegó furioso a la redacción, gritando como
loco:
—¡Esto se acabó! Este periódico es una porquería, desde
mañana comenzamos a elaborar un periódico londinense.
Ya a últimas fechas las relaciones entre los directores,
propietario y ejecutivo, no eran muy cordiales. Pero ese día
reventó la bomba. Tranquilamente se levantó Roberto de su
escritorio, tomó sus pertenencias y salió de la sala. Todavía lo
llamó Kawage:
—Oiga, Roberto, ¿a dónde va?
—Señor, yo no sé hacer periódicos londinenses. Ni siquiera
sé qué pueda ser un periódico londinense —le respondió con
suma tranquilidad—, de modo que con su permiso, me marcho:
Mañana tendrá usted mi renuncia.
Kawage masculló algunas palabras, pero Roberto no hizo
caso y salió de la redacción. Cuando concertaron su acuerdo

223
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

habían quedado en que Serna sería socio de una compañía


anónima que nunca protocolizó Kawage. Siempre le salió con
evasivas y ya para entonces Roberto estaba convencido de que
no se iba a llevar de Zócalo más que lo que había ganado honra-
damente con su labor directiva. Yo salí detrás de mi Jefe Pata.
También quiso detenerme el Tigre:
—Señor —le dije—, considere usted que lo más leal, lo más
consecuente es que me vaya con quien llegué.
Ya no objetó y se despidió de mí amablemente.
Esa noche nos fuimos al cine y a cenar con Su-Muy-Key,
a la que Roberto había conocido precisamente en la redacción
de Zócalo. Así se iniciaba el último romance de Roberto, tal vez
el más intenso y, sin duda, el definitivo para ambos, pues los
llevó a la tumba juntos, en extrañas circunstancias que bien
merecen ser referidas con todo detalle, pero por separado.

224
Un testimonio sobre la destrucción de El Mundo

Luego de la muerte de Roberto, volví a colaborar con Alfredo


Kawage en La Prensa Gráfica, que no duró gran cosa y en Zócalo,
diario del que fui director un año, en uno de esos episodios de
que, como Cervantes, sería mejor no querer acordarse.
Fueron dos pesados lustros en los que la ciudad de México
y yo nos devoramos de modo tan completo que quedamos
hastiados. Regresé volando a Toluca para hacerme cargo de la
dirección de El Sol de Toluca, en 1954. Por desgracia, nunca me
pude entender con el heroico coronel García Valseca, quien
no solía otorgar una definición muy exacta al trabajo de sus
directores.
No habían pasado quince días de mi f lamante nombra-
miento, cuando me habló una noche, al filo de las 22 horas,
para decir que tenía una cena en casa y que debía mandarle diez
kilos de filete. Ocho días después me reclamó que no le había
mandado la lechita y la verdura de sus nenes, y entonces pude
darme cuenta de que otra de las obligaciones del director de
uno de sus periódicos era hacer la estafeta de un huacal de ver-
duras y un gran bote de leche que llegaba de la hacienda que el

225
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

coronel tenía en Querétaro, para hacer llegar tan periodísticos


objetos a las fauces de sus retoños. Luego fue que le comprara
un terreno por Juárez, haciéndola de corredor... mas no pre-
cisamente de bicicletas. Y cuando me pidió que le enderezara
dos Cadillac dorados que había metido de fayuca a México...
entonces me separé discretamente de tan grande hombre. Pero
para entonces habían pasado casi dos años.
Con el entonces gobernador me disgusté por razones dis-
tintas pero equivalentes. Fue un tiempo en que para tener algo
que ver con ese periódico era necesario contar con el aval del
ingeniero Salvador Sánchez Colín, lo cual implica que en un
principio estuve en muy buenas relaciones. Luego se fueron
agriando. Quería dirigir el periódico desde su despacho en el
Palacio de Gobierno, y a mí no me pareció muy congruente. Al
final de cuentas terminamos, si no en pleito, por lo menos con
las relaciones congeladas. Sus colaboradores no tuvieron poco
que ver en este distanciamiento.
Gerardo Cuéllar y yo dirigíamos, al alimón, El Sol de Toluca
cuando se llevó a cabo la campaña política de Hank González
para la presidencia municipal de Toluca. Un día recibí un insó-
lito telefonazo. Era el secretario particular de gobierno, don
Ignacio Alvizo:
—Oiga, profesor... ¡ya párenle a la propaganda de Carlos
Hank! Lo están haciendo ustedes más popular que al goberna-
dor y eso no se vale.
De momento estuve tentado a decirle que Salvador Sán-
chez Colín jamás había gozado de popularidad alguna, pero lo
hubiera ofendido. Alvizo creía que sí, que su pueblo amaba a
Salvador y no resultaba oportuno desengañarlo. En lo que había
mucho de verdad era en el hecho de que sí, efectivamente, Car-
los había cobrado gran ascendiente no sólo en Toluca, en su

226
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

tierra y en Atlacomulco, sino en toda la entidad. Pero de eso


no me debía sentir culpable en exclusiva. En Tianguistenco era
popular desde chiquillo; en Atlacomulco se hizo notable por
su talento, eficiencia y... por “ser comunista”. En Toluca rápi-
damente había logrado que lo conocieran hasta los canes vaga-
bundos.
Yo admitía, desde luego, que Carlos se había vuelto muy
conocido, muy mentado como suele decirse en la barriada.
Pero no comulgaba con la rueda de molino de que el periódico
o sus amigos tuviésemos la culpa, porque también les habían
pasado la reconvención —o lo que parecía serlo— a Rodolfo
García Gutiérrez, que lo mencionaba con frecuencia en sus
artículos literarios, y al gran Alejandro Fajardo y Fajardo, que
era su orador oficial hasta en el café, donde a gritos (según ha
sido su costumbre) elogiaba ardorosamente al “Carlo”, como le
decía afectuosamente.
Sí me preocupó lo referente al periódico. En todos los
que tuve cargos directivos procuré ser muy cauteloso en la
utilización del espacio, teniendo en cuenta, en primer lugar,
que no eran míos; siempre está uno expuesto a que el pro-
pietario piense que se está especulando, en beneficio pro-
pio, con aquello que le cuesta sus centavitos. Por eso seguí
invariablemente la línea eminentemente profesional. Estaba
seguro de no haber volcado El Sol para calentar sólo al amigo
Carlos. Me parecía peligroso especialmente porque Sánchez
Colín tenía ligas muy estrechas con el coronel García Valseca,
tanto amistosas como en el terreno de los negocios. Era posi-
ble que Salvador rajara con el irascible mílite en mi contra y
me acusara de estar utilizando la empresa encadenada para
provecho político de Hank. Eso de ningún modo podía gus-
tarle al viejo.

227
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

De manera que lo primero que hice fue tomar la colección


del periódico, tres o cuatro meses atrás, y revisar una por una
de las ediciones. El resultado fue que la información brindada
a la campaña hankista era estrictamente la habitual, y la que de
alguna forma destacaba, había sido religiosamente ordenada y
pagada por el partido.
En lo personal, escribí una serie de artículos titulada
“Aquella Normal de entonces”, que aproveché para referirme a
Carlos como un buen estudiante. Por cierto que narré la anéc-
dota del hecho aquel que nos aconteció en Tonatico, en 1945,
cuando un par de hermanos confundieron a Hank con el Güero
Gómez Arce, y estuvieron a punto de largarle un tiro, ansiosos
por vengar la perdida honra de su hermana. Desde luego que
señalé la confusión, dando a conocer claramente la época del
suceso, pero de todos modos la noticia tergiversada corrió, con
la debida actualización, como pólvora:
_—¿Ya sabes que iban a matar a Hank en Tonatico?
Todo Toluca lo supo. Me llovieron los telefonazos pre-
guntando si era cierta la versión. Pasé algunos trabajos para
hacer las pertinentes aclaraciones, pero hasta ese detalle
demostró la gran popularidad que había logrado acaparar
el joven político. La gente se preocupaba de verdad por su
salud, aunque también es cierto que algunos se alegraron y
hubiesen querido que la noticia, en su aspecto fatal, se con-
firmara.
Pero, insisto, en la serie rememorante sobre la vida nor-
malista en los cuarenta, se mencionaba a Carlos casi en forma
incidental, lo mismo que se hacía referencia de muchos otros.
De todas maneras hablé con Cuéllar (quien por cierto más
tarde se habría de matrimoniar con mi hermana Tere, la Pipis),
planteándole la cuestión. Incluso le platiqué del llamado tele-

228
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

fónico de Alvizo. Levantó los hombros y me dijo con su f lema


regiomontana:
—¡Pura política! Son celos, envidias; lo que les duele es
que el hombre caiga bien. Debo confesarle —agregó— que yo
temí en un principio que usted se desbordara en la publicidad
de Hank por ser amigo suyo y planeaba frenarlo en caso de
advertir que en verdad se pasaba de la raya con esta campaña.
Esté seguro de que si usted hubiera tratado de abusar, se lo
habría dicho sinceramente, invitándolo a contenerse dentro de
los justos límites.
De esta manera, los incondicionales de Salvador contri-
buyeron a mi toma de distancia. Por otros motivos, Poncho
Solleiro estaba en las mismas condiciones respecto al enton-
ces gobernador, de manera que cuando nos asociamos para
sacar El Mundo, Sánchez Colín pensó que íbamos a hacerle la
guerra.
A los dos meses escasos de estar publicando el periódico,
ya nos había obstaculizado y nosotros, en respuesta, le había-
mos sacado muchos trapos al sol en El Mundo. Una madrugada,
después que salimos de los talleres, llegaron tres forajidos, azo-
rrillaron a empleados que terminaban de imprimir la edición,
destrozaron el linotipo, barrieron el suelo con el contenido de
las chivaletas y trataron de destruir la prensa, lo que no consi-
guieron pues —como se verá más adelante— el maestro Cedillo
había tomado sus precauciones.
Se armó la gorda. El gobierno negó su intervención en el
asunto, tratando de inculparnos por haber cometido un “autoa-
salto” con el fin de comprometerlo y, en fin, todo terminó en
empate porque le sacamos el dinero suficiente para reponer
nuestra maquinaria. Fue una negociación que se hizo al estilo
de el Charro Sáenz de Miera.

229
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Pasó el tiempo y un día que fui a visitar en México al fotó-


grafo Ciro González, estaba en su estudio un tipo corpulento,
medio calvo, de extraño bigotillo, ojos móviles, la clásica
mirada del guarura y algunos otros detalles que sin el menor
lugar a dudas lo caracterizaban como tal.
—Te voy a presentar a un ñeris con el que te vas a ir de...
espaldas —me dijo Ciro, sin que yo le prestara mucha aten-
ción, y prosiguió— ¡A ver, Pepe Gómez, aquí tienes a un gran
cuate, Alfonsito Sánchez! Él vive y trabaja en Toluca, es escri-
tor, maestro, etcétera.
Emprendimos la charla. Ciro trataba de arrimarlo a un
tema, pues no permitía que nos saliéramos del ambiente tolu-
queño. Y de pronto se la soltó:
—A propósito, Pepe, ¿<verdad que tú hiciste un trabajo fino
en Toluca? ¿Te acuerdas?
Como que el Fulano aquel se estuvo haciendo un poco el
occiso, hasta que Ciro le aclaró:
—Lo de El Mundo, hombre, el asalto a El Mundo. Aquí Alfon-
sito es de confianza, puedes hablar derecho.
Confesó que, en efecto, había tomado parte en la agre-
sión al periódico. Pero yo no se lo creía. Le dije lo que
sabía, que había sido gente de Sánchez Colín, dirigida por
un comandante Godoy de triste memoria, al que se acusaba
de haber cometido atrocidades, especialmente en el sur del
estado.
—Usted, ¿fue gente de Salvador? —le pregunté.
—Bueno —decía— no precisamente. Se nos contrató para
la chamba. Yo había tenido que dejar la Federal de Seguridad
por problemas de salud y acepté.
Picado porque yo no le creía, empezó a insistir en que
sí tuvo parte activa y principal en el asalto, hasta que terminó

230
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

tuteándome. Estaba listo para un interrogatorio más directo,


más concreto y le fui haciendo preguntas insidiosas para
hacerle caer en mentiras; él soltaba toda la marmaja.
—¿En qué calle estaba el periódico?
—El nombre no lo recuerdo exactamente pero, mira,
entramos por la calle principal y como una cuadrita antes de
los portales, dimos vuelta a la izquierda. En seguida estaba
una calle estrecha, bastante oscura. Volvimos a dar vuelta a la
zurda y como a media cuadra encontramos un zaguán viejo, de
madera que estaba abierto y eso nos facilitó las cosas.
—¿Cómo era el edificio?
—Viejo. Había unos montones de piedra o tierra, a medio
patio, porque el patio que atravesamos era más bien amplio y
parece que de losas disparejas y destruidas. Llegamos al fondo
y tocamos.
Me dio referencias respecto al equipo que se integró para
el vandálico acto.
—Mira, yo estaba en el café cuando llegó un conocido
(no me dio nombres, por “pudor profesional”). Había sido
pistolero del político alemanista Parra Hernández, y la verdad
es que ya estaba para el arrastre. Cosido a balazos y puñala-
das. Tenía enormes cicatrices por todos lados, pero necesitaba
trabajar y era muy hábil en el oficio. Me dijo que lo había
contratado Sánchez Colín para una chamba, que pagaba bien
y que era ahí cerquita, no más en Toluca. Pero necesitábamos
uno más.
El dato que me dio en seguida resultó muy curioso:
—Toda la tarde había estado tomando café con un gorila
al que le decíamos el Estúpido, ya te imaginarás por qué. Era
enorme, de casi dos metros de alto, unos músculos tremendos,
pero definitivamente idiota. Y quería ser gángster o policía,

231
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

cualquier cosa, sin que hasta ese momento hubiese podido


ingresar a ninguna de las dos bandas. Yo le dije al fulano que
podíamos utilizarlo con confianza. “Es muy bruto pero jala
parejo, le expliqué, y está ganosísimo de participar en una
movida de éstas”.
Hasta ese punto pensé que Pepe Gómez podía haberse
enterado por los periódicos de los detalles superficiales de la
acción gangsteril y que ahora trataba de pararse el cuello. Pero
me empezó a convencer cuando dijo que les habían abierto la
puerta unos muchachos que, al verlos armados de ametralla­
doras, se habían llevado el susto de su vida.
—Les gritamos que se echaran al suelo, hincados, aga-
chados y con las manos en la nuca. Llevábamos unos enormes
marros, que la verdad sólo podíamos utilizar el Estúpido y yo.
—_¿Y cómo eran las oficinas del periódico?
—Verás, eran sólo dos galerones viejos, de piso de madera
y muro de adobe. De eso estoy segurísimo. Estaban en escua-
dra. Por el que penetramos había algunos escritorios. Me ima-
gino que era la redacción, luego se pasaba al otro, donde vimos
la maquinaria con la que se estaba trabajando. El pistolero de
Parra Hernández se quedó en el primer salón amagando a los
azorrillados. El Estúpido y yo pasamos a la otra pieza y pri-
mero agarramos a marrazos el linotipo. Había una mesa grande,
donde vimos las galeras y las echamos al suelo. Mientras yo
terminaba con la tipografía le dije al Estúpido que acabara con
la prensa. Y entonces sucedió un detalle a toda madre... ¡pobre
güey!
Todo iba coincidiendo con la realidad. Resulta que el
maestro Cedillo, por pura precaución de viejo prensista, dejaba
la plancha de imposición de la duplex, que era una hoja de
acero de más de cinco centímetros de espesor, sobre las deli-

232
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

cadas cremalleras que la movían al imprimir. En verdad la caída


de una de aquellas piezas nos hubiera dejado impotentes para
siempre. Por eso las cuidaba tanto el operario.
—¿Qué pasó entonces? —le preguntamos a José con el
máximo interés.
—Pues que este pendejo se subió sobre la máquina y con
todas sus fuerzas le tiró un marrazo. Nomás vi que el martillo
se escapó de sus manos y pegó un grito espantoso, como si
le hubieran pateado los... desos. Hasta el amigo que estaba en
el primer salón se puso nervioso y vino corriendo, apuntando
con el arma. Creyó que nos habían acuchillado, por lo menos.
El infeliz Estúpido gemía estirando las manos, que le sangra-
ban profusamente. Corrimos hacia donde estaba, preguntán-
dole qué le había sucedido. Por cierto que algo muy simple.
Sin advertir que iba a golpear sobre una gran plancha de acero
puro, tomó vuelo, aplicó el marro con todas sus fuerzas, ésta
se le desprendió de las manos y fue a parar al techo. Hasta dejó
un agujero. Pero al mismo tiempo que se elevaba, se llevaba el
pellejo de las manos del Estúpido.
_—El que nos servía de jefe ya no quiso saber más. Alegó
que la mayor recomendación de Sánchez Colín fue que no
hubiera una gota de sangre, a menos que se vieran material-
mente obligados a salvar sus vidas. Pensó que en cualquier
forma que fuese, ya teníamos una baja y que por prudencia nos
debíamos retirar.
Ese detalle fue el que me convenció de que Pepe sí había
estado en el asalto. Nadie le pudo haber contado (y no se
consignaba en los periódicos) que, efectivamente, había una
marcada huella en el techo de yeso, que desde un principio
le llamó la atención al maestro Cedillo. Inmediatamente nos
había dicho, un tanto cuanto para presumir también: “Miren,

