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Georges Bataille

Cuatro nociones inaugurales

por
Silvio Mattoni
Prólogo

No parece un proyecto coherente la tentativa de explicar a Bataille, sus escritos, a la


manera de un manual o una introducción que sintetizara algunos de sus aspectos
fundamentales. De hecho, quizá los doce gruesos volúmenes que contienen sus obras
completas no respondan ni a la idea de “obra” ni al carácter de lo completo. Más bien en
el límite de su incompletud encuentra su fuerza la escritura de Bataille. Lo seguimos
leyendo medio siglo después de su muerte, no porque sepa algo, sino porque afecta algo
en nosotros. Barthes, hace también muchos años, se preguntaba: “¿Cómo clasificar a
Georges Bataille? ¿Es este escritor un novelista, un poeta, un ensayista, un economista,
un filósofo, un místico? La respuesta es tan poco confortable que generalmente se
prefiere olvidar a Bataille en los manuales.”
De modo que las travesías que siguen en torno a los escritos de Bataille no aspiran a
devolverles la comodidad de un lugar. Las cuatro nociones que se desarrollan más
adelante no se definen nunca del todo y derivan en otras, sobre todo en figuras,
metáforas, acontecimientos. Por supuesto, hay una vaga cronología en el orden de los
textos comentados, pero desde el comienzo aparecen todos los temas: lo sagrado, que se
piensa en el arte y en la etnología, para seguir presente en la cuestión del sacrificio, que
se encuentra entre las formas del gasto, si no se identifica con ellas, y luego,
interiormente, la experiencia, gratuita y sacrificial, que se autoriza a sí misma, por un
golpe de suerte, y se revela como huella de la soberanía arcaica. En el ámbito social o
en la constitución de un sujeto, lo sagrado, el gasto, la experiencia y la soberanía se
entrelazan para que el arte de las imágenes, la poesía que no sirve para nada, la filosofía
de haber salido de los propios límites y el eclipse o muerte del saber que da la soberanía
determinen un impulso originario, persistente, cuyas huellas se leen hasta en los
silencios y las interrupciones.
Arrojado a seguir los fragmentos de Bataille que vuelven siempre a lo que en otros
momentos no se llegó a decir, debí descartar los libros o los planes más sistemáticos.
Los proyectos de sociología, historia, economía aparecen pues aquí sólo vislumbrados a
través de sus escritos más personales, iniciales. Y además el fracaso del sistema se
inscribía de antemano en un pensamiento que esbozaba sus objetos más allá de lo
pensable, donde la claridad muestra toda su insuficiencia y su sufrimiento de ser una
palabra conceptual, mutilada. La insubordinación de los materiales, los textos que sin
pausa acumuló Bataille sobre ciertos temas que eran la vida misma para él, me sugirió la
forma de la travesía, la conexión de puntos, de tachaduras, de libros subjetivos con
ensayos y observaciones sociológicas, de novelas con reflexiones de raíz filosófica… de
mí con él.
Me separan de Bataille: las épocas, la formación, los idiomas, su rechazo de la poesía
y su fe en la crítica de lo social, su experiencia religiosa infantil, mis supersticiones
literarias, dos erotismos diferentes. Me unen a Bataille: el pensamiento dominante de la
muerte, la creencia en el contagio de lo íntimo, el uso no filosófico de los filósofos, el
amor a la poesía y a su revolución permanente.
Leer a Bataille no es un aprendizaje, sino una experiencia. Todo cambia, o puede
cambiar, en esa travesía que además se excede siempre, prosigue, casi persigue a quien
la emprende. Quisiera que el lector de estas páginas percibiera la intensidad de mi
experiencia de leerlo, y que entonces volviera a la suya, a su propio acercamiento y a su
propio distanciamiento del amigo Bataille. Un amigo: a veces no estoy de acuerdo con
él pero siento que sin él todo lo que pienso y escribo tendría menos interés para mí.
“–¡Pero si está muerto!...” –podrían contestarme. Precisamente, ése es un problema
que toda vida debe enfrentar.

S. M.
Córdoba, 26 de agosto de 2010
1. Lo sagrado o la imagen

¿Será absurdo empezar a describir uno de los conceptos fundamentales en la obra de


Georges Bataille a partir de un texto que él mismo no reconocía? Se trata de un escrito
de la más extrema juventud, fechado en 1918, publicado como un folleto de seis páginas
en una oscura imprenta de provincias, y donde el autor lamenta los estragos de la guerra
y anuncia el renacimiento de Francia por obra de una patriótica y absurda fe. Ese
Bataille católico, ferviente, nos parece desconocido, salvo por lo principal: el estilo.
Igualmente, una experiencia o un sentimiento religiosos parecen anunciar en el folleto la
conmoción que luego producirá el enfrentamiento con lo sagrado. Las piedras de una
catedral, el recuerdo de la emoción que esa construcción infundía en el ánimo de un
niño exaltado, sólo era una cosa sagrada, que será reemplazada por otras, o más bien por
el gesto de la separación o la suspensión del tiempo ordinario, de lo útil. Así, el
erotismo, lo abyecto, el arte, la embriaguez pueden cumplir de otro modo con la
etimología de la palabra “sacrificio”: el de, instaurar lo sagrado. En el origen, en medio
de una experiencia que aún no sabe diferenciarse de lo común, lo transmitido por la
enseñanza católica, Bataille recuerda sin embargo el martirio de Juana de Arco, su
locura de voces que la asedian, y se alienta a compartir ese destino delirante: “también
También nosotros tendremos días de lágrimas y el día de nuestra muerte nos acecha de
antemano como un ladrón”1. Allí, frente a Notre-Dame de RheimsReims, oscurecida por
la guerra que terminaba, el joven filósofo puede ver la mueca de un esqueleto en las
lagartijas que se posan sobre los muros de la catedral como sobre una cara humana. ¿Y
no es lo humano de un rostro esa posibilidad de anticipar en su gesto el momento de su
muerte? Al fin y al cabo, lo sagrado se proyecta desde la experiencia de lo imposible, la
propia muerte. El erotismo, la embriaguez, las conmociones de toda índole que
suspenden la conciencia práctica, la racionalidad que planifica alcanzar ciertos fines, no
hacen más que disolver ciertos límites de esa misma conciencia y anunciar su final.
El compañero de Bataille en la École des Chartes, donde se estudia para
bibliotecario, André Masson, escribió con ironía necrológica, en 1964, que esa primera
obra, “que no cita ningún bibliógrafo”, sería un “mal Huysman, presa de un fervor que
pronto iba a dirigirse a un ideal completamente distinto”2. Justamente, en 1928 se
publica el primer libro de Bataille, Historia del ojo, con ocho litografías del mismo

1 Oeuvres complètes [en adelante O. C.] I, Gallimard, ParisParís, 1970, p. 612.


2 O. C., I, p. 643.
Masson, firmado con el seudónimo de “Lord Auch”, alusión al nombre inglés del
“Señor” Dios y al insulto aux chiottes (“a las letrinas”, literalmente; “a la mierda” entre
nos). “A la mierda con Dios”, parece decir esa novela extraordinaria, donde se explora
un erotismo más que explícito siguiendo una metonimia del deseo: el huevo, el huevo
en la vulva, el globo ocular, el testículo de un toro, la mutilación, etcétera. Dado que
intento describir el pensamiento de Bataille, descarto las alegorías que podrían hacerse a
partir de esa novela, y reviso un apunto inédito que en cierto modo explica –o enreda–
el origen del libro. Se titula “Reminiscencias” y registra la coincidencia de algunas
escenas, de los momentos de su escritura, con experiencias o recuerdos de experiencias
del autor. Mejor dicho: al buscar la máxima obscenidad, el escritor recupera las
imágenes de momentos cruciales, azarosos pero crueles, que se insertan en la narración
bajo una forma irreconocible. El ojo arrancado a un personaje es reflejo de una herida
en los ojos vista en un accidente mortal. Por otra parte, un manual de anatomía revela a
posteriori que el testículo de toro, ovoide y blancuzco, tiene “el aspecto y el color del
globo ocular”. Pero las asociaciones apenas empiezan. El padre era sifilítico y se quedó
ciego (ya lo era cuando concibió al autor). Cuando éste tenía dos o tres años, quedó
también paralítico. Leamos esta terrible “reminiscencia”: “De chico, adoraba a mi
padre. Pero la parálisis y la ceguera tenían, entre otras, las siguientes consecuencias: no
podía ir a orinar al baño como el resto de nosotros; meaba desde su sillón, tenía un
recipiente para hacerlo. Meaba delante de mí, bajo una frazada que el ciego no
acomodaba bien. Por otra parte, lo más molesto era la manera en que miraba. Como no
veía nada, su pupila a oscuras se perdía hacia arriba, debajo de los párpados: este
movimiento se producía habitualmente en el momento de la micción.” 3 Los ojos en
blanco, la expresión de extravío, ¿por qué revelarían “un mundo que sólo él podía ver y
cuya visión le causaba una sonrisa ausente”?
Con el tiempo, el padre se vuelve odioso, grita, se caga, hasta que empieza a delirar.
Ante la visita del médico, que sale a anunciar su diagnóstico a la esposa, el sifilítico
aúlla: “–¿Y, doctor, cuándo termina de cogerse a mi mujer?” Se reía.
La frase, recuerda Bataille, acababa de arruinar “el efecto de una educación severa y
me dejó, en medio de una espantosa hilaridad, la constante obligación sentida
inconscientemente de hallar sus equivalentes en mi vida y mis pensamientos”. Pero la
risa, o el delirio, como lo sabrá toda la obra de Bataille, roza siempre lo trágico, el
impulso de morir, la locura en acción. A las pocas semanas, enloquece la madre, se

3 O. C., I, p. 607.
deprime. “Su delirio me asustaba a tal punto que una noche saqué de la chimenea dos
pesados candelabros con pies de mármol: tenía miedo de que me golpeara mientras
dormía.” Pero el peligro era otro: un día la madre desaparece. El hermano de Bataille la
encuentra justo a tiempo colgada en un granero. Luego desaparece otra vez. “Tuve que
buscarla sin tregua a lo largo del arroyo donde hubiera podido ahogarse. Cruzaba
corriendo unos pantanos. Finalmente, me encontré en un camino frente a ella: estaba
mojada hasta la cintura, su vestido chorreaba agua. Había salido por sí misma del agua
helada del arroyo (era pleno invierno), muy poco profundo en ese lugar como para
ahogarla.” ¿Cuántos personajes femeninos que se entregan a su propia destrucción en
los relatos de Bataille habrán de repetir el extravío que se cuenta en estas
“reminiscencias”? Hasta parece concluir que cierta neutralización ha banalizado ambas
figuras en el recuerdo –el padre con los ojos en blanco y su goce enfermizo de mear; la
madre empapada por el suicidio fallido– y que de alguna manera su forma obscena, en
esa literatura sin nombre de Lord Auch o luego de Pierre Angélique, permitía que
resurgieran, que recobraran una pizca de supervivencia. ¿Qué lugar podría ocupar este
registro de “reminiscencias”, de residuos vitales en el origen de unas imágenes o
escenas literarias?

***

Una década después, en 1939, se publica el artículo “Lo sagrado”, que en una página
de borrador Bataille piensa en incluir dentro de un libro “tal vez con el nombre de Lord
Auch y como una continuación de las explicaciones de la Historia del ojo”4. Todo indica
que lo sagrado, antes de ser una idea o un conjunto de nociones y hasta de prácticas, fue
una experiencia. Lo obsceno se repite e instaura lo sagrado en la misma escena
contemplada, en su retorno como pensamiento o como impulso enloquecedor, reflexión
de lo mismo y éxtasis de lo ajeno. Lo sagrado, acaso perdido en las condiciones de la
filosofía y de la literatura, meros conjuntos de ideas, vuelve como su experiencia
originaria y su justificación. ¿A qué llama Bataille lo “sagrado” en su artículo, que
tendrá múltiples desarrollos posteriores? A un instante privilegiado. Cuando una
experiencia no quiere ya el bien ni la verdad, pero sin embargo busca algo, un elemento
indefinible. No puede decirse que sea una cosa, o en el caso de la literatura y la pintura,
una obra. Más bien se busca el impulso, cuya causa y cuyo origen se ignoran, de la

4 O. C., I, 683.
búsqueda misma. Bataille usa la palabra quête, que designaba las búsquedas, las
aventuras místicas de los caballeros en los relatos medievales, y luego, para nombrar la
cosa buscada, menciona el mito del grialGrial. Pero si está hablando del arte moderno,
de su concepción en medio de una angustia que experimenta con el ser vivo que debería
concebirlo y que ya no lo expresa en absoluto, ¿qué sería el grial? “Los largos tormentos
y las cortas violencias confirmaban por sí solos la importancia fundamental para la vida
entera de esa ‘búsqueda’ y de su objeto indeterminable.”5
¿A qué se refiere con estas alusiones a torturas autoinfligidas y accesos maníacos
cuyo fin no resulta claro? ¿Es todavía lo que antes, en el romanticismo todavía, se
llamaba arte o literatura? Un vértigo, un descubrimiento incesante de fórmulas que
darían la clave de la existencia, pero que a la vez descubren su íntima sinrazón. Para
Rimbaud o para Van Gogh, a los que Bataille menciona como precursores de la
inquietud del presente, poco importa el resultado de escribir o de pintar. ¿Cuál es el
objeto entonces de lo que no puede dejar de describirse en el sentido de ciertas
búsquedas? ¿Qué soplo de un tifón fantasmagórico arrastra hacia delante las cosas
hechas, los hallazgos, las repeticiones e insistencias y hasta las vidas de esos buscadores
en territorios que nadie espera que exploren? El mismo Bataille deshace la consistencia
del supuesto objeto buscado. Inevitablemente decepciona, se confunde con las nieblas
que se cruzaron, y su revelación no dice otra cosa: sólo “el hecho de que nunca pudo
tratarse de una realidad sustancial y que por el contrario sería un elemento caracterizado
por la imposibilidad de que perdure”. Fuera de la perduración entonces, fuera de la
consistencia material que supondría un tesoro acumulado espiritualmente en la cosa, lo
buscado habita el tiempo como su propia negatividad. Es el instante, del cual nada
puede afirmarse. De hecho, ese punto del tiempo, abstraído de la sucesión, inasible
como el presente entre lo que ya no es y lo que adviene, no es más que otra metáfora.
Idea de la cual el grial o cualquier otro objeto perdido cuyas huellas se persiguen en
vano serían la apariencia, imágenes. Bataille cita un estudio sobre los sufíes, que
relacionaba mística y poesía, donde encuentra una definición más: “El instante, dice un
sufí, corta las raíces del futuro y del pasado.” Copa, espada, negación de las cosas y su
perduración en el espacio, el instante no deja de ser una idea aproximativa. Se trata de
un instante privilegiado por la experiencia que se encuentra al azar de la búsqueda. No
hay un método, un camino claro para el extravío de la quête. Cuanto más perdido está,

5 La conjuración sagrada, Ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003,


p. 262.
cuanto más lejos de toda intención y todo plan, más cerca se halla el artista, por así
llamarlo, de que algo aparezca. Pero esa aparición se escapa apenas ingresa en el campo
de la mirada y no se deja capturar. Bataille concluye: “La voluntad de fijar esos
instantes, que por cierto pertenecen a la pintura o a la escritura, no es sino el medio para
hacerlos reaparecer, ya que el cuadro o el texto poético evocan pero no sustancian lo
que había aparecido una vez.” Lo que llamamos “obra” es entonces una evaluación
posterior, una contemplación teórica de la experiencia que privilegió la agudeza del
instante. Como cualquier fetiche, ídolo, ícono, la obra señala una sacralidad que no
pertenece al mundo de los objetos. Por supuesto, tiene una materialidad, está incluso
más cerca de la materia que cualquier objeto útil, cuya finalidad práctica de algún modo
lo desmaterializa, lo vuelve traslúcido para dejar ver su para qué. Pero esa materialidad
señala la insubordinación incesante de lo que es a toda atribución de significado. La
falta de metas de la búsqueda moderna, por lo tanto, es constitutiva de su marcha en el
vacío. Sin embargo, se trata también y sobre todo de un vestigio práctico de lo sagrado
como tal. Porque, ¿en ausencia de qué cosa se ha producido el vacío, la agitación que
toda búsqueda instaura? El sentido de la obra, su perdurabilidad, eran a fin de cuentas
sucedáneos de la trascendencia. Los principios románticos de la inmortalidad del arte,
de universalidad, de un carácter absoluto que cada obra revelaría parcialmente, son
religiosos e indican ya la ausencia de religiosidad. Sólo faltaba advertir debidamente la
retracción de lo sagrado para que el arte tomara a su cargo la realización de una
sacralidad sin dioses, sin figura humana, sin una significatividad histórica. El arte
promueve entonces, como la antigua mística, un erotismo del objeto amado y perdido
desde siempre. La cosa fijada en la obra, el pedazo de tela o el puñado de palabras,
parecen la muerte misma en su manifestación material. Y el deseo se estira
desesperadamente hacia aquello que se sigue buscando y que se había creído ver en la
constitución de la obra. La materia se había desnudado en la obra, antes de hacerla,
cuando no decía nada más que sí misma, pero después, “la frialdad del desnudamiento”,
como dice Bataille, “hace temblar a aquel que siente que lo amado se le escapa”.
En última instancia, esto quiere decir que el deseo precede a la asignación de un
objeto. El objeto sería siempre un esquema para la mirada, es decir, la teoría. La noche
de la filosofía, su vuelo de búho, le cuenta más tarde al día el fulgor deslumbrante que
en éste se diera. Esa iluminación fue lo sagrado, pero ya no puede ser explicada desde
afuera. De alguna manera, no sería el dios lo que aparece, la luz y su brillo repentinos,
que entonces el artista señala y reclama, sino que antes bien el deseo de sagrado hace la
luz en la vana materia que se está combinando. El azar, aunque lo parezca, no es un
dios. Este personaje, al que casi paradójicamente Bataille llama “moderno”, “ya no
podría vivir si no tenía la fuerza de alcanzar el instante sagrado únicamente mediante
sus recursos”. Como un punto extremo de vocación de autonomía, el arte no sólo se
desprende del bien y la verdad, puesto que no sirve para nada y no contrasta nada, sino
que también abandona la apariencia ideal de lo bello. Su búsqueda apunta a lo único que
hay, sin el esquema de una idea, la apariencia como aparecer de la pura materia, la
muerte como principio de sacralización del presente. Así, ni la religión ni la ciencia ni la
filosofía le conciernen, puesto que son recursos para la subsistencia de las cosas como
objetos de sentido, son saberes. Y el arte en el que piensa Bataille busca algo no sabido,
incluso la nada misma del saber. El arte no revela algo oculto, sino que muestra que no
hay nada detrás de lo que hay. Es decir, toma conciencia de que le agrega cosas al
mundo y que, como todas las cosas, eso sale de la nada o no es originado por nada. Lo
que el arte creaba, simulacro de todos los mitos, era más perceptible que una simple
verdad sometida a los otros, era la experiencia de un deseo que busca el azar de lo
realizable y que se excita con lo irrealizable. Como si dijéramos: alguien tira los dados
mientras espera morir, ¿podrá soñar que un número detiene el tiempo o que la muerte se
transforma en un instante vivible?
El grial, como lo sigue llamando Bataille a lo largo de su breve ensayo, no puede
soportar tampoco el intercambio, o sea la discusión sobre su valor. De hecho, el grial no
es alcanzable para el que lo busca y sólo se hace convención en el que disfruta de meros
resultados de otras búsquedas. Pero el mismo fracaso de las búsquedas indicaría que sin
eso “la existencia humana no puede ser justificada”. En otros textos, Bataille
cuestionaría además si es necesario justificar la existencia. ¿No es acaso su carácter
injustificable lo que se muestra en la materialidad del arte, en la apariencia que sólo se
exhibe como tal? Por eso, lo propio de la religión no es un Dios, ni unas animaciones
espirituales de las cosas, sino ese objeto sagrado, absurdo, trivial que al mismo tiempo
se persigue y se vislumbra, se construye y se deshace en lo hecho. Un grial, un pedazo
de madera quemada, una tela manchada de sangre, una espada, un carretel de hilo de
coser: objetos de la religión o de las literaturas, cosas siempre perdidas que señalan,
como hacia una pura negatividad de la vida común, lo sagrado. Bataille constata
entonces que la historia pareciera confirmar el verdadero objeto de la actividad
religiosa, no unas personalidades trascendentales, seres inhumanos y eternos, sino “una
realidad impersonal”. Lo sagrado no se confunde con el mito, con las maneras de la
significación, la enseñanza y la transmisión, sino que abre el vacío del olvido en el seno
de la materia inmemorial, y abre también los cuerpos vivos de los únicos seres que
existen desde un punto de vista sagrado, separado, los hablantes mortales.
Escribe Bataille: “El cristianismo sustanció lo sagrado, pero la naturaleza de lo
sagrado tal vez sea lo más inasible que se produce entre los hombres, lo sagrado no es
más que un momento privilegiado de unidad comunal, momento de comunicación
convulsiva de lo que ordinariamente está sofocado.”. Lo sagrado, etimológicamente,
parece expresar lo separado, pero se trata de aquello que se aparta de la vida ordinaria,
de sus esquemas y acciones tendientes a fines prácticos, es decir, algo que no circula,
que está aparte y en cierto sentido suspende el tiempo. La promesa de felicidad no es un
pagaré, algo que quizás mañana nos sea concedido, sino el cumplimiento en el instante
de la apertura de toda promesa. La felicidad sería la posibilidad misma de prometerse a
la obra, a su vulnerabilidad, a lo inaccesible de su origen. Sin embargo, lo sagrado en el
arte –un problema “moderno” en la medida en que ya no se abre un espacio sacrificial
en la mera costumbre de las religiones históricas, que son para nosotros, como diría
Hegel, cosa del pasado– produciría una unidad ante la presencia viva de lo que ahí dejó
huellas, porciones de carne. Es la unidad en la que el individuo percibe que los límites
de su individualidad no pueden enfrentarse con la muerte, que lo impensable de morir
está más allá de la prosa de su conciencia. Esta herida en su ser permite por lo tanto la
comunicación: un ente completo en sí mismo no puede comunicarse. Es a través de la
herida, que la muerte, el deseo y el pensamiento hacen en el cuerpo que habla, por
donde se torna posible comunicarse. Del otro me atrae su herida, porque me devuelve la
intuición de la mía. La censura sexual, entonces, en la simulación moderna de un mundo
profano y completo, sería el signo de aquella comunicación convulsiva, que pone en
juego la muerte, su fantasma en los instantes de desvanecimiento de la conciencia
diaria. Así, los relatos de Bataille en general pertenecen a la noche, a la escritura
disoluta de la noche, y en muchos casos pueden prescindir de la normalización que
exigiría justificaciones, motivaciones, interioridades discursivas. Lo sagrado es la
simple presencia de los cuerpos y su inminente extravío, no hay allí ninguna sustancia
trascendente, ni dioses ni posterioridades a la existencia física. Por lo tanto, si lo
trascendente era imposible de hacer con las manos, lo sagrado se revela en cambio
como lo tangible, “un campo en el cual es posible entrar”. Ante el reconocimiento de
que el objeto sagrado no era la cosa hecha, sino la imagen brumosa de la búsqueda, se
hace necesario entrar en el cerco de lo prohibido, mostrar su carácter metafórico. Nunca
era eso que ahí se encerraba, sino el ansia agitada de buscar lo inaccesible del propio
impulso originario. Digamos que allí, en el centro de un campo imaginario, Dios, el
alma, el espíritu han muerto. ¿Qué quiere decir esto? Que no eran sino cosas, afectadas
por la muerte frente a la misma estupefacción con que el cazador toca el cuerpo del
animal y comprueba la separación cumplida entre una idea de movimiento y una idea de
materia orgánica. Lo sagrado afirmaría: somos el bosque, el cazador y la presa.
Bataille, todavía esquemáticamente y siguiendo la fábula de Nietzsche, afirma: “Dios
representaba el único límite que se oponía a la voluntad humana, libre de Dios, esa
voluntad se entrega desnuda a la pasión de darle al mundo una significación que la
embriaga.”. En la ausencia de Dios, aparece como por primera vez la insubordinación
de la materia que anima los objetos sagrados. No hay una sustancia, no hay sentido,
hasta el mito se retrae tras el absurdo de un espectáculo de agonía que no está destinado
a nadie. El que hace cosas en una búsqueda que lo lleva al enfrentamiento con la
muerte, ya no puede admitir otro límite que la propia ansiedad, la propia actividad
incesante, o el silencio, que no se hace simplemente callándose, sino dibujando el
contorno de la obra como un objeto ausente. El acallamiento de la voz que hacía poemas
en Rimbaud, por ejemplo, se torna una charla y una invitación a la charla biográfica sin
fin. Hacer cosas de la nada se ha vuelto una actividad en sí misma sagrada, cuando no
sacrificial. Pero el poema o el cuadro sólo son cosas. La ansiedad del viaje y su factor
autodestructivo siguen haciendo poemas firmados por un pragmático Rimbaud. Por sí y
para sí, a solas, el poeta dispone “de todas las convulsiones humanas posibles y no
puede sustraerse a esa herencia del poder divino, que le pertenece”. Pero sabemos, por
muchos escritos futuros de Bataille, que dicha herencia es una ilusión: lo convulsivo del
animal que habla y muere no ocupa el lugar vacante de un Dios, sino que se descubre
como convulsión y creación en el simple vacío que era lo sagrado. Lo sagrado, como un
cuerpo vivo, huye hacia la muerte que se anuncia en la misma separación de su
existencia inmediata. Que lo inexistente pueda transformarse en algo sería el primer
movimiento de una dialéctica que esconde la evidencia más reacia de la historia: que
sólo en el interior del animal que habla se pueden hacer cosas con palabras, crear
objetos de la nada. Pero cuando el hablante se enfrenta al vacío que lo rodea, que lo
sostiene, cuando en su cuerpo titilan el dolor y el goce, la manía de moverse y el anhelo
de ser una cosa inorgánica, lo inexistente se le ofrece como un destino. La vieja y
arraigada creencia de diversas tribus en la supervivencia espiritual de los individuos
sería pues una forma de imaginar esta inmersión del cuerpo parlante en la inexistencia,
la autoanulación de su materia. Sólo el atomismo de Lucrecio, con su teoría de una
dispersión de la interioridad junto a la disolución del cuerpo en corpúsculos materiales,
pareciera haber visto el carácter denegatorio de toda idea espiritual.
¿Quién puede saber, a la hora de pensar la muerte, si el vacío en el que actúa llegará
a aniquilar la consagración que había puesto en lo que hacía? Sin embargo, concluye
Bataille, el artista –o cualquiera que se encuentre absorbido, fascinado por un proceso
de fetichización de cierta materia, de lo cual habría que excluir los saberes acumulables
o las fantasías de perduración, todo aquello que supondría algún sentido en la historia–
no puede abandonar la cosa que lo posee, mucho menos subordinar ese vacío que
incesantemente crea lo sagrado y lo destruye a los antiguos juicios de dependencia del
arte, un bien, una verdad, un equilibrio soñado –y que ningún sueño tiene– llamado
belleza. En este punto negativo, se acaba el ensayo de Bataille. Pero ya puede verse allí
el círculo de una afirmación: el bien no es conservar nada, sino el gasto, la dilapidación
de la energía; la verdad no se encuentra en una correspondencia de palabras y cosas, de
ideas y mundo, sino que se muestra como un puro en sí del éxtasis en un instante
privilegiado, y hasta como la pura nada del presente repentinamente sentido, como un
postulado del azar; la belleza, mostrada en cierta historia idealista del arte bajo la
especie de la armonía, se conectará con lo excrementicio, la bajeza, el reverso amorfo
de todo esquema formal. Porque, de alguna manera, este ensayo sobre lo que el arte ya
no es y sobre la liberación de lo sagrado de las tradiciones religiosas afirma una visión
del goce estético y de la crueldad fascinante del arte que apenas se deja percibir en las
ilustraciones del escrito.

***

En las notas a la edición de las Oeuvres complètes, se dice que al manuscrito de “Lo
sagrado” se añaden tres hojas que contienen una especie de esquema cuyo primer punto
anuncia: “Una búsqueda. oscuridad. Lo sagrado en realidad. ni lo verdadero ni lo bello.
ni el bien. ni siquiera en Proust.”.6 Con lo cual disponemos del esbozo de las
conclusiones del ensayo, y se nos aclara en parte su finalidad: no tanto esclarecer las
búsquedas innovadoras del arte moderno, sino más bien despejar el campo específico de
lo sagrado que no coincidiría con la estética o la ética, ni con la ciencia en cuanto
sistema de leyes de una sustancia hipotética, aunque tal vez tenga intersecciones con

6 O. C., I, 683.
todos esos ámbitos. Luego, el esquema anota cómo se abre ese espacio en la búsqueda
de lo que una historia cosificante persiste en llamar “obra”. Se trata de “La la búsqueda
de instantes privilegiados. análisis. El instante privilegiado como suerte. Espera de un
valor que se instaura. dándole un sentido al resto de los instantes sin privilegio.”. Y si
sólo lo sagrado puede responder a dicha espera, hacer del instante una suspensión del
tiempo ordinario, “en realidad este descubrimiento pone de relieve el valor esencial de
determinados elementos accesibles: erotismo / corrida de toros”. En un mundo sin
sacrificio comunitario, habría puntos esparcidos en la superficie de la práctica cotidiana
que indicarían lo sagrado, lo separado, a la manera de recordatorios o cumplimientos del
instante privilegiado. El erotismo, en la medida en que le recuerda a cada uno –si es que
directamente no le muestra a cada uno– su propia muerte, produce un hiato en el
tiempo. Pero lo afirmativo de su experiencia sería no tanto pensarla como excepción,
como accesorio o diversión para la monotonía del mundo profano, sino situarla como la
única verdad accesible, espectáculo de cualquiera para sí y donde otro al mismo tiempo
se entrevé y se esfuma bajo la brillante piel de un objeto deseado. La corrida de toros,
por su parte, menos accesible de manera inmediata, requeriría una interpretación
particular, o sea postular en ella el vestigio de antiguos rituales, de la hecatombe. Y es
sabido que Bataille y su grupo de amigos de juventud tenían una particular afición a
sostener esa lectura. Incluso sería una prueba del origen de todo espectáculo –religioso,
deportivo, artístico– en los rituales de sacrificio. La novela de Bataille Historia del ojo,
que ya mencionamos, pone en primer plano la conexión postulada entre erotismo y
muerte, entre el orgasmo y la ejecución de un ser vivo a través de la metonimia explícita
de sus escenas: huevo, testículo de toro, globo ocular enucleado.
También en el esbozo esquemático del mismo ensayo, hay una lista de posibles
ilustraciones, ya que la revista Cahiers d’artd’Art, donde se publicaría el texto, iba a
incluir algunas. Leemos: “Túmulo / Cráneos de caballos / Rayo / Erupción /
Tauromaquia / f. erótico / suplicio”. Las fotos que finalmente acompañaron el ensayo
fueron sólo cuatro: una especie de loma o montículo cuya parte superior plana está
colmada de cruces y que sería un lugar sagrado de Lituania, un campo santo. El epígrafe
de la imagen explica: “Las cruces clavadas por los campesinos no hacen más que
perpetuar el sentido de un túmulo pagano donde se realizaban sacrificios”7. La segunda
es la foto de un torero junto al animal que acaba de matar; en este caso, el epígrafe
afirma la relación de la corrida con los antiguos juegos sagrados. La tercera foto

7 Las ilustraciones con sus epígrafes se reproducen en las láminas de O. C. I.


contiene una enorme estatua fálica del siglo III a. C., y su epígrafe resulta más teórico:
“Las palabras que en diversas lenguas designan lo sagrado significan a la vez ‘puro’ e
‘inmundo’.” Por último, una reproducción de un códice de la conquista de México
donde se representa el sacrificio humano azteca mediante el arrancamiento del corazón.
Al pie, se lee: “El sacrificio humano es un sacrificio más elevado que ningún otro –no
en el sentido de que sea más cruel que cualquier otro–, sino porque se aproxima al único
sacrificio sin engaño que sólo podría ser la pérdida extática de uno mismo.”. Lo teatral
del sacrificio, en general, sólo se aboliría en la pérdida de sí. Hasta el sacrificio del ser
más semejante y más ajeno, el otro que también habla y muere, incluye esa trampa
teatral de una puesta en escena. Pero, más allá de lo visible y lo espectacular, de la
fascinación y el horror, ¿cómo pensar la pérdida y el éxtasis de una conciencia que ya
no podría pensar, que tan sólo después añora el éxtasis como un pinchazo de vacío en la
piel de la memoria?
Las notas de la edición citada, en su escudriñamiento obsesivo de los manuscritos de
Bataille, arriesgan una hipótesis sobre la conexión entre el listado y las ilustraciones
efectivamente publicadas. Obviamente, faltan los cráneos equinos, el rayo y la erupción.
Notemos de paso que la ausencia total de obras de arte, en su sentido usual, resulta
significativa cuando el artículo habla sobre el tema del arte después del fin de la
imaginería de la trascendencia. Están presentes el túmulo, la tauromaquia y el f[alo]
erótico –si completamos la abreviatura “ph.” que figura en el esbozo–, pero, ¿puede
pensarse el sacrificio azteca como un “suplicio”? La conjetura del editor afirma que el
“suplicio” sería “el del chino que reproducirán Las lágrimas de Eros”, el último libro
ordenado en vida por Bataille. Y quizás haya una conexión entre ambas ejecuciones, o
al menos Bataille conecta sus representaciones, puesto que en Las lágrimas de Eros, el
libro más profusamente ilustrado de Bataille y más pobremente escrito, menos
persuasivo porque fue redactado en condiciones de deterioro mental y físico que eran ya
indicios de la muerte inminente, figura el mismo dibujo mexicano inmediatamente
después de tres fotos de un desollamiento chino cuyo impacto dejaría huellas en varios
textos del autor. Bataille veía en la expresión extraviada del supliciado chino, al que le
han arrancado la piel del pecho y los músculos que cubrían las costillas, una especie de
sonrisa o de extremo goce. ¿Qué significa esa fotografía? Bataille no se detiene en los
atareados verdugos ni en los fascinados y en algunos casos horrorizados asistentes al
espectáculo del despedazamiento de alguien cuyo rostro sigue vivo y con los ojos
abiertos. Le interesa el éxtasis y el horror unidos en la expresión de la víctima, una
identidad de contrarios que no podría resolverse en ninguna síntesis, porque su unidad
ya es la negatividad misma de todo lo que existe. Con el cuerpo abierto, las vísceras, los
huesos a la luz, se abre una interioridad que sin embargo sólo muestra su extravío, la
pérdida absoluta de sí. El erotismo del horror revelaría así su comunidad de origen con
el sacrificio. Bataille imagina incluso lo que podría haber pensado o disfrutado Sade si
hubiese visto esas fotos demasiado reales para ser verosímiles. ¿Sería el disfrute de lo
intransmisible, como cuando sus descripciones novelescas se repiten una y otra vez en
una belleza física más allá de toda comparación y en un deleite desmedido que ninguna
palabra expresa?
¿Qué une el éxtasis de quien contempla imágenes que lo asustan y lo fascinan,
cuando en verdad se afirma allí, desde esa postura expectante, su condición separada?
Se relaciona, para Bataille, con la idea de que los cuerpos limitados, en el placer que se
pueden brindar y en el dolor que se infligen, parecen comunicarse no consigo mismos,
sino con la ausencia de límites. Tal sería la descripción del erotismo, que se comunica
con la realidad impersonal de lo sagrado en la misma medida en que separa algo que
nunca estuvo unido para postular una reunión, un efecto de comunicación en el que se
abandona la imagen del yo. Al margen del manuscrito de “Lo sagrado”, junto a la frase
que lo define como “un momento privilegiado de unidad comunal, momento de
comunicación convulsiva de lo que ordinariamente está sofocado”, Bataille anotó:
“identidad con el amor”8. El amor así, como otras formas llamadas místicas de un rapto
fuera de los proyectos más o menos claros de la conciencia, usaría la individualidad
limitada del cuerpo para pensar una unidad ilimitada. ¿Acaso el cuerpo mismo, con sus
excrementos y sus sensaciones sublimes, su incomodidad y sus goces, no es un infinito
para esa ilusión de clausura que es la mónada del pensamiento?
El libro sobre lo sagrado que Bataille planeaba en su borrador, que acaso realizó en el
despliegue de todos sus libros, pero que puntualmente debía incluir su ensayo de
Cahiers d’art d’Art “con la explicación de las circunstancias en que fue escrito”, a la
manera de una “continuación de las explicaciones de la Historia del ojo”, seguiría con
las notas de la compilación de Laure, el misterioso personaje real de la Summa
ateológica y cuya muerte cumple un papel determinante en ella, una figura a la que
podremos volver puesto que Bataille, su amante, y Michel Leiris, el íntimo amigo,
editarían casi clandestinamente los apuntes filosóficos que había dejado, en 1939,
precisamente con el título de Lo sagrado. A esta probable reunión o despliegue de

8 O. C., I, p. 684.
ciertos textos, Bataille agrega un proyecto justamente dedicado al amor: “Habría que
abordar también la cuestión planteada en la página 146 de la Edad de hombre –o más
bien continuar inmediatamente después del artículo con la cita de Leiris.” La edición de
las Oeuvres complètes nos proporciona la cita indicada y, dada la escasa circulación de
Leiris en español, vale la pena traducirla casi entera: “El amor –única posibilidad de
coincidencia entre el sujeto y el objeto, único medio de acceder a lo sagrado que
representa el objeto codiciado en la medida en que nos resulta un mundo exterior y
extraño– implica su propia negación debido a que tener lo sagrado es al mismo tiempo
profanarlo y finalmente destruirlo, despojándolo poco a poco de su carácter de
extrañeza. Un amor durable es algo sagrado que demora mucho en agotarse.”. De modo
que el amor sería entonces una quête cuyo grial se disfraza de cuerpo deseado. O más
bien: en el cuerpo se oculta lo sagrado que sería lo extraño, la pura exterioridad de otro
ser con respecto al que ama. Pero justamente el amor abre la herida, rompe la
imaginaria completud del enamorado y le ofrece una comunicación, como si lo sagrado
se volviese allí accesible. Sin embargo, la comunicación no existe, aunque todo el
impulso del que ama, del que habla para otro, se origine en ese deseo de comunicación
ilimitado. En cuanto acceso a lo sagrado, el amor implica la negación de su propio
impulso. No obstante, Leiris pareciera buscar un consuelo en una malversación de lo
sagrado que haría posible la prolongación del amor. La realización del amor, en la
medida en que profana lo sagrado, la separación que fascinaba en el otro, niega y
destruye por medio del conocimiento aquella extrañeza original que atrajo al amante.
Pero, ¿es posible en verdad conocer, profanar a alguien? Su encierro dentro de sí, la
suposición de su realidad, ¿no son una y otra vez lo sagrado? Sobre todo si no se trata
del erotismo más simple, donde todo es más directo y claro, dice Leiris, y “para que el
deseo siga despierto sólo hay que cambiar de objeto”. El problema surge cuando ya no
se quiere cambiar de objeto, cuando se “pretende tener lo sagrado en casa, al alcance de
la mano, permanentemente; cuando ya no basta con adorar algo sagrado sino que se
quiere ser para el otro, a su vez, algo sagrado”. ¿Qué significa esta ilusión de
reciprocidad? Un dios, soberano, no adora a otro dios, porque con ello dejaría de ser
soberano. El fiel no puede exigir la fidelidad de lo que adora, salvo que se trate de una
fidelidad a su propia soberanía, a su extraña arbitrariedad.
De tal modo, en lo inexplicable, en la potencial fuga sin sentido, se encontrará un
dispositivo para la perduración del amor. Entendido literalmente, dicho dispositivo se
cumpliría en la destrucción mutua, puesto que “entre dos seres sagrados uno para el otro
y que se adoran recíprocamente, no existe la posibilidad de ningún movimiento, salvo
en un sentido de profanación, de decadencia”. Entendido prácticamente, para salvar en
el ser amado algo que una y otra vez, durante mucho tiempo aunque sin contar el
tiempo, merezca, reclame ser profanado, excite hasta en las curvas descendentes de la
vida biológica un centelleo de transgresión del propio límite, el dispositivo se resuelve
con el pequeño riesgo de la huídahuida, de una revelación intermitente que se esfuma
para siempre y se vuelve presa del recuerdo. Según Leiris: “es Es el amor dedicado a
una criatura lo bastante personal como para que, a pesar de la incesante cercanía, nunca
se alcance el límite del conocimiento que podemos tener de ella”. La paradoja es que no
habría posibilidad de amar sino a criaturas así, excesivamente personales, vale decir,
incognoscibles. Y lo que no se puede conocer es una definición de lo improfanable.
En el erotismo, decimos que conocemos a alguien cuando intercambiamos roces,
fluidos, chispas de los sentidos, y es porque el cuerpo entonces abre en la pequeña
cabeza la grieta por donde ingresa lo que siempre falta, lo deseado y la ausencia en el
fondo de la noche y de las cosas. Pero conocer, que es hacer lo sagrado bajo la ilusión
del pensamiento, no sería una tarea, ni un acto, sino la marcha misma del ansia de
conocimiento tras lo particular de un ser cuyo acceso implica perderlo en la generalidad.

