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JEAN PAUL SARTRE.

SELECCIÓN DE TEXTOS

EL EN-SÍ, EL PARA-SÍ Y LA NADA

El término de en-sí que hemos tomado de la tradición para designar al ser trascendente
es impropio. En efecto, en el límite de la coincidencia consigo mismo el sí se desvanece
dando paso al ser idéntico. El sí no puede ser una propiedad del ser en-sí. Por naturaleza
es un reflexivo, como ya lo indica suficientemente la sintaxis, y en particular, el rigor
lógico de la sintaxis latina y las distinciones estrictas que la gramática ha establecido
entre el uso del «eius» y el del «sui». El sí remite, pero remite precisamente al sujeto.
Indica una relación del sujeto consigo mismo y esta relación es precisamente una
dualidad particular, puesto que exige símbolos verbales particulares. Pero, por otra
parte, el sí no designa al ser ni como sujeto ni como complemento. Si considero, por
ejemplo, el «se» de «se aburre», constato que éste se entreabre para dejar aparecer tras
él al sujeto mismo. No es el sujeto, ya que el sujeto, sin relación consigo, se condensaría
en la identidad del en-sí. Tampoco es una articulación consistente de lo real, puesto que
tras él deja aparecer al sujeto. De hecho, el sí no puede ser tomado como un existente
real. El sujeto no puede ser sí, ya que la coincidencia consigo hace, como hemos visto,
desaparecer al sí. Pero tampoco puede no ser sí, puesto que el sí es indicación del sujeto
mismo. El sí representa una distancia ideal en la inmanencia del sujeto con respecto a sí
mismo, una manera de no ser su propia coincidencia, de escapar a la identidad al mismo
tiempo que la sitúa como unidad; en resumen, de ser un equilibrio perpetuamente
inestable entre la identidad como cohesión absoluta, sin rastro de diversidad, y la unidad
como síntesis de una multiplicidad. Es lo que llamaremos la presencia de sí. La ley de
ser del para-sí como fundamento ontológico de la conciencia es la de ser él mismo bajo
la forma de presencia de sí.

A menudo se ha tomado esta presencia de sí por una plenitud de existencia, y un


prejuicio bastante difundido entre los filósofos hace que se atribuya a la conciencia la
más alta dignidad de ser. Pero no se puede seguir manteniendo este postulado después
de una descripción más avanzada de la noción de presencia. En efecto, toda «presencia»
implica dualidad, por tanto separación, al menos virtual. La presencia del ser en sí
implica un despegue del ser respecto de sí. La coincidencia de lo idéntico es la auténtica
plenitud de ser, justamente porque en esta coincidencia no se deja lugar a negatividad
alguna.

[...]
De esta manera, la nada es este agujero del ser, esta caída del en-sí hacia el sí por medio
de la que se constituye el para-sí. Pero esta nada sólo puede «ser sido» cuando su
existencia prestada es correlativa de un acto anulante del ser. A este acto perpetuo por el
que el en-sí se degrada en presencia de sí le llamaremos acto ontológico. La nada es la
puesta en cuestión del ser por el ser, es decir, justamente la conciencia o para-sí. Es un
acontecimiento absoluto que llega al ser por el ser y que, sin tener al ser, está
perpetuamente sostenido por el ser. Estando aislado el ser en sí en su ser por su total
positividad, ningún ser puede producir ser y nada puede ocurrirle al ser por el ser que no
sea la nada. La nada es la posibilidad propia del ser y su única posibilidad. Y eso que
esta posibilidad original sólo aparece en el acto absoluto que la realiza. Siendo la nada
nada de ser, sólo puede llegar al ser por el ser mismo. Sin duda alguna, llega al ser por
un ser singular que es la realidad humana. Pero este ser se constituye como realidad
humana en tanto que no es más que el proyecto original de su propia nada. La realidad
humana es el ser en tanto que es, en su ser y para su ser, fundamento único de la nada en
el seno del ser.

El Ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, traducción de Juan Valmar, p. 127, 129.

