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SCHOOL OF THEOLOGY AT CLAREMON

LLUIIn0UN
anama

La niña blanca
y los pájaros sin pies

PQ
7519.2
A35
N563
1997
|

Rosario Aguilar
rary
Nacida en León, Nicaragua, en
enero de 1938, narradora con es-
tudios de historia del arte, litera- ont
tura y psicología, sus obras le han of
merecido variados reconocimien-
Sy
tos, tanto locales como internacio-
nales.

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1711-3199
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LA NIÑA BLANCA Y LOS PAJAROS SIN PIES / Rosario Aguilar
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117 LA NIÑA
BLANCA
Y LOS
PAJAROS
SIN PIES

Rosario Aguilar

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Theology Library
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Aguilar, Rosario
La niña blanca y los pájaros sin pies /
Rosario Aguilar. Managua, Nicaragua,
1992
182 p.
1. NOVELA NICARAGUENSE-SIGLO XX
2. AGUILAR, ROSARIO- NS ELA. E
2da. edición.

O Para la presente edición: anamá ediciones centroamericanas


O Rosario Aguilar
Diseño y Diagramación: Print Colors, S. A.
Procesamiento de texto: Print Colors, S. A.
Diseño de Portada: Iván Olivares
Edición al cuidado de Leonel Delgado
Revisión: Rosario Aguilar
Impreso y hecho en Nicaragua

anamá ediciones centroamericanas


Apartado Postal 2089
Managua, Nicaragua
INDICE

INTRODUCCION
pag 9
DOÑA ISABEL
pag 13
Intermedio
pag 41
DOÑA LUISA
pag 47
Intermedio
pag 81
DOÑA BEATRIZ
pag 89
DOÑA LEONOR
pag 109

Intermedio
pag 121
DOÑA ANA
pag 129

Intermedio
pag 137
DOÑA MARIA
pag 141
EPILOGO
pag 179
br ON
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y
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E A A
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Para Soledad Oyanguren
y López de Aréchaga
INTRODUCCION

No, no quedaron fotos de ellas, ni


videos. Sus risas y llantos, los suspiros
y anhelos, quedaron rondando en el
viento.

Fue una de las primeras cosas que me preguntó cuando vi-


no a Nicaragua y nos conocimos. Si era posible visitar las
ruinas de León Viejo. Yo nunca había tenido la oportunidad
de hacerlo pero le contesté rápidamente que sí. Estaba inte-
resada en escribir un relato histórico.
Mientras recorríamos las ruinas citó al cronista Oviedo,
uno de los primeros cronistas españoles que vino a Tierra
Firme: “En la costa del Sur o Mar Austral, a diez grados de
la línea equinoccial, a la margen de la laguna y frente al hu-
meante volcán”.
Aquella ciudad desaparecida ya, abandonada en 1610,
antes de cumplir los cien años de su fundación en 1524 por
pa-
Hernández de Córdoba, había sido escenario de intrigas,
siones y asesinatos.
Quería imaginarme la Iglesia Mayor al Este, el Episcopa-
do al Sur. La casa del cabildo, la casa de fundición y de con-
tratación. La fortaleza. Los monasterios.
Al fondo estaba como siempre el volcán Momotombo,
más grande, más imponente que en los dibujos de Oviedo.
Con mis ojos quería traspasar el tiempo, lo ignoto. Con mis
oídos escuchar antiguas voces de seres humanos, que
como nosotros, habían recorrido aquellas mismas calles en-
frentando el futuro que era ahora pasado.
Entusiasmada comencé a relatarle a mi acompañante lo
que yo imaginaba había sucedido en aquella ciudad casi cin-
co siglos atrás. A mi modo, con sencillez.
ÉL por primera vez en muchos días, me escuchaba, me
dejaba hablar sin interrumpir, sin corregirme. Grababa mis
descripciones.
Se había enamorado repentinamente de mí. En parte por-
que éramos jóvenes, en parte porque le encantó mi entusias-
mo cotidiano -me entregaba en forma total a mi trabajo de
reportera-. Es mi oficio.
Me escuchaba paciente, en silencio -cosa inusitada-. Aca-
so confiaba en que yo me enamoraría también de él -a lo
mejor ya lo estaba- pero en aquellos momentos me encon-
traba transportada a los años 1500.
Con mis manos palpaba los pocos muros en pie, las
piedras.
Atardecía. Salió la luna y se reflejó en el lago; surgió el
perfil del volcán y era una sombra nítida y al mismo tiempo
difusa.
¡Qué miedo! ¡Qué ruido más extraño hacía el viento reco-
rriendo la piel del lago! Las nubes esquivaban el enorme obs-
táculo que era el volcán, que en medio de aquel silencio, se
oía como bramar. Sentí escalofríos.
Buscábamos un indicio, cualquier cosa que nos revelara
algo del pasado... Escuchábamos atentos: quizás un susurro
o un secreto filtrándose a través del tiempo. A lo mejor na-
da. La noche que se definía...
Yo quería conocer todas las sensaciones de vivir en aquel
paisaje: los olores, los ruidos. Un amanecer. Y decidimos
buscar hospedaje en el pueblito Momotombo.

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De día, bajo el ardiente sol, recorrimos de nuevo aquel lu-
gar. Quería aprovechar que me sentía llena de una sensación
placentera. El olor del trópico estaba impregnado de vida.
Era un olor fuerte, sano. Respiraba fuerte. Me sentía bien.
Miraba más allá el Xolotlán, el agua, los reflejos del sol en
la superficie.
La realidad volaba sobre nosotros en la zona de aproxima-
ción al aeropuerto internacional de Managua, al otro lado
del lago. Aviones despegaban o se acercaban.
Tomaba notas. Menos mal que así lo hice. No sabía en-
tonces que algo inevitable me sucedería.
Y que él, cronista de este siglo, extranjero en Nicaragua
venido a cubrir el proceso electoral, sería indirectamente el
causante de mi infortunio.
Cuando fui sacudida por la adversidad perdí interés en mi
trabajo, no quería escribir más, sentía como si las sombras
cubrieran mi vida igual que en un eclipse total.
Irónicamente fue él quien me instó a continuar, a seguir
escribiendo, a corregir y pasar en limpio. Que no me detu-
viera... si lo hacía, estaría irremisiblemente perdida... para
siempre.
Fue él quien...
Ha quedado fija en mi memoria la madrugada en León
Viejo: el sol salía y se reflejaba en el extremo Este del lago.
Se dibujaba su refeljo en el agua como una avenida dorada
y luminosa que llegaba o arrancaba a mis pies -estaba yo en
la orilla- y que iba desapareciendo a medida que ascendía. El
perfil del volcán, caliente y amenazante, condensaba en su
cima la fresca brisa y, a medida que el sol lo iluminaba, iba
surgiendo de la bruma espesa que dejaba libre el cono azul y
airoso... Imponente.

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Mi acompañante estaba impresionado. El tono de su voz,
su acento. Sus frases rebuscadas. Todo me llevó a intuir lo
que habían sentido mis protagonistas cuando se dio la coli-
sión entre dos mundos ajenos, distantes, totalmente extra-
ños...
Fue hace solamente quinientos años, cuando comenzaron
a llegar los viajeros a esta Tierra Firme.

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DOÑA ISABEL

¿A qué cielo se asomarán sus ojos por


extrañas ventanas? ¿Qué clase de
pájaros los cruzarán? ¿Bajo qué clima,
bajo qué sol?
MI en reto.a des
ho MO
El coro cantaba:

“Tantum Ergo Sacramentum


Veneremur cernut:
Et antiquum documentum
Novo cedat ritui”

Abrió los ojos cuando el sacerdote se volvía, se persignó


cuando levantó la custodia de oro y trazó con ella, en el ai-
re, una bendición. Bajó la cabeza con recogimiento.
Se le hizo un nudo en la garganta.
¡El olor a cirios, incienso! El mismo olor le recordaba el
día de su primera comunión... su boda... y la bendición an-
tes de partir, de emprender el largo viaje.
Arrodillada en su reclinatorio... la primera mujer que lle-
gaba a poblar y gobernar a Tierra Firme acompañando a su
esposo, con una corte propia ¡y a este lado del mar océano!
de esa mar que había navegado, cruzado, cuando todavía no
estaba muy claro lo que allí había.

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¿Fue aquel largo viaje un presagio? ¿El anuncio inquietan-
te de lo que en adelante sería su vida?
Tierra Firme, aquel día de junio. Memorable. Muchos
navíos y más de mil quinientos hombres... y con ella sus da-
mas de compañía.
Sintió de nuevo en la brisa el olor de esa mar como el pri-
mer recuerdo que le había quedado en la memoria de su lle-
gada al Darién, sí, al enfrentarse por primera vez a la silueta
de Tierra Firme, con su esposo al lado, nombrado por el
Rey: “...que vos el dicho Pedrarias Dávila tengais por nos y
en nuestro nombre la Gobernación y Capitanía General...”.
Detalles pequeños prevalecían...
Se recuerda en la proa de la nave capitana, aquel día del
año de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos catorce.
Rezando, soñando...
Sus labios repitiendo: “Alleluia. Deo gratias”.
Sus ojos asombrados. Sus damas. Todas juntas: “Deo
gratias”.
Recordaba que por un instante sintió un leve temor, inu-
sitado en ella. Las manos le temblaron ligeramente, imper-
ceptiblemente. Al mismo tiempo, gozosa observó el perfil de
Tierra Firme, de aquel nuevo mundo...
Sin saber ¡cómo iba a saberlo! que comenzaba para ella
una vida llena de intrigas y envidias que no tenían compara-
ción en la Corte. Que aquel sería el último día en que su es-
poso se mostraría como todo un caballero y como verdade-
ro cristiano; que una vez desembarcado se convertiría en un
hombre ambicioso, despótico y violento. Su nombre pasaría
a la historia con esos epítetos y de paso sería mencionada
ella: doña Isabel de Bobadilla, su mujer.
El viaje cambió completamente su vida. Recordaba los
detalles, cada minuto y sobre todo, la llegada. Cuando arri-

16
baron a un golfo llamado de Urabá y ella había preguntado *
si era allí dónde desembarcarían porque observó que los ma-
rineros y soldados hacían maniobras para anclar y desembar-
car. Días antes no se lo habían permitido en Santa Marta,
por el hostil recibimiento de unos naturales que, todos pin-
tados de rojo... habían atacado a los que lo habían hecho.
Recordó con precisión, tanta, que sintió el vaivén del
navío...
¡Qué celaje el de aquel atardecer!.
Un atardecer que se había quedado atrás en el tiempo.
¡En el golfo de Urabá en el Darién!.
En el año de Nuestro Señor de mil y quinientos catorce,
el treinta de junio.
El cielo rojizo. Graznidos de pájaros marinos... el mecer-
se del navío...
Rezaban todos en voz alta, al unísono:

“Pater noster, quí es in caelis:


Sanctificetur nomen tuum; adveniat
regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut
in caelo, et in terra”.

Ella con los ojos cerrados, que Dios misericordioso ben-


dijera la empresa que con su esposo comenzarían como go-
bernadores del Darién, pero sobre todo: “Mater purissima,
Mater castissima, Mater inmmaculata” que pudieran volver a
reunirse con sus pequeñas hijas que habían dejado en
España.
Mientras rezaban, tuvo una premonición: que en aque-
lla Tierra Firme a la que se aprestaban a desembarcar y a
la que tendrían que gobernar -cuya silueta estaba ante sus
ojos cubierta de selvas llenas de fieras desconocidas- todos

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ellos, los que estaban desembarcando, morirían, o cam-
biarían de tal modo, que no podrían de nuevo vivir en Es-
paña. Le habían explicado, que en aquella Tierra Firme
habían terrenos primitivos y lagos humeantes que no eran
de agua sino popeantes hervideros de azufre y lodo. Vol-
canes que estaban siempre expulsando rojos borbollones
de lava.
La dama más joven, pálida, le preguntó amedrantada si
era forzoso desembarcar en aquel nuevo mundo. El tan sólo
verlo desde el navío le producía una gran:zozobra.
En cuanto amaneció, los soldados y marineros comenza-
ron a trasbordar las arcas con los vestidos de terciopelo ver-
de, damasco de grana, encajes de Brujas; las arcas con los
vestidos de sus damas. Las cajas de ropa blanca, de sábanas,
lienzos. Sus sillas preferidas guarnecidas de terciopelo, con
flotaduras de seda. Su reclinatorio y los ornamentos para su
capilla.
Lo que necesitaban para el mantenimiento y servicio del
palacio y que ella había escogido personalmente: sillas y me-
sas de madera obrada... alfombras, cojines.
Utensilios para la mesa y la cocina como platos, cucharas,
escudillas... copas, candelabros y muchas candelas de sebo,
linternas, agujas...
Los colchones y todo lo necesario para las camas. Las
bacinillas.
Transbordaron las pipas de agua, vino, vinagre y miel. Fa-
negas de harina, garbanzos, habas, lentejas; las botas de
atún. Los tocinos. Arrobas de almendras, pasas, aceitunas,
alcaparras. Las ristras de ajo... quintales de arroz. Fanegas de
mostaza.
La carne salada, las pescadas, el queso, la cera...

18
Sentía de nuevo la ansiedad de aquel momento... el ciclo'
de las olas en la bahía...
¿Pero dónde estaba la ciudad: Santa María de la An-
tigua del Darién, a la que llegaba a gobernar al lado de su
esposo?
¡Dios Misericordioso! Si no existía la ciudad como tal,
todo lo construido lo era provisionalmente... ni siquiera
había lugares cerrados y protegidos, seguros, donde llevar
las bacinillas y aliviarse. No había casas conocidas como
tales.
Solamente, y por varios días, la sensación del vaivén del
navío...
Y se dio cuenta... desde esos primeros momentos, que no
podría ser, de ninguna manera, como la corte de doña lsa-
bel, su Reina y Señora, que gozaba ya de la gloria de Dios.
Se encontró desde ese primer día con cientos de inconve-
nientes y tropiezos. Sus damas desanimadas, siendo más
bien ella, gobernadora y señora, la que les dió ánimo y ayu-
dó en todo.
Se había acostumbrado mientras estuvo en la corte, a so-
lucionar imprevistos, a buscar siempre una alternativa, a dar
consejos y no a recibirlos.
Aquí había sido todo más difícil. Además con un agravan-
te: todas ellas eran observadas, deseadas por los más de mil
quinientos hombres que habían navegado en su compañía
por tantos meses, y mas aún por todos los que ya estaban en
tierra llenos de nostalgia y ansiedad.
Sintió una gran responsabilidad por la integridad moral
de sus damas de compañía a quienes tenía que aconsejar,
proteger y vigilar constantemente.
No había otras cristianas en estas tierras. Tan sólo esta-
ban aquellas naturales a las que ella y sus damas,

19
venidas de una corte de gran austeridad y recato, les parecían
descaradas, sinvegienzas, algunas ni siquiera se cubrían.
Los hombres recién llegados, aun los hidalgos -muchas
veces los peores-, quedaban deslumbrados al ver a las natu-
rales de algunos pueblos, con las tetas al aire; pero luego vol-
vían en sí, por la moral y el decoro: se acercaban a las espa-
ñolas cubiertas con los pesados vestidos traídos a usanza de
la Península, que aquí, por cierto, con el gran calor y la cons-
tante lluvia, estaban fuera de lugar, no eran prácticos
además...
No, no se amilanó ni se postró; tampoco se lamentó, co-
mo lo hicieron muchos de los que habían vendido sus patri-
monios para venir a ver las maravillas que les habían narra-
do, tantas, que incluso su Alteza el Rey, Don Fernando, le
mandó cambiar el nombre de Darién por el de Castilla del
Oro, y solicitó al Papa que se fundara allí el primer obispa-
do de estas regiones.
Muchos, ya en tierra, no pudieron acostumbrarse y sobre-
vivir ¡hubo quienes murieran de hambre!
De los alimentos europeos, al poco tiempo, no quedó
ninguno... los bastimentos se habían consumido o corrom-
pido.
Había que improvisar...
Ella se hizo una promesa a sí misma: no se dejaría ven-
cer. Había superado muchos obstáculos durante el largo
viaje: tempestades, desperfectos en los navíos, discrepan-
cias personales... la muerte de su criado San Martín.
Acontecimientos que guardaban cierta relación con aque-
llas olas tormentosas de la travesía, que parecían surgir del
fondo de la mar, adquirir vida propia creciendo amena-
zantes, silbando con estruendo, partiendo sus crestas ribe-

20
teadas de espuma contra la proa de la nave capitana que se”
estremecía y, sin embargo, mantenía su rumbo...
Las campañas y sitios contra los moros los habían endu-
recido lo suficiente para enfrentar estos nuevos retos.
Por otro lado... de haberse quedado en España, hubiera
sido escogida por el Rey Don Fernando para dama guarda-
dora de la Reina doña Juana enclaustrada en un palacio con
la razón perdida.
Aquello no lo hubiera resistido... ¡Encerrada con la Rei-
na en un palacio! Cuando ella ansiaba vivir su propia vida...
amar. Cuando se desanimaba, recordaba los mensajes que
había recibido de su Serenísima y muy Católica Majestad...
Y en el primer 7é Deum oficiado en Santa María la Anti-
gua del Darién, mientras cantaba:
“Te Deum Laudamus: Te Dominum confitemur”... decidió
que, si no se podía imitar a la Corte de España, al menos
convertiría su gobernación en algo diferente, y le sacaría
ventajas al nuevo mundo.
Sí, decidió adaptarse al lugar. Si este le ofrecía oro, pues
conseguiría oro; si las perlas abundaban también las recoge-
ría. Las dotes de sus hijas educándose entonces en los con-
ventos de España, se verían grandemente valuadas....
No se arrepintió de haberse separado de ellas, así se salva-
rían de lo malsano del lugar, el hambre y la peste que azota-
ban al Darién. De la lluvia, aquella persistente y desesperan-
te lluvia.

21
Il

La niña se sobresalta al ser llamada al recibidor pequeño y


cerrado de la Madre Superiora. Se asusta creyendo que son
malas noticias... sus padres están en las Indias.
La noticia, trascendental para ella, la deja estupefacta...
además es una orden urgente: su educación será inesperada-
mente interrumpida.
Sale por los pasillos, hacia la misa ya empezada, une su
voz al coro:

“Sanctus, Sanctus, Sanctus”

Cantando, rezando, pero como ausente. Sus ojos asom-


brados recorren las paredes que la encierran: gruesas, húme-
das, llenas de grietas. La bóveda sobre su cabeza.
Las manchas de moho de los hábitos.
Hacia afuera de los vitrales iluminados por el sol rojizo de
la mañana... ¡la libertad y la felicidad!
Llena de júbilo por dentro:

Alleluia. Alleluia?

El acólito toca la campanilla las tres veces y cuando el sa-


cerdote comienza a distribuir la Comunión, se levanta re-
zando para sí, en secreto, con la cabeza baja... con recogi-
miento...

“Domine, non sum dignus, ut intres sub


tectum meun; sed tantum dic verbo, et
sanabitur anima mea”

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Inmeditamente después que recibe la Comunión se baja:
el velo sobre el rostro. Las otras niñas también hacen lo mis-
mo, una a una, en un acto reflejo. Con ambas manos toman
la parte del velo doblada sobre sus cabezas para ese propósi-
to y se van cubriendo las caras...
Al incorporarse... regresan en filas silenciosas hacia sus si-
tios. Se arrodillan en el frío piso... con las manos juntas.
Cada quien a solas, en comunión con Jesucristo...
Al arrodillarse, tras el velo, María sonríe para sí, secreta-
mente... ¡Qué inesperada noticia!
Observa de reojo a las monjas en sus reclinatorios. Oran
con gran recogimiento y tienen sus velos también sobre sus
rostros:
El gran misterio.
Un gran silencio.
Su corazón y su mente no pueden aquella mañana reco-
gerse. Al notar que está distraída, la Madre Superiora la que-
da viendo con ojos de reproche.
Al hacerse a la mar sus padres la dejaron en el convento a
cargo de su hermana. Se fueron al desconocido Darién, a
Santa María la Antigua... lugar tan remoto... al otro lado
del océano. ¡Nadie sabe dónde queda!
Su padre había sido nombrado por el Rey Don Fernando:
Gobernador y Capitán General de Castilla del Oro.
Antes de zarpar le prometió que la casaría con el mejor
mancebo disponible, con un valiente, que estuviera acorde...
con su hija; para heredarla y que con él se hiciera a la mar...
Había tenido últimamente momentos de misticismo y le
había confiado a su confesor y director espiritual el deseo de
entrar como novicia, de quedarse en el convento. Sus padres
nada saben, podía ser algo pasajero, instantes sublimes en
que su espíritu inquieto rogaba por algo inesperado -a veces

23
se aburría en el convento-, algo así como ser arrebatada y
transportada al cielo.
Lo había deseado al escuchar el coro de las religiosas y no-
vicias en misa solemne, para la fiesta de la Santísima Virgen
María...

“Ave, María, gratia plena,


Dominus tecum:
Benedicta tu in mulieribus.
Alleluza” £

Las voces en altos y bajos rebotando en la bóveda central,


en las paredes, en los vitrales que la encerraban...
¡Ahora su padre ha cumplido! En las cartas paternas re-
cién llegadas se le comunica a las religiosas del convento que
María ha sido prometida... que se han firmado ya las capi-
tulaciones matrimoniales: con el Adelantado de todas las is-
las y tierras firmes descubiertas hasta el momento en el Da-
rién, al otro lado del mundo. ¡Más allá del Finisterre!
¡Su prometido! Nada menos que Vasco Núñez de Balboa,
el descubridor del Mar del Sur. Nombrado recientemente
por su Alteza Real: Adelantado de la Mar del Sur.
¡du esposo por poder! ¡No puede creerlo!
Un sueño como para enloquecer de alegría a una adoles-
cente ambiciosa como María: un esposo reconocido por el
Poderosísimo Señor el Rey Don Fernando, lo que promete
un futuro indescriptible, posesiones...
Un matrimonio concertado, pactado, que ni siquiera sos-
pechaba, la convertiría en mujer antes de tiempo, con gran
importancia de la noche a la mañana.
Al Adelantado lo describen en las cartas como de buen
ver, rico y famoso por su osadía y vigor.

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Nada mejor para el carácter y las energías de la hija ma-
yor del gobernador del Darién.
Su madre con gran entusiasmo le escribe dándole todos
los detalles. La ha representado en la ceremonia de compro-
miso. En el matrimonio por poder.
Y comienza a soñar con él...
Ya no se imagina a Jesucristo arrebatándola de la capilla,
sino al Adelantado, de pie, en el momento del descubri-
miento del otro mar.
Al sacarla de golpe de su mundo místico y resguardado
con cantos y rezos, se enamora de la silueta del Descubridor
con pasión de mujer, porque impulsiva, ambiciosa y apasio-
nada es, a pesar de su juventud. Y comienza a anhelar cada
carta con las descripciones de sus proezas...
Hay prisa, todos la tienen. Se ha concertado la boda para
ver si en esa forma se pone fin a la gran rivalidad existente
entre Pedrarias y Vasco. Ha sido idea del Obispo.
A todos les interesa esa boda para que suegro y yerno se
entiendan y no sigan entorpeciendo con sus disputas los fu-
turos descubrimientos. Su Majestad, El Rey, se entusiasma al
recibir la noticia y ofrece para los novios un regalo regio; el
Real Consejo de Indias aprueba y apremia...
El corazón de María todavía no sabe amar...ni siquiera
conoce al Adelantado... pero de pronto tiene una gran pri-
sa, no puede esperar más.
¡Qué de anhelos, de suspiros! Frente a ella se presenta una
gran aventura, una brillante oportunidad...
Espera el momento ansiado, y hacerse a la mar ya conver-
tida en mujer... y consumar, cuanto antes, pero es que no
puede esperar más, el matrimonio con el hombre que por
disposición general le ha sido destinado: Vasco Núñez de
Balboa, que tiene ya su lugar en la historia de España y de

25
las Indias, capaz de mayores proezas... de cruzar esa mar que
ha descubierto y encontrar otros mundos.
Ella será la envidia de las mujeres de la Península y de más
allá: Flandes, Francia, Alemania y ¿por qué no? de allende
los mares...
Como una obsesión, mientras aprende latín o reza, allí es-
tá la silueta, al momento del descubrimiento: todo el vasto
mar del Sur frente a él, suyo, inmenso; con su cuerpo vigo-
roso... ¡Cómo no inflamar sus anhelos, su pasión!
llas religiosas comienzan, por instrucciones maternas, a
prepararla para su nueva vida en el mundo nuevo... para la
travesía por el mar océano.
Se le manda confeccionar un ajuar mandado a bordar con
los emblemas que su Alteza Real don Fernando le ha asigna-
do al Adelantado. Todo de lo mejor... para que esté de
acuerdo con las circunstancias, y que va quedando debida-
mente empacado en arcas.
Llegan costureras y comienzan a tallarle hermosos vestidos.
Recibe cartas del propio Vasco. Y cartas llenas de consejos
de su madre...

¡00

Doña Isabel estuvo dispuesta desde un comienzo a aprender,


a imitar a las personas que encontró ya adaptadas a las nue-
vas tierras. Sobre todo, al Adelantado Vasco Núñez con
quien simpatizó mucho. Sus métodos y políticas le parecie-
ron de lo más apropiadas para llevarse bien con los
naturales.

26
Su esposo no reaccionó igual. Tuvo celos y temor de to-
dos los no mayores de cuarenta años, capitanes y soldados,
que con vigor inusitado descubrían y conquistaban.
Se tornó diferente y hasta en su buena manera de ha-
blar cambió, y comenzó a urdir y a ordenar cosas no muy
buenas.
Se ponía peor cuando ella alababa con admiración las ha-
zañas del Adelantado. Le cambiaba el tono de la voz y el
semblante con sólo oír que le mencionaba, o insinuaba que
había que imitar su manera de llevarse con los indios, y peor
aún cuando ella se entusiasmó con el proyecto de Vasco de
construir unos navíos en la costa Norte para trasladarlos, ya
armados, al otro mar, y así navegar más hacia el Sur.
Por su parte se dedicó a catequizar a algunas indias, cui-
dar que las bautizaran. Les enseñaba a vestir a la europea,
más que todo por el bienestar de las indias. Si se vestían a la
europea, no se miraban bien y eran menos violentadas por
los cristianos. Les dio clases de urbanidad para poder inco-
porarlas a su servicio junto a sus damas de compañía y cria-
das españolas.
El vestir era fundamental pero era mucho más importan-
te que las bautizaran. Así no se justificaban muchas cosas
con el pretexto de que no eran cristianas.
Le repugnaba la lujuria de los soldados y capitanes e in-
cluso de algunos clérigos.
No perdía el sentido del humor y se reía, pensando, ima-
ginando los papeles invertidos: a los españoles con ropas li-
geras o con todo al aire invadiendo las playas, y a los indios,
ya catequizados, vestidos con recato, escandalizándose por
sus visitantes del otro lado del mar.
A veces estas cosas eran asuntos de moda y a lo mejor un
día la moda de aquí pasaba a Europa; por eso no había

2h
que hacer tanto aspaviento. Había oído de cosas similares en
la corte española y entre los moros.
Muchas veces a punta de amenazas y castigos las obliga-
ban a cubrirse, pero en realidad, era casi imposible y resulta-
ba poco práctico dado que no había suficientes géneros. Ca-
da día se descubrían más tierras hacia el Norte y hacia el Sur.
Eran cientos de miles de cuerpos por cubrir, lo que no resul-
taba muy económico. Después de todo había que justificar
cada uno de los gastos, era dificilísimo que los reembolsaran
y ya ellos, personalmente, habían invertido mucho de su
propio patrimonio.
En los primeros años sufrió mucho. Vio morir a compa-
triotas que padecieron hambres y enfermedades. Tuvo que
renunciar a las comodidades a las que estaba acostumbrada;
hacerse al sabor de las comidas nuevas porque no había su-
ficientes navíos para ir y volver a España con vituallas.
Todos estos sufrimientos en medio de intrigas y traiciones
entre los españoles y contra los indios...
La rivalidad entre Pedrarias y Vasco Núñez iba en aumen-
to, ya podría decirse que había generado en algo más...
Su esposo, sesentón, no aceptaba el liderazgo que induda-
blemente Vasco ejercía sobre los españoles y naturales. El
Adelantado era ambicioso, tenaz, dotado de una fuerza físi-
ca extraordinaria -había trasladado los navíos ya construidos
con la ayuda de los indios, por tierra y de mar a mar. Signi-
ficaba a la larga un rival de peligro para las ambiciones pro-
pias de Pedrarias.
A pesar de haberle prometido a su hija en matrimonio, de
haber firmado las capitulaciones matrimoniales, no había
podido dominarlo, sus celos dieron lugar a la envidia y ésta
al odio.

