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Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, Sarriena auzoa, 48940 Leioa, Spain
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Pero, por otra parte, está el reto que supone poner en palabras el conocimiento acerca de
algún asunto que nos ocupe. Porque, aunque la sensación sea la de no tener demasiado
que decir, también es verdad que nuestras prácticas evolucionan y van renovándose, lo
cual de algún modo nos avala y nos intriga ante nuestros propios ojos, en el sentido de
que esas prácticas en desarrollo continuo nos aseguran que algo sabemos, ya que somos
capaces de hacer cosas, tanto en la pintura como en la enseñanza, que no son una mera
repetición de formulas desarrolladas previamente. Este segundo reto, esta preocupación
por el contenido de nuestra producción, es una razón mucho más digna y confesable que
la primera.
De todas formas, la diferencia entre ambas radica en que, en este segundo caso, no nos
juzgamos ni nos observamos como otros, sino que subjetivamente nos comprometemos
con nuestro trabajo y tratamos de producir algo que nadie más podría producir porque
depende de nuestra experiencia, de la manera en que la tradición y los saberes de nuestro
campo de acción son filtrados por nuestra subjetividad. Aunque lo que digamos desde
aquí también podrá ser sometido a escrutinio o podrá ser juzgado, ya no lo consideramos
como algo que nos defina, sino como aquello que se nos desprende, aquello que, si se
mantiene, lo hace por sus propios medios y su propia lógica interna.
2. Ejercicio
La descripción anterior pone en juego una de las problemáticas que hace necesario el
ejercicio como espacio y tiempo para el aprendizaje y la creación.
Todo esto lo veo en relación con el ejercicio de la pintura entendida como reflexión, que
sería un tipo de acción que busca, precisamente, el paso de la reflexión teórica a la
reflexión práctica o, dicho de otro modo, la detención del juicio sobre uno mismo para
vivir un compromiso en el que la mirada exterior, se inmiscuya lo menos posible.
Este compromiso, no puede adecuarse a una idea del yo predefinida, sino que es el
compromiso quien va dando forma a ese yo; es la realidad de nuestros actos y sus
productos la que va estructurando un yo que no estaba dado de antemano, y que es, por
tanto, propiamente incognoscible a partir de la reflexión teórica que, a causa del
desdoblamiento que exige, da siempre pie al autoengaño (todos sabemos que, en los
análisis teóricos sobre uno mismo, somos muy capaces de mentirnos). A través del
ejercicio, devenimos un sí mismo que, en consecuencia, es efecto de la obra, y no al
revés: no somos nosotros quienes nos expresamos en ella sino, en todo caso, la obra
quien nos expresa.
La acción, el ejercicio, ha de ser excepción, nos dice Klee, lo cual quiere decir que su
relación con el hecho de la repetición será siempre peculiar. Para explicar esa idea, hay
que afrontar la paradoja de la práctica artística: el compromiso subjetivo no depende
exclusivamente de la voluntad; uno sólo se puede comprometer consigo mismo, no a
través de ese desdoblamiento teórico del que hablábamos más arriba, pero sí a través de
un otro existente y real. Si no fuera por ello, cualquiera, en cualquier momento, podría
decidir comprometerse, dar lo mejor de sí y lo daría, sin necesidad de ejercicio alguno,
cosa que nunca sucede. Muy al contrario, el compromiso cuesta, y no por una falta de
voluntad. Uno no puede decir: “voy a pintar como sólo yo sé hacerlo, voy a ser auténtico”,
ya que ese yo que pinta como él sólo sabe, no preexiste al acto de pintar; ese yo no sabía,
antes de hacerlo, que podía pintar así. El yo que preexiste al acto pictórico es el yo de la
reflexión teórica, un yo analítico formado a base de caracterizaciones más o menos
objetivas, pero también de prejuicios, idealizaciones y lugares comunes. Es ese yo que,
según Francis Bacon, hay que desalojar del lienzo supuestamente blanco al que el pintor
se enfrenta, por medio de ese primer desescombrar [5], acción necesaria porque, según él, el
lienzo no está realmente vacío, sino repleto, aunque sólo sea de manera virtual, de ideas e
imágenes ya hechas, de clichés.
Eso que identificamos teóricamente como nuestro yo a través del lenguaje, ese “yo soy
así” dado desde el desdoblamiento teórico, lo que hace es dejar fuera todo aquello que no
encaja en la coherencia que precariamente va construyendo, no porque no sea también
de otra manera, sino porque el desdoblamiento establece una distancia entre acto y juicio
por donde se cuela la moralidad.
3. Motivo
Lo que ahora quiero destacar es que entiendo ese torso como la condensación de un
compromiso con un estado mental personal que no corresponde a nadie más que al
individuo Velázquez, a su manera de pensar, de sentir, de trabajar, de mirar y también de
enfrentarse al encargo. Paradójicamente, el resultado alcanza la impersonalidad propia del
arte al situarse en una exterioridad que no tiene nada de psicológico: es pura pintura en
pugna con las exigencias culturales de la representación.
Es imposible conocer cómo fue realizado concretamente ese fragmento, bajo qué
condiciones sucedió su proceso de aparición, pero vemos condensados en él, sin duda,
una sabiduría, un conocimiento del medio y una habilidad propia, pero también una
situación relajada en la Corte, el hartazgo de cierto formalismo, el cansancio de pintar o,
incluso, el deseo de acabar rápido con el encargo. Diríamos que lo pintado
provisionalmente, como mancha primera o como paso preliminar, es en su alteridad y
suficiencia radical, lo que proporciona la determinación para dejar así las cosas; es la
mirada devuelta por el propio cuadro la que posibilita el compromiso.