EL CUERPO PROPIO NO ES UNA COSA

El problema del cuerpo y de sus relaciones con la conciencia se ve a menudo oscurecido


por el hecho de empezarse por considerar el cuerpo como una cosa dotada de sus leyes
propias y capaz de ser definida desde afuera, mientras que la conciencia se alcanza por
el tipo de intuición íntima que le es propia. En efecto: si, después de haber captado mi
conciencia en su interioridad absoluta, trato, por una serie de actos reflexivos, de unirla
a cierto objeto viviente constituido por un sistema nervioso, un cerebro, glándulas,
órganos digestivos, respiratorios y circulatorios, cuya materia es analizable
químicamente en átomos de hidrógeno, carbono, ázoe, fósforo, etc., encontraré
insuperables dificultades: pero estas dificultades provienen de que intento unir mi
conciencia no a mi cuerpo sino al cuerpo de los otros. En efecto: el cuerpo cuya
descripción acabo de esbozar no es mi cuerpo tal cual es para mí. No he visto ni veré
jamás mi cerebro ni mis glándulas endocrinas. Sino que, simplemente, de lo que he
observado yo, hombre, al ver disecar cadáveres de hombres, de lo que he leído en
tratados de fisiología, concluyo que mi cuerpo está constituido exactamente como todos
los que se me han mostrado en una mesa de disección o cuya representación en colores
he contemplado en los libros. Sin duda, se me dirá que los médicos que me han curado,
los cirujanos que me han operado, han podido hacer la experiencia directa de este
cuerpo que no conocía por mí mismo. No lo niego, y no pretendo estar desprovisto de
cerebro, corazón o estómago. Pero importa ante todo escoger el orden de nuestros
conocimientos: partir de las experiencias que los médicos han podido hacer sobre mi
cuerpo es partir de mi cuerpo en medio del mundo y tal como es para otro. Mi cuerpo,
tal cual es para mí, no se me aparece en medio del mundo. Sin duda, he podido ver yo
mismo en una pantalla, durante una radioscopia, la imagen de mis vértebras; pero yo
estaba, precisamente, afuera, en medio del mundo; captaba un objeto enteramente
constituido, corno un esto entre otros estos, y sólo por un razonamiento lo reducía a ser
el mío: era mucho más mi propiedad que mi ser.

El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, 4ª. ed.,


traducción de Juan Valmar, Cap. II, p. 386-387.

EXISTENCIA Y SUBJETIVIDAD

El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no


existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que
existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o
como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede
a la esencia? Significa que el hombre comienza por existir, se encuentra, surge en el
mundo, y que después se define. [...] El hombre no es otra cosa que lo que él se hace.
Éste es el primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama subjetividad.
[...] Porque queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza
por ser algo que se lanza a un porvenir, y que es consciente de proyectarse hacia el
porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de
ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto;
nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser.

El existencialismo es un humanismo, Huáscar, Buenos Aires 1972, p.15 -16.

FORMA CONTINGENTE DE LA NECESIDAD DE MI CONTINGENCIA

En este sentido, podría definirse el cuerpo como la forma contingente que la necesidad
de mi contingencia toma. No es otra cosa que el para-sí; no es un en-sí en el para-sí,
pues entonces fijaría todo. Si no que es el hecho de que el para-sí no es su propio
fundamento, en tanto que ese hecho se traduce por la necesidad de existir como ser
contingente comprometido en medio de los seres contingentes. En tanto que tal, el
cuerpo no se distingue de la situación del para-sí, puesto que, para el para-sí, existir o
situarse son una sola y misma cosa; y se identifica, por otra parte, con el mundo íntegro,
en tanto que el mundo es la situación total del para-sí y la medida de su existencia. Pero
una situación no es un puro dato contingente: muy por el contrario, no se revela sino en
la medida en que el para-sí la trasciende hacia sí mismo. Por consiguiente, el cuerpo-
para-sí no es nunca un dato que yo pueda conocer: es ahí doquiera, como lo trascendido;
no existe sino en tanto que le escapo nihilizándome; es lo que nihilizo. Es el en-sí
trascendido por el para-sí que nihiliza y vuelva a capturar al para-sí en ese mismo
trascender. Es el hecho de que soy mi propia motivación sin ser mi propio fundamento;
el hecho de que no soy nada sin tener-de-ser lo que soy y, empero, en tanto que tengo-
de-ser lo que soy, soy sin tener-de-serlo. En cierto sentido, pues, el cuerpo es una
característica necesaria del para-sí: no es verdad que sea el producto de una decisión
arbitraria de un demiurgo, ni que la unión del alma y del cuerpo sea el acercamiento
contingente de dos sustancias radicalmente distintas; sino, al contrario, de la naturaleza
misma del para-sí deriva necesariamente que el para-sí sea cuerpo, es decir, que su
escaparse nihilizador al ser se haga en la forma de un comprometimiento en el mundo.
Empero, en otro sentido, el cuerpo manifiesta mi contingencia, e inclusive no es sino
esta contingencia: los racionalistas cartesianos tenían razón cuando se asombraban ante
esta característica; en efecto, el cuerpo representa la individuación de mi
comprometimiento en el mundo. Y tampoco erraba Platón cuando daba el cuerpo como
lo que individualiza al alma. Sólo que seria vano suponer que el alma pueda arrancarse a
esta individuación separándose del cuerpo por la muerte o por el pensamiento puro,
pues el alma es el cuerpo en tanto que el para-sí es su propia individuación.

