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El crítico como persona y como personaje

Murray Krieger

Antes de dar por concluidas estas consideraciones liminares, vuelvo a poner los ojos en la
tarea del crítico, para examinar con mayor detalle los recursos que éste tiene a su disposición
mientras lucha a brazo partido con sus incapacidades para hacer lo que desea con sus objetos.
Otras y más complejas maneras se nos ofrecen para observarlo mientras trabaja, para juzgar
su empeño: más de las que podríamos sugerir siquiera en un capítulo como éste, dedicado
además a otros diversos temas. De modo que a las dificultades me atendré, concentrándome
en ellas y en su objeto, exclusivamente; con sinceridad, espero. Todo teórico humanista, al
igual que el crítico, está obligado a adobar su análisis de lúcida y franca admisión de los
hechos.

Al final del capítulo anterior sometía yo a critica mi libre empleo del término objeto para
denominar la figura predominante (a mi entender) en nuestro proceso de experienciación
estética. Lo sometía a critica porque nuestra experiencia es proceso, y lo que tiene enfrente es
producto verbal de una consciencia que, a su vez, constituye otro proceso. Hemos de admitir
que, en cuanto objeto, el poema sólo vive según las dimensiones de las muchas
imaginaciones privadas que puede tratar de controlar, pero que, epistemológicamente, son
quienes crean lo que ellas, luego, pueden llamar objeto. Pero el caso es que yo mismo he
insistido en denominarlo objeto, llevado por mi necesidad teórica de subrayar que la
experiencia estética tiene que adoptar carácter normativo —que tiene que hallarse bajo el
control de un objeto—, si pretendemos que, como experiencia, pueda compartirse y sea
repetible: Pero ha llegado el momento de reconocer, más explícitamente que hasta ahora, el
evidente hecho psicológico de que toda experiencia, en cuanto experiencia, se queda dentro
de nosotros, y es incluso arbitraria y temperamental. En este sentido, el objeto que funciona
para la experiencia (en especial cuando funciona según una secuencia temporal, como el
poema) es una cosa fluida que nuestra imaginación puede fijar, pero que —si participamos
plenamente en él— des-fijará nuestra imaginación. De hecho, he caracterizado este objeto
poético —tal como debe funcionar para nosotros en la experiencia estética— precisamente
por la dinámica de sus relaciones internas, la dinámica que desajusta los significados y
referencias normales, para dar lugar a que fluya la vida subjetiva. No obstante, la secuencia
verbal que se constituye en cauce de la vida subjetiva sí que está fijada. En otro lugar he
señalado que la urna, objeto inerte que abarca el movimiento sin fin, podría representar
emblemáticamente esta doble cualidad del poema en cuanto objeto estético. En consecuencia,
resulta erróneo hablar, en términos yertos, de objeto fijo; pero no menos erróneo será
expresarse como si sólo existiera la corriente de nuestra consciencia subjetiva, y no el objeto.

Resumamos antes de proseguir. El crítico, en el vano intento de apresar en su lenguaje el


objeto cuyo lenguaje lo ha capturado a él, debe mantenerse alerta a su peculiar y paradójica
naturaleza: se trata de un objeto que, en cuanto secuencia verbal, se experimenta
temporalmente pero —por constituir una secuencia fija e invariable— posee características
formales que empujan al crítico a alegar que ha descubierto interrelaciones espaciales en su
interior. Con esto acabamos de definir la forma literaria como imposición de estructuras
espaciales a un ámbito temporal. Pero el crítico no puede dejarse engañar por sus propias
imposiciones de estructuras espaciales: el objeto y sus estructuras están en movimiento, como
también las estructuras de la consciencia del crítico, que interactúa con el objeto La
consciencia radicalmente única que resplandece a través del objeto es de carácter fluido; su
radical unicidad resiste la fijación a que la someten las reducciones espaciales. Así, pues, las
descripciones que el crítico hace del objeto en términos formales y espaciales (como, por
ejemplo, la propia utilización del término «objeto» para designarlo) deben aplicarse con
exquisito cuidado, con pleno conocimiento de que tales descripciones constituyen las
metáforas más débiles que el critico posee las que no puede tomarse demasiado en serio, so
pena de distorsionar el objeto por fijación incorporación temporal de la conciencia temporal),
como suelen hacer otros «usuarios del poema, dotados de menor sensibilidad. En el mejor de
los casos, el crítico sabe que ha reducido el poema a sus estructuras fijas, que son las
reducciones minimizadoras que caracterizan sus preconcepciones de su propia consciencia.

