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por
Silvio Mattoni
Prólogo
S. M.
Córdoba, 26 de agosto de 2010
1. Lo sagrado o la imagen
3 O. C., I, p. 607.
deprime. “Su delirio me asustaba a tal punto que una noche saqué de la chimenea dos
pesados candelabros con pies de mármol: tenía miedo de que me golpeara mientras
dormía.” Pero el peligro era otro: un día la madre desaparece. El hermano de Bataille la
encuentra justo a tiempo colgada en un granero. Luego desaparece otra vez. “Tuve que
buscarla sin tregua a lo largo del arroyo donde hubiera podido ahogarse. Cruzaba
corriendo unos pantanos. Finalmente, me encontré en un camino frente a ella: estaba
mojada hasta la cintura, su vestido chorreaba agua. Había salido por sí misma del agua
helada del arroyo (era pleno invierno), muy poco profundo en ese lugar como para
ahogarla.” ¿Cuántos personajes femeninos que se entregan a su propia destrucción en
los relatos de Bataille habrán de repetir el extravío que se cuenta en estas
“reminiscencias”? Hasta parece concluir que cierta neutralización ha banalizado ambas
figuras en el recuerdo –el padre con los ojos en blanco y su goce enfermizo de mear; la
madre empapada por el suicidio fallido– y que de alguna manera su forma obscena, en
esa literatura sin nombre de Lord Auch o luego de Pierre Angélique, permitía que
resurgieran, que recobraran una pizca de supervivencia. ¿Qué lugar podría ocupar este
registro de “reminiscencias”, de residuos vitales en el origen de unas imágenes o
escenas literarias?
***
Una década después, en 1939, se publica el artículo “Lo sagrado”, que en una página
de borrador Bataille piensa en incluir dentro de un libro “tal vez con el nombre de Lord
Auch y como una continuación de las explicaciones de la Historia del ojo”4. Todo indica
que lo sagrado, antes de ser una idea o un conjunto de nociones y hasta de prácticas, fue
una experiencia. Lo obsceno se repite e instaura lo sagrado en la misma escena
contemplada, en su retorno como pensamiento o como impulso enloquecedor, reflexión
de lo mismo y éxtasis de lo ajeno. Lo sagrado, acaso perdido en las condiciones de la
filosofía y de la literatura, meros conjuntos de ideas, vuelve como su experiencia
originaria y su justificación. ¿A qué llama Bataille lo “sagrado” en su artículo, que
tendrá múltiples desarrollos posteriores? A un instante privilegiado. Cuando una
experiencia no quiere ya el bien ni la verdad, pero sin embargo busca algo, un elemento
indefinible. No puede decirse que sea una cosa, o en el caso de la literatura y la pintura,
una obra. Más bien se busca el impulso, cuya causa y cuyo origen se ignoran, de la
4 O. C., I, 683.
búsqueda misma. Bataille usa la palabra quête, que designaba las búsquedas, las
aventuras místicas de los caballeros en los relatos medievales, y luego, para nombrar la
cosa buscada, menciona el mito del grialGrial. Pero si está hablando del arte moderno,
de su concepción en medio de una angustia que experimenta con el ser vivo que debería
concebirlo y que ya no lo expresa en absoluto, ¿qué sería el grial? “Los largos tormentos
y las cortas violencias confirmaban por sí solos la importancia fundamental para la vida
entera de esa ‘búsqueda’ y de su objeto indeterminable.”5
¿A qué se refiere con estas alusiones a torturas autoinfligidas y accesos maníacos
cuyo fin no resulta claro? ¿Es todavía lo que antes, en el romanticismo todavía, se
llamaba arte o literatura? Un vértigo, un descubrimiento incesante de fórmulas que
darían la clave de la existencia, pero que a la vez descubren su íntima sinrazón. Para
Rimbaud o para Van Gogh, a los que Bataille menciona como precursores de la
inquietud del presente, poco importa el resultado de escribir o de pintar. ¿Cuál es el
objeto entonces de lo que no puede dejar de describirse en el sentido de ciertas
búsquedas? ¿Qué soplo de un tifón fantasmagórico arrastra hacia delante las cosas
hechas, los hallazgos, las repeticiones e insistencias y hasta las vidas de esos buscadores
en territorios que nadie espera que exploren? El mismo Bataille deshace la consistencia
del supuesto objeto buscado. Inevitablemente decepciona, se confunde con las nieblas
que se cruzaron, y su revelación no dice otra cosa: sólo “el hecho de que nunca pudo
tratarse de una realidad sustancial y que por el contrario sería un elemento caracterizado
por la imposibilidad de que perdure”. Fuera de la perduración entonces, fuera de la
consistencia material que supondría un tesoro acumulado espiritualmente en la cosa, lo
buscado habita el tiempo como su propia negatividad. Es el instante, del cual nada
puede afirmarse. De hecho, ese punto del tiempo, abstraído de la sucesión, inasible
como el presente entre lo que ya no es y lo que adviene, no es más que otra metáfora.
Idea de la cual el grial o cualquier otro objeto perdido cuyas huellas se persiguen en
vano serían la apariencia, imágenes. Bataille cita un estudio sobre los sufíes, que
relacionaba mística y poesía, donde encuentra una definición más: “El instante, dice un
sufí, corta las raíces del futuro y del pasado.” Copa, espada, negación de las cosas y su
perduración en el espacio, el instante no deja de ser una idea aproximativa. Se trata de
un instante privilegiado por la experiencia que se encuentra al azar de la búsqueda. No
hay un método, un camino claro para el extravío de la quête. Cuanto más perdido está,
***
En las notas a la edición de las Oeuvres complètes, se dice que al manuscrito de “Lo
sagrado” se añaden tres hojas que contienen una especie de esquema cuyo primer punto
anuncia: “Una búsqueda. oscuridad. Lo sagrado en realidad. ni lo verdadero ni lo bello.
ni el bien. ni siquiera en Proust.”.6 Con lo cual disponemos del esbozo de las
conclusiones del ensayo, y se nos aclara en parte su finalidad: no tanto esclarecer las
búsquedas innovadoras del arte moderno, sino más bien despejar el campo específico de
lo sagrado que no coincidiría con la estética o la ética, ni con la ciencia en cuanto
sistema de leyes de una sustancia hipotética, aunque tal vez tenga intersecciones con
6 O. C., I, 683.
todos esos ámbitos. Luego, el esquema anota cómo se abre ese espacio en la búsqueda
de lo que una historia cosificante persiste en llamar “obra”. Se trata de “La la búsqueda
de instantes privilegiados. análisis. El instante privilegiado como suerte. Espera de un
valor que se instaura. dándole un sentido al resto de los instantes sin privilegio.”. Y si
sólo lo sagrado puede responder a dicha espera, hacer del instante una suspensión del
tiempo ordinario, “en realidad este descubrimiento pone de relieve el valor esencial de
determinados elementos accesibles: erotismo / corrida de toros”. En un mundo sin
sacrificio comunitario, habría puntos esparcidos en la superficie de la práctica cotidiana
que indicarían lo sagrado, lo separado, a la manera de recordatorios o cumplimientos del
instante privilegiado. El erotismo, en la medida en que le recuerda a cada uno –si es que
directamente no le muestra a cada uno– su propia muerte, produce un hiato en el
tiempo. Pero lo afirmativo de su experiencia sería no tanto pensarla como excepción,
como accesorio o diversión para la monotonía del mundo profano, sino situarla como la
única verdad accesible, espectáculo de cualquiera para sí y donde otro al mismo tiempo
se entrevé y se esfuma bajo la brillante piel de un objeto deseado. La corrida de toros,
por su parte, menos accesible de manera inmediata, requeriría una interpretación
particular, o sea postular en ella el vestigio de antiguos rituales, de la hecatombe. Y es
sabido que Bataille y su grupo de amigos de juventud tenían una particular afición a
sostener esa lectura. Incluso sería una prueba del origen de todo espectáculo –religioso,
deportivo, artístico– en los rituales de sacrificio. La novela de Bataille Historia del ojo,
que ya mencionamos, pone en primer plano la conexión postulada entre erotismo y
muerte, entre el orgasmo y la ejecución de un ser vivo a través de la metonimia explícita
de sus escenas: huevo, testículo de toro, globo ocular enucleado.
También en el esbozo esquemático del mismo ensayo, hay una lista de posibles
ilustraciones, ya que la revista Cahiers d’artd’Art, donde se publicaría el texto, iba a
incluir algunas. Leemos: “Túmulo / Cráneos de caballos / Rayo / Erupción /
Tauromaquia / f. erótico / suplicio”. Las fotos que finalmente acompañaron el ensayo
fueron sólo cuatro: una especie de loma o montículo cuya parte superior plana está
colmada de cruces y que sería un lugar sagrado de Lituania, un campo santo. El epígrafe
de la imagen explica: “Las cruces clavadas por los campesinos no hacen más que
perpetuar el sentido de un túmulo pagano donde se realizaban sacrificios”7. La segunda
es la foto de un torero junto al animal que acaba de matar; en este caso, el epígrafe
afirma la relación de la corrida con los antiguos juegos sagrados. La tercera foto
8 O. C., I, p. 684.
ciertos textos, Bataille agrega un proyecto justamente dedicado al amor: “Habría que
abordar también la cuestión planteada en la página 146 de la Edad de hombre –o más
bien continuar inmediatamente después del artículo con la cita de Leiris.” La edición de
las Oeuvres complètes nos proporciona la cita indicada y, dada la escasa circulación de
Leiris en español, vale la pena traducirla casi entera: “El amor –única posibilidad de
coincidencia entre el sujeto y el objeto, único medio de acceder a lo sagrado que
representa el objeto codiciado en la medida en que nos resulta un mundo exterior y
extraño– implica su propia negación debido a que tener lo sagrado es al mismo tiempo
profanarlo y finalmente destruirlo, despojándolo poco a poco de su carácter de
extrañeza. Un amor durable es algo sagrado que demora mucho en agotarse.”. De modo
que el amor sería entonces una quête cuyo grial se disfraza de cuerpo deseado. O más
bien: en el cuerpo se oculta lo sagrado que sería lo extraño, la pura exterioridad de otro
ser con respecto al que ama. Pero justamente el amor abre la herida, rompe la
imaginaria completud del enamorado y le ofrece una comunicación, como si lo sagrado
se volviese allí accesible. Sin embargo, la comunicación no existe, aunque todo el
impulso del que ama, del que habla para otro, se origine en ese deseo de comunicación
ilimitado. En cuanto acceso a lo sagrado, el amor implica la negación de su propio
impulso. No obstante, Leiris pareciera buscar un consuelo en una malversación de lo
sagrado que haría posible la prolongación del amor. La realización del amor, en la
medida en que profana lo sagrado, la separación que fascinaba en el otro, niega y
destruye por medio del conocimiento aquella extrañeza original que atrajo al amante.
