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EL POZO DE SIQUÉN 392

SAL TERRAE

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CARLO MARIA MARTINI

María Magdalena

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Índice

Portada
Nota para el lector
Introducción
Los ejercicios espirituales
Encontrar el corazón de Dios
Principio y fundamento
Dios crea
Dios promete
Dios libera
Dios rescata
Dios manda
Dios guía
Dios perdona
Dios llama
Los siete demonios
Los pecados de María Magdalena
Los pecados en la Iglesia antigua
El camino de purificación
Nuestros pecados
Desorden y orden
La vanidad del mundo
En busca de Jesús
Solo el exceso salva
El exceso del mal
El exceso del bien

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El exceso del bien en los personajes evangélicos
El exceso del bien en las palabras de Jesús
El exceso del bien en Jesús
El camino de la cruz
La contemplación de la cruz con María Magdalena
Juzgados en el amor
Las formas del amor
Notas

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Título original:
Maria Maddalena.
Esercizi spirituali
© Fondazione Terra Santa – Milano, Edizioni Terra Santa
Milano, 2018

© Fondazione Carlo Maria Martini – Milano, 2018


(para los textos del cardenal Martini)

Traducción:
Fernando Montesinos Pons

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© Editorial Sal Terrae, 2019
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
13-07-2018

Diseño de cubierta:
Magui Casanova

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2809-7

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Nota para el lector

Este libro recoge las meditaciones dirigidas por el cardenal Carlo Maria Martini durante
una tanda de ejercicios espirituales predicados a las consagradas en el Ordo Virginum de
la diócesis de Milán, a las que agradecemos de modo particular por haber puesto a
nuestra disposición las grabaciones. La tanda de ejercicios se desarrolló en los últimos
días de diciembre de 2006 y los primeros de enero de 2007, en Quiriat Yearim (Israel).
Los textos, extraídos de las grabaciones y no revisados por el autor, se publican por
primera vez. Hemos optado por mantener en todo lo posible el estilo oral.

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Introducción

Ha sido un gesto verdaderamente arriesgado el pedir la predicación de los ejercicios a un


anciano de casi ochenta años, con una voz ahora un poco aguda y con los achaques de la
edad. Hagamos un gran acto de confianza en Dios, que nos sostendrá momento a
momento según lo que le plazca. He aceptado con mucha alegría esta invitación para
volver a veros a vosotras, a las que conozco una a una. Os reconozco en vuestra belleza
interior y exterior, porque cuando el alma permanece en su constante propuesta de
servicio a Dios permanece bella y esta belleza se difunde. Admiro todo esto en cada una
de vosotras. Vuelvo a pensar en los muchos momentos que he pasado con vosotras desde
1980 hasta hoy, en diferentes vicisitudes, pero siempre con la ayuda del Señor. Así pues,
estoy muy contento de volver a veros, os quiero mucho, os tengo presentes desde hace
mucho tiempo en mi oración y todavía más a partir de hoy, aunque ya rezo por vosotras
desde hace tiempo. Nos encontramos en un lugar santo: el lugar en el que el Arca de la
Alianza, de la que habla el primer libro de Samuel, permaneció durante veinticinco años,
entre los filisteos, que ya no la querían, y los israelitas, que tenían miedo de ella. Parece
que permaneció precisamente sobre este monte. La intuición carismática de una hermana
de la congregación de San José sobre la presencia de antigüedades escondidas en este
monte se reveló exacta. Las excavaciones realizadas a comienzos del siglo XX
condujeron al descubrimiento de un mosaico del siglo IV, que todavía puede verse en la
inmensa basílica. Desde entonces, se considera este lugar como el de la fidelis arca, de
Nuestra Señora de la Alianza. La Virgen, que está sobre el campanario y que puede verse
también desde las zonas de alrededor, es la Virgen del Arca de la Alianza; en
consecuencia, el recuerdo del Arca de la Alianza está muy vivo: a partir del recuerdo de
David, que vino aquí desde Jerusalén sacrificando animales, saltando, bailando ante el
Arca y la llevó hasta la era de Obed en Jerusalén. El recuerdo de la gracia que descendió
sobre este lugar por la presencia del Arca nos abre también al misterio de María, Arca de
la Alianza, Arca de Cristo. Se trata de un lugar santo y se encuentra en una posición
especial, porque podemos contemplar las luces de Jerusalén, por una parte, pero también

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las luces del mar Mediterráneo: estamos más o menos a mitad de camino, a unos veinte
kilómetros de Jerusalén, en la subida que lleva a la ciudad santa. Nuestros pies suben a
tus puertas, Jerusalén, Jerusalén ciudad compacta, Jerusalén ciudad del gran Rey,
Jerusalén que se asienta en torno a los montes...

Como tema para estos días de ejercicios, he pensado en algunas preguntas: María
Magdalena, ¿cómo buscabas tú al Señor?, ¿cómo lo proclamaste?, ¿cómo lo conociste?
Por consiguiente, ponemos en el centro a la figura de María Magdalena, que se
encuentra, en cierto modo, en el origen de vuestra vocación carismática, según el
cardenal Montini. Intentaremos comprender quién es, de dónde viene, qué hacía, cómo
se movía en el colegio de los apóstoles y, después, sobre todo, cómo fue llamada a
representar el exceso del amor en la Iglesia. María Magdalena tiene una larga historia en
la Iglesia, una historia que llega hasta el Código Da Vinci, hasta nuestros días, y se trata
de una historia que muestra a una figura extraordinaria, a una figura de mujer amada por
Jesús y que correspondió con todo su corazón.

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Los ejercicios espirituales

Antes que nada, querría decir qué no son y qué son, en cambio, los ejercicios
espirituales. Será la primera parte de nuestra reflexión; después indicaremos quiénes son
los cinco actores de los ejercicios. Así pues, vaya por delante lo que no son. No son, a
buen seguro, una actualización pastoral: no venimos aquí para ponernos al día en la
pastoral, no es aquí donde vamos a aprender a conquistar a los jóvenes que no van a la
iglesia. No es este el objetivo que perseguimos aquí. O, mejor aún, tal vez también sea
esto, pero a partir de su raíz. En consecuencia, no queremos recetas pastorales. Es esta
una importante toma de posición para aclarar el primado de Dios.
Y seguimos con lo que no son los ejercicios. No son tampoco una lectio divina. Es
hermoso practicar la lectio divina, tomar un texto bíblico, leerlo y meditarlo de manera
seguida con continuidad. Los ejercicios no son precisamente esto porque, al tratar de la
figura de María Magdalena, pasaremos a menudo de un texto a otro de la Escritura.
En tercer lugar, estos ejercicios no son una puesta en marcha para la oración. Esto
lo digo, ciertamente, con una cierta vacilación, porque los ejercicios son siempre un
espacio en el que redescubrimos la oración, porque le damos tiempo; sin embargo, no
son un ejercicio de puesta en marcha de la oración. Y, sobre todo, dadas mis condiciones
de salud, dispondréis de un tiempo más amplio para la oración personal: os recomiendo
que en la adoración de la mañana y de la tarde os pongáis delante de Dios con sencillez,
con silencio, con soledad, con humildad, para que el Señor os purifique interiormente.
¿Qué son, pues, los ejercicios espirituales? Son un ministerio del Espíritu Santo, a
saber: el Espíritu Santo que habla en mi corazón para decirme lo que quiere de mí en
este momento. No el año pasado, no hace dos años, no hace veinte años, sino ahora, en el
estado de salud en que me encuentro, con estas experiencias, estas decepciones, estas
amarguras, estas alegrías, ahora. Por consiguiente, debemos preguntar cuál es la
voluntad del Espíritu Santo sobre nosotros para que él toque directamente nuestra alma,
nuestro corazón; no hay nadie que pueda hacer de intermediario, así que nadie puede
hacer los ejercicios por otro, y nadie puede decir: «Debes hacer tal cosa», sino que debes

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intentar comprender qué te invita a hacer el Espíritu. Así pues, son un ministerio del
Espíritu Santo.
Por consiguiente, si estas son las condiciones negativas y positivas para hacer bien
los ejercicios, para escuchar al Espíritu Santo es preciso hacer silencio. Es preciso hacer
silencio en el comedor; sabéis que cuando estamos sentados en torno a la mesa hasta una
sola palabra dicha aquí o allá molesta a todos, produce ese sentido de molestia que
fastidia, que irrita. Así pues, silencio absoluto en el comedor y también en los otros
momentos es preciso vivir el silencio con alegría. Este es uno de los lugares más
silenciosos de Jerusalén: está bien rodeado por muros para que se pueda deambular
libremente, para que se pueda caminar, se pueda respirar aire bueno y se pueda guardar
silencio con una gran facilidad. Así pues, el Espíritu Santo es el protagonista.
Vayamos, ahora, a los cinco actores principales de estos ejercicios. El primero,
como veis, es el Espíritu Santo. Yo vengo a estos ejercicios consciente de mi absoluta
falta de preparación. Precisamente porque no me siento preparado, no siento el hecho de
no ser capaz, sino que confío en el Espíritu Santo que os habla, que quiere el bien para
cada una de vosotras y que, por tanto, os habla, que os sacudirá, os macerará en el
silencio, os macerará también en la prueba, y os purificará y os aclarará para que hagáis
verdaderamente la voluntad de Dios.
El segundo actor de estos ejercicios sois vosotras. Estos ejercicios os darán tanto
como vosotras deis a Dios en tiempo, en silencio, en oración, en recogimiento, en
adoración, en escucha y, por consiguiente, serán sobre todo vuestros. Por eso, es preciso
emplear bien el tiempo y me parece que será útil, al tener momentos prolongados,
reservarse tiempos de oración silenciosa. Por ejemplo, tres veces al día: una vez por la
mañana antes de laudes, una segunda vez entre la meditación y la misa y, por tercera
vez, en el tiempo de adoración. Podríais añadir una cuarta vez después de la meditación
de la noche, aunque solo sea media hora, pero de verdadero silencio, adoración,
reconocimiento del misterio de Dios, postrándoos humildemente ante él, orándole,
hablándole como a un amigo, pidiéndole que nos haga de sus íntimos.
El tercer actor de estos ejercicios soy yo al proponeros algunas reflexiones sobre
santa María Magdalena, sobre los textos bíblicos, al haceros alguna sugerencia y también
al escucharos un poco.
Viene después un cuarto actor, y es vuestra Iglesia local, vuestras comunidades; es
el paraíso movilizado por vosotras; es nuestra Señora que ora por vosotras; son los

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ángeles y los santos que interceden por vosotras; es toda vuestra parroquia, vuestros
jóvenes, vuestra gente que ora por vosotras. Todos ellos representan el cuarto actor de
estos ejercicios.
El quinto actor es el diablo. El diablo entra siempre en los ejercicios y san Ignacio
lo dice con toda claridad. Entra para disgustar, para amargar, para exasperar, tal vez con
enfermedades, con un dolor de cabeza, entra con el frío, entra con una mala digestión,
entra con las pocas ganas de orar, entra con las divagaciones, entra con la cháchara. El
espíritu no duerme y, por consiguiente, es preciso saber que los ejercicios son una lucha,
empezando por mí mismo: yo debo luchar con mi espíritu y con todos los espíritus que
os atormentan a vosotras; por consiguiente, debo luchar con fuerza a fin de que el Señor
gane esta batalla. Y es preciso ser fuertes, sobre todo en los momentos de depresión, de
languidez, de aridez, de confusión; es preciso saber reaccionar de manera positiva.
Actuar de manera positiva es, por tanto, dejar que el demonio nos asalte, pero que se
quede, por así decirlo, «con el rabo entre las piernas».
Antes de acabar esta introducción y dejar tiempo al reposo, que es necesario para
orar bien, querría daros dos consejos. Primer consejo: coger una hoja de papel y escribir
con qué estado de ánimo llego a estos ejercicios, algo que es muy diferente cada año. Un
año llego a ellos medianamente contenta, otro llego deprimida, otro llego un poquito
desesperada porque las cosas van mal, otro llego hinchada por algún buen éxito, otro
llego humillada, otro llego fría. Y una segunda sugerencia: coger otra hoja y responder a
la pregunta: ¿cómo querría salir de estos ejercicios? Cómo entro en estos ejercicios y
cómo querría salir de ellos. Tal vez no sea esta la voluntad del Señor, pero ya será una
indicación. Querría salir más pacífica, dedicar más tiempo a la oración, más calmada,
menos nerviosa, menos criticona con los otros, menos envidiosa, etc. El Señor os
sugerirá lo que deseáis hacer.

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Encontrar el corazón de Dios

Concédenos, oh Señor, en abundancia el don de tu Espíritu, a fin de que no salga


ninguna palabra de nuestra mente, de nuestra boca, que no sea querida por él, que
no salga ninguna otra palabra que sea contraria a lo que él desea en nosotros.
Señor, estamos aquí ante ti en esta tierra, en este lugar santificado por tu
presencia, para continuar en la historia de glorificación de tu nombre hasta la
plenitud de la eternidad, a la divinización de toda la humanidad. Haz que
recorramos este segmento de historia con humildad, verdad, sencillez y paz. Te
pedimos todo esto por intercesión de María, nuestra madre.

Nos encontramos en el último día del año y, por consiguiente, tenemos detrás de
nosotros todo un año al que mirar, y también es domingo, fiesta de la Resurrección del
Señor. Nos encontramos, asimismo, en la octava de Navidad, que yo he celebrado en
Belén y vosotras, me parece, en vuestras parroquias. Estamos en un momento
particularmente intenso de nuestra relación con Dios, y es en este momento cuando nos
preparamos para meditar sobre una figura particular, que es la de María Magdalena. No
nos interesa tanto conocer exactamente la identidad de María Magdalena ni cómo
podemos distinguirla de las otras: de esto se ha discutido durante siglos en la Iglesia.
Sabed que se ha hablado de una, de dos, de tres, o incluso de cuatro Marías, provocando
una gran confusión. Sin embargo, esto también nos ayudará. En todo caso, no nos
interesa mucho saber quién era, conocer las vicisitudes de su vida, sino que, al meditar
sobre María Magdalena, querríamos ser introducidos por su historia en el corazón de
Dios, en el corazón de Jesús, porque si es ahí donde ella tiene su lugar, ella es el signo
del exceso cristiano, es el signo del ir más allá del límite, es el signo de la superación, es
el signo de la verdad profunda que contemplaremos más veces en estos días, a saber: que
no se alcanza el verdadero equilibrio sino yendo más allá, con algún gesto valiente. Así
pues, vamos a pedirle a María Magdalena que nos ayude a encontrar el corazón del
Señor, que es él mismo, misteriosamente, aquel que va más allá, el Padre que se entrega
en el Hijo, el Padre y el Hijo que se entregan en el Espíritu, Dios que se entrega al
hombre, Dios que se entrega en estos lugares sobre todo con su vida, muerte y

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resurrección. Dios es todo don, es todo gratuito, se encuentra todo él más allá de lo
debido y en esto consiste el secreto de la vida. Quien quiere, quien pretende, vivir solo
según el equilibrio perfecto del do ut des no llega a captar el sentido de la existencia que
es, más bien, dar más allá de lo debido. Así nos enseña Jesús, así nos enseñará María
Magdalena. Ahora bien, obviamente, es necesario realizar antes una reflexión, a modo de
lectio simple, preguntándonos quién es María Magdalena en la Escritura, por qué se la
menciona tantas veces, incluso más que a María, la madre de Jesús. Así pues, está muy
presente, mucho más de lo que pensamos, y estará bien realizar una especie de síntesis
de los diferentes fragmentos en los que se nos presenta: hay un fragmento relacionado
directamente con María Magdalena, otro en el que se nos describen más bien sus
actitudes, en un tercero se presentan las que podríamos llamar las concomitancias o las
asonancias. Así pues, en estos tres fragmentos distingo yo lo que deberíamos decir sobre
María Magdalena, y me gustaría que os aprendierais casi de memoria los textos que
tienen que ver con ella, para poder repensarlos de modo claro.
Así pues, ¿quién es María Magdalena? Aparece ya en la vida de Jesús, en el
capítulo 8 del Evangelio de Lucas (8,2-3); aquí se habla de ella por primerísima vez y
constituye justamente una excepción que se recuerde a una mujer de este modo, con
algunas otras, en el centro de la vida de Jesús. Lucas acaba de contar el perdón a la mujer
pecadora cuyo nombre no sabemos, en casa de Simón, y después continúa:

«A continuación fue recorriendo ciudades y aldeas proclamando la Buena Noticia


del reinado de Dios. Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que había sanado
de espíritus inmundos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que
habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, mayordomo de Herodes;
Susana y otras muchas, que los servían con sus bienes» (Lucas 8,1-3).

Este es el fondo constante de la predicación de Jesús: están sus, por así decirlo,
colaboradores más próximos. Y, después, vemos aparecer de improviso a un grupo de
mujeres como colaboradoras estables, que seguían regularmente a Jesús. Se intuye el
hecho de que eran mujeres acomodadas y de que tenían la posibilidad de ayudarles en las
diferentes necesidades. La primera a la que se menciona es María de Magdala, a la que
se describe de una manera bastante sorprendente, porque de ella habían salido siete
demonios (después veremos lo que significa esto). Se trataba, ciertamente, de algo muy
grave, importante: en ella había tenido lugar una revolución notable. Aquí tenemos,

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pues, la primera mención de María de Magdala. La segunda no se encuentra hasta la
Pasión:

«Estaban allí mirando a distancia muchas mujeres que habían acompañado y


servido a Jesús desde Galilea. Entre ellas estaban María de Magdala, María, madre
de Santiago y José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer llegó un
hombre rico, de Arimatea, llamado José, que también había sido discípulo de Jesús.
Presentándose ante Pilato le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato mandó que se lo
entregaran. José lo tomó, lo envolvió en una sábana de lino limpia, y lo depositó en
un sepulcro nuevo que se había excavado en la roca; después hizo rodar una gran
piedra a la entrada del sepulcro y se marchó. Estaban allí María Magdalena y la otra
María sentadas frente al sepulcro» (Mateo 27,55-61).

Se confirma lo que decía Lucas. Es interesante: a María de Magdala se la presenta


siempre durante la Pasión como primera presente; por consiguiente, tenía una cierta
función directiva.
Después están también, como es evidente, los versículos paralelos. A continuación,
la encontramos de nuevo en el sepulcro:

«Pasado el sábado, al despuntar el alba del primer día de la semana, fue María de
Magdala con la otra María a examinar el sepulcro» (Mateo 28,1).

Aquí tenemos, pues, los dos momentos típicos en que encontramos a María de
Magdala: la vida de Jesús, la muerte y la sepultura. Podríamos leer también un pasaje del
capítulo 15 de Marcos:

«Estaban allí mirando a distancia unas mujeres, entre ellas María de Magdala,
María, madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, quienes, cuando estaba en
Galilea, le habían seguido y servido; y otras muchas que habían subido con él a
Jerusalén» (Marcos 15, 40-41).

Así pues, detrás de Jesús había un séquito de mujeres no indiferente, algunas de


manera estable, otras se añadían de vez en cuando y otras aún, sobre todo, aparecen en el
momento final de la Pasión. Estos son, pues, los textos en que se la menciona de manera
directa: en el servicio, en la vida pública, en la Pasión, en el sepulcro y después, como es
obvio, en la Resurrección:

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de


Cleofás y María de Magdala» (Juan 19,25).

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Aquí tenemos el único caso en que es pospuesto el nombre de María de Magdala,
pero, obviamente, el motivo está claro: es María, la madre de Jesús, la que precede,
después viene, en efecto, la entrega del discípulo a la madre y viceversa. Por
consiguiente, está presente en la muerte de Jesús y después en el sepulcro:

«El primer día de la semana, muy temprano, todavía a oscuras, va María de


Magdala al sepulcro y observa que la piedra está retirada del sepulcro» (Juan 20,1).

Aquí empieza la magna historia de la Resurrección. Por consiguiente, María de


Magdala recorre estas vicisitudes fundamentales: el servicio a Jesús, su Pasión y muerte,
la sepultura y la Resurrección. De ahí que, aunque se la mencione poco, esté presente en
momentos característicos y típicos.
Otros textos, sin embargo, nos hablan más bien de las actitudes interiores de María
de Magdala, pero en ese caso es preciso situarse en la estela de la tradición. No estoy
muy en contra, porque la tradición ha leído voluntariamente bajo el nombre de María de
Magdala muchas otras cosas y la ha convertido como en una especie de símbolo global
del amor de la mujer a Jesús. Así las cosas, podemos dirigir también nuestra atención a
cómo se comporta María, la hermana de Marta, que no es necesariamente María de
Magdala, pero que ha sido interpretada como tal al menos en dos ocasiones. La primera
vez en el momento de la acogida:

«Yendo de camino, entró Jesús en una aldea. Una mujer, llamada Marta, lo recibió
en su casa. Tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a los pies del Señor,
escuchaba sus palabras; Marta se afanaba en múltiples servicios. Hasta que se paró
y dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en esta tarea? Dile que
me ayude”. El Señor le replicó: “Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por
muchas cosas, cuando una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y no se la
quitarán”» (Lucas 10,38-42).

La tradición eclesiástica pone esto en la cuenta de María de Magdala, porque,


ciertamente, ha elegido la mejor parte y aquí se ve dónde está la mejor parte, esta
elección en su raíz, a saber: en la escucha profunda y silenciosa de la oración.
A continuación, podemos añadir las espléndidas actitudes que encontramos en el
capítulo 11 de Juan, que cuenta la resurrección de Lázaro, donde el nombre de María
aparece con el de Marta muchas veces. Vamos a citar al menos algunos de estos casos:

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«Había un enfermo llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y su hermana
Marta. María era la que había ungido al Señor con perfumes y le había enjugado los
pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro estaba enfermo» (Juan 11,1-2).

Como ya sabéis, aquí hay un problema, porque la unción viene después en el


Evangelio de Juan y, por eso, algunos la asocian a la unción de la pecadora en casa de
Simón, interpretación que, por lo general, no es aceptada por los exégetas. Y a lo largo
del pasaje aparecen varias veces los nombres de María y Marta estrechamente ligados a
la acción de Jesús. Por ejemplo, leamos el bellísimo versículo 5:

«Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro».

Este amor de Jesús se encontraba en la base de todo.


Hemos visto así el aspecto más contemplativo, el aspecto más silencioso de María,
pero después ella también se mueve:

«Dicho esto, se fue, llamó en privado a su hermana María y le dijo: “El Maestro
está aquí y te llama”. Al oírlo, se levantó a toda prisa y se dirigió hacia él» (vv. 28-
29).

«Los judíos que estaban con ella en la casa consolándola, al ver que María se
levantaba de repente y salía, fueron detrás de ella, pensando que iba al sepulcro a
llorar allí. Cuando María llegó adonde estaba Jesús, al verlo, cayó a sus pies y le
dijo: “Si hubieras estado aquí, Señor, mi hermano no habría muerto”. Jesús, al ver
llorar a María y también a los judíos que la acompañaban, se estremeció
profundamente» (vv. 31-33).

Tiene aquí lugar un drama que implica cada vez más a María, a Marta y a Jesús.
María sale de su timidez, de su reserva, para expresarse cada vez más de una manera
abierta y valiente.
Estas son, por tanto, tres actitudes típicas: la acogida festiva y la participación en el
sufrimiento por la muerte de su hermano y la gran confianza en Jesús. Así las cosas,
podríamos añadir aún algo sobre otras figuras semejantes que la tradición de la Iglesia ha
aproximado a María de Magdala, como si fueran expresión de su espíritu. Y aquí es
preciso citar, a buen seguro, Lucas 7,36 y los versículos siguientes:

«Un fariseo lo invitó a comer. Jesús entró en casa del fariseo y se sentó a la mesa.
En esto, una mujer, pecadora pública, enterada de que estaba a la mesa en casa del
fariseo, acudió con un frasco de perfume de mirra, se colocó detrás, a sus pies, y

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llorando se puso a bañarle los pies en lágrimas y a secárselos con el cabello; le
besaba los pies y se los ungía con la mirra. Al verlo, el fariseo que lo había invitado
pensó: Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer lo está tocando: una
pecadora» (Lucas 7,36-39).