También están sus experiencias subjetivas, inefables, que el crítico reduce o achata para
ajustarlas a la dimensión de sus preconcepciones. Pero ¿puede no haber también un control
normativo que dirija las experiencias subjetivas y complique las preconcepciones? El crítico
con sentido de la responsabilidad siempre se halla sometido a la tentación de situar ahí afuera
un objeto formalmente soberano que lo atraiga hacia si, sobrepujando la tendencia del critico
a atraerse el objeto hacia los contornos de su propia personalidad, lo mismo que ha atraido
estos últimos. El crítico, por consiguiente, trata de distinguir entre lo que realmente sucede en
sus conflictivas y abortadas confrontaciones con el poema y su «objeto» —ficción del crítico
—, de conformidad con el cual combate sus tendencias experienciales y sus reducciones.
Siempre existe, en el crítico con sentido de la responsabilidad (que es tanto como decir en el
crítico que no está satisfecho con lo inmediato de su propia subjetividad, y desconfía de ello),
una tensión entre su experiencia, imperfecta, y su norma proyectada.

Vengo, pues, dando por sentada la existencia de una tensión entre la experiencia por la
que realmente pasa el crítico y el objeto normativo que él postula, objeto dotado de una
integridad fictiva (¿y ficticia?) que hace necesaria una experiencia más estética que la que
personalmente posee. Esta tensión le permite definir el objeto sin dejar de reconocer que éste
difiere del proceso fluido que constituye la experiencia que verdaderamente tiene el crítico
del objeto. De modo que el lector-crítico refinado está constantemente oscilando entre ambas
experiencias: por una parte, los movimientos, las salidas en falso, las interrupciones
desdichadas y las intrusiones o autoafirmaciones personales que padece; por otro, el complejo
total organizado, de dimensiones múltiples, que creado y descubierto le envía señales de
liberación. En otras palabras: el crítico no deja de ser consciente de los elementos diacrónicos
que hay en su experiencia del poema, mientras está tratando de imponerle elementos
sincrónicos. Esta doble consciencia es igualmente activa cuando el crítico atribuye al poema
características (tanto diacrónicas como sincrónicas) en que ve la causa de tal experiencia.
Cuando se enfrenta con el objeto, éste puede disolverse en los contornos de la personalidad
del crítico y en la corriente de su experiencia, aunque su lucidez crítica trate de mantenerlo
alejado, aparte, resistente a todos los términos menos a aquellos que le son propios. En el
primer supuesto, la experiencia del crítico nunca es completa; en el segundo, trata de
limitarse a la experiencia controlada de lo que algunos, con escepticismo, llamarían «objeto»
totalizado del crítico. Lo probable es que su experiencia considerada se trueque en una
amalgama tensa e incierta de la realidad psicológica y de la posibilidad improbable, pero no
dejada de lado. Ni qué decir tiene que el crítico también trata de suplir el hueco entre ambas,
aun conociendo los cortos límites de su capacidad en este sentido.

No poseemos, pues, sino nuestra experiencia subjetiva del objeto, experiencia que nunca
es tan buena como nosotros querríamos que fuese, como nos gustaría exigir de ella, de modo
que tratamos de compensar nuestras carencias mediante el reconocimiento de que el objeto es
mejor, en potencia, de lo que a nosotros nos parece. Hay plena continuidad entre esta
experiencia del objeto (si cabe otorgar tal nombre a la corriente de nuestros movimientos y
contramovimientos) y todas nuestras restantes experiencias. Pero también está, por otro lado,
nuestra necesidad de postular el potencial discontinuo del objeto -en su naturaleza genérica de
objeto estético, su capacidad potencial para ser causa de una experiencia que carezca de
continuidad con nuestras restantes experiencias. Así lo veríamos como algo diferente en
especie de los restantes objetos verbales, incluso aunque por la experiencia menos
satisfactoria que de él tenemos no quepa apreciar sino una diferencia de grado. Puede, por
consiguiente, que nunca lleguemos a tener esta experiencia discontinua, aunque nuestra
necesidad de pasar por ella (y de postular un objeto que la legitime) tiene necesariamente que
proceder de la experiencia que sí tenemos, puesto que a ninguna otra cabe acudir. Con lo cual
vuelve a plantearse el problema de la tensión entre nuestra teoría del objeto estético ideal, con
su poder de discontinuidad, y la continuidad de nuestras experiencias reales e incompletas,
que militan contra el modo de discurso único (o discontinuo).