Pero, ¿es posible en verdad conocer, profanar a alguien? Su encierro dentro de sí, la
suposición de su realidad, ¿no son una y otra vez lo sagrado? Sobre todo si no se trata
del erotismo más simple, donde todo es más directo y claro, dice Leiris, y “para que el
deseo siga despierto sólo hay que cambiar de objeto”. El problema surge cuando ya no
se quiere cambiar de objeto, cuando se “pretende tener lo sagrado en casa, al alcance de
la mano, permanentemente; cuando ya no basta con adorar algo sagrado sino que se
quiere ser para el otro, a su vez, algo sagrado”. ¿Qué significa esta ilusión de
reciprocidad? Un dios, soberano, no adora a otro dios, porque con ello dejaría de ser
soberano. El fiel no puede exigir la fidelidad de lo que adora, salvo que se trate de una
fidelidad a su propia soberanía, a su extraña arbitrariedad.
De tal modo, en lo inexplicable, en la potencial fuga sin sentido, se encontrará un
dispositivo para la perduración del amor. Entendido literalmente, dicho dispositivo se
cumpliría en la destrucción mutua, puesto que “entre dos seres sagrados uno para el otro
y que se adoran recíprocamente, no existe la posibilidad de ningún movimiento, salvo
en un sentido de profanación, de decadencia”. Entendido prácticamente, para salvar en
el ser amado algo que una y otra vez, durante mucho tiempo aunque sin contar el
tiempo, merezca, reclame ser profanado, excite hasta en las curvas descendentes de la
vida biológica un centelleo de transgresión del propio límite, el dispositivo se resuelve
con el pequeño riesgo de la huídahuida, de una revelación intermitente que se esfuma
para siempre y se vuelve presa del recuerdo. Según Leiris: “es Es el amor dedicado a
una criatura lo bastante personal como para que, a pesar de la incesante cercanía, nunca
se alcance el límite del conocimiento que podemos tener de ella”. La paradoja es que no
habría posibilidad de amar sino a criaturas así, excesivamente personales, vale decir,
incognoscibles. Y lo que no se puede conocer es una definición de lo improfanable.
En el erotismo, decimos que conocemos a alguien cuando intercambiamos roces,
fluidos, chispas de los sentidos, y es porque el cuerpo entonces abre en la pequeña
cabeza la grieta por donde ingresa lo que siempre falta, lo deseado y la ausencia en el
fondo de la noche y de las cosas. Pero conocer, que es hacer lo sagrado bajo la ilusión
del pensamiento, no sería una tarea, ni un acto, sino la marcha misma del ansia de
conocimiento tras lo particular de un ser cuyo acceso implica perderlo en la generalidad.
***
Volvamos a mirar las cuatro imágenes que Bataille eligió para ilustrar “Lo sagrado”,
y que serían fotografías, escrituras luminosas del amor, del arte, de la búsqueda de lo
sagrado que no cesa; documentos pues de la profanación de cosas que en algún
momento fueron sagradas para algunos. Sobre el túmulo de cruces lituano, nubes
blancas en el cielo: la aspiración elevada de esa meseta artificial y de las espigadas
cruces ortodoxas se contrapone a lo que esconde, lo que encierra, la simple putrefacción
de los cadáveres bajo la tierra. El serio y bien peinado torero, en su erotismo kitsch y
apolíneo a la vez, parece erguirse sobre la arena con toda la majestad del que ha matado,
pero abajo el animal le opone una carne en tránsito, una simple comida, al cuerpo
brillante del hombre; y la espada comunica la nuca del toro con la mano hábil, con la
técnica del sacrificador. El gran falo de piedra, sobre un pedestal donde se descascaran
unos relieves humanos y un hombre levanta su mano en dirección al testículo gigante
como si invocara u ofrendara algo, está cortado; la ruina que ha hecho el tiempo de esa
solemne erección antigua señalaría su carácter efímero. Nada, ni la piedra tallada,
perdura en su dureza. Por último, los aztecas y su sacrificio humano quizás estén más
cerca de una imagen imposible de lo sagrado; ahí nada se eleva, todo cae, se tira hacia
abajo; los dioses gozan con el dolor humano.
¿Qué relación hay entre la imagen y lo sagrado? En primer lugar, su ambivalencia, su
posibilidad de inversión. Lo miserable, en la imagen, puede ser sublime. A eso llamará
Bataille la crueldad del arte, su capacidad de fascinar con el horror, que una imagen
terrible cause placer. La fascinación de la historia de la pintura occidental con las
escenas de martirio, de tormentos físicos, acompaña su permanente complacencia en los
cuerpos y en su ofrecimiento a la mirada. La historia del erotismo en imágenes será para
Bataille la reunión y el diálogo, la contraposición y la conciliación de esos aparentes
contrarios, el goce y el horror, el orgasmo y la muerte. Pero también, en segundo lugar,
las imágenes se parecen, y no pueden dejar de parecerse, a lo sagrado en que mantienen
cierta dualidad suspendida. Lo alto y lo bajo siempre conviven en la imagen, ya sea
como representación perceptible de lo imperceptible, como encarnación imaginaria del
espíritu, ya sea como reducción de lo imperceptible a la pura materia. Bataille, en
algunos de sus primeros artículos en la revista Documents, habla en torno a ciertas
imágenes para empezar a pensar la transgresión a la que se ha visto reducida lo sagrado
en el presente. Pero no se trata de “arte”, sino de testimonios de lo imposible o de lo
infigurable, por llamarlo de alguna manera, en ciertas figuras antiguas o actuales. Por
ejemplo, en 1929 publica “El caballo académico”, donde opone la figura idealista,
helénica, del caballo, como representación de aspiraciones nobles, del equilibrio
alcanzado, a una imitación gala, que se reproduce en la revista, donde se percibe lo
informe y lo monstruoso que serían los presupuestos y los orígenes del animal. De
manera extravagante, casi hegeliana, Bataille supone que existen animales más
académicos, más aptos para la idealización, como el caballo y el hombre mismo,
mientras que otros, aferrados a su barro primitivo, prolongarían el espanto
desequilibrado de lo que se muestra sin forma, sin simetrías, como el pulpo o la araña.
En el caballo deforme de la antigua moneda gala, copia malograda de la noble figura
griega, se representaría “una respuesta definitiva de la noche humana, burlesca y
espantosa, a las simplezas y a las arrogancias de los idealistas”9. Pero lo que destaca
Bataille no es tanto la fácil conjetura de una alternancia entre lo ideal y lo bajo, entre lo
clásico y lo deforme, como un vaivén de la historia cultural, sino que eso también pasa
en la naturaleza. Si supusiéramos que existe un sujeto llamado naturaleza, habría que
***
Los escritos de Bataille no pueden leerse sino empezando casi gratuitamente por un
texto cualquiera. Sin embargo, este método rigurosamente ametódico revela en cada
ocasión una insistencia en ciertos temas y sobre todo una manera de abordarlos que
señalan un pensamiento sostenido. Por supuesto, no se trata de un sistema de
pensamiento, sino de un pensamiento sobre la experiencia, pero no sólo sobre la
experiencia de pensar, pues eso haría de Bataille un “filósofo”, más bien al contrario, su
base estaría en una experiencia de lo no pensado, e incluso de lo impensable. De allí que
en muchos de sus escritos parezca haber una estructura binaria –lo alto y lo bajo, lo
académico y lo monstruoso, lo útil y lo gratuito, la producción y la pérdida, etc.–, pero
lo que en realidad se describe son los límites de un orden más allá del cual comenzaría
lo ilimitado. Lo ilimitado es lo que no tiene definición y sólo se muestra bajo una forma
negativa, que en muchos momentos asume su aspecto de figura retórica: negar para
afirmar algo que se esconde detrás de lo negado. En un texto titulado “El obelisco”,
publicado en la época del Colegio de sociologíaSociología, en 1938, lo negado se piensa
primero a través de una parábola de Nietzsche sobre la muerte de Dios. En ese
fragmento nietzscheano, un loco llega a la plaza pública en busca de Dios, lo que suscita
la risa de muchos de los que estaban allí reunidos, puesto que no creían en Dios. El loco
entonces anuncia que hemos matado a Dios. Pero no como un antiguo profeta que acusa
a los otros de esa muerte y que vendría a restituirle una vida renovada, una nueva fe,
sino como uno más de los asesinos de Dios. ¿Cómo sucedió esa muerte? No se sabe. El
carácter inconsciente de la muerte de Dios es uno de los problemas de Nietzsche que
Bataille no deja de retomar, pues ese hecho inconsciente tiene consecuencias que se
expresan en estas preguntas irresolubles: “¿Pero cómo lo hicimos? ¿Cómo pudimos
agotar el mar? ¿Quién nos dio un borrador para suprimir el horizonte entero? ¿Qué
hicimos cuando separamos esta tierra de su sol? ¿Adónde se dirige ahora? ¿Adónde nos
dirigimos? ¿Lejos de todos los soles? ¿Acaso no estamos cayendo sin cesar? ¿Hacia
atrás, de costado, hacia delante, de todos lados? ¿Todavía existen lo alto y lo bajo? ¿No
somos llevados al azar en una nada sin fin?”.12
No obstante, más allá de Nietzsche, este movimiento en el vacío helado del espacio
afecta igualmente al que hace las preguntas. Es un loco, no un filósofo. La existencia
humana, reducida en cada individuo a las atracciones que sufre o que produce en otros,
se torna aisladamente una sombra, “menos que partículas de polvo”, dice Bataille. Esa
fugacidad, ese torbellino de polvo que constituye cada vida es apenas la encarnación
provisoria de lo humano, no tiene nombre, y sólo encuentra su centro, la ilusión de un
eje en torno al que gira, en la agitación de multitudes innumerables. Esa es la
experiencia no pensada. Bataille afirma en otro texto de la misma época, “La suerte”,
que “la existencia no es verdaderamente humana sino en la medida en que puede darse
un sentido”13. Pero el sentido siempre es ilusión, una explicación utilitaria, razonable, de
la pura suerte. El vacío alrededor del cual gira la vida, sin sentido, le comunica a la
agitación que la precipita rumbo a su final un sabor acre, áspero, una percepción de algo
inimaginable que corroe toda imagen y que le da su atracción gratuita a esas mismas
imágenes. Algo sagrado se desprende del sinsentido de la agitación de la vida, en la
medida en que se trata de algo separado de las atribuciones de sentido. Bataille escribe:
12 O. C., I, p. 502.
13 O. C., I, p. 541.
“Cada individuo no es más que una de las partículas de polvo que gravitan en torno a
esa existencia acre.” Pero el vacío que está en el centro es representado por su negación.
El obelisco, monumento a lo imperecedero, a lo que permanece fijo, mientras las
generaciones humanas nacen y mueren, pululan a su alrededor sin prestarle atención,
representa la negación más calmada, más inexpresiva, de la muerte de Dios. Viene a
decir: el tiempo, esto que pasa, la agitación sin sentido, no modifica el lugar único,
unificado de un soberano. Sin embargo, a diferencia de su origen egipcio, en que
pirámides y obeliscos se yerguen como imágenes de la eternidad, como negaciones y
justificaciones de las vidas consumidas en edificarlos, por el contrario, en una época
burguesa ya sólo se trata de glorificar un desafío al tiempo. Su mismo carácter
inmutable se sostiene en la mutación constante de las vidas que pasan a su lado y que
preside desde lo alto. Testimonio de un orgullo, aunque también anuncio de su duración
histórica, el obelisco moderno le revelaría a quien lo mirase de frente el carácter tóxico
del eterno retorno. Pero sólo se trataría de un loco, objeto de risa en la plaza pública,
para el cual fácilmente se levantaría un escenario de escarnio. Según Bataille: “Los
sitios destacados responden de esa manera burlona y vaga a la insignificancia de las
vidas que gravitan en su órbita hasta perderse de vista; y el espectáculo no cambia sino
cuando la linterna de un loco proyecta su luz absurda sobre la piedra.”. En ese
momento, visto así, como una cosa fijada desde el fondo de los tiempos, el obelisco
parece dominar la fuga enloquecida de las épocas. Pero en verdad es un recuerdo de esa
misma fuga, una memoria de la desaparición de toda época y de todo enjambre humano.
¿Quién recuerda? El loco, el separado, el momentáneamente sagrado. Allí se anuncia, en
público, un umbral después del cual se hace preciso lanzarse adonde ya no hay
fundamento ni medida. ¿Qué sería lo sagrado en esta quizá demasiado plástica
oposición de Bataille entre el obelisco y la muchedumbre agitada de transeúntes?
Ninguno de los dos polos, sino las maneras en que ambos comprueban la ausencia, la
muerte de Dios. El obelisco señala la eternidad con una fecha como la opaca,
inconsciente ilusión de una época fijada. El enjambre humano ignora que su agitación
no se dirige a ninguna parte, no tiene una meta, ni otra vida que su mismo movimiento
inconsciente.
Lo persistente en la parábola de Bataille es la idea del enjambre social, que en
algunos textos suyos se acercará a la analogía con la galaxia, es decir, algo, un ser
compuesto por partes que no forman un todo definible. Sin embargo, lo sagrado, que
une al enjambre, que atrae los cuerpos de algún modo, no se percibe más que
individualmente.
Cuando Michel Leiris decide apartarse del Colegio de sociología Sociología y le
envía una carta a Bataille con sus observaciones epistemológicas, sobre la poca relación
de los intereses del Colegio con los estudios más coherentes y consecuentes de la
sociología francesa y de la etnografía, la respuesta de Bataille es clara y despeja el
malentendido: “Cuando usé por primera vez la expresión de sociología sagrada, no
pensé que la disciplina definida por esos términos se situara exactamente como
continuación de la tradición sociológica de la escuela francesa. En mi opinión, la
experiencia que cada uno de nosotros podía tener de lo sagrado conservaba una
importancia esencial.”.14 Se trata de experiencias que se le ofrecen a cada uno como lo
sagrado fuera de toda religiosidad: el éxtasis, la embriaguez, la opacidad del rostro
ajeno y el misterio de la comunicación. Son los agentes inasibles que concentran al
enjambre humano. Aunque no se remiten a un orden, un esquema, sino que se arraigan
en la separación absoluta de cada elemento, partícula, ser. Por eso una figura repetida de
lo sagrado en Bataille, como experiencia absurda, estética en cierto modo, de la
ausencia de Dios es la imagen de la mosca o de la avispa, insectos efímeros, lejos de la
más mínima sospecha de pensamiento, que pondrían en escena la insignificancia de toda
existencia. Sólo que “un hombre puede reconocer el abandono en que se encuentra. El
universo lo ignora al igual que un vidrio ignora la avispa que se estrella contra su
superficie ilusoria. El resto de los hombres también lo ignora: los rostros que se abren
en apariencia tal vez no son más penetrables que el vidrio.”15 Esta cita pertenece a un
breve texto titulado “El paisaje” de 1938. En las notas de la edición de las Oeuvres
complètes, se consigna que el manuscrito original decía “mosca” en lugar de “avispa”.
Más allá de la equivalencia de los insectos en cuanto tanto metáforas de la fugacidad o
lo ínfimo, habría que señalar al menos dos rasgos diferentes entre ambos términos. Por
un lado, las avispas pueden formar enjambres y de algún modo reflejarían la analogía
con la forma corpuscular de fuerzas centrífugas y centrípetas que Bataille parece atribuir
a las sociedades. Y por otro lado, el cuerpo de la avispa, más agresivo, más redondeado,
en última instancia suicida, tiene para Bataille una tradición personal. En la novela
inconclusa Julie, escrita alrededor de 1944, la protagonista femenina, borracha,
abandonada al sueño después del sexo, es comparada con una “avispa” por la forma en
que su cintura acentúa el ensanchamiento de las nalgas y por la animalidad que
***
20 O. C., I, p. 272.
interior de un ser hablante, como un hálito vital que divinizaría la carne, sino más bien
un viento nocturno que empuja y arrastra el cuerpo y lo enfrenta a su mortalidad. Ahí,
en su noche particular, se muestra lo sagrado, eso que sustituye al animal que muere en
el sacrificio justo en el momento en que su sangre se derrama; pero es también lo que
nunca está presente aunque le dé por instantes a la vida activa la suspensión de todo
proyecto, donde se cumple la presencia. Bataille dirá, en muchos textos, que se trata de
pensar “lo que es”, “lo que hay”, pero sin las trampas del pensamiento, sin atributos ni
construcciones. Nada más difícil de pensar, aunque nada debiera ser más fácil de
experimentar, puesto que “lo que es”, en el plano del saber, es un saber de nada. Es la
existencia como soberanía que no se somete a ningún proyecto, que no puede ser
utilizada sin desaparecer. Para el habla y el pensamiento, es una ventana que se abre a la
noche, aunque también indica el encierro de quien no puede salir de su discurso, de su
vida discursiva o simplemente activa. En el artículo sobre las trasposiciones, la intuición
de conmociones soterradas, causa de todas las imágenes pero también lo escondido en
ellas, se describe como una voluntad súbita, “una ráfaga nocturna que abre una
ventana”, para vivir de otro modo, “sacando bruscamente los tapices que ocultan lo que
a cualquier precio no habría que ver, una voluntad de hombre que pierde la cabeza, la
única que puede permitirle enfrentar lo que todos los demás eluden”21. La trasposición
de los símbolos a un nuevo lenguaje, si a eso lo llamamos un espíritu estético moderno,
no puede satisfacer esa necesidad violenta a la cual sólo le ofrece pinturas y poemas.
Aun cuando sin duda la violencia de la misma trasposición, su novedad, señala el
mundo oscuro, no representado, de la necesidad vital de la noche. Cuando la cabeza
deja de controlarlo todo, o más bien cuando se desvanece la ilusión de un control y unos
planes, cuando el habla trastabilla, aparece lo no sabido que es el fondo de todo lo que
se sabe y se busca. Una risa enloquecida es entonces el principio de la muerte. Y la
pequeña muerte del cuerpo hace latir sus partes con señales insignificantes, sin palabras,
rodeado aun así de palabras: deseo, fetiche, goce. O en otro idioma: tortura, risa,
comunicación.