Sabemos que Jesús defiende el gesto de esta pecadora cuyo nombre ignoramos y a
la que la tradición ha identificado gustosamente con María de Magdala; si esto no es
verdadero desde el punto de vista histórico, ciertamente lo es en referencia al corazón:
María de Magdala era así, tenía un corazón totalmente entregado y exento de
preocupaciones por el juicio de los otros. Y entonces podemos recordar en este ámbito
un último texto que usa la liturgia al hablar de María Magdalena, y es un texto del Cantar
de los cantares, sobre todo uno que pertenece al capítulo 3:

«En mi cama, por la noche, buscaba


al amor de mi alma:
lo busqué y no lo encontré.
Me levanté y recorrí la ciudad
por las calles y las plazas,
buscando al amor de mi alma;
lo busqué y no lo encontré.
Me han encontrado los guardias
que rondan por la ciudad:
“¿Visteis al amor de mi alma?”.
Pero apenas los pasé,
encontré al amor de mi alma:
lo agarré y ya no lo soltaré,
hasta meterlo en la casa de mi madre,
en la alcoba de la que me concibió.
¡Muchachas de Jerusalén,
por las ciervas y las gacelas de los campos,
os conjuro que no vayáis a molestar,
que no despertéis al amor hasta que él quiera!
¿Quién es esa que sube del desierto
como columna de humo,
como nube de incienso y de mirra
y perfumes de mercaderes?»
(Cantar de los cantares 3,1-6).

Este texto, y, de modo más general, todo el libro del Cantar, ha sido referido con
frecuencia por la liturgia a María de Magdala y, como he dicho, no sin motivo: en efecto,

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María de Magdala representa, en conjunto, como símbolo, todas estas cosas, toda esta
riqueza de afecto, de entrega, de cuidado, de atención, de generosidad, de gratuidad, que
precisamente deseamos meditar un poco en estos días, dejándonos transformar en cierto
modo por el contacto con ella. Por otra parte, existe, aunque no la cito aquí
expresamente, una amplia literatura apócrifa sobre María de Magdala, una figura que ha
inspirado muchos escritos que no debemos despreciar del todo. Por ejemplo, he releído
el apócrifo probablemente más antiguo, uno redactado en copto en el siglo IV que recoge
un texto del siglo II, donde María de Magdala consuela a los apóstoles, que tienen
envidia de ella, porque Jesús le ha manifestado algún secreto. Y María explica: no debéis
enfadaros por eso, porque Jesús os quiere a todos. A pesar de que en esta literatura
apócrifa se manifiesta un cierto tipo de superstición, de exceso de religiosidad, hay, con
todo, también una intuición profunda: María de Magdala representa lo mejor del corazón
de la mujer respecto a Dios. Y, por consiguiente, se trabaja en cierto modo con la
fantasía, porque nunca tendremos la capacidad de captar lo que hay en el corazón del
hombre y, sobre todo, en el corazón de la mujer.
Aquí os dejo, pues, con estos grupos de textos, y os pediría que los releyerais,
ordenándolos tal vez de modo diferente. Yo he buscado un orden bastante lógico: los
textos que hablan de hechos, los textos que hablan de sentimientos, los textos que hablan
de concomitancias o afinidades. Vosotras podéis releerlos de otro modo y, sobre todo,
prestar mucha atención asimismo a los paralelos: releed, por consiguiente, a Mateo,
Marcos y Lucas con los paralelos correspondientes, de suerte que obtengáis el conjunto
de su figura y dejaros en cierto modo iluminar por ella, dejad que penetre en vuestro
interior y pedid como gracia poder conocer el corazón de Dios tal como ella lo conoció,
es decir, con aquella totalidad, con aquel sobresalto, con aquella superación de sí misma
que es propia del misterio divino. Si en el mundo hay tanta indiferencia, algo de lo que
se lamenta a menudo el papa, a mí me parece que es precisamente por este motivo: no
puede comprender a Dios quien solo busca razones lógicas o, mejor aún, podría
conseguirlo, pero no lo consigue. Puede comprender a Dios quien vive algún gesto de
salida de sí mismo, de entrega fuera de él, más allá de lo debido, porque entonces
entiende algo del misterio de Dios. Y entonces entiende algo de lo que este misterio
significa. Por eso, el demonio engaña tanto a los hombres intentando hacer que se
inclinen hacia sus propios intereses, hacia sus propios derechos, hacia sus propias
prerrogativas y no salgan nunca de sí mismos. Pues, de este modo, nunca podrán conocer

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a Dios. Dios es, precisamente, salida de sí mismo, es el don de sí mismo al otro, es, en
cierto modo, como también se ha dicho, la muerte para la vida. Y, por eso, a través de
figuras tan complejas y ricas como María Magdalena, podemos llegar a comprender algo
del misterio de Dios y también algo del misterio de nuestra vida.
A continuación, nos limitaremos a plantearle a María de Magdala algunas
preguntas. He pensado en las siguientes: ¿cuál ha sido, María de Magdala, tu principio y
fundamento?, es decir, ¿sobre qué se ha basado tu fe en la educación en la fe que
ciertamente recibiste? La segunda pregunta que desearía hacer a María de Magdala es
esta: ¿de dónde vienes? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué eran esos siete demonios y cómo
conociste a Jesús después de que te hubiera liberado de ellos? Y, por último, querría
preguntarle también, si tenemos tiempo, cómo participaba, leía, veía las pequeñas
ambiciones, las envidias, los personalismos del grupo apostólico de que era testigo;
cómo los consideraba; cómo entraba en su interior o se quedaba fuera.
Por último, me gustaría especialmente presentar la figura de María de Magdala
como la amante extática, como alguien que sale justamente fuera de sí, más allá de todas
las medidas humanas, de todas las convenciones, de todo discurso de lo «políticamente
correcto», para realizar gestos de superación y conocer así el corazón de Dios, dándolo a
conocer a su vez. De este modo, intentaremos captar el misterio de María de Magdala.
Hay también otras muchas preguntas que tengo dentro, pero no sé si tendremos tiempo
para desarrollarlas; por ejemplo, María de Magdala se presta mucho, a buen seguro, para
responder a la pregunta que subyace en la encíclica de Benedicto XVI Deus caritas est:
¿qué es el amor? No es fácil responder. ¿Qué es el amor? ¿En qué se diferencia de la
amistad, en qué de la camaradería, en qué de la ayuda recíproca? Me parece que María
de Magdala podría ayudarnos a dar una respuesta adecuada a estas preguntas. Hay
muchas otras que podríamos hacerle; las podríais hacer vosotras mismas una vez hayáis
aprendido, precisamente, el gusto de conversar con esta santa y a escucharla en sus
respuestas.

22
Principio y fundamento

Concédenos, oh Señor, la gracia de tu Santo Espíritu, a fin de que podamos


conocer el camino con el que tú preparaste a María Magdalena para entrar,
primero, en la gran prueba y, después, para ser acogida como amiga preciosísima
de tu Hijo Jesús. Haz que también nosotros seamos capaces de comprender las
pruebas de nuestra vida, sepamos valorar la educación recibida y dirigir todo al
bien para tu servicio. Te lo pedimos por intercesión de María, nuestra madre.

Al hacer la recensión de las presencias de María Magdalena y ampliar después el


discurso a María, la hermana de Marta en el Evangelio, solo he aludido al pasaje del
lavado de los pies, pero este hecho debe ser incluido entre los acontecimientos que la
afectan en su globalidad. Es muy importante recordar también el episodio de la unción
de Jesús en Betania, que tiene lugar en casa de Simón. Ni Mateo ni Marcos dicen quién
es esta mujer y, por consiguiente, el asunto sigue siendo misterioso; Juan, en cambio, nos
habla expresamente de María, la hermana de Lázaro.
Ahora que hemos recogido los datos empieza la parte más difícil, a saber: la serie
de preguntas que deseamos hacerle a María Magdalena: ¿cómo viviste tu experiencia de
fe? Y, antes que nada, cuéntanos algo de tu educación en la fe. Ya he formulado con
otras palabras esta pregunta, diciendo: María de Magdala, ¿cuál es tu principio y
fundamento? Con esto aludía a un tema ciertamente conocido de los ejercicios
espirituales de san Ignacio, en los que hay una primera página que se llama precisamente
principio y fundamento, en la que se ponen, por así decirlo, las bases, los presupuestos
de todo lo que va a ser desarrollado a continuación. ¿Hay un principio y fundamento en
María Magdalena? Ciertamente lo hay, porque el Señor acostumbra a construir
empezando con el material positivo. Pidamos a María Magdalena que nos explique cómo
había sido educada en la fe, porque no era posible concebir –como tampoco lo es ahora
en Israel– una «no educación» en la fe. La familia educa en la fe, y esto por definición. Y
también hoy, en Israel, en este lugar donde vivo, soy continuamente testigo de que no
hay catecismos ni catequesis ni oratorios ni nada de todo eso, pero el chico y la chica son
educados en la fe en la familia a través de la oración del viernes por la noche, de la

23
acogida del Šabbat, de la oración del sábado en la sinagoga y de las numerosas fiestas
del año. Cada fiesta tiene su propia historia, sus ritos, colores, flores, dulces, mediante
los que el chico es introducido de modo concreto en la fe de Israel a lo largo de todo el
año. Por ejemplo, hemos vivido recientemente la fiesta de Hanukkah, poco antes la fiesta
de Yom Kippur, y después aún la fiesta de los tabernáculos, la fiesta de Šabu 'ot o de
Pentecostés y, a continuación, naturalmente la fiesta de la Pascua. Vienen después otras
fiestas añadidas, como el gran día del recuerdo de la destrucción del tempo de Jerusalén.
Así pues, a través de todas estas cosas se va introduciendo al niño en la fe. Se trata de
una introducción muy concreta y eficaz, porque no consiste en proponer fórmulas para
que se las aprendan de memoria o en contarles una historia, sino que se la hace vivir de
un modo concreto. En el caso de María Magdalena también tuvo lugar algo semejante.
Sin embargo, ahora somos nosotros los que debemos intentar expresar de modo más
teórico lo que le aconteció a ella. Pidámosle que nos lo explique, que nos haga
comprender la diferencia entre cómo se realizaba en ella la educación en la fe y cómo se
lleva a cabo en nosotros. No en el sentido de que sea peor la nuestra, sino de que
probablemente la nuestra es un poco insuficiente y debe recuperar algunas cosas de la
antigua práctica. Así pues, ¿cómo se llevó a cabo en tu caso, María Magdalena, la
educación en la fe? ¿De qué modo puede decirse de ti lo que se ha dicho, por ejemplo, de
Timoteo, al comienzo de la segunda carta dirigida a él?

«Al recordar las lágrimas que derramaste, me vienen ganas de verte para colmar mi
gozo. Recuerdo tu fe sincera, la que alentaba primero en tu abuela Loide, después
en tu madre Eunice y ahora estoy seguro de que alienta en ti» (2 Timoteo 1,3-5).

Por consiguiente, se trata de una fe transmitida de generación en generación.


Podríamos decir, en primer lugar, que esta fe es la expresión concreta de un sentimiento,
no consiste en una serie de verdades, sino en la expresión concreta de una vivencia; y
esta expresión concreta fundamental, que se encuentra en la raíz de todo, la podríamos
designar con un verbo hebreo, con una palabra hebrea: la todah, es decir, la acción de
gracias, la alabanza. Esta es la primera expresión normal de la religiosidad judía:
agradecer, alabar, exultar. Encontramos gran cantidad de ejemplos en los Salmos;
tomemos, por ejemplo, el Salmo 7, versículo 18:

«Yo alabaré al Señor por su justicia, tañendo en honor del Señor Altísimo».

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Esto expresa lo que hay dentro del alma judía: alabar, reconocer la alabanza, la
grandeza. Y, a continuación, «alabaré al Señor por su justicia»: como sabéis, «justicia»
es una expresión global que significa la capacidad de Dios de estar preparado, de estar
presente, en situaciones de turbación y de turbulencia, y de intervenir de manera potente
y decisiva para rehabilitar, restaurar, volver a dar alegría. Se trata, por consiguiente, de
un tema, de una palabra, ciertamente compleja. Yo alabaré al Señor por su justicia es
una fórmula sintética, por su capacidad de intervenir en situaciones difíciles o graves,
restituyendo la paz, la justicia, la verdad. Encontramos, aún en los Salmos, otra fórmula
densa, porque es sobre todo en la liturgia donde esto se expresa, en la oración; por
consiguiente, se trata, ante todo, de una religiosidad orada. Me refiero a los dos primeros
versículos del Salmo 9:

«Alabaré al Señor de todo corazón


y anunciaré todas sus maravillas;
gozo en ti y exulto,
canto himnos a tu nombre, oh Altísimo».

Vemos cinco actividades que son de tipo, diríamos, afectivo: alabaré con todo el
corazón, anunciaré sus maravillas, gozo en ti, exulto, canto himnos a tu nombre. Esta es
la expresión fundamental del alma judía.
Para poner aún otro ejemplo entre muchos, podemos citar los versículos 6 y 8 del
Salmo 54, donde vemos que esto tiene su concreción en la oración y en la ofrenda en el
templo para dar gracias a Dios:

«Pero Dios es mi auxilio,


el Señor sostiene mi vida.
[...]
Te ofreceré un sacrificio de todo corazón,
Señor, alabaré tu nombre porque es bueno».

Te ofreceré un sacrificio de todo corazón es una actitud interior.

«Señor, alabaré tu nombre porque es bueno,


me has librado de todo peligro
y mi ojo ha desafiado a mis enemigos» (vv. 8-9).

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Esta todah, esta palabra de acción de gracias, es la expresión corriente que espera
Jesús, por ejemplo, cuando se pregunta el motivo por el que solo ha vuelto uno de los
diez leprosos curados (cf. Lucas 17,12-19). ¿Dónde están los otros nueve? Jesús espera
precisamente esta expresiva y espontánea palabra de agradecimiento y de alabanza. Esta
es, pues, por así decirlo, la llama, la llama interior, difícilmente definible, pero muy rica,
como veis, y muy encendida dentro; esta llama se nutre, a continuación, de una
gramática que tal vez nos aparecerá mejor en la confrontación con nuestra gramática
teológica. Me parece que, si preguntáramos a la Magdalena sobre esta gramática, nos
respondería más o menos así: «Mirad, vosotros, los goyim (porque nos sigue llamando
todavía los goyim, es decir, vosotros los paganos, vosotros que no estáis circuncidados),
cuando queréis hablar de Dios, buscáis siempre una definición, una palabra altísima, por
ejemplo, el ser subsistente, el sumo bien, el ser por esencia, etc. Nosotros no usamos
nunca estas palabras para expresar lo primero que vamos a decir sobre Dios, no partimos
nunca de estos conceptos generales; nuestra gramática parte de los verbos para llegar a
los adjetivos, para llegar después a los sustantivos, que constituyen el último punto de
llegada de la reflexión del alma judía; y estos sustantivos no son tan definidores como
quieren serlo los vuestros, sino que son mayormente metonimias, traslaciones,
metáforas».
Consideremos brevemente esta gramática de los verbos. Lo que el judío siente y
expresa es, ante todo, no lo que Dios es en sí, sino lo que Dios hace. Si leéis con
atención la Biblia, veréis que está llena de estos verbos: voy a citar algunos.

26
Dios crea
Tal vez el verbo que expresa mayormente en síntesis lo que Dios hace es que Dios crea.
Ahora bien, a Dios no se le llama solo Creador, sino que se le presenta en su acción de
crear, por ejemplo, en Isaías 42,5-6:

«Así dice el Señor Dios,


que creó y desplegó el cielo,
afianzó la tierra con su vegetación,
dio el respiro al pueblo que la habita
y el aliento a los que se mueven en ella».

Dios crea; por consiguiente, es alguien que interviene cambiando la naturaleza de


las cosas, interviene de manera eficaz, interviene de manera que cambia lo que existe.

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Dios promete
Un segundo verbo que se usa a menudo para describir la acción divina presenta a Dios
como alguien que promete, que hace promesas. Por ejemplo, Génesis 22,16-18:

«Juro por mí mismo –oráculo del Señor–: por haber obrado así, por no haberte
reservado tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como
las estrellas del cielo y como la arena de la playa».

Israel vive de esta promesa; Dios es alguien que ha prometido y, por consiguiente,
es preciso fiarse de él.

28
Dios libera
Tercer verbo típico: Dios libera cuando se encuentran en situaciones de esclavitud o de
dificultad:

«Por tanto, Moisés, diles a los israelitas: yo soy el Señor. Os quitaré de encima las
cargas de los egipcios, os libraré de vuestra esclavitud, os rescataré con brazo
extendido y con grandes castigos» (Éxodo 6,6).

Dios es alguien que libera, es, precisamente, la expresión de la ṣedeq divina, de su


capacidad para intervenir de manera eficaz. Dios crea, Dios hace promesas, Dios libera.

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Dios rescata
Todavía un verbo bastante común: Dios rescata al que ha sido comprado como esclavo y
le salva de la esclavitud. Especialmente la segunda parte de Isaías se muestra muy rica
en estos verbos expresados ya ahora en una forma muy rica y completa:

«No temas, que te he redimido,


te he llamado por tu nombre,
yo soy el Señor tu Dios,
el Santo de Israel, tu salvador» (Isaías 43,1-3).

«Salvador» porque ha salvado; por consiguiente, viene primero la acción de salvar


y, después, la denominación.

30
Dios manda
Otra expresión típica de Dios es el mandato:

«Esto es lo que el Señor les manda hacer» (Éxodo 35,1).

O bien:

«Cumple lo que yo te mando hoy» (Éxodo 34,11).

Mandato es también la bella expresión que escucho cuando enciendo la radio a las
seis de la mañana aquí en Jerusalén, porque las transmisiones comienzan con la
recitación integral del Šemaʼ Yiśrael: «Escucha, Israel, el Señor, tu Dios, es solo uno...»
(Deuteronomio 6,4-5). Esta es la apertura de la jornada y es también un mandato.

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Dios guía
Otro verbo es Dios guía:

«Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años
por el desierto» (Deuteronomio 8,2).

Es el que nos ha guiado, el que nos ha hecho encontrar el camino.

32
Dios perdona
Otro verbo, obviamente muy presente, es el séptimo que enuncio: Dios perdona.

«A causa de nuestras culpas: nuestros delitos nos abruman, tú los perdonas» (Salmo
65,4).

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Dios llama
Y aquí está el último, el octavo: Dios es quien llama y elige, llama y elige a su pueblo.
En Éxodo 3,5 elige al pueblo, no porque sea un pueblo más bravo, más grande, más rico,
más inteligente, sino porque lo ama.
Todos estos verbos –hemos nombrado ocho, pero podríamos citar muchísimos
más– especifican una acción positiva de Dios para con Israel. Así pues, Dios no es
considerado, en primer lugar, como alguien que subsiste en sí mismo, como en su
independencia, como el esse subsistens –más aún, cuando yo estudiaba filosofía, hasta lo
llamaban aseitas, es decir, alguien que existe en sí y por sí independiente de todo–; esto
no lo encontramos en la Escritura. En ella encontramos a Dios considerado como alguien
que obra por otros e interviene en particular en la historia del pueblo. Comprended, pues,
el vínculo que esto instaura entre Dios y la persona. No es alguien que estaba antes, pero
después he venido yo...: no, es alguien para el que yo estoy aquí ahora. Por consiguiente,
la gramática empieza con los verbos. Lo primero, la primera expresión, es la todah, y
esta puede ser expresada por medio de los verbos que indican acciones divinas.
Tras los verbos vienen los adjetivos, y este es el segundo momento de la gramática
hebrea divina. Sin embargo, no son adjetivos definitorios de la persona, como
querríamos nosotros: bueno, sabio, infalible, etc., sino, sobre todo, adjetivos que derivan
de los verbos que han sido expresados. Voy a citar, por ejemplo, el largo elenco de
adjetivos que aparecen en Éxodo 34,6-7, en los que solemos detenernos más bien en los
primeros, pero deberíamos leerlos todos:

«El Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad, que
conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos
y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos,
nietos y bisnietos».

Así pues, queda siempre algo misterioso: Dios hace, Dios actúa con amor, pero
Dios tiene en sí una reserva de castigo; por lo que se puede decir que el Dios de Israel es,
en cierto modo, elusivo, es decir, nunca es definible –«es así y ya está»–, sino que
permanezco siempre con el aliento en suspenso, recibo su acción amorosa, pido su
perdón, lo adoro, pero a continuación no sé nunca cómo actuará. Porque él existe en su
libertad y en su amor creativo y constructivo; se trata de un modo de concebir a Dios,

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diríamos nosotros, no ontológico, no metafísico, porque la ontología y la metafísica nos
dicen «Dios es así», casi geométrica o matemáticamente: si es así, de ahí se derivan A,
B, C o D y todo está en su sitio. Sin embargo, no es así, Dios es alguien que se da, es
alguien que es apasionado, es alguien que está lleno de compasión, unas veces ardiente y
otras furioso. Este es el misterio de Dios tal como lo conoció María Magdalena y como
lo conoce todo buen judío.
Por consiguiente, los verbos indican las acciones constantes de Dios, los adjetivos
intentan sintetizar esta acción, dejando, no obstante, un cierto espacio, porque Dios
escapa a una definición precisa; y, por último, están los nombres. Con todo, tampoco los
nombres presentan, como desearíamos nosotros, auténticas definiciones, cuidadas, sino
que son metáforas de lo divino derivadas de los verbos y de los adjetivos y, por
consiguiente, han de ser considerados como su prolongación. Se ha propuesto dividir
estos nombres en dos categorías: los que expresan una metáfora de apoyo y los que
expresan una metáfora de gobierno. Y, probablemente, los más importantes son los
segundos: así pues, se presenta a Dios como juez, como rey, como guerrero, como padre,
como victorioso, pero no es que cada uno de ellos lo exprese de manera total; expresa
solo ese aspecto. Estas son las metáforas de gobierno, y notad que no he incluido
«madre», porque «madre» es más bien una metáfora de apoyo, de asistencia. Por
consiguiente, son metáforas de gobierno: juez, rey, rey victorioso, guerrero, padre, quizá
también pastor, pero con pastor se pasa ya a la segunda metáfora, a saber: los nombres
que indican el modo como Dios mantiene, cura, alimenta, sostiene a su pueblo; y
entonces tenemos: Dios pastor, Dios también artista –porque crea el cuerpo del hombre,
lo modela–, Dios jardinero, Dios viñador, Dios madre, Dios sanador. Esta es la
gramática de Israel.
Tras este primer punto, que podría ser un poco la lectio, es decir, la recogida de
datos, detengámonos un momento en considerar lo que nos dice esto. Recuerdo que
cuando me enfrenté con este problema me sentí muy pagano, no en el sentido negativo
de adorar a muchos ídolos, sino en el sentido de un Dios lejano, misterioso,
independiente, casi definible en sí mismo, pero al que después hay que adorar; hay un
hermoso pasaje de Romano Guardini que a mí me parece que quiere decir un poco esto.
Dice:

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«Un acto religioso fundamental consiste en el hecho de que yo tenga la experiencia
de mi archē, de provenir de Dios, de tener mis raíces originarias en él. Aquí se
encuentra el fundamento de mi existencia, el lugar al que al final me refiero, el
entendimiento más elevado al que nadie ni nada han ascendido, allí donde yo estoy
absolutamente solo junto con Dios» [1].