233
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

muchachos, trataron de destruir la prensa, pero pegaron sobre


la plancha de imposición y ahí está la marca; se les soltó el
marro y pegó en el techo”. La marca del Estúpido, según me
enteré por Gómez.
Lo que él mismo me platicó en seguida sí que me puso los
pelos de punta.
Aclaro que en el mismo edificio, que era propiedad de don
Luis Medina Garduño —por cierto hijo de don Manuel, quien
fuera gobernador maderista— vivía una viejita, su tía, llamada
doña Joaquina. Esta mujer, bastante humilde para ser parienta de
una tan encumbrada familia como la de los dueños de la hacienda
de Tejalpa, había procreado hijas y éstas a su vez le habían dado
un titipuchal de nietas, y un solo varón para tanto sexo femenino.
Doña Joaquina y sus vástagas oyeron el escándalo que se
produjo con la rotura de las máquinas y el regadero de tipos.
Ellas vivían enfrente del edificio, en el lado exactamente
opuesto a las oficinas de la redacción. La vivienda que ocu-
paban era de dos pisos y arriba quedaban sus recámaras. Una
hilera de ventanas daban exactamente sobre el patio que los
bandidos tenían que atravesar para volver a salir del inmueble.
—No necesito decirte —prosiguió Pepe— que somos pro-
fesionales, que estábamos preparados para todo y que tomába-
mos las precauciones de rigor. Apenas abrí una pizca la puerta,
mientras los otros se ocupaban de tener a raya a los empleados
y, ¿qué crees que vi?, enfrente, en varias ventanas iluminadas
apenas, unas sombras sospechosas se movían de un lado a otro
como si se estuvieran preparando para una acción. Cerré rápi-
damente y llamé al jefe. “Mira, le dije, cómo ves eso que está
allá arriba, en esas ventanas”. Se asomó un poquito y concluyó
enérgico: “Ni hablar, nos están esperando y no son menos
de una docena”. “¿Qué hacemos?”, le pregunté. Él dudó unos

234
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

momentos, que aproveché para sugerirle: “Mira, yo salgo con


toda rapidez y los baño con una ráfaga de metralla. Creo que
aún no nos esperan y podemos sorprenderlos”. Corro hacia la
puerta disparando y ustedes me siguen echando también bala.
O por lo menos tú, si aquel güey no puede usar las manos”.
—Se quedó pensando —dijo Pepe para continuar— y luego
volvió por su cantaleta: “Bueno, sí, yo me comprometí a que no se
disparara un tiro. Pero, ¿en verdad crees que nos pre­pararon una
celada? Sánchez Colín me dijo que los del periódico eran unos
pobres infelices que ni sabían usar las armas, que no tenían un
alfiler. Me lo juró. Y además me dijo que la policía iba a cubrir
este callejón, te doy mi palabra. No creo que me tomara el pelo.
A él mismo no le conviene la bronca y a lo mejor los que están
arriba son de su propia gente”. Yo le respondí que en ese caso nos
hubieran advertido. Lo que es más, no vi a nadie en la calle que
pudiera estar colaborando con nosotros.
La narración siguió por ese rumbo de suspenso, ya que
según Pepe el diálogo duró por lo menos diez minutos, para
que se decidieran: o salían entre una cortina de balas o pro-
baban hacerlo sin disparar, en la duda de que quienes tenían
al frente fueran enemigos o no. Al final de cuentas decidieron
salir en alerta y sólo a la expectativa. Nada de disparos.
—De golpe abrí toda la puerta y encañoné las ventanas en
amplio movimiento. Alcancé a ver cómo se agitaban las cabe-
zas, pero no sonó un disparo. Mis compañeros iban detrás,
también con el dedo en el gatillo. Casi agazapados atravesamos
el patio y no hubo movimiento alguno de agresión por parte de
los güeyes que estaban arriba...
—Vacas y becerras —le dije— porque la gente que te veía
era sólo una pobre viuda con sus hijas y sus nietas. El único
macho de la casa estaba trabajando.

235
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Pepe abrió tamaños ojos:


—¿Cómo?... entonces, si hubiéramos disparado...
—Hubiese sido una masacre de viejas y de escuinclas.
Pepe se puso pálido, color papel. Y eso acabó de con-
vencerme de que, efectivamente, había estado en el asalto a
El Mundo.

236
Un gallo de oro y su imperio de la fortuna

Carlos Hank tuvo increíbles golpes de buena, tanto como de


mala suerte. Claro que los sabios racionalistas no creen en
la fortuna azarosa y todo lo atribuyen a coincidencias, aun-
que no siempre estén en condiciones de explicar de manera
congruente cómo se producen las gratas y las ingratas coinci-
dencias. Otros, al parecer más dialécticos, aseguran que todo
depende de la voluntad del hombre, de sus decisiones, de la
forma como acomete sus múltiples empresas.
Me resisto a pensar en la manera en que pudo intervenir
alguna volición de Carlos para que aconteciera la muerte de dos
de sus hijos, pongamos por ejemplo. La de César, que sin duda
murió porque Carlos era demasiado pobre, y la de Cuauhté­
moc, que sucumbió porque Carlos ya era excesivamente rico.
Muertes trágicas en que lo único coincidencial es que en alguna
forma tuvo la culpa el mar. O en los nombres que les impuso
su padre, ya que tanto César el romano como Cuauhtémoc el
azteca tuvieron un desdichado final. Otras coincidencias afor-
tunadas o desventuradas habrían de signar su vida. Una de las
primeras es la que referiré en seguida.

237
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Cuando era presidente municipal de Toluca y se había ini-


ciado, con dos camiones-pipa, en el negocio del transporte de
petróleo, cierta vez me pidió que lo acompañara a México y
me explicó que iba a entrevistarse con un señor de apellido
Aguilar (cuyo nombre de pila no recuerdo), quien estaba ven-
diendo su f lotilla de trailers y le había propuesto a él, antes que
a nadie, ese negocio. Llegamos a una elegante casa de las Lomas
de Chapultepec. Yo me quedé esperando en el coche, pero lo vi
regresar un poco contrariado, más bien pesimista.
—Está del cocol —me dijo utilizando una de sus frases
preferidas—, fíjate que el asunto es muy, muy apetecible. Se
trata de una f lotilla de diez pipas y quiere por ellas un millón
de pesos, incluyendo la bodega que tiene instalada por ahí en la
estación del Ferrocarril Nacional. Pero exige el pago inmediato
y de contado. Su problema es éste...
Y me explicó que el señor Aguilar era superintendente
de Pemex y el trabajo lo absorbía casi diez horas diarias. Sólo
le quedaban libres los domingos, que invertía en atender su
negocio de Toluca, donde se le había hecho más fácil instalarlo
porque su trayecto normal era la ruta a Salamanca.
—Dice —agregó Carlos— que su mujer y sus hijos ya casi
no lo identifican. Siente que ha perdido en gran medida el
ascendiente familiar y tiene que recuperarlo. Hasta el momento
los domingos los dedica a la atención del negocio. Si lo vende
y cobra su dinero ya, al chas, podrá disponer del séptimo día
para recuperar a su familia. Si vende en abonos, va a tener que
utilizar el domingo para andar cobrando y eso es lo que trata
de evitarse. Pero el caso es que yo no tengo a la mano ni cin-
cuenta mil.
—Oye, Carlos —recuerdo que le comenté—, hace como un
mes te invitaron a decir un discurso en Atlacomulco. Delante

238
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

de Ixtlahuaca vimos cómo se incendió una pipa y si no estoy


equivocado mencionaste a su dueño, ¿no era este señor Agui-
lar? A lo mejor no es tanto lo de su familia, como que le está
yendo mal en el negocio.
En efecto, el aparato quemado era de Aguilar y él paladi-
namente le había confesado a Hank que no una, sino que últi-
mamente se le habían destruido totalmente dos de la docena
de unidades que poseía. Por eso sólo estaba vendiendo diez.
Y no dejó de reconocer el problema grave que enfrentaba, no
por la pérdida de las máquinas, que de todos modos estaban
aseguradas, sino por la más lamentable de los trabajadores, a
cuyas familias había que indemnizar, encima de la pena de ver-
los morir en forma tan dolorosa.
La pipa que vimos arder nos dejó muy impresionados por-
que los vientos dominantes en el valle de Toluca llegan del rumbo
Este, de modo que cuando se empezó a quemar el ve­hículo y
la llama alcanzó la gasolina, el ayudante del chofer pudo salir
indemne por el lado izquierdo de la cabina de o­peraciones, pero
el conductor, en su prisa por hurtarle el pellejo a la muerte,
brincó por el lado derecho en el momento mismo en que una
ráfaga violenta lo bañaba con la gasolina encendida. Fue impo-
sible hacer algo en su auxilio. Al final, del infeliz obrero sólo
quedó un negro pedazo de carne carbonizada.
Pero había otra circunstancia de la que también se
acordó Carlos a la hora de negociar con el vendedor: que
estaba en marcha la construcción del oleoducto de Salamanca
a México, por lo que Pemex dejaría de ocupar transportistas
particulares. También lo reconoció Aguilar, pero objetando
con mucha razón:
—Mire, maestro Hank, usted está muy joven y fuerte: si se
acaba el negocio aquí en esta zona, quedan muchas otras que

239
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

son buenísimas. Se puede usted ir a Oaxaca, a Sonora, a Yuca-


tán, son rutas en que el gas-avión y otros combustibles dejan
mucho dinero. En cambio yo ya estoy cansado, quiero reposar,
reponer fuerzas.
—Y ni aún reconociendo todas esas circunstancias —le pre-
guntaba yo a Carlos— ¿este señor te da facilidades?
—No, quiere el millón inmediatamente.
Algo que no se puede negar es que Carlos siempre ha sido
muy luchón. Y convincente. Y carismático. Tanto como para
lograr que algunos de sus amigos hipotecaran sus ranchos o que
sacaran del colchón sus ahorritos (luego les correspondió con
diputaciones y otras prebendas); se apersonó con Luis Gutiérrez
Dosal, que tenía el Banco Agrícola y Ganadero, y lo convenció
de que le prestara dinero en las condiciones más bonancibles.
De esta manera, juntó medio millón, que entonces era una
cantidad absolutamente respetable. Y entonces se lanzó a con-
seguir lo máximo, lo que parecía en verdad imposible, o sea
convencer al señor Aguilar de que le admitiera todo lo que tenía
a la mano y que lo esperase a pagar el resto en dos o tres plazos.
Le juró que jamás daría otra vuelta por Toluca que el día de ven-
cimiento de cada plazo, Carlos mismo estaría en su casa de las
Lomas con el dinero en la mano. No cabe duda que tenía facili-
dad para simpatizar a la gente, ya le había agradado al petrolero
y ¡oh milagro de la suerte, accedió!, él que tan reacio parecía.
Cualquiera podrá decirme, y yo le concedo la razón, que el
negocio descrito no pasaba de ser una vulgar operación comer-
cial de lo más común y corriente. Cierto es que, en a­pariencia,
Aguilar vendía castigando sus precios. Cierto también que Car-
los había logrado hacer parte del pago en abonos. Pero eso
cualquier negociante hábil lo puede conseguir, y de éstos hay
miles y miles, ¿<dónde radicó, pues, el golpe de suerte?

240
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Eso lo supimos el día en que Hank recibió las llaves de los


corralones para las pipas y las bodegas adjuntas. Yo lo acom-
pañé en pago de que había estado pendiente de toda la opera-
ción y aquel amontonadero de fierros y hules no me pareció
cosa del otro mundo. Pero Carlos estaba que no volvía en sí de
la sorpresa. Aún le pregunté extrañado:
—Bueno, ¿qué?, ¿<qué es lo que te parece tan extraordinario?
—¡Carajo! —fue una de las pocas veces que le oí soltar
uno— Es que tú no sabes lo que hay aquí.
—No, no sé.
—Mira, en pocas palabras este señor me está regalando
una verdadera mina, una ganga, un Potosí.
La bodega estaba atascada de llantas nuevas, de refaccio-
nes de todas clases, de herramientas muy valiosas. Y eso no se
lo había cobrado. Carlos, que es capaz de advertir y apreciar en
un instante cualquier negocio, estaba seguro de que las pipas
valían más del millón, pero aquello que ahora observaba paso
a paso, detalle a detalle, valía más, pero mucho más que todos
los camiones.
Y así fue. Durante más de un año estuvo haciendo viajes y
viajes con cargas de gasolina, de petróleo crudo, de gas-avión,
y gastando sólo en el combustible para mover las máquinas. No
tuvo que comprar ni el más miserable tornillo. Todo lo tenía
allí, en ese amplio bodegón, al grado de que llegamos a sospe-
char que el señor Aguilar iba en aquellos dolorosos domingos
de su calvario sólo a recibir el dinero de sus ganancias, pero
que nunca se asomó por aquel arsenal de refacciones y herra-
mientas.
Es fácil imaginar lo que puede ser un negocio en que todo
es ganancia, en que la inversión se reduce al mínimo, pues ade-
más de los combustibles (el diesel es muy barato) sólo se tenía

241
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

que pagar el sueldo de los operarios, y que conste que Pemex


pagaba (no sé si lo siga haciendo) muy bien el transporte de sus
productos, pese a que no garantizara persistencia.
Por cierto que ese mismo año Carlos se dedicó a preparar
un dinámico grupo de choferes, especializados en vehículos
movidos por diesel, con lo que fue sustituyendo poco a poco
al viejo personal, maleado por descuidos, corruptelas, falta de
vigilancia y otras causas. A su costa los mandaba a estudiar a
México y luego les daba una unidad, pero no para que viajaran
cómodamente a Salamanca, sino para que se fueran a los proce-
losos caminos de Oaxaca, Chiapas o a la península de Yucatán.
Sólo de mano a mano, en unos minutos, Hank triplicó su
dinero. Y eso sólo puede hacerse en trance de la mejor for-
tuna. Aunque haya explicaciones racionales en el fondo, en la
superficie cualquiera seguirá creyendo, siempre, que la suerte
estuvo del lado del profesor de primaria que ahora comenzaba
a ser lo que realmente sería en su vida: un gran magnate de las
finanzas. Por desgracia, y a pesar de sus ideales juveniles, ya no
un político capaz de revolucionar a su tierra.

242
Cuando serví de cicerone a la guerrilla cubana

Al hacerse cargo de la presidencia municipal de Toluca, Hank


González tuvo un gran interés en el aspecto formal, técnico,
de los problemas que enfrentaban las alcaldías no sólo en el
nivel nacional, sino en todas partes del mundo. Por ello fue que
asistimos a un ciclo de conferencias, parece que integrado en
seminarios, que organizó en la Facultad de Ciencias Políticas de
la Universidad Nacional Autónoma de México el maestro Moi-
sés Ochoa Campos, que a la sazón era director de ese plantel
educativo.
En aquella actividad tuvo una intervención preponderante
el licenciado Arturo Vegas León, peruano, aprista, que estaba exi-
liado en México, huyendo de la persecución desatada en su país
en contra de los grupos de izquierda. Fue esto a finales de 1955. A
Hank le interesó mucho el tratamiento que dio Vegas León a los
aspectos cruciales de la cuestión municipal, por lo cual lo invitó
para que viniese a Toluca y se encargara de ciertos aspectos de
asesoría pero, sobre todo, de preparar un estudio a conciencia
sobre el aspecto económico de la administración comunal, que
fue siempre lo que más inquietó al entonces joven alcalde.

243
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

El trato de Vegas León trajo aparejado el conocimiento de


una distinguidísima dama de la revolución de América, Laurita
de Albizu Campos, y de un hombre extraordinario por su pre-
paración, talento y espíritu de sacrificio: Juanito Joarbe, por-
torriqueños ambos. Como se recordará, Pedro Albizu Campos
y Collazo habían intentado liquidar al asesino atómico Harry
S. Truman frente a la Casa Blanca. Collazo murió en la acción
y Albizu cayó en manos de los esbirros del imperialismo yan-
qui, quienes en las cárceles tanto de Estados Unidos como de
Puerto Rico, no descansaron hasta minar totalmente la for-
taleza física del patriota portorriqueño, que terminó incluso
afectado de sus facultades mentales.
Lógicamente, Laurita se vio constreñida a salir de Esta-
dos Unidos y encontró asilo en México. Creo que nunca dejó
de trabajar junto con Joarbe en favor de la independencia de
Puerto Rico. Por lo pronto, y para poder subsistir económi-
camente, se dedicaban a la venta de libros. Según recuerdo,
captaron rápidamente la simpatía de muchas gentes además de
Hank. Les compraban libros el diputado Max Montiel, Wilfrido
Valverde (más tarde consuegro de Luis Echeverría) y otras per-
sonas. Era tan impresionante como admirable el caso de Jua-
nito Joarbe, que desde el momento en que Laurita quedó sola,
dedicó su vida a cuidar de tan importante joya femenina de los
movimientos revolucionarios en América.
Pues bien, ellos, Laurita y Joarbe, fueron quienes tra­
jeron a Fidel Castro a Toluca. Venía acompañado de Raúl, su
hermano; del coronel Manuel Márquez, más tarde asesinado
proditoriamente en el viaje a la Sierra Maestra y que hoy, con
justicia, es considerado como el Héroe de Marianao; y final-
mente, por Jesús Reyes, Chuchú, que la hacía, en cierta forma,
de chofer de Fidel.

244
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Hank me dijo desde un principio que debíamos pro­curar


ayudarles en todo lo posible a cumplir los propósitos que los
traían a México. Incluso puso a disposición una camioneta que
manejaba Luis Sicilia, que siempre fue secretario privado de Car-
los. Estaban precisamente en la casa de este último y nos dispo-
níamos a comer cuando Castro me llamó aparte para explicarme
sus requerimientos. Quería que le ayudara a localizar un buen
sitio, apartado, solitario, mientras más agreste mejor, a fin de pre-
parar jefes de guerrilla. Me explicó que en Cuba contaban con
miles de guajiros que estaban dispuestos a tomar las armas en
contra de la dictadura, ya insoportable, de Batista.
Eso fue en 1956 y debo advertir que Castro llegaba preci-
samente de Nueva York, después de haber constituido en forma
definitiva el Grupo 26 de julio. Aquí se le habían juntado algunos
importantes personajes del movimiento y me dijo que el coro-
nel Bayo deambulaba por las estribaciones del Popo, en Chalco,
con la misma función de preparar cuadros de mando guerri-
llero. Ese día supimos de la vehemencia, del carácter tórrido
de Fidel, pues recuerdo que estuvo platicando durante toda la
comida respecto a sus planes revolucionarios, describiendo el
estado de ignominia en que luchaban las fuerzas estudiantiles y
del pueblo en general; habló de las torturas, de las vejaciones,
de las traiciones e infidencias de los propios elementos que se
creían de avanzada; en fin, relató los crímenes (que incluso
entonces no eran tantos) de la dictadura batistiana y terminó
dando un terrible golpe sobre la mesa:
—Para enero próximo —gritó— te juro que estaremos col-
gando traidores en los postes de La Habana.
Esta frase la transcribo casi textualmente, aunque parezca
contradictoria, ya que no hubo tales colgados, aunque sí fun-
cionó el paredón en lugar de los arbotantes habaneros. Tam-

245
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

poco fue en enero de 1957, pero sí el mismo mes del 1959.