28
Comenzó a maquinar su destrucción y en complicidad
con otros españoles, a planear emboscadas políticas que le
permitieran desacreditarlo, y si posible, encarcelar y acabar
con él.
Doña Isabel sabía de la crueldad que Pedrarias era capaz
y a veces creía que él se gozaba con estos sentimientos.
Con ella Vasco siempre era respetuoso, servicial; se lleva-
ban bien, se había ganado ya un lugar en su familia, en su
corazón ¡Si ya casi era su yerno!
Trató de mediar entre él y Pedrarias pero cuanto más lo
hacía peor era.
Cuántos sufrimientos por las horribles cosas que aquellos
años vieron sus ojos: “Dios Misericordioso perdónanos a
todos...”
Años después debió doña Isabel darle muchas explicacio-
nes a su hija María que la creyó cómplice de su padre...

IV

¡Ay! una tarde fría, horrible, del año del Nacimiento de


Nuestro Señor Jesucristo de mil y quinientos diez y siete...
Sin aviso, llega un fraile con noticias y cartas del Darién.
La llaman aparte, de nuevo al saloncito reservado, peque-
ño y cerrado donde se dan noticias de mucha importancia...
Se encuentran ya allí: la Madre Superiora, el prior del
convento, el capellán -confesor y director espiritual-, y el
fraile con las cartas e instrucciones que vienen de Castilla del
Oro.

29
¡Malo, malo! Su padre y el Adelantado han disputado de
nuevo por apasionamientos y asuntos relacionados con los
nuevos descubrimientos. Un terrible desacuerdo, un malen-
tendido según doña Isabel, en una carta larga.
Y de nada sirve el compromiso ni las capitulaciones ma-
trimoniales ya firmadas. De nada. Ni el corazón de María,
su futuro, sus anhelos...
Ella no cuenta. No entra en la decisión paterna. Su padre
no escucha a nadie y encausa, procesa al Adelantado conde-
nándole a una inmediata muerte. ;
¿Para qué las explicaciones? Si todo ha sido consumado
cuando recibe las cartas...
Irreversiblemente...
¡Pero si le han degollado! ¡En el poblado de Acla en don-
de construía navíos para hacer más descubrimientos!
No puede comprenderlo ni aceptarlo. Un acto inhuma-
no, cruel... ¿Por qué ordenó su padre que se expusiera la ca-
beza del Descubridor de la Mar del Sur a los cuatro vientos,
clavada en una pica? ¿Por qué ensañarse en esa forma?
¿No era acaso él, el futuro, el amor de María? ¡Ensangren-
tar la historia de la familia en esa forma! Le repiten la noti-
cia ¡pero no puede creerla!
¡No puede ser! Que la cabeza de su amado, del héroe de
España, del gran Descubridor, esté así expuesta por órdenes
precisamente de su padre, que le ha prometido la mejor de
las bodas... ¡como si fuera un villano y un traidor!
Cómo le duele. Lo siente en su propia carne, como una
espada clavada, un fracaso, que le deja amargura...
Su orgullo humillado, su pasión frustrada... Ella es por
derecho propio, doña María de Peñalosa, destinada a ser la
esposa de Vasco Núñez de Balboa y de su nuevo mundo, a
correr su suerte, con él.

30
Siente su vida truncada. Su padre no pensó en su hija ma-
yor, porque nunca piensa en nadie cuando está de por me-
dio su carrera de militar... o sus conveniencias políticas.
De un plumazo, con una orden ha decapitado su anhelo,
su futuro, la visión que no era un sueño, que era ya... una
realidad. El vigor del hombre destinado para ella se ha
escapado, desangrado. Nada, nada volverá a descubrir, ni
para ella, ni para el mundo. Sus ojos secos y rígidos no vol-
verán a posarse sobre un nuevo y vasto mar, ni sobre isla, o
tierra por descubrir para España...
¡Ay!, tampoco se posarán en ella, ni la descubrirán ni con-
quistarán... como le había prometido en sus cartas.
Sus manos de Adelantado no recorrerán sus costas ni sus
océanos...
Permanece muda por muchos días. Se niega a confesarse,
a comulgar. Cierra los labios a la hora de rezar vísperas, por-
que, ¿cómo dar gracias a Jesucristo cada atardecer, alabarle
como si nada hubiera ocurrido?
No se levanta a la hora primera cuando llaman a
maitines...
Las religiosas se alarman... y eso que desconocen sus más
secretos propósitos. No, no quiere volver a saber nada de su
padre, nada de él, ni siquiera llorar el día de su muerte...
La visten de riguroso luto: negro el vestido, el velo, las
medias y los zapatos, como si en realidad hubiera
enviudado...
Pierde todo interés en instruirse...
En lugar de embarcarse... se queda en el convento...
Odia sus paredes, la humedad de los pasillos.
Detesta el olor a incienso y a cirios. Los cánticos
religiosos...

31
Decide quedarse virgen para siempre, cerrarse para el
amor, morir...
Al pasar los meses siente una fuerza que pudiera ser ma-
ligna muy dentro de ella, íntima, poderosa, que la hace de-
sear huir del convento. Así fuera con el jardinero, con los
frailes, los acólitos; o con los soldados que a veces llevan
mensajes y encomiendas de Castilla del Oro.
Es un deseo fugarse, huir, tener frente a sí el famoso mar
del Sur descubierto por Vasco, respirar su brisa...
Madre Superiora la regaña y le dice que es el suyo un pe-
cado de soberbia...
Se arrodilla y permanece así... inclinada profundamente...

“mea culpa,
mea culpa,
mea maxima culpa”

Y con venir en persona a esta parte de Tierra Firme, había


dado doña Isabel el ejemplo para que todos los casados tra-
jesen a sus mujeres e instalasen casas. Para así poblar los nue-
vos territorios. Todo en beneficio de la fe Católica, y de sus
Majestades...
Y un ciclo más de Pascua estaba pasando...
Tiempo de Septuagésima... los ornamentos morados en
señal de penitencia.
Tiempo de Cuaresma: son cuatro los domingos de
Cuaresma. Tiempo de Pasión. Y el primer Domingo de Pa-
sión otra vez... la Iglesia Mayor con ornamentos morados...

32
Y el Domingo de Ramos, también. ¡Alegre la bendición de
los ramos...!
El Jueves Santo se cantó el “Gloria” y se tocaron las cam-
panas por última vez...
Asistía a todos los actos religiosos... quería con su con-
ducta y ejemplo placer a Nuesto Señor Jesucristo...
Concluida la misa se llevó en procesión el Santísimo Sa-
cramento y ella cantó junto al coro el Pange Lingua...

“Pange, lingua, gloriosi


Corporis, mysterium...”

Su corazón había comenzado a estar muy afligido, por el


tiempo transcurrido y por el mucho camino que había de
aquí a los reinos de España...
Los ornamentos del Viernes Santos muy negros. Las cru-
ces en las iglesias de raso negro, las cortinas... ¡No resistía
más el morado ni el negro, las penitencias...!
Durante todo el tiempo Pascual padeció grandes nostal-
gias por su tierra natal, por sus hijas a quienes había pasado
mucho tiempo sin ver...
El Sábado Santo se bendijo el Fuego y el Cirio Pascual.
En señal de alegría se volvió a cantar el Aleluya. El obispo,
revestido con ornamentos blancos comenzó:

“Ky-ri-e-e-le-1-son
Christe-e-le-ison
Ky-ri-e-e-le-i-son”

Mientras se cantaba el Gloria se echaron al vuelo las cam-


panas fundidas en España. Todo lo de ese día se la recorda-
ba... hasta los ornamentos traídos de allá. Las capas, las ca-
sullas, los frontales bordados... ¡Córdoba, Segovia...!

33
Había llegado el momento en que ya no podía más. La
nostalgia de su tierra y de sus hijas y las amenazas al nom-
bramiento de su esposo como Capitán General y Goberna-
dor de Castilla del Oro, la obligaban a tomar una decisión:
ir a la Península a interceder por él ante la Corte.
Sí, así tendría que ser...
Se ofreció para ir a España y hablar a su favor en la Cor-
te, ante la Real Audiencia...
Ya no era la austera corte del Serenísimo Don Fernan-
do, ahora tendría que enfrentar la de su nieto joven, Don
Carlos por la Divina clemencia: Rey de Romanos, Empe-
rador siempre Augusto, y a doña Juana su madre y el mis-
mo Don Carlos por la Gracia de Dios, Reyes de Castilla,
de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de
Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia,
de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Cór-
cega, de Murcia, de Jahen, de las Islas Canarias, de las In-
dias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, Señores de Aus-
tria, Duques de Borgoña y de Bravante, Condes de Tirol,
etc., etc.
¿Tendría Castilla de Oro dentro de todo este Imperio, la
importancia como para que su Majestad le hiciera merced a
su esposo?
Usaría su influencia, si es que se acordaban de su parien-
te lejana y de los servicios prestados a su Reina y Señora,
abuela y madre de sus Majestades.
Se embarcó de nuevo para navegar aquel inmenso mar
que la separaba de España y la llevaría al lado de sus hijas
que había dejado...
¡Cómo deseaba verlas, cuánto! Se las imaginaba siempre
niñas y sin embargo ya debían estar crecidas. Quería cercio-
rarse de la educación que habían recibido. ¡Había confiado

34
demasiado en las religiosas del convento! Además, dedicaría
algún tiempo a buscarles esposo, a prometerlas, de acuerdo
a su alcurnia, y mejor aún, si se pudiera.
Le asaltaba el temor que durante las audiencias, algo sa-
liera mal y al pedirle residencia a don Pedro, le pidieran a
ella cuentas del oro y las perlas que había guardado para las
dotes de sus hijas.
Sus enemigos eran muchos y poderosos. Desde Panamá
no se tenía la misma perspectiva, y no quería exponer a las
niñas a otras desdichadas experiencias como la de María y
Vasco.
Los enemigos políticos se ingeniaban de mil formas...
“Ha resultado que en Castilla del Oro, desde el año de mil
e quinientos catorce quassi dexó Pedrarias solos e despobla-
dos en parte aquellos pueblos...”
Llegó el día esperado. Cuando comenzaron a navegar, la
proa del navío enfiló hacia el Noreste sobre aguas de un be-
llo color turquesa.
Al dejar atrás los esteros, la vegetación del Darién y unas
cuantas carabelas ancladas, sintió una gran emoción y un
gran alivio en su corazón.
Se quedaron por un tiempo en sus pupilas las imágenes
de los manglares de la costa iluminados por el sol que co-
menzaba a surgir.
Después Tierra Firme no fue más que una silueta difusa
que se alejó, se empequeñeció, y se fue borrando a medida
que el navío avanzaba.
Nada más se perfiló, nada más. Doña Isabel rezó para que
aquella fuera la última vez que veía aquella costa, aquel lu-
gar, aquella provincia en dónde había sido en cierto modo
feliz y al mismo tiempo muy desgraciada. En donde se ha-
bía apartado en ciertas ocasiones de algunas de sus convic-

35
ciones y creencias religiosas... e interpretado a su conve-
niencia los mandatos de la Santa Madre Iglesia...
Detrás de aquella silueta quedaba parte de su vida, sus
primeras ilusiones como mujer del único Capitán General y
Gobernador de Tierra Firme, y atado, amarrado, su corazón
de mujer y de madre.
Una especie de bruma, de brisa; quizás un frente gris de llu-
via, borró totalmente como una cortina, todos los contornos.
Llevaba una misión difícil: defender a don Pedro en la
corte de su Sacra Cesárea Católica Majestad el Emperador
Rey Don Carlos, cuando ella bien sabía, que su conducta
como gobernador y como hombre dejaba mucho que desear,
pero con él, si lo destituían, fracasarían los muchos planes
concebidos para casar bien a todas sus hijas. Tenía que con-
trarrestar el clamor general de los oidores y cronistas que es-
cribían a España entre otras cosas, suplicando: “en mandar
al dicho Pedrarias que vaya a Castilla y no esté más en estas
partes porque como es hombre ambicioso no piensa sino en
acrecentar su hacienda con daño de los pueblos de paisanos
que él ha gobernado con mucho daño de la hacienda de Su
Majestad...”
Por las noches, en cubierta, protegida por el capitán del
navío, uno de los fieles a su esposo, miraba el firmamento.
Viajaban con ella sus damas de más confianza.
En las noches tropicales podía observar las constelaciones
que don Pedro le había enseñado a distinguir en el viaje al
Darién en 1514. ¡Cómo se entretenían entonces y qué re-
moto parecía aquel largo viaje!
A veces, en su camarote, cuando dormitaba, se sentía
mal... tenía ligeros mareos. ¡Ay! ¡que no estuviera otra vez
preñada...! no quería regresar en esas condiciones a España.
Le entraban deseos de llorar, pero ella, doña Isabel de

36
Bobadilla, no debía, no podía darse el lujo de ser débil. Pen-.
saba para distraerse en lo pronto que vería a sus hijas...
¡Blancas... y tan diferentes a las morenas indígenas que
dejaba atrás...!
¿Tendrá siempre María sus cabellos rebeldes?
Las mandaría a pintar o grabar en miniaturas de madera o
metal antes de regresar a Castilla del Oro, para así recordarlas
sin tanto esfuerzo... si aún vivía su amigo, pintor de la Corte.
Durante la travesía recordó sus rostros, sus perfiles suaves,
las pequeñas y frágiles figuras. Seguramente habían cambia-
do mucho, las encontraría crecidas, convertidas en mujer.
¿De qué conversarán, qué clase de relación entablará con
ellas después de tantos años?
Por la claraboya entraba casi siempre un chiflón de aire
marino impregnado de sal y olor a mar que al respirarlo la
aliviaba...
Pasaron días navegando en aguas profundas. El color azul
marino de las aguas sobre aquella sima tan honda, translúci-
da en la superficie, se convertiría por lo profundo y oscuro
y por el gran misterio que ocultaba, en el símbolo del espa-
cio que se imaginaría siempre, la separaría de España y de
sus hijos, que ahora dejaba atrás.
Hicieron escala en Yaguana al Occidente de Santo Do-
mingo para no toparse con los enemigos de don Pedro que
hacían la misma escala en la Isla, unos camino a España pa-
ra mal informarle en la Corte, y otros de viaje a Castilla del
Oro para tomarle residencia y destituirlo.
Doña Isabel no podía exponerse a un encuentro. Llevaba
el oro recogido para dotar a sus hijas.
En una bolsa de gamuza verde, bien protegida, guardaba
una bellísima perla en forma de pera que pesaba varios qui-
lates y que su esposo le había regalado antes de embarcarse.

37
Era tan bella aquella perla, que seguramente ninguna reina
o emperatriz de Europa poseería nada igual. Testimonio
era del amor de su esposo, en quien en muchos aspectos
había dejado de creer por lo extraño que se comportaba en
Panamá.
Ahora que lo recordaba, allí mismo, en Santo Domingo,
en 1514, se había dado el primer incidente, demostración de
su crueldad... A pesar de sus ruegos había mandado a ahor-
car al criado de confianza de la familia, San Martín, tan só-
lo por llegar tarde a embarcarse.
¿No había sido aquél el primer signo, el indicio de lo que
don Pedro haría después? Cuando ella le reclamó, le dijo él
con altanería que ése no era asunto de mujeres...
Se preguntaba si quería regresar a su lado. Como alterna-
tiva solamente le quedaba recluirse en un convento o ence-
rrarse al servicio de la Reina doña Juana... y ninguna de las
dos cosas le atraía...
La perla la guardaría para hacer uso de ella en cualquier
forma, en caso que viera perdida la causa de don Pedro, que
era la suya propia, ligada para siempre a él, estaría ella. Y sus-
piraba... “lo que Dios une no lo puede separar el
hombre”.
Al navegar de nuevo... ¡qué de anhelos, ansiedad! Cuán-
tos rezos, promesas a la Virgen... ¡Que ninguna tempestad
se interpusiera! Que no hubiera mala mar y que los vientos
les fueran propicios para que su navío se deslizara seguro,
rumbo a España y a sus hijas.
Una noche hubo mar gruesa. Todo dentro del navío se re-
volvió: los pasajeros, el equipaje, los bultos y cajas con rique-
zas del Darién...
Golpes fuertes, trepidantes, azotaron el casco, hicieron
saltar una y mil veces la embarcación...

38
El casco se cimbreaba, entero, cada vez, pero ¡gracias a,
Dios! el cuerpo de la nave y la quilla, eran bien sólidos...

39
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INTERMEDIO
El tenía mucho que enseñarme. Había nacido en Barcelo-
na, estudiado en Madrid. Me trataba como a un colega -eso
me gustaba- a pesar de haber egresado yo de una escuela de
periodismo pobre y sin pretensiones. El tiraje del periódico
para el que yo trabajaba daba risa comparado al de la revis-
ta que a él le empleaba. Aun así me contrató como su asis-
tente y guía, me invitaba a eventos para periodistas extran-
jeros, íbamos juntos a cubrir la campaña electoral por toda
Nicaragua.
A veces me recogía en mi casa en el auto de alquiler y
otras, su espíritu aventurero le impulsaba a cambiarlo con
mi hermano por su Honda 500.
Ibamos, volvíamos. Conducía él o yo indistintamente.
Por toda Managua, veloces. En jeans, deck shoes.
Sus ojos siempre vigilantes, atentos; como faros girando
hacia todos lados. Era todo un cronista español. Su marca-
do acento contrastaba con nuestro simple castellano y sona-
ba a mis oídos un tanto pedante y jactancioso.
Con energía inusitada quería visitar todo el país, oír la ex-
presión del pueblo. Así, asida a su cintura, con mi cabeza
apoyada en su hombro para evitar el viento, sentía

43
el contraerse y expandirse de su tórax con cada respiración.
El calor de su cuerpo, el calor de la moto, el calor del
camino.
Soy de una generación marcada por diez años de guerra.
Oí los comentarios de mis compañeros de universidad cuan-
do tuvieron que inscribirse en el servicio militar. Los vi par-
tir, alegres, vigorosos, lo mismo que a mi hermano, sin saber
que iban directamente al combate. Algunos volvían heridos,
mutilados o difuntos. La muerte era una realidad. Siempre
una amenaza sobre nosotros: la contra, la invasión, el racio-
namiento. En los pasillos y aulas parodiábamos a Rubén con
aquello de: “¿fue juventud la mía?”
Pero esa madurez prematura nos dio en compensación
una fuerza, un sabor... una sensación de importancia...
Que él cultivaba...
A veces parecía que estábamos los dos solos en Mana-
gua. Nadie más tenía importancia. Rodeados de una ciu-
dad, un país, en el fragor de una campaña electoral que
marcaría, inclinaría, la historia de Centroamérica y la mía
propia.
En realidad no podíamos olvidarnos. La propaganda lo
invadía todo. Las consignas de los partidos, de los candida-
tos, estaban en todos los muros y paredes, colgaban de los
árboles, y se manifestaban en las camisetas y gorras.
Toda Nicaragua estaba llena de frases y mensajes: FSLN
en rojo y negro, UNO en azul y blanco; Violeta, en blanco
y azul, Daniel y Sergio en negro y rojo.
Mi relato por supuesto se detuvo en el primer capítulo.
Con doña Violeta viajamos a Rivas y Granada, y acompaña-
mos a Daniel a Chontales y León. Fuimos a todos lados.
Estuvimos cerca de ellos en las dos grandes manifesta-
ciones y concentraciones de cierre de campaña. Todo el

44
país expectante asomándose cuando pasaban los candida- |
tos: las gordas con los chavalos enganchados en la cintura,
las viejitas envueltas en toallas; las embarazadas que no po-
dían faltar... las jóvenes con sombrillas de colores. Muje-
res sufridas, con varices y motetes en la cabeza, opinando.
Los hombres empuñando banderas, gritando consignas;
parados en las esquinas o vendiendo paletas. Muchachos
por todos lados en bicicleta. En los pueblos hombres a
caballo...
Nadie sabía lo que iba a pasar, pero sí que iba a pasar al-
go. El domingo 25 de febrero todo el mundo en fila para
votar. Se respiraba la excitación. Un atardecer en
suspenso.
Fue un momento solemne. Hasta los perros dejaron de
ladrar. Un silencio total paralizó el aire y el latido de los co-
razones cuando el Presidente del Consejo Supremo Electo-
ral, en la madrugada, dio los resultados.
¡Qué momento más importante! “La Violeta”, como le
decíamos popularmente, había ganado. Por todos lados
sentimientos encontrados... goce o aflicción... euforia o
resentimientos.
Yo triste, porque sabía que terminada la campaña, él se
iría... a cubrir otros sucesos a otros lados.
Aquel anuncio que paralizó a Nicaragua, paralizó tam-
bién mi vida, porque marcaba el final de nuestro encuentro.
Nuestra relación, como pasa siempre en estos casos, como
tantas otras, quedaría truncada.
Hubiera querido detener el desenlace... pero me era
imposible.
Haciéndome la indiferente le acompañaba a visitar cier-
tos lugares donde quería tomar fotos. Los mercados le fasci-
naban. Me decía que a pesar de cinco siglos pasados de la

45
conquista, todo había permanecido intacto, en las facciones,
los gestos, el color de la piel.
Las marchantas sentadas serias y rígidas, impávidas, fren-
te a sus masitas de pozol y tiste, espantaban las moscas con
unas hojas de plátano. Algunas, además, amamantaban a sus
chavalos. Sí, todo parecía permanecer en paz como si nada
hubiera ocurrido.
Ellas le sonreían entre coquetas y apenadas, él tomaba fo-
tos, rollo tras rollo, mientras vendían maíz y cacao para ha-
cer pinolillo, cacaomaní. Allí pasaban toda la mañana con
sus bateas y panas llenas de frutas y verduras: nísperos, zapo-
tes, chiltomos.
Era época de pitahayas rojas... ¡Qué rojas estaban! Los to-
mates estaban carísimos. Había aguacates. Se podía comprar
todo lo que habían descrito los primeros cronistas: tortillas
de maíz, manteca de cusuco, de cacao, para linimentos. Jo-
cotes. Iguanas y garrobos, guardatinajas. Pájaros cantores,
flores para adornarse y para los muertos. Hamacas, jícaras.
De Madrid le ordenaron viajar a México y Guatemala y
regresar de nuevo a Nicaragua para el traspaso de poder.
Me invitó a acompañarle. Mis padres se opusieron enér-
gicamente; mi hermano se puso furioso y nos quitó la mo-
to. Yo por mi parte me sentía tentada, quería adelantar en
mi relato visitando los propios lugares de los siguientes capí-
tulos. Comprendía, que era prolongar innecesariamente,
por más tiempo, una relación que estaba condenada a un fi-
nal infeliz.
No sabía qué hacer. “El corazón tiene razones que la ra-
zón no entiende”. Y en contra de mi familia, de mi razón,
por primera vez en mi vida, tomé una decisión que tal vez
después tendría que lamentar: acepté.

46
DOÑA LUISA

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(Cantar de los Cantares, 1)
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La de más confianza, la mejor. La única hija hembra de mi
padre el cacique Xicotenga. Una educación esmerada tengo.
Bella y de gran alcurnia soy. Heredera y Señora de muchos
vasallos que me acatan y me traen presentes.
Inesperadamente fui escogida, con otras cuatro vírgenes,
hijas de caciques todas, para una estrategia de guerra disfra-
zada de hospitalidad.
Una decisión repentina que cambiará totalmente lo traza-
do por mi destino.
Estoy asustada pero al mismo tiempo ansiosa y expectante. ..
Se supo de los extranjeros cuando atacaron por el lado de
Tabasco, venciendo a los que gobernaban allí. Ya habían ve-
nido noticias de un desembarco por el lado de Yucatán, pe-
ro fue hasta que se supo de la batalla en Tabasco que en rea-
lidad nos empezamos a preocupar.
Desde entonces, que de ir y venir mensajeros, dibujantes,
grabadores... ojos y oídos, lenguas.

49
En las pinturas que nos traían se podían ver once extra-
ñas naves sobre el agua del mar, surgiendo en la dirección
del Sol, y setecientos dioses-hombres. Algunos con cuatro
patas como de venados, cola y rostro humano encima, y
otros, totalmente cubiertos por un material que se decía du-
ro y resplandeciente. Las armas de fuego, como el rayo y el
trueno. Poderosos, temibles, tanto, que han continuado
avanzando y avanzando...
Una y mil argucias se propusieron en cientos de reunio-
nes para detenerlos.
Hasta que nos vencieron en la primera batalla y llegaron
a nuestros pueblos y a nuestras casas... en el Signo de
Caña...
¡No podía creer yo que aquella mañana ya estaban frente
a nosotros... ¡Y que todo mi destino cambiaría!
Los atisbé por una rendija entre las palmas... ¡Qué atrac-
tivos... ay... qué bellos... qué viriles! Hasta que sentí un
¡pum! dentro de mis entrañas, algo indefinible...
Las cinco doncellas habíamos sido escogidas para pene-
trar en la intimidad de los invasores y así conocerlos a fon-
do, y dilucidar de una vez por todas si eran dioses u hom-
bres. Para lo cual, a toda prisa, nos dieron instrucciones es-
peciales. Se habían recibido informaciones acerca de sus
debilidades.
En bellas y armoniosas danzas nos iniciaron en la expre-
sión del sexo, y en el arte del amor.
Una argucia. La alternativa para el caso de que en las ba-
tallas no pudiéramos vencerlos; que esos seres extraordina-
, rios que nos estaban invadiendo engendraran en nosotras
doncellas de las clases gobernantes.
Mi padre Xicotenga y su aliado Maxicasa creyeron que
era una manera cierta y segura de sellar las paces...

50
Se nos instruyó y recomendó conquistarlos por amor...
Dejar la guerra para nuestros hombres... y si es que estos ex-
tranjeros son hombres... -ya que hermosos y varoniles sí
son-, si tienen sangre como la de los mortales en la venas,
que sean dominados por las que hemos sido escogidas y pre-
paradas, instruidas, para conquistarlos por amor.
Con estos dioses guerreros había que buscar una alianza
en contra de los aztecas. El Gran Señor Mexica por su lado,
trataba con regalos de sellar con ellos una alianza que sería
la perdición de Tlaxcala...
Así que quede constancia y resumido: fui escogida junto a
otras cuatro doncellas como una estrategia de guerra. Un pac-
to entre los caciques y los poderosos señores extranjeros.
Me toca esa suerte por ser noble y virgen, la más esbelta e
inteligente entre todas.
Mi padre me ha destinado para esposa del Gran Señor,
¡un extranjero! Y yo he consentido ¡por supuesto!
¡Entregarme al Capitán General!
¡El Capitán General don Hernando Cortés!
¡Qué diferente!
Antes de aceptarnos fuimos adoctrinadas por sus sacerdo-
tes como requisito indispensable. Por esos seres vestidos con
tela gruesa y oscura, con extraños cortes redondos en los crá-
neos, cómicos, tanto que casi me da un ataque de risa de
esos incontenibles que me daban en la infancia.
Nos sometieron a las cinco escogidas a un rito de santifi-
cación extraño, desconocido. Nos hicieron muchas pregun-
tas en su lengua, que no entendíamos, y para las que nos ha-
bían aleccionado a contestar afirmativamente.
Nos vertieron agua sobre nuestras cabezas, nos pusieron
granos de sal en nuestras bocas... y nos ungieron con
aceites...
Me dieron un nombre nuevo...

51
Era para ellos un acto solemne e importante. Sólo des-
pués podían aceptarnos...
Cuando el Capitán General me tomó de la mano de mi
padre y sentí su contacto celestial, mi corazón se asustó...
Nadie debía notarlo, tan sólo mis párpados temblaron, y
la tela sobre mi pecho, bordada de plumas, imperceptible-
mente se expandió...
Dirigiéndose a mi padre Xicotenga, que está ciego, dijo a
través de sus lenguas: “Este Pedro de Alvarado es mi herma-
no y capitán, dad a doña Luisa a él que es mancebo y que en
tanto la tendrá como si a mí la diese, y él la tendrá”
¡Increíble! El no podía aceptarme porque ya tenía mu-
jer... Eso me entristeció...
Extraño destino el mío. Levanté los ojos al pasar de la ma-
no de mi padre a la del Capitán General, y de la de él, a la
de su lugarteniente don Pedro de Alvarado.
¡El más hermoso de sus capitanes, al que llaman Tonatiuh
-hijo del Sol-, uno de los más fuertes y valientes me tomó de
la mano...!
Buscando el lado bueno pensé: “qué dicha el haber sido
asignada al más hermoso de nuestros enemigos, al que se
asemeja más a un dios”.
Así, de la noche a la mañana, pasé con mi séquito de ser-
vidores y parientes nobles, con mis joyas de oro, muchas
plumas, y cientos de recomendaciones, al lado de los extran-
jeros que hasta ese momento eran nuestros adversarios.
Mi nombre de nacimiento, mi identidad, quedaron guar-
dados únicamente en lo más profundo de mi mente y de mi
corazón...
Mis padres y nuestros sacerdotes anotaron el día... pero
yo ya no estoy con ellos... Desde ese día, desde ese momen-
to, ya no se me permite vivir con mi pueblo.

