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El otro como objeto

TOEMOS ahora un paso atrás, y volvamos a nuestra descrip*-^ ción del encuentro. Mi
respuesta al otro consuma y configura mi encuentro con él. El otro y yo constituimos desde
entonces una diada o un dúo: una vinculación dual, en cuya estructura hay que distinguir su
contenido, su formalidad, el vínculo que a él y a mí nos une y la instancia determinante del
encuentro. Sabemos que tal instancia es el mutuo juego de nuestras libertades, dos libertades
finitas, personal y respectivamente encarnadas en su cuerpo y en el mío. Sabemos, en fin, que
de mi libertad y de la suya pende en último extremo lo que uno y otro nos seamos. Lo que él
sea para mí y lo que yo sea para él es consecuencia de lo que él y yo somos —de nuestro
«carácter»— y de la situación en que nuestro encuentro acaece; mas también, y aun sobre
todo, de lo que nosotros dos queramos ser uno para otro, de nuestra libertad. Mi libertad y la
del otro codeterminan decisivamente la forma específica, el contenido y el vínculo de nuestra
relación. Pues bien, decía yo: desde el punto de vista de mi libertad —no considerando todavía,
para mayor sencillez, la libertad del otro—, tres son los modos principales del encuentro y de la
relación: i.° Con mi respuesta, el otro va a ser para mí un objeto: relación de objetuidad.

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2.° Con mi respuesta, el otro va a ser para mí una persona: relación de personeidad. 3.0 Con
mi respuesta, yo voy a ser para el otro un.prójimo: relación de projimidad. Comencemos por
estudiar el primero de estos tres modos cardinales de la relación interhumana: el otro como
objeto.

I. He aquí el esquema de esta decisión: «En ti y por ti, tú eres una persona; pero siendo tú
persona —pudiendo y debiendo yo, por tanto, verte y tratarte como a tal persona—, yo decido
con mi respuesta a tu presencia que tú seas para mí mero objeto, algo puesto ante mí o
lanzado hacia mí —obiectum— en el camino de mi vida.» Sería aquí impertinente un estudio
pormenorizado y técnico de las distintas acepciones que la palabra «objeto» ha tenido en la
historia del pensamiento filosófico, desde la Escolástica medieval hasta hoy 1. Debo
conformarme indicando que la objetividad del otro determinada por esta decisión mía es la
propia de los «objetos reales» de la clasificación de A. Müller 2, con sus notas de espacialidad,
temporalidad y causalidad por acción recíproca. Convendrá, sin embargo, mostrar
sumariamente cómo estas notas se concretan y patentizan en el caso de ser otro hombre la
realidad objetivada. ¿Qué notas descriptivas caracterizan la apariencia del otro, en cuanto
objeto? Creo que las siguientes: 1.a La abarcabilidad. Reducido a objeto, el otro es, en
principio, un conjunto de caracteres o propiedades perfectamente abarcable: tal estatura, tal
color de la piel o de los ojos, tal inteligencia, tal memoria, etc. Como certeramente dice Gabriel
Marcel, quien mejor ejemplifica la actitud objetiva frente al otro es el funcionario que trata de
«definir» nuestra realidad personal reduciéndola a la serie de datos que responden a las
preguntas de su cuestionario. Sea cualquiera mi

' Véase la exposición sinóptica que hace J. Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía, s. v.
«Objeto», así como la amplia bibliografía que al término de ese artículo se menciona. 2 A.
Müller, Introducción a la Filosofía (trad. esp., Buenos Aires, 1937).