Dicho de otro modo: uno quiere pintar y pinta de cierta manera, según ciertos cánones,
según ciertas exigencias, bajo ciertas condiciones. Lo que sucede en el propio proceso,
tanto por determinación propia como por imposibilidades, contingencias y azares
diversos, le devuelve la posibilidad de hacerlo de otra manera que, además, es más
económica, exige menos esfuerzo. A partir de ahí, ya no hay duda, ha aparecido un motivo
en el que el compromiso encuentra el apoyo y la seguridad que necesita. Ese motivo
condensa, de repente, todos los deseos que ni siquiera éramos conscientes de tener. Y se
convierte en razón para continuar pintando, siendo, a la vez, origen y final. A través de
él, uno se puede reafirmar en su descubrimiento y reconfigurarse de acuerdo al mismo.
El motivo nos da la posibilidad de darnos cuenta de algo que dice el pintor Luis Gordillo:
“no estoy de acuerdo con lo que pienso” [6].
El motivo, por tanto, no es aquello que uno quiere pintar, sino lo que efectivamente pinta,
puede que incluso por azar o en contra de su voluntad, y que, a veces, dependiendo de
coyunturas imprevisibles (una palabra, un punto de vista extraño, un estado de ánimo) se
vislumbra por entre los innumerables velos con que la reflexión teórica cubre la visión.
En el caso de que lo veamos, será él quien indique la forma que el ejercicio ha de tomar
en nuestra práctica; será él quien nos enseñe a ejercitarnos. Aquí, cabría hablar de la labor
del profesor como eco o altavoz del motivo; el profesor lo señala y le da voz. Sin
embargo, siendo tal motivo mudo y siempre singular (siendo fundamentalmente, como
en Velázquez, un vector de negatividad, de vaciamiento de sentido, de nada), exigirá del
profesor el desarrollo de un tipo de discurso que en otras ocasiones he denominado
palabra hueca; palabra que apunta, señala o subraya, pero diciendo nada.
4. Repetición
El compromiso no depende exclusivamente de la voluntad. Hay que querer
comprometerse, pero eso no es bastante. Esa insuficiencia da lugar al ejercicio que, en el
sentido que aquí le doy, no tiene nada que ver con la verificación práctica de ciertos
conocimientos teóricos, ni con un tipo de entrenamiento que adquiere su sentido y su
función al obtener su ganancia por acumulación. No se trata de ir día a día mejorando las
marcas esperando batir algún record en un futuro; no se trata de ir mejorando en el día a
día de este valle de lágrimas para alcanzar la recompensa en el juicio final. El ejercicio
consiste en ser y hacer en lo actual; es siempre aquí y ahora. El ejercicio repite, pero no
soluciones, sino problemas; repite desencuentros, momentos y motivos de perplejidad.
Volviendo a Velázquez, diría que se compromete con la pintura que efectivamente hace
(y no con la que iba a hacer, con la que debería hacer o con la que le pedían que hiciese)
porque, la propia atención al ejercicio mismo del pintar provocada, vamos a suponer que,
por el cansancio y la desgana, o por cierta rabia y cierto hartazgo de las condiciones de su
época, le han permitido ver como posible resultado algo que, hasta ese momento, sólo
era materia desorganizada. Lo que se trata de repetir no son procedimientos, gestos,
maneras o resultados, sino la apertura y la atención a aquello que, estando ahí, obviamos,
rechazamos o naturalizamos. El objetivo de esa repetición sería llegar a ver lo que no
vemos, asumir lo subjetivo sin desdoblamientos, sin colocarnos en otra posición que no
sea la propia, la cual paradójicamente, es más postura que posición, en el sentido de que
no es determinable antes de que suceda, sino algo adoptado por y adaptado al motivo.
El ejercicio para el que, así entendido, no hay fórmula posible, sería el esfuerzo continuo
por alcanzar esa disposición. Esfuerzo que, desde mi punto de vista, no debe llegar
después del aprendizaje del oficio entendido según la premisa académica del “primero
aprende y luego exprésate”. Porque si el oficio, tal y como aquí lo planteo, integra la
renuncia al propio oficio, su aprendizaje deberá contemplar desde el principio esa
posibilidad. Mientras se repite lo que la tradición aporta, se ha de repetir
simultáneamente su puesta en cuestión. Como dice René Passeron, la pintura es una
práctica estructuralmente perturbada [7], porque lleva implícito un componente de
negatividad hacia sí misma.
“Ver lo que no vemos, y que ni siquiera vemos que no vemos” [8], es el objetivo de todo
ejercicio. Por eso el compromiso subjetivo se alcanza, no a partir de una atención
focalizada en lo propio, sino en el exterior de uno mismo. Dice Cezanne: “[el pintor]
debe hacer callar en él todas las voces de los prejuicios, olvidar, olvidar, hacer el silencio,
ser un eco perfecto” [9].
Ese es, al fín y al cabo, el destino final de todo ejercicio, de todo compromiso: apuntar,
técnicamente, a la importancia suprema del mundo, de las cosas, de lo exterior y, a la vez,
al reconocimiento de la falta de significado de nuestra existencia.
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