52
Los que escriben la historia de parte de los extranjeros, los
llamados cronistas o historiadores, en su lenguaje y en sus li-
bros anotaron: “año de Nuestro Salvador Jesucristo de mil y
quinientos diez y nueve”.
Me llamo desde mi bautismo: “D-o-ñ-a L-u-i-s-a” y ten-
go que comenzar por aprender a pronunciarlo...
Soy cristiana... qué simple...
Mi historia e identidad han comenzado un nuevo recorrido.
He aceptado convertirme al catolicismo, entrar a su cielo
y no al de mis mayores, renunciar a mis creencias y costum-
bres y soportar el nuevo nombre cuando el mío es mucho
más bonito. Luisa suena diferente, no significa nada hermo-
so y es difícil de pronunciar. No ha sido puesto por mis pa-
dres ni por mi destino, sino que el sacerdote de hábito oscu-
ro lo escogió arbitrariamente. Pero sin esos requisitos no se-
ría aceptada entre los invasores.
Es una religión extraña que manda, según entiendo, que
guarde mi cuerpo como un templo vivo y sagrado. No de-
bo, bajo ninguna circunstancia, entregárselo a nadie sin una
bendición o permiso. No debo yacer con varón...
¡Guardarlo...! eso ciertamente va en contra del objetivo
de la misión.
Me doy cuenta que es una contradicción, porque el jefe,
el enviado del Gran Señor que está al otro lado del mar, el
que da las órdenes, me ha entregado al mejor de sus capita-
nes, al más apuesto, sabiendo que soy joven y hermosa. Sí,
sin la ceremonia y la bendición requerida... El, lejos de las
mujeres de su raza... La intención en ambas partes es clara:
yacer con él.
Esa es la recomendación que traigo de mi gente: entregar-
me, hacerme la sumisa y enamorada; obedecerle y darle lo
mejor de mí... y que engendre en mi vientre.

53
No debo bajo ninguna circunstancia olvidar el propósito
de la misión encomendada: conquistarlo paulatinamente,
conocerle a fondo y pasar información a mi padre el Gran
Cacique Xicotenga y sus caciques principales.
Me repito a cada momento que no debo perder la cabe-
za, la perspectiva, porque he sido escogida por mi inteligen-
cia más que por mi hermosura.
Eso sí, tengo que hacerle saber que no será mi entrega un
acto de posesión violenta de su parte, llevado a cabo por la
fuerza como algo bárbaro.
En la casa de la aldea que mi padre les había cedido en un
gesto hospitalario, dispuse todo de acuerdo con los ritos
nupciales, con nuestras costumbres de Tlaxcala. Porque aun-
que en verdad que no nos casamos con la liturgia de su reli-
gión y no recibimos, arrodillados, la bendición de su sacer-
dote, en lo que concierne a nuestros ritos, el matrimonio
quedó registrado, cuando mi padre me entregó, de su mano,
al Capitán General ante todos los testigos, nuestros y de
ellos.
Ahora tan sólo falta consumarlo.

54
II

Mi prima que me acompaña como dama personal y conse-


jera, me ayuda a bañar mi cuerpo con agua perfumada; her-
vida con hierbas para ese propósito: el baño de la noche
nupcial. Tenemos vasijas hechas con ese único fin. Ya el va-
por ha humedecido y suavizado más mi piel...
Despacio, cuidadosamente. Purificándome, refrescándo-
me. Preparándome para lo que pueda ocurrir durante la
noche.
He dado órdenes a los de mi séquito para que me ad-
viertan cuando él se acerque y para que a una señal mía,
desaparezcan.
Han traído lo que les pedí: mantas, plumas, y todo lo
requerido para las sahumerios: hierbas y resinas. Cotonas
y mantos de bellos colores con hermosos bordados...
sandalias.
Las joyas de oro regaladas por mis padres y heredadas de
sus ancestros están guardadas, y de mi cuello pende única-
mente el dije, que me dieron el día que alcancé la pubertad,
y que no me quitaré mientras sea virgen.
¡Qué valiente me siento, y qué ola de calor me invade
cuando oigo el trote de las temibles bestias con cascos. ..!
Hago la señal a los de mi séquito para que se marchen, in-
cluso a mi prima, que duda... a pesar de lo convenido...
Ya percibo la silueta alta y fuerte acercándose...
Y él me observa a su vez, desde lo alto de su animal no
descrito en nuestros códices antiguos.
Como buen guerrero cauteloso es...

55
Se detiene casi en la puerta, frenando a la bestia, al ani-
mal... porque no sabe, no tiene idea de lo que tengo prepa-
rado en la casa.
Me adelanto para ayudarle... ¡Qué osada soy! Con su in-
mensa mano si quisiera podría asfixiarme, destriparme con
el tacón de su bota... o el casco de su yegua.
Le sonrío con la mejor de mis sonrisas y me dispongo a
auxiliarle para que se quite la dura coraza y la malla de ese
material extraño que cubre parte de su cuerpo. Tengo que fi-
Jjarme en cada cosa, grabar en mi mente los materiales de ca-
da pieza, cómo están hechas, y sobre todo, en ese escudo tan
pesado que no puedo ni siquiera sostener. Tendré más tarde
que describir todos los detalles.
Hago todo lo que he oído decir que hacen las que sirven
al Gran Moctezuma, porque parece ser la obsesión de los in-
vasores, preguntan y preguntan por él.
Le ayudo a despojarse de todo su atuendo de guerrero.
Le voy preguntando por señas los nombres de cada co-
sa... ¡Las armas son tan pesadas!
Me parece que él desconfía...
Sostengo el arma mortal y constato su peligro mientras
paso mi dedo, con gran cuidado, por su filo.
Cuando se quita las botas... me dan risa sus pies descal-
zos por lo blancos que son...
Como una criatura ínfima a su lado me veo. Una hormi-
ga diligente...
Estoy al tanto, se me ha informado todo lo concerniente
a sus costumbres, a sus extraños ritos. Sabemos, por diferen-
tes observadores de mi padre, que no les gusta el baño, al
menos de la misma forma que a nosotros...
Y en efecto, se niega a bañarse cuando se lo sugiero por
señas.

56
No tiene importancia ese detalle dada la urgencia de la
misión que me ha sido encomendada.
Algo se me tiene que ocurrir y rápido, puesto que todos
los guerreros, de cualquier raza o condición, necesitan un
momento de solaz.
Después de todo, ¿quién soy yo en estos momentos sino
un instrumento para una noble causa?
Tengo que seguir adelante. Tan sólo pasamos por la vida
para irnos un día, y debo cumplir, no defraudar a mi amado
padre ni a su consejo de sabios: han confiado en mí.
Pero eso sí, me gustaría obtener algo a cambio. Hija de
mi padre soy, hermana de mis hermanos. Quizás más po-
der y vasallos, a lo mejor más territorios para mis descen-
dientes... cuando todo acabe. ¿Amor, deseo más amor
yo?
Acepta mi amistad, mi solicitud, con desgano y descon-
fianza. Sagaz es.
Quitados sus pesados atuendos de guerrero, le tengo fren-
te a mí, de pie, desnudo. Quiero anotar en mi mente los ac-
cidentes de su cuerpo, y, ¡horror!, casi me muero de susto.
Está cubierto de vellos, como jamás imaginé que un hombre
tuviera. ¡Nadie me lo advirtió...! Esto lo hace diferente: no
es un hombre, más bien parece un descendiente de los mo-
nos de las montañas. Es mi primera conclusión, que por su-
puesto guardo para mí.
Aparto aquel divertido pensamiento para no distraerme
y porque no vaya a ser que me dé uno de mis ataques de
pISg...
¡Frente a mí! Como una fruta sin su cáscara, un árbol
sin corteza o un ave desplumada. ¡Cómo gozarían mis
hermanos y los guerreros de mi padre, teniéndole así tan
vulnerable!

57
Debo averiguar, antes que nada, su condición: si divina o
humana. Examinarlo minuciosamente, analizarlo, como me
han examinado a mí sus sacerdotes.
Grabar en mi mente los detalles.
Con la lentitud que para todos mis actos practico desde
niña, con la misma entereza con que fui educada, frenando
mi curiosidad juvenil; con todos mis atributos, me dispon-
go a afrontar el momento crucial...

00

Pasado el primer susto lo observé más detenidamente y me


pareció soberbio. Su silueta resaltaba sobre el resto del mun-
do... de nuestro único mundo...
De pie estaba...
¿Qué era más hermoso y altivo, el perfil de su cuerpo, o
los de nuestros dioses cuyas estatuas conocía desde niña, o la
dureza de las pirámides llenas de historia, que estaban cerca
y al mismo tiempo lejos de mí aquella noche?
Fui ganando confianza, venciendo su esquivez...
Siendo yo Señora de muchos vasallos: servida por ellos,
amada, obedecida... le di un masaje con mis manos... res-
tregué su cuerpo con una esponja impregnada con hierbas y
flores traídas para ese propósito. Se la fui pasando por su
cuerpo blanco y sus brazos enrojecidos por el sol, como de-
bía hacer una esclava con su señor...
Poco a poco se iba tornando sumiso, obediente cuando le
indicaba que se acostara así o asá, que se pusiera de un lado
o de otro.

58
¡Me lo habían pintado tan fiero!
Secretamente, por dentro, me sonreía, porque el más
cruel y astuto de los guerreros enemigos, estaba en mis
manos...
No debía perder la perspectiva. Sentirme triunfante cuan-
do todavía no había comenzado mi batalla.
Era su esclava que le asistía, y se fue dejando hacer, le res-
tregaba la esponja. Sin saberlo, inhalaba los sahumerios, co-
menzaba a sentirse bien, calmado, cómodo. Era un dios.
¡Mi dios! Me lo repetía para apaciguar mi orgullo. Había
venido del océano para conocerme y conquistarme. Un acto
altivo de mi parte echaría a perder la misión encomendada.
Pasé mis manos suavemente por el resto de su cuerpo,
fuera este divino o humano, ¡qué importaba ya...!
Creo que no sabía, porque su mente estaba en las bata-
llas, no comprendía ni apreciaba el gran honor que le esta-
ba siendo concedido esa vez... ¡La hija de Xicotenga, hem-
bra única!
Cuando se puso de pie de nuevo, le vi tan alto, que le pe-
dí se pusiera de rodillas para alcanzar su rostro. Gocé al te-
nerle de rodillas. Acaricié su bello rostro que parecía estar
siempre sonriente cuando no estaba sobre su bestia...
Le hablé y canté en mi lengua, arrullándole. ¡Qué infan-
til parecía! Le aconsejé que cuidara y limpiara su cuerpo to-
dos los días de su vida. Sin importar de qué batalla surgía o
a cuál iba.
Sintiendo yo una infinita dulzura y creciendo con ese sen-
timiento, porque ¿cómo no sentir algo por él, tan lejos de su
propio mundo?
¿Cómo no arrullarle, cantarle los poemas hermosos de
nuestros poetas?

59
“Nompehua noncuica nicuicanitl Huiya”

Tomaba valor...
Me así a su cuerpo... y me así a su cuerpo... cuando se
incorporó...
Aferrándome a su cuello grueso y musculoso... sabiendo
que no conocía la debilidad.
Mis pies colgando... colgando... como una criatura a su
lado...
Y aunque no entendía mi lengua le dije que me tomara
y que con todos sus Ímpetus me preñara... y ya no era so-
lamente el celo por cumplir un deber lo que me empujaba;
ni era solamente ternura, piedad... era algo más... y
nada...
¿Cómo permanecer indiferente ante su empuje?
Sí, voluntariamente me entregaba a su virilidad para que
él me conociera a mí y yo a él... porque así se había
dispuesto...
Y en medio de aquella pasión nueva e inexplicable que
por primera vez sentía, rogaba yo para que su Dios y los
míos, bendijeran el producto de aquella explosión de nues-
tros cuerpos...
Sin ofuscarme... con una danza lenta, con toda la suavi-
dad y ardor propias de una mujer de mi clase, y que mi ra-
za era capaz de transmitirme a través del tiempo; con las ex-
periencias de mis antepasados que habían vivido en estas tie-
rras desde hacía mucho tiempo...
Le gocé a mi modo, y con la misma intensidad que él lo
hacía conmigo.
Que me conociera desde la perspectiva del amor y queda-
ra para siempre conquistado; que cambiara su modo de ser.

60
Lentamente, dulcemente, en una danza; como ninguna
mujer existente o no, podría brindarle al otro lado del
mar.
Consciente de la importancia de mi acto. Sabía, com-
prendía, a pesar de mi juventud, lo que significaba; su
transcendencia.
Así repitiendo mi entrega: conquistada. Y amándole...
¡Como la tierra, debajo, temblando. Como un zurco
abierto. Como un campo fértil de tierra oscura... cálida...
ardiente!
Como el agua de la laguna: conmovida con la fricción
del viento sobre la superficie. Impregnándome de él y con
él.
Trémula temblaba cada vez. Como una paloma, como
una hembra en celo. Sentía dentro de mi carne la urgencia,
el gozo, la felicidad de su empuje: su virilidad o su divini-
dad. No me importaba ya. Su conquista.
Y más allá de toda sensación humana más parecía que
nuestro goce, nuestro ardor, fuera divino. Producto del
ayuntamiento de seres que como dioses iguales se transpor-
taran al mundo celestial. Allá donde los dioses se aman en-
tre ellos, y a veces, como una concesión, una debilidad,
aman a los mortales y son amados por ellos.
Porque era un dios. En esos momentos no me cabía la du-
da... y así lo reportaría a los míos.
En mi corazón, en secreto, rogando para que nunca se
marchara... que engendrara en mí.
¡Qué dicha la mía! Ser escogida para algo tan trascenden-
tal: la fusión de las dos razas, la de los dioses venidos del otro
lado del mar y la nuestra.

61
Y cantaba en mi lengua:

“Ya llego, ya llego... vengo del fondo de las aguas


del mar, de donde se pintan: sus tintes son los
rojos de la aurora”.

Amanecía. Arropado con mis mantas se durmió...

IV

El ya no me era extraño... su fortaleza física extraordinaria,


no la había visto nadie, ni se sabía de nada parecido entre
nosotros. Parecía tener un vigor inagotable... tanto en los
combates como en el lecho...
Si parecía tener dentro de su ser la fuerza del mar inmen-
so que había cruzado, del viento favorable que impulsaba ve-
las para mover carabelas.
¡Cómo le admiraban sus soldados, los otros capitanes! El
capitán General le confiaba las tareas que demandaban más
audacia y fortaleza...
Todos hablaban de sus proezas...
¡Que guarden silencio cuando me encuentro presente! Sé,
que cada lanza empujada por su brazo atraviesa a un herma-
no de mi raza, y cada vez que baja su espada desde lo alto de
su yegua alazana, le corta la carne y derrama la sangre de mi
gente.
Y no puedo averiguar qué le impulsa...
Quisiera dulcificarlo, hacerle olvidar la guerra y ese afán
de conquista y de conseguir más oro para su Gran Señor...

62
Que deponga su actitud agresiva, dominante, sobre todo
cuando monta.
Quisiera cambiarlo... si, ya lo estoy cambiando... cuan-
do paso mis manos que son sabias para calmar la inquietud
guerrera de su cuerpo que no parece sosegarse nunca.
¡Vuelan mis dedos como animalitos alegres, como insec-
tos voladores, como peces que nadan, como piedritas brin-
conas! Y los detengo, quietos, presionando sobre lugares
precisos...
El entrecierra los ojos. Su espíritu se vuelve complaciente
como un niño bueno y mimado. Y es entonces cuando yo
más le amo... y le canto en mi lengua:

Yo guacamaya amarilla y roja sobre la tierra


. . .
«

volaba: embriagó mi corazón”

Y sueño, que ya le he convencido de abandonar la guerra,


la conquista y la destrucción de mi mundo... que nos ire-
mos como cualquier pareja normal a vivir a orillas de un río
cristalino, en una casa de piedras blancas con adornos rojos,
que sembraremos maíz, y yo hilaré las telas de nuestros ves-
tidos... ¡Adornos les bordaré de plumas!

“Puntos al río brotaron las flores,


el cacomite y el girasol”

Que luego de la ceremonia nupcial, como nuestros dio-


ses y el suyo lo mandan y no a la carrera, mis padres me da-
rán mi dote y toda la herencia, para que gobernemos en
paz a nuestros vasallos y puedan ellos también sembrar, te-
jer, comerciar...

63
A nuestros hijos les enseñaremos:

“cómo han de vivir


cómo han de respetar a las personas
cómo se han de entregar
a lo conveniente y recto
han de evitar lo malo
huyendo con fuerza de la maldad
la perversión y la avidez”

En nuestro mundo estas enseñanzas han sido el principio


de todas las demás...
Pero no es más que un sueño, una pausa en mi vida...
Lo arrullo, lo amamanto, para que él se figure que nunca
ha salido de su patria, que se encuentra seguro en brazos de
su madre. Colmado. Sin necesitar nada y menos oro. No, no
ha cruzado el océano. Siempre hemos estado juntos y feli-
ces... somos de la misma raza...
Repentinamente se levanta, se yergue... interrumpiendo
siempre mis sueños...
Y vuelve a las batallas, o me posee con fuerza inusitada,
inesperada.
Quedo llorando al sentirme lastimada u olvidada...
He comenzado a preguntarme cada vez más seguido ¿por
qué le amo? ¿por qué no le traiciono como me piden a gri-
tos mis hermanos?
Me he enamorado de él ¡ahora que mi hermano mayor
no está de acuerdo con el pacto! Está arrepentido y quiere
que se rompa la alianza llevada a cabo por mi padre. Me
envía mensajes, señales, sugiriéndome de mil modos que le
haga daño...¡Y es que mi hermano desconfía aún de los
extranjeros!

64
Y es increíble el daño que mi amado, solo, en sus acome-
tidas, logra entre los aztecas.
No consigo con mis métodos ningún cambio en él, fue-
ra de brevísimos instantes de pasión o de ternura, que ca-
da vez, y a medida que las batallas son más frecuentes...
son más raros, y de los que surge con más huelgo y afán de
combatir.
Quizás contraproducentes...
Se incorpora más fiero.
No tiene sosiego, ni piedad. No la conoce. A él la con-
quista, la guerra, le da una fortaleza que se nutre de sí mis-
ma... y más bien pareciera que lo inspira el mismo
Tezcatlipoca.
A veces me parece que por dentro, su sangre, su espíri-
tu, están poseídos por el demonio, Satanás, descrito y di-
bujado en las páginas del catecismo que van enseñando
por allí...
No, nada de lo que él hace tiene que ver con el Dios
bondadoso, lleno de misericordia, que dicen, envió los
vientos favorables que lo trajeron. Nada tampoco con ese
magnífico Rey Emperador, Gran Señor, en cuyo nombre
hacen las hazañas y crueldades más increíbles. La tan famo-
sa Católica Majestad Carlos Quinto, en cuyo nombre po-
seen y destruyen.
Entonces... hemos comenzado a preguntarnos... ¿cuál es
la gran sabiduría?
Ay, yo enamorada perdidamente del emisario de ese rey,
al que ya todos han comenzado a odiar. Y quizás yo
misma...
Sí, le odio cuando conozco de sus grandes hazañas contra
los mexicanos -mi hermano insiste en que después se volve-
rán contra nosotros-, y le amo cuando yace a mi lado por-

65
que parece impregnado de la afamada majestad del podero-
sísimo señor, el Emperador Carlos Quinto.
Odio al capitán de conquista y amo al hombre al que he
sido dada y que ya he descubierto, no tiene nada de divino.
No, no desciende de Quetzalcóatl.
Me enamoré como una loca y no reporté la verdad, y
cuando los iban a asesinar en una traicionera emboscada, los
alerté...
Fue en Cholula, me llevaron como rehén con todo el sé-
quito de mis parientes y servidores...
Sí, hasta de rehén me usan, para que mi padre no vaya a
cambiar de idea y los ataque también...
De todas formas, ya es demasiado tarde... engendró en
mí y eso cambia totalmente el sentido de mi compromiso.
¿Por qué dispusieron los sabios consejeros de mi padre,
entregarme como desposada a uno de ellos? ¿Ha sido acaso
para atraer la desgracia sobre mi persona? ¿O sobre el hijo
que pronto pariré?
Pareciera que a él no le interesan asuntos triviales, no se
fija en cosas que no tienen que ver con la guerra, como al-
curnias y poderes locales... pero a medida que ellos van im-
poniendo el ritmo de la guerra: sitiada la Gran Ciudad de
Tenochtitlán, prisionero Moctezuma... he ido perdiendo
valor ante sus ojos, méritos.
Demuestra cada día menos interés en complacerme...
Comprendo que él, como lugarteniente del Capitán Ge-
neral, Don Hernando Cortés, ha tenido que multiplicarse
en las batallas... pero...
A medida que México va siendo conquistado, dominado,
vencido... también... estoy siendo derrotada yo, porque ha co-
menzado a hundirse proporcionalmente, el poder, el señorío de
mi familia... la importancia que tiene para los extranjeros. ..

66
Durante casi dos años se ha peleado a muerte, ya sea en el
campo militar, o distrayéndolos, deteniéndolos con argucias
de alianzas y negociaciones como ha hecho mi padre, pero las
armas de ellos son superiores: sus arcabuces, ballestas y lom-
bardas. Los metales de sus escudos y armaduras, invulnera-
bles para nuestras lanzas y cuchillos de oxidiana, para las fle-
chas... Sus estrategias de guerra, nuevas en estas tierras por-
que la rueda y los caballos les dan gran movilidad...
Los guerreros mexicanos a pesar de su valor, no son más
que criaturas indefensas ante la arremetida de la pólvora...
Todo lo observo de la orilla, en los campamentos, al mar-
gen de las batallas... ¡Fue una locura que me llevara a la
Gran Tenochtitlán cuando entraron la primera vez! De pu-
ro milagro me salvaron, me sacaron ilesa mis hermanos a la
hora de la derrota, en medio de la huida de los españoles y
sus aliados... ¡sangrienta!
Cuando los guerreros de mi pueblo le desobedecen a don
Pedro y no siguen sus indicaciones, una ira rojiza y terrible ilu-
mina sus ojos y cuando sospecha que algún cacique quiere trai-
cionarlo, sus ojos violentos se llenan de ira por dentro y siento
como si algo más funesto aún que la guerra fuera a desatarse....
Sus ojos como de fuego... terribles, azules. Cuando mira
a un aliado rebelde que no quiere cooperar, producen esca-
lofríos, una corriente helada... que paraliza. Hasta parecen
cambiar color...
Yo procuro ocultarme, no vaya a ser que esa mirada tan
fuerte, tan caliente, le haga daño al niño que llevo en mis en-
trañas; le pegue sol. No vaya a ser que quiera triturarme,
destruirme... junto a sus enemigos.
Todos ellos tienen una fuerza interna capaz de derribar lo
que se les opone. Un poder extraño. Acaso algo así como el
demonio... ¡Me dan tanto temor!

67
Así, por el año del Gran Señor Jesucristo de mil y qui-
nientos veinte y uno, todo el Unico Mundo fue vencido,
conquistado. Rendida y profanada la Gran Ciudad de los
que habían sido hasta ese momento nuestros peores enemi-
gos: Tenochtitlán...
Y ni siquiera nos dio ganas de celebrar... porque al mis-
mo tiempo... quedó bien claro... que perderíamos nuestras
posesiones, nuestro poder, nuestro señorío... aun siendo sus
aliados principales, nosotros los tlascaltecas...
Y lo peor que podíamos perder: el respeto y la servidum-
bre de nuestros vasallos...
Están horrorizados, ya no obedecen. Diezmados huyen,
se esconden, se enmontañan, o los someten también. Los
arrastran a más guerras, los llevan como soldados. Cada
quien se va por su lado, para salvarse...
Su rostro ya no es sonriente sino arrogante y cruel. Sus
brazos, que cuando quiere... pueden ser tan amorosos, des-
garran con colérica espada, de un solo tajo, los miembros de
los de mi raza cuando se rebelan. Atraviesa cuerpos sin pes-
tañear... u ordena que los tomen esclavos y los marquen en
las mejillas con el fierro real al rojo vivo.
Fiero como vencedor.
Sus oídos se han cerrado a cualquier clamor de clemencia
de los vencidos, no conoce lo que significa la palabra fmise-
ricordia” tan usual en la liturgia católica. Sus ojos no ven na-
da, ni a un niño, ni a una mujer preñada...
Victoria, triunfo, es lo único que existe frente a él. Se ha
vuelto ávido, insaciable de ella. ¡
Yo en medio, en el filo entre los vencedores y los venci-
dos. Si me piden que interceda, que consiga perdón para al-
gún prisionero, callo apesadumbrada. Es mejor esperar a que
desmonte del caballo que ha repuesto a la yegua alazana

68
muerta en combate... que guarde su filosa espada, porque
su furor es tal, que más bien puede aumentar los castigos por
cualquier cosa en lugar de tener clemencia.
Ahora le conozco bien. Me ha llevado junto a él durante
el avance, el sitio, las batallas y la victoria. Hasta por el más
pequeño de sus cabellos puedo averiguar lo que está traman-
do o lo que se aproxima.
Siento, implícita en mi vida una especie de amenaza; por
cualquier motivo que le desagrada. Acaso dejarme, acaso ex-
comulgarme, qué se yo...
Me he vuelto una mujer callada, sumisa, temerosa. Hay
días en que a lo mejor amanezco alegre, como antes... pero
él se encarga de ponerme otra vez triste...
Y sin embargo, y a pesar de todo, sigo amándole. Y
cuando viene a mí, cansado, desalentado, urgido en su
deseo...
Vuelve a ser mi dios y así le sirvo... con una pasión que
ha madurado.
Y volvemos a ser dos ríos desbordados, distintos, que se
unen... el uno en el otro. Profundos, oscuros. No podemos
detener las aguas que se sobrepasan, lo inundan todo...
Tienen que correr, escaparse...
¿Cómo deternerlas...?
Dentro de nuestros cuerpos, los deseos como grandes
aguaceros enviados por Tláloc.
Y me palpita, locamente el corazón, al sentir de nuevo
su empuje, su vigor divino... su calor... pleno, lleno, aún.
Todavía...
¿Podríamos seguir amándonos, sin mezclar jamás los
verdaderos y profundos sentimientos de nuestras razas y
religiones?
El rencor tiene que salir, desaparecer de mi vida... pero...

69
Se me prohibe bajo pena de grandes castigos, tener cual-
quier influencia en la educación de mis hijos: un varón y
una hembra. Es decir, que ellos no heredarán nada de mi es-
tirpe, que todas las enseñanzas aprendidas y acumuladas por
mis ancestros se perderán...
Ni las canciones, ni los hermosos poemas... porque ter-
minantemente, se me ha prohibido enseñarles mi lengua.
Es decir, que se le ha olvidado ya a don Pedro quién soy
yo, nacida para ser servida y no para servirle a él. Prince-
sa para mandar y no para obedecer; no para someterme a
todas sus órdenes, caprichos e incansables expediciones...
En mi pueblo tuve un séquito de nobles que respetaban
mis deseos...
Ay, pero todo lo he perdido con la caída y dominio de Mé-
xico que no se hubiera llevado a cabo sin la alianza que signi-
ficó mi amor. Ay, mi padre les prestó guerreros para vencer a
los aztecas... y les dio respaldo y los escondió cuando derro-
tados, los expulsaron por primera vez de Tenochtitlán...
Y ahora no soy más que una nodriza, una criada cuya cul-
tura se menosprecia... se ignora... y que en secreto, a hur-
tadillas, les canta a sus dos hijos las canciones de cuna que
les escuchó a su madre y a su abuela...
Si desobedezco, pueden quitármelos, lo mismo que el de-
recho de entrar al lugar donde están las estrellas.