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modo de objetivarle, el otro en cuanto objeto es para mí un conjunto abarcable de datos


particulares. 2.a El acabamiento. El otro-objeto es para mí una realidad acabada, definitiva,
sida. Puedo verle, es cierto, teniendo en cuenta su futuro, como los psicólogos de la edad
infantil que hacen psicología «evolutiva»; pero si la actitud de mi espíritu es en verdad
objetivante, el futuro del otro será para mí un despliegue de lo que en potencia él está siendo
ahora. Lo cual vale tanto como decir que el otro, en principio, no podrá mostrar nada cualitativa
y verdaderamente nuevo, nada «original»: se limitará a patentizar lo que ya era. Si el decurso
temporal de la vida humana es concebido como despliegue de potencias y no como creación
de posibilidades (Zubiri), entonces, pese a toda apariencia de cambio, en el otro se verá un
ente acabado, concluso; tanto más, si lo que de él se considera es solo uno de sus ocasionales
estados. Digámoslo con el bien conocido título de Papini: como proceso evolutivo o en
cualquiera de sus aspectos estacionarios, el otro-objeto es uomo finito, hombre acabado y
calculable. Las posibilidades de su existencia no pasan de ser «posibilidades-muertas»
(Sartre). 3.0 La patencia. Siendo abarcable y acabado, el otro-objeto tiene que ser patente. Hay
en él, por supuesto, algo latente y compresente; pero lo que en un objeto me es compresente
—el reverso de un cuadro, la cara invisible de la Luna—, podría serme presente con solo
cambiar yo de punto de vista. Tal es la certidumbre tácita de quien contempla la realidad
psicofísica de otro hombre, cuando intencionalmente la ha reducido a la condición de objeto. La
latencia de un. «objeto» es solo un problema de punto de vista. 4.a La numerabilidad. En
cuanto objeto, el otro es una realidad numerable y aditiva. Una persona, un hombre con su
nombre y sus apellidos, es un unicum; como diría Laberthonnière, un hápax legómenon, algo
—alguien— frente a lo cual debe decirse lo que Dios con frecuencia dice a las personas en la
Escritura. «Yo te he conocido por tu nombre» (Ex., 33, 12 y 17, et saepe). En cuanto persona,
el otro es nombrable y no numerable; en cuanto objeto, el otro es más numerable que
nombrable: su nombre, entonces, es signo distintivo, y no símbolo verbal de una realidad libre y
creadora. De ahí que solo en cuanto objetos puedan ser sumados los hombres, porque, como
la aritmética enseña, solo las cantidades «homogéneas» son sumables entre sí. La estadística
demográfica, la economía de masas y, en general, toda vida política y administrativa fundada
sobre números, suponen una metódica conversión del otro en objeto. 5.a La cuantificación. El
otro-objeto no es solo numerable; es también cuantificable, susceptible de comparación
cuantitativa. Solo en cuanto objeto es un hombre más o menos que otro: más o menos alto,
inteligente, enérgico, etc. Viendo a todos sus hijos como personas —como personas-hijos—,
un padre no ama más a uno de ellos que a los restantes; para «preferir» a este o al otro ha de
considerarlos según sus respectivas cualidades; por lo tanto, ha de objetivarlos. En un mundo
de personas, los valores personales surgen como realidades cualitativamente incomparables;
en un mundo objetivante y objetivado, los valores personales se cuantifican, se hacen
mensurables. 6.a La distancia. El objeto es en principio exterior al sujeto frente al cual aparece;
real en el caso de los objetos reales, ideal en el caso de los objetos ideales, entre el sujeto y el
objeto hay siempre una «distancia» perceptiva y judicativa, incluso cuando la relación espacial
entre ambos es el contacto. No constituye excepción el hecho de ser un hombre la realidad
objetivada. Reducido a objeto, el otro es una realidad circunscrita, exterior y distante, un ente
susceptible de contemplación y de judicación «objetivas», en el sentido más técnico de esta
palabra. 7.a La probabilidad. Tal exterioridad y tal distancia hacen del otro-objeto una realidad
meramente probable. La autopercepción tiene, por supuesto, ídolos e ilusiones: con gran
lucidez y tenacidad nos lo hizo ver Scheler. Pero, con todo, yo solo puedo hallarme
incuestionablemente cierto respecto de los actos personales e íntimos que expresa el cogito
cartesiano, comprendidos los que me patetízan mi esencial vinculación con el mundo y mi
constitutiva religación con el ens