De modo que su profecía de esa tarde se hizo realidad, pero
con algunas pequeñas variantes. Recuerdo que Hank se quedó
impávido, también su esposa Lupita, y Luis Sicilia incluso saltó
medio metro sobre su asiento.
Al otro día nos encontramos en el Hotel Rex, donde habían
tomado habitaciones. Parece que sólo Raúl se quedó en casa de
Hank con su hijo Carlitos, con quien todavía jugaba como un
chiquillo que era este joven revolucionario. Hay que advertir
que en esos días Raúl andaba apenas por los dieciocho años,
aunque ya mostraba la misma pasión y rebeldía que su hermano.
Durante el desayuno lo vi preparando su cámara fotográfica, de
la que no se despegaba. Tomó una gran cantidad de fotografías
de los dos viajes que hicimos por el interior del estado. No sé
si aún existan esas placas. En caso de que así sea, deben ser una
prueba de lo que en estas líneas digo.
Ese día fuimos al Nevado de Toluca, pasando por Calimaya
y Zaragoza. Nos acompañaron en esa ocasión Laurita y Joarbe.
Nos internamos en la sierra con apenas unos comestibles que
la propia Laurita se encargó de preparar y brindarnos amorosa-
mente al mediodía. A partir del molino de Santa Rosa, ya aban-
donado, fuimos buscando algunos sitios apartados y cuando
encontramos el que fue de su gusto, se pusieron a practicar el
tiro al blanco con las botellas de refresco y cerveza que había-
mos consumido en el trayecto.
Recuerdo que a pesar de su aspecto intelectual (era alto,
pálido, de profundos ojos negros, vestía siempre de oscuro con
sombrero de fieltro) Juanito Joarbe mostraba una excelente sere-
nidad y puntería. Me conmovió también la fortaleza, el ánimo
siempre vivo, la decisión arrebatadora de Laurita Albizu Campos
que, pese a sus más de cincuenta años, caminó al parejo que el

246
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

resto de sus compañeros. Y eso que Fidel andaba a trancos enor-


mes, con una profunda paciencia.
Todos portaban pistolas 45 y hasta Raúl era ya un experto
tirador. Así pasamos la tarde, pero en cierto momento algu-
nos pastorcillos comenzaron a asomar la cabeza por entre las
barrancas y al final de cuentas el lugar no le gustó a Fidel, pese
a que le aseguré que el molino era de algunos parientes míos
y de confianza. Creo que le pareció estar emboscado. Por lo
demás, le habían hablado de un capitán Acosta, dueño de un
rancho por el rumbo de lxtapan de la Sal, y quiso que el día
siguiente lo empleáramos en localizarlo y tratar con el dueño.
Yo tenía en mente también otros lugares, pero ese día regresa-
mos a Toluca y la cena se organizó en la casa de Hank.
Por la mañana, antes de partir rumbo a Tenancingo e
Ixtapan, Raúl quiso conocer la zona arqueológica de Calixtla­
huaca, como a diez minutos de Toluca. Era notable el interés
de los jóvenes por la cultura, las costumbres, etc., de México.
Recuerdo que el día anterior, al pasar por Calimaya, Fidel pla-
ticó con algunos campesinos sobre su condición, sus percep-
ciones, la forma en que trabajaban y vivían, y muchos otros
aspectos. Por lo que toca a Calixtlahuaca, Carlos me recomendó
que le hiciera una explicación, lo más amplia posible, teniendo
en cuenta el interés y la preparación de los muchachos. En las
ruinas Raúl se dio vuelo tomando fotografías. En esa ocasión
no nos acompañaban Laurita y Joarbe y viajábamos en el coche
de Fidel. El día antes lo habíamos hecho en la camioneta de
Hank, que tenía mayor cupo.
Fidel permanecía generalmente silencioso, sin duda medi-
tando. Raúl tampoco era muy expresivo y menos aún Chuchú,
que se encontraba en el volante. Más tarde lo volví a ver como
capitán de la guardia personal del ya Primer Ministro de Cuba.

247
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

De modo que la conversación corría por cuenta de Márquez,


con quien dialogaba interminablemente sobre los temas de
política. Eran tiempos terribles en que prácticamente toda
América se encontraba dominada por el imperialismo y la bota
militar pesaba como el más inicuo fardo sobre las sometidas
poblaciones de todos los países. En fin, creo que no tiene caso,
en estas breves notas, profundizar sobre aquellas conversacio-
nes cuyo fondo más tarde se hizo transparente en todos los
discursos y declaraciones de Fidel.
Buscamos al capitán Acosta en su rancho, pero no estuvo y
ese día no hubo tiro al blanco. Pero llegamos hasta el bal­neario
de aguas termales, donde los muchachos quisieron probar el
azufre. Haciendo honor a su temperamento, recuerdo bien que
Fidel se la pasó en la alberca chicoleando a una gringuita muy
rubia, muy blanca, pero un poco gordita.
Era fin de semana y yo quedé de buscar por mi cuenta al
capitán Acosta, cuyo rancho sí había tentado a los revolucio­
narios. Debía llevarles la respuesta la semana siguiente a la casa
de Hilda Guedea, que estaba en la ciudad de México, en las
calles de Nápoles, no recuerdo qué numero. Al final de cuentas
no pude localizar al tantas veces mencionado Acosta, pero con
mi hermano Edmundo conseguimos un ranchito muy apartado,
por los cerros tenanguenses.
Por cierto que fui a tomar el turismo para viajar a México
y entrevistarme con Fidel en la casa de la Guedea, compré el
diario para informarme durante la hora y pico del trayecto...
y casi se me saltan los ojos al ver la noticia de que Fidel y los
muchachos habían caído en manos de agentes de la Federal de
Seguridad, sin duda pagados por el “chacal de La Habana” o
por la CIA. Vi, entre otras cosas, que habían cateado el departa-
mento de Hilda Guedea, por lo que me pareció inútil e incluso

248
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

peligroso irme a meter a la boca del lobo. Ahí habían sorpren-


dido a varios de los rebeldes cubanos.
Cuando regresé con Hank, ya sabía también la noticia y
me indicó que tratara de ver a Fidel en el cuartel del Pocito,
donde —según se decía— fue llevado con sus compañeros (des-
pués supimos que a muchos, entre ellos a Chuchú, les habían
aplicado torturas, aunque a los dirigentes del grupo les tuvieron
un poco de mayor respeto). Los mantuvieron incomunicados y
pese a mi calidad de periodista no los pude ver. El resto es his-
toria que nada tiene que ver con Toluca, que es ya archisabida y
por ello pienso que con las anteriores notas he cumplido.

249
Entre los jubilosos y la Casta Divina

Después de varios años de rota la comunicación con Hank, en


1964 o 1965 volví a tener noticias suyas. Editaba yo enton-
ces una revista llamada Magisterio, que aunque aparecía como
órgano oficial de la Dirección de Educación Pública del
Estado, se sostenía a base de publicidad pagada. Por esa razón
el maestro Adrián Ortega, que era el titular de la dependen-
cia, me au­torizó que estableciera una oficinita aparte con un
membrete publicitario, pues también realizaba otro tipo de
trabajos para organismos oficiales o para la iniciativa privada.
Estaba en el Edificio América, allá en las calle de Cinco de
Febrero. Un día se me presentó mi antiguo compañero nor-
malista Galdino Sánchez:
—Te manda Carlos muchos saludos y tanto él como yo,
queremos pedirte un servicio...
Se puso a explicarme que Hank, desde varios años atrás en
la Conasupo, de ninguna manera se había retirado de la política
y que aunque por el momento no tramaba nada en especial,
quería estar preparado para cuando diese el siguiente paso:
—La gubernatura —dije.

251
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—O cualquier otra cosa pero aquí, en el Estado de México


—me contestó Galdino.
Y para ello le habían encomendado que, al socaire de
su chamba de jefe de Departamento de Acción Cívica en el
gobierno de Juan Fernández Albarrán, la cual lo obligaba a
recorrer la entidad, fuese juntando información respecto a la
situación de los ciento veinte municipios. Ambos —me dijo
Galdino— habían formulado unos cuadros estadísticos espe-
ciales en que aparecía el nombre de la localidad, si tenía
agua o no, drenaje, luz y otros servicios; noticias respecto a
sus calles, escuelas, instalaciones de salud y, naturalmente,
datos políticos sobre sus autoridades, en fin, de sus gentes. Ya
tenía Galdino un buen bonche de expedientes y necesitaba un
lugar discreto donde guardarlos y manejarlos. Su oficina en el
ámbito de gobernación era la menos conveniente. Ya podría-
mos imaginar lo que acontecería si alguien se daba cuenta de
que Hank se preparaba para ser gobernador y pasaba el chisme
a la prensa, apoyándose la noticia en todos aquellos papeles.
Galdino estaba identificado plenamente como gente del hom-
bre de Conasupo.
—Me dijo que podemos confiar plenamente en ti. Además
tú, en la práctica, eres independiente. Manejas sólo la revista.
Nomás tú y yo sabremos que tienes aquí esos papeles.
—Y la secretaria —le dije—, pero ella sabe guardar secre-
tos, de manera que lo es en forma total.
En efecto, el despacho constaba de dos piezas de las mis-
mas dimensiones; la que daba al corredor era pública, el pri-
vado lo era estrictamente pues lo había convertido más bien en
estudio y ahí me dedicaba a escribir.
—Fuera de la luz y del aire —le confesé a Galdino— no
entra otra cosa en mi estudio. Dice molesto mi primo Pancho

252
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Díaz González, que es mi sancta sanctorum porque alguna vez ni


a él lo dejé entrar. Voy a hacer una excepción contigo.
Poco más tarde llegó con sus embozados paquetes de
expedientes, le desocupé dos gavetas de mi archivero privado y
guardó celosamente sus cosas.
Nunca supe si realmente Carlos le había dado la indica-
ción de que recurriera a mí. Pero debe haber hecho un buen
trabajo, puesto que más adelante habría de llegar a diputado y
a presidente municipal de Ixtlahuaca.
Yo siempre le tuve especial estimación a mi gordo amigo.
Estudiamos juntos la carrera y nos alegraba con su voz de barí-
tono, en dúo con Sergio Vilchis, que era tenor. Pasamos juntos
muchos trances, lo mismo los dulces que los amargos, de modo
que no me interesaba si aquel servicio lo pedía él o verda-
deramente Carlos, de quien yo reconocía que, en efecto, era
muy cauteloso y andaba por el mundo con los pies de plomo, o
cuando menos con pesadas llantas de pipa petrolera.
Tres días antes de que se destapara su candidatura, aún les
estaba diciendo a los periodistas que no era él, de modo que
ni cuenta me di de que ya era candidato hasta que me habló
Carlos Garduño, gerente de El Noticiero:
—Sí, Mosco —me soltó—, este arroz ya está cocido, incluso
acabo de entrevistarme con Hank, allá en la Conasupo. Su pri-
mer acto va a ser una conferencia de prensa, aquí en Toluca,
en el local de los muchachos de la Asociación de Periodistas.
Yo sólo le estoy ayudando, pero me recomendó mucho que lo
invitara a usted. ¿Sabe lo que me dijo? “Poncho no es mi amigo,
es mi hermano”... De modo que quiere verlo en la conferencia.
En efecto, todo se organizó en las oficinas de las calles de
Bravo, que no llegaban ni a muebles. Fue el CAPFCE el que les
prestó sillas y escritorios que, según dicen las malas lenguas,

253
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

nunca devolvieron. Pronto me di cuenta que lo manejaba todo


Mario Colín, quien sería jefe de la campaña electoral, pues tam-
bién me habló para que no dejara de asistir. Fue una de las sesio-
nes más largas que he visto en mi vida. Empezó como a las tres
de la tarde y estaba terminando como a las once de la noche. De
ahí nos fuimos a cenar al Restaurante San Carlos con el delegado
del PRI, que era Mario Trujillo García. Fue él quien nos platicó la
manera en que se había producido la designación de Hank:
En 1963, cuando terminaba su periodo gubernamental don
Gustavo Baz y se venía el rejuego de las precandida­turas, el nom-
bre del joven político de Tianguistenco comenzó a a­parecer en
los periódicos, a pronunciarse en los corrillos y, por disciplina
elemental, el interesado se fue a ver a Díaz Ordaz en la Secretaría
de Gobernación.
—Señor —le dijo— por ahí me andan candidateando mis
paisanos para gobernador de mi tierra, creo que es mi obliga-
ción comentarlo con usted.
—Sí —le respondió el “señor ministro”— ya lo sé, te can-
didatean pero no te toca. El señor presidente de la república
ha seleccionado a don Juan Fernández Albarrán. Pero si se nos
hace, ten la seguridad de que vendrá la tuya.
Si se nos hace... Ni qué decir que se estaba refiriendo a la
presidencia. Y se les hizo.
Al acto con los periodistas siguieron las asambleas sec­
toriales del partido, y la gran asamblea general, que se realizó en
Toluca y donde todavía los enardecidos y despechados seguidores
del suriano Enedino Macedo armaron un alboroto. Las circuns-
tancias obligaban a Hank a llevar adelante una campaña electoral
intensa, fuerte, totalizante, puesto que tenía un enemigo fuerte
al cual combatir. En una misma semana realizaba por lo menos
tres giras y despachaba un día en Toluca y otro en Naucalpan.

254
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Yo seguí con mis labores habituales hasta que, unos diez


días después de que comenzó el rejuego me fue a buscar Mario
Colín para decirme:
—Hombre, dice Carlos que por qué no has ido a verlo.
Recuerdo muy bien que le respondí: “Mira, Mario, de la cam-
paña se encarga el PRI y para eso le sobran grillos. No creo poder
servirle para nada. Ya que sea gobernador, porque de seguro lo va
a ser, entonces a lo mejor hasta le voy a pedir un hueso”.
Bromeamos un rato y al fin me dijo:
—Bueno, Poncho, la verdad es que te invita el domingo
para que lo acompañes al acto de Acambay. Le interesa hablarte
sobre dos o tres cosas.
—¿En la gira?, ¿< en el acto masivo?... La verdad es que no creo
que podamos cruzar tres palabras. Aparte de que yo ya he reci-
bido muchos codazos y tengo molidos los costillares. Si quiere
que hablemos, por qué no en su oficina.
Esa vez le tocaba estar en Toluca, de modo que Mario
admitió mis razones y me llevó al instante a las oficinas de
campaña, que estaban en Villada, en la vieja casona de Gabriel
Ezeta. Pasamos de inmediato. Carlos departía con algunos gru-
pos, en un amplio salón de la planta alta. Creo que ya entonces
se había acostumbrado a los “acuerdos de balcón”, como des-
pués los tuvo en grandes cantidades en el Palacio de Gobierno.
En mi caso, para poder hablar confidencialmente, me llevó al
ventanal.
—Tienes que reincorporarte al equipo —fue con lo que
me recibió—, me haces falta. Mira, le encargué a José Anto-
nio Muñoz Samayoa que de cada gira se vaya escribiendo una
crónica que abarque los principales aspectos de los actos, que
sintetice las peticiones, que consigne entrevistas con la gente...
y no me gusta cómo lo están haciendo.

255
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—Se va a enojar José Antonio —recuerdo que le dije.