70
V

La conquista y dominio absoluto de México lo fueron ale-


jando cada vez más de mí. ¡Eran tan vastos los territorios y
tantos los vasallos!
¡De mí! Que le había esperado, acompañado, después de
las sangrientas batallas; que le había puesto secretos ungiien-
tos en los golpes y heridas, en los músculos adoloridos.
¡De mí! Si por él había renunciado a todo, dejado mi pue-
blo, que aunque sometido, era mi pueblo.
Ya no les bastaba a los extranjeros el inmenso territorio de
México, sometido, vencido... bautizado como la Nueva Es-
paña. No era suficiente, y cuando les vinieron noticias de
que los enviados de un tal Pedrarias Dávila, gobernador de
Panamá, navegando por el mar Austral o del Sur, habían de-
sembarcado por el lado de Nicaragua, y que por tierra avan-
zaban, conquistando y dominándolo todo, el Capitán Gene-
ral don Hernán Cortés decidió emprender la conquista de
Guatemala nombrándole a él: Adelantado.
Con el valor que yo le seguí, ninguna mujer de su raza lo
hubiera hecho. Nadie más.
Caminé a través de selvas tupidas, sin cansarme nunca,
sin quejarme ni en los momentos de más peligro como
cuando nos rodearon diez mil adversarios...
O cuando perdidos, en muchas ocasiones, no podíamos
avanzar ni retroceder... pasando incontables desgracias:
hambres, incomodidades sin cuento.
Años después escuché los relatos de los prisioneros qui-
chés: “Y luego empezaron a pelear los españoles con los
diez mil indios todos armados con arcos y flechas, hondas
y piedras, que traía este capitán Tecum consigo, el que no
se quiso rendir, sino que defenderse; y no hacían sino des-

71
viarse los unos de los otros, media legua que se apartaban
luego se venían a encontrar. Pelearon tres horas y mataron
los españoles a muchos indios, no hubo número de los
que mataron, no murió ningún español, sólo indios de los
que traía el capitán Tecum y corría mucha sangre de todos
los indios que mataron los españoles. Y luego el capitán
Tecum alzó el vuelo, lleno de plumas que nacían de sí mis-
mo, no eran postizas; traía alas que también nacían de su
cuerpo y traía tres coronas puestas, una era de perlas y otra
de diamantes y esmeraldas. El capitán Tecum venía de in-
tento a matar al Tonatiuh que venía a caballo y le dio al
caballo por darle al Adelantado y le quitó la cabeza al ca-
ballo con una lanza. No era lanza de hierro sino de espe-
juelos y por encanto hizo esto el Tecum. Y como vido que
no había muerto el Adelantado sino el caballo, tornó a al-
zar el vuelo para arriba para desde allí venir a matar al
Adelantado. Entonces el Adelantado lo aguardó con su
lanza y lo atravesó por el medio a Tecum. Y luego llamó el
Adelantado a sus soldados a que viniesen a ver la belleza
del quetzal indio. Luego dijo el Adelantado a sus soldados
que no había visto otro indio tan galán y tan cacique y tan
lleno de plumas de quetzales y tan lindas, que no había
visto en México, ni en Tlaxcala, ni en ninguna parte de los
pueblos que habían conquistado. Luego se le quedó por
nombre Quetzaltenango a este pueblo”.
“Y como vieron los demás indios que habían matado
los españoles a su capitán, se fueron huyendo, y luego
Don Pedro de Alvarado, viendo que huían los soldados de
este capitán Tecum, dijo que también ellos habían de mo-
rir, y luego fueron los soldados españoles y los doscientos
indios tlaxcatecas que traían, detrás de los indios quichés
y les dieron alcance y a todos los mataron sin que queda-

72
ra ninguno. Eran tantos los indios que mataron, que se hi-
zo un río de sangre, que viene a ser el Olintepeque; por
eso le quedó el nombre de Quiquel, porque toda el agua
venía hecha sangre y también el día se volvió colorado por
la mucha sangre que hubo aquel día”. Y así quedó escrito
en las crónicas indígenas.
Y mientras todas estas cosas sucedían... yo, pacientemen-
te, durante la noche, le arropaba con mantas de algodón, le
arrullaba... era para él la misma hembra del principio. Si es-
taba de humor le cantaba poemas de amor...
Cabalgué sobre las terroríficas bestias, esas, las que al co-
mienzo me causaron miedo, pavor.
Y a pesar de todo... y sin embargo...
Ay, qué agravio, ¡qué humillación para la hija de un Gran
Cacique!
Después de haber conquistado Guatemala... comencé a
darme cuenta que él añoraba a alguien que pudiera darle lo
que había perdido yo: poder, gobierno, riquezas. Á alguien
del otro lado del mar...
Nada le faltaba, pero no era feliz. No estaba satisfecho ya
en mi lecho; parecía más bien sofocarse con las mantas y
plumas de Tlaxcala...
De nada me sirvió... haber aprendido el castellano, para
agradarle. Que me aplicara en el aprendizaje del latín.
De nada sirvió tampoco el haberme convertido en la
más creyente y piadosa de las cristianas, la más ferviente;
cumplidora al pie de la letra de los ritos y rezos de la fe
católica...
Por más que se lo pedía, no se casaba conmigo por el sa-
cramento. ¡Qué le costaba! ¡arrodillarnos y que nos echaran
la bendición que tanto anhelaba!

73
Ay, y como todo lo concerniente a nuestra religión y
costumbres había sido abolido, prohibido, quedando total-
mente inválido, era como no estar casada con él después de
todo, en ninguna de las formas establecidas... ¡Un concu-
binato continuo! Me tenía a su lado viviendo en pecado de
acuerdo a sus reglas, obligándome así a vivir en contradic-
ción a las creencias del catolicismo al que me había conver-
tido. En perpetuo pecado... condenándome de antemano
a quedar sin cielo al cual ir el día que tuviera que
partir. .
¡Un ayuntamiento pecaminoso!
Y por eso mismo, por no estar casada con él, comenzó a
despreciarme, desairarme cada luna... a pesar de haber
alumbrado dos hijos suyos: un macho y una hembra, a la
que adoraba.
En las fiestas de mi pueblo los cantores representaban un
drama cada año, y la cantante me hacía verter lágrimas in-
fantiles cuando entonaba:

“Qué haré? Mi hombre me iguala


a roja flor silvestre:
cuando en su mano me haya marchitado,
él me abandonará
Ue, 1»

Y ahora así cantaba yo...


Supe por las cartas que escribía a España, que estaba ur-
diendo, negociando, una boda con una mujer de gran no-
bleza en la corte española.
Cuando no me quedaron dudas de su viaje a la Penínsu-
la, quise impedirlo. Recurrí a todos los que tenían influen-
cia en su alma. Me lamenté, lloré...

74
¿Cómo iba a llevarme con él, presentarme ante el trono
de su Gran Majestad, la tan llamada Sacra Cesárea Católica
Majestad, el Gran Señor Don Carlos Quinto?
Deseaba tanto conocer tan Gran Señor, tan Católica Ma-
jestad... pero ¿cómo iba a presentarme ante su Corte como
a su mujer? ¿ante el Real Consejo de Indias? Siendo yo de
otra raza, morena...
El clérigo que le confesaba, únicamente me leyó de la
prohibida Biblia: “Vigra sum sed formosa”
Trató así de consolarme... pero...
¿Cómo detenerlo, exigirle?
Y se fue a España...
A casarse con una mujer de su raza. Una mujer tan bella,
tan blanca, según decían, que a los pintores de la Corte po-
día muy bien servirles de modelo para los cuadros de la Vir-
gen Santísima: doña Francisca de la Cueva.
Me comencé a preguntar, que si la embarcaba, si la traía
a estas tierras... ¿qué papel jugaría entonces yo?
Me obligó así a recurrir de nuevo a los dioses míos, a los
que ya casi había olvidado; a los que ellos llaman dioses pa-
ganos...
Comencé a rogar, ¡ay! escondida, a Coatlique, en sus di-
ferentes formas, para que no lo permitiera. Ella había sido
mi Diosa Madre.
Hubiera querido convertirme, transformarme: en Cuaci-
huatl, Cuahicihuatl, en Yoacihuatl o en Tzitzimicihuatl, con
toda la crueldad, el mal que podía hacerle como Mujer Cu-
lebra para emponzoñarle, como Mujer Aguila para romper
sus carnes con mis garras, como Mujer Guerrera para ven-
cerle, o Mujer-Infernal para torturarle...
Que Nuestra Diosa Madre no lo permitiera, que me lo
concediera... que detuviera a doña Francisca que venía a

75
robarme mi lugar y el de mis hijos... que entonces pasaría-
mos a segundo término.
Escondida le cantaba a mi Diosa Madre:

“Amarillas flores abrieron la corola.


¡Es Nuestra Madre, la del rostro con máscara!
Iréis hacia el rumbo de donde la muerte viene
también en tierra de estepas habréis de lanzar los
dardos
azul águila, azul tigre, azul serpiente,
azul conejo y azul ciervo”.

En el momento mismo en que pusiera los pies en nuestra


tierra, yo no sería más que la otra mujer.
Oteaba el cielo, leía sus mensajes, consultaba a nuestros
sabios. Así supe el instante en que la boda se había llevado a
cabo... el día propicio para ellos en que se embarcarían. Lo
supe por adivinos y encantadores, a quienes les pedía, envia-
ran vientos en contra.
Fui sustituida. Mientras aquella mujer blanca viajaba...
rogaba yo a Quilaztl para que no le permitiera llegar a mi
Mundo...
¿Me habrán mis dioses escuchado, amparado? Al que de-
seaba herir era a él no a ella... No más llegar a mi tierra mu-
rió. Pobre doña Francisca. Me dio pesar... ¡Cuántos remor-
dimientos después...!
En Veracruz le vi desfilar a él vestido del más riguroso lu-
to, de legítimo paño negro de Castilla, con capa negra tam-
bién, de terciopelo...
Después del entierro me quitó a mis hijos... su amor. Pe-
ro sobre todo a la niña...

76
Quiso hacer de ella una Infanta como las del reino de Es-
paña. Le puso preceptores para que no la educara yo, hija del
Gran Xicotenga. Monjas, frailes, que más bien la confundie-
ron, le quitaron la alegría con las amenazas del Infierno y la
repetición del catecismo.
Y me impidieron a mí, enseñarle la dicha, el goce de ser
mujer. Porque aquellas rígidas españolas que yo conocía,
eran frías por fuera, en apariencias, pero de pasiones profun-
das por dentro.
¡Reza, hija mía! Esas interminables letanías que todos ne-
cesitamos por nuestros muchos pecados.
Mi hija creyente, buena, con lo mejor de las dos ra-
zas... la llevó con él, exponiéndola a peligros, obligándo-
la a presenciar muchos horrores. No se fijaba que a las
princesas de allá, del otro lado del mar, no las traían, ni
siquiera nos habían visitado, tan sólo nos conocían a tra-
vés de sus cronistas.
La seriedad del rostro de mi hija me entristece... ¡Siem-
pre preocupado! Pareciera a veces que se avergilenza de su
madre tlascalteca y tiene miedo o dudas, por la salvación de
mi alma, de la que todos ellos, se han creído con derecho,
dueños.
Si pudiera explicarle, narrarle, si no hubiera jurado guar-
dar silencio. Que continúe rezando en latín, ya que yo no
puedo enseñarle la hermosa lengua mía y sus canciones de
amor...
¡Leonor! No te avergiences ni apenes por tu madre. Vivo
aquí en Guatemala, por disposición de tu padre, y por cul-
pa del mío, y para estar a tu lado.
Soy muy pobre. Todas mis joyas, las bellas plumas, las es-
meraldas, los diamantes, las perlas, se las di para sus campa-
ñas. Nunca le he podido negar nada.

77
Las mujeres de Tlaxcala: mi madre, mi abuela, mis pa-
rientes, decían que era mala cosa que una mujer lo entrega-
ra todo por amor, que lo peor que nos podía pasar era de-
pender de un hombre. Lo decían ellas y se guardaban de
hacerlo.
¡Dios mío! He sido usada por todos. Qué clase de amor el
de mi padre, incomprensible, antepuso las conveniencias de
su reino a mi felicidad... ¡Qué lejos se han quedado sus pa-
labras dichas a don Hernando Cortés: “Yo tengo una hija
hermosa, y no ha sido casada; quiérola pára vos”!
Qué desgracia más terrible la que acabo de saber, a mi
hermano mayor, Xicotenga el joven, el Capitán General don
Hernando Cortés, lo mandó a ahorcar con otros rebeldes.
¡Mi hermano mayor, mi hermanito...! No murió en com-
bate como me lo hicieron creer...
Mi vida concluye, todo pasa. En el fondo de mi ser he
vuelto a mis antiguas creencias... pero... Leonor sufriría
mucho si se entera.
No estoy loca. ¡Que no me confinen a los aposentos del
fondo con las muchachas mayas y quichés que ahora me cui-
dan! Estoy muy fatigada... llena de achaques. Ya no puedo
levantarme...
Veo todo como en una bruma. Se me confunde el pasado
con el presente y el futuro.
¡Pero qué alegría! Al fin después de tantos años mis padres
y hermanos envían emisarios y guerreros para rescatarme del
largo cautiverio.
Viene mi hermano mayor Xicotenga el joven... igual
que en aquella noche triste cuando me rescataron de
Tenochtitlán...
Si todo ha sido una larga pesadilla...

78
Tienen lista una gran fiesta de varios días para mi boda”
con un gran príncipe, mi prometido desde niña. La ceremo-
nia está preparada...
Déjenme ir, déjenme marchar a mi reino.
No me detengan. Estoy lista. Nada necesito llevar. Allá
tengo de todo: vestidos adornados con oro y plumas, coro-
nas de esmeraldas y diamantes, perlas. Un lecho nupcial dig-
no de la hija de Xicotenga.
Nunca han venido los extranjeros. Tlaxcala no ha sido
destruida. Muy pronto iré por el camino de las estrellas. Veo
el camino y al fondo una luz, un desfile...
¡Es la fiesta de mi boda! Oigo la música, los sones: flau-
tas, atabales, sonajas y caracoles. Hay cuadrillas de danzas y
cientos de cantores...

“0 anqui ye oncan Tlaxcalla Ayahue


chalchiub tetzitlaca cuicatoque
in huehuetitlan Ayahue
xochin poyon poyon ayahue
Xicotencatl teuctli in Tizatlacatzin
in Camaxochitzin cuicatica in mellelquiza”.

Las muchachas mayas y quichés iban traduciendo:

“Allá en Tlaxcala
con rodelas de cobre incrustadas de jades,
cantaron y tocaron
junto a los tambores:
delicia, delicia de flores:
Xicotencatl, principe señor de Tizatlan
Camaxochitzin con canto y música se deleitan”.

79
En la realidad, a su alrededor, había candelas encendidas.
Oía expresiones como: “Jesús, Jesús, Jesús”. Ella no sabía
qué significaban, no entendía nada, ni tenía idea a quién se
referían. No era su lengua ni su religión. Eso sí, estaba cons-
ciente que moría y ansiaba los ritos de Tlaxcala...

80
INTERMEDIO
Regresamos de México y Guatemala a tiempo para el traspa-
so de poder. Managua ya estaba congestionada. Por todos la-
dos se veían periodistas extranjeros, turistas, invitados espe-
ciales y exilados que regresaban. Nada estaba preparado pa-
ra tanta gente. Cientos de conjeturas en el aire: que no iban
a entregar el poder los sandinistas, que darían un golpe de
estado. Que sí... que lo entregarían.
Las medidas de seguridad se intensificaron como parte
del ambiente de peligro que se vivía. Retenes en las carrete-
ras y caminos, en los puentes. Los hoteles llenos.
La ceremonia de la toma de posesión fue de acuerdo a la
situación general del país. “Sui generis”, la calificó él, y no
pude saber si lo decía como un cumplido o una burla.
Cuando terminó la ceremonia y cada quien se fue a su ca-
sa, yo sabía ya que el motivo que le había traído al país ha-
bía concluido. Solamente una hecatombe, un cataclismo, al-
go horrible lo detendría... Nada más...
Pero no quería que algo así ocurriera.
Nos reuniríamos dentro de algunos meses para cotejar
notas tomadas. Me ayudaría a corregir mi novela. Nos
prometimos mil encuentros, regresos. Cosas así que

83
siempre se prometen los amantes cuando no quieren
despedirse.
Regresé muy contenta del viaje a México y Guatemala.
Había logrado dos capítulos bien importantes. Me gusta-
ban. Cada uno se sostenía por sí solo y podía constituir una
historia separada, pero yo quería que estuvieran unidos en
una sola.
Discutíamos. ..
El me sugería una protagonista sin mezcla de culturas.
Una india pura, auténtica. Me decía que doña Luisa había
quedado absorbida, mezclada por la cultura de los españoles
al unirse a ellos. Yo no lo veía así y no lográbamos ponernos
de acuerdo.
En las crónicas, en los libros de historia, en las calles, co-
mencé a buscar. No podía encontrarla. Nadie me inspiraba
o satisfacía.
Extrañamente, él insistía en que ese personaje debería
odiar a muerte a los españoles -lo que me parecía un poco
masoquista de su parte. Pensaba, y se lo decía, que yo mis-
ma, aunque él me hiciera daño, no podría odiarle. Que ge-
néticamente nuestra raza americana no estaba hecha para el
odio.
No podía figurarme a la protagonista que él me sugería
con ese rencor, esa enemistad. Acaso debido a mis propios
sentimientos. Quizás no tenía acceso a ella porque la habían
sometido. Había muerto por culpa de los Pedrarias, los Pe-
dro de Alvarado. O había pasado tanto tiempo que había si-
do borrada su huella.
Visitamos de nuevo León Viejo...
Tenía ya en borrador la continuación de mi novela.
Quería pasarla en limpio después de hacer los últimos
apuntes...

84
Decidimos visitar Granada un día antes de su viaje a
España...
El conducía veloz. En realidad siempre lo hacía. Era un
loco para conducir. Aceleraba... a última hora frenaba; se
acercaba demasiado a los vehículos de adelante, y los dejaba,
raudo, atrás.
Aventajaba de cualquier manera. Con impaciencia...
Yo veía, asustada, pasar todo vertiginosamente. Le pedí
que condujera más despacio, le supliqué que redujera la ve-
locidad, que tuviera más cuidado...
Pero no lo hizo... y recuerdo cómo en esos instantes lle-
gué a odiarle...
Mejor me hubiera dicho que su mente ya estaba en otra
parte... que ya se había alejado de mí, de mi país, de mi
historia...
Mejor...
La colisión fue demasiado fuerte. Todo sucedió en un
instante.
En fracciones de segundos vi pasar invertido el mundo:
los postes del alumbrado, del telégrafo, de los alambrados de
los potreros. Todo patas arriba. Y lo más impresionante, las
chispas que saltaban con la fricción de la coraza del automó-
vil contra el pavimento... brillantes, surgiendo de la capota
que vertiginosamente se deslizaba...
Y después... nada. Ni dolor...
Dicen que él gritaba... como en el poema de García
Lorca:

“Que no quiero verla!”

Dicen que me sacó del desbaratado automóvil y me dio


respiración artificial... que me salvó la vida...

85
No lo sé; todo quedó en silencio y oscuro.
Con el golpe fui lanzada a un túnel... sin colores, sin lu-
ces, sin sombras. ..
Me llevaron al hospital...
Sé que mucha gente a mi alrededor luchaba por mí...
me llamaban... extrañamente, me parecía escuchar su
VOZ...
Mi vida un túnel negro por delante, muy oscuro atrás. Pa-
red a los lados. :
Quise morirme. Sí, morirme, morir...
No seguir por aquel pasillo en sombras tocando las pare-
des de su orilla, frías, ásperas.
Nada veía. Inútil mi tanteo, inútil mi vivir...
Tan sólo sentía un deseo poderoso de dormir.
Un peso que me comenzaba en los párpados y se irradia-
ba a través de mi sangre, mis nervios, mis huesos; la espal-
da, el estómago, las extremidades... hasta los confines de
mi ser.
Un vahído. Un irme. No despertar o despertarme al me-
nos hasta que aquel momento horrible, oscuro, hubiera
pasado.
En el hospital me atendían especialistas.
Creía oír voces, muchas voces...
Volví en mí. No recordaba nada...
Llegaba el oftalmólogo y me preguntaba si percibía las lu-
ces frente a mis ojos...
Pero el hecho era que yo, que nunca había usado ni len-
tes, que veía bien momentos antes del accidente, no veía
nada...
Solamente la sombra que sobre mí proyectaban unas alas
negras. Tenía la seguridad de que algo gigantesco y oscuro
revoloteaba.

86
¡Cuánto miedo sentía! Si iba a quedar ciega, así, joven y
con mi profesión de periodista que apenas comenzaba... pa-
ra qué vivir.
¡Ay! Qué quedaría de mí en un túnel sin tiempo... apren-
diendo a caminar, a escribir. ¿Cómo terminaría mi libro? ¿a
tientas?
Yo no quería que su mano fuera mi luz, que mi mano se
asiera a ella... que fuera inútil mi amor...
El no cejaba. Recuerdo su voz, su acento, urgiéndome.
Recuerdo cómo me leía trozos de mi novela que era lo que
más amaba yo en aquellos días...
¡Ah! Cómo le odiaba entonces. Quería que se fuera y no se
iba. Cómo se me hacía intolerable su voz... apremiándome...
¡Era tan impetuoso, tan apasionado, tan intenso!
Me repetía que tenía que terminar mi novela, que era un
deber, una obligación mía y solamente mía. Me hacía suge-
rencias... cambiaba el contexto; decía que si no la concluía...
nadie sabría nunca cómo la había llevado hasta el final...
Y en lo más profundo comenzó a preocuparme el dejarla
inconclusa, que nadie tuviera la oportunidad de leerla.
Y ante esa angustia, todas mis células se estremecían, con-
vulsionadas como por un poderoso huracán...
Y después de no sentir nada, después de aquella calma to-
tal que era como la muerte... Poco a poco comenzaron a lle-
gar a mi cerebro pulsaciones; desde los extremos, de cada de-
do, de los diez dedos. Pulsaciones serias, fuertes, seguras...
una, dos, tres... confirmándome que estaba viva, que ama-
ba mi trabajo y que ansiaba terminarlo más que nada.
Con este estímulo comencé a ver... luces... y sombras...
con el ojo derecho. Se confirmaba el diagnóstico del oftal-
mólogo: no se había desprendido la retina ni seccionado el
nervio óptico por el trauma. Pero con el otro... nada. ¡Qué

87
espantoso pensar que lo había perdido! ¡Qué horrible! Sien-
do yo una joven periodista que necesitaba los dos ojos. Era
triste para cualquier ser humano, muy triste.
Medio ciega, acaso para siempre. Acaso irremediablemen-
te. ¿Era irreparable mi desgracia? ¿La pérdida?
Desde que había vuelto en mí, nada quería, nada me que-
daba; solamente veía luces, los carros pasar. No dormía o
dormía mal...
El afirmaba, que su seguro cubriría toda mi recuperación,
que incluso me llevaría al Instituto Barraquer, en Barcelona,
donde trabajaba su tío...
Donde yo quisiera, y bromeaba... que para no perderme,
debería viajar de ahora en adelante con él: “Te llevo y te trai-
go en punto”, me decía.
Yo le quería decir lo contrario, que para no llegar a nin-
guna parte, hacer un viaje sin meta, sin hora, sin fin, viajara
conmigo... así, casi ciega como estaba...
Y a pesar de mí, sentí de nuevo ansias de vivir.

88
DOÑA BEATRIZ

¿qué muerte habrá que se iguale


a mi vivir lastimero,
si muero porque no Muero?
+ pat a sde dee |
A E
Han venido emisarios portadores de malas noticias. Todo gi-
ra a su alrededor. Las lágrimas brotan y le comienza a entrar
una repentina fiebre.
La impresión la enloquece...
Se arrodilla y clama al cielo: “Yo, la más feliz de las mor-
tales he sido la más ingrata e impía de tus criaturas... Sí,
porque un amor más grande que el Tuyo me ha llenado y te
ha opacado por completo... ¡Me olvidé de Ti, Señor! Sola-
mente ahora que me siento desgraciada, abandonada, perdi-
da, vuelvo mis ojos hacia Ti, ¡oh, Dios mío!”.
No quiere saber nada más, nada más. Las damas gritan
asustadas: “Doña Beatriz, doña Beatriz. ¡Dios Santo!”
Su mirada perdida huye por la ventana... ¡Y qué extraña
le parece la noche! ¡Cómo brillan con la luna las hojas de los
árboles del patio...! Cuando las mece el viento brillan tré-
mulas y parecen de plata...
Así, así de trémulo quedó su corazón cuando él prometió
amarla eternamente, cuidarla siempre, quedarse a su lado to-
do el tiempo.

91
Los perros ladran y ella se vuelve rápida. Son traídos de
España: feroces, entrenados, expertos en perseguir y atacar
indios.
Por la noche permanecen dentro del Palacio. Ariscos.
Con finos oídos y olfato. Lenguaje con dientes, orejas y co-
las. Por el menor movimiento de sus lomos, ella sabe que
han percibido los sonidos apenas audibles. Por la forma de
mover la cola, el peligro, o la amistad de los que se acercan.
Y al alzamiento de las orejas, quizás muy leve, si se debe po-
ner alerta o permanecer tranquila, sin cuidado. ¡Son tantos
los enemigos del esposo!
Si es verdad la noticia, le parece muy extraño que el
viento esté tan tranquilo, los arbustos con sus musgos y sus
líquenes.
No, no es verdad. Solamente una pesadilla más en esta
tierra alucinante.
Mañana, mañana... todo se despejará. =
Siente sí, un terrible presentimiento cuando comienza a
filtrarse la claridad de la madrugada. Pronto será de día y
quiera o no, tendrá que enfrentar la realidad.
Le han repetido la noticia que ya corre de boca en boca.
Por toda la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guate-
mala. Tan sólo ella no quiere creerla... finge que nada ha pa-
sado y que continúa alerta, escuchando, por si le oye llegar.
Cae de nuevo en el letargo.
Adormecida. En su mente tan sólo el silencio permane-
ce inmutable y el movimiento de las cosas. Incomprensi-
bles los gestos y los mensajes de los que entran y salen de
su recámara.
Desde su llegada a Guatemala presentía la hora exacta de
su regreso. Conocía el ruido de los cascos del caballo al gol-
pear el suelo...

92
Era el sonido que le llegaba nítido, sobre los repiques de
las campanas, los ladridos de los perros o los gritos en la
plaza. Lo escucha claramente en medio de cualquier otro
ruido.
Siempre entraba o salía del patio caracoleando en su ca-
ballo, recordando viejos tiempos, como si la bestia fina
fuera su antigua yegua alazana y llevara tanta prisa como el
viento, y quisiera detenerla, hacerla andar al paso. Cuando
oía su trote y lo veía acercarse desde el umbral del Palacio,
el corazón le daba brincos de alegría, para desfallecer lue-
go, confundiéndose su palpitar con el repentino galope del
caballo al tocarle él con las espuelas al irse de nuevo...
¡No tenía sosiego!
Y eso que le había prometido que ya no saldría en más
expediciones, que se quedaría tranquilo en el palacio con
ella y las niñas, que ya había descubierto suficiente para
una sola vida, conquistado grandes territorios.
Fue por esa promesa que ella se decidió y vino de Espa-
ña. Cuando la convenció, le aseguró que no se movería
más, que ella sería la reina, nadie más, que le construiría un
palacio como no había otro en el nuevo mundo, con su ca-
pilla privada, para ella sola...
Preparó tres naves de armada con cuatrocientos hom-
bres, soldados todos, para escoltarla desde España hacia el
reino prometido. Y que trajera sus damas y sirvientas de
allá, las que quisiera. Aquí, en Santiago de los Caballeros de
Guatemala, fundada y gobernada por él, con todos los in-
dios de la Provincia a su servicio, tendría una corte, un rel-
no, casi un sueño como jamás ella se lo había imaginado.
Enamorada, creyó todo al pie de la letra. No se iba a que-
dar en la Península... y él aquí en estas tierra, dueño de to-
do, con el mar océano de por medio. Le horrorizaba quedar-

93
se sola, ya casada, y no atreverse a cruzar ese océano. Se mo-
ría día y noche de celos...
Sospechó que las cosas no iban a ser tan perfectas desde
que los barcos pasaron por Santo Domingo y se enfrentó por
primera vez con el ya famoso nuevo mundo. Desde que vio
el agua de la mar color turquesa, sintió el calor húmedo, y
tuvo sobre sí el firmamento como una cúpula redonda y
azul. Un horizonte cóncavo y aperlado. Y a los que allí esta-
ban, poseídos de una como enfermiza pasión.
Él desembarcó, y cuando habló con unos que construían
unas embarcaciones, sobre nuevas expediciones y descubri-
mientos -hacia el Occidente, siempre Occidente hasta llegar
a la China y las islas de las Especias- vio encenderse una chis-
pa extraña en sus ojos, y cuando esa noche llego a su lecho,
estuvo distraído, lejano, ausente, como si se encontrara na-
vegando por esa mar de la China.
Desembarcaron en Honduras y de allí tomaron ruta por
tierra a la ciudad de Guatemala...
Comprendió inmediatamente que sería muy difícil hacer
una corte como ella se la había imaginado desde España, o
como él se la prometía y ella la soñaba...
Sus damas incómodas, las criadas refunfuñando. Venían
enfermas porque se habían mareado durante la travesía. Las
niñas llorando, asustadas con todos los sonidos que escucha-
ban: aullidos, maullidos de animales desconocidos. ¡Si a to-
das les parecía ver sombras por todos lados!
La única que permanecía impasible, en su ambiente, era
su hijastra Leonor, quien viajaba con ella.
¡Demasiado verde el nuevo mundo! No parecía existir
otro color.
A caballo, en mula. Los caminos por hacerse. Los trazos
de cada expedición anterior se borraban...

