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La mirada.

Por Walter Biemel

Los estudios sobre la mirada (le regard) constituyen uno de los pilares de su obra filosófica
El ser y la nada (1943). Ni en Husserl ni en Heidegger –antecedentes de Sartre y autores a los que
siguen en algunos aspectos mientras se olvida de otros– ocupa la mirada el centro de las
investigaciones sobre la esencia de la persona.
Estos estudios sobre la mirada nos transportan a la dimensión del “estar-con”, es decir, del
encuentro del hombre con el hombre, de la convivencia con los otros. La persona es esencialmente
solidaria con sus semejantes, su vida se desarrolla en el ámbito de la convivencia con el otro desde
el principio de su vida. Necesitamos ejercer una abstracción muy artificiosa y elaborada para llegar
a imaginarnos una existencia humana, pura y aislada. La existencia del hombre siempre se
desarrolla en convivencia con los otros, pero este hecho no nos exime de la tarea de desentrañar y
mostrar os factores estructurales de esa convivencia, de visualizar lo que sucede en su transcurso y
las posibilidades que encierra. Más aún: debemos analizar hasta qué punto esa convivencia es un
requisito imprescindible para el hacerse de la persona.
Vamos a intentar aclarar el fenómeno de la mirada partiendo de un ejemplo. Al hablar de la
mirada nos referimos, claro está, a lo que acontece en su desarrollo, no al proceso descriptible en
términos fisiológicos, por el cual las imágenes impresionan la retina y nos proporcionan el
conocimiento de los objetos.
Estoy sentado en un parque y contemplo los añosos árboles, los paseos, la hierba, el cielo,
las nubes que pasan. Soy el punto central de todas esas cosas, todo lo que veo se agrupa en torno a
mí. Dicho con mayor exactitud: en este “ver”, todo gira alrededor de mí, que soy el punto cero. Mi
visión es ordenación. Mi mirada organiza de manera concreta todo lo existente. Heidegger ha
demostrado que el Dasein proyecta su ser hacia la distancia y que se construye su espacio a base de
un fenómeno de des-distanciamento o desaparición de la distancia. El espacio no se le da al hombre
como una fórmula matemática o como una diversidad tridimensional, sino como un ámbito del que
se apropia des-distanciado. En Sartre este proceso adquiere tintes muy característicos, porque el
Dasein se vivencia como punto central: el hombre es el centro gravitacional que organiza todo a
partir de sí mismo. Yo veo las cosas con las sombras concretas (en formulación de Husserl) que
proyectan, y así son para mí. Sí, las cosas parecen estar creadas sólo para mí, esperando que yo las
organice.
Pero de pronto acaece un fenómeno nuevo: en el parque aparece otra persona. En principio
yo la considero una cosa más, un objeto entre los demás objetos dados. A mis anteriores
percepciones de las cosas, gracias a las cuales he constituido mi entorno, hay que añadir ahora una
nueva relación con el objeto-semejante-a-mí. No tardo en darme cuenta de que este nuevo objeto es
un objeto privilegiado. ¿Por qué? Porque no se deja atrapar en el juego de distancia que yo he
establecido entre las cosas sino que él mismo está creando distancias. Las cosas se organizan dentro
de unas determinadas coordenadas de distancias, pero el hombre es un ser-sin-distancias, es él el
creador de las distancias y de las relaciones entre las cosas. Las cosas son incapaces de establecer
relaciones, simplemente sufren la ordenación impuesta por el hombre a partir de la distancia.
¿Qué ocurre cuando yo me doy cuenta de que el otro no es un objeto más sino que
pertenece a la categoría antes descrita de existentes creadores de distancia? Sartre describe el
proceso con una penetración admirable.