Pero lo que tratamos de superar no es solamente la imperfección de nuestra experiencia


en el tiempo, sino también la del propio poema. En el intento de compensar las deficiencias
de nuestra reacción real por medio de un acto de crítica «objetiva», puede que también
tendamos a hacer el objeto mejor de lo que es, cuando pretendemos otorgarle el control de la
experiencia que desearíamos haber tenido. Al crear para el poema una forma hipotética
enteramente satisfactoria, le atribuimos también un diseño unitario, pasando por alto los
detalles en contra con que aquí y allá tropezamos. Nos dedicamos a completar una
configuración, elidiendo o supliendo todos los hiatos. Dada la escasa probabilidad de que
haya obras perfectas o formas perfectamente cerradas, no tenemos más remedio -para poder
defender la existencia de nuestro poema como objeto estético- que cerrar lo parcialmente
abierto. Para concebir la obra como base de nuestra experiencia estética potencial, la creamos
en cuanto todo ficcionario, pero únicamente mediante el procedimiento de crear para ella un
yo fictivo, con la integridad de un objeto sagrado —aun teniendo en cuenta que estamos
obligados a ver en este constructo una ficción nuestra. Como críticos lúcidos, tenemos por
consiguiente que tratar de descubrir, para así ponerlo de manifiesto, hasta qué punto cooperan
los elementos del poema -tal como existen para que nosotros los percibamos con las
percepciones que de ellos tenemos, para llevarnos a llenar los espacios en blanco del modo en
que lo hacemos según avanzamos hacia la hipótesis del yo fictivo que creamos para la obra.
Tenemos que tratar de averiguar si lo que insertamos en los espacios en blanco sigue las
indicaciones apuntadas en el poema, si no se trata de un acto arbitrario nuestro, puesto al
servicio de nuestra voluntaria adhesión al mito de la integridad, porque rechazamos la
realidad de la insuficiencia (tanto la del objeto como la de nuestra experiencia). Tenemos que
tratar de averiguarlo, pero lo cierto es que teóricamente no podemos. A pesar de ello, a veces,
en la práctica, logramos captar una pequeña parte de lo que podemos saber, abriéndonos a
otros lectores-críticos. No obstante, hemos de someternos a la necesidad de elaborar una
hipótesis quizá más perfecta que el poema que tenemos delante, con lo cual no nos alejamos
mucho de la hipótesis de una experiencia más completamente cerrada de lo que en realidad es
posible No es que vayamos a enmendar el poema, escribiendo otro mejor (no llegará a tanto
nuestra arrogancia). Lo que ocurre es que hacemos objeto de idolatría el poema existente,
hallando entre sus distintas partes un entramado más satisfactorio de lo que cabe reconocer.

Podríamos decir casi lo mismo, de otra manera, si —adaptando a lo literario los métodos
y supuestos que E. H. Gombrich aplica a las artes visuales— reconocemos la «participación
del espectador» en la interpretación, por medio de sus esquemas adquiridos, de los estímulos
verbales aportados por el poema. Como consecuencia de sus hábitos de lectura y de vida —de
sus hábitos de percepción verbal y de identificación genérica (trátese de géneros artísticos o
vitales)—, resulta que el lector construye a partir de las «claves» externas del poema, las
configuraciones formales que a continuación se convierten en su «objeto». Como sucede en
la percepción de la Gestalt, el lector completa los diseños que están ahí para ser completados
de tal modo, poniendo sentido en las palabras y entre las palabras. El poema utiliza signos
genéricos a fin de suministrar «claves» de cuya lectura pueda desprenderse su constitución en
objeto, aunque, como hemos visto, también infringe estas mismas normas, para poder
persuadir al espectador de que debe construir formas no incluidas en los estereotipos de su
experiencia, diseños que identifica como tales, aunque jamás los haya visto antes. El poema
tiene que convencer al espectador de que aprehenda lo que antes no ha conocido, pero sin
reducir las dimensiones genéricas de lo que sí ha conocido. El espectador —aunque obligado,
por su reacción, a suministrar la potencia de lectura que participa en el «espejismo» que para
él es el «objeto— puede identificar una obligatoriedad en el poema: la que está
fenomenológicamente presente para que él la vea y que, por consiguiente, debe operar
normativamente sobre lo que se siente de modo fenomenológico. De manera que bien podría
afirmarse, desde el punto de vista fenomenológico, que —ante lo abierto y menos completo
de nuestras experiencias— las refinadas expectativas que el poema suscita en nosotros
pueden hacer que «tengamos intención» de pasar por una experiencia completa, lo cual nos
brinda ocasión de descubrir, abriéndolo a nuestro análisis, un «objeto intencional» susceptible
de «totalización». Nada más tengo que alegar para defender nuestra necesidad de postular el
carácter completo o ideal del objeto, su carácter interpretable, y hasta «infalible», si queremos
juzgar los estímulos de la experiencia que tenemos y a partir de ahí, mejorar las posibilidades
de la experiencia.