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fundaméntale; es decir, respecto de lo que no solo está en mí, sino que es mío, aunque lo sea
en la forma recíproca y pasiva de ser yo suyo. Todo lo que no es mío, aunque sea en mí, es
para mí realidad probable, no realidad cierta; y así el otro-objeto, en cuanto tal objeto, no puede
pasar de ser un ente probablemente expresivo y probablemente intencional y humano. 8.a La
indiferencia. Considerado como objeto, y por fuerte que sea mi vinculación con él, el otro no
pasa de serme indiferente: su desaparición o su ausencia no me son «irreparables». Perder a
un hombre que para nosotros es persona, deja en nuestra alma una cicatriz siempre sensible;
con su muerte, ese hombre se nos muere 3. La pérdida de un hombre que para nosotros es
mero objeto, podrá dolemos ocasionalmente, pero deja nuestra alma intacta; con su muerte,
ese hombre se muere, muere para sí solo. El otro-objeto afecta a nuestras más personales
posibilidades de un modo para nosotros gobernable, y esta es la razón por la cual llamé no-
afectante al encuentro con él. Estas ocho notas descriptivas quedan muy elocuente y
concisamente expresadas diciendo que el otro es siempre «él» y nunca «tú» para quien con su
respuesta le objetiva. Poco importa que tal respuesta sea una mirada observadora o
desdeñosa, una palabra interrogante o imperativa o un gesto distanciador. Cualquiera que sea
su modo, la intención objetivadora hace del otro un ente abarcable, acabado, patente,
numerable, cuantificado, distante, probable e indiferente. En definitiva, le naturaliza.
Librémonos de creer, sin embargo, que la relación de objetuidad no puede ser relación
amorosa. Dije páginas atrás que quien se encuentra con otro comienza viviendo la unidad
ambivalente y simultánea de dos posibilidades contrapuestas: la posibilidad de una
cooperación y la posibilidad de un conflicto. Pues bien: en cuanto relación interhumana, la
relación de objetuidad cumple la regla. Esto permite distinguir en

3 Recuérdese lo que dice Unamuno de la muerte del zapatero que nos hace los zapatos, no
solo por lucro, sino también para que los pies no nos impidan, con sus molestias, vacar a los
menesteres de nuestra vida más propiamente personal.

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ella un grupo de formas preponderantemente conflictivas y otro de formas preponderantemente


cooperativas o dilectivas. Estudiémoslas separadamente.

II. La relación conflictiva con el otro-objeto —más precisamente: la prolongación del encuentro
en trato objetivante y conflictivo— puede adoptar, a mi juicio, tres formas principales, según
que el otro sea para mí un obstáculo, un instrumento o un nadie. i. En cuanto objeto, el otro
puede serme, ante todo, un obstáculo, algo que se interpone enojosa y perturbadoramente en
el camino de mi vida. A veces, de un modo tangible e inmediato: tal es el caso de quien está
ante mí en la cola del autobús o del vendedor ambulante que me importuna durante mi paseo.
A veces, de un modo mediato e invisible, y este es, respecto de mí, el caso de quien en mi
escalafón profesional ocupa un lugar más alto, si es que en mi alma opera la menguada pasión
administrativa de «ascender». La verdad es que el otro —ente real y no engendro de mi
imaginación o de mi fantasía— es y no puede no ser para mí resistencia, obstáculo.
Recuérdese lo que siguiendo a Maine de Biran, Dilthey, Scheler y Ortega dije acerca de la
primera de las notas que constituyen al otro como tal: su realidad. «Despertamos por reflexión,
esto es, por un obligado retroceso hacia nosotros mismos —decía, a su vez, un idealista como
Schelling—. Pero sin resistencia no hay retroceso, y sin objeto no es pensable la reflexión» 4.
Tanto más, añado yo, si el objeto que nos resiste es un «sujeto», es decir, una «unidad
volitiva», dotada, según la vigorosa expresión de Dilthey, de una más intensa «energía de
realidad». El cuerpo del otro hace a este resistente y opaco, y su libertad le hace humanamente
imprevisible, otro modo de resistirme. Si su realidad visible, tangible e imprevisible no me fuese
«obstáculo», el otro no existiría para mí. La vida terrena del hombre es un constante chocar
con las realidades que constituyen su mundo propio; sin ellas, yo no podría ser «yo» —más
radicalmente:

* Werke, I, pág. 325.

