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El pensamiento latinoamericano, de Leopoldo Zea 

INTRODUCCIÓN

EL ROMANTICISMO EN HISPANOAMÉRICA

 LA AUTONOMÍA INTELECTUAL

La toma de conciencia de los hispanoamericanos acerca de su realidad, se fue logrando en


una serie de etapas cuyos orígenes llegan hasta los mismos conquistadores. Pero fue a
mediados del siglo XVIII cuando, debido a una serie de circunstancias históricas y
culturales, se hizo más clara esta toma de conciencia. El apoyo teórico de este
conocimiento lo ofrecieron las ideas filosóficas entonces en boga, las cuales se agrupaban
bajo el nombre genérico de Ilustración. La nueva filosofía empezaba por destruir el
principio de autoridad sobre el cual se apoyaba la doctrina filosófica oficial: la escolástica.
Los ilustrados hispanoamericanos trataron inmediatamente de separar lo religioso de lo
filosófico. En el campo de la religión era válido el principio de autoridad, ya que se
apoyaba en la fe; no así en el campo de lo filosófico. Para éste no había otro método de
conocimiento que el de la experiencia. La religión correspondía al mundo de lo divino, la
filosofía al de lo humano. Era menester no confundir ambos campos.

El hispanoamericano, sin descuidar la salvación de su alma, se propuso inmediatamente


conocer el mundo que le había tocado en suerte para vivir. Armado del método de la nueva
ciencia, el experimental, dio principio a esta no fácil tarea. La flora y la fauna, la tierra y el
cielo americanos, fueron objeto de conocimiento. Poco tiempo habría de tardar en darse
cuenta de lo que esta realidad experimentaba. América tenía su personalidad; era
poseedora de una rica individualidad en todos sus campos. Los hombres de ciencia
hispanoamericanos enseñaron a conocer y amar a esta realidad. Su contacto directo con la
misma, acariciándola con ojos y manos, les hizo sentirse hondamente ligados a ella. Ese
mundo, que con tanto cuidado observaban y descubrían, era su mundo. Frente a ellos
estaba una realidad física en un principio, moral y social después, que no tenía por qué ser
inferior a la de otros pueblos. Pronto se pasó de los problemas propios de un naturalista a
los problemas políticos. América era distinta y no por esto inferior a Europa. Cada uno de
los diversos trozos de la colonia española tenía su personalidad y con ella problemas que
sólo los nativos podían comprender. Pronto se empezó a hablar, sino claramente de
independencia, sí de autonomía. Y ante la incomprensión de España la idea de
independencia política se convertirá pronto en programa. En México, en Nueva Granada,
en el Perú, Chile y el Plata los hasta ayer hombres de ciencia se trocaron en conspiradores
y guerreros; los telescopios, microscopios y otros instrumentos científicos en fusiles y
cañones; los tratados científicos en proclamas libertarias. En Santa Fe de Bogotá y otras
ciudades hispanoamericanas fueron sacrificados muchos de los hombres de ciencia que
poco antes habían sido felicitados por los virreyes.

La independencia política de Hispanoamérica fue el resultado positivo de esta reacción.


Sin embargo, los libertadores, llevados por un espejismo, no vieron claramente cuál era la
realidad con la cuál iban a enfrentarse y a la cual daban libertad. Como buenos ilustrados
realizaron planes conforme a los cuales pensaban rehacer y orientar a los pueblos
liberados. Vieron en éstos arcilla fácil de modelar. Los pueblos hispanoamericanos
comprendían que no estaban aún preparados para disfrutar de sus libertades; pero sus
libertadores, ahora gobernantes, se encargarían de darles esta preparación. El despotismo
ilustrado fue la fórmula salvadora. Por la fuerza había que enseñar a los pueblos
americanos a ser libres. En nombre de la libertad Bolívar hizo sentir su poder en los
pueblos por él liberados. Lo mismo hicieron O'Higgins en Chile, Iturbide en México,
Rivadavia en la Argentina y el doctor Francia en el Paraguay. En adelante, en nombre del
pueblo, para la libertad y bien del pueblo, se justificaría cualquier dictadura. Pero, a la
sombra de las dictaduras, se encontraban siempre los viejos intereses coloniales, que no
estaban dispuestos a ceder. Para escapar a una anarquía permanente los pueblos se veían
obligados a escoger entre dictaduras liberales o dictaduras conservadoras. La libertad, de
que habían hablado las proclamas de los revolucionarios, adquiría un sentido cada vez más
limitado. Era sólo libertad frente a la metrópoli española. Libertad que no implicaba, en
forma alguna, un cambio en la estructura social de los pueblos hispanoamericanos. No se
había realizado más que un cambio: el dictador español era sustituido por el nacional. Sólo
en esto consistía la Independencia.