***

Volvamos a mirar las cuatro imágenes que Bataille eligió para ilustrar “Lo sagrado”,
y que serían fotografías, escrituras luminosas del amor, del arte, de la búsqueda de lo
sagrado que no cesa; documentos pues de la profanación de cosas que en algún
momento fueron sagradas para algunos. Sobre el túmulo de cruces lituano, nubes
blancas en el cielo: la aspiración elevada de esa meseta artificial y de las espigadas
cruces ortodoxas se contrapone a lo que esconde, lo que encierra, la simple putrefacción
de los cadáveres bajo la tierra. El serio y bien peinado torero, en su erotismo kitsch y
apolíneo a la vez, parece erguirse sobre la arena con toda la majestad del que ha matado,
pero abajo el animal le opone una carne en tránsito, una simple comida, al cuerpo
brillante del hombre; y la espada comunica la nuca del toro con la mano hábil, con la
técnica del sacrificador. El gran falo de piedra, sobre un pedestal donde se descascaran
unos relieves humanos y un hombre levanta su mano en dirección al testículo gigante
como si invocara u ofrendara algo, está cortado; la ruina que ha hecho el tiempo de esa
solemne erección antigua señalaría su carácter efímero. Nada, ni la piedra tallada,
perdura en su dureza. Por último, los aztecas y su sacrificio humano quizás estén más
cerca de una imagen imposible de lo sagrado; ahí nada se eleva, todo cae, se tira hacia
abajo; los dioses gozan con el dolor humano.
¿Qué relación hay entre la imagen y lo sagrado? En primer lugar, su ambivalencia, su
posibilidad de inversión. Lo miserable, en la imagen, puede ser sublime. A eso llamará
Bataille la crueldad del arte, su capacidad de fascinar con el horror, que una imagen
terrible cause placer. La fascinación de la historia de la pintura occidental con las
escenas de martirio, de tormentos físicos, acompaña su permanente complacencia en los
cuerpos y en su ofrecimiento a la mirada. La historia del erotismo en imágenes será para
Bataille la reunión y el diálogo, la contraposición y la conciliación de esos aparentes
contrarios, el goce y el horror, el orgasmo y la muerte. Pero también, en segundo lugar,
las imágenes se parecen, y no pueden dejar de parecerse, a lo sagrado en que mantienen
cierta dualidad suspendida. Lo alto y lo bajo siempre conviven en la imagen, ya sea
como representación perceptible de lo imperceptible, como encarnación imaginaria del
espíritu, ya sea como reducción de lo imperceptible a la pura materia. Bataille, en
algunos de sus primeros artículos en la revista Documents, habla en torno a ciertas
imágenes para empezar a pensar la transgresión a la que se ha visto reducida lo sagrado
en el presente. Pero no se trata de “arte”, sino de testimonios de lo imposible o de lo
infigurable, por llamarlo de alguna manera, en ciertas figuras antiguas o actuales. Por
ejemplo, en 1929 publica “El caballo académico”, donde opone la figura idealista,
helénica, del caballo, como representación de aspiraciones nobles, del equilibrio
alcanzado, a una imitación gala, que se reproduce en la revista, donde se percibe lo
informe y lo monstruoso que serían los presupuestos y los orígenes del animal. De
manera extravagante, casi hegeliana, Bataille supone que existen animales más
académicos, más aptos para la idealización, como el caballo y el hombre mismo,
mientras que otros, aferrados a su barro primitivo, prolongarían el espanto
desequilibrado de lo que se muestra sin forma, sin simetrías, como el pulpo o la araña.
En el caballo deforme de la antigua moneda gala, copia malograda de la noble figura
griega, se representaría “una respuesta definitiva de la noche humana, burlesca y
espantosa, a las simplezas y a las arrogancias de los idealistas”9. Pero lo que destaca
Bataille no es tanto la fácil conjetura de una alternancia entre lo ideal y lo bajo, entre lo
clásico y lo deforme, como un vaivén de la historia cultural, sino que eso también pasa
en la naturaleza. Si supusiéramos que existe un sujeto llamado naturaleza, habría que

9 En La conjuración sagrada, op. cit., p. 16.


admitir que por momentos parece buscar la forma clara, la simetría o la pureza de
líneas, y en otros casos, no como un arrepentimiento sino como un chorro de pintura
rabiosa sobre la tela clara y distinta, se dejaría fascinar por la libertad ilimitada de la
materia, sin arriba ni abajo, como si esta suposición, la naturaleza, estuviera “en
constante rebelión contra sí misma: tan pronto el espanto de lo informe y lo indeciso
desembocan en las precisiones del animal humano o del caballo, se sucederán, en un
profundo tumulto, las formas más barrocas y más repugnantes”. ¿Y qué quiere decir
entonces, para el animal hablante, suspicaz ante su muerte, el espectáculo natural? Que
la vida humana no está lejos del mismo teatro, siempre entre la forma alcanzada y la
revuelta contra lo formado, entre lo informe que se eleva y se delimita en una cabeza
pensante y lo formado que se arruina, se agrieta y se une de nuevo a la marea de donde
había surgido. En palabras de Bataille: “oscilación Oscilación rigurosa que se levanta
con movimientos coléricos y que, si se considera arbitrariamente en un tiempo reducido
la sucesión de revoluciones que han persistido sin fin, golpea y hace espuma como una
ola en un día de tormenta”. Lo que se impone en la deformación es la falta de planes, la
negación de un método racional y de una organización progresiva. Y Bataille parece
terminar su ensayo afirmando la necesidad y el retorno de la “noche humana” en sus
condiciones actuales de sometimiento a una planificación clara y sin disimulos.
Por la misma época, su original alabanza del dedo gordo del pie también proclama el
retorno de lo bajo en la obsesión oculta, no sabida, de la cabeza erguida y soñadora. Y el
desprecio, el pudor que oculta ese dedo, su olor, su trato, implica al mismo tiempo su
poder de excitación, su atracción, su transformación en fetiche. Para el fetichista del pie,
aun cuando lame extasiado, casi sin poder pensarlo ni aprehenderlo como una
experiencia memorable, los dedos de un pie, lo sagrado está ahí presente y es lo que
seduce, pero se escapa en la fuga del tiempo y nada queda de ese instante privilegiado.
Bataille insiste: abandonemos toda cocina poética, donde los débiles se entregan a sus
bajos impulsos, y veamos de frente lo bajo que nos seduce, lo real del sueño de la
belleza: “esto Esto quiere decir que somos seducidos bajamente, sin ocultamiento y
hasta gritar, con los ojos desorbitados: así desorbitados ante un dedo gordo”10. ¿Y qué es
lo que se niega en el caballo monstruoso del galo sin Estado, ni literatura ni fundación
de nada, al igual que en el dedo del pie, saliendo de su escondite de fetiche como un
reptil de su caparazón para ofrecerse a la codicia de alguien? La cabeza humana.
Al revés que en Hegel, quien veía a los dioses con cabezas de animales como un

10 IbidIbíd., p. 49. Ibid. [sin acento, en todos los casos]


estado primitivo de lo divino, lo todavía no logrado, la idea aún incompleta, que sólo en
la figura humana armónica de los dioses griegos encontraría su verdadera apariencia
sensible, Bataille piensa que lo divino revela su auténtico vacío sagrado en esa negación
de lo humano, en la reducción a cosa de un cuerpo cuya materia condena a dejar de ser.
Así, en el ensayo “El bajo materialismo y la gnosis”, de 1930, se anticipa la postulación
del dios sin cabeza como representación de una ausencia de sentido que sensibiliza y
hace sagrado todo lo visible. La materia simple, no sacralizada, mero opuesto de la idea,
sólo sería un ente abstracto sin la sangre que la sustrae de las operaciones formales,
paredes de una cárcel cuya dirección estaría a cargo de la idea más absurda y más
formalista de todas: Dios como omnipotencia de una razón infinita. Otro es el Dios
incognoscible de los gnósticos. Precisamente, lo que se puede conocer no puede
corresponder en nada a su inaccesibilidad. Y esa deidad suprema, única, se habría
retraído en su misma totalidad infinita para hacer lugar, ausentándose, a la existencia
material. Por lo tanto, la materia no pertenece a Dios, sino a oscuros demiurgos,
emanaciones monstruosas de la autonegación del ser que crearon el mundo, el hogar
informe, exiliado y mortal donde los cuerpos se dispersan. En un sentido histórico,
Bataille observa que los gnósticos eran pesimistas, con sus almas perdidas en la materia
y ávidas de acceder a lo que desde toda la eternidad se les niega; martirizados por ello,
mutilados por la locura de saberse en el mal pero sin esperanza de un bien, salvo por el
absurdo de lo absolutamente ajeno a toda experiencia. Pero en un sentido literal, cuando
ya no se espera la solución divina, la libertad de la materia que se afirma como pura
actividad de agitación, éxtasis y degradación de los seres vivos puede parecer optimista.
Se trata de una afirmación del principio activo de lo material que, en lugar de someterse
al pensamiento demasiado humano, se convierte en negación de lo que se niega en la
existencia. No habría que sostener el carácter material de lo que existe, puesto que eso
implicaría considerar la materia como cosa en sí. Pero tampoco habría que “someterse,
ni uno mismo ni su razón, a algo que sería más elevado, a cualquier cosa que pueda
darle al ser que soy, a la razón que estructura ese ser, una autoridad prestada”11. El acto
de pensar, negación momentánea de lo real que se inscribe en la muerte anticipada, debe
rendirse pues no ante lo divino de un pensamiento, sino ante lo más bajo, a lo que no
supone ningún pedestal. Si los principios del Dios ausente no ejercen ningún poder
sobre el pensamiento ni sobre el cuerpo, entonces la materia baja, lo animal, lo
monstruoso, acaso simplemente lo excretorio y lo caduco en cada uno, se vuelve una

11 “El bajo materialismo y la gnosis”, en La conjuración sagrada, op. cit., p. 62.


liberación de la cárcel formal. Lo que se traduce en imágenes por medio del bestialismo
de los dioses “materialistas” de ciertas medallas gnósticas.
Bataille publica cuatro fotos de moldes conservados en la Biblioteca Nacional de
Francia atribuidos a sectas gnósticas. La primera representa unos arcontes con cabeza de
pato; son tres cuerpos humanos de pie, que tampoco tienen manos humanas pero
sostienen una especie de báculo en sus extremidades derechas que terminan en pinzas
de dos dedos. ¿Qué oscuro, ridículo destino traman en su cónclave los integrantes de ese
triunvirato de potencias? Lo siniestro y lo cómico se esbozan en los pectorales de sus
torsos masculinos y en sus picos de palmípedo, que nos transportan desde el antiguo
pánico maniqueo a la ominosa atracción de los dibujos que animan las infancias
mediáticas del presente. Bataille no comenta los detalles, lo que le importa es lo que
falta, la figura humana, su cabeza ideal, la mirada. Si esos patos ciegos, con un pie
humano que se levanta y parece avanzar, rigen el mundo, es que no existe un sentido ni
una dirección. Súbitamente, nadie más que el delirio y el miedo humanos habrían
producido, emanado esas caricaturas de gerentes cósmicos, y la materia se entrega al
azar o a la nada. Vivimos, es cierto, en un mundo sin sentido, pero con la libertad de
tocar casi cualquier cosa para convertirla en el ojo que asistirá a nuestra muerte. La
segunda figura, “Iao panmorfo”, es el dios de la materia en devenir, un Proteo en trance
de volverse todas las cosas imaginables y que pueden caber en los dos centímetros del
sello ovalado: tres pares de patas de cabra, una serpiente que se enrosca al báculo de
mando, una cabeza de burro con rayos de sol, estrellas alrededor, otros fragmentos de
animales que quizás una mirada más experta alcance a descifrar. ¿No es la prosopopeya
pueril de la materia insubordinada, a la que todas las formas le estarían permitidas? El
tercer molde sería un “Dios acéfalo coronado por dos cabezas de animales”. Por cierto,
el dios sin cabeza termina en una especie de capitel u ornamento, a su vez descansa
sobre un cartel al estilo egipcio con figuras menores, y más abajo hay un hombre, un
cadáver quizás, acostado y con tocado egipcio. ¿Acaso el cuerpo le recuerda a la cabeza
que la muerte es lo imposible de pensar pero lo que exige pensar más allá del límite del
pensamiento? La tumba debajo del acéfalo le recuerda al sectario gnóstico su
degradación física y su muerte, pero también debería suscitar risa, llanto, maneras de no
pensar y de embriagarse en la pura evidencia de lo que existe. La última medalla repite
su siniestra miniaturización del absurdo, un dios con piernas de hombre, cuerpo de
serpiente y cabeza de gallo. ¿Por qué estas variaciones sobre el enigma del bestialismo o
de lo semihumano? Hegel decía que las esfinges miraban melancólicamente al desierto
como esperando la solución del enigma que ellas mismas representaban. Pero el hombre
que discurre lógicamente no podía surgir en ese sacrificio del presente por una eternidad
mortuoria, detenida, mero opuesto abstracto de la destrucción natural de todo cuerpo
vivo. En la lectura de Bataille, el dios monstruoso no eleva al animal a la expectativa de
la eternidad, no imanta ningún alma inmortal, sino que reduce la ilusión de continuidad
del habla, de la interioridad, a su despedazamiento fatal. Lo imposible en lo real, el dios
de sexo humano y cabeza de gallo, sin las manos que modelan un mundo práctico y
vivible, revela que lo real es imposible, no se piensa, no avanza, no espera nada. Los
arcontes absurdos no son esfinges que custodien un reposo eterno, sino alegorías de la
pura nada.
Pero los gnósticos eran creyentes. El reverso de los arcontes-patos dice:
ABAATANAABA, variante de nuestra persistente consigna para niños “abracadabra”.
El nudo de animales, el “panmorfo”, sería el “dios maldito” que se identifica
generalmente con el dios del Génesis, el creador del mundo, el hacedor de la luz y
artesano del cuerpo humano. En general, parecen amuletos, signos apotropaicos,
simulacros de gobierno de la materia o de lo involuntario. O sea que buscan la suerte.
Tal es el nombre del azar para el goce humano. Si la serpiente sibilante de la “S”ese se
sustrae, el mandato que amenaza con cumplirse, inexorable, es la simple muerte. Es
sabido que la “Summa ateológica” de Bataille, que desemboca en la afirmación de una
“voluntad de suerte”, puede leerse como una larga meditación sobre la muerte.

***

Los escritos de Bataille no pueden leerse sino empezando casi gratuitamente por un
texto cualquiera. Sin embargo, este método rigurosamente ametódico revela en cada
ocasión una insistencia en ciertos temas y sobre todo una manera de abordarlos que
señalan un pensamiento sostenido. Por supuesto, no se trata de un sistema de
pensamiento, sino de un pensamiento sobre la experiencia, pero no sólo sobre la
experiencia de pensar, pues eso haría de Bataille un “filósofo”, más bien al contrario, su
base estaría en una experiencia de lo no pensado, e incluso de lo impensable. De allí que
en muchos de sus escritos parezca haber una estructura binaria –lo alto y lo bajo, lo
académico y lo monstruoso, lo útil y lo gratuito, la producción y la pérdida, etc.–, pero
lo que en realidad se describe son los límites de un orden más allá del cual comenzaría
lo ilimitado. Lo ilimitado es lo que no tiene definición y sólo se muestra bajo una forma
negativa, que en muchos momentos asume su aspecto de figura retórica: negar para
afirmar algo que se esconde detrás de lo negado. En un texto titulado “El obelisco”,
publicado en la época del Colegio de sociologíaSociología, en 1938, lo negado se piensa
primero a través de una parábola de Nietzsche sobre la muerte de Dios. En ese
fragmento nietzscheano, un loco llega a la plaza pública en busca de Dios, lo que suscita
la risa de muchos de los que estaban allí reunidos, puesto que no creían en Dios. El loco
entonces anuncia que hemos matado a Dios. Pero no como un antiguo profeta que acusa
a los otros de esa muerte y que vendría a restituirle una vida renovada, una nueva fe,
sino como uno más de los asesinos de Dios. ¿Cómo sucedió esa muerte? No se sabe. El
carácter inconsciente de la muerte de Dios es uno de los problemas de Nietzsche que
Bataille no deja de retomar, pues ese hecho inconsciente tiene consecuencias que se
expresan en estas preguntas irresolubles: “¿Pero cómo lo hicimos? ¿Cómo pudimos
agotar el mar? ¿Quién nos dio un borrador para suprimir el horizonte entero? ¿Qué
hicimos cuando separamos esta tierra de su sol? ¿Adónde se dirige ahora? ¿Adónde nos
dirigimos? ¿Lejos de todos los soles? ¿Acaso no estamos cayendo sin cesar? ¿Hacia
atrás, de costado, hacia delante, de todos lados? ¿Todavía existen lo alto y lo bajo? ¿No
somos llevados al azar en una nada sin fin?”.12
No obstante, más allá de Nietzsche, este movimiento en el vacío helado del espacio
afecta igualmente al que hace las preguntas. Es un loco, no un filósofo. La existencia
humana, reducida en cada individuo a las atracciones que sufre o que produce en otros,
se torna aisladamente una sombra, “menos que partículas de polvo”, dice Bataille. Esa
fugacidad, ese torbellino de polvo que constituye cada vida es apenas la encarnación
provisoria de lo humano, no tiene nombre, y sólo encuentra su centro, la ilusión de un
eje en torno al que gira, en la agitación de multitudes innumerables. Esa es la
experiencia no pensada. Bataille afirma en otro texto de la misma época, “La suerte”,
que “la existencia no es verdaderamente humana sino en la medida en que puede darse
un sentido”13. Pero el sentido siempre es ilusión, una explicación utilitaria, razonable, de
la pura suerte. El vacío alrededor del cual gira la vida, sin sentido, le comunica a la
agitación que la precipita rumbo a su final un sabor acre, áspero, una percepción de algo
inimaginable que corroe toda imagen y que le da su atracción gratuita a esas mismas
imágenes. Algo sagrado se desprende del sinsentido de la agitación de la vida, en la
medida en que se trata de algo separado de las atribuciones de sentido. Bataille escribe:

12 O. C., I, p. 502.
13 O. C., I, p. 541.
“Cada individuo no es más que una de las partículas de polvo que gravitan en torno a
esa existencia acre.” Pero el vacío que está en el centro es representado por su negación.
El obelisco, monumento a lo imperecedero, a lo que permanece fijo, mientras las
generaciones humanas nacen y mueren, pululan a su alrededor sin prestarle atención,
representa la negación más calmada, más inexpresiva, de la muerte de Dios. Viene a
decir: el tiempo, esto que pasa, la agitación sin sentido, no modifica el lugar único,
unificado de un soberano. Sin embargo, a diferencia de su origen egipcio, en que
pirámides y obeliscos se yerguen como imágenes de la eternidad, como negaciones y
justificaciones de las vidas consumidas en edificarlos, por el contrario, en una época
burguesa ya sólo se trata de glorificar un desafío al tiempo. Su mismo carácter
inmutable se sostiene en la mutación constante de las vidas que pasan a su lado y que
preside desde lo alto. Testimonio de un orgullo, aunque también anuncio de su duración
histórica, el obelisco moderno le revelaría a quien lo mirase de frente el carácter tóxico
del eterno retorno. Pero sólo se trataría de un loco, objeto de risa en la plaza pública,
para el cual fácilmente se levantaría un escenario de escarnio. Según Bataille: “Los
sitios destacados responden de esa manera burlona y vaga a la insignificancia de las
vidas que gravitan en su órbita hasta perderse de vista; y el espectáculo no cambia sino
cuando la linterna de un loco proyecta su luz absurda sobre la piedra.”. En ese
momento, visto así, como una cosa fijada desde el fondo de los tiempos, el obelisco
parece dominar la fuga enloquecida de las épocas. Pero en verdad es un recuerdo de esa
misma fuga, una memoria de la desaparición de toda época y de todo enjambre humano.
¿Quién recuerda? El loco, el separado, el momentáneamente sagrado. Allí se anuncia, en
público, un umbral después del cual se hace preciso lanzarse adonde ya no hay
fundamento ni medida. ¿Qué sería lo sagrado en esta quizá demasiado plástica
oposición de Bataille entre el obelisco y la muchedumbre agitada de transeúntes?
Ninguno de los dos polos, sino las maneras en que ambos comprueban la ausencia, la
muerte de Dios. El obelisco señala la eternidad con una fecha como la opaca,
inconsciente ilusión de una época fijada. El enjambre humano ignora que su agitación
no se dirige a ninguna parte, no tiene una meta, ni otra vida que su mismo movimiento
inconsciente.
Lo persistente en la parábola de Bataille es la idea del enjambre social, que en
algunos textos suyos se acercará a la analogía con la galaxia, es decir, algo, un ser
compuesto por partes que no forman un todo definible. Sin embargo, lo sagrado, que
une al enjambre, que atrae los cuerpos de algún modo, no se percibe más que
individualmente.
Cuando Michel Leiris decide apartarse del Colegio de sociología Sociología y le
envía una carta a Bataille con sus observaciones epistemológicas, sobre la poca relación
de los intereses del Colegio con los estudios más coherentes y consecuentes de la
sociología francesa y de la etnografía, la respuesta de Bataille es clara y despeja el
malentendido: “Cuando usé por primera vez la expresión de sociología sagrada, no
pensé que la disciplina definida por esos términos se situara exactamente como
continuación de la tradición sociológica de la escuela francesa. En mi opinión, la
experiencia que cada uno de nosotros podía tener de lo sagrado conservaba una
importancia esencial.”.14 Se trata de experiencias que se le ofrecen a cada uno como lo
sagrado fuera de toda religiosidad: el éxtasis, la embriaguez, la opacidad del rostro
ajeno y el misterio de la comunicación. Son los agentes inasibles que concentran al
enjambre humano. Aunque no se remiten a un orden, un esquema, sino que se arraigan
en la separación absoluta de cada elemento, partícula, ser. Por eso una figura repetida de
lo sagrado en Bataille, como experiencia absurda, estética en cierto modo, de la
ausencia de Dios es la imagen de la mosca o de la avispa, insectos efímeros, lejos de la
más mínima sospecha de pensamiento, que pondrían en escena la insignificancia de toda
existencia. Sólo que “un hombre puede reconocer el abandono en que se encuentra. El
universo lo ignora al igual que un vidrio ignora la avispa que se estrella contra su
superficie ilusoria. El resto de los hombres también lo ignora: los rostros que se abren
en apariencia tal vez no son más penetrables que el vidrio.”15 Esta cita pertenece a un
breve texto titulado “El paisaje” de 1938. En las notas de la edición de las Oeuvres
complètes, se consigna que el manuscrito original decía “mosca” en lugar de “avispa”.
Más allá de la equivalencia de los insectos en cuanto tanto metáforas de la fugacidad o
lo ínfimo, habría que señalar al menos dos rasgos diferentes entre ambos términos. Por
un lado, las avispas pueden formar enjambres y de algún modo reflejarían la analogía
con la forma corpuscular de fuerzas centrífugas y centrípetas que Bataille parece atribuir
a las sociedades. Y por otro lado, el cuerpo de la avispa, más agresivo, más redondeado,
en última instancia suicida, tiene para Bataille una tradición personal. En la novela
inconclusa Julie, escrita alrededor de 1944, la protagonista femenina, borracha,
abandonada al sueño después del sexo, es comparada con una “avispa” por la forma en
que su cintura acentúa el ensanchamiento de las nalgas y por la animalidad que

14 Bataille, Leiris, Échanges et correspondances, ParisParís, Gallimard, 2004, p. 129.


15 O. C., I, p. 521.
recuerda. “Julie en ese momento: avispa herida, exhibición de carne. La embriaguez le
daba una majestuosidad animal: ¡impudor, majestad de las bestias!”16
Además, la “mosca” sustituida, antiguo signo de lo efímero de la vida terrestre,
memento mori de la pintura barroca, tiene su tradición más reconocible en la filosofía
materialista y atea de un Diderot, por citar sólo un ejemplo, que en su Carta sobre los
ciegos compara la creencia de los hombres en un orden estable del universo con las
suposiciones religiosas que haría una mosca efímera si pudiera transmitirles a otras
moscas sus experiencias sobre la permanencia de un cuerpo humano. También en
Diderot podían encontrarse ya las analogías de la sociedad con un torbellino de
corpúsculos e incluso de cada ser con un cúmulo de partículas concentradas pero
prontas a disolverse llegado el momento, analogías que recuperan las imágenes de la
filosofía atomista de Lucrecio. Salvo que a diferencia de la mosca o de la avispa, en el
momento de morir, el hombre puede percibir esa insignificancia. Es un momento de
conciencia de lo impensable. Según una frase tachada del mismo texto “El paisaje”, es
“el hastío [lo que] permite finalmente percibir desnudo el vidrio contra el cual los
esfuerzos desordenados han chocado en vano”. Y en la versión publicada de esta misma
frase, leemos: “El hastío ya no permite seguir chocando con fervor contra el vidrio.”.
Este cansancio, este abandono de la vida de alguna manera le daría al hombre la
posibilidad de conectar el universo con la mirada sin esperanza y vacía de todo
entendimiento de la avispa que muere. El aburrimiento, otra experiencia de lo sagrado,
del apartamiento, que aún resiste a la homogeneización general de las actividades
posibles, le daría un sentido al sinsentido del insecto, puesto que pone ambas muertes, la
humana y la animal, dentro de una analogía. Pero si bien la mosca teológica del barroco
le recordaba al pecador que debía arrepentirse, porque la vida es breve y todo lo terrenal
desaparece, la avispa del fin de los tiempos, tras la muerte de Dios, con su aguijón
ardiente que implica la existencia sin sentido, recuerda la destrucción como destino de
cada ser y estimula la comprensión, la revelación y la embriaguez del instante presente.
El hombre hastiado, dice Bataille, “se encierra en un silencio grave, y con una alegría
que lo angustia apoya el pie desnudo sobre el suelo húmedo para sentir que se hunde en
la naturaleza que lo aniquila”. Los lectores de “El dedo gordo” recordarán de qué modo
en Bataille la presencia de lo bajo, el pie, el barro que pisa, la desnudez que oculta, se
oponían a lo alto, la cabeza descubierta, el ideal de una mirada. De alguna manera, el
pie desnudo le recuerda a la cabeza pensante la mortalidad del cuerpo, el animal que va

16 O. C., IV, p. 114.


a morir más allá y más acá de todo pensamiento.
En un proyecto de prólogo inconcluso para su nouvelle El muerto, Bataille describe
el estado enfermizo, a la vez febril y excitado, en que se hallaba cuando concibió ese
relato. En dicho fragmento, que cuenta hechos de 1943-1944, Bataille refiere uno en
particular que parece conducir al abandono de la filosofía. Un día escucha la caída de un
avión alemán y se dirige al lugar. Ve los árboles derribados por el impacto. Y su mirada
se fija en el pie de un tripulante que había sido desnudado por la rotura de su zapato.
Sólo ese pie estaba intacto en un paisaje de cabezas quemadas y restos informes. “Era la
única cosa humana de un cuerpo y su desnudez, amarronada, era inhumana”, anota
Bataille, que dice haberse quedado allí inmóvil puesto que el pie descalzo lo miraba. En
esa mirada muerta, se le revela la verdad, que es una sola, una violenta negación. “La
verdad no es la muerte: en un mundo donde la vida desapareciera, la verdad sería en
efecto esa ‘cosa cualquiera’ que sugiere una posibilidad pero que, al mismo tiempo, la
sustrae.”17 En el mundo vacío, vaciado de mí que soy el que lo piensa, persistiría lo
indefinido de una posibilidad, el azar eternizado, pero esto sería una simple idea. En el
yo, en el que escribe, la percepción del pie descalzo, calcinado, “anuncia la desaparición
aterradora de ‘lo que es’”, y en adelante ya no podrá ver más “lo que es” sino “en la
transparencia del pie que anuncia su aniquilación”. Esa cosa muerta que ya no dice
nada, que se separa del sentido pensable de una vida, en el mismo momento en que se
hunde en el barro, en la nada, en ese rato en que arde buscando la materia informe, el
retorno a lo inorgánico, muestra lo que existe, lo que hay. De esta experiencia, difícil de
compartir porque remite a la intuición de lo sagrado, lo inmundo y lo separado, lo
glorioso y lo desprendido, no se deriva la adquisición de un objeto para el pensamiento,
salvo que se postule la negación de todo objeto como impulso para pensar.
Inmediatamente después, Bataille cuenta sus lecturas de filosofía casi abandonadas:
“Sólo tengo la certeza de haber arruinado en mí aquello que hizo que en otro momento
leyera a Hegel […]. Pero lo que me quedó de eso en primer lugar fue un violento
silencio.”. En este mutismo alcanzado, en esta lasitud, lo banal y lo sublime se reúnen,
como para el que contemplaba con hastío la muerte de un insecto, la falta de sentido de
la mera vida orgánica. ¿Qué se hace presente en esas escenas, quizá demasiado
dramáticas, frente al pie del alemán muerto, hegeliano, frente a la mosca espontánea,
epicúrea, frente a la avispa que corre hacia su fin con una inexplicable filosofía de la
vida? Como en la parábola que se imagina representada alrededor del obelisco, signo

17 O. C., IV, p. 365.


permanente de lo pasajero y lo fechado, se trata de la loca percepción de la ausencia de
todo principio divino. Tal ausencia implica también la desaparición de un sentido
humano. Reemplazar el servicio a Dios por unos servicios al hombre sería el engaño, la
sustitución de elementos que deja intacta la forma jerárquica de su funcionamiento
efectuada por un ateísmo ingenuo. Pero, ¿es posible vivir sin servir a nada? ¿No es esta
pregunta un pensamiento que sirve para entender algo? Y si la inteligencia de una
experiencia en cierto modo anula su inmediatez, su violencia y su negatividad, de todos
modos no habría otra forma de hacer la experiencia que no fuera describiéndola. Por lo
tanto, lo imposible de decir sigue siendo lo único que importa decir. Y dado que no hay
ideas para lo imposible –porque toda idea desmaterializa la experiencia, uniendo lo que
siempre estuvo separado–, habrá parábolas, analogías, imágenes.
En un escrito de 1947, “La ausencia de Dios”, que es una sucesión de aforismos o
miniaturas que aluden a la nada contenida en su título, encontramos los siguientes temas
de meditación: tropezarse en la noche y sentir que el suelo nos falta debajo de los pies;
ser deslumbrado por un objeto que al mismo tiempo decepciona sin medida; no leer, no
saber, no responder; la melancolía de no ser ni Dios ni una ostra; llorar y reírse. A
continuación, las dos últimas escenas nos devuelven al mundo de los insectos. En la
primera, Dios enloquece y sueña que es un enfermo comido por las chinches. Luego se
convierte en una chinche que el enfermo aplasta entre sus uñas. ¿Qué quiere decir esto?
El mismo Bataille parece responder que si lo supiéramos no existiría la pregunta. El
sueño de la muerte de Dios, ese insecto pensado por la conciencia de repente surgida en
el animal cualquiera que empieza a hablar, no es más que un espacio infinito, vacío,
apenas teñido por la confusión y la furia, el inexplicable deseo de perseverar y el
inexplicable anhelo de dejar de ser que el pensamiento niega por igual. La otra escena
que se contempla es la muerte de una mosca que ha caído en la tinta. Prescindamos de la
fácil alegoría del escritor y el naufragio de su vanidad siempre destinada piadosamente
al olvido. Bataille piensa desde el punto de vista de la mosca agonizante, lo que
continúa una antigua ficción filosófica. “Para una mosca caída en la tinta, el universo es
una mosca caída en la tinta, pero para el universo la mosca es ausencia del universo,
pequeña cavidad sorda ante el universo y por la cual el universo se sustrae a sí
mismo.”18 La misma desaparición del todo que se manifiesta en lo insignificante
pareciera darle valor de totalidad a cada instante, es decir, a lo que no tiene sentido
porque se consume en sí mismo, no lleva a nada ni proviene de nada.