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no podría ser hombre—, como la paloma del famoso ejemplo de Kant no podría volar sin la
resistencia del aire. Si las palomas pensasen, acaso se dijeran alguna vez: «Sin esta
resistencia que mis alas sienten, ¡cómo volaría yo!» Y la verdad es que sin ese estorbo no
volarían de ningún modo, no podrían volar. Del choque con los obstáculos del mundo en que
existo, y más aún cuando esos obstáculos son otros hombres, saca mi vida personal su
consistencia y su límite. La experiencia de la vida —si se quiere, la «densidad» de la propia
existencia— la adquiere ante todo el hombre en su constante y diversa colisión con los demás.
La formación del talento requiere soledad y calma, decía Goethe; pero el carácter —añadía—
solo en la corriente del mundo puede formarse. Desde fuera de mí, chocando conmigo cuando
yo entre ellos me muevo, los obstáculos que el mundo me opone —hombres, instituciones,
costumbres, cosas— van dando contenido a mi vida y constituyendo mi figura visible, mi límite,
según aquella sentencia de Antonio Machado:

Nunca traces tu frontera, ni cuides de tu perfil; todo eso es cosa de fuera.

O sea: haz constantemente todo lo que tú puedas, procura incluso ser ilimitado, que ya te
darán límite y contorno los obstáculos que en torno a ti has de encontrar. El otro, en suma, me
es y no puede no serme obstáculo, porque es realidad. Unas veces lo será de modo perfectivo,
cuando mi choque con él potencie o amplíe las posibilidades de mi existencia, y otras de modo
defectivo, cuando con el choque sufran mis posibilidades menoscabo. Todos tenemos en
nuestra experiencia personal vicisitudes de aquel y de este signo. Habrá ocasiones en que el
obstáculo opuesto por el otro sea meramente pasivo, como el del viajero en el pasillo de un
ómnibus repleto y el del colega que impide el ascenso en el escalafón; habrá otras, en cambio,
en que el obstáculo sea para mí activo y aun agresivo, bien como peligro inme

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diato, cuando el otro se me acerque empuñando un arma homicida, bien como «centro de
succión» de mis propias posibilidades, cuando alguien, como el vampiro existencial de las
aceradas descripciones de Sartre, no me deje vivir libremente con su presencia y su mirada.
«Más daño hace un mirón que cien comilones», vienen diciendo las gentes de Castilla, sin
haber leído los desarrollos ontológicos de L·'ètre et le néant. Nada más fino y más certero que
el análisis sartriano de la mirada objetivante, si se le refiere exclusivamente a las situaciones
por Sartre elegidas, y no se le convierte en canon de todo posible encuentro interhumano.
Sintiendo al otro como obstáculo, le miro y trato como puro objeto, me esfuerzo por definir su
realidad personal mediante las ocho notas descriptivas anteriormente consignadas. Para mí,
entonces, ya no es persona, sino pura naturaleza 6. Lo grave comienza cuando yo no quiero
limitarme a considerar al otro como obstáculo y paso a tratarle como a tal; esto es, cuando
siento su realidad como estorbo y trato de eliminarle de mi camino. De tres recursos principales
se vale el que así quiere proceder: i.° El asesinato físico. Puesto que el otro se interpone ante
mí como un obstáculo, yo, con toda frialdad o con pasión y arrebato, decido suprimirle
físicamente, asesinarle. Desde la muerte de Abel hasta los atroces asesinatos y genocidios
políticos del siglo xx, la supresión física del otro viene siendo uno de los motivos permanentes
de la conducta humana. No es solo por el rincón ibérico del planeta «por donde vaga errante la
sombra de Caín». 2.° El asesinato personal. Al otro —tal vez por cobardía, acaso por «cubrir
las formas»— se le respeta su existencia física, pero se le niega la plenitud de su vida
personal; quiero decir, la libertad. Aunque esta forma mitigada del asesinato no sea infrecuente
en las relaciones interhumanas propias de la

5 Puede leerse una bella descripción sartriana del encuentro objetivante a través de la mirada
—la mirada que reduce a posibilidadesmuertas las posibilidades del otro y determina su ser—
en Cervantes y la libertad, de L. Rosales, I, págs. 195 ss.