—No, hombre, qué va, si le vas a resolver un problema. Tú
me dices con quién hablo para que dispongas de tiempo, ¿con
el profesor Ortega?
Le aclaré que por eso no se preocupara. Yo podía hacer
Magisterio a la vez que su trabajo.
—Pero, es que hay algo más... —me confesó dubitativo.
Según me explicó, el jerarca priísta Alfonso Martínez Domín-
guez le había enjaretado a Gustavo Carrero como jefe de prensa
desde que estaba en la Conasupo y no tenía más remedio que
tolerarlo pese a que no fuera lo más idóneo para el puesto. Y era
lo peor que al iniciarse la campaña, en un afán hasta cierto punto
justificado de ganarse a la prensa nacional, había descuidado a los
muchachos de los periódicos locales. Y éstos la habían empren-
dido en contra de Carrero, cuya destitución ya habían pedido.
—Pero no me conviene suprimirlo, de verdad; en estos
momentos es cuando más necesito de Martínez Domínguez.
Por eso quiero que tú allanes las cosas, que acolchones el
enfrentamiento y, si es posible, que diluyas la pelea, <¿crees que
puedas reconciliar a Gustavo con la prensa local?
Yo estaba muy bien enterado de la situación porque los
reporteros me tenían plena confianza, de modo que contesté
afirmativamente, si se tomaban de inmediato ciertas providen-
cias. Llamó a don Enrique Jacob Soriano, quien manejaba en
general toda la propaganda política:
—A ver —dijo Hank—, habla, te escuchamos.
Fui enumerando los problemas:
—En primer lugar, a los muchachos les revienta que los
lleven a las giras en incómodas camionetas, revueltos con los
rufianes de “seguridad”, que tú ya conoces cómo se agorilan,
es decir, la prensa local pretende que ustedes faciliten su labor

256
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

proporcionando un autobús especial. Puede ser uno de esos


que hay ahora, a los que llaman minibuses.
Don Enrique tomaba nota.
—En segundo lugar —proseguí— no quieren asistir a las comi-
das comunales que dan en los pueblos, porque en estas actividades
hay gente que va a trabajar y gente que sólo va a comer. Aseguran
que cuando llegan a los banquetes, o todas las mesas están ocupa-
das o simplemente, por estar atascado el sitio, no los dejan entrar.
También tomó nota Jacob. Finalmente expuse en qué con-
sistía el trabajo de los reporteros, ahora que se estaba realizando
una campaña difícil, cargada, abrumadora, pues me habían
explicado ellos mismos que salían a las seis de la mañana y a
veces regresaban a las once o doce de la noche, todavía a trans-
cribir discursos y redactar sus notas. Carlos estaba hablando en
casi todos los lugares que visitaba y en todos le presentaban
multitud de problemas. Y rematé:
—Creo que lo que les pagan en los periódicos no com-
pensa esta sobrecarga de trabajo y es que, la verdad desnuda,
los propios dueños esperan que tú les correspondas personal-
mente con una gratificación. Te aseguro —le dije— que esto
nada tiene de inmoral. Es deshonesto el chantaje de los holga-
zanes revisteros que piden para que no peguen, de los extor-
sionadores que te asustan con el petate del muerto para que les
engordes la cartera. Los muchachos en verdad están trabajando
duro, doble, triple y es justo que les des una ayudadita.
_—¿Cuánto?
—Siquiera de unos quinientos pesos a la semana.
Terminó de tomar nota Jacob. Y el siguiente domingo en
la propia puerta de la Asociación, en la calle de Bravo, esperaba
un minibús del PRI, que desde ese momento sólo se dedicó a
transportar a los periodistas locales. Curiosamente, fue Galdino

257
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Sánchez el comisionado para llevarles el lunch a los repor­


teros. Como era de familia de restauranteros, Carlos pensó que
era el más idóneo para gestionar que, en cualquier forma, se
dispusiera de aquellos cajoncillos de cartón que contenían la
vitualla y el bebistrajo. Era aquel itacate para algunos lugares,
el restauran­te en otros y así por el estilo. También empezó a
compensárseles religiosamente su semana de trabajo.
En el minibús viajaba sólo gente que se conocía, que se
entendía, algunos muy amigos. Habían sido comisionados por
sus periódicos para cubrir la campaña Horacio Garza, Toño
García Rojas, Jorge Mejía Sevilla, Jorge Hernández Ochoa, el
Flaco Esquivel, Fernando Chavitos, en fin, puros cuates. Se aligeró
el trabajo porque, además, se llevaba una mesa con máquina
de escribir y grabadoras. En los viajes largos se conversaba de
todo, se hacían chistes, o cantaba Galdino con su tesitura de
barítono, algunas veces acompañado de Sevillita, que también
fraguaba buenos gorgoritos.
Hubo algunos incidentes porque, la verdad, algunos de
ellos habían sido macedistas y abominaban al PRI por haberle
dado la espalda al terracalenteño. Se entretenían en tapar con
papeles el escudo del Partido, para que luego fueran los priístas
a destaparlo. Y así como a los maestros de ceremonias los apo-
daron como los jubilosos, porque en todos los mítines pedían
al público que recibiera “con júbilo” al candidato, a los repor-
teros que se mostraban un tanto cuanto presumidos y altaneros
los motejaban la Casta Divina.
Un día estaba yo ante la puerta del edificio partidista
cuando vi que el carro azul del candidato se paraba enfrente.
Pero no bajó Carlos, sino que abrió la portezuela de atrás y un
poco inclinado hacia adelante para que no lo vieran, me llamó.
Corrí a treparme y me senté junto a él. Me dijo que las crónicas

258
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

estaban muy bien, que me las agradecía y que la tormenta con los
periodistas estatales se había calmado. Pronto vi que no í­bamos
a ninguna parte, simplemente dábamos vueltas para plati­car. Fue
cuando adoptamos algunas providencias tácticas para terminar
de descalificar a Macedo, con sólo retratar sus pinchurrientos
mítines. Pronto derivó hacia una plática más confidencial. Por
razones obvias aquel diálogo se me quedó muy grabado y prác-
ticamente lo reproduzco textual:
—Entonces, ¿ahora sí ya te vas a dedicar exclusivamente a
la política? —le pregunté. Movió la cabeza afirmando. Yo quise
averiguar aún más:
—¿Y los negocios?
—Eso se acabó —fue su respuesta contundente—, en ese
sentido he llegado a donde quería, tengo asegurado mi porve-
nir económico y ya no los necesito más.
—<¿Los vendiste?
—De ninguna manera, acuérdate de que tengo hijos. Ahora
el negociante es mi hijo Carlos.
—Pero él es un chamaco.
—Lo que pasa es que se te ha hecho muy pronto, pero la
verdad ha pasado más tiempo del que crees. Carlos es un hom-
bre hecho y derecho, ya tiene veinticinco años.
En realidad yo lo creía menor. En seguida, recordando la
utopía juvenil de Carlos, le pregunté:
—¿Y aquella revolución desde arriba?
—Eso está en pie, absolutamente. Creo que estoy cum-
pliendo mis propósitos. Dije que primero sería gobernador de
mi estado y voy en camino. No estoy viejo, aunque ya empieza
a cansarme eso del joven candidato —nos reímos—, para lo
demás queda mucho tiempo. Lo que digo en los mítines te juro

259
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

que no es demagogia; lo siento, lo voy a hacer. Empezaremos


esta revolución aquí, en el estado... y luego, desde más arriba.
—¿Entonces estás dispuesto a jugártela?
—Todo y con todo —fue otra vez su contestación tajante.
Me permití recordarle que, siendo ambos profesores de la
materia, sabíamos perfectamente que sólo han merecido ocu-
par las grandes páginas de la historia los que de veras se la
jugaron en favor de las causas populares. Los que se quedan en
medio pasan inadvertidos.
Me pareció que su convicción seguía siendo firme, que
era todavía el muchacho profesor de Atlacomulco al que los
curas tachaban de “comunista”. Incluso recordamos que él
había ayudado y estimulado a gente como Fidel Castro y su her-
mano Raúl, allá en 1956, cuando venían huyendo de la amenaza
gringa. Carlos les ayudó en lo económico, puso a su disposi-
ción vehículos, nos pidió colaboración a los amigos, a Wilfrido
Valverde, quien también puso sus centavitos; a Luis Sicilia, que
le servía de chofer a Fidel en una camioneta que nos llevaba al
Nevado. En fin...
Le creí a Hank. Le creí que en efecto se la iba a jugar. Y
esto significaba abrirse camino hacia la presidencia de la repú-
blica. Sólo desde esa cumbre sería posible realizar una revolu-
ción mexicana desde arriba; por lo menos como lo había hecho
Lázaro Cárdenas, que en efecto tiene un excelente lugar en la
historia, quien, por cierto, también se expuso para impedir que
Castro y sus camaradas fueran entregados de manos atadas al
asesino Batista.
Yo sabía que mi papel en esta prometida saga iba a ser
menudo. Pero de todos modos tenía derecho a entusiasmarme,
y no porque esperara un gran hueso. La revista Magisterio no le
costaba un centavo al régimen, excepto mi sueldo como pro-

260
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

fesor de primaria sin que estuviera yo en el banquillo. Cuando


tocase fin el proceso electoral, con el resultado previsible, lo
único que pensaba pedirle a Hank es que me permitiera seguir
adelante con mi publicación exactamente de la misma forma.
Pero las cosas en la campaña se complicaron. Los repor-
teros locales y Gustavo Carrero continuaban con sus piques; al
parecer ni uno ni los otros estaban dispuestos a fumar la pipa
de la paz. El jefe de prensa de la campaña les hacía evidentes
desaires, nunca viajó con el grupo en el minibús y prefería tras-
ladarse en su f lamante Impala color pistache, en franco despre-
cio de una compañía que le era molesta.
Sólo una vez se trepó al vehículo de prensa, cuando fuimos
a Temascaltepec y eso, seguramente, porque le dijeron que los
caminos eran muy malos y no quiso maltratar su carrazo. Pero
aún dentro del convoy escogió el asiento único que esa clase
de unidades llevan junto al chofer, es decir, de todos modos no
departió con la tropa. Pero de regreso se le ocurrió dormirse. En
cierta forma estaba justificado el hecho en virtud de lo pesado
que eran las giras de Carlos, pero dio motivo a que prevalecieran
las fricciones. Jorge Hernández Ochoa le tomó una foto a Carrero
cuando estaba en desgarbada posición —digamos que “onírica”—
y varios periodistas la publicaron con pies de foto peyorativos en
que, incluso, se insinuaba que iba durmiendo la mona.
Por cierto que don Gustavo nunca le perdonó a Jorge la
broma, ya que fue el primero en exhibirlo en brazos de Mor-
feo, en una columna llamada “Los Picapiedra”, que —si no
recuerdo mal— hacía al alimón con Sevilla y Javier Ariceaga.
Lógicamente, suponía Carrero, había sido Hernández Ochoa
quien proporcionó la gráfica a los demás. Alguna vez que éste
le fue a pedir un servicio, el rencoroso funcionario se con-

261
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

cretó a sacar de su escritorio el recorte periodístico y se lo


puso enfrente. Jorge ya no pidió más.
El resultado fue que, no pudiendo deshacerse de tan
incómodo recomendado, Carlos me pidió que continuara con
Gustavo Carrero, ya nombrado director de Prensa y Relaciones
Públicas, en calidad de subdirector.

262
En el Quinto Patio del Cuarto Poder

Ni afirmo ni niego que los gobernadores, antes del doctor Gus-


tavo Baz, dejaran de tener encargados de las cuestiones hoy
llamadas comunicacionales. Sólo me consta que en el periodo
del licenciado Isidro Fabela quien manejaba estas cuestiones
era don Gabriel Alfaro, primo del gobernador y periodista de
muchos años. Lo recuerdo trabajando en el periódico Excélsior.
Respecto al primer Del Mazo, es incuestionable que conservó
el periódico oficial El Demócrata y que atendían sus problemas
informativos y publicitarios los directores de ese bisemanario,
entre los que anoto a Manuel López Pérez y al profesor San-
tiago Velasco Ruiz.
Con Salvador Sánchez Colín vino a Toluca Víctor Jaramillo
Villalobos, campeón de bádminton y reportero capitalino. No
tengo idea de qué puesto desempeñaba, pero no era ninguna
formal jefatura de prensa. Más bien colaboraba con Salvador
como secretario privado.
Pero fue el doctor Baz el que decidió establecer una ofi-
cina de prensa, a nivel de jefatura de departamento, que depen-
día directamente de la Secretaría Particular. Físicamente estuvo

263
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

situada en el entresuelo del viejo Palacio de Gobierno, hoy del


Poder Judicial, prácticamente bajo las escaleras del sur y en la
parte posterior. Eran dos cuartitos, uno para la secretaria, que
también servía de antesala, y otra para el jefe.
Curiosamente, en los primeros años del régimen bacista
no hubo quien resistiera la estadía en ese departamento. No
fueron menos de cuatro los jefes que desfilaron sin echar raí-
ces ni hacer huesos viejos. No los recuerdo a todos, pero sí a
Juan Castañeda, que me parece fue el primero, y a Antonio
Ríos García. Las razones por las que no resultaban duraderos
estos jefes no me parece interesante investigarlo, ya que no
dejaron huella persistente ni para bien ni para mal.
En esos tiempos era yo subdirector de El Mundo y frecuen-
temente me entrevistaba con Carlos Barrios Honey, secretario
particular de Baz. Un día conversamos respecto a la inestabili-
dad del naciente departamento de prensa, que sufría sin duda
los efectos nocivos del noviciado.
—Le están recomendando —comentó Barrios en alusión
a su jefe— a un joven, Hugo Villicaña, que trabaja en El Sol de
Toluca.
Cuando estuve encargado de la dirección conocí a Hugo,
si bien ya había tenido relaciones de confraternidad con don
Juan, su padre.
Hugo había trabajado en el Departamento de Alfabetiza-
ción con mi maestro Rosas Talavera. Un incidente fortuito lo
llevó a conocer a Gerardo Cuéllar Villarreal, que allá por 1955
estaba encargado de la redacción de El Sol, cuando estuvo diri-
giendo provisionalmente ese periódico. Resulta que, ambos
solteros (Cuéllar no era todavía mi cuñado), comían en el
Restaurante L Ambiant, cuando era de Angelito Liho, cada uno
en su mesa. Pero alguna vez notaron esa soledad, que lamen-

264
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

taban, y decidieron hacerse mutua compañía, pues a la hora


de los frijoles no hay situación más cruel que masticarlos en
el desierto.
Así se inició entre ellos una buena amistad. Hugo toda-
vía era burócrata, pero aspiraba a convertirse en algo más. Y
Gerardo descubrió su vocación hacia las letras, por lo que le
propuso que se iniciara en el periodismo, que siempre es un
buen escalón. El propio Cuéllar escribía cuentos, ensayos y
otras prosas, con estilo y galanura más que suficientes. Poco
tiempo después, Hugo ingresaba al mundo del diarismo y ahí se
quedó. Siempre fue un muchacho de pro, listo, servicial, diná-
mico y decente.
Le di al secretario particular de don Gustavo una buena
opinión. Y no creo que solamente con base en mi pobre cri­
terio fuera aceptado Hugo en la jefatura de prensa. Sólo cuento
el incidente como ilustrativo y porque ahí empezó una perma-
nencia del hombre por más de nueve años en esa ocupación,
nueva para el gobierno del Estado de México.
Hugo cubrió tres o cuatro años de Baz y un infortunado
episodio lo obligó a permanecer en el puesto. Para el gobierno
del licenciado Juan Fernández Albarrán venía como encar-
gado de prensa el escritor Salvador Calvillo Madrigal, pues en
la Secretaría Particular estaba señalado don Cosme Hinojosa.
Unos ocho días antes de que se iniciara el nuevo régimen, don
Cosme falleció de uno de esos males que avisan de su existir
pero no notifican cuándo será el deceso.
Muerte tan inesperada desconcertó a don Juan, quien
no quiso precipitarse a designar otro secretario. Simplemente
enrocó a don Salvador Calvillo, quien a su vez le suplicó a Hugo
que permaneciera atendiendo la información, en tanto que el
máximo jefe decidía otra cosa. El muchacho no tuvo inconve-

265
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

niente y se quedó... otros seis años; cosas de la política, que


tiene sus sorpresas, unas gratas y otras dolorosas; unos van,
otros vienen; unos salen, otros se quedan. Tanto a don Juan
como a don Salvador les gustó la forma de trabajar del exrepor-
tero y en esa forma éste vino a ser práctica y verdaderamente el
primer encargado de Prensa y Relaciones Públicas que registra
la historia del estado.
Luego Carlos Hank elevó a la dependencia al rango de
Dirección, nombrando como primer titular a don Gustavo
Carrero, quien no duró mucho en el puesto, debido a tres
cosas que tenía deplorables: sus hábitos, sus vicios y sus arre-
batos. Entonces Hank lo sustituyó por Rafael Riva Palacio y
las cosas empezaron a mejorar visiblemente. Permanecí con
ambos como subdirector y, al iniciarse el gobierno del doc-
tor Jorge Jiménez Cantú, mi viejo amigo Alfonso Solleiro
me ratificó en ese cargo. Así fue como, durante doce años,
me tocó atestiguar algunos episodios de la picaresca dentro
del mal llamado Cuarto Poder. Aquí referiré algunas de estas
anécdotas.
Cuando Carlos Hank designó director de Prensa y Rela-
ciones Públicas a Riva Palacio, la noticia corrió como reguero
de pólvora encendida. De modo que la primera mañana que se
presentó en el despacho, ya lo estaban esperando no sólo en
la antesala, sino en los propios corredores del Palacio, varias
decenas de individuos que le tributaron una gran ovación.
Abrazos, palmaditas en el hombro, apapachos, hasta que por
fin pudo entrar a su oficina:
—Oye —me preguntó intrigado—, <¿y ésos quiénes son?
—Los directores de periódicos.
—No friegues... ¡si no reconocí a ninguno!
Entonces hubo que aclararle:

266
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Es que tú, en tus muchos años de publicista, te has ligado


con los patrones de los grandes rotativos y por lo tanto eres
cuate de don Rómulo, de Scherer García, de Alarcón... Pero
estos son los directores de las mil y un revistillas y periodiqui-
tos de cuatro planas que infestan el ambiente.
Entonces lanzó una pregunta que lo habría de atormentar
como un suplicio dantesco el resto de su vida:
—¿Y qué hago con ellos?
—Se supone que tu obligación es atenderlos. Y te vas a
encontrar con la terrible sorpresa de que son más voraces, más
impositivos, más altaneros y más insolentes que si se tratara
de los directores del Le Monde francés, el Times londinense o el
Excélsior mexicano.
No lo creyó de pronto, porque ese día sólo le llevaban su
saludo y sus felicitaciones. Pero cuando comenzaron a presen-
tarle sus facturitas de muchos miles de pesos y se enteró de que
el presupuesto para cubrirlas era menguado, además de que su
primera obligación era defender un dinero que más bien estaba
para levantar escuelas y hospitales, entonces comenzaron sus
tribulaciones.
Al poco tiempo ya no los aguantaba. Como era tan
jovial, tan sencillo, tan amable y buen hombre, algunos cre-
yeron que Rafael tenía aptitudes para la silla... de montar.
Pronto se convencieron de que no, y con uno de ellos tuvo
que llegar hasta las manos, naturalmente que después de las
mentadas.
Todos los lunes Hank reunía a sus colaboradores para acor-
dar directivas. Pues bien, uno de esos lunes y mientras llegaba
el gobernador, Riva Palacio empezó a narrarle sus cuitas al con-
tralor, don Manuel Rattner, que durante mucho tiempo había
sido periodista e incluso director de la Cadena García Valseca.

