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Ilustración de la edición de Moby Dick en Penguin Classics.

Leer 'Moby Dick'


Andreu Jaume 30.07.2019

La novela de Melville, cuyo bicentenario se celebra este agosto, crea una


tradición que emparenta a la Biblia con Virgilio, Cervantes, Shakespeare y
la poesía romántica

“Cada vez que me sorprendo componiendo una boca triste; cada vez
que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada
vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de
ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de
tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a
la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a
los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a
la mar tan pronto como pueda”. Este fragmento del principio de Moby
Dick de Herman Melville, de cuyo nacimiento se celebra este 1 de
agosto su bicentenario, está asociado para siempre al deslumbramiento
que me produjo la primera lectura de la novela a los dieciocho años, en
especial ese “cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y
lluvioso”, que entre los amigos se convirtió en una especie de mantra. Si
empiezo hablando de un recuerdo personal es porque en aquella época
de iniciación al canon nunca creí que algún día me vería obligado a salir
en defensa de una obra como Moby Dick, que a mis ojos estaba ya para
siempre sancionada por la tradición. En los últimos tiempos, sin
embargo, hemos visto cómo, no sólo en España sino también en
Estados Unidos, se ha puesto de moda entre escritores publicar listas de
libros canónicos que son condenados como tostones. En esas listas
siempre hay dos obras que nunca faltan: Moby Dick y la Biblia,
descritas con comentarios supuestamente graciosos que parecen ir
acompañados de risas enlatadas. Se trata de un fenómeno nuevo. En el
siglo XIX, los tontos aún se afanaban por aprender, como Bouvard y
Pécuchet. Ni siquiera las calamidades que generaban con su terco afán
de conocimiento les disuadía de su propósito. Ahora, en cambio, los
tontos no sólo no se avergüenzan de su estupidez sino que viven de
ella.  No es raro que quien admita ser incapaz de terminar Moby
Dick diga lo mismo de la Biblia, puesto que la novela y el libro sagrado
están profundamente vinculados. En Moby Dick, Melville fundó una
tradición mezclando en su magma la Biblia con Virgilio, Cervantes,
Shakespeare, la Enciclopedia y lo mejor de la poesía romántica
anglosajona, sobre todo Milton, Byron y Coleridge. Decía Roberto
Bolaño que el árbol genealógico de toda la literatura americana tenía
dos grandes ramas. En una, Mark Twain había iniciado la búsqueda
del bien y la felicidad. Y en la otra, Melville había inaugurado la
exploración del mal. Deberíamos seguramente añadir a Emerson y
a Whitman –la búsqueda de lo sublime y la expresión de lo demótico–
para completar el árbol, pero básicamente tenía razón. (En la ambición
de su 2666 siempre me ha parecido adivinar, a lo lejos, la sombra de la
ballena blanca).  Moby Dick se publicó en 1851 y fue ampliamente
rechazada, incluso por un escritor como Joseph Conrad, que no supo
qué hacer con ese monstruo. De hecho, no fue hasta la década de 1920
cuando el crítico Edmund Wilson, tratando de organizar por primera
vez la estructura de la literatura norteamericana, decidió situar a Moby
Dick en el centro del canon estadounidense, iniciando una lectura que
se prolongaría a lo largo del siglo. Moby Dick, como El Quijote en su
momento, se aprovecha de la falta de sostén tradicional, haciendo de la
necesidad virtud. Al ser la novela un género aún en plena formación,
sobre todo en su país, Melville se pudo permitir una libertad de la que
no hubiera gozado en Inglaterra.
La novela empieza como una narración en primera persona –con ese
“llamadme Ismael” que tantas cosas esconde–, de factura más bien clásica,
que recuerda al estilo cervantino adoptado por Fielding y Sterne, pero
luego, a partir del capítulo veinticinco, el narrador muta en omnisciente, se
despedaza, adquiere un tono bíblico, a ratos enciclopédico –esos fascinantes
capítulos de cetología o sobre la representación del Leviatán en el arte–,
incluso cobra de pronto una forma teatral, dramática, con apartes,
monólogos y acotaciones.