Y cita incluso «Dios y mi alma nada más», que es de san Agustín o bien de
Newman: «Yo y mi Dios». Fijaos que esto tiene, a buen seguro, una gran semejanza con
la religiosidad judía, pero ¡qué diferencia con respecto a esta riqueza de la acción divina!
Es un poco como si nos hubiéramos quedado en el Dios creador, dueño, señor, al que
fuera suficiente adorar en silencio. Cuando, en realidad, es alguien que obra
continuamente en mi favor. Y, además, hay ciertamente algo positivo en esta reverencia,
en esta obediencia a un Dios misterioso, alto, inaccesible, ser subsistente; pero falta la
familiaridad, la ternura, la pasión, la riqueza, la alegría, el agradecimiento que se deben
justamente a una participación constante en el misterio de Dios.
En conclusión, como líneas de meditación, podríamos proceder así.
Primero, no hay que despreciar la experiencia de un pagano honesto. Cuando el
papa Ratzinger habla del valor de la razón habla precisamente del valor de este
reconocimiento de un absoluto divino que la razón debe aceptar. Y, consecuentemente,
el respeto, la reverencia, la distancia son muy importantes; incluso el modo como
hacemos la genuflexión cuando entramos en la iglesia –o si ya no conseguimos hacerla,
como ocurre a mi edad, e intentamos doblarnos un poco sin caer al suelo, sin perder el
equilibrio–, pero, sobre todo, el modo de orar, el modo de sentir la presencia de Dios,
son, digamos, la expresión de una religiosidad pagana purificada, es decir, la religiosidad
de un Dios alto, inmenso, inaccesible, inescrutable, ser subsistente, ser absoluto. Esto
debe ser completado con el afecto, la ternura, la riqueza, el agradecimiento, la alegría, la
alabanza que es típico del judaísmo; esta es nuestra raíz, eso significa recuperar la raíz
judía, recuperar los salmos, recuperar esta alegría, este júbilo, este narrar las obras de
Dios, este saber proclamarlas, este saber exultar en él, danzar en él. Aquí está, esta es la
educación de María Magdalena y, por consiguiente, creo que debemos agradecer la
educación que la tradición griega, aristotélica, platónica, filosófica, agustiniana ha
dejado en nuestros corazones, pero también la educación de los salmos, la educación de
toda la Escritura, que, puesta en conjunto, constituye una inmensa riqueza para el
hombre religioso. Si nos fijamos, por ejemplo, en los seguidores del islam, veremos que

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ellos están ligados sobre todo con el Dios poderoso, al que hay que obedecer, con el Dios
que manda, al que es preciso mostrar reverencia y respeto, mientras que el judaísmo es
mucho más ancho en este sentido, es mucho más afectivo, afectuoso, aunque
permaneciendo en la obediencia.
Así pues, primero: no hay que despreciar la experiencia del pagano honesto, pero sí
hacerla crecer junto con la del pueblo elegido, la de nuestra raíz santa, la de Abrahán, la
de la raíz judía, porque la encontramos en la oración de los salmos y en toda la
educación de la Iglesia. La segunda conclusión es, justamente, que este respeto en la
oración debe ir siempre acompañado también de la exultación, de la alegría, del gusto de
estar con Dios. El gran educador de esta fe es el Espíritu Santo y, en consecuencia,
debemos suplicarle, por intercesión de María, para que nos obtenga esta adoración, esta
reverencia, este respeto, junto con la familiaridad, la confianza, el diálogo, la exultación
y la alegría.
Voy a terminar con dos preguntas que, de algún modo, resumen un poco lo que he
dicho: primera, ¿cuál es mi gratitud? –los judíos dirían mi berakah–, ¿cuánta frecuencia
tiene la berakah en mi jornada?, es decir, ¿cuántas veces bendigo a Dios, cuántas veces
le alabo por cada una de nuestras acciones, que es precisamente expresión de esta todah
de fondo? ¿Cuántas veces nos lamentamos y cuántas veces, en cambio, alabamos y
glorificamos a Dios?
Y, segunda, ¿cuál es mi sumisión a los golpes de la vida? Porque justamente frente
a los golpes de la vida existe una reacción que es resistencia, no pensarlo, apartarlo,
apretar los dientes, superarlo con todas las fuerzas; pero está también la reacción
típicamente religiosa, judía y cristiana, que es alabar y dar gracias a Dios; es la reacción
del padre Alberto Hurtado, un santo canonizado por Benedicto XVI, que cada vez que le
pasaba algo decía: «Señor, estoy contento». El padre Hurtado, que ha sido el segundo
santo de Chile, tenía precisamente como frase característica: «Contento, Señor,
contento». Contento con las cosas que van bien, contento con las cosas que van mal,
contento con la enfermedad, contento con la salud. Esto es típico de la expresión judía y,
por consiguiente, nos hace alcanzar la primera experiencia de María Magdalena; por eso,
al conocerla, antes de comprender cuáles fueron sus desventuras y sus pecados, debemos
intentar comprenderla en la raíz santa y profunda en la que estuvo acostumbrada a
crecer, en la que vivió y en la que se nos invita a crecer también a nosotros.

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Los siete demonios

Demos gracias al Señor por estos ejercicios, con los que nos permite santificar
estos días solemnes del comienzo. Ciertamente lo sabes, oh Señor, que cuando se
comienza un nuevo año es como cuando de niños comprábamos un cuaderno nuevo
(«no habrá ninguna mancha en este cuaderno»); en cuanto caía una mancha,
quedaba roto el encanto. Nosotros entramos en este año con nuestra fragilidad y,
por consiguiente, no debemos esperarnos quién sabe qué. Pero sabemos que los
actores de los ejercicios son cinco: el primer actor, el Espíritu Santo, no falla
nunca, y el segundo actor somos nosotros: tendremos nuestros fallos, yo también
tendré los míos, que el Señor me perdone. Desearía recordaros que el cuarto actor,
la Iglesia, no falla nunca. Nos confiamos también a la oración de la Iglesia y
confiamos esta oración a la intercesión de María.

Hemos dicho que hay cuatro actores en los ejercicios, pero hemos recordado que
también hay un quinto, que no duerme; por consiguiente, debemos estar muy atentos, a
medida que vayan pasando los días, a no dejarnos engañar por el quinto actor, que es el
Enemigo. Ignacio de Loyola escribe en una de sus reglas para el discernimiento de los
espíritus: «Propio es del mal espíritu morder, tristar y poner impedimentos, inquietando
con falsas razones para que no pase adelante». Estemos muy atentos a estos tipos de
tentación, a estos mordiscos, que son pequeños signos de nerviosismo, de cansancio, de
algo que no va, por lo que nos dejamos asustar. Y además la tristeza. Tristeza, aridez,
desolación, que nos hacen preguntarnos si lo que hacemos tiene sentido. Son signos de la
presencia del Enemigo que ponen al alma inquieta y, por consiguiente, hacen que nos
sintamos un poco turbados, esperando quién sabe qué. Y esto, dice todavía san Ignacio,
«con falsas razones». Si vamos al fondo no hay razones verdaderas, se trata de estados
de ánimo confusos, mixtos, pesados, que induce el demonio aprovechándose de nuestra
continua transformación interior, de corazón y de espíritu. Somos, continuamente, como
un pequeño mar en tempestad, un pequeño lago en tempestad. La cola serpentina por la
que se reconoce que todo esto viene del Enemigo es el hecho de que, al final, oímos
decir: «Es inútil seguir adelante, déjalo; a lo sumo deja pasar estos días distrayéndote un
poco, de algún modo, deja de pensar en estos grandes problemas que te habías planteado,

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déjalo estar». Estos son algunos de los signos del espíritu malo, que os invito a discernir
para que os fijéis en ellos y para que los aplastéis, como se hace con una araña pequeña
que intentamos coger y aplastarla después, porque de otro modo seguirá dando vueltas a
nuestro alrededor dejándonos siempre inquietos, siempre nerviosos.

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Los pecados de María Magdalena
Hemos visto que María Magdalena había recibido una educación que debió ser
forzosamente sólida, seria, basada en el obrar de Dios; pero ¿qué le pasó después? ¿Por
qué se dice –y ella es la única persona de la que se dice esto– que de ella fueron
expulsados siete demonios? Siete demonios no es poca cosa. Es Lucas quien lo ha
escrito y lo recuerda además en otros sitios. Vamos a intentar comprender qué puedan
ser estos siete demonios. En Lucas 8,1-2 se menciona a María Magdalena junto con otras
mujeres que habían sido liberadas de varias enfermedades:

«Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que había sanado de espíritus
inmundos y de enfermedades: María Magdalena, de la que habían salido siete
demonios».

Así pues, todas estaban un poco enfermas, todas tenían alguna dificultad y ella,
María Magdalena, tenía ciertamente alguna dificultad más grande que las otras, algo
nocivo, gravemente nocivo, porque la acción del demonio va dirigida siempre a turbar,
aplastar, humillar, deprimir, llevar a la desesperación, al exceso. Hay, sin embargo,
cuatro vías que podemos seguir para intentar comprender de qué tipo era esta grave
enfermedad. Está la vía de la desviación sexual: según algunos, era, en efecto, una
prostituta, y esto estaría de acuerdo con el pasaje inmediatamente anterior (Lucas 7,36
hasta el final del fragmento), en el que se describe el perdón de una prostituta en casa de
Simón. No obstante, considero más probable la opinión de los que dicen que se trata de
dos cosas distintas y que no es tanto la vía de la desviación sexual de la que viene María
Magdalena, aunque este aspecto no esté ausente del todo en su cuadro. Así pues, no es la
pecadora del capítulo 7 de Lucas ni tampoco parece que sea la adúltera de Juan 8,1-11:
no lo parece porque esta también es anónima. Una segunda vía que han seguido los
exégetas es la de una desviación no tanto sexual como psicológica y de salud general;
por consiguiente, se trataría de una persona deprimida, tal vez anoréxica, tal vez un poco
esquizofrénica; esto es típico de la presencia demoníaca, de los espíritus impuros, y
probablemente se trata de algo recurrente. Recordad el pasaje (cf. Mateo 12,43) donde se
dice que cuando un demonio ha salido de un alma, coge a siete perores que él y vuelve.
Así pues, esta idea de «siete» es posible que quiera indicar una dimensión de

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recurrencia: lo había intentado, parecía estar mejor, después había recaído de nuevo en
su estado de depresión, de malhumor, tal vez en un deseo de suicidio, anorexia, u otros
tipos de enfermedad graves. Con todo, también es posible una tercera vía que interpreta
de un modo más espiritual esta situación de María Magdalena, a saber: la esclavitud del
pecado, vivido en situaciones opresivas, de las que no cabe esperar salir. Por ejemplo,
Zaqueo, al que se describe en Lucas 19,2 como «jefe de los publicanos y rico»: alguien
que se encuentra en este medio está obligado en el fondo a hacer ciertas cosas, no puede
evitar otras y, en consecuencia, sigue siendo prisionero de la situación. Y tal vez María
Magdalena era prisionera de un modo grave. Es posible que en ella hubiera precisamente
lo que es lo contrario de los dones del Espíritu.
En Isaías 11,2 y siguientes se enumeran los dones del Espíritu: sabiduría,
entendimiento, consejo, fortaleza; es posible que hubiera en ella precisamente un poco lo
contrario de todo esto, y sabemos dónde podemos encontrar lo contrario de estos dones:
en Gálatas 5,16 y siguientes, donde se enumeran catorce vicios que señalan justamente
los lugares donde está muerto el Espíritu, donde el Espíritu no lleva las riendas. Quizá
sea en esta vía donde pueda buscarse su maldad:

«Las acciones de la carne son manifiestas: fornicación, indecencia, desenfreno,


idolatría, hechicería, enemistades, reyertas, envidia...».

Es probable que también diera tumbos en este campo: «Discordias, facciones, celos,
borracheras, comilonas y cosas semejantes». La expresión es, a buen seguro, muy fuerte.
Sin embargo, por mi parte, pienso también –y se trata de una cuarta vía con la que se
puede captar el estado de María Magdalena– en una enfermedad grave, acompañada de
tristeza, depresión, amargura, falta de autodominio, desorden interior. Estas son todas las
vías posibles. Sin embargo, el Evangelio no indica ninguna de ellas con certeza y, en
consecuencia, María Magdalena sigue con su secreto; ahora bien, podemos comprender
que estuviera tan agradecida a Jesús, porque estaba atrapada en una situación casi
incurable, crónica, repetida, recurrente, y había salido completamente de ella. Podemos
comprender su experiencia: siete demonios forman precisamente un número completo y
tal vez indiquen una serie de situaciones feas e incurables, lo que nos hace comprender el
amor, el afecto, la entrega, el reconocimiento, la ternura de María con Jesús. Así pues, lo
importante no es tanto la determinación de cuáles puedan ser estos siete demonios, sino
lo contrario que de ahí se sigue, a saber: el liberarse de ellos, un poco como el joven de

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la viuda de Naín que fue llamado a despertarse mientras lo llevaban al sepulcro:
«Muchacho, yo te lo ordeno, levántate» (Lucas 7,14). Abre los ojos y ve a Jesús, el Jesús
al que le debe todo, el Jesús que le ha devuelto a la vida. O bien como la hija de Jairo,
que, ya en el lecho de muerte, al oír «talita kum» (cf. Marcos 5,41), se levanta y ve a
Jesús, que la ha restituido a la existencia. Aquí tenemos el sentido de lo que vivió María
Magdalena. En consecuencia, aunque no consigamos definir bien su pecado, sí podemos
definir bastante bien su reacción, su modo de ser y casi nos daría un poco de envidia...
¿Y nosotros? ¿Por qué nos mostramos tan mediocres, tan modestos, en nuestras
reacciones? Y, sin embargo, si lo pensamos –lo diremos de un modo todavía más claro–
basta con pensar en santa Teresa del Niño Jesús, que no había pasado por ninguna de
estas pruebas negativas de pecado, pero sabía que Dios la había defendido, protegido,
liberado, había mantenido su mano sobre su cabeza y, por eso, sentía el mismo
agradecimiento y la misma alegría. Me parece que deberíamos entrar en esta vía, que es
la vía de santa Teresa del Niño Jesús. A buen seguro, habrá también en nosotros alguna
situación en la que debamos reconocer que hemos sido sacados de un peligro grave y, si
no hemos sucumbido, ha sido porque la misericordia de Dios ha puesto su mano sobre
nuestra cabeza y nos ha mostrado su amor; como una sombra nos ha protegido en el
desierto y nos ha llevado hasta la tierra prometida.
Podemos hacer aún una última pregunta a María Magdalena: ¿qué cambió en ti
después de este encuentro con Jesús? Un encuentro del que no sabemos si fue uno solo o
se repitió. No sabemos si bastó con que Jesús le diera la mano, como con la suegra de
Pedro, sacándola de la cama, o si debió gritarle como al muchacho muerto: «Muchacho,
yo te lo ordeno, levántate». No sabemos cómo fue su encuentro con Jesús. Pero María
Magdalena nos diría: «Mirad, yo solo podría expresarme con una oración, solo con la
todah, solo con la berakah, y si queréis tener una oración que expresa mi estado de
ánimo en aquella situación, tomad los nueve primeros versículos de la Primera carta de
Pedro y aplicádmelos. Los puedo decir yo tal cual»:

«Bendito sea Dios, padre de mi Señor Jesucristo, que, según su gran misericordia y
por la resurrección de Jesucristo de la muerte, me ha regenerado para una esperanza
viva. Estaba desesperada, tú me has dado esperanza. Para una herencia
incorruptible, ya estaba desesperada, era como una persona expulsada de casa;
ahora tengo una herencia que no se corrompe, incontaminable, e inmarcesible,
reservada para mí en el cielo por tu poder, que es custodiada para mi salvación,
próxima a revelarse» (1 Pedro 1,3-5).

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Por eso nos diría aún con Pedro:

«Por eso, estoy llena de alegría, aunque por poco tiempo tenga que soportar pruebas
diversas, porque sé que el valor de mi fe, que es más preciosa que el oro, sirve de
honor, alabanza y gloria de la Iglesia y de Cristo. No lo he visto, y lo amo; sin
verlo, creo en él y exulto con gozo indecible y glorioso, mientras tengo dentro de
mí la certeza de la salvación de mi alma».

Os he releído la primera página de Pedro, aplicándola a María Magdalena, y os


invito a que lo hagáis también vosotras. Así pues, he aquí la primera parte de esta
meditación: ¿de dónde habéis llegado? ¿Qué significan estos siete pecados, estos siete
demonios que salieron de ti? Ahora, a esta primera parte, que hemos llamado: «Los
pecados de María Magdalena», querría añadirle una segunda que podríais titular: «Los
pecados en la Iglesia antigua». El texto de referencia es Marcos 7,21-23.

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Los pecados en la Iglesia antigua
Aquí el discurso sería largo. La Iglesia antigua, como ya lo había hecho Israel, siempre
ha reconocido la naturaleza del pecado. Hay al menos seis, siete sinónimos en hebreo
para expresar la palabra pecado, para restituir el significado de desviación, error, estar
fuera del camino, etc., pero, naturalmente, el pecado adquiere un valor particular cuando
existe una relación personal con Dios. No es solo una desobediencia a la ley, sino el
hecho de que Dios cuida de mí y queda verdaderamente ofendido cuando yo no le hago
caso: esto es lo que Israel comprendió del pecado, que era no solo desobedecer a la ley,
sino olvidarse de la atención, del amor, de la delicadeza, de la providencia, del cuidado,
de un Dios que ama. Deberíamos pedir la gracia de entrar cada vez más en este
conocimiento del pecado como algo que nos afecta personalmente no solo a nosotros,
sino al mismo Dios. El mundo griego tenía miedo a decirlo, porque Dios vivía en su
inaccesibilidad, en su intangibilidad. El mundo judío es más simple; al poner tan
fuertemente a Dios en relación con el hombre, más aún, al ver a Dios como el que hace,
como el que actúa, el que está presente, puede comprender mejor también cómo Dios
puede sentirse de algún modo afectado, ofendido por nuestro comportamiento.
En la Iglesia primitiva había, ciertamente, una doctrina moral. Me parece que en el
Evangelio de Marcos hay una lista que representa una especie de summa, de síntesis de
la teología moral elemental que se comunicaba al catecúmeno, porque este vivía en un
mundo muy feo, en el que no se distinguía el bien del mal, por lo que tenía necesidad de
nombres precisos, de definiciones para empezar a comprender y a distinguir: «Esto está
mal, esto no lo debo hacer, esto ofende a Dios». Y el fragmento que suelo referir, porque
me parece que corresponde a este propósito, es Marcos 7,15, en el que dice Jesús: «No lo
que viene de fuera contamina al hombre». Todavía en nuestros días sigue siendo muy
fuerte el sentido de la pureza legal en este país en el que nos encontramos. Si entráis en
un restaurante con un trozo de pan, os dirán: «Es posible que este pan no sea košer,
lléveselo fuera». O bien, si pedís carne, no podéis pedir leche, queso, etc.; el sentido del
košer, el sentido de la pureza legal, sigue siendo todavía muy fuerte. Jesús, en cambio,
declara aquí con una gran libertad que no es lo que entra en el hombre, lo que le toca
desde afuera, sino lo que sale de dentro lo que le contamina y, por consiguiente, la de
Jesús es una moral de la interioridad. Y llama a estas cosas que están dentro con un

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nombre un tanto extraño: dialogismoì ponēroí, que significaría «los malos
pensamientos», como para afirmar que las malas acciones tienen su raíz dentro, en
pensamientos malos. Así pues, empezamos a hacer el mal dentro de nosotros. A
continuación, describe cuáles son esas acciones malas que nacen de un corazón malo. Y
la lista no es desemejante de la que leímos en Gálatas 5,16 y siguientes, pero me parece
que está mejor construida, que es más útil para el catecúmeno. Dice así:

«De dentro, del corazón del hombre salen los malos pensamientos, fornicación,
robos, asesinatos, adulterios, codicia, malicia, fraude, impudicia, envidia, calumnia,
arrogancia, estulticia» (Marcos 7,21-22).

Fijaos en el número 12, que es mnemónico y que sirve como de síntesis de moral.
Yo siempre pongo en guardia frente a esta lista al menos por tres cosas. En primer lugar,
ojo con decir: «Se trata de una lista de grandes pecados que no tienen nada que ver con
nosotros», porque, si los leéis bien, no hay ni uno de estos pecados que no haya sido
cometido, no solo por hombres y mujeres de este mundo, sino por religiosos,
consagrados, consagradas, obispos, cardenales, papas, a lo largo de la historia de la
Iglesia. Están todos. Por consiguiente, constituyen la historia de la Iglesia. No hay que
decir: «Bah, estas cosas solo tienen que ver con los principiantes». Todos debemos estar
atentos. En segundo lugar, nosotros sabemos que, aunque tal vez no hayamos cometido
estas faltas, dentro de nosotros están los dialogismoì ponēroí, estas malas intenciones
que pueden salir fuera en el momento menos oportuno, en un momento de fatiga, de
tentación, de rabia, de amargura, de resentimiento. Por ello vemos personas que cambian
por completo y se muestran de repente con una maldad, con una malicia, con una
capacidad de herir al otro que nunca habríamos podido sospechar. Y estos somos
nosotros. Porque estas cosas están todas ellas dentro de nosotros, están todas en nuestro
corazón. Lo sabemos desde siempre, pero el psicoanálisis nos lo ha mostrado de una
manera casi científica: mostrando que hay cavernas, serpientes, culebras que se mueven
dentro de nosotros, a las que tal vez sea mejor no molestar demasiado. No obstante,
somos así; por consiguiente, no debemos sorprendernos de nada, ni siquiera de ciertas
reacciones que advertimos en nosotros, de ciertos apetitos, de ciertas rabias, de ciertas
tentaciones graves. De ahí que no podamos pensar que sean únicamente cosas de
principiantes, que no tienen que ver con nosotros y que en esta lista no hay nada que nos
afecte también más de cerca.

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La lista de Marcos muestra doce acciones negativas, doce vías erradas, modos
equivocados de vivir, construidos, a mi modo de ver, desde fuera hacia el interior.
Primero están las acciones más sensibles: fornicación, robos, asesinatos; el asesinato está
ahí, se puede ver. A continuación, se va hacia abajo: adulterios, codicia, malicia; nos
encontramos ya en cosas que no conseguimos distinguir tan bien. Después se llega
todavía más abajo: fraude, impudicia, envidia; es el mundo más bajo, más difícil de
alcanzar. Y, finalmente, las actitudes últimas: calumnia, arrogancia, estulticia. Ahora
bien, algunas de estas actitudes están presentes en nuestras comunidades. Yo veo, por
ejemplo, la malicia. La malicia que hay, por ejemplo, en ciertas cartas anónimas que
llegan al obispo, escritas posiblemente por un laico contra un sacerdote, por un sacerdote
contra un laico, por un sacerdote contra otro sacerdote. Son malicias. Hay diócesis que
están vejadas por este mal ejemplo, por esta mala manera de denunciar y acusar, y eso es
algo que existe, no hay que sorprenderse de ello. Malicia. Codicias. Las codicias son
codicias sensibles, visibles, pero son también ese gusto morboso de ir a buscar, a ver;
quizá nos pasemos horas en Internet, frente al televisor, haciendo zapping, sin una
intención precisa, pero sí con alguna codicia en el corazón, un cierto deseo de
sensualidad que nos invade por dentro. Y esto es una realidad que se da en los
seminarios, en la vida consagrada; hay personas que pierden horas por la noche
navegando por Internet, buscando de un programa a otro. Se parte siempre con una
intención buena: un sacerdote dice: «Quiero ver un poco, por una vez, lo que ve mi
gente», y después ya ha caído dentro, se siente atraído. La impudicia afecta al camino de
la persona; la envidia es tan común en los cuerpos organizados que también recibe el
nombre de invidia clericalis, es decir, no poder aceptar que otro tenga un puesto que me
correspondía a mí, superior al mío, que sea más estimado por los superiores, por
ejemplo. Esta envidia atraviesa también, a buen seguro, todo el cuerpo eclesial. Y
vosotras sois testigo de ello: es posible que la persona se lamente, que crea que se ha
cometido una injusticia con ella y quiera que sea reparada, y mientras esto no se produce
se agita, se inquieta; o bien el afán de ascender de grado, quizá de llegar a ser obispo,
que hace que ciertas personas –que después no llegan a serlo– se pasen toda la vida con
cara de acelga porque no se lo han concedido. Y entonces se preguntan: «¿Qué mal
habré hecho? ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede ser que el otro haya llegado y yo no?».
Fijaos que son cosas concretas, prácticas. La calumnia está mucho más presente de lo
que se piensa. Cuando se trata de recoger información para una cierta tarea en la Iglesia,

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algunas veces llegan informaciones contradictorias sobre la misma persona y,
forzosamente, una de las dos ha de ser verdadera y la otra falsa. Hay un espacio para la
calumnia que es verdaderamente vergonzoso, que nos hace vernos mezquinos, mucho
más mezquinos de lo que imaginamos. No sé si ya he contado el caso de dos sacerdotes
que, no sé bien por qué motivo, estaban el uno contra el otro, y que me ocurrió hace
muchos años. Es posible que estuvieran en parroquias limítrofes y continuamente se
torturaran el uno al otro. El obispo había pensado trasladarlos a los dos y después, no sé
cómo, a uno consiguió trasladarlo y al otro no, suscitando envidia, rabia... Cuando entré
en la diócesis, uno de mis colaboradores de entonces me aconsejó y me dijo: «Vaya a tal
parroquia, regale un cáliz al párroco, diga la misa con él para cerrar este asunto».
Recuerdo que fui, celebré la misa y ofrecí el cáliz; después, en el momento de la paz,
cuando le dije: «La paz sea contigo», me respondió: «¡En la justicia!». Después de que
hubieran pasado años y años todavía tenía el resentimiento en su corazón. Digo esto para
haceros ver que no debemos sorprendernos de estas cosas, las vivimos dentro y Dios nos
ama también así; si nos confiamos a él, sacará de dentro con sus pinzas de dentista todas
estas cosas un poco corrompidas, un poco roñosas en la Iglesia.