267
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

—<¿Qué hago hermano?, —le preguntaba angustiadísimo


Rafael—, ¿< qué hago con esta maldita gente? Tú que los conoces,
tú que sabes mucho del ambiente, tú que eres un genio, ¡ilumí-
name!...
En ese momento entró Hank y Rattner sólo alcanzó a decir:
—Yo tengo la fórmula, ahora que terminemos te la doy.
Pasó la junta, durante la cual Riva Palacio estuvo feliz, ilu-
sionadísimo, seguro de que terminaban sus padecimientos, ya
que confiaba a ciegas en la sabiduría y la experiencia de don
Manuel. De modo que en cuanto terminó la reunión, se acercó
a su amigo para volver a preguntarle con apremio:
—_¿Qué, hermano, qué debo hacer?, ¡dime, por favor!
Cazurro, pero muy serio, Rattner le contestó:
—Bueno, que yo sepa sólo hay una solución...
—¿Qué, qué?
—Fusilarlos...
Luego me comentaba Rafael:
—Claro que no los puedo fusilar. De modo que no me
queda otra que seguir tu consejo: paciencia y resignación.
Virtudes esenciales que debe tener un director de prensa
si no quiere fracasar... o morir de una hepatitis.
Sutilmente, como quien no quiere la cosa, Riva Palacio
fue descargando en mi persona algo del peso de aquel trato
con tan singular gente del medio, dicho en esta forma porque
la verdad no se les puede, no se les debe llamar periodistas.
Había un grupito feroz de las hojitas impresas de Ciudad Neza-
hualcóyotl, dentro del cual el noventa por ciento eran clásicos
picadores y el resto, lenones dueños de cantinas, pulquerías
y burdeles, que con la chapa de periodistas se protegían de la
acción policiaca.
Un día pasó Riva Palacio con ellos a mi oficina:

268
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Quiero que atiendas a los señores —me dijo—, platica


con ellos, dales material informativo y, sobre todo, que se
vayan contentos.
Les di material y les pasé una cantidad de dinero a cada
uno. Cada ocho días, muy puntuales, me ofertaban con su visita.
Pero el director me había explicado que no teníamos gran cosa
de presupuesto y que era necesario darles mucha muleta y poca
plata. Yo les platicaba, les hacía chistes, les contaba cuentos,
les echaba f lores... pero de lo otro, ni quinto.
Hasta que cierta vez se abrieron de capa. Uno de ellos,
un tal doctor Bordes, que de medicina sabía lo que un sapo de
trinar, y que en cuanto al periodismo era semianalfabeta, me
cantó de plano:
—Mire, profesor, usted nos está tratando muy mal. Vamos
a quejarnos con el licenciado... Recuerde que él le dijo que nos
mandara contentos.
—Oiga, no, yo he procurado ser atento, cordial, les doy
toda la información que quieren.
—Bueno, lo que pasa es que usted no entiende las cosas.
Se lo voy a decir a lo pelón. Si usted nos da mucha coba, pero
no nos suelta el dinero, nos vamos enojados. Pero si usted nos
da dinero, ya nos puede mentar la madre que nos vamos rete
contentos...
—Entonces vayan y...
Se me quedaron viendo feo.
—Vayan y me hacen un recibito. Pero también vayan a tiz-
nar a su mamacita, al fin que el doctor Bordes me acaba de
autorizar.
Se fueron muertos de la risa.
Aquella constituyó para mí la más grande e importante de
las lecciones respecto a lo que es una oficina de prensa guber-

269
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

namental. Como encargado de la parte informativa, sólo había


tratado con los periodistas, es decir, con los verdaderos perio-
distas, que son todos aquellos que laboran en publicaciones
serias cumpliendo una función normal. Los otros, los dizque
directores de revistas católicas (salen cada vez que Dios quiere
o se descuida) o de vil chantaje, en forma de catálogos de peda-
citos de plana pagados, tienen una formación muy especial.
Son gente que alguna vez, por azares de la fortuna, trabajaron
como secretarias, ayudantes o correveidiles en las agencias de
publicidad o los departamentos respectivos de diarios y revis-
tas importantes.
Esta cercanía a la fuente publicitaria los llevó a percatarse
de dos aspectos débiles de la administración pública: en primer
término, el miedo cerval que los políticos le tienen a los perió-
dicos y que no afecta exclusivamente a esos grillos con gran cola
que les pisen, pues aun funcionarios honestos, eficientes, cons-
tructivos, temen que su nombre pueda aparecer negativamente
en algún periódico. Quizás lo temen más los honestos, precisa-
mente por el cuidado que tienen de su prestigio y la pena que les
causaría que sus familias, sus hijos, pudieran llegar a leer alguna
indignidad que se les imputara. En segundo lugar, estos especí-
menes de mozos de agencia pudieron percatarse de la facilidad
con que los políticos sueltan planas pagadas a los periódicos.
Y así empezaron su carrera. Algunos de ellos incluso habían
sido vendeplanas de los grandes periódicos, hasta que se dieron
cuenta de que las podían seguir vendiendo sin tener que cobrar
solamente una pequeña comisión. Entonces a­brieron un perio-
diquillo cualquiera, cobrando casi lo mismo que los rotativos
serios, pero llevándose todo el costo de las opera­ciones.
Lógicamente, como se trata de un turbio e infame nego-
cio, esas publicaciones elaboran unos cuantos ejemplares, a

270
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

veces únicamente los necesarios para adjuntarlos como com-


probantes a sus facturas.
En este punto, cualquiera se hace la pregunta: Bueno, ¿pero
si no circulan, por qué diablos les temen los funcionarios? Muy
sencillo, nadie los va a comprar a un estanquillo, pero sus due-
ños tienen buen cuidado de hacer un medio millar de ejem­
plares, que llevan a todas, absolutamente a todas, las oficinas
de gobierno... y los dejan regalados.
Por desgracia, para los directores de prensa, existe una
puerca costumbre entre algunos colaboradores del gobierno:
si se consigue que una gran firma redacte un bonito artículo
de fondo, o que un buen diario publique un sesudo editorial,
o que una revista con amplia circulación difunda un comen-
tario positivo, todos ellos elogiosos para el gobernador, nadie
(excepto nuestra oficina) es capaz de llegar con él para decirle:
“Hombre, mira que buen artículo te publicaron”.
¡Ah, pero que no aparezca por allí una mendacidad, un
insulto al jefe del Ejecutivo, así sea en el medio más vil y
as­queroso!, porque entonces ahí estarán dos docenas de ami-
guitos para decirle: “Oye, <¿ya viste lo que te sacó El Heraldo de
Cincuentarrobas?, <¿pues qué hace tu jefe de prensa?”.
Tristes casos hubo en que además de que se le amargara el
día al gobernador (restándole honor para trabajos de beneficio
al pueblo) hubo que transar con los gángsters más asquerosos
del ambiente... ¡y darles dinero!
Claro que en esto del trato a los piratas del periodismo,
hay de gobernadores a gobernadores. Existen los que ya saben
que éstos no son periodistas (a los que de veras son, los tra-
tan con toda deferencia), sino picadores, vendeplanas o sim-
ples chantajistas que “pegan para que les paguen” y que muchas
veces no venden ni siquiera elogios, sino simple silencio. Es

271
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

más saludable que estas gentes lo ignoren a usted, a que le tri-


buten un halago.
Un gobernador, maestro en estos gajes de la política,
adoptó desde un principio la táctica de que “ni igualas ni
embutes, ni aceptar chantaje alguno”. Acordó que se atendiera
en lo posible a todos, incluso a los vendeplanas, pero sin ple-
garse a sus exigencias, ya que “si hoy te piden cinco y se los das,
mañana quieren diez y pasado mañana, veinte”.
Esto, sobre la base de un conocimiento exacto de que
cuando al picador o chantajista no se le da todo lo que se le
solicita, inmediatamente se va a molestar al gobernador. Si
usted se fija tantito, verá que todos, absolutamente todos,
dicen: “Bueno, entonces lo voy a tratar con mi amigo Pedro” y
para todos ellos el gobernador es Pedro, su cuate, aunque nunca
lo hayan visto en persona.
De modo que el individuo subía a la Secretaría Particular
y solicitaba una entrevista con el gobernador. Inmediatamente
el jefe de ayudantes lo regresaba con el director de prensa. Si
por alguna circunstancia lograba entrar con el secretario, éste
—con mucha mano izquierda también— lo mandaba de regreso
con el funcionario del ramo.
Algunos, creyendo pasarse de vivos, alegaban pretender
entrevistarse con el gobernador no para asuntos de prensa, sino
para otra clase de cuestiones. La respuesta era siempre la misma:
—Si usted le trata primero su asunto al director de prensa,
tenga la seguridad de que será mejor atendido que por el propio
gobernador.
Algunos de plano reventaban asegurando que el director
los había tratado mal, que no los quería atender. Entonces, lo
más que hacía el secretario o el jefe de ayudantes era hablar
con el director en términos muy sencillos: “El señor Fulano de

272
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

Tal está en esta oficina y va a bajar a verlo”. Colgaba diciendo:


“El licenciado lo espera en su oficina”.
Al final de cuentas el vendeplanas se convencía de que el
gobernador no lo iba a recibir nunca. Y tomaba uno de estos
dos caminos: 1) ya blandito, bajaba a transar, en lo que fuera,
con el director, o 2) los más empecinados —después de todo
no viven de otra cosa ni efectúan ninguna otra labor— se apos-
taban en la puerta de la casa de gobierno o en la del garaje del
palacio, hasta que lograban interceptar al propio mandatario
estatal.
Esta gente no tiene imaginación. Sus reclamaciones eran
siempre las mismas:
—Usted no me quiere atender.
Aquel gobernante del que hablo tenía una mano dura pero
aterciopelada, una magnífica sonrisa, un trato tan gentil que
muchos aseguraban que parecía el de una dama. Y sin embargo
no lo vimos cejar nunca.
—¿Cómo no lo vamos a atender, mi amigo, si para eso esta-
mos? Lo que sucede es que el gobernador nombra una serie de
colaboradores, precisamente porque no se puede encargar de
todas y cada una de las cuestiones que se le presentan. De manera
que vea usted al licenciado y verá cómo lo atiende de maravilla.
—Pero, si es precisamente que él no me quiere atender.
—No es posible. Si lo nombramos es porque lo conoce-
mos. Se trata de una persona amabilísima. En fin, platíqueme
sus penas, ¿qué no le quiere dar información?
En ese momento siempre explotan y salen a relucir tanto
el alto cobro como el ningún pago.
—Mire usted —contestaba el gobernador—, en cada ejer-
cicio anual le asignamos a nuestros colaboradores un presu-
puesto. Es bueno que les sobre, pero no admitimos que les

273
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

falte. Estoy seguro que el licenciado le ha ofrecido a usted una


cantidad de acuerdo con sus posibilidades presupuestales...
Aquí casi siempre alegan:
—Que yo he colaborado con el gobierno, que yo he publi-
cado...
—Y se lo agradecemos mucho. Pero si nombré al licen-
ciado es porque le tengo absoluta confianza y estoy plena-
mente convencido de que lo que le ofrece a usted es lo justo.
Piense que si se desfalca, si se excede en sus egresos, yo lo
tengo que regañar.
Siempre querían que el gobernador les firmara su alta factura.
—No, no puedo —les replicaba siempre—, si al firmarle su
factura hago que el director se pase de presupuesto, entonces
él es quien me va a regañar a mí.
Y así, entre veras y bromas, los mandaba con cajas destem-
pladas para que tuvieran que tratar a fortiori con el director de
prensa y en condiciones bonancibles para este último.
Hay algunos otros gobernantes que cuando les llega el
tigre con zarpas de puñal, se apantallan. No encuentran nada
mejor que llamar a un ayudante y decirle:
—Fulano, lleve usted al señor con el director de prensa y
dígale de mi parte que lo atienda.
Los ayudantes, ¡pobrecitos!, tienen otras funciones que no
incluyen la de ser inteligentes, de modo que siempre llegan con
aire altanero:
—Que dice el gobernador que atienda usted al señor
periodista.
De ese modo el vendeplanas o picador, que al entrevis-
tarse con el funcionario de prensa la primera vez era un bece-
rro, ahora vuelve convertido en un Miura:

274
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

_ ¿Ya oyó, estúpido? El señor gobernador le ordena que



me atienda. Y eso quiere decir que me va a dar lo que yo le
pida, ¡las nachas si es preciso!
También hay secretarios particulares que se atemorizan
o se impacientan y no sólo devuelven a los picadores como
dragones, arrojando fuego por las fauces, y acompañados de
un edecán; estos secretarios, apenas ven un periodista en su
antesala, hablan con el director y quieren que personalmente
suba para bajar al ogro:
—Aquí está el señor Pérez de La voz de Chimalhuacán, suba
usted por él.
—¿<Por qué?, que baje él a verme.
Esto les enoja, no entienden que mientras más alitas les
den a los piratas de la letra impresa, más problemático le ponen
el asunto al encargado de prensa. No quieren aceptar que estos
señores no son periodistas, sino sacaclacos y que como a tales
los debe tratar desde el primero hasta el último funcionario.
No quiere decir esto que haya que echarlos a patadas, sino que,
en su nivel, hay que atenderlos y, en su nivel, darles lo que es
conveniente.
Riva Palacio nos fue dejando, insensiblemente, la obliga-
ción de atender a los revisteros. Pero no era cosa ni de acabarse
el hígado ni de terminar con ellos a cachetadas, mucho menos
de gravar innecesariamente el presupuesto. Con la señora Esther
Moreno, que era auxiliar de contabilidad, hicimos un balance
de lo que apretadamente se había dado a cada publicación los
años anteriores y resultó que no era cosa del otro mundo.
Se adoptó entonces esta fórmula: se habló con cada uno
de los revisteros y se logró, a base de mano izquierda, que
aceptaran cuatro asignaciones al año, que en ese entonces iban
desde los quinientos hasta los dos mil pesos. En promedio se

275
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

estaban dando cuatro mil pesos anuales a cada publicación, lo


cual arrojaba un presupuesto muy ponderado.
El sistema que se siguió fue muy sencillo: puesto que ya
entonces la fecha del informe gubernamental había cambiado
de septiembre a enero, se acordó que ese mes se les daría a
todos la primera asignación, y el resto cuando ellos lo deter-
minaran. Se integró, pues, un tarjetero en que cada publicación
tenía asentado su propio récord anual.
Por supuesto quedó un pequeño remanente de los que
no quisieron aceptar y continuaron con el proceso de insistir
en ver al gobernador, buscar padrinos, etc.; con este pequeño
grupo hubo que seguir lidiando, pero en general las cosas se
facilitaron enormemente.
Después de este arreglo, siempre nos quedó tiempo sufi-
ciente para atender de manera específica y directa, con mayor
prontitud y eficiencia, los asuntos del gobernador, porque ya
no se tenía que batallar a todas horas con los revisteros. De vez
en cuando alguno pedía más, pero se le convencía fácilmente
sobre la base de que ya todo estaba presupuestado:
—Ya veremos el año que entra.
Y el siguiente año les aumentábamos, parejo, una pequeña
cantidad. Observamos que la gran mayoría de esta gente lo que
quiere es tener algo seguro con qué contar de firme. Y al final
de cuentas hasta los más recalcitrantes entraron al aro. No
quere­mos decir que no hubiera problemas, pero éstos se redu-
jeron a su mínima expresión.
Durante el siguiente régimen no se quiso adoptar este
sistema. Ignoro las razones, porque no intervine en las cues-
tiones publicitarias, pero la verdad es que las cosas llegaron
a complicarse en forma extraordinaria. En cuanto se presen-
taba el director en la oficina, ya tenía una bola de revisteros

276
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

esperándolo. Para quitárselos de encima les tomaba a revisión


facturas que no se pagaban o finalmente, por cansancio, se
pagaban a precios exorbitantes. Como no se llevaba un récord
de asignaciones, hubo veces en que a periódicos insignifican-
tes les f­ueron autorizadas cantidades equiparables a las que se
de­bieron pagar sólo a periódicos de interés, los cuales —por
este mismo descuido— fueron mal tratados al otorgárseles can-
tidades ridículas.
No critico el sistema, simplemente insisto en que el de
asignaciones fijas era mejor: con un control exacto, se lograba
que éstas no fueran tan onerosas, contribuía a que cada quien
se llevase lo que le correspondía y le permitía a la Dirección
desplegar otras actividades más importantes.

277
En palacio no se cantaban mal las rancheras

Fue en la época del presidente Luis Echeverría cuando se plantó


y germinó la idea de convertir departamentos y direcciones
de prensa en organismos más modernos, más dinámicos, que
abarcasen el tratamiento general de los medios, y que esa nueva
facultad se ref lejase desde el nombre, aprovechando los avances
de una recién parida ciencia que se denomina de la comunica-
ción, en necesaria simbiosis —especialmente para las empresas
privadas— de esa otra llamada mercadotecnia.
Ya no se trataba de que las dependencias respectivas mane-
jaran exclusivamente información a través de los periódicos, la
radio, el cine y la televisión, que se habían convertido en un
sector importantísimo, sino que también se dispusiera de otros
medios alternativos de difusión, de una mejor y más efectiva
secuencia de relaciones públicas, etcétera.
En gran medida se procuraba tecnificar lo que hasta enton-
ces se había manejado empíricamente, la casi totalidad de las
veces por manos de periodistas que apenas tenían la secun­daria
o la preparatoria (algunos habían realizado alguna carrera, aun-
que no relativa a estas cuestiones), que se habían hecho del

279
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

oficio aprendiendo sobre el hombro de los diaristas más viejos


y experimentados. Pero si ya existía una carrera, naturalmente
instrumentada en principio por los empíricos, resultaba lo más
congruente elevar de nivel las dependencias hasta entonces lla-
madas de Prensa y Relaciones Públicas.
No pretendo menospreciar la carrera de ciencias de la
comunicación, que incluso ha llegado a universitaria, pero se
debe reconocer que calcó muchos de los avances logrados al
respecto en otras naciones, sin que hayan escaseado las apor-
taciones locales. Será el tiempo el que diga si las actuales coor-
dinaciones del ramo lo han hecho mejor que las antiguas y
modestas oficinas de información y publicidad gubernamental.
El problema capital de nuestra Dirección de Prensa y Rela-
ciones Públicas consistía en que un buen número de funcio­
narios pensaban que esa dependencia del ejecutivo estatal se
creó para tapar sus propias porquerías y remediar sus estupi-
deces. La consideraban una especie de capa o de ventilador
que existía para que ellos pudieran, tranquilamente, cometer
desafueros y no preocuparse de sus posibles ineficacias.
Estos funcionarios —por desgracia más del noventa por
ciento— se imaginaban al titular de prensa como un señor impo-
nente, estilo director de sinfónica, con gran garrote, enorme
melena, parado sobre un podium y al frente, en sus atriles, todos
los periodistas, desde dueños, editores y direc­tores, hasta los
más ínfimos reporteros.
Como director del conjunto, el jefe tiene a toda la prensa
bajo su voluntad y a su arbitrio. Con el garrote —o batuta, como
usted quiera— va dirigiendo la orquestación y a éste le dice: “hoy
publicarás esta loa”, mientras que a otro le advierte: “cuidadito
con que me saques ese tubazo contra el ínclito don Fulano”. De
modo que ese superhombre tenía que ser capaz de someter a la