Según algunas teorías, Moby Dick tuvo dos redacciones, antes y después de


que Melville leyera todo Shakespeare. En la que conocemos, ya es muy
perceptible el influjo de El rey Lear, que Melville leyó obsesivamente; la
única manera, por otra parte, de leer esa obra. En el odio de Ahab por la
ballena blanca no sólo late el Satán de Milton sino también la furia de Lear
contra la naturaleza y los elementos después de que sus hijas mayores lo
expulsen de su casa. Es entonces cuando nos damos cuenta de que la
tripulación del Pequod, capitaneada por un demente, navega por el mar del
conocimiento. 

Ahab es el Prometeo americano, es Jonás, el fugitivo de Dios, es el hombre


romántico, desgajado de la naturaleza, es Job, gritando a Dios por haberle
infligido dolor. Por la descripción que Melville hace del personaje, sabemos
que Ahab está escindido por una herida que le empieza en la frente y
termina en la ingle. Es también una especie de Leopardi, desgarrado y
resentido. Pero más allá de eso, la herida es un trasunto de la duplicidad que
recorre toda la novela. De la misma manera que Lear tiene a su Kent y Don
Quijote a Sancho, Ahab tiene a Starbuck, que es su contrafigura, el hombre
sensato, temeroso de Dios, que reconoce en el odio de su capitán una raíz
fatídicamente herética y que, sin embargo, en el último momento, como
Sancho llorando junto al lecho de su señor y pidiéndole que recobre la
locura, es el primero en obedecer a Ahab, trastornado, llevando a toda la
tripulación al desastre.

Por su parte, el extraño y mutante narrador, Ismael, también tiene su


contrafigura en el salvaje Quiqueg, nativo de Rokovoko, una isla que no
aparece señalada en los mapas, porque, según Melville, “los verdaderos
lugares nunca lo están” (“True places never are”). Ismael y Quiqueg se hacen
amigos antes de embarcarse, en New Bedford, donde asisten a un oficio
religioso en el que un tal padre Mapple cuenta en su sermón la historia de
Jonás, una escena maravillosamente interpretada por Orson Welles en la
por lo demás mediocre adaptación de John Huston. Quiqueg es uno de los
tres paganos con cuya sangre Ahab decide consagrar el arpón que ha
mandado forjar para matar a la ballena blanca, pronunciando una sacrílega
inversión de la fórmula bautismal: “ego non baptizo te in nomine Patris sed
in nomine diaboli”, una frase que, según le contó el propio Melville a
Hawthorne en una carta, constituye el secreto lema de la obra.  

Hay un momento profético en la novela en el que Quiqueg, que es hijo del


rey y sacerdote de una tribu, contrae unas fiebres, presiente la catástrofe,
deja de hablar y le pide al carpintero del Pequod que le haga un ataúd a
medida, en el que luego, cuando recobre la salud, grabará los extraños
jeroglíficos que lleva tatuados en la piel y que contienen el legado sapiencial
de su cultura indígena. Las referencias a la escritura son constantes en la
novela. Ismael comenta a menudo que el libro es “el borrador de un
borrador” y que está “para siempre inacabado”, el signo indeleble de
la modernidad. En las arrugas y las señales de las ballenas, así como en las
corrientes del mar o en las constelaciones, Ismael ve una escritura secreta. Y
cuando todo acaba y el Pequod se hunde tras las embestidas de Moby Dick,
Ismael se salva porque consigue agarrarse al ataúd de Quiqueg, que de
pronto sale a flote, con sus jeroglíficos tallados. Ismael, por tanto, es el único
que se escapa para contarlo, como Job, porque la escritura le salva. En los
jeroglíficos de Quiqueg se encuentra cifrada la novela que Ismael, hipóstasis
de Melville, está ahora a punto de empezar a relatarnos. 

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