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El camino de purificación

Enséñanos la vía de la purificación, la vía de la purificación activa con la que


intentamos vencer nuestros defectos, pedir perdón por ellos, hacer el propósito de
no ofenderte más, pero guíanos también por la vía de la purificación pasiva que es
la que nosotros no elegimos, sino que nos es propuesta, impuesta por ti o por las
circunstancias, que es la más importante. Esa purificación pasiva que puede ser
expresada también como lo hacía Teilhard de Chardin, cuando nos hablaba de
pasividades que nos hacen crecer, como, por ejemplo: me encuentro frente a la
pared de una montaña, parece una pasividad, me asusto, después empiezo a trepar
y me doy cuenta de que me hace crecer, me hace bien, me proporciona ejercicio. Y,
sin embargo, hay, decía de Chardin, pasividades que son pura pasividad, pura
pérdida, en las que entra el Señor. Y vamos a pedir también en esto, sobre todo en
esto, que nos dejemos guiar por el Espíritu y nos abandonemos a él, como hizo
Jesús en la cruz.

En los ejercicios espirituales se empieza poniendo el principio y el fundamento, las


bases firmes de nuestra búsqueda de Dios y de la búsqueda que Dios hace de nosotros. A
continuación, se llega a examinarse uno mismo en un camino de purificación. Nosotros
vamos a dejarnos guiar por el ejemplo de María Magdalena.
Siento una gran devoción por el altar de María Magdalena que se encuentra en el
Santo Sepulcro de Jerusalén, a un lado, hacia la capilla de los frailes; esta devoción se
debe asimismo a un motivo práctico: ya no me atrevo a celebrar la misa en el Santo
Sepulcro porque es preciso ir a gatas con el cáliz en la mano y me arriesgo a caer y no
conseguir llegar a puerto, mientras que allí hay, en cambio, un altarcito –es el único
altarcito situado en la parte inferior destinado a los católicos– y está dedicado a María
Magdalena. En él se recuerdan las palabras que ella le dijo a Jesús, y las que Jesús le dijo
a ella, cuando se le mostró después de su muerte. Por consiguiente, pidamos a María
Magdalena que nos ilumine. Ha escrito Edith Stein [2] que siempre ha habido a lo largo
de los tiempos corazones humanos que, como el corazón de los primeros hombres, se
han dejado tocar por la luminosidad irradiante de Dios. Escondidos a los ojos del mundo,
Dios les ha iluminado e inflamado y ha enternecido su materia dura, incrustada y

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deformada, y la ha remodelado a imagen de su Hijo, con una mano suave de artista. A
escondidas de toda mirada humana, las piedras vivas así formadas se han unido con la
mirada puesta en la edificación de una Iglesia, antes que nada invisible; de esta Iglesia
invisible surge y crece la Iglesia visible a través de las acciones, las manifestaciones
siempre nuevas de Dios que van proyectando a lo lejos su esplendor, epifanías siempre
nuevas; con todo, lo importante es la acción silenciosa del Espíritu Santo en lo más
íntimo de nuestra alma, y aquí cita Edith Stein a los Patriarcas, cita a María, a Moisés. Es
esta una pertenencia que casi puede preceder a la pertenencia exterior, y es precisamente
lo esencial, lo que importa de verdad, lo que cambia el mundo.

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Nuestros pecados
En la meditación anterior hemos hablado del catálogo de los pecados de la Iglesia
antigua, y hemos indicado que esto tiene todavía importancia para nosotros; ahora
querría añadir una segunda reflexión que tiene más que ver con nuestros pecados, o
mejor, con nuestra conciencia, y que tomo del número 63 de los Ejercicios espirituales
de san Ignacio de Loyola, que, en la primera semana –dedicada a la purificación–
después de dos meditaciones sobre los pecados, hace practicar repeticiones, y, en un
determinado punto, inserta una pequeña oración. Esta pequeña oración es muy simple: se
trata de pedir insistentemente al Padre a través de María, y después a través de Jesús,
conocer tres cosas. Primero: la gravedad, la malicia de mis pecados, a fin de poder
detestarlos. Segundo: el desorden de mi vida, a fin de poder desdeñarlo y ordenarme a
continuación. Tercero: la vanidad del mundo, para saber evaluarla y alejarla de mí.
Ahora, quisiera decir brevemente algo sobre este desorden de nuestras operaciones y
sobre esta vanidad del mundo. Como veis, no se trata de pecados formales: son
diferentes de los de la primera categoría y, por consiguiente, nos podría costar también
trabajo distinguirlos como tales y convertirlos en objeto de confesión; pero ambas
categorías son muy importantes.

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Desorden y orden
Entre los libritos que he escrito, hay uno que es una especie de comentario hecho para
unos ejercicios que di a los obispos lombardos, que lleva como título Poner orden en la
propia vida; y esto constituye para mucha gente un punto nodal: poner orden en la
propia vida. ¿Qué significa poner orden en la propia vida? Ciertamente, la palabra tiene
grandes significados, porque el orden es la disposición de las cosas respecto al fin, al fin
último que es Dios; pero es también un modo de trabajar ordenadamente en la propia
jornada, en la propia existencia. Y, así las cosas, en vez de reflexionar de un modo tan
abstracto sobre el orden, he pensado en cuáles podrían ser los desórdenes en la vida del
Ordo Virginum. Creo que os corresponde a vosotras hacer la lista, pero yo os voy a
enunciar alguno que me ha venido a la mente. Me parece que el primer desorden es el de
no estimar esta vocación, tomarla como algo que va de sí, que no tiene una especificidad
propia y, por consiguiente, es un poco genérica, es un poco como esos productos de
supermercado que se venden sin formulación precisa; no tener, por tanto, clara la idea de
la fuerza, de la riqueza de significado, del carácter incisivo de esta misión en la Iglesia.
Un segundo desorden al que podemos inclinarnos en nuestra propia vida es el práctico,
exterior. Esto es más para los sacerdotes, para los hombres, porque las mujeres están más
inclinadas a un cierto orden, a una cierta elegancia. ¡Algunas habitaciones de sacerdotes
recuerdan campos de batalla después de una derrota! Recuerdo a un padre del Instituto
Bíblico que, para acostarse por la noche, debía desplazar todos los libros que tenía sobre
la cama para encontrar un poco de sitio. En cualquier caso, siempre se requiere un poco
de orden; no resulta fácil, sobre todo cuando uno tiene muchas cosas que hacer, pero no
se trata solo de esto, porque hay personas que tienen muchas cosas que hacer y son
ordenadísimas, otras, en cambio, son un poco desmemoriadas, distraídas, desganadas, y
entonces se advierte el desorden, se siente que falta esa elegancia, esa atención, ese
cuidado de la persona: en efecto, orden significa también una cierta elegancia en el
decoro personal, en la ropa, en la figura, en el modo de ser, en el modo de presentarse.
Me parece que se puede vivir también el Evangelio de forma más simple, pero existe una
diferencia entre una cierta austeridad bien ordenada y una cierta dejadez. El orden es
muy importante. Dichosos los que salen de los ejercicios con un solo propósito: el de irse
a la cama por la noche siempre a la misma hora, porque este propósito incluye muchos

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otros: el propósito de levantarse por la mañana a la hora justa, meditar, mantener un
orden a lo largo de la jornada, una disciplina, una regla, una ley marco; son muchas las
cosas que están relacionadas con este desorden. Tener una cierta regularidad en nuestro
modo de orar, de afrontar los compromisos, una cierta capacidad de disponer las cosas
según la propia jerarquía de valores. Por mi parte reconozco que no soy muy ejemplar en
esto; mi biblioteca no es un ejemplo de elegancia y perfección, aunque, después de todo,
hay personas que me ayudan. El Señor nos envía posibilidades de ayuda; ahora bien, por
nuestra parte es preciso intentar mantener este orden en la vida.
Hay, a continuación, otros ejemplos más interiores: no confesarse con regularidad,
sino un poco «a rachas» y, sobre todo, no tener director espiritual. Si estuviéramos en el
corazón de África, en el desierto del Sahara, comprendería la dificultad para encontrar
uno, pero en una realidad como Milán, riquísima en sacerdotes de gran celo, en
religiosos, en personas discretas, me parece que no tener director espiritual es perder una
ocasión preciosa. Y la dirección espiritual forma parte del orden de la vida, es
importante. No siempre del mismo modo; es, a buen seguro, menos importante después
que al principio; es muy importante al principio, después se puede aflojar también un
poquito, pero hay momentos imprevistos en los que verdaderamente tenemos necesidad
de alguien que nos conozca, de alguien con quien poder hablar, explicarnos, hacernos
ayudar a encontrar claridad; así pues, el hecho de no disponer de estas personas de
referencia forma parte del desorden.
Hay también un cierto desorden que consiste en el hecho de no ocuparse seriamente
de la Iglesia local, sino «mariposear» aquí y allá. Ciertamente, también hay vocaciones
grandes, universales, que, sin embargo, necesitan ser evaluadas después con respecto a
los problemas que se presentan a su alrededor, junto a ellos, e intentar hacer algo
concreto por ellos. Pero me parece que hay un desorden que puede introducirse
fácilmente en nosotros y que se presenta bajo dos aspectos. El primero, muy común en
ciertos sacerdotes y en ciertos laicos un poco «eclesiásticos» y en los consejos
pastorales, es una cierta inclinación a «lamentarse» de los tiempos, de las cosas.
Recuerdo la irritación que yo experimentaba cuando en las visitas pastorales, al escuchar
al párroco y al consejo pastoral, oía decir con facilidad: «Somos pocos, somos siempre
los mismos, los jóvenes no vienen y falta esto y no tenemos aquello...». Y yo les decía:
«Pues vosotros sois, ante todo, un milagro viviente, vuestra fe vivida en estas
circunstancias constituye un don extraordinario de Dios; ¿por qué no empezáis a dar

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gracias por esto, es decir, a ver las cosas bellas que tenéis, incluso las pequeñas, pocas, y
ensancháis después desde ahí la mirada?». Así pues, a esta facilidad es a lo que llamo en
mi ordenador el programa «L», el programa «lamentación», al que fácilmente va el
ratón, y eso no está bien, porque resulta demasiado fácil decir: «Si los otros actuaran así,
si los sacerdotes fueran de otro modo, si la Iglesia fuera diferente, si, si, si...». Esto
constituye un verdadero desorden con el que juega el Enemigo, porque la cuestión
parece buena, pero está ese tono de depresión, de dejadez y un poco de derrotismo que es
muy, muy, muy negativo. Es preciso aprender a alabar las cosas buenas, a verlas por
primera vez, a ponerlas de relieve, a promoverlas. Así pues, nos encontramos aquí con
un aspecto de desorden muy importante, del que está claro que no puedo acusarme
siempre en la confesión de una manera tan precisa, porque es algo que está más bien en
el aire.
Un último desorden que yo desearía recordar es una fácil crítica a los otros, no
saber valorar con amor a las otras personas, incluso a algunas en particular. Y, en
consecuencia, ponerlas un poco aparte con facilidad, criticar incluso al mismo grupo al
que pertenecemos, y hacerlo de una manera genérica y no con propuestas precisas, con
análisis atentos, y dejando después que las cosas sigan como antes. Esto es muy nocivo
en la Iglesia. La Iglesia de Dios sufre mucho por este sentido de pequeño derrotismo. Si
os fijáis, en las cartas de los apóstoles del Nuevo Testamento, que hablan también de
graves culpas e insisten precisamente en las llagas, no aparece nunca este sentido de
derrotismo; aflora siempre un sentido de confianza, de fuerza, de reproche también, pero,
al mismo tiempo, de aliento. Aquí tenemos, pues, un desorden que es preciso identificar
bien, porque el Enemigo se insinúa en él: debemos ayudarnos a superarlo continuamente,
día tras día, porque es aquí donde el Enemigo sale más victorioso que en otras partes.
«Somos pocos, somos inadecuados, somos La armada Brancaleone» y sí, de acuerdo,
Deo gratias, así somos, así alabamos a Dios y le servimos. No nos dejemos apoderar por
este pensamiento, por esta preocupación excesiva. Está claro que es preciso decir que
está bien lo que está bien, que está mal lo que está mal, saber intervenir en el momento
justo, pero yo siempre he tenido la idea de que si uno debe dar un buen «bastonazo» a
una persona debe esperar el momento adecuado, no dejarse ir a tontas y a locas: solo
entonces obtiene el golpe su efecto. De otro modo, se queda en algo vago, que deja mal y
no ayuda a crecer.

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Aquí tenéis, pues, algunos ejemplos para haceros reflexionar sobre lo que significa
el desorden de las operaciones; pero, a buen seguro, vosotras tenéis mucha más fantasía
que yo y más capacidad para redactar esta lista, una lista que me parece importante tener
presente.

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La vanidad del mundo
La otra gracia que hace pedir san Ignacio es la de intentar comprender la vanidad del
mundo, para guardarme de él. Y esto es, ciertamente, algo mucho más sutil y difícil,
porque la vanidad del mundo no siempre es fácilmente visible como pecado grave o
grave desobediencia a Dios, sino que es ese cierto espíritu, ese cierto modo de hacer,
esas máximas, ese modo de sentir que nos envuelve como una niebla. Mientras que, por
una parte, vivimos ya en la eternidad, porque la vida de Cristo está en nosotros, por otra
estamos sometidos a este difuso sentido de mundanidad. Y aquí podríamos poner
muchísimos ejemplos, pero yo voy a poner algunos tomados del Evangelio. Hay un
ejemplo típico que me vuelve siempre a la mente, el de un sacerdote, en el fondo buena
persona, que me decía: «Mi padre me ha dicho que nunca se vuelve uno atrás en la
vida». Y decía esto para justificar el hecho de que no quería hacer ciertas cosas, porque
habría sido un volver atrás. Un criterio como este, que parece incluso obvio, no es
evangélico, porque también es preciso ser capaz de volver atrás, también hace falta saber
perder. Y, sin embargo, estos criterios que parecen tan simples, son, de hecho,
antievangélicos y bloquean a las personas.
Me gustaría ir todavía un poquito más allá en la búsqueda, haciéndome ayudar por
María Magdalena y preguntarle a ella: «Tú, María Magdalena, que vivías tan cerca de
los apóstoles, ¿participabas de algún modo en las pequeñas envidias, en las ambiciones
del grupo apostólico? ¿Cómo te comportabas en esas ocasiones que no son raras?». Voy
a poner algún ejemplo tomado de los Evangelios, donde hay muchas ejemplificaciones
de pequeños celos, de pequeñas ambiciones que afectaban también al grupo de los más
próximos a Jesús. El caso más clamoroso es el de la madre de los hijos de Zebedeo (cf.
Marcos 10,35ss), que se dirige a Jesús y le dice: «Deben sentarse uno a tu derecha y el
otro a tu izquierda en tu Reino». Nosotros nos hubiéramos muerto de vergüenza por
plantear una demanda semejante; sin embargo, una madre que ama mucho a sus hijos y
que los estima piensa: «Jesús estima mucho a Pedro... mi hijo es mucho mejor que él y,
por consiguiente, debo decirlo bien alto». Estas son las ambiciones típicas del grupo
apostólico. Y advertid que esto tiene lugar en una posición evangélica casi humorística,
porque Jesús ha dicho antes que debe sufrir mucho y después salta esta mujer que dice:
«Quiero que estén uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Para empeorar las cosas, los

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otros apóstoles se quedan indignados. Eso significa que el estado de las relaciones entre
ellos no era muy tranquilo: resultaba fácil mirar al otro con un ojo un tanto celoso,
indignarse, irritarse; había una cierta facilidad para los resentimientos. Aquí tenemos,
pues, un ejemplo que nos dice cómo sucedían también estas cosas en el entorno de Jesús,
incluso a propósito de los gestos y de las palabras más fuertes y más bellas de Jesús.
Otro ejemplo que me ha venido a la mente se encuentra en Marcos 9,33-37 (y paralelos).
Van andando por el camino y Jesús va delante, pero nota que hay algo, que detrás están
farfullando, y dice: «¿De qué estabais hablando?». Estaban discutiendo de nuevo sobre
quién era el mayor, el más importante: «¿Quién es más importante? ¿Él o este otro?».
Esto es algo que pasa en todos los grupos organizados, en la Iglesia y fuera de ella. «¿Es
él o no es él? ¿Hay signos particulares de benevolencia respecto a este por parte del que
tiene el poder en su mano?», etc. También en este caso los cogió Jesús con las manos en
la masa y, como siempre, los corrigió con amor. En este caso cogiendo a un niño y
diciendo: «Quien no se haga como este niño no será grande en el Reino de los Cielos», o
bien diciendo a los hijos de Zebedeo: «¿Podéis beber el cáliz?», y ellos responden que sí
de una manera un tanto facilona (después también huirán); pero Jesús añade: «De todos
modos, es a mi Padre a quien le corresponde dar estas cosas». Reinaba, por tanto, una
atmósfera no muy sana en el grupo apostólico, aunque era un buen grupo. Estaba
también, obviamente, el traidor, pero más allá de esto había también modalidades de
desgaste comunitario. Me viene también a la mente otro hecho: cuando Pedro se
encuentra en el apogeo de su exaltación porque Jesús le confía el encargo de apacentar a
«mis corderos, a mis ovejas», quiere saber sobre el destino de Juan: «¿Qué será de él?».
Y entonces le dice Jesús: «No pienses en ello» (cf. Juan 21,15-23).
Así las cosas, le preguntamos a María Magdalena: «¿Cómo vivías tú estas cosas?
Porque las oías, las contaban, decían: “Mira lo que ha dicho este, mira lo que ha dicho
este otro”... ¿Cómo vivías tú esas cosas?». El Evangelio no habla de ello, pero nosotros
advertimos que, tras las figuras femeninas evangélicas, excepto la madre de los hijos de
Zebedeo, ninguna otra emerge en materia de ambición, en materia de celos. Ninguna.
Por consiguiente, hay un sentido de reserva, de respeto, de silencio, de discreción; esto
es un hecho contrastado. Por otra parte, y aquí debemos recurrir a las hipótesis, este
modo de actuar de los apóstoles no afecta a estas mujeres porque ellas no toman partido,
no se dividen en grupos de presión, a favor o en contra, sino que permanecen más bien al
margen. Precisamente porque no se dice en el Evangelio, podemos imaginar que se trata

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más bien de personas que ponen paz, que escuchan y que, al mismo tiempo, hacen
comprender que es preciso aceptar ciertas opciones, que es preciso ponerse en un
determinado estado de ánimo y, por consiguiente, me parece que su tarea fue
precisamente la de pacificar. Es lo que se dice también de esta región del Medio Oriente,
donde, ciertamente, hay también mujeres kamikazes, que se lanzan como bombas
vivientes, pero hay muchas mujeres que tienen sentido común, paciencia y, por
consiguiente, se espera de ellas el camino de la paz; esta ha sido confiada a sus manos.
Por ejemplo, existe un grupo (Parents’ Circle) que recoge a personas que han tenido un
duelo grave en la familia a causa del conflicto. Me parece que esta iniciativa nació
precisamente de una mujer, una madre de familia judía, cuya hija ya iba a los doce años
a manifestarse contra la guerra ante la casa del primer ministro. Era una muchachita
plenamente dedicada a la paz y fue asesinada por un terrorista a los dieciséis años de
edad. Y su madre, en vez de decir: «Esto lo cambia todo, esto me lleva a una situación
de resentimiento y de odio», se dijo: «Quiero comprender lo que ha sufrido el que ha
pasado por cosas semejantes en la otra parte». Así nació este grupo, que todavía hoy
tiene a mujeres entre sus representantes principales.
Por último, me parece, es más, así aparece en los Evangelios, que María Magdalena
nunca albergó pretensiones de prioridad. Podía hacerlo diciendo: «Yo fui la primera a la
que se apareció el Señor»; sin embargo, la vemos correr, servir, ponerse a disposición y
desaparecer. Esto no es una enseñanza necesariamente teológico-moral, es decir, que
implique que esto tenga que hacerse siempre así, pero nos dice mucho. María
Magdalena, aun habiendo podido tomar una posición de fuerza, prefirió estar en una
posición de pacificación y de apoyo, como también María, la madre de Jesús.
Desde mi ventana de Jerusalén veo muchas cosas, veo entre otras la gran iglesia de
la Dormición: pienso en nuestra Señora, que tal vez pasara allí sus últimos años, ya sería
un poco viejecita, tal vez estuviera cansada y le faltara un poco el aliento cuando subía
los escalones de la ciudad, pero la veo siempre como alguien que pone paz, que escucha
a los apóstoles contar: «Ha pasado esto, ha pasado aquello; Pedro ha dicho, Pablo ha
dicho...». Y ella intenta siempre aclarar, pacificar, poner un poco de aceite. Inventando
una nueva bienaventuranza, podríamos decir: dichosos aquellos que no echan leña al
fuego, sino que, en cambio, intentan amortiguar las llamas que son un poco inevitables.
Ya está, estas son algunas de las cosas sobre las que se nos invita a examinarnos, porque
el espíritu mundano se expresa así, con estas fórmulas.

57
Concluyendo, estaba hablando yo del camino de purificación: se trata de un camino,
como he dicho y como nos han enseñado los grandes santos, tanto de purificación activa,
en el que nosotros hacemos algo, como también, y cada vez más, de purificación pasiva,
en el que Dios mismo interviene para desprendernos de muchas cosas y para purificarnos
interiormente. Saber captar la acción purificadora de Dios es muy importante, muy
confortante y consolador. Y, naturalmente, nos ayuda en esto la confesión, por eso he
hablado de confesión regular; la confesión, pero sobre todo la dirección espiritual, a la
que no voy solo a confeccionar la lista de mis pecados, sino que intento contar, hacer
comprender mis ambiciones, mis celos, mis pequeñas decepciones, mis resentimientos,
mis antipatías, para poder ser purificado también de todo esto. En este sentido, existe,
pues, un verdadero camino de purificación interior, un camino de trasparencia que el
mismo Señor obra en nosotros.

58
En busca de Jesús

Reconozcamos los signos de la resurrección de Jesús, de su vida, en nuestra


Iglesia, para abrirnos a la esperanza de la resurrección eterna. Con esto seguimos,
de hecho, el ejemplo de María Magdalena y, sobre todo, su dejarse amar por Jesús.
Lo pedimos por intercesión de María, nuestra madre.

Estaba pensando yo en un pequeño preámbulo dantesco para ahondar un poco en lo


que he dicho sobre la función de María Magdalena en medio de las pequeñas ambiciones
y envidias del grupo apostólico; tras haberla dejado en el olvido durante sesenta años,
me he puesto a releer la Divina Comedia y es algo que recomiendo a todos los que llegan
a mi edad. Hay un canto que me ha impactado de modo particular: el canto III del
Paraíso, en el que Dante encuentra a Picarda, que había sido clarisa y después fue sacada
del monasterio por orden de su hermano; casada contra su voluntad, fue llevada al
Paraíso, pero no al lugar donde se encuentran las personas que han vivido los votos hasta
el final. Voy a leeros estos versículos:

«En el mundo yo fui sóror doncella,


y si tu mente mi recuerdo guarda,
no a ti me ocultaré por ser más bella,
pues ya conocerás que soy Picarda,
que aquí moro con estos bendecidos,
beata como ellos en la esfera tarda».

Es decir, no junto a Dios, sino un poco más abajo.

«Nuestros afectos viven encendidos


del Espíritu santo en goce tanto,
en leticia a su arbitrio sometidos».

Por consiguiente, el Espíritu los llena de luz, alegría, paz, incluso en su condición.

«Y esta suerte que abajo fuera encanto,


dada nos fue por votos claudicantes,
que descuidamos en la tierra un tanto».

59
Así pues, sus votos quedaron en cierto modo vacíos y por eso son premiados,
aunque no con el premio más elevado del extremo Paraíso, donde de todos modos se
encuentran.

«Admirando, le dije, esos semblantes


en que se esplende no sé qué divino,
que trasfigura vuestra forma de antes.
Por eso en recordar no fui festino;
pero ora que me ayuda lo que dices,
para refigurarte bien latino».

«Latino» significa italiano; y esto es lo que pretende decirnos el texto: lo que me


estás diciendo ahora me ayuda más a comprender que todo lo que había pensado antes.

«Pero si bien no sois aquí infelices,


¿No os impulsa hacia lo alto algún deseo,
para ser más arriba más felices?».

Es decir, ¿no sentís un poquito de envidia? Querría estar ahí... ¿por qué no me
corresponde a mí?