94
Cuando él se volvía en su caballo y se acercaba, durante
el largo trayecto, ella escondía sus secretos pensamientos, el
cansancio y la decepción. En el rostro ponía la enamorada
sonrisa, en sus ojos las preguntas...
Todo nuevo, desconocido, extraño. A ratos se cansaba de
la litera. Sobre el lomo del mejor de los caballos, su cuerpo
no logró relajarse. Tensa, alerta.
Durante los descansos él le aseguró varias veces que nada
malo podría sucederle, nada, mientras él viviera cuidaría de que
así fuera... ¡nada malo! No habría peligros, ningún peligro.
Nadie sabía ni sospechaba... cómo le amaba...
Su familia en España la había prevenido: que él tenía fa-
ma de ser cruel con los indios, violento. Que su primera es-
posa, doña Francisca, hermana mayor de doña Beatriz, ha-
bía muerto al no más llegar a Tierra Firme, en circunstancias
que nunca se habían comprendido allá. Se decía, que él, allí
mismo al llegar a Veracruz, había comenzado a preparar una
gran expedición al Perú y la pobre Francisca ¡tan bella! ¡tan
buena! Murió de terror.
Que no, no había nadie que lo domara; que no existía
mujer que lo asentara, era un conquistador acostumbrado a
dominar, a pacificar por la fuerza.
Había conquistado México, Guatemala; recorrido Hon-
duras, El Salvador. Pasado por Nicaragua donde se apoderó
de unos navíos y de allí, del puerto de la Posesión, navegó al
Perú para tratar de conquistarlo también...
Estaba esa historia de su pasión por doña Luisa, la in-
dia a quien había hecho su mujer sin casarse luego con
ellais.
Fray Bartolomé de las Casas estaba ahora en España para
mal informarle ante el Rey, la Corte y el Real Consejo de In-
dias... “Y no se olviden de la provincia y gobernación de

95
Guatemala, que se asuela y destruye. ¡Ay, cuántos cuidados
y cuán pesados encubren a ese Real Consejo!”
En sus escritos y sermones, desde el púlpito, incansable-
mente... repetía al referirse a don Pedro: “si oviesse de dezir
en particular sus crueldades, hiziesse un gran libro que al
mundo espantasse”.
¿Y ese era el hombre que ella amaba? No podía ser...
¡Que no le hablen! ¡por la Misericordia Divina! Que na-
die haga ruido en el palacio. Que se callen sus hijas y más su
hijastra. Que en silencio estén sus damas y sirvientas espa-
ñolas, que saquen del palacio a las mayas y quichés...
¿Dónde está el hombre de la casa? ¿El que prometió
que la cuidaría y amaría, el que dijo que nada malo le
pasaría?
¿Qué lo incitaba, qué lo movía a seguir? Ya no era joven,
ya pasaba medio siglo desde que Dios lo creó.
Le había rogado que tuviera quietud. Se lo decía cada vez,
cientos de noches, cuando la abrazaba y sentía en ella su
fuerza, su poder, su calidez. La firmeza protectora de su
cuerpo acostumbrado a mil faenas, incansable, cubriéndola
mientras ocupaba para ella el lugar de Dios, de España, de
la Corona, de todo lo que había dejado lejos.
Siendo con él una sola persona indivisible en contra de
las tinieblas del infierno, de los aullidos de animales o de
indios, de la humedad de la ciudad... de los atentados,
enfermedades...
Junto a él cesaban los rugidos del volcán, y lo que más te-
mía, el vibrar de los temblores. Y poco a poco, apretada a su
cuerpo, vistumbraba la tenue claridad entrando por el re-
cuadro de la ventana y a través de las tejas.
¿Pero cómo le iba a temer estando así con él, al alzamien-
to de los indios?

96
Sentía remordimientos y le parecía que pecaba por amar-
le con tal pasión, cuando la voz de él la rescataba, la salvaba
de las terribles tinieblas de las noches sin estrellas, soltaba las
amarras del mosquitero, y la levantaba en sus brazos, sus-
pendiéndola de cualquier terror...
En su infancia tenía noches angustiosas al sentirse como
atada en la oscuridad, sudando; la pesadilla del infierno que
le habían enseñado a temer...
Se horrorizaba ante el silencio, los ruidos, la oscuridad. ..
por todo lo que la hacía creer que caía o la dirigía al temible
infierno... a lo desconocido.
Soñaba con el mar océano, y no quería nunca, jamás, te-
ner que volver a cruzarlo, porque el vértigo, la inestabili-
dad le habían hecho pensar en el infierno, en el castigo
eterno...
Ella era así aunque no lo pareciera: frágil, miedosa, tanto,
que don Pedro le repetía que para eso estaba él, para salva-
guardarla.
Solamente junto a él era que se daba cabal cuenta que no
era una pecadora por amarle así, que no había tal infierno,
que ningún peligro acechaba... que era bella -tanto como
Francisca, su hermana- y tan amada...
Cuando él estaba lejos, quedaba perdida...
Y se acordó de un poeta nuevo en España, y de su amor
perdido...

“Echado está por tierra el fundamento


que mi vivir cansado sostenía.
¡Oh cuánto bien se acaba en sólo un día!
¡Ob cuántas esperanzas lleva el viento!”

97
Declamaba a gritos... que rasgaban el alma de sus damas...

“Aqueste es el deseo que me lleva


a que desee tornar a ver un día
a quien fuera mejor nunca haber visto.”

II

Oyó que don Pedro se acercaba lentamente. Dejó de lamentar-


se y clamar al cielo por una pronta muerte. Se incorporó...
Correría al patio, a la caballeriza. Esta vez no le reprocha-
ría nada, sino que llegaría sonriente hasta el empinado cami-
no a esperarle...
Allí él la invitaría y ella montaría con su ayuda, al caba-
llo. Galoparían lejos... y se amarían, en la intemperie, como
seguramente se había amado con doña Luisa, allá por el año
de Nuestro Señor de mil quinientos diez y nueve...
¿Desvariaba?
Cuando despertó la última mañana que le vió... él ya es-
taba vestido. No como todos los días, con su traje de gober-
nador o la capa que usaba para ir a la ciudad, tampoco su ju-
bón para descansar... No, estaba rígido y de pie, con yelmo
y coraza, protectores, malla... ¡qué sabía ella! con la espada
y el escudo...
Se estremeció al verle así...
No hubiera reconocido el timbre de su propia voz cuan-
do le reclamó, le preguntó, que para dónde ¡iba o creía ir. Ni
siquiera le contestó. El ni siquiera le contestó... Con gestos
llenos de impaciencia le indicó que se dirigía a rezar en la ca-
pilla...
¿A rezar?

98
Ella, olvidándose de su alto cargo, del protocolo, de la ur-
banidad digna de una gobernadora, para la que era tan es-
tricta... en camisa de dormir, con los cabellos desgreña-
dos... le siguió, gritándole que qué pasaba, que si era que los
indios se habían vuelto a alzar, que si él tenía que ir, que en-
tonces para qué estaban los soldados, las altas tapias alrede-
dor del palacio, los perros...
Por los corredores las damas la seguían con la capa púr-
pura de seda de Flandes, mientras ella continuaba gritando:
que si era que ya se iba en los barcos detrás de la quimera
de la expedición a la China... que era un ingrato si la deja-
ba sola...
El, que siempre la había adorado, impaciente, furioso,
queriéndose marchar...
Mientras él rezaba, le interrogó de nuevo, pero ni siquie-
ra la escuchaba, y entonces, ella, la gobernadora, se ofuscó,
perdió la cabeza y se aferró a él, sujetándole, suplicándole
que no se fuera, que no la dejara, que le daba pavor quedar-
se... que entre la China y Guatemala... había otro vasto y
desconocido mar océano...
Ay, pero él con prisa, con sus antiguas energías de con-
quistador, terminó de dar órdenes con determinación.
Ella en silencio, extrañamente no indagó más, como si su-
piera que todo gesto suyo fuera inútil; como si ya no tuvie-
ra interés y no quisiera saber nada de ese viaje; como si un
horrible presentimiento la invadiera...
El se volvió, acaso arrepentido de su actitud, pero ella no
hizo ni un solo gesto cuando se le acercó, pasó su mano por
la cabeza, y le besó con ternura la mano inerte, diciéndole
con la mirada que la adoraba y que pronto regresaría...
Sin poder contenerse más, le siguió hasta la caballeriza, y
allí horrorizada, se dio cuenta que le esperaban sus soldados

99
con todos los fierros: ballestas, arcabuces, lanzas. Montados
en sus caballos, listos, preparados. Ansiosos de llegar al puer-
to a embarcarse...
¿Y las promesas? ¿Por qué la repentina prisa? ¿No eran
todos los preparativos para más adelante, para alguien más
joven?
¿Por qué no prevenirla?
Sintió una enorme desolación...
Ya montado, con sus antiguos bríos, dio la orden de par-
tir mientras unas gallinas se espantaban...
Las colas de los caballos se balancearon y vistas a trasluz,
con el sol saliente, lucieron de lo más curiosas: rojas, café,
negras al comienzo; rojas, café, negras al final...
Cuando desapareció sobre su brioso caballo, se le quedó
grabada su imagen: semental traído de España, mientras él,
dominándolo, lo hacía caracolear como con desgano, sin
esfuerzo...

II

¿Ha sido todo solamente un espantoso sueño?


¿Qué hace ella aquí en esta extraña tierra?
Sigue como ausente, en silencio, pero escuchando. Con
todos sus sentidos, menos la razón, alerta y abiertos.
No quisiera escuchar y oye, no quisiera ver y mira...
Los árboles tenues. La hierba sin verdor. El tejado sin te-
jas. La luna.
¡Cómo se levanta la luna amarilla y majestuosa sobre las
tapias del Palacio! Sobre el cielo de la tarde todavía hay ex-
traños pájaros volando...

100
¡Si pudiera mirar tranquilamente cómo avanza la luna de-
lante de la noche!
¡Si no fuera verdad! Si pudiera borrar los murmullos, los
sonidos de las voces que durante todo el día han repetido la
noticia...
No saber nada, no sospechar nada. Volver a estar con él:
los dos juntos sobre el mismo lecho, y su cuerpo frágil, ca-
vando un lugar en el cuerpo de su esposo para calentarse...
Sintiéndole respirar, gemir de placer... ¡En un hueco de su
cuerpo fuerte y tibio!
Pero si nada malo ha sucedido. Todo ha sido un mal en-
tendido. No puede ser que le hayan matado unos indios en
México...
Si él salió del Palacio hacia la costa, a embarcarse en sus na-
víos, con rumbo hacia la China y las Islas de las Especias...
¡Qué confusión! ¿Por qué repiten los mensajeros que de-
sembarcó en México a defender a un capitán que estaba si-
tiado por los indios? ¿Por qué tenía él, todavía, esos arran-
ques de conquistador, de juventud?

IV

Doña Beatriz se quedaba horas enteras con la mirada fija,


adivinando lo que pasaba en las expresiones de los rostros,
sin preguntar nada; y en el humor del viento, la proximidad
de algo inminente.
A veces a ella le parecía como si temblara la tierra. Presen-
tía como si un espantoso terremoto sacudiría al nuevo mun-
do. Sí, se hundirían los imponentes volcanes, se rebasarían
los mares e inmensos ríos...

101
Creía adivinar temibles rugidos de las entrañas de la tie-
rra. Vibraciones, ligeros temblores que nadie más parecía
percibir, sentir, y mientras giraba, cómo se estremecía, cómo
giraba el nuevo mundo.
Dejó de asistir a la Iglesia Mayor. Le daban pánico sus pa-
redes y su techo.
Volvía en sí por momentos, pero era cuando el dolor del
alma volvía a ella.
Sentía, se daba cuenta, que las ondas protectoras del
amado, cálidas y tiernas, ya no la alcanzaban. ¡Ay! si él ha-
bía muerto en alguna batalla pacificando indios, en algún
lugar estaría su cuerpo bello, amado, sin que nadie llora-
ra ni rezara, sin que nadie le pusiera flores... sin que na-
die le hiciera responso y entierro de acuerdo a su rango...
honores.
No podía ser verdad una noticia tan terrible. Si le habían
matado los indios, ni siquiera se atrevería a cruzar sola el
océano, no sin él, aun menos quedarse aquí, rodeada de mil
peligros al acecho.
¡Nunca volverá a abordar una carabela sin su compañía!
Mejor morir...
¡Si él le hubiera hecho caso y se hubieran quedado tran-
quilos en España! Sin venir ella y sin regresar él a estas nue-
vas tierras. Ah, apaciguada la sangre, el carácter...
Siente que va a enloquecer. No entra por la ventana aire
o quizás sus pulmones cansados, no inhalan igual.
Pero es que, ¡se está enloqueciendo! Por dentro, cómo se
le desgarra la vida. Está sola. A su lado no hay nadie que
comprenda su tortura...
Solamente aquellas niñas rubias que le dicen: ¡madre! Y la
hijastra, a quien teme un poco a pesar de sus rasgos, del sem-
blante familiar parecido al de su padre.

102
El no puede defraudarla. No puede morir. Quiere sentir
sus manos varoniles estrechándola.
Nubes muy negras cercaban la ciudad...
La lluvia comenzaba a caer. La oía claramente. ¡Cómo
caía la lluvia sobre los árboles del patio! Con violencia inu-
sitada. El agua chorreaba de los aleros y se resbalaba por las
paredes como cascadas.
Oyó la tormenta, los bramidos del volcán. Escuchó como
música de ríos, grandes corrientes sobre la tierra.
En la antesala la esperaban el Obispo, el Alcalde. Su her-
mano, su cuñado. En vano...
Llegó su confesor hasta su recámara y no quiso hablarle ni
escuchar sus consejos espirituales, y mucho menos hacer la
penitencia que le impuso...
Los que esperan en la antesala en vano esperan.
Quiere morir. Clama al cielo a gritos por una muerte
súbita.
Se levanta de la cama y toma una repentina decisión: Ella
doña Beatriz de la Cueva, será la Gobernadora. Nadie más
asumirá el cargo, ni dará órdenes ni usurpará su lugar.
Arde. Tiene mucha fiebre.
Su nombramiento lo ratifica todo el Cabildo... y se con-
vierte en la primera mujer española que ostenta un alto car-
go en Tierra Firme.
Y en su primer acto de gobierno ordena: que pinten de
negro todas las paredes del palacio, las puertas; que saquen
y pongan los ornamentos negros del Viernes Santo en todas
las iglesias y capillas... que cierren todas las puertas y venta-
nas de la ciudad y les pongan cruces de raso negro en señal
de duelo.
¡Todo manchado de sangre! Las sábanas, el mosquitero,
los ladrillos. ¡y el cielo!

103
Oye rezos de Viacrucis, estaciones dolorosas, caídas. Su
amado muriéndose, su esposo. Lo mataron, todo está man-
chado de sangre. Su viaje entero, desde que salió de España le
parece un Viacrucis. Que le traigan el cuerpo alto y vigoroso
de su esposo para hacer los funerales de acuerdo al protocolo.
No puede más. Ni siquiera recuerda sus oraciones. Las
frases aisladas que repasa, no alivian su agonía, no la sacan
del abismo de dolor y locura en el que se hunde minuto a
minuto. :
Ha de volver a ella. Tiene que esperarlo para cruzar el
Océano...
Se levanta con todos los cabellos desgreñados, sin su mo-
ño, con la ropa suelta. Sus ojos secos y asustados parecieran
no mirar.Su mente no siente ni comprende cosa alguna y
más bien delata la razón perdida.
Hay que salir a buscarlo. Encontrarlo antes que lo muti-
len sus enemigos, que le saquen el corazón y lo ofrezcan a
sus dioses en ritos paganos o peor, que se lo coman... ¡Lo
odian tanto!
¡Que no desfiguren su rostro!
¡Dios Creador!
Sus pasos se oyen incansables todo el resto del día, de la
noche; para volver a encerrarse en su aposento y luego en la
capilla.
Su cuerpo agotado parece abandonar la inútil búsqueda.
Pareciera descansar para tomar fuerzas y empezar de nuevo.
Escucha el tañido de campanas. ¡Cómo doblan, incansa-
blemente, sí, se oyen por toda la ciudad de Santiago de los
Caballeros de Guatemala! Pero tenían que doblar por su
fundador, por su gobernador. Por el Adelantado.
Porque era fiero, osado, valiente. Cómo saltó aquella no-
che triste en la que... cubrió la retirada del ejército español

104
al mando de Cortés, cómo se hacía a la mar en cualquier na-
vío. No conocía el cansancio, ni la enfermedad. Todos le te-
mían, y solamente para ella era suave, dulce... siempre, sí,
que no intentara o insistiera en detenerlo cuando estaba de-
terminado a marcharse.
En la capilla reza primero en un murmullo, después a gri-
tos impropios de ella, implorando a Dios para que borre de
la faz de la tierra a toda la ciudad, que le envíe la muerte...
Y su confesor y los otros clérigos, le ruegan que se calle,
que no blasfeme de ese modo, que no caiga sobre su alma un
pecado tal.
La ciudad consternada por tanta lluvia, por los rugidos
del volcán, por las blasfemias de doña Beatriz que a gritos se
llama a sí misma: la infortunada, la sin ventura.
Llegó a rogarle el Obispo, de nuevo, para que se callara,
se arrepintiera de ese pecado de soberbia; que hiciera peni-
tencia para que no atrajera sobre el resto de la ciudad horro-
rizada al conocer su locura, la furia del cielo. Que se domi-
nara, que se resignara y acatara la voluntad Divina.
Ay, pero si ella no desea nada malo para los demás, ni más
guerras, ni dominios, ni conquistas. Que ya decía fray Bar-
tolomé “que nunca los indios de todas las Indias hicieron
mal alguno a cristianos hasta que primero, muchas veces,
hubieran recibido de ellos o sus vecinos muchos males, ro-
bos y muertes”.
De su parte, que los españoles se entiendan con los indios
y los dejen en paz labrando sus tierras, adorando a sus dio-
ses... que se guarden las espadas, lombardas y arcabuces...
que el mismo fray Bartolomé decía “que no hay ningún escla-
vo indio en las Indias, que justamente lo sea o lo haya sido”.
Que se construyan más iglesias y conventos. Que se rece
a Jesucristo.

105
Sacaron una procesión en rogativa para que a doña Beatriz
llegara la resignación cristiana y para que cesaran las lluvias.
Hasta sus oídos, la música -que le parecía tenebrosa y fúne-
bre-, de la procesión. El pum-pum rítmico de los instrumen-
tos milenarios, profundamente dramáticos, traídos de la Pe-
nínsula, con algo de moro, mezclados con algunos instru-
mentos tristes de este lado del océano, en esta Tierra Firme.
Estaba pendiente de todas las vibraciones, de los ruidos,
del viento. :
Todo le parecía un mal presagio: las palomas que huían,
los aullidos de los perros afligidos con los sonidos tristes de
la triste música, el silencio momentáneo de las campanas al
concluir la procesión.
Están asustados los pájaros de mil colores, exóticos según
ella, que le encantan a la hijastra y que permanecen enjaula-
dos. Y a pesar de la algarabía de los pájaros, en toda la ciu-
dad se siente un silencio extraño acentuado por el caer de la
lluvia.
Aguarda, rígida, a un mensajero que venga y desmienta de
una vez por todas la desgracia, que ya sospecha inminente.
Esperando, esperando al que sabe que no ha de volver.
Quisiera que por un momento desapareciera la espera...
Volver al pasado feliz cuando nunca había cruzado el tor-
mentoso océano, la gran mar a la que teme tanto.
Don Pedro estuvo en los últimos días arisco, lejano, ter-
co, sin hacerle caso a ella, como si no la necesitase ni amase,
hasta que al final conoció los motivos: quería irse otra vez,
continuar conquistando, peleando. Inquieto.
¡Pero si ya había invertido gran parte de su patrimonio en
empresas así! Y ahora, gastó los ahorros de la familia en com-
prar, construir y aperar navíos... ¿Habría gastado en ello su
dote y la de sus hijas?

106
Se incorpora...
Es urgente encontrarlo. Necesita saber si está vivo o
muerto o prisionero de los indios. Si muerto, que se lo trai-
gan que no se pudra su cadáver; si prisionero, dónde, a lo
mejor piden un rescate y ella estaría dispuesta a negociar a
cambio todos los territorios que los indios reclaman como
suyos.
Si vivo, que le de razón, lo exige, de su dote y de la de sus
hijas, porque también ellas van a necesitar una.
¿Por qué hace días que no viene, que no le manda ningún
mensajero con noticias? ¿Qué no se entera de que la ciudad
se está inundando?
Ella se quedó con los ojos fijos en la distancia, sin querer
poner cuidado, sin querer escuchar a nadie.
El Obispo le había explicado que tenía que aceptar la vo-
luntad del Creador, confesar sus pecados y no continuar
blasfemando... ¡El Adelantado estaba muerto!
¿Blasfemando? ¡Lo que más temía! Morir en pecado. ¡Que
Dios la perdonara...!
El temporal arreció en forma alarmante.
Las campanas ya no doblan sino que tocan a rebato.
Mandó a llamar a su confesor. Mandó a llamar a sus hijas e
hijastra, a todas las damas, a las sirvientas indias que... ha-
bían huido de la ciudad...
Les ordena a las damas y sirvientas que la acompañen a
rezar a la capilla. Quiere esperar la muerte allí, ver la luz de
la verdad, de Dios Creador, en el altar... que lleven también
a las niñas...
Anochece y ordena que cierren las puertas del Palacio.
El peligro acechaba, inminente. Viuda, como una paloma
mortalmente herida, no podía precisar la dirección de dón-
de venía...

107
Arrodilladas ante el altar cantaron todas la Salve:

“Salve Regina, Mater misericordiae;


vita, dulcedo et spes nostra, salve.
Ad te clamamus exsules, filiz Hevae.
Ad te suspiramus, gementes et flentes,
in hac lacrimarum valle...”
Junto a la tormenta, la voz de doña Beatriz, el canto... las
ondulaciones de ligeros temblores que hacían oscilar los can-
delabros, los floreros, la custodia de oro. Angustiosos presa-
gios de algo horrible que se acercaba...
Oyó los llantos de sus hijas asustadas, pero por más que
se esforzaba, no podía oír el trote de su caballo, ni su voz. Su
voz, que siempre la rescataba de la oscuridad, de todos los
peligros visibles e invisibles.
Hasta que aquella gigantesca oleada de barro y árboles la
envolvió en una oscuridad que no era propiamente oscura.
Un aluvión...
Y se hizo el silencio total.
Doña Beatriz de la Cueva, que se llamó así misma “la in-
fortunada, la sin ventura”, no escuchó nada más...
Terminó la espera...

108
DOÑA LEONOR

... y ast que veían a esta niña blanca luego caían


en tierra y no se podían levantar del suelo, y
luego venían muchos pájaros sin pies, y estos
pájaros tenían rodeada a esta niña...

Crónicas Indígenas de Guatemala


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El escribano del Rey apuntó: “Una gran tormenta de agua
de lo alto del volcán, que arrastraba tierra, cieno, piedras y
árboles. Las piedras como diez bueyes las llevaba como cor-
cho sobre agua”. Y un cronista reportó: “Tres diluvios junta-
mente, uno de agua y otro de tierra y otro de piedras más
gruesas que diez y veinte bueyes”.
Y en medio de todo fue arrastrada Leonor, hija de don Pe-
dro de Alvarado y doña Luisa; nieta del cacique Xicotenga.
Gran Señor de Tlaxcala.
Inexplicablemente fue salvada...
¡Un milagro!, pensaba ella, mientras asistía a la misa de
la Asunción y rezaba en acción de gracias, varios meses des-
pués de la tragedia. Los ornamentos de ese día eran blan-
cos, así como las cortinas en los pilares y los lirios en los
floreros.
Detestaba el olor a lirios. Le recordaba cuando los venci-
dos por su padre venían a adorarla casi, y le traían flores...
como si ella hubiera sido una virgencita.

41.
Le preocupaba el descanso eterno del alma de su padre.
Junto a él había pasado los días más felices de su infancia ig-
norando muchas cosas.
La llevó con él en las expediciones y campañas de
conquista.
En los campamentos la sentaba sobre sus rodillas para en-
señarle oraciones mientras el resplandor de las linternas la
iluminaban a trasluz. Como una estampa rodeada de una
aureola... /
Y después de las batallas, la llevaba de paseo, guiando un
inmenso caballo. Todos creían que era una aparición, una
pequeña diosa, algo divino ante lo que había que postrar-
se, adorar. La confundían con la Virgen, Madre de Dios.
“A media noche fueron los indios y el capitán hecho águi-
la de los indios llegó a querer matar al Adelantado Tona-
tiuh, y no pudo matarlo porque lo defendía una niña muy
blanca; ellos harto querían entrar, y así que veían a esta ni-
ña luego caían en tierra y no se podían levantar del suelo,
y luego venían muchos pájaros sin pies, y estos pájaros te-
nían rodeada a esta niña, y querían los indios matar a la
niña y estos pájaros sin pies la defendían y les quitaba la
vista. No podían matar a Tonatiuh que tenía la niña con
los pájaros sin pies”.
Los campamentos llenos de cientos de pájaros y palomas
que le regalaban a ella como presentes. Todos se acercaban a
conocerla, a tocarla. De los confines venían. Porque no era
tan sólo la hija de don Pedro, a quien todos temían, sino la
nieta del Gran Señor de Tlaxcala.
A Leonor la mostraban a los vencidos... mientras le daba
trigo o maíz a sus pájaros cautivos. Revoloteaban sobre ella
y la seguían... cientos de pájaros de diversos colores.

112
Su padre le enseñó a montar, y ella se aventuraba por los
caminos cercanos, confiada, nadie se hubiera atrevido a ha-
cerle daño.
Le abrían paso aun los más fieros enemigos. La prote-
gían. Amazona-niña y diosa... sobre el más fino y amaes-
trado caballo.
Aunque su padre la había amado entrañablemente, tam-
bién la había usado, al llevarla como un símbolo, un talis-
mán para sus fines de conquista. Algo lindo, misterioso,
místico, que distraía a sus peores enemigos entre los natura-
les; a los más feroces, que eran religiosos y supersticiosos por
naturaleza.
Era para los vencidos como una reina de sangres mezcla-
das que debía de ser respetada y admirada... y a la que le
llevaban tributos de sal y jícaras... codornices. Y ella ino-
cente, sin saber todo lo que estaba pasando, siendo una ni-
ña apenas...
La figura de su padre le impactó como ninguna otra. No
había sentido lo mismo por su madre.
Su muerte fue para ella una tragedia no igualada ni por la
de doña Beatriz, su madrastra, ni por las pequeñas hermanas
muertas en el espantoso aluvión que las sepultó a todas en la
capilla, a todas menos a ella.
Cuando llegó al Palacio la noticia de la muerte de don
Pedro, aquel nefasto día, todas las ilusiones, los anhelos, el
futuro, parecieron caer en un hoyo profundo. Ella dejó de
ser quien era, perdió toda su importancia, que acaso nun-
ca recuperaría.

“Gloria in excelsis Deo.


Et in terra pax hominibus”

113
Ella había tenido sus momentos de gloria junto a su pa-
dre... ahora arrodillada, tenía que hacer mucha peniten-
cia para expiar los muchos pecados cometidos por él en su
vida...
Se preguntaba con frecuencia si su padre se había salvado
o si estaría en las tinieblas del infierno en llamas y de nada
servían los rezos, los responsos. De nada. Ni las misas grego-
rianas que mes a mes mandaba a decir. Ni las letanías en la-
tín que día a día rezaba por él...
Estaba resentida con la Corona. Sus Augustas Majestades,
muy Católicas, tan servidas por él, no se preocuparon en na-
da para que los restos de don Pedro fueran trasladados a
Guatemala. Obstáculos, retrasos, pusieron desde España,
como si más bien, de repente, desearan o les conviniera, de-
jarlo olvidado...

“Credo in unum Deum, Patrem omn1potentem,


factorem caeli et terrae, visibilium omnium,
et invisibilium”

Ella había creído. Creído en todo. Creyente.


En Dios omnipotente, en la Sacra Cesárea Católica Ma-
jestad, el Emperador Carlos V, y en la Serenísima Reina do-
ña Joana. Creyó en su padre.
Pero estaba desilusionada de todo lo terrenal. Había de-
jado de creer en sus Majestades. La habían humillado en
el juicio de probanza de servicios del Adelantado. La hi-
cieron llevar testigos, como a Don Bernal Díaz del Casti-
llo, que juraran que ella era realmente la hija de don Pe-
dro y que contara detalles de la vida de sus padres que la
apenaban...

114
Como si ella no había sido la hija reconocida y amada.
Hija natural, era verdad, pero más afín a él, más querida,
que sus hijas de pura sangre española nacidas de su matri-
monio con doña Beatriz.
Había sido inútil el sueño paterno de educarla igual, me-
jor que a las princesas de Europa. Porque, ¿cómo iba a ser
igual cuando había presenciado y oído la lucha entre dos
mundos? Como un ayuntamiento agónico, forzado. ..
Las princesas de allá se educaban en sus palacios... No
habían recorrido los territorios conquistados...
No habían tenido sus corazones, como el de ella, dividi-
dos entre dos mundos amados. Ella había vivido la conquis-
ta, no se la habían narrado ni leído de un libro. Había ob-
servado, siendo muy niña, el rostro materno angustiado por
los castigos impuestos a los conquistados...
Por eso ella con frecuencia se quedaba en silencio, postra-
da, confusa. Con su corazón dividido entre lo amado y lo
querido. Había madurado prematuramente.
Su viaje a la Península, tan esperado, cuando su padre
vivía, no había estado de acuerdo a sus expectativas... Los
españoles eran mortales, humanos, y la ansiedad ante la
muerte, la angustia, los diferenciaba de los dioses tan espe-
rados en la imaginación mística y creyente de la raza de su
madre.
La misa continuaba. Aunque no cantaba bien se unió al
coro:

Assumpta est María...”