Más allá de las trasposiciones, del juego representativo, algo quedaría si se
suprimiera su servilismo, su dicción repetida. Y aunque ese residuo, según Bataille, no
se puede llegar a representar, las obras que aspiren a utilizarlo para responder a sus
necesidades artísticas deberán clasificarse según “contengan más o menos aquello
horrible que tiene dicho residuo”. Y aunque ese punto no pueda ser aislado; de hecho las
21 O. C., I, p. 273.
fotos de moscas y huesos se ordenan en una simetría y siguen siendo diseños, incluso
triviales; Bataille señala que sería la manera de atender a la violencia del presente. La
inmersión en la historia del arte es una forma de la muerte, pero no de risa, sino de una
petrificación que aplastó la existencia y se niega a soportar el brillo de lo que hay. Así,
cuando una obra no se dirige al público iniciado, culto en el sentido vacío, utilitario de
la palabra, “sino a las emociones más desgraciadas o más disimuladas de un hombre,
podrá entenderse fácilmente que una razón muy distinta a la facultad de perderse en el
juego de las trasposiciones más inauditas o más maravillosas impulsó a pintar o a
escribir…”. Las facultades, las habilidades no dejan de ser retóricas, es decir, partes de
un habla ordenadas en un todo que se inventa y dispone a priori, un proyecto. Lo que
importa es el origen del impulso, la experiencia que no forma nada, el residuo de la nada
que está en el origen de cada uno y que aparece, en lo imposible de ser recordado, como
anticipación imposible de la muerte. Esto es una locura, en parte, porque el proyecto es
el mundo normal, implicado en su racionalidad, en su actividad aparente. Pero no sólo
detrás, sino debajo y arriba de ese mundo de cálculos inocentes, está la explicación y el
sentido de la vida que no vale nada, en el “delirio de los convulsionarios”, anota Bataille
en un pasaje inédito del manuscrito de su artículo. “Sin duda que desde hace mucho
tiempo se ha dicho que la locura maneja el mundo, pero al mismo tiempo es posible que
lo digamos, que nos refiramos sin broma a lo que pasa realmente en los asilos que no
están lejos de la calle.”22 El mundo estaría loco de olvido, se toma en serio lo poco que
existe que puede asumir un sentido práctico. Pero tras ese olvido hay un terror, revelado
en las risas nerviosas que asaltan a cualquiera en sus momentos de estupor, de
anonadamiento. Las imágenes son visibles en tal sentido: avergüenzan, asombran,
anuncian la falta de sentido. La trasposición devuelve esa impresión de angustia o de
alegría, de ambas a la vez, a una clase de sentido. Pero la vida misma se escapa de la
trasposición de las imágenes; ya lo sagrado abandonó la apariencia. Sin embargo, lo
particular, las cosas, los animales, los fascinantes otros de la propia herida, pueden ser
lo sagrado en la medida en que no tienen ningún sentido, no son generalidades. La
trasposición de la experiencia intensa al arte parecería un dispositivo análogo a la
utilización de lo sagrado por la religión. Lo particular, lo deseable no es generalizable,
es la cosa del momento privilegiado, lo que allí se disfruta y se pierde a la vez, tal como
lo sagrado, lazo común ante la simulación o la efectuación de una muerte, no se
despliega en las fábulas de un Dios. Por supuesto, toda imagen puede ser sagrada, ya es
22 O. C., I, p. 656.
por definición una separación del mundo, una contemplación; y en la medida en que se
contemple con suficiente estremecimiento, entre carcajadas o espasmos de miedo, se
convierte en el lugar de algo presente, sagrado, aunque sólo sea su abstracción, su
figura, su fetiche. Las imágenes, como el uso inútil del lenguaje por la poesía, que
sacrifica las palabras al separarlas de su sentido común, son residuos de lo sagrado y
pueden volver a serlo para alguien, para algunos. La experiencia subjetiva, lo individual
de nuestros placeres, conspira contra ese retorno de lo sagrado en un punto cualquiera
del tiempo, en la detención absoluta de una cosa. Lo sagrado requiere de la
comunicación, en cuanto conexión de seres por su propia incompletud, no en tanto que
transmisión de mensajes, órdenes y proyectos. Por lo tanto, las reflexiones de Bataille
sobre lo sagrado apuntan a una especie de comunidad. ¿Cómo establecer entonces una
noción de lazo social que se define por algo indefinible, incluso inconfesable? ¿En qué
medida lo sagrado, que pega a los seres en un conglomerado móvil, podrá ser lo común
y al mismo tiempo lo absoluto, como la muerte para cada uno? Preguntas cuya falta de
respuesta no le impidió a Bataille explorar una visión de lo social antieconomicista,
fundar un colegio de sociología efímero, soñar con una conjura amistosa para que la
materia prevalezca, el cuerpo se extravíe, la alegría le diga “sí” a todo lo que muere pero
está presente, ahora mismo.
2. El gasto o la poesía
***
***
***
En tanto que creación por medio de la pérdida, como dijimos, la poesía está cerca de
la noción de sacrificio. Bataille definirá luego, en La experiencia interior, un sentido del
sacrificio: “mantener Mantener tolerable –viva– una vida que la avaricia necesaria
encamina sin cesar hacia la muerte”30. La avaricia, en este caso, puede pensarse como la
economía utilitaria, que hace sobrevivir y acrecentar un cuerpo social, pero que lleva a
la muerte, a lo intolerable, al yo-que-muere, ése que sólo puede pensar en su existencia
separada y a la vez absurda, producto del azar. En la muerte encontrará una salida, pero
ningún lugar adonde ir. Será preciso proponer una práctica de la alegría ante la muerte,
contra toda idea de inmortalidad, para que la partícula elemental del yo se evapore y no
delegue más nada. La poesía, en esta perspectiva, tiene un momento tramposo, puesto
que no sacrifica ningún ser real. Le falta la crueldad objetiva de una muerte para que a
partir de ella se desencadene una fiesta. Sin embargo, dado el carácter simbólico que
adquiere la muerte de Dios como sacrificio después del cristianismo, la poesía se torna
un escenario de consagración y destrucción simultáneas, donde el teatro de la vida
expresa su profunda ridiculez y la tragedia de morir avaramente aferrado a un yo se
derrama en lágrimas de sangre. Bataille buscará en una obra que intenta justificar el
sacrificio de la propia vida a la literatura y al tiempo recobrado, atesorado, la
consumación de la poesía. ¿Por qué Proust, nombre de una obra planificada y extensa,
podría ser ejemplo del sacrificio y la poesía? ¿Cuál es la inmoralidad sagrada de
recuperar la insignificancia del tiempo vivido para perderse en la noche de una escritura
que agota la vida misma?
En principio, Bataille aclara la cercanía entre el sacrificio y la poesía, que implica
cierto carácter sustitutivo de esta última. “De la poesía, diré ahora que es, según creo, el
sacrificio cuyas víctimas son las palabras.” Es decir, las palabras como instrumentos
útiles, como productores de relaciones eficaces entre los seres hablantes, son
sacrificadas en la poesía. Al arrancarlas de esa red de relaciones, el poema revela su
profunda oscuridad, las desconoce como indicios de cosas que hay en el mundo. La
palabra “taza” en el mundo común, en un bar cualquiera, significa esa cosa, puede ser
pedida, llenada, descripta como algo presente. El mozo trae el café en esa taza. La
palabra “plata” tiene un sentido literal y otro traslaticio, pero significan lo mismo: la
cosa que mide el valor de los objetos de todo intercambio, un universal y sus símbolos,
etcétera. Pero si en un poema se dice “taza de plata”, aun cuando en mí se hagan
presentes los recuerdos de innumerables tazas vistas, el brillo de las cosas plateadas, de
inmediato desaparecen como configuraciones, se disuelven en la necesidad del poema,
donde quizá se diga “taza de plata” sólo porque suma cinco sílabas y a la vez esconde la
sugerencia absurda de un símbolo sin ninguna clave precisa. De lo conocido a lo
***
¿Qué quiere decir “experiencia”? Un término que para Bataille está antes de que se
defina: la experiencia no se traduce en el discurso, como otro de sus términos, tampoco
es lo expresado por la literatura o la filosofía. La experiencia no es un pensamiento, ni la
inteligencia de algo, mucho menos lo que se habrá de expresar gracias a un don verbal.
La experiencia es un dato interior, es decir, de alguna manera inexpresable. De allí que
su punto de partida consista en hablar de lo que no se puede decir, algo que
tradicionalmente se llamó “mística”. “Entiendo por experiencia interior lo que
habitualmente se llama experiencia mística”31, es la primera afirmación de Bataille al
respecto. Pero tiene que limitar luego esa analogía inicial. El éxtasis y el rapto de los
que hablará, como estados que no se reducen a su expresión, se parecen a los de la
mística, pero no son idénticos. No hay una confesión, una fe en alguna existencia
sustraída de la muerte, que sostenga la experiencia. Se trata de un puro rapto, sin lazos,
sin revestimientos religiosos. La experiencia interior será un punto de refutación de todo
lo que se haya establecido, ya que no se apoya en algo intuido, como trascendencia de lo
sabido; su principio es el no-saber. Es algo que no desemboca en nada, o que lo niega
todo para encontrar la nada. Y así define un lugar íntimo, tan inaccesible como evidente
detrás de las percepciones, creencias y saberes: “La experiencia es la puesta en cuestión
(puesta a prueba), en la fiebre y la angustia, de lo que un hombre sabe por el hecho de
existir.”. Y lo que alguien sabe porque existe es en primer lugar un yo, el que se sabe y
se dice como punto ciego y punto instaurador del discurso. Ese yo sigue un camino, su
habla, y cree tener una existencia separada, enfrentada a los demás seres y al mundo,
que se convierten en objetos al costado del camino. El sujeto separado del objeto es la
consecuencia necesaria de su método. Pero, ¿qué le importa de verdad al que existe? Ni
el yo ni el camino, sino el encuentro, el deseo del encuentro, lo posible que se abre hasta
en las cosas menos esperadas. El que existe quiere contagiar su fiebre a todo aquello que
toca, quiere una presencia no separada, o sea la angustia que se anticipa al insólito
encuentro con la muerte. Pero una existencia ilimitada es impensable para un sujeto,
siempre limitado, por lo tanto su deseo es ilimitar lo real mediante la destrucción de lo
que sabe, que es la destrucción del yo. No hay que olvidar que un yo es una miniatura
de Dios, y muere junto con éste. La experiencia busca pues lo desconocido, no un
camino sino el extravío, la dispersión, y es algo desconocido que no puede captarse,
***
Hace un tiempo, escribí una lectura de Bataille que se refiere al ateísmo como una
experiencia. Experiencia, pues, de la pura materia que encuentra una larga tradición en
torno al disfrute de las sensaciones y el sorteo de las ilusiones ideales y que abarca
desde el atomismo hasta Lucrecio y desde Spinoza hasta los filósofos del siglo de la
***
En un singular escrito del entonces joven filósofo Diderot, cuya lectura le debo
agradecer a Diego Tatián, aparecen una serie de afirmaciones que no pude dejar de leer
como anticipos, anuncios del pensamiento de Bataille. Pero antes que comprobar, una
vez más, el ingenioso recurso de Borges acerca de la construcción que toda obra realiza
de sus propios precursores, quisiera pensar más bien que tanto Diderot como Bataille
hablan de lo mismo: una comunidad imposible pero necesaria tras la experiencia de la
ausencia de Dios.