El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, 4ª ed.,


traducción de Juan Valmar, Cap. II, p. 393-394.

LA EXISTENCIA PRECEDE A LA ESENCIA

¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre
empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo y que después se define. El
hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por
no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay
naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no
sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de
la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no
es otra cosa que lo que él se hace.
El existencialismo es un humanismo, Huáscar, Buenos Aires

LA MIRADA (EL YO Y EL OTRO)

Podemos captar ahora la naturaleza de la mirada: hay en toda mirada la aparición de un


otro-objeto como presencia concreta y probable en mi campo perceptivo, y, con ocasión
de ciertas actitudes de ese otro, me determino a mí mismo a captar, por la vergüenza, la
angustia, etcétera, mi «ser-mirado». Este «ser-mirado» se presenta como la pura
probabilidad de que yo sea actualmente este esto concreto, probabilidad que no puede
tomar su sentido y su naturaleza propia de probable sino de una certeza fundamental de
que el otro me es siempre presente en tanto que yo soy siempre para otro. La
experiencia de mi condición de hombre, objeto para todos los otros hombres vivientes,
arrojado en la arena bajo millones de miradas y escapándome a mí mismo millones de
veces, la realizo concretamente con ocasión del surgimiento de un objeto en mi
universo, si este objeto me indica que soy probablemente objeto actualmente a título de
esto diferenciado para una conciencia. Es el conjunto del fenómeno que llamamos
mirada. Cada mirada nos hace experimentar concretamente --y en la certeza indubitable
del cogito-- que existimos para todos los hombres vivientes, es decir, que hay
conciencia(s) para la(s) cual(es) existo.
[...]
Así, la mirada nos ha puesto tras la huella de nuestro ser-para-otro y nos ha revelado la
existencia indubitable de este otro para el cual somos. Pero no podría llevarnos más
lejos: lo que debemos examinar ahora es la relación fundamental entre el Yo y el Otro,
tal como se nos ha descubierto; o, si se prefiere, debemos explicitar y fijar
temáticamente ahora todo lo que se comprende en los límites de esa relación original, y
preguntarnos cuál es el ser de ese ser-para-otro.
[...]
Si hay un Otro en general, es menester, ante todo, que yo sea aquel que no es el Otro, y
en esta negación misma operada por mí sobre mí yo me hago ser y surge el Otro como
Otro. Esta negación que constituye mi ser y que, como dice Hegel, me hace aparecer
como el Mismo frente al Otro, me constituye en el terreno de la ipseidad no-tética en
Mi-mismo. Con ello no ha de entenderse que un yo venga a habitar nuestra conciencia,
sino que la ipseidad se refuerza surgiendo como negación de otra ipseidad, y que ese
refuerzo es captado positivamente como la opción continua de la ipseidad por ella
misma, como la misma ipseidad y como esa ipseidad misma. Sería concebible un Para-
sí que hubiera-de-ser su sí sin ser sí-mismo. Pero, simplemente, el Para-sí que yo soy ha
de ser lo que él es en forma de denegación del Otro, es decir, como sí-mismo. Así,
utilizando las fórmulas aplicadas al conocimiento del No-yo en general, podemos decir
que el Para-sí, como sí-mismo, incluye al ser del Otro en su ser en tanto que él mismo
está en cuestión en su ser como no siendo Otro. En otros términos, para que la
conciencia pueda no ser otro y, por ende, para que pueda «haber» Otro sin que este «no
ser...», condición del sí-mismo, sea pura y simplemente objeto de constatación de un
testigo «tercer hombre», es menester que la conciencia haya-de-ser espontáneamente
ese no ser...; es preciso que se desprenda libremente y se arranque del Otro, eligiéndose
como una nada que simplemente es Otro que el Otro, y de este modo se reúna consigo
en el «sí-mismo». Y ese mismo arrancamiento que es el ser del Para-sí hace que haya un
Otro. Esto no quiere decir en modo alguno que dé el ser al Otro, sino, simplemente, que
le da el ser-otro, o condición esencial del «hay». Y es obvio que, para el Para-sí, el
modo de ser-lo-que-no-es-otro está íntegramente transido por la Nada; el Para-sí es lo
que no es Otro en el modo nihilizador del «reflejo reflejante»; el no-ser-otro nunca es
dado, sino perpetuamente escogido en una resurrección perpetua; la conciencia no
puede ser Otro sino en tanto que es conciencia (de) sí misma como no siendo otro. Así,
la negación interna, aquí como en el caso de la presencia al mundo, es un nexo unitario
de ser: es menester que el otro sea presente por todas partes a la conciencia y hasta que
la atraviese íntegra, para que la conciencia pueda escapar, precisamente no siendo nada,
a ese otro que amenaza enviscarla Si bruscamente la conciencia fuera alguna cosa, la
distinción entre sí-mismo y el otro desaparecería en el seno de una indiferenciación
total.
El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, 4ª. ed.,