A pesar de esta necesidad, todo el escepticismo (y la autoprovisión) de nuestros instintos


nos invita a recordar al crítico (o al crítico que llevamos dentro) su tendencia al solipsismo, a
recordarle que está atrapado en el proceso de la experiencia. El crítico reifica el estímulo de
tal experiencia para luego —mediante el análisis favorable de sus propiedades— adorar
estéticamente lo que acaba de reificar, el objeto, pero sólo a costa de asumir el riesgo de
engañarse a sí mismo. En última instancia, lo que crea es un ídolo puesto al servicio de sus
necesidades particulares.

En Light in August de William Faulkner se produce un punto de inflexión dramática


cuando el reverendo Hightower, atrapado hasta entonces en la debilidad del estéril
atormentarse y del apartamiento de la vida, ayuda a parir a Lena Grove y por lo mismo se
convierte en enérgico neófito de la fecundidad y de la acción. El cambio se traduce en un
paralelo cambio de lectura: dejando aparte el Tennyson que estaba leyendo, pasa al Henry IV
de Shakespeare, que Hightower proclama «alimento para el hombre», es decir, para sí mismo.

Cosas como éstas son las que tengo en mente cuando, al mirar al crítico, lo veo como persona
y como personaje. Hoy en día, según va imponiéndose cada vez con mayor rigor la moda
académica de que la conciencia interior reciba la consideración de característica principal de
la literatura que estudia el crítico, es natural que éste teatralice su propia posición
descubriéndose en la propia obra, lo mismo como persona que como personaje; es natural,
incluso, que el crítico se descubra una voz capaz de dialogar, o de entrar en competencia, con
la voz del autor estudiado. Puede no tratarse sino de una simple reacción morbosa contra el
legado de la «Nueva críticas, con sus acuciantes pretensiones de objetividad. Y puede muy
bien ser que tales pretensiones -en cuanto fruto de la concepción de la crítica como supuesta
ciencia impersonal - requieran una reacción que trajese consigo la celebración del culto a la
personalidad del crítico, para salvar lo que de arte tiene la crítica. La creciente franqueza con
que se reconocen las limitaciones epistemológicas del crítico hace a éste consciente de su
circularidad hermenéutica, llevándolo a poner cerco al objeto y ocuparlo en su propio interés.
El crítico, además, sabe lo que está haciendo, y comprende que su crítica, para ser ingeniosa y
delicada, tiene que incluir el cerco y la ocupación, tanto como incluye el objeto mismo. Nada
de esto constituye obstáculo para el ejercicio de su tarea crítica, aunque el crítico no logre
distinguir entre el objeto y el yo que lo elige y lo completa.