Nos resulta difícil medir ahora el alcance, el impacto de esa experiencia. Dado que
no sentí nunca su presencia, la ausencia de Dios está ligada en mí a una imagen mucho
más concreta y que no se percibe como la desaparición súbita, la disolución de una
persona absoluta. No puedo entonces imaginar la ausencia de Dios sino como el
descubrimiento, la revelación infantil de mi muerte. La idea de que voy a morir es la
última sombra del ateísmo sobre mi cuerpo que se desgasta.
Pero en aquellos tiempos heroicos del ateísmo, que anhelaba imponerse como un
pensamiento más claro, que buscaba liberarse de innumerables cadenas, el mundo sin
Dios era un vacío absoluto que atraía todas las ideas y las hacía girar vertiginosamente.
Diderot publica entonces, en 1749, su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven33,
donde se discute fundamentalmente el problema del origen de las ideas y la relación
entre el pensamiento y las sensaciones. En esa carta, dirigida a una curiosa y filosófica
interlocutora, el futuro enciclopedista plantea objeciones a las conclusiones de Locke y
de Condillac sobre el origen sensorial de las ideas. No voy a revisar aquí ese complejo
debate sobre el así llamado sensualismo. Pero Diderot comenta entonces la vida y la
obra de un matemático inglés, ciego de nacimiento, cuyas vicisitudes cotidianas y cuyas
argucias para explicar cuestiones de geometría y de óptica le sirven como demostración
de una autonomía relativa de las ideas verdaderas con respecto a la percepción de los
33 Denis Diderot, Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, El cuenco Cuenco de
plataPlata, Colección “El libertino Libertino eruditoErudito”, Buenos Aires, 2005.
sentidos. El caso es que Diderot intercala además un diálogo entre el matemático ciego
y un sacerdote, que acude a asistirlo en su agonía; un episodio completamente inventado
que no figuraba en la biografía del personaje, profesor en Cambridge y bastante notorio
en su época. La discusión entre el ciego moribundo y el sacerdote, por otro lado,
también pareciera inaugurar una fábula atea que conocemos en la versión de Sade.
El diálogo trata acerca de la existencia de Dios, o al menos acerca de su eternidad. El
sacerdote le describe al ciego las maravillas del mundo visible, el impecable orden que
reina en cada organismo vivo y en la totalidad de lo que existe. Semejante espectáculo,
tamaña perfección, sostiene el sacerdote, no pueden estar privados de un autor, una
inteligencia perfecta que así lo ha dispuesto. El ciego responde que no puede percibir
tales maravillas y que nada le parece tan ordenado como le cuentan. Pero accede a
prestarle su confianza a la palabra del sacerdote y de otros amigos que lo quieren y le
dicen que el mundo contiene un sinfín de prodigios evidentes. Lo que no quiere decir,
agrega luego, que siempre haya sido así. Que ahora todo tenga una apariencia de orden
no significa que su origen no sea el más absoluto caos. Y el geómetra ciego afirma: “si
Si nos remontáramos al nacimiento de las cosas y de los tiempos, y sintiéramos la
materia moviéndose y el caos desenmarañándose, encontraríamos una multitud de seres
informes frente a unos pocos seres bien organizados.”. Unos azares físicos, materiales
hacen que algo sobreviva, sin ninguna inteligencia, sin ningún sentido. La movediza
materialidad de lo que es no puede ser más que soberana. El mundo surge fuera de toda
lógica previa, así el ciego declara “que “los monstruos se aniquilaron sucesivamente,
que todas las combinaciones viciosas de la materia han desaparecido y que sólo han
quedado aquellas cuyos mecanismos no implicaban ninguna contradicción importante y
que podían subsistir por sí mismas y perpetuarse”. Pero el aparente orden alcanzado no
tiene nada de estable. Los monstruos retornan a cada momento. Él mismo, que nació
ciego, es una prueba de que ninguna conciencia suprema dirige lo que pasa. ¿Y acaso
los hombres no son monstruos increíblemente persistentes, que perseveran en su
monstruosidad? ¿Cómo explicar la inaudita libertad humana, desertora del instinto, sino
como una consecuencia monstruosa y un reflejo traspuesto de la impredecible actividad
de la materia originaria?
No resulta obvio, para el ciego, que el hombre y su supervivencia fuesen algo
necesario. Si el azar o una serie de casualidades combinadas no lo hubieran ayudado, el
animal que habla “hubiese quedado envuelto en la depuración general del universo, y
ese ser orgulloso que se llama hombre, disuelto y disperso entre las moléculas de la
materia, habría quedado, quizás para siempre, dentro del número de los posibles”. De
alguna manera, la depuración general del universo es inhumana: la materia se
complejiza hasta convertirse en organismo, que a su vez se complejiza hasta convertirse
en animal, el animal se hace hombre, el hombre deviene histórico, etcétera. Pero al
mismo tiempo se eliminan un gran número de posibilidades, la persistencia de algo es
una excepción, y todo parece indicar que la materia tiende a simplificarse después de
alcanzar un punto sin retorno. El lenguaje humano, el pensamiento pueden ser un
instante en esa depuración general del universo. Y si muchos experimentos del azar que
llamamos naturaleza pudieron fallar, arruinarse, perderse en la nada de lo imposible
como también pudo pasarle al animal humano, entonces el ciego preguntará por qué los
mundos no estarían sujetos a la misma ley de una probabilidad improbable. Lo que aquí
y ahora parece un orden, aunque sólo para quienes lo ven con los ojos encandilados,
hipnotizados por la belleza, no es más que una tirada de dados. Y llamamos Dios a la
suerte.
Oigamos la arenga del ciego de Diderot: “¿Cuántos mundos estropeados, fallidos se
han disipado, se rehacen y se disipan tal vez a cada instante en espacios lejanos que yo
no toco y usted no ve, pero donde el movimiento continúa y continuará combinando
cúmulos de materia hasta que hayan obtenido alguna disposición en la cual puedan
perseverar?”. Y aun así, sería apenas para que subsista una materia, una masa no
dispersa, ¡y qué lejos estaría todavía la mezcla necesaria para que algo vivo encontrara
su posibilidad! ¿Cómo definirá entonces el ciego matemático este mundo palpable,
negro, donde los sonidos y los olores se arremolinan, se acercan y se alejan hasta
desaparecer, donde lo único cierto son algunas formas regulares de la materia que puede
compartir en sus clases de geometría con los alumnos que ven? ¿Qué significa todo
esto? Respondiendo a sus propias preguntas, a su propio nihilismo, afirmará: “Un
compuesto sujeto a revoluciones que indican todas ellas una tendencia continua a la
destrucción; una sucesión rápida de seres que se entrecruzan, se empujan y desaparecen;
una simetría pasajera; un orden momentáneo.”. Allí la vida no es más que un largo
deseo que nunca podría satisfacerse y la propia duración es un fantasma construido por
su necesaria brevedad.
Sin embargo, quizás esos fantasmas sean más reales para el fugaz, momentáneo ser
mortal que la eternidad inaccesible de la materia en movimiento. Quizás los fantasmas
de una vida breve sean un acceso a la posibilidad de pensar el movimiento incesante. Se
trata de pensar desde la perspectiva de una mosca. Al sacerdote, que ha empezado a
llorar en medio del discurso de su amigo agonizante, el ciego le dará este ejemplo, que
puede verse acaso como una especie de consuelo. Si la mosca efímera que sólo vive un
día se pusiera a pensar en un hombre y transmitiera su pensamiento a otras, de
generación en generación, ¿no se convertiría entonces ese hombre en particular, la
miserable vida humana, en el ser, en la eternidad, algo así como un astro o un dios? Y la
mosca tendría razón en pensar así. Tal como nosotros tendríamos algo de razón, al igual
que el sacerdote y los amigos del ciego que celebran las maravillas de lo visible, en
creer, con fe ciega, que el mundo no va a desaparecer con nuestra muerte.
El editor francés de Diderot, un tal Paul Vernière, en su introducción nos comenta
que este fragmento de la Carta le valió al autor tres meses de cárcel, acusado de
“fanatismo”, a pesar de las frases con que intentara separar su opinión de las
afirmaciones del ciego, que dice haber traducido del inglés. Más allá de que las
imágenes de las dispersiones y combinaciones de la materia hayan sido tomadas de
Lucrecio, no significan lo mismo para Diderot y es lo que el censor va a sancionar.