280
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

prensa a una rígida coordinación, a fin de que nadie desentone,


que nadie exagere, que nadie se salga del huacal.
Y no era así. La función primordial de la Dirección de
Prensa fue cuidar la imagen del gobierno, crearla en lo posible
con tonos positivos, difundir los aspectos sustanciales de los
programas y obras. Pero esta misión estaba distorsionada en la
mente de ciertos “servidores públicos”, quienes suponían que
un jefe de prensa estaba obligado a ser, incluso, adivino. De
repente hablaban indignadísimos porque se dio a conocer tal
o cual imprudencia, error o trapacería de su oficina: “¿Por qué
permitiste que apareciera esa nota?”. Había que contestarles
que uno no estaba en posibilidad de impedirlo por la simple
y sencilla razón de que ignoraba que se fuera a publicar, pero
que se iba a tratar de desmentir, desvirtuar o evitar que se pro-
pagase. Ellos lo que querían era que el jefe tuviera la mágica
virtud hasta de borrar lo que ya se escribió, imprimió y circuló.
Y todavía recomendaban con toda desfachatez: “Oye, procura
que no vuelva a ocurrir”.
Algunos iban más allá: no sólo pretendían que se encu-
briesen sus errores, sino esperaban que el jefe de prensa estu-
viera atento a que no se les pegase, en los periódicos, a sus
amigos. Y había que responderles: “¿Cómo es posible que los
conozcamos a todos?, ¡por favor!, desde hoy mismo nos van
a dar una lista de sus cuates y los trafiques a los que se dedi-
can, los trinquetes que pueden hacer, las indignidades que sue-
len cometer, para que tengamos mucho cuidado de que no les
vayan a sonar en la prensa ¡a los pobrecitos!”.
Resultaba sumamente difícil hacer que algnnos “servi­dores
públicos” entendieran el verdadero objetivo de la dirección del
ramo. Por lo menos no pudo suceder durante seis años, pese
a que el doctor Jiménez Cantú se los recordaba de viva voz

281
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

todos los días. Si hubiesen captado el verdadero sentido de su


función, habrían comprendido que su papel era trabajar con
honestidad, con eficacia y despreocuparse de que existiera o
no la Dirección de Prensa.
De acuerdo, a cualquiera le puede acontecer un suceso
infortunado, fuera del control de su voluntad o albedrío, y
entonces el deber de la dirección era ayudarlo. Cuando se
realizara una acción que, de acuerdo con los planes que la
moti­varon, debía ser buena y efectiva pero que por azares del
destino resultaba mala, también era necesario acudir en ayuda
de su responsable, es decir, hay casos en que es justo interve-
nir en auxilio de los funcionarios, y también se trabajaba en
la dirección con ese criterio, pero tapar fraudes, abusos del
poder, arbitrariedades, eso ya era otra cosa.
La generalidad de los gallones pensaban que tenían a la
Dirección de Prensa y Relaciones Públicas como un rollo de
papel higiénico, como una mampara y a veces hasta como una
ametralladora. Pero eso sí, los de Hacienda suponían que ese
instrumento debería conseguir sus fines (tener a los periodis-
tas balando como mansos corderitos) a base de amistad y, por
ende, no hubo dependencia del ejecutivo a la que regateasen
más empecinada y a veces hasta groseramente los centavos.
Otra cosa fue cuando ellos pretendieron manejar direc-
tamente el trato con la prensa. Durante alguna época se inte-
gró, en la entonces Dirección de Hacienda, un departamento
muy singular llamado Eventos Especiales, que desde sus inicios
pretendió asumir algunas de estas funciones, especialmente el
pago de publicidad y hasta la distribución de chayotes o embu-
tes, como se les llamaba antiguamente. Quedó al frente un
señor Martínez, que después fue subdirector de egresos. Pues
bien, cierta mañana llegó por allí, calmado, cazurro como es,

282
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

el señor Rafael Vilchis, Fofoy, de El Sol de Toluca. Platicó con la


chulísima secretaria, una norteña rubia de muy buenos bigotes,
pidió una audiencia con el jefe Martínez y la obtuvo.
Fofoy tiene la costumbre de entrevistar sin grabadora y sin
ocuparse de tomar apuntes, se atiene a su formidable memoria.
Esto hace que el sujeto se confíe, le dé puerta, casi sienta que
está charlando con un buen amigo. De modo que aquella vez
el jerarca de Eventos Especiales le soltó al reportero —como
dicen los chavos de hoy— todo el rollo.
Empezó contándole que, gracias a la creación de su ofi-
cina y a sus espléndidas artes, le había ahorrado al gobierno
estatal mucha plata en el alquiler de camiones en que se lle-
vaba, a todos los actos oficiales y partidistas, las mesnadas
de acarreados; ahorro que, alardeaba, también se obtuvo en
cuanto al lunch que se les ofrecía: “Usted sabe —aseguraba don
Rafa que le dijo Martínez— que estos infelices sólo van por la
torta y el refresco”.
En fin, terminó soltándole (cosa que Fofoy publicó con
mucha valentía y con todas sus letras) que él, Martínez, se
encargaba de darles sus cochupos “a todos los periodistas,
tanto los de aquí como los de la capital”. Debe haber pegado
un reparo cuando el diarista le preguntó en tono capcioso:
—¡Ah!, ¿pues qué les untan la mano a los reporteros?
Inmediatamente Martínez trató de sacar la pata que había
metido alegando que, pues sí, se les dan regalitos de Navidad,
de cumpleaños... pero por lo pronto ya había exhibido al gre-
mio (me refiero a los de Hacienda).
El manejo de una cosa tan delicada como las atenciones a
la prensa no se puede dejar en manos ignaras. Por ello se acordó
que estas cortesías corrieran a través de la Dirección de Prensa.
Pero entonces el señor Martínez comenzó a exigir que si se daba

283
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

una canastita de dulces a un reportero, se le pidiera recibo, si se


le mandaba una alfombra estilo persa a un director de publica-
ción, se le exigiese acuse de recibo. Claro que no se le hizo el
menor caso.
Pero en esos años el mayor problema quizás lo consti-
tuían los afanes de notoriedad de ciertos funcionarios, en espe-
cial los que cultivaban aspiraciones futuristas. Traté, durante la
segunda parte de mi gestión como subdirector, de hacer lo más
extensiva posible una anécdota —casi una parábola— ocurrida
en el sexenio hankista. Pero como sucede desde los tiempos
bíblicos, lo más difícil de entender en el mundo es el sentido
aleccionador de las fábulas y las parábolas, ya no digamos las
charadas, que eso sería mucho pedir de la inteligencia de cier-
tos jorocones.
El caso es que el doctor Jorge Jiménez Cantú se encargó
de la Secretaría General de Gobierno en la primera parte de
la administración de Hank González. Conociendo su dina-
mismo, su efectividad, su espíritu constructivo y de sacrificio,
el gobernador le encargó que comandara el cuartel de trabajo
de Ciudad Nezahualcóyotl. No se equivocó Hank, porque en
sólo unos cuantos meses ya Jiménez Cantú había construido
la plaza Unión de Fuerzas, metido la red de energía eléctrica y
comenzado a introducir el drenaje, el agua, la pavimentación y
otros servicios prioritarios.
Era entonces director de prensa don Gustavo Carrero, que
un día me llevó ante el secretario general para decirle:
—Señor doctor Jiménez Cantú, la obra que usted está rea-
lizando en Ciudad Nezahualcóyotl es verdaderamente excep-
cional, grandiosa...
El doctor frunció el ceño y emitió un gruñidito, pero per-
mitió que continuase la alocución de Carrero:

284
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

—Por ello, desde este sábado en que haga usted su visita


semanal, habrá de acompañarlo nuestro subdirector con un
fotógrafo, para que se haga la publicidad que merecen sus esfuer-
zos, ya que la obra que usted está desarrollando...
Ahora sí, Jiménez Cantú lo interrumpió bruscamente:
—¡Un momentito, señor Carrero... un momentito!, quiero
aclararle de una vez por todas que yo no estoy haciendo nada
ni en Nezahualcóyotl ni en ninguna otra parte del estado.
Todo es obra del señor profesor Carlos Hank González...
—Bueno, sí, pero... —todavía trató de explicar don Gustavo.
—No hay pero que valga. Y mi deseo es que se grabe usted
muy bien mis palabras. En este régimen todos somos colabora-
dores del profesor Hank González, y nadie está haciendo nada
en particular. Programa y realizaciones son única y exclusiva-
mente del señor gobernador. Espérese usted a que las obras
estén terminadas, a que Hank González las entregue a su pue-
blo... ¡y en ese momento queda usted autorizado para echar la
casa por la ventana en publicidad!
No había nada qué objetar. La plática siguió por otro
curso. Y cuando ya íbamos de salida, aún el doctor llamó a
Carrero y le puntualizó:
—Esto que le dije de la publicidad cuenta para todos los
funcionarios del régimen.
Efectivamente, se fue a la Secretaría de Salubridad el doc-
tor, llegó a suplirlo el licenciado Ignacio Pichardo Pagaza, y las
cosas siguieron lo mismo. Salió Arturo Martínez Legorreta de la
Oficialía Mayor, lo sustituyó Jesús Garduño Villavicencio y no se
modificó la política ya expuesta. Sólo en ocasiones muy especia-
les se promovía información que no fuese del propio gobernador.
Pero, curiosamente, en el sexenio de Jiménez Cantú la pasión
(¡qué digo pasión, obsesión!) publicitaria se desató morbosa, pato-

285
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

lógicamente, entre los funcionarios mayores del régimen. Esto


pudo notarse desde un principio, al grado de que en una reunión
Poncho Solleiro se vio obligado a decirles:
—Compañeros, aquí sólo hay un estelar: Jiménez Cantú.
Los demás somos simples comparsas, así es que ¡no la frieguen!
¿Usted cree que le hicieron caso? Pues no. Se multipli-
caban los órganos de publicidad y propaganda (conceptos que
incluyó Lázaro Cárdenas en el lenguaje oficial y que persistían
apenas modificados) dentro del propio gobierno, pues cada
dependencia del Ejecutivo había puesto su propia oficina y el
alto jefe respectivo lo manejaba a su entero antojo.
Por esa razón apoyamos la transformación institucional
del área. Tomamos parte en algunas mesas redondas que se rea-
lizaban en el nivel nacional y estuvimos totalmente de acuerdo
con la adopción de técnicas modernas, aprendidas por jóvenes
especialistas con licenciatura, a fin de que el trabajo se basara
en encuestas, diseños innovadores de la propaganda, desarro-
llo más organizado de boletines y textos promocionales, entre
otras maravillas que tales expertos nos planteaban.
Pero hubimos de manifestar que lo que más nos atraía era
el concepto de coordinación. Sustentamos el criterio de que el
gobierno llamado de la revolución es único, desde la presiden-
cia para abajo.
Por lo tanto, ninguna secretaría de Estado, en lo federal, y
ninguna dirección en lo estatal, como tampoco los municipios
—por más autónomos, libres o soberanos que sean— pueden
dar otra imagen de aquella que lo hace auténtico y solidario,
efectivamente demócrata, revolucionario y mexicanista. Y al
fragmentarse la propaganda, eso no se estaba produciendo.
No era cosa de impedir que las entidades gubernamenta-
les ejercieran su derecho a cierto grado de autonomía, condi-

286
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

cionada por los fines comunes, sino simplemente de coordinar


esfuerzos para obtener mayores y mejores resultados. Por eso
nos gustaba la idea si se llevaba a efecto con prudencia, método
y eficacia.
¿Acaso no resultaría sano para el gobierno mexicano que
se establecieran principios generales de difusión o comunica-
ción (el nombre resultaba lo de menos) que marcaran linea-
mientos específicos a fin de obtener mejores resultados en la
creación de la imagen, buena —claro está— del gobierno a los
ojos del pueblo?
Y como se estaba en vías de llegar al pluripartidismo (por lo
menos se había aprobado la existencia de regidores de partido,
aunque todavía faltaban los regidores y otras categorías), resul-
taba muy conveniente que el gobierno de la revolución, más bien
en el centro, pudiera contrarrestar la propaganda de las extremas.
Había que tomar en cuenta que el derecho a la propaganda
debe ser común. Lo tienen lo mismo el grupo en el poder que
los oposicionistas, y ganarse la voluntad del pueblo no es un
delito ni una imposición ni una dictadura, al contrario, es a
base de imagen que el partido en el poder (o la revolución en
el poder, como usted quiera) debe combatir para tener siempre
propicios los votos de la ciudadanía. Otra forma de conseguirlo
puede llevar al despotismo.
En fin, hoy sabemos que se integraron las coordinaciones
de comunicación social en todos los niveles de gobierno. De
lo demás nada hemos percibido, quizás porque en gran medida
nos alejamos del medio. Aquí, en el Estado de México, el pri-
mer coordinador fue don Genaro Rionda, y el organismo lo
creó el licenciado Alfredo del Mazo González.

287
Una revisión de plumaje a vuelo de mosco
(hacia 1981)

Cuando ingresé a la escuela primaria, el profesor Fernando


Macedo dijo, delante de una bola de rufianes: “Caray, pero si
estás re’chilpayate” y todos empezaron a decirme el Chilpa.
Cuando ingresé a la secundaria, anexa a la Normal, me pu­sieron
el Chato precisamente por lo contrario, y cuando llegué a
México para ingresar al periodismo, los muchachos de los
ta­lleres de imprenta, a los que semanariamente obsequiaba
botellas de licor toluco, me pusieron el Profesor Mosquito.
Total que, desde pequeño, jamás volví a recuperar mi nombre.
En 1945 me titulé de maestro, pero nunca trabajé en
las escuelas primarias, para ventura de algunas docenas de
inocentes. Quizás se debió esta fuga a que durante las prác-
ticas que hacíamos al transcurrir la carrera, me percaté de
que los niños son demasiado cariñosos: ellos con su insis-
tencia de darnos a probar su torta llena de mugre, y ellas
decididas a tapizarnos de mocos las mejillas con su eterno
besuqueo.
Me decidí, pues, por el periodismo, que ha sido mi verda-
dera carrera de toda la vida. Empecé escribiendo en las revis-

289
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

tas para boleros y gatas que hacía mi primo Roberto G. Serna,


y algún tiempo me la pasé pepenando chismes sentimentales
de las estrellas de cine y en el casi alcahuetaje de conseguir-
les a los lectores las fotos autografiadas de María Félix y Jorge
Negrete, con letra sospechosamente parecida a la mía.
Aunque también podía escribir una que otra cosilla seria,
gracias a mi maestro Alfredo Valdés, Kaskabel, quien me llevó
de secretario de redacción a la revista Nuevo Mundo, de Miguel
Alessio Robles. Total, que para conseguir el pan de cada día (y
que no fuera a ser cada dos o tres días), tuve que escribir de
todo, con una excepción que me honra, respecto de las notas
de “sociales”. De cine, en Novelas de la Pantalla y Cine Continental,
de toros en Sol y Sombra, de rompe y rasga, en AS; con dinero del
Cuyo Hernández hicimos la revista BOX, con José Luis Valero.
Nueve años trabajé en el Circo Atayde, haciendo la revista que
se vendía en los intermedios.
Finalmente colaboré con Alfredo Kawage en La Prensa Grá-
fica, que no duró gran cosa, y en Zócalo, diario del que fui direc-
tor un año. Dejé la capital para hacerme cargo de El Sol de Toluca,
asociado a Gerardo Cuéllar, un periodista regiomontano que al
cabo del tiempo se casó con Teresa, la menor de mis hermanas.
Tuve que dejar ese diario porque no me entendí con el coronel
García Valseca.
Unos meses la pasé trabajando en cosas audiovisuales de la
SEP, pero mordido por ese gusano hace ya tiempo, no pude resis-
tir la invitación de Alfonso Solleiro, quien me tentaba para que
publicáramos un periódico de combate que se llamaría El Mundo.
La idea era, posteriormente, ingresar a una cadena po­derosa de
diarios que se editaban con ese nombre. En septiembre de 1956
apareció el primer número y en octubre ya nos estaban rom-
piendo la ma... quinaria, es decir, el linotipo, las cajas de com-

290
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

posición, la prensa, etc., por cuenta de los poderosos que se


sintieron ofendidos con nuestras informaciones y comentarios.
Unos cuantos días tuvimos que publicar el periódico formando
la composición a mano. Único diario artesanal publicado en
Toluca durante la segunda mitad del siglo XX. Como era de espe-
rarse, nunca se pudo descubrir (por cuenta de la policía) a los
muy conocidos culpables. Ahí sostuve las columnas “Desde mi
rincón” y “Charlas inútiles del profesor Mosquito”.
En este resbaloso terreno del periodismo, ingresé posterior­
mente a El Noticiero de mi paisano Carlos Garduño, donde fundé
Espulgues, indudablemente la más antigua de las que se publican
en Toluca, según les consta al propio Carlos, a Inocente Peña-
loza —director de ese vespertino—, a mi tío el Abate Moscoso
y al Maistro Pifas de La Retama. Con Garduño y don Luis García
Ramos hicimos también un efímero Diario de Toluca y en el ínte-
rin publiqué el Boletín de Educación, patrocinado por el gobierno.
En la época de don Juan Fernández Albarrán fundé Magisterio,
que se sostenía con compilación papelera que gestionaba el
hábil y audaz Hugo Ávila. También he sido colaborador de El
Rumbo y El Diario, de Anuar Maccise, desde que se fundaron; de la
revista Pulso de Víctor Manuel Gutiérrez, en sus veintitantos años
de existencia, y de la también ya entrada en años Tribuna de su
tocayo Valdés.
Aunque en algunos lugares se me moteja con epítetos
como historiador, escritor, aun de burócrata, la verdad es que
siempre he sido periodista. Doce años ocupé la Subdirección
de Prensa del gobierno estatal, donde pude convencerme de las
razones válidas por las que Pepito (el de los cuentos) le fue a
decir a la maestra que su padre era pianista de una casa de
mala nota, porque le daba vergüenza decir que se dedicaba a
periodista.