El optimismo que había antecedido al movimiento de independencia se troca así en un


hondo pesimismo. Fuera del cambio político, todo permanecía igual. A los viejos
privilegios sólo se agregaban otros nuevos. La realidad hispanoamericana mostraba otros
perfiles, para los cuales no había tenido ojos el científico de fines del XVIII americano.
Algo había en esa realidad que imposibilitaba a sus pueblos a seguir el camino de los
grandes pueblos europeos y de los Estados Unidos de Norteamérica. Algo tenía
Hispanoamérica en sus entrañas que la incapacitaba para ser realmente libre. Este algo era
menester conocerlo, pues, sólo conociéndolo, podía ser extirpado. A esta tarea se entregará
la generación que siguió a la que realizó la independencia política. Con pasión casi sádica
empezó a escarbar en sus entrañas; iniciando así una nueva experiencia de la realidad
hispanoamericana.

El espectáculo que ofreció la nueva generación fue algo realmente doloroso y


desconsolador: países diezmados por largas e interminables revoluciones. La anarquía y el
despotismo rodante alternativamente en un círculo vicioso. Las revoluciones eran el
consecuente resultado de las tiranías, y éstas el de las revoluciones. A una violencia se
oponía otra violencia. Importaba el orden, no tanto para gobernar como para subsistir. La
violencia era la forma de sucesión de los gobernantes en Hispanoamérica. A éstos no
preocupaba ya otra cosa que mantenerse en el poder, por el poder. A nadie parecía
importarle ya el futuro de las sociedades hispanoamericanas, lo único que parecía importar
era la forma de ocupar el lugar de mando, dejado por el antiguo gobernante representante
de España.

¿Dónde estaba la raíz de este mal? ¿Cómo poner fin a él? Tales habrán de ser los
problemas que se plantee la nueva generación. La raíz de los mismos la encontrará en la
Colonia. Ésta se hallaba en las mismas entrañas de los hispanoamericanos. La Colonia
había formado la mente que ahora entorpecía el progreso. Allí estaba todo el mal. Para
desarraigarlo sería menester rehacer desde sus raíces, dicha mente. Urgía realizar una
nueva tarea: la de la emancipación mental de Hispanoamérica. A esta tarea se entregará la
nueva generación. La autonomía del intelecto fue la nueva bandera.

EL ROMANTICISMO Y EL SENTIDO DE ORIGINALIDAD

Del romanticismo, tanto en su expresión francesa como en la alemana, los


hispanoamericanos van a tomar su preocupación por la realidad que se ofrece en la historia
y la cultura. La preocupación por los valores nacionales se transforma en ellos en
preocupación por los valores propios de la América. Saben que es menester rehacer esta
realidad que les ha tocado en suerte; pero también saben que sólo podrán rehacerla si
parten de lo que ella es auténticamente. Se oponen al idealismo propio del racionalismo
ilustrado. Éste ha fracasado en Hispanoamérica, porque ha sido ciego para la realidad que
estaba ahí patente. Del romanticismo toman también su preocupación por
el destino  nacional, en este caso por el destino americano. Pero, mientras los europeos
encontraban en sus particulares historias nacionales la justificación de tal destino, los
hispanoamericanos encontraban en las mismas los elementos negativos del mismo. En el
pasado, en la Colonia, estaban todas esas fuerzas cuya prolongación estorbaba ahora el
progreso de los pueblos hispanoamericanos. Allí estaba lo que entorpecía en el presente el
destino propio de la América.

Así, en la misma forma como el europeo se entregó a la historia para encontrar en ella las
raíces de su futuro destino, el hispanoamericano se entregó a igual tarea para mostrar las
raíces que impedían la realización de su destino propio. Una serie de trabajos históricos, en
los que se hará patente la realidad negativa de Hispanoamérica, empezarán a surgir en los
diversos países de esta América. Se escriben agudos análisis históricos y sociológicos
sobre la realidad de la América hispana. Entre éstos se destaca el Facundo de Sarmiento, el
cual en su primera edición, publicada en 1845, lleva el siguiente y significativo
título: Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga. Y aspecto físico,
costumbres y hábitos de la República Argentina. Animado por la misma preocupación,
José Victorino Lastarria ha dado lectura, en 1844, en la Universidad de Chile, a una
memoria que provocará grandes discusiones: Investigaciones sobre la influencia social de
la Conquista y el sistema colonial de los españoles en Chile. Memoria que provoca la
pronta réplica de Andrés Bello, el cual se encargará de mostrar los elementos positivos de
la Colonia, con independencia de todos los errores que cometió y los defectos que éstos
implicaban. En México, José María Luis Mora escribe en 1837 su Revista política de las
diversas administraciones que la República Mexicana ha tenido hasta 1837, en la que hace
patente las raíces coloniales de la mayoría de los errores cometidos por estas
administraciones. En Cuba José Antonio Saco muestra, a través de su Historia de la
Esclavitud y de trabajos como su memoria sobre La vagancia en la isla de Cuba, el meollo
de los males que sufre la isla. En éstos, y otros trabajos más que surgen a lo largo del XIX,
los hispanoamericanos van mostrando el pasado que debe ser negado, a diferencia de los
europeos que mostraban en trabajos similares de historia y sociología el pasado que
debería ser afirmado.