¿Puede el critico salvar algo del objeto, una vez enfrentado a las consecuencias lógicas de
su sincera admisión del papel desempeñado por el yo en la constitución del objeto que
necesita y desea? El problema es obvio, pero inquietante y tan antiguo como la propia crítica.
El crítico, en la medida en que debe lealtad, por encima de todo, al objeto que da razón de ser
a su existencia, tiene que negarse a sí mismo para explicar el objeto, exaltándolo. Así, podría
decirse que el objeto lo define a él, y no al contrario; el objeto justifica el papel del critico, en
vez de ser el crítico quien prescribe la naturaleza del objeto. Pero el crítico, obligado a poner
en duda la propia posibilidad de su hallazgo y señalización de las cualidades objetivas de la
cosa en sí, tiene que conservar la lucidez en medio de todas estas operaciones -en nombre de
la sinceridad, y tratando de evitar el autoengaño, porque se halla atrapado en su propia
versión de la obra y no está seguro de si puede haber ahí afuera una obra cognoscible que
utilizar como criterio de su versión, o no habrá sino otras versiones derivadas de (y como
reacción a) otras personalidades. El problema es lo que en otro lugar he llamado conflicto
entre el juego y el lugar de la crítica: la necesidad en que el crítico se halla de saber cuál es su
humilde sitio, al servicio de la obra, queda en entredicho, entorpecida y muy limitada por la
necesidad de practicar un juego arrogantemente libre, que sobredimensiona al crítico y nos
hace más conscientes de su presencia.

¿Cómo llega el crítico a convencernos de que está ocupándose de una obra, y no de un


reflejo de su propia personalidad? Habiendo puesto el énfasis que hemos puesto en sus
confesiones hermenéuticas, no resultará nada fácil para el crítico ir escaqueándose entre
—por una parte— lo puro y aleatoriamente personal, lo privado y temperamental, y —por
otra parte— las reacciones que, a pesar de sus intrusiones personales, todavía se suponen
referidas, más o menos (más menos que más) a un objeto: el que surge de las diversas
experiencias de él dentro de las que estamos atrapados todos y cada uno de nosotros. No
resultará nada fácil porque raya en la incongruencia lógica -o por qué no decir
epistemológica, el intento de preservar el objeto que experimentamos mediante nuestras
experiencias aleatorias del objeto (o más bien nuestras experiencias de los estímulos que
constituimos en objeto aparente).

Los elementos personales que (como mínimo) condicionan de modo significativo tanto lo
que el crítico elige para criticar como el modo en que ejercita la crítica luego, no deben
considerarse perniciosos —así nos lo enseñan nuestros tiempos posneocriticos— porque
contribuyen a que el crítico desempeñe la crítica como arte, es decir: como disciplina
humanista. Pero, mientras sigamos pensando en la crítica también como disciplina, tratemos
de preservar los elementos compartibles y normativos que puedan entresacarse del modo de
operar de la crítica. Nuestro hado epistemológico nos fuerza a no disponer sino de versiones
de los objetos, y no de los objetos mismos; y nuestro yo, obviamente, tiende a admitir las
versiones según criterios de protección propia. De modo que en nuestra crítica desearemos
-ya que es inevitable- la intrusión de la persona del crítico, pero también de su personaje. Si
lo arrancamos de su crítica en cuanto presencia consciente de sí misma, estaremos en mejores
condiciones para tratar con él, llegando quizá (pero sólo quizá) a segregarlo (a él y a su
«versión» de la obra que reclama su atención. Buscaremos el hombre más allá del crítico y de
sus tomas de posición, más allá del crítico que sustenta un sistema y que le guarda lealtad;
pues bien puede darse el caso de que el hombre, incluso morbosamente, ponga objeciones. Y
acaso de este escrúpulo surja una nueva consciencia de lo que la obra literaria puede
exigirnos, un humanitario desentendimiento de los sistemas universales y de todo lo que éstos
reclaman de nosotros, todas las renuncias que nos imponen. Las revelaciones, sólo hasta
cierto punto intencionadas, del personaje del crítico -al dar curso a nuestras reacciones
pueden hacer virtud de una necesidad hermenéutica.

Voy a tratar de resumir las distinciones que vengo trazando entre la obra (o, más bien, el
intento por parte del crítico de hablar normativamente de su versión de la obra), el personaje
del crítico y su persona. La obra literaria, con sus señales de atención, es presumiblemente lo
que estimula al crítico y lo que según él constituye el objeto de su discurso, causa final y
material de éste. Pero el crítico, por sinceridad hermenéutica, ha de confesar que no tiene
acceso a las obras, sino sólo a versiones de éstas. El factor distorsionante que se inmiscuye es
el yo del crítico, su persona y su personaje.

