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Marko Iván Rupnik

EL EXAMEN
Para vivir como redimidos
EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Para vivir como redimidos
Oriéntale L u m e n
MARKO IVAN RUPNIK

EL EXAMEN
DE CONCIENCIA
ara vivir como redimidos

TRADUCCIÓN: Ángela Pérez García


REVISIÓN: Pablo Cervera Barranco

MONTE CARMELO
TITULO ORIGINAL:

L'esame di coscienza. Per vivere da redenti


© 2002 Lipa Srl, Roma
prima edizione, giugno 2002

Primera edición: Julio, 2005


Reimpresión: Diciembre, 2005

© 2005 by Editorial M o n t e Carmelo


R Silverio, 2; Apdo. 19 - 09080 - Burgos
Tfno.: 947 25 60 6 1 ; Fax: 947 25 60 62
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I.S.B.N.: 8 4 - 7 2 3 9 - 9 3 9 - 7
Depósito Legal: BU - 490 - 2005
Impresión y Encuademación:
" M o n t e Carmelo" - Burgos
INDIC€

PRESENTACIÓN (Jesús Castellano Cervera) 7

Introducción 13

I. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DEL EXAMEN DE


CONCIENCIA 19
Recordando, uno se examina 19
El hombre creado a imagen de Dios,
madura haciendo referencia a ella 22
El Otro, los otros, condiciones para
conocerse 27
Sin redimir del pecado las relaciones, no
se puede conocer 30
La redención en Cristo, ámbito del ver­
dadero conocimiento 32
El Espíritu Santo hace al hombre par­
tícipe del amor trinitario 34
El Espíritu Santo nos une al nuevo Adán
en el cual se vuelve a encontrar lo viejo
transfigurado 38
La vida asumida en la caridad permanece. 40
Al recordar, Dios hace vivir y se hace
presente en la vida 43
Tampoco la memoria humana quiere
dejar escapar la vida 45
La memoria se transforma en anamne­
sis de la vida que permanece 48
La unidad, garantía de vida 52
Verse con los ojos del Espíritu Santo,
integrados en Cristo 56
La Sabiduría, ámbito de la comunicación
con Dios 58
La mirada del Espíritu Santo se capta en
la Sabiduría 60
La Sabiduría mora en la belleza 64
La Sabiduría inhabita en la Iglesia 66
Examinarse en el corazón con la Sa­
biduría 69

II. LA VIDA ESPIRITUAL Y EL EXAMEN DE CONCIEN­


CIA 75
El examen de conciencia en la oración . 75
El examen de conciencia, contempla­
ción y conocimiento 78
Revivificar lo vivido 81
El discernimiento 85
El crecimiento en la virtud 89
La toma de conciencia de la vida de Dios. 92
El examen particular 94

III. EL EJERCICIO DEL EXAMEN 97

El examen de conciencia de quienes no


tienen una experiencia viva de Dios 103

6
PRESENTACIÓN

El término examen de conciencia parece


que ha desaparecido del vocabulario corriente
de la espiritualidad contemporánea. Aunque
no faltan referencias en los Diccionarios y en
los Manuales de espiritualidad, se tiene la
impresión de que, al igual que otras prácticas
ascéticas, para algunos "moralistas" haya aca­
bado en el cajón del olvido... a la espera de un
redescubrimiento.
No obstante, todavía hoy, el examen de
conciencia pertenece a una de las partes inte­
grantes de la celebración del sacramento de la
penitencia, y se recomienda, también en su
brevedad, en el momento del acto penitencial
al comienzo de la celebración eucarística y de
las completas al final del día.
Una breve consulta del Catecismo de la
Iglesia Católica devuelve el valor de esta pra­
xis, normal en la legislación de muchas fami­
lias religiosas, aconsejada por los directores
espirituales, vivida de un modo particular en el
ámbito de los ejercicios espirituales. El n. 1435

7
la propone, junto a la revisión de vida y a la
corrección fraterna, como ejercicio cotidiano
de conversión.
La hermenéutica de la sospecha lleva
inmediatamente a destacar que la desapari­
ción del examen de conciencia, como praxis
ascética, como ejercicio espiritual provechoso,
tiene como raíz última un cierto temor de con­
frontarse con uno mismo, de entrar en la ver­
dad de la propia conciencia, de poner en orden
la propia vida. Ciertamente, las acusaciones
habituales de formalismo y moralismo que
tranquilamente borran la sabiduría secular de
lo que se llama, quizá de un modo restrictivo,
examen de conciencia, no resisten la debida
autocrítica. En efecto, juegan en su favor: la
apelación a la conciencia, como santuario de la
persona y altar de la propia libertad; el ejemplo
evangélico que, en la figura del hijo pródigo,
nos exhorta a entrar dentro de nosotros; la
necesaria actitud de ser auténticos y de cami­
nar en la verdad, ante Dios, ante los demás y
ante a nosotros mismos... Son razones todas
éstas que ponen nuevamente en el centro de
la vida espiritual la sabiduría de una praxis que,
verdaderamente, tiene que volver a ser pen­
sada en los presupuestos doctrinales y en los
puntos de referencia de una nueva espirituali­
dad; pero es siempre un ejercicio ascético
necesario, aunque necesite una nueva y con­
creta "mistagogía" que evite la superficialidad
del narcisismo del que se contempla en su
propio espejo y la ansiedad que conduce al
escrúpulo, para convertirse en un momento
fuerte de oración, una oportunidad de conver-

8
sión positiva. Tiene que transformarse en un
ejercicio que lleve el sello trinitario: un
momento de escucha de las mociones del
Espíritu, de confrontación con el rostro de
Cristo maestro y juez, misericordioso y veraz,
de experiencia de filiación en la búsqueda
amorosa de la voluntad del Padre.
Es evidente que es necesario la vuelta a un
examen de conciencia, de un lúcido descenso
al corazón con la luz de la razón y de la gracia
sanadora del Espíritu. A veces se tratará de un
breve momento, y no obstante intenso, del
descenso a la profundidad de la conciencia
vital propia. Otras veces será la preparación
responsable y cuidadosa para la confesión
sacramental... Alguna vez exigirá una confron­
tación serena y minuciosa con el Maestro inte­
rior, como cuando se trata de hacer opciones
en la vida o de emprender un camino de con­
versión ulterior, tras un momento de extravío,
de pruebas, de gracias que marcan un "kai-
rós" de la propia existencia. A menudo se tra­
tará de poner orden en la vida y poner la vida
en orden, según el designio de Dios.
Pero, por esto, hace falta una buena teolo­
gía, una buena espiritualidad y una oportuna
praxis renovada que haga resplandecer al exa­
men de conciencia como una joya encontrada
y pulida de nuevo. Es lo que nos ofrece el
padre Marko Ivan Rupnik en este libro ágil y
completo, moderno y práctico, capaz de redi-
mensionar el examen de conciencia en largura
y anchura, en altura y profundidad.
Los principios teológicos de la primera
parte se mueven en una teología de múltiples

9
Y sugerentes consideraciones recogidas de la
compañía y de la amistad de santos y sabios
de la tradición cristiana de Oriente y de
Occidente. Agustín nos exhorta a ejercitar la
memoria; Máximo el Confesor a la contempla-
ción de la imagen que somos, llamados a la
semejanza perfecta; Atanasio nos advierte
sobre la acción del Espíritu que nos atrae hacia
el Padre y el Hijo... Chispas de sabiduría de
autores antiguos y modernos, poetas y
sabios, que invitan al gozo de conocerse en
Dios y de volver a adquirir, de este modo, la
verdadera sabiduría del corazón. Muchas chis-
pas de espiritualidad hacen que resplandezca
la verdadera joya que es la conciencia de ser
en Dios y para Dios, con una invitación al exa-
men, es decir, a la consideración serena y
gozosa, positiva y propositiva del proyecto de
Dios sobre nosotros.
La segunda parte del libro declina bien el
recuperado valor del examen de conciencia
con alguna exigencias fundamentales de la
espiritualidad. Basta con proponer el examen
como oración y contemplación y todo cambia,
porque se cumple con Dios y ante Dios, para
Él y teniéndole a Él como magnánimo, miseri-
cordioso y sabio examinador de nuestra expe-
riencia, en la espera del último y definitivo jui-
cio, cuando seamos examinados en el amor
(san Juan de la Cruz). Es bonito oír que el exa-
men de conciencia sirve para "volver a dar
vida a lo vivido',' expresión pleonástica pero
que llama la atención sobre la necesidad de
estar vivos y no muertos, dejarse vivificar y no
languidecer, mediante la conciencia de no-

10
sotros mismos, revitalizados por la fe, la espe-
ranza y el amor. Es un modo de poner en claro
la necesidad de personalizar la fe y la vida, en
un mundo de cadáveres y de máscaras; es un
ejercicio muy necesario hoy, en una sociedad
y en una comunidad eclesial donde necesita-
mos ser "conscientemente cristianos" desde
las fibras más íntimas de nuestro ser. Es lo
que el p. Rupnik llama "la toma de conciencia
de la vida de Dios"... Otro punto cardinal de la
espiritualidad es reconocer el examen de con-
ciencia como ejercicio de discernimiento, lo
que hacemos a la luz de la Palabra de Dios y
de la vida en Dios, pero también lo que Dios
hace en nosotros cuando "sometiéndonos a la
prueba" nos hace "dókimoi" probados, pasa-
dos por el discernimiento espiritual, por la
prueba o el discernimiento divino; es la acción
de un Dios que conoce nuestra verdad y la
verifica, la somete a la verdad y abre nuevos
caminos en nuestra experiencia espiritual.
Teresa de Jesús, dirigiéndose a Dios en las
terceras moradas del Castillo interior, las
moradas de la prueba, lo invoca con estas
palabras que parecen recordar el inicio del
salmo 138: "Pruébanos tú, Señor, que cono-
ces las verdades, para que nos conozcamos"
{Castillo interior, terceras moradas, cap. 2, n.
9). Pero, ¿cómo llegar a la verificación de lo
que Dios realiza en nosotros, si no somos
conscientes de su paso salvífico de purifica-
ción y de iluminación de nuestra vida? Y he
aquí de nuevo la importancia de un examen
que nos ayuda a escrutar y descubrir el paso
de Dios en nuestra experiencia.

11
En la tercera parte del libro se encuentra
una breve mistagogía del examen de concien-
cia. Me gusta hablar de mistagogía, como
pedagogía del misterio, porque las breves eta-
pas que se indican son claramente como pel-
daños del descenso en el propio corazón, con
un guía excepcional: el Espíritu Santo. Así se
aprende de nuevo, es decir, como una reali-
dad de la novedad del Espíritu, el camino que
conduce a la verdad, al discernimiento, a las
elecciones, al crecimiento en la virtud, a la
creciente fidelidad del camino espiritual cris-
tiano...
Aquí tenemos, pues, el valor de un libro
que vuelve a poner en claro un aspecto tradi-
cional de la vida espiritual, pero con la sabidu-
ría del escriba del Evangelio, que de su tesoro
sabe sacar cosas antiguas, como la sabiduría
de la ascesis, y cosas nuevas, como la sabidu-
ría perenne del Evangelio en el hoy de la
Iglesia. Se trata, en realidad, de un ejercicio de
la vida espiritual, es decir, de la vida según el
Espíritu. Un Espíritu que lo escruta todo, tam-
bién la profundidad de Dios (cf. 1Co 2,10).
Espíritu Santo "luz santísima que penetra el
corazón de los fieles" (Secuencia de Pente-
costés) "fuente que rocía a los discípulos con
su luz" (Oficio bizantino del orthros de
Pentecostés).

R JESÚS CASTELLANO CERVERA OCD.


Roma, Teresianum
Pentecostés 2002

12
INTRODUCCIÓN

En un famoso artículo, ya en 1972, el padre


Aschenbrenner constataba una crisis general
en toda la Iglesia en lo que se refiere a la prác-
1
tica del examen de conciencia . Ésta es una

1 GEORGE ASCHENBRENNER, "Consciousness Examen','apareci-


do en Review for Religious 31 (1972)14-21, en el que el autor pre-
senta el examen de conciencia bajo la perspectiva de la toma de
conciencia de la vida divina en nosotros y como ejercicio práctico de
la vida espiritual y del discernimiento, sobre todo para los religiosos.
Además de este artículo, no existen en los últimos años
muchos tratados dedicados específicamente al examen de concien-
cia. Se debe señalar, de todas formas, la voz "Examen de conscien-
ce" en el D/ctionnaire de Spirítualité. IV, París, 1961, col. 1789-1838,
que hace una "historia" del examen. Rastrea prácticas afines en la
antigüedad y en las religiones no cristianas, entendiendo el examen
de conciencia, en este caso, como sinónimo de momentos de aten-
ción a la vida interior y de introspección. Después, pasa revista al
interrogante de la conciencia en la Biblia, viendo, luego, la diferencia
existente respecto a la práctica pagana en cuanto que no es un
repliegue del alma sobre sí misma, sino algo que abre a la dimen-
sión relacional con Dios, un diálogo en el que el fiel experimenta su
conformidad no de acuerdo con la razón natural del que descubre en
sí la ley, sino con un mandamiento de Dios. En los Padres se une la
práctica estoica del examen con esta dimensión relacional, desarro-
llando la disciplina ascética de la vigilancia del corazón, de la aten-
ción a los pensamientos y de la lucha contra los vicios, que en tér-
minos modernos se podría llamar "examen particular" En la Edad
Media, además de su práctica como ejercicio espiritual, sobre todo

13
crisis causada en parte por el moralismo y
legalismo exagerados que han acompañado
este ejercicio y por su práctica casi exclusiva-
mente destinada a la confesión. El examen de
conciencia, practicado de este modo, a menu-
do acababa por tener como efectos colatera-
les escrúpulos, depresión, desaliento, llegan-
do en algunos casos al ansia psicológica. Y
cuando, como reacción a la ley del péndulo,
una espiritualidad que es ante todo moralista y
voluntarista, va seguida de una ola de redes-
cubrimiento de la psicología que casi ha reem-
plazado la vida espiritual y se ha presentado
como una especie de espiritualidad seculariza-
da, el examen de conciencia, en la misma ola
de reacción, se ha sustituido por ejercicios de

dentro de la vida monástica, el examen de conciencia está ligado al


sacramento de la confesión, como vuelta del penitente sobre su
pasado para ver dónde ha faltado, como lo demuestran los libros
penitenciales. Pero es sobre todo en los siglos XV y XVI (Devotio
moderna, san Ignacio de Loyola), cuando se desarrolla una ense-
ñanza orgánica sobre el examen de conciencia. Para san Ignacio de
Loyola es tan importante que en las Constituciones (n. 261) lo pro-
pone como práctica cotidiana de los jesuitas, además de incluirlo en
los Ejercicios Espirituales (n. 43). En el fondo, los puntos que pro-
pone Ignacio no son sino una nueva propuesta de la antigua memo-
ria Dei, condiciones para estar sujetos a la acción de la gracia y coo-
perar al máximo con la acción de Dios en nosotros. Como comple-
mento a esta voz, véase también "Examen particulier" también en
Dictionnaire de Spiritualité, IV (París 1961) col. 1838-1849.
Para el período posterior al Concilio, además del artículo de
Aschenbrenner, consúltese la voz "Esame di coscienza" (de J.
CASTELLANO) en Dizionario del Concilio Ecuménico Vaticano II (Roma
1969) col. 1109, dedicada a ilustrar lo que dice el Concilio sobre esto,
específicamente la PO, el tratado de A. CAPPELLETTI y M. CAPRIOLI en
Üizionario Enciclopédico di Spiritualité (a cura di E. Ancilli) (Roma
2
1990) 903-907 que sigue ampliamente el Dictionnaire de
Spiritualité; y "Examination of Conscience" (de B. Baynham), en The
New Dictionary of Catholic Spiritualy (ed. M. Downwy) (Collegeville,
Mi. 1993) 364-365.

14
auto-observación y de "higiene interior" preva-
lentemente psicológicos. Hoy, que se está
extinguiendo también esta moda, los forma-
dores, los pastores y, sobre todo los fieles,
sienten la necesidad de redescubrir los cami­
nos, los medios, los instrumentos que ayuden
su madurez espiritual, para mantener el cami­
no del crecimiento espiritual, para poder vivir
como redimidos en el mundo actual llevando a
buen fin la vocación que Dios da a cada uno
para el bien de la Iglesia y de los hombres. Así
es como se plantea de nuevo la cuestión del
examen de conciencia. Si a las últimas gene­
raciones se les ha propuesto un examen de
conciencia desvinculado de una visión orgáni­
ca de la vida espiritual y del fundamento teo-
lógico-antropológico que tiene de fondo, no
podemos con ello dejar de hablar de una prác­
tica espiritual que ha estado presente desde el
comienzo de la fe cristiana, y de la que se han
ocupado los más grandes maestros de la vida
espiritual.
Por este motivo -desde el momento en que
una joya muestra todo su esplendor cuando
viene debidamente engastado- he dedicado
gran parte del libro al trasfondo teológico y espi­
ritual en el que situar correctamente el examen
de conciencia. Aunque hoy todos suframos la
tentación de un pragmatismo técnico, del know
how, y quizá queremos ir a ver en seguida
cómo se hace el ejercicio concretamente, invi­
to al lector a detenerse todo el tiempo necesa­
rio en la primera parte del libro, porque el exa­
men de conciencia será comprendido y practi­
cado rectamente sólo si es tomado como parte

15
orgánica de la visión en la que se descubren
sus fundamentos teológicos.
Precisamente recorriendo el texto tal y
2
como se propone , el lector podrá acercarse
de un modo espontáneo al examen de con­
ciencia como un arte espiritual de oración, de
discernimiento, que profundiza y personaliza
el proceso de la redención en cada persona.
Comprenderá el nexo orgánico de este ejerci­
cio con el entero cuerpo de la Iglesia y, por
tanto, experimentará la gracia de un camino
en la virtud purificándose del mal y progresan­
do cada vez más en la conformidad con la ima­
gen de un Dios trino que nos hace capaces de
vivir a su imagen en la comunidad.

2 Para el que sienta la exigencia de profundizar en los temas


que constituyen el contexto del tratado del examen de conciencia,
advierto que este texto forma parte de un cuadro más amplio. Se
inserta en el interior de un recorrido que toma el nombre de Decir
hombre. Icono del Creador, revelación del amor (PPC, Madrid 2000)
una visión que intenta destapar los nexos orgánicos entre la verdad.
Dios, la Pascua de Cristo, el hombre y su pecado y, por tanto, la
redención. Una visión que propone también una gnoseología espiri­
tual. Se conecta con En el fuego de la zarza ardiente. Iniciación a la
vida espirituaUPPC, Madrid 1998) donde se precisa qué es y qué no
es la vida espiritual. Además, el volumen dedicado al discernimien­
to [El Discernimiento (PPC, Madrid 2001)1 es la afirmación práctica
de una fe en la que el hombre y Dios se encuentran en una relación
libre, pueden hablarse, comunicarse y entenderse en la unión.
Comencé a esbozar el tema de la memoria-sabiduría que forma
parte constitutiva de esta visión teológico-espiritual en Larte,
memoria della comunione (Lipa, Roma 1994) y en "La Sofia come
memoria creativa da Solov'év aTarkovskij" en W.AA., Dalla Sofia alia
New Age (Lipa, Roma 1995) y sobre todo lo he hecho explícito en la
pared de la parusía en la capilla Redemptoris Mater. En esta capilla
también he tratado de expresar una visión de la acción del Espíritu
como vía que lleva a la liberación de lo creado de tal manera que
mediante el hombre, hecho hijo, pueda confluir en Cristo y participar
en su resurrección (sobre esto véase "Cómo me he acercado al
mosaico de la capilla',' en M. APA-O. CLÉMENT-C VALENZIANO, La capi­
lla "Redemptoris Mater" del Papa Juan Pablo II (Monte Carmelo,.
Burgos 2002) 179-184.