18 O. C., XI, p. 230.


Otro escrito del mismo año, “La ausencia de mito”, desarrolla dialécticamente el
misterio por el cual una mosca haría desaparecer el universo a la vez que lo vuelve
perceptible como materia, como no-saber. Ahí escribe Bataille: “La ausencia de Dios no
es más el cierre: es la apertura de lo infinito. La ausencia de Dios es más grande, más
divina que Dios.”.19 Y su consecuencia inmediata, o más bien su efecto sin
consecuencia, sin previsibilidad, sería la desaparición del yo. A la espera de tal pérdida
de sí, el que escribe encuentra una promesa de felicidad. Mientras tanto, la ausencia de
mito –que también es un mito– se expone como un correlato en el ámbito de la palabra
de la experiencia de la ausencia de Dios. El mito de la ausencia de mito, por el cual se
revela la ruina de lo que existe, su vacío originario convertido en absurdo final, sería “el
más frío, el más puro, el único verdadero”. ¿Acaso también la ausencia de Dios sería un
dios “verdadero”? En todo caso, bajo sus diversas formas, como ausencia, mosca o
acéfalo, sigue realizándose en las hierofanías, en la glorificación y en la profanación
simultáneas, del erotismo, la angustia, la risa y la pérdida del sentido.

***

En 1930, también en Documents, Bataille había publicado un artículo titulado “El


espíritu moderno y el juego de las trasposiciones”, cuyas dos ilustraciones eran fotos de
un papel engomado con moscas muertas y una capilla romana de monjes capuchinos
que está decorada con los huesos de los frailes a los que sirvió de tumba. ¿Cuál sería la
modernidad en esas moscas pegadas a la inexorable trampa adhesiva y a la vez en las
guirnaldas de partes de esqueletos que dibujan curiosos arabescos en la capilla
mortuoria? En todo caso, las trasposiciones que el espíritu moderno recupera en el arte
serían un violento transporte de los símbolos, las imágenes acuñadas en la cultura a la
esfera de las emociones, de las obsesiones más íntimas. Pero esto ocurre porque antes,
en la vida cotidiana, se ha olvidado toda significación interna, perturbadora de lo que se
ofrece a la vista. Y lo que debería perturbar termina siendo indiferente incluso para los
ojos del arte. Así, la mosca y los huesos, reunidos al azar para ilustrar el artículo, darían
la medida de la impotencia del presente para salir de sus vías tradicionales e imaginar lo
que no tiene ningún sentido, un más allá de todo símbolo. Las escasas formas que
permitirían disponer, según Bataille, “del terror causado por la muerte y por la

19 O. C., XI, p. 236.


podredumbre, la sangre derramada, los esqueletos, los insectos que nos devoran”20
aparecen sólo de una manera retórica. La mosca, en lugar de amenazar con su inmundo
hambre de putrefacción, de significar apenas la nada de cualquier cosa frente a la
materia casual, se ha vuelto símbolo: es la vida efímera, el “acuérdate de la muerte” que
una filosofía degradante de las sensaciones actuales usa para el bajo continuo, el
zumbido de su canción triste.
Justamente, el desinterés equivalente que suscitan las moscas muertas y los
esqueletos decorativos indicaría el empantanamiento al que se enfrentan quienes tienen
que “manipular y transformar los tristes fetiches todavía destinados a conmovernos”. Al
contrario que en una tribu cualquiera donde la sangre y los huesos rompen la
regularidad de los días, en una fiesta cuya enormidad se notaba en lo indescriptible de
su advenimiento para el que participaba en ella, para nosotros los modernos, que
gozamos de numerosas muertes y restos, el contenido de los días siempre iguales se
pierde como en un barril agrietado. El mal de morir a cada instante, que se experimenta
sin saberlo en esa fiesta perdida, sólo aparece de forma negativa en el higienismo diario
y diurno del hombre actual. Pero la mugre y la noche están fuera de lo visible, aun
cuando su intensa atracción se revele apenas se raspa la corteza de los intereses
inocentes, las cosas que hacer, las preocupaciones familiares. Preferimos pues la vida
que se olvida de sí misma, cuando su verdadero sentido apuntaba a una imagen
grandiosa de descomposición y peligro. Nosotros, dice entonces Bataille, servimos a los
dioses de lo negativo, las cosas fabricadas para olvidar el acercamiento a la muerte. “Tal
servidumbre se prolonga en todos los lugares adonde un ser normal todavía puede
dirigirse. Entramos a la galería de arte como quien va a la farmacia, en busca de
remedios bien presentados para enfermedades confesables.” ¿Y no son acaso
inconfesables las figuras que quisiéramos ver pero que están en el reverso de las mismas
imágenes claras de la calle y sus ocupaciones? ¿No es la noche la que expulsa con
sangre el nacimiento del día? Bataille contesta: “sólo Sólo en una oscuridad completa es
posible encontrar lo que uno siempre buscó”. En esa oscuridad, no habría ya
representaciones, es decir, trasposiciones que iluminan la obsesión personal con un
repertorio de símbolos. Y sin embargo, el impulso de pintar o de escribir en el presente
se esconde más allá de las trasposiciones, de cuadros y libros, y se arraiga en una
necesidad muy distinta al intercambio de valores simbólicos.
La inspiración, por usar otro viejo símbolo, no sería pues algo que se insufla en el

20 O. C., I, p. 272.
interior de un ser hablante, como un hálito vital que divinizaría la carne, sino más bien
un viento nocturno que empuja y arrastra el cuerpo y lo enfrenta a su mortalidad. Ahí,
en su noche particular, se muestra lo sagrado, eso que sustituye al animal que muere en
el sacrificio justo en el momento en que su sangre se derrama; pero es también lo que
nunca está presente aunque le dé por instantes a la vida activa la suspensión de todo
proyecto, donde se cumple la presencia. Bataille dirá, en muchos textos, que se trata de
pensar “lo que es”, “lo que hay”, pero sin las trampas del pensamiento, sin atributos ni
construcciones. Nada más difícil de pensar, aunque nada debiera ser más fácil de
experimentar, puesto que “lo que es”, en el plano del saber, es un saber de nada. Es la
existencia como soberanía que no se somete a ningún proyecto, que no puede ser
utilizada sin desaparecer. Para el habla y el pensamiento, es una ventana que se abre a la
noche, aunque también indica el encierro de quien no puede salir de su discurso, de su
vida discursiva o simplemente activa. En el artículo sobre las trasposiciones, la intuición
de conmociones soterradas, causa de todas las imágenes pero también lo escondido en
ellas, se describe como una voluntad súbita, “una ráfaga nocturna que abre una
ventana”, para vivir de otro modo, “sacando bruscamente los tapices que ocultan lo que
a cualquier precio no habría que ver, una voluntad de hombre que pierde la cabeza, la
única que puede permitirle enfrentar lo que todos los demás eluden”21. La trasposición
de los símbolos a un nuevo lenguaje, si a eso lo llamamos un espíritu estético moderno,
no puede satisfacer esa necesidad violenta a la cual sólo le ofrece pinturas y poemas.
Aun cuando sin duda la violencia de la misma trasposición, su novedad, señala el
mundo oscuro, no representado, de la necesidad vital de la noche. Cuando la cabeza
deja de controlarlo todo, o más bien cuando se desvanece la ilusión de un control y unos
planes, cuando el habla trastabilla, aparece lo no sabido que es el fondo de todo lo que
se sabe y se busca. Una risa enloquecida es entonces el principio de la muerte. Y la
pequeña muerte del cuerpo hace latir sus partes con señales insignificantes, sin palabras,
rodeado aun así de palabras: deseo, fetiche, goce. O en otro idioma: tortura, risa,
comunicación.
Más allá de las trasposiciones, del juego representativo, algo quedaría si se
suprimiera su servilismo, su dicción repetida. Y aunque ese residuo, según Bataille, no
se puede llegar a representar, las obras que aspiren a utilizarlo para responder a sus
necesidades artísticas deberán clasificarse según “contengan más o menos aquello
horrible que tiene dicho residuo”. Y aunque ese punto no pueda ser aislado; de hecho las

21 O. C., I, p. 273.
fotos de moscas y huesos se ordenan en una simetría y siguen siendo diseños, incluso
triviales; Bataille señala que sería la manera de atender a la violencia del presente. La
inmersión en la historia del arte es una forma de la muerte, pero no de risa, sino de una
petrificación que aplastó la existencia y se niega a soportar el brillo de lo que hay. Así,
cuando una obra no se dirige al público iniciado, culto en el sentido vacío, utilitario de
la palabra, “sino a las emociones más desgraciadas o más disimuladas de un hombre,
podrá entenderse fácilmente que una razón muy distinta a la facultad de perderse en el
juego de las trasposiciones más inauditas o más maravillosas impulsó a pintar o a
escribir…”. Las facultades, las habilidades no dejan de ser retóricas, es decir, partes de
un habla ordenadas en un todo que se inventa y dispone a priori, un proyecto. Lo que
importa es el origen del impulso, la experiencia que no forma nada, el residuo de la nada
que está en el origen de cada uno y que aparece, en lo imposible de ser recordado, como
anticipación imposible de la muerte. Esto es una locura, en parte, porque el proyecto es
el mundo normal, implicado en su racionalidad, en su actividad aparente. Pero no sólo
detrás, sino debajo y arriba de ese mundo de cálculos inocentes, está la explicación y el
sentido de la vida que no vale nada, en el “delirio de los convulsionarios”, anota Bataille
en un pasaje inédito del manuscrito de su artículo. “Sin duda que desde hace mucho
tiempo se ha dicho que la locura maneja el mundo, pero al mismo tiempo es posible que
lo digamos, que nos refiramos sin broma a lo que pasa realmente en los asilos que no
están lejos de la calle.”22 El mundo estaría loco de olvido, se toma en serio lo poco que
existe que puede asumir un sentido práctico. Pero tras ese olvido hay un terror, revelado
en las risas nerviosas que asaltan a cualquiera en sus momentos de estupor, de
anonadamiento. Las imágenes son visibles en tal sentido: avergüenzan, asombran,
anuncian la falta de sentido. La trasposición devuelve esa impresión de angustia o de
alegría, de ambas a la vez, a una clase de sentido. Pero la vida misma se escapa de la
trasposición de las imágenes; ya lo sagrado abandonó la apariencia. Sin embargo, lo
particular, las cosas, los animales, los fascinantes otros de la propia herida, pueden ser
lo sagrado en la medida en que no tienen ningún sentido, no son generalidades. La
trasposición de la experiencia intensa al arte parecería un dispositivo análogo a la
utilización de lo sagrado por la religión. Lo particular, lo deseable no es generalizable,
es la cosa del momento privilegiado, lo que allí se disfruta y se pierde a la vez, tal como
lo sagrado, lazo común ante la simulación o la efectuación de una muerte, no se
despliega en las fábulas de un Dios. Por supuesto, toda imagen puede ser sagrada, ya es

22 O. C., I, p. 656.
por definición una separación del mundo, una contemplación; y en la medida en que se
contemple con suficiente estremecimiento, entre carcajadas o espasmos de miedo, se
convierte en el lugar de algo presente, sagrado, aunque sólo sea su abstracción, su
figura, su fetiche. Las imágenes, como el uso inútil del lenguaje por la poesía, que
sacrifica las palabras al separarlas de su sentido común, son residuos de lo sagrado y
pueden volver a serlo para alguien, para algunos. La experiencia subjetiva, lo individual
de nuestros placeres, conspira contra ese retorno de lo sagrado en un punto cualquiera
del tiempo, en la detención absoluta de una cosa. Lo sagrado requiere de la
comunicación, en cuanto conexión de seres por su propia incompletud, no en tanto que
transmisión de mensajes, órdenes y proyectos. Por lo tanto, las reflexiones de Bataille
sobre lo sagrado apuntan a una especie de comunidad. ¿Cómo establecer entonces una
noción de lazo social que se define por algo indefinible, incluso inconfesable? ¿En qué
medida lo sagrado, que pega a los seres en un conglomerado móvil, podrá ser lo común
y al mismo tiempo lo absoluto, como la muerte para cada uno? Preguntas cuya falta de
respuesta no le impidió a Bataille explorar una visión de lo social antieconomicista,
fundar un colegio de sociología efímero, soñar con una conjura amistosa para que la
materia prevalezca, el cuerpo se extravíe, la alegría le diga “sí” a todo lo que muere pero
está presente, ahora mismo.
2. El gasto o la poesía

En “La conjuración sagrada”, suerte de manifiesto inaugural de la revista Acéphale


en 1936, aparece, entre Sade y Nietzsche, un epígrafe de Kierkegaard que dice: “Lo que
tenía un aspecto político y creía ser político, un día se descubrirá como movimiento
religioso.”23 Por lo tanto, la conjura que se emprende –y toda revista a tal punto gratuita
se asemeja a una conspiración secreta, una tentativa de modificación del mundo–
pareciera desprenderse de las actitudes políticas, buscando más bien en un pensamiento
sobre la comunidad alguna base para otro tipo de sociedad. No se trataría pues de
expresar tan sólo ese pensamiento, ni mucho menos de intervenir en el espacio del arte o
de la literatura. La revista misma es innecesaria, pero ¿acaso no es lo necesario,
producir y comer, un ámbito que se identifica con la nada? Más allá de la reacción ante
lo odioso de una sociedad, más allá de la agitación política, la nada de las actividades
comunes deberá chocar contra algo distinto, ¿qué cosa? “Somos ferozmente religiosos”,
aúlla el manifiesto de los conjurados. En la misma medida en que las religiones se han
visto reducidas a la nada de satisfacer alguna oscura necesidad, un viejo vicio humano,
la ferocidad implicará la apertura de un vacío, una oscuridad total, la falta de caminos.
La ferocidad quiere decir que no se ha de instaurar nada, nada se fundará a partir del
estado de apertura que se busca, que se proclama. El mundo en que se está, disfrazado
de civilización ilustrada, enceguece con sus luces pero sólo para alumbrar las líneas de
montaje, las cajas, la circulación de un punto a otro, desde el suplicio de perderse hasta
la perdición del tiempo laboral. Ese mundo que no puede ser amado, donde lo único
amable es la insuficiencia, la fragilidad de cada individuo, “representa solamente el
interés y la obligación del trabajo. Si se compara con los mundos desaparecidos, resulta
odioso y se muestra como el más fallido de todos. En los mundos desaparecidos, fue
posible perderse en el éxtasis, lo cual es imposible en el mundo de la vulgaridad
instruida.”.
¿Qué significa ahora ese éxtasis que fue posible en otros mundos? ¿Cómo se muestra
en el presente? Llama que arde en el centro de todo pensamiento que no encierre un
fragmento muerto; deseo que fascina y se extravía; baile del fanatismo que torna
incierta cualquier certeza previa; visión de lo que existe lejos, detrás de la mirada
embobada de quienes sólo hablan y creen en la existencia del mundo. De hecho, el
éxtasis es la prueba de que no hay tal mundo. Las prácticas del éxtasis no entran en la

23 La conjuración sagrada, op. cit., p. 227.


órbita de los pasatiempos que aureolan el mundo organizado para distraer de su tracción
mecánica hacia lo insignificante. La aparente insignificancia del arte o del goce
“religiosos” oculta apenas la explosión que demuele toda justificación utilitaria de las
cosas usuales. ¿En qué se apoya ese mundo, tedioso y opresivo, simplificador? En la
cabeza imaginaria del ser hablante. Por lo tanto, antes que una rebelión en las ideas, una
modificación de lo pensado, se trata de salir de lo racionalmente pensable. El acéfalo es
la negación de la cabeza humana, que simbolizaba la idea de que el universo mismo
estaba encabezado, tenía una dirección y una jerarquía. Hay una arjé, por cierto, un
poder que se funda en la absoluta soberanía de las cosas en cuanto materia del azar y en
la soberanía del acto que no sirve para nada. Pero esa potencia, pura ferocidad, no está
ordenada, no es presidida por una cabeza. La misma ausencia de cabeza del dibujo de
André Masson para la revista es la afirmación de una potencia amorfa, o que tiene la
forma disonante, baja, de las partes del cuerpo menos ennoblecidas por los ideales
armónicos. En el centro del dibujo, se transparentan los intestinos del acéfalo, un dios
con un laberinto de tubos blandos, sin centro y donde la salida obvia es la degradación
más que la sublimación. Que el universo no tenga un sentido libera al mismo tiempo lo
que queda de la cabeza humana. El dios acéfalo parece afirmar ese sinsentido final de
todo y le quita a la cabeza humana la servidumbre de tener que darle un sentido al
universo. Así, libre, la existencia es un juego, dice Bataille. “La Tierra, mientras sólo
engendraba cataclismos, árboles o pájaros, era un universo libre: la fascinación de la
libertad se ensombreció cuando la Tierra produjo un ser que exige la necesidad como
una ley por encima del universo.”
Sin embargo, la libertad de la pura materia persiste en ese ser absurdo, angustiado
por la distancia que lo separa de los otros seres, de los que se alimenta pero a los que no
puede parecerse; tras la angustia, pinta y habla para acercarse a lo incognoscible, a la
inmediatez, al instinto que se satisface sin mediaciones, y entonces reencuentra la
libertad: parecerse a su propia negación. Lo inhumano, lo que no habla y no tiene
ningún sentido, le abre el camino a la íntima libertad de no ser, no querer ya nada. Es
una fuga del pensamiento, la ventana abierta a la noche que un niño puede ver como la
revelación de la gran farsa del mundo. Frente al espacio vacío, inexplicable y absurdo,
infinito si tan sólo pudiera pensarse en la falta de límites, el niño ve la ilusión de la casa,
de los hábitos, la lengua y el nombre. ¿Quién sabe lo que está esperando ahí? ¿Que le
indiquen que ha sido depositado por arcontes absurdos en un juego obligatorio y
aburrido? ¿Que la angustia se transforme en risa? Para quien sigue negando la ilusión
del sentido, las alienaciones, los consuelos de dioses organizadores o estructuras de lo
real, el juego se torna cruel y jubiloso a la vez. Se piensa entonces hasta el extremo lo
que hay, lo decible y lo vivible, para después destruirlo todo de un golpe. Así, mejor que
matar una figura cuyo cadáver habrá de pesar eternamente en los hombros de otra
figura, sería decapitar a Dios, dejarlo vivir en el sinsentido, el juego infinito.
Leo pues la descripción que hace Bataille de su ícono: “El hombre se escapó de su
cabeza como el condenado de la prisión. Encontró más allá de sí mismo no a Dios, que
es la prohibición del crimen, sino a un ser que ignora la prohibición. Más allá de lo que
soy, encuentro a un ser que me hace reír porque no tiene cabeza, me llena de angustia
porque está hecho de inocencia y de crimen: sostiene un arma de hierro en su mano
izquierda, unas llamas similares a un sagrado corazón en su mano derecha. En una
misma erupción reúne el Nacimiento y la Muerte. No es un hombre. Tampoco es un
dios. No es yo, pero es más yo que yo: su vientre es un dédalo en el que se ha
extraviado, en el que me extravío con él y me recobro siendo él, es decir, monstruo.”.
Emblemáticamente, la mano izquierda mata, enfría con su tajo repentino, siempre
inesperado hasta para el que agoniza y cree saber que está a punto de morir; la mano
derecha hace nacer, enciende la fogata a partir de casi nada, la leña de la carne de otras
carnes; un soplo cualquiera podría apagar lo que nace, lo que siempre está en trance de
nacer. Ni hombre ni Dios, el acéfalo detenta ostenta un poder, arconte del absurdo, del
juego y su necesidad. El condenado a pensar se escapó de su prisión y se consagra a
invertir las piezas del juego: la angustia se adhiere al nacimiento, al ser separado; la risa,
al frío de lo inorgánico que aguarda con una unidad sin fisuras y que se anticipa en las
unidades fisuradas, comunicadas, de los otros. La cabeza ausente, el ser monstruoso
revela su atención al intestino, al laberinto que extravía, que evacúaevacua, que le pone
su ritmo y su escansión al canto fúnebre que toda vida emprende entre ambas manos
extendidas del acéfalo. Puesto que el que habla, en un universo sin cabeza, se convierte
en el yo-que-muere. Y ante la muerte inevitable, pero también inaccesible, se sumerge
en el pensamiento de su propio vacío. No por ello accederá a la muerte, a una
experiencia imposible, aun cuando se exprese entonces una liberación de la angustia del
“yo” cualquiera. Su límite era su insignificancia, es decir, su universalidad. Yo, que nací
por la conjunción casi azarosa de otros dos, que estoy al final de una larga serie de
casualidades, que no encuentro mi causa sino en el inasible presente, siento la aparición
del vacío debajo del pronombre, la atracción de una nada impura donde lo posible y lo
improbable se unieron para formar un simulacro irremplazable. Pero el yo-que-vive se
niega a pensar que su suelo es la nada, que nunca tuvo justificación y que la existencia
embriaga con su luz para olvidar su básica falta de sentido. El yo-que-muere,
finalmente, parece anunciar la experiencia de no ser más nada; y sin embargo se aferra a
la violencia del azar, a la invención de su destino. Para este “yo” todo fue “casi” casual,
y esa pizca de suerte lo alimenta y lo comunica, lo hace seguir hablando. Decapitado, es
una cabeza parlante como las de Locus solus de Raymond Roussel, resucitada por una
sustancia antinatural que vuelve a los cadáveres, sus cabezas, narradores de historias. En
su entusiasmo artificial, hecho por el arte que dibujó el acéfalo, el “yo” encuentra su
afirmación, que está en salir de sí, obedecer al rapto de una melodía o de un instante.
Toda existencia subjetiva, casi casual, se afila y corta la red enmarañada de los efectos,
su pura simulación, para dejar colgando los vestigios, el agujero de su destino. Es por lo
tanto contra la proyección de la muerte donde se imagina la propia vida. Una trama de
hilos se interpone entre la llama de haber nacido y el que habla de sí mismo; la muerte,
su fantasma, perfora la tela para que algunos haces de fuego lleguen al yo que, al fin, no
sabe nada, habla en el vacío.
Así, digamos que angustiado o herido, el sujeto –por llamarlo de algún modo– habla
con otros, se conjura por lo sagrado que se espera y se busca. Bataille escribe, en el
sueño comunitario de una revista, algo escrito por todos, no por uno: “Lo que pienso y
lo que imagino no lo pensé ni lo imaginé solo.”.24 Junto al amigo, las palabras, el dibujo,
la música son vías de acceso “al rapto fuera de mí mismo”. Frente al simple lote del
azar, lo que le tocó a uno en suerte, está la afirmación del rapto, la parte necesaria que
dice “así lo quise”. Se quiere la trivialidad inclusiveincluso, repetir intensamente su
aparición. Bataille comenta la desesperación, el llanto impulsado por el vino de su
amigo André Masson, que no podía evitar un reclamo cuando imaginaba su propia
muerte y la muerte de los seres queridos. Claro, es algo inevitable. Morirse es una
actividad que no exige nada, pero si en otros mundos el universo cesaba, todo cambiaba
de nombre y de color, ante lo sagrado de una muerte, el artista Masson debe gritar “su
odio hacia un mundo que impone aun sobre la muerte su pata de empleado”. ¿Qué
hacer? ¿Qué expresar ante esa opresión? ¿Cómo devolverle a la muerte su intensidad, su
pathos y su despojamiento de sentido, o sea su comicidad? El acéfalo puede ser un
payaso, una ridiculez siniestra, y también los actos de los conjurados serían ridículos,
vistos desde un mundo razonable: ir a un bosque todos juntos, sin hablarse, cometer una
pequeñez que nunca se cuenta, simular una fe, una iniciación en la que nadie a solas

24 La conjuración sagrada, op. cit., p. 230.


llega a creer. Las palabras de Bataille, recordando el entusiasmo desesperado del autor
del acéfalo, su exigencia de morir en un mundo que sea posible amar hasta el extremo,
aluden a la libertad. Y parecen rememorar las preguntas de cierta filosofía del
fragmento: ¿cómo un yo, que es lo limitado por definición, puede ejercer la libertad, su
infinitud de posibilidades? Pero el error de tales filosofías, siempre prudentes, era seguir
razonando y llamar a una cabeza absoluta para que detente ostente la libertad absoluta,
cuando en realidad el animal que muere, cualquiera, ha visto más de cerca lo infinito
que toda proposición. Sin embargo, debajo del yo no está sólo la materia, sino también
la singularidad de un ser improbable que llega a ver el animal y la muerte, la necesidad
y la libertad, el punto y su sugestión de infinito. “El destino y el tumulto infinito de la
vida humana”, escribe Bataille, deberían abrirse, dejar de ser simple repetición y
fabricación de sentidos limitados, dejar de ver las vidas como segmentos geométricos a
los que se les da aspecto de flechas. Que el segmento estalle en puntos dispersos, en
todos los sentidos, que revele su infinito, tal sería el mandato y el deseo “para quienes
ya no podían existir como ojos reventados, sino como videntes arrebatados por un sueño
perturbador que no puede pertenecerles”. Lo que hace ver no está pues en el ojo, sino en
las imágenes absolutamente extrañas del sueño que arrebata, ojos cerrados, placer y
dolor, angustia y éxtasis.

***

No obstante, el éxtasis que propicia la alegoría del acéfalo no se encuentra


directamente afuera de lo social, sino que más bien sería su fuente secreta. El éxtasis
enciende y anima las partículas frías de la sociedad, que no se justifica sólo por su
persistencia, la producción con miras a la reproducción de un orden dado. Ya en 1933,
en un texto inaugural, Bataille había planteado que la noción de gasto debía sustituir el
principio de la utilidad clásica para pensar la economía de una sociedad. Si en cierta
tradición, más allá de lo útil y del placer y para justificar la existencia de la sociedad, se
recurría a principios trascendentales: deber, honor, Dios; Bataille sostendrá que el
verdadero fin de las actividades humanas es el gasto improductivo, la dilapidación de
los bienes materiales, al cual sirven las funciones productivas y reproductivas. Como si
dijéramos: el verdadero fin del sexo es el goce erótico, la momentánea pérdida de sí que
se alcanza en el rapto infinitesimal del orgasmo o en su horizonte, al cual sirve la
actividad reproductiva –que en última instancia ofrecerá nuevos objetos, los que nacen,
para más y más raptos. La estructura del castillo de Los ciento veinte días de Sade
revela más adecuadamente la verdad social que las simulaciones de una supuesta célula
familiar como aparato reproductivo del cuerpo social.
Las ideas de lo útil en la economía clásica reducirían el placer a representaciones
cuantitativas de adquisición y conservación de bienes, a la reducción del dolor y el
hambre. Y lo que se considera puro placer, arte, algún desenfreno aceptado, juego,
según consigna Bataille, “se reduce en definitiva a una concesión, es decir, a un
entretenimiento cuyo papel sería secundario”. Entonces, la parte más apreciable de la
vida, en la medida en que no sirve para nada, aparece como una válvula de seguridad
para que la producción continúe. Ante esto, se alzan innumerables experiencias
personales, sobre todo en la juventud, donde el ansia de destruir y derrochar sin motivo,
sin cálculos, parece imponerse al orden razonable. Sin embargo, a ese joven se le dice
que está enfermo, que pierde su tiempo, que desperdicia su vida. Ninguno es capaz de
justificar la “utilidad” de su conducta destructiva. Bataille descubrirá el interés de fondo
que toda sociedad tendría en ese comportamiento de gasto improductivo, en las
catástrofes y las pérdidas considerables de lo acumulado. La angustia del joven se
podría equiparar a la opresión del ánimo social que debe estallar en la fiesta. La
búsqueda sexual del individuo y la energía que consume en ello no difieren de las
cantidades de bienes que toda sociedad derrocha para sus celebraciones o, en un sentido
ominoso, sus guerras.
Habría pues una contradicción flagrante entre las ideas que circulan sobre la sociedad
y sus necesidades reales, casi como el enfrentamiento entre el juicio del padre que
pretende ejercerse sobre las necesidades del hijo a su cargo, según la comparación de
Bataille. El padre ofrece alimento, ropa, alojamiento, algunas distracciones anodinas,
pero el hijo ni siquiera puede hablar de aquello que lo consume, lo que desea, ningún
horror le está permitido –y hablamos de la expresión, no de la acción. Y de alguna
manera la humanidad, lo que ha llegado a ser el principio de utilidad occidental, se
estanca en una minoría de edad cuya conciencia superior le concede que adquiera,
conserve y consuma en su justa medida, pero no admite el gasto improductivo.
El acéfalo diría: “La Tierra bajo la costra del suelo es fuego incandescente”, en el
cartel que acompañará el dibujo de Masson25. Quiere decir que el fondo de las cosas es
un fuego móvil, que reclama una comunicación extática, que llama a la destrucción para
que el hombre salga de su mero desgaste natural. Lo trágico, que es la forma extrema de

25 Reproducido en las notas a O. C., I, p. 676.


la representación de la muerte, aun siendo un espectáculo, se abre hacia esa
incandescencia, el giro de la destrucción que se refleja en la autodestrucción inmanente
del ser trágico, que habla de la tierra ardiente bajo sus pies.
La práctica cotidiana no consideraría que el cuerpo se desgaste como una pieza de
máquina que luego se reemplaza, mientras el orden persiste y justifica su existencia. Esa
reproducción de lo mismo es lo inexistente para quien está inmerso en procesos de gasto
–no desgaste ni consumo calculados, progresivos– que le entregan al momento una
fuerza incalculable.
Al principio de la utilidad, por lo tanto, se le opone el principio de la pérdida, que
divide claramente las formas del consumo de bienes y cuerpos en cualquier sociedad:
por un lado, la utilización de lo necesario para conservar la vida y la continuidad de las
actividades productivas; se trata de un consumo que sirve a la producción. Por otro lado,
los gastos improductivos: “el El lujo, los duelos, las guerras, los cultos, las
construcciones de monumentos suntuarios, los juegos, los espectáculos, las artes, la
actividad sexual perversa” serían otras tantas actividades que tienen su fin en sí mismas,
cuya significación social dependerá de la pérdida que ocasionen y cuyo sentido es el
gasto. Por supuesto, sería ingenuo no observar que estos procesos de gasto suscitan
acumulaciones productivas de capital, flujos, actividades desviadas de la pérdida. Pero
Bataille no dice que el gasto sea contrario al capital, más bien estaría en su base y le
indicaría su sentido. El resultado “útil” del gasto ingresa en una conciencia adaptativa
que lo subordina a fines prácticos, de supervivencia, de igual modo que la economía
atolondrada imagina un derrame de la proliferación infinita del capital sobre las cabezas
de los miserables que alimentan la maquinaria. El fin del capital es crecer hasta la
explosión final, como el fin de la tierra Tierra es destruirse y el fin de la sociedad es
sacrificarse a la nada que la transforma en otra.
¿Qué hace el sujeto con sus experiencias, con el gasto? Anticipa su propio fin, que es
la resistencia última a ser pieza de repuesto de una utilidad que se le revela, para el yo-
que-muere, privada de otro sentido que el ridículo. La risa es el movimiento del capital,
del planeta y del cuerpo en busca de la destrucción inexorable; para el yo-que-muere, se
convierte fácilmente en comienzo de la angustia.
Las cuentas parecen equilibrarse entre los raptos de angustia o de risa y las horas del
trabajo, así como en la sociedad todo gasto pareciera compensarse por nuevas
adquisiciones, pero Bataille enumera cuatro ejemplos que demuestran el carácter
incondicional del gasto, su insubordinación a esa racionalidad empobrecida, contable.
En primer lugar, las joyas, que no valen tanto por su aspecto como por su precio
desmesurado, por el hecho de que una fortuna se ha sacrificado a ese cuello rodeado de
diamantes. Las joyas son materias malditas que se consagran a la ostentación de un
monto obsceno; no cumplirían su función ostentatoria si no tuvieran ese precio. En
segundo lugar, una ostentación menos ligada al deseo individual y destinada a la
exhibición comunitaria: los cultos, que exigen sacrificios para producir cosas sagradas.
Bataille señala que el éxito del cristianismo se debe a su representación de la pérdida,
constitutiva de todo sacrificio, en el tema de la crucifixión. En tercer lugar, los juegos,
las competencias de un orden que actualmente se ha banalizado como deporte. Y sin
embargo, las inmensas sumas de dinero que implica el mantenimiento de
construcciones, animales, hombres y máquinas recuerdan aún su origen en alguna forma
de sacrificio. Un recuerdo que se hace más patente cuando hay vidas que se ponen en
juego, como en las carreras de autos de manera directa, pero en general por la misma
fascinación de los espectáculos de competencia, donde las apuestas y la pasión del juego
pueden ocasionar pérdidas que arrastran al abismo las vidas de los jugadores. El cuarto
ejemplo cotidiano de gasto improductivo tiene quizás una importancia teórica mayor,
puesto que se trata del arte. Por un lado, habría gastos reales implicados en la
arquitectura, la música y la danza, similares a los que insumen el culto religioso o los
espectáculos lúdicos. Pero por otro lado, ya en la escultura y la pintura que pueblan el
espacio arquitectónico, se introduce la categoría del gasto simbólico, que encuentra su
realización en la literatura y el teatro. Las representaciones simbólicas de la pérdida
provocan angustia y asombro en su forma trágica, pero también la risa puede escenificar
la decadencia, la mengua del ser. No olvidemos que la gloria, lo terrible de un destino
excelso, comparte con la ruina, lo risible de una casualidad banal, el lugar de efectos
ambivalentes de la pérdida, del sacrificio.
Por lo tanto, la forma extrema del gasto simbólico, identificable con un estado de
pérdida, sería la poesía, puesto que por un lado niega el carácter acumulable de la
literatura y por otro se resiste a su escenificación en un espacio público. La poesía pues,
sinónimo de gasto en cualquier orden, sería la producción de algo por medio de una
pérdida en el lenguaje. El mensaje y el proyecto no llegan a destino, no utilizan el
lenguaje para sus fines, sino que más bien lo lingüístico pierde allí su potencia de
vehículo de contenidos y se vuelve sobre sí mismo. En casos extremos de este retorno a
lo opaco del lenguaje, quien ejerce la poesía se sacrifica a sí mismo. Y en cierta medida,
la sociedad recibe ese mensaje loco, sin cabeza, y destina al poeta “a las formas de
actividad más decepcionantes, a la miseria, a la desesperación”26; en la medida en que o
bien renuncia a la desmesura de un acceso al ser, que anula el significado de lo que dice,
y entonces se defrauda y se aniquila como intensidad absoluta, o bien se conforma con
un malentendido y hace creer que habla para los instrumentos de la producción, para la
obra. Es el lugar de la poesía llamada maldita, que Bataille en sus clasificaciones y
esquemas siempre ubicó entre las formas de lo heterogéneo incondicionado.
La “heterología”, abordaje derivado de la noción de gasto, debía analizar los
elementos heterogéneos de la sociedad. Y si pensamos que la producción, sus productos
y el principio de la utilidad son las bases de los elementos homogéneos de una sociedad,
ya que las piezas útiles para producir requieren su intercambiabilidad, al igual que los
bienes requieren ser equiparables para todo intercambio, entonces lo heterogéneo se
basaría en cambio en el gasto improductivo, que fundamenta a su vez actitudes
soberanas: cosas, seres y gestos que no sirven para nada. La heterología, como ciencia
imposible de los elementos malditos de la sociedad, no llegó más que a algunos
esbozos, ensayos, cuadros sinópticos, quizás porque su meta, en cuanto apunta a la
soberanía, era en verdad el no-saber. Un saber de lo heterogéneo lo convertiría en
homogéneo, tal como la filología y la historia literarias hacen de los poetas malditos una
materia reproducible.
Nada resulta más esclarecedor del carácter imposible de la heterología, salvo como
un pensamiento del ser social pero sin acumulación científica, sin historia, que los
cuadros inéditos de Bataille donde clasifica la totalidad de lo simbólico en series de
oposiciones y reacciones. Lo heterogéneo incondicionado está allí en relación con la
dinámica interna del yo, sus perversiones, su no-saber, su gasto –aunque en los órdenes
culturales también se trata de lo incondicionado. Mientras que lo heterogéneo social
oscila entre el padre, por un lado, “tipo violento y autoritario / Patria guerrera / Nobleza
militar / Revolución fascista / Guerra civilizada”, cuyas emanaciones ordenatorias
llegan hasta el padre de familia donde se suprime todo gasto y esto luego retorna en los
fastos de la patria; y por otro lado, el “Hijo rebelde / Multitud / Pueblo / Revolución
popular / Guerra civil”27. Este esquematismo se repite en otras divisiones. Por ejemplo,
dentro de lo “heterogéneo condicionado individual”, se ubica la “mujer seductora”,
donde se oponen la “virgen-madre” y la “prostituta”, con diversas subdivisiones y
retroalimentaciones entre los personajes virginales y los degradados. Lo heterogéneo

26 La conjuración sagrada, op. cit., p. 117.


27 O. C., II, p. 179.
condicionado incluye también las formas fastuosas del arte, la tragedia, los crímenes y
la policía, etcétera. Pero en lo heterogéneo “incondicionado” volvemos a encontrar lo
sagrado, que en su forma moderna es una reacción contra el principio de la utilidad, del
rendimiento, y donde los gastos, como sacralizaciones, se concentran en el sexo. En el
cuadro número XX –son XXV en total y sólo menciono algunos de sus detalles– se
sitúa “Lo heterogéneo en la literatura”, que se articula en dos polos, la “poesía noble” y
los “géneros bajos”. Del primer polo, que incluye la tragedia y la literatura clásica y
clasicista, se desciende un escalón hasta una forma degradada, la “poesía no poética”,
que sería una reproducción moral de la noble, ya que un paso más abajo se llega a lo
convencional y la “vida normal”. Esta normalidad sería una reacción contra lo
heterogéneo de la literatura, una poesía sin peligro para usos prácticos, como la
enseñanza, la administración del lenguaje, la edificación ciudadana. Pero a su vez la
llamada “vida normal” produce “desechos” y “sueños” por donde retorna todo aquello
que era incondicionado y heterogéneo en una forma trágica, como representación de la
pérdida. De ese giro por lo desechado y lo soñado sale una flecha que apunta a los
“géneros bajos”: “poesía maldita” de “tendencias antiliterarias” y “autopunición” y
“literatura naturalista”, que puede ligarse a lo cómico. En el medio, entre lo noble y lo
cómico, apenas por debajo de la línea de los desechos, figura el nombre de Sade.