La caducidad de los seres y las cosas en Lucrecio, las combinaciones que surgen
espontáneamente y luego se disuelven de manera absoluta son ejercicios del
pensamiento para lograr la ataraxia, observar desde una lejanía, que sólo se aferra al
instante presente, el caos multiforme del mundo, su permanente catástrofe. Para
Diderot, en cambio, se trata de recordar que la moral, las leyes, las constricciones
cristianas o monárquicas de la libertad son aleatorias; que todo es casual y por lo tanto
nada es verdaderamente imposible, ni siquiera la felicidad humana, al menos en el
instante que le toca vivir a este género en particular. Y lo que Bataille llamará la
“insubordinación de la materia” también intentará relacionar, vislumbrar la íntima
conexión entre las metamorfosis continuas del mundo y los impulsos que conducen a la
mayor libertad posible en lo social.
Precisamente, en mayo de 1947, Bataille publica un breve escrito en una revista. Se
trata de una meditación cuyo título, “La ausencia de Dios”34, permite vincularla con la
elaboración de esos diarios filosóficos que componen la “Summa ateológica”. Allí la
ausencia de Dios, imposible de expresar, se intenta sugerir a partir de diversas figuras,
de imágenes y paradojas. Y quizás tenía razón Sartre cuando decía, acerca de libros
como La experiencia interior, que Bataille era “un nuevo místico”. Porque en verdad
utiliza los procedimientos habituales de la literatura mística: siempre hay algo
La felicidad es el sol al mediodía, con que les digo a otros que la sombra del ausente
no se proyecta siempre en nuestro suelo, y que podemos sentir la presencia del calor sin
abrir los ojos, pensando en la materia del presente.
***
Hablamos, escribimos y nuestras palabras se vuelven una isla rodeada por la muerte.
Sin embargo, el agua intransitable es justamente lo que quiero decir, o más bien el
querer decir sin nada que sea dicho: querer la suerte del presente y todo lo que es y va a
desaparecer, con nosotros o después de nosotros. Aunque no soy quien desarma el
lenguaje para que se diga el presente, pero quedo inerme entre las cosas para que algo
más allá de un sujeto pueda asomarse, sirena en medio de las olas, en el límite de las
palabras.
¿Qué es, si no, la poesía más que este instante inmotivado, la pura felicidad sin
palabras, hecha de palabras gratuitas y que nada saben? El ritmo, latido suspendido en el
aquí y ahora, atraviesa como un soplo la estructura lingüística y hace de las palabras,
que suelen pensarse como la ausencia de las cosas, un pasadizo directo al centro del
presente, como si la materia muda, la naturaleza o todos los que viven sin escribir de
repente se tradujeran en una voz. Soñamos con ese timbre, aunque lo dicho siga siendo
el cofre, la cámara de eco donde resuena lo indecible. En ese vacío revelado, la vida
entera, las vidas propias y ajenas, amadas o ignoradas, adquieren un sentido luminoso,
deslumbrante.
En el sacrificio incruento, pero no inocente, del lenguaje que llamamos poesía,
empieza la vida común, nuestra brevedad y nuestra apoteosis. Lo que escapa a mi
voluntad, la inacción del lenguaje, comunicación de nada, es obra del dios. Una sombra
de Dios se vuelve chispa, fogonazo o lumbre amorosa en esa comunicación que no se
entrega del todo a la obediencia del sentido.
¿Cómo escribiste eso? Fue suerte.
***
***
Los puntos suspensivos flotan en el lugar abstraído donde nadie parece dejar huellas,
¿quién afirmará la presencia de este instante? Lo que existe es, está excesivamente
presente. Y a la vez todo falta, el suelo desaparece. No hay nada que hacer.
Bataille se va callando de a poco, va desapareciendo de opaco: “… eso ya no
importa, yo escribo este libro, y clara y distintamente he querido que sea lo que es.”.
Contradicción flagrante entre buscar la experiencia interior, la solitaria desnudez de
jugar en la ausencia de toda regla, y hacer un libro al respecto, una descripción del
presente subordinada a la lectura del porvenir. Por un lado, el éxtasis, la suerte del
instante que se olvida del individuo y afirma su simple presencia, su vivacidad, escapan
de la utilidad, son para la nada; pero también existe lo útil, la preservación material, el
***
Otro libro de Bataille, uno de sus intentos más hegelianos para describir el
***
***
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***
***
La muerte viene a destruir la coherencia del sujeto, que no sólo se había supuesto
idéntico a sí mismo, persistente en el tiempo, sino que también había interiorizado el
orden de las cosas, esa relación con un pasado y un futuro que inserta orden, o
apariencia de orden, en el presente. El presente de la muerte reduce a nada esa ilusión de
coherencia, hace que el futuro sea nada. Pero la ilusión persiste y acompaña con sus
planes no sólo la conciencia de la muerte sino hasta su idea. Nada más contrario a la
súbita oscuridad de la muerte que la idea de la muerte, proclive a la producción de
fantasmas, simulacros de supervivencia de los muertos. Pero Laure, digamos, no ofreció
el espectáculo de la idea de la muerte al señorío que la enfrenta sin conciencia, sino que
se fue deslizando en la noche, hasta que no quedó más que un grito, un estupor. Y los
papeles que había escrito no afirman ninguna supervivencia, sino que atestiguan la
lucidez con que se acercaba, extasiada, al final en que no se afirma nada. En lo
arbitrario de su muerte se ocultaba, para otro, para quien había deseado la cercanía de su
vida, la soberanía, porque el amor es soberano en la medida en que se sitúa con respecto
a lo inaccesible de su objeto como un deseo libre. ¿Y qué desea, si no ser a su vez
reconocido como deseo por el deseo ajeno? La servidumbre que trabaja para algo, que
puede acumular resultados, desea su objeto y se satisface en ello; la soberanía no desea
en la cosa que se le ofrece o que toma sino el deseo con que fue dada. Pero el otro
siempre está ausente, y entonces el reconocimiento que soberanamente se desea no es
nada… si al menos la cosa, el rostro, el cuerpo contuvieran la chispa del
reconocimiento, la evidencia de ser, que una crueldad liviana pudiese analizar hasta la
agonía, hasta la unidad… “En la unidad, el objeto de las efusiones contradictorias se
resuelve en NADA y el silencio reina.” Anotación marginal de Bataille que postula la
unidad de los momentos soberanos, en los cuales quedan abolidos esos objetos
incitadores, sagrados, triviales, que los propiciaron. Amar, creer, temer pueden ser
inducidos por objetos, eso que se ama y se teme, en lo que se cree, pero el momento
soberano, cuando no importa nada más que el presente, desestabiliza el plano en donde
todo objeto parece puesto a disposición.
Antiguamente, la unidad de la soberanía se mostraba en una función social que luego
se disgrega, se objetiva, y terminará siendo un residuo, un muñeco ridículo, pero su
experiencia se interioriza, conforma al sujeto, su profundo no-saber-nada-de-sí. Bataille,
como Hegel, como Freud, imagina extrañas tribus, hordas, conciencias primitivas que
protagonizaron hechos arcaicos pero que formarían el espíritu o el inconsciente, y a
partir de allí, en Hegel y en Freud, por una superación dialéctica o por una huella
traumática, el amo y el padre se revelan como figuras en el interior del sujeto;
mandatos, hubiera dicho Kant. Pero la soberanía interiorizada de Bataille, que es un
milagro momentáneo, no es nada, ni figura, ni fuerza, ni tendencia, simple desaparición
del objeto, experiencia subjetiva de la ausencia. El punto extremo de la soberanía es la
ausencia de todo soberano. Por eso la conciencia no supera la negatividad absoluta de la
soberanía, sino que ésta retorna caprichosamente a disolver por instantes la supuesta
existencia de la conciencia. La soberanía apunta al no-saber, lo señala, es decir, se
experimenta en la negación, sin objeto negado. La soberanía es el sujeto, lo rige, que
dispone del objeto, y sobre todo del otro como objeto, pero la experiencia soberana, en
la consunción de todo objeto, en la nada que queda, implica la muerte del sujeto. Porque
el hecho inicial de la soberanía había sido el enfrentamiento con la muerte, la
inconsciencia de la muerte, que no espera nada, y es lo que vuelve cuando ya no se
sacrifica el deseo soberano al simple placer de ver crecer las provisiones que previenen
el mal. Imprevisible, la suerte trae un momento soberano. Y al menos en ese instante de
alegría inconsciente, la muerte ya no es una idea, un objeto de temor, sino la
confirmación misteriosa de la nada. Momento de risa soberana que en los escritos de
Bataille ya había encontrado figuras, expresiones, mucho más cercanas a la
comunicación de un éxtasis, al riesgo de la palabra que no sabe nada y que afecta al que
se interpela, que sus tentativas teóricas, disgregadas por la paradoja de un no-saber que
fuera objeto de la parte maldita de una sociología intuitiva.