Entiendo por personaje del crítico la personalidad pública que adopta, y ello con
considerable adecuación (quizá fuera demasiado halagüeño emplear la palabra congruencia),
de trabajo crítico en trabajo crítico, hasta desembocar quizá en un planteamiento general de
sus principios críticos, de su concepto de la naturaleza de la literatura: Más o menos explícito,
éste es su sistema, el conjunto de supuestos y de criterios estéticos primarios que el crítico
aporta a toda obra con que entra en contacto, precondicionándola. Claro está que el crítico ha
de verse asaltado por el temor de estar reduciendo toda obra a su sistema, con un rigor que
impone congruencia o adecuación a la simple uniformidad. De conformidad con tal
procedimiento, todas las obras acabarían por parecer lo mismo (como, en An Essay on
Criticism, Pope no ve diferencia entre la naturaleza y Homero). Aun teniendo en cuenta que
toda obra superior desafía al crítico a que abra su sistema cerrado, el personaje del crítico
tiende a resistirse, en aras de la cohesión y de la fidelidad sistemática. (Al fin y al cabo, el
sistema, sí es la solución teórica a los problemas de la poética, debería ser capaz de solventar
cualquier dificultad que se le presentase). Así surge el crítico partidista (y ¿quién de nosotros
puede declararse totalmente inocente en este sentido, quién puede afirmar que nunca ha
incurrido en ninguna clase de partidismo?), obligado a mantenerse en sus principios estéticos,
sean éstos los que sean. Porque se da cuenta de que la opción contraria —la de carecer de
principios— no es meramente ecléctica (en su intento de unir diversos principios
conflictivos), sino más bien francamente ocasional, al ponerse el crítico en la obligación de
responder de modo aleatorio a las ocasiones, también azarosas, que se van presentando. Y
esta opción resulta tan indeseable como —dada nuestra personalidad crítica— poco probable,
a no ser que estemos dispuestos a alzarnos en paladines de un empiricismo ingenuo, de una
apertura experiencial que niegue la censura que ejerce el personaje del crítico, controlando
sus percepciones. Esta fidelidad, pues —esta fidelidad que el lector capta tanto en el tono
general del crítico como en sus afirmaciones concretas— es la que define el personaje del
crítico, su personalidad pública como crítico, la voz —dominante— oficial y autorizada,
representativa de su sistema y de su punto de vista, la que parece estar dirigiéndose a nosotros
con intención pedagógica. De hecho, más que de un ego, se trata del superego teórico del
crítico.

Las más de las veces vemos en la crítica individual una intersección de la obra literaria
(de la cual podemos hablar por extrapolación) aunque no nos resulte accesible en cuanto ente
neutral y emisor de señales independientes) con el sistema del crítico, representado por el
personaje. De esto solemos obtener lo que el sistema permite que se capte en la obra mediante
la percepción, lo que permite que se capre como la obra. Pero en el crítico sensible hay una
inquietud que lo lleva a luchar para que su sistema quede moldeado ante cada obra superior, a
hacer un nuevo intento de alcanzar la objetividad, de conseguir un contacto empírico por el
que pueda quebrarse la circularidad. Esta lucha, por culpa de la censura ejercida por el
personaje puede rematar en nada; pero, más allá del enfrentamiento entre la obra y el
personaje, el crítico sensible también puede permitirnos ver lo que yo llamo su persona,
esforzándose en cabalgar la bestia doblemente indómita que integran la obra y el sistema. Si
vemos en el personaje el superego del crítico, nada nos impide considerar que su persona es
el id. Cuando la persona consigue que el personaje se calme en un grado que casi ninguno
alcanzamos nunca, el sistema del personaje (y con él nosotros, sus lectores) se abre hacia
afuera, para abarcar elementos ajenos y desafiantes que, al ser abarcados, ensanchan su
capacidad (y con ella la nuestra). La posibilidad de apertura libre puede, en última instancia,
resultar un espejismo, aunque es precisamente este espejismo lo que pro picia y sostiene el
considerable esfuerzo que ponemos en el debate con nuestros colegas, ese debate por el cual,
de vez en cuando, no falta quien alguna vez se convence de algo y cambia de opinión.