***

Al tratar de pensar la economía no desde el punto de vista de la producción de


bienes, sino desde su destrucción, Bataille incluyó a la poesía entre las formas del gasto
improductivo, sin finalidad, forma que socavaría la supuesta naturaleza comunicativa y
utilitaria del lenguaje. El fin último del lenguaje, y quizá su origen, sería lo contrario de
la comunicación. “El término de poesía”, escribe en 1933, “significa en efecto, de la
manera más precisa, creación por medio de la pérdida”.
Unas décadas más tarde, Bataille define el aspecto afirmativo de aquello que había
vislumbrado como negatividad y bajo los nombres de gasto, pérdida, sacrificio. La parte
maldita gira entonces en torno al del “principio de soberanía”. De un punto al otro de la
obra de Bataille, la poesía se definirá siempre de esa manera doble: afirmativamente,
como la palabra soberana por antonomasia, y negativamente, como la pérdida en el
lenguaje y del lenguaje que niega las funciones sociales productivas que comúnmente se
le adjudican.
Me pregunto: ¿qué quiere decir Bataille cuando afirma que la poesía es creación por
medio de la pérdida? Sin duda que tal como las prácticas del gasto improductivo, es
decir, el lujo, el derroche, la guerra, la experiencia mística, el erotismo, se oponen al
orden de la producción de bienes, de la conservación y reproducción mecánicas de la
sociedad, así también la poesía se opondría al orden acumulativo del lenguaje, a la
transmisión de un saber utilizable. La poesía, imponiéndole un ritmo al uso de la lengua
y revelando así el carácter material del lenguaje, la articulación sonora y sin sentido
sobre la que se asienta violentamente el sentido, haría caer de ese modo el velo de la
instrumentalidad de las palabras. En ese lugar acaso inaccesible pero del cual tenemos
noticias de vez en cuando y que Bataille sigue llamando poesía, las palabras dejan de
designar, se dilapidan, se derraman en servicio de un ritmo que no les pide sino el
sacrificio del sentido. Pero, ¿qué sacrifica un poema? Podríamos decir que sólo es
representación de la pérdida, gasto meramente simbólico. No obstante, esa
representación tiene consecuencias reales, tiene la eficacia de un acto propiciatorio.
Cuando verdaderamente ocurre, lleva a quien efectúa esa rara actividad inmóvil, esa
creación del máximo de sentido a través de la destrucción parcial del sentido
subordinado al ritmo, a una zona donde sólo puede revestirse de gloria o de ruina,
bañarse en oro o en desperdicios, y quizás siempre una cosa y la otra.
Debemos señalar además que el gasto improductivo, la destrucción gratuita de
bienes, y en el caso de la poesía la dilapidación del bien por excelencia, la pérdida
buscada de la expresión de uno mismo, de la propiedad del lenguaje para darnos un
lugar y un nombre, no son simplemente el reverso de lo útil, del mundo productivo y de
la transparencia comunicativa, antes bien la destrucción es el fundamento y la finalidad
última de la producción. De modo que Bataille podrá decir que una sociedad no vive
para producir los bienes necesarios a su conservación, sino para destruir el excedente y
llegar hasta el límite de la miseria con tal que un símbolo brille un instante antes de la
extinción. Por lo tanto, el valor otorgado a las cosas no estaría en función de su utilidad,
sino de su investidura simbólica que las hace ocasión de gasto. La economía se basa en
el exceso, no en la escasez.
¿Y acaso la literatura, que a nadie sirve, que nadie pide, no expone la
sobreabundancia perpetua del lenguaje, su exceso de representación con respecto al
mundo? Desde Bataille, habría que invertir el principio de la escasez del lenguaje que
en Occidente diera lugar a la idea de una inefabilidad del mundo. No es el lenguaje el
que no alcanza a nombrar, a describir todo lo que hay, sino que todo lo que hay no logra
colmar, darle su trascendencia significativa al infinito exceso de sentido que está en las
posibilidades de cualquier idioma humano. Lo sagrado se hace así en el lenguaje, como
un más allá de lo describible, ante lo la escasez de lo que hay para ser descripto. Porque
el crecimiento perpetuo sólo es posible en el exceso de límites que impone el lenguaje, y
cada lengua, cada hablante definido por su vida limitada, cada nombre atravesado por la
pérdida de sentido y que podemos agregar a nuestra utilitaria lista de poetas, vale decir,
negarnos a leer, todo es otra vez limitado, a lo cual el poeta añade su arbitrio métrico o
respiratorio, su limitada invención, y siempre el límite provoca esa ebullición del
sentido, esa fuente que no se agota. Mientras que la naturaleza o el mundo, en su
evidente infinitud, en su carácter indefinido, siempre se tornan escasos para el sentido.
Su silencio atestigua que alguna vez la palabra faltó y que siempre puede faltar y que la
mayor parte del tiempo falta, en ese tiempo del trabajo que ignora el gasto, que acumula
sin perder un stock de silencio imitando la disponibilidad muda de la naturaleza.
Hay una soberanía otorgada por el gasto frente a todo lo que sirve. El prestigio es la
forma degradada, vista desde una perspectiva utilitaria, de esa soberanía que cae sobre
el sujeto de un gasto, simbólico o no. Pero la soberanía del que gasta no es un
atesoramiento de valores, sería lo opuesto al prestigio en cuanto que no puede
acrecentarse, se da de una vez y para siempre. Si el prestigio se despliega en el tiempo
siguiendo la línea de formación de una vida y culminando quizás en la suposición
generalizada de cierta sabiduría, la soberanía en cambio reside en una capacidad de
pérdida, en la disponibilidad de la palabra para nada. Y la promesa de la soberanía es la
experiencia del no-saber absoluto. Si el prestigio supone una ventaja en la lucha por el
rango, una salida anticipada en la carrera por el reconocimiento, la soberanía no otorga
ningún abrigo ante la necesidad, no funciona como escudo del nombre propio, antes
bien, escribe Bataille, pone a quien le toca esa suerte “a merced de una necesidad de
pérdida desmesurada”. La soberanía exige seguir apostando, seguir destruyendo en el
vaciamiento de las palabras a través del ritmo, que a su vez se va volviendo cualidad
irrepetible, todo lo que se ofrece como contrapartida de los dones sacrificados en primer
término. El prestigio es ganado, pero en el sentido de un rebaño que puede inmolarse en
aras de la soberanía. Esto podría explicar por qué algunos poetas siguen excavando el
sentido, interrogando un ritmo para alcanzar su transparencia en el vacío del lenguaje
que se vuelve simulacro del mundo, un entrechocarse de cosas, por qué Juan L. Ortiz
llega hasta el deshilachamiento de la frase en sus últimos poemas, hasta esa supremacía
del ritmo que quiere ser naturaleza, menos que eso, hebras, ramitas, gotas de agua en el
pasto; o por qué Mallarmé naufraga en la métrica absoluta, lejos de la ribera del sentido,
y lanza entonces su golpe de dados donde estallan las unidades musicales del verso.
Ahora bien, dentro de las prácticas que Bataille identifica con la función
insubordinada del gasto, a cuyo acceso aspira toda sociedad, cuya promesa justifica la
existencia de una comunidad, y que en nuestro sistema corpuscular se ha convertido en
anhelo, miseria y dolor individuales, la literatura puede ser pensada como lujo, juego,
sacrificio, perversión, duelo, espectáculo. En realidad, el hecho de que Bataille prefiera
siempre hablar de poesía indica un rechazo del aspecto institucional que exhibe la
palabra “literatura”. Pues si la poesía, etimológicamente, remite a un surgimiento, a algo
que se pone súbitamente en juego, la literatura recuerda la conservación de lo escrito, el
atesoramiento de la biblioteca, es decir, lo contrario del gasto. Por lo tanto, poesía aquí
no debe entenderse como un género literario. Y Proust mostró que la pérdida ocurre en
las formas más variadas del tiempo entre las cuales está la lectura, y que el sacrificio de
sí mismo que implica escribir a partir de allí puede conducir a la aniquilación, la ruina
del cuerpo, la enfermedad y todo lo que no quedará en el libro sino como huella
desafiante de una soberanía alcanzada e intransmisible.
Por otro lado, cuando Bataille señalaba en La noción de gasto, texto del cual
partimos, que el fin último de la economía social no era la producción y
autoconservación sino el gasto, invertía no sólo el pensamiento tradicional de la
economía política, trastocaba además una idea que encuentra quizá su forma sistemática
ya en Platón. Como para todo lo que vale la pena preguntar, surge entonces una
pregunta griega: ¿a qué llamamos el bien para los hombres, el bien común? La tan
célebre como incomprendida expulsión de los poetas de la república ideal esconde tal
vez una respuesta anterior a aquella pregunta que habría fundado el pensamiento
político occidental. No se trata de una exclusión arbitraria, sino que más bien lo
excluido le daría consistencia al conjunto de la comunidad racional. Los poetas no son
allí sino el símbolo del gasto improductivo que se niega en su totalidad. Y si toda
comunidad, en cuanto conjunto, se define por los elementos que no la integran,
podríamos decir que la racionalidad del discurso práctico, la utilidad política,
comienzan con el exilio de la palabra sin propiedad, inoperante y ajena a esa
responsabilidad legaliforme de los que poseen el saber y obran en consecuencia. Incluso
hasta a Sartre, quien no podía ver de qué modo contribuiría la poesía a la toma de
conciencia y a la acción políticas, se extendió esta sospecha. Y no porque los filósofos
estén ciegos ante la eficacia de esa representación inconducente, sino porque el discurso
del saber define el conjunto de sus objetos de aplicación mediante la exclusión de lo
imposible. La discusión entre Sartre y Bataille acerca de la figura de Baudelaire, en
cuya lucidez desesperada el primero ve una claudicación y el segundo, una prueba de la
eficacia no calculable de la poesía, muestra la inversión de la idea del bien que podemos
seguir llamando platónica. Si el bien es lo deseable, como argumenta Sócrates, lo
deseable sería perderse, perder el dominio de sí, caer en el entusiasmo, el goce. Y no
puede ser otro el bien para la sociedad: el goce en la fiesta común. Sólo que Occidente
se dedicará a una vasta empresa de dominio, de saber; y la locura, el crimen, el éxtasis
místico serán definidos e investigados, una y otra vez, para conocer y poseer el control
de los propios actos, el dominio de sí. Y el gasto, reducido a la mezquindad de un lujo
privado, sin peligro, sin otra pérdida que la de aquellos pocos que lo llevan hasta el fin,
se transformará masivamente en horror, mostrará su faz terrible en la guerra y el
exterminio, donde se destruye un excedente cada vez mayor de bienes producidos y
donde se aplica a los individuos, si todavía pueden llamarse así, el rango miserable de la
pieza de recambio.
Sin embargo, lo otro no puede ser expulsado sin la abolición del mismo conjunto
excluyente. Y Platón aún podía describir la eficacia de la poesía, en el Ión, como la de
una cadena magnética. La suerte, o un dios –como quieran llamarlo–, imanta a un poeta,
éste despierta a su vez el entusiasmo de otros y así sucesivamente. De modo que la
poesía, dada de una vez, se engendra en esa manía imitativa, aun cuando nosotros, desde
la invención de la moda que nos dio el nombre de modernos, podamos ver esa cadena
como si un eslabón rechazara el anterior y le demos la apariencia de un movimiento, de
una historia. Platón había percibido entonces algo que Bataille describirá como el
principio del contagio en el gasto. La risa, la excitación sexual, la destrucción violenta
pueden expandirse mediante el contagio. De allí la necesaria expulsión de los poetas al
menos fuera de la academia, ya que la república sólo es ideal, porque la poesía no
enseña, apenas contagia algo. Si la fe en que un concepto sigue siendo el mismo en sus
diversas formas de exposición está en la base de la transmisión del saber, el poema se
expone primero, se obstina en esa exposición anterior a toda transmisión.
En la modernidad, resulta difícil precisar el lugar reservado a esa soberanía de quien
se dedica a encarnar una representación del gasto, cuando todo parece orientado a la
utilidad práctica de las acciones. Ni el loco está ya poseído por un demonio respetable,
ni el criminal ha violado un tabú que lo exilia del género humano pero que quizás lo
acerque a los dioses, ni los sacrificios individuales cargan con el sentido de volver a unir
a la comunidad que ya no los encomienda. Caídos los reyes, últimos representantes de la
soberanía como seres del lujo absoluto, pero que ya mutilaban la parte excrementicia de
lo soberano, la miseria y la ruindad creadas por el mismo movimiento que aparta al rey
de su comunidad, la soberanía del artista, que rechaza toda empresa útil en cuanto tal, se
descubre a cada paso en una estrecha afinidad con la indigencia. Lo que no significa que
el artista en sí mismo tenga algún tipo de cercanía con el indigente, simplemente
pertenecen a la misma zona de improductividad donde se escarba la basura.
Pero, ¿qué es la soberanía, que es eso que encuentra su ocurrencia en el gasto y que
no puede perdurar más allá de la pérdida misma, que significa esa cualidad imposible de
atesorar, de transmitir? “La soberanía no es NADA”, anota Bataille en uno de sus
últimos escritos28. Y antes ha dicho: “lo Lo que es soberano no puede venir sino de lo
arbitrario, de la suerte”29. Si podía pensarse que entre el gasto y la producción se
establecían ciertas relaciones, puesto que se gastan bienes producidos y el gasto le da
sentido a su acumulación, desde que consideramos la insubordinación absoluta de las
prácticas de gasto frente a las acciones tendientes a un fin, la soberanía que deriva de
ellas se encuentra ya tan separada del orden conservador del servicio que instaura otro
tiempo, no la línea de la duración ni el curso del relato que ésta permite, sino el instante
irrepetible, el golpe de suerte. Así los poetas sólo cuentan, con la mímesis y con los
dedos, para alcanzar ese akmé, filo, cumbre, punto culminante de una crisis, para
prepararlo pero también para salir de ese “reino milagroso del no-saber” y no arder
íntegramente allí. La salida es el momento productivo de la poesía, momento servicial y
no soberano, donde se comunica mediante la recuperación del sentido la experiencia del
ritmo que lo había negado.
¿Y qué puede hacer el que lee el poema, llamémoslo crítico, si no poner en crisis
también el acceso y la recuperación que rodean al instante soberano? ¿Buscar acaso su
propia pérdida en la variedad infinita de textos acumulados como bienes para la lectura?
Quizá para la crítica sólo en la máxima variación de los objetos pueda vislumbrarse lo
que le resulta inaccesible, la soberanía, el saber de nada. Nosotros, serviciales y poco
soberanos, podríamos entonces reconocer a un crítico por su disposición constante a
perder los objetos adquiridos. El gasto también es el fin último en ese caso: la
destrucción o el abandono de todo lo que parecía transmisible (como saber) para
ponerse en juego y recibir entonces de la suerte una experiencia arbitraria, a fin de

28 Lo que entiendo por soberanía, Paidós, Barcelona, 1996, p. 113.


29 IbidIbíd., p. 88.
cuentas inutilizable. Buscar el acceso a lo arbitrario sin poder instalarse nunca allí sería
la miseria de la crítica. Pero es igualmente, por la búsqueda misma, y en esto como la
poesía, una promesa de libertad, es decir, de soberanía.
No obstante, si pensamos que en la modernidad la poesía es ya la crítica de la poesía,
si quisiéramos librarnos de esa palabra demasiado rutilante, hay algo en la escritura, un
impulso de liberación que la aleja de la vocación por la lectura. En ésta, la ilusión de
una continuidad de los textos, de lo necesario en lo aleatorio, oculta la proximidad de la
muerte, que es en cambio el intolerable sol negro que no deja de contemplar el poema.
La soberanía con que muere el sentido en el ritmo, para no renacer sino en la veladura
tranquilizadora de la lección, refleja el acto soberano de entregarse a la muerte. Acto
cuya insignificancia lo vuelve jovial y cuyo vacío lo hace emblema del presente más
absoluto. Por esto la poesía no puede convertirse del todo en su crítica, por su convulsa
alegoría del instante presente, donde la poesía leída anteriormente se reduce a lo que
pueda decir ahora, a lo que el instante dicte, y donde la salida del poema no aparece
todavía, no se sospecha siquiera. La crítica, que no puede deshacerse de la historia,
sacrifica el instante leído, revisado, rastreado, a sus reminiscencias de otros presentes, a
sus proyecciones en inciertos mañanas del sentido. De allí que la crítica se sitúe bajo el
manto de lo perdurable y tome entonces el poema, cada vez, como si fuera un
testimonio. Como si cada poeta le pasara un objeto inmemorial del poema que lo
precede al poema que lo seguirá, como si la poesía tuviera un curso. ¿Y no se dio de una
sola vez, no dijo siempre lo que dice, hoy, ya?
En un principio, en cualquiera, se pensó que glorificaba; en un origen, cualquiera, de
lo que nos hace pensar, se supuso que más bien execraba, es decir, sacralizaba. Gloria y
miseria de estar ahí, o acá, hablando, imitando el habla, para rodear eso que no puede
decirse, la certeza de la muerte, un día, cualquiera. Ser uno, y no poder ser más que este
paso, este momento, la risa llorona de poner en otro lado, en las palabras, en la boca, en
los oídos, el pánico y el éxtasis reunidos, el eclipse del plexo solar, el interruptor que
nos sacará definitivamente de la noche y del día para hundirnos en esa única metáfora
enigmática, en el sueño sin despertar. Llamarlo eterno sería añadirle una fe que cada
instante desmiente. En ese pánico todo falta, hasta la poesía, pero su ausencia es ya la
experiencia de su retorno inminente, el reinado del instante, la atención. Mirar, escuchar,
leer porque estamos aquí. Escribir porque nada más importa. En el poema, la
rememoración sigue siendo soberana porque no se separa nunca de un origen
involuntario, de un encuentro, presente. La poesía se acuerda de otra cosa para poner en
evidencia que la esencia del presente no está en el lenguaje. La mera repetición de
pronombres y deícticos no alcanza ni a rozar la experiencia del presente, la mortalidad
soberanamente desnuda, cuerpo deseable o repugnante, espectáculo lacrimógeno o
irrisorio.
Seguimos pensando en Bataille, para quien la misma subordinación de la crítica, su
servicialidad, la vuelven útil. No económicamente utilizable, depósito de técnicas de
lectura, sino remedio, fármaco para entrar y salir de aquello que no está allí. Por eso
cumple a veces el insidioso papel de hacernos olvidar aquello de lo que habla. “El gasto
es simplemente útil para el acceso al ser”, escribió Bataille; para nada más, fundamento
único de la soberanía. El gasto de lenguaje en la poesía permitirá el acceso al ser
hablante, al hecho de que hablemos. La utilidad de la crítica, con su pensamiento
paradójico que apunta al mismo tiempo al gasto y al orden práctico, a la poesía y al
discurso, al presente y a la historia, será curarnos de ese acceso, no sin antes
prometernos una repetición.
¿Repetimos la poesía en cada poema? ¿Nos leemos a nosotros mismos en lo que
leemos? ¿Es idéntico el instante a todos los instantes? Pero si lo preguntamos, ¿no
hemos salido ya del instante soberano, único, mortal? Lo que escribe un poeta no sería
entonces un testimonio, personal o histórico, sino el registro de una voz imposible, el
sonido del instante detenido en un idioma detenido. En el límite y más allá, nada se
mueve, cada lengua es el instante que la eternidad no cambia. Leyendo a un poeta, no
nos remontamos a “su” mundo, a “su” presente, sino que entrevemos una experiencia
originaria que cualquiera tiene, que todos pueden revivir. ¿Cómo decirlo? Pareciera que
empezó en ese único momento, que retorna siempre, en el que aprendimos suficientes
palabras como para tener idea de la muerte, fabricarla como idea para defendernos de la
sensación de estar muriendo, guardar la idea como un tesoro, recibir la idea del cielo,
redonda, y partirla en los pedazos de lo que sentimos, una vez, de una vez y para
siempre.

***

En tanto que creación por medio de la pérdida, como dijimos, la poesía está cerca de
la noción de sacrificio. Bataille definirá luego, en La experiencia interior, un sentido del
sacrificio: “mantener Mantener tolerable –viva– una vida que la avaricia necesaria
encamina sin cesar hacia la muerte”30. La avaricia, en este caso, puede pensarse como la
economía utilitaria, que hace sobrevivir y acrecentar un cuerpo social, pero que lleva a
la muerte, a lo intolerable, al yo-que-muere, ése que sólo puede pensar en su existencia
separada y a la vez absurda, producto del azar. En la muerte encontrará una salida, pero
ningún lugar adonde ir. Será preciso proponer una práctica de la alegría ante la muerte,
contra toda idea de inmortalidad, para que la partícula elemental del yo se evapore y no
delegue más nada. La poesía, en esta perspectiva, tiene un momento tramposo, puesto
que no sacrifica ningún ser real. Le falta la crueldad objetiva de una muerte para que a
partir de ella se desencadene una fiesta. Sin embargo, dado el carácter simbólico que
adquiere la muerte de Dios como sacrificio después del cristianismo, la poesía se torna
un escenario de consagración y destrucción simultáneas, donde el teatro de la vida
expresa su profunda ridiculez y la tragedia de morir avaramente aferrado a un yo se
derrama en lágrimas de sangre. Bataille buscará en una obra que intenta justificar el
sacrificio de la propia vida a la literatura y al tiempo recobrado, atesorado, la
consumación de la poesía. ¿Por qué Proust, nombre de una obra planificada y extensa,
podría ser ejemplo del sacrificio y la poesía? ¿Cuál es la inmoralidad sagrada de
recuperar la insignificancia del tiempo vivido para perderse en la noche de una escritura
que agota la vida misma?
En principio, Bataille aclara la cercanía entre el sacrificio y la poesía, que implica
cierto carácter sustitutivo de esta última. “De la poesía, diré ahora que es, según creo, el
sacrificio cuyas víctimas son las palabras.” Es decir, las palabras como instrumentos
útiles, como productores de relaciones eficaces entre los seres hablantes, son
sacrificadas en la poesía. Al arrancarlas de esa red de relaciones, el poema revela su
profunda oscuridad, las desconoce como indicios de cosas que hay en el mundo. La
palabra “taza” en el mundo común, en un bar cualquiera, significa esa cosa, puede ser
pedida, llenada, descripta como algo presente. El mozo trae el café en esa taza. La
palabra “plata” tiene un sentido literal y otro traslaticio, pero significan lo mismo: la
cosa que mide el valor de los objetos de todo intercambio, un universal y sus símbolos,
etcétera. Pero si en un poema se dice “taza de plata”, aun cuando en mí se hagan
presentes los recuerdos de innumerables tazas vistas, el brillo de las cosas plateadas, de
inmediato desaparecen como configuraciones, se disuelven en la necesidad del poema,
donde quizá se diga “taza de plata” sólo porque suma cinco sílabas y a la vez esconde la
sugerencia absurda de un símbolo sin ninguna clave precisa. De lo conocido a lo

