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SELECCIÓN DE TEXTOS
El término de en-sí que hemos tomado de la tradición para designar al ser trascendente
es impropio. En efecto, en el límite de la coincidencia consigo mismo el sí se desvanece
dando paso al ser idéntico. El sí no puede ser una propiedad del ser en-sí. Por naturaleza
es un reflexivo, como ya lo indica suficientemente la sintaxis, y en particular, el rigor
lógico de la sintaxis latina y las distinciones estrictas que la gramática ha establecido
entre el uso del «eius» y el del «sui». El sí remite, pero remite precisamente al sujeto.
Indica una relación del sujeto consigo mismo y esta relación es precisamente una
dualidad particular, puesto que exige símbolos verbales particulares. Pero, por otra
parte, el sí no designa al ser ni como sujeto ni como complemento. Si considero, por
ejemplo, el «se» de «se aburre», constato que éste se entreabre para dejar aparecer tras
él al sujeto mismo. No es el sujeto, ya que el sujeto, sin relación consigo, se condensaría
en la identidad del en-sí. Tampoco es una articulación consistente de lo real, puesto que
tras él deja aparecer al sujeto. De hecho, el sí no puede ser tomado como un existente
real. El sujeto no puede ser sí, ya que la coincidencia consigo hace, como hemos visto,
desaparecer al sí. Pero tampoco puede no ser sí, puesto que el sí es indicación del sujeto
mismo. El sí representa una distancia ideal en la inmanencia del sujeto con respecto a sí
mismo, una manera de no ser su propia coincidencia, de escapar a la identidad al mismo
tiempo que la sitúa como unidad; en resumen, de ser un equilibrio perpetuamente
inestable entre la identidad como cohesión absoluta, sin rastro de diversidad, y la unidad
como síntesis de una multiplicidad. Es lo que llamaremos la presencia de sí. La ley de
ser del para-sí como fundamento ontológico de la conciencia es la de ser él mismo bajo
la forma de presencia de sí.
[...]
De esta manera, la nada es este agujero del ser, esta caída del en-sí hacia el sí por medio
de la que se constituye el para-sí. Pero esta nada sólo puede «ser sido» cuando su
existencia prestada es correlativa de un acto anulante del ser. A este acto perpetuo por el
que el en-sí se degrada en presencia de sí le llamaremos acto ontológico. La nada es la
puesta en cuestión del ser por el ser, es decir, justamente la conciencia o para-sí. Es un
acontecimiento absoluto que llega al ser por el ser y que, sin tener al ser, está
perpetuamente sostenido por el ser. Estando aislado el ser en sí en su ser por su total
positividad, ningún ser puede producir ser y nada puede ocurrirle al ser por el ser que no
sea la nada. La nada es la posibilidad propia del ser y su única posibilidad. Y eso que
esta posibilidad original sólo aparece en el acto absoluto que la realiza. Siendo la nada
nada de ser, sólo puede llegar al ser por el ser mismo. Sin duda alguna, llega al ser por
un ser singular que es la realidad humana. Pero este ser se constituye como realidad
humana en tanto que no es más que el proyecto original de su propia nada. La realidad
humana es el ser en tanto que es, en su ser y para su ser, fundamento único de la nada en
el seno del ser.
El Ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, traducción de Juan Valmar, p. 127, 129.
EXISTENCIA Y SUBJETIVIDAD
En este sentido, podría definirse el cuerpo como la forma contingente que la necesidad
de mi contingencia toma. No es otra cosa que el para-sí; no es un en-sí en el para-sí,
pues entonces fijaría todo. Si no que es el hecho de que el para-sí no es su propio
fundamento, en tanto que ese hecho se traduce por la necesidad de existir como ser
contingente comprometido en medio de los seres contingentes. En tanto que tal, el
cuerpo no se distingue de la situación del para-sí, puesto que, para el para-sí, existir o
situarse son una sola y misma cosa; y se identifica, por otra parte, con el mundo íntegro,
en tanto que el mundo es la situación total del para-sí y la medida de su existencia. Pero
una situación no es un puro dato contingente: muy por el contrario, no se revela sino en
la medida en que el para-sí la trasciende hacia sí mismo. Por consiguiente, el cuerpo-
para-sí no es nunca un dato que yo pueda conocer: es ahí doquiera, como lo trascendido;
no existe sino en tanto que le escapo nihilizándome; es lo que nihilizo. Es el en-sí
trascendido por el para-sí que nihiliza y vuelva a capturar al para-sí en ese mismo
trascender. Es el hecho de que soy mi propia motivación sin ser mi propio fundamento;
el hecho de que no soy nada sin tener-de-ser lo que soy y, empero, en tanto que tengo-
de-ser lo que soy, soy sin tener-de-serlo. En cierto sentido, pues, el cuerpo es una
característica necesaria del para-sí: no es verdad que sea el producto de una decisión
arbitraria de un demiurgo, ni que la unión del alma y del cuerpo sea el acercamiento
contingente de dos sustancias radicalmente distintas; sino, al contrario, de la naturaleza
misma del para-sí deriva necesariamente que el para-sí sea cuerpo, es decir, que su
escaparse nihilizador al ser se haga en la forma de un comprometimiento en el mundo.
