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Fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también búsqueda con el
deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene
del Espíritu, que juntamente con ella concede precisamente este don especial de inteligencia y
casi de intuición de la verdad divina.
La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", penetrar,
comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de
Dios" (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de capacidad penetrante que le abre el
corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva entonces la
experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la
fracción del pan, se decían uno a otro: "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con
nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?" (Lc 24:32)
Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los
Pastores que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa específica que
Cristo les hizo (cfr Jn 14:26; 16:13) y a los fieles que, gracias a la "unción" del Espíritu (cfr 1 Jn
2:20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe" (sensus fidei) que les guía en las opciones
concretas.
Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas
divinas, hace también mas límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a
ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre
así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia
humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro.
"¡signos de los tiempos, signos de Dios!".
Exhortación: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone,
sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.
La conciencia se convierte entonces en el «ojo sano» del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y
adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que
hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano,
ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial
de los que manifiesta el sermón de la montaña (cfr Mt 5-7).
Misericordia:
Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como
Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar ¡Abba, Padre!
Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por
instinto del E.S., un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de
fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo Padre.
El Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos,
haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de
Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre,
llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto el se siente impulsado
a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de
división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos
de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella
nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.
Servicio
Romanos 12
Los dones de servicio son mencionados en Romanos 12:3-8 donde dice lo siguiente:
“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga
más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a
la medida de fe que Dios repartió a cada uno. Porque de la manera que en un cuerpo tenemos
muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo
muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros. De manera que,
teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese
conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza;
el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el
que hace misericordia, con alegría” (Romanos 12:3-8).
Los diferentes miembros de la iglesia tienen diferentes oficios y dones, tal como las partes del
cuerpo tienen diferentes funciones. Por esta razón no nos atrevemos a compararnos con
nosotros mismos (II Corintios 10:12), pero debemos reconocer una diversidad de funciones y
reconocer el valor de los diferentes miembros del cuerpo.
Debemos tratar de identificar nuestros dones particulares y ejercerlos en lo mejor posible
para el beneficio de todo el cuerpo. En vez de tratar de cumplir cada tarea en el cuerpo,
debemos concentrar en las funciones particulares que Dios nos ha dado y debemos hacerlas
bien.
Además, la obra de Dios de la gracia en el Cristiano lo capacita para ejercer sus capacidades
en el reino espiritual y para el beneficio de la iglesia, transcendiendo su capacidad carnal
humana. En la vida del cristiano, Dios puede santificar, edificar, y añadir a los talentos que
tenía antes que él se convirtiera a Dios, o Dios puede darle unos talentos completamente
nuevos. En cualquier sentido, estos dones vienen por la gracia de Dios.