30 La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1981, p. 143.


desconocido, la poesía abre una trampa, una compuerta que no conduce a nada. Las
palabras serviciales son sacrificadas a la pérdida de grandes porciones de sentido. Lo
que sucede es que ya las palabras de las relaciones usuales estaban en un plano ideal,
homogeneizaban las cosas que en su singularidad no tienen nombres; un poco como la
palabra “yo” designa a cualquiera que habla pero no dice nada de mí; el que muere no
tiene registro en una palabra dada, quizás sí en el gesto de sacrificarlas todas a lo
desconocido. ¿Cómo entonces el gesto de sacrificar las idealidades de un mundo usual
en un orden irreal, simbólico, podría decir algo de mí? Por la apertura de la trampa. De
lo desconocido, de su noche, escribe Bataille, no puedo saber nada. Lo que digo supone
ese desconocimiento y “no puedo en modo alguno figurarme lo desconocido ocupado de
mí”. El carácter sacrificial de la poesía supone una supresión del individuo, una
comunidad –no una sociedad que resguardará las glorias poéticas, sino una sencilla y
festiva aglomeración de participantes en el hecho, en lo dicho– y por lo tanto lo
desconocido adonde se traslada no expresará lo no sabido por un ser particular, que sería
su moral oculta. La transgresión de una moral inserta en la intimidad del yo, ignorada
incluso por éste, seguiría siendo un orden conocido. Si la moral tiene un plan, lo que
debo hacer, la obra que debo escribir, su forma es un proyecto. Y lo desconocido es lo
contrario del proyecto. La taza de plata recibiría el sacrificio de las palabras sólo si
terminara destruida y sus fragmentos diseminados en el fondo de la trampa.
“Lo contrario del proyecto es el sacrificio.” Puesto que al sacrificio no le importa
tanto el resultado, la cosa hecha, sino más bien el acto, sin aplazar nada, su potencia se
ejerce en el lugar, o sea en el presente. Hay, por supuesto, preparativos y luego rituales;
se guardan las huellas del acto. El poeta, antes del acto, se dispone a escribir, se prepara
o espera, después junta los papeles y guarda esos restos aún calientes en cajones, urnas,
sobres enviados a un receso –todavía no se sabe nada sobre lo hecho. ¿Y el acto mismo?
¿Cómo describir el momento en que las palabras abandonaron su camino de hormigas
del discurso y se empecinaron en formaciones cuyo gobierno no les pertenece?
Imposible. La descripción se guardó para después. El instante del sacrificio se
compromete con el presente a tal punto que no lo dice nunca: el tema del poema está en
el pasado, el resultado, en el futuro; pero el poema mismo sólo vive en su instante de
escritura, en el dictado, en la operación manual de hacerse, y eso no dice nada. Es,
según Bataille, un acto inmoral porque no toma en cuenta a nadie, degrada lo que sea
para satisfacer su necesidad de hacer presente, de hacer cosas con palabras. Sin
embargo, Bataille desemboca en Proust –en el largo río de Proust cuyas frases son el
estuario donde se espera la muerte del autor–, porque no puede quedarse con esa
definición demasiado simple: poesía como holocausto de las palabras. La vida de quien
comete el acto ha de estar en juego, arruinarse entre la disposición incumplida,
imposible, las preparaciones de la nada, y la esperanza absurda, el vaciamiento del
nombre que implica también la negación de lo esperado, un “reconocimiento”. Proust
pierde el tiempo de la vida y luego anhela recogerlo para ofrecerlo a la literatura, como
el dolor que encuentra su justificación cuando se imprime en una forma, pero esa forma
no redime el sufrimiento sentido ni tan siquiera lo contiene, se vuelve hacia el tesoro
vano de los libros, atestigua más todo lo perdido antes que cualquier ganancia poética.
Como en el amor, la obra de la poesía se escapa porque ésta sólo vive del ansia, no del
objeto alcanzado. “El amor que vive no es más que un suplicio, un engaño, en el que
aquello que ama se escapa interminablemente de su abrazo.” Como dijera también
Leiris, si lo que se ama es un objeto sagrado, alcanzarlo, poseerlo es siempre profanarlo.
Así en la poesía, el objeto soñado, buscado, deseado es sagrado hasta que se
transforma en cosa hecha. El poema, como los libros, las bibliotecas, el público son
cosas profanas, que circulan, pertenecen al mundo homogéneo. Sólo en la experiencia
que alguien puede hacer con una lectura, la manera en que se le revela en la libertad
anhelada por el poema todo lo demás que no está en él, podría volver a intuirse algo
sagrado, que también se escapa en la medida en que se pretenda atesorarlo, en la
memoria y el uso de lo leído. Lo desconocido es lo que estimula el deseo pero nunca
está en su cumplimiento. “Pero lo desconocido (la seducción) se escapa si quiero poseer,
si intento conocer el objeto”, anota Bataille para explicar lo irrealizable del amor
proustiano que reitera lo irreal de la literatura. Lo desconocido no estaba en la cosa sino
en un estado seducido, perturbado. Se da cuando todo lo demás que no es el yo se abre
de pronto a la percepción. Lo sagrado, como el objeto amado, abría esa comunicación, o
la prometía. Sin embargo, una comprensión de lo comunicado anula el estado seducido:
“esos Esos momentos de intensa comunicación que tenemos con lo que nos rodea –ya se
trate de una hilera de árboles o de una pieza soleada– son en sí mismos inaprensibles.
No gozamos de ellos sino en la medida en que nos comunicamos, en que estamos
perdidos, desprevenidos. Si dejamos de estar perdidos, si nuestra atención se concentra,
dejamos por eso mismo de comunicarnos.”. De allí que entre la reminiscencia y el
momento de plenitud que se recuerda medie toda una estructura representativa que
nunca alcanza la plenitud. Lo que producía la comunicación con todo lo demás en el
momento aquel, que ahora vuelve más allá de la voluntad, por obra de un azar parecido
a la distracción originaria, era más bien una incompletud, la herida que en el yo se abre
al mundo, la tela de la serie de percepciones, palabras, sensaciones que me envolvía de
pronto tajeada, una ventana de la casa abierta ante la noche estrellada y su infinita
oscuridad sin sentido, lo casual de las estrellas arrojadas como dados temblorosos. Pero
el recuerdo apunta a esa revelación como un objeto de su propio teatro, entre la
experiencia interior abierta a su exterior y la reminiscencia actual está la diferencia del
yo, que era sujeto de la experiencia –aunque olvidado, desatento, desprevenido de
serlo– y en el recuerdo es objeto de la memoria. Sin embargo, la memoria pareciera más
transmisible, aunque no se comunica sino desde aquel yo, otra vez cerrado en el
recuerdo, hacia mí; y por más que se reduzca a una serie de estados en la representación
del yo, de todos modos apunta a la experiencia original que de alguna manera había
permanecido muda.
¿Qué se sacrifica en esa operación de usar el pasado para la pesca azarosa de una
experiencia real? El presente, la vida del que escribe, y se acuerda, y se acerca a la
muerte a la misma velocidad con que sus palabras le devuelven representaciones
propias, íntimas, el yo que pudo ser, que podría llegar a ser, que será para otros pero que
nunca es. Lo que es se escapa como los árboles inaccesibles al costado de un camino,
que parecen coincidir con algo, ser signos de un pasado, pero no lo dicen y caen en la
insignificancia. Si bien lo que es, en cuanto momento absoluto, es el objeto deseado, lo
sagrado del aquí y ahora. Su experiencia, más allá del experimento de Proust y su obra,
tiene que ver con la suerte, lo que se da sin espera, lo que se dispone a esperar sin nadie
para poseer lo dado por la suerte.
La suerte es un atributo del momento; la ocasión tiene una larga cabellera que se
suelta y parece invitar a la mano, pero los dedos apenas rozan las puntas del pelo. Lo
que se escapa entonces es una imagen de lo desconocido, pero si lo captáramos como
imagen, como impresión en nuestro cuerpo de un placer o de un rapto, perdería su
carácter desconocido. El deseo produce imágenes para que lo desconocido se precipite
como un polvo mágico sobre un objeto, pero la posesión de la imagen anula en parte lo
desconocido en el objeto, en la chica proustiana, por ejemplo. Sólo la impresión que
permanece como tal, que no depende del objeto sino de un estado del yo, y de las mil
facetas de su percepción móvil, parece estar a salvo del conocimiento. Y es también la
aureola que hace brillar uno tras otro los variados objetos del deseo. Ante la frase
musical traída por la ocasión, ante el sol que transparenta los tules de una nube, nada
puede hacer la voluntad de saber, y allí se esconde un secreto que anima el futuro.
Aunque Bataille dirá que en esta impresión que la memoria podría volver a traer más
allá de la voluntad y su conocimiento reductivo, al igual que en la imagen poética, hay
una paradoja: ¿cómo capturar en una forma la impresión recobrada, la imagen del
momento intenso, aquello que sólo tiene valor en cuanto se escapa? “En el debate que
sostienen, oponiéndose, la voluntad de tomar y la de perder –el deseo de comunicarse y
su contrario, el de apropiarse– la poesía está al mismo nivel que los estados de
‘consolación’, las visiones y las palabras de los místicos.” El deseo de comunicarse
quiere atrapar el roce instantáneo de lo desconocido que pasa; y cuando se conoce, se
consagra un objeto, la voluntad quiere perderlo, apropiarse sólo de la fugacidad, sin
objeto. La consolación de la poesía consiste en referirse a lo imposible de decir y
contentarse con las cosas dichas: imágenes. Las visiones y palabras de los místicos
quisieran aludir a lo que está más allá del saber, a lo incognoscible, y sólo dicen lo
imposible que habita en las cosas familiares, en lo más inmediato. La poesía, en cambio,
por un procedimiento similar, busca en verdad lo desconocido en la misma inmediatez,
el fondo de las cosas en las sensaciones. Su imposibilidad no apunta a ningún ser
trascendente, sino a los seres y cosas particulares que por momentos se comunican con
la herida del yo, y le hacen ver su propia inaccesibilidad. Porque, ¿qué cosa más
inaccesible que un “yo”? ¿Qué necesita más consuelos en forma de imágenes para
hacerse ver y para verse? Entre las tinieblas de una absoluta inacción, sin deseo, sin
voluntad, parpadea el que se entrega a la decepción de sus imágenes, y no ve… nada, no
sabe nada.
El yo, como los otros seres que se imaginan en un mundo poéticamente habitado,
sólo abría un campo, a la vez altar, víctimas y oficiantes. La existencia poética, hecha de
imágenes, palabras, paradojas, era entonces ese campo “donde se efectuaban
caprichosas depredaciones”. ¿Acaso hay otra existencia que no sea también intolerable,
de mundillos encerrados en sí mismos, de intercambiables funciones que angustian
apenas titila a lo lejos el iris negro de una muerte de perro? La depredación de la poesía
sobre el lenguaje, inevitable como cualquier efecto de un hambre, intentaría reparar la
insignificancia del ser separado, es decir, comunicar la experiencia interior, cuya
autenticidad se reduce a ser la experiencia de nada. Por lo tanto, la poesía “devuelve al
tiempo que roe lo que un estupor vanidoso le arrebata, disipa las máscaras de un mundo
ordenado”. El asombro quiere sacar del tiempo destructor sus momentos de arrebato
íntimo: yo quiero que mi vida valga algo. La poesía, si sacrifica algo, es esto, y vuelve a
hundir en el torbellino del tiempo, en el vacío de sentido, aquellas imágenes que ahora
son de cualquiera. Cualquiera es un yo, que habla, pero en el poema no habla nadie. Sin
embargo, escuchar, leer poesía, su consolación incansable, induce a la caída de las
máscaras, cualquier yo deja de serlo o empieza a ser de nuevo, el mundo se vuelve una
farsa. Tras la satisfacción de esta revelación, para el que sigue viviendo como si nada,
como si la nada no estuviera derramando olas negras a sus pies, empieza la tragedia.
Recuperar el tiempo perdido de la vida a través de la escritura es una tentativa
desesperada para convertir la tragedia en comedia, en la comedia divina de la salvación
por la poesía.
Aun así, el triunfo de este final enfrentado con alegría, la satisfacción tramposa de la
obra realizada, no sería más que “el éxtasis que se desprende de una gran angustia”. La
reminiscencia parece recuperar el tiempo, la escritura parece darle una forma,
comunicar dicha recuperación, pero lo que se sacrifica es la persona, la máscara misma,
el yo de un personaje poético. La comedia era tan sólo aceptación del destino fatal; el
personaje debe morir para que la obra surja, para que se nimbe con un halo sagrado.
“Orestes o Fedra arrasados son a la poesía lo que la víctima es al sacrificio”, escribe
Bataille. Es un abuso del lenguaje esperar que la poesía, sacrificando palabras, redima el
tiempo vivido y constituya una colección de momentos privilegiados, que le den sentido
al resto. El tiempo vuelve a aparecer como insignificancia, devolviéndole a la obra su
carácter de cosa, un libro más, entre las cosas del mundo. La poesía es olvidada por el
proyecto de hacer cosas; las palabras separadas sufren todo el tiempo el reflujo que las
retrotrae a una especie de discurso; el poema es una cosa escrita. La estupidez de esta
última afirmación intenta escapar del estupor con que se asistió a la separación de la
poesía, su gasto de lenguaje, de la utilización de palabras como mensajes, y al instante
su regreso a la necesidad de decir algo. Ante este fracaso, el gasto simbólico de palabras
se vuelve real, en la medida en que comprometerse así en cierta corriente de sinsentido,
mezclar el sentido banal de una vida con el absoluto vacío que no dice nada, ritmo
vuelto a su azar originario, implica perderse. Tal es la experiencia extática de la poesía,
que pone la firma debajo de la disolución del nombre propio, aquello que habrá sido
escrito por todos no por uno. Conjetura Bataille: “Si la poesía es la vía que en todo
tiempo sigue el deseo experimentado por el hombre de reparar el abuso del lenguaje
hecho por él, éste tiene lugar, como dije, sobre el mismo plano.”. ¿Cuál es el abuso del
lenguaje que la poesía viene a reparar? La poesía misma, las expresiones que colorean
la vida. No hay, por un lado, un lenguaje instrumental, práctico, vehículo de sentidos
distintos, y por el otro, el holocausto de palabras, el extrañamiento, en un lenguaje de
imágenes y de ritmos. La nada va y viene entre el sentido común y la revocación
poética. Se pretende que aquellos días dedicados a la pérdida, pero también al trabajo y
al proyecto, adquieran sentido por el acto de escribir, para nada, pero también lo
adquirido se sumerge en los mismos días, en la sucesión. La misma ilusión de haber
adquirido algo, el ansia de poseer la experiencia intensa, introduce allí un saber, una
variante del conocimiento que suprime la seducción fascinante que se quería captar. El
título de “poeta”, como se sabe desde que existe un mercado literario, no vale nada y es
lo contrario del deseo de poesía. “Incluso un poeta maldito”, dice Bataille, “se encarniza
en poseer el mundo fugitivo de imágenes que expresa y por el cual enriquece la herencia
de los hombres.” El sacrificio entonces, como ya dijimos, es un espectáculo, tiene un
lado engañoso, ilusorio. Lo que se debía matar para salir de uno mismo queda a salvo,
sólo retiene una anticipación de la muerte que se traslada al objeto sagrado, en este caso
las palabras escritas. La vanidad de pretender que ese resto sea una herencia, un tesoro
para los otros, añade un presupuesto trascendente a algo que debía ser pura inmanencia,
alegría del presente, angustia del instante, comunicación con otros.
Lo imposible de la poesía se traduce en ese manotazo que arroja la obra para intentar
que su comunicación interior se traslade a la lectura. Pero nadie lee, cada cual ausculta
su propia oscuridad en la página de pronto ensombrecida por las letras ajenas. De modo
que la poesía, que aspira a llegar de lo conocido –nuestras palabras diarias, serviciales–
a lo desconocido –lo que no pudo darse nunca– “es casi por completo poesía caída, goce
de imágenes ciertamente retiradas del dominio servil (poéticas en tanto que nobles,
solemnes), pero que se rehúsan a la ruina interior que es el acceso a lo desconocido”. En
última instancia, sólo el silencio podría ser la imagen ruinosa de lo desconocido, pero
todavía es una imagen, algo que se posee. Así, el silencio de Rimbaud es entendido
incluso como una herencia, un legado para nuevos poetas. Pero después del silencio,
que sólo vale para quien lo realiza íntegramente, para quien se suprime por haber
escrito, ¿para qué seguir? Los que vinieron después o bien escriben poemas, o bien
posan de nihilistas. Hasta el surrealismo, piensa Bataille, se dejó seducir por la belleza
del aniquilamiento. Proust, al no dejar de pensar, al querer saber algo sobre lo imposible
de saber, no hace lo mismo. Su obra es un proyecto inmenso que niega la ilusión del
proyecto, ya que ningún acto le pone fin excepto la muerte. En las contradicciones y
paradojas de una búsqueda cuyo objeto sagrado, la experiencia interior olvidada, se
disfraza de objeto de un saber, Proust toca el punto extremo de la poesía. Tiene
aparentemente un don pero tarda en usarlo, porque sabe que usarlo es ya el comienzo de
la degradación y de la muerte. Con su materia aérea, la poesía sería el único sacrificio
renovable, pero su carencia es por eso más evidente que en otros sacrificios. El carácter
sustitutivo del objeto se presenta desde un principio como intolerable, aunque no haya
nada antes, en el origen, que pueda imaginarse en el lugar sustituido. Sólo cuando
desfallece, el sujeto se libera de la avidez con que perseguía objetos en una operación
cuyo sentido es la pérdida. Bataille admite la insuficiencia general del sacrificio:
“Cciertos de la incapacidad que tienen los sacrificios de objetos para liberarnos
verdaderamente, experimentamos a menudo la necesidad de ir más lejos, hasta el
sacrificio del sujeto”. El poeta, que debe derrumbar un objeto inasible, sus palabras, se
cansa de ese cúmulo de restos sacros que se van sumando a su paso. Su condena es que
sólo de esa forma, avara, puede seguir escribiendo. Incluso Proust, en la suma
inagotable de papelitos que inundan su pieza clausurada hasta el final, parece un avaro
compulsivo que se sienta sobre su riqueza y no quiere perderla aun en la muerte.
Cuando imagina que en algún futuro lejano, almorzando sobre una hierba amena, dos
amantes repetirán sus análisis y sus imágenes, el río de sus frases, resguarda de la
muerte una parte de sí, donde lo inasible de la experiencia se describe, se hace una
sustancia y espera aún la disolución. Pero el don poético no puede utilizarse del todo
para esas acumulaciones y señuelos de una posteridad, hay algo en ello que se resiste al
uso, su misma gratuidad. La búsqueda de la muerte, que es lo sagrado y lo trivial al
mismo tiempo en la poesía, desliga al “genio poético” del mero don verbal. Ningún
saber adquirido o habilidad innata explican esa búsqueda, sino la percepción anticipada,
secreta, de la ruina definitiva de todo, la propia muerte y la de todos, la destrucción de
las cosas, la finalización de la vana sucesión de tiempo, y a partir de allí el orden
aparente del mundo se deshace, los seres se extravían, una intensidad se comunica. Si
esto que hay es todo lo que existe, su valor es absoluto, y las palabras, las imágenes, las
ideas caídas de su cielo falso, todo debe gastarse en la danza festiva que celebra el
momento. A lo cual parece referirse Bataille, en el sacrificio literario de sus personajes,
sobre todo en la imagen de la ausencia de Dios que es Madame Edwarda, esa puta
autodestructiva, cuando habla de una alegría ante la muerte. No se puede conocer la
alegría ante la muerte, sólo se puede buscar, para no morir como si uno fuera otro,
sustitutivamente, y ser al fin el animal que habla para morir.
La poesía, entonces, se alimenta de la transgresión de lo conocido, pero al aferrarse a
las palabras que sacrifica y a la vez consagra, se mantiene en un anhelo de lo
desconocido que puede todavía conocerse, saberse. Lo único verdaderamente
desconocido, hueco negro que se instalaría de una vez y para siempre, no es el silencio
sino la muerte, cuando ya lo desconocido no puede volverse algo potencial o
parcialmente conocido porque habría desaparecido el organismo que tenía la capacidad
de conocer. Sin embargo, esa oscura visión, esa invisibilidad es lo que la poesía, acaso
puerilmente, hace ver. Sólo que aquel que se dedica a esa oscuridad, a leer su propia
muerte en cada trazo que imprime la agitación de su mano, único modo de no ser un
mero corpúsculo cerrado, se aleja de todas formas del resto de los que simplemente
hablan. Abusa del lenguaje con que los otros antes, también abusivamente, se entienden.
El poeta revela los secretos que guardaba, y que son los de todos y cada uno, el deseo, la
muerte impensable, la angustia y la ansiedad de gastarse, y cuanto más se interna en esa
revelación interminable, más se aísla. “Su soledad recomienza el mundo en el fondo de
él, pero sólo lo recomienza para él.” En su pieza de horas trastornadas, el que escribe
reinicia el mundo que vivió, le da sentido, pero no deja de percibir el alejamiento de los
otros, tan inmersos en el mundo que no pueden ver su fondo de teatro negro. Ya se sabe,
el que actúa no puede contemplar su acción, y el que contempla, aunque se aleja de la
acción, aunque conoce lo imposible de todo intento de actuar que no sea una negación,
no obstante adquiere la potencia del desfondamiento del mundo y de su refundación por
el lenguaje. A esa apertura que imagina, este solitario involuntario le sacrifica el mundo
que sólo pudo amar en el momento de dejarlo ir. Las emociones que sintió se recuperan
entonces, son la leña de la fogata que inscribe con palabras encendidas un mundo
renacido, pero ya no alimentan a nadie, no inflaman un cuerpo que se agrieta, se seca y
se aproxima a la muerte. Bataille escribe, entre dos melancólicas citas de Proust sobre
los rostros ajados, atormentados, de algunos grandes artistas, que “los dioses a los que
sacrificamos son ellos mismos sacrificio, lágrimas lloradas hasta la muerte”. Las obras
consumadas, que consumieron la vida entera, son sacrificios sin dioses. Aun en la
ingenua fe antigua de una inmortalidad de las obras, seguirían siendo cosas, consagradas
o no, y no encerrarían ningún espíritu. El monumento construido, que dura más que el
bronce y las pirámides, que supera las épocas y las inclemencias de la historia, se cierra
en sí mismo y dice poco sobre la temblorosa angustia o la risa loca que lo habrían
originado, apenas que una muerte puso fin a sus ornamentos. Todo lo escrito, el río de la
frase de Proust –pero toda frase es un río– se encamina desde el principio hacia el
estuario en que concluye. Estuario: digresiones y paréntesis insertos entre las cláusulas,
subordinaciones y paralelismos, puntos y pausas que rodean los obstáculos y se dirigen
al silencio: “La anchura en que se abre el estuario es la muerte”, dice Bataille. Y la obra
entonces conduce al autor a su tumba, o más bien es la forma misma de su muerte,
escrita en el lecho de muerte. Lo adivinamos muriéndose un poco más en cada frase. Y
más allá de Proust, porque éste fue un punto extremo, claro porque todavía quería saber,
atestiguar, pensar el tiempo como un sentido cuando la escritura lo niega, toda poesía
vive de su propia agonía.
¿Hay una satisfacción escondida en este gasto de la vida en la obra? ¿No se pretende
atesorar allí, en lo escrito, aquello que parecía dilapidarse? El deseo de reconocimiento
revelaría entonces esa detención de la poesía en ella misma, como si se conformara con
ser un sufrimiento y una alegría traspuestos al libro y a la espera de que otros se
confundan con sus emociones originarias. Ingenuidad de la escritura, anota Bataille, que
se entrega al arrobamiento fácil de “saborear la posesión del porvenir”. Pero la obra no
es la última instancia de la poesía, que puede ir más lejos, disolviendo lo escrito por
medio de la escritura: una ausencia de obra, una borradura, que se aplica sobre el
mundo. En lugar de representarlo, el poeta que se niega al programa de la gloria o de su
espera, anula el mundo, que no es otra cosa que la sombra de Dios en un suelo ahora
sustraído debajo del cuerpo que baila en un espasmo, y deja fragmentos de poesía. La
ruina sella entonces también al poeta, que no se representa siquiera a sí mismo. El
mundo, la sombra y el poeta se dejan ver en la sustracción de la expectativa y del
proyecto de obra como lo que son, lo desconocido y lo imposible. A nadie se le puede
decir más que eso: no hay mundo ni sombra ni yo en lo que estás leyendo, pura
destrucción de lo imposible de ser escrito, la vida, en el abuso de unas palabras. La
soledad es absoluta, y la poesía no está escrita para nadie, ni siquiera para el poeta. “Se
sentirá tan solo”, dice Bataille, “que la soledad le será como otra muerte.” El
vaciamiento del lenguaje más íntimo desemboca en la experiencia interior más
profunda, el punto de ese máximo desconocido que es la percepción, la certeza de la
muerte. “¿Hay una soledad más ahogada, más subterránea? En lo desconocido oscuro,
falta el aliento.” Pero aun en el desaliento, en las tinieblas, se escribe. ¿Qué? El silencio
de los otros en mí. La fiebre de mi intuición de ser separado, es decir, muerto. La obra
parece diferir la muerte, o consolar la vida con una memoria inhumana, pero en verdad
aspira a su cumplimiento. Hace olvidar la soledad, pero esa comunicación con todo lo
demás que no es el yo, ese éxtasis, etimológicamente hablando, se encienden en la
noche del no-saber y enceguecen. El enfermo –y la poesía sería entonces un síntoma del
mal que terminará con el cuerpo– puede ver en su sueño interrumpido, en su
incomodidad, en una conversación ansiosa su fragmentación interior, ese resplandor
terrible. “Fulgor extremo: estoy ciego…, noche extrema: sigo estándolo. Del uno a la
otra, siempre ahí, los objetos que veo, una zapatilla, una cama.”
En lo familiar, en las cosas usadas que siempre están ahí, al alcance de la mano,
parecen atenuarse el fulgor súbito y la oscuridad perpetua, como si hubiera una media
luz vivible, bajo la cual se trabaja y se descansa. Pero en la misma cosa usada, abierta a
cada instante como una puerta a lo inexistente, puede surgir el testigo que asiste a mi
muerte: lo que se deja, lo que se gasta, lo que se reemplaza. Las pequeñas cosas, antes
ambientes que objetos, en Proust se cargaban de significado por medio de complejas
operaciones con la memoria y el olvido. No estaban ahí sino hasta el momento en que se
siente su nostalgia, hasta la reminiscencia que las redescubre y puede describir sus
efectos. Lo que está presente ahora, en cambio, es la caída de los objetos, de un rostro
incluso, a simple cosa degradada por el tiempo. El momento privilegiado del sentido de
una vida no está siempre ahí, aparece y desaparece como la sensación de
reconocimiento de una frase musical o un matiz de color que sin embargo no se
alcanzan a precisar. Aunque justamente esta ausencia de sentido de lo que se recobra en
la poesía fundaría su independencia: no necesita acumular sentido, el monumento le es
tan ajeno como el trabajo hacendoso. Sin embargo, la poesía que afirma su soberanía,
que no se subordina del todo a lo que dice, que juega sobre el borde del sentido asediado
por un ritmo interior que empuja hacia afuera y por un torbellino girando en el espacio
exterior de todo lo posible, está de algún modo inserta en las actividades comunes,
como la risa y el sacrificio, como el erotismo y la borrachera, se sitúa por momentos en
el sencillo reverso del mundo diario. Ya su momento lingüístico, su inmersión en el
oleaje de una lengua que hace subir mareas significativas arbitrarias, casuales o fatales
de su historia, inserta a la poesía en un mundo. Sin embargo, esta inserción no la
subordina del todo, como lo prueba su valor inconmensurable: ínfimo desde el punto de
vista del sentido ordinario –el poema es una tontería o una verdad solemne– e inmenso
para quien se entrega a su pequeñez. La mosca que muere en un charco no es nada, pero
si quisiéramos imaginar el sentido que tiene el universo entero para esa mosca… todo se
vuelve nada. La poesía eleva la lengua a la insignificancia de una mosca. La poesía
zumba en los oídos de cualquier hablante y le recuerda, aun sin que lo sepa, que estaba
ahí antes de su existencia efímera. Por lo tanto, que la poesía se inserte en la esfera
práctica no significa que esté subordinada, es gasto, potlatch potencial: “la La risa, la
embriaguez, el sacrificio o la poesía, el mismo erotismo, subsisten en una reserva,
autónomos, insertos en la esfera, como niños en la casa”. Retorno del niño que descubre
su impotencia mirando el cielo nocturno, cuando sabe de pronto que no es un dios
sometido a la prueba de su pequeño nombre, su lugarcito y su destino familiar, cuando
siente la angustia de la mosca que no le importa porque no puede, de ninguna manera,
imaginársela.

***

No obstante, la inserción de la poesía en el mundo quizás apunte al máximo interés


de las actividades de pérdida: la obtención del prestigio. La necesidad que hay en cada
uno de perderse, de embaucarse, promueve esas búsquedas de prestigio que, salvo para
la ingenuidad que se conforma con ganar estúpidas competencias –de ajedrez, baile,
deporte o escritura, da lo mismo–, no consuelan sino en la dispersión del acto mismo de
buscar. Hacer desaparecer la cosa buscada, donando lo que se creía tener, es la finalidad
última del potlatch, y acaso también de la poesía, entendida en su acto y no en su
resultado literario. Recuperar las cosas perdidas, los momentos vividos, es el aparente
punto de inicio del proyecto literario, pero su objetivo es perderse, morirse dulcemente
en el laberinto de la escritura antes de que todo termine.
3. La experiencia o la suerte

¿Qué quiere decir “experiencia”? Un término que para Bataille está antes de que se
defina: la experiencia no se traduce en el discurso, como otro de sus términos, tampoco
es lo expresado por la literatura o la filosofía. La experiencia no es un pensamiento, ni la
inteligencia de algo, mucho menos lo que se habrá de expresar gracias a un don verbal.
La experiencia es un dato interior, es decir, de alguna manera inexpresable. De allí que
su punto de partida consista en hablar de lo que no se puede decir, algo que
tradicionalmente se llamó “mística”. “Entiendo por experiencia interior lo que
habitualmente se llama experiencia mística”31, es la primera afirmación de Bataille al
respecto. Pero tiene que limitar luego esa analogía inicial. El éxtasis y el rapto de los
que hablará, como estados que no se reducen a su expresión, se parecen a los de la
mística, pero no son idénticos. No hay una confesión, una fe en alguna existencia
sustraída de la muerte, que sostenga la experiencia. Se trata de un puro rapto, sin lazos,
sin revestimientos religiosos. La experiencia interior será un punto de refutación de todo
lo que se haya establecido, ya que no se apoya en algo intuido, como trascendencia de lo
sabido; su principio es el no-saber. Es algo que no desemboca en nada, o que lo niega
todo para encontrar la nada. Y así define un lugar íntimo, tan inaccesible como evidente
detrás de las percepciones, creencias y saberes: “La experiencia es la puesta en cuestión
(puesta a prueba), en la fiebre y la angustia, de lo que un hombre sabe por el hecho de
existir.”. Y lo que alguien sabe porque existe es en primer lugar un yo, el que se sabe y
se dice como punto ciego y punto instaurador del discurso. Ese yo sigue un camino, su
habla, y cree tener una existencia separada, enfrentada a los demás seres y al mundo,
que se convierten en objetos al costado del camino. El sujeto separado del objeto es la
consecuencia necesaria de su método. Pero, ¿qué le importa de verdad al que existe? Ni
el yo ni el camino, sino el encuentro, el deseo del encuentro, lo posible que se abre hasta
en las cosas menos esperadas. El que existe quiere contagiar su fiebre a todo aquello que
toca, quiere una presencia no separada, o sea la angustia que se anticipa al insólito
encuentro con la muerte. Pero una existencia ilimitada es impensable para un sujeto,
siempre limitado, por lo tanto su deseo es ilimitar lo real mediante la destrucción de lo
que sabe, que es la destrucción del yo. No hay que olvidar que un yo es una miniatura
de Dios, y muere junto con éste. La experiencia busca pues lo desconocido, no un
camino sino el extravío, la dispersión, y es algo desconocido que no puede captarse,

31 La experiencia interior, op. cit., p. 13.


volverse conocido como un concepto.
Bataille cita al Pseudo-Dionisio, cuando menciona que desde la experiencia íntima
de la iluminación, que implica la suspensión de toda operación intelectual, sólo puede
hablarse de lo experimentado negativamente. Y la idea misma de una presencia
ilimitada “no es distinta en nada de una ausencia”. Lo que se experimenta no podría ser
nunca una totalidad –un infinito paradójicaparadójico, místicamente limitado en la
esfera perfecta del todo–, sino el movimiento en que no hay nada cerrado, una especie
de viento. Si la poesía se dejara arrasar por ese viento, podría dar una imagen de lo
desconocido, dar lugar a la experiencia. Aun cuando las imágenes se aferren a lo
conocido y las palabras nunca dejen de recordar el mundo familiar en el que sirven. La
poesía contagia, pero lo que dice la retiene en el camino familiar del discurso. La posee
un yo, aunque se trate de un yo desquiciado, en busca de lo ilimitado. Si lo desconocido
es la muerte, en la poesía “no morimos del todo: un hilo, tenue sin duda, pero un hilo,
une lo aprehendido al yo”. El hilo es el camino de la vida del yo, la tijera que lo habrá
de cortar se parece todavía demasiado a la que está guardada en el cajón de costura. La
experiencia, rotura del puente, pérdida en el monte, desnudaría la simple existencia,
donde el yo pierde toda su autoridad y apenas exclama el único valor y la única
autoridad de esa desnudez, cuyo fin no es moral, ni una sabiduría, ni un aumento del
placer. Y por ello niega la moral, la ciencia o el experimento estético. ¿En qué se basa
entonces, si no se justifica en la adquisición de sensaciones por medio de diversos
éxtasis? En nada. La misma experiencia, que se aparta de todo lo sabido y a la vez une a
todo lo posible, se autoriza por sí sola. Bataille admite que esta respuesta vacía,
vinculada a los retazos del yo despedazado que se disuelven en una líquida impotencia
para responder, deja un residuo de angustia. Lo desconocido de la experiencia que
simplemente afirma su soberanía es ya la angustia, prueba de que alguien padece, piensa
y produce un impulso de existencia no subordinada a ningún sujeto (ni objeto). De allí
que la experiencia interior, mística de lo inmanente, sea la superación de la filosofía (del
sujeto), tal como la poesía es el más allá de la literatura (instaurada).
Pero, ¿en qué sentido la poesía rompe el hilo sumiso del habla que separa del mundo,
en qué sentido la experiencia ilimita lo que en la filosofía apenas existe subordinado al
pensamiento? La respuesta, como la nada, es el silencio. En su tendencia al silencio, en
su danza que se dirige a la muerte, la poesía y la experiencia que la domina encuentran
una forma de respuesta. Pero el silencio es algo que se sabe, y debe a su vez ser
franqueado, porque el silencio real, el de la muerte, es inaccesible para la poesía. Quizás
no para la experiencia que no tiene otro contenido. En silencio, la pasión se desencadena
y se niega el amor al saber, el reino de la inteligencia. Nada más se entiende ni debe
entenderse. La autoridad de la experiencia se afirma sin comprensión, sin imágenes. Por
eso no puede transmitirse, y se comunica fuera de su inteligibilidad. “Sólo desde
adentro, vivida hasta el trance, aparece uniendo lo que el pensamiento discursivo debe
separar.” Si las palabras ordenadas separan al sujeto del objeto, puesto que los
constituyen como tales, el habla de la experiencia debería alcanzar, para el sujeto, el no
saber, que no es algo que se pueda llegar a saber, que esté pendiente de investigación, y
para el objeto, lo desconocido, que tampoco podría conocerse. ¿Qué dice entonces la
experiencia, como trance, silencio, pérdida de sí, más que un desencadenamiento? Se
desencadenan pasiones que la razón no comprende, contradicciones vividas hasta el
extremo y que ignoran toda lógica, todo se vuelve inacabado, vertiginoso, material. Así
como la filosofía desarrolla la lógica de la teología sin Dios, la experiencia piensa lo
desconocido sin ataduras lógicas, no se subordina al método del discurso. Habla, por
supuesto, pero no persuade ni argumenta, y si convence es sólo a aquel que vivió la
experiencia, al otro desencadenado, contagiado. Este apasionamiento liberado en la
experiencia había estado aislado de todo saber; el saber se construyó como apartamiento
de lo que libera. Pero el no-saber no es su simple reverso, sino algo distinto. Como la
noche no es lo contrario del día, sino una evidencia que ilumina, entre la dispersión de
estrellas hormigueantes y la palidez lunar, la rasgadura de esa superficie sabida que
durante el día parecía firme y sostenible. Con ello, también las cosas diurnas se
desfondan de pronto. La mesa en la que escribo, independiente, profana en su
utilización, cosa banal, se desdibuja ante mis ojos que siguen las nervaduras de una
madera muerta, soñando un bosque arrasado. Y la simple presencia de la cosa me dice
que existo para tocarla, y mi cabeza se apoya en ella para representar un posible dormir,
para imaginar mi muerte. La materia –lo que hay– se vuelve sagrada. Si busco en mí un
sentido para todo, es porque el todo no tiene sentido. Y desde el momento en que el yo
no justifica el mundo, todo se libera, se fragmenta, las astillas de la percepción salen
despedidas como si buscaran una constelación en movimiento. Tan sólo el deseo de
mirar eso, dibujar su forma, ser la mirada del sentido, puede todavía albergar el vano
pero insoslayable anhelo de no morir. Sin embargo, la mirada significativa es una
trampa, es el abandono de la mirada perdida, la que no interpreta ni encuentra en las
nervaduras de la mesa cualquiera más que su remolino de ser cualquier cosa.
Bataille registra: “No más salvación: es el más odioso de los subterfugios.”. Querer
registrar incluso la experiencia muda, si aspira a salvar su intensidad o su anhelo de
plenitud, es también un subterfugio. Como el silencio, donde “la palabra silencio es
también un ruido”, la voz de la experiencia se funda en lo que niega, y al instante debe
negarse de nuevo para dejar sólo la estela de una autoridad que se basa en eso. La
respuesta sería no hablar más, pero así se dejaría en pie el fundamento de la pregunta
que más bien debería castigarse, azotarse hasta que la multiplicación de las heridas
anuncie en el torso de la pregunta su misma caducidad. “¿Qué sentido tiene todo esto?”
no es una pregunta que pueda responderse; decir: “ninguno” es darle a la pregunta el
valor de una existencia, de algo real. Sólo la experiencia anuncia la disolución de la
pregunta, el origen irrecuperable de lo que se supone que dice: angustia, confusión,
dolor, o bien alegría, indistinción, deleite. La filosofía se encamina a la pregunta, la
experiencia se pierde en el camino, sólo habla como un medio para alcanzarse ella
misma. Clara, discursivamente, pronuncia Bataille su refutación del discurso: “en En la
experiencia, el enunciado no es nada más que un medio, e incluso, tanto como un
medio, un obstáculo; lo que cuenta no es ya el enunciado del viento, sino el viento”.
Viento que apaga la antorcha de Minerva, su discurrir arropado en la noche, y obliga a
confiar solamente en la mirada animal de un ave de presa. Pero ningún búho puede salir
de su jaula alegórica para señalar el espacio vacío, el sinsentido de la tiniebla absoluta.
La mirada se encontró en la luz, en la imagen de dioses, pero sabe que no ve nada,
contempla su profundo no saber, ahora que abro los ojos y farfullo sonidos totalmente
solo. Esta representación de mí mismo busca dramatizar la experiencia, sin decirla,
porque así se agotaría como si fuera un simple tema. El viento helado de la experiencia
me hace notar la desnudez de pensar, el cuerpo que piensa, el yo olvidado que piensa
que se muere. Sólo dramáticamente, e incluso apocalípticamente, las palabras le hacen
señas a la experiencia que al mismo tiempo las justifica y las disuelve.
La idea misma de una existencia personal, vinculada al deseo de no morir, produjo la
percepción de algún tipo de realidad inmaterial y particular: el alma, la sombra del
nombre, la propiedad de llamarse a uno mismo. Sólo que esta percepción disfraza el
otro deseo que afirma la inexistencia de lo inmaterial, deseo de morir del todo, declive
hacia la extinción. La muerte entonces indicaría ese punto de nada definitiva, aunque no
sea algo imaginable. La experiencia interior es una experiencia –imposible– de la
muerte. Pero “muerte” es una palabra, un ruido como la palabra “silencio”. Designa
incluso el límite del lenguaje: si el yo es cualquiera que hable, muerte es el punto final,
alegórico, del relato que se intenta hilvanar. La muerte es la interrupción del discurso, o
más bien los hiatos de vacío que cortan la apariencia continua de lo que se dice, que lo
convierten en archipiélago. La fragmentación del mundo que se cuenta como si tuviera
unidad y sentido es obra de la muerte. Pero la muerte no hace nada, sino que acribilla de
nada al ser desnudo, lo deja sin habla. ¿Cómo no soñar entonces que la intensidad de
existir podría continuar? ¿Cómo no imaginar otras vidas, otros mundos donde la sombra
del ser se angustia o se deleita pero persiste? Sin embargo, el anhelo de perseverar en el
propio ser oculta el deseo de traspasar lo particular, lo propio, y disolverse en la nada.
La meditación que precede y sucede a la experiencia no busca eternizar al que medita,
sino anular su representación, la ilusión personal. Detrás de la máscara, en el fondo
negro de los orificios por donde espiamos lo real, está el vacío, o ni siquiera eso. Acaso
solamente la dispersión constante de corpúsculos que se agruman por azar, que chocan,
que se alejan y se atraen, en un torbellino fatal. La anulación del yo, la ruptura de su
hilo de palabras de apariencia continua, anticipa entonces en el trance de una
experiencia su final, la muerte inscripta en la idea misma de una continuidad. Dice
Bataille: “La muerte rompe el hilo: no podemos captar una continuidad más que a falta
de un umbral que la interrumpa.”. De modo que la vida que creo tener, entre las
repeticiones y los relatos de novedades, se me escapa, no es más que la negación de los
umbrales, la negación de la interrupción que sin embargo me alcanza y agrieta todo lo
que digo. El último recurso de mis palabras heridas de muerte es imaginar la
persistencia de otros seres, un universo sin mí, sin nadie que yo haya conocido, amado,
tocado. Es la presencia de la obra como palabra mortificada. Pero la experiencia me
devuelve al presente, donde la obra no existe y la supervivencia sólo se enfrenta a la
vida como su abstracción. La obra esconde un proyecto, un sometimiento de la
existencia a lo que aún no existe, el olvido del cuerpo que muere, que está muriendo
mientras realiza la obra. La experiencia en cambio se opone al proyecto como lo
ilimitado –o lo indescriptible– a lo limitado. La muerte entonces, más que el umbral que
le da sentido al discurso sostenido, es la aniquilación del proyecto, y vuelve ilimitado el
presente. Si siento la muerte en mí, como la nada absoluta y también trivial, ritmada en
la noche que sigue a cada día, mi existencia limitada se disgrega, estalla en fragmentos
y cada frase balbuceada ilumina el cielo con sus fuegos de artificio. Pero la sensación de
morir no es casual, requiere búsquedas, “la voluntad de llegar a ser presa de lo
desconocido” que, en oposición al cálculo del proyecto, necesita una ausencia de
límites. Por supuesto, tal ausencia no se da en ningún espacio conocido, no se da en el
lenguaje sino por una violencia que lo mortifica. Entre las palabras, se deslizan actitudes
que indicarían esa voluntad de que lo desconocido llegue a alcanzarme, a mí, que no me
conozco, que ya no me reconozco. Bataille enumera algunas de esas actitudes que son la
moral de la experiencia interior: “la La ausencia de cuidados, la generosidad, la
necesidad de retar a la muerte, el amor tumultuoso, la ingenuidad amenazadora”. En
tales instancias, se olvida el deseo de querer serlo todo, se eclipsa el centro del mundo
que está limitado por mi lenguaje, de modo que la experiencia renuncia a la
omnipotencia del yo, su pensamiento y su cuerpo: soy un punto sin nombre.
Sin embargo, hasta en esa búsqueda ametódica se filtra el plan, se articula algo. La
misma experiencia, en tanto que es buscada, se sigue como si un hilo reapareciera en
ella. También “la experiencia interior es proyecto”, dice Bataille. Y no es una
contradicción. Puesto que me defino íntegramente por el lenguaje, que siempre se
proyecta en la sucesión, en el encadenamiento, la experiencia –del silencio, de la
muerte, del amor– se inserta en una especie peculiar de proyecto. “Pero el proyecto no
es en este caso el de salvación, positivo, sino el negativo de abolir el poder de las
palabras y, por lo tanto, del proyecto.” El proyecto de la experiencia interior consiste en
anular la palabra del proyecto. ¿Y cuál es la palabra del proyecto si no la que se refiere a
quien lo sostiene, al dueño de la palabra? “Yo”. La experiencia entonces revela –o más
bien lo repite porque se trata de un no-saber siempre sabido– que el yo no es dueño de
lo que dice, que el sentido no emana de su fuente. El deseo y la búsqueda de la
experiencia apuntan por lo tanto a no querer serlo todo, que lo designado por el yo sea
un hiato, un punto, lo incompleto por definición. El que habla quiere serlo todo, dar
sentido a lo que pasa, contarse interiormente la historia de su nombre. Pero la
experiencia le repite: nunca podrás ser el sentido ni completar la historia, las palabras
son astillas clavadas en una carne que se descompone sin que lo sepas. El que hablaba
entonces se ríe de sí mismo, se olvida por momentos, ya no quiere ser todo, sino una
brizna en el aire, un adorno, una donación que se destruye cuando se entrega; “se quiere
finalmente tal como es, imperfecto, inacabado, bueno –si es que puede serlo, incluso en
los momentos de crueldad–; y lúcido… hasta morir ciego”. Una lucidez ciega, sin
contenido, que se ríe del final inevitable que destruirá la ilusión del ser incompleto –
para los vivos que vendrán, él mismo, muerto, parecerá completo, serio. El muerto
parecerá también cruel, impasible, de piedra. Sólo quien lo ame hasta el extremo de
discutirlo y ridiculizarlo, de olvidarlo, podrá advertir el bien soberano que lo impulsaba,
que lo fragmentaba en la risa y el llanto, su aceptación de lo incompleto. Quien actúa
soberanamente, desarmando así la impostura de su conciencia como dueña del sentido y
entregándose a una risa súbita, a los dichos para nada y para nadie, se aleja del interés
ávido por acumular cosas, saberes, potencias, y la “bondad” se deposita en lo que queda
de sus palabras como un rocío sólo perceptible al tacto, a la amistad.
Pero los otros no son un objeto para el sujeto –desarmado– de la experiencia. La
existencia ilimitada a la que accede, con la que sueña la experiencia, se comunica con
todos y cada uno. En cada uno se precipita el torrente de los demás y cada uno recibe el
mandato de ser ese oleaje ilimitado. Hay un punto extremo, el borde, más allá del cual
soy “una multitud y un desierto”. En tales figuras ve Bataille el sentido de una
comunidad cuyo objeto sería la experiencia, motivada por la experiencia, pero donde lo
común le otorgara a cada uno la soledad de un desierto. La experiencia es privativa,
negación del proyecto, el método, el saber; por ende instaura el éxtasis común, incluso
vulgar, trivial –que se encuentra en todas partes– como una distancia antes y después de
la fiesta. Entonces, en silencio, la experiencia se comunica, o ya se comunicó o se
promete como comunicación. ¿Cómo se comunica lo incomunicable? ¿Cómo nuestras
palabras comunes nos hacen pensar su afuera? Un desierto instalado en la comunidad es
la huella desoladora de la experiencia interior, negación del acuerdo discursivo, del plan
y del pedido. Pero algo se solicita de esa comunidad, puesto que la experiencia,
comunicada sólo negativamente, vivida, “transforma a los que ella pone en juego”. El
silencio al que llega no es un abandono de las palabras, sino un silencio “querido”,
buscado tras el estupor que se extravió frente a todo lo posible, aun lo que el lenguaje
ignora, y así puede expresarse con un mayor grado de desprendimiento. Palabras
desprendidas de su dueño, soberanamente dispersas en su no querer decir, musicales;
silencio que no esconde ningún misterio, ningún saber, simple punto final querido,
alegremente deseado, sonrisa de agonía, que musita: “que Que otros, que otros siempre
vivan en el futuro –y que la muerte nos haya lavado, y después lave a esos otros,
infinitamente”32.