«Y las otras sonreírse veo,


respondiendo después, tan dulce y leda,
como el primer amor en su alboreo:
Hermano, aquí la voluntad aqueda
virtud de caridad, y a la sed place
tan solo lo que el cielo nos conceda.
Y que el deseo nunca se ultrapase,
porque en discordia,
fuera otra ventura contraria
del querer que todo lo hace:
Lucha tal no es posible en esta altura,
que estar en caridad aquí es preciso,
de Dios considerando la natura».

A saber: Dios, que es amor, quiere que todos nos amemos y que estemos contentos
con el lugar que él nos ha dado y con el que ha dado a otros.

«Que esencia de este ser,


cual Dios lo quiso,
es no apartarse del divino agrado,

60
con un solo querer, siempre sumiso

Nuestras voluntades se hacen una en la voluntad divina.

«Y así, sembrado de uno en otro grado,


en este reino, todo nos complace».

Complace a todo el reino lo que le pasa a cada uno.

«Como al rey que lo tiene decretado.


Su voluntad estar en paz nos hace».

Con esta celebérrima frase termina este bellísimo episodio, y además se añade esta
bellísima imagen:

«Hacia él, como a la mar, todo se mueve,


lo que natura cría, cual le place».

Por consiguiente, en este mar todo vuelve a encontrar su paz plena.

Este texto interpreta bien la figura de María Magdalena en el grupo apostólico como
alguien que pone paz, alguien que pone a cada uno en su sitio, alguien que convence a
cada uno para que acepte su misión como querida por Dios y a no consumirse vanamente
en busca de quién sabe qué. En consecuencia, queremos concentrar ahora nuestra
atención en María Magdalena; hasta ahora la hemos considerado desde el punto de vista
del principio y fundamento de los ejercicios; para hacerlo después desde la consideración
de la primera semana de la purificación. Ahora entramos, por así decirlo, en la segunda
semana, a saber: la del seguimiento de Cristo Rey, para preguntarnos cómo quiere Jesús
que le conozcamos. Así pues, podría proponeros como título de esta meditación la
invocación: «María Magdalena, ayúdanos a buscar y a encontrar a Jesús resucitado». El
buscar y encontrar a Jesús resucitado lo entiendo como lo entiende san Ignacio en sus
Ejercicios cuando dice que la gracia que debemos pedir para esta semana es: «Ut laeter
et gaudeam intense de tanta gloria et gaudio Christi Domini mei» (n. 221), es decir, que
me alegre y goce intensamente de tanta alegría y gloria de Cristo nuestro Señor. Así
pues, no simplemente alegría porque haya ido bien esto o aquello, sino porque Jesús ha
resucitado. Y, en consecuencia, Jerusalén, con su tumba vacía, con la presencia continua

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del Resucitado, es la ciudad que invita a esta participación, a esta alegría plena y sin
sombra. No es que esa tal alegría, como la que se siente en Jesús resucitado, no tenga en
cuenta los muchos sufrimientos humanos, los muchos dolores, las muchas tragedias, sino
que ve su resultado final en la plenitud de la gloria de Dios y, por consiguiente, está llena
de compasión, de paciencia, de dulzura y, al mismo tiempo, infunde alegría; también se
mantiene alegría en medio del sufrimiento personal y comunitario que nos toca vivir.
Vamos a dedicar las dos próximas meditaciones a profundizar en María Magdalena
como alguien que busca al Señor resucitado y le busca en la verdad. Como para tomar
una especie de noble adversario, caminaremos un poco junto con san Ambrosio, con el
que no estoy muy de acuerdo en la interpretación que da de este punto, pero que nos
ayudará, nos estimulará en la reflexión. El pasaje es, obviamente, el que presentan los
primeros versículos de Juan 20. Al principio hicimos una descripción global de todos los
fragmentos que se refieren inmediatamente a María Magdalena (o emparentados o en los
que resuena algo de ella), pero ahora querría dedicar nuestra lectio, meditatio,
contemplatio a Juan 20,1, prescindiendo un poco de los versículos 2-10, y recogiendo los
versículos 11-18, que son precisamente los textos dedicados a María Magdalena, tras los
cuales desaparece del Evangelio. Así pues, vamos a leer estos versículos, vamos a hacer
una lectio con algún indicio de contemplatio, para realizar después una meditatio sobre
el significado profundo de lo que estamos leyendo.

«El primer día de la semana, muy temprano, todavía a oscuras, va María Magdalena
al sepulcro y observa que la piedra está retirada del sepulcro.

María estaba frente al sepulcro, afuera, llorando. Llorosa se inclinó hacia el


sepulcro y ve dos ángeles vestidos de blanco, sentados: uno a la cabecera y otro a
los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús.
Le dicen: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Responde: “Porque se han llevado a mi
señor y no sé dónde lo han puesto”.
Al decir esto, se dio media vuelta y ve a Jesús de pie; pero no lo reconoció.
Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, tomándolo por
el hortelano, le dice: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo
iré a buscarlo”.
Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice en hebreo: “Rabbuni” –que
significa maestro–.
Le dice Jesús: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis
hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”.

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María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: “¡He visto al Señor!” y lo
que le había dicho».

En el primer versículo se presenta la situación temporal: el día después del sábado,


que es el primer día libre, porque el sábado era preciso quedarse en casa, no se podía
trabajar. Todavía hoy podéis ver que Jerusalén es una ciudad casi desierta el sábado, una
ciudad donde no hay nada, no se hace nada, está todo cerrado; incluso se empieza el
viernes por la tarde, por lo que es mejor hacer las compras el viernes por la mañana,
porque el Šabbat empieza de hecho ya hacia las cuatro de la tarde.
El día después del sábado, María Magdalena. Es la única protagonista de este
episodio de Juan, todo está concentrado en ella, que ya había estado presente en la
muerte de Jesús, cuando fue confiado el discípulo a la madre.
Muy temprano, todavía a oscuras, es decir, cuando no estaba bien salir. Aquí ya
tenemos algo que roza un poco el exceso, porque en Jerusalén no había alumbrado
público y no era muy recomendable que una mujer saliera sola en la oscuridad. Ella, sin
embargo, como la esposa del Cantar, no puede quedarse más en su lecho, debe salir,
antes de que salgan las otras; por consiguiente, dejando un poco de lado las
convenciones que pretendían que la mujer saliera solo acompañada y cuando ya había
claridad. María sale porque no puede más, porque quiere estar junto al cuerpo de Jesús.
Y observa que la piedra está retirada del sepulcro. Empieza a ver los signos que
habrían debido guiarla rápidamente al reconocimiento de Jesús Resucitado, pero que
ella, sin embargo, quizá precisamente por el afecto humano que sentía por Jesús, por el
limitado horizonte de la perspectiva de la vida terrestre, no consigue comprender. San
Ambrosio se muestra muy duro en estos puntos, porque nos dice que María, la madre de
Jesús, vio la resurrección del Señor y fue la primera que vio y creyó; por consiguiente,
según san Ambrosio, fue María la primera, y también es acertado pensar así.

«También María Magdalena vio, aunque dudase todavía» [3].

Así pues, se critica a María Magdalena porque no es capaz de comprender; y añade


san Ambrosio a propósito de este pasaje:

«Fijaos –dice a sus vírgenes–, fijaos en un punto de no poca importancia, a fin de


que, oh vírgenes, no lleguéis a dudar de la resurrección del Señor. Considerad que
no solo es meritoria la virginidad de la carne, sino también la integridad de la
mente» [4].

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San Ambrosio está muy preocupado por la pureza mental y por el corazón de sus
vírgenes,

Por eso se le prohibió a María Magdalena tocar al Señor, porque su fe en la


resurrección era vacilante. Por consiguiente, puede tocar al Señor aquella que llega
a él con la fe» [5].

Y aquí se encuentra la idea, expresada muchas veces en san Ambrosio, de que todo
el que cree engendra a Cristo, todo el que cree es como María, puede cantar el cántico
del Magníficat, todo el que cree toca verdaderamente a Cristo Resucitado.
Los versículos 2-10 nos dicen que María cumple su deber eclesial, es decir, no se
queda allí, como es obvio, en contemplación con la boca abierta, sino que corre a donde
se encuentran Simón Pedro y el otro discípulo, aquel a quien Jesús amaba (denominación
misteriosa y casi sin solución exegética), y les dice: «Se han llevado del sepulcro al
Señor». Así pues, María comunica a la Iglesia y después les deja hacer a ellos; de hecho,
Pedro y Juan se dirigen al sepulcro y comprueban que las cosas son así y después, como
les pasa a los hombres, que no son muy dados al llanto, dicen: «Ahora que hemos visto,
volvamos a casa», porque no ven qué más pueden hacer. Juan ha ido más al fondo, como
nos dice el Evangelio: entró el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro;
vio y creyó. Los pocos signos presentes –los lienzos bien dispuestos, el sepulcro vacío y
ordenado– le hacen comprender que se encuentra ante la verdad que siempre ha sentido:
Jesús no puede ser sometido a los lazos de la muerte. Pedro no parece haber llegado
todavía ahí, ni tampoco la Magdalena, que sigue buscando insistentemente el sitio donde
lo han puesto, preguntando quién se lo ha llevado; esta es su interpretación reductora del
hecho. De ahí que san Ambrosio, como ya hemos visto, continúe casi pinchándola,
burlándose de ella. Comenta el versículo 11: «María estaba frente al sepulcro, afuera,
llorando». Mientras que Pedro y Juan, tras cumplir con lo que les concierne, se van a
casa, diciendo: «Las cosas son así, veremos qué va a pasar», ella, llevada por un
sentimiento íntimo de afecto profundo, aunque no bien considerado, no bien calibrado
desde el punto de vista de la fe, se queda allí llorando. Y san Ambrosio se muestra muy
severo:

«La que está fuera llora, mientras que la que está dentro no es capaz de llorar. Y
llora porque no ve el cuerpo de Cristo y piensa que ha perecido, porque ella no lo

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ve. Por eso María está afuera, pero no están afuera ni Pedro ni Juan. [...] La que no
entró lloró, no creyó, pensó que se lo habrían llevado y escondido: y ni siquiera
cuando vio a los ángeles pensó que debía creer. De ahí que los ángeles le digan:
Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» [6].

Esta última pregunta es un añadido de san Ambrosio, porque el «¿a quién buscas?»
lo dice Jesús. María está oyendo estas palabras y no se mueve de su idea: «Dime dónde
lo has puesto, quién se lo ha llevado». Entonces prosigue el mismo Jesús: «Mujer, ¿por
qué lloras? ¿A quién buscas?». Y comenta san Ambrosio de modo maligno:

«La que no ha creído es mujer: mientras que el que cree, resurge para formar el
hombre perfecto que crece hasta alcanzar la plenitud de Cristo» [7].

Así pues, para él, la plenitud de Cristo es el hombre perfecto que cree. Y después
añade:

«Dice mujer: no para reprocharle el sexo, sino la incertidumbre. Y con justicia se


llama mujer a la que dudaba, porque la virgen ya había creído» [8].

En consecuencia, intenta distinguir estas dos dimensiones dentro de ella. Ambrosio


comulga en gran parte con los prejuicios de su tiempo, aunque intenta escapar de ellos.
Nosotros somos más afortunados que él en este sentido, tenemos una mejor percepción
que nos permite realizar también una exégesis más hermosa, más directa, pero el santo
era todavía un poco esclavo de la exégesis de su tiempo. De hecho, retoma las dos
preguntas: por qué lloras y a quién buscas, y da dos explicaciones:

«¿Por qué lloras? A saber: tú misma eres la causa de tu lamento, eres por ti misma
fuente de llanto, no crees en Cristo. Lloras, porque no ves a Cristo; cree, y verás.
Cristo, que no deja nunca solos a aquellos que le buscan, está presente. ¿Por qué
lloras? A saber: no hay necesidad de lágrimas, sino de una fe pronta y digna de
Dios. No pienses en las cosas mortales y no llorarás: no pienses en las cosas que
perecen y no tendrás motivos para llorar. ¿Por qué llorar por lo que otros se
alegran?» [9].

Así pues, explota el motivo de esta incertidumbre precisamente para descarnar a


fondo esta alma. Y después comenta el a quién buscas:

«¿A quién buscas? A saber: ¿No ves que Cristo está presente? ¿No ves que Cristo
es la virtud de Dios, que Cristo es la sabiduría de Dios, que Cristo es santidad, que

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Cristo es castidad, que Cristo es integridad, que Cristo ha nacido de la virgen, que
Cristo está en la casa del Padre y junto al Padre y siempre en el Padre, nacido, no
creado, ni indigno de su propio origen, sino siempre amado, Dios verdadero de Dios
verdadero?» [10].

Lee de modo negativo todos los aspectos de esta pregunta y de este llanto. Después
retoma la respuesta de la Magdalena: «Porque se han llevado a mi Señor del sepulcro y
no sé dónde lo han puesto»:

«Te equivocas, mujer, si piensas que a Cristo se lo han llevado otros del sepulcro y
no que ha resucitado por su propio poder. Pues nadie ha podido llevarse la virtud de
Dios, nadie ha podido llevarse la sabiduría de Dios, nadie ha podido llevarse la
veneranda castidad. Nadie se puede llevar a Cristo del sepulcro del justo, ni de lo
íntimo de una virgen, ni del secreto de la mente: si alguien quiere llevárselo, no
podrá hacerlo» [11].

Por una parte, valoriza la fe de estas mujeres vírgenes, porque Cristo no puede ser
arrebatado de ellas, pero, en cierto modo, a través de una menor estima de María
Magdalena. En el diálogo contado por el evangelista, intervienen primero los ángeles y
María Magdalena responde: «Se han llevado a mi Señor del sepulcro y no sé dónde lo
han puesto», después se dio media vuelta, vio a Jesús que estaba allí de pie, pero no
sabía que fuera Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Esta
expresión –«¿a quién buscas?»– es muy bella, porque corresponde a lo primero que dijo
Jesús a los dos discípulos de Juan: ¿Qué buscáis? (cf. Juan 1,38). Se trata casi de una
inclusión de todo el Evangelio, buscamos a Jesús, buscamos al resucitado. ¿A quién
buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: «Señor, si tú te lo has llevado, dime
dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo». Persiste en su error. Naturalmente, Ambrosio
comenta el episodio, incluyendo siempre alguna crítica a María Magdalena:

«Entonces el Señor le dice: María, mírame [es interesante, porque esto no se


encuentra en el Evangelio, donde solo se dice «María»]. Mientras no cree es mujer:
cuando empieza a convertirse, se la llama María, esto es, toma el nombre de aquella
que engendró a Cristo; ella representa, en efecto, al alma que engendra
espiritualmente a Cristo. [...] Ella, volviéndose, le miró y dijo: Rabí, que significa
maestro. Quien mira, se vuelve: quien se vuelve, ve plenamente: quien ve, progresa.
Y por eso llama maestro a aquel a quien consideraba perdido» [12].

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Voy a detenerme aquí en mi relectura de Ambrosio, porque lo que más me
conmueve en este punto es esto: en primer lugar, que María Magdalena buscaba,
ciertamente, a Jesús de una manera imperfecta, no estaba plenamente a la altura desde el
punto de vista de la fe, pero tenía un amor inmenso, sentía una pasión intensísima por
Jesús, y él premia este amor suyo, va más allá de todas las imperfecciones teológicas
para llegar al corazón de esta mujer y revelarse en primer lugar a ella. Y notemos que, al
revelarse a ella, no se revela con palabras solemnes –yo soy tu Señor, grande,
resucitado–, sino con una sola palabra: «María», una palabra de dulzura, de ternura, de
familiaridad, con la que esta mujer se siente comprendida, amada, respetada, perdonada,
acogida. Por consiguiente, podemos decir que aquí no tenemos tanto, como buscaba san
Ambrosio, una diferencia entre el hombre y la mujer, el creer y el no creer, sino que lo
que se premia, se pone de relieve, es el inmenso amor. Y Jesús ama tanto a María
Magdalena que supera incluso estas cosas que podrían presentar dificultades, y se
presenta a ella de la manera más dulce, más delicada, más reverente posible. Nosotros no
leemos, por ejemplo, que María haya recibido el reproche que recibieron los apóstoles,
por ejemplo, en el evangelio de Marcos (16,11), donde se dice que Jesús les reprochó
fuertemente su dureza de corazón, porque no habían creído lo que habían visto. Y en el
Evangelio de Lucas (24,25) se dice que Jesús, una vez que hubo escuchado el relato de
los dos discípulos que caminaban hacia Emaús, dijo: «¡Qué necios y torpes de corazón
para creer!». A María Magdalena no se le dirigieron ninguna de estas palabras, solo el
nombre, dicho con amor. Por tanto, se trata, a buen seguro, de un punto en el que la
bondad de Jesús, su ternura, su delicadeza se muestran de una manera admirable.
Recuerdo que en una conferencia que di en Australia, a propósito de los discípulos
de Emaús, me hicieron una pregunta trampa. Alguien preguntó: «¿Cree usted que uno de
los dos discípulos era mujer?». Naturalmente, se trataba de una pregunta más bien
«feminista». Yo reflexioné un momento, después dije: «Me parece que no, porque en el
Evangelio nunca se reprocha a una mujer por su poca fe». Y, de hecho, Jesús tiene esta
delicadeza y esta atención.
Vemos aquí cómo se manifiesta Jesús lleno de una bondad sin límites: no solo les
habla con afecto, con delicadeza, con ternura, con respeto, sin reproches, sino que las
valora, les da una misión.
El texto sigue inmediatamente después: Ella se vuelve y le dice en hebreo:
«Rabbuni» –que significa maestro–. Siempre me he preguntado, pero no tengo una

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respuesta precisa, por qué usa la palabra «Maestro» y no la expresión de Tomás: «Señor
mío y Dios mío». Me parece que se debe a que quiere expresar esta familiaridad, esta
relación tan estrecha, porque la relación maestro-discípulo es casi una relación padre-
hijo, una relación íntima, profunda, que afecta a la persona. Y, en consecuencia, María
siente que puede expresar con ella esta relación mejor que con las más solemnes y más
acertadas desde el punto de vista teológico, como las de Tomás. Jesús le dice: No me
retengas; se ve que María Magdalena se había dejado llevar todavía por su entusiasmo,
por su amor, por su afecto. No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Ve a
decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. A
María Magdalena no se le da el encargo de anunciar al mundo la Resurrección, sino de
referirla a la Iglesia y esto constituye, a buen seguro, un signo de gran confianza,
podríamos decir que se trata de un encargo que la rehabilita, que vuelve a ponerla en la
plenitud de su dignidad y de sus capacidades. Y el Evangelio nos dice que fue de
inmediato, sin ninguna duda, a anunciar a los discípulos: «He visto al Señor», y también
lo que le había dicho. María ha tomado coraje, no como las mujeres de las que nos habla
Mateo, sino como alguien que es libre de comunicar la profunda experiencia que ha
tenido. Naturalmente, con esto no se pretende decir que no le fuera confiado también el
anuncio de la Resurrección, sino que el anuncio de la Resurrección pasa por la Iglesia. Y
también nosotros hemos recibido el anuncio de la Resurrección a través del testimonio
de los apóstoles y de la Iglesia primitiva; esto es lo que pretendemos subrayar, no el
hecho de que ella no pueda anunciar después, públicamente, el Evangelio y proclamarlo.
Esta es la historia de María Magdalena, de la que recabamos la inmensa delicadeza
y bondad de Jesús: en una palabra, Jesús pasa por encima de todos los defectos humanos
de María Magdalena porque aprecia su entrega, su amor, su coraje, su lealtad, su carácter
infatigable en el amor y la quiere constituir en la primera depositaria del misterio de su
resurrección. Y, por consiguiente, la estima, la ama, la rehabilita por completo, le da una
misión eclesial y por eso entra plenamente en su corazón y ocupa en ella el sitio que es
justo que ocupe Jesús: el sitio de aquel por el que una persona se ha dado por completo
y, como veremos mejor a continuación, más allá de todas las puras conveniencias, más
allá de todo deber, más allá de toda expectativa, a manos llenas y sin ninguna búsqueda
de uno mismo.
Os invito a leer con mucha atención este episodio, pidiendo que María Magdalena
nos haga encontrar así a Jesús, es decir, que nos dé la constancia, el amor, la ternura, la

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perseverancia que nos harán encontrarle siempre durante toda nuestra vida, porque hay
momentos en que es fácil encontrar a Jesús, y momentos en que resulta fácil, sin
embargo, confiarse a una interpretación reductora de Jesús y del cristianismo.
La resurrección es la esencia misma del cristianismo y en María Magdalena
encuentra su fuerza, su plenitud de significado, porque es de ella desde donde se
introduce en el mundo la vida nueva, la vida eterna, la plenitud del misterio divino que
ocupa el mundo y conduce a la plenitud del Reino. Y de este modo meditamos, oramos
con María Magdalena para poder recibir esta gracia de conocer a Jesús, no solo en los
momentos fáciles, sino también allí donde la solución cristiana se presenta como lectio
difficilior, como se diría en el lenguaje de la crítica textual. Algunas veces parece más
fácil decir que el mundo es tan malo que Dios no existe, no existe la providencia, todo es
pura casualidad: en realidad, esta lectura, que parece la más fácil, deja mil cuestiones sin
resolver. La lectio difficilior es la lección que explica el origen de todas las otras; es más
difícil, es más compleja, pero solo aceptando esta es posible comprender por qué han
nacido las otras lecciones facilitadoras. De ahí que la gracia que debemos pedir sea
precisamente esta, leer en el cristianismo, en su totalidad, la lectio difficilior que acepta
explicar y dar una respuesta incluso a todas las cosas absurdas, a los sufrimientos, a las
oscuridades de la vida humana, precisamente porque Jesús fue el primero en vivirlas
dentro de él y le comunicó a María Magdalena la fuerza de esta claridad: leer también en
la muerte, la vida de Jesús. Leer a Jesús, que ha superado la muerte y ha obtenido la
victoria sobre todas las oscuridades, sobre todo lo absurdo, sobre todas las bestialidades
del obrar humano. Oremos para obtener esta gracia; después veremos las consecuencias
sobre nuestro modo de comportarnos y de obrar derivadas de este hecho, que sigue
siendo el punto de partida de toda reflexión ulterior.

69
Solo el exceso salva

El título que he elegido para poner a esta meditación es un tanto provocador y, por
consiguiente, voy a empezar con la definición de la palabra «exceso», que puede tener
también otros sinónimos; por ejemplo, en vez de decir exceso, excesivo, podría decir que
algo es exagerado, que algo es extático, es decir, que algo está más allá de la media, que
algo resalta, que supera la rutina ordinaria de las cosas, aquello por lo que voy a una
tienda y pago por lo que recibo: esta es la vida ordinaria, el intercambio del do ut des.
Aquí, sin embargo, se trata de dar a fondo perdido, de dar gratuitamente; se trata de algo
excedente, de un desequilibrio de la existencia; se trata de algo que se sale de las vías
ordinarias de la vida cotidiana en las que uno intenta mantener siempre la igualdad. El
tema no es fácil, pero es crucial y deseo empezar diciendo que seguramente hay un
exceso de mal en el mundo.

70
El exceso del mal
Hablamos de exceso de mal, no solo cuando hay gestos feos, estúpidos, malvados, que
causan daño, que rompen situaciones de equilibrio, sino que hay un exceso de mal
cuando empezamos a intuir que hay casi una planificación del mal, un gusto por el mal,
un goce en hacer sufrir a otros. Este es el caso, por ejemplo, de la tortura. Esta no es
necesaria, es el gusto de hacer sufrir al otro, y nosotros hemos sido testigos de
muchísimos de estos gestos de exceso del mal, cuando no hay solo maldad, sino también
cinismo, crueldad, gusto por la prevaricación, por el aplastamiento del otro. El de la
Shoá es un caso típico, pero también lo representan muchos otros casos acontecidos en el
mundo en estos últimos tiempos. Decimos que hay un exceso del mal cuando hay un
goce por el mal ajeno, en el hecho de que el otro sea aplastado, tirado al suelo,
humillado. Decimos que hay un exceso del mal cuando el aplastamiento del otro crea un
cierto gusto morboso (es terrible, pero es así, esto es algo que pasa). Hay, por
consiguiente, hechos singulares negativos, pero hay también hechos colectivos de
pueblos que se dejan arrastrar por estos excesos y que constituyen un verdadero enigma
para quien mira la historia con sentido inquisitivo.
Jerusalén es un poquito una síntesis de estos excesos, porque una ciudad que ha
sido pisoteada, conquistada por lo menos treinta y seis veces, después destruida y
asesinados todos sus habitantes, que más tarde se recupera, para ser devastada después
de nuevo, da a entender que en ella se muestra un exceso del mal.