¡Cuánto, cómo habían pesado los dos mundos sobre su


alma, las dos culturas en su corazón!

115
En aquella iglesia había confesado sus pecados muchas
veces... Ahogado sus anhelos.
Su sangre heredada, era una mezcla de sus ancestros, de
dos mundos tan diferentes. Para apaciguarla, equilibrarla,
repetía hasta la saciedad en medio de sus dudas:

Señor, misericordia!”

El olor a incienso le daba tristeza. Sutmadre la asfixiaba


con el humo de los sahumerios mientras en su idioma y a es-
condidas, rogaba por cosas que ella no entendía. Ah, pobre
madre.
Hasta muy tarde la había comprendido y ahora pensaba
mucho en ella.
¡Qué sola había estado al final de su vida, qué sola! Y era
ahora que ella también se había quedado sola, que pensaba
constantemente en ella.
Necesitaba perdón por eso. Por haber sentido menospre-
cio por ella, allá en lo más secreto; por haberla considerado
inferior por ser natural de estas partes... ¡Qué pesar sentía,
cuántos remordimientos!
No todo el tiempo se había llamado doña Luisa. Su
identidad, su verdadero nombre... ¿cómo, dónde se había
perdido?
¡Madre!
En los últimos meses, ya anciana, había perdido la memo-
ria. Comenzó a hablar únicamente en su idioma nativo que
solamente unas muchachas mexicanas entendían. Se le olvi-
dó el castellano que hablaba correctamente.
Su cuerpo moreno se consumía. Envueltos los hombros
en una manta de algodón, muy roída, como si temblase
con un frío interno, del alma. Sus cabellos lacios, ya blan-

116
cos, extendidos sobre su espalda, o entrelazados en una so-
la trenza.
En la puerta todo el día, con un morral de ropa vieja y un
bolsón de cuero de venado... esperando un viaje imposible,
irrealizable....
¡Desterrada de su paraíso!
Leonor trataba de minimizarla, sobre todo cuando pasa-
ban o visitaban los parientes españoles... ¡Dios Santo! para
que no la oyeran... porque comenzó a narrar cosas que no
se sabía si eran verdaderas o simplemente locuras de su edad.
Y fue cuando la confinaron a los aposentos del fondo, vigi-
lada por las muchachas quichés y mayas... para que nadie la
viera U Oyera...
Pronunciaba nombres de dioses que obviamente no eran
cristianos. No quiso volver a hablar en español.
Quizás había vuelto a su infancia, a su niñez, cuando ha-
bía sido feliz, admirada, servida. Los abuelos maternos ha-
bían sido grandes señores. Toda la familia de gran linaje.
Guerreros temidos y respetados.
Su madre recordaba esa época, y se expresaba mal de los
cristianos. Comenzó a rezar a dioses que pertenecían a su
antiguo paganismo.
En lamentos...
Una vez siendo niña la había acompañado a Tlaxcala. Su
madre se había lamentado a gritos, llorado, caído en trance,
porque encontró en el palacio de sus padres, el fuego apaga-
do, las cocinas frías, las estancias vacías. Las tinajas de barro
que siempre habían estado llenas de agua fresca, secas... y
los huacales en los que se les ofrecía de beber a los vasallos,
rotos, regados por el suelo. Fue en ese instante que supo
Leonor, se le hizo real, que había existido verdaderamente el
paraíso del que su madre le hablaba...

117
Todos los parientes que encontraron se mostraron cons-
ternados y perplejos, por la pérdida de su mundo. Unico
Mundo para ellos.
Leonor ese día los sintió lejanos, extraños... hablando en
un idioma ininteligible.
¡Y pensar que eran también su gente! Y que aquella ha-
bía sido también su derrota, su dolor. Porque sin conquis-
ta, ella hubiera nacido princesa de verdad... ay, pero tam-
bién pagana.
En el bolsón de cuero de venado que dejó su madre había
encontrado solamente una peineta de carey, un dije pagano,
unas plumas de quetzal ya descoloridas, que ella le había
contado eran las que llevaba Tecum Uman el día de su
muerte. E inexplicablemente, un misal cristiano con una
hoja adentro arrancada de una biblia, y teñida una frase:

“Nigra sum sed formosa”

¿Qué significado tenía aquella frase?


Acaso nunca lo sabría...
Las vidas de sus padres habían sido muy conflictivas, rodea-
das de circunstancias fuera de lo común, extraordinarias. ..
¡Dios Santo! Cómo le habían pesado sus vidas sobre su
alma.
Después de sus funerales cuando las flores sobre las tum-
bas se marchitaron, cuando los cantos de los responsos ha-
bían cesado... ¿qué había quedado intacto?
La misa solemne de la Asunción había terminado. La igle-
sia recobraba su oscuro y húmedo silencio...
Con frecuencia se le entremezclaban, entre sus rezos cris-
tianos, los poemas cantados muy quedo por su madre...

118
Aun el jade se rompe,
aun el oro se quiebra,
aun el plumaje del quetzal se rasga...
¡No se vive para siempre en la tierra:
sólo aquí un breve instante perduramos...!”

¿Quién era ella? ¿A cuál de las dos razas pertenecía real-


mente? ¿Cuál de las dos sangres que corrían por sus venas la
dominaba? ¿Era su raza tan nueva que ni siquiera existía?
Se había examinado en los espejos de cuerpo entero que
doña Beatriz había traído de España, y no había obtenido
ninguna respuesta...
Su piel más blanca que morena. Su cuerpo altivo... su ex-
traña hermosura de la que le hablaban todos.
Devolvía la imagen el espejo. Surgía, se adelantaba,
rompía el espacio y el tiempo, ¿abría acaso el camino de
una raza?

119
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O
INTERMEDIO
Tres semanas después del accidente me pusieron unas gotas
que me ardieron muchísimo. Me vendaron los ojos con un
esparadrapo muy adhesivo que se me pegó en la piel, en los
cabellos. Me dijo el oftalmólogo que media hora después me
lo quitaría y que entonces, volvería a ver como antes. Que
me preparara, que al contar tres: uno, dos, tres...
¡Qué dolor sentí en la piel y en los cabellos cuando me lo
arrancaron!. Gracias, doctor. Gracias, Santa Lucía. Había
prometido llevarle un milagro a la iglesia de Subtiava en
León si me ayudaba...
“Amaurosis Histérica”, por miedo a quedar ciega diagnos-
ticó el especialista. En realidad veía pero en mi subconscien-
cia no quería ver.
¡Siempre había querido viajar, aprender, superarme...!
Hacer un viaje a la inversa de mis protagonistas. Ver apare-
cer desde el aire la Península y recorrer los lugares en don-
de se originaron las Reales Cédulas, las Cédulas de la Rei-
na: Valladolid, Barcelona, Sevilla, Burgos, Madrid, Mon-
zón, Ocaña, Medina del Campo... Ciudades hasta donde
llegaban las quejas, los gritos, el llanto de América...

123
En Managua la noche antes del viaje no podía dormir. La
excitación era indescriptible. Me salí al patio. En el centro
del cielo brillaba con resplandor azul Sirio, del Can mayor,
y hacia el Sur, caído sobre el horizonte: Arturo, del Boyero.
En el hospital había querido estar muerta, no sentir nada,
pero no lo estaba...
Estaba todavía en Nicaragua, viva; oía el canto de los pá-
jaros en la madrugada, el llanto de un niño.
A las 5 A.M. salimos para el aeropuerto “Augusto César
Sandino”. No podía creer que había recuperado la vista gra-
cias a Santa Lucía, que viajaría a España; que él había man-
tenido la promesa de llevarme.
Por la carretera veía claramente el fenómeno de las espi-
gas de los pastizales bañadas de rocío e iluminadas por el sol
del amanecer.
Daba gracias a Dios. Ya no tendría que agarrarme de mi
memoria, asirme de su mano. Veía por mí misma...
En el vuelo de Iberia recorriendo a la inversa la misma ru-
ta de mis protagonistas españolas. ¡Y con escala en Santo
Domingo! Igual. ¡Qué más podía desear para continuar mi
trabajo!
La experiencia de volar. ¡Volar!. Ellas, mis protagonistas,
que se habían constituido en la medida de todo lo mío, no
lo hubieran creído. Una experiencia que sucede todos los
días en el año 1991; cada minuto, cada segundo.
La perspectiva es distinta. Diferente a las descripciones de
las crónicas.
Me enfrento por primera vez al viejo mundo cuando al
amanecer aparece a diez mil metros de altura el perfil de la
Península. Me siento cohibida como si todos mis anteriores
conceptos se fueran a venir al suelo. ¡Este que voy a pisar es
lo que se consideraba en 1492 “el mundo”!

124
Me emociono hasta las lágrimas. Mi sensibilidad está in-
tacta... vuelvo a sentir mi profundo amor por la historia
cuando el avión aterriza en Madrid. En Barcelona confir-
man el diagnóstico de los especialistas nicaragiienses. Los
dos estamos felices.
Los españoles por las calles parecen comunes y corrientes.
Los superhombres, la super-raza que recorrió a pie, desde
Montana hasta Tierra de Fuego, subiendo y bajando monta-
ñas... empujados por un vigor indescriptible, aquí como en
ninguna parte, parece solamente un mito. Los hombres de
estatura corriente, las mujeres más bien pequeñas, de pelo
negro o castaño -o descolorado, teñido-; la mayoría blancos
con ojos negros o café. Absorbidos en lo cotidiano...
En mis investigaciones, mientras leía cada Real Cédula,
cada Cédula de la Reina, se perfilaban ante mi imaginación
las ciudades donde se originaban... ¡Y cómo anhelaba, có-
mo deseaba conocerlas!
Barcelona, Valladolid, Toledo, Madrid, Avila, Burgos,
Medina del Campo. Y Sevilla, por supuesto. Salida y entra-
da... de la conquista... por donde pasó todo, se contabili-
zÓ hasta la más pequeña candela de cebo o aguja llevada al
nuevo mundo, y el más pequeño dije de oro traído de allá
a la Península. Y se archivó cada pequeño papel que iba o
venía.
A través de cada Cédula, Provisiones Reales, firmadas por
sus Sacras, Cesáreas, Católicas Majestades, se daban licencias
y facultades hasta para los más ínfimos detalles...
Y hasta ellos llegaban los informes, la rendición de cuen-
tas, cartas, copias de juicios y pleitos... probanzas, certifica-
ciones, etc., enviados por los presidentes, oidores de las au-
diencias y cancillerías reales, corregidores, gobernadores, al-
caldes mayores, jueces, capitanes generales y sus lugartenien-

125
tes, alcaldes de castillos y casas fuertes, consejos, regidores,
caballeros y escuderos oficiales, del inmenso engranaje...
montado en todas las ciudades, villas y lugares de “las nues-
tras indias islas y Tierra Firme del mar océano...”.
Y quejas, muchas quejas, de los defensores de los In-
dios. De Fray Bartolomé de las Casas, pidiendo mano du-
ra para los ambiciosos oficiales, servidores y criados de sus
majestades.
Y las cartas y quejas personales de los vasallos que estaban
poblando: “que si le dejaban trasladar o vender dos caballos,
que el Obispo se oponía a que su mujer pusiera un cojín pa-
ra arrodillarse en la iglesia, que un vecino le había quitado a
una india... etc.”
»

En el Archivo General de Indias, Sevilla -Audiencia de


Guatemala-, quedó archivada la carta de un funcionario
consciente, el Licenciado Francisco de Castañeda, goberna-
dor interino de la provincia de Nicaragua a la muerte de Pe-
drarias, quien le escribía a S.M., en carta fechada en León,
el 22 de junio de 1533: “Los indios de esta Provincia se aca-
ban. Sé de cierto que hay hombre que en esta demora que se
coja oro se le han muerto de su repartimientos doscientos
indios y otros que tenían buenos repartimientos, que ya no
tienen indios para sacar oro; por manera, que si V.M., pres-
to, no provee con mandarlo remediar, de más de encargar su
Real Conciencia, los naturales de la tierra todos perecerán”.
Aquellas Reales Conciencias de los Serenísimos y muy al-
tos poderosos Príncipes, Reyes y Reinas... atormentados ya,
por sus propias conciencias, acosados por sus conflictos perso-
nales... no encontraban la manera de salvar sus propias almas.
Una cosa pesaba sobre la otra...
Por gestiones del Rey Católico Don Fernando, que en
carta al Romano Pontífice, en 1513, solicitó la autoridad pa-

126
ra que: “ellos sean convertidos a nuestra santa fe católica y
doctrinados y enseñados en ella y puesto en camino de sal-
vación y no se pierda tanto número de ánimas como hasta
aquí ha perecido...”.
Pero con los eclesiásticos tenía que ser enviada, “una grue-
sa armada proveída de todas las cosas necesarias”. Y para
mantener la armada, había que obtener primero el oro. Y los
poderosísimos señores, se mortificaban más...
¡Qué peso para las Reales Conciencias! No tenían ni idea
de lo que se había encontrado: “se han descubierto algunas
islas e tierras que hasta ahora eran ignotas, y entre ellas una
muy gran parte de tierra que hasta aquí se ha llamado Tie-
rra Firme”, le explicaba Don Fernando a Su Santidad...
Y sus Majestades no tenían la flexibilidad de abordar un
avión y saber de una vez por todas, cómo eran aquellas tie-
rras ignotas, verdes, que según la carta de Colón describien-
do su tercer viaje, habían asentado al Paraíso...
¿Surgían acaso del Génesis... para mayor peso y aflicción
de sus conciencias reales?
Aquella Corte nómada, hoy aquí, mañana allá, tal vez in-
conscientemente huyendo de sí misma y del clamor de las
Indias que trataban de darle alcance.

127
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DOÑA ANA

Libres como las águilas, vieran los montes


pasar los aborígenes por los boscajes...

Rubén Darío
Doña Ana no quería quedarse más en España. Ya había
aprendido y visto suficiente. Se entristecía con el clima frío,
con el paisaje árido, yermo. Quería regresar a su tierra y vol-
ver a respirar el aire suyo.
Le escribió un día a la Reina para que le permitiera regre-
sar. La carta la habían encontrado debajo de la almohada.
Fue la Madre Superiora quien la halló y por más que le pre-
guntaron a doña Ana, no dijo nada. Se quedó en silencio. Si
su confesor lo supo, lo guardó en secreto de confesión...
“A la S.C.C.R. Majestad Emperatriz y Reina Nuestra
Señora.
Doña Ana hija de Taugema cacique de algunos pueblos
de la Provincia de Nicaragua besa las Reales manos y pies de
vuestra Majestad por tan grandes mercedes como por man-
dado de vuestra Majestad se me ha hecho como fue el traer-
me a España para aprender industriosos oficios. No dudo yo
que vuestra Majestad conozca la voluntad y entrañable de-
seo que tengo de regresar a mi tierra y casarme y acabar mi
vida allá. Mucho tiempo ha escribí a V.M. otra carta porque

131
me siento muy sola aquí en España. Estoy muy sola. Mucho
tiempo ha que vine y el barco que me trajo ya ha ido y vuel-
to muchas veces. Estoy triste. Todo es tristeza aquí. Me aso-
mo por la ventana y veo frente a mí un campo árido, yermo,
lleno de piedras. Los olivos, más aflicción me dan, parecen
fantasmas de árboles. Ni parecidos a nuestros árboles de ver-
dad. ¡Y qué frío hace! Nunca me voy a acostumbrar al clima
frío. Me envuelvo en rebozos, me pongo medias de lana y no
me caliento. Añoro el calor de mi tierra. Me siento aislada,
siento un gran vacío, me ven y tratan en el convento como
a un ser extraño, raro. Las religiosas desconfían de mí. Estoy
desesperada. ¡Desesperada! Y no quisiera morir aquí y que-
dar anotada en los libros del Rey, muerta por añoranzas y
tristezas. Me hace falta el aire mío. No resisto los encierros
de los conventos y casas de aquí. Allá en Nicaragua vivimos
con las puertas y ventanas abiertas. El aire pasa de lado a la-
do de las casas; todos entran y salen sin cerrar ni abrir cerro-
jos. Me da pena irme sin haberla visto ¡deseaba tanto verla,
conocerla! Quiero dejarle de recuerdo mis primeras escritu-
ras cuando era niña y me enseñaron a leer y escribir correc-
tamente el castellano. Así de paso usted se entera de algunos
detalles.
Cuando yo era niña vivíamos contentos. Yo era hija de
familia principal, de Cacique. Todo era alegría, fiesta. Te-
níamos gusto de vivir. Teníamos cantos. Las milpas verdes.
Jugábamos en las plazas, nos bañábamos en los ríos. Iba-
mos a los mercados y allí toda clase de frutas: pitahayas ro-
jas, nísperos, caimitos, zapotes, mameyes, tomates... y mis
preferidos los jocotes. Las avispas, los gorriones y los tába-
nos volaban por doquier. En las fiestas se bebía chicha de
maíz, de coyol, fresco de cacao. Abundaban las cosas. La
vida tranquila, suave. Un día nos fuimos a bañar al río to-

132
das las mujeres de las familias principales. Estábamos en el
río jugando, retozando, cuando de pronto... oímos como
si tamborileaba la tierra. Nos quedamos viendo. Dejamos
de hacer lo que estábamos haciendo, de cantar lo que está-
bamos cantando. Mudas. Alguién puso el oído en el suelo
para oír si era un temblor, si era el volcán, si era una ma-
nada de animales. Una amenaza, una desgracia. Cuando se
apareció el primer animal, ¡Ay! creímos que era una apari-
ción de lo horrible que era: dos cabezas tenía, una de ani-
mal como venado con pelo largo, y otra de mono cariblan-
co barbudo. Seis patas, cuatro con pezuñas y dos colgando.
Después se fueron apareciendo más y más animales de
aquellos. Nos asustamos, nos asombramos horriblemente.
Salimos corriendo así desnudas a escondernos en los zarza-
les. No tuvimos tiempo de recoger nada... quedaron tira-
das las naguas... Allí detrás de las zarzas, entre el fango
queditas, sin movernos los atisbamos. Los vimos, los oímos
y olimos. Cuando se fueron después de probar el agua, sa-
limos corriendo al pueblo y llegamos gritando todas juntas
en una sola alharaca: “vieran visto, vieran visto, lo que aca-
bamos de ver”. Pero los hombres no nos creyeron hasta que
los vieron con sus propios ojos.
Hasta el día que vinieron los cristianos todo estaba feliz:
el agua corría libre y limpia por los ríos. Las milpas daban
sus mazorcas, el cacao sus pepitas. Los hombres alegres se
embriagaban en sus fiestas, las mujeres parían sus hijos y los
animales se acoplaban y engordaban...
Primero querían paz. Enseñarnos su Dios. Después,
quisieron otras cosas, no solamente el bautismo de todos.
Quisieron nuestra tierra, esclavos para las minas, para las
sementeras...

133
No se podía vivir. Se detuvieron nuestros corazones. Ya
todos los cantos detenidos en nuestras gargantas. Quisimos
seguir viviendo a pesar de ellos. Moler el maíz en la piedra
de moler, preparar la masa, echar las tortillas en el fogón de
tres piedras. Que sus armas de guerra no nos mataran, que
nos permitieran orar a nuestros dioses, que nos dejaran vi-
vir... solamente vivir.
Deseaba tanto conocerla, querida Emperatriz, Reina,
Nuestra Señora, soy doña Ana India, hija del Cacique Tau-
gema. En mi tierra solamente queremos vivir en paz. Nues-
tros antepasados huyeron ya de otros hombres ambiciosos y
guerreros.
Quiero contarle que teníamos las tierras más cultivadas y
pobladas al llegar ustedes. Todo estaba ordenado: nuestros
hombres tenían días para sembrar, para orar, para abstener-
se de sus mujeres, para ayunar, y para bailar y embriagarse.
Las mujeres días para tejer, para el mercado, para moler, ya-
cer con los varones, parir, y criar. Todo estaba previsto: los
meses de verano, los meses de lluvia, los meses de mucho
viento. Todo, menos la venida intempestiva de los extranje-
ros. Nos gusta su Dios porque habla de amor y perdón, y a
nosotros nos encanta el amor. Nos gusta su Madre, porque
sabe consolar y tiene un manto protector. Aceptamos su re-
ligión, todo eso de “adorar a Dios sobre todas las cosas, amar
a tu prójimo como a ti mismo, santificar las fiestas, honrar
a tus mayores”. Nos gusta. Está bien. Nos parece que po-
drían vivir juntos en el cielo, nuestros dioses y Dios Miseri-
cordioso y su madrecita, tan linda, tan buena. Nos parece
que a los que ustedes mandan, predican todas las cosas her-
mosas de su religión y no las cumplen... ¡Son a veces tan ru-
dos, tan violentos!

134
Todo se complicó, querida Reina. Nunca volveremos a
ser iguales, ni ustedes ni nosotros. A vivir igual. Nunca. Si
ustedes se volvieran ya nada podría ser lo mismo. Porque
¿cómo desandar lo andado, ignorar lo conocido, separar lo
que se ha unido, purificar lo que ya se ha mezclado? ¡Sería
lindo que nos dejen a Dios y a su Madre con nosotros! Que
nos los dejen, que no se los vayan a traer de regreso en los
barcos... ¡Si yo pudiera ir hasta la Cámara Real y hablarle
a sus Majestades frente a frente, besarle sus pies y manos,
si me permitieran viajar hasta Roma y hablar con su Santi-
dad! Porque hay que reformar las leyes y la religión que nos
han enseñado.
Sus muy Reales manos y pies besa.
Doña Ana India (firma y rúbrica)”

Varios meses después las religiosas recibieron en el convento


dos Reales Cédulas expedidas en Valladolid, una para el go-
bernador y otra para el Protector de Indios:

EL REY

A Nuestro Gobernador de la provincia de Nicaragua. Doña


Ana India que ésta lleva es hija de Taugema cacique de los
pueblos de Masatega y Tecolotega. Vuelve a esa tierra con
deseo de se casar y permanecer en ella a si por ésto como por
lo que soy informado que es muy buena cristiana tengo vo-
luntad de la mandar favorecer y hacer merced en lo que hu-
biere lugar por ende yo vos encargo y mando que no enco-
mendeis a la dicha doña Ana India a persona alguna antes
proveed que esté en libertad y ofreciéndose un español que
sea persona honrada con quien se case, lo encamineis y sí se
casare pareciéndoos que no hay en ello inconveniente enco-

135
mendarle los indios de los pueblos de que dicho padre era
cacique.
Valladolid, tres de febrero de mil y quinientos y treinta y
siete años.

Yo el Rey

EL.REY:

Protector de los indios de la provincia de Nicaragua. Do-


ña Ana India que ésta lleva es hija de Taugema cacique de los
pueblos de Masatega y Tecolotega. Vuelve a esa tierra con
deseo de casar y permanecer en ella y así por ésto como por
lo que soy informado que es una buena cristiana, tengo vo-
luntad de favorecer y hacer merced en lo que hubiera lugar,
por ende yo vos ruego y encargo que la tengais por recomen-
dada y no consintais se encomiende a persona alguna, antes
proveed que esté en su libertad porque tenga mejor aparejo
para industriar a las otras indias naturales de esa tierra en las
cosas de nuestra santa fe católica que en ello me servireis. De
Valladolid a tres de febrero de mil y quinientos y treinta y
siete años.

Yo el Rey.

136
INTERMEDIO
En tren, en automóvil, íbamos de un lado a otro de España,
en viajes vertiginosos, con mil pretextos, para que yo cono-
ciera lo que él mismo nunca había visitado y al mismo tiem-
po, queriendo retrasar, olvidar, disimular nuestra inevitable
despedida.
Hasta que sus vacaciones fueron interrumpidas por el
conflicto del Golfo Pérsico. Le ordenaron que inmediata-
mente se trasladara allá.
De todas formas me había cansado, fatigado, el viejo
mundo. Estaba ansiosa por volver a América -desde la Pe-
nínsula se miraba el continente como un todo-, y tenía ne-
cesidad de él.
Nunca me había alejado tanto y se me hacía insoportable
la idea de aquel mar océano separándonos...
Tal vez padecía el síndrome migratorio de los pájaros -es-
tábamos ya en agosto. El instinto natural me hacía sentir
con intensidad una urgencia, algo, que me impulsaba a re-
gresar. No tenía que desplegar alas propias, elevarme, des-
prenderme de la tierra y ascender...
Me bastaba con llamar a Iberia y hacer reservaciones...
Y lo hice. Fue inútil que su familia me dijera que me que-
dara unos días más.

139
Tenía yo que volver a la normalidad, a mi normalidad.
Reincorporarme al periódico, a mi trabajo como reporte-
ra... escribir.
Sí, escribir, desde el accidente se me hacía un tanto difí-
cil, me agotaba fácilmente, había perdido la fluidez... y lu-
chaba con las palabras, las frases, los párrafos, como si fue-
ran Olas, corrientes de una mar embravecida que me golpea-
ban, me arrastraban... Si me dejaba, me ahogaría irremisi-
blemente... escribir constituía para mí una de las razones
principales de vivir.
A lo mejor el castellano peninsular en vez de enriquecer-
me me había confundido. El que nosotros hablamos es en
cierto modo antiguo, herencia de cinco siglos, y al mismo
tiempo renovado... Sí, renovado, modernizado, por Rubén
Darío, que nacido en Nicaragua, había devuelto a la Penín-
sula un lenguaje lleno de vigor y giros nuevos.
Con el viaje me había encontrado a mí misma de mane-
ra afirmativa, positiva. Sabía quién era. Ya nunca nadie me
hará perder la identidad.
Una especie de orgullo me invade desde entonces... Des-
de que sentí en lo más profundo, una fuerza, algo, que hace
a mi raza única, nueva.
Despegamos de Barajas. Al amanecer el avión se fue acer-
cando al continente americano.
Vi desde el aire el perfil de Tierra Firme... del Unico
Mundo para los “naturales de estas partes” hasta que en
1492 habían sido sacados de su paraíso de golpe y por sor-
presa
En el aeropuerto de Managua, poseída de nuevos ímpe-
tus, salí del avión. Aspiré el aire de mi nuevo mundo, mío y
de cada una de mis células brotó la esencia de mi ser ameri-
cano. Intrínseco, inamovible, para siempre.

140
DOÑA MARIA

Pero en fin, todo en esta vida es trabajo


mientras en esta carne mortal estamos.

Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés


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Doña Isabel de Bobadilla se encontraba en España cuando
Pedrarias murió en León de Nicaragua. La carta del gober-
nador interino, licenciado Francisco de Castañeda, dirigida
al Rey, decía: “Sacra Cesárea Católica Real Majestad: ... ha
sucedido que el gobernador Pedro Arias gobernador que era
por vuestra Majestad ha fallecido de esta presente vida el seis
de marzo pasado, su muerte fue de vejez y pasiones y enfer-
medades que tenía. Enterrose en el monasterio de Nuestra
Señora de la Merced de esta ciudad de León. Además de ser
caballero, por ser teniente y gobernador por vuestra Majes-
tad en estas partes, hice hacer su entierro con toda la más
honra y autoridad que se pudo porque hice venir al entierro
además de los clérigos que aquí se hallaban, a los frailes de
los monasterios de San Francisco y Santo Domingo y Nues-
tra Señora de la Merced de esta ciudad de León y yo y el ca-
bildo de esta ciudad le llevamos en los hombros e hice que
llevasen delante de las cruces, las banderas todas que trajo
cuando a estas partes vino por teniente de vuestra Majestad
y se las hice poner encima en la capilla mayor donde se en-

143
terró por manera que se cumplió con su honra como conve-
nía a criado y teniente de vuestra Majestad...”
Todo era dispuesto por Dios Omnipotente, doña Isabel
no era más que su instrumento. Su vida, ¿qué había sido su
vida? ¿qué cuentas rendiría de sus actos al Todopoderoso?
El mar océano se había interpuesto siempre entre lo que
más amaba... entre sus deberes de madre y esposa. Dos
años antes de morir don Pedro, la Misericordia Divina se
había llevado a uno de sus hijos varones, dejando viuda y
huérfanos.
¡Que Dios los tuviera en su Santa Gloria! a ninguno de
ellos pudo ayudar a bien morir...
En España, viuda, en total indigencia... se habían gasta-
do todos los ahorros de la familia, ¡ocho hijos por quienes
velar! Y dos de ellas por casar...
Había vendido todas sus joyas, no se guardó ninguna; pa-
ra colmo la Reina no le pagaba las perlas que le había vendi-
do en una necesidad. Tenía que escribirle implorando que se
las pagara...
Tuvo que trasladarse a la Corte. Suplicar, intrigar, espe-
rar... Era imposible conseguir audiencia... Hasta que se
trasladó e instaló en Medina del Campo donde la Reina se
recuperaba de sus enfermedades... y consiguió una cédula
expedida por ella:

“La Reina

Nuestros oficiales de la Provincia de Nicaragua, sabed que


habiendo acatado lo que nos ha servido Pedrarias de Avila
gobernador de esa Provincia en conquistar y poblar Tierra
Firme llamada Castilla del Oro, y lo mucho que gastó de sus
propios bienes y hacienda y lo que trabajó doña Isabel de

144
Bobadilla su mujer, en ir en persona por nuestro mandato a
la dicha Tierra Firme que dio motivo para que muchos ca-
sados que en ella habían llevasen a sus mujeres y casas y po-
blasen la dicha tierra y por lo mucho que nos ha servido do-
ña Isabel de Bobadilla en pasar en persona a la dicha Tierra
Firme, es nuestra merced y voluntad, como por la presente
la hacemos, de cien mil maravedises por todos los días de su
vida pagados de las rentas y provechos de esa tierra por tan-
to yo a vos mando que los libreis y pageis, pongais y asenteis
así en los libros que de nosotros teneis...”
Pero lo que decidió su viaje a León de Nicaragua, que
creía sería el último... fue otra cédula de la Reina expedida
también en Medina del Campo en la que ordenaba a sus ofi-
ciales de la provincia de Nicaragua, que le restituyeran todos
los bienes dejados por Pedrarias, distribuidos así: la mitad
para su persona, y la otra mitad para ser dividido entre sus
hijos...
Al fin consiguió que la Reina mandara una cédula orde-
nando que se le pagaran doce mil pesos de oro, valor de dos
perlas que le había comprado.
Y consiguió aún más, una cédula de la Reina ordenando al
Obispo de Nicaragua y al Alcalde Mayor: “porque doña Isabel
de Bobadilla mujer del gobernador Pedrarias de Avila me ha
hecho relación que ella se quiere ir a vivir y permanecer en esa
tierra donde su marido murió por lo cual teniendo en cuenta
y respeto a que el dicho su marido sirvió en el descubrimiento
y población de dicha provincia y que murió sirviendo en ella,
mando que los dichos indios que así él tenía encomendados, se
le encomienden a ella para que los tenga e industrie de la for-
ma y manera que su dicho marido los tenía. Yo vos mando
que luego que esta veais, hagais entregar y entregeis a la dicha
doña Isabel de Bobadilla los dichos indios”.

