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Artículo Seminario Lévinas

“Encuentro con el rostro del otro y el deseo metafísico”

1. Viraje de la intencionalidad (de la representación al gozo, de la ontología a la


metafísica)

Lo paradójico del vivir: nos experimentamos como seres desnudos, carentes y finitos,
pero a la vez nos complacemos con aquello de lo que la vida depende.

La tradición filosófica, inmersa en la ontología, ha dado una primacía especial a la


representación en la relación entre el yo y el mundo: antes que gozar del objeto, el sujeto
debería conocerlo, subsumirlo bajo categorías –y ello se ve claramente en Kant-, para así,
poder determinarlo mediante leyes universales. De acuerdo con esta comprensión, el yo
originariamente se relacionaría con el mundo para conocerlo y tematizarlo, borrando así
toda diferencia, todo enigma, todo misterio, de la alteridad de lo otro. He aquí el
problema de la comprensión de la intencionalidad desde la representación: lo
desconocido se torna en conocido, lo extraño en propio, lo Otro en lo Mismo.

Lévinas propone comprender la intencionalidad desde el gozo y no desde la


representación, para así, lograr proseguir con el desarrollo de una ética que no esté
fundada en la asimilación de lo Otro por el Mismo; una ética que no permita la
aniquilación de la alteridad. Esta intencionalidad diferente, que fundamenta el proceso de
subjetivación del yo desde una sensibilidad dichosa que no objetiva o anula al otro,
ensancha el deseo metafísico de consumar un encuentro con la alteridad; con lo Infinito
del rostro del otro.
nuestra relación originaria con el mundo es para Lévinas un gozar de lo otro, un habitar
en lo otro anterior a toda tendencia objetivadora de conocerlo y dominarlo. Este habitar
en lo otro es gracias a lo cual el yo emprende su proceso de identificación que consiste,
como veremos en el siguiente apartado, en la humanización del mundo, es decir, en el
despliegue de su morada; así como en el cultivo de lo íntimo, de lo próximo, que le
permita al yo salir al exterior y aventurarse así al gozoso encuentro con el otro a través de
una sensibilidad exuberante y disponible.
El otro aparece, ya no como una idea, sino como un cuerpo desnudo, indigente y frágil,
que conserva el misterio, y de esa manera es condición de posibilidad para un encuentro
que no concluye en la asimilación o aniquilación de su rostro.

1.1 De la ontología a la metafísica

La relación con el ser, en tanto funciona como ontología, “consiste en neutralizar el ente
para comprenderlo o para apresarlo. No es pues una relación con lo Otro como tal, sino la
reducción de lo Otro al Mismo” (Pág. 69). En esta relación, al tematizar lo Otro, se le
declara la guerra: pues aquella aparece como obediencia a lo anónimo e impersonal del
ser, y desemboca en la tiranía que permite suprimir al Otro, y esclavizarlo, hasta
asimilarlo al Mismo.

Por esta razón, es necesario invertir los términos. La ontología no debe preceder a la
metafísica; al contrario, el deseo metafísico del encuentro entre un Mismo y un
radicalmente Otro, entre un Yo y un Tú, donde se conserve la distancia pero se propicie
la relación, debe preceder al afán por aprehender y tematizarlo todo. El discurso ha de ser
como lo enunciábamos, el escenario que permita y, más aún avive, el Deseo por salir en
tránsito desde el egoísmo del yo hacia la alteridad del tú, permaneciendo disponible a la
relación metafísica, donde el Otro nos interpela, en tanto que rostro, y despierta en
nosotros la imposibilidad del asesinato, el imperativo: ¡no matarás!

2. El deseo metafísico

La metafísica, sostiene Levinas, ha surgido en la historia del pensamiento como un


movimiento de un mundo que nos es próximo, familiar, hacia un más allá que permanece
ausente, es decir, extranjero al mundo (Cf. Levinas, 2002. Pág. 57). Este movimiento
tiene por motor, por propulsor, un deseo que permanece insatisfecho, pues tiende hacia lo
absolutamente Otro, que no es sin más un objeto particular que pueda saciarnos hasta el
hartazgo –como el pan-, sino un más allá que al desearse ensancha el deseo, profundiza el
hambre; excediendo así, todo aquello que podría colmarlo. A este deseo, Levinas le da el
apelativo de metafísico.