***

Hace un tiempo, escribí una lectura de Bataille que se refiere al ateísmo como una
experiencia. Experiencia, pues, de la pura materia que encuentra una larga tradición en
torno al disfrute de las sensaciones y el sorteo de las ilusiones ideales y que abarca
desde el atomismo hasta Lucrecio y desde Spinoza hasta los filósofos del siglo de la

32 La experiencia interior, op. cit., p. 31.


Revolución. Sin embargo, lo que ahí importaba era la intensidad vivida de la negación
de toda trascendencia, de un desencadenamiento, y la angustia de un ser entregado a su
suerte. Transcribo entonces aquella lectura, cuyo título prometía o casi anhelaba una
“Presencia de la suerte”.

***

En un singular escrito del entonces joven filósofo Diderot, cuya lectura le debo
agradecer a Diego Tatián, aparecen una serie de afirmaciones que no pude dejar de leer
como anticipos, anuncios del pensamiento de Bataille. Pero antes que comprobar, una
vez más, el ingenioso recurso de Borges acerca de la construcción que toda obra realiza
de sus propios precursores, quisiera pensar más bien que tanto Diderot como Bataille
hablan de lo mismo: una comunidad imposible pero necesaria tras la experiencia de la
ausencia de Dios.
Nos resulta difícil medir ahora el alcance, el impacto de esa experiencia. Dado que
no sentí nunca su presencia, la ausencia de Dios está ligada en mí a una imagen mucho
más concreta y que no se percibe como la desaparición súbita, la disolución de una
persona absoluta. No puedo entonces imaginar la ausencia de Dios sino como el
descubrimiento, la revelación infantil de mi muerte. La idea de que voy a morir es la
última sombra del ateísmo sobre mi cuerpo que se desgasta.
Pero en aquellos tiempos heroicos del ateísmo, que anhelaba imponerse como un
pensamiento más claro, que buscaba liberarse de innumerables cadenas, el mundo sin
Dios era un vacío absoluto que atraía todas las ideas y las hacía girar vertiginosamente.
Diderot publica entonces, en 1749, su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven33,
donde se discute fundamentalmente el problema del origen de las ideas y la relación
entre el pensamiento y las sensaciones. En esa carta, dirigida a una curiosa y filosófica
interlocutora, el futuro enciclopedista plantea objeciones a las conclusiones de Locke y
de Condillac sobre el origen sensorial de las ideas. No voy a revisar aquí ese complejo
debate sobre el así llamado sensualismo. Pero Diderot comenta entonces la vida y la
obra de un matemático inglés, ciego de nacimiento, cuyas vicisitudes cotidianas y cuyas
argucias para explicar cuestiones de geometría y de óptica le sirven como demostración
de una autonomía relativa de las ideas verdaderas con respecto a la percepción de los

33 Denis Diderot, Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, El cuenco Cuenco de
plataPlata, Colección “El libertino Libertino eruditoErudito”, Buenos Aires, 2005.
sentidos. El caso es que Diderot intercala además un diálogo entre el matemático ciego
y un sacerdote, que acude a asistirlo en su agonía; un episodio completamente inventado
que no figuraba en la biografía del personaje, profesor en Cambridge y bastante notorio
en su época. La discusión entre el ciego moribundo y el sacerdote, por otro lado,
también pareciera inaugurar una fábula atea que conocemos en la versión de Sade.
El diálogo trata acerca de la existencia de Dios, o al menos acerca de su eternidad. El
sacerdote le describe al ciego las maravillas del mundo visible, el impecable orden que
reina en cada organismo vivo y en la totalidad de lo que existe. Semejante espectáculo,
tamaña perfección, sostiene el sacerdote, no pueden estar privados de un autor, una
inteligencia perfecta que así lo ha dispuesto. El ciego responde que no puede percibir
tales maravillas y que nada le parece tan ordenado como le cuentan. Pero accede a
prestarle su confianza a la palabra del sacerdote y de otros amigos que lo quieren y le
dicen que el mundo contiene un sinfín de prodigios evidentes. Lo que no quiere decir,
agrega luego, que siempre haya sido así. Que ahora todo tenga una apariencia de orden
no significa que su origen no sea el más absoluto caos. Y el geómetra ciego afirma: “si
Si nos remontáramos al nacimiento de las cosas y de los tiempos, y sintiéramos la
materia moviéndose y el caos desenmarañándose, encontraríamos una multitud de seres
informes frente a unos pocos seres bien organizados.”. Unos azares físicos, materiales
hacen que algo sobreviva, sin ninguna inteligencia, sin ningún sentido. La movediza
materialidad de lo que es no puede ser más que soberana. El mundo surge fuera de toda
lógica previa, así el ciego declara “que “los monstruos se aniquilaron sucesivamente,
que todas las combinaciones viciosas de la materia han desaparecido y que sólo han
quedado aquellas cuyos mecanismos no implicaban ninguna contradicción importante y
que podían subsistir por sí mismas y perpetuarse”. Pero el aparente orden alcanzado no
tiene nada de estable. Los monstruos retornan a cada momento. Él mismo, que nació
ciego, es una prueba de que ninguna conciencia suprema dirige lo que pasa. ¿Y acaso
los hombres no son monstruos increíblemente persistentes, que perseveran en su
monstruosidad? ¿Cómo explicar la inaudita libertad humana, desertora del instinto, sino
como una consecuencia monstruosa y un reflejo traspuesto de la impredecible actividad
de la materia originaria?
No resulta obvio, para el ciego, que el hombre y su supervivencia fuesen algo
necesario. Si el azar o una serie de casualidades combinadas no lo hubieran ayudado, el
animal que habla “hubiese quedado envuelto en la depuración general del universo, y
ese ser orgulloso que se llama hombre, disuelto y disperso entre las moléculas de la
materia, habría quedado, quizás para siempre, dentro del número de los posibles”. De
alguna manera, la depuración general del universo es inhumana: la materia se
complejiza hasta convertirse en organismo, que a su vez se complejiza hasta convertirse
en animal, el animal se hace hombre, el hombre deviene histórico, etcétera. Pero al
mismo tiempo se eliminan un gran número de posibilidades, la persistencia de algo es
una excepción, y todo parece indicar que la materia tiende a simplificarse después de
alcanzar un punto sin retorno. El lenguaje humano, el pensamiento pueden ser un
instante en esa depuración general del universo. Y si muchos experimentos del azar que
llamamos naturaleza pudieron fallar, arruinarse, perderse en la nada de lo imposible
como también pudo pasarle al animal humano, entonces el ciego preguntará por qué los
mundos no estarían sujetos a la misma ley de una probabilidad improbable. Lo que aquí
y ahora parece un orden, aunque sólo para quienes lo ven con los ojos encandilados,
hipnotizados por la belleza, no es más que una tirada de dados. Y llamamos Dios a la
suerte.
Oigamos la arenga del ciego de Diderot: “¿Cuántos mundos estropeados, fallidos se
han disipado, se rehacen y se disipan tal vez a cada instante en espacios lejanos que yo
no toco y usted no ve, pero donde el movimiento continúa y continuará combinando
cúmulos de materia hasta que hayan obtenido alguna disposición en la cual puedan
perseverar?”. Y aun así, sería apenas para que subsista una materia, una masa no
dispersa, ¡y qué lejos estaría todavía la mezcla necesaria para que algo vivo encontrara
su posibilidad! ¿Cómo definirá entonces el ciego matemático este mundo palpable,
negro, donde los sonidos y los olores se arremolinan, se acercan y se alejan hasta
desaparecer, donde lo único cierto son algunas formas regulares de la materia que puede
compartir en sus clases de geometría con los alumnos que ven? ¿Qué significa todo
esto? Respondiendo a sus propias preguntas, a su propio nihilismo, afirmará: “Un
compuesto sujeto a revoluciones que indican todas ellas una tendencia continua a la
destrucción; una sucesión rápida de seres que se entrecruzan, se empujan y desaparecen;
una simetría pasajera; un orden momentáneo.”. Allí la vida no es más que un largo
deseo que nunca podría satisfacerse y la propia duración es un fantasma construido por
su necesaria brevedad.
Sin embargo, quizás esos fantasmas sean más reales para el fugaz, momentáneo ser
mortal que la eternidad inaccesible de la materia en movimiento. Quizás los fantasmas
de una vida breve sean un acceso a la posibilidad de pensar el movimiento incesante. Se
trata de pensar desde la perspectiva de una mosca. Al sacerdote, que ha empezado a
llorar en medio del discurso de su amigo agonizante, el ciego le dará este ejemplo, que
puede verse acaso como una especie de consuelo. Si la mosca efímera que sólo vive un
día se pusiera a pensar en un hombre y transmitiera su pensamiento a otras, de
generación en generación, ¿no se convertiría entonces ese hombre en particular, la
miserable vida humana, en el ser, en la eternidad, algo así como un astro o un dios? Y la
mosca tendría razón en pensar así. Tal como nosotros tendríamos algo de razón, al igual
que el sacerdote y los amigos del ciego que celebran las maravillas de lo visible, en
creer, con fe ciega, que el mundo no va a desaparecer con nuestra muerte.
El editor francés de Diderot, un tal Paul Vernière, en su introducción nos comenta
que este fragmento de la Carta le valió al autor tres meses de cárcel, acusado de
“fanatismo”, a pesar de las frases con que intentara separar su opinión de las
afirmaciones del ciego, que dice haber traducido del inglés. Más allá de que las
imágenes de las dispersiones y combinaciones de la materia hayan sido tomadas de
Lucrecio, no significan lo mismo para Diderot y es lo que el censor va a sancionar.
La caducidad de los seres y las cosas en Lucrecio, las combinaciones que surgen
espontáneamente y luego se disuelven de manera absoluta son ejercicios del
pensamiento para lograr la ataraxia, observar desde una lejanía, que sólo se aferra al
instante presente, el caos multiforme del mundo, su permanente catástrofe. Para
Diderot, en cambio, se trata de recordar que la moral, las leyes, las constricciones
cristianas o monárquicas de la libertad son aleatorias; que todo es casual y por lo tanto
nada es verdaderamente imposible, ni siquiera la felicidad humana, al menos en el
instante que le toca vivir a este género en particular. Y lo que Bataille llamará la
“insubordinación de la materia” también intentará relacionar, vislumbrar la íntima
conexión entre las metamorfosis continuas del mundo y los impulsos que conducen a la
mayor libertad posible en lo social.
Precisamente, en mayo de 1947, Bataille publica un breve escrito en una revista. Se
trata de una meditación cuyo título, “La ausencia de Dios”34, permite vincularla con la
elaboración de esos diarios filosóficos que componen la “Summa ateológica”. Allí la
ausencia de Dios, imposible de expresar, se intenta sugerir a partir de diversas figuras,
de imágenes y paradojas. Y quizás tenía razón Sartre cuando decía, acerca de libros
como La experiencia interior, que Bataille era “un nuevo místico”. Porque en verdad
utiliza los procedimientos habituales de la literatura mística: siempre hay algo

34 Incluido en La felicidad, el erotismo y la literatura, Ensayos 1944-1961, Adriana


Hidalgo, Buenos Aires, 2001.
inexpresable que sin embargo impulsa una comunicación destinada de antemano a no
poder ser entendida.
No se trata de entender entonces, sino de que otros puedan intuir, acaso revivir, por
fuera del lenguaje, más allá de las imágenes puestas en juego, la experiencia imposible
que es un acontecimiento, porque atraviesa el lenguaje pero no lo deja indemne. Sartre
ponía el acento en el carácter evasivo, antirrealista de la experiencia a la que se refería
la escritura de Bataille. Más bien deberíamos pensar que lo real, lo único que existe
fuera de la burbuja lingüística y social, es esa experiencia, casi un exceso de
inmanencia. Por lo tanto, importa menos que Bataille sea o no un místico, que retome
esa tradición, aunque también lo hace con la filosofía, la sociología, la literatura, sino el
hecho de que sea uno “nuevo”, puesto que dice, forzando los límites del pensamiento y
las palabras, una ausencia. Salgo de mí para encontrar no un sujeto trascendente o una
eternidad ilusoria, sino la negra iluminación de mi propio abismo, inscripto en mi
cuerpo. Como dijera el poeta argentino Héctor Viel Temperley, cuya experiencia
también es un acontecimiento y que casi seguramente no leyó a Bataille: “Voy hacia lo
que menos conocí en mi vida, voy hacia mi cuerpo.”
Imágenes de la ausencia de Dios, vagos ecos de un miedo y una felicidad
impensables, que no pueden ser ideas: el suelo que desaparece bajo mis pies en el
instante que se detiene, suspendido, entre un latido y otro de mi ritmo sanguíneo; un
objeto extático que deja fuera toda afirmación, anula la pretensión de existencia del ser
y también de la nada; una mujer amada que muere o un Dios que revela su inexistencia.
¿A quién le está hablando Bataille con estas figuras? Ni a un Dios ni a un idiota, dice,
sino a todo semejante que padece la melancolía de no saberse nada.
Por lo cual, lo más seguro es el malentendido, creer que está transmitiendo un
pensamiento. Pero lo que es no puede ser objeto de transmisión. Ningún objeto, ninguna
figura limitada, ninguna obra dice ni hace lo que es. Cito a Bataille: “No poseo otra
verdad que el silencio”. Aunque no se trata de una espera, una atención despertada por
algo trascendente. Es un silencio que hace hablar, un silencio como la picadura de un
insecto que hace rascar las costras del lenguaje. La uña del silencio que descascara las
palabras me hace desear la noche, un infinito de términos enfermos, dichos sin querer.
Lo que dice el sonido del rasguño involuntario, para el oído de alguien que no quiere
escuchar, es la impotencia de escribir, hablar, “mis lágrimas”, dice Bataille, “mi
ausencia (más pura que mis lágrimas), mi risa, más dulce, más maligna y más vacía que
la muerte”.
¿Acaso ese fantasma viscoso, ese algo ilimitado, podría ser un sueño, vale decir, un
efecto inexpresable que suscita una imagen o una serie de imágenes? Pero serían
imágenes imposibles, las imágenes de un ciego de nacimiento. Dios, dirá Bataille, “soñó
que era un enfermo al que las chinches devoraban”, pero luego se convierte en una de
esas chinches que el enfermo descubre entre las sábanas y aprieta entre sus uñas. En
medio de la fiebre, el cuerpo sueña que es arena desolada, sin lugar, sin descanso. “No
pudo despertarse, ni gritar, ni morir, ni detener ese movimiento de terror fugitivo.” Sin
embargo, el sueño no es más que una consecuencia. La cosa ilimitada que se presenta
como su causa ni siquiera puede pensarse en cuanto ausencia o en cuanto nada, sería
entonces algo demasiado limpio, seco, un corte en la continuidad de las
representaciones. Más bien se trata de su misma sucesión, repetición incesante de
representaciones, imposibilidad en el fondo de ser un individuo, que a fin de cuentas
supondría un Dios definible, presente o ausente, cuando no hay más que esa confusión
llena de rabia con que la fiebre acelera los pasos perdidos de la vida en peligro.
Pensemos en un Dios para Lucrecio. Las cosas, los seres surgen de la nada y vuelven
a ella. La cantidad de átomos es siempre igual, sólo se combinan y se dispersan
continuamente. Pero ese clinamen, ese vértigo genera no sólo sustancias variadas, sino
principalmente imágenes, representaciones, incluyendo dioses. El mismo movimiento
incesante de los corpúsculos innumerables que originan todo lo que hay se vuelve
entonces lo divino, es Dios. Como una sustancia única en permanente circulación,
expandiéndose y retrayéndose, que utiliza la nada y la plenitud al mismo tiempo. Así lo
describía Bataille en su “experiencia interior”: “El torbellino duradero que te compone
choca con torbellinos semejantes con los cuales forma una vasta figura animada por una
agitación medida.”.
Los átomos se agruman, se componen, fingen una interioridad hecha de conductos,
flujos, circulación. Es como si dijéramos que las palabras que se suceden en nuestra
cabeza somos nosotros mismos. ¿Qué querría decir? Simplemente, que Dios es yo:
imagen de las palabras en un cuerpo que sólo puede ser si es excluido, perdido. Pero el
efecto de Dios, aunque sea pura ausencia, no se reduce a una cosa infinita ni a una
conciencia parlante, mucho menos a un sujeto del lenguaje. La ausencia de Dios, como
en el ilustrado Diderot, es el punto de vista de la mosca, es hundirse al fin en la
insignificancia. Leo ahora cómo la perspectiva de la mosca aniquila esa totalidad de
materia muda que también podemos llamar Dios: “Para una mosca caída en la tinta”,
escribe Bataille, “el universo es una mosca caída en la tinta, pero para el universo la
mosca es ausencia del universo, pequeña cavidad sorda ante el universo y por donde el
universo se omite a sí mismo”. La mosca hace desfallecer a Dios, es su obscenidad, un
goce absurdo que no sueña con nada. Lo que entonces goza, arde o se inflama es una
presencia que se ha vuelto tangible porque suprimió toda trascendencia. Está del lado de
la suerte. Sin mirada, sin absoluto, sin universo, mero instante en que se toca y cada uno
se comunica con algún otro, un semejante anonadado, ofrecido y ante quien ofrecemos
nuestro ser mortal.
Pero la ausencia de Dios no es sólo un anonadamiento, una caída definitiva en lo
insignificante, un instante pleno de no-saber. También es pérdida del lenguaje, ya que
toda palabra piensa en el futuro y no puede decir el presente. Mi propia presencia, mi
cuerpo marchando derecho a la muerte, se vuelve tangible y faltan las palabras. Es
entonces cuando abandono la escritura, dejo caer la birome, y me río porque no me
estoy dirigiendo a nadie, porque no me importa en absoluto haber escrito. La muerte
pondrá fin a la ilusión de ser, pero ahora se termina, en este momento de risa nerviosa,
angustia y flaccidez, la ilusión de permanecer en lo escrito, último vestigio, última larva
del gran insecto transformista que llamamos Dios. ¿Cómo seguir hablando? No con la
negación de Dios, que consolida su presencia, sino con la evocación de su ausencia.
Bataille invoca entonces un estado teopático sin Dios. El que provoca, por ejemplo,
la presencia de un ser amado. La sensación de que ha sido visto antes –el amor es un
déjà vu– nos recuerda los gestos originarios, la risa y el llanto, como si pudiéramos
soñar con una experiencia anterior al habla. Podríamos decir entonces, como una chica
ciega citada por Diderot y que escuchaba todo con suma atención: “Me parezco a los
pájaros, aprendo a cantar en las tinieblas.”. Tocar, oír dan una impresión de presencia
que la vista no puede garantizar. Lo que vemos aparece y desaparece, está y no está,
como la imagen de la madre para el niño balbuceante. Pero tocamos algo, una piel
herida que late con su fugacidad, o escuchamos algo, un grito en la noche que me
conmueve sin explicación. La vista nos enseña una figura intacta, impenetrable, la
belleza que aparece como un fantasma misterioso. Pero es imposible comunicarse con
ese ser entero, tampoco yo puedo comunicarme a mí mismo como ser entero, como
unidad visible.
Cito a Bataille: “La comunicación no puede realizarse de un ser pleno e intacto a
otro: necesita seres que tengan el ser en ellos mismos puesto en juego, situado en el
límite de la muerte, de la nada.”. Pero ninguna comunicación verdadera es amarga, más
bien suscita la risa de una pura felicidad, porque en nuestro propio límite que se rompe
tocamos la presencia invisible, la suerte de ser. Ciegos por un instante, un instante
indivisible, un átomo de tiempo que no tiene otro fin que sí mismo, tan ciegos como el
geómetra de Diderot, soñamos que la materia piensa, damos nuestro consentimiento a la
felicidad.

La felicidad es el sol al mediodía, con que les digo a otros que la sombra del ausente
no se proyecta siempre en nuestro suelo, y que podemos sentir la presencia del calor sin
abrir los ojos, pensando en la materia del presente.

***

Hablamos, escribimos y nuestras palabras se vuelven una isla rodeada por la muerte.
Sin embargo, el agua intransitable es justamente lo que quiero decir, o más bien el
querer decir sin nada que sea dicho: querer la suerte del presente y todo lo que es y va a
desaparecer, con nosotros o después de nosotros. Aunque no soy quien desarma el
lenguaje para que se diga el presente, pero quedo inerme entre las cosas para que algo
más allá de un sujeto pueda asomarse, sirena en medio de las olas, en el límite de las
palabras.
¿Qué es, si no, la poesía más que este instante inmotivado, la pura felicidad sin
palabras, hecha de palabras gratuitas y que nada saben? El ritmo, latido suspendido en el
aquí y ahora, atraviesa como un soplo la estructura lingüística y hace de las palabras,
que suelen pensarse como la ausencia de las cosas, un pasadizo directo al centro del
presente, como si la materia muda, la naturaleza o todos los que viven sin escribir de
repente se tradujeran en una voz. Soñamos con ese timbre, aunque lo dicho siga siendo
el cofre, la cámara de eco donde resuena lo indecible. En ese vacío revelado, la vida
entera, las vidas propias y ajenas, amadas o ignoradas, adquieren un sentido luminoso,
deslumbrante.
En el sacrificio incruento, pero no inocente, del lenguaje que llamamos poesía,
empieza la vida común, nuestra brevedad y nuestra apoteosis. Lo que escapa a mi
voluntad, la inacción del lenguaje, comunicación de nada, es obra del dios. Una sombra
de Dios se vuelve chispa, fogonazo o lumbre amorosa en esa comunicación que no se
entrega del todo a la obediencia del sentido.
¿Cómo escribiste eso? Fue suerte.
***

Lo visto, lo sabido, lo escrito ya no tienen sentido cuando se está solo, “ante la


impenetrable sencillez de lo que es”35. ¿En qué consiste tal sencillez, la evidencia que
me pone en juego? Bataille le atribuye, con un patetismo inevitable, el nombre de
desnudez: cuando uno juega consigo mismo y se asigna una serie de tareas útiles,
llenando el vacío, pero por otro lado el placer o el dolor atacan esos deberes y los
corroen, y el vacío llama desde el fondo de las cosas. La pieza se abre al espacio
exterior. Juego conmigo mismo y me convierto en el personaje que quiero ser para
hablar, para convencerme de que en mí habita “lo que es”. Pero en el extremo de lo
posible, yo soy imposible, y antes de ello fui lo improbable. Entonces puedo pensar en
el derrumbe de lo que creo sobre mí, el final de mi conciencia y de mi sensibilidad
inconsciente, la ausencia de todos los dones y las impotencias que al azar se hilvanaron
en mi memoria. ¿Puede agradarme la idea de la muerte, como al niño que construye un
sistema de juguetes o un castillo de arena le divierte destruirlo, desarmar todo? ¿Puedo
desprenderme de la persona que es la mirada ajena, y estar solo? ¿Desprenderme acaso
de las palabras que son mi juego en el desierto? La más mínima voluntad, el menor
plan, una frase que se asoma y quiere salir, terminan de pronto con el juego. Vuelvo así
a las tareas, lo que tengo que hacer. Hay que escribir y escribir, ¿pero no se trata en el
fondo de ponerle fin a lo escrito?

***

Los puntos suspensivos flotan en el lugar abstraído donde nadie parece dejar huellas,
¿quién afirmará la presencia de este instante? Lo que existe es, está excesivamente
presente. Y a la vez todo falta, el suelo desaparece. No hay nada que hacer.
Bataille se va callando de a poco, va desapareciendo de opaco: “… eso ya no
importa, yo escribo este libro, y clara y distintamente he querido que sea lo que es.”.
Contradicción flagrante entre buscar la experiencia interior, la solitaria desnudez de
jugar en la ausencia de toda regla, y hacer un libro al respecto, una descripción del
presente subordinada a la lectura del porvenir. Por un lado, el éxtasis, la suerte del
instante que se olvida del individuo y afirma su simple presencia, su vivacidad, escapan
de la utilidad, son para la nada; pero también existe lo útil, la preservación material, el

35 “La desnudez”, en La experiencia interior, op. cit., p. 201.


interés, y no habría que proponerles a esas definiciones del ser demasiado humano un
fin más elevado. De otro modo, la experiencia y sus raptos serían una redención del
mundo útil, de su materia, cuando en verdad se dan en otro plano, abajo, más materia,
más inanidad que toda herramienta y toda naturaleza, azar en última instancia. Se trata
de querer el sinsentido, prueba de presencia relampagueante pero insostenible, y no
poner el sinsentido por encima del sentido, que el lenguaje y el hablante necesitan, de
donde comen.
En una nota al pie de estas últimas frases sueltas de La experiencia interior, entre las
interrupciones y los puntos suspensivos, Bataille considera necesario aclarar la
divergencia entre el método para escribir y la destrucción del discurso escrito que la
experiencia exigiría. A eso que resulta inaccesible por medio de la claridad, es decir, con
método, Bataille se refiere sólo metafóricamente, a través de palabras que dicen otra
cosa –y todas las palabras dicen algo así… Por ejemplo, la “operación soberana” sólo se
dice “en la noche”. Y la palabra “noche”, ¿qué dice? Ausencia de la luz, tiempo de
dormir, y a la vez presencia del cielo negro y estrellado, temor de dejar de ver y ya no
ser. La noche expresa un momento soberano sólo si alude a una intensidad que la
palabra tolera, y en ciertos casos tal vez la provoque. Los momentos son en sí mismos
banales, triviales, y el entusiasmo o la desidia alcanzan a suscitarlos, cargando las
simples palabras con otra cosa. Pero después, cuando hablamos de cosas “serias”,
pareciera que aquellos momentos de risa y de goce, de inexplicable comunicación con
otros presentes y ausentes, de intensa percepción de lo que existe, no hubiesen ocurrido.
Este “como si nada sucediese” designa para Bataille el servilismo, lo contrario de la
soberanía que la experiencia en la noche pudo sentir, instaurar. Sin embargo, esa
autenticidad y esa autoridad están ahí, muy cerca nuestrode nosotros, en la poesía que
provoca algo, en la risa, en una distracción que nos absorbe y nos ausenta. He aquí el
relato, tenebroso y casi vulgar, de un episodio que demostraría esta intimidad entre la
experiencia viva y el momento cualquiera: “Me imaginaré la aparición, de noche, en la
ventana de una casa aislada, del rostro amado pero espantoso de una muerta:
súbitamente, por el impacto, la noche se transforma en día, el temblor de frío en una
sonrisa demente como si nada sucediese”. El mismo momento intenso tiene su reverso
en la insignificancia, o más bien en la trivialidad, que puede tener o no sentido. La
muerta amada es sin embargo más real que la afirmación burlona que pretende volver a
lo creíble y a las tareas claras. La muerta es más real que el cuento de su aparición. La
soberanía impera entonces sobre el continuo de la servidumbre a unos productos y unas
disposiciones diferenciables, tal como el punto ciego, inextenso, rompe y explica la
ilusión de la línea continua.
4. La soberanía o el no-saber

En su libro El culpable, de 1944, Bataille comienza preguntándose: “¿Acaso será


Dios un hombre para quien la muerte, o mejor, la reflexión sobre la muerte, supondrá
una diversión prodigiosa?”36 ¿Qué clase de pregunta es ésta? ¿Y acaso la ausencia de
dioses, cuya inexistencia nos devuelve a un pozo material, o el pensar en la pura nada,
supondrá una angustia incurable para esto que somos? O más personalmente, ¿por qué
Bataille escribe El culpable, de qué se culpa? De su indiferencia tal vez, de la guerra
que lo rodea mientras escribe su diario de meditaciones, pero sobre todo de la muerte de
una mujer amada. La reflexión sobre la muerte no es ya solamente una experiencia con
relación al propio final, a la propia enfermedad, sino también un efecto de la muerte de
ella, Laure, que pensó lo sagrado antes de morir y que en todo sentido fue un ser
sagrado para el “culpable”. Y aunque en la muerte concreta, ese sometimiento a la
absurda ley de la decadencia física, no haya ni pueda haber una actitud soberana,
Bataille pudo ver y anotar, sin que se publicaran esos papeles sino póstumamente, la
escena de una conciencia que se ausenta. Un recuerdo trae la soberanía, el ser para sí
misma, el interior no comunicable de Laure –nombre poético en todos los sentidos de
una mujer que existió. Se trata del recuerdo de una ascensión al Etna. El relato parece
tan literario que cuesta creer que sea una invención. En el volcán, la pareja de amantes
ve la terrible indiferencia de la materia, y también la herida, lo que los comunica entre
sí, abierta incluso en el cuerpo del planeta que busca su disolución. ¿Es una suerte poder
ver ese magma? ¿Es una decisión no someterse a la eficacia de un pensamiento que
posterga su choque con el fin de todo? Quizá la suerte sea haber podido pensar en eso,
nacer como el dios que nunca abandona su larga reflexión sobre la muerte, salvo en la
embriaguez. Un poeta que conoció a Bataille decía que la embriaguez era una de las
formas de la escritura de Dios sobre la tierraTierra. Pero sería ya decir demasiado. La
soberanía, en su momento de súbito fulgor, no escribe. Se parece más al acto de borrar
las huellas o de romper las piezas del juego con el que se había meditado y esperado
hasta su llegada.

***

Otro libro de Bataille, uno de sus intentos más hegelianos para describir el

36 El culpable, Taurus, Madrid, 1981, p. 9.


surgimiento del ser hablante en un mundo inimaginable que lo habría albergado como
“animalidad”, termina con estas palabras: “Soberanía designa el movimiento de
violencia libre e interiormente desgarradora que anima la totalidad, se resuelve en
lágrimas, en éxtasis y en estallidos de risa y revela lo imposible en el éxtasis, la risa o
las lágrimas. Pero lo imposible así revelado no es ya una posición resbaladiza, es la
soberana conciencia de sí que, precisamente, ya no se aparta de sí.”.37 Pareciera haber
aquí una sustancia afirmativa de la soberanía, como violencia que mueve la totalidad, y
cuya manifestación subjetiva sería lo impensable del éxtasis, la risa, el llanto. Entonces,
tras esta salida de la conciencia hacia la violencia exterior de pronto despertada como
violencia interior, la soberanía se afirma en tanto que autoconciencia: el ser
despedazado ya no se aparta de su escisión originaria. O en otras palabras: el ser
hablante ya no se encierra en su habla y recibe el impacto de lo que no sabe ni dice, de
aquello que lo devuelve al remolino desgarrado de nacer y morir. Es una operación
contraria a la de Hegel con las herramientas de Hegel. En lugar de que la conciencia
supere la mera sensibilidad y se eleve hacia las ideas que le dan su lenguaje y su
afirmación como ser separado, Bataille describe en los instantes de pérdida, de ausencia,
la soberanía de la conciencia, que es su negación. La fidelidad a sí misma es la adhesión
al inimaginable animal que muere hablando. Es posible imaginarlo, luego dejo de
pensar, soy una imagen de lo imposible, consciente ahora del instante que suprime mi
conciencia.
Sin embargo, este contenido positivo, por así decir, de la soberanía aún se somete
demasiado a un sentido filosófico de lo que es, como si la nada fuera simplemente un
no-ser. Y además, la soberanía no es la nada, sino el gesto de quien abandona todo saber,
incluyendo la idea de la nada. El sacrificio, la poesía, el sexo pueden ser momentos de
una experiencia soberana, incitaciones a no saber más nada, pero en última instancia
quizá sólo la práctica de la alegría ante la muerte sea la única soberanía accesible,
definitiva y al fin silenciosa. “¡Todavía no!”, dirá Bataille. Antes del silencio hay que
reducir la suerte del lenguaje, pensar las propias palabras en relación con su punto final.
“Pero permanezco, permanecemos en el ámbito en el que sólo el límite del silencio es
accesible”, agrega Bataille en 1961 a una reedición de El culpable. Falta poco para que
el silencio deje de ser una figura. Pero más que nunca hace falta comunicar la crítica del
silencio a los otros, ser para los demás un muerto que se instaura con la soberanía del
testimonio, con el derroche de palabras y de vida ya consumado, con los éxtasis en que

37 Teoría de la religión, Taurus, Madrid, 1975, p. 112.


le llegaron las frases de lo que pudo escribir. A partir de entonces, habla la obra, se
vuelve parlanchina, y el que se consagró a trazarla sin otra búsqueda que no fuera raspar
con una pluma las piedras impávidas de la muerte y la alegría, los otros y la experiencia
solitaria, el amor y la angustia, ya se aleja, se hace una sombra. Como Áyax ante la
visita de Ulises a los infiernos, afirma su soberanía en el silencio.

***

En unos fragmentos inéditos, añadidos a la edición española de El culpable, Bataille


cuenta que va a visitar la tumba de Laure en septiembre de 1939, casi un año después de
su muerte. También en 1939 había publicado junto con Michel Leiris los escritos
dejados por la muerta, sin su nombre real. En el camino a la tumba, de noche, el
narrador se pierde, no ve nada. Le vuelve el recuerdo de una subida al Etna, junto a ella,
un año antes de su muerte. La misma negrura, cierto ominoso temor, antes de la llegada
al amanecer a la orilla del cráter, al pozo inmenso y sin fondo. Ahí habrían contemplado
la herida abierta en el planeta donde respiramos todos, como si la tierra Tierra
comunicara su fondo de nada. Y esa vista comunicaba al ser que cada uno era, por
separado, con el universo: “quien Quien mira cara a cara a la muerte deja de pertenecer
a una pieza, unos parientes, y se entrega a los libres juegos del cielo”. Y ellos mismos,
los amantes, se comunicaban con la herida que les señala una abertura en el otro al que
miran, al que presienten conmovido. La tremenda, disimulada casi siempre,
inestabilidad de las cosas se hacía evidente. Laure entra en pánico, corre a través del
valle de lava endurecida. El volcán ilumina la palidez de la mañana. En eso piensa el
narrador que ahora visita la tumba de quien se escapó hacia el corazón de toda
inestabilidad, el final en plena juventud, en el momento del derroche de la vida y el
pensamiento. ¿Cómo es que su recuerdo, signo de lo inexistente, se aureola con la gloria
subterránea de aquella vista volcánica? El recuerdo parece negar la muerte y aterroriza.
Entre las lápidas, las cruces, la tumba de Laure ha sido tapada por los yuyos y se ha
vuelto una superficie negra. El narrador se abraza, solo, y tiene la ilusión de desdoblarse
y “fue como si la abrazase”; es lo que suele llamarse “fantasma”, lo que aparece con la
muerte de alguien amado porque entonces se abre el hueco de la ausencia en uno
mismo, se escinde el yo, y el desdoblamiento hace abrazar la fisura con el hueco, los
órganos del cuerpo con su imagen o cáscara. En ese resquebrajamiento de alguna
manera caen los obstáculos que impiden la comunicación, y lo imposible, precisamente
la comunicación, se aproxima. Pero la ilusión se desvanece, como la semipenumbra de
la noche con la salida del sol insinuándose, y el narrador es violentamente devuelto a su
identidad, sus necesidades, el límite se alza por todas partes y se arma como un muro,
ladrillo a ladrillo de frases y más frases. La vergüenza se adueña de quien sabe ya que
habrá de perder esa presencia fantasmal, que se convertirá en un ser encerrado, fijado,
como una figura de narrador. El hecho mismo de escribir este episodio es ahora la
prueba de que ya no se comunica con aquel éxtasis, aquella certidumbre, con la joven
mujer que sintió junto a él un mismo espanto, un asombro, una sensación al borde del
volcán.
Sin embargo, el retorno a sí mismo trae la certeza de que hay algo diferente, aunque
se escape perpetuamente en los laberintos de la experiencia, en los desiertos y en las
laderas calcinadas por el magma desencadenado, más allá de su alcance. Lo ilimitado
estuvo ahí, era lo sagrado de ella, era el absurdo del planeta hirviendo y de la tumba fría
en el lóbrego cementerio. Todo parece afirmar, como un recuerdo, es decir, como lo
indemostrable por definición: “que Que la experiencia de los seres perdidos, cuando se
desprende de los objetos habituales de la actividad, no está limitada en ningún sentido”.
Lo ininteligible de esa experiencia, que se afirma en su falta de límites, no es
simplemente lo todavía no comprendido, lo todavía no sabido, sino la anulación de la
conciencia que sabe, presentida como lo ilimitado en el mismo límite de la conciencia.
Sin embargo, este ser ilimitado presentido por un ser limitado, en la noche de lo que
ignora, no es lo infinito, que representaría la insignificancia del ser, sino la irrupción de
un ser en otro, y de la noche en cada uno. Como el volcán irrazonable que no espera
nada y encuentra su erupción para desgarrar la penumbra quieta con su chorro ardiente,
así cada uno asiste al derrumbe de aquello que lo definía y le ofrece su desnudez a un
reconocimiento desordenado. ¿Cómo unas cuantas palabras: “dolorDolor, miedo, llanto,
orgía, fiebre y muerte”, pueden describir la comunión, el pan compartido con el ser
amado? ¿Cómo explicar la forma que asumía, a tal punto vertiginosa, un amor ansioso,
ávido de exceder los límites? No hay descripción ni explicación posibles. Sólo un
reconocimiento, es decir, un recuerdo de la vía abierta entre dos que ahora la muerte
separa, como antes las cosas banales los habían separado sin lograrlo. El narrador
contempla la felicidad perdida, o su chispazo que repercute en la noche del presente:
“Miraba mi destino avanzar en la oscuridad a mi lado y es imposible que una frase
exprese hasta qué punto ya lo reconocía.”. Las frases no exponen el grado de
reconocimiento de un encuentro que se convierte en destino, en certeza. Tampoco
pueden decir la belleza de la chica muerta, el pensamiento ardiente que la animaba. El
amor, como un simulacro de sentido, aspira a llenar las frases como si fueran flechas
lanzadas más allá de todo alcance humano. Pero la falta de sentido está ahí, en la
articulación, en la proyección y en la sucesión del lenguaje, como una bestia hecha de
nada que se esconde en la próxima curva, en la próxima oración subordinada. También
Bataille, aún entusiasmado por su recuerdo encendido, se encuentra con una carta de
ella y transcribe un fragmento, para luego decir: “Transcribo las frases, pero no
comprendo realmente lo que encierran de verdad.” La verdad está ahí, una mano la trazó
en signos sobre el papel, pero permanece encerrada. Liberarla sería casi alcanzar lo
inaccesible; intentarlo es posible en muy pocas ocasiones, como subir a un volcán o
visitar una tumba, pozos de nada.