LA MIRADA DEL OTRO

La mirada es ante todo un intermediario que remite de mí a mí mismo. ¿De qué


naturaleza es este intermediario? ¿Qué significa para mí ser visto? Imaginemos que
haya llegado, por celos, por interés, por vicio a pegar la oreja contra una puerta, a mirar
por el ojo de una cerradura. Estoy solo en el plano de la conciencia [...] de mí. [...] Esto
significa que, tras esa puerta, se ofrece un espectáculo «a-ver», una conversación «a-
oír». La puerta, la cerradura, son a la vez instrumentos y obstáculos: se presentan como
«a-manejar con precaución»; la cerradura se da como «a-mirar de cerca y un poco de
lado», etc. De este modo, «hago lo que tengo que hacer»: ningún punto de vista
trascendente viene a conferir a mis actos un carácter de cosa dada sobre la cual pudiera
ser emitido un juicio; mi conciencia se pega a mis actos, es mis actos; éstos están
regidos solamente por los fines a alcanzar y por los instrumentos de que hacer uso. Mi
actitud, por ejemplo, no tiene ningún «afuera», es pura puesta en relación del
instrumento (ojo de la cerradura) con el fin de alcanzar (espectáculo a-ver), pura manera
de perderme en el mundo, de hacerme beber por las cosas como la tinta por un secante,
para que un complejo de útiles orientado hacia un fin se destaque sintéticamente sobre
el fondo del mundo. El orden es el inverso al orden causal: el fin por alcanzar organiza
todos los momentos que lo preceden; el fin justifica los medios, los medios no existen
sino en relación con un libre proyecto de mis posibilidades: son precisamente los celos,
como posibilidad que soy, lo que organiza ese complejo de utensilios trascendiéndolo
hacia sí. Pero esos celos, yo no los conozco sino que los soy. [...] Ese conjunto en el
mundo, con su doble e inversa determinación -no hay espectáculo a-ver detrás de la
puerta sino porque estoy celoso, pero mis celos no son sino el simple hecho objetivo de
que hay un espectáculo a-ver detrás de la puerta-, es lo que llamaremos situación. Esta
situación me refleja a la vez mi facticidad y mi libertad; [...]. Así, no puedo definirme
verdaderamente como siendo en situación; en primer lugar, porque no soy conciencia
posicional de mí mismo; después, porque soy mi propia nada. En este sentido -y puesto
que soy lo que no soy y no soy lo que soy- no puedo siquiera definirme como el que
está realmente escuchando detrás de las puertas; escapo a esta definición provisional de
mí mismo por toda mi trascendencia; ahí está, como hemos visto, el origen de la mala
fe; así, no sólo no puedo conocerme, sino que hasta mi propio ser se me escapa -aunque
yo sea este mismo escaparme a mi ser- y no soy absolutamente nada; no hay nada ahí
sino una pura nada que envuelve y hace resaltar cierto conjunto objetivo que se recorta
en el mundo, un sistema real, una ordenación de medios con vistas a un fin.
Pero he aquí que oigo pasos por el corredor: me miran. ¿Qué quiere decir esto? Que soy
de pronto alcanzado en mi ser y que aparecen en mis estructuras modificaciones
esenciales, que puedo captar y fijar conceptualmente por el cogito reflexivo.