16
La comunidad de los hombres, como la de
la Iglesia, siente la fase compleja de nuestro
momento histórico y cultural de un modo vivo
y doloroso. Si se percibe la urgencia de
comenzar a trabajar sobre sí mismos, también
de cara a una nueva sensibilidad en la cuestión
moral, es necesario, sin embargo, proponer
auténticos caminos espirituales, para evitar
nuevas formas de eticismo y moralismo.

17
I

Los fundamentos teológicos


del examen de conciencia

RECORDANDO, UNO SE EXAMINA

«La mujer que había perdido el dracma y


se puso a buscarlo con la lamparilla, no lo
habría encontrado si no lo hubiera tenido en la
mente. Y, encontrándolo, ¿cómo habría hecho
para saber que era precisamente el suyo, si no
lo hubiera recordado? Me acuerdo de haber
perdido yo también muchas cosas, de haber-
las buscado y encontrado; y si, mientras esta-
ba sumido en el propósito de buscar, me pre-
guntaban: "¿es esto? ¿es aquello?" yo seguía
respondiendo que no, hasta que no se me pre-
sentaba justo lo que buscaba. Si no hubiera
tenido el recuerdo de esa cosa, cualquiera que
fuese, no la habría encontrado, porque no

19
habría podido reconocerla aunque me la hubie­
ran presentado. Y siempre que perdemos,
buscamos y encontramos algo, sucede así.
Si una cosa, por ejemplo un cuerpo visible,
desaparece ante nuestros ojos, pero no de
nuestra memoria, su imagen se conserva den­
tro de nosotros, y la buscamos así hasta que
la vemos de nuevo, y encontrándola la reco­
nocemos gracias a la imagen que de ella lleva­
mos dentro; no podríamos decir que hemos
encontrado el objeto perdido si no lo recono­
ciéramos, ni que lo hemos reconocido si no lo
recordásemos: en efecto, había desaparecido
de nuestra vista, pero se conservaba en nues­
tra memoria» (AGUSTÍN, Confesiones, X , 18).

San Agustín pone de relieve la importancia


indispensable de la memoria en el proceso del
conocimiento. La memoria se basa en la expe­
riencia. Es esa dimensión de la inteligencia
que funda el conocimiento en la experiencia.
Mediante la experiencia, la memoria conecta
constantemente la inteligencia con la vida y
hace que ni la reflexión, ni la especulación ni el
razonamiento se desvinculen de la vida. La
vida se comunica mediante las relaciones
interpersonales (incluso el nacimiento del
hombre depende de la comunicación entre las
personas, de las relaciones entre ellas). La
vida del hombre, por tanto, se funda sobre las
relaciones que entreteje con las personas y
con lo creado, consigo mismo y con Dios. De
un modo más radical aún, el hombre vive por­
que el Creador se relaciona con su criatura, y
es precisamente esta relación la fuente vivifi-

20
cante que sellará el misterio de la vida con
amor, al relacionarse y comunicarse. Pero las
relaciones están expuestas al pecado y al mal,
y, por tanto, tampoco la memoria humana
escapa de esta condena. Una vez que la
memoria es perturbada, herida, no somos
capaces de repararla sencillamente con el
razonamiento, con la autocomprensión, como
si pudiéramos determinarla.
Puesto que está directamente ligada a la
vida, es como si la memoria actuara en dos
registros. Por un lado, es una actividad total-
mente humana, porque es elaborada por
nuestra inteligencia sobre la base de la expe-
riencia. Por otro lado, está abierta a ese mis-
terio ¡limitado en el que nos introduce la vida
misma, desde el momento en que la vida nos
lleva constantemente a un umbral, a un límite,
por el que nos llega: la vida viene, nos visita,
se nos regala, en cierto sentido la poseemos,
la administramos, pero en última instancia la
experiencia misma nos obliga a admitir la
imposibilidad de ejercer un dominio sobre ella.
Y lo que en la vida no se consigue dominar y
que nos lleva a intuir esta apertura es exacta-
mente el misterio de las relaciones libres, del
amor, o sea, del otro. En última instancia, el
misterio de Dios, Señor de la vida.
Como dice el mismo san Agustín un poco
más adelante del fragmento citado, Dios no
puede encontrarse de un modo directo en
nuestra memoria. Sin embargo, es cierto que
del mismo modo en que se está seguro de
que nos da la vida, nos llama a la existencia,
nos crea a su imagen, nos redime, se está

21
igualmente seguro de que Él se comunica con
nosotros en la vida. De algún modo entonces
hay una memoria habitada por Dios, tan cierto
como que toda la Sagrada Escritura es una
memoria de Dios en la historia de los hom­
bres. Más aún, la religión es, en gran parte,
una memoria de la acción de Dios. Esta comu­
nicación de Dios, esta gracia de Él que se
dona movido por el amor hacia sus criaturas y
esta acogida de su comunicación, de su don,
la memoria de esta relación divino-humana es
precisamente la Sabiduría de Dios. En efecto,
por una parte, pertenece totalmente a Dios, y
por otra, crece, se dilata a lo largo de toda la
historia de los hombres como don divino que
el hombre puede asumir conscientemente
transformándolo en patrimonio de su corazón
como inteligencia de fe y de ágape.

EL HOMBRE, CREADO A IMAGEN DE DIOS,


MADURA HACIENDO REFERENCIA A ELLA

«Decimos, en efecto, que Dios y el hombre


se sirven mutuamente de modelo el uno para
el otro, y que Dios se humaniza para el hom­
bre, en su amor por el hombre, en la misma
medida en que el hombre, fortalecido por la
caridad, se transforma por Dios en dios»
(MÁXIMO EL CONFESOR, Ambigua: PG 91,113BC)

La persona humana crece de un modo


orgánico, íntegro, en referencia a esta Sabi-

22
duría, reconociendo lo que favorece la vida
verdadera, y lo que, por el contrario, son ilu-
siones, engaños e idolatrías. En efecto, es pro-
pio del hombre ponerse en una actitud de
constante referencia. Creado a imagen de
Dios, no puede hacer más que referirse al
Prototipo, al Original del que es imagen. Por
naturaleza, el hombre levanta constantemente
su mirada hacia una especie de modelo. Ahora
bien, que este punto de referencia lo constitu-
ya Cristo, Hijo de Dios, en el que hemos sido
creados, es una cosa. Pero que asumamos
como modelo una realidad ilusoria, imaginaria,
es otra. Si nosotros, imágenes de Dios, nos
orientamos a nosotros rmismos, nuestra inteli-
gencia, nuestra mirada y nuestro espíritu hacia
Cristo, entonces experimentamos nuestra his-
toria como una historia del amor de Dios que
en cada momento es capaz de transformar y
transfigurar nuestra vivencia. Entonces hay
una reciprocidad, un diálogo, en el que el hom-
bre no se encuentra jamás solo. Cualquier
cosa que nos ocurra, cualquier pecado que
podamos cometer, nos encontramos ante un
gesto todavía más extraordinario de Cristo al
redimirnos. Nosotros experimentamos al origi-
nal al que nos referimos ciertamente como
modelo - y por tanto también como ley- pero
indisolublemente unido al Rostro misericordio-
so de Cristo, a la incesante apertura de la
misericordia de Dios. En efecto, no se puede
hablar de un verdadero y preciso modelo,
desde el momento en que se trata de una
Persona viviente, de un organismo del amor, y
por tanto de una realidad absolutamente diná-
mica, que deja de lado cualquier fosilización,

23
cualquier ¡dea fija, estática, objetivante, que
haría de nosotros un objeto. Dado que el
Prototipo es un organismo viviente, la Persona
absoluta en sentido teológico, es evidente que
tampoco el hombre (su imagen) es una reali-
dad estática, descifrable sólo al nivel de com-
prensión de las formas. Es decir, la imagen no
es una impronta formal, un esquema que
debe ser asumido, sino que también ella es un
organismo viviente, una persona creada en la
participación en el mismo Amor que constitu-
ye la vida divina. Entonces, la imagen es una
realidad personal en comunión con su
Prototipo, lugar de manifestación del Proto-
tipo, de su acción creadora y redentora. Por
tanto, la imagen lleva en sí el dinamismo de
una adhesión cada vez más plena con el
Prototipo. Esto quiere decir que en la imagen
la manifestación del Prototipo está la realiza-
ción de la imagen misma.
Si, por el contrario, el hombre, que por
constitución remite a la imagen, hace referen-
cia a modelos abstractos, que son un código
de leyes, o que hacen referencia a unas divini-
dades amorfas, enigmáticas, fluidas, expues-
tas a poderes impersonales, quizá cósmicos,
entonces oscilará siempre entre un servilismo
legalista hacia estos modelos-conceptos que,
antes o después, experimentará como cami-
sas de fuerza, y un libertinismo subjetivista
que tenderá a desencaprichar la propia pasio-
nalidad, a desfogar las propias ganas de auto-
afirmarse. Y es que nosotros, los hombres,
experimentamos la presunción y la soberbia
cuando correspondemos al modelo, y una

24
depresión total -una especie de condenación
ante una ley universal impecable- cada vez
que somos incapaces de vivirla. O inventamos
unos compromisos que justifiquen nuestro
estado o aceptamos que nuestra vida sea un
campo de batalla de fuerzas impersonales
entre el bien y el mal. Según sea el prototipo,
así es la imagen: si nosotros solos nos crea­
mos un ideal, nos comprenderemos a nos­
otros mismos en referencia a él. Si el prototi­
po es, por tanto, una realidad abstracta, nos
consideraremos a nosotros mismos en térmi­
nos abstractos. Si el prototipo se concibe
como un ideal formal, trataremos de proyec­
tarnos a nosotros misrríos dentro de la óptica
de este ideal. Tal mecanismo es un modo de
aprisionarnos, de hacernos esclavos, incluso
cuando decidimos vivir sin ningún referente,
prescindiendo de todo ideal o valor, porque
siempre, como imágenes, vivimos en relación
con la realidad que hemos asumido como
interlocutor existencial.
Esta actitud de crearse puntos de refe­
rencia que fundamentalmente son expresión
del propio egoísmo está influida también por
el tentador. Los santos Padres no dudaban en
hablar del ángel caído, es decir, del diablo, del
enemigo de la naturaleza humana. En efecto,
en nuestro contexto el argumento sobre la
caída de los ángeles es iluminador. Los ánge­
les han sido creados como mensajeros entre
Dios y los hombres, están constitutivamente
orientados hacia su Creador, al que sirven
para el bien de los hombres. En su non ser-
viam, el ángel caído se rebela a Dios, ya no

25
es su mensajero, ya no lleva la bendición al
hombre, sino que, dado que de todos modos
está hecho constitucionalmente para relacio­
narse, se ofrece al hombre como modelo de
autorrealización, como epicentro de todo,
libre de todo servicio, hinchado de egoísmo.
Se hace modelo del liberarse de Dios, del no
hacer referencia a Él, del no confluir en Dios,
sino en sí mismos. En efecto, la tentación de
cualquier otra referencia que no sea al Dios
trino, al Dios viviente, es siempre una ilusión.
Una ilusión de relacionarse, de ofrecerse, de
sacrificarse que por norma, al final, siempre
se revela como la mera afirmación de la oscu­
ra y devastadora fuerza de un egoísmo rebel­
de.
Veamos ahora, paso a paso, cómo es posi­
ble, desde un punto de vista teológico, que la
persona pueda examinar sus pensamientos,
sus sentimientos, en su obrar cotidiano, en
sus elecciones, prestando atención a un ejer­
cicio de la memoria como lo describe san
Agustín. De este modo, se intuye inmediata­
mente que examinarse no es un acto aislado
que realiza nuestra razón, prevalentemente
ética, ante modelos de comportamiento, de
razonamiento, de obra, que se nos han
impuesto o que aprendemos de un modo teó­
rico. Se ve claro inmediatamente que el exa­
men es una oración, un acto que se da en el
interior de una relación estrecha donde la
experiencia del amor, de la redención, de la
verdad de vida son el fundamento activo que
profundizamos continuamente y llevamos a
una toma de conciencia cada vez más plena.

26
El examen de conciencia es un encuentro real
con Dios en Jesús, que actúa de modo que
nos podamos ver ante Él, con Él y con los
demás. Así se intuye también que el exami-
narse, como diría Cankar "en el cuartito más
escondido del corazón" tiene una dimensión
social y eclesial.

EL OTRO, LOS OTROS,


CONDICIONES PARA CONOCERSE

«...El amor es un conocimiento real del


otro porque dicho conocimiento coincide con
la fe absoluta en la realidad del amado, la cual,
en su sentido más general, es la superación
de uno mismo y la renuncia de sí mismo, rea-
lidad que ya está en el mismo phatos del
amor. El símbolo de semejante compenetra-
ción se da en la afirmación absoluta con toda
la voluntad y toda la comprensión del ser
extraño, del "tú eres ". Pronunciando esta afir-
mación plena del ser extraño, plenitud en la
cual y por medio de la cual todo el contenido
de mi ser universal se ha despojado y agotado
(exinanitio, kénosis), el extraño ha dejado de
ser para mí un extraño, el "Tú" se ha converti-
do para mí en otra descripción de mi "yo" "Tú
eres" no significa solamente "tú eres recono-
cido por mí como realmente existente" sino
"tu ser es vivido por mí como el mío, y en tu
ser me conozco realmente a mí mismo» [VJ. I.
IVANOV, Dostoevskij, Sobr. Soc. I V (Bruselas
1979) 502].

27
Ante todo, veamos que la experiencia, la
memoria, la relación, el conocimiento son rea-
lidades ligadas todas constitucionalmente al
hombre en cuanto persona creada. El hom-
bre, como persona, puede ser conocido
mediante las relaciones con los demás.
Agustín mismo exclamaba: es, ergo sum. La
persona se conoce no simplemente delante
del espejo, sino que descubre su verdadero
rostro frente a los rostros de los otros. Pavel
Florenskij precisa que una cosa es el conoci-
miento de las cosas y otra el de las personas,
y subraya que para el conocimiento de las
personas es indispensable el principio agápi-
co como principio cognoscitivo. Pero es igual-
mente cierto que, incluso para el conocimien-
to de los objetos, de las cosas, de la realia, es
necesario un principio religioso que los conoz-
ca y que afirme su existencia como tales,
independientemente de nosotros. Solamente
gracias a este modo de relacionarse con las
cosas, se nos abren las realiora, las partes
más verdaderas de las cosas, las internas,
que llevan escondidos los significados y el
sentido de todo lo que existe. Los niños
hablan con todo lo que encuentran, consi-
guen instaurar un diálogo con los árboles, con
los animales, con la nieve, con el sol. En cier-
to sentido lo mismo hace el verdadero sabio
evangélico, cuando llega a percibir lo creado
como una realidad viva que conduce a ese
conocimiento orgánico, sapiencial, que sirve a
la vida del hombre y a la de todo el universo,
un conocimiento que enriquece y confluye en
el saber vivir bien, que hace que la vida
adquiera cada vez más el carácter de lo bello.

28
Solamente a un Moisés descalzo, con la fren-
te en el suelo, en una actitud de conocimien-
to radical del misterio, de lo fascinante de la
vida que lo atrae, que lo llama, se le abre en
la zarza, un sujeto, alguien que habla, que
llama, que dirige la palabra (cf. Ex 3,1-6).
También las cosas, efectivamente, están mar-
cadas por algo personal. Según este principio
del conocimiento, las criaturas comunican
algo personal del Creador. Las cosas dicen y
transmiten algo del propietario, del donante.
Pero justamente este principio de la unidad y,
al mismo tiempo, de la distancia que se nece-
sita para vivir la plenitud de la vida ha sido
dañado, destruido por-el pecado.
El pecado interviene en la relacionalidad,
pervierte la relación, porque pervierte el
amor. Es más, el pecado es posible sólo por-
que Dios es el Amor, y el amor es libre, e
incluye también la posibilidad de la rebelión,
de la negación, de la no acogida. El pecado es
interrupción de la relación, es aislamiento, es
encerramiento, es hacer de mi propio yo el
epicentro del universo, de lo creado, es decir,
de las cosas y de todas las relaciones. Así se
rompe de un modo trágico el conjunto, la
armonía, la percepción de la unidad, queda
oscurecido el sentimiento de pertenencia,
apagado el sentido de la comunidad, olvidada
la fraternidad. El pecado conlleva el no ver ya
al otro como persona real, libre en su objeti-
vidad, independientemente de mí. El pecado
introduce la categoría del uso, el cálculo del
interés, y el otro se convierte en objeto. Más
aún, el hombre, como tal, se transforma en

29
un objeto. Todo queda cosif¡cado, muerto. Se
pierde el rostro, se olvidan los rasgos del ros-
tro, las miradas, las manos. El pecado es olvi-
do, y el olvido es el río que engulle a los
muertos, que hace desaparecer, que se lleva
todo definitivamente. Sin una relación de uni-
dad, y al mismo tiempo de distancia respecto
de lo que se quiere conocer, no se puede
conocer de un modo recto. El pecado condu-
ce, en efecto, a la ignorancia (agnosia), al no
conocimiento e incluso a la imposibilidad de
conocer.

S I N REDIMIR DEL PECADO LAS RELACIONES,


NO SE PUEDE CONOCER

«El amor es la conexión y el vínculo con el


que la totalidad de las cosas se estrecha en la
unión de una amistad inefable y de una unidad
indisoluble» (JUAN SCOTO ERIUGENA, De divisio-
ne naturae 1,74: PL 122.519B).

Pero no podemos conocernos por no-


sotros mismos, porque para conocerse es
necesario recuperar la capacidad de relacio-
narse de una manera libre, de poder mantener
una relación no posesiva, ni de dominio, ni de
uso, con nosotros, con el mundo, con los
demás e, incluso, con el tiempo. La fuerza sal-
vaje que compromete a la voluntad en el ansia
exasperada de autoafirmarse impide a los
hombres la razonable recuperación de una

30
sana relacionalidad. Se puede razonar y, con
una racionalidad ética, tratar de instaurar rela-
ciones, pero la historia nos enseña que se
trata de una ilusión condenada al fracaso. La
recuperación de la relacionalidad no se da por-
que se decida vivir unas relaciones sanas. La
relacionalidad significa precisamente que no
está juego un único sujeto, un único punto de
referencia. Las relaciones no sólo dependen
de mí. Pero ni siquiera existen relaciones sólo
entre dos, yo-tú, aunque en la historia haya
habido algún utopista iluso que, encontrando
un alma gemela, se haya podido crear un pa-
raíso para dos. No obstante, también ésta es
una amarga ilusión, destinada a un dramático
epílogo. La relación es una red, un tejido que
se despliega sobre lo que es el espacio y el
tiempo, y que se hunde en los abismos del
amor inagotable del Dios Triuno, las tres
Personas verdaderamente libres y fieles en el
amor. Y dicha relacionalidad, que abraza en un
tejido orgánico a todo el género humano,
puede ser curada, sanada, sólo por una
Persona que, en el drama del pecado y de la
muerte, en el sufrimiento de la historia de
todo lo creado, puede vivir el amor total, uni-
versal y libre (cf. Col 1,15-20). Un amor vivido
en relación con todo lo que existe, con todo el
espacio y todo el tiempo, con toda la historia,
que afecta a Adán y a toda su descendencia,
con cada hombre individualmente y, al mismo
tiempo y en el mismo acto, con todas las rela-
ciones de la humanidad.