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vida privada, porque también en el seno de la familia hay abusos de autoridad, su campo más
propio es la vida pública. Reducir al «otro» al silencio —al acusado, impidiéndole defenderse o
trocando en pura ficción su defensa; al discrepante, haciéndole imposible la expresión de sus
opiniones, aunque estas sean legítimas—, es práctica común en la política de nuestro tiempo.
Sometida a tal merma su vida personal, el otro es un obstáculo parcial o totalmente objetivado
por el arbitrio del imperante. 3.0 La mera evitación. Al otro, ahora, se le desconoce, se le
reduce tácticamente a ser «nadie», y por tanto, «nada». La evitación del otro —que puede ser
lícita, y hasta plausible, cuando el encuentro con él se anuncie como física o moralmente
defectivo: ¿quién no se desviará de su camino, si sabe que en este le acecha un salteador o le
espera un importuno?—, la evitación del otro, digo, es la forma más tenue y solapada de su
anonadamiento. Evitando el encuentro con el herido de la parábola del Samaritano, el
sacerdote y el levita tratan de que ese hombre no sea en sus vidas respectivas. Procurarán
olvidarlo, y si alguien les pregunta si en el camino de Jerusalén a Jericó han visto a un hombre
herido, lo más probable es que respondan así: «No, no me he encontrado con nadie» 6. Así
como Freud escribió una Vsicopatología de la vida cotidiana, cabría componer una
Criminologia de la vida diaria, en la cual se describiesen e interpretasen las mil y una formas
del anonadamiento táctico del otro: el arte de volver la mirada hacia donde él no está, la
ocultación de algo —noticias, lecturas—• cuyo conocimiento puede beneficiarle, la evitación de
su nombre cuando sería justo o caritativo mencionarlo, y tantas más. Desconocer al otro es la
manera más sutil —a veces, la manera más cruel— de impedir que llegue a ser obstáculo. Si el
otro, ya objetivado por mí, y ya por mí tratado como obstáculo, replica a mi acción supresora
con otra semejante, el resultado será el bellum omnium contra omnes, de Hobbes, o —en
versión más civil y mitigada— la pugna por la mutua 6 De nuevo remito al fino ensayo de M.
Chastaing «Du Lévite au Samaritain», en L'amour du prochain.
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objetivación que Sartre tan acabadamente ha descrito. Pero una y otra situación son a la larga
insostenibles; y así, si el asesinato físico o personal no ha acabado con la existencia visible del
otro —bajo forma de genocidio en la concepción hobbesiana de la vida política, como asesinato
de novela policiaca en la concepción sartriana de la relación interpersonal—, acabará
imponiéndose el pacto con él, la relación contractual. Un convenio, sea de señorío y
servidumbre7 o de equiparación de derechos, regula entonces la alteridad, y trata de reducir al
mínimo la condición de «Infierno» —l'Enfer, c'est les autres— de una sociedad en que el
prójimo es y no deja de ser obstáculo. No solo a esto debe ser reducida la sociedad
contractual: pronto lo veremos; pero, en su total estructura, siempre hay en ella algo de esto.
Habiendo sido el yoísmo individualista su fundamento principal, ¿cabía esperar otra cosa? Un
examen detenido de la sociedad «moderna» —recuérdense los de Scheler y Ortega, súmese a
ellos el de Vierkandt 8— y una historia rigurosa de las teorías de la vida social y política que en
ella han aparecido —Hobbes, Rousseau, Hegel, Comte, Spencer 9—, demostrarán con
evidencia que la visión del otro como obstáculo es parte principal de su esencia. ¿Y si el otro,
pese a mi decisión, no quiere serme obstáculo? ¿Y si se obstina en responder a mis acciones
supresoras con acciones de prójimo? Al estudiar las formas conflictivas de la relación de
projimidad —más de una vez se han dado y seguirán dándose en el curso de la historia—,
volverá a surgir ante nosotros este delicado problema psicológico y social. 2. Además de
obstáculo, el otro-objeto puede serme instrumento. Un instrumento es un objeto de cuyas
propiedades yo me valgo para la realización de mis propios fines. No puedo