Yo pierdo mi posición central, constato con auténtica consternación que no soy el único
centro, sino que hay otro ser que también lo es. Pero el fenómeno va más allá: al agrupar el otro en
torno a su persona las cosas de mí entorno, me roba mí mundo, me priva de él. “De pronto ha
aparecido un objeto que me ha robado el mundo. Todo está en su lugar, todo sigue existiendo para
mí, pero ha sido sacudido por una huida invisible y rígida hacia un nuevo objeto. La aparición del
otro en el mundo se corresponde, pues, con un deslizamiento rígido de todo el universo, con una
descentralización del mundo que socava, al mismo tiempo, la centralización que yo estoy

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ejerciendo.” En consecuencia, el otro es un ladrón, alguien que irrumpe por la fuerza; más aún: un
usurpador, ya que no sólo me roba objetos concretos sino que además me expulsa del lugar
privilegiado que yo ocupaba. El mundo, que yo creía poseer antes de su aparición, deviene, con el
otro, algo lleno de agujeros, a través de los cueles lo desangra la mirada del otro. “Así pues, la
aparición entre los objetos de mi universo de un elemento de desintegración de este universo, es lo
que yo llamo la aparición de un hombre en mi universo. El otro es, sobre todo, la huida permanente
de las cosas hacia algo que yo evidencio a la vez como un objeto a cierta distancia de mí, pero que
me escapa en la medida en que él despliega a su alrededor sus propias distancias. Y esta
descomposición se propaga cada vez más lejos…”
Tras esta “primera fase” en la que el otro irrumpe violentamente en mí mundo (en un primer
estadio como objeto, privilegiado, claro está) y me roba lo que yo considero mío (las cosas que yo
incluía dentro de mi mundo han sido incorporadas al suyo, y yo sé a ciencia cierta cómo acaece
dicha incorporación), viene una “segunda fase”, en el transcurso de la cual me apercibo de que el
otro, además de objetivo privilegiado, es un sujeto. Al principio el otro era para mí un ser que veía
lo mismo que yo, constituyéndose en una amenaza para mí mundo puesto que se apropiaba de él.
Pero apenas vivencio al otro como sujeto, comprendo que él, aparte de apropiarse con su mirada de
los objetos de mi entorno, también puede verme. “Si el otro–objeto se define en relación con el
mundo como el objeto que ve lo que yo veo, mi relación fundamental con el otro-sujeto debe poder
reducirse a mi posibilidad permanente de ser visto por el otro.”
Y ¿qué quiere decir esta posibilidad de ser-visto? Nada más ni nada menos que el otro, al
mirarme, me convierte a mí mismo en objeto. El otro deviene para mí el otro cuando lo experimento
como el que me mira, es decir, el-que-me-convierte-en-objeto. “El ser-visto-por-el-otro es la verdad
del ver-al-otro”. Esto implica que sólo me apercibo de la realidad del otro, es decir, de que es
alguien semejante a mí, cuando él me mira. “El otro es fundamentalmente aquel que me mira.”
¿Cuál es el elemento decisivo de este ser-visto? que la mirada del otro ha borrado las
distancias y descansa sobre mí al tiempo que mantiene la distancia con respecto a él mismo. Siento
su mirada sobre mí y me doy cuenta de que estoy en sus manos. Cuando sé me mirado, yo no miro
al otro, mi intención no se proyecta hacia él, sino hacia mí mismo en cuanto estoy expuesto a su
mirada.
La mirada del otro me proporciona la vivencia de mí mismo: “La mirada es sobre todo un
intermediario que me remite de mí mismo a mí mismo”. Mientras miraba las cosas, era yo quien me
proyectaba hacia ellas y no hacia mí mismo. Ahora, la experiencia de ser objeto de la mirada del
otro me devuelve a mí mismo. Según Sartre, el hombre topa con su mismidad en esta experiencia,
en ella encuentra su yo. Hasta entonces yo vivía en mis actos, pero no tenía conciencia de mi
identidad, de mi yo.