31
LA REDENCIÓN EN CRISTO,
ÁMBITO DEL VERDADERO CONOCIMIENTO

«Lo que hace hombre al hombre, el princi­


pio de la humanidad en el hombre, es su
Divinahumanidad» [S. FRANK, // pensiero russo
da Tolstoj a Losskij (Milán 1977) 265].

«El misterio de la encarnación del Verbo


contiene en sí mismo el significado de todos
los símbolos y los enigmas de la Escritura, así
como el sentido escondido de toda la creación
sensible e inteligible. Pero el que conoce el
misterio de la Cruz y del Sepulcro, conoce
también las razones esenciales de todas las
cosas. El que, en fin, apunta más lejos y ve
que es iniciado en el misterio de la resurrec­
ción, capta el fin para el que Dios ha creado
todas las cosas desde el principio» (MÁXIMO EL
CONFESOR, Cent, gnost. I, 66: PG 90, 1108AB).

Esta sanación tan radical, que se presenta


como una nueva creación, se realiza en
Jesucristo (cf. 2Co 5,17). Cristo es la plena
revelación del amor libre y absoluto de las
Personas de la Santísima Trinidad en la histo­
ria. En Cristo, verdadero Dios y verdadero
hombre, se comunica todo el amor de Dios a
los hombres. Y Él, nuevo Adán, afirma y hace
resplandecer ante Dios toda la verdad y la
belleza del hombre redimido (cf. 1Co 15,44-
49). Con la encarnación, asumiendo la natura­
leza humana, Cristo instaura una relación
absolutamente particular con cada hombre, y
en Él toda persona humana puede encontrar

32
ese acceso al otro, esa comunicación con el
otro que Él ha instaurado. Cristo se convierte
en una especie de puerta a través de la cual se
puede entrar en comunión con todos los hom­
bres (cf. Col 1,17). Por medio de su amor y de
sus relaciones, Cristo instaura una relación
con nosotros los hombres absorbiendo y asu­
miendo en sí nuestra condición de no relacio­
nalidad, de violencia, de egoísmo, de pecado,
es decir, de muerte. Sobre Él, verdadera vícti­
ma de todo el mal del mundo, se desencade­
nan toda la venganza y el rencor de la humani­
dad. Cargando con las culpas de todos, lleva la
paz a todos y hace que descubramos que el
muro de división ha sido destruido y que, de
repente, se puede ver al otro como a un her­
mano (cf. Ef 2,14-18). Asumiendo el pecado de
los hombres, Cristo muere, puesto que la
muerte es el salario del pecado, su carne es
penetrada por la muerte. Pero, dado que es el
Hijo de Dios y que el Padre lo genera y lo ama
eternamente, la relación eterna del Padre
hacia su Hijo quema la muerte, destruye la
noche con la luz inaccesible, y hace que el Hijo
resucite de la muerte. De este modo, en
Cristo, nace el verdadero hombre liberado del
poder de la muerte, en el que el pecado ya no
puede tener un poder definitivo. Más aún, el
tentador es derrotado y se afirma la verdadera
imagen de Dios como amor y la verdadera
imagen del hombre, también éste, en cierto
modo, amor de Dios. Cristo, Hijo de Dios, sal­
vador del mundo, verdadero Dios y verdadero
hombre, muerto y resucitado, es la imagen
que hace que el hombre pueda reconocerse
porque le recuerda cómo es verdaderamente.

33
Con la redención se nos rehabilita para
vivir la propia verdad, que es la de ser perso­
nas creadas a imagen del Dios trino, del Dios
de las relaciones libres, fieles, es decir, del
Dios del Amor. Estas relaciones no son algo
teórico, abstracto, sino concreto, personal e
histórico. Cristo recrea al hombre nuevo
abriéndole la posibilidad de amar, siendo Él
mismo el amor a través del cual el hombre
entra de nuevo en el mundo de las relaciones.
Cristo es ese Amor del Padre que nos alcanza,
ese mismo Amor mediante el cual somos
capaces de amar y de salir de nosotros mis­
mos. Cristo es la objetividad de todo amor
entre el hombre y Dios, y entre los mismos
hombres. Nos encaminamos hacia Dios sobre
ese puente, gracias a esa relación que Dios
mismo ha instaurado con nosotros dándonos
a su Hijo, que en su éxtasis nos ha alcanzado
y se ha quedado con nosotros. Y por esto en
Cristo se nos ha vuelto a dar una relacionali-
dad sana. Dicha relacionalidad constituye el
principio y el ámbito del conocimiento de uno
mismo y de los demás y, mucho más, de Dios.
La redención es, por tanto, una realidad
tan real, concreta y personal que se convierte
en el comienzo objetivo y, al mismo tiempo,
personal de una memoria inolvidable.

EL ESPÍRITU SANTO HACE AL HOMBRE PARTÍCIPE


DEL AMOR TRINITARIO

«Estando el Espíritu en el Verbo, es evi­


dente que el Espíritu está en Dios por el Verbo.

34
Así, en el Espíritu que viene a nosotros, ven­
drán también el Hijo y el Padre y morarán en
nosotros. Porque la Trinidad es indivisible y su
divinidad es una» (ATANASIO, A Serapión ep. III,
5-6).

Con la creación, al hombre y su naturaleza


se les hace partícipes de la vida y de la natu­
raleza divina. Ahora bien, la esencia de la vida
y de la naturaleza divina es el Amor, como afir­
man reiteradamente los Padres. O, aún de un
modo más explícito, la esencia de Dios son las
relaciones de amor entre las tres personas tri­
nitarias que constituyen un único Dios triper-
sonal. En este sentido, el monoteísmo cristia­
no no puede ser puesto al mismo nivel que los
otros monoteísmos. Es ésta una verdad que
tiene consecuencias inmediatas en lo que res­
pecta a la concepción y la comprensión del
hombre, y por tanto también de la historia, de
la sociedad, de la Iglesia. Según la Revelación
y la Tradición cristiana, el punto de partida para
comprender la creación del hombre es que la
naturaleza divina coincide con el Amor. El
hombre ha sido creado a imagen de un Dios
semejante, lo cual quiere decir que participa
de la vida y la verdad de Dios. Es evidente que
existe un foso ontológico (o un "abismo"
como le gusta llamarlo a san Efrén) entre Dios
y el hombre. Sin embargo, por la gracia de
Dios, este foso viene llenado, de modo que es
menos profundo del que existe entre el hom­
bre y el resto de lo creado. Sólo el hombre, en
efecto, participa de la dimensión personal de
Dios, es su imagen. Lo cual significa que, en

35
su esencia, aunque en un nivel creatural, es lo
que Dios es en su esencia a nivel increado, es
decir, Amor. La persona creada es también
persona precisamente por este núcleo relacio­
nal que la constituye imagen de Dios. Tal
núcleo relacional la capacita para acoger la
relación de Dios hacia ella (relación que es fun­
dante, vivificante, que hace existir, que la crea)
y al mismo tiempo se hace generador de rela­
ciones hacia los demás, hacia el mundo y
hacia la misma naturaleza humana que posee
cada persona.
La persona, en el sentido teológico de
semejante término (en referencia a Dios, pero
también al hombre en el ámbito de la antropo­
logía teológica), no puede ser reducida al mero
sujeto. El hombre como persona está consti­
tuido, por decirlo de algún modo, por una
dimensión agápica, espiritual, absolutamente
personal, irrepetible, que está indisolublemen­
te unida a lo que se llama naturaleza humana,
que es común a todos los hombres. La perso­
na se realiza en las relaciones que en el
mismo acto incluyen la propia naturaleza, el
mundo, los otros y Dios. La persona, relacio­
nándose ad extra con amor, se relaciona,
pues, con su propia naturaleza. La persona se
ama a sí misma amando a los demás, y vice­
versa. La relación con los demás incluye y
pasa a través de la propia naturaleza. De este
modo, el amor entre las personas es, sí, una
relación intersubjetiva, pero incluye esa
dimensión objetiva constituida por la naturale­
za. Por este motivo, se puede ver a la persona
como una unidad relacional compleja, no sim-

36
plemente intersubjetiva. La relación, entendi-
da en este sentido, no puede ser, por lo tanto,
reducida a la simple intersubjetividad, precisa-
mente porque pertenece a la realidad de la
persona, que también incluye en sí misma el
principio de objetividad, representado por su
naturaleza. Pero la relación entendida de este
modo no puede ser reducida tampoco al sim-
ple mundo psicológico, desde el momento en
que en su núcleo fundante hay una realidad
teológica y por tanto, evidentemente, espiri-
tual. La relacionalidad está fundada en el
mundo trinitario. Todo intento de encerrar las
relaciones solamente en un análisis socio-psi-
cológico es, por tantoT un reduccionismo que
engaña e impide la verdadera comprensión de
las mismas relaciones y, por lo tanto, también
del hombre y de la sociedad. Es más, seme-
jante acercamiento a menudo lleva a una lec-
tura de la relacionalidad que difícilmente
puede abrirse al fundamento verdadero de las
relaciones que es el mundo trinitario.
Si consideramos al hombre como imagen
de Dios, vemos que el artífice de la comunica-
ción de la vida divina a la criatura, Aquél que
hace participar a la persona creada en la natu-
raleza de Dios, es el Espíritu Santo. El Espíritu
es el que desciende en primer lugar, el que
vive en este sentido su kénosis. El Espíritu
inhabita en la criatura haciéndola persona pre-
cisamente en este acto, porque injerta en ella
el principio del ágape, constituido por la parti-
cipación en Dios Padre. El Espíritu Santo pro-
duce en la nueva criatura, en su alma - q u e es
exactamente la esfera personal del ser huma-
n o - su imagen, que es la imagen del Hijo.
Sabemos que en la simbología cristiana "ima-
gen" significa la presencia real y activa del
Hijo. Y puesto que el Hijo es a su vez imagen
del Padre (cf. Col 1,15), también el Padre se
hace presente. El hombre, persona creada,
recibe así, en su ser persona, un corte trinita-
rio. Por tanto, el Espíritu Santo hace partícipe
al hombre de la vida de Dios, lo une a la vida
divina abriéndole al Amor que existe entre las
tres Personas trinitarias. El Espíritu, de este
modo, implica al hombre en el Amor trinitario.
Podemos decir, por tanto, que la persona
humana está creada a imagen de Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo, y que su esencia es, al
mismo tiempo, la relación del Dios trino que la
crea, la vivifica, la salva, la santifica, junto a la
acogida de su verdad, el vivir también ella la
misma realidad de las relaciones y del amor.

EL ESPÍRITU SANTO NOS UNE AL NUEVO A D Á N ,


EN EL CUAL SE VUELVE A ENCONTRAR LO VIEJO
TRANSFIGURADO

«Nacido de parto virginal, y herido en el


costado, oh Creador mío, por ello convertido
en Adán, has vuelto a plasmar a Eva: de modo
sobrenatural, durmiéndote en un sueño fecun-
do de vida, en tu omnipotencia has vuelto a
despertar la vida del sueño y de la carne... El
templo inmaculado ha sido destruido, pero
resucita consigo la tienda caída: en efecto, el
segundo Adán, que mora en lo más alto del

38
cielo, ha descendido al primero, hasta las habi-
taciones secretas del Hades» (Tropario de las
odas del orthos bizantino del sábado santo).

El Espíritu Santo es Aquél que ha encarna-


do al Verbo en la Virgen de Nazaret. Es el artí-
fice de la encarnación y, por tanto, de la mani-
festación plena de Dios, que en el mismo acto
es redención del hombre, manifestación de la
gloria de Dios en el rostro de Cristo y reden-
ción del hombre contemplada en el mismo
rostro. Gracias al Espíritu, el hombre puede
reconocer a Cristo como Señor suyo e intuir la
grandeza del amor oblativo y salvífico entre el
Padre y el Hijo, de modo que puede descubrir
que es amado por Dios en el Hijo de Dios,
reconocido a la vez como salvador y hermano,
desde el momento en que el Espíritu mismo
nos hace hijos en el Hijo, pronunciando en
todo hombre el verdadero nombre de Dios,
que es "Padre'.' El Espíritu Santo, comunicán-
donos la redención de Cristo, la salvación lle-
vada a cabo, la revelación de Dios como Padre,
nos hace descubrir nuestra verdadera identi-
dad, la de hijos (cf. Rm 8,14-17). El Espíritu
Santo es el que nos lleva al Padre mediante la
obra de Cristo: el Hijo de Dios, que asume la
imagen del siervo para sufrir las humillaciones
de los hombres que se han sentido y se sien-
ten esclavos del pecado y de la pasión, nos
hace volver a encontrar en él la filiación perdi-
da. Y es el Espíritu quien nos hace contemplar
en el rostro del Hijo de Dios, hecho siervo, la
huella filial que el Consolador ha grabado en
nosotros en el momento de la creación. El

39
Espíritu Santo nos hace ver que en Cristo,
nuevo Adán, se reencuentra toda la realidad
de la creación primera. En efecto, el nuevo
Adán recapitula y reintegra lo que era Adán y
su descendencia. El Espíritu Santo da ojos
para ver que en el nuevo Adán ha sido asumi-
do todo lo que era fracaso, mentira, traición,
pecado, la muerte del viejo Adán (cf. Flp 2,7).
Todo lo que se ha vivido con la ausencia del
amor ha sido asumido y quemado por el amor
del Padre, de modo que puede resplandecer
transfigurado, hecho filial revelado como la
verdadera, y perfecta imagen de Dios Padre.

LA VIDA, ASUMIDA EN LA CARIDAD, PERMANECE

«El Verbo, tomando carne, se ha mezclado


con el hombre y ha asumido en sí nuestra
naturaleza, para que lo humano sea deificado
sin confusión con Dios: la masa de nuestra
naturaleza es santificada íntegramente por
Cristo, primicia de la creación» ('GREGORIO DE
NISA, Contra Apolinar, 2 : PG 4 5 , 1 1 2 8 ) .

¿Cómo puede ser acogida la redención?


¿Cómo participar en ella? Desde nuestro
Punto de vista de criaturas, el Espíritu Santo
es el Amor del Amor de Dios, como lo llama
san Agustín, Aquél que derrama en nuestros
corazones el amor de Dios Padre (cf. Rm 5,5).
Él es el comunicador de la vida de Dios, es
decir, del amor de Dios. Él es el Don supremo
del Padre, pero para nosotros los hombres, es

40
también Donador. Desde tiempos inmemoria-
les los cristianos han reconocido en el Espíritu
Santo a la Persona divina que habita en el
hombre con su acción. Y esta acción, desde el
tiempo de los apóstoles, ha sido reconocida
en primer lugar como comunicación del amor,
de la caridad, como atestigua el caso de
Esteban, "lleno del Espíritu Santo" (Hch 6,5)
hasta dar la vida. El Espíritu Santo inhabita en
el hombre con la santa caridad. Pero, ¿qué es
la caridad? Es el ágape percibido y vivido en la
historia y en la creación. Por ello es la única
realidad que permanece, porque es la unidad
de todo, incluso la unidad de los opuestos. La
santa caridad permanece porque es tan divina
que consigue integrar también la oposición, el
rechazo, la rebelión y hasta la negación. La
caridad se deja negar, pisotear, humillar, des-
truir-corno ha hecho Cristo, manifestación del
amor del Padre- pero siempre resucita, per-
manece allí, humilde, mansa, sin interés hacia
sí misma, sin voluntad de afirmarse, sin dese-
ar un espacio propio, ni formas propias de
existencia... La caridad es la vida eterna. La
caridad tiene de Dios tanto de personal que
nada creatural puede destruirla. La caridad,
comunicada por el Espíritu Santo, mantiene
también en las sinuosidades más oscuras de
la historia, una apertura incesante hacia los
abismos del amor personal del Dios trino. La
caridad vive como en dos registros: uno
expuesto a la historia, al tiempo, al pecado, a
la violencia; el otro, a la fidelidad de Dios en las
tres Personas. Uno ligado a la carne, a la pre-
cariedad de la criatura; el otro a luz inaccesible,
a la felicidad duradera, a la plenitud del encuen-

41
tro tripersonal. Una parte, por lo tanto, se
hunde en la tragedia del pecado, expuesta a la
violencia de la mentalidad del pecado, y la otra
en la fidelidad inmutable de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. El verdadero Dios y el verdade-
ro hombre, Jesucristo, encarnado por el
Espíritu Santo, es el cumplimiento pleno y
total de esta polaridad de la caridad entre crea-
do e increado. Y la pascua del Señor es el fun-
damento y culmen de todo lo que pasa entre
la muerte y la vida eterna, entre el pecado y la
luz inaccesible, entre la pérdida y el encuentro
fiel, entre la tristeza y la felicidad. Por tanto, la
caridad es también un tránsito, una pascua, un
exodus del viejo al nuevo Adán. En la caridad
se teje orgánicamente toda la trama de la his-
toria. La caridad, precisamente porque dura
para siempre, custodia todo lo que permanece
verdaderamente. Y el modo en el que perma-
nece es el de la pascua. Lo que no entra en la
pascua, no es de la caridad y, por tanto, no per-
manece. Lo que permanece es lo que entra en
el triduo pascual, que muere por amor, es
sepultado y al tercer día el Espíritu Santo lo
hace resucitar y nos lo revela en Cristo, nues-
tra pascua. El Espíritu Santo hace que todo
confluya en Cristo, permanece siempre eter-
namente Aquél que encarna al Hijo, que lo
hace histórico, eternamente presente, tal
como ocurre en la santa liturgia.

Pero el Espíritu Santo, junto al don de la


caridad, nos da el don de la inteligencia y de la
memoria. La caridad es la forma más alta de
inteligencia y la luz del intelecto, porque con-
sigue ver cada cosa en relación con el resto,

42
con todo, ya que la caridad es el nexo de todo,
el tejido de todo. Los autores espirituales
hablaban de la caridad iluminada, de la caridad
discreta, es decir, de la inteligencia de la cari-
dad, la inteligencia que hace ver cada detalle
en su verdad, en su relación con el resto, una
inteligencia que conecta lo particular con el
conjunto. Y, puesto que hace que permanezca
eternamente todo lo que se deja penetrar por
la caridad, la caridad coincide con la memoria.
Por lo tanto, la memoria está estrechamente
ligada al Espíritu Santo, el dador de la caridad.
En el sentido creatural, antropológico, el prin-
cipio de la memoria es el Espíritu Santo, con el
don de la caridad. De-este modo, la memoria
está ligada intrínsecamente a la inteligencia y
a la vida, porque el Espíritu Santo es el Señor
que da la vida, precisamente porque da la cari-
dad personal de Dios Padre. El hombre posee,
por tanto, una estructura cognoscitiva que
tiene como fundamento la caridad, como prin-
cipio vital propio al Espíritu Santo, y como
ámbito de realización la experiencia de las per-
sonas en relación con Dios, con los otros, con-
sigo mismo y con todo lo creado.

A L RECORDAR. DIOS HACE VIVIR Y SE HACE


PRESENTE EN LA VIDA

«El buen ladrón ora en la cruz: "Acuérdate


de mí, ¡oh Señor!, cuando llegues a tu reino"
Pide que se le recuerde. Y Jesucristo, en res-
puesta, escuchando su deseo de ser recorda-
do, afirma: "En verdad te digo: Hoy estarás
conmigo en el paraíso" (Le 23,42-43). En otras
palabras, "ser recordados " por el Señor es lo
mismo que "estar en el paraíso" y esto signifi-
ca estar en la memoria eterna y, en conse-
cuencia, tener existencia eterna y -por tanto-
recuerdo eterno en D/'os» [PAVEL A . FLORENSKIJ,
La colonna e il fundamento della veritá tr. it.
(Milán 1974) 246].