7 Tal es el pacto que impone el vencedor, quia nominatur leo. Reléase el capítulo consagrado a
Hegel, contémplese la realidad de las sociedades regidas por el arbitrio de quien en ellas ha
vencido. 8 Artículo «Kultur des 19. Jahrhunderts und der Gegenwart», en el Handbuch der
Soziologie por él dirigido (Stuttgart, 1931). 9 De nuevo remito al libro Historia y estructura del
pensamiento social, de E. Gómez Arboleya.

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transcribir aquí los brillantes y bien conocidos análisis ontológicos de Heidegger y de Sartre en
torno al ser del Zeug y de la ustensilité; debo consignar, en cambio, la frecuencia con que en la
vida privada y en la vida pública queda reducido el otro a la condición de instrumento y
utensilio. La decisión —tácita o expresa— reza ahora así: «Puesto que yo puedo, tú vas a ser
para mí un objeto a mi servicio; tus potencias y posibilidades no van a ser tuyas, sino mías.»
Esto es lo que logra el señor del siervo en la visión hegeliana de la relación interindividual10, y
no otra es la meta del «conflicto» sartriano, en cuanto «sentido original del ser-para-otro» (EN,
431). En tal caso, el otro es para mí objeto de posesión, cosa poseída; mi relación con él, diría
Gabriel Marcel, no pertenece al étre, sino al avoir. Hay casos extremos: la esclavitud, la
prostitución. El dueño de un esclavo priva a este incluso de la verdad de su persona, porque el
señor —diría Hegel— es la verdad del esclavo: como monstruosa simia Christi, el señor
pretende ser una persona con dos naturalezas, la suya y la de quien le sirve. «El esclavo —
afirmaba muy seriamente Aristóteles— es un instrumento animado, y el instrumento un esclavo
inanimado» (Eth. Nú., 1161 b, 3). Y el que por dinero hace suyo el cuerpo de una prostituta,
como instrumento y cosa la «posee». El término «posesión» cobra entonces su sentido fuerte.
No siempre es tan escandalosa la utilización instrumental del otro. La concepción de la vida
social como una dialéctica de producción y consumo hace ver en el otro un puro productor-
consumidor, y trueca sistemáticamente a la persona en instrumento, sea capitalista o
comunista el modo de entender el proceso económico. La literatura filosófica y sociológica de
orientación personalista —E. Mounier, G. Marcel, D. Riesman, W. H. Whythe, etc.—• ha
subrayado con energía esta creciente conversión social de la «persona» en «funcionario» 11.
¿Qué otra cosa sino un inmenso sistema cerrado de mutuas utilizaciones instrumentales es la
convivencia social

10 Mientras esta relación no ha llegado a ser allgemeines Selbstbewusstsein o «conciencia de


sí general». Recuérdese. 11 Remito, sobre todo, a los libros Le personnalisme (1949), de

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y política en las sociedades «modernas»? El funcionario público utiliza al ciudadano, y el