71
El exceso del bien
Sin embargo, hay también un exceso del bien, cuando este supera y va más allá del
simple intercambio equitativo, cuando va más allá del contrato paritario del «tanto te
doy, tanto me das», cuando se trabaja a fondo perdido, cuando se da incluso a quien no
lo merece, cuando se perdona incluso a costa de perdernos, cuando se sale de las
convenciones sociales que obligarían a ciertos comportamientos «políticamente
correctos» para echarse en brazos de la verdad. Gracias a Dios, ¡hay muchos excesos del
bien! Hay un exceso del bien incluso cuando se pisotea lo que podría ser el sentido
común de la gente o lo que recibe el nombre de sentido común de la mesura, para
realizar gestos que van más allá. En la Escritura tenemos muchos ejemplos. Cuando en el
evangelio de Lucas (7,36-50) entra la mujer pecadora en casa de Simón, el fariseo, y ante
toda aquella gente bien, sentada en sus asientos, se pone a besar los pies de Jesús, a
lavarlos con sus lágrimas, se produce un exceso del bien: no era necesario, va más allá
de todas las convenciones.
Es un exceso del bien el beso de san Francisco al leproso, y lo es también el hecho
de despojarse de la ropa ante su padre. Hay algo que supera el modo ordinario de actuar.
Estoy pensando en santa Teresa de Calcuta, que cuando fundó su congregación para los
moribundos oía que le decían: «Pero a quién se le ocurre pensar en estas personas, que
están los pobrecillos a punto de morir, piense en el trabajo de la enseñanza, hay tantas
cosas para hacer, con esta gente no se puede hacer nada». Sin embargo, este exceso del
bien triunfó. Gracias a Dios, son muchos los actos de exceso en el bien que se
contraponen a los que se hacen para el mal.

72
El exceso del bien en los personajes evangélicos
Una tercera reflexión nos hace decir que este exceso del bien es típico de algunos
personajes evangélicos. Por ejemplo, cuando en Lucas 7,36 entra una mujer, sin que
nadie la espere, sin pedir permiso, lanzándose a la sala del banquete, descomponiendo
así la solemne celebración, haciendo decir a Simón: «Si supiera quién es esta mujer, no
admitiría todo esto», nos encontramos ante un exceso del bien, pero también hay un
exceso del bien cuando rompe el frasco de alabastro y derrama sobre la cabeza de Jesús
el ungüento para la unción (cf. Marcos 14,3-9). Bastaba con verterlo de manera que se
pudiera conservar el alabastro, en vez de romperlo: es un exceso del bien. Hay un exceso
del bien cuando la esposa del Cantar de los cantares no consigue quedarse en su cama,
sino que se levanta de noche y, como enloquecida, se pone a dar vueltas por la ciudad,
preguntando: «¿Habéis visto al amado de mi corazón?» (cf. Cantar 3,3). Encuentra a los
guardias, pero no saben decirle dónde le han visto, aunque al final le encuentra; aquí
tenemos otro exceso del bien.

73
El exceso del bien en las palabras de Jesús
Así pues, este exceso está presente en importantes personajes evangélicos y bíblicos, y
se encuentra asimismo en muchas palabras de Jesús. Si cogemos, por ejemplo, el Sermón
de la Montaña, que se encuentra al final del capítulo 5 de Mateo, nos encontraremos con
que frente a palabras que aceptamos como equilibradas, hay palabras excesivas, casi
desorbitadas. Por ejemplo, cuando Jesús dice en Mateo 5,39-40: «Habéis oído que se
dijo: Ojo por ojo, diente por diente. Pues yo os digo que no opongáis resistencia al
malvado», caemos en la cuenta de que esto es demasiado para nosotros, es un exceso del
bien. Y «si uno te da una bofetada en [tu] mejilla derecha, ofrécele también la otra», es
una exageración para nosotros. «Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica
déjale también el manto», «si uno te obliga a caminar mil pasos, haz con él dos mil»:
Jesús juega con este exceso, con este rebasar lo que podría ser el modo amable y cortés
de responder y de comportarse. Esto mismo aparece en muchas páginas evangélicas; cito
una página que sirve de resumen y que se encuentra en Mateo 16,24-25, donde Jesús
dice, después de haber aludido a su próxima ida a Jerusalén y al mucho sufrimiento que
allí le espera: «Quien quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me
siga». Es algo que nos excede, no es una cosa que caiga por sí misma, tranquila, por sí
sola. Y después, peor: «Quien se empeñe en salvar su vida la perderá; pero quien pierda
la vida por mí la conservará». Aquí nos encontramos ya en el exceso absoluto y este es el
lenguaje evangélico. Y no es solo esto; obviamente, hay otras cosas justas en el sentido
de que podemos comprenderlas, porque hablan de buen entendimiento, hablan de
relaciones pacíficas, pero aquí hay algo más.

74
El exceso del bien en Jesús
En el quinto punto vemos que hay un exceso del bien en el mismo Jesús. Cuando leo
versículos como Juan 10,11, donde habla Jesús del buen pastor y dice con tranquilidad
que el buen pastor da la vida por sus ovejas, me digo que no es verdad: el buen pastor, a
lo sumo, arriesga la vida por sus ovejas, pero después no pone en el mismo plano el
morir por ellas y el salvarse; Jesús, en cambio, da la vida por sus ovejas; por
consiguiente, Jesús entra plenamente en esta dinámica del ir más lejos, del ir más allá.
Cuando en Juan 12,24, hablando del misterio de la semilla, dice Jesús: «Os aseguro que,
si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo», dice algo que de por sí nos
parece excesivo, más allá de lo que cabe pensar de un crecimiento normal, justificado.
Este exceso del bien es propio de Jesús y le impulsa a dirigirse a Jerusalén, cuando se
dice en el capítulo 9 del evangelio según Lucas, en el versículo 51, que «endureció el
rostro para ir a Jerusalén» sabiendo lo que le esperaba. Así pues, Jesús lanza un desafío,
yendo casi a desanidar el exceso del mal para, en cierto modo, ser aplastado por él; todo
esto se explicita después, en la pasión de Jesús, donde se presenta como alguien
impotente, incapaz de defenderse, como alguien que lo acepta todo, que podría llamar a
doce legiones de ángeles pero no lo hace, como alguien que casi no tiene palabras para
responder, como alguien sobre el que deja que se encarnicen todas las fuerzas del mal.
Esto lo representa Jesús en sí mismo y es perfectamente coherente con sus palabras.
Para concluir, vamos a plantearnos la pregunta: ¿por qué? Y me parece que la
respuesta última no se puede encontrar más que en el hecho de que ¡Dios es así! Dios es
alguien que siempre se entrega, que siempre va más allá, en su mismo misterio trinitario
el Padre es para el Hijo y el Hijo es para el don y el Espíritu representa esta plenitud de
entrega; no podemos expresarnos teológicamente de una manera precisa, pero
comprendemos que este modo de comportarse por parte de Jesús no obedece solo a
razones ascéticas o morales, sino teológicas, es Dios mismo, es el misterio de Dios el
que estamos tocando. Como dice Ghislain Lafont, un teólogo al que aprecio mucho, en
su primer libro, que es el más bello:

«El misterio pascual de Jesucristo, es decir, su entregarse a la muerte, morir y


resucitar, no es solo la peripecia trágica y después gloriosa de una existencia divina
humana entregada a la redención de los pecados –es necesario hacerlo así, pues

75
hagámoslo así–, sino el paradigma de la condición humana, cuando está marcada
por la fidelidad a la Palabra y se encuentra instaurada, por tanto, en la comunión de
espíritu y brinda así la luz paradójica que permite una interpretación, tanto del
destino de los hombres, como del misterio de Dios» [13].

Cuando me defino a mí mismo y me defino frente al misterio de Dios, me defino


como alguien que está destinado a encontrarse en la entrega de sí mismo, como ha dicho
el Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 24). Todo esto se da porque Dios es don de
sí mismo y yo estoy seguro de que muchos no comprenden a Dios, no le aceptan, viven
en una especie de semiagnosticismo, porque nunca han sabido qué significa un gesto de
verdadera salida de sí mismo, un gesto de verdadera entrega gratuita, porque solo así es
como se entiende que exista una cierta sintonía con el misterio de Dios. Mientras
pensamos el misterio de Dios como alguien que está en sí mismo, que se mantiene fuerte
en sus privilegios, que es poderoso, capaz de defenderse, de ser el primero, no lo
comprendemos; sin embargo, cuando lo percibimos como algo que se entrega, que se
sacrifica, que se prodiga por el otro, entonces entramos en él. Cada vez que la persona
está verdaderamente replegada sobre sí misma, lo que comprende del misterio de Dios es
superstición, es algo grandioso, inmenso, adorable, pero no es el misterio del verdadero
Dios cristiano; solo cuando aceptamos entrar en esta dinámica de la pérdida, del dar a
fondo perdido, podemos ponernos en sintonía con el misterio mismo de Dios.
Y sigo leyendo del mismo teólogo:

«Es propio de la condición humana una tensión fundamental hacia la superación del
límite –hacia lo que podríamos llamar el amor extático–. Para la condición humana
es esencial ser convocada a una superación –dépassement, dice Lafont en francés–
que no puede tener una realización plena sin haber estado primero perdida de sí
misma, como es evidente libremente consentida en la adoración del misterio
insondable de Dios».

Y en un determinado punto esto hace surgir la muerte, porque el lugar en el que


puedo entregarme verdaderamente a Dios o al otro sin vías de escape, sin paracaídas, sin
redes, es la entrega de mí mismo. Por eso se expresó Jesús en la entrega de sí mismo, en
la entrega de su vida; por eso ha visto la Iglesia en los mártires el reconocimiento
supremo del primado de Dios y del mismo Dios. Y por eso nos dicen los teólogos que la
cruz, la muerte en la cruz, está inscrita en cierto modo en el misterio trinitario, porque así
es como se revela el exceso de Dios y como se sale de la gestión de lo divino, que

76
después se vuelve también gestión de lo humano a través de formas de dominio, de
sometimiento, de posesión y no, en cambio, de entrega y de capacidad de promover al
otro.
Como ya os decía, he estado un poco enrabiado con el Señor durante muchos años,
porque yo decía: «Tú has hecho mucho por nosotros y has muerto, pero ¿por qué al
morir no nos has liberado de la condición de mortales? Tú podías hacerlo». Pero
después, he ido reflexionando poco a poco sobre el hecho de que, si no existiera esta
condición mortal, nunca habríamos tenido la ocasión de realizar un gesto de verdadera
salida de nosotros mismos, de verdadero abandono a la palabra de Dios, de verdadera
confianza, de verdadera entrega. Y, por consiguiente, es aquí donde el hombre, que es
mortal por naturaleza, encuentra la revelación de su propio ser.
Tenemos que realizar un último añadido, que es una objeción que surge con toda
justicia: ¿debemos estar, entonces, en una constante tensión heroica? No, porque esta
entrega total de uno mismo es algo muy simple, que toma toda la vida, y que, sin
embargo, se expresa también en formas muy dulces, muy familiares, muy elementales.
Cuando Jesús coge a un niño, lo pone en medio y dice: «Os aseguro que si no os
convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo 18,3),
nos está pidiendo la entrega total de nosotros mismos, porque está claro que hacerse
como los niños significa abandonar todas nuestras propias seguridades puramente
racionales para confiarnos a una palabra que es razonable, está bien fundada, pero que
nos lleva a lo que no vemos.
Por mi parte, yo veo ya en un simple acto de fe esta entrega de nosotros mismos; y
todo verdadero gesto evangélico de caridad, de gratuidad, de servicio, de atención al
otro, sin ninguna pretensión de obtener algo más a cambio, sino hecho con libre
gratuidad, es ya parte de esta entrega de nosotros mismos y, por consiguiente, expresa el
modo de ser del ser humano.
Para nosotros, que vivimos en este lugar atormentado, está clarísimo que allí donde
falta esta entrega de nosotros mismos e impera la voluntad de imponer siempre el propio
derecho, incluso de modo obligatorio, sin renunciar nunca a él por ningún motivo, en ese
sitio nunca hay paz. Y es que cada uno alega derechos en detrimento del otro y, en
consecuencia, se instaura una reacción en cadena sin fin.

77
El camino de la cruz

Oremos al Espíritu Santo para que guíe nuestro camino. Haz que demos un
significado verdadero a estas palabras unidos en el amor, que sepamos defenderlas
de las interpretaciones erróneas y que encontremos su justa aplicación en lo
concreto de nuestra vida. Te lo pedimos por intercesión de María Magdalena, que
aprendió este amor viendo morir a Jesús, lo pedimos por intercesión de la misma
madre María a quien fuimos confiados a la muerte de su hijo.

78
La contemplación de la cruz con María Magdalena
En la meditación precedente hemos contemplado una «cima», el sentido del exceso, del
ir más allá, en el que se cualifica la figura de María Magdalena y de todo cristiano que
ha sido llamado a seguir a Jesús. Ahora nos parece útil detenernos un poco a mirar el
camino hacia esta cima, ayudados siempre por la presencia de la Magdalena.
Vamos a entregarnos, pues, a una contemplación sosegada de estos caminos: el
principal es el viacrucis, que recorremos aquí, en Jerusalén, que recorremos en todas las
iglesias de nuestra cristiandad y que nos recuerda el hecho de que llegar a la entrega de
uno mismo es un camino.
María Magdalena está presente en el viacrucis: nos lo dice Juan en el momento en
que Jesús entrega el discípulo que él amaba a su madre. Está presente físicamente en esta
escena, por eso debemos pensar que también estuvo físicamente presente en la escena
inmediatamente precedente, la del reparto de la ropa, y podemos pensar que también lo
está en la que le sigue de inmediato, en la que Jesús dice «tengo sed» y «en tus manos
encomiendo mi espíritu», porque forma parte de la misma. No podemos decir que esté
presente en el momento de la lanzada, porque aquí solo se menciona a un testigo; con
todo, no es imposible que también haya captado algo de esto y que, cuando fue obligada
a marcharse de allí, hubiera visto también este episodio. Así pues, quisiera haceros pasar
ante los ojos estas imágenes, imaginando que estamos precisamente con María
Magdalena, que las vemos con ella y que las captamos como ella las captó. Tal vez se
encontrara también entre los que escuchaban aquellas palabras misteriosas que dijo Jesús
durante la subida al Calvario y que solo están recogidas en Lucas 23,27, donde se dice de
Jesús que «le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres que se golpeaban el
pecho»; no es improbable, por tanto, que también estuviera allí María Magdalena.

«Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres llorando y lamentándose por
él. Jesús se volvió y les dijo: “Vecinas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más
bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegará un día en que se dirá:
¡Dichosas las estériles, los vientres que no parieron, los pechos que no criaron!
Entonces se pondrán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a las colinas:
Sepultadnos. Porque si así tratan al árbol lozano, ¿qué no harán con el seco?”»
(Lucas 23,27-31).

79
No es tan fácil explicar estas palabras de Jesús; me parece que requerirían una
mayor atención, profundizar en ellas; sin embargo, si Magdalena las escuchó, y con ella
las otras, comprendieron que Jesús es alguien que no piensa únicamente en sí mismo. En
un momento como ese una persona está concentrada solo en sí misma, en el modo de
evitar lo más posible los dolores, las humillaciones; Jesús, misericordiosamente, piensa
en nosotros; por consiguiente, también esto supuso para Magdalena, si escuchó estas
palabras, una fuerte sacudida de amor. Él piensa en nosotros, se preocupa por nosotros,
se preocupa por nuestro futuro, se preocupa por el futuro de nuestros hijos. Así pues, este
texto impactó mucho, ciertamente, a aquellos que lo escucharon, y a María Magdalena
en particular.
Pero vayamos a los acontecimientos en los que ella estuvo ciertamente presente, y
que nos ha descrito Juan. El primero es el del reparto de la ropa que aparece en Juan
19,23-24, cuando los soldados, después de haber crucificado a Jesús, cogieron su ropa y
la dividieron en cuatro lotes, uno para cada uno; aquí ve María Magdalena
verdaderamente que a su amado, aquel a quien ella ama, le hacen trizas, porque a través
de este reparto de la ropa se hace trizas la humanidad de Jesús: ya no cuenta nada, ya ni
siquiera es digno de estar vestido; por consiguiente, ya no es digno de vivir entre la
gente: se le expulsa de este mundo. Con todo, María Magdalena tiene aquí un consuelo,
porque esta túnica, hecha de una sola pieza –era una túnica sin costuras, tejida de arriba
abajo, de una pieza (cf. Juan 19,23)–, no la dividen y es posible que María Magdalena la
conociera bien, es posible que la hubiera cuidado ella misma, porque seguía a Jesús y
prestaba atención a sus cosas. Y mientras sufre al ver a Jesús despojado, siente en su
corazón el misterio por el que Dios muestra en cierto modo que este Jesús no es
eliminado del todo, su vida no es dispersada y lanzada a los cuatro vientos, sino que hay
algo de él que se conserva como símbolo de la unidad que los Padres vieron después en
esta vestidura inconsútil y no dividida. María Magdalena es alguien que lee en estos
acontecimientos la humillación, el aplastamiento de Jesús y, al mismo tiempo, la
esperanza de la gloria, algo con lo que Dios da a conocer que cuida todavía de esta
persona, del mismo modo que cuidará de su Iglesia, de su unidad. Y es probable que,
cuando la Magdalena realice su obra de pacificación, de recosido entre los diferentes
miembros de la comunidad, piense en este hecho, lo tenga delante como un modelo,
porque el Señor no ha permitido que tuviera lugar este desgarramiento: la Iglesia no debe
ser desgarrada, debe ser una. Y, sobre todo, es una la Iglesia local, que es imagen y es

80
realización de la Iglesia universal; por consiguiente, la unidad no tiene que ver de por sí
con los grupos particulares, con los movimientos particulares, con las órdenes religiosas
particulares, sino que tiene que ver con la Iglesia como tal.
María Magdalena adquiere un gran amor por esta Iglesia como tal, y vosotras
mismas, como vocación al Ordo Virginum, tenéis una vocación particular al amor a la
Iglesia local y, en ella, a toda la Iglesia. Así pues, no sois, por una parte, una pequeña
pieza, un pequeño huerto para cultivar, sino que sois partícipes de esta unidad, sois en
cierto modo guardianas de esta unidad que siempre está en peligro, porque las
ambiciones, los personalismos, las modalidades de propiedad, incluso espiritual, siempre
intentan dividirla. También inciden los aspectos económicos. Más aún, si nos ponemos a
ver la historia de las herejías, de las grandes herejías, veremos que por delante había una
bandera teológica y por detrás había intereses económico-políticos y financieros. María
Magdalena comprende esto y, por eso, su esfuerzo se dirige precisamente a ayudar a
promover esta unidad a niveles muy simples, porque ella los ha captado, los ha intuido,
en la pasión de Jesús.
Viene, a continuación, el episodio en que se menciona a María Magdalena de
manera explícita (Juan 19,25-27) junto a la madre de Jesús, un episodio muy comentado,
muy discutido. A mí personalmente me parece sobre todo un episodio de entrega en
custodia del pequeño discípulo a la madre, que es, evidentemente, recíproco, pero la
primera persona indicada es la madre –«mujer, aquí tienes a tu hijo»–, mientras que si
hubiera sido un gesto de cuidar a la madre habría sido más bien: «hijo aquí tienes a tu
madre». Lo veo un poco como en la figura de Roger Schutz, el fundador de la
comunidad de Taizé, al que le gustaba rezar siempre con algún niño pequeño cerca, que
era su predilecto, su discípulo al que amaba, y, naturalmente, cuando uno muere querría
confiar este pequeño discípulo a alguien. Tal vez sea esto lo que ve María Magdalena;
ciertamente, las interpretaciones son muchas, pero nosotros sabemos que todos somos el
pequeño discípulo al que Jesús amaba. Hoy, con gran disgusto por mi parte, los exégetas
ya no consiguen identificar a Juan, hijo de Zebedeo, con el discípulo al que Jesús amaba:
según ellos, se trata de dos personas distintas, y yo no tengo argumentos suficientes para
demostrarlo... lo tomo por bueno. No obstante, en todo caso está claro que en este
discípulo estamos todos nosotros, porque este pequeño discípulo no tiene otro mérito que
el de ser amado por Jesús. Y por eso es entregado a María.

81
También nosotros, sin ningún mérito por nuestra parte, más que el de ser amados
por Jesús, hemos sido entregados a María, y María Magdalena es la testigo, alguien que
custodia; en consecuencia, deberemos pedir su intercesión para poder vivir bien esta
custodia. La Magdalena se encuentra aquí más bien aparte, no interviene, mira, atestigua
y ciertamente se preocuparía también después de que todo esto se contara de manera
adecuada.
Aquí desearía introducir un apéndice pro domo mea. Me he dado cuenta, y lo veo
como una laguna, que entre las muchas cosas que he dicho, tal vez haya hablado
demasiado poco de María; hay, a buen seguro, libros, escritos, homilías, pero no he
puesto en práctica aquel dicho que nos enseñaban a nosotros: de Maria numquam satis.
De María es preciso hablar de manera sobreabundante. Con todo, me parece que tengo
alguna buena razón precisamente en este hecho: María es acogida en la casa de este
discípulo, se va a vivir con él y entonces se convierte en un misterio de intimidad; María
está muy presente en mi vida, le rezo continuamente, pero me doy cuenta de que hablo
de ella mucho menos de lo que ella está presente en mí, y me defiendo un poco con este
hecho, que es un misterio de intimidad. Nosotros no hablamos espontáneamente de
nuestra madre, no hablamos espontáneamente de las cosas que están ligadas a nosotros, a
nuestra experiencia, que son un poco incomunicables. Por mi parte, admiro a los que
hablan de María, a los que hacen grandes discursos sobre ella, grandes alabanzas sin fin;
en lo que a mí respecta soy más bien sobrio en el hablar y encuentro aquí también una
cierta excusa para este modo de actuar. Además, también san Ignacio, en sus Ejercicios,
se muestra sobrio a la hora de hablar de María, más aún, cuando Newman, todavía antes
de convertirse, leyó los Ejercicios de san Ignacio, quedó impactado favorablemente por
esta presencia discreta, delicada, en puntos cruciales, importantes, pero siempre con un
toque leve, sutil. Por eso no me entusiasmo con las grandes masas reunidas en los
grandes santuarios, o con las pretendidas visiones, aunque reconozco que pueden hacer
bien y que muchas personas han sacado provecho de ellas; no soy capaz de juzgar, pero
personalmente no es esta mi espiritualidad.
Con María Magdalena contemplamos este gesto de intimidad entre Jesús, María y
el discípulo al que Jesús amaba, y nos sentimos puestos también nosotros bajo la
protección de María y llamados a tener a María como confidente, como familiar, como
amiga a la que se le cuenta verdaderamente todo, aunque sin hablar mucho o sin que
hagamos una gran propaganda. ¿Qué ve después María Magdalena? Ve el horrible final

82
de Jesús: en primer lugar, la sed, como modo de ir menguando, de morir, de no poder
más, de encontrarse en el límite extremo de sus fuerzas; aquí podríamos recordar algunos
Salmos como, por ejemplo, los versículos 19-22 del Salmo 69, donde se expresa
precisamente el sentimiento de estar extenuado, consumido, consumado, probado a
fondo:

«Acércate a mí, rescátame, líbrame de mis enemigos.


Tú conoces mi afrenta, mi vergüenza y deshonra, a tu vista están los que me
acosan.
La afrenta me destroza el corazón y desfallezco. Espero compasión y no la
hay, consoladores, y no los encuentro.
Me echaron veneno en la comida y en mi sed me dieron vinagre».

Así es como María contempla esta última, desgarradora agonía de Jesús, en la que
él entrega todo su ser, hasta llegar al momento en el que, en cierto modo, asumiendo
toda su vida, exclama el todo está consumado, que es típico de Juan y que estaba ya
presente en la institución de la Eucaristía. En la Eucaristía todo está consumado y, por
consiguiente, tenemos el tesoro de Cristo en su forma ahora definitiva, aunque todavía
no visible; podemos ver, a partir de Juan 4,5-38, que este consumar la obra de Dios era la
suma intención, el gran deseo de Jesús. Cuando los discípulos invitan a Jesús a comer
junto al pozo, les dice: Yo tengo otro alimento que vosotros no conocéis, y su respuesta
genera confusión: «Tal vez alguien le haya traído comida». Y Jesús prosigue: Mi
alimento es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado y realizar su obra. Estas
palabras vuelven después al final, cuando Jesús proclama desde la cruz que todo está
consumado.
También san Pablo proclama, en la Primera carta a Timoteo, que ha consumado su
camino, que ha consumado su obra. Ciertamente, es hermoso para nosotros poder decir
en algún momento de síntesis: he consumado el camino que me has indicado, he puesto
fin a mi obra, he concluido lo que me habías encomendado. Este es el final de la
Segunda carta a Timoteo, capítulo 4, versículo 6:

«En cuanto a mí, ya hacen de mí una libación y la hora de la partida es inminente.