El Espíritu Santo, en su acción de mover


con la caridad a todo hombre hacia Cristo para
hacerle hijo en el Hijo, revela y recuerda conti-
nuamente a cada hombre lo que significa ser
hijos. El Espíritu Santo es el que, comunicán-
donos la vida de Dios, la salvación de Cristo,
concreta la imagen de nuestra identidad. El
Espíritu Santo haciéndonos partícipes de la
huella filial desde la creación, y luego hacien-
do propia en cada uno la redención llevada a
cabo por Cristo, vivifica continuamente en
nosotros esta realidad de la imagen, que se
convierte, así, en un recuerdo espiritual de lo
que es nuestra verdad. Mediante la caridad
que se nos comunica, mediante la participa-
ción divina, el Espíritu hace que emerjan en
nosotros esos recuerdos reales y eficaces que
constituyen nuestra memoria espiritual. Él
hace que el hombre se acuerde de aquello en
lo que se está transformando, de lo que está
llamado a ser. La memoria espiritual pone ante
nuestros ojos interiores, como meta de nues-
tra transformación y de nuestra realización, lo
que ya se ha realizado en la pascua de Cristo
por cada uno de nosotros. Semejante memo-
ria espiritual que se nos comunica tiene un

44
carácter creatural, que se halla por tanto en el
límite entre el mundo del espíritu y el mundo
de la psique. Pero en el mundo de Dios la
memoria personal de las tres Personas divinas
es un acto único de pensamiento y de crea-
ción. En Dios, el recuerdo coincide con el
amor que Él tiene por la realidad recordada.
Por eso la memoria de Dios es su presencia,
su relación fiel. En efecto, en la revelación
bíblica la memoria de Dios se revela como una
acción permanente, constante, de la fidelidad
de Dios en relación con lo recordado. La
memoria de Dios es una especie de alianza
divina, es la indestructibilidad de su "estar
con": es el Emmanuer; Dios-con lo recordado
(cf. Sal 111,5).

TAMPOCO LA MEMORIA HUMANA QUIERE


DEJAR ESCAPAR LA VIDA

«Debería decir al instante:


'¡Quédate, Tú eres tan hermoso!'...» (J. W .
GOETHE, Fausto, I, 1 6 9 9 - 1 7 0 0 ) .

También en el mundo psicológico - y por


tanto en el creatural- la memoria tiende a
tener esta capacidad de hacer presentes las
cosas. También simplemente en el proceso
del pensamiento, la memoria, mediante el
recuerdo, presenta las imágenes y los con-
ceptos. Pero es precisamente a nivel psíquico
donde se advierte de un modo más explícito

45
También bajo el aspecto moral una memo­
ria fosilizante, una racionalidad nostálgica,
involucra a la voluntad de las personas de un
modo equivocado, porque hace que prefije­
mos modelos a los que nos debemos de con­
formar para ser perfectos, con esa perfección
perdida que se debe reconquistar. Es una
forma esclerótica, por el simple hecho de que
es artificial, es decir, está desenganchada de la
vida y, efectivamente, acaba sin sabor, o sea,
sin felicidad. Lleva al sacrificio, a la renuncia, a
formarse, a educarse, pero sin llegar tampoco
a saborear la vida, sin degustar el sentido del
crecimiento. Más aún, puede suceder fácil­
mente que esta perfección esté desvinculada
del amor, y por consiguiente, refleje la frag­
mentación de una unidad ilusoria jamás alcan­
zada. Es decir, que sea simplemente un deta­
lle que se afirma como totalidad. Este proceso
desemboca en una especie de ideologización
de la memoria y en una racionalidad que hace
trabajar al conocimiento sobre recuerdos no
vivos, sino ideales, pensados, construidos, y
por tanto, en última instancia, sobre recuerdos
que no son memoria.

LA MEMORIA SE TRANSFORMA EN ANAMNESIS


DE LA VIDA QUE PERMANECE

«La nostalgia hace referencia a un pasado


cuya ausencia se sufre. La anamnesis es un
recuerdo gozoso que hace al pasado mucho
más presente de lo que era cuando fue vivi-

48
do» (T. Spidlík, Spiritualitá slava y religiositá
ortodossa, en A A . W . Lezioni sulla Divinouma-
nitá (Roma 1995) 209].

Sólo una memoria que recuerda la pascua


es una memoria viva, y que, por tanto, garan­
tiza una racionalidad sapiencial que lleva a
saber vivir. Saber vivir para no morir para siem­
pre. Saber vivir desenmascarando las ilusio­
nes, las hadas morganas, los fantasmas. Una
memoria que recuerda la pascua sabe que
todas las cosas vuelven, pero no tal y como
han sido vividas, sino más bien transformadas,
transfiguradas en el prgceso de la redención,
que es el proceso de la filiación universal en
Cristo. No es ésta una memoria nostálgica,
aunque haga regresar, porque hace que volva­
mos en Cristo al Padre, a la casa de aquél
cuyas cosas se vuelven a encontrar, como le
sucede al hijo pródigo (cf. Le 15,11-32). Para él,
en efecto, las cosas que vuelve a encontrar en
la casa ya no son iguales a las que ha malgas­
tado, sometiéndolas a su capricho, adminis­
trándolas a su voluntad. Todo ha cambiado,
porque todo se convierte en una narración, en
un relato, la revelación del amor del Padre.
Ahora, por medio de las cosas, es el padre
quien se presenta con solicitud al hijo, como
amor que espera y que festeja el encuentro.
La memoria espiritual, por tanto, presenta las
cosas mediante la transfiguración que tiene
lugar en la pascua, hace que las cosas vuelvan
porque las recuerda en relación con la pascua,
es decir, en relación con un Dios que también
se comunica de modo pascual. Y la pascua es

49
el impedimento de cualquier fosilización, de
todo pensamiento esclerótico, nostálgico, for-
malista, posesivo.
La tradición de la Iglesia llama anamnesis
a la memoria que tiene como principio vital al
Espíritu Santo y que asume los recuerdos en
un tejido duradero de caridad. En efecto, en
el plano creatural, la memoria presenta la cul-
minación de su desembocadura creativa y
vivificante en la liturgia, donde se transforma
en anamnesis. Solamente la liturgia es el
ámbito en el que la memoria humana, que
por participación lleva en sí este deseo de
crear, de no perder las cosas, llega a realizar
esta profunda característica suya. En la litur-
gia, la memoria humana se une tan eficaz y
realmente a la memoria de Dios que hace
presente aquello que recuerda. En la liturgia
se realiza esta obra del Espíritu Santo que es
"hacer presente'.' En efecto, a la anamnesis
la acompaña la epíclesis. Sin la invocación
del Espíritu Santo nuestra memoria perma-
nece impotente, y por tanto o se desangra
en el olvido, muriendo junto a las cosas que
desaparecen, o se esclerotiza nostálgica-
mente. En la liturgia, por el contrario, la
memoria entra en la anamnesis y, con una
sabiduría eclesial, es decir, con una racionali-
dad que piensa junto a los demás, y por tanto
con una inteligencia de amor, dicha memoria
logra reconocer la objetividad de Cristo cele-
brado como Señor y Salvador, que sin pausa
continúa revelando al Padre en la historia y
redimiéndonos de la esclavitud del pecado.
La liturgia nutre con su sabiduría eclesial los

50
recuerdos de nuestra memoria espiritual, esa
memoria que se abre a la anamnesis, a la
memoria eterna. En la liturgia la memoria
nutre y es nutrida por toda la complejidad
espiritual de la Iglesia, o sea, por la Palabra
de Dios, por los símbolos, por los dogmas,
por los conceptos, por las metáforas, por los
significados y por las imágenes espirituales,
por la caridad practicada... De este modo, la
memoria de la salvación, la memoria de
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
depositada en esta realidad de la Iglesia, vivi­
fica continuamente nuestra participación
mediante Él en el amor del Padre. La memo-
ria es la participación. Es la eficacia de la par­
ticipación en el don de Dios. Por este motivo
es una realidad transformante, tanto de
nuestra mentalidad (debido a los recuerdos
reales que corrigen continuamente nuestro
recuerdo, de manera que podamos recono­
cer cada vez de un modo más concreto lo
que es de Cristo y lo que no le pertenece, lo
que es nuestra identidad de hijos en el Hijo,
y lo que nos distancia de ello), como de
nuestro estilo de vida, y de nuestro obrar
moral, porque constantemente nos nutre del
recuerdo de la pascua como única vía de rea­
lización para el hombre. Una realización que
no se da de un modo abstracto y aislado,
sino dentro de una relación con el Cristo pas­
cual que se nos ha comunicado por el
Espíritu Santo.

51
LA UNIDAD, GARANTÍA DE VIDA

«Cuanto más unifiques tu corazón para


buscarle a Él, más obligado estará Él por su
compasión y bondad a venir a ti y a descansar
en ti... Y cuando vea tu celo en buscarle,
entonces se manifestará y se te aparecerá, te
otorgará su ayuda y te dará la victoria librándo­
te de tus enemigos. Cuando, sobre todo, haya
visto cómo le buscas y cómo pones siempre
en Él todas tus esperanzas, entonces te ins­
truirá, te dará el don de la verdadera oración,
de la verdadera caridad, que es Él mismo, y lo
será todo para ti: paraíso, árbol de vida, perla,
corona, arquitecto, agricultor, pasible e impasi­
ble, hombre y Dios, vino, agua viva, oveja,
esposo, guerrero, armadura, Cristo que es
todo en todos» [PSEUDO-MACARIO, Homilía
31,3-4 en Spirito e fuoco (Magnano 1959) 324-
325].

Examinarse a sí mismo significa verse en


relación con el Prototipo. Es un ejercicio que
sirve para tomar más conciencia de sí cada
vez en relación a lo que se está llamado a ser,
y por tanto a verse cada vez más de un modo
íntegro. Pero para esto es necesario aclarar lo
que significa "verse íntegramente" cuál es la
integridad que se aprecia mirándose a sí
mismo. Es necesario, en efecto, precisar que
la integridad de la persona no significa simple­
mente una perfección según un ideal proyec­
tado. Lo que nos hace íntegros es la relación
hacia nuestro Creador y Redentor, es más, el

52
sentirnos abrazados por la mirada de amor del
Redentor que unifica a toda nuestra persona,
nuestra historia y nuestro devenir. Sin un tras-
fondo de integridad comprendido de esta
manera, en efecto, no se puede hacer el exa-
men de conciencia, porque no se sabe en
referencia a qué nos examinamos. Ignorantes
de esto, corremos el riesgo de desviarnos de
nuevo hacia esquemas, abstracciones y mora-
lismos despersonalizadores.
Tratemos, entonces, de destapar el signifi-
cado de la unidad espiritual como integración
personal.
El principio de la vida está en unirse. La
tendencia a aislarse es la fuente de la muerte.
Todas las cosas que se separan, que se cie-
rran, que tratan de autoafirmarse, acaban
muriendo. También en lo creado el principio de
la vida se caracteriza por la unificación, por el
relacionarse. La vida discurre mediante las
relaciones, la muerte triunfa cuando las trunca.
El pecado ha ilusionado al hombre prometién-
dole que, si se preocupa de sí mismo y si se
administra según su voluntad, vivirá, se afir-
mará. Pero este engaño del tentador se ha
convertido en el cementerio de la humanidad.
El hombre herido por el pecado, ensangrenta-
do por las relaciones truncadas a causa de la
soledad impuesta por la propia voluntad, trata
de salvarse haciendo de sí mismo el epicentro
de la relacionalidad. Pero se trata (ésta) de una
relacionalidad posesiva, que trata de asegurar-
se amontonando muchas relaciones cosifica-
das, junto a muchas cosas y objetos útiles y
agradables acumulados para garantizarse la

53
vida. Esta relacionalidad posesiva, ya que no
es capaz de vivir relaciones verdaderas con el
mundo, se crea castillos especulativos, siste-
mas ideológicos, para sentirse potente, viva,
inatacable, invulnerable. Pero, a nivel psicoló-
gico, curiosamente todo esto lleva a la satis-
facción. En efecto, se consigue estar satisfe-
cho, pero una cosa muy distinta es ser feliz. Y
el que se siente satisfecho, antes o después,
prueba el aburrimiento que le provocan los
objetos de su satisfacción. La satisfacción pro-
puesta por la mentalidad de pecado es, en
efecto, una insatisfacción camuflada. Más
aún, una amargura, una derrota. Solov'év reto-
ma el concepto filosófico de la infinidad mala,
esta ansia insatisfecha de la persona herida
porque no vive en el éxtasis hacia los otros,
sino como epicentro egoísta. Es una sed incol-
mable como para ser apagada, un deseo de
afirmarse que no puede ser aplacado. Ya no se
conoce el límite, porque todo lo que al
comienzo da placer, satisfacción, con el tiem-
po lleva al aburrimiento o incluso a la amargu-
ra. El hombre se pierde en todas las cosas que
ha acumulado para salvarse. Amontona las
cosas, como el hijo pródigo, para administrar-
las según su propia voluntad, para gozarlas y,
al final, paradójicamente, estas mismas cosas
que le debían dar satisfacción, lo hacen escla-
vo. Se ve así triturado en sus múltiples deseos
cada vez más inquietos, agitados, insaciables.
Este es el demonio que se llama legión, por-
que es una multitud (cf. Me 5,9), porque es la
disgregación, porque engaña haciendo creer
que cada pequeño detalle, si viene satisfecho,

54
puede absorber la multitud y aplacar el deseo
de ser. Es una verdadera ilusión demoníaca. El
hombre es presa de los cismas, de las sepa­
raciones, de la fragmentación, de la imposibili­
dad de comprenderse como totalidad. Y se
mira a sí mismo ante un espejo quebrado con
un dolor, con un sufrimiento que es ya un
morir.
La felicidad se encierra en la unidad porque
la unidad es la garantía de la vida. Sólo en una
unión que no excluye a ninguno está garanti­
zada la vida. En cuanto a una parte se la exclu­
ye, es decir, se la empuja a la soledad, donde
incuba rencor y agresividad, antes o después
se convierte en una amenaza para todos, y por
tanto también para uno mismo. La verdadera
garantía de la vida es la comunión de todos,
sin exclusión de ninguno. Una comunión que
cuenta con todos, que interpela a todos y que,
al mismo tiempo, no opone violencia, no obli­
ga a la mutilación para estar juntos, sino que
afirmando a todos consigue afirmar a cada
uno. Solamente ésta es una vida asegurada,
una vida que prospera y que la persona expe­
rimenta como felicidad. Nosotros descubri­
mos este criterio sobre todo en nuestro inte­
rior, aún antes que a nivel social: vivimos nues­
tra identidad, nuestra verdad, encontramos la
serenidad y la paz sólo si vivimos la unidad de
nosotros mismos, si tenemos una mirada
sobre nosotros con la que somos capaces de
vernos íntegramente.

55
VERSE CON LOS OJOS DEL ESPÍRITU SANTO,
INTEGRADOS EN CRISTO

«¿Cuál es el verdadero camino que la


Escritura llama "la vía estrecha que conduce a
la vida" (Mt 7,14) "el camino de la paz" (Le
1,19), "el camino de la salvación" (Hch 1 6 , 1 7 ) ,
"el camino del Señor" (Hch 19,9), "el camino
de la verdad" ( 2 P 2 , 2 ) y "el camino derecho"
(2P2.15;?

Es la pureza-castidad (celomudrie). El
mismo término ruso celo-mudrie (owcppooúvn
o oaocppoúvn,) en su composición etimológica
se refiere a la integridad, a la salud, a la inco-
lumidad, a la unidad, y en general al estado
normal de la vida interior, a la indivisión y a la
fuerza de la persona, a la frescura de las ener-
gías espirituales, a la armonía espiritual del
hombre interior. La celo-mudrie es casi lo
mismo que la integridad del pensamiento, la
integridad de la razón, la integridad del intelec-
to, la salud de la razón y del intelecto.
Precisamente éste es el significado del térmi-
no según los santos Padres y los antiguos filó-
sofos. La celo-mudrie es sencillez, es decir,
unidad orgánica y, si se quiere, la integridad de
la persona» [PAVEL A . FLORENSKIJ, La colonna e
¡I fondamento della veritá, tr. ¡t. (Milano 1974)
231].

Verse íntegramente significa ver los nexos


entre nuestras distintas dimensiones (la
razón, el intelecto, la intuición, la voluntad, el
sentimiento, los sentidos, el cuerpo, las

56
pasiones, los instintos...), pero también quie-
re decir ver nuestros mismos nexos desple-
gados en el tiempo, ver nuestra continuidad
orgánica a lo largo de los años, así como ver
en los años las conexiones de nuestra identi-
dad, de la realidad de nuestra persona,
mediante la globalídad de los episodios, de
los eventos, de las historias vividas. También
los nexos culturales se tejen en mi identidad,
incluso la geografía, el color de la piel, mi
estructura genética, es decir, los vínculos con
mis padres, con mis antepasados, así como
las conexiones entre sueños y realidad,
deseos y proyectos, éxitos y fracasos. Verse
de un modo íntegro significa tener presente
toda la gama de las relaciones, de los encuen-
tros, y nuestro nexo con las cosas que nos
rodean, los objetos, el trabajo...
Percibimos de una manera inmediata, ins-
tintiva, que el misterio del gozo y de la felici-
dad se esconde en la unidad. Por eso, a menu-
do queremos vencer la disgregación, la desin-
tegración, con unos esfuerzos voluntaristas
con los que tratamos de reunificar nuestra
vida a partir de criterios o categorías ideales,
abstractas, o formuladas por otros como
modelos a nivel social, imágenes que se
deben recuperar en nosotros, formas a las que
configurarse. Pero, como hemos visto, nada
constituye un principio unificador salvo la reali-
dad del amor trinitario. Solamente el amor de
Dios es ese tejido unitario que mantiene, favo-
rece y realiza la realidad de la persona. Se trata
de entrar en la óptica del amor, de pensarse,
comprenderse y progresar con una inteligen-

57
cia de amor. Entonces se crece íntegramente.
Pero aquí se esconde a menudo una trampa:
el hombre no puede amarse por sí mismo, no
consigue darse amor él solo. Se trata, enton­
ces, de descubrir que somos amados. El amor
es una sorpresa, de otro modo no es amor. El
amor no se puede forzar. No podemos obligar
a los demás a que nos amen. El amor, ya lo
hemos visto, es un don del Espíritu Santo. Es
la plenificación del amor en nosotros, de la
recapitulación de todo el hombre en el amor,
es la redención llevada a cabo en Cristo, y que
se nos ha comunicado en el Espíritu. Por eso,
para verse en la verdad, es necesario mirarse
con los ojos del Espíritu Santo, que es la mira­
da de Cristo Salvador, es la misericordia de
Dios. Para verse en la realidad y en la verdad,
hay que pedírselo al Espíritu Santo. Y Él nos
llevará a Cristo, que es el único que puede
decirnos cómo nos ve, porque nos mira de tal
modo que no duda en dar la propia vida para
recuperarnos a la vida.