Pero, al lado de esta preocupación por lo negativo, crece también la preocupación por lo
positivo, por ese algo propio de Hispanoamérica que debía ser potenciado. La América
hispana tenía un destino, menester era realizarlo. Se empieza a hablar de nación. Sólo que
esta idea, saben, no puede ser apoyada en la historia propia, como lo hacía el europeo. La
nación no la constituye ni el suelo ni la historia, sino el afán por una tarea común. Esto es
lo que hay que destacar: cuál es la tarea común propia de los pueblos hispanoamericanos.
La unidad debe encontrarse en el futuro a realizar, no en lo realizado, sin amarres
negativos con el pasado. Es algo que se quiere ser para dejar de ser lo que se ha sido.
Realizar este destino es la tarea propia de los pueblos en Hispanoamérica. Pronto se
empieza también a hablar sobre la necesidad de realizar una cultura, una literatura, una
gramática y una filosofía americanas. Todo esto como tarea a realizar, como algo que no
está hecho pero que, sin embargo, se encuentra ahí, esperando que se haga consciente.

No bastaba así, la independencia política frente a España, era menester dar un nuevo y
decisivo paso: el de la independencia cultural frente a Europa. De Europa —se dice— no
es ya mucho lo que se tiene que aprender. En Europa se sostiene aún el espíritu feudal, el
mismo espíritu del cual quiere Hispanoamérica libertarse. Europa es en un principio
España, después la Francia y la Inglaterra de las ambiciones coloniales. La misma Europa,
que en nombre de la civilización, ha bombardeado las costas del Perú y de Chile, la Europa
que invade a México. De esta Europa nada tiene la América que aprender. Habrá que
volver los ojos a lo propio. Debajo de ese mundo negativo que parece ser Hispanoamérica
deberá encontrarse algo positivo sobre el cual se podrá, en el futuro, construir una nueva
cultura.

Los miembros de la nueva generación hispanoamericana empiezan así a hablar y a discutir


sobre la urgente necesidad de realizar esta cultura. Los países hispanoamericanos —dicen
— deben tener su literatura y su gramática. Los temas de esta literatura debe ofrecerlos la
realidad vivida por los literatos, la realidad de los pueblos a los cuales pertenecen. En
cuanto a la gramática, el pueblo, siempre sabio, ha impreso su huella al español, dando
lugar a formas de expresión originales. En lo que se refiere a la historia, ¿por qué seguir
hablando de una historia ajena a nuestros pueblos? ¿Acaso los historiadores
hispanoamericanos no podrían hablar con mejor conocimiento de causa sobre los hechos
que de tan cerca les tocaban? En el campo de las ciencias muchas eran las experiencias
plenamente originales que podían ser aportadas por nuestros científicos. En el dominio de
la filosofía, si bien se aceptaba su universalidad, de la cual tenía que ser expresión, era
original y única. Cada pueblo debía tener la filosofía que mejor cuadrase a su propia
realidad.

INFLUENCIAS FILOSÓFICAS

Múltiples y abigarradas serán las influencias filosóficas que den la tónica a esta época, en
la que se empieza a discutir el porvenir de los pueblos de nuestra América. La enciclopedia
es sustituida por una multitud de corrientes filosóficas, en muchos aspectos contradictorias.
La realidad de los problemas hispanoamericanos, que se debatían, aglutina estas corrientes.
La ideología, el tradicionalismo francés, el eclecticismo, el utilitarismo, la escuela escocesa
y el socialismo romántico de Saint Simon, ofrecen las armas ideológicas de la generación
que pretende realizar la nueva emancipación hispanoamericana. Muchos de ellos beben
directamente en las corrientes de estas filosofías. Bello, durante su estancia de diplomático
en Londres, conoce a Bentham y a James Mill, y la filosofía de estos pensadores deja
honda huella en la del educador venezolano. El mismo pensamiento influye poderosamente
en el mexicano José María Luis Mora. El argentino Esteban Echeverría vive cinco años en
París, de 1825 a 1830, los cuales son suficientes para que reciba la influencia de las
diversas corrientes románticas en boga. El romanticismo social de Saint Simon, a través de
su discípulo Pierre Leroux, se deja sentir en el Dogma socialista de Echeverría. Su
influencia pronto se hace patente en varios de los miembros de su generación. Juan
Bautista Alberdi asimila estas influencias junto con el utilitarismo, el idealismo y el
eclecticismo. Sarmiento combina también todas estas influencias y lleva sus polémicas a la
vecina República de Chile. Echeverría, Alberdi y Sarmiento difunden sus ideas en el
Uruguay. La Revue Encyclopédique y Le Globe, donde se difunden las ideas socialistas de
Saint Simon y sus discípulos, son leídas y citadas en Argentina, Chile y Uruguay. El
chileno Francisco Bilbao recibe en Europa la enseñanza de Lamennais, Quinet y Michelet.
José de la Luz y Caballero, el maestro cubano, conoce en el viejo continente al idealismo
alemán y su expresión francesa, el eclecticismo de Cousin. Su conocimiento le lleva a
enfrentarse a estas doctrinas por considerarlas perjudiciales para el afán de independencia
de la isla de Cuba. El romanticismo, en su aspecto literario, ofrece también una serie de
ideas justificativas de los afanes de la nueva generación hispanoamericana. Victor Hugo y
Lamartine expresan, con su lirismo, el afán de libertad de estos hombres. Los
girondinos  del segundo agrupan en Chile a la generación que habrá de luchar por realizar
las ideas del liberalismo en su patria. Lastarria se hace llamar Brissol; Francisco Bilbao,
Vergiaud; Pedro Ugarte, Dantón; Manuel Bilbao, Saint Just; y Santiago Arcos, Marat
(Vicuña Mackenna, 1902).