He peleado la noble pelea, he terminado la carrera, he mantenido la fe. Solo me
espera la corona de la justicia, que el Señor como justo juez me entregará aquel día.
Y no solo a mí, sino a cuantos desean su manifestación».

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Pidamos también nosotros poder llevar a cabo esta obra. La vida de los hombres es,
a buen seguro, muy diferente; hay personas que se rinden sin que se sepa si y cómo han
llevado a cabo su obra; hay otras, en cambio, en las que se produce un cierto «cierre del
círculo» del camino de la vida. Esto forma parte del misterio del Señor, debemos
dejárselo a él, pero en todo lo que depende de nosotros debemos estar dispuestos cada
día a realizar su obra hasta el final; también el ofrecimiento del Apostolado de la
oración, sobre todo en su última edición, supone esta ofrenda de la jornada para realizar
la obra que Dios me ha confiado. Esta es la gracia que debemos pedir cada día para
poder decir: «Todo está consumado».
Para comprender mejor este fragmento, podríamos citar también Juan 10,18, donde
dice Jesús: «Mi vida nadie me la quita, yo la doy voluntariamente»; donde encontramos,
a continuación, una vigorosa afirmación de la divinidad de Jesús:

«Por eso me ama el Padre, porque doy la vida, para después recobrarla. Nadie me la
quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla.
Este es el encargo que he recibido del Padre» (Juan 10,17-18).

María Magdalena es testigo de esta ofrenda que hace Jesús de sí mismo, según lo
que ya se había dicho de él en su nacimiento:

«No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. No te agradaron


holocaustos ni sacrificios expiatorios. Entonces dije: Aquí estoy, he venido para
cumplir, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10,5-7).

En esta voluntad de Dios se encuentra nuestra santidad: nosotros debemos buscar


cada día, momento a momento, cumplir esta voluntad. Aquí debemos conservar,
ciertamente, un equilibrio, porque, por una parte, debemos prever razonablemente las
cosas que vendrán, y, por otra, nada de esto debe desviarnos de la atención al presente,
porque es aquí, en el presente, donde cumplimos esta voluntad de Dios. Es haciendo lo
que estoy haciendo ahora como sirvo al Señor del mejor modo posible, como estoy
dispuesto a entregarle mi vida como alguien que ha cumplido su voluntad.
Estas son, pues, las escenas a las que asistimos con María Magdalena: es posible
que, rechazada por los soldados que iban a matar a los condenados a muerte, solo
hubiera podido intuir algo de la lanzada, como último gesto de crueldad, de desprecio, de
eliminación de este mundo, como pura pasividad, sin ganancia, sin retorno: aquí ha

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captado verdaderamente María Magdalena que Jesús lo ha dado todo, todo, todo por
nosotros; por consiguiente, su amor ha sido cultivado vigorosamente por esta mirada, por
esta visión; «ha dado hasta la última gota de sangre, agua y sangre, es decir, todo lo que
podía dar». María Magdalena tiene un concepto de Dios que no se aleja mucho de esto:
no solo es un ser infinitamente perfecto, amor infinito, sino alguien que le da todo a ella,
alguien que está ante ella.
Tenemos que añadir aún algo sobre la presencia de María Magdalena en la
Escritura, porque aquí parece desaparecer y, por consiguiente, no podemos inventar otros
modos para sentirla presente. Pero yo me siento un poco inspirado para sentirla presente
como alma orante de la Iglesia primitiva; así pues, cuando leo en los Hechos (1,13-14) la
lista de los apóstoles y se dice que «todos ellos, con algunas mujeres, la madre de Jesús y
sus parientes, persistían unánimes en la oración», podemos pensar que probablemente
también estaría María Magdalena. En consecuencia, es un lugar en el que yo vería
implicada aún su presencia. Debo decir que esta presencia me dice mucho, me interpela
mucho, porque podríamos decir que, como María la hermana de Marta, de la que se
habla en Lucas 10,42, también María Magdalena había elegido en la Iglesia primitiva la
mejor parte, es decir, la de la oración de intercesión.
Me gustaría decir aún algunas palabras sobre la oración de intercesión, que, para
mí, tiene mucha importancia, porque me parece que es mi primer deber, aquí en
Jerusalén como obispo emérito, orar por todas las intenciones de la diócesis, por todas
vuestras intenciones, por esta tierra y por toda la humanidad.
¿Qué es la oración de intercesión? Es una realidad muy amplia y tiene dos modelos
fundamentales en el Antiguo Testamento: el primero es Abrahán (Génesis 18) y su trato
con Dios en favor de Sodoma y Gomorra.
Hay otro ejemplo muy bello en Éxodo 32,11-34 donde la figura del intercesor es
Moisés. Este se pone entre el pueblo y Dios y dice: «Destrúyeme más bien a mí, no
destruyas a este pueblo, este pueblo no debe desaparecer de la faz de la tierra. Este
pueblo ha pecado, pero yo me ofrezco a ti para que hagas de mí lo que quieras, con tal
que lo salves».
La oración de intercesión no es una oración tranquila, sino una oración dramática,
porque el exceso del mal en el mundo es inmenso, y esta oración es la contraposición a
este exceso. En el Nuevo Testamento tenemos sobre todo tres pasajes donde se habla de

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la oración de intercesión. En primer lugar, Romanos 8,31-35, donde se presenta a Jesús
como alguien que intercede por nosotros; en consecuencia, esta es un poco su definición:

«¿Quién será fiscal de los que Dios eligió? [...] ¿quién condenará? ¿Será acaso el
Mesías Jesús, el que murió y después resucitó y está a la diestra de Dios y suplica
por nosotros? ¿Quién nos apartará del amor del Mesías? ¿Tribulación, angustia,
persecución, hambre, desnudez, peligro, espada?».

Y esto porque Dios, que no reservó a su Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, nos lo dará todo con él. Y, por tanto:

«¿Quién será fiscal de los que Dios eligió? Si Dios absuelve, ¿quién condenará?
¿Será acaso el Mesías Jesús, el que murió y después resucitó y está a la diestra de
Dios y suplica por nosotros?».

Aquí se encuentra, pues, definida la actividad de intercesión de Cristo, que después


se explicita ulteriormente, sobre todo en la carta a los Hebreos. Ahora bien, antes de leer
estos fragmentos, quisiera recordar que la oración de intercesión está conectada con la
segunda parte del capítulo 8 de la carta a los Romanos, donde se habla del gemido de la
creación. En consecuencia, es una intercesión que asume en ella el gemido, el llanto, el
dolor, el hambre, las desgracias, las tragedias, las humillaciones de toda la humanidad y
los convierte en un gemido continuo; nosotros no somos capaces de expresar
verdaderamente este gemido, nos dice Pablo, porque siempre estamos cogidos por las
cosas pequeñas, por deseos pequeños, por ansiedades pequeñas, pero el Espíritu nos
llena el corazón a la medida de este gemido grande. Y, por consiguiente, aunque no
sepamos orar, aunque no sepamos qué es conveniente pedir, el Espíritu mismo intercede
de manera insistente por nosotros con gemidos inexpresables, y aquel que escruta los
corazones sabe cuáles son los deseos del Espíritu, porque él intercede por los creyentes
según los designios de Dios.
En este Espíritu me complace leer al Cristo glorificado, que asume en nosotros los
sufrimientos del mundo, los asume dentro de él y se presenta con nosotros al Padre. Esto
se explicita ulteriormente en la carta a los Hebreos (7,25), que presenta a Jesús como
alguien que siempre vive para interceder por nosotros y, a continuación, describe
concretamente esta intercesión como algo dramático, algo que no deja reposo:

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«Durante su vida mortal dirigió peticiones y súplicas, con clamores y lágrimas, al
que podía librarlo de la muerte, y por esa cautela fue escuchado. Aun siendo Hijo,
aprendió sufriendo lo que es obedecer, ya consumado llegó a ser para cuantos le
obedecen causa de salvación eterna» (Hebreos 5,7-9).

Y aquí no refiero esto solo a Getsemaní, sino precisamente a toda la oración de


Jesús, a sus oraciones en las montañas de Galilea, donde con fuertes gritos y lágrimas
suplicaba por la humanidad. Jesús continúa asociándose a nosotros, quiere que nosotros
seamos ahora sus aliados en esta oración de intercesión, que es recordada aún en
Hebreos 9,24.29. En este caso habría debido sufrir más veces desde la fundación del
mundo; ahora, sin embargo, una sola vez, en la plenitud de los tiempos, ha aparecido
para anular el pecado mediante su propio sacrificio. Esta es la intercesión de Jesús.
Cuando yo pienso en mi modesta, pobre, distraída intercesión, me consuelo diciendo:
«Sí, esta oración mía es un pequeño arroyuelo, medio vacío de agua, pero que, no
obstante, va a parar al gran río de la oración de intercesión de la Iglesia, que termina en
el gran mar de la intercesión de Jesús». Y así es como continúa el mundo, como hasta
ahora está a salvo el mundo, es decir, no queda aplastado por su propia dureza, crueldad,
odio recíproco. Así es como esperamos que Dios, al mirar esta intercesión de Jesús,
quiera llevar a todos los hombres a la plenitud, trasparencia, unidad que es precisamente
el objetivo del amor de Dios, el término de su proyecto final para la humanidad.

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Juzgados en el amor

Ven Espíritu Creador, ven a nosotros; te hemos invocado en todas estas


meditaciones, dejándonos guiar un poco por ti, pero esta noche estamos en gran
medida sin red, sin guía y, por consiguiente, tenemos como única guía tu gracia, tu
luz, tu espíritu, tu fuerza, tu verdad. Haz que ella penetre en nosotros por
intercesión de María, nuestra madre.

Me daba vueltas por la cabeza desde hace ya algún tiempo la idea de terminar estos
ejercicios espirituales con una meditación sobre el amor, y los motivos son bastante
obvios: me parece que, en primer lugar, está la carta del papa Benedicto XVI, Dios es
caridad; viene después, la figura de María Magdalena, interpretada tanto en sí misma
como don de amor, exceso de amor, éxtasis de amor, como a la luz de Lucas 7,47: «Se le
han perdonado numerosos pecados, ya que ha amado mucho». Estas eran algunas de las
motivaciones, pero después se añadieron muchas otras; por ejemplo, un libro que me ha
enviado el padre Ghislain Lafont, al que ya he citado como mi maestro y gran teólogo,
que lleva como título L’amitié: une épiphanie [14], que está dedicado todo él a la
amistad. Y, en consecuencia: la amistad, el amor, ¿son idénticos, son diferentes, en qué
conectan? Se trata de un problema grande y complejo; como es natural, en la amistad no
puede faltar el tema de la amistad entre personas del mismo sexo, de la amistad
homosexual, es decir, todo ese conjunto de temas que ocupa mucho en nuestros días a la
sociedad. Estas cosas me atraían; después me di cuenta de que también mi maestro
espiritual, san Ignacio de Loyola, termina los Ejercicios con una meditación sobre el
amor. Después me confortó un poco el hecho de que titule la última meditación
«Contemplatio ad amorem obtinendum», contemplación para obtener el amor: eso
significa que hay algún motivo para concluir los ejercicios con esta reflexión. Había
además otras consideraciones, como la frase que alguien ha repetido en estos días: «En
el atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor». ¿Qué significa esta frase? O bien
esta otra que he oído recientemente a un teólogo: «La fe y la esperanza no entran en el
paraíso, sino solo el amor». Pero después los problemas se ensanchan, porque implican
toda la esfera de las cuestiones afectivas que son legado de toda persona humana y, por

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consiguiente, también de consagrados y consagradas. Como es natural, en este ámbito
entra el discurso sobre el celibato de los sacerdotes, sobre la mayor o menor capacidad
de observar este precepto. Debo añadir que a lo largo de todos estos años me he dado
cuenta de que también en las familias hay muchos problemas afectivos, a veces graves,
entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos, que turban la serenidad en el
seno de la familia. Problemas que a veces estallan, llevando incluso a auténticas
deflagraciones en la vida familiar. Así pues, se trata de una problemática inmensa en la
que me he perdido un tanto, porque no se sabe por dónde empezar; por eso me he
detenido en este punto, esperando que esta noche me trajera consejo.
Me ha impresionado una frase escrita en una carta que Hans Urs von Balthasar
envió a un amigo suyo, una carta confidencial, en la que decía que, en Hegel, el sitio del
amor lo ocupa el saber absoluto, lo cual lo cambia todo; luego niega por completo esta
identificación, que, sin embargo, ha hecho, a buen seguro, escuela en toda la filosofía
occidental. Por consiguiente, el problema es verdaderamente complejo; a esto se han
añadido otras lecturas que he hecho en este tiempo; por ejemplo, algunos artículos de un
filósofo canadiense, Bernard Lonergan, sobre el tema de la finalidad del matrimonio: es
este un tema muy rico y tal vez sea capaz de dar unidad al tema del amor en relación con
la amistad. Me he detenido, he pedido algún consejo aquí y allá y he sacado algunas
ideas: vamos a ver si soy capaz de ponerlas suficientemente en orden para ser
presentadas.
Me queda por profundizar en una temática relacionada con vuestra presencia como
mujeres, como Ordo Virginum en particular, en la Iglesia local y en la Iglesia. Y el punto
de arranque me lo ha dado una carta que he recibido estos días, donde por vez primera he
visto entre comillas las palabras exactas dichas por Pablo VI, el 11 de febrero de 1961,
hablando a un grupo de religiosas. De Pablo VI es también la frase: «Las mujeres de la
Resurrección, que anuncian la Resurrección», pero aquí hay algo más complejo que
desearía leer y después, con todo el amor y la devoción que profeso a Pablo VI, al que
dirigí los ejercicios en el último año de su vida y al que conocí bastante también antes,
debatir un poco con él, decirle: «Tú pensabas así. ¿Qué ha pasado después? ¿Qué ha
acontecido? ¿En qué punto nos encontramos hoy? ¿Cómo nos calificamos?». Voy a leer,
pues, el pasaje dirigido a estas religiosas (y entonces no había más que religiosas, porque
no existían otras formas, a no ser apenas un comienzo de los institutos seculares, pero
oculto):

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«Os quiero todavía más cercanas. Yo descompondré [y la frase es fuerte para ser de
Pablo VI] un poco vuestras filas. Os introduciré en pequeños grupos aquí y allá. Os
diseminaré en el pueblo cristiano, que necesita ver aún a sus vírgenes consagradas
en medio de su profanidad. Os pondré ante la sociedad y la juventud, que ya no
tiene el ejemplo de las virtudes integrales y de las inmolaciones completas. Os
pondré cerca de mis parroquias, os llamaré junto a mis altares. Os injertaré en toda
mi fatiga para salvar y santificar el mundo; es decir, que la vocación moderna de las
monjas es esta: llegar a ser colaboradoras de la acción pastoral» [15].

Aquí tenemos, pues, un pasaje rico, como acostumbraba Pablo VI, con muchas
alusiones a la situación de entonces: era a comienzos de los años sesenta, el tiempo del
concilio. Había grandísimas casas religiosas, colegios, con cientos de monjas. Yendo
años después a Hong Kong, vi todavía los grandes colegios construidos y dirigidos
enteramente por cientos de monjas, con gran sacrificio. Se puede comprender que Pablo
VI viera ciertamente bien esta contribución a la Iglesia y, sin embargo, dijera: «¿Por qué
no os disemináis un poco más, por qué no estáis más cerca del pueblo cristiano, por qué
estas grandes casas tan solemnes donde hay una concentración de fuerzas y no existe, sin
embargo, la presencia en medio del pueblo?». Este me parece que era su punto de
partida, que tenía dos ideas de fondo, que se revelan no del todo exactas: la primera era
que la religión estuviera decayendo; era muy común en aquel tiempo la idea de que la
religión se encontraba en una especie de decadencia progresiva y, en consecuencia, era
menester hacer algo para salvar lo poco que quedaba de ella, de ahí que la hipótesis
fundamental era poner a las monjas en medio de la gente para salvar esta religiosidad. La
segunda idea versaba sobre cómo insertar esta presencia: ¿con el hábito, como
verdaderas consagradas; por consiguiente, presentando siempre la misma diferencia
entre los «laicos» y las religiosas, o bien de otro modo? Me parece que Montini no ha
encontrado después el modo de profundizar en estas intuiciones, y el mismo tiempo ha
cambiado varias cosas. En primer lugar, nos ha mostrado que no ha disminuido la
religiosidad; más aún, es posible que esté creciendo. Está creciendo, es verdad, en
formas más supersticiosas o más interiores, que no eclesiales, pero no se ha producido
este «hundimiento» de la religiosidad que entonces producía pánico.
Hay escritos de grandes sociólogos, como Peter Berger, que, precisamente en los
años sesenta, preanunciaban la decadencia rápida y después definitiva de toda
religiosidad. Veinte años más tarde escribió Berger un libro para decir: «No, la
religiosidad está aumentando, nos habíamos equivocado». Lo mismo ha ocurrido con el

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famoso profesor de Harvard, Harvey Cox, que escribió La ciudad secular, el breviario de
tantas monjas de entonces (estaba hasta en los reclinatorios como libro de oración). En el
fondo, era una descripción de cómo la ciudad devora la religión y se vuelve secular; y
entonces, si la religión no se seculariza, no tiene futuro. El mismo Cox, al que yo conocí
después, dijo: «Me he equivocado», y escribió libros para decir: «No, la religiosidad ha
resistido, incluso ha crecido», ciertamente en formas no siempre deseables o no siempre
excelentes. Pensemos en toda la religiosidad que se ha desarrollado en torno a
Medjugorje –se trata de millones de personas–, en toda la religiosidad en torno a Radio
María, que afecta a gran parte del mundo; en toda la religiosidad que se desarrolla en
torno a Lourdes y a los grandes santuarios, en la de los movimientos carismáticos, etc.
Ha habido un nuevo crecimiento que nadie se esperaba, que yo mismo no me
esperaba; habiendo vivido los años sesenta, no me imaginaba este retorno. Así pues, las
premisas de Montini eran en parte justas, pero en parte nada proféticas, como
obviamente nos pasa a todos los que no somos profetas. Lo que ha pasado y está
pasando, en cambio, es una cierta crisis de la religiosidad institucional, es decir, una
religiosidad ligada a una institución, a reglas de comportamiento, a un credo, a preceptos
de fe; esto, ciertamente, está bajando y preocupa, aunque haría falta comprender cuánto
de esta religiosidad queda con nervio y presente en la religiosidad más profunda, porque
justamente los teólogos distinguen entre un don inmanente del amor, que Dios concede a
todos los hombres, y las expresiones históricas concretas, institucionales, que, por lo
general, en las mejores condiciones van juntas, pero que también presentan diferencias.
La situación es muy compleja. Más aún, para ser todavía más precisos, yo diría que
la religiosidad –vayamos ahora a nuestro caso, el que está más cerca de nosotros, el
italiano– se ha como apagado, ha disminuido en ciertos ámbitos de la vida: estoy
pensando sobre todo en el ámbito de los mass media, de la moda, de la gran
comunicación artística, donde está presente, pero siempre en la forma de burlarse un
poco de ella, de marginalidad, a diferencia de lo que pasaba hace siglos. También ha
bajado en el ámbito civil, mientras que no lo ha hecho en muchos ámbitos familiares: en
realidad hay muchas magníficas familias en las que la religión sigue teniendo todavía
una gran importancia y en las que al menos ciertos actos fundamentales deben estar
ligados a la religión. Incluso en lo que respecta a la política, hemos asistido a un proceso
fluctuante: a momentos en que la política parecía ser todo y la religión nada, y a
momentos en los que, sin embargo, parecía que la política tenía necesidad de la religión,

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de apoyo religioso. Vosotras veis con qué gran deseo son invitados algunos obispos, por
ejemplo, a la televisión; yo recibo decenas de estas invitaciones, a las que siempre
respondo que no, pero son muchísimas las presencias en televisión, los artículos en
periódicos laicos. Así pues, la situación no es tan fácilmente blanca o negra, es más bien
compleja.
Así las cosas, ¿podemos decir que sigue teniendo valor el viejo consejo, el viejo
proyecto montiniano de reducir, de redimensionar las grandes casas religiosas para
ponerlas en medio de la gente? Deberíamos decir que no, por dos motivos. Primero,
porque ya no hay... Segundo, porque sería como introducir un cierto clericalismo en
medio de la gente, mientras que yo creo, por mi parte, que han nacido muchas cosas
importantes en estos años; no podemos evaluarlas todas, pero refiriéndome sobre todo a
vosotras, es importante que en la Iglesia local haya personas que lleven una vida
semejante a la de la gente, pero con un gran espíritu de fe, con una vida consagrada a
Dios, reconocida por la Iglesia y con una dedicación que se exprese en gestos
evangélicos. Esto es, a buen seguro, muy, muy importante. Porque da precisamente lo
que pedía Montini: da a los jóvenes, que ya no tienen ningún ejemplo de las virtudes
integrales y de la inmolación completa, el sentido de personas entregadas total y
gratuitamente; y esto precisamente porque no lo da solo desde el punto de vista
institucional, en el que se dice: «Al sacerdote le pagan para hacer estas cosas y debe
hacerlas»; son personas que, sin embargo, son como los laicos en muchas cosas y que se
entregan de una manera generosa y total. El pueblo cristiano necesita ver todavía a sus
vírgenes consagradas en medio de su profanidad, aunque, como decíamos, esta
profanidad no es total, sino parcial; en todo caso, la virgen consagrada recuerda, a buen
seguro, algunas virtudes evangélicas fundamentales.
Como veis, leo este documento como importante, pero leo también sus desarrollos
en la historia y leo su actualidad, por lo que estoy seguro de que una forma como la
vuestra es muy importante para la Iglesia local, y también es importante que mantenga
sus características, que no se confunda con otras formas, también buenas y necesarias;
por ejemplo, la modalidad de la vida religiosa regular, de las religiosas que, viviendo en
casas bien determinadas, llevando una vida en común, con una regla precisa, dan
ejemplo de vida evangélica. Sin embargo, no sería suficiente para difundir esto a nivel
común y, además, son muy pocas, estas vocaciones están desapareciendo. Tampoco es lo
mismo que la modalidad de un instituto secular, cuyos miembros han hecho voto de

92
pobreza y de obediencia y, por consiguiente, están en cierto modo a disposición de la
autoridad. Esto también es importante, pero es parte de la Iglesia institucional y puede
ser enviado de un sitio a otro, de un país a otro: esto también lo necesita la Iglesia, pero
esta también necesita a gente que esté en su propio ámbito y, por consiguiente, que
asuma sobre todo el voto, la esencia determinante del Evangelio, es decir, la que marca
el salto cualitativo de una vida ligada al afecto, ligada a la sexualidad ejercida en el
matrimonio, a una forma de vida que se apoya precisamente solo en el Evangelio. Al
asumir esto, uno asume asimismo el compromiso de vivir una vida evangélica en una
cierta austeridad, en un cierto servicio a la Iglesia, en una cierta forma de presencia
eclesial en medio de la sociedad, sin por ello formar parte de un ejército que puede ser
casi dirigido, trasladado, sino siendo Iglesia local como tal.
Y por eso también es bueno no tener una espiritualidad tan rigurosa; es justo que los
carmelitas tengan una y que quien quiera ser carmelita deba aceptar esta espiritualidad, y
si no, se va a otra parte. El Ordo Virginum, en cambio, tiene esa amplitud de visión, esa
acogida a las diferentes espiritualidades que proporciona sobre todo una diócesis, una
gran diócesis, en la que nos encontramos a los hermanitos de Carlos de Foucauld, a las
hermanitas de la Caridad de la madre Teresa, a las carmelitas y optamos por acercarnos a
unos o a otros en función de las condiciones, de la facilidad, de la tendencia; por eso os
ponía en guardia también contra un sistema de formación riguroso, especificado
simplemente por el Ordo, porque de este sistema se sigue una orden religiosa; por lo
general, una orden religiosa se funda en un rígido sistema de formación, con unas
nociones precisas que deben ser inculcadas a todos. Hacen falta, ciertamente, algunas
nociones de carácter general, de carácter evangélico y, por consiguiente, está bien que se
inculquen esas nociones, pero también es bueno que se enseñe a aprovechar todas las
ocasiones de actualización que ofrece una Iglesia local: y, por consiguiente, semanas de
espiritualidad, semanas de Escritura, semanas de ascética (no es que necesariamente
tenga que haber una semana de ascética del Ordo, pero sí hay miembros del Ordo que
están presentes y que reciben el beneficio ascético que otras reciben, en cambio, de una
semana de Escritura, de una semana de lectio divina).
Fijaos cómo de esta visión se siguen también otras y existe una cierta coherencia
general; si me he decidido a expresarla de este modo no es porque yo tenga todavía una
cierta autoridad sobre estas cosas –soy epíscopo y no obispo ordinario–, sino porque, al
haber estado en el origen del Ordo Virginum y, por consiguiente, al considerarme un

93
poco, no el fundador –sois vosotras las fundadoras–, sino el iniciador, me parece justo
que no se pierda del todo la memoria de los orígenes y del don, dejando a salvo a los
otros obispos de hacer los ajustes concretos que vaya pidiendo la historia (pero siempre
con la prudencia de no hacer sin antes darse cuenta del porqué). Por eso, me gustaría
también que en el Ordo Virginum hubiera analfabetas y profesoras universitarias,
hubiera personas versadas en teología y personas con una espiritualidad más bien
sencilla, aunque el deber de la vida cristiana requiera de todos nosotros que cada uno
profundice en el conocimiento de la Sagrada Escritura y crezca en el conocimiento de los
designios de Dios.