LA SABIDURÍA,
ÁMBITO DE LA COMUNICACIÓN CON DLOS

«A pesar de que la Sabiduría unigénita y


original de Dios todo lo creó y edificó... para
que lo creado no sólo existiera, sino que exis­
tiera dignamente, Dios se complació en que
su Sabiduría descendiera a las criaturas, de
modo que sobre todas las criaturas en general
y en cada una en particular se grabara un cier-

58
to sello y una semejanza a la imagen de ella (la
Sabiduría), y que lo que se le había dado al ser
se revelara como cosa sabia y digna de Dios.
Como en nosotros y en todas las cosas existe
este sello de la Sabiduría creada, la verdadera
y creadora Sabiduría, asumiendo lo que con-
viene al propio sello, dice de sí misma:
"JHWH me creó en sus obras" El mismo
Señor llama suyo, en cierto sentido, lo que
sería la Sabiduría que existe en nosotros, y
aunque Él en cuanto Creador no haya sido
creado, sin embargo, su imagen está creada
en las cosas, Él habla del sello como si se tra-
tase de sí mismo. El mismo Señor ha dicho:
"El que os acoge, me'acoge a mí" (Mt 10,40);
por lo tanto, como en nosotros está su sello,
aunque Él no sea contado entre las cosas
creadas, sino estando creadas las cosas a su
imagen y semejanza, dice como si Él mismo
fuera esta imagen: "El Señor me creó al
comienzo de su poder, antes de que creara
sus obras, desde entonces"Como he dicho, el
sello de la Sabiduría se ha grabado en las
cosas para que el mundo reconozca en la sabi-
duría de su Creador al Verbo, y mediante el
Verbo, al Padre... en el mundo no existe la
Sabiduría creadora, sino la sabiduría creada en
las cosas, gracias a la cual "los cielos narran la
gloria de Dios y el firmamento declara la obra
de sus manos"(Sal 18,2). Si los hombres aco-
gen en sí también esta sabiduría, reconocerán
la verdadera sabiduría de Dios, reconocerán
que efectivamente han sido creados a imagen
de Dios» (ATANASIO, // Oración contra los arria-
nos 78: PG 26,78).

59
Ahora bien, este paso entre lo divino y lo
humano, entre lo creado y lo increado, entre lo
absoluto y lo frágil, esta mirada unitaria y agá-
pica, que es la de nuestro Creador y Salvador,
se conserva y se nos comunica en la Sabiduría
de Dios. En la Sabiduría divina, Dios conserva
vivas, y como realmente existentes, todas las
imágenes e ideas del conjunto de lo que Él
crea con amor y lo que redime en su Hijo. De
este modo, la Sabiduría divina es el ámbito,
que Dios nos dona mediante el Espíritu Santo,
en el que las personas creadas pueden comu­
nicarse con Dios. La Sabiduría es esa inteli­
gencia agápica comunicada a lo creado para
alimentar nuestra memoria con la memoria de
Dios, que es real y eficaz. Por eso, en la
Sabiduría divina confluyen por un lado el amor
del Padre, la realidad divinohumana de Cristo y
la comunicabilidad obrada por el Espíritu Santo
y, por otro, la accesibilidad de este ámbito para
el hombre y la acogida que hace de él, que cul­
mina en la Virgen de Nazaret, Madre de Dios.
Es un punto de encuentro, donde el hombre
puede contemplarse a sí mismo con los ojos
de Dios y puede recordarse como lo recuerda
el Espíritu, es decir, como Cristo lo ha redimi­
do y lo que le está diciendo.

LA MIRADA DEL ESPÍRITU SANTO


SE CAPTA EN LA SABIDURÍA

«El Espíritu Santo es la caridad que nos


atrae» [GUILLERMO DE SAINT THIERRY, El Espejo

60
de la fe, XX, en SC 301 (París 1982) 137 y 139].

La Sabiduría divina es esa realidad inteligi-


ble y viva que permite que el hombre desarro-
lle un modo de pensar y una inteligencia que
trabaje con criterios y con categorías vitales.
En efecto, un razonamiento, un pensamiento
desarrollado a partir de la Sabiduría opera con
conceptos y nociones impregnadas de vida.
Por eso no se crea simplemente un sistema
de pensamiento, y se evita así el riesgo de la
ideología. Pensar a partir de los presupuestos
de la Sabiduría divina crea un organismo de
conceptos, de nociones, de ideas, que confi-
guran un organismo vivo. La Sabiduría divina
es un don, es una caridad de Dios hacia los
hombres, es un gesto de la pedagogía del
Señor lleno de ternura hacia nosotros para pro-
tegernos de las abstracciones, pero que nos
ofrece la posibilidad de pensar en el misterio
del hombre, en el misterio de la vida, en el
misterio de la historia, en el misterio de Dios
mismo de un modo sabio, es decir, unido
siempre a la vida, esa vida que permanece,
que no muere. Es un modo de pensar que
impide el desarrollo de teorías abstractas
sobre el hombre, sobre su inteligencia, sobre
su alma, sobre su psique, sobre la historia,
sobre el cosmos, y también sobre Dios. Las
teorías, en efecto, se desarrollan a menudo a
partir de los conceptos, de las ideas, de las
tesis desconectadas de la vida, o que al
menos no tienen en cuenta a la vida en su
totalidad, sobre todo la vida personal que con-
tiene el misterio de la libre relacionalidad. Las

61
teorías parten frecuentemente de una volun­
tad de dominio que trata de apropiarse de los
misterios. Por lo tanto, son fácilmente el fruto
de una racionalidad pasional, sensual, posesi­
va, víctima de la ilusión, de la tentación de la
serpiente de Gn 3. Acaban por delimitar la
vida, por aprisionarla, por aislarla, hasta hacer­
se más importantes que la vida misma, sobre
todo que la vida de las personas. Por eso viven
en un combate continuo con el amor de los
hombres, con su libertad y con los aconteci­
mientos de la historia. Y como producen férre­
as metodologías, al aplicarlas mecánicamente,
llegan a esclavizar al hombre para que no surja
nada que contradiga su planteamiento. El pen­
samiento pasional, es decir, el pensamiento
que establece la unión de la razón y la pasión,
consiente una cultura posesiva, con tendencia
al dominio. A menudo, tal actitud se camufla
bajo perspectivas abstractas, para que parezca
que las nociones abstractas no pueden ser
pasionales ni ser tratadas de modo pasional,
como para garantizar un alejamiento en el
razonamiento, para demostrar que se evita la
posesividad. Pero, de hecho, todos los siste­
mas de pensamiento que parten de presu­
puestos abstractos, teóricos, evidentemente
se convierten antes o después en una técnica
que llega incluso a determinar ese vuelco por
el que la misma tecnología se convierte en un
sistema de pensamiento. En un mundo tecno-
crático, de difusión masiva de nuevas tecnolo­
gías, se puede llegar a dominar al hombre para
que corresponda a la visión que la tecnología
facilita, hasta intervenir en él de un modo tan
radical que hace al hombre "nuevo',' actuando

62
sobre la naturaleza humana. No hay duda de
que este es nuestro futuro. Y parece que sea
poco fructífero oponerse con unas teorías
"humanísticas" éticas, morales, o simplemen­
te interviniendo desde un plano jurídico. Con
el actual planteamiento del mundo, guiado por
los intereses económicos y financieros, que
con gran maestría incide en la pasionalidad del
hombre, en sus deseos de autoafirmación y
de búsqueda del placer, es imposible oponer
con eficacia un sistema de pensamiento basa­
do únicamente en una alternativa de valores
ético-morales. Quizás sería más eficaz des­
arrollar una manera de pensar que parta de
una base sapiencial, para razonar orgánica­
mente, haciendo surgir una inteligencia que, si
desarrolla nociones y conceptos, lo hace a par­
tir de la vida y en un contexto de relaciones,
en un ámbito comunitario, caracterizado por
un estilo de vida preciso. Hay que promover
una cultura del pensamiento, de la reflexión y
de la creación que no esté desconectada del
amor. Quizá sólo así pueda tener éxito la opo­
sición a este enorme desarrollo patológico de
la racionalización tecnocrática que ahora supo­
ne un riesgo para el hombre, emergiendo en
medio de ella con un pensamiento y un estilo
de vida unitario, que por ello mismo es her­
moso, gozoso, y que por lo tanto puede atraer,
fascinar. Sin un principio de la belleza entendi­
da como unidad espiritual, como un mundo,
un pensamiento, una realidad penetrada por el
amor - y por tanto por una vida de comunión-
no se puede salvar el futuro del hombre.

LA SABIDURÍA MORA EN LA BELLEZA

63
«La vida espiritual, en cuanto que procede
del Yo y tiene su centro en el Yo, es la verdad;
percibida como acción inmediata del otro, es
el bien; contemplada objetivamente por el ter-
cero como irradiación externa es la belleza. La
verdad manifestada es el amor. El amor reali-
zado es belleza» [PAVEL FLORENSKIJ, La colonna
e il fondamento della venta, tr. ¡t. (Milano 1974)
177].

La Sabiduría divina es el tejido de la belle-


za donde la verdad se revela como amor y el
amor no es un imperativo ético, un sueño
idealista o romántico, sino una realidad realiza-
da sobre un rostro preciso que es el de Cristo,
verdadero Dios y verdadero hombre. Es en la
Sabiduría divina donde el hombre puede con-
templar y acceder a los rasgos de la verdad
percibidos como una belleza que atrae, que
fascina, precisamente porque en ella se abre
un tejido infinito de relaciones y correspon-
dencias. En la Sabiduría divina, en esta fasci-
nante belleza que se acerca a nosotros, que
nos atrae y se nos revela, podemos contem-
plar la unidad de todo en Cristo, y contemplar
en Él nuestra propia unidad. En la Pascua,
Cristo recapitula todo lo del viejo Adán y lo
revela como luz y belleza, es decir, en la totali-
dad constituida por el nuevo Adán. En la pas-
cua, todas las noches, las carencias, las
ausencias, los vacíos, todo lo que se ha vivido
sobre la base de un principio de autoafirma-
ción - e s decir, en la mentira, en la ilusión y en
la m u e r t e - viene revisado, iluminado, limpia-

64
do, revestido, asumido por Cristo, Dios hom-
bre. Todo lo que sangraba brilla ahora como la
nieve al sol, todo lo que era escarlata translu-
ce ahora con una blancura que ningún lavan-
dera puede reproducir. En el sacrificio pascual
se realiza la belleza en el verdadero sentido del
término, es decir, en el amor que Cristo reali-
za con su pascua se lleva a cabo la unidad del
mundo consigo mismo y con Dios. La
Sabiduría que lleva a la vida en la belleza es la
Sabiduría del triduo pascual.
¿Dónde encontramos esta Sabiduría? La
Sabiduría divina es ese ámbito personal de la
compañía de Dios que está con Dios desde el
principio de la creación'del mundo (cf. Sab 9,9;
Pr 3,19). Cuando Dios crea el universo, la
Sabiduría estaba ya con Él y Él creaba con ella
(cf. Pr 8,27). Es un aspecto fascinante, dialógi-
co, personal de Dios. Por un lado es un aspec-
to gozoso, de alegría, de fiesta. Y por otro lado
es un aspecto agápico, de amor, de exhube-
rancia de Dios, de su voluntad de donar. Tiene
la característica del gozo divino que invita, que
organiza banquetes, donde se da el encuentro
(cf. Pr 8,30-31; 9,2). Es la cercanía de Dios,
una especie de habitación de Dios, de su
morada tan condicionada por quien la habita
que todo recuerda a esa Persona cada detalle
tiene una conexión directa con el ilustre
Morador. Es una compañía de Dios inteligible,
capaz de presentar y de presentarse en las
formas del arquitecto privilegiado (cf. Pr 8,30),
es el artista que encuentra su sentido en la
creación atractiva, que implica a todos los sen-
tidos y la inteligencia de la criatura. La

65
Sabiduría divina, por tanto, es una realidad en
dos registros: por un lado pertenece a Dios y,
como dice la Escritura, forma parte del mundo
increado (cf. Pr 8,23); por otro, dado que es la
expresión de la exhuberancia del amor de
Dios, Dios hace que reciba una forma y una
dimensión creatural (cf. Pr 8,24). Hace compa-
ñía al Dios que crea e impregna todo lo que
Dios crea. En este sentido, la Sabiduría divina
se convierte en el mundo creatural en el acce-
so al mundo de Dios, a su pensamiento, a su
proyecto de creación. Puede decirse entonces
que la Sabiduría custodia en sí el "original" de
la creación, la memoria de cómo ha salido de
las manos del Creador el mundo creado. La
Sabiduría increada -ámbito de la comunica-
ción entre las Personas divinas, ámbito del
Amor de las Personas trinitarias- precisamen-
te por su verdad tiene como característica fun-
damental la comunicación Y, en efecto, la
Sabiduría se comunica a lo creado y, en el
registro de la creaturalidad, reviste lo creado
con el encanto del amor, de la comunicabilidad
y, por tanto, de la belleza.

LA SABIDURÍA INHABITA EN LA IGLESIA

«La salvación está en la consustancialidad


con la Iglesia, pero el acceso a la unidad supe-
rior supramundana de las criaturas unidas por
la fuerza de la gracia del Espíritu sólo es posi-
ble para el humilde que se ha purificado
mediante la ascesis. Humildad, castidad y sen-

66
cillez como fuerzas transfísicas y transmorales
que en el Espíritu Santo hacen a toda la criatu-
ra consustancial a la Iglesia. Estas fuerzas son
la revelación de otro mundo en el mundo de
aquí abajo, del mundo espiritual y superior en
el mundo espacio-temporal e inferior, son
ángeles custodios de la criatura que descien-
den del cielo y ascienden desde lo creado al
cielo, como se le reveló al patriarca Jacob y, si
queremos seguir con la comparación, la "esca-
la" es la santísima Madre de Dios» [PAVEL A.
FLORENSKIJ, La colonna e il fundamento della
veritá, tr. it. (Milano 1974) 405].

«En el curso ñor nial de las cosas, se reci-


be la fe de otro; no nos podemos bautizar por
nosotros mismos. De este modo, las perso-
nas normalmente dependen unas de otras en
la realización de su destino sobrenatural.
Están llamadas a comulgar el mismo bien de
la vida divina, recibiendo su principio de otro:
hecho en el que se nos permite ver un reflejo
de la misma vida divina, que es don de una
Persona a otra» [Y.-M. CONGAR, La Tradition et
les traditions, II (París 1963)19].

Con la encarnación, con la muerte y la


resurrección de Cristo, con Pentecostés, la
Sabiduría abre el mundo trinitario divino al
hombre. Esta apertura, que antes sólo era
accesible como intuición, ahora se hace para
nosotros una posibilidad de vida y la Iglesia se
convierte en el lugar privilegiado de la
Sabiduría. Del mismo modo que el Antiguo
Testamento, por el poder del Espíritu Santo,
confluye de modo sapiencial en la Virgen de
Nazaret, Madre de Dios, así ahora el mismo
Espíritu, generando la Iglesia, pone en marcha
la Sabiduría que se concentra en ella. La
Iglesia se convierte en el ámbito en el que se
conjugan los dos registros de la Sabiduría,
creando este tejido inteligible, vital y hermoso
que caracteriza la morada de Dios, las relacio-
nes entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Es en la Iglesia donde se nos abren los signifi-
cados y los sentidos primordiales de la vida,
de la muerte, del nacimiento, del sufrimiento,
del gozo... Es en la Iglesia donde la Sabiduría
divina envuelve de encanto la presencia real
de las dos manos del Padre -las dos Personas
divinas que constituyen la Iglesia-, el Hijo y el
Espíritu Santo.
En la Iglesia, la Sabiduría divina adquiere
una concreción que impide todo tipo de
malentendido en la comprensión de los miste-
rios de un modo enigmático, fácil, acategorial.
La Sabiduría divina es cristocéntrica: se tradu-
ce y se manifiesta en la Escritura en los gran-
des símbolos de los dogmas, de la fe; reviste
las oraciones, los cantos, la liturgia mediante
los espacios y los tiempos, a partir de los
apóstoles, a lo largo de los siglos. La Sabiduría
se hace accesible en los santos que están
vivos y glorificados en Cristo, y que viven en la
comunión de la Iglesia, atravesando los confi-
nes del tiempo. La Sabiduría se comunica en
la enseñanza que los pastores abren como
riqueza del almacén eclesial para la salvación
del mundo en la apropiación que de ello hace
el pueblo de Dios. Y toda la fascinación y la

68
belleza del cosmos, de la tierra, de los cam­
pos, de los olivos confluye y se comunica en
los misterios de los sacramentos celebrados
por la Iglesia.

EXAMINARSE EN EL CORAZÓN CON LA SABIDURÍA

«Si el corazón está en el centro de la per­


sona humana, entonces el hombre entra en
relación con todo lo que existe a través del
corazón» [TEÓFANES EL RECLUSO, Nacertanie
christianskago nravoucenija (Tvloscú 1895)
306].

El órgano con el que se llega a la Sabiduría,


a la visión unitaria, a este organismo viviente,
es el corazón. El corazón entendido como
totalidad de la persona, como órgano que
mantiene el sentido de toda la persona, y por
tanto como órgano del amor, que posee fuer­
zas centrípetas capaces de atraer y unir, y
fuerzas centrífugas, es decir, la capacidad de
relacionarse, del éxtasis, del don. El corazón
es el amor. El corazón es el organismo capaz
de captar todos los nexos que constituyen a la
persona en la totalidad de sus dimensiones, y,
al mismo tiempo, es el amor el que custodia
los nexos de esta persona con los demás - e s
decir, su eclesialidad-, sobre todo con el Dios
trino. Es necesario mirarse con el corazón para
verse en el conjunto, en todo lo que se es.
Esta es otra forma de decir que el fundamen­
to que constituye al hombre es el amor de

69
Dios. El amor es inteligibilidad, precisamente
porque es comunicación y comunión. Por lo
tanto, sólo el amor es auténtica inteligencia,
en él se enraizan todas las capacidades cog­
noscitivas del hombre, y de él surgen y se
desarrollan estas mismas capacidades cog­
noscitivas: el razonamiento, el intelecto, la
intuición, la voluntad, el sentimiento, los senti­
dos... están adheridos al amor, están enraiza­
dos en él y son vivificados por él. De este
modo, cada una de las capacidades cognosci­
tivas actúa en sintonía con las demás, porque
en el amor descubre los nexos orgánicos que
lo unen todo. Sólo entonces el hombre crece
integralmente en su conocimiento, un conoci­
miento que implica a toda la persona y que por
tanto sirve para su vida, a la vida eterna.
Si el corazón es el sentido de la totalidad,
el principio agápico, por lo tanto, está vivo.
Entonces puede acceder a la Sabiduría, preci­
samente porque es ella la que comunica al
mismo tiempo el conocimiento y la vida. El
corazón impide el desarrollo unilateral de cual­
quier dimensión del hombre. Es el órgano que
se hace oír siempre que exageramos en una
dimensión aislada, cualquiera que sea, incluso
cuando es "espiritual'.' El corazón sufre cada
vez que la persona fuerza una parte de sí, por­
que él es el que garantiza la unidad. Por tanto,
es el corazón el que garantiza también que la
inteligencia no se separe de la vida, del amor.
La "inteligencia del corazón" -según una
expresión típica de los autores espirituales- es
una inteligencia que actúa con la luz del amor
y que siempre cose una unidad entre el cono-

