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Mal menor y mal merecido

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08/07/2010

1. Ante dos males públicos


inevitables, se alega todavía, el sentido del deber nos pide optar por el menor de
ellos y rechazar como irresponsable la negativa a elegir. Y a los que
cuestionan la calidad moral de este argumento se les acusará de un moralismo
abstracto ajeno a las circunstancias políticas; a fin de cuentas, de no querer
mancharse las manos. Estaríamos ante un dilema que habría que dirimir causando
o permitiendo algún daño para no causar o consentir un mal mayor… Pero
vayamos con tiento. Lo inmediato sería asegurarse a fondo de que tal es la
única alternativa que en verdad se ofrece a nuestra elección y, además, que no
tenemos escapatoria de ella. No vaya a ser que, por descuido o interés mal
disimulado, dejemos de lado ciertos datos del problema que requieren otro
planteamiento o descubramos otras opciones a mano, aunque tal vez más
exigentes.

“Políticamente
hablando -advierte Arendt-, la debilidad del argumento ha sido siempre que
quienes escogen el mal menor olvidan con gran rapidez que están escogiendo el
mal” (Responsabilidad y juicio). El
mal menor se transmuta con gran facilidad en bien indiscutido; parece que ya no
cometemos un mal cuando nos limitamos a cometer o consentir el mal menor. Todo
lo que lo no sea el peor mal acaba siendo justificado y, con tal de no llegar a
ese grado de maldad, los grados anteriores del mal pueden escalarse con buena
conciencia. El argumento del mal menor es uno de los mecanismos que forman
parte intrínseca de la maquinaria del crimen o de la iniquidad públicas. Cada
uno de los males es tenido por menos malo por ser menor que el mal mayor que
amenaza. Es la comparación con lo peor la que nos invita a (y de paso nos
perdona) cometerlos o consentirlos. “Por poner un ejemplo entre miles: el
exterminio de los judíos fue precedido de una serie muy gradual de medidas
antijudías, cada una de las cuales fue aceptada con el argumento de que negarse
a cooperar pondría las cosas peor, hasta que se alcanzó un estadio en que no
podría haber sucedido ya nada peor” (ib.).

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Pero
lo cierto es que ni siquiera en esta última fase se abandonó aquella torpe
argumentación. Cuenta Joachim Fest que había gente convencida de que
“colaboraba para ‘evitar algo peor’. En realidad, ninguno de los que así hablaban
había evitado nada peor, sino que había proporcionado reconocimiento al régimen
y, con ello, había promovido el ‘mal’ ” (Yo no).

2. Aun
cuando la víctima fuera culpable del daño que se le inflige, siempre debería
quedar aún para ella la piedad. Pero ahogar esta emoción y culpar además a la
víctima de unos daños que en modo
alguno merece se erige en el procedimiento más deshonesto del espectador para
zafarse de todo esfuerzo en favor del otro. Su vileza llega entonces a
proclamar o al menos suponer que la violencia o injuria que sufren es una
lógica respuesta a algún pecado previo o a una provocación culpable.

Este patrón de conducta se basa en un presupuesto denominado


del “mundo justo”. Es la
idea de que en el fondo existe justicia en este mundo y que el bien será
recompensado y el mal castigado, ya sea por un Dios justiciero o por una
sociedad equitativa. Así nos lo han inculcado en nuestra socialización más
primaria. Es la propensión a creer que el mundo está bien ordenado y que por
consiguiente la gente tiene lo que se merece y se merece lo que tiene. Si yo no
sufro castigo, eso debe significar que vivo conforme a lo debido, en tanto que los mismos
pesares de las víctimas
las devalúan ya como sospechosas de estar purgando algún género de maldad
propia. Necesitamos habitar un mundo con sentido, un mundo en el que exista una
relación de correspondencia entre la persona y cuanto le ocurre.

Intentamos
como sea restablecer la justicia amenazada por todo cuanto nuestra experiencia
la desmiente, para así encarar las tensiones de la vida diaria. De ahí la
tentación de abandonar a las víctimas a su suerte. Y la manera más expeditiva
de desentendernos de ellas y del desasosiego que su mera presencia nos causa,
consiste en dar por supuesto que se han vuelto acreedoras de su funesto
destino. En ocasiones, no solamente por lo que han hecho, sino por su pasividad
misma, por esa falta de resistencia que viene a confirmar su inferioridad o lo
bien fundado de su desgracia. Franz Stangl, comandante del campo de Treblinka,
despreciaba a sus internos por esa debilidad que les había llevado a rendirse
con tanta facilidad. Es una creencia que opera como un mecanismo autoprotector.
Como ver a otros sufriendo resulta a menudo insoportable porque nos recuerda

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nuestra frágil condición, la mejor manera de precavernos de ese miedo doloroso
es el convencimiento de que tales víctimas han hecho algo para sufrirlo y que
nosotros sabremos sortear semejante castigo.

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