Puede por supuesto darse el caso de que la persona, como antagonista del personaje,
como contrapartida crítica de éste, no sea sino un segundo personaje antisistemático. En tal
caso no se trataría de la auténtica persona, cercana al yo del crítico y expresión de su
consciencia interna, sino simplemente otra personalidad pública más sutil y engañosa, que el
crítico se crea a partir de la lúcida percepción de las limitaciones de su empeño público. En
vez de enfrentamiento entre un superego crítico y un id que logra superarlo, de lo que ahora
se trata es de una táctica del crítico, de una especie de representación pública en que se
dialoga de conformidad con dos papeles tan inventados el uno como el otro: el personaje
aparente y la persona que tras él se oculta y que le ofrece resistencia. Esta formulación
opcional no me preocupa, siempre que no llegue a estorbar nuestro sentido de la doblez del
crítico. Pues, con independencia de la locución que prefiramos, el lector bien avisado debe
ver en la personalidad del crítico un todo compuesto de persona y personaje, o de dos
personas antitéticas. Así asistimos al desempeño critico como si se tratase de una
representación efectuada con la aportación de ambas partes, mientras la obra se oculta entre
bastidores, unas veces oscurecida, otras bajo los focos, pero siempre asediada.

Tenemos no obstante que seguir rebuscando entre los despojos epistemológicos y


fenomenológicos, para ver qué queda en la obra que podamos compartir unos con otros. Hay
que salvar lo suficiente como para que la obra, al final, no quede en episodio psicológico
privado, en suceso de la autobiografía del crítico que éste recoge en forma de prosa
confesional Probablemente sea cierto, a fin de cuentas, que la crítica confesional y rapsódica,
que ahora suele brindársenos como una especie de recital de lucidez, no difiere esencialmente
de la vieja crítica impresionista que Anatole France denominaba la aventura del alma entre
las obras maestras (aunque tal vez deberíamos corregir, por mor de sinceridad filosófica,
entre los estímulos sensorios a los que otorgamos la denominación honorífica de obras
maestras). En los tiempos en que fue promulgada la Nueva crítica, René Wallek y otros
autores solían sacarnos a colación, siempre en términos peyorativos, esta caracterización del
impresionismo preneocrítico. Caso, quizá, de justicia poética, que los llamados criticos de la
consciencia hayan derrocado a la «Nueva crítica con su nueva versión del subjetivismo
-mejor armada desde el punto de vista filosófico. Pero --ya veamos en tales críticos,
siguiendo a los nuevos críticos, el imperio del sistema externo, que reduce la obra a sí misma,
o, siguiendo a los críticos de la consciencia, el imperio de la sensibilidad personal, que se
absorbe en cada obra-, lo cierto es que tenemos que afrontar la necesidad de disponer de
algún remanente común a que poder referirnos como obra, aunque seamos conscientes de lo
difícil que resulta superar el obstáculo que nosotros mismos representamos para conseguir
señalarla.

El hecho, tal como vengo sugiriendo, es que incluso en el más sistema tico de los críticos
(si no carece de sensibilidad) podremos observar cierta lucha con el yo lector que se enfrenta
con este poema en concreto y —por otra parte— que incluso en el más subjetivo de los
críticos (si no carece de sentido de la responsabilidad) podremos observar cierta sumisión a
los universales que precondicionan (interviniendo, pues, en él) el inmediato contacto. De ahí
resulta que los grandes críticos de nuestra tradición, inevitablemente —aunque de muchas
formas distintas— entran en conflicto consigo mismos en algún punto clave de su obra. Al
sugerir la existencia de un enfrentamiento entre persona y personajes, lo que aquí
pretendíamos era abrir paso al entendimiento de las a veces descarriadas consecuencias del
drama que se desarrolla a partir del diálogo del crítico consigo mismo. El crítico —cuando
pretende modificar sus obligaciones teóricas por influjo de sus obligaciones para con la obra
que tiene delante nueva y radicalmente única, tratando además de mantenerse en el centro de
lo que tiene que seguir siendo una experiencia tanto humana como humanista puede no sólo
parecer que está coqueteando con la incoherencia, sino que está casado con ella, por mucho
que se empeñe en luchar contra su destino, como tantos otros maridos. Esta es la razón de que
la historia de la crítica literaria occidental me parezca una derivación de lo que podríamos
llamar «incoherencia coherente» de la teoría literaria, parafraseando una frase de Aristóteles.
Consiguientemente, bastará con un análisis superficial de la obra de ciertos «grandes» críticos
representativos para poner de manifiesto una rica complejidad de modos mayores y menores
(o de talantes mayores y menores). Así, vamos ahora a hacer un alto para trazar un primer
esbozo de las dualidades de los críticos que estudiaremos con mayor detenimiento y detalle
en capítulos posteriores.

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