Sin embargo, también en sus primeras narraciones venía a inscribirse este proceso
que veía lo sagrado, lo soberano, el gasto como hechos sociales que se interiorizan y son
ya el sujeto mismo. Así, uno de los epígrafes de la primera edición de Madame
Edwarda, alrededor de 1941, decía: “La angustia es única soberana absoluta. El
soberano no es más que un rey: está oculto en las grandes ciudades. Se rodea de silencio
para disimular su tristeza. Está agazapado a la espera de algo terrible y sin embargo su
tristeza se ríe de todo.”.43 Como si un dios destituido acechara a la multitud moderna,
como un caído o un maldito, es decir, un ente romántico. Pero en verdad, podríamos
***
El arte, en cierto modo, puede ser el lugar donde se realicen actos soberanos. Pero es
algo que ha llegado a ser, en la misma medida en que el objeto del arte se alejaba del
orden de lo útil. Hacer cosas que no sirven para nada, cuyo valor es simplemente ser, se
oponía a la confección de herramientas, a la fabricación de abrigos. El error
antropológico sería pensar que primero se hizo la herramienta y el utensilio, se cortó la
piel del abrigo, y que sólo después se dibujaron cosas, se modeló el dios. El gasto
improductivo –acaso causado por el temor, el amor y la creencia o quizás incluso causa
de toda afección– estaba antes de la utilidad. La mitología parece un cuento sólo para
los que la perdieron en la obsesión técnica de la herramienta, pero dice la verdad
histórica de la manera más clara para tiempos sin memoria, libres del registro que
cambia los nombres para escribir lo mismo: fue un dios el que obsequió la primera
herramienta, fue un animal que dijo palabras divinas el que enseñó el arte de coser
ropas. Y al cabo de los dones, el cielo eligió a alguien para que representara esa
soberanía que decoraba cada acto, que fundaba cada genealogía, que se separaba del
trabajo y de la muerte, del agotamiento. Lo que no se gasta en el trabajo, que hace del
hombre un objeto, una herramienta, es su parte soberana. Y cuando no hay rey, esa
subjetividad soberana está en cada uno, en la medida en que pueda salir de su
objetividad, salir de la tiranía del tiempo futuro. Aunque sólo cuando se está a salvo del
futuro, por un excedente de cosas hechas, el ser soberano puede restituirle su primacía al
presente. El goce del soberano entonces no es tanto una liberación, o lo es sólo del
engranaje del trabajo, sino que más bien tiene ribetes peligrosos. El goce del presente,
en su punto extremo, en el olvido completo de uno mismo, es el anticipo de la muerte.
Sólo que la parte soberana, mantenida a flote en la pura atención al instante, puede
navegar hacia ese estuario con alegría regia.
Dice Bataille: “El soberano, resumiendo la esencia del sujeto, es aquel por el cual y
para el cual el instante, el instante milagroso, es el mar donde se pierden los arroyos del
trabajo.”.44 Y el oleaje de este mar rompe contra los seres que habían creído fluir a solas
en su pequeña montaña; la soberanía no se transporta discursivamente, no se conoce, se
contagia. La subjetividad, que es la soberanía, no es un objeto que pueda aferrar el
sujeto del conocimiento, “se comunica de sujeto a sujeto por un contacto sensible de la
emoción: así se comunica en la risa, en las lágrimas, en el tumulto de la fiesta…”. Y sin
embargo, esto no es aún la soberanía, sino la nada que el estremecimiento de la emoción
habrá de anunciar, y que en nuestro tiempo sin dioses se da en la soledad que siente su
nada y su ser, cuando yo es otro, se inspira y se objetiva como arte soberano. Ese arte ni
siquiera aspira a la huella, al monumento, mucho menos al valor que le asignaría una
adhesión multitudinaria, sino que busca la cosa sagrada de la propia muerte, el secreto
con el cual nació un sujeto imposible, que no pertenece al lenguaje ni a la biología. El
lema del arte soberano podría ser: martirizar la materia, palabras y objetos, hasta que su
disposición a serlo todo se convierta en nada. No obstante, todavía hay algo que decir, la
comunicación y el contagio de ese riesgo en que se pierde toda precaución, en que se
prefigura la muerte, allí donde se hace incendiar el mundo para que el deseo encuentre
su deleite y su milagro.
Uno de los proyectos de subcapítulos del libro inconcluso sobre la soberanía se
llama: “La soberanía que no se apoya en NADA o la poesía”, un apartado que habla
sobre Sade. El mundo objetivo, objetivado por el trabajo, sería un muro impenetrable,
donde sólo nuestra oscuridad, nuestro lenguaje hace imaginar brechas, agujeros. El
lenguaje dice menos que el mundo; de allí que los agujeros sean siempre imaginarios,
sólo los ladrillos o las piedras son reales. La imaginación de Sade abrió brechas en el
muro, fantasmas del agujero irreal que sueña con derribar esa pared de las cosas. Sin
embargo, dice Bataille, las cosas no son profundas, son pura superficie. Y si bien el
muro de los objetos, la pantalla fenoménica, es impenetrable, infranqueable, se puede
rodear. Cuando la soberanía era una cosa, la corona y el cetro, la pared parecía cerrada,
como un interminable muro circular que tocáramos hasta la muerte sin encontrar otra
salida que en los momentos del sueño. El racionalismo que pone los esplendores regios
en el plano de la representación engañosa no hace más que terminar el círculo de
piedras. Si no hay nada que no sea simplemente cosa, ¿cómo se podría salir del cálculo,
la herramienta y el reduccionismo de lo posible? La soberanía estaba oculta en el
***
La apariencia de la historia nos dice que el arte y la literatura, con el declinar del
mundo sagrado, el eclipse de sus fulgores, habrían asumido formas profanas. Vehículos
del saber, métodos de reflexión, productores de entretenimiento, los objetos artísticos y
literarios parecen bienes, mercancías, cosas simplemente. Y lo son, pero sólo desde el
mundo del trabajo, en el fondo siguen estando separados como objetos sagrados,
abandonados ahora a la suerte subjetiva. Porque no dejan de expresar, con su momento
de pura afirmación y de existir para nada, que el mundo de los objetos se consume y se
consuma en la experiencia subjetiva, en su intensidad soberana. Lo profano y lo sagrado
en el arte, como la cosa hecha y la experiencia vivida, no están, sin embargo, en clara
oposición, ningún umbral los separa. Lo soberano se yergue de repente en el seno de las
cosas, los sucesos comunes, aun cuando esa aparición sea totalmente ajena al mundo
común. La genialidad y la simple habilidad técnica son radicalmente diferentes, pero
nada las separa. Así como ningún umbral separa la prosa de la poesía. De alguna
manera, la soberanía en el lenguaje, que pliega el discurso y su orden, es un pliegue de
la superficie prosaica, rulo del cerco continuo que lo torna infinito y horadado,
atravesado de nada. ¿Qué es la poesía, si no un ritmo que se repliega de la
subordinación al concepto? ¿Y qué es un ritmo? Nada, soberanía que se esboza en el
instante de su desaparición en el sonido, y en el sentido que deja atrás. Allí ya no se
distinguen la prosaica angustia que precedió al acontecimiento de la poética alegría del
momento, lo profano de la inminencia de algo sagrado que, en nuestra época, nunca se
produce. La subjetividad aislada que somos con nuestro arte profano necesita del
talento, la mera habilidad, para soñar con lo genial, el completo derrumbe del muro que
aísla. Pero el objeto anhelado se apoya en su desaparición, la miseria del artista señala
una soberanía inaccesible. La expresión de la subjetividad es algo ofrecido a los otros,
una moneda prestada, no se reconoce a sí misma, no puede leerse ni contemplarse. Noli
me legere, amonesta la obra a su autor, como un fantasma que asusta y que sería divino
si no fuese demasiado carnavalesco. Si el arte debía heredar la soberanía de dioses y
reyes, no era en un discurso, como voz del pueblo o expresión sublime del ser, sino en
un apartamiento, “en el movimiento soberano de una indiferencia definitiva”,
probándose a solas con el deseo, la mortalidad, la reproducción de la especie y el
lenguaje inhumano. El arte parodia entonces la afirmación, no quiere ser algo, no quiere
tener una función aunque fuera la más noble. Apenas dice: “No soy NADA”. Se refugia
en cierta fascinación por la indigencia, pero sin querer ser ejemplar; el ascetismo
espiritual no lo incluye porque se niega a olvidar la nada, materia, cuerpo y residuos. No
hay plan, ni compromiso, ni territorios que le conciernan; ni siquiera la miseria y la
indigencia le resultan otra cosa que figuras de la pobreza de las representaciones. La
subjetividad se expresa allí, a pesar de la pobreza, con el centelleo de un punto más allá
de todo rango. Su brillo es inversamente proporcional a la voluntad de brillar; el brillo,
el prestigio, corona imaginaria como un agujero entre la cabeza y el cielo, se difunde sin
que se sepa. Lo no sabido en lo que brilla es la “belleza” soberana; hasta los élitros de la
mosca incognoscible despiden ese brillo. La soberanía no es nada, no sirve para nada,
pero no es posible vivir sin ella. ¿Es posible morir soberanamente? No se sabe. Al
menos si yo fuera el último hombre, si actuara como tal, habría encontrado la nota grave
de la muerte y la agudeza de la alegría que afirma el presente.
***
En un ensayo publicado en 1952, “El soberano”, Bataille propone la soberanía como
algo que persiste y que puede leerse en las actitudes de revuelta. La rebeldía de no
querer admitir la existencia de nada soberano por encima de mí, ya no esperar más una
respuesta del silencio perfecto de lo que existe, apuntaría en dirección a la soberanía.
Sólo que esa rebeldía no tiene objeto, puede ser víctima de las palabras rebeldes, afirmar
la existencia secreta del poder contra el cual se rebeló. Es una revuelta cuya salvación
está en su gesto de risa. La falta de sentido le da risa, y se rebela contra las atribuciones
de sentido, las ilusiones del lenguaje. Y dado que el sentido está hecho de tiempo
encadenado, articulado, esa risa rebelde, insidiosa, niega la continuidad y se exalta en el
instante, hasta las lágrimas. “Sé que en mí el hombre está solo aquí con la soledad que
da la muerte cuando golpea a quien amábamos; y mi llamado es un silencio que engaña:
no conozco más que ese instante desnudo, inmensamente jovial y tembloroso, que ni
siquiera un sollozo puede retener.”45 En el fondo, tras la decadencia de toda
representación gloriosa de la soberanía, la posición rebelde basa su potencia en la
atención suprema al instante. Todo lo que me somete, toda la sumisión implicada en la
necesidad del trabajo no es una cuestión de fuerza ni de agotamiento físicos. La fuerza
puede faltarle al cuerpo pero ninguna precaución lo detiene en el instante en que es
raptado por la felicidad. La sumisión está más bien ligada al tiempo futuro. O al simple
encadenamiento del tiempo. Si actúo ahora porque hice algo antes o porque no quisiera
haberlo hecho, me someto. Todo sometimiento del presente al tiempo que prosigue y
que nos precede significa una pérdida de esa parte soberana que cualquiera tiene. En el
éxtasis, pareciera que somos presa del espanto, la muerte anticipada, pero en ese
abandono se brinda una alegría soberana. Sin embargo, lo soberano en nosotros siempre
es parcial. La prevención y el trabajo presiden el tiempo que pisamos con apariencia de
rigor. La plena manifestación de lo que se subleva al plan y al cálculo, eso que no puede
mirarse fijamente, exige abandonarse a la revuelta: nada por encima de esto que soy
ahora, aunque no pueda mirarlo ni expresarlo porque es el sol al mediodía, mi muerte.