La experiencia del ser-mirado se capta de manera más inmediata y exacta en otro ejemplo:
el fenómeno del avergonzarse. Supongamos que estoy con la oreja pegada a una puerta para
escuchar lo que se dice en una habitación contigua. De pronto aparece alguien, y al sorprenderme en
esa posición, yo me sonrojo. ¿Por qué? Porque me veo desenmascarado de pronto. Mientras
escuchaba todo mi yo se proyectaba a experimentar lo oculto, y los objetos todos aparecían a la luz
de esa proyección. Todas mis experiencias se organizaban alrededor de mi faceta de hombre-que-
escucha: la puerta demasiado gruesa, los ruidos del exterior demasiado intensos… Estaba tan
concentrado en el asunto que yo no me concebía de manera expresa a mí mismo. En palabras de
Sartre: yo vivía en mis actos, sin conciencia de mi yo, proyectado hacia mi faceta de oyente. Yo
vivía la inmediatez de la escucha, sin interesarme por mi verdadero yo. Sin embargo, apenas
aparece el otro, me sé visto, sorprendido: me veo de repente –a través del otro– como el que soy en
ese momento e introyecto –a partir del otro– mi yo de oyente.
Sartre afirma que este acto de la vergüenza es un fenómeno de reconocimiento. La
vergüenza me hace reconocerme como soy. Lo terrible de esta situación de ser-visto es que el sujeto
percibe su yo a través del otro en esa situación de ser cogido-in-fraganti, de ser-sorprendido, lo que

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de nuevo nos conduce al fenómeno del que me ve. Para Sartre, esto supone una descomposición,
una hemorragia de mi mundo.
Cuando me avergüenzo, reconozco el juicio del otro sobre mí. Por tanto, ser-visto se
confunde con ser-juzgado. La mirada del otro es un juez. Aquí radica, para Sartre, el punto clave de
su interpretación del otro. Mi relación con los otros se reduce a un constante ser-juzgado, y si hago
algo improcedente, a este juicio hay que añadir el fenómeno de la vergüenza, del ser-sorprendido-
infraganti. En esta última situación el juicio de los otros es mucho más evidente. Para Sartre, la
relación con los demás se reduce al ser-juzgado, a exponerse a su juicio. Mi reacción natural ante
este fenómeno es juzgar a mi vez al otro, decir, por ejemplo, que es idiota, para invalidar de esta
forma su juicio sobre mí. Sin embargo, en el contexto general, esto no cambia nada, ya que Sartre
concibe e interpreta las relaciones humanas como un juicio. No vamos a analizar ahora los porqués
de esta cuestión, aunque sí investigaremos qué elementos del hombre posibilitan esta interpretación.
La libertad es inherente al hombre. Si al ser-mirado yo me pongo en manos del juicio ajeno, esto
significa que estoy a merced de su libertad. El otro es libre, y por tanto yo soy incapaz de
presuponer cómo soy y actúo ante él. Podría afirmarse entonces que yo renuncio a su juicio. Sartre,
sin embargo, considera esto imposible en la medida en que yo obtengo mi ipsidad 1 en la
confrontación con el otro, en el retroceso de su mirada hacia mí.
Hay dos factores que determinan la existencia humana: la “trascendencia” y la “facticidad”.
¿Qué significan? Trascendencia es la capacidad del hombre de proyectarse hacia el futuro, de elegir
y concretar posibilidades. ¿Por qué Sartre lo llama trascendencia? Porque, gracias a esta capacidad,
el hombre no congela su existencia, no la fija en un estado determinado, sino que quebranta, supera
siempre su propia existencia, concretando y configurando a cada paso su proyecto. La trascendencia
es inaplicable a un objeto: éste jamás supera su condición.
La facticidad, por el contrario, se refiere al momento del estar-fijado, de la realización ya
establecida. Facticidad es la nación a la que pertenezco, las aptitudes que poseo, y también todo
cuanto he realizado hasta ese instante. Mis publicaciones y los beneficios obtenidos de ellas son ya
irrevocables. Facticidad y trascendencia es el par asimétrico de compañeros de existencia humana
que siempre permanecen vigentes.
El proceso de ser-mirado supone una pérdida de trascendencia. En la medida en que el otro
me sorprende bajo mi faceta de oyente indiscreto y curioso, congela y fija esta posibilidad
descartando otras muchas. Esa congelación o fijación es la facticidad. Al igual que los seres que
Sartre denomina “seres-en-sí”, condenados a la pura facticidad, el hombre se convierte en un ser
“cuasi-en-sí”, a pesar de que su existencia se distingue de la de los demás seres porque el hombre es
un “para-sí”, y por tanto puede actuar sobre sí mismo. Así pues, al emerger el otro, yo me convierto
en una “cuasi-cosa” entre las restantes cosas. “Mi pecado original es la existencia del otro”, ya que
su mirada es una especie de medusa: “yo siento la mirada del otro en el momento de mi acto, como
una solidificación y enajenación de mis propias posibilidades.” Mi trascendencia (o lo que es lo
mismo: mi capacidad para superar la facticidad) es trascendida por el otro y, en consecuencia,
puesta en manos del otro. “El otro, en cuanto mirada, no es otra cosa que mi trascendencia
trascendida.”