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Las formas del amor

Te damos gracias, Señor, porque nos has iluminado, aclarado con tu Palabra, y en
estos días estamos seguros de que seguirás aclarándonos con esta misma Palabra,
también en los días venideros. En cualquier caso, te estamos agradecidos por
haber podido iniciar este año de este modo tan espiritual, tan ligado a tu Palabra,
tan ligado a tu corazón, tan ligado a tus santos. Y te pedimos, por intercesión de
santa María Magdalena, que mantengas en nosotros algo de este fervor y de esta
gracia. Y te lo pedimos por intercesión de María, nuestra madre.

Nos confiamos, pues, al Espíritu para que deje en nosotros alguna huella de estos
días, incluso en la confusión de nuestra mente y en la oscuridad ordinaria de nuestro
corazón. He dicho que me habría gustado hablar del amor de Dios –he dado las razones
de ello en la meditación precedente–; a fin de evitar el reproche de quedarnos en
abstracciones, que ya hemos formulado en nuestra catequesis, partiremos de ejemplos
concretos e intentaremos deducir después de ellos algunas nociones más generales, siete
puntos más específicos. Pero entre tanto vamos a comenzar a escuchar de nuevo los
pasajes fundamentales de la Escritura. El primero es el Šemaʼ Yiśrael: «Escucha, Israel,
el Señor, nuestro Dios, es solo uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con
toda el alma, con toda tu mente» (Deuteronomio 6,4-5). Este mandamiento del amor está
inscrito de una manera fortísima en la ley de Dios y en el corazón del hombre, y lo
recoge Jesús en el Discurso de la Montaña, donde dice: «Tratad a los demás como
queréis que os traten a vosotros. En esto consiste la ley y los profetas» (Mateo 7,12).
Jesús resume en este mandamiento todo lo que se había escrito hasta ese tiempo. Y
todavía podemos añadir otras palabras de Jesús que están recogidas en Mateo 25,40: «Os
aseguro que lo que hayáis hecho a uno solo de estos mis hermanos menores, a mí me lo
hicisteis». Esto nos hace comprender que no es necesario instaurar el régimen del amor
en totalidad –Pablo VI hablaba justamente de la civilización del amor– esperando que
venga: cada acto, cada cosa que hagáis al más pequeño de mis hermanos me la hacéis a
mí. Por consiguiente, ya está instaurada la civilización del amor, ya ha empezado el
Reino de Dios.

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Retomemos una síntesis de Juan 3,16: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su
Hijo único». Y nosotros comprendemos que este dar es dar en el sufrimiento y en la
muerte; y, en consecuencia, el amor nunca está exento del sufrimiento y de la muerte, de
alguna modalidad de violencia, por así decirlo. Y, además, Romanos 5,5: «El amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha
sido dado». Texto crucial, porque nos hace ver que toda persona tiene este don del amor
de Dios y solo debe descubrirlo, discernirlo, guiarlo, dejarse guiar por él. He aquí, pues,
algunos textos más generales que nos hacen ver la importancia de este tema. Pero
vayamos ahora a algo más concreto por la misma Escritura. En suma, ¿de qué queremos
hablar? Queremos hablar, por ejemplo, de la fuerza de la fascinación, de la atracción que
hace exclamar a Adán frente a Eva: «Esta es carne de mi carne», y hace que «el hombre
abandone a su padre y a su madre y se una a su mujer, y los dos lleguen a ser una sola
carne». Esto forma parte, a buen seguro, del amor (cf. Génesis 2,22-23). Pero hablamos
también de la fuerza y del gran afecto que une a Jonatán con David (cf. 1 Samuel 19,2).
Hablamos también de ese dinamismo y de ese afecto que hace decir al Señor, con
respecto a Israel: «Eres preciosa a mis ojos, puesto que eres digna de estima y yo te
amo» y esto posee la riqueza de la emoción y también de la conmoción profunda que
Dios pone en su obrar y que le hace decir en los versículos 7-8 del capítulo 7 del
Deuteronomio: «Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros
más numerosos que los demás [...], sino [...] por puro amor vuestro». Estas son, pues, las
cosas de las que intentamos hablar. Y hablamos aún de la fuerza que hace decir en el
Cantar de los cantares 3,1-2: «Buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré.
Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma».
Hablamos de la fuerza que hace decir al Amado (Cantar 4,1.9): «¡Qué hermosa eres, mi
amada, qué hermosa eres! [...] Me has robado el corazón, hermana y novia mía»; que
hace decir a Jesús en Juan 15,15: «Os he llamado amigos», y también: «Nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por su amigo». Y, por consiguiente, el amor está
conectado con el sufrimiento, está conectado con el don de la vida. Y hablamos también
de esa fuerza, de esa intensidad que hacía escribir a Juan en el versículo 5 del capítulo 11
de su Evangelio: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro».
Es esta realidad tan huidiza, tan inmensa, tan persuasiva, tan difícil de sintetizar, la
que, sin embargo, llena el universo. Y así es como queremos mirar este universo. En
primer lugar, con la ayuda –y este es un primer punto– de Benedicto XVI en su

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encíclica, en la que nos ha enseñado a distinguir y, no obstante, a unir, no a contraponer,
eros y ágape; era un poco el uso protestante, sobre todo en la famosa obra de
Nygren [16], contraponer el eros, como el amor concupiscente, avaro, que toma para sí, y
el ágape, como el amor que da. Y el papa, de un modo mucho más razonable, nos hace
comprender que hay un camino del uno al otro, que el uno no excluye del todo al otro;
que incluso si lleva también hacia el otro y, por consiguiente, si lo perfecto es el amor de
benevolencia, el amor de concupiscencia no es pecaminoso en sí mismo: se requiere
también un cierto retorno, una cierta alegría, una cierta satisfacción y bienaventuranza
que además se transforma después en el amor de benevolencia. El papa ha puesto en
relación estas dos realidades, de modo muy concreto, haciendo ver su diferencia, su
superación, pero también su continuidad. Vamos a hablar, pues, de esa fuerza, que
podríamos llamar trascendente, porque se encuentra en toda la naturaleza física, moral,
espiritual y es la fuerza que mantiene unido el mundo. La fuerza que mantiene unidas
todas las cosas, la fuerza que puede ser concebida como una lucha continua contra la
entropía y el enfriamiento, que son las fuerzas del empantanamiento, de la división, de la
pérdida de sentido.
Hay algo así como una duplicidad en nuestra realidad: por una parte, la entropía, a
la que podríamos llamar el tedio de la vida, el disgusto, la tristeza, el desorden; y, por
otra, esta fuerza que, en cambio, relanza, reordena, vuelve a poner en camino, vuelve a
dar alegría. Como veis, esta es una visión positiva y en cierto modo optimista del mundo,
pero también realista, es decir, sabe que existe la fuerza de la muerte, de la destrucción,
la fuerza del empantanamiento, por la que el curso del río llega a perder sus orillas y
anega, sembrando el desastre, pero es una fuerza. Esta misma fuerza, cuando se
encuentra en su plenitud, es una fuerza unitiva, una fuerza evolutiva, porque hace
evolucionar el mundo desde su primer origen hasta nuestros días, a través de los diversos
años luz; es una fuerza creadora, porque puede crear cosas nuevas; es una fuerza
altruista, porque lleva en un cierto punto a entregarse; es una fuerza que une y que
mantiene unido, ordena y conecta, las diversas partes de un todo: es una fuerza que,
examinada con atención sobre todo por Teilhard de Chardin, conduce hacia una cierta
complejidad orgánica, no hacia la confusión, sino hacia la complejidad orgánica, que es
conjuntamente transparencia y unidad de los diversos. Y esta será la plenitud del Reino
de Dios, cuando todos juntos en transparencia, en plenitud de caridad, seremos uno con
Cristo en el Padre. Así pues, fijaos que existe una visión positiva del mundo, que no

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aparece abandonado únicamente a un juego ciego de fuerzas egoístas; estas existen, y es
preciso discernirlas, combatirlas; de ahí que el amor comporte sufrimiento, comporte la
superación de la muerte, pero el amor es creíble, el amor triunfa: si las cosas existen es
porque Dios las ha amado. Como es natural, esta fuerza es precisamente compleja,
porque atraviesa el universo; en parte es una fuerza bruta, es una fuerza instintiva que,
por así decirlo, es evidente, que ha de ser juzgada y regulada y, en parte, se vuelve, sin
embargo, fuerza espontánea, fuerza que en cierto modo es autotransparente, hasta
convertirse en la raíz de los juicios y de las valoraciones. Se trata siempre de la misma
fuerza, pero que hace crecer en madurez, en unidad, en compleción y en capacidad de
juicio de valor.
Empleando otras palabras, podríamos distinguir algo así como tres niveles, para
simplificar las cosas: el nivel instintivo, que es el de la fuerza ciega –en la unión
matrimonial, el nivel instintivo es el del mantenimiento de la especie, que quiere hacer
hijos, que no atiende a ninguna otra cosa, persona, situación para llegar a este objetivo–;
pero este nivel, que en su finalidad horizontal se contenta con este resultado, está
atravesado precisamente en virtud del amor por una finalidad vertical, que la lleva a dar
valor también al aspecto instintivo para convertirlo en el lugar de la amistad y, por
consiguiente, a crear en este lugar una fuente de la que mana amistad, sociedad,
reconocimiento, para crear en un determinado punto las raíces, las bases, las premisas
para una comunión divina, perenne; y podríamos decir, casi anticipando el discurso, que
el voto de virginidad, el voto de celibato evangélico, es el valor de saltar el momento
instintivo para llegar al momento de la amistad y divino. Por consiguiente, es esta fuerza
la que justifica, no solo la finalidad horizontal por la que el agua cae hacia abajo y cada
cosa sigue una trayectoria natural propia, sino que también es una fuerza que mira hacia
lo alto, hacia la transparencia, la complejidad y también hacia una comprensión profunda
de nosotros mismos y de los otros hasta llegar a la transparencia que es precisamente la
revelación de lo que seremos, de la vida eterna. Sobre este punto y en este momento, me
parece que podría ser útil una reflexión sobre la relación entre el amor de Dios como
fuerza, justamente, creadora y transformadora, y el amor a los padres, en la familia.
Hemos dicho que es ocasión de gracias y de problemas, porque aquí se encuentran todas
las situaciones posibles: están las situaciones bellas, creativas, que recordamos toda la
vida con amor, con alegría; están las situaciones bloqueadas a medias, que nos dejan
heridas, hay situaciones de heridas graves; está claro que el amor de Dios abarca todo y

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es la fuente de todo, también es la medicina de todo, la raíz de todo; el amor a nuestros
padres es, evidentemente, algo innato, algo físicamente siempre presente, que nunca
puede disminuir por ningún motivo. Algunas veces podemos tener la impresión de existe
una contraposición entre el amor de Dios y el amor a la familia y en este caso está claro
el dicho de Jesús: «Quien ama a alguien más que a mí, no es digno de mí».
La realidad instintiva, aun teniendo sus necesidades y sus reglas, puede ser superada
por una palabra evangélica que, evidentemente, siempre tenga en cuenta las necesidades
y los deberes fundamentales. Con todo, pienso por mi parte que todo esto pertenece al
presente, porque en la eternidad el amor de Dios se abrirá de par en par en la perfecta
transparencia incluso del amor a los padres, a los hermanos, a las hermanas, a todas las
personas a las que nos hemos dedicado, porque se verá que estaba obrando el mismo
amor de Dios; y entonces, muchas incomprensiones, muchas heridas, muchos cierres
desaparecerán y se producirá una sanación completa. Sin embargo, las cosas no siempre
marchan así en esta tierra, y hasta el amor a la familia se presenta como valor que, en
cierto modo, ha de ser continuamente purificado y, aunque siempre sea muy
experimentado a nivel afectivo, ha de ser dirigido y guiado, porque no puede ser
simplemente abandonado a la espontaneidad o a la casualidad.
Es preciso que estos amores, el amor a la humanidad y el divino, se unifiquen, y
también es necesario abstenerse, en todo tipo de amor humano, de una pura búsqueda de
uno mismo, de apoyo, de confirmación, de consuelo. El amor entregado a los otros es
búsqueda del verdadero bien, del verdadero bien del otro. El egoísmo es confundir el
querer a los otros con el querernos a nosotros mismos, y es frecuente que esta confusión
tenga lugar en la forma del amor familiar: por eso hay tantas discordias y tantos odios en
las familias, mientras que el amor debe ser una búsqueda del verdadero bien del otro,
que debe descender de una trascendencia que nos hace superar el deseo de nuestro bien
privado a fin de obtener el bien del otro.
A buen seguro, como nos ha dicho el papa, no es erróneo conseguir el bien del otro
pasando también por un bien que obtenemos para nosotros, aunque existe el peligro de
quedarnos en este bien para nosotros: ser mimado, apoyado, confortado, sin pensar en el
verdadero bien de los otros. El amor, en cambio, piensa en el verdadero bien de los otros,
y en el amor de los padres y en la familia debe pensar en este verdadero bien. Como ya
he dicho, me parece que en la eternidad este se manifestará así y entonces desaparecerán
todas las rudezas, las rugosidades, las imperfecciones que pesaban sobre el amor de las

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personas de familia, entendido como simple instinto afectivo (a seguir o a ser también
capaz de crear altercados y dificultades). El Señor pensará en purificar todo esto y en
hacerlo superar. Así pues, el amor en su aspecto instintivo y primordial puede ser
falsificado y, por eso, ha de ser sometido a juicio, y el juicio es el que se nos da por el
amor del Espíritu derramado en nuestros corazones; por tanto, nosotros mismos tenemos
en nuestro interior la razón del juicio, cuando miramos el don de sí mismo que nos ha
hecho Dios.
Finalmente, y este es el penúltimo pensamiento, el amor se diversifica en función
de los objetos y, por ende, se diversifica también en las experiencias afectivas que esos
objetos suscitan; está el amor esponsal y conyugal rico en experiencias afectivas muy
profundas; está el amor familiar, en el que la experiencia afectiva asume otra coloración;
está el amor civil, que es muy importante, como vemos en la historia –hay naciones que
llegan lentamente a este amor al bien común–: hay muchas regiones en el mundo donde
la gente se queda en el amor al clan, en el amor a la familia extensa, y todo lo demás está
sometido a este. En estas regiones siempre será muy difícil conseguir una verdadera
democracia, porque la democracia supone un amor por el bien común global, que es
además el último, tras el cual se esconde el misterio divino. Sin embargo, cuando el
amor se limita a un grupo, a un clan, entonces se priva ciertamente de sus virtualidades.
Esto, ya hemos aludido a ello, puede suceder también en la Iglesia; en el fondo, también
cada uno de nosotros está llamado a amar a los otros en la Iglesia; pero en el marco de
una Iglesia universal, de una Iglesia local, cuando se vuelve más importante mi grupo,
mi movimiento, mi realidad, hasta el punto de subordinar el bien de la Iglesia local a este
bien particular o de identificarlo con él, que es lo mismo, entonces se presentan
dificultades. Y así es la historia de la Iglesia, en todos los tiempos; por consiguiente, no
es algo que se supere fácilmente, sino algo de lo que siempre debemos abstenernos,
precisamente porque este amor, también de grupo, el amor llamado civil o el amor
eclesial, tiene sus desviaciones y sus cierres.
Y además está el amor virginal, el amor evangélico propiamente dicho que se basa
en la palabra de Jesús y que tiene el coraje de superar, como decíamos, el momento de la
relación física para entrar en la relación de amistad y divina y, en consecuencia, requiere
por ello una gracia que no todos tienen (no todos comprenden esta palabra y se requiere
una fuerte tensión espiritual). Esto es algo que digo a menudo también a los sacerdotes, a
los sacerdotes jóvenes: sin una fuerte tensión espiritual no se conservará en vosotros el

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amor esponsal por Cristo, el amor virginal, porque la naturaleza tiene su ritmo, tiene sus
oleadas de instintividad y solo a través de una vida espiritual regular, atenta y vigilante
es posible realizar este milagro que solo conoce el cristianismo. Se trata de una fuerza
evangélica determinante y, precisamente por ello, tiene un valor apostólico muy
determinante, pero solo cuando se vive de este modo.
Una palabra sobre la amistad, que está estrechamente conectada con el amor,
aunque la amistad mira sobre todo a algunos valores: primero, el reconocimiento del
valor del otro (el otro debe ser reconocido en su valor, en su verdad, en su belleza
interior o exterior, en la riqueza de su alma); la amistad mira a la gratitud y, por
consiguiente, está hecha de dones intercambiados; la amistad es una elección mutua,
mientras que el amor puede dirigirse a una persona que no conoce nuestro sentimiento.
Por eso, la verdadera amistad, según dice la Escritura, no es fácil, es un poco rara,
precisamente porque es una elección mutua, basada en un verdadero reconocimiento de
los valores y en una experiencia de gratitud; la amistad debe vivirse también con una
gran discreción, precisamente porque de este modo conserva su fascinación y su
misterio; discreción que por lo demás, como todo el mundo sabe, es necesaria asimismo
para la amistad conyugal y esponsal. No es justo sugerir que los esposos sepan todo el
uno del otro, se lo digan todo, recen siempre juntos; también es preciso que tengan
momentos propios. Y, por consiguiente, también en la amistad, aun sabiendo que el otro
me acepta tal como soy y puedo decirle cualquier cosa, no siempre conviene «echarle
encima» todo lo que soy, sino que es bueno mostrar discreción y prudencia. Cuando esto
no ocurre, las amistades se estropean y se rompen, y los vínculos conyugales, sobre todo,
se deshacen con facilidad.
Lo penúltimo que querría decir es que lo que me queda de todo esto es lo que dice
san Ignacio: no importa tanto definir estas cosas, sino saber cómo se llega a ellas, cuáles
son los escalones a través de los cuales se aprende a amar. Y san Ignacio, como sabéis,
tiene dos premisas y tres escalones. Las dos premisas son: la amistad consiste más en las
obras que en las palabras; esto es algo de lo que no siempre estamos convencidos, pero
en realidad la amistad necesita concreción; y, a continuación, la amistad es intercambio,
por el que cada uno da al otro lo que tiene y, por consiguiente, si tiene honor, riqueza,
saber, se lo dará, se lo comunicará, le hará participar de ello. Decían los antiguos, que
han escrito mucho sobre la amistad: en la amistad todo es común (tal vez esto como ideal
sea excesivo, pero hay en ello, ciertamente, algo de verdad). Por desgracia, la amistad es

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hoy muy sospechosa por el surgimiento de la homosexualidad, por lo que casi ya no nos
atrevemos a hablar de ella, mientras que en la antigüedad se la tenía en gran honor, y
vosotras sabéis que, para Aristóteles, la virtud principal que forma una sociedad es la
amistad, la forma principal de la ciudad. Santo Tomás describe todo el camino espiritual
del hombre como una amistad con Dios. Por consiguiente, es sin duda una palabra que
tiene un gran valor.
San Ignacio supone tres escalones o, mejor aún, un solo escalón aplicado a diversas
realidades, a saber: el escalón de la todah y de la berakah: reconocer cuánto me ama
Dios, incluso por el solo hecho de que existo en sus manos, existo en este mundo, toco
estas cosas, vivo en la realidad de este cuerpo y esto ya es don de Dios, toda su bondad,
toda su creatividad.
Además, este don crece cuando pienso que Dios está presente en la realidad que me
rodea y en mí mismo, no está lejos, sino que es un amigo que me ofrece el don de la
presencia.
Tercero, esto se incrementa aún más cuando pienso que este amigo trabaja para mí,
es decir, que todo lo que hace, todo lo que acontece es el modo con el que Dios nos ama;
está claro que el mayor trabajo que Dios hace por nosotros se realiza en la eucaristía; por
consiguiente, la eucaristía es un poco el fulcro, el centro de la amistad con Dios. Así
pues, nace de aquí la ofrenda de nosotros mismos, que quiere ser: «Señor, te restituyo lo
que me das. Tú me das a ti mismo, me das tu presencia, me das tu trabajo, yo te ofrezco
a mí mismo, mis proyectos, mi voluntad». Y así crece la amistad con Dios y a través de
esta amistad con Dios es posible tener también un criterio de discernimiento para todos
los otros casos difíciles de amistad y de amor.

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Notas

[1] Romano GUARDINI, Etica, editado por M. Nicoletti y S. Zucal, Morcelliana, Brescia 2001, 512 (ed. esp.:
Ética: lecciones en la Universidad de Múnich, editado por A. López, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid
2000).
[2] Cf. Edith STEIN, Source cachée, Oeuvres spirituelles, Genève 1999, 243-244 (existe edición española de
sus Obras completas, Monte Carmelo, Burgos 2002.2007).
[3] AMBROSIO DE MILÁN, La virginidad, n. 14, en Sobre las vírgenes. La virginidad. La educación de la
virgen, Exhortación a la virginidad, Ciudad Nueva, Madrid 2011.
[4] Ibid., n. 15.
[5] Ibid.
[6] Ibid., n. 16.
[7] Ibid., n. 17.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10] Ibid., n. 18.
[11] Ibid., n. 19.
[12] Ibid., nn. 20-21.
[13] Ghislain LAFONT, Peut-on connaître Dieu en Jésus-Christ? Problématique, Les Éditions du Cerf, Paris
1969.
[14] Jean-Marie GUEULLETTE, L’amitié: une épiphanie, Editions du Cerf, Paris 2004.
[15] Giovanni Battista MONTINI, Omelia alle religiose, Duomo di Milano, 11 febbraio 1961. Publicada en:
G. B. MONTINI, Discorsi e scritti milanesi (1954-1963), vol. III, Istituto Paolo VI - Edizioni Studium, Brescia-
Roma 1997-1998, 4084.
[16] Anders NYGREN, Eros e agape. La nozione cristiana dell’amore e le sue trasformazioni, EDB, Bologna
2011 (trad. esp.: Eros y ágape, Sagitario, Barcelona 1969).

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Índice
Portada 3
Índice 4
Nota para el lector 9
Introducción 10
Los ejercicios espirituales 12
Encontrar el corazón de Dios 15
Principio y fundamento 23
Dios crea 27
Dios promete 28
Dios libera 29
Dios rescata 30
Dios manda 31
Dios guía 32
Dios perdona 33
Dios llama 34
Los siete demonios 38
Los pecados de María Magdalena 40
Los pecados en la Iglesia antigua 44
El camino de purificación 48
Nuestros pecados 50
Desorden y orden 51
La vanidad del mundo 55
En busca de Jesús 59
Solo el exceso salva 70
El exceso del mal 71
El exceso del bien 72
El exceso del bien en los personajes evangélicos 73
El exceso del bien en las palabras de Jesús 74
El exceso del bien en Jesús 75
El camino de la cruz 78
La contemplación de la cruz con María Magdalena 79

104
Juzgados en el amor 88
Las formas del amor 95
Notas 103

105

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