70
cimiento y la vida espiritual, esa vida que favo­
rece la salvación del hombre. Por esto, el cora­
zón y la Sabiduría son dos realidades que
están estrechamente ligadas y que actúan en
perfecta reciprocidad. En la Sabiduría se guar­
dan los recuerdos de lo que es el hombre visto
por el Creador y Salvador, y el corazón es el
órgano capaz de comprender y contemplar
esta imagen, de pensar en estos recuerdos,
de fijarlos. En la Sabiduría divina se esconde la
memoria que comunica a la inteligencia del
corazón esos recuerdos espirituales que se
convierten en los criterios de reconocimiento
de lo que verdaderamente favorece la vida
para que el Espíritu Santo pueda realizar en
nosotros la filiación en el Hijo de Dios. Sólo en
la mirada unitaria de la que es capaz el corazón
podemos acoger las imágenes de la memoria,
los recuerdos de lo que somos según la voca­
ción divina. A este sentido de la unidad del
organismo vivo, del amor, a este sentido del
corazón y de la sabiduría que ayuda, custodia
y realiza la verdadera vida de los hombres, se
le puede dar el nombre de "consciencia" esa
voz vigilante que se hace oír cada vez que vivi­
mos algo que se refiere a estas realidades.
Este sentido del amor como la realidad más
personal y, al mismo tiempo, más universal,
es la unidad interior, que se expresa a través
de la unidad de la consciencia, del "yo" perso­
nal.
Intentemos sintetizar: sólo el amor es ver­
daderamente comunicable e inteligible, y sólo
el amor del Dios trino es la vida eterna, donde
las relaciones no se rompen, sino que perma-

71
necen. El Espíritu Santo, en el momento de la
creación, nos comunica este amor, que nos
inunda como santa caridad, como luz. En este
amor se esconde el misterio de nuestra uni­
dad personal y de nuestra felicidad. El pecado
destruye a la persona, pervirtiendo el amor en
un egoísmo exasperado, pero la redención de
Cristo vuelve a curar, vuelve a crear un hom­
bre nuevo y el Espíritu Santo nos hace partíci­
pes de esta salvación haciéndonos vivir como
hijos en el Hijo. En su amor hacia los hom­
bres, Dios nos abre sus misterios gracias a su
Sabiduría, que nos puede comunicar el cono­
cimiento y la vida al mismo tiempo. En la
Iglesia se guarda la santa memoria, la
Sabiduría del hombre redimido que vive en
Cristo. El hombre crece contemplando con el
corazón, órgano de la unidad, su verdadera
imagen custodiada por la Sabiduría divina en
la Iglesia y que nos comunica mediante el
Espíritu Santo que nos hace el don de este
amor. Con la inteligencia del corazón pode­
mos sonsacar a la memoria para tener los cri­
terios y así discernir lo que ayuda y lo que
obstaculiza el ser verdaderamente hijos en el
Hijo y vivir como redimidos en el camino de la
historia.
Entonces, cuando la persona hace examen
de conciencia, realiza un acto de oración en el
que, invocando al Espíritu Santo, activando la
inteligencia del corazón, la mirada de conjunto,
contempla su propia vivencia -los gestos, los
actos, los pensamientos, los sentimientos, el
deseo, sus relaciones- teniendo como trasfon-
do la memoria y los recuerdos precisos de

72
cómo Cristo lo ve en su amor pascual.
Entonces sucede que - c o m o al principio nos
decía san Agustín en el fragmento reproduci-
d o - la persona discierne pensando: no, no es
esto, ni esto, pero esto sí, esto coincide, enca-
ja, forma parte de mí. Con el examen, la per-
sona descubre también vacíos, carencias, es
decir, la vida vivida en ausencia de Dios. Ve los
pecados. En la oración del examen tiene
entonces la posibilidad de volver a visitar
estos momentos dolorosos de oscuridad y de
volverlos a encontrar en el amor salvífico de
Cristo. La memoria de la pascua del Señor, de
su loco amor por nosotros, mueve el corazón
a la súplica, al arrepentimiento, a la invocación
de la salvación, a la invocación del nombre del
Señor. Y así, la persona puede volver a encon-
trar redimido lo que, humildemente, en el arre-
pentimiento, ofrece a Cristo como no redimi-
do. Y cuando las cosas son graves y tienen un
cierto peso en nuestra adhesión a Cristo y en
lo que estamos llamados a ser por Él, precisa-
mente en el examen se siente la necesidad de
la Iglesia como lugar del perdón sacramental.
Todo lo que se ha dicho nos abre a una
ulterior visión del bautismo. En el bautismo,
inmersos en la vida de Cristo por el Espíritu
Santo, se cumple una identificación radical de
nosotros con Cristo, de modo tal que nuestra
vida se encuentra en la suya y Cristo nos ve ya
redimidos. Y si el viejo Adán todavía destruye
y cura las heridas de la carne de resurrección
de su cuerpo corruptible, es porque el dato
empírico, fenoménico, todavía no corresponde
con la realidad verdadera. Así se abre el cami-

73
no de la divinización, una "ascética del amor"
donde nos divinizamos en la medida en que,
sumergiéndonos en la memoria del bautismo,
nos configuramos cada vez más con nuestra
identidad custodiada por la Sabiduría de Dios.
II
La vida espiritual
y el examen de conciencia

Tras haber detallado el fundamento y el


principio teológico del examen de conciencia,
ahora podemos ver concretamente cómo
comprender y situar este ejercicio espiritual
dentro de la vida espiritual.

EL EXAMEN DE CONCIENCIA EN LA ORACIÓN

Está claro, por todo lo que hemos dicho,


que la primera característica del examen de
conciencia es la de ser oración. El examen de
conciencia es escuchar el corazón, tal como lo
hemos definido más arriba. Pero es imposible
escuchar el corazón sin que éste nos recuer-
de al Espíritu Santo, al Señor que da la vida.

75
Esto ya es admitir la primacía del Señor, reco-
nocer nuestro principio vital en Él, empezar a
razonar con una lógica de amor, es decir, de
adoración del Señor. El examen de conciencia
no es en absoluto una operación que se con-
suma simplemente en el interior del yo,
donde se pone en juego la propia racionaliza-
ción y la propia conciencia de sí ante uno
mismo. El examen de conciencia es un diálo-
go puramente religioso donde se hace explí-
cita la fe del creyente, su relación con Dios,
su primacía, donde nuestro silencio es escu-
cha, una escucha con una característica de
culto, en cuanto que se da en la posición justa
del hombre ante su Señor. El examen de con-
ciencia es una oración, y por tanto un diálogo,
una conversación en la que se verifica una
comunicación tan real que hace que empece-
mos a mirarnos con los ojos del Señor, y así
se acrecienta nuestra memoria espiritual de
nosotros mismos. El examen de conciencia
continuamente repuebla nuestra sabiduría
espiritual de recuerdos que son imágenes
concretas de nosotros mismos recogidas en
la memoria de la Sabiduría de Dios en Cristo.
Y, como el Cristo sapiencial vive en la Iglesia,
aunque el examen de conciencia pueda pare-
cer una cosa intimista, alcanza siempre a la
Iglesia, a su sabiduría y a su santidad. En efec-
to, el examen de conciencia se hace por
amor, esa santa caridad que nos empuja a ser
cada vez más eclesiales, es decir, más trinita-
rios, de manera que la humanidad sea más
plenamente imagen de Dios. Toda ascesis
cristiana halla su sentido en la eclesialidad y
su fundamento en la Trinidad. No existe un

7A
camino de perfeccionamiento de uno mismo
si este perfeccionamiento no significa una
inserción cada vez mayor en el organismo uni-
versal de la Iglesia, de la comunidad. Es la
dimensión eclesial, relacional, el ámbito de la
dinámica que lleva a la perfección.
Precisamente porque su órgano es el cora-
zón (nos movemos, pues, en la categoría de la
caridad, de la libre adhesión, de la convivencia,
del saber relacionarse), en la conversación con
el Señor se llega espontáneamente a admitir
los pecados, las ausencias, las ilusiones. El
corazón, en efecto, nos sostiene en la rela-
ción, y la relación confluye siempre en el ros-
tro. Y solamente ante ef rostro se puede per-
cibir el pecado en su justa dimensión: un peca-
do que provoca entonces el arrepentimiento,
el llanto, la petición del perdón, la renovación
del compromiso, del voto, de la alianza. Ante
una lista de leyes y de preceptos, ante mode-
los y formas de perfección, el hombre no se
siente invitado al arrepentimiento, a la conver-
sión, a la conmoción del amor porque es
absuelto. Nos movemos entonces en un nivel
muy distinto que, evidentemente, no encaja
con el planteamiento teológico explicado más
arriba. Hay aquí una conversación de gratitud,
de agradecimiento, que a menudo nos impul-
sa a decir palabras hermosas y dulces al
mismo Señor, a hablar bien de Él a Él mismo.
Se acaba, pues, como se había empezado,
pero siempre con un reconocimiento mayor
de Dios, dándole la precedencia, la prioridad,
todo el peso, el honor, la gloria que merece.

77
EL EXAMEN DE CONCIENCIA, CONTEMPLACIÓN
Y CONOCIMIENTO

El examen de conciencia empieza con la


invocación del Espíritu Santo y con un silencio
religioso, para entrar en el corazón, para captar
el sentido del conjunto. Es decir, la petición de
entrar en sintonía con la voz del corazón, y pre-
cisamente en este inicio es donde se adquie-
re una actitud contemplativa. En este sentido
se puede hablar de una contemplación a dos
niveles.
Uno es el diálogo personal con el Señor, en
el Espíritu Santo, contemplando la memoria
sapiencial en la que Dios explica ante nuestros
ojos su amor hacia nosotros y cómo Él nos ve.
Es una actitud contemplativa en el pleno sen-
tido de la palabra, donde también se escucha
a la Iglesia en su sabiduría, donde se experi-
menta la comunión con el Señor, con sus
mensajeros, con los santos ángeles, con los
santos y las santas de las generaciones pasa-
das. Es una contemplación en la que se vuel-
ve a adquirir el pleno sentido religioso, espiri-
tual, donde el espíritu comparte con el intelec-
to y los sentimientos ese sabor espiritual, ese
gusto del amor que penetra los sentidos de un
modo espiritual.
El otro nivel de la contemplación es lo vivi-
do durante el día, o una parte del día, contem-
plando en la memoria -la inmediata- los
encuentros, el modo de relacionarse con las
cosas, las ideas, los sentimientos, y sobre
todo con el Señor. Se contempla lo vivido con

78
el sabor y la mirada del primer nivel de con-
templación espiritual apenas descrito, ése con
el que se entra en la mirada con la que Dios
nos ve. Efectivamente, se entra antes en la
contemplación espiritual del amor de Dios para
adquirir la mirada con la cual observar la reali-
dad de la jornada. Cuando he captado el sabor
del amor de Dios, de su salvación, entonces
miro el día poniendo atención en la salvación,
y es natural que encuentre en el examen lo
que tenía el mismo sabor durante el día. Al
comienzo se recoge la mirada del Señor y con
ella se examina la jornada. Siempre se hace
así, y nunca al contrario. Hacer lo contrario,
contemplar la jornada y yer lo que hay de Dios
en ella, es muy problemático. Éste es un modo
lleno de trampas, de engaños, de ilusiones, de
racionalizaciones, porque podemos ser envuel-
tos por una sutil egolatría, por el amor a la
voluntad propia, a los vicios propios. Por el
contrario, a partir de la contemplación de la
mirada de Dios hacia nosotros, es decir, con la
inteligencia del corazón, estando atentos a la
relación de Dios con nosotros, se empieza
siempre desde lo concreto, una concreción
auténticamente espiritual, porque está pene-
trada totalmente por Dios, por su amor, por su
Espíritu. Captando la relación del Dios trino
hacia nosotros, se capta incluso la concreción
dramática que ha significado esta relación por-
que ha comportado nuestra creación y nuestra
redención. Entonces encontramos la concre-
ción en la que se oculta nuestra verdadera ima-
gen, la vocación a la que estamos llamados:
ser admitidos en el misterio de la pascua. Ser
alcanzados por Cristo en su Pascua. Así, aco-

79
gemos el don de la sabiduría pascual, que con­
tiene la memoria del amor de Dios, y con ella
nos contemplamos a nosotros mismos en
nuestra cotidianidad.
Como hemos visto en la primera parte,
quien conoce el misterio de la cruz, de la
muerte y la resurrección de Cristo, conoce el
misterio de la unidad de todo, conoce el signi­
ficado de la historia y de todo lo que existe,
porque solamente la pascua es la verdadera
clave de lectura de la vida. Por este motivo, la
dimensión contemplativa del examen de con­
ciencia es la puerta correcta que nos introdu­
ce en el verdadero y justo conocimiento de
nosotros mismos, de los demás, de lo que
nos sucede y de lo que sucede en el mundo.
Un examen de conciencia así nos lleva a des­
cubrir los significados y el sentido de lo vivido.
Por este motivo, parte de la escucha a Dios,
que nos habla mediante las personas, los
encuentros, los acontecimientos, la historia.
Una buena parte del examen de conciencia
tiene un carácter sapiencial, significa saber
descifrar lo que está sucediendo, saber leer
los tiempos, los signos, los acontecimientos.
Esto, concretamente, significa repasar la jor­
nada mirándola con la mirada de la verdadera
contemplación, tal y como ya lo hemos des­
crito, es decir, teniendo como trasfondo la
pascua de Cristo, en la que también tiene
lugar mi salvación personal, no sólo la salva­
ción en sentido general. Y allí, sobre un princi­
pio de connaturalidad con la pascua, la memo­
ria espiritual reconoce o rechaza como propias
las realidades que se vuelven a visitar.

80
REVIVIFICAR LO VIVIDO

Cuando, sobre este trasfondo de la pas-


cua, descubro que hay acciones, actitudes,
pensamientos que no han sido vividos con el
Señor, que no tenían un carácter pascual, sino
que se han vivido en la distracción, en la agi-
tación, o incluso en la autoafirmación, en la
posesividad, en el egoísmo, ¿qué tengo que
hacer?
Hemos visto en la primera parte que hay
un paso, una continuidad, entre la memoria
humana y la eterna anamnesis de Dios, entre
el simple recuerdo y el recuerdo eficaz del
Señor que hace presentes las cosas recorda-
das. Sucede que vivimos algunos momentos
o actitudes, quehaceres, sin tener una relación
consciente con el Señor, sin haber acogido ni
cuidado su presencia, sin entregarnos al amor,
momentos en los que más bien nos queda-
mos solos, siguiendo nuestros criterios a
menudo no purificados, nuestras motivacio-
nes no limpias, con una egolatría que lo pene-
tra todo... Sabemos que lo vivido está desti-
nado a morir, a entrar en el olvido, a desapare-
cer. Incluso puede tratarse de algo alabado por
todos, pero de lo que al final no quedará ni
huella, ya que no se ha realizado ni vivido en el
amor, en la presencia del Espíritu que da la
vida, dado que sólo el amor permanece (cf.
1Co 13,8). Pero Dios lo mira todo con amor y
sigue a toda persona creada a su imagen con
una infinita filantropía, con una alianza absolu-
tamente fiel. Y en su Kénosis pascual, en su

81
Hijo, lo alcanza y lo recoge todo. Entonces, en
este sentido, también existe una memoria de
todo lo que hemos vivido. En el examen de
conciencia, en esta particular oración, pode-
mos pedir entrar en esta memoria para recu-
perar lo que hemos vivido, si en ese momen-
to lo repasamos por él y lo abrimos al Señor,
narrándoselo, contándoselo, señalándoselo,
ofreciéndoselo a Él. En el examen de concien-
cia se nos da la posibilidad de ofrecer todo lo
que no ha sido ofrecido.
Podemos entender esto mucho mejor si
recordamos el episodio de la resurrección de
Lázaro. Cristo ama a Lázaro y por ello se enca-
mina hacia Betania para visitarlo. Pero cuando
llega, Lázaro está muerto, y Marta, la hermana
de Lázaro, le dice a J e s ú s : " ¡Señor, si hubieras
estado aquí, mi hermano no habría muerto!
Pero ahora sé que cualquier cosa que le pidas
a Dios, Él te lo concederá'.'Y Jesús le respon-
de: "Tu hermano resucitará... Yo soy la resu-
rrección y la vida; el que cree en mí, aunque
haya muerto, vivirá; el que vive y cree en mí no
morirá para siempre" (Jn 11,21-23.25). Esto
significa que la presencia de Cristo es la vida,
que todo lo que es vivido en relación con Él,
vive. Pero si sucede que se vive en la ausen-
cia del Señor, tenemos la posibilidad de que
nos ocurra como a Lázaro: aunque estuviera
muerto, la relación con el Señor le ha resuci-
tado. Aunque las cosas estén muertas, como
dice el Señor, vivirán si están con Él, si las
acoge, si se le confían a Él. Entonces, en el
examen de conciencia, descubriendo las
cosas muertas, las ausencias en el amor, se

82
las abrimos al Señor conscientemente, se las
contamos a Él, porque Él en la pascua nos ha
alcanzado, como ha alcanzado a Lázaro en la
tumba. En Jn 11, Cristo hace salir a Lázaro de
la tumba, pero el capítulo acaba con la deci-
sión de los sumos sacerdotes y de los farise-
os de matar a Cristo, y en el capítulo siguien-
te Él se encamina hacia Jerusalén, donde
morirá. Lázaro sale de la tumba porque Cristo
entra en ella. No hay oscuridad, muerte ni
noche tan profunda, ni pecados tan horribles
desde donde el Señor no haya ya penetrado y
donde espera a que volvamos a pasar para
abrir esta realidad a Él. Y en esta apertura a Él,
en este encuentro, Él nos comunica su mirada
y el modo como Él ve esta realidad. He aquí
que nuestra memoria se enriquece con los
recuerdos de la salvación. Tenemos ciertos
recuerdos de los episodios vividos que, cuan-
do descubrimos que Cristo se acuerda de
ellos, nuestros recuerdos no cuentan, son
descartados Su memoria no es fosilizante,
sino transformadora. El amor transfigura. Esto
conduce a la auténtica emoción religiosa, sin
la cual, en efecto, la fe se hace estéril, seca,
queda reducida a la mera exterioridad. Y el
corazón, con la sabiduría eclesial, conoce
mejor que cualquier otro juez, como diría
Cankar, qué es el pecado por el que hay que
ponerse de rodillas en el sacramento de la
reconciliación.

Solamente la misericordia de Dios nos


mueve a una conversión justa. El cambio dura-
dero en el tiempo es el que hacemos empuja-
dos y atraídos por el amor de Dios. Nos que-

83
damos estupefactos cuando, aunque seamos
pecadores, aunque seamos culpables de una
cosa determinada, nos descubrimos amados
por Dios, tanto que Cristo ha subido a la cruz
para redimirnos. La sorpresa de descubrirse
amados es la decisión más fuerte y radical
para renunciar al mal y para abrazar una vida
virtuosa. Descubrirse amados, conmueve,
lleva al arrepentimiento, a reconocer el peca-
do, a confesarlo y a pedir perdón. Y el amor
con el que el Señor me alcanza es la fuerza
con la que me defenderé del pecado en el
futuro. La voluntad de mejorar, de no volver a
pecar, la decisión de renunciar al pecado, será
eficaz de un modo sano si se basa en el amor
en el que me sorprendo, a veces, incluso llo-
rando. Descubrir el propio pecado ante el ros-
tro del Señor o incluso tener la gracia de ver
cómo Él lo asume, conduce al arrepentimien-
to, y el arrepentimiento nos hace estrechar
con más fuerza al Señor y a la Iglesia, es decir,
a la comunidad. El arrepentimiento nos hace
volver a casa. Descubrir la propia incapacidad
ante una ley - n o ante el rostro del Autor de la
ley- hace más pesada la culpa, conduce al ais-
lamiento, a la huida. En efecto, el sentido de
culpa hace daño, corroe.
De este modo, se puede también com-
prender otro elemento al que contribuye esta
particular oración: el examen de conciencia
nos ayuda a comprender las situaciones favo-
rables para la vida espiritual y las que, por el
contrario, la obstaculizan, las que se convier-
ten en ocasiones de pecado, de tentación. Así,
nos permite que las evitemos y que ponga-

84
mos en acción una estrategia espiritual verda-
dera y precisa.

