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“Cada vez que me sorprendo componiendo una boca triste; cada vez
que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada
vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de
ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de
tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a
la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a
los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a
la mar tan pronto como pueda”. Este fragmento del principio de Moby
Dick de Herman Melville, de cuyo nacimiento se celebra este 1 de
agosto su bicentenario, está asociado para siempre al deslumbramiento
que me produjo la primera lectura de la novela a los dieciocho años, en
especial ese “cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y
lluvioso”, que entre los amigos se convirtió en una especie de mantra. Si
empiezo hablando de un recuerdo personal es porque en aquella época
de iniciación al canon nunca creí que algún día me vería obligado a salir
en defensa de una obra como Moby Dick, que a mis ojos estaba ya para
siempre sancionada por la tradición. En los últimos tiempos, sin
embargo, hemos visto cómo, no sólo en España sino también en
Estados Unidos, se ha puesto de moda entre escritores publicar listas de
libros canónicos que son condenados como tostones. En esas listas
siempre hay dos obras que nunca faltan: Moby Dick y la Biblia,
descritas con comentarios supuestamente graciosos que parecen ir
acompañados de risas enlatadas. Se trata de un fenómeno nuevo. En el
siglo XIX, los tontos aún se afanaban por aprender, como Bouvard y
Pécuchet. Ni siquiera las calamidades que generaban con su terco afán
de conocimiento les disuadía de su propósito. Ahora, en cambio, los
tontos no sólo no se avergüenzan de su estupidez sino que viven de
ella. No es raro que quien admita ser incapaz de terminar Moby
Dick diga lo mismo de la Biblia, puesto que la novela y el libro sagrado
están profundamente vinculados. En Moby Dick, Melville fundó una
tradición mezclando en su magma la Biblia con Virgilio, Cervantes,
Shakespeare, la Enciclopedia y lo mejor de la poesía romántica
anglosajona, sobre todo Milton, Byron y Coleridge. Decía Roberto
Bolaño que el árbol genealógico de toda la literatura americana tenía
dos grandes ramas. En una, Mark Twain había iniciado la búsqueda
del bien y la felicidad. Y en la otra, Melville había inaugurado la
exploración del mal. Deberíamos seguramente añadir a Emerson y
a Whitman –la búsqueda de lo sublime y la expresión de lo demótico–
para completar el árbol, pero básicamente tenía razón. (En la ambición
de su 2666 siempre me ha parecido adivinar, a lo lejos, la sombra de la
ballena blanca). Moby Dick se publicó en 1851 y fue ampliamente
rechazada, incluso por un escritor como Joseph Conrad, que no supo
qué hacer con ese monstruo. De hecho, no fue hasta la década de 1920
cuando el crítico Edmund Wilson, tratando de organizar por primera
vez la estructura de la literatura norteamericana, decidió situar a Moby
Dick en el centro del canon estadounidense, iniciando una lectura que
se prolongaría a lo largo del siglo. Moby Dick, como El Quijote en su
momento, se aprovecha de la falta de sostén tradicional, haciendo de la
necesidad virtud. Al ser la novela un género aún en plena formación,
sobre todo en su país, Melville se pudo permitir una libertad de la que
no hubiera gozado en Inglaterra.
La novela empieza como una narración en primera persona –con ese
“llamadme Ismael” que tantas cosas esconde–, de factura más bien clásica,
que recuerda al estilo cervantino adoptado por Fielding y Sterne, pero
luego, a partir del capítulo veinticinco, el narrador muta en omnisciente, se
despedaza, adquiere un tono bíblico, a ratos enciclopédico –esos fascinantes
capítulos de cetología o sobre la representación del Leviatán en el arte–,
incluso cobra de pronto una forma teatral, dramática, con apartes,
monólogos y acotaciones.