291
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Sin embargo, no por los muchos vivales, gángsters,


chantajistas, y más, que de unos veinticinco años a la fecha
han tomado el periodismo al abordaje, reniego de mi profe-
sión. Porque si a ésas vamos, también hay corrupción entre
los médicos, los abogados, los maestros... y ahí seguimos
tirando.
Por eso, de entre algunos inmerecidos honores que se me
han hecho, para mí los más satisfactorios han sido la Medalla
“Carlos María de Bustamante”, que me otorgó el Club de Perio-
distas, y el hermoso diploma que me obsequiaron los direc­
tores de los periódicos de OEPISA por mis treinta y cinco años
de macular cuartillas. Como se verá, dos homenajes al aguante,
que mucho aprecio.
Debo aclarar que también la corrí de profesor. Antes de
recibirme daba clases de literatura a los obreros de la nocturna
“Tierra y Libertad”. Fui catedrático de Historia de México y de
Historia del siglo XX en la Secundaria 2. El rector Jorge Her-
nández y el maestro Adrián Ortega me llamaron a integrar el
curso de Historia del Estado de México en la preparatoria, el
cual impartí durante diez años. Fui catedrático y subdirec-
tor del Instituto de Capacitación Magisterial, donde redacté
toneladas de apuntes de geografía, historia y civismo, y hasta
director de primaria en la “Carlos María Salcedo”, de San Bue-
naventura.
Cuando era profesor de Historia del siglo XX escribí un
texto, con un cuaderno de trabajo, por la pura ingente nece-
sidad de que los alumnos tuvieran material para hacer sus
tareas. Siendo maestro de Historia del Estado de México en
la UAEM, observando que los pobres preparatorianos no tenían
dónde estudiar, les preparé un voluminoso texto del que los
directivos de educación pública dicen, con toda razón, que

292
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

es un ladrillo; después lo reduje a mocheta y finalmente a


mosaico. De todos modos pesa, y eso lo reconozco.
Pretendiendo purgar aquel pecado de densidad, escribí
algunas otras cosas más ligeras, como el Uso y abuso del vocabulario
prohibido; Toluca del toloache, guía para turistas alegres; Toluca del chorizo,
aperitivo para antes de entrarle al chínguere toluqueño; San Juan
Chiquito, un barrio de Toluca, y algunas otras cosillas por el estilo.
Una novela corta de mis tiempos de cirquero, Clara y Tori-
bio, mi hermano Heriberto la mandó a un concurso y ganó el
segundo lugar entre tres mil y tantos trabajos. Entonces fue
cuando terminé de convencerme de que fuera de unos cuantos
nombresotes, en México la literatura está en la calle.
También he realizado algunos trabajitos “por encargo”.
Junto con Rodolfo García, Gonzalo Pérez y Leopoldo Sar-
miento, la Antología juarista en el centenario de la oportunísima
muerte del Benemérito. Y por indicación del Ayuntamiento de
Toluca: La Plaza España; Ditirambo a los Portales; De Plaza del Centenario
a Jardin Botánico; El Paseo Colón, y La Plaza “José Maria González Arratia”.
Quizás por eso en septiembre de 1981 se me recompensó con
el nombramiento honorario de Cronista Municipal de Toluca.
He publicado hasta la fecha más de doscientos cincuenta
crónicas, de esas que según Mario Colín hacemos los tolucos
fusilándonos los unos a los otros. Y hablando de Colín, para
la Biblioteca Enciclopédica del Estado de México elaboré la
biografía de Prisciliano María Díaz González, mi paisa, con el
subtítulo de Precursor del obrerismo en México, y Avance histórico del
normalismo en el Estado de México. Para el DIF, Historia de la asistencia
social en el Estado de México.
Intenté publicar una revista literaria, Altiplano 2 650, sin
publicidad ni subsidios y, como era de esperarse, sólo circuló

293
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

un número. Como dice la gente de teatro, “debut, beneficio y


despedida”.
En 1977 ingresé a ese equipo de cracks que fue el Consejo
Cultural de Toluca, y que por estar formado de puras estrellas,
prácticamente no metió goles. En 1979 me colgaron la Presea
Bienal de los profesionales del estado, también por aguante
periodístico. Finalmente, recalé en la Dirección de Patrimonio
Cultural.
¡Ah!, también la Asociación Gastronómica de México y
la tarjeta Carnet (que nunca he usado, conste) me premiaron
Toluca del chorizo. Aseguraron no haberse fijado si estaba bien o
mal escrito, pero les abrió el apetito.

294
Sobrevolando el último tramo del pantano

Estas notas no constituyen una confesión purgante y exonera-


tiva. La verdad es que no estoy de acuerdo con esa clase de
ceremonias. Ni ante el cura ni ante el psiquiatra. Lo que es
más, yo no me confesaría ante un cura si antes el susodicho
no aceptaba confesarse ante mi barata persona. Esto parece un
sacrilegio, pero la verdad es que no se puede estar muy seguro
de que un confesor posee los necesarios derechos de santidad
que asisten a un hombre para poder perdonar a otro.
Una comadre me contó que los sacerdotes se confiesan
entre sí y eso no me parece legal. Es cierto que el juez adminis-
tra el pan de la justicia para que lo meriende el pueblo, pero si
el juez comete un delito, del mismo pan que el pueblo come,
de ése debe comer el prevaricador.
Si se dejara que se hicieran justicia, en encerrona, de juez a
juez, ¿quién iba a condenar al colega? La confesión entre cofra-
des resulta muy sospechosa. De pecador a pecador es más fácil
que nos perdonemos. Incluso si el cura se confiesa conmigo,
estoy igualmente dispuesto a perdonar sus múltiples pecados,
con sólo imponerle el rezo de unas cuantas oraciones.

295
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

Por otro lado, se verá inmediatamente que por cuanto a


confesiones, todo es cuestión de clase. Todo depende de la
clase de pelado que usted sea. Si se trata de alguien verdadera­
mente pelado, es decir pobre, entonces cualquier superior
podrá obligarlo a confesarse a cada segundo: el patrón, el capa-
taz, el cura, el fisco, el guardia blanca, su señora... Si se trata
de un rico, entonces ya no lo confiesa nadie. Mucho menos el
fisco. Cuando más, puede que tenga que confesarse frente a su
costilla, ya que este factor represivo existe sin ninguna distin-
ción de clase social.
¿< Acaso los ricos van a confesarse a la iglesia? No. Tratán-
dose de ricos, millonarios, pudientes de verdad, dejarían de
serlo si tuvieran que recurrir al abonito semanal por un pedazo
de cielo. Ellos se mandan pedir a Roma una indulgencia plenaria,
con absolución papal, que cuesta más o menos veinte millones
de pesos y en esas condiciones se puede decir que ya pagaron al
contadito y por adelantado toda una buena fracción de gloria.
Los ricos sólo tienen un pasado dudoso. Los pobres tie-
nen dudoso el pasado, el presente y el porvenir. Cualquier cosa
que realiza el pelado, cae inmediatamente bajo sospecha. Si se
lanza sobre los dineros del prójimo para atenuar su miseria, lo
tendrá que hacer por medio del antiguo y burdo sistema del
atraco personal. El pobre no sabe de finanzas ni de política.
Debido a eso, el muy estúpido acaba por llenarse rápidamente
de pecados. Y sin la oportunidad siquiera de gestionar su indul-
gencia plenaria.
Por eso los teócratas no se preocupan de que se confiese
el rico o no, les preocupa cuando no se confiesa el pobre... En
ese momento puede que haya encontrado su conciencia.
Sin embargo, debo admitir que únicamente a través de sus
grandes pecados o de sus soberbias virtudes se puede conocer

296
EL PLUMAJE DEL MOSCO (PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS)

al hombre. En cuanto a mí, por lo que se refiere a las virtudes


no estoy en condiciones de apuntarme para ninguna. Respecto
a la nómina de los pecados que inventó la teología, acepto que
se me apunte para un sesenta por ciento, quitando en especial
el robo, el crimen y la sodomía, asuntos en que no me quise
meter, quizás por falta de imaginación.
El resto de los pecados teologales los cometí todos, al
ritmo que mis semejantes iban haciendo lo mismo, con la
diferen­cia de que en tanto ellos se iban a confesar cada ocho
días y descargaban sus malas acciones sobre un agujero oscuro,
yo preferí guardarlas como eslabón y referencia de mi triste
vida. Después de todo no me hacen daño. Lo mismo —dicen
los doctores— perjudica a la próstata el amar mucho que el no
haber amado en lo absoluto.
Alguna vez me dijeron: “Caray, nosotros vamos a necesitar
una muy buena justificación. Con ideas intrincadamente progre-
sistas, hemos vivido, sin embargo, como unos cerdos burgueses”.
Nuestra generación es culpable de tremendos delitos
imperdonables, que no se le pueden platicar al señor cura por-
que en ese sentido todos los señores curas son especialistas.
Somos culpables, por ejemplo, de no haber dado la vuelta al
reloj de la historia en la forma que debimos hacerlo. Somos la
estúpida generación que vio pasar el mundo por tres eras: del
descubrimiento del hierro a la conquista del átomo y de ahí a
la del cosmos, con menos emoción manifiesta que cuando se
escuchan las canciones de Los Beatles.
Ninguna generación había podido tener conciencia plena
de estos saltos formidables en el tiempo y en el espacio. Quie-
nes pasaron de la Edad del Bronce a la de Hierro ni siquiera
lograron tener noción del fenómeno. Nosotros somos cons-
cientes de haber rebasado, en 1945, la del Hierro para ingresar

297
ALFONSO SÁNCHEZ GARCÍA

a la Atómica, breve periodo que se disolvió en 1957, cuando


el hombre ingresó a la Era del Cosmos, en la cual estamos
viviendo.
¡Y sin embargo, todavía hay gente que apenas conoce,
pero no goza, de los beneficios de la electricidad!
Las respuestas a esta atrocidad serán afanosamente busca-
das por nuestros nietos. Hay que dejarles datos. Existen muchos
sobre lo bueno y lo cierto, pero falta aportar otros sobre lo feo,
lo deforme y lo incierto. De analizar el lodo, también la cien-
cia ha obtenido fuertes ganancias. Dígalo si no el antropólogo
Óscar Lewis, que nos retrató a los hijos de... Sánchez.

298
Cronología y Bibliografía
de Alfonso Sanchez García
Cronología

1927 El 15 de enero nace Alfonso Sánchez García en la villa de


Calimaya de Díaz González, Méx. Es hijo de Heriberto Sán-
chez Garduño, originario de Tenango del Valle, y de Celia
García de la Serna, de Calimaya. Quinto de siete hermanos:
Rodolfo, Heriberto, Edmundo, Estela, Gloria y Teresa.

1930 El padre decide trasladarse con su familia a la ciudad de


Toluca, y se establece como comerciante en el barrio de
San Juan Chiquito.

1934 Cursa la primaria en la escuela oficial “Anselmo Camacho”.

1939 Cuando estudia la secundaria en la Normal Mix<ta, sufre la


pérdida de su padre. La familia se muda temporalmente al
barrio de San Sebastián.

1940 Ingresa al internado de la Normal como pensionista del


Gobierno del Estado de México. En esta época se inicia en
el periodismo estudiantil colaborando en la revista Alborada.

301
RODOLFO SÁNCHEZ ARCE

1943 Junto con los también estudiantes Moisés Ocádiz López,


Alejandro Fajardo y Rodolfo García Gutiérrez colabora en
la revista Letras de Juventud, dirigida por el pintor Esteban
Nava Rodríguez. Por su interés en las letras, a instancias
del entonces gobernador del Estado de México, Isidro
Fabela, publica artículos en El Demócrata. Comienza a par-
ticipar en la política estudiantil.

1944 Preside la Sociedad de Alumnos de la Normal y la filial


estatal de la Confederación de Jóvenes Mexicanos. Ins-
tructor honorario de alfabetización y catedrático de
Litera­tura de la Escuela “Tierra y Libertad”.

1945 Se titula de profesor y decide emprender la carrera de


periodista en la ciudad de México. A su llegada ingresa a
Editorial Serna como reportero de espectáculos.

1946 Alfredo Valdés Leroux, Kaskabel, lo lleva como articulista


y secretario de redacción a la revista semanal Nuevo Mundo,
que edita don Miguel Alessio Robles, y principia su labor
de humorista con el seudónimo de Profesor Mosquito.
Jefe de redacción de Novelas de la Pantalla. Se hace cargo,
junto con el locutor Salvador Paniagua, de la revista anual
del Circo Atayde.

1947 Secretario de redacción y jefe de información de la revista


Acá de Ramón G. Bonfil.

1949 Adaptador de guiones cinematográficos para Argel Films y


Producciones Roberto Serna.

302
CRONOLOGÍA

1950 Jefe de redacción del diario Zócalo, fundado por Alfredo


Kawage Ramia y Roberto G. Serna. Al mismo tiempo es
editor de la revista Continental. Contrae matrimonio civil
con Olga Arteche González.

1951 Redacta el semanario Oiga, creado por Serna al romper la


sociedad con Kawage. A la muerte de Serna, acepta la invi-
tación de Kawage para dirigir Zócalo.

1952 Nace su primer hijo, Alfonso Bladimiro David.

1953 Comienza a trabajar con el coronel García Valseca en la


cadena de periódicos de Organización Editorial Mexicana.
Nace su hijo Miguel Ángel.

1954 Regresa a Toluca para administrar El Sol de Toluca, el cual


dirigirá poco después junto con Gerardo Cuéllar. Imparte
Historia de México en la Secundaria 1 y en la Escuela Nor-
mal de Profesoras.

1956 Funda junto con Alfonso Solleiro Landa el diario El Mundo,


del cual es subdirector; ahí inicia las columnas “Charlas
inútiles del profesor Mosquito” y “Desde mi rincón”.

1957 Es nombrado subdirector de Educación Audiovisual.

1958 Funda el Boletín de la Dirección de Educación Pública y es


subdirector del Instituto de Capacitación Magisterial del
Estado de México, donde imparte las cátedras de Historia
de México, Geografía y Civismo, materias para cuyos cur-
sos escribe las lecciones correspondientes.

303
RODOLFO SÁNCHEZ ARCE

1959 Semanas después del triunfo de la revolución cubana viaja


a La Habana con la intención de entrevistar a Fidel Cas-
tro Ruz; escribe varios artículos acerca de su estancia en
Cuba.

1960 Se separa de El Mundo. Con nombramiento de profesor A


es encargado de la Dirección de la Escuela “Carlos María
Salcedo” de San Buenaventura, Municipio de Toluca.

1961 Colabora en el periódico El Noticiero de Carlos Garduño,


como columnista y editorialista. Inicia su columna “Espul-
gues”, que mantendrá hasta el día de su muerte.

1962 Es nombrado jefe del Colegio de Catedráticos de His­toria


de la Universidad Autónoma del Estado de México. En la
Escuela de Ciencias Políticas y Periodismo de la misma ins-
titución, imparte técnica periodística; además interviene
en la formulación del plan de estudios y en la elaboración
del programa de su materia.

1963 Trabaja con Carlos Garduño en la publicación de El Di­ario.


Edita y dirige la revista Magisterio, órgano de informa-
ción de la Dirección de Educación Pública del Estado de
México. Realiza el programa de la cátedra de Historia del
Estado de México para la escuela preparatoria, materia
que impartirá en cuatro grupos del tercer grado por espa-
cio de diez años.

1964 Publica la primera versión de su Historia del Estado de México.


Por desaveniencias conyugales se separa de su primera
esposa y une su destino al de Ester Arce Estrada.

304
CRONOLOGÍA

1965 En El Noticiero inicia la columna “Tianguis dominical”. Nace


su hija Claudia.

1966 Publica Historia del siglo XX con un cuaderno de trabajo para


los catedráticos de la materia. Nace su hijo Rodolfo.

1968 En abril, el Club de Periodistas y la Asociación Mexicana


de Periodistas le otorgan la medalla “Carlos María de Bus-
tamante” por sus 25 años como periodista.

1969 Al llegar a la gubernatura del Estado de México el profesor


Carlos Hank González, ocupa el cargo de subdirector de
Prensa y Relaciones Públicas del Gobierno del Estado de
México.

1972 Con motivo del Año de Juárez, prepara y edita Antología


juaris­ta, junto con Rodolfo García Gutiérrez, Gonzalo
Pérez y Leopoldo Sarmiento. Nace su hijo Ricardo, quien
vivió apenas unos meses.

1973 Miembro del Comité de Concursos Culturales en el Estado


convocados por el INJUVE.

1974 Completa y edita, con motivo del Sesquicentenario de la


Erección del Estado de México, Historia del Estado de México,
hasta nuestros días. Nace su hijo Rodrigo.

1975 Es ratificado como subdirector de Prensa y Relaciones


Públicas por el gobierno del doctor Jorge Jiménez Cantú.
Recibe en su hogar, en calidad de hijas, a las hermanas
Patricia y Silvia Romero Arce.

305
RODOLFO SÁNCHEZ ARCE

1977 Funda la crónica de la ciudad de Toluca en el diario El


Noticiero, donde publicará más de quinientos trabajos de
investigación sobre aspectos históricos, costumbristas,
folclóricos. En noviembre ingresa a la Asociación Civil
Educativa del Estado de México como socio de número.

1978 En marzo obtiene el segundo lugar del concurso li­terario


nacional La historia que soñé, organizado por la radiodifu-
sora XEW y la revista Activa, por su novela corta Clara y
Toribio. En el diario Rumbo crea las columnas “Del taco pro-
pio y ajeno” y “Sexo y publicidad”. En agosto es integrante
fundador del Consejo Cultural de Toluca, creado por el
ayuntamiento que preside doña Yolanda Sentíes.

1979 En noviembre, recibe un reconocimiento de la Asociación


de Reporteros Gráficos del Estado de México a su trayec­toria
como periodista y escritor. Igualmente, la Confedera­ción
de Profesionales del Estado de México le otorga la Presea
Bienal al Mérito Periodístico. En diciembre es homenajeado
por los reporteros del Estado de México y los reporteros de
la Fuente del Ejecutivo Estatal. La Asociación Civil Educa-
tiva lo nombra socio vitalicio en grado académico.