EL DISCERNIMIENTO

El examen de conciencia, entendido de


este modo, forma parte del arte de la custodia
del corazón, el arte de cuidar la salvación. Y
puesto que es, sobre todo, un ejercicio de
espiritualización de la memoria en un ámbito
sapiencial, es decir, en el corazón, en el que
participa todo el hombre, es una familiariza-
ción con el Señor, con su pascua, una memo-
rización del sabor y del gusto de su amor
experimentado en la salvación. Entonces está
claro que un examen de conciencia en su sen-
tido verdadero, espiritual, sólo es posible gra-
cias a ese momento fundante, a ese aconteci-
miento con el que comienza la parábola cris-
tiana, es decir, la experiencia del perdón, del
renacer, de la salvación. Éste es el motivo por
el que siempre nos observamos y examina-
mos en clave de la salvación vivida. Sobre este
trasfondo, el examen de conciencia también
es un primer ámbito de discernimiento. En el
examen se presta atención a los nuevos pen-
samientos que se nos ocurren, sobre todo
aquellos que vuelven más a menudo, los más
insistentes, así como a los estados de ánimo,
a los sentimientos más explícitos, más fuer-
tes, más repetitivos, a las personas que se
encuentran, mediante las cuales nos llegan
ciertas inspiraciones. El examen de conciencia

85
es el ámbito de oración en el que observo y
examino estas cosas. Es conveniente indivi-
dualizar algún pensamiento, sentimiento o ins-
piración, y llevarlo consigo durante unos días,
regresando a él durante cada examen de con-
ciencia. Y, como en cada examen de concien-
cia se trata de verse con el Espíritu Santo, con
el amor de Dios, con los recuerdos reales de
la pascua de nuestra salvación, puede ocurrir
que estos pensamientos se encuentren incó-
modos en este contexto. En efecto, puede
suceder que desaparezcan. Lo cual significa
que no eran espirituales. Pero también puede
pasar que algunos permanezcan. Están allí,
humildes, cada vez más luminosos, más fami-
liares. Entonces hay que tomarlos más en
serio, ponerlos realmente a prueba, aislarlos y,
poco a poco, hacerlos objeto de una oración
de discernimiento, como se describe en El dis-
cernimiento (PPC, Madrid 2002) 82-94.
Pero una antesala del discernimiento se da
en un ejercicio previo de la memoria, como en
la descripción de san Agustín con la que
hemos comenzado. Cuanto más nos familiari-
zamos con el Señor, con su pascua, más se
consolida el sabor de su amor, la memoria se
repuebla cada vez más de imágenes concre-
tas de cómo Cristo nos ve y sugiere a la inte-
ligencia del corazón qué cosas aceptar, cuáles
dejar, cuáles no vigilar, de cuáles huir, cuáles
observar... Para las personas que tienen una
vida espiritual ordenada, el examen de con-
ciencia ofrece importantes estímulos para el
coloquio espiritual con el padre o madre espi-
ritual.

86
A menudo, en los coloquios espirituales,
las personas se ocupan de su pasado, y tro-
piezan con las nublosas vías de la psique, bus-
cando explicaciones y motivos para tantos
fenómenos, en lugar de ocuparse de su deve-
nir que implica todo lo que es la persona. A pri-
mera vista puede parecer que el examen de
conciencia sea una oración en la que nos ocu-
pamos exclusivamente del pasado. Pero,
como se trata de examinar los pensamientos
y los sentimientos, los proyectos, las inspira-
ciones, las intuiciones, en realidad es una ora-
ción con la que se construye el devenir de la
persona. En este sentido, el examen de con-
ciencia está más cerca- de una medicina pre-
ventiva que de un fármaco que cura el pasado.
Precisamente en la base de este ejercicio, se
recoge el contenido que llevamos a los colo-
quios espirituales para ser ayudados en el dis-
cernimiento, dado que cuando lo hacemos
solos no se advierte el peligro del engaño y de
la ilusión. En efecto, existe un estrecho víncu-
lo entre el examen de conciencia, el coloquio
espiritual, y la confesión. Sin tener cuidado y
sin ser iniciados en una sana praxis del exa-
men de conciencia, los coloquios espirituales
degeneran fácilmente en una pura consulta
psicológica, en un cuidado de la psique desde
el punto de vista de la psicología. Se puede
hablar de la fe y de realidades religiosas, pero
estando encerrados en la psicología. No es
fácil llegar a un coloquio que tenga como obje-
to al espíritu, el entenderse con Dios, la adhe-
sión a Él. Tanto es así que, a menudo, también
los consejos que se reciben son reconducibles
a un ejercicio psíquico, unas veces subrayando

87
el campo intelectual, otras veces el de la
voluntad, pero, de todos modos, hacen refe-
rencia a una especie de "higiene de la vida
interior" que aún no puede ser identificada
con la vida en el Espíritu Santo. Precisamente
por este motivo, muchos coloquios asumen a
menudo un carácter terapéutico. Pueden ser
de gran utilidad e importancia, pero todavía no
son coloquios espirituales.
Y, a causa de un examen de conciencia no
practicado o no bien hecho, también la confe-
sión se convierte a menudo en un problema: o
la persona no sabe de qué confesarse, o no
sabe por qué tiene que confesarse con un
sacerdote, o bien, si la confesión está dema-
siado cargada de un peso pedagógico, didácti-
co - e s decir, se dirige hacia una mejora de la
vida- abandona la confesión tras haberla fre-
cuentado sin haber experimentado ninguna
mejora. Un examen de conciencia reducido a
la preparación de la confesión hace que indivi-
dualicemos también algunos pecados, pero no
nos lleva a esa relación auténtica y personal
con Dios, Señor y Salvador. Por tanto, se lleva
a cabo frecuentemente sin un verdadero arre-
pentimiento, limitándose a ser una mera lista
de imperfecciones, confesadas para sentirnos
más tranquilos, o para aligerar el peso psicoló-
gico de la insatisfacción, de todas formas, no
con la actitud penitente que nos conduce a
pedir perdón por nuestra relación con Dios
para la santificación de nuestra vida.
El examen de conciencia que se abre a la
paternidad espiritual es una escuela privilegia-
da para el discernimiento, para la adquisición

88
de un estado de oración, que es el verdadero
ámbito del discernimiento. Así, crece también
en la Iglesia la atención hacia lo nuevo, hacia el
Pentecostés perenne. El examen de concien-
cia es un ejercicio que, a pequeña escala, con-
tribuye a ese gran arte del discernimiento que
es ciertamente el ámbito más apropiado para
oír la voz del Espíritu que hoy sigue creando,
que sugiere novedades para el hoy, que es la
fecundidad de hoy. "Novedades" no significa
simplemente encontrar formas y fórmulas
nuevas, o hacer cosas nuevas. El examen de
conciencia se mueve en un ámbito sapiencial
y, por tanto, lo nuevo atañe sobre todo a la
sabiduría, a la vida y, de-este modo, a la expre-
sión del contenido. Lo "nuevo" se encuentra
sobre todo en vernos a nosotros mismos, lo
que nos ocurre o lo que ocurre en la historia
bajo una nueva luz. Cualquier cosa, si no es
contemplada bajo la luz correcta, puede pare-
cer falsa, equivocada, extraña. La luz correcta
nos hace aceptar y amar realidades que quizás
poco antes, vistas de un modo viejo, rechazá-
bamos. Y la luz correcta es precisamente la del
Espíritu Santo, que mediante este ejercicio
nos disponemos a acoger.

EL CRECIMIENTO EN LA VIRTUD

El examen de conciencia provoca un creci-


miento continuo en la virtud, porque, siendo
un ejercicio espiritual-sapiencial, hace que
actuemos de modo orgánico, sin saltos, dis-

89
continuidades o en compartimentos estancos.
Mediante el examen de conciencia, consolida-
mos una visión de nosotros mismos bastante
precisa, que nos comunica el amor de Dios a
través del Espíritu Santo en Cristo, en el que
hemos sido creados y salvados. Este tejido de
la sabiduría se nos comunica de una forma
cada vez más constante, de manera que la
persona adquiere realmente una connaturali-
dad con la visión de Dios sobre sí misma. A lo
largo de cada jornada esta memoria sugiere a
la inteligencia del corazón que reconozca lo
que es del espíritu, lo que nos pertenece, lo
que sirve para la vida, ésa que permanece y
que nos hace cristiformes. De este modo,
adquirimos cotidianamente unas experiencias
que se añaden de un modo orgánico a nuestra
identidad según un punto de vista espiritual.
Así crece nuestra sabiduría, nuestro amor
hacia Dios y hacia todo, y se consolidan esas
actitudes constantes de la cristificación que
propiamente se les da el nombre de virtudes.
La primera virtud que se consolida en el
hombre con el examen de conciencia es la vir-
tud por excelencia, la caridad. Hemos visto en
la parte teológica cómo la caridad, en la dimen-
sión creatural, también puede no ser inmedia-
tamente una realidad del todo espiritual.
Puede estar mezclada todavía con nuestra pro-
pia pasionalidad y con la egolatría y, por tanto,
puede esconder una mentira. Lo primero que
hace el examen de conciencia, es ordenar la
caridad, y la ordena sobre los mandamientos
de Dios, sobre todo sobre el primero, amar a
Dios y al prójimo como a uno mismo. Este

90
mandamiento se ha cumplido en Cristo. Es la
centralidad del Cristo pascual alrededor del
cual se estructura todo el examen de concien-
cia que ordena nuestra caridad mediante el
arte del discernimiento. La caridad en nosotros
necesita, en primer lugar, que sea discreta, es
decir, guiada con discernimiento. De lo contra-
rio, también el amor puede convertirse en un
ídolo destructivo y desviante. Aunque esto
suene paradójico, muchos padres advertían de
este posible y grave engaño.
La otra virtud importante sobre la que el
examen de conciencia nos hace crecer de un
modo orgánico es la constancia, la perseveran-
cia. Sabemos que sin constancia ninguna vir-
tud lo es verdaderamente. Y como el examen
de conciencia es un ejercicio repetido varias
veces al día, cada día, a lo largo de los años, se
convierte en una de esas citas espirituales que
forman esta actitud de fondo del corazón
humano representado por la constancia.
Hay también una virtud sin la cual ninguna
virtud lo es realmente, es decir, la humildad.
Dado que el examen de conciencia tiene cons-
tantemente algunas características de la ora-
ción, como la de preguntar, pedir, dar gracias,
alabar y glorificar, confirma y hace que crezca
en nosotros la verdadera actitud de fe, que es
reconocer el centro de todo fuera de nuestro
yo, es decir, en el Señor, el Primero, Aquél del
que todo proviene y al que todo quisiera con-
fluir. "Las almas que dan gracias al Señor
hacen maravillas'.' Es decir, quien constante-
mente da gracias al Señor profundiza su posi-
ción correcta ante Él y ante sí mismo. Cada

91
vez que se da gracias a Dios, se le reconoce
como Señor y Salvador propio, y esta actitud
produce en nosotros que nos situemos del
mismo modo ante los demás.

LA TOMA DE CONCIENCIA DE LA VIDA DE DIOS

El examen de conciencia, precisamente


porque es un ejercicio de la memoria espiri-
tual, es el ejercicio de una toma de conciencia
cada vez más fuerte de nuestra relación con el
Señor, de la amplitud y de la integración que
provoca en nosotros. El examen de conciencia
nos ayuda a darnos cuenta de cómo mana en
nosotros la vida de Dios y su amor. Gracias a
la familiaridad con el Señor, favorecida por el
ejercicio del examen, conseguimos adquirir
esa conciencia de cómo el Señor se manifies-
ta en nosotros y de cómo nosotros vivimos
con Él, que es lo que hace verdaderamente
madurar la fe. El examen favorece una con-
ciencia de la relación con Dios y de cómo nos-
otros nos movemos en esta relación. Esta
conciencia de la mirada de Dios en nosotros
es la madurez de la fe, es saber vivir en la pre-
sencia del Señor. Algunos santos se ayudaban
mediante gestos concretos para despertar la
conciencia de la presencia de Dios, para vivir
ante Él y en Él. Al mismo tiempo, el examen
de conciencia favorece una conciencia exacta
de lo que somos, de todo el camino que
hemos hecho y de lo que todavía nos falta por
hacer. Es conciencia de nuestra pobreza y
miseria, de modo que no se alce con soberbia

92
nuestra mirada hacia los demás desde el
momento en que profundizamos en nosotros
la conciencia de que, lo que somos, lo somos
por gracia de Dios. El que se examina de
modo correcto está siempre preparado para
afirmar que todo es don de Dios, que lo que
somos lo somos gracias a Él, que todo es sal-
vación, y nosotros añadimos sólo nuestra
sinergia, nuestra pobre colaboración con el
Señor. Por tanto, se trata de mantener viva en
nosotros la conciencia de personas redimidas,
de personas que, por esto, ya no tienen nin-
gún temor desde el momento en el que, a
pesar de su pobreza y de su pecado, son tan
preciosas a los ojos de Dios que Él se ha
entregado a sus manos. Esta es la conciencia
que el examen acrecienta. A veces se puede
aprovechar también el examen para tomar
conciencia de un modo mayor de algunas
dimensiones de la fe, de nuestro comporta-
miento, de nuestra actuación. Se puede exa-
minar durante algunas semanas algún punto
específico o particular donde nuestra concien-
cia de ser de Cristo no se ha consolidado toda-
vía o no ha sido adquirida. A menudo, esta es
la dimensión que nos puede ayudar también
para prepararnos para la confesión, porque la
verdadera toma de conciencia del amor de
Dios se da, ciertamente, en el perdón. Y nos
preparamos, precisamente, contemplando el
amor loco de Dios por nosotros y además esa
realidad que todavía se obstina en nosotros y
se resiste al amor, de modo que, evidenciando
el pecado o la resistencia, se suscite también
el arrepentimiento necesario para que se dé
una reconciliación sacramental.

93
EL EXAMEN PARTICULAR

Cuando se observa un río, se ve que, en su


lecho, existen algunas piedrecitas lisas, puli­
das, y que, por esto, se puede oír cómo trans­
curre el agua. Pero existen otras mantas de
musgo y de lodo y que, por tanto, con esto se
obstaculiza el fluir del agua que resbala enci­
ma de ellos. Es necesario entonces limpiarlas,
de modo que, libres del fango, puedan oír el
fluir del agua. Lo mismo ocurre en el examen
de conciencia. En esta cada vez mayor toma
de conciencia de la relación vivificante con
Dios, se descubre que existen algunas zonas
en nosotros que se resisten más, donde el
hombre viejo se hace oír más fácilmente y
todavía se afirma. O bien se es consciente de
que nuestra memoria espiritual no puede
reconocer ciertas actitudes que asumimos
como pertenecientes a nuestra identidad de
redimidos. Sin embargo, tales actitudes nos
llaman a aceptar la salvación también allí, a
aceptarlas en Cristo, a verlas en Él, a ofrecer­
las de modo que puedan servir para el amor y
ser desposeídas de nuestra egolatría. A menu­
do se trata de verdaderos vicios, o de costum­
bres que permanecen en nosotros incluso
después del perdón, nacidas y sostenidas por
una mentalidad de pecado que continúa
actuando en nosotros. En efecto, a menudo se
nos pide, sobre todo, un trabajo sobre la men­
talidad, sobre nuestro modo de pensar. A pro­
pósito de esto, los maestros espirituales suge­
rían el así llamado "examen particular": desde
el examen general, poco a poco, aislamos una

94
de estas zonas no penetradas todavía por el
amor, por el Espíritu Santo y lo ponemos bajo
observación durante un período prolongado,
examinándonos sobre ella con verdadera aten-
ción, con un mayor interés, abriendo esa reali-
dad cada día al Señor de modo que, poco a
poco, se convierta casi en el motivo principal
del diálogo con Él, precisamente porque habla-
mos de ello tan a menudo. De por sí, estamos
observando una cosa negativa. Pero, hablando
frecuentemente con el Señor, ofreciéndosela
tan a menudo, esa realidad negativa se con-
vierte en motivo de nuestro estrecharnos a Él,
de invocarlo, y de la toma de conciencia de
nuestra relación con Él. .Quizá, hasta después
de mucho tiempo, no consigamos cambiar,
pero, como esa realidad ya está totalmente
envuelta en la oración, las humillaciones espi-
rituales, en las invocaciones, en las lágrimas,
se convierte en una realidad espiritual, ya que
espiritual es todo lo que, en la acción del
Espíritu, nos habla de Dios, nos orienta hacia
Él, nos relaciona con Él y nos hace semejantes
a Cristo. Puede ocurrir que algunas realidades
no consigan cambiarse ni siquiera a lo largo de
los años. Pero, si son objeto de este examen
espiritual y permanecen como la razón de una
relación cerrada con Dios, sucede que pierden
el veneno, como una serpiente que lo sigue
siendo, pero que se ha convertido en inocua.
Entonces, los demás se dan cuenta. La lucha
espiritual favorece siempre a todos y, de todos
modos, para nosotros, cristianos, la perfección
no consiste en alcanzar una forma impecable,
sino en el misterio pascual, en el que se con-
suman los sufrimientos y dolores por causa

95
del amor. Todo lo que uno sufre a causa de
cualquier aspecto de su personalidad o de sus
actitudes se esconde en el misterio de la pas-
cua, y el alcance del misterio de este sufri-
miento escondido en la pascua es algo que
solamente Dios conoce. Cuesta mucho convi-
vir con los defectos, con las faltas, con los
vicios, con las pasiones de las que no conse-
guimos liberarnos. La verdadera lucha espiri-
tual, que es un arte del que también forma
parte el examen de conciencia, sobre todo el
examen particular, es un misterio del amor. Y
el amor se realiza a la manera del triduo pas-
cual. Nos toca estar allí sin retirarnos, exami-
narnos, preguntar, suplicar, volver a probar...
Pero el verdadero peso de la salvación y el ver-
dadero alcance de la gracia los descubriremos
sólo al final, cuando venga el Señor hacia nos-
otros de un modo absolutamente único y sor-
prendente. Y vendrá a buscarnos junto a los
hermanos y hermanas que quizá hemos heri-
do con nuestras zonas oscuras que, a pesar de
todo, hemos combatido tanto, pero que nunca
hemos conseguido erradicar, sufriendo tam-
bién por el dolor de las personas que están
cerca de nosotros. Pero el misterio del amor
en el que hunde sus raíces toda ascesis seria,
probablemente nos dará una sorpresa cuando
veamos que estos mismos hermanos y her-
manas vienen hacia nosotros sin considerar el
mal recibido porque el Señor, en la transfigu-
ración, lo ha transformado también para ellos.

96
III
El ejercicio del examen

He aquí un posible esquema para el exa-


men de conciencia que intenta aislar por pun-
tos un recorrido que tiene en cuenta todo lo
que se ha dicho:

• Dirijo toda mi atención hacia mi Señor y


Salvador para tomar conciencia de su presen-
cia y de mi deseo sincero de abrirme a Él.
Invoco la luz del Espíritu Santo. Me puedo ayu-
dar de una palabra sacada de la Sagrada
Escritura, renovando en mí la certeza de que la
Palabra de Dios está embebida del Espíritu
Santo y que, mientras la recuerdo y repito, me
encuentro con el Espíritu, me abro a Él.
Igualmente, me puedo ayudar, por ejemplo,
mirando una imagen espiritual, poniéndome
ante el signo de la cruz, ante el crucifijo. De
gran provecho puede ser permanecer en la
capilla o en la iglesia, para quien le sea posible.