“Esa soledad final y traviesa del instante, que soy, que igualmente seré, que seré al
fin de manera completa en la fuga de pronto rigurosamente realizada con mi muerte, no
hay nada en mi revuelta que no la llame, pero tampoco hay nada en ella que no la aleje.”
La fuga debería realizarse además de manera inesperada, como si la vacilación del ser
en el instante produjera un pestañeo, la ficción de morirse, y el acto fuera celebrado por
el público. Entonces el acto, el instante, el público –que son el mismo ser en su fuga, su
***
Hablar para ya no decir nada es el signo de la pasión que conduce al no saber. ¿Cómo
seguir pensando cuando se llega al punto en que no hay nada que decir? Es como caer
por un plano resbaladizo, sin topes, y la posibilidad de hacer equilibrio gracias a las
uniones de las piezas del plano parece responder al llamado del viento, a lo que arrastra.
Escenas imaginarias del no saber, de lo irrepresentable, donde la soberanía se
levanta, solitaria en el viento de la noche: 1) resbalarse sobre un techo azotado por la
tormenta interminable; 2) sentir que la muerte impone su silencio en la pieza donde de
pronto prendemos la luz y nada está claro; 3) un filósofo que agoniza y se queja por lo
difícil que le resulta morir, por la trivialidad que vuelve a derrumbar toda una vida de
construcciones serias; 4) la ausencia de pecado, vale decir, pecar pero sin la sensación
de una meta frustrada, inacción que no es abandonar una acción ni postergarla, o el
incumplimiento como meta; 5) un amigo me falla, y siento que mis fallas son
intolerables, sólo porque fallo puedo percibir el mal comportamiento del amigo, sólo
porque no mantengo la soberanía que ahí está en juego y así pude ver y hacer posible la
sumisión a fines de mi amigo, en donde se perdió y nos perdimos; 6) el pensamiento
que sirve para revelar el servilismo de todo pensamiento, en su resolución, se agota y se
autoanula; 7) un desconocido que pasa por la calle, olvidable, carga con el sentido de la
novela, esa ventana a la vida inaccesible de cualquier otro, donde lo sagrado es que el
desconocido sea el mundo una vez que se quita la máscara profana, el rostro del peatón
en la muchedumbre; 8) la nada es la negación de mí sin que nunca haya existido nada,
no la mera negación de lo existente, pura antimateria filosófica, fondo contra el que se
destacan… seres –nada de nada, lo que se le mostraría a la hormiga si se distanciara y
pudiera verse, lo que ésta no hace–; 9) la multitud insatisfecha, su violencia, su
derroche, su ceguera, eso es lo que soy, el yo no sale de ahí, risa, llanto, silencio que no
guarda secretos, espera, lo que no posee nada, la risa loca del derroche total; 10) el
silencio soberano después de las frases insensatas, silencio que hace brillar al que
muere, como un sol donde se derrite hasta la más mínima intención de que el universo
adquiera sentido en él; 11) “el sinsentido tiene más sentido que el sentido”46; 12)
borramiento de todas las figuras en el cuadro negro, ¿interior?, que no es aniquilación ni
oscurecimiento, sino goce de la noche, morirse y captar, casi sin palabras, que la muerte
hace desaparecer el saber, la ansiedad, pero también el fondo de alegría que hacía girar
las figuras de la vida; 13) la muerte del pensamiento prepara la fiesta de un goce
irrepresentable, una alegría sin sentido, que no corona ninguna vida, sino que engrosa la
línea de su límite, entre el pantano y la estrella fugaz; 14) ser, pero no un dato, “soy en
la medida en que rechazo eso que se puede definir”, en la ignorancia, en el anuncio de la
mortalidad del saber, que es el anuncio de nada; 15) un sentido angustiante de la
soberanía que aparece en el sexo exhibido de una mujer, lo soberano y lo sagrado ahí,
exaltado y degradado a la vez, da risa porque es el origen y no tiene sentido –todos los
símbolos, palabras, saberes del animal que habla son incapaces de cubrir ese gesto
soberano.
Escenas del ensayo fragmentario, aforístico, que se titula “El no-saber”, publicado en
49 IbidIbíd., p. 53.
Seguir escribiendo después de la noche sería como preguntarle al día si todo se ha
disuelto o si hay un sentido. En la noche se resquebraja el suelo mismo de las preguntas.
¿Para qué se escribe entonces? ¿Acaso para toparse más tarde, en un final siempre
postergado, con una especie de sentido mayúsculo? Pero resolver la ausencia de sentido
en una negación del sentido, un gran sinsentido que eleva otro sentido luego de pasar
por la nada, sería como reducir el desmayo de una loca a un saber, por más absoluto que
se lo imagine. El sentido último de la vida es que no lo tenga. Mi vida adquiere sentido
si yo no lo tengo. Al que pueda entender, al que pueda morir, al que pueda sentirse
desnudo en una noche sin palabras le dirige este escritor cualquiera su desviación
angélica. “Así pues, el ser está ahí, sin saber por qué, temblando de frío…; la
inmensidad y la noche lo envuelven, y con toda intención, está allí para ‘no saber’.” Si
yo supiera lo que pasa, si supiera el absurdo, perdería el sentido, su difusión, su
chispazo y su repetición. Querer saberlo todo, idea de Dios, idea de un yo que aprende,
es lo que se abandona cuando se desea el temblor de estar y sustraerse, el peligro y la
felicidad. El no saber apenas se vislumbra, ¿más profundo que el centro del eclipse?,
¿menos oscuro que turbio?, ¿lo que la chica borracha muestra sin saber, ni saber si se
está riendo o llorando? Y en ese borde, tiembla la mano que escribió un “librito”. “El
resto es ironía, larga espera de la muerte…” Es lo último que dice el narrador, tras
despertar, contar que se despertó, asqueado, en un auto. El cuento es pura ironía, porque
lo que pasa, lo que es, el instante de sumirse en la noche, aunque también llamemos
“noche” al sueño sobrio de un personaje trabajador, no puede relatarse, sólo se
transparenta en aquello que hace vibrar las palabras y le hace creer al cuerpo que ama a
otro cuerpo.
***
50 O. C., I, p. 682.
alegría ante la muerte no acorrala contra ese fondo, convierte más bien en absoluto el
más ínfimo detalle de lo posible. La acción comienza después del asombro angustiado
ante la muerte, cuando se deja de saber la muerte del yo. Toda la vida es el destino del
que actúa, casi bailando, ante la muerte, porque eso ejercita el gran sí a lo que hay.
“Ahora” ya no es una palabra para cualquier momento de enunciación, es el grito
afirmativo de aquel que baila con el tiempo que lo mata. La alegría ante la muerte sólo
le llega a “aquel para quien no hay más allá”51. Ni siquiera el triunfo en las acciones
emprendidas podrá empañar el bien de buscar sus momentos privilegiados a cada paso,
en cada acercamiento a la certidumbre del final. ¿Con qué medios se ejercita la alegría
ante la muerte? No el ascetismo, porque lo divino se revela en la carne, en la reducción
de mí mismo al cuerpo que me transporta feliz hacia su ruptura y su corrupción. La
borrachera, la cabeza pulsátil, la atracción de las imágenes de chicas desnudas, todo
puede ser un aviso y un cumplimiento de la cumbre. “Es una apoteosis de lo perecedero,
apoteosis de la carne y del alcohol.” ¿Qué escribe después Bataille? Frases, ejercicios de
disolución del yo, una escritura que quiere volver hacia el cuerpo y aniquilar la
dirección pensada de la mano que escribe. Quiere convertirse en la oscuridad
desconocida, sin combates, vacía, que el sueño disfraza de espacio en el que se ingresa
con la muerte. Pero no hay más espacio. No hay tiempo. No hay quien hable. “Soy la
alegría ante la muerte” quiere decir “encuentro el sinsentido, que es sentido, en el punto
límite del umbral”, que no desemboca en nada.
La fiebre me arranca la cabeza. Me anulo en la alegría de la guerra perdida. El cielo
se astilla, es el final de todo espacio, de toda palabra. “Todo lo que existe
destruyéndose, consumiéndose y muriendo, cada instante que no se produce sino en la
aniquilación del que lo antecede y que a su vez sólo existe herido de muerte.” ¿Soy
entonces el instante herido de muerte? Me imagino, sin embargo, separado, el instante
detenido de mi propia muerte. Sería como soñar con lo absolutamente desconocido, el
no saber ya nada, no haberlo sabido nunca ni haber olvidado nada. Lo incumplido de la
vida, la inminencia de las cosas que lucha contra el instante, la misma insatisfacción
perpetua anticipan eso desconocido que pasa y pasa delante de mí, que lo acaricio con
mi alegría ante la muerte. Pasan las estaciones del año, nacen y mueren todos los seres
que importan, las estrellas se dispersan, explotan, se consumen… todo parece exigir que
yo muera, definitivamente y sin resto. Bataille está en condiciones de escribir: “esa Esa
muerte no es más que una consumación brillante de todo lo que existía, una alegría de
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