ciudadano al funcionario; el litigante utiliza al jurista como legisperito, y este al litigante como
fuente de lucro; y así el vendedor y el cliente, el médico y el enfermo, el artista y sus
compradores, y todos entre sí. Fundada sobre esta visión instrumental del otro, una enorme y
minuciosa serie de contratos tácitos o expresos sirve de osamenta a la sociedad de nuestro
tiempo. No solo para hacer mínimo y tolerable el obstáculo del otro es contractual nuestra
sociedad; también, y aun sobre todo, para regular de manera firme, racional y previsible la
recíproca utilización a que voluntariamente se someten los individuos que la componen. No
quiero entonar aquí un fácil treno —uno más— contra la sociedad contractual, y de buen grado
hago mías las discretas palabras con que recientemente ha definido sus fueros el filósofo G.
Bastide 12. La ya tópica contraposición de Tònnies entre una «comunidad» vital y afectiva
(Gemeinschafí) y una «sociedad» artificial e individualista (Gesellschaft), opone en rigor dos
tipos ideales, porque no hay sociedad que en alguna medida no sea comunitaria, ni comunidad
que no posea elementos contractuales en su estructura. Llamo relación contractual, con
Bastide, «a un modo de comportamiento específicamente humano, por el cual varias personas,
concertadas entre sí para prever y organizar alguna acción futura, se comprometen, cada una
en aquello que le concierne, a conformar su acción personal al conjunto organizado de la
acción total prevista». Así entendida la vinculación contractual, ¿es concebible sin ella una
sociedad en que la inteligencia del hombre tenga su parte congrua? Lo cual dista mucho de
afirmar que el contrato —y, por lo tanto, la visión del otro como un objeto dotado de
propiedades utilizables— sea y deba ser la forma radical de la relación interhumana.

E. Mounier; The lonely Crowd (1950), de D. Reisman, y The Organization Man (1956), de W. H.
Whyte. Más amplia bibliografía en el Diccionario de Filosofia de Ferrater Mora, s. v. «Persona»
y «Personalismo». 12 «Le comportement contractuel», en Homo III. Aúnales publiées par la
Faculté des Lettres de Toulouse, V (1956), págs. 5-16.

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Contractual o no, toda sociedad tiene en el poder político su más importante centro ordenador,
y esta realidad inexorable nos pone ante uno de los más graves problemas de la convivencia
social: el problema de la relación entre el imperante y el subdito. Dejemos a un lado la que
existe entre el gobernante capaz de sentir como obstáculo la personalidad de sus subditos, y la
fracción de estos que para él sea puro estorbo; atengámonos tan solo a la relación imperante-
subdito tal como se plantea dentro de una legitimidad a la vez verdadera y aceptada. Esa
relación ¿puede no ser objetivante? Y si el otro, en ella, es trocado en objeto, ¿puede ser otra
cosa que instrumento? El otro, en ella, tiene que ser objeto. No toquemos ahora la cuestión de
si es posible —parcialmente posible— una relación política verdaderamente interpersonal. En
los dos capítulos subsiguientes reaparecerá el tema. En este debo afirmar que, considerada en
su integridad, la relación política tiene que objetivar al otro. Y esto no solo porque el imperante
suele no tratar físicamente a los subditos sobre que impera —en fin de cuentas, no es
imposible ser prójimo de un hombre a quien no se ve—, sino, ante todo, porque la vinculación
entre aquel y estos se ordena respecto de un «todo» impersonal o transpersonal (el «todo» del
pueblo o la nación a que uno y otros pertenecen) y respecto de un «futuro» más o menos
remoto (el futuro histórico de tal pueblo o nación). Imaginemos el caso del gobernante menos
atento a su interés personal, más desvelado por el bien de sus subditos. Este «bien» a que sus
acciones tienden, ¿es el mío, el tuyo, el del otro? Sin duda; mas no en cuanto yo, tú y el otro
somos personas individuales, sino en cuanto formamos parte del «todo» de nuestro pueblo y a
ese «todo» consagramos nuestra actividad; es decir, en cuanto somos partes integrales de un
conjunto objetivo superior a nosotros. En definitiva, en cuanto todos nosotros somos «objetos»
e «instrumentos». La concepción menos retórica y más eficaz del bonum commune 13 —el
mayor bien posible del mayor número posible— 13 La expresión «bien común» es con
frecuencia empleada de una manera puramente retórica y táctica.