97
• Pongo atención a la invocación del
Espíritu Santo, hago descender con Él mi aten-
ción al corazón. Intento recogerme en el silen-
cio, en el corazón, pidiendo al Espíritu que me
haga acoger el pensamiento en el corazón y
que pueda pensar con la inteligencia del cora-
zón de la caridad. Entrar en esta dimensión del
corazón significa hacer un acto de fe, de amor
hacia Dios porque lo glorifico y reconozco
como mi Señor y Salvador.
• Siempre unido en la oración al Espíritu
Santo, apunto al recuerdo espiritual para
verme como me ve el Señor, que me ama
tanto que, para liberarme del poder de las
tinieblas y de la muerte, se ha ofrecido por mí
a las ofensas del pecado, a la violencia, a la
muerte. Y todo esto para que yo pudiera con-
templar su rostro de infinita bondad, de
indescriptible misericordia, para ver cómo
todo lo que ha sido asumido y penetrado por
Él, por su amor, se está convirtiendo en una
realidad bella y luminosa. Haciendo memoria
de la redención en Cristo y de la manifesta-
ción de la Gloria de Dios en él por mí, renue-
vo el gran sentido de mi vida, sentido que se
me presenta concretamente en los recuer-
dos de mi salvación realizada en Cristo, expli-
cada en su Palabra, en sus imágenes, que
son también las de los santos, y ofrecerme
por la Iglesia. Es el sentido de la vida que, por
ejemplo, puede ser expresado en mi ser dis-
cípulo de Cristo, que permanece con Cristo
bajo la Cruz y que llega el primero a la tumba
vacía por la mañana, o que puede estar ence-
rrado en una palabra del Señor, como, por

98
ejemplo, "el que me quiera servir, que me
siga" etc. El gran sentido, de todas formas,
está incluido en la permanencia con el Señor
de un modo personal.
• Estando en el corazón con el Espíritu
Santo, recordando la salvación de la humani-
dad, y mi salvación en esta humanidad, en el
trasfondo de estos recuerdos, recorro la jorna-
da o una parte de ella. Puedo tomar varios
caminos: el de las relaciones hacia uno
mismo, las cosas, las personas, Dios o el
tiempo, o los encuentros con las personas, el
trabajo desarrollado, los pensamientos más
significativos y fuertes^más inquietantes, los
sentimientos más intensos, los deseos, las
aspiraciones, los proyectos... Mientras que
me miro en todas estas situaciones, con todos
estos estado y actitudes, en un clima de ora-
ción, continúo preguntando al Señor, del que
hago memoria espiritual, si esto corresponde
a lo que yo contemplo en su memoria, si esto
es lo que el Señor ve cuando me mira. Es muy
útil, contemplando mi gran sentido de la vida,
es decir, mi vocación explicitada en la
Redención, preguntarle al Señor hacia dónde
me llevan las cosas que vivo, las actitudes que
he asumido durante el día: hacia dónde con-
ducen estos actos, encuentros, pensamien-
tos... Y la memoria sugiere inmediatamente a
la razón si estas realidades confluyen en lo
que es mi verdad, o empiezan a oscurecerla o
nublarla creando tensiones, desórdenes o
separaciones. Empiezo a darle gracias al
Señor por todo lo que, de cualquier modo, me
recuerda a Él, y que veo crecer en mi identi-
dad, la contemplada poco antes en el gran
sentido de mi vida. Descubriendo las cosas
que no entran dentro de este gran sentido, las
realidades que no han sido vividas en relación
con el Señor, las recojo otra vez y se las cuen-
to. Mientras expongo, si es necesario, con
detalle, todo eso que ha sucedido - c ó m o me
he sentido- como los discípulos de Emaús, lo
contemplo en su máxima revelación que es la
del triduo pascual. En ese evento, Él se hace
más cercano a toda situación humana y pene-
tra con su amor cada pecado y cada noche.
Con el poder del Espíritu Santo, ahora veo
emerger estas realidades precisamente por-
que se las estoy abriendo al Señor que, con su
presencia, las resucita y las transfigura. Me
arrepiento, pido perdón, renuevo la alianza y, si
es necesario, decido confesarme.
Si he notado algún pensamiento nuevo,
significativo, lo recuerdo, se lo encomiendo
particularmente al Señor y se lo ofrezco. Y,
durante algunos días, en este punto del exa-
men, me detengo en este pensamiento, pre-
guntando al Señor cómo lo ve Él, acordándo-
me siempre de mi identidad, de mi vocación,
del gran sentido de mi vida, de modo que la
memoria, poco a poco, guíe a la inteligencia
para que entienda si se puede aceptar, si se
debe considerar, o no.
• Considero lo que he puesto bajo obser-
vación como examen particular. M e detengo
durante un poco de tiempo -todo el que sea
necesario- para ver la realidad que he elegido
durante un período para poner particular aten-
ción en mi lucha espiritual y en mi maduración.

100
Si, por ejemplo, he venido observando mi iras-
cibilidad, entonces recorro el día poniendo
especial atención en este aspecto y encon-
trando los momentos en los que se ha desen-
cadenado la rabia. Trato detalladamente de
explicárselos al Señor, pidiendo al Espíritu que
se imprima fuertemente en mi memoria la
mirada del Señor, mi Salvador, para acordarme
siempre de cómo me ve con respecto a esta
irascibilidad. Si la cosa sigue adelante durante
mucho tiempo, sirve de gran ayuda hablarlo
con el Señor, ampliando la problemática para
ver qué realidades mías envuelven esta irasci-
bilidad. Puede ayudar al respecto el diálogo
con el padre o la madre^espiritual, alguna lec-
tura espiritual, alguna penitencia apropiada,
durante un tiempo. ¿Cuánto tiempo? Hasta
que sienta que esta realidad viene impregnada
por el recuerdo de Dios, y que la irascibilidad
pierde cada vez más el veneno del egoísmo,
de la autoafirmación, nocivo para las relacio-
nes. También aquí, según la realidad que estoy
observando, se debe considerar la necesidad
eventual de la confesión. Concluyo dando gra-
cias por la misericordia y la paciencia del
Señor y de los hermanos, y pidiendo la luz, la
gracia y el amor.
• Termino pidiendo al Espíritu Santo que
me mantenga en este espíritu de intimidad
con el Señor, y que me conserve en la mirada
del corazón, para tener la mirada adecuada
hacia los demás y hacia el mundo.

N.B.: Es evidente que, por la mañana, en


cuanto nos levantamos, conviene orientar
inmediatamente nuestra atención hacia el

101
Señor, acordándonos de Él, recogiéndonos en
el corazón e invocando al Espíritu Santo.
Muchas cosas diarias del cristiano dependen
de los primeros instantes después del desper-
tar. Por ello, conviene acostumbrarse a reco-
rrer, como un pequeño ejercicio, los primeros
puntos del examen de conciencia, que son los
puntos de recogimiento y la adquisición de la
óptica apropiada con la que afrontar la vida.
Es aconsejable, además, hacer el examen
de conciencia antes de ir a la cama, así como
a mitad de la jornada. Muchos maestros espi-
rituales ponían gran atención a cómo se con-
cluye la jornada, a cómo nos dormimos. Los
últimos pensamientos, los últimos sentimien-
tos, las últimas imágenes que nos acompañan
antes de ir a descansar tienen una cierta
importancia para nuestro espíritu durante la
noche. Como en el examen de conciencia se
vuelven a visitar con el Señor las imágenes
más fuertes, los sentimientos más violentos y
ambiguos de la jornada, de modo que no ten-
gamos ya el veneno, conviene igualmente no
agitar nuestra conciencia en los últimos
momentos antes de cerrar los ojos.
Además, los maestros espirituales aconse-
jaban hacer frecuentemente el examen de
conciencia durante el día. Se entiende, enton-
ces, que el examen de conciencia no puede
llevar demasiado tiempo. No es una oración
larga. Es, más bien, un momento de una fuer-
te conciencia de sí, en Dios, y de Dios en la
propia vida. El examen de conciencia no es un
ejercicio escrupuloso, sino una experiencia
feliz de la Redención, donde se aprende ese

102
sano realismo que nos hace desmitificar los
perfeccionismos moralísticos, voluntaristas o
psicologistas, pues experimentamos la conti-
nua gracia de la transformación de nuestras
vivencias en el principio de la muerte y la resu-
rrección de Cristo. Un examen de conciencia
hecho de este modo lleva a lo que tanto
amaba Dostoyevski: ser libres con Dios, sen-
tirse libres en la relación con Él para poder vivir
la libertad de los hijos. En el tiempo en que
vivimos, la cuestión de la libertad continúa en
toda su problematicidad. Sin embargo, pode-
mos estar seguros de que, si el mundo ve
unos cristianos libres porque viven en el amor,
cuyo elemento constitutivo es la libertad, ésta
será la imagen de belleza real que fascina, que
atrae. Sólo unos hijos libres pueden presentar
y dar testimonio de la verdadera imagen del
Padre.

EL EXAMEN DE CONCIENCIA DE QUIENES NO TIENEN


UNA EXPERIENCIA VIVA DE DLOS

«Esta mañana me he distendido


en una urna de agua
y, como una reliquia,
he descansado

Y aquí
me he reconocido mejor,
una dócil fibra
del Universo»
( G . UNGARETTI, Ifiumi, 1916)

103
Está claro que el examen de conciencia,
como lo hemos descrito, es un ejercicio de la
memoria espiritual. Por tanto, sólo es posible
porque hay una memoria que ejercitar, un
evento que recordar, y este acontecimiento es
la salvación en la que hemos sido alcanzados
por el Señor. Sin una experiencia real de la sal-
vación, sin una memoria personal, parece que
no tiene sentido. La memoria, como sabemos,
es siempre concreta porque está ligada al
mundo de las relaciones que son la realidad
que constituye la persona. La persona no es
nunca un concepto, una abstracción, sino
siempre un rostro. La memoria está ligada al
rostro y, por ello, es realista. Sin embargo, el
que no tenga una experiencia concreta de la
salvación, del perdón del Dios, una memoria
de su rostro, una experiencia hecha conciencia
de cómo ha sido sacado de la muerte, de la
oscuridad, de cómo ha sido limpiado y lavado,
puede, de todas formas, hacer el examen de
conciencia con la esperanza de alcanzar la
experiencia del encuentro con Cristo, Señor y
Salvador. La persona que todavía no tiene una
experiencia viva del rostro del Señor y que, por
tanto, no puede hacer el examen recurriendo
a la memoria de Dios, debe tener cuidado de
no caer en la trampa de hacer un examen de
conciencia que se reduzca a una especie de
test donde pasa una serie de datos, marcando
los que la tocan, y dejando los que no se refie-
ren a ella. Este modo de hacerlo puede ser
incluso útil, pero tiene intrínsecamente una
insidia muy peligrosa: la persona, en efecto, se
encuentra sola a la hora de gestionar su propia
vida. Por tanto, se puede reforzar la gran ilu-

104
sión de poderse perfeccionar por sí misma. En
la medida en que esto se realiza, es tanto más
difícil huir de la autosuficiencia, de la presun­
ción, de la soberbia, que hace juzgar a los
demás y mirarlos desde una óptica equivoca­
da. Pero es todavía más grave el hecho de que
un ejercicio así puede reforzar una especie de
ateísmo, es decir, la no necesidad de un Dios
personal con el que relacionarse, y que es una
Persona libre que, en cada instante, puede
conmocionar nuestra vida. Dicho examen
puede llevar a la ilusión de autogestionar la
propia vida para procurarnos la salvación por
nosotros mismos, y, en este caso, nos pode­
mos dar por satisfechos" con una religión etici-
zante donde Dios se puede reducir a algunos
conceptos de los que nos apropiamos y algu­
nos preceptos relacionados con el pensamien­
to, los deseos y el obrar. Es obvio que un plan­
teamiento así salta enseguida manifestando
toda la incoherencia, la desintegración de la
persona que, en un aspecto suyo, puede
corresponder con unos cánones de perfección
más rigurosa y con otro ser en estado opues­
to, justificando también la propia desintegra­
ción. Además, es obvio que, en los tiempos
actuales, existe el riesgo real de reducir la
Iglesia y la fe cristiana a un supermercado de
valores, sobre todo éticos y morales.

Ciertamente, es evidente que, incluso en


el trabajo que el hombre hace sobre él mismo
por sí solo es importante. Más aún, es impo­
sible imaginar cualquier crecimiento, cualquier
maduración sin esta fatiga del trabajo sobre sí
mismo. Pero todo lo que se coloca en un hori-

105
zonte completamente diverso de la fe, en el
que mi trabajo, mi esfuerzo y mis resultados
se leen desde la óptica de la gracia, de la mise-
ricordia y de la sinergia con el Señor.
Pero existe otro modo que se aconseja a
las personas que no están bautizadas, o inclu-
so a bautizados que quizá se ha alejado de la
fe y de la vida de la Iglesia, de una relación viva
con el Señor, o que todavía no la han podido
vivir.
Hemos visto en el primer capítulo cómo
hay una dimensión creatural de la sabiduría.
En la película "Andrej Rublév','Tarkovskij cuen-
ta la historia de un muchacho, hijo de un
maestro fundidor de campanas, que consigue
por sí mismo fundir una campana sin que el
padre le haya transmitido el arte para hacerlo.
El padre le ha comunicado la pasión, y el
chico, habiendo visto que la campana se
funde colando el metal fundido en la forma
excavada en la tierra, sigue la fuerte intuición
de que la misma tierra le revelará el misterio
de cómo fundir la campana. Existe una
memoria, existe una sabiduría que ha pene-
trado todo lo creado, como dice san Atanasio.
Sólo es necesario escucharla e instaurar una
relación real, dialógica con la tierra, y la tierra
nos hablará. Sabemos que todo lo creado
lleva escondido en sí el código del Logos en el
cual y por medio del cual ha sido creado (Cf.
Col 1, 16). Este código dice que, en lo creado,
está grabada la orientación hacia la cual lo cre-
ado vive su verdadero sentido y significado.
Es un código que se abre a los que se ponen
delante del mundo con una actitud contem-

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plativa. Cuando una persona trata de entrar en
la óptica de la caridad, adquiere esta actitud
contemplativa que le permite descubrir el
sentido de las cosas. Pero existe también una
sabiduría que se concentra en la memoria de
los hombres y que, para nosotros, confluye
sobre todo en la Iglesia. Este es precisamen-
te el momento principal, el de la memoria de
la humanidad, es decir, de la Iglesia. Puedo
remontarme a la memoria que se revelará
como mía -la vital, la eficaz- precisamente a
través de la memoria de los demás. Puedo
ser iniciado en la Sabiduría abriéndome a la
sabiduría de los demás. «El Espíritu es la
memoria viva de la Iglesia» (CEC 1099). La
Tradición de la Iglesia no es un libro muerto,
no es la estratificación de documentos de
archivo, sino que es la Sabiduría orgánica que
confluye en Cristo vivo. Gabriel Bunge buscó
un padre espiritual y lo encontró en Evagrio
Póntico, muerto 1500 años antes. Y Bunge,
con Evagrio, se convierte en uno de los gran-
des padres espirituales de hoy. Esa caridad
que el Espíritu Santo ha puesto en nosotros
en la hora de la creación se hace sentir a
veces mediante la atracción que suscitan en
nosotros algunas realidades o personas espi-
rituales, vividas incluso en un pasado lejano o
a gran distancia de nosotros. Empezando a
seguir esta atracción se puede instaurar un
verdadero diálogo y, remontándonos a la
memoria de los demás, alcanzar el umbral del
encuentro con Aquel que ha plasmado la
memoria espiritual de la persona que he
seguido. Dicho remontarse hacia el conoci-
miento sobre la base de la memoria de los

107
otros y de su sabiduría, si se ha hecho de
modo correcto, se distingue por la graduali-
dad del crecimiento orgánico, por la humildad
respetuosa, sobre todo en los juicios sobre sí
mismo y sobre los otros y por un sano movi­
miento de encarnación en la vida concreta y
cotidiana. Un camino sapiencial evita además
los entusiasmos fáciles, el quemar etapas y el
enorgullecimiento de las etapas realizadas.
Liberándonos de las categorías demasiado
sociologizantes para comprender la Iglesia,
encontramos justamente en la dimensión de
la eclesialidad, el ámbito en el que cada per­
sona puede sacar sabiduría y vida espiritual. La
eclesialidad abraza lo creado, la tradición, el
magisterio, la comunidad cristiana viva. Quien
no tiene experiencia personal de la salvación,
pero la percibe en personas que viven alrede­
dor, puede comenzar a "frecuentar" su
mundo, a adquirir esa actitud contemplativa no
de prejuicios sino de constatación, que le lle­
vará a establecer relaciones con esas perso­
nas, con la Iglesia. En las comunidades ecle-
siales se celebra la liturgia, donde el mundo
entero se ordena a la Iglesia, cosmos resuci­
tado con Cristo y que subsiste en Él: este es
el ámbito ya abierto en el que cada uno puede
comenzar a seguir los hilos de una trama ya
tejida, realmente existente, espiritual, de la
que se sentirá cada vez más como parte inte­
grante. La Iglesia, en este sentido, es la expre­
sión verdadera de una fe en el Dios trino Amor,
el Dios de la adhesión libre que funda la rela­
ción entre hombre y Dios en categoría de
amor y de libre relación. La Iglesia es el ámbi-

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to de la fe, del discernimiento y de la libertad
de los hijos.
Teniendo esto en cuenta, una persona
puede comenzar a examinarse, a examinar lo
vivido, teniendo en cuenta la salvación y la
imagen de la humanidad a los ojos de Dios
misericordioso, porque otras la contemplan,
participan de ella y la conocen. Es decir, esta
persona hace el examen de conciencia tenien­
do la mirada fija en la humanidad redimida que
otros le han comunicado. Se examina con la
apertura de corazón hacia esa misericordia de
Dios que han experimentado los santos.
Recorre su jornada, su vida, en la apertura a la
gracia transformadora del perdón que ha visto
y encontrado en otros. De este modo comien­
za a obrar con el corazón, es decir, con una
mentalidad relacional de caridad, plasmando
su inteligencia en la contemplación y en la
caridad. Y considerando a los demás, conside­
rando su sabiduría, llega a florecer un organis­
mo vivo capaz de autorrevelación, de comuni­
cación y de compromiso. Ese organismo que
está en el origen de este movimiento de la
persona y que suscita en ella la caridad preci­
samente a través de la atracción, el misterio,
la belleza, categorías todas unidas a la vida, a
la sabiduría.

109
P
ese a que el reciente
Catecismo de la Iglesia
recomiende esta prácti­
ca dentro del sacramento de
la Penitencia, al comienzo de
la celebración de la Misa y en
el rezo de Completas, al fin
del día, muchos creyentes, e
incluso directores de espíritu,
la han encerrado en el baúl
de los recuerdos. Aún admiti­
dos los abusos o malos usos
que pueda haber habido en
esta práctica, el abuso no
podrá jamás suprimir el uso.
Por eso precisamente nos
hace falta una buena teolo­
gía, una buena espiritualidad,
y una oportuna praxis reno­
vada que haga resplandecer
de nuevo el "examen de con­
ciencia" como una joya re­
descubierta y pulida de nue­
vo. Es lo que nos ofrece el R
Marko Iván Rupnik en este
libro ágil y completo, actual y
práctico, y sobre todo, redi-
mensionar y recuperar ese
valioso y contrastado recurso
de vida y progreso espiritual.

Monte Carmelo
ISBN: 84-7239-939-7

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