Al iniciar estas explicaciones veíamos que la emergencia del otro supone una amenaza para
mi mundo, es decir, para la estructuración mía de las cosas, puesto que él las estructura
considerándose a sí mismo como centro. En el curso de esta reestructuración, el otro me arrebata mi
mundo, me enajena mis posibilidades, me expulsa de mi mundo y me fija en un mundo extraño, sin
que yo pueda cambiar esa fijación.
Mis posibilidades de existir y de recuperar lo existente se transforman al sufrir la mirada
ajena, y yo las vivencio como posibilidades que el otro puede anular. Es más: yo lo conceptúo como
alguien que me acecha, buscando arruinar mis propias posibilidades para poder disponer de mí. En
un principio yo me mostraba orgulloso de poder disponer de las cosas, pero ahora me doy cuenta de

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que este poder-disponer es algo continuamente expuesto al peligro de quedar enajenado por el otro.
En consecuencia, mi relación con el otro se convierte en miedo del otro, ya que éste amenaza
siempre mi mundo y cuestiona mi trascendencia. “Ser mirado significa concebirse como objeto
desconocido de juicios incognoscibles.”
En la medida en que el otro me mira, me convierto en objeto para él, pero como es libre, yo
no puedo presuponer su juicio. Con estas premisas, Sartre equipara el ser-mirado con el ser-
esclavizado: “soy esclavo en la medida en que, en lo más hondo de mi ser, dependo de una libertad
que no es la mía y que incluso es requisito para mi existencia.”
Sartre no desmenuza lo suficiente este estado de desvalimiento, de estar-a-merced-del-otro,
de estar-esclavizado: “yo estoy en peligro.” Y este peligro no es un accidente, sino la estructura
permanente de mi ser-para-otro.”
El miedo es miedo a la libertad del otro; el orgullo y la vergüenza son momentos de
reconocimiento de la propia esencia, logrado a través de la presencia del otro; el sentimiento de
esclavitud emana de la enajenación de mis posibilidades. Lo más inquietante de la mirada del otro
es que él me tiene a mí por blanco, sin ser él mismo blanco para mí. El me agarra, me solidifica casi
como si yo fuera una cosa, me sitúa en su mundo, del que yo no puedo disponer, porque no soy
capaz de desplegar distancias, sino que penetro en las que él despliega.
Mencionemos aquí otra afirmación de Sartre: el conocimiento de sí mismo implica
necesariamente al otro. Esto es así porque para conocerme tengo que convertirme en objeto, pero
para esto es imprescindible el otro. Para mí mismo, yo sólo puedo ser objeto. Para convertirme en
objeto necesito un rodeo que pasa por el otro, reflejarme en una mirada que me devuelva la mía, ya
que para el otro soy simplemente un objeto.
“Mi ser-para-otro es una caída hacia la objetividad a través del vacío absoluto. Y como
caída es alienación, yo no puedo constituirme como objeto para mí mismo, porque en ningún caso
puedo alienarme a mí mismo.”
¿Somos entonces esclavos? ¿Estamos siempre atemorizados, amenazados, o existe la
posibilidad de rebelarse, de reaccionar? Hasta ahora tratábamos de clarificar que la mirada implica
“ser-mirado” por los demás, es decir, que el otro aparece como el sujeto que me mira, tomándome
como objeto. Vamos a analizar la reacción que subyace al fenómeno de ser-mirado, al
desprendimiento de la dependencia del otro y, en consecuencia, a la recuperación de la
trascendencia (o posibilidad de proyectarme hacia mi proyecto). ¿Cómo tiene lugar este fenómeno?