En primer lugar, he aquí que existo en tanto que yo para mi conciencia irreflexiva. Esta
irrupción del yo es, inclusive, lo que más a menudo se ha descrito: me veo porque se
me ve, se ha podido escribir. [...] Pero he aquí que el yo viene a morar en la conciencia
irreflexiva. Ahora bien, la conciencia irreflexiva es conciencia del mundo. El yo existe,
pues, para ella en el plano de los objetos del mundo; [...] La vergüenza o el orgullo me
revelan la mirada del prójimo, y a mí mismo en el extremo de esa mirada. Pero la
vergüenza [...], es vergüenza de sí, es reconocimiento de que efectivamente soy ese
objeto que otro mira y juzga. [...] Soy, allende todo el conocimiento que pueda tener,
ese yo que otro conoce. Y este yo que soy, lo soy en un mundo que otro me ha alienado,
pues la mirada del otro abarca mi ser y, correlativamente, las paredes, la puerta, la
cerradura, todas esas cosas-utensilios en medio de las cuales soy, vuelven hacia el otro
un rostro que se me escapa por principio. [...]

Con la mirada ajena, la «situación» se me escapa, o, por usar una expresión trivial pero
que traduce bien nuestro pensamiento: ya no soy dueño de la situación. [...] La aparición
del otro hace aparecer en la situación un aspecto no querido por mí, del cual no soy
dueño y que me escapa por principio, puesto que es para el otro. [...]

Por la mirada ajena, me vivo como fijado en medio del mundo, como en peligro, como
irremediable. Pero no sé ni quién soy ni cuál es mi sitio en el mundo, ni qué faz vuelve
hacia el otro ese mundo en el que soy.

Así, por la mirada, experimento al prójimo concretamente como sujeto libre y


consciente que hace que haya un mundo [...]. Y la presencia sin intermediario de este
sujeto es la condición necesaria de todo pensamiento que yo intente formar sobre mí
mismo. El prójimo es ese yo mismo del que nada me separa, nada absolutamente
excepto su pura y total libertad, es decir, esa indeterminación de sí mismo que sólo él ha
de ser por y para sí.

El ser y la nada, Alianza, Madrid 1989, p. 287-2

LA NÁUSEA

La palabra Absurdo nace ahora de mi pluma; hace un rato, en el jardín, no la encontré,


pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin palabras, en las cosas,
con las cosas. Lo absurdo no era una idea en mi cabeza, ni un hálito de voz, sino
aquella larga serpiente de madera. Serpiente o garra o raíz o garfas de buitre, poco
importa. Y sin formular nada claramente, comprendía que había encontrado la
Existencia, la clave de mis Náuseas, de mi propia vida. En realidad, todo lo que pude
comprender después se reduce a este absurdo fundamental. Absurdo: una palabra más,
me debato con palabras; allí llegué a tocar la cosa. Pero quisiera fijar aquí el carácter
absoluto de este absurdo. Un gesto, un acontecimiento en el pequeño mundo coloreado
de los hombres nunca es absurdo sino relativamente: con respecto a las circunstancias
que lo acompañan. Los discursos de un loco, por ejemplo, son absurdos con respecto a
la situación en que se encuentra, pero no con respecto a su delirio. Pero yo, hace un
rato, tuve la experiencia de lo absoluto: lo absoluto o lo absurdo. No había nada con
respecto a lo cual aquella raíz no fuera absurda. ¡Oh! ¿Cómo podré fijar esto con
palabras? Absurdo: con respecto a la grava, a las matas de césped amarillo, al barro
seco, al árbol, al cielo, a los bancos verdes. Absurdo, irreductible; nada -ni siquiera un
delirio profundo y secreto de la naturaleza- podía explicarlo. Evidentemente no lo sabía
todo: Yo no había visto desarrollarse el germen ni crecer el árbol. Pero ante aquella gran
pata rugosa, ni la ignorancia ni el saber tenían importancia; el mundo de las
explicaciones y razones no es el de la existencia. Un círculo no es absurdo: se explica
por la rotación de un segmento de recta en torno a uno de sus extremos. Pero un círculo
no existe. Aquella raíz, por el contrario, existía en la medida en que yo no podía
explicarla. Nudosa, inerte, sin nombre, me fascinaba, me llenaba los ojos, me conducía
sin cesar a su propia existencia. Era inútil que me repitiera: «Es una raíz»; ya no daba
resultado. Bien veía que no era posible pasar de su función de raíz, de bomba aspirante,
a eso, a esa piel dura y compacta de foca, a ese aspecto aceitoso, calloso obstinado. La
función no explicaba nada; permitía comprender en conjunto lo que era una raíz, pero
de ningún modo ésa. Esa raíz, con su color, su forma, su movimiento detenido, estaba...
por debajo de toda explicación. Cada una de sus cualidades se le escapa un poco, fluía
fuera de ella, se solidificaba a medias, se convertía casi en una cosa: cada una estaba de
más en la raíz, y ahora tenía la impresión de que la cepa entera rodaba un poco fuera de
sí misma, se negaba, se perdía en un extraño exceso. Raspé con el tacón aquella garra
negra; hubiera querido descortezarla un poco. Para nada, por desafío, para que
apareciera en el cuero curtido el rosa absurdo de un rasguño: para jugar con el absurdo
del mundo. Pero cuando retiré el pie, vi que la corteza seguía negra.