***

¿De qué se es culpable cuando se interroga la existencia hasta su fondo, cuando se


pretende algo más que un relato antes de hundirse en la tumba? En esa angustia, alguien
sube todas las cuestas, se esfuerza por pensar los puntos que cercan la luz del
pensamiento, quisiera decir un cuerpo que se sostiene apenas rozado por las palabras.
Pero una vez arriba, los simulacros se deshacen, forman otros. Abajo, sus impulsos y los
ajenos que lo enviaron a explorar se separaron. La ironía de haber llegado a una cumbre
se considera una falta. Ser culpable es el signo de haber alcanzado la cumbre. Aunque
volviera a bajar, seguiría siendo un desterrado. Tampoco tiene nada que decir sobre las
nimiedades del ascenso.
La carta de Laure dice: “Georges y yo hemos hecho la ascensión al Etna. Me gustaría
hablarte de ello, no puedo pensar en eso sin turbación y refiero a esa visión todos mis
actos del momento.”.38
Un año después, está dedicada al acto de morirse, en una lenta agonía que sólo
incluye algún destello de luz, de alegría o de olvido. Laure se va pareciendo al padre de
Bataille: “un Un rostro de Edipo vacío y medio demente”. Y el testigo de la muerte huye
del rostro que agoniza; con el padre, se trató de una fuga material: Georges acompañó a
su madre que enloquece y el padre murió solo, “el ciego, el paralítico, el loco, gritando
y pataleando de dolor, clavado a un sillón desvencijado”; con Laure, es una fuga
interior, un ensimismamiento, una serie de ausencias y borracheras que evitan saber que

38 El culpable, op. cit., p. 191.


alguien muere.
La fuga es casi necesaria, aun con la presencia física de quien agoniza, porque el aire
se ha vuelto irrespirable en esa cumbre invertida que significa morir. Es, de pronto, estar
vivo, tener sensaciones, el vértigo que eleva infinitamente hacia los últimos momentos,
las últimas frases con algún sentido, los mensajes alucinados, y al instante siguiente, la
caída, el pozo, la pérdida del sentido que anuncia ya la nada. Es un deslumbramiento en
plena noche. Bataille puede decirlo en primera persona, desde un yo-que-muere, pero no
se puede ver realmente la muerte, lo sagrado invadiendo un cuerpo en su lapso final,
cuando el rostro se cristaliza en máscara mortuoria. Es un espectáculo invivible.
“Escribo y no quiero morir.” Parece una simple frase, a la que Bataille agrega: “Para mí,
estas palabras, ‘yo estaré muerto’, no son respirables. Mi ausencia es el viento del
exterior.”. El aire irrespirable de la cumbre, de la ausencia absoluta, vuelve cómico el
dolor, pero también disuelve las paredes en donde se ha refugiado el cuerpo. El refugio
donde se exhala el último suspiro envuelve al yo que hace frases como un plano de su
tumba. ¿Quién escribe entonces una frase imposible? Nadie puede estar en la muerte, ni
escribirla. El viento externo hiela de ausencia la voz que se simula en la escritura. Y no
amaina. “¿Acaso el viento de afuera escribe este libro?” –, se pregunta Bataille, la voz
ahora muerta que llamamos Bataille. “Mi muerte y yo nos deslizamos en el viento del
exterior, en el que me abro a la ausencia de mí.” No es que me ausente en mí mismo,
como si despertara lo no sabido por mi yo, sino que se disuelve la misma escisión que
hacía fluir de un lado a otro al yo y su olvido, el no-saber y su éxtasis, la huella y la
noche.
Queda un relato, antes hubo frases contradictorias, accesos posibles a lo imposible,
experiencias del límite de toda experiencia, sueños con el exterior frío, ininteligible. El
relato es el ascenso al Etna, sin ella, que ha muerto antes de la escritura del fragmento,
titulado “El rey del bosque” y fechado en 1943. El polvo de lava negra suplanta la
vegetación cerca de la cima. El viento sopla fuerte en medio de la noche que ha caído.
El narrador se mete a en un refugio precario, un mirador, y tiene que salir a “satisfacer
una necesidad” que no espera. El frío, lo risible del cuerpo que necesita seguir
funcionando, se apoderan de su conciencia. En la oscuridad, toca las paredes del refugio
para rodearlo y buscar un lugar donde evacuar sus residuos, esas pruebas diarias de la
mortalidad. Al pasar el ángulo de la construcción, una tremenda ráfaga casi lo voltea, un
rugido que le recuerda el cansancio de la subida, y ahí nomás, a doscientos metros, el
cráter. “Hoy me parece que nunca el no-yo de la naturaleza me agarró de la garganta con
tanta rabia. El agotamiento me impedía reír. Sin embargo, lo que ascendía conmigo a la
cumbre no era más que una risa infinita.” ¿Hasta qué punto la imagen aniquiladora del
cráter, su negación de todo sentido, vuelven en la angustia de quien asiste a la muerte de
un ser que había reconocido como íntimo, que había querido a su lado? La risa ante un
mundo, el refugio del yo, que se diseminaba, que era incendiado por el azar y el impacto
de infinitos fragmentos, se convierte en lágrimas, en silencio. Bataille escribe:
“Identidad con el amor”, al margen de su ensayo sobre “Lo sagrado”39, como para
continuar y desarrollar la idea de una unidad comunal, de un momento privilegiado de
comunicación exasperada, convulsa, pero no puede seguir.
Dos arduas frases preceden al momento de volver a la pieza de la moribunda. Un
mundo se deshacía. Así lo anota él: “Me acerqué a ella y advertí enseguida que estaba
mucho peor. Intenté hablarle pero ya no respondía nada, pronunciaba frases sin ilación,
sumida en un gran delirio; ya no me veía ni me reconocía. Comprendí que todo
terminaba y que nunca más podría hablarle, que iba a morirse así en unas pocas horas y
que nunca más hablaríamos. La enfermera me dijo al oído que era el fin: estallé en
sollozos; ella no me oía. El mundo se desplomaba implacablemente.”. Pero el derrumbe
dura cuatro días, con momentos de reacción, de búsqueda de cosas perdidas. Entre los
papeles de su compañera, Bataille encuentra una carpeta con el título: Lo sagrado, y se
la muestra, sin respuesta. Nace entonces la hipócrita esperanza de escucharla decir algo
después de la muerte, en sus escritos, que nunca le había mostrado. Ahí encontrará sus
ideas en común, que lo sagrado es comunicación, instante de desnudez que sale de sí y
se desplaza, y se pierde tras el acontecimiento que lo había instaurado. El acto soberano
de un movimiento sin objeto que funda los desplazamientos de los seres separados,
como un suelo de unidad anterior a todo lo existente. Pero durante la agonía, lo
soberano no aparece en el anhelo vano de reacomodar papeles o de encontrar todavía un
lenguaje en trance de perderse, sino en el asombro, la memoria de lo todavía vivo.
El jardín, descuidado durante la agonía, da una rosa amarillenta, que apenas se ha
abierto. El narrador, abstraído, se la lleva a Laure, que “estaba entonces perdida en sí
misma, perdida en un delirio indefinible”. Pero cuando recibe la flor en estado naciente,
ella sale de su absorción delirante en los últimos días, le sonríe al narrador y pronuncia
una de sus frases entendibles, una última exclamación: “c’est C’est charmante” (“es
encantadora”). El malentendido, que siempre puede afectar a las últimas palabras,
porque no existe ya quien aclare un sentido que se construye entero en el oído del

39 Leído aquí en el capítulo 1.


testigo, podría ocultar estas otras palabras: “cette Cette chair ment” (“la carne miente”).
Un juego absurdo que no podría hacer nunca quien contempla el rapto de lucidez
atribuido a la persona amada, y la ve besar esa flor, como un gastado símbolo de todo lo
que se le escapa, aunque todavía eficaz. Más que nunca, se aprovecha el segundo en la
rosa del día. Pero el símbolo no evita la caída, el agotamiento del cuerpo, antes bien le
pone un rótulo ya sepulcral. La flor es un adiós, y Bataille se la había llevado,
inconscientemente, como el que pone una moneda en la mano de quien agoniza y espera
que la guarde en su boca antes de cerrarla para siempre. “No duró más que un instante:
tiró la rosa de la misma manera que los niños tiran sus juguetes y se hizo de nuevo ajena
a todo lo que la rodeaba, respirando convulsivamente.” Miente la flor, que no es posible
atesorar, guardar cuando la muerte avanza con su paso de hielo.
En otro fragmento, vuelven a transcribirse últimas palabras, se sabe que ninguna es
completamente última. Le traen rosas a Laure, a su lecho de muerte, levanta una y con
una voz que se desvanece parece decir, justo antes del fin: “¡La rosa!”. La rosa y el grito
conmueven intensamente al poeta de una larga tradición que se disimula en la lucidez
del narrador, sólo que esa voz no expresaba un dolor, ni un éxtasis del último minuto,
sino que sonaba en la memoria como algo desgarrador. Es, en el fondo, algo absurdo, un
ritual para los otros. Lo que ella vio en la rosa no podía ser una apertura, una
concordancia final con el símbolo ni con el órgano reproductivo de la planta. Por lo
tanto, Bataille no puede imaginar ese momento sino como una “visión interior”, algo
que respondía a necesidades ya inescrutables. El mero sustantivo, casi un gesto, indica
la ausencia de la frase, no hay verbo, no hay atribuciones calificativas. “No era una
reflexión libre”, dice el último fragmento de Bataille, fechado el 12 de octubre de 1939.
La soberanía no está en esa respuesta simbólica, ni es posible en el interior de la agonía,
sino en la interrogación que no cesa y que se entregó a la noche como si fuera la muerte
de fiesta, con imprevisible alegría.

***

Uno de los capítulos de El culpable se titula “El cómplice”, y habla de cierta


inexplicable exaltación por el hecho de ser el que es. Tener la suerte de la excepción, la
posibilidad de temblar y admirarse, en un mundo cada vez más fijado, es lo que exalta.
Pero, ¿adónde conduce la suerte? ¿Por qué habría una complicidad con ese movimiento
percibido en el simple azar pero que me exalta y me hace temblar? Es preciso
acompañar esos atisbos de éxtasis para que en algún punto se rompa la cáscara del día,
emborracharse con el vino de la suerte, en silencio. Es preciso relatarse un episodio que
abra paso al instante, cuando ya no hay nada que contar. La soberanía se encuentra ahí,
cuando todo se volatiliza, se agrieta el azul del cielo y el vacío estrellado prende y apaga
los destellos de la nada. La vida entonces se desnuda, o aspira a una desnudez que nunca
podrá conocer. En un bosque, en un lugar sin otros que compartan la desnudez, el
animal que habla camina en silencio y se tira al suelo, muerto de risa, inundado de
lágrimas. O bien está borracho, y recibe inconsciente la luz del amanecer, y ante ese
deslumbramiento las circunstancias de una vida, que antes fijaban, paralizaban sus
movimientos, se muestran como efectos puros, transparentes de la suerte: yo soy la
suerte, el vacío y la farsa donde juego. La desnudez es la imagen del no saber, de lo no
sabido que no le sirve a nadie, que no es el objetivo de ningún proyecto de indagación. ,
Sino sino lo que se hunde en el barro del bosque o se pierde en el aire frío de una noche
sin miradas. Pero antes de ser la soberanía que hace fracasar el ansia de saber, el no-
saber se revela en el sollozo, el espasmo del fracaso. La imposible desnudez del ser que
soy, animal enceguecido, me hace llorar porque todo pensamiento me abandona. El
cómplice de la suerte se imagina chicas semidesnudas; la dulzura y el orgullo de la
desnudez que no sabe más que estar, desplazar, atraer. ¿Cómo quedarse a vivir en el
placer, en su tibia complicidad, si después siempre viene al galope la angustia que
separa y hace crujir el piso, la cama, los tirantes del techo? ¿Cómo pedirle a quien se
ama que sea presa de lo imposible? “La profunda complicidad no es expresable en
palabras.”40 Aunque en ese silencio surge la soberanía. Si hablara, volvería a la
sumisión, se aboliría. La soberanía no convence, no pide justicia, sólo admite la
compañía de la amistad cómplice. Ante una idea, como ante Dios, me someto; ante la
palabra justa, me someto; sólo doy con la soberanía frente a lo que hay, frente al ser, que
se reduce a decir: “yo Yo y la noche, nada más”. Cualquier explicación anula el éxtasis
que en su insignificancia se ubica como el punto soberano, un instante de licencia del
sentido. La soberanía es pueril, como el ser es un niño que juega a los dados, que
destruye las formas de arena que armó distraídamente. El éxtasis de la soberanía no es
concedido por nada, ni siquiera por la negación del ser, es la experiencia de alguien
enfrentado a lo que es, su ausencia y su punto de identidad. Delante de uno mismo, la
vacuidad del ser hincha las velas que no van a ninguna parte: “quien Quien pone el ser
ante sí mismo tiene la actitud de un soberano”. No hay sumisión devota, extasiada ante

40 El culpable, op. cit., p. 50.


la potencia natural, sino señorío ciego, festivo, ante lo ridículo de las cosas, su
apariencia que se desdibuja pero brilla y relumbra. ¿De qué se ríe un ser “soberano” en
su instante de extravío? Del santo, del súbdito, del proyecto que él mismo era y que será
si no muere ahora. La soberanía incluso traiciona esa búsqueda sagrada del otro y del
deseo, simple “amistad que el hombre tiene por sí mismo, sabiendo que morirá, que
podrá emborracharse de muerte”. En el fondo, la soberanía es individual, aunque ningún
individuo, ser separado y unitario, pueda encarnarla. En todo caso, cualquier conjunto
niega la soberanía, punto excepcional, visible desde cualquier otro punto. Si hablo de la
muerte, el amor y el gasto me dirijo a cada uno, no a una masa. No hay conjunto
soberano. La suerte abre paso a la soberanía porque insiste en producir diferenciaciones,
risa y espanto, y en el vacío de la cumbre o en la oscuridad del pozo se insinúa el
destello soberano. Pero lo excepcional es también lo que nadie quiere ver, ni oler, ni
mucho menos comer (excepto en el castillo de Sade). El excremento es soberano, justo
cuando la persona individual no puede desentenderse de la insignificancia y la
caducidad de su cuerpo. Un dios, un soberano nombrado anulan mi soberanía, pero sólo
hasta que se convierten en testigos de mis estados miserables o extáticos, hasta que
estallan y los centelleos de su gloria y su crueldad me nimban la frente. Entonces, sin
querer ser nada, ya no hay nada, me río de todo, lloro porque todo va a desaparecer.

***

Alrededor de 1953, Bataille empieza a escribir el tercer tomo de un proyecto mayor


que pensaba titular La parte maldita, donde se incluía como primera parte este libro,
subtitulado: La destrucción. Ensayo de economía general (1949); la segunda entrega
sería El erotismo (1951); la tercera quedó inédita y llevaría el título de La soberanía.
Eran proyectos de sistematizar una aproximación a lo heterogéneo, a la transgresión.
Pero lo que resultaba de alguna manera un hecho social, como lo maldito del gasto
improductivo, en el primer tomo, y lo que luego podía configurarse como una historia y
confrontarse con la experiencia erótica que nos afecta a todos, en el caso de la soberanía
se enfrentaba con un hecho incomunicable, o que más bien encontraba su razón de ser
en no poder transmitirse nunca del todo y en negarse a todo estudio. La soberanía, en la
medida en que niega el saber, no puede explicarse como un objeto de saber. De allí lo
inacabable que abriría fisuras en el libro hasta que el proyecto se fragmentó y quedó
inconcluso, salvo por algunas notas, desarrollos aislados, axiomas herméticos, ensayos.
¿Cómo planear un libro, si la soberanía se aferra al presente, al instante, y su
organización en la unidad planificada del estudio anularía lo que ella es? “Lo soberano
es gozar del tiempo presente sin tener en cuenta nada más que ese tiempo presente.”41
También el erotismo goza del presente, pero se anticipa, se promete, y también se
recuerda, se visibiliza en la memoria, por lo cual da lugar a innumerables libros como
actos propiciatorios de algún presente y de algún otro ser. El erotismo servía a la lectura
y la constituía. Pero el vacío soberano no admite otro comentario que la negatividad de
todo comentario. Y en la comunidad, si bien la soberanía se funda en el gasto, “en
oposición al trabajo, a la servidumbre que producen las riquezas sin consumirlas”, y por
lo tanto tendría un carácter social –el amo es una función social–, sin embargo no hay
un cálculo de la soberanía, no ingresa en la economía como la columna de pérdidas
paralela a la de ganancias, porque su naturaleza es incalculable, en todo caso pérdida
absoluta, noche total, el olvido hasta de las cenizas del cuerpo que yace en el fondo de
la tumba y que ahora, sin testigos, se hace igual al abismo estrellado de arriba. La
soberanía tiene algo de momento milagroso, dado por la suerte, porque sustrae de la
necesidad. Y la tentativa de comunicar eso que no es necesario, la poesía, puede volver
a definirse como la espera de un momento milagroso, como si las palabras encontraran
la manera de disponer libremente del mundo. No obstante, dicha disposición no sabe
nada, es algo dado, y está tan lejos de la elevación o la nobleza como de cualquier otro
reino de la idea. Necesariamente, la suerte soberana es una disposición de la materia
para alguien, que entonces se ríe, digamos, divinamente. Lo divino es lo contrario de lo
necesario, no la ley que rige la necesidad, sino el goce caprichoso de las cosas. De
alguna manera, el no-saber anticipa el momento divino, y también retorna como su meta
y su conclusión. En el estado que subjetivamente se siente divino o se acerca a esa risa
que no ríe, a esas lágrimas joviales, se produciría la unidad de lo asqueroso y lo
sublime, el erotismo y la muerte, la opulencia y la indigencia. Estado al que Bataille
llama “teopático”, pasión de lo divino, y donde es posible esa coincidencia imposible
entre el perfecto no-saber y el saber ilimitado. Saber sin límites, saber el todo, su
absurda totalidad que no puede ser un objeto de conocimiento porque no se puede estar
afuera de ello para observarlo, es entonces, por un momento de suerte, idéntico a no
saber nada. Cuando el no-saber se realiza, al cabo de las preguntas que suscita la
búsqueda del saber, se halla la respuesta. Y esa respuesta no dice nada. La búsqueda de
lo sagrado, más sabia que la búsqueda del saber, sabe que su objeto se consume en el

41 Lo que entiendo por soberanía, op. cit., p. 65.


proceso de buscarlo, como el pan y el vino.
Resume Bataille: “el El objeto de la risa o de las lágrimas, del horror o del
sentimiento de lo sagrado, de la repugnancia, de la conciencia de la muerte… es siempre
NADA, que sustituye a la espera de un objeto dado. Es siempre NADA, pero
revelándose súbitamente respuesta suprema, milagrosa, soberana. Defino la soberanía
sin mezcla: el reino milagroso del no-saber.”.42 Un reino que es milagroso en la medida
en que no es posible conocerlo, hacerlo un mundo, ya que sería un advenimiento
objetivo del instante. Lo que disuelve todo objeto, aquello que se esperaba en la
búsqueda, no es solamente una nada que ocupa el lugar del objeto, sino su negación
absoluta, la soberanía incognoscible. El instante entonces, que no es nada, negación del
tiempo encadenado en el cual se conoce, se trabaja, se sirve a la vida, sustituye, o
destituye más bien, no un objeto, sino la expectativa de objeto. En el instante no se
espera nada, nada se sabe, porque el instante sólo es, o es nada. “Del instante no
sabemos absolutamente nada. En una palabra, no sabemos nada de lo que en definitiva
nos afecta, de lo que nos importa soberanamente.” De lo que más importa, lo que se da
en el instante, no podemos hablar, no podemos aislar objetos: lo sagrado, la suerte, lo
soberano. Dados en el sujeto, pero ausentes de él en cuanto el instante se intuye, se
esboza ahí donde la flecha del lenguaje encuentra el límite de su alcance y cae y se
clava todavía en el terreno del saber, pero ya en una zona fuera de todo mapa, donde el
no-saber hace su reino de luces y sombras. ¿Qué hay ahí? Nada, claro. Pero sí
afecciones, puesto que la soberanía en el presente es una instancia del sujeto, y ya no se
encarna en nada que no sea ridículo o residual, de tal modo que la risa, el llanto, como
huellas de un vacío del pensamiento, indicarían la dirección en la cual se sustrae el
saber. Aunque ni la risa ni el llanto niegan el saber, sino que éste se quiebra al chocar
con los objetos de la risa y del llanto, del orgasmo y el desmayo. ¿Y por qué no decirlo
menos dramáticamente? El saber choca también con los objetos del aburrimiento, que
son los objetos del saber de pronto retirados del suelo, flotando, chorreando, como
basura imborrable. Sólo el ritmo de un interés soberano, que no quiera trabajar ni ganar
nada con aquello que toca, puede devolverles a las cosas un sentido instantáneo, que
haga brillar en su aparición fugaz el dominio de lo que más afecta, el fin de la espera
que no es su satisfacción sino la anulación del tiempo que la hiciera posible. La nada
debe ser pues no una idea, como si se tratara de lo opuesto al ser, sino una experiencia.
Decir que la nada es “soberana” no implica ponerla por encima del todo, más bien sería

42 IbidIbíd., p. 68 (itálicas y mayúsculas de Bataille).


su grieta, su ausencia de totalidad.
Bataille, o un yo-que-piensa, le dice a su interlocutor que puede ser soberano, pero
ninguna masa puede serlo en la medida en que la experiencia es privativa, negativa, y
por lo tanto, interior. Si imaginamos un conjunto de seguidores, lectores, exégetas de
Bataille, estamos en las antípodas de la soberanía. Nada más servil que sostener, en un
orden ideal, en un registro libresco, la soberanía de un muerto. El lector soberano, solo,
desierto en la multitud, tiene que haber olvidado todo, tiene que hablar de nada. El
pensamiento de Bataille, si existe un concepto para esta expresión, es inexplicable
porque cualquier explicación lo ridiculiza, y refleja en forma de mueca, de rictus, la
sonrisa y la carcajada con que eso que parece haber dejado huellas en lo escrito se
experimentó. Hablar de nada, escribir a favor de lo que no puede ser leído salvo en la
inversión, en el malentendido, es lo que estaría destinado a hacer el interlocutor de
Bataille, multiplicando las contradicciones en lugar de salvarlas, acentuando la
dispersión y lo fragmentario en lugar de completar las lagunas epistémicas de una obra.
Pero la única manera de negar la servidumbre de la obra, la homogeneización de un
autor, es hablar con él de nada, o sea negar el valor de la obra como si fuese un espacio
más allá de lo útil. ¿Qué vale entonces, qué leemos? La insignificancia, la sencillez de
las fallas, de lo que muere y decae, que son los jirones de la experiencia colgados del
armazón de la obra y azotados por el viento ajeno al sentido, el viento de no querer ya
ser entendido: una imposibilidad, la de un lenguaje de la experiencia y del presente, que
de pronto se hace realidad. Sólo que esa es también la definición de la muerte, lo
imposible que se realiza, pero ya no estamos ahí para esa experiencia. La lectura
entonces, si se llevara hasta el extremo soberano de disponer libremente de su silencio y
de la voz del otro, también es muerte, pequeña muerte, goce anticipatorio. Y desde
Hegel sabemos que la soberanía se adquirió a costa de arriesgarse a morir. ¿Acaso el
amo, que no se rebajaría al servilismo del escriba, sencillamente lee y disfruta?
Pensar en la muerte, por lo tanto, un hecho dado por la suerte, la angustia de
descubrir la farsa general, sería el principio de la exigencia soberana. El milagro de la
soberanía, su espera tranquila por inevitable e impensable, es la muerte “que requiere lo
imposible haciéndose verdadero, en el reino del instante”. Sin embargo, lo importante
no es la actitud expectante, casi risueña, del soberano, sino que la espera desemboca en
nada. Lo soberano es no saber nada y reducir la idea de la muerte a la experiencia de
nada. Aun la espera del estado teopático, de lo sagrado, de la misma aniquilación de
quien espera, de algún modo encadena, simula la estructura de actividad y resultado,
cuando era soberano el instante de asombro, inesperado, en que brilla sobre el objeto
deseado la aureola negra de la nada.

***

La muerte viene a destruir la coherencia del sujeto, que no sólo se había supuesto
idéntico a sí mismo, persistente en el tiempo, sino que también había interiorizado el
orden de las cosas, esa relación con un pasado y un futuro que inserta orden, o
apariencia de orden, en el presente. El presente de la muerte reduce a nada esa ilusión de
coherencia, hace que el futuro sea nada. Pero la ilusión persiste y acompaña con sus
planes no sólo la conciencia de la muerte sino hasta su idea. Nada más contrario a la
súbita oscuridad de la muerte que la idea de la muerte, proclive a la producción de
fantasmas, simulacros de supervivencia de los muertos. Pero Laure, digamos, no ofreció
el espectáculo de la idea de la muerte al señorío que la enfrenta sin conciencia, sino que
se fue deslizando en la noche, hasta que no quedó más que un grito, un estupor. Y los
papeles que había escrito no afirman ninguna supervivencia, sino que atestiguan la
lucidez con que se acercaba, extasiada, al final en que no se afirma nada. En lo
arbitrario de su muerte se ocultaba, para otro, para quien había deseado la cercanía de su
vida, la soberanía, porque el amor es soberano en la medida en que se sitúa con respecto
a lo inaccesible de su objeto como un deseo libre. ¿Y qué desea, si no ser a su vez
reconocido como deseo por el deseo ajeno? La servidumbre que trabaja para algo, que
puede acumular resultados, desea su objeto y se satisface en ello; la soberanía no desea
en la cosa que se le ofrece o que toma sino el deseo con que fue dada. Pero el otro
siempre está ausente, y entonces el reconocimiento que soberanamente se desea no es
nada… si al menos la cosa, el rostro, el cuerpo contuvieran la chispa del
reconocimiento, la evidencia de ser, que una crueldad liviana pudiese analizar hasta la
agonía, hasta la unidad… “En la unidad, el objeto de las efusiones contradictorias se
resuelve en NADA y el silencio reina.” Anotación marginal de Bataille que postula la
unidad de los momentos soberanos, en los cuales quedan abolidos esos objetos
incitadores, sagrados, triviales, que los propiciaron. Amar, creer, temer pueden ser
inducidos por objetos, eso que se ama y se teme, en lo que se cree, pero el momento
soberano, cuando no importa nada más que el presente, desestabiliza el plano en donde
todo objeto parece puesto a disposición.
Antiguamente, la unidad de la soberanía se mostraba en una función social que luego
se disgrega, se objetiva, y terminará siendo un residuo, un muñeco ridículo, pero su
experiencia se interioriza, conforma al sujeto, su profundo no-saber-nada-de-sí. Bataille,
como Hegel, como Freud, imagina extrañas tribus, hordas, conciencias primitivas que
protagonizaron hechos arcaicos pero que formarían el espíritu o el inconsciente, y a
partir de allí, en Hegel y en Freud, por una superación dialéctica o por una huella
traumática, el amo y el padre se revelan como figuras en el interior del sujeto;
mandatos, hubiera dicho Kant. Pero la soberanía interiorizada de Bataille, que es un
milagro momentáneo, no es nada, ni figura, ni fuerza, ni tendencia, simple desaparición
del objeto, experiencia subjetiva de la ausencia. El punto extremo de la soberanía es la
ausencia de todo soberano. Por eso la conciencia no supera la negatividad absoluta de la
soberanía, sino que ésta retorna caprichosamente a disolver por instantes la supuesta
existencia de la conciencia. La soberanía apunta al no-saber, lo señala, es decir, se
experimenta en la negación, sin objeto negado. La soberanía es el sujeto, lo rige, que
dispone del objeto, y sobre todo del otro como objeto, pero la experiencia soberana, en
la consunción de todo objeto, en la nada que queda, implica la muerte del sujeto. Porque
el hecho inicial de la soberanía había sido el enfrentamiento con la muerte, la
inconsciencia de la muerte, que no espera nada, y es lo que vuelve cuando ya no se
sacrifica el deseo soberano al simple placer de ver crecer las provisiones que previenen
el mal. Imprevisible, la suerte trae un momento soberano. Y al menos en ese instante de
alegría inconsciente, la muerte ya no es una idea, un objeto de temor, sino la
confirmación misteriosa de la nada. Momento de risa soberana que en los escritos de
Bataille ya había encontrado figuras, expresiones, mucho más cercanas a la
comunicación de un éxtasis, al riesgo de la palabra que no sabe nada y que afecta al que
se interpela, que sus tentativas teóricas, disgregadas por la paradoja de un no-saber que
fuera objeto de la parte maldita de una sociología intuitiva.
Sin embargo, también en sus primeras narraciones venía a inscribirse este proceso
que veía lo sagrado, lo soberano, el gasto como hechos sociales que se interiorizan y son
ya el sujeto mismo. Así, uno de los epígrafes de la primera edición de Madame
Edwarda, alrededor de 1941, decía: “La angustia es única soberana absoluta. El
soberano no es más que un rey: está oculto en las grandes ciudades. Se rodea de silencio
para disimular su tristeza. Está agazapado a la espera de algo terrible y sin embargo su
tristeza se ríe de todo.”.43 Como si un dios destituido acechara a la multitud moderna,
como un caído o un maldito, es decir, un ente romántico. Pero en verdad, podríamos

43 Madame Edwarda, Alción, Córdoba, 2009, p. 52.


pensar, cada uno es el dios que muere, la soberanía exaltada y extinguida, el tiempo del
sujeto y la muerte del sujeto, tal como parece afirmarlo la corrección del epígrafe de
1956: “Mi angustia es por último lo absoluto soberano. Mi soberanía muerta está en la
calle. Inasequible –a su alrededor un silencio de tumba agazapada a la espera de algo
terrible– y sin embargo su tristeza se ríe de todo.”. El reino del silencio, el sigilo del
soberano caído, se ha vuelto el lugar inasequible de la muerte del sujeto. Yo me río de
mi propia inaccesibilidad. Mi soberanía, que me angustia, se ríe de todo.