1980 La Asociación Nacional de Restauranteros le concede el


Premio Nacional de Literatura Gastronómica, por Toluca
del chorizo. Colabora en la obra colectiva Sumaria tolucense,
conmemorativa del sesquicentenario de la ciudad como
capital del estado. En octubre se le otorga el premio B de
la Asociación Mexicana de Restaurantes por artículos gas-
tronómicos publicados en revistas.

306
CRONOLOGÍA

1981 En marzo es objeto de un reconocimiento del Sindicato de


Trabajadores de OEPISA por su labor como periodista. En sep-
tiembre, el H. Ayuntamiento de Toluca le confiere el título de
cronista municipal, que conservará hasta el día de su muerte.

1982 En mayo recibe un reconocimiento de la Escuela Normal


No. 1 por su brillante trayectoria. En noviembre, durante
diversos actos, se le declara huésped distinguido de la Dele-
gación Cuauhtémoc de la ciudad de México y del H. Ayun-
tamiento del Municipio de Texcoco. Es designado jefe del
Departamento de Promoción Cultural del H. Ayuntamiento
de Toluca; asesor externo del gobernador Alfredo del Maro
González; asesor de la Coordinación de Comunicación
Social; miembro del Patronato del Centenario del Norma-
lismo en el Estado de México. En forma paralela imparte
conferencias a instituciones educativas de diversos niveles.

1983 Es nombrado subdirector del Patrimonio Cultural del


Estado de México.

1984 Es nombrado miembro del Consejo Editorial de Televisión


Mexiquense. En marzo obtiene el reconocimiento público
del Gobierno del Estado de México al Mérito Civil; en octu-
bre, recibe la acreditación de la Asociación Mexiquense de
Cronistas Municipales (AMECROM) como cronista municipal
de Toluca; en noviembre, la acreditación del Ateneo del
Estado de México como socio fundador.

1985 En julio, le es otorgado un reconocimiento del Instituto


de Investigación y Difusión de la Danza Mexicana por su
colaboración en el XIV Congreso Nacional; en septiembre,

307
RODOLFO SÁNCHEZ ARCE

recibe un diploma de la UAEM por su conferencia “Análisis


de la Independencia y la Revolución mexicana”; en octu-
bre, un diploma de la Secretaría de Educación Pública del
Estado de México por su conferencia “La Independencia y
la Revolución en el Estado de México”.

1986 En febrero obtiene un diploma de la Secretaría de Edu-


cación Pública, Cultura y Bienestar Social por su par-
ticipación en el Primer Seminario Estatal de Cronistas
Municipales; en abril, reconocimiento de la Unión de
Escritores Mexiquenses (UEMAC) como socio honorario; en
octubre, el Club de Periodistas de México le hace entrega
del Premio Nacional de Crónica “Bernal Díaz del Castillo”
por su trabajo difundido; recibe también el pergamino al
mérito de la Confederación de Profesionales de México
por su labor periodística ininterrumpida.

1987 Sufre dos intervenciones quirúrgicas y logra superar un


grave quebranto de salud. Es nombrado coordinador gene-
ral del Instituto Mexiquense de Cultura. Forma parte del
Comité de Desarrollo Urbano y de la Comisión de Nomen-
clatura y coordina los trabajos de los 24 cronistas delega-
cionales del Municipio de Toluca; es orador en una sesión
del Club Rotario Valle de Toluca.

1988 Es nombrado miembro del Consejo Cultural de Toluca.


Director general de la revista Dos Valles; en febrero recibe
el reconocimiento de la Cámara Nacional de la Industria
de Restaurantes por su apoyo; en junio acude a la Facultad
de Humanidades de la UAEM para impartir la conferencia
“El Estado de México durante el siglo XX”.

308
CRONOLOGÍA

1989 En abril participa en el seminario El Periodismo en la Inde-


pendencia Política y Económica de América Latina.

1990 En junio, obtiene el reconocimiento del H. Ayuntamiento


de Toluca por su trayectoria dentro del periodismo local;
en noviembre, recibe un diploma del Instituto Mexicano
del Seguro Social por su conferencia “Historia gráfica de la
ciudad de Toluca”, y del Centro de Investigación en Cien-
cias Sociales y Humanidades de la UAEM como ponente en
el Primer Simposium Regional. Colabora en la obra Toluca:
raíz y fundamentos, así como en Apuntes para la historia forestal
del Estado de México.

1991 Es nombrado asesor de la Coordinación General de


Co­municación Social del Estado de México. Proporciona
material gráfico para la edición de la obra El ayer de Toluca.
En noviembre le es otorgado el reconocimiento de la
Escuela Preparatoria No. 1 por su conferencia “Semblanza
histórica de la UAEM”.

1992 En marzo recibe un reconocimiento a su militancia del


Partido Revolucionario Institucional; en abril, un agra-
decimiento de la Escuela Normal Superior del Estado de
México por su conferencia “Encuentro de dos mundos”;
obtiene un reconocimiento de la Facultad de Arquitectura
y Arte de la UAEM por su colaboración en el IV Encuentro
Nacional de Estudiantes de Arquitectura, y de la Facul-
tad de Ciencias Políticas y Administración Pública de la
UAEM por haber sido comentarista en su Primera Jornada
de la Comunicación. Colabora en la obra Periodismo regio-
nal en el Estado de México. Reconocimiento de la Asociación

309
RODOLFO SÁNCHEZ ARCE

de Periodistas del Estado de México por más de 30 años


del ejercicio periodístico; diploma de la Escuela Normal
No. 2 por su labor dentro del Patronato Pro-Restaura-
ción del Edificio; en julio, agradecimiento del Instituto
Tecnológi­co de Estudios Superiores de Monterrey por dic-
tar una conferencia en el décimo aniversario de la institu-
ción; en octubre, constancia de la Secretaría de Educación
Cultura y Bienestar Social como ponente en el Foro Estatal
de Análisis de los Materiales para la Enseñanza de la His-
toria de México.

1993 En marzo recibe un agradecimiento de la Escuela Nor-


mal No. 2 por su conferencia “La erección del Estado de
México”; en agosto, agradecimiento por la presentación
de la maestra Margarita García Luna y de su libro La vieja
casona de Nicolás Bravo Norte No. 305; en noviembre obtiene
una constancia del Instituto Mexicano del Seguro Social
por su conferencia “Toluca la antigua”; reconocimiento de
la Escuela Preparatoria No. 5 de la UAEM por su conferencia
“La literatura y los literatos de Toluca”.

1994 En agosto le es otorgado un diploma del H. Ayuntamiento


de la entidad por su disertación “Toluca de ayer y hoy” en
el ciclo Toluca y su historia.

1995 En marzo recibe de manos del gobernador, Emilio Chuayffet,


la Presea “José María Cos” por su trascendente aportación
periodística; reconocimiento de la Biblioteca Pedagógica
por su participación en el evento “Historia de la ciudad de
Toluca”; en abril recibe un reconocimiento del Instituto
Mexiquense de Cultura como jurado del concurso sobre

310
CRONOLOGÍA

historia de la ciudad de Toluca; en septiembre, un reconoci-


miento de la Escuela Normal No. 2 por su obra “que es base
y referencia de la evolución y desarrollo de la institución”;
en octubre, un reconocimiento de la Escuela Normal No. 1
por su conferencia “El Estado de México y el normalismo
en la ciudad de Toluca”; le es otorgado un agradecimiento
de la Escuela Normal No. 3 por su charla “La Historia de la
ciudad de Toluca”. El Partido Revolucionario Institucional
le otorga la Presea al Mérito Militante “Lic. Adolfo López
Mateos” por más de 40 años de participación. La revista
Castálida publica su ensayo “Toluca la que se fue”.

1996 En mayo recibe un reconocimiento del Comité de Damas


del Club de Leones de Toluca; en agosto, un reconoci-
miento del Sindicato de Maestros al Servicio del Estado
de México en la presentación de la conferencia “SMSEM.
Realizaciones de una lucha permanente” en noviembre,
recibe un agradecimiento de la Facultad de Arquitectura y
Diseño de la UAEM por su conferencia “Historia de la ciu-
dad de Toluca”.

1997 Colabora en la obra 50 años, un diario, una ciudad, historia del


periódico El Sol de Toluca. Dirige los trabajos de una mesa
durante el encuentro de cronistas del Estado de México
con los del Distrito Federal. Dos días después, la vida de
Alfonso Sánchez García llega a su fin, el 25 de mayo. Deja
inconclusa Toluca monografía municipal, que será completada
por Alfonso Sánchez Arteche. En agosto, reconocimiento
post mortem de la UAEM por sus contribuciones a la acade-
mia, el periodismo, la cultura y la historia del Estado de
México.

311
RODOLFO SÁNCHEZ ARCE

1998 Por acuerdo del H. Ayuntamiento que preside el licen-


ciado Armado Garduño, un parque de la ciudad de Toluca
es designado con el nombre “Alfonso Sánchez García”; en
ese sitio es inaugurado un busto conmemorativo al cum-
plirse su primer aniversario luctuoso. La Escuela Normal
No. 2 publica de manera póstuma y como homenaje su
libro Poemas.

1999 En mayo recibe un reconocimiento post mortem de la Aso-


ciación de Periodistas del Valle de Toluca por su trayectoria
periodística y su aportación al desarrollo de la sociedad.

312
Bibliografía de Alfonso Sánchez García

—Historia del Estado de México, UAEM, 1964.


—Apuntes de historia del siglo XX, Toluca, ABC, 1963, 42 p.
—Historia del siglo XX, Toluca, ABC, 1966, 35 p.
—Historia del Estado de México, Toluca, UAEM, 1969, 3 vol.
—Historia del Estado de México, Toluca, UAEM, 1970, 3 vol.
—Uso y abuso del vocabulario prohibido (ensayo), Toluca, Cuadernos
del Estado de México, 1967, 59 pp.
—El Profesor Mosquito presenta Toluca del toloache: guía para turistas ale-
gres, México, Lito Impresora Panamá, 1968, 74 pp., il.
—Historia del Estado de México, hasta nuestros días, Toluca, Gobierno
del Estado de México, Dirección de Relaciones Públicas
del Gobierno del Estado de México, 1974, 576 pp.
—Toluca del chorizo: apuntes gastronómicos, Toluca, Gobierno del
Estado de México, FONAPAS, Patrimonio Cultural y Artís-
tico, (Serie de Arte Popular y Folklore), 1976, 114 pp., 24
pp. il.
—Breve historia de la Plaza Cívica de Toluca, Toluca, H. Ayuntamiento,
1977, 28 pp., il.
—“Clara y Toribio” en La historia que soñé, México, Diana, 1978, pp. 11-40.

313
RODOLFO SÁNCHEZ ARCE

—Antecedentes históricos del Sistema para el Desarrollo Integral de la


Familia del Estado de México, Toluca, Gobierno del Estado de
México, DIFEM, 1980, 50 pp.
—La Plaza España de Toluca, Toluca, H. Ayuntamiento, 1978, 53 pp.,
20 pp., il.
—Ditirambo a los portales de Toluca, Toluca, H. Ayuntamiento, 1978,
168 pp., il.
—De mercado del centenario a Jardín Botánico, Toluca, H. Ayunta-
miento, 1978, 43 pp., il.
—“San Juan Chiquito” un barrio de Toluca, Toluca, Gobierno del
Estado de México, Patrimonio Cultural y Artístico, (Serie
de Arte popular y folklore), 1978, 130 pp., 32 pp. il.
—El Paseo Colón de Toluca, Toluca, H. Ayuntamiento, 1981, 67 pp., il.
—Prisciliano María Díaz González, precursor del obrerismo en México:
apuntes biográficos, México, Gobierno del Estado de México,
FONAPAS, Secretaría de Educación, Cultura y Bienestar
Social, (Biblioteca Enciclopédica del Estado de México),
1981, 100 pp., il.
—Primer centenario del normalismo en el Estado de México: (Avance his-
tórico), Toluca, Gobierno del Estado de México, Secreta-
ría de Educación Cultura y Bienestar Social, (Biblioteca
Enciclopédica del Estado de México), 1982, 220 pp., il.
—Cronología normalista, Toluca, Gobierno del Estado de México,
Secretaría de Educación Cultura y Bienestar Social, 1982,
31 pp., il.
—Historia elemental de Estado de México, Toluca, Gobierno del
Estado de México, Secretaría de Educación Cultura y Bien-
estar Social, (Col. de textos didácticos) 1983, 351 pp.
—El círculo rojinegro, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de
México, (Col. de escritores del Estado de México, no.2),
1984 pp., il.

314
BIBLIOGRAFÍA

—Toluca monumental, Toluca, Gobierno del Estado de México, H.


Ayuntamiento de Toluca, 1987, 115 pp.
—Toluca: monografía municipal, Toluca, Gobierno del Estado de
México, (Serie Monografías Municipales), 1987, 122 pp.
—Los bomberos de Toluca: héroes, pero ante todo: servidores del pueblo,
Toluca, H. Ayuntamiento, 1988, 55 pp., il.
—Gustavo Baz Prada, Toluca, Gobierno del Estado de México,
Secretaría de Gobierno del Estado de México-Editorial
Espejo, 1988 60 pp ., il.
—La región más aperitiva del aire, una historia de amor... a la comida,
Toluca, H. Ayuntamiento, Sistema para el Desarrollo Inte-
gral de la Familia, 1989, 91 pp.
—Vuelo de ángeles o demonios, parvada de prometeos: cosmovitral de
Toluca, Toluca, Gobierno del Estado de México, Instituto
Mexiquense de Cultura, 1989, 57 pp. il.
—Imprenta y periodísmo: igual a libertad de expresión: apuntes sobre el
desarrollo de la tipografía en Toluca, Toluca, H. Ayuntamiento,
1990, 19 pp.
—Poemas, Toluca, Coordinación General de Comunicación Social,
(Col. la Tinta de Alcatraz no. 44, La hoja mur­murante),
1990, 12 pp.
—Memorias de Nezahualcóyotl: un pueblo, un nombre, un hombre, Toluca,
Gobierno del Estado de México, 1990, 184 pp.
—Toluca en la mirada, Toluca, H. Ayuntamiento, 1990, 263 pp.
—El Registro Civil en el Estado de México, Edición conmemorativa
del Gobierno del Estado de México, México, Gobierno del
Estado de México, 1990, 115 pp.
—El ocaso y final del círculo rojinegro, Toluca, Universidad Autónoma
del Estado de México, 1991, 76 pp., il.
—Toluca: los trabajos de la memoria, Toluca, H. Ayuntamiento, 1992,
100 pp., 11 pp. il.

315
RODOLFO SÁNCHEZ ARCE

—El Paseo Colón de Toluca, 2a. ed., corregida y aumentada, Toluca,


H. Ayuntamiento, 1992, 47 pp., il.
—Municipo de Toluca de Lerdo, 2a. ed., Toluca, H. Ayuntamiento,
1993, 80 pp.
—Anecdotario zoólatra y botanista, Toluca, Gobierno del Estado de
México, Probosque, 1993, 241 pp.
—Historia de gente y animales, Toluca, Instituto Mexiquense de Cul-
tura, 1995, 56 pp.
—A los constituyentes del Estado de México, Toluca, Poder Legislativo,
LII Legislatura del Estado de México, 1996, 43 pp.
—Poemas, Toluca, Escuela Normal Núm. 2, 1997,67 pp.
—y Alfonso Sánchez Arteche, Toluca: monografía municipal, México,
Instituto Mexiquense de Cultura, 1999, 191 pp., il.

316
Índice

Justificación de motivos 9

El plumaje del mosco (páginas autobiográficas) 15

Los García de Calimaya 17

Los Sánchez de Tenango 27

Mi alumbramiento (según me lo contaron) 31

Mi jefa: una madre del pueblo 35

Dulces recuerdos de las señoritas Torres 41

Vaya educación: ni sexual ni socialista 51

El infortunio de una rueda 59

Hermanos del camino, pero no del itacate 65

Gacheces y mafufadas de la refolufia 73

Las engañosas vecinas y una amistad de toda la vida 83

Jiricua y tifoidea 89

Gritos, plantones… y sombrerazos 95

Se presenta Carlos Hank 101


Varios locos tranquilos y uno de los otros 107

El desgarrador adiós a los Cristos 115

Como profe tampoco “la hacía” 123

En la grilla estudiantil 129

El orgullo alemán... de ser muy mexicano 135

Un político pobre... es un pobre político 139

Por poco y se chamuscan al normalista Hank 149

Mi ingreso a la prensa de rompe y rasga 157

Las enseñanzas de un don Juan 167

Un churrito más que deja un idilio roto 173

Una magnífica pista... la del circo 181

Un raro caso de ocaso y acoso sexual 189

El miedo llegó a Jalisco y el horror vino con Gema 201

Aunque no sea Zócalo... pero sácalo 213

Un testimonio sobre la destrucción de El Mundo 225

Un gallo de oro y su imperio de la fortuna 237

Cuando serví de cicerone a la guerrilla cubana 243

Entre los jubilosos y la Casta Divina 251

En el Quinto Patio del Cuarto Poder 263

En palacio no se cantaban mal las rancheras 279


Una revisión de plumaje a vuelo de mosco (hacia 1981) 289

Sobrevolando el último tramo del pantano 295

Cronología y Bibliografía de Alfonso Sanchez García 299

Cronología 301

Bibliografía de Alfonso Sánchez García 313


se terminó de imprimir en el mes de
enero de 2016, en los talleres gráficos de
Armando Rodríguez Rodríguez, ubi­cados
en A­venida 519 núm. 199, en San Juan
de A­ragón, primera sección, delegación
Gusta­vo A. Madero, C.P. 07969, en México,
D.F. El tiraje consta de 2 mil ejemplares.
Para su formación se utilizó la familia
tipográfica Aries, diseñada por Eric Gill.
Concepto editorial: Félix Suárez y Hugo
Ortíz. For­mación, portada y supervisión
en imprenta: Jonathan Ricardo García
Trejo. Cuidado de la edición: Carmen Itzel
Ramírez Rosas y Alfonso Sánchez Arteche.
Editor respon­sable: Félix Suárez.

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