Recuperando a través de mi conciencia mi espontaneidad, mi libertad, dándome cuenta de que
poseo un abanico de posibilidades y proyectándome sobre una posibilidad libremente elegida. En el
momento en que obro así, la relación se transforma. Ya no es el otro, sino yo, quien asume la
responsabilidad de mi existencia. Más aún: yo asumo la responsabilidad de la existencia del otro.
“En cuanto tomo conciencia (de) mí mismo como una de mis libres posibilidades y en
cuanto me proyecto sobre mí mismo para realizar esta ipsidad, me convierto en responsable de la
existencia del otro: soy yo el que posibilito, por la afirmación de mi libre espontaneidad, la
existencia del otro, que no hay simplemente un retorno infinito de la conciencia a sí misma.”
El elemento decisivo de todo esto no es la conciencia misma, sino el proyecto. “En el
proyecto de mi posibilidad me percibo como ipsidad; no cargo la responsabilidad de mi existencia
sobre el otro, sino al revés: la existencia del otro me es adjudicada. Depende de mí no ser el otro.
Yo supero su trascendencia al realizar la mía propia. La existencia del otro se me aparece como una
existencia degradada. Si yo antes era objeto para el otro, y él era el sujeto que me miraba, ahora me
he convertido en sujeto y el otro en objeto. Él es ahora para mí aquel que no quiero ser.”
Por fin me desembarazo de sentimientos que revelaban mi entrega al otro, por ejemplo, de
la vergüenza. “La vergüenza genuina no es la sensación de ser este o aquel objeto censurable; sino,
en general, de ser un objeto, es decir, de reconocerme en ese ser degradado, dependiente y
petrificado que yo soy para el otro. La vergüenza es la sensación del pecado original, debida no al
hecho de haber cometido esta o aquella falta, sino de haber “caído” al mundo, en medio de las
cosas, y de necesitar la mediación del otro para ser lo que soy.”

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Sartre cree que el vestido intenta ocultar este carácter objetual de sustraerse a la mirada del
otro para ver uno solo. (Sartre no analiza aquí el papel que la vestimenta puede desempeñar para
atraer la mirada de los demás, de aquí que la moda sea mucho más importante para el sexo
femenino que para el masculino.)
Hemos intentado seguir el proceso del aparecer del otro en mi mundo, desde la fase en que
es aprehendido como objeto, pasando por la de ser-sujeto que me somete, hasta mi propio
sometimiento del otro. Hemos analizado cada fase sucesivamente, pero en modo alguno hemos de
pensar que mi conquista del otro es una victoria definitiva. El otro no ha pasado para siempre a mi
poder, ni yo me he librado de su miedo. Se trata de una relación mucho más inestable.
“Así pues, el otro-objeto es un artefacto explosivo que yo manejo con precaución, porque
huelo a su alrededor la posibilidad permanente de que se le haga explotar y de que, con dicha
explosión, yo experimente de nuevo la huida fuera de mí del mundo y la alienación de mi ser. Por
tanto, me preocupo constantemente de mantener al otro en su objetividad, y mis relaciones con el
otro-objeto no son otra cosa que artimañas destinadas a dejarlo siendo objeto.”
Con gran penetración Sartre ha descrito los sentimientos que me animan cuando me vivo
como objeto del otro. Contábamos también con ver analizadas las sensaciones inherentes a esa
situación de señor-siervo. Pero no existen, y explicamos ahora por qué: porque la victoria es
siempre incierta, porque el combate no concluye nunca. En consecuencia, jamás me desembarazaré
de la preocupación por los demás ni de su sometimiento. Cabe afirmar que si el otro como objeto
me exige constantes artimañas para mantenerlo dentro de sus límites, yo, a mi vez, también estoy en
sus manos. Hemos aludido a la dialéctica amo–esclavo, o dominio–servidumbre, examinada por
Hegel con tanta maestría. No es una casualidad, puesto que caracteriza el concepto que Sartre tiene
del hombre. Hasta ahora lo hemos intentado clarificar dentro de un marco teórico, a continuación
pueden leer una expresión literaria más directa: A puerta cerrada.

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