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no es capaz de impedir esa objetivación instrumental del otro. Tanto menos la impedirá, si el
término de ese «bien común» se proyecta hacia un futuro remoto. P. H. Simón contrapone
temáticamente la filantropía cristiana y la filantropía marxista. Una es amor al hombre en Dios,
y la otra amor al hombre por el hombre; mas no solo en el orden de los principios difieren
ambas entre sí: la caridad cristiana considera ante todo la persona concreta y viviente, es amor
al «próximo», al paso que la filantropía marxista se orienta sobre todo hacia una hipotética
plenitud de la «naturaleza humana», hacia un ser ideal y lejano al cual se debe sacrificar la
dignidad, la conciencia individual, la dicha, la paz y la justicia de la generación presente 14.
Frente al mandamiento del «amor al próximo» surge ahora aquel imperativo del «amor al
lejano» que Nietzsche, otro gran despersonalizador, ya había proclamado. Pero esto, ¿es por
ventura exclusivo de la mentalidad marxista? «Cuando, en 1916, el Estado Mayor francés
decidió defender Verdun a toda costa, firmó la sentencia de muerte de cuatrocientos mil
jóvenes de sangre caliente y ojos bien abiertos, en favor de la independencia nacional, es
decir, en favor de una condición de existencia juzgada como mejor por una comunidad de
hombres creada por los antepasados y llamada a persistir en el tiempo» 16. Convertidos en
objeto e instrumento, esos jóvenes fueron entregados al sacrificio. No pongamos en duda la
inmensa gravedad moral, el terrible dolor íntimo de los que dieron esa orden. No discutamos
tampoco su licitud: la inmensa mayoría de los franceses hubiese dicho entonces y seguirá
diciendo ahora: «Bien dada está». Limitémonos a constatar el carácter objetivante de la
relación política •—la guerra, mil veces se ha dicho, no es sino política con otros medios—, y a
preguntarnos si desde un punto de vista «personalista»

14 La «dictadura del proletariado», con la dura represión que lleva consigo, es la expresión
política de esta mentalidad; la preferencia dada a la industria pesada sobre la industria de
bienes de consumo es su expresión técnica. 15 P. H. Simón, «Note sur l'amour du prochain»,
en ha présence d'autrui, pág. 145.

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es de algún modo posible justificar esa reducción del hombre a objeto e instrumento 16.
Volveré sobre el tema. 3. La conversión del otro en nadie es la tercera de las formas
conflictivas de la relación objetivante. Hemos visto cómo el desconocimiento táctico del otro —
la evitación de su presencia, el comportamiento frente a él como si él no existiese— suele
servir de recurso, lícito unas veces, ilícito otras, cuando se le considera como mero obstáculo.
Pero ahora me estoy refiriendo a algo más grave: a la conducta de los hombres para quienes
en principio no hay en el mundo «nadie». Tratan estos en su vida, claro está, con individuos
humanos, y no vacilan en llamarles «hombres», como en torno a ellos es general costumbre.
Es tan arraigado y fuerte, sin embargo, su hábito de tratar objetivamente al otro, que jamás
entablan con este una relación estrictamente personal. Viven, pues, en un mundo de puros
objetos, genérica y funcionalmente ordenados en cosas, plantas, animales y unos seres
humanos que no pasan de ser obstáculo, instrumento o espectáculo. Un cartesiano
doctrinariamente puro, un sujeto que ante los bultos que pasan bajo su ventana tenga que
decidir reflexivamente si son muñecos u hombres 17, es un ente para quien en el mundo no
hay personas, no hay «nadie». Y si ese ente humano es un pensador, su doctrina será el
solipsismo. «El solipsismo en este sentido —ha escrito Scheler— conduce... a aquella visión
del mundo que Stirner ha estampado tan plásticamente en su libro El Único y su Propiedad. El
ego —no como ego en general— es en ella, en efecto, lo absolutamente real y el único. Todos
los demás son para él objetos de uso, dominación o goce, como bien claramente indica la
palabra propiedad» (EFS, 89). Pensadores o no, no son pocos los hombres para quienes la
sociedad humana, sistemática o consecuentemente convertida en objeto, es un inmenso y
multiforme «Nadie».

16 Este es, en definitiva, el problema sociológico y moral a que trata de dar respuesta la
Critique de la raison dialectique, de Sartre. 17 Es decir, un individuo que sea más cartesiano
que el propio Descartes. Recuérdese lo dicho en la Primera Parte. Solo muy pocas horas al
año era Descartes lo que solemos llamar un «cartesiano».

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