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Cuento de
Dr. Barnard
–Hijo mío, los vecinos empiezan a murmurar; tienes que decidirte cuanto
antes: mañana puede ser demasiado tarde. Al menos piensa en nosotros y
en la vergüenza que tenemos que soportar a causa de tus ideas. Hazlo por
mí, ¿quieres? Tu padre no ha dormido anoche. Es probable que pierda su
empleo.
–¿Cuándo comprenderán que no soy como los otros? ¿No ven que estoy
perfectamente bien así, sin tener que depender de una máquina?
–¿Mamá, por qué no me dejan en paz? Papá sólo piensa en quedar bien con
la empresa. Yo no existo para él: me trata como a una de sus calculadoras.
La sirvienta no era un "robot" –de allí el trato especial que recibía–, sino una
combinación de lo que quedó de una vieja actriz (después de la Guerra de
las Mujeres) con brazos y piernas artificiales, agregados posteriormente.
El hijo rebelde observó a su madre con una mueca de disgusto, molesto por
el cuidado que brindaba a ese extraño organismo –mitad humano, mitad
máquina–, un ser híbrido, como aquellos viejos dioses egipcios, que
participaban de dos naturalezas distintas y contradictorias.
Nuestro héroe observó, con el rabillo del ojo, cómo lo vigilaban las cámaras
de TV de circuito cerrado que cubrían la ciudad, siguiendo atentamente sus
pasos. Se figuraba la mirada de desaprobación y escándalo que tendrían los
encargados de los monitores, frente a las pantallas. Los últimos boletines
estatales habían informado sobre el éxito total de la campaña de
motorización masiva (exceptuando –decían– la actitud insólita de un
individuo recalcitrante, que se había negado a gozar de las ventajas que le
brindaba el progreso).
No sólo tras las lentes de las cámaras de control lo veían con disgusto;
también los vecinos del barrio por donde transitaba lo miraban pasar con
suma desaprobación.
–Ud. debe ser el joven Walker, "el peatón"; el que se ha negado a participar
de los beneficios que brinda la electrificación total. ¿No es cierto? –masculló
entre dientes el representante del orden.
** Así es – respondió Guillermo, con actitud desafiante–. ¿En qué puedo
servirles? – agregó con sorna–. No pueden impedir que use libremente mis
piernas. Tendrán que esperar que se cumpla el plazo establecido para
detenerme –continuó, con insolencia.
Al otro día, la ciudad entera era presa del pánico y la consternación. Una
enorme rata (animal doméstico que se consideraba extinguido) había
causado un cortocircuito en la Central Hidroeléctrica.
Sólo un atlético adolescente recorría con pasos elásticos las desiertas calles
de la ciudad.