Respecto a la diversidad y vaguedad de las influencias recibidas, Alberdi es un ejemplo:


“Por Echeverría, que se había educado en Francia durante la Restauración —cuenta él
mismo—, tuve las primeras noticias de Lermenier, de Villemain, de Victor Hugo, de
Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y de todo lo que entonces se llamaba
romanticismo en oposición a la vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía en la
universidad por Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres de
Helvecio, de Cabanis, de Holbach, de Bentham, de Rousseau. A Echeverría debí la
evolución que se operó en mi espíritu con la lectura de Víctor Cousin, Villemain,
Chateaubriand, Jouffroy y todos los eclécticos procedentes de Alemania en favor de lo que
se llamó espiritualismo” (Alberdi, 1927: 63). Y respecto a otras influencias, que tanto
Alberdi como su generación debieron a Echeverría, dice: “Él hizo conocer en Buenos Aires
la Revista Enciclopédica,  publicada por Carnot y Leroux, es decir, el espíritu social de la
revolución de julio. En sus manos conocimos, primero que en otras, los libros y las ideas
liberales de Lermenier [...] y los filósofos y publicistas doctrinarios de la Restauración”
(Alberdi, 1927).

De todas y cada una de estas diversas doctrinas filosóficas se tomarán los instrumentos
necesarios y adecuados para los no menos diversos problemas que se van planteando a los
hispanoamericanos en su afán por reconstruir su realidad. En los tradicionalistas franceses,
Maistre, Chateaubriand, Benjamín Constant y De Bonald, se encontrarán las armas para
combatir el ingenuo utopismo en que habían caído los ilustrados. En ellos estudian sus
tesis sobre la incapacidad de los pueblos para autogobernarse. Nada tiene que ver la
voluntad del pueblo —dicen— para que exista el gobierno. Éste existe porque es necesario.
No hay contrato social; la sociedad no ha surgido porque un conjunto de voluntades
individuales así lo ha decidido. Todo lo contrario, el individuo se encuentra en sociedad
aun contra su voluntad, teniendo que responder de hechos que no han sido por él
realizados. El hispanoamericano está en este caso, se ha encontrado en una sociedad que no
ha sido hecha por él, una sociedad que tendrá que reformar si quiere que sea la propia. El
tradicionalismo ofrece así un instrumental crítico contra falsas ideas como las que hacían
del pueblo un sujeto puro de derechos, o contra constituciones que pretenden transformar,
por decreto, una realidad asentada en varios siglos de dominio colonial.

El romanticismo social, por su lado, ofrece instrumentos positivos de la misma reacción: el


pueblo no existe como un sujeto ideal; pero sí existe como una realidad difícil y compleja.
En él aprenden y toman su afán para hacer de los estudios sociales una ciencia positiva.
También toman del mismo, su interés por encontrar la forma de emancipar a los pueblos de
la miseria, en este caso el interés por hacer de los pueblos hispanoamericanos pueblos
capaces de alcanzar el mismo confort social y los mismos medios económicos que hacían
de los pueblos sajones los guías de la civilización. Se habla también de socialismo, tal
como lo hace Echeverría en su Dogma, pero nada tiene éste que ver con el socialismo que
empieza a cundir por Europa. El socialismo de los hispanoamericanos es un socialismo
romántico e individualista, un socialismo burgués. Alberdi señala las diferencias entre el
socialismo que llama americano y el socialismo que empieza a cundir en Europa: “Hay un
abismo de diferencia