145
En cada una de sus visitas a la Reina, en Medina del Cam-
po, había pedido, intrigado, suplicado, para que nombraran
gobernador en la Provincia de Nicaragua a su yerno Don
Rodrigo de Contreras, casado con su hija María de Peñalo-
sa, y consiguió además comprometer a su hija Isabel con
Hernando de Soto.
Arreglados los asuntos de sus hijas comenzó a preparar su
viaje a León de Nicaragua.
Tuvo que cruzar de nuevo, a su edad, el mar océano, y
enfrentar una vez más la llegada a Tierra Firme. Una vez
MÁS...
En los primeros días de su arribo hizo un calor como nin-
gún cronista u oidor había descrito... Había una gran se-
quía. ¡Y eso que estaba fundada la ciudad de León de Nica-
ragua, a la orilla de una gran laguna!
En esos días se fatigó mucho. Las mejillas coloradas. La
provincia según todos los cronistas, era muy sana... Tenía
esa fama... pero a ella le habían comenzado los padecimien-
tos de toda mujer a su edad.
Fue una época difícil. Su salud quebrantada, las energías
que habían comenzado a decaer. Viuda, y luchando para que
le restituyeran el patrimonio dejado por don Pedro -que
Dios tuviera en su gloria-, mal guardado por albaceas que
tan sólo se preocupaban en los pleitos por la sucesión en la
gobernación.
La casa del Gobernador mandada a construir por el di-
funto -“que descanse en paz”-, no era un palacio, pero ella se
la describía como tal a sus parientes de España cuando les es-
cribía, y se santiguaba....
Corría por ella un aire agradable, tenía mucha luz. En el
patio sembró flores y legumbres cuyas simientes había traí-
do de España...

146
¡Ay, pero ya instalada comenzó a añorar los tiempos
idos...! Su infancia, la casa paterna en la Península; el breve
tiempo en que siendo joven, había servido en la Corte...
Creía haber cumplido, dadas las circunstancias, su deber co-
mo mujer cristiana. Sus obligaciones de esposa y madre... so-
bre todo con sus hijas mujeres a las que tuvo que dejar solas
muchos años... Siempre les había escrito cartas, cada vez que
zarpaba un navío, dándoles consejos para que fueran piadosas,
velaran por su fe y no descuidaran las buenas costumbres.
A través de la ventana entraba el perfume dulce y lento de
las flores traídas... la brisa del lago. ¡Los jazmines ya habían
florecido!
El persistente viento la cansaba, el desvelo la minaba y se
preguntaba noche a noche si moriría en España y en gracia
de Dios.
Le dolía la cabeza. Juana, la criada india de confianza, le
dio de beber una infusión de hierbas medicinales... ¡Y pen-
sar que antes había criticado a la Reina doña Juana por ha-
cerse servir por extranjeras!
Su criada indígena le daba masajes con sus mágicas ma-
nos morenas... ¡Ah, si la vieran las estiradas de la Corte...!
Padecía de muchos achaques. Insomnio.
¡Cuántos disgustos le dio su difunto esposo! Eran cargos
difíciles. Ella misma había sido débil muchas veces al mos-
trarse arrogante, y al experimentar la sensación placentera de
estar en Tierra Firme como gobernadora.
¡Cómo había disfrutado siendo la gobernadora, la mujer
más importante en Tierra Firme! Mandar, ser como la due-
ña y la reina. Sí, siempre le dio una sensación agradable que
la había colmado plenamente y que, seguramente, si se lo
hubiera dicho a su confesor, le hubiera impuesto una fuerte
penitencia. ¿Fue eso pecado?

147
Había tenido suerte, no se podía quejar, sobre todo al ha-
berse librado de la servidumbre que en muchos aspectos era
el ser dama de la Corte, y de las historias horribles que ha-
bía oído de la pobre Reina doña Juana.
Se decía que las personas cuando estaban próximas a mo-
rir, se les venían encima sus recuerdos como le estaba suce-
diendo a ella...
La presión sobre el pecho se le hacía insoportable, y los
recuerdos como ondas en el agua, se le expandían dentro del
cráneo.
¡Le iban a estallar los pulmones!
Recordaba el pasado con gran precisión. Cerró los ojos,
los abrió. Quería borrar todo lo que no había sido real, lo
que se le había distorsionado con el pasar del tiempo...
Su vida había sido austera y religiosa mientras estuvo en
la Corte de su prima, la Reina, su Señora, pero, y ¿después?
Era extraño, durante ese día había recordado con más
claridad las cosas sucedidas hacía tanto tiempo, que las
cercanas.
Se le comenzaban a confundir lo reciente: los rostros,
nombres, lugares. Lo cierto con lo que solamente había
deseado...
Nuestro Salvador de... no podía ser exacta... pero sí re-
cordaba que ya de regreso en la Península, no pudo ser la
misma de antes...
Tantas cosas sucedidas...
La tierra resultó que era redonda y poblada de extraños
seres que ella había conocido asombrada: hombres y muje-
res con diferentes color de piel y hablando las más diversas
lenguas más allá del Finisterre. Se había comprobado que
Tierra Firme no era solamente “una muy gran parte de tie-
rra, que hasta aquí se ha llamado Tierra Firme”, sino un

148
vasto, inmenso continente que se tendía, se interponía de
Norte a Sur.
A su regreso, los peninsulares en general le parecieron
aburridos y arrogantes, porque aunque era verdad que los es-
pañoles imponían su religión, su lenguaje y costumbres en
el Nuevo Mundo, poco a poco, imperceptiblemente, las co-
sas nuevas de Indias se fundían en las mentes y costumbres
de los que andaban descubriendo, conquistando y poblan-
do, lo que les diferenciaba de los que se habían quedado en
la Península.
Los parientes y viejas amistades peninsulares la notaron
cambiada, hasta en sus maneras, y las veces que fue a la Cor-
te en asuntos del Darién, se percató, que los conocidos, sot-
to voce, la llamaban indiana.
Nunca se había sentido más aislada que en la Corte, en-
tre los estirados que ayudaban a gobernar desde allí a los
nuevos y lejanos mundos, creyéndose dueños de Dios y del
único y verdadero idioma.
La pusieron nerviosa, tanto, que anheló muchas veces los
sonidos, y los perfumes, el aire, las vibraciones del nuevo
mundo, y ansió más de una vez regresar y recorrer los cami-
nos antes nunca hechos por pisadas españolas.
Se dio cuenta, que había cambiado de tal forma, que ya
no podría volver a ser, nunca más, la misma de antes.
Sonrió...¡ Tantas cosas!
En 1519 volvió a España fascinada con esa fruta, el toma-
te, que cuando maduraba tenía un color rojizo. Con su pul-
pa se podían hacer sazones y condimentos para carnes, aves,
y con las pastas la posibilidades eran enormes, o cruda en ro-
dajas... pero ¡claro! como no se conocía, tuvieron descon-
fianza y le atribuyeron propiedades extrañas.

149
Dos enormes perros estaban echados a la orilla de su ca-
ma... De Panamá don Pedro los había traído a Nicaragua
cuando lo transfirieron; eran descendientes del cachorro que
Vasco Núñez de Balboa le regaló a ella antes de ser degolla-
do y que descendía a su vez del famoso que le acompañó en
sus descubrimientos... Ahora eran sus guardianes, sus favo-
ritos. Á pesar de ser excelentes cuidadores... munca se ha-
bían cebado en sangre indígena como la jauría que ella ha-
bía ordenado mantuvieran encerrada en la caballeriza: fero-
ces, entrenados a atacar a una señal. Sólo su cercanía le po-
nía la piel de gallina.
Desafortunadamente ya se había enterado... todos los
cronistas lo comentaron con detalles. Por órdenes de don
Pedro, con los perros de la jauría, emperraron a 18 caciques
rebeldes en la plaza de Nuestra Señora de la Merced...
Quería pensar que ya entonces él estaba muy envejecido y
por consiguiente su juicio le había abandonado. Había repe-
tido en Nicaragua lo mismo que en Panamá... Por sospechas
quizás justificadas, pero nunca meritorias de tanta crueldad,
había mandado a decapitar allí mismo en la plaza de Nuestra
Señora de la Merced, a uno de sus más osados capitanes, fun-
dador además de la ciudad: Francisco Hernández de Córdo-
ba, repitiendo aquella espantosa orden que dio en Acla...
¡Ay, don Pedro! ¡Cuántos pesares le ocasionó a la familia!
Que Dios en su misericordia tuviera piedad de su alma por-
que él... no la conoció...
Si hasta creía que sus hijas Catalina e Inés habían entrado
al convento como monjas para expiar las culpas del padre, lo
mismo Francisco, que había tomado los hábitos.
Les escribiría para que rezaran por ella, se sentía muy en-
ferma... También a la pequeña Isabel, que antes de embar-
carse había casado con Hernando de Soto, de los antiguos

150
soldados de su esposo, y que había nombrado el Rey: gober-
nador y capitán general de la isla de Cuba y Adelantado de
la Florida.
¡Al fin María había cruzado el mar océano como esposa
del nuevo gobernador de la provincia de Nicaragua!

Il

Con cuánto afán y anhelos doña María de Peñalosa navegó


el mar océano por primera vez. Ya en tierra, cruzó Tierra Fir-
me y se enfrentó a la Mar del Sur descubierta por Vasco Nú-
ñez de Balboa. Inolvidable.
Sus ojos recorrieron la raya del horizonte, el perfil de las
olas, los colores grises y azules del océano al atardecer.
¡Dios Santo! La misma visión que se le presentó al
Descubridor.
Corrió hacia la playa con impaciencia infantil... con fogo-
sidad inusitada... la misma de aquellos días en el convento...
Se quedó expectante...
Acudía a la cita con gran retraso...
Muchos años después de Vasco, del descubrimiento, de
las promesas de ambos, pero siempre anhelando navegar al
encuentro de esa mar cuyo descubrimiento le habían arreba-
tado a su esposo por poder...
Allí, de pie, se había quedado un buen rato, mientras le
entraba de golpe en la nariz el agradable olor salobre y sen-
tía aquella antigua pasión...
¿Cómo era sentirla? ¿La llenaba igual ahora que como la
recordaba? ¿La misma ambición era de ella antes, siempre?
Era tan joven, tan mística cuando todo había sucedido...

151
Solamente quedaba de su fallido matrimonio con Vasco
el recuerdo de la gran ilusión que había significado el descu-
brimiento de la Mar del Sur y los honores que su prometi-
do había alcanzado.
Llegó con retraso al lugar amado...
De pie, erguida, inhalando y exhalando la humedad, el
olor, y la brisa que la envolvía y alborotaba sus cabellos.
Continuó el viaje y llegó a la provincia de Nicaragua como
esposa del nuevo gobernador Don Rodrigo de Contreras.
Cuando apareció el perfil de Nicaragua, se preguntó có-
mo podían existir volcanes así, montañas así, tan espectacu-
lares, triangulares, con aquellos colores impactantes; brotan-
do de una tierra llana... como faros inmensos. Una cordille-
ra de volcanes como no creía que hubiera otra.
Al llegar a la ciudad de León sintió una apremiante
urgencia.
¡Que nadie dudara, que todos comprendieran, quién era
la que mandaría en la Provincia!
Gobernadora, dueña de vidas y haciendas. Llena de
energías...
No le temía al nuevo mundo. No se inmutaba ante los
peligros ni le importaba la distancia, el largo camino que ha-
bía de aquí a los reinos de España... ¡Mejor! ¡Cuanto más
largo de la Corte y del Real Consejo de Indias, mejor!
Desde niña había soñado con llegar a dominar y conquis-
tar. Extendía su mirada por el paisaje celeste del lago... Eran
sus dominios y nadie se los arrebataría, no lo permitiría. ..
¡Aquella incomprensible sensualidad que se respiraba a es-
te lado del océano! ¡El trópico! ¡Una extraña sensación, co-
mo ansiedad inexplicable y pecaminosa! Un como llamado
de la carne más que del espíritu... Algo que sentía y que
omitiría al confesarse...

152
El sol quemándole la piel mientras respiraba el aire calien-
te, más caliente que su cuerpo, que la hacía sentir un calor
que le recorría toda la piel, la sangre y extrañamente, lo sen-
tía con más intensidad en los pechos, como el golpe de le-
che cuando se amamanta a un recién nacido... ¡Su sangre es-
pañola hervía...!
Quizás se debía al aire del trópico. Sí, al aire, que respi-
raba voluptuosamente... Impregnado estaba de olores
nuevos para ella, desconcertantes, inquietantes... ¡Olía a
tantas cosas!
Sí, era una apremiante urgencia la que la dominaba, por
reponer el tiempo que había perdido desde el descubrimien-
to de la mar del Sur.
Por las mañanas llamaba a todos los sirvientes y soldados
a rezar. Regañaba a doña Ísco de Santiago, su criada españo-
la, que se quejaba por cualquier cosa...
¡Con qué imperio trataba a las criadas! No le importaba
si eran españolas o indígenas.
Comenzaba el rosario con su voz castiza:

“Dios te salve, María...”

Las letanías en el perfecto latín del convento.

“Mater purissima, Mater castissima, Mater inviolata”

Y les exigía a los indios responder en su acento nativo:

“Miserere nobis
Ora pro nobis”

¡Cómo se sentía buena!

153
Y después del rosario salía a caminar por la sementera, lle-
gaba hasta la orilla de la laguna. No le hacía caso a su madre
que le advertía de los lagartos que salían en la ribera.
Y ese día llega al borde del agua y se detiene bajo un ár-
bol de ceiba, para su estupefacción oye gritos y chapoteos en
el agua.
¡Y cuán asombrada queda cuando advierte que todas las
indias que sirven en la casa, se bañan y lavan la ropa descu-
biertas de la cintura para arriba! ¡Qué descaro!
Mañana dará una orden terminante para que no vuelvan
a hacerlo. Ya les había advertido por ia mañana que eran ca-
tólicas, que estaban bautizadas con nombres cristianos y que
tenían que comportarse como tales.
No quiere regañarlas esa mañana alegre y luminosa. Por-
que además, en el fondo de su ser... siendo todavía una mu-
jer joven y apasionada, siente el deseo de bañarse también
así, sin cuidados ni remordimientos... Gozar la tibieza del
agua...
Nunca en su vida ha podido hacer cosas así, con la mis-
ma frescura que parecen hacerlas las naturales: correr, descal-
zarce... Ser irresponsable aunque fuera por un instante...
¡Allí van todas corriendo por la ribera, chapoloteando en
el agua...! ¡Es el sol tan ardiente y es una tentación bañarse
así casi desnudas en el agua...!
El grupo de indígenas recoge la ropa lavada que estaba
tendida en unos arbustos de la orilla... y riendo suben el
sendero, hablando en su enredada lengua nativa que les es-
taba terminantemente prohibido. ¡Cuántas faltas en una so-
la mañana! Habrá que buscar castigos más severos...
Con la piel morena reluciente, limpias... Con los cabellos
sueltos y mojados goteándoles las espaldas, se alejan frescas
y olorosas, sin darse cuenta que ella las observaba.

154
Con el tiempo, el modo de ser de esas criaturas tiene que
cambiar las normas de la Iglesia y las costumbres de Europa,
porque cómo ser severos con seres que se ríen de todo... ¡Si
en treinta años se había podido hacer tan poco! Ella sospe-
chaba que se convertían para salir del paso.
¡Qué peso eran todas esas almas que en sus encomiendas
y en su gobernación, le habían encargado salvar! Era fácil dar
órdenes desde España y desde Roma.
Y todas las exigencias que le imponía su cargo. Y el Señor
Obispo que le caía tan antipático. Tenía la corazonada que
no iban a tolerarse Obispo y gobernadora.
Le parecía absurdo el protocolo que había encontrado
en la ciudad porque no resultaba en estas tierras. Y los ves-
tidos oscuros de cuello alto y mangas largas confecciona-
dos en España, y que se les exigían a las esposas de los go-
bernadores en las reglas que venía de la Corte; ya no decir
las medias gruesas, oscuras, que no dejaban respirar su
piel...
Sus dos niños varones: Hernando y Pedro, se estaban
adaptando perfectamente al lugar. Corrían semidesnudos
por el patio. Fuertes, con sus cuerpos rollizos, distintos a
los niños criollos que ya tenían la piel quemada por el sol,
y más a los naturales que a ella le parecían flacos y enclen-
ques.
A veces no podía dominar a sus hijos. Se asomaban teme-
rarios al pozo, subían a los árboles y al tejado, cortaban jo-
cotes; nadaban en el lago desafiando las órdenes de Rodrigo.
Y montaban los caballos de pura sangre que acababan de
traer, y los criollos que habían encontrado en la caballeriza.
Los hacían correr casi desbocados por las calles ante el ho-
rror de doña Isabel.

155
r”

Doña Isabel había envejecido. Mientras desenredaban sus


cabellos ya blancos y se los recogían, para mitigar el calor,
oía doblar las campanas de la Iglesia Catedral que ya daban
el tercer llamado...
Como todos los años, se oficiaba misa y responso por el
descanso eterno de su difunto esposo. ¡Y cuántas oraciones
debía estar necesitando su alma!
Juana la criada más antigua la acompañaba siempre. En la
bula del Papa Paulo III había quedado bien claro, “que los
sobredichos indios no sólo son verdaderos hombres capaces
de recibir la fe de Cristo -...sino que deben de gozar de se-
ñorío y libertad-”.
Ella todavía tenía sus dudas de si eran completamente hu-
manos, pero segura sí, estaba, que mejores eran que muchos
cristianos...
Cuando estuvo en Panamá como gobernadora y recién
venida a Nicaragua, acostumbraba visitar sus repartimientos
y a los indios que vivían en ellos, a los que veía como a sus
súbditos. Se sentía entonces como doña Isabel, la Reina, su
Señora, que marcó su vida para siempre. La diferencia era
que aquí los invasores eran precisamente los españoles...
Le gustaba que en los ranchos de sus repartimientos le
ofrecieran tortillas de maíz recién echadas sobre el comal ca-
liente. Le había costado acostumbrarse al gusto áspero del
maíz molido en piedras, pero lo comía.
En sus recorridos cumplía siempre la promesa de entrar a
las iglesias nuevas de las villas recién fundadas a pedir tres
gracias.
¡Gozaba cuando los niños indios se acercaban! Y a veces
se atrevían a tocarla con la misma reverencia y admiración

156
con que los niños de España veían a la Virgen. Le daban con
sus morenas manos juntas, los buenos días de Dios, como se
les enseñaba en la doctrina... Y ella bendiciéndolos uno a
uno, preguntándoles cosas del catecismo. ¡Parecían tan man-
sos, y al mismo tiempo, con aquellas miradas llenas de es-
condida terquedad! Le parecía siempre que la expresión de
la mirada indígena estaba llena de viveza con mezcla de hu-
mor, ironía... y una persistente rebeldía.
Aquella mañana había amanecido tan cansada, que desis-
tió de ir a misa. No podía ni siquiera salir al patio a ver có-
mo estaba la hortaliza.
Había demasiado sol. No se podían sembrar muchas si-
mientes de las traídas por falta de agua durante los meses
que no llovía, y el agua de la laguna no servía para regar cier-
tas plantitas...
Hacía años, en la época de sequía, había cruzado por pri-
mera vez la plaza de Nuestra Señora de la Merced. ¿O fue re-
ciente? El gran calor desprendiéndose del atrio de la nueva
Iglesia Catedral, dándole en las mejillas y en los labios; los
enemigos dejados por su esposo al acecho...
Mientras tomaba una mezcla medicinal en su mecedora,
se puso a recordar el sabor de todas las frutas nuevas para
ella... De los esfuerzos que hizo para no demostrar miedo a
unas arañas negras y peludas que salían de las piedras, ni a
los caimanes, esos reptiles apocalípticos que salían por cien-
tos, a la costa de la laguna a asolearse... Del empacho que le
dio el día que tomó por primera vez una jícara llena de pi-
nol, ¿o fue pinolillo, esa mezcla de maíz y cacao molido que
los indios tomaban mezclados con agua? Del sofoque de los
vestidos y mantillas negras del riguroso luto español exigido
a una viuda, y bajo el sol del trópico. ¡Los hachones o luciér-
: , EA 1
nagas gigantes que parecian ánimas en pena.

157
Sintió aquella mañana, sobre sí, el peso, la fuerza, la rea-
lidad de los dos mundos en los que le había tocado vivir. Lo
irreal era siempre donde ella no estaba...
Confundida, se preguntó cosas para las que no había
respuesta. Todo aquello ya existía mucho antes que lo
encontraran...
Se imaginó a sí misma bordando, rodeada de hijos y nie-
tos; envejeciendo, sin haber conocido jamás los nuevos terri-
torios, porque solamente desconociéndolos, podía revertir el
pasado y morir en paz en España, cambiar la historia de su
familia que casi toda había pasado a Tierra Firme, a este la-
do del mar océano; y ahora próxima a entregar cuentas al
Todopoderoso, solamente podía preguntarse qué sería de sus
descendientes... ¿A qué cielo se asomarán sus ojos por extra-
ñas ventanas? ¿Qué clase de pájaros lo cruzarán? ¿Bajo qué
clima, bajo qué sol?
Sobre todo se preocupaba cuando miraba la manera in-
dulgente con que María educaba a sus hijos, sin ponerles
nunca freno...
Cuando tocaron las campanas de las tres de la tarde que
llamaban a los niños a la doctrina, la lora en su estaca co-
menzó en latín un avemaría, se interrumpió y repitió algo en
nahuatl. Los chocoyos verdes, pequeños, volaron hacia doña
Isabel que les daba de comer masa de maíz. ¡No quedaban
en su casa ni vestigios de la Corte!
Cerró los ojos muy cansada. Recordó una frase del cronis-
ta Oviedo: “pero en fin, todo en esta vida es trabajo mien-
tras en esta carne mortal estamos”.
¡Pero qué cansada estaba!
Con insistencia recordaba un paisaje que no significaba
nada: el sol reverberante, la tierra seca, los arbustos marchi-
tos. Ni una sola nube en el cielo ... ¿Era el cielo de Castilla?

158
Unos árboles que a veces le parecían olivos y otras, ciruelas
de Indias llenos de frutas verdes, sazonas y maduras. Pájaros
americanos de brillantes colores picándolas... ¿Pero qué ha-
cía ella? ¿Dónde estaba en ese paisaje que recordaba tanto?
¿Ya estaba en Tierra Firme o todavía era una quimera su fa-
moso viaje? ¿O había regresado a España?
Las criadas se fueron acercando preocupadas. Estaba tan
callada...
¡Qué extraña había sido su vida! Rodeada siempre por
aquellas criaturas morenas, esos seres que no eran de su mis-
ma raza...

IV

Doña María de Peñalosa era la mujer española más rica de


todas las provincias. La más rica y poderosa. Mujer del Go-
bernador de la provincia de Nicaragua, heredera de Pedra-
rias. Creía que era posible gobernar haciendo su real gana.
Exigía que las cartas fechadas en León de Nicaragua dijeran:
“Nuevo Reino de Nueva Ciudad de León”.
Cuando había comenzado a implementar sus planes am-
biciosos, dictaron desde España las Nuevas Leyes limitando
las encomiendas y los derechos de los gobernadores. Y aún
peor, le quitaron a Don Rodrigo la gobernación de Nicara-
gua. Lo habían mal informado en la Corte.
Aquella mañana malas noticias llegaron a su casa de Nue-
va Granada, como ella exigía se dijera.
La fatalidad se interponía de nuevo cuando estaba a pun-
to de culminar sus sueños...
No, no de nuevo. ¡No podía creer que volviera a suceder!

159
Que Dios la detuviera, que la castigara de nuevo... A ella,
doña María de Peñalosa...
El resplandor rojizo del amanecer se reflejaba en las aguas
de la Mar Dulce.
No ha dormido en toda la noche. No puede más. El estar
alerta la ha agotado. Sus manos, sus pies, su piel, no resisten
más tensión.
La conspiración, la rebelión para dominar, reinar, sin la
Sacra, Cesárea Majestad del Emperador sobre ellos... ha
fracasado.
Tiene que sacar fuerzas de flaquezas para salvar lo que se
pueda. Es la mujer más rica en el nuevo mundo y quiere se-
guir siéndolo.
Debe trasladarse inmediatamente a León, donde se han
dado los fatales acontecimientos.
Las campanas de las iglesias de Granada doblan... segu-
ramente ya les ha llegado la noticia del Obispo asesinado.
Su hijo Hernando acusado del asesinato. Le entran de-
seos irresistibles de regresar en el tiempo. Cuando la cria-
tura aquella había nacido en medio de sus propios gemidos
allá en España. Lo recuerda. El llanto del niño dominán-
dolo todo. Nadie lo conoce como ella. Lo vio crecer, viajó
con ella desde la Península, observó la facilidad con que su
inteligencia se adaptaba a las nuevas tierras. La audacia del
fuerte carácter. Ni hecho a la medida para gobernar el
Nuevo Mundo.
¡Dios Omnipotente! ¡Su muchacho loco! ¡Haber matado
a un Obispo!
Durante la noche pasaron por Granada los alterados, los
que se habían alzado en el “Nuevo Reino de León”.
Trató desesperadamente de retener a Pedro, su hijo me-
nor... que no se moviera, que la situación era muy peligro-

160
sa... No, que no se apartara de su lado y que no se fuera con
todos esos frustrados, amargados. Los descontentos venidos
del Perú que habían incitado a Hernando a precipirtarse y
llegar hasta a asesinar al Obispo... todavía no podía creer
que hubiera sido él.
Lo mal aconsejaron, le hicieron proclamarse y le nombra-
ron Capitán General de la Libertad. Ellos mismos, los alte-
rados, le habían contado que en la plaza de León le habían
vitoreado, que todos habían gritado: libertad, libertad, lan-
zando además palabras graves y desacatos contra su Majes-
tad. Y lo peor, lo que no les perdonarían nunca... sin nin-
guna necesidad, ¡malo, malo!, habían abierto la caja real de
tres llaves tomando el oro de su Majestad... ¡El oro de su
Majestad! Eso sí que era grave, eso sí que no se los perdona-
ría... Los sellos y las varas del alcalde, quizás.
Se precipitaron. No le hicieron caso a ella que sabía cómo
era la cosa. Porque muy distinto era desobedecer las Nuevas
Leyes que asesinar a un obispo; muy distinto rebelarse a su
Muy Augusta y Cesárea Majestad, matar un religioso y
echarse además a la Iglesia... encima.
Eran unos imbéciles. Era francamente una barbaridad. ¡To-
car a Dios y a su Majestad! Era totalmente inconcebible...
Mala cosa aquella... Qué presentimientos más feos.
Como una dolorosa punzada siente nostalgia por sus ti-
bios cuerpecitos junto al suyo, cuando eran aún niños Her-
nando y Pedro, y le proporcionaban el goce de ser madre y
no el dolor.
Cierra los ojos. Aquella mañana no rezaría laudes. ¿Cómo
rezar en acción de gracias y alabar a Dios Padre? Era una cos-
tumbre que seguía desde sus días del convento...