Empero, en otro sentido, el cuerpo manifiesta mi contingencia, e inclusive no es sino
esta contingencia: los racionalistas cartesianos tenían razón cuando se asombraban ante
esta característica; en efecto, el cuerpo representa la individuación de mi
comprometimiento en el mundo. Y tampoco erraba Platón cuando daba el cuerpo como
lo que individualiza al alma. Sólo que seria vano suponer que el alma pueda arrancarse a
esta individuación separándose del cuerpo por la muerte o por el pensamiento puro,
pues el alma es el cuerpo en tanto que el para-sí es su propia individuación.
¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre
empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo y que después se define. El
hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por
no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay
naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no
sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de
la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no
es otra cosa que lo que él se hace.
El existencialismo es un humanismo, Huáscar, Buenos Aires
En primer lugar, he aquí que existo en tanto que yo para mi conciencia irreflexiva. Esta
irrupción del yo es, inclusive, lo que más a menudo se ha descrito: me veo porque se
me ve, se ha podido escribir. [...] Pero he aquí que el yo viene a morar en la conciencia
irreflexiva. Ahora bien, la conciencia irreflexiva es conciencia del mundo. El yo existe,
pues, para ella en el plano de los objetos del mundo; [...] La vergüenza o el orgullo me
revelan la mirada del prójimo, y a mí mismo en el extremo de esa mirada. Pero la
vergüenza [...], es vergüenza de sí, es reconocimiento de que efectivamente soy ese
objeto que otro mira y juzga. [...] Soy, allende todo el conocimiento que pueda tener,
ese yo que otro conoce. Y este yo que soy, lo soy en un mundo que otro me ha alienado,
pues la mirada del otro abarca mi ser y, correlativamente, las paredes, la puerta, la
cerradura, todas esas cosas-utensilios en medio de las cuales soy, vuelven hacia el otro
un rostro que se me escapa por principio. [...]
Con la mirada ajena, la «situación» se me escapa, o, por usar una expresión trivial pero
que traduce bien nuestro pensamiento: ya no soy dueño de la situación. [...] La aparición
del otro hace aparecer en la situación un aspecto no querido por mí, del cual no soy
dueño y que me escapa por principio, puesto que es para el otro. [...]
Por la mirada ajena, me vivo como fijado en medio del mundo, como en peligro, como
irremediable. Pero no sé ni quién soy ni cuál es mi sitio en el mundo, ni qué faz vuelve
hacia el otro ese mundo en el que soy.
LA NÁUSEA
¿Negra? Sentí que la palabra se desinflaba, se vaciaba de sentido con una rapidez
extraordinaria. ¿Negra? La raíz no era negra, no era negro lo que había en este trozo de
madera, sino... otra cosa; el negro, como el círculo, no existía. Yo miraba la raíz: ¿era
más que negra o más o menos negra? Pero pronto dejé de interrogarme porque tenía la
impresión de pisar terreno conocido. Sí, yo ya había escrutado, con esa inquietud,
objetos innominables; yo había intentado -en vano- pensar algo sobre ellos, y ya había
sentido que sus cualidades frías e inertes se me escapaban, se deslizaban entre mis
dedos. [...]
Digamos más bien que hay que comparar la elección moral con la construcción de una
obra de arte. [...] Se ha reprochado jamás a un artista que hace un cuadro el no
inspirarse en reglas establecidas a priori? ¿Se ha dicho jamás cuál es el cuadro que debe
hacer? Está bien claro que no hay cuadro definitivo que hacer, que el artista se
compromete a la construcción de su cuadro, y que el cuadro por hacer es precisamente
el cuadro que habrá hecho; está bien claro que no hay valores estéticos a priori, pero que
hay valores que se ven después en la coherencia del cuadro, en las relaciones que hay
entre la voluntad de creación y el cuadro. Nadie puede decir lo que será la pintura de
mañana; sólo se puede juzgar la pintura una vez realizada. ¿Qué relación tiene esto con
la moral? Estamos en la misma situación creadora. No hablamos nunca de la gratuidad
[irresponsabilidad] de una obra de arte. Cuando hablamos de un cuadro de Picasso,
nunca decimos que es gratuito; comprendemos perfectamente que Picasso se ha
construido tal como es, al mismo tiempo que pintaba; que el conjunto de su obra se
incorpora a su vida.
Lo mismo ocurre en el plano de la moral. Lo que hay de común entre el arte y la moral
es que, en los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos decir a priori lo
que hay que hacer.