***

El arte, en cierto modo, puede ser el lugar donde se realicen actos soberanos. Pero es
algo que ha llegado a ser, en la misma medida en que el objeto del arte se alejaba del
orden de lo útil. Hacer cosas que no sirven para nada, cuyo valor es simplemente ser, se
oponía a la confección de herramientas, a la fabricación de abrigos. El error
antropológico sería pensar que primero se hizo la herramienta y el utensilio, se cortó la
piel del abrigo, y que sólo después se dibujaron cosas, se modeló el dios. El gasto
improductivo –acaso causado por el temor, el amor y la creencia o quizás incluso causa
de toda afección– estaba antes de la utilidad. La mitología parece un cuento sólo para
los que la perdieron en la obsesión técnica de la herramienta, pero dice la verdad
histórica de la manera más clara para tiempos sin memoria, libres del registro que
cambia los nombres para escribir lo mismo: fue un dios el que obsequió la primera
herramienta, fue un animal que dijo palabras divinas el que enseñó el arte de coser
ropas. Y al cabo de los dones, el cielo eligió a alguien para que representara esa
soberanía que decoraba cada acto, que fundaba cada genealogía, que se separaba del
trabajo y de la muerte, del agotamiento. Lo que no se gasta en el trabajo, que hace del
hombre un objeto, una herramienta, es su parte soberana. Y cuando no hay rey, esa
subjetividad soberana está en cada uno, en la medida en que pueda salir de su
objetividad, salir de la tiranía del tiempo futuro. Aunque sólo cuando se está a salvo del
futuro, por un excedente de cosas hechas, el ser soberano puede restituirle su primacía al
presente. El goce del soberano entonces no es tanto una liberación, o lo es sólo del
engranaje del trabajo, sino que más bien tiene ribetes peligrosos. El goce del presente,
en su punto extremo, en el olvido completo de uno mismo, es el anticipo de la muerte.
Sólo que la parte soberana, mantenida a flote en la pura atención al instante, puede
navegar hacia ese estuario con alegría regia.
Dice Bataille: “El soberano, resumiendo la esencia del sujeto, es aquel por el cual y
para el cual el instante, el instante milagroso, es el mar donde se pierden los arroyos del
trabajo.”.44 Y el oleaje de este mar rompe contra los seres que habían creído fluir a solas
en su pequeña montaña; la soberanía no se transporta discursivamente, no se conoce, se
contagia. La subjetividad, que es la soberanía, no es un objeto que pueda aferrar el
sujeto del conocimiento, “se comunica de sujeto a sujeto por un contacto sensible de la
emoción: así se comunica en la risa, en las lágrimas, en el tumulto de la fiesta…”. Y sin
embargo, esto no es aún la soberanía, sino la nada que el estremecimiento de la emoción
habrá de anunciar, y que en nuestro tiempo sin dioses se da en la soledad que siente su
nada y su ser, cuando yo es otro, se inspira y se objetiva como arte soberano. Ese arte ni
siquiera aspira a la huella, al monumento, mucho menos al valor que le asignaría una
adhesión multitudinaria, sino que busca la cosa sagrada de la propia muerte, el secreto
con el cual nació un sujeto imposible, que no pertenece al lenguaje ni a la biología. El
lema del arte soberano podría ser: martirizar la materia, palabras y objetos, hasta que su
disposición a serlo todo se convierta en nada. No obstante, todavía hay algo que decir, la
comunicación y el contagio de ese riesgo en que se pierde toda precaución, en que se
prefigura la muerte, allí donde se hace incendiar el mundo para que el deseo encuentre
su deleite y su milagro.
Uno de los proyectos de subcapítulos del libro inconcluso sobre la soberanía se
llama: “La soberanía que no se apoya en NADA o la poesía”, un apartado que habla
sobre Sade. El mundo objetivo, objetivado por el trabajo, sería un muro impenetrable,
donde sólo nuestra oscuridad, nuestro lenguaje hace imaginar brechas, agujeros. El
lenguaje dice menos que el mundo; de allí que los agujeros sean siempre imaginarios,
sólo los ladrillos o las piedras son reales. La imaginación de Sade abrió brechas en el
muro, fantasmas del agujero irreal que sueña con derribar esa pared de las cosas. Sin
embargo, dice Bataille, las cosas no son profundas, son pura superficie. Y si bien el
muro de los objetos, la pantalla fenoménica, es impenetrable, infranqueable, se puede
rodear. Cuando la soberanía era una cosa, la corona y el cetro, la pared parecía cerrada,
como un interminable muro circular que tocáramos hasta la muerte sin encontrar otra
salida que en los momentos del sueño. El racionalismo que pone los esplendores regios
en el plano de la representación engañosa no hace más que terminar el círculo de
piedras. Si no hay nada que no sea simplemente cosa, ¿cómo se podría salir del cálculo,
la herramienta y el reduccionismo de lo posible? La soberanía estaba oculta en el

44 Lo que entiendo por soberanía, op. cit., p. 100.


esplendor, y habrá de revelarse, más soberana aún, en el extremo de la indigencia. La
abyección no depende de nada. Quien no posee las palabras se vuelve poeta. Si las
poseyera, tendría un poderoso instrumento de dominación, una máquina de producción
de mensajes. Pero apenas quiere ser, hablar como ser, escribir como si nada.
¿Qué quiere Sade? ¿Ser un escritor? Cabe dudarlo. Quiere que el mundo encuentre
su disolución, que el muro circular se derrumbe, por obra del deseo desencadenado.
Apertura imaginaria, que miente pero no engaña, porque su fin es seducir y no
convencer. Escribir soberanamente, sin fin, es obligarse a mentir, puesto que la
soberanía no es nada. Pero una vez que las representaciones de la soberanía
desaparecen, todas ellas: realeza, religión, saber, “sólo la imaginación dispone de
momentos soberanos”. El arte, la poesía, esas mentiras impiadosas, serán nuestro rey,
nuestro dios y nuestra única creencia. Arte de deseo y de muerte. Cuando Sade,
encerrado en la Bastilla, escucha el final de la mentira regia, sabe que la soberanía es la
nada desencadenada e imagina la nada, la muerte extraída por la imaginación del cuerpo
deseado, la cosa ya puramente superficial. Las descripciones de esas bellezas
indescriptibles, angelicales, imposibles, son la superficie del muro que se adelgaza y
que de pronto se abre dejando ver una negrura enceguecedora. En el erotismo soberano
que limita con la muerte, después de Sade, el arte habría encontrado su búsqueda
moderna: ya no se representa lo dado, no se cree ni se celebra un objeto. El peligro del
presente es que el artista crea en sí mismo, crea ser su objeto, y se convierta en la
última, la más ridícula cosa de apariencia soberana, el rey caído. A Sade, suponemos, no
le importa esa vanagloria, sabe que está escribiendo cosas imposibles. Cuando está
preso y arenga a la turba enardecida por el tubo que evacuaba la mierda de su celda, ya
ha escrito allí Los ciento veinte días de Sodoma, documento terrible donde todo es
materia, piedra, carne, y sólo reina la rapacidad soberana del hambre que se satisface,
que consume las cosas. Ahí el hambre es el hombre, última definición del humanismo.
Pero Sade escribe como el último hombre; el manuscrito larguísimo del libro se pierde
en los tumultos revolucionarios, se encontrará un siglo después. Sobre su pérdida, el
último hombre, que sabe que no habrá nadie que pueda leerlo, lloró “lágrimas de
sangre”. No pensaba en ser reconocido por su libro, sino acaso en ocupar el lugar
supremo en la escala de lo concebible bajo las formas del deseo, y reivindicaba quizás,
conjetura Bataille, “la herencia ‘terrible’ de los soberanos destituidos”.
El error moderno, más allá del humanismo, habrá de ser esa reivindicación dirigida a
los dueños de las cosas. Como si dijeran: “Soy más noble, soy un artista”, o algo por el
estilo. Pero la soberanía del ser lo ubica afuera del orden real, el cual no se puede influir
desde ese lugar imaginario, al cual no se le pueden pedir derechos. Si lo hiciera, ya no
hay soberanía. “El artista no es NADA en el mundo de las cosas, y si reclama un lugar
en él, aunque se limite al derecho de hablar o al derecho, más modesto, de comer, toma
el relevo de quienes creyeron que la soberanía puede influir en el mundo de las cosas sin
alienarse.” Todo lo que puede hacer, a lo que lo destina su trato con la materia a la cual
se consagra, es seducir; seducir a los que hablan y comen, a la cosa en la que él mismo
se convierte cuando el agotamiento lo devuelve al simple trabajo. No puede juzgar ese
mundo del que se apartó para obedecer a lo ininteligible de su deseo, para desear que el
todo sea nada. Si no puede seducir, algo que tampoco es un acto de voluntad, sino más
bien una voluntad de afirmar la suerte, lo que llega solo, al menos podrá callar, retirarse
al silencio soberano y al fin, sin quererlo, seducir desde la muerte. La tumba de Sade, en
un prado donde se tiran semillas de árboles, sin marcas ni nombres, es un símbolo del
anonadamiento que seduce, de la soberanía que busca, todavía desesperadamente en los
escritos que subsisten, el olvido final. Que el planeta desaparezca conmigo, con mi
deseo que desaparece; o mejor dicho: que cada uno de los vivos perciba su propia
desaparición en el goce y así arda lo más intensamente posible, un esfuerzo más para ser
el agujero en la pared de las cosas…

***

La apariencia de la historia nos dice que el arte y la literatura, con el declinar del
mundo sagrado, el eclipse de sus fulgores, habrían asumido formas profanas. Vehículos
del saber, métodos de reflexión, productores de entretenimiento, los objetos artísticos y
literarios parecen bienes, mercancías, cosas simplemente. Y lo son, pero sólo desde el
mundo del trabajo, en el fondo siguen estando separados como objetos sagrados,
abandonados ahora a la suerte subjetiva. Porque no dejan de expresar, con su momento
de pura afirmación y de existir para nada, que el mundo de los objetos se consume y se
consuma en la experiencia subjetiva, en su intensidad soberana. Lo profano y lo sagrado
en el arte, como la cosa hecha y la experiencia vivida, no están, sin embargo, en clara
oposición, ningún umbral los separa. Lo soberano se yergue de repente en el seno de las
cosas, los sucesos comunes, aun cuando esa aparición sea totalmente ajena al mundo
común. La genialidad y la simple habilidad técnica son radicalmente diferentes, pero
nada las separa. Así como ningún umbral separa la prosa de la poesía. De alguna
manera, la soberanía en el lenguaje, que pliega el discurso y su orden, es un pliegue de
la superficie prosaica, rulo del cerco continuo que lo torna infinito y horadado,
atravesado de nada. ¿Qué es la poesía, si no un ritmo que se repliega de la
subordinación al concepto? ¿Y qué es un ritmo? Nada, soberanía que se esboza en el
instante de su desaparición en el sonido, y en el sentido que deja atrás. Allí ya no se
distinguen la prosaica angustia que precedió al acontecimiento de la poética alegría del
momento, lo profano de la inminencia de algo sagrado que, en nuestra época, nunca se
produce. La subjetividad aislada que somos con nuestro arte profano necesita del
talento, la mera habilidad, para soñar con lo genial, el completo derrumbe del muro que
aísla. Pero el objeto anhelado se apoya en su desaparición, la miseria del artista señala
una soberanía inaccesible. La expresión de la subjetividad es algo ofrecido a los otros,
una moneda prestada, no se reconoce a sí misma, no puede leerse ni contemplarse. Noli
me legere, amonesta la obra a su autor, como un fantasma que asusta y que sería divino
si no fuese demasiado carnavalesco. Si el arte debía heredar la soberanía de dioses y
reyes, no era en un discurso, como voz del pueblo o expresión sublime del ser, sino en
un apartamiento, “en el movimiento soberano de una indiferencia definitiva”,
probándose a solas con el deseo, la mortalidad, la reproducción de la especie y el
lenguaje inhumano. El arte parodia entonces la afirmación, no quiere ser algo, no quiere
tener una función aunque fuera la más noble. Apenas dice: “No soy NADA”. Se refugia
en cierta fascinación por la indigencia, pero sin querer ser ejemplar; el ascetismo
espiritual no lo incluye porque se niega a olvidar la nada, materia, cuerpo y residuos. No
hay plan, ni compromiso, ni territorios que le conciernan; ni siquiera la miseria y la
indigencia le resultan otra cosa que figuras de la pobreza de las representaciones. La
subjetividad se expresa allí, a pesar de la pobreza, con el centelleo de un punto más allá
de todo rango. Su brillo es inversamente proporcional a la voluntad de brillar; el brillo,
el prestigio, corona imaginaria como un agujero entre la cabeza y el cielo, se difunde sin
que se sepa. Lo no sabido en lo que brilla es la “belleza” soberana; hasta los élitros de la
mosca incognoscible despiden ese brillo. La soberanía no es nada, no sirve para nada,
pero no es posible vivir sin ella. ¿Es posible morir soberanamente? No se sabe. Al
menos si yo fuera el último hombre, si actuara como tal, habría encontrado la nota grave
de la muerte y la agudeza de la alegría que afirma el presente.

***
En un ensayo publicado en 1952, “El soberano”, Bataille propone la soberanía como
algo que persiste y que puede leerse en las actitudes de revuelta. La rebeldía de no
querer admitir la existencia de nada soberano por encima de mí, ya no esperar más una
respuesta del silencio perfecto de lo que existe, apuntaría en dirección a la soberanía.
Sólo que esa rebeldía no tiene objeto, puede ser víctima de las palabras rebeldes, afirmar
la existencia secreta del poder contra el cual se rebeló. Es una revuelta cuya salvación
está en su gesto de risa. La falta de sentido le da risa, y se rebela contra las atribuciones
de sentido, las ilusiones del lenguaje. Y dado que el sentido está hecho de tiempo
encadenado, articulado, esa risa rebelde, insidiosa, niega la continuidad y se exalta en el
instante, hasta las lágrimas. “Sé que en mí el hombre está solo aquí con la soledad que
da la muerte cuando golpea a quien amábamos; y mi llamado es un silencio que engaña:
no conozco más que ese instante desnudo, inmensamente jovial y tembloroso, que ni
siquiera un sollozo puede retener.”45 En el fondo, tras la decadencia de toda
representación gloriosa de la soberanía, la posición rebelde basa su potencia en la
atención suprema al instante. Todo lo que me somete, toda la sumisión implicada en la
necesidad del trabajo no es una cuestión de fuerza ni de agotamiento físicos. La fuerza
puede faltarle al cuerpo pero ninguna precaución lo detiene en el instante en que es
raptado por la felicidad. La sumisión está más bien ligada al tiempo futuro. O al simple
encadenamiento del tiempo. Si actúo ahora porque hice algo antes o porque no quisiera
haberlo hecho, me someto. Todo sometimiento del presente al tiempo que prosigue y
que nos precede significa una pérdida de esa parte soberana que cualquiera tiene. En el
éxtasis, pareciera que somos presa del espanto, la muerte anticipada, pero en ese
abandono se brinda una alegría soberana. Sin embargo, lo soberano en nosotros siempre
es parcial. La prevención y el trabajo presiden el tiempo que pisamos con apariencia de
rigor. La plena manifestación de lo que se subleva al plan y al cálculo, eso que no puede
mirarse fijamente, exige abandonarse a la revuelta: nada por encima de esto que soy
ahora, aunque no pueda mirarlo ni expresarlo porque es el sol al mediodía, mi muerte.
“Esa soledad final y traviesa del instante, que soy, que igualmente seré, que seré al
fin de manera completa en la fuga de pronto rigurosamente realizada con mi muerte, no
hay nada en mi revuelta que no la llame, pero tampoco hay nada en ella que no la aleje.”
La fuga debería realizarse además de manera inesperada, como si la vacilación del ser
en el instante produjera un pestañeo, la ficción de morirse, y el acto fuera celebrado por
el público. Entonces el acto, el instante, el público –que son el mismo ser en su fuga, su

45 La felicidad, el erotismo y la literatura, op. cit., 228.


adentramiento en el presente– incitan al aplauso. Ese estruendo, la multitud que niega al
sujeto en fuga pero lo alienta a ser hasta su fondo sin nombre, sustrae al yo de su
sometimiento a la conciencia y al tiempo de su lenguaje interno. El yo no existe sin la
duración, que contiene los rasgos distintivos, de modo que el instante lo eclipsa. Aunque
el instante nunca se da como tal; todavía en la muerte el eclipse llama a la conciencia
que se asoma por detrás del círculo negro como una aureola, un borde que brilla. La
fulguración del instante sólo es una memoria de haber mirado lo imposible. De allí el
aplauso incomprensible que libera del estupor. No queda sino el instante como
soberanía, separado del pensamiento que sólo lo conoce en relación a lo que ya no es y a
lo que vendrá; y si el instante se cierra, se teatraliza y se pierde en su relato, también se
abre en la medida en que niega la separación, niega al ser separado que mi conciencia
cree acompañar. La soberanía: instante de apertura en que se asiste a la unidad de acto,
público y aplauso, en un teatro negro atravesado de estrellas, puntos. La pérdida del
tiempo es soberana. Una parte de mi ser se resiste al tiempo, no quiere ser un medio
para alcanzar algo, rechaza el resultado. Reina entonces la risa insidiosa, y la desidia
que no quiere nada. Bataille, hegelianamente, afirma: “Cuando compromete la vida, tal
actitud es terminante: entre el sometimiento y la muerte, cada cual es libre de elegir la
muerte.”. Y si la humanidad se formó por la conciencia servil, abocada a la
planificación y al trabajo, ocultando el amo como mandato interior de no desperdiciar el
tiempo al que se sacrifica la vida separada, entonces lo inhumano es lo soberano que
espera el instante, que desata la fiesta. El soplo que me conmueve no puede acumularse
como un tesoro en los graneros del tiempo y la tribu. Debe animar a la tribu para que
encuentre en la caída de la noche su éxtasis y su crepúsculo, antes de desaparecer con la
historia. La soberanía está en todos a la medida de una sublevación que llega
repentinamente. Aunque hay un problema en el fondo de la revuelta, la amenaza de un
finalismo recuperado en ella. Me rebelo para algo, quiero ser algo, y entonces someto de
nuevo el presente a lo nuevo, que se esboza en el horizonte de la revuelta. La revuelta
parece ser contra otro, al que no se cree sometido, y el movimiento soberano que
contenía se retrae, resulta incompleto al no concederlo en el otro. El amo antiguo,
arcaico si se quiere, no era completamente soberano al no admitir la soberanía en el
esclavo; se afirmaba en el reconocimiento del otro. La revuelta, para no ser el simple
exterminio del amo y de la soberanía jugada a muerte, tiene que sacar al esclavo del
tiempo, es decir, negar el reconocimiento para que reine el deseo, en el presente. Por
supuesto, la revuelta no tiene planes, propone lo imposible. Pero es algo que está
latiendo en cada uno como la experiencia más alejada del discurso que habla en su
interior y a la vez como el origen de la palabra que lo hace vivir. El discurso articulado
separa y fija aquello que el ritmo niega, si pensamos que en el lenguaje, hecho de
elementos limitados, se puede expresar la negación de todo límite. Pero nunca hay ritmo
sin discurso, ni estado soberano sin que haya en él una parte de cálculo o de
anticipación. Aunque si en toda despreocupación, toda risa del instante, todo ritmo
venido del no-saber, despunta un borde de proyecto, una concatenación por venir,
también en los más burdos proyectos, en el rigor de los métodos más sumisos al orden
del tiempo, yace el movimiento ingenioso, la revelación, el enceguecimiento que anula
las palabras usuales. La atención intensa da paso a la desatención, o se confunde con
ella. De hecho, si la atención al presente quiere captar algo divino, soberano,
incalculable, el acto de atender pone ese estado de atención en una cadena, apunta a un
resultado. Así, paradójicamente, el esfuerzo de atender al presente adquiere el aspecto
de un trabajo. El objeto de la atención deja de ser el instante y ya es aquello que se
espera del esfuerzo requerido para sostenerla. La única ganancia –y esta pseudometáfora
indica el inevitable error– es que después se nos escapa el instante y sabemos que se
fuga, mientras que antes simplemente transcurría fuera de la atención. En todo caso, el
instante habrá sido el fin del acto, y se habrá sometido la razón del tiempo a su
disolución en ese fin. El tiempo sólo es un medio para el encuentro de su ruptura en el
instante, inesperada. Lo inútil y lo insensato son el sentido de lo útil y lo racional. ¿Pero
no es imposible que el sinsentido sea el sentido? Nuevamente, es la revuelta que se
recupera como si fuera una espera de resultados, una renovación del mundo común.
Pero algo se enciende en la revuelta, en su ímpetu. Como si nos ofreciéramos la
visión insensata, risible, angustiante del ser del capricho que somos; y aplaudiéramos
eso. “Así, en la noche última en que nos hundimos, se nos concede la posibilidad de
descubrir nuestra ceguera y extraer una virtud del rechazo que les oponemos a los
retazos de saber que nos estupidizan: la virtud de despertarnos sin medida en esa noche
y de erguirnos, vacilantes o riendo, angustiados, extraviados en una intolerable alegría.”
Soy dios, nada de lo divino me es ajeno. La noche hace que el no saber, que es el
instante, se torne visible, aunque más no fuera como negación de las cosas vistas que
ahora se hundieron en la oscuridad. Pero es algo más, de otro ámbito. Lo soberano borra
las claridades del discurso, la locura de creer en la sustentabilidad del pensamiento, pero
se dirige a otro lugar. No se trata de oscurecer lo visible, sino de atravesar el tiempo
para que su detención me haga ver la muerte. ¿Acaso esta alegoría, que se somete a su
propio desciframiento, puede captar ese levantamiento que se ríe en la noche ante el
sinsentido, ante el puro instante? Tras la negación de toda autoridad, de los soberanos
reales, lapsos vicarios en el largo río de una corriente negra donde la soberanía es nada,
apenas si el instante alcanza a formar la figura geométrica de lo impensable, punto ciego
de la extensión. Sin embargo, ¿puede el instante ofrecer una verdad, a la manera de los
antiguos poderes? Sólo la autorización por el silencio: en la medida en que mi
experiencia se autoriza sola, enceguecida, risueña, susurrante en la noche, soy la verdad
sin sentido que rechaza los jirones extenuados del saber, con los cuales no obstante sigo
escribiendo, sigo apabullando el único hecho real, que es mi muerte, último instante. Si
fuera el último hombre, esa verdad sería un acallamiento en el que desembocarían todas
las palabras, todos los ásperos arroyos del discurso… “el instante, única verdad que nos
afecta y que sin embargo no puede ser negada, nunca será más acabadamente el instante
sino al ser el último (y cuando sea el del último hombre…)”. Pero el mundo acaba con
cada uno, en su jovialidad instantánea, aun cuando nadie pueda soportar ese carácter
último de la experiencia que lo empuja y a la que nunca verá de frente. El mismo placer
del instante, la risa y las presencias, las palabras que repiquetean gozosas en el cuerpo al
hablar, se subleva contra el tiempo y su predación del presente. La revuelta, ni sombría
ni fúnebre, usa la muerte para reírse del mundo, para alegorizarlo como teatro de
calaveras y de pasiones desencadenadas; y es “lo que se juega con todo pensamiento”.
Lo soberano se subleva y luego se eclipsa, la revuelta se sofoca sola, pero nada podrá
eliminar el juego que se vivió con la mayor intensidad posible. Porque su eliminación,
la muerte, era el objeto y la meta del juego. Al fin, el instante soberano, silencio.

***

Hablar para ya no decir nada es el signo de la pasión que conduce al no saber. ¿Cómo
seguir pensando cuando se llega al punto en que no hay nada que decir? Es como caer
por un plano resbaladizo, sin topes, y la posibilidad de hacer equilibrio gracias a las
uniones de las piezas del plano parece responder al llamado del viento, a lo que arrastra.
Escenas imaginarias del no saber, de lo irrepresentable, donde la soberanía se
levanta, solitaria en el viento de la noche: 1) resbalarse sobre un techo azotado por la
tormenta interminable; 2) sentir que la muerte impone su silencio en la pieza donde de
pronto prendemos la luz y nada está claro; 3) un filósofo que agoniza y se queja por lo
difícil que le resulta morir, por la trivialidad que vuelve a derrumbar toda una vida de
construcciones serias; 4) la ausencia de pecado, vale decir, pecar pero sin la sensación
de una meta frustrada, inacción que no es abandonar una acción ni postergarla, o el
incumplimiento como meta; 5) un amigo me falla, y siento que mis fallas son
intolerables, sólo porque fallo puedo percibir el mal comportamiento del amigo, sólo
porque no mantengo la soberanía que ahí está en juego y así pude ver y hacer posible la
sumisión a fines de mi amigo, en donde se perdió y nos perdimos; 6) el pensamiento
que sirve para revelar el servilismo de todo pensamiento, en su resolución, se agota y se
autoanula; 7) un desconocido que pasa por la calle, olvidable, carga con el sentido de la
novela, esa ventana a la vida inaccesible de cualquier otro, donde lo sagrado es que el
desconocido sea el mundo una vez que se quita la máscara profana, el rostro del peatón
en la muchedumbre; 8) la nada es la negación de mí sin que nunca haya existido nada,
no la mera negación de lo existente, pura antimateria filosófica, fondo contra el que se
destacan… seres –nada de nada, lo que se le mostraría a la hormiga si se distanciara y
pudiera verse, lo que ésta no hace–; 9) la multitud insatisfecha, su violencia, su
derroche, su ceguera, eso es lo que soy, el yo no sale de ahí, risa, llanto, silencio que no
guarda secretos, espera, lo que no posee nada, la risa loca del derroche total; 10) el
silencio soberano después de las frases insensatas, silencio que hace brillar al que
muere, como un sol donde se derrite hasta la más mínima intención de que el universo
adquiera sentido en él; 11) “el sinsentido tiene más sentido que el sentido”46; 12)
borramiento de todas las figuras en el cuadro negro, ¿interior?, que no es aniquilación ni
oscurecimiento, sino goce de la noche, morirse y captar, casi sin palabras, que la muerte
hace desaparecer el saber, la ansiedad, pero también el fondo de alegría que hacía girar
las figuras de la vida; 13) la muerte del pensamiento prepara la fiesta de un goce
irrepresentable, una alegría sin sentido, que no corona ninguna vida, sino que engrosa la
línea de su límite, entre el pantano y la estrella fugaz; 14) ser, pero no un dato, “soy en
la medida en que rechazo eso que se puede definir”, en la ignorancia, en el anuncio de la
mortalidad del saber, que es el anuncio de nada; 15) un sentido angustiante de la
soberanía que aparece en el sexo exhibido de una mujer, lo soberano y lo sagrado ahí,
exaltado y degradado a la vez, da risa porque es el origen y no tiene sentido –todos los
símbolos, palabras, saberes del animal que habla son incapaces de cubrir ese gesto
soberano.
Escenas del ensayo fragmentario, aforístico, que se titula “El no-saber”, publicado en

46 La felicidad, el erotismo y la literatura, op. cit., p. 255.


195347. Hay otras, la mayoría ideas sobre la paradoja de pensar para negar el servilismo
del pensamiento, o para leer la negación del sentido. La última que anoté: la vulva de
mujer abierta por una voluntad indescriptible de excitación y degradación, la cosa
sagrada del origen, parece recordar los movimientos del personaje novelesco de
Madame Edwarda. Esa puta desconocida, que en su delirio extasiado se llama “Dios”,
era el mundo, la expresión de todo lo que hay y también de su aniquilación caprichosa.
Bajo el seudónimo de Pierre Angélique, Madame Edwarda se publicó por primera
vez en 1941. En la edición definitiva de 1956, Bataille añade un “Prefacio” con su
firma, donde habla del autor del relato como si fuera otro. ¿No lo es en el fondo, no es
algo que le fue dictado, una experiencia antes que una ficción? “Pierre Angélique
intenta decirlo: no sabemos nada y estamos en el fondo de la noche.”48 No saber nada es
el principio de la soberanía, pero no es una simple negación del saber. El fondo de la
noche es algo más que la simple franja de horas que sucede al día. Es el pozo, el vértigo
de una caída que de pronto, por la fuerza de una inconsciencia absoluta, de no ser nadie
ni saber nada, se entrega a la búsqueda del límite del deseo. ¿Y qué pasa entonces?
Nada, no existe el límite. Sólo la muerte; “la alegría es lo mismo que el dolor, lo mismo
que la muerte”. ¿Y es algo la muerte, algo más que un asco o un rechazo? La simple
desaparición de lo que creemos ser no describe en absoluto lo que nos hace representar
la muerte, un movimiento insoportable, un eclipse justo cuando el astro que nos
alumbraba empieza a deslumbrar. La obstinación de perseverar en el ser se niega a mirar
el eclipse, pero eso es justamente la muerte, el nombre de lo que nos supera, lo que no
debería pasar. La muerte habrá de ser ese momento insensato, imposible de saber, que
buscamos en cada rapto de goce, en cada olvido, en cada embriaguez o en el entresueño,
y que al mismo tiempo hemos rechazado y rechazaremos hasta el final. La alegría, acaso
ilusoria pero feroz, de no existir se basa en que la inexistencia nunca se toca, su
perpetua inminencia brilla en el borde del círculo negro como un anillo de luz. ¿Pero
qué será la noche, el no saber absoluto?
Si pensamos en el relato de Madame Edwarda, la noche es el coito, su repetición, su
intangibilidad. La felicidad, que parecía estar ahí, en el roce de un cuerpo, enseguida se
eclipsa, cuando la unión se consuma y se reinicia la división. Y casi de inmediato, la
repetición arranca otra vez, a pasos lentos, hasta que tarde o temprano se lance a correr.
Esa noche no puede escribirse como si se la conociera; es incluso la soberanía mortal de

47 IbidIbíd., pp. 245-259.


48 Madame Edwarda, Alción, Córdoba, 2009, p. 13.
la misma mano que escribe, aquello que excede a la escritura y al lenguaje. Por la
noche, sueño inconcebible de la muerte, la escritura se escapa de los límites que acepta
al escribir, “aceptados por la mano que escribe, pero negados en la mano que muere”,
acota Bataille. Y en la negación de los límites que me confinarían a ser separadamente,
es decir, en la insignificancia de un yo, todo se abre, se dispersa. Todo se ilumina bajo el
cielo nocturno. El espanto ante esos vacíos infinitos del caos universal, ante el hecho de
ser una vana forma de la materia, un azar, se mezcla con la alegría de asistir al
inacabamiento del ser. Una luz, después la noche. “Y el grito que, con la boca, este ser
quiere que se oiga –¿en vano?– es un inmenso aleluya, perdido en el infinito silencio.”
Como si dijéramos: no entraré callado en la noche, canto aunque no haya sentido, que la
chispa de mi alegría inunde la inmensidad del instante y no quiera más nada.
El relato de la noche es inverosímil, el angélico narrador lo dice. La excitación le
impide dar rodeos, pararse a describir o a justificar. Lo que pasa es instantáneo. Conoce
la belleza de Madame Edwarda cuando todavía no está perdido en la noche. Y ella lo
impulsa a perderse, ya ebria. “¿Querés verme la concha?”, es su primera frase. La
segunda: “soy Soy Dios…” La elipsis del coito conduce a la salida del burdel, la
enloquecida caminata de una mujer desnuda por la ciudad nocturna. La belleza, que un
momento antes se quería tocar, con desesperación, se vuelve pétrea, es una luna que
deja helado a quien la mira. Las convulsiones de una borrachera inexplicable la
devuelven a la miseria de ser, a la repulsiva piedad. El angélico la adora, la rechaza. No
es irónico que Dios sea una puta, se aclara en un paréntesis. Pero la noche es
inaclarable. Es además una loca, una delirante. ¿Quién puede entender la equivalencia?
Sólo los heridos incurables, los que no quieren ser sanados. En una variante del
manuscrito, la explicación de la equivalencia Dios = puta se resume en la afirmación de
la protagonista: “Soy, me dijo ella, una puta de burdel, pero Dios es libre.”.49 La libertad,
si existiera, no podría ser más que entregarse a la noche, perderse. Ninguna precaución,
aunque no se pueda vivir sin algunas, es libre. La soberanía, insoportable, es un vacío
libre. Edwarda termina copulando con el taxista que la lleva junto al narrador sin ningún
destino. El angélico testigo la ve gozar, escucha su grito de placer, “ciego deslizamiento
hacia la muerte”. Los sucesos terminan allí, cuando se duermen el chofer, la puta y el
escritor. Nada podría pasar después. ¿Para qué seguir? El librito desemboca en las
reminiscencias, la angustia de pensar, que el escritor desglosa como si tallara en piedra
el comienzo de un largo silencio.

49 IbidIbíd., p. 53.
Seguir escribiendo después de la noche sería como preguntarle al día si todo se ha
disuelto o si hay un sentido. En la noche se resquebraja el suelo mismo de las preguntas.
¿Para qué se escribe entonces? ¿Acaso para toparse más tarde, en un final siempre
postergado, con una especie de sentido mayúsculo? Pero resolver la ausencia de sentido
en una negación del sentido, un gran sinsentido que eleva otro sentido luego de pasar
por la nada, sería como reducir el desmayo de una loca a un saber, por más absoluto que
se lo imagine. El sentido último de la vida es que no lo tenga. Mi vida adquiere sentido
si yo no lo tengo. Al que pueda entender, al que pueda morir, al que pueda sentirse
desnudo en una noche sin palabras le dirige este escritor cualquiera su desviación
angélica. “Así pues, el ser está ahí, sin saber por qué, temblando de frío…; la
inmensidad y la noche lo envuelven, y con toda intención, está allí para ‘no saber’.” Si
yo supiera lo que pasa, si supiera el absurdo, perdería el sentido, su difusión, su
chispazo y su repetición. Querer saberlo todo, idea de Dios, idea de un yo que aprende,
es lo que se abandona cuando se desea el temblor de estar y sustraerse, el peligro y la
felicidad. El no saber apenas se vislumbra, ¿más profundo que el centro del eclipse?,
¿menos oscuro que turbio?, ¿lo que la chica borracha muestra sin saber, ni saber si se
está riendo o llorando? Y en ese borde, tiembla la mano que escribió un “librito”. “El
resto es ironía, larga espera de la muerte…” Es lo último que dice el narrador, tras
despertar, contar que se despertó, asqueado, en un auto. El cuento es pura ironía, porque
lo que pasa, lo que es, el instante de sumirse en la noche, aunque también llamemos
“noche” al sueño sobrio de un personaje trabajador, no puede relatarse, sólo se
transparenta en aquello que hace vibrar las palabras y le hace creer al cuerpo que ama a
otro cuerpo.

***

En el número 5 de Acéphale, en junio de 1939, sin firma, aparece “La práctica de la


alegría ante la muerte”. ¿Qué es? Una frase tachada del manuscrito lo decía: “Es la
apoteosis de la carne perecedera.”50 Lo que muere se vuelve dios. Pero lo que muere es
más que el ser que piensa, que habla: “palomaPaloma, serpiente y cerdo”, dice un
alegórico Nietzsche en el epígrafe. Ese misterio de alcanzar lo que es en el instante, de
anticiparse con alegría al punto del fin, no tranquiliza ni satisface. El creyente saborea la
eternidad en su fantasía de aniquilación. La violencia interior que se instala con la

50 O. C., I, p. 682.
alegría ante la muerte no acorrala contra ese fondo, convierte más bien en absoluto el
más ínfimo detalle de lo posible. La acción comienza después del asombro angustiado
ante la muerte, cuando se deja de saber la muerte del yo. Toda la vida es el destino del
que actúa, casi bailando, ante la muerte, porque eso ejercita el gran sí a lo que hay.
“Ahora” ya no es una palabra para cualquier momento de enunciación, es el grito
afirmativo de aquel que baila con el tiempo que lo mata. La alegría ante la muerte sólo
le llega a “aquel para quien no hay más allá”51. Ni siquiera el triunfo en las acciones
emprendidas podrá empañar el bien de buscar sus momentos privilegiados a cada paso,
en cada acercamiento a la certidumbre del final. ¿Con qué medios se ejercita la alegría
ante la muerte? No el ascetismo, porque lo divino se revela en la carne, en la reducción
de mí mismo al cuerpo que me transporta feliz hacia su ruptura y su corrupción. La
borrachera, la cabeza pulsátil, la atracción de las imágenes de chicas desnudas, todo
puede ser un aviso y un cumplimiento de la cumbre. “Es una apoteosis de lo perecedero,
apoteosis de la carne y del alcohol.” ¿Qué escribe después Bataille? Frases, ejercicios de
disolución del yo, una escritura que quiere volver hacia el cuerpo y aniquilar la
dirección pensada de la mano que escribe. Quiere convertirse en la oscuridad
desconocida, sin combates, vacía, que el sueño disfraza de espacio en el que se ingresa
con la muerte. Pero no hay más espacio. No hay tiempo. No hay quien hable. “Soy la
alegría ante la muerte” quiere decir “encuentro el sinsentido, que es sentido, en el punto
límite del umbral”, que no desemboca en nada.
La fiebre me arranca la cabeza. Me anulo en la alegría de la guerra perdida. El cielo
se astilla, es el final de todo espacio, de toda palabra. “Todo lo que existe
destruyéndose, consumiéndose y muriendo, cada instante que no se produce sino en la
aniquilación del que lo antecede y que a su vez sólo existe herido de muerte.” ¿Soy
entonces el instante herido de muerte? Me imagino, sin embargo, separado, el instante
detenido de mi propia muerte. Sería como soñar con lo absolutamente desconocido, el
no saber ya nada, no haberlo sabido nunca ni haber olvidado nada. Lo incumplido de la
vida, la inminencia de las cosas que lucha contra el instante, la misma insatisfacción
perpetua anticipan eso desconocido que pasa y pasa delante de mí, que lo acaricio con
mi alegría ante la muerte. Pasan las estaciones del año, nacen y mueren todos los seres
que importan, las estrellas se dispersan, explotan, se consumen… todo parece exigir que
yo muera, definitivamente y sin resto. Bataille está en condiciones de escribir: “esa Esa
muerte no es más que una consumación brillante de todo lo que existía, una alegría de

51 La conjuración sagrada, op. cit., p. 255.


ser con todo lo que viene al mundo”. El brillo mismo que me emborracha mientras vivo,
que se refracta irisado mientras duermo o me olvido, requiere que todo se dé y se
aniquile de una vez por todas en cada lugar y en cada momento.
¿Se puede escribir en ese deslumbramiento de lo que perece y ninguna frase alcanza?
¿Todas las palabras irán hacia el fulgor y después lo negro? ¿Encontrarán la libertad
soberana, divina, de mostrarse como un aleluya sin sentido? El infinito azar, la caída del
lenguaje como una suerte de rayo inesperado sobre la vida, me hicieron ser. Dada la
vida, dadas las palabras, queda un derroche soberano que no acepta ninguna sumisión
repetitiva. La alegría ante la muerte, acaso inalcanzable, se vuelve el horizonte de toda
palabra que no se resigne al aislamiento de un sentido determinado. Que los sentidos
bailen con todo lo que muere y que recojan las astillas del cielo en sus dibujos riesgosa
y seriamente puestos en juego. Lo que se repite, la muerte y las pequeñas muertes,
llamará al grito de lo irrepetible, eso que nunca dejará de ser desconocido.
Obras de Georges Bataille

En francés

Oeuvres complètes, 12 vols., Gallimard, París, 1970-1988.

Traducciones

Documentos, Monte Ávila, Caracas, 1969.


El verdadero Barba Azul. La tragedia de Gilles de Rais, Tusquets, Barcelona, 1972.
Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, Taurus, Madrid, 1972.
La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1973.
El culpable, Taurus, Madrid, 1974.
Obras escogidas, Barral, Barcelona, 1974 (selección de textos, artículos, reseñas y
fragmentos de los años treinta).
Teoría de la religión, Taurus, Madrid, 1975.
Breve historia del erotismo, Caldén, Buenos Aires, 1976.
El pequeño, Pre-textos, Valencia, 1977.
La literatura y el mal, Taurus, Madrid, 1977.
Lo imposible, Villalar, Madrid, 1978.
El ojo pineal, Pre-textos, Valencia, 1979.
Poemas¸ Pre-textos, Valencia, 1980.
El Aleluya y otros textos, Alianza, Madrid, 1981.
Lo arcangélico y otros poemas, Visor, Madrid, 1982.
Historia del ojo, Tusquets, Barcelona, 1989.
El azul del cielo, Tusquets, Barcelona, 1990.
El cura C., Icaria, Barcelona, 1991.
Las lágrimas de Eros, Tusquets, Barcelona, 1991.
Mi madre, Tusquets, Barcelona, 1992.
El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1992.
El Estado y el problema del fascismo, Pre-textos, Valencia, 1993.
La literatura como lujo, Cátedra, Madrid, 1993.
Lo que entiendo por soberanía, Paidós, Barcelona, 1996.
La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, Adriana Hidalgo,
Buenos Aires, 2001.
La oscuridad no miente, Taurus, Madrid, 2001.
La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003.
Lascaux o el nacimiento del arte, Alción, Córdoba, 2003.
Manet, Colegio de Arquitectos, Murcia, 2003.
Escritos sobre Hegel, Arena Libros, Madrid, 2005.
El límite de lo útil, Losada, Madrid, 2005.
La sociología sagrada del mundo contemporáneo, Libros del Zorzal, Buenos Aires,
2006.
Intercambios y correspondencias, 1924-1982 (con Michel Leiris), El cuenco Cuenco
de plataPlata, Buenos Aires, 2008.
La religión surrealista. Conferencias 1947-1948, Las cuarentaCuarenta, Buenos
Aires, 2008.
La parte maldita y apuntes inéditos, Las cuarentaCuarenta, Buenos Aires, 2009.
Madame Edwarda, Alción, Córdoba, 2009.
Charlotte d’Ingerville y otros relatos eróticos, El cuenco Cuenco de plataPlata,
Buenos Aires, 2009.
Poemas eróticos, Chinatown, Buenos Aires, 2009.

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