¿Negra? Sentí que la palabra se desinflaba, se vaciaba de sentido con una rapidez
extraordinaria. ¿Negra? La raíz no era negra, no era negro lo que había en este trozo de
madera, sino... otra cosa; el negro, como el círculo, no existía. Yo miraba la raíz: ¿era
más que negra o más o menos negra? Pero pronto dejé de interrogarme porque tenía la
impresión de pisar terreno conocido. Sí, yo ya había escrutado, con esa inquietud,
objetos innominables; yo había intentado -en vano- pensar algo sobre ellos, y ya había
sentido que sus cualidades frías e inertes se me escapaban, se deslizaban entre mis
dedos. [...]

Aquel momento fue extraordinario. Yo estaba allí, inmóvil y helado, sumido en un


éxtasis horrible. Pero en el seno mismo de ese éxtasis, acababa de aparecer algo nuevo:
yo comprendía la Náusea, la poseía. A decir verdad, no me formulaba mis
descubrimientos. Pero creo que ahora me sería fácil expresarlos con palabras. Lo
esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la
necesidad. Existir es estar ahí, simplemente: los existentes aparecen, se dejan encontrar,
pero nunca es posible deducirlos. Creo que algunos han comprendido esto. Sólo que han
intentado superar esta contingencia inventando un ser necesario y causa de sí mismo.
Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia; la contingencia no es una
máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo absoluto, y en consecuencia, la
gratuidad perfecta. Todo es gratuito: ese jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando uno
llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar [...]; eso es la
Náusea.

La náusea, Alianza, Madrid 1990, p. 166-169.


POSIBILIDAD DE LA MORAL

Digamos más bien que hay que comparar la elección moral con la construcción de una
obra de arte. [...] Se ha reprochado jamás a un artista que hace un cuadro el no
inspirarse en reglas establecidas a priori? ¿Se ha dicho jamás cuál es el cuadro que debe
hacer? Está bien claro que no hay cuadro definitivo que hacer, que el artista se
compromete a la construcción de su cuadro, y que el cuadro por hacer es precisamente
el cuadro que habrá hecho; está bien claro que no hay valores estéticos a priori, pero que
hay valores que se ven después en la coherencia del cuadro, en las relaciones que hay
entre la voluntad de creación y el cuadro. Nadie puede decir lo que será la pintura de
mañana; sólo se puede juzgar la pintura una vez realizada. ¿Qué relación tiene esto con
la moral? Estamos en la misma situación creadora. No hablamos nunca de la gratuidad
[irresponsabilidad] de una obra de arte. Cuando hablamos de un cuadro de Picasso,
nunca decimos que es gratuito; comprendemos perfectamente que Picasso se ha
construido tal como es, al mismo tiempo que pintaba; que el conjunto de su obra se
incorpora a su vida.

Lo mismo ocurre en el plano de la moral. Lo que hay de común entre el arte y la moral
es que, en los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos decir a priori lo
que hay que hacer.

El existencialismo es un humanismo, Sur, Buenos Aires 1978, p. 52-53.

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