161
V

Ahora dicen que sus hijos son unos piratas, unos bandole-
ros. Los han excomulgados, lo pregonan en todas las iglesias.
Están siendo perseguidos. Las noticias que vienen de Pana-
má son terribles... Acusan a todos los que salieron del puer-
to de la Posesión en los dos navíos, de haber intentado to-
marse Panamá.
Sus muchachos, sus hijos, llenos de fuerza y vigor, ahora
huyendo, o prisioneros, o quizás muertos...
¿Tendrá ella la culpa por haber despertado en ellos ansias
de más poder y más riquezas?
Como una loca repite y se da golpes en el pecho:

“Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa”

Siente como si las paredes se caen, huyen...


Su confesor le decía cuando todavía era una niña, que era
demasiado apasionada para llegar a convertirse en una bue-
na religiosa. La Madre Superiora la castigó muchas veces por
sostener la mirada. La obligaba a bajarla en señal de obe-
diencia y humildad. Le dio muchos consejos, pero sobre to-
do, que practicara a dominar la soberbia, que consideraba el
mayor de todos los pecados capitales.
Ay, que injusticia la cometida por sus Católicas Majesta-
des y su Real Consejo: quitarle a su esposo la gobernación
de Nicaragua y todas las encomiendas... qué pronto se les
había olvidado la Real Cédula expedida en Medina del
Campo, por ellos mismos el quince de diciembre de 1531,
en la que decían: “por cuanto vos Pedrarias de Avila, nuestro
gobernador en la provincia de Nicaragua, suplicastes y pe-
distes por merced remuneración por los grandes y señalados

162
servicios a los Católicos Reyes nuestros señores padres y
abuelos... tenemos por bien y es nuestra merced y voluntad
que vos y después de vuestros días, vuestros herederos uno
en pos de otro cuales vos nombrareis y señalareis en vuestra
vida o al tiempo de vuestro fin y muerte y postrimera volun-
tad... sean nuestro alguacil mayor de esa provincia... para
siempre jamás...”
Lo que ella interpretaba: “ser dueña y señora, ella, de vi-
das y haciendas en la Provincia de Nicaragua para siempre
Jamás y después de ella sus herederos uno en pos de otro”.
Recordó la muerte del Obispo y la última misa a la que
asistió oficiada por él. Una misa en honor de San Pedro, vica-
rio de Dios y fundador de la Iglesia. Misa solemne con minis-
tros, revestidos, cantos... y los ojos obispales puestos sobre
ella ¡qué tema le tenía a ella...! Toda la misa, y ya no digamos
el sermón desde el púlpito censurándole sin nombrarla... has-
ta que no toleró más, no pudo, se tuvo que salir y sus hijos y
damas la siguieron causando un escándalo en la Iglesia.
Desde que la había conocido, visto por primera vez, él,
Obispo de Nicaragua, vigilándola, juzgándola, condenándo-
la... Durante todas las misas, ceremonias, oficios, ah, aque-
llos ojos inquisitivos y críticos puestos sobre ella, siempre
observándola... Como para volver loca a cualquiera...
En asuntos de fe doña María era muy estricta, siempre y
cuando no se tratara de sancionar a sus hijos. De allí venía
el conflicto. La disciplina y el rigor no iban con ellos y el se-
ñor Obispo Valdivieso la censuraba fuertemente..
Una vez le negó la absolución por asuntos que ella creía
triviales. Se negaba a darle permiso para poner un cojín fren-
te a ella, para arrodillarse. ¡Cualquier cosa para contrariarla!
Hasta que ella decidió no arrodillarse y no besarle el anillo
cuando se encontraban, ni hacerle ninguna reverencia...

163
¡Ay! Hernando. No podía ser. Una cosa había sido criti-
car al Obispo en la intimidad del palacio, dentro de sus ta-
pias, y otra llevar el asunto a tales extremos. Ahora lo perde-
rían todo...
Sintió miedo, un gran malestar. Se arrepintió de haber in-
sistido con don Rodrigo para que aceptara la gobernación de
la provincia de Nicaragua...
Sus hijos habían crecido oyendo sus proyectos ambiciosos
de más poder y más riquezas; en una gran contradicción con
la educación cristiana que habían comenzado a recibir en
España. Y habían experimentado, siendo niños, el enfrenta-
miento con el Nuevo Mundo, donde los hombres al llegar
cambiaban tanto.
La razón de su existencia eran sus hijos... No quería pa-
gar por el poder o las riquezas un precio tan alto.
La desdicha de la muerte del Obispo era una desgracia
que caía sobre su familia como una maldición.
Salió al patio para oír algo... Volvió a la sombra de la casa
sin encontrar ninguna noticia nueva. Nada sobre sus hijos...
Se retuerce las manos caminando de un lado a otro, qui-
ta y pone cosas, les grita a las criadas españolas con las que
es muy severa, ellas conociéndola, permanecen en silencio.

“O clemens!
O pía!
O dulcis Virgo María!”

A ratos se siente consternada... a ratos siente una especie


de cólera que la ahoga; furor que se convierte en frustra-
ción... se le sube a la garganta y la congestiona...
Nada puede hacer.
Es cuando más serena debería permanecer.

164
Con Rodrigo, no podía contar. Fue a España y no con-
siguió nada, ni un pequeño cambio en el ánimo de sus Ma-
jestades Don Carlos Emperador siempre Augusto y doña
Juana su madre. De balde el viaje. ¡Qué hombre! Es un
inútil, un pusilánime.
Mejor hubiera ido ella. Se hubiera instalado en Valladolid
hasta que le restituyeran las encomiendas... ¿qué derecho te-
nían allá? Si después de todo las había heredado de su padre
y de su madre.
Si hubiese sido necesario hubiera viajado hasta Roma y
conseguido una audiencia con el Sumo Pontífice, porque,
¿quienes más que los de su propia familia para viajar de mar
a mar y mandar edificiar y labrar templos? Preocupados por
conseguir doctrinados en las cosas de la Santa Fe Católica,
viviendo en mal llamadas ciudades llenas de polvo... o lodo.
Era totalmente inconcebible que no les devolvieran sus
encomiendas... que dictaran las Leyes Nuevas. ¡Qué injusti-
cias! ¡Se ahogaba de la cólera!
¡Ir a España y no conseguir nada! ¡Imbécil! Qué hubiera
dado por haberse casado con su Vasco y no con el pobre e
inocuo de Rodrigo. Si no se cansaba de llamarle pusilánime.
Por toda la ciudad de Granada ya se sabe la noticia del
asesinato del Obispo y de la rebelión.
Siempre la han acusado, desde que vino, de ser la que
provoca los alborotos y escándalos en la Provincia. Ahora
Dios es testigo que quiso detener a sus muchachos, que esta
vez actuaron por su cuenta.
Si pudiera tenerlos pequeños todavía, obedientes, junto a
ella... Cuando estaban todos recién venidos y se asustaban
con los grandes aguaceros tropicales... y corrían temerosos a
su lado. O cuando estaban pequeños, dormidos dentro de la
espaciosa y airada casa de León, rodeados de altas tapias.

165
Recordaba esa casa. El olor de sus paredes nuevas, subien-
do, mientras la terminaban de construir. Le añadían recáma-
ras. El olor peculiar de la mezcla de agua, tierra, y arena. Por
todos lados ladrillos y tejas de barro rojo. Sus manos recién
llegadas de España, palpando la aspereza de las nuevas pare-
des recién levantadas para encerrar sus sueños. Paredes fuer-
tes, para resistir los alzamientos, los temblores y el pasar del
tiempo.

VI

Se trasladó de Granada a la ciudad de León, que siempre la


había desilusionado como ciudad. No era lo que se esperaba
de la capital de la Provincia de Nicaragua, ni de la segunda
ciudad de importancia fundada por orden de su padre, “en
la costa del Sur o Mar Austral, a la margen de la laguna y
frente al humeante volcán”.
Las campanas también doblaban por el Obispo que ya
había sido enterrado en la Santa Iglesia Catedral.
Los habitantes de la ciudad estaban espantados y cuando
la vieron pasar se santiguaron. La creían cómplice e instiga-
dora del asesinato sacrílego del Obispo.
Aquella ciudad la deprimía últimamente y por eso prefe-
ría su casa de Granada. Sus habitantes hostiles la criticaban
siempre. La Catedral, iglesias y conventos de la ciudad, de
una austeridad exagerada, monacal. No era lo que ella am-
bicionaba ni mucho menos.
¡La primera ciudad de importancia fundada en la Provin-
cia! ¡La capital! ¡Y era para ella más bien un lugar para hacer
penitencia!

166
¡Las campanas continuaban doblando! Sin tregua...
¿Hasta cuándo doblarían?
Ella tan sólo regresaba a empacar...
Respiró fuerte, como hacía siempre que estaba contrariada. ..
Se santiguó al entrar a su espaciosa casa. No sabía cuál era
más airada y hermosa, si la de Granada o la de León. Las dos
se refrescaban con el viento que recorría la superficie del
agua... porque ambas ciudades estaban fundadas a su orilla,
al borde de la mar dulce y de la laguna de León.
Por la ventana vio, al fondo, que el volcán Momotombo
tenía encima un amenazante penacho de humo...
¡Qué atardecer tan triste!
Las campanas le recordaron que era hora del Angelus y
llamó a los sirvientes y soldados todavía fieles, a rezar.
Se encendieron las lámparas. Por la plaza todavía tibia por
los rayos del sol, unas indias se apresuraban a regresar a las
casas en donde servían... Con ellas venía Juana.
Dentro de la casa, cuando cerraron, quedaron solamente
los criados de más confianza. Los naturales que habían esta-
do con ella o con su madre desde el comienzo.
Los temblores y retumbos se intensificaron aquella noche.
Juana, esclava india de su padre, le contó que muchos in-
dios, aprovechando la confusión del asesinato del Obispo,
habían huido a los montes. Nadie los localizaba y si envia-
ban a buscarlos, más bien se desaparecían otros.
La ira de Dios por su Obispo había comenzado a mani-
festarse de mil modos...
La Juana entró con ella al aposento para ayudarle a acos-
tarse. Todo había quedado empacado en las viejas arcas. Los
vestidos de tafetán y raso, terciopelo y damasco. Los utensi-
lios para servir la casa...

167
Los muebles mejor obrados serían enviados luego cuando
viniera el permiso desde España.
Habían dado el toque de queda. Desde su cama escuchó
música nativa que parecía venir de Imabite. Se les había pro-
hibido hacer fiestas sin permiso, y menos con música paga-
na. Pero no hacían caso. Hasta ella llegaba la vibración de
unos atabales.
Se persignó y oró por última vez. Ya le había dado su ben-
dición a todos los criados que estaban dentro de la casa.
Quizás sería la última. Se continuaban escuchando los sones
indígenas amenazantes, presagios de un alzamiento. Cosa
extraña en ella, tuvo temor. Se respiraba en la ciudad un ai-
re funesto y la agresividad, el resentimiento en contra de la
Corona por las Nuevas Leyes, como estaba demasiado lejos,
la habían encauzado hábilmente contra la familia de los ex-
gobernadores.
La Juana la abanicaba porque hacía mucho calor; notó
que en el hombro estaba herrada con el fierro real...
¿Qué hacer con la Juana? Le había servido fielmente, más
que Ísco, la española, que siempre se estaba quejando de al-
go. No se hallaría en otro clima y era demasiado frágil y vie-
ja para un largo viaje por mar. ¿Cuántos habían muerto en
las travesías cuando se los llevaban al Perú para venderlos.
Ella misma había leído denuncias de los protectores de
indios y de los cronistas, que escribían a la Corte y al Real
Consejo de Indias, en contra, siempre, de los gobernadores
y oficiales. De los servidores y criados de su Majestad.
No quería dejar a la Juana, más que esclava, que le había
hecho más llevadera su adaptación a América. No quería de-
jar a la lora que rezaba el avemaría en latín y en nahuatl, ni
a los chocoyitos verdes, heredados de doña Isabel.

168
Había comenzado a clarear. A pesar de todo lo acaecido,
no quería regresar a España. Su estadía en América la ha-
bía cambiado totalmente hasta en lo más íntimo y secreto.
Nunca sabría qué la había cambiado tanto. Si el aire, las
frutas exóticas, la carne de animales que se nutrían de hier-
bas tan verdes que eran casi azules, o los peces cogidos en
aguas calientes que parecían guardar el mismo calor de la
sangre humana. Quizás la cercanía con los seres misterio-
sos, mansos en apariencias, que la habían servido tantos
años.
Apenas amanecía cuando llegó hasta los caballos con sus
pasos enérgicos, dinámicos, que sus sirvientes indígenas ha-
bían imitado cuando no los veía.
Los perros siguieron la caravana un buen trecho, ladran-
do, y se oía también el trote de los caballos y las recuas de
mulas. A lo lejos vio la silueta de la Juana pero los gases sul-
furosos del volcán le impedían ver claro... ¡Qué ciertas ha-
bían salido sus predicciones cuando recién venida de Espa-
ña la mandó llamar para castigarla!
“Ay, doña María, no me regañe más... Me dice usted que
es pecado lo que hice, pero no me vaya usted a castigar. Es
verdad, se lo confieso, en lugar de gallina les cociné iguana
a esos señores de la Audiencia de los Confines que vinieron
a almorzar ayer.
Pero es que a ratos me da por allí. He quedado medio to-
cada de la cabeza...
Mire cómo me herraron, y por equivocación, por error.
Yo no soy esclava, nunca lo he sido. Me trajeron de la villa
de Bruselas y me encerraron en la casa Real de la Fundición.
Es una grosería cómo nos tratan allí.
El padre de usted, don Pedrarias, se puso de lo más dis-
gustado, cuando se dio cuenta que me habían herrado en el

169
hombro como a todas las demás, porque resulta que yo fui
mandada a traer aquí, a la ciudad de León, por órdenes de
él, para aliviar o curar los achaques, los padecimientos del
señor gobernador, el padre que fue de usted. Mi fama había
llegado a él, que padecía por sus muchos años y pasiones, y
le habían dicho que yo podía curarlo, devolverle su vigor.
Pero todo se hizo en secreto ya que lo relacionado con nues-
tros conocimientos está prohibido por la religión católica,
por la fe. y
Ya le he contado que soy la hija del curandero del cacique
Nicoya. Y fue a través de mi padre que aprendí los secretos
del corazón y de la carne, a conocer las hierbas medicinales,
los tintes para teñir o dibujar. Me han ido dejando aquí en
la casa porque yo soy “la que sé”, todas las criadas españolas
y las indias me han consultado por muchos años. Usted vio
que a doña Isco de Santiago, la criada española que vino con
usted, inmediatamente la curé cuando le picó el alacrán,
porque yo sé cómo, doñita. Con el piquete siente uno como
si se va a morir. El cuerpo aguadito, aguadito. Desmadejado.
Y se le va durmiendo a uno el brazo y se le va cerrando la
garganta. Esto lo sé porque me lo han contado, a mí no me
pican los alacranes. Al contrario, cuando los tengo en mi
mano, los quedo viendo y ellos se duermen, me los puedo
pasear por todo el cuerpo... ¡qué me van a hacer daño a mí!
No les tengo ni pizca de miedo.
Le voy a contar a mis presentimientos, mis adivinacio-
nes... No hay corazón traicionero. Un día desde que me le-
vanté sentí algo feo, como si me iba a enfermar... ya ve do-
ñita, y era la venida de ustedes a nuestra tierra.
Fue mi primera adivinación. Fue el día que corrimos to-
dos a la plaza para ver los entretenimientos que unos hom-
bres nuevos y barbudos traían... los milagros que hacían...

170
El día en que nos reunimos muchos con don Gil González
para que nos bautizaran debajo de una gran ceiba. Me
acuerdo bien. Parecía una gran feria, la feria de los encuen-
tros, de los corazones. En la propia plaza estaban bautizan-
do los hombres más extraños que habían pasado por aquí.
Eran cien hombres y cuatro caballos. Parecía procesión del
gentío que había venido para verlos. Nueve mil almas.
Desde largo se divisaban las cabezas de los que acudían.
Coloreaba el camino. Telas pintadas con alegres colores.
Estandartes, banderas, plumas de toda clase de pájaros,
palmas. Todos traían calabazas llenas de agua, jícaras, ha-
macas, chompipes. Principales y no principales. ¡Y la mú-
sica, doña María, la música, alegrísimo...! Atabales, trom-
petas. Ay, mamita, ¡qué susto!, un animal como perro se
me pegó, paso que daba yo, paso que daba aquel. Me res-
piraba encima, me husmeaba los pies, las nalgas, hasta que
mi tata me vio afligida y allí mismo lo convirtió en mapa-
che. Luego pasamos todos a besar las dos cruces. El vien-
to botaba y arrastraba las hojas secas porque era verano.
Esa noche se oyeron los coyotes. Me pusieron Juana por la
Reina doña Juana, la que dicen que está loquita.
Como le digo, fue para curar la vejez, la enfermedad y
las pasiones del señor Pedrarias que me trajeron a León. Mi
padre fue el mejor de los brujos. De todos los confines ve-
nían a consultarlo. Sabía curar, hechizar, convertir los
hombres malos en perro, sahino. Fue a través de él que
aprendí todos los secretos del corazón y los enlaces que
unen nuestras vidas con el más allá. Sabía de toda clase de
brebajes, de tintes. Era muy extraño, poseía algo turbador,
una mezcla de sabiduría y buen humor. Fue por eso que le
llevaron al guerrero español herido por los del cacique
Corovisi.

A
El guerrero era fuerte. Una lindura de hombre, no lo pue-
do negar, y mi corazón, a pesar de ser tierno todavía, sintió
pesar por aquel moribundo que sufría... Le rogué a mi pa-
dre que me permitiera estar presente, ayudar. Intercedí por
él ante mis dioses... Bueno, pero como le estaba contan-
do... viera visto cómo tenía la pierna, así de grande y del co-
lor del caimito maduro.
Nadie quería tocar a aquel guerrero, no fuera a ser que se
atrajera males sobre nosotros. Yo supe por intuición que no
era un dios, que su cuerpo era mortal, y estaba a punto de
perecer.
Allí estaba en nuestra casa, gemía de dolor como un ani-
mal herido. El sacerdote que nos lo trajo, lo reconfortaba
con oraciones... pero aquel pobre cristiano se moría.
Una de las heridas se le había enconado, estaba agualo-
tosa, parecía fruta madura, madurita estaba; de la otra, ma-
naba aún sangre al menor esfuerzo. El curandero ayudante
de mi padre presionó la herida grande con hojas y polvos
especiales... pero dijo que era mejor que se muriera... que
ya no había nada por hacer. ¡Ay, doñita! Aquella fue la pri-
mera oportunidad que tuve de aprender, puse una llorade-
ra para que me dejaran ver, y mi padre accedió ante mi in-
sistencia. “Chavala necia”, me dijo, pero me permitieron
atenderle.
Su cuerpo grande y su extraño rostro se contorsionaban
de dolor.
Le cambiaba yo las hojas que se marchitaban en su fren-
te por la fiebre... buscaba las más tiernas, pero se conti-
nuaban marchitando... a pesar de estar sumergidas en
aguas serenada y amanecida. Le daba brebajes verdes. Me
acercaba siempre con mis pasos tenues. “Venada”, me de-
cía mi padre. “Alada” me decían los demás, porque mi

172
cuerpo frágil parecía más bien empujado por ráfagas de ai-
re. Pero yo, envidiaba a las culebras, quería como ellas, per-
feccionar mis pasos y deslizarme, trasladarme en silencio
como lo hacen ellas.
De noche luchaba con “aquella”, la que no debemos men-
cionar... Quería arrebatármelo, pero más me empeñaba yo.
Me asfixiaban los fuertes brazos del herido, sus grandes manos
asidas a mi frágil cuerpo como si yo fuera una rama que flo-
taba... ¡Ay mamita! Se ahogaba, se iba, se moría el guerrero
extranjero y sus ojos fijos en mí, asombrados. ..
Fui paciente, no me di por vencida. Lo sobaba untándo-
le en su cuerpo un compuesto de hierbas y manteca de ca-
cao, todo revuelto con algo de mi invención: un cocimiento
de dormilona, doce pedazos tienen que ser y de los pegadi-
tos a la raíz.
Yo me percaté, que detrás de mí estaba mi rival de esa no-
che, la que no se nombra, la que quería llevarselo. No cedí...
al contrario, con diligencia, serena, continué vertiendo el
brebaje que había preparado de mi invención, de una cala-
baza grande, a un huacal pequeño... tomaba yo su cabeza y
con un carrizo le dejaba ir la medicina soplando por el otro
extremo. Lo sobaba... en las costillas, en los ijares... en la
mollera, untándole el ungúento.
En su recuperación había puesto mi honor y mi empeño.
Aquella misma noche comenzó su recuperación y desde en-
tonces, se supo de mí, de mi poder para curar.
Regresaron por él. Se lo llevaron. Nunca volví a verle, ni
me lo agradeció...
Ahora le digo a usted, doña María de Peñalosa, por pesar,
porque me cae bien por ser una mujer fuerte y sin hipocre-
sías, dice y hace lo que piensa, puede ser muy buena y al
mismo tiempo muy cruel, que se vaya de nuevo por donde

173
vino, porque leo signos fatales para su familia, desgracias pa-
ra sus hijos. Interpreto los signos de su destino y solamente
encuentro sufrimientos. Créame. No hay corazón traicione-
ro y siento algo feo...
Lo de la iguana solamente fue una broma. Los estirados
de la Audiencia de los Confines me desairaron la última vez
que vinieron, se rieron de mí.
Tranquilícese... Ya usted verá, no les hará daño.”
Con una oración, santiguándose, doña María de Peña-
losa se alejó de aquella ciudad que creyó suya para siempre
y que ahora tenía que abandonar para ir al rescate de sus
hijos, que se decía, estaban detenidos, prisioneros, en Pa-
namá. El resplandor rojizo del amanecer con la silueta del
volcán encima, sobrepuesto, de un color plomo oscuro...
se quedaba atrás; en el lago reflejado el paisaje... Nada
MáS: ::
Iría hasta España, por el perdón de su Majestad el Empe-
rador siempre Augusto. La Reina doña Juana ya no contaba,
había enloquecido sin remedio...
O iría hasta Roma. A besarle los pies y las manos a su
Santidad para que intercedieran por ellos ante el Empera-
dor de Romanos, quien era el que realmente mandaba en
el mundo.
Al alejarse, un resplandor rojizo iluminó el Momotombo.
No se sabía si era fuego o la salida del sol, pero del volcán
brotaba una nube espesa, rosácea y pesada. Estaba ilumina-
da aquella ceniza con ese resplandor, un fuego, que parecía
iniciarse en el propio infierno.
Cuando llegaron al puerto de donde partiría, no sintió
ningún entusiasmo por su amada Mar del Sur. Soplaba un
aire marino...

174
Esa noche no tuvo la sensación de plenitud, de logro to-
tal, que la invadió la primera vez que arribó a Tierra Firme.
Muy quedo, apenas, algunas pulsaciones en su frente y en
sus muñecas... le indicaban que aún vivía pero que había
dejado también atrás su juventud.
Se abrazó a sí misma como para protegerse. No sentía nada.
Días después en una carabela de su propiedad salió del
golfo de Nicoya luego de hacer escala allí. Sin rumbo preci-
so... quizás hacia el Perú o Panamá.
Unos pájaros marinos, muy grandes, pesados, siguieron la
embarcación.
Al fondo, hacia el Este, se levantaban unas nubes blancas,
altísimas, imponentes.
Al salir mar afuera notó que cientos de tortugas flota-
ban y se sumergían en el agua. A lo mejor era época de
apareamiento.
Se encontraba a la expectativa. De un día a otro se acer-
carían a la provincia de Panamá que por segunda vez adqui-
riría para su vida un significado trágico. Su nombre todavía
le destrozaba el corazón. Allí su padre había juzgado y dego-
llado a su esposo por poder Vasco Núñez de Balboa... Y
aunque ella no lo sabía aún, sus hijos estaban siendo perse-
guidos a muerte o quizás ya muertos allí...
Se promovería un juicio iniciado por el Gobernador y
Justicia Mayor de Tierra Firme, y se levantaría cabeza de
proceso en el cabildo de la ciudad de Panamá en contra de
Hernando Contreras y Pedro Contreras, por rebeldes contra
la corona real de su Majestad, por desacato y deservicio de
su Majestad, por los robos, insultos y tiranías que hicieron
en Tierra Firme como en la Provincia de Nicaragua, a los
súbditos y vasallos de su Majestad, y por traición y homici-
dio y otros delitos...

175
Al Sureste unas nubes grises, amenazantes, se levantaban
como un mal presagio...
Tuvo una premonición. Le dio contraorden al capitán del
navío quien le recordó que no se podía viajar sin permiso
previo o lo acusarían a él de desacato.
Era el mes de mayo del año del Nacimiento de Nuestro
Señor Jesucristo de mil y quinientos cincuenta años...

176
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EPILOGO

El se quedó en Arabia Saudita hasta en febrero del 91. Yo


creí que vendría para la visita del Rey don Juan Carlos y do-
ña Sofía a Nicaragua, pero no fue así.
A ellos les había tocado el honor de ser los primeros reyes
españoles en poner los pies en América -una cita con cinco
siglos de retraso-. Y Nicaragua, visitada por primera vez, es-
taba en el recorrido de cortesía para cumplir con sus anti-
guas y vastas colonias.
Cuando iba para el aeropuerto -como periodista-, vi que
eran ya los últimos días del verano. Los vientos del Noreste,
a 50 kilómetros por hora, arrastraban consigo las hojas secas,
las briznas de hierba marchitas, semillas de espigas que se
dispersaban -pronto sería la época de lluvias-. Soplaba el
viento en ráfagas, y murmuraban, como olas, las ramas de
los pocos árboles que quedaban...
Me interesaban los reyes, ¡claro!, pero en el fondo desea-
ba ver salir del avión a mi cronista moderno.
Doña Violeta los recibió. A pesar de los pronósticos ad-
versos el día que tomó posesión.
¡Un año ya! ¡Cómo había pasado el tiempo!
Estuve en todos los actos protocolares -me saludaron-.
Daban más bien el aspecto de interesados y curiosos turistas
en busca de anécdotas para luego comentar en el palacio.

1:79
El, sin saco, sin corbata -en Nicaragua todo el año hace
calor-, ella con un sencillo vestido de verano. Visitaron ade-
más de Managua, León y Granada. Navegaron por “la mar
dulce que crece y mengua”. Se veían tranquilos. Comieron
de todo. Probablemente, si no hubieran estado sometidos a
un protocolo y a estrictas medidas de seguridad, hubieran
nadado tanto en “la mar dulce” como en “el mar del Sur” -
cuyo descubrimiento tantos conflictos le causó a los reinos
de España, tantas ambiciones despertó...
Incluso por ese mar, desde el puerto de la Posesión -Rea-
lejo hoy-, se hizo gran parte de la conquista del Perú.
Los reyes se fueron y por allí quedaron las fotos...
En Nicaragua comenzaron las lluvias. ¡Me encanta ver
caer los aguaceros. Ver resbalarse los chorros de agua crista-
lina y fresca por las ramas de los árboles!
Cuando en mis cartas le cuento estas cosas... él, desde
Moscú, contesta que añoraba la vida simple de Nicaragua.

180
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a seis :
Este libro se terminó de imprimir en los Talleres
Gráficos de INPASA, en el mes de Noviembre de 1997,
con un tiraje de 3,000 ejemplares
Aguilar ha publicado: Primavera
sonámbula (1964 y 1976), también
publicada en francés en 1996,
Quince barrotes de izquierda a dere-
cha (1965), Rosa Sarmiento (1968),
también publicada en alemán en
1988, Aquel mar sin fondo ni playa
(1970), que ganó mención hono-
rífica en los Juegos Florales de
Guatemala de 1976. Las doce y
veintinueve (1975), Siete relatos de
amor y guerra (1986), Soledad, tú
eres el enlace, (Biografía, 1995).

La novela más reciente de Rosario


Aguilar: La niña blanca y los pája-
ros sin pies, fue publicada por pri-
mera vez en Nicaragua en 1992,
también ha sido publicada en
1997, en inglés, bajo el título
con el apoyo del Consejo para las
Artes del Estado de Nueva York y
la Fundación para las Artes de los
Estados Unidos.

anamá ediciones presenta al lector


La niña blanca y los pájaros sin ptes,
como una de las obras más impor-
tantes de esta novelista leonesa,
nicaragiiense, universal.
La niña blancaylos pájaros sin pieses
una novela q como una a de.

_mestizas protagonistas de una a .


terránea.: historia —alternativa BasE .

— glienses amás+ originales por su afán de escritura. auto-


consciente y metaficcional, en una segura conquista de -
potato del postmodernismo narrativo. Z1

E entro%,

adiciona
S
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