Este peculiar deseo, pues, no es colmado de una vez y para siempre. De hecho no puede
ser saturado nunca. Al experimentar las ansias por lo que permanece extranjero al mundo
no podemos sino recibir la exhortación a continuar el camino en aras de lo invisible,
seguir tendiendo y anhelando, sedientos. El hambre crece, la distancia se ensancha; se va
hacia lo ausente como se camina hacia la aventura: sin previsiones, sin anticipaciones, sin
ropajes: es el hombre en su desnudez anhelando aquello que quiebra sus modelos
cerrados, sus totalidades englobantes. La invisibilidad de lo anhelado, no obstante, no
“indica una ausencia de relación; implica relaciones con lo que no está dado, de lo cual
no hay idea” (Levinas, 2002. Pág. 58). No hay, pues, idea, es decir, no se trata de una
falta de claridad que haya que iluminar, no son tinieblas que haya que esclarecer para
lograr la cognición definitiva, la dominación de lo que había permanecido inasible; es el
afuera de la luz y el afuera de la noche, es lo Otro en todo el esplendor de su alteridad.

3. La epifanía del rostro. El rostro como comienzo siempre nuevo: ¡no matarás!

Al hablar del Otro en este sentido, y con ello empezamos a entrar de lleno en el terreno
de la ética, no nos referimos sin más a un objeto dentro de los objetos, a un pan, un
martillo o una casa. El Otro en tanto que otro es un tú, un otro que conserva la alteridad
respecto del Yo, y que no puede ser dominado por la unidad de un sistema en el que el
Yo y el tú sean tan sólo individuos de un concepto común. Es decir, el tú debe
permanecer extranjero respecto del Yo –así como el Yo permanece extranjero respecto
del tú-; no debe estar de lleno en su lugar, no puede ser determinado por sus categorías
conceptuales, y así, apresado y dominado por él. Hay entre ambos relación mas no
subsunción o totalidad.

¿Cómo sabemos del rostro? ¿cognitivamente? No, a través de una sensibilidad del gozo.
Una sensibilidad que no se reduce a una experiencia sensitiva o afectiva, sino a un
desbordamiento de significación del rostro, una significación que demanda la
responsabilidad del yo.

Difícilmente un esquema conceptual puede explicitar, sin ejercer violencia sobre la


singularidad, la experiencia que tenemos del otro. La sensibilidad del gozo hace
referencia a las sensaciones experimentadas a partir de una concentración de la
significación en aquello afectivo, sensorial y sensitivo que se desborda en toda
representación. La capacidad expresiva del rostro nos presenta al otro al margen de su
aparecer. La epifanía del rostro está marcada por una excedencia: es un “rostro sin
mundos” (ojo referencia a C. Moreno): un rostro que se sitúa más allá del contexto,
cultura, etnia, estética, sentimiento o afecto (Moreno). Sin embargo ese rostro nos
interpela.

El rostro levinasiano, lejos de ser una pura sensibilidad cognitiva es una expresión que
interpela sin pronunciar palabra alguna. El rostro en su epifanía abre a una sensibilidad
cognitiva y del gozo mediante la cual el yo aprehende dicha evocación. La epifanía del
rostro hace de él apertura, que se sitúa en una inteligibilidad anterior y exterior a él. ¿Cuál
es la relación de inteligibilidad anterior y exterior al rostro? Una significación ética que
nos interpela y pone en tela de juicio la autoridad del yo: ¡no matarás!

Cita: “Manifestarse como rostro es imponerse más allá de la forma, manifestada como
puramente fenomenal, presentarse de una manera irreductible a la manifestación, como la
rectitud del cara a cara, sin la mediación de la imagen de su desnudez, es decir, en su
miseria y en su hambre” (Levinas, 2002, p. 213).

Este cara a cara con la miseria, el hambre y la pobreza como modos de significación del
rostro, proyectan una responsabilidad existencial que está al margen de la autonomía del
sujeto, es decir, un compromiso ético anterior a la decisión y acción del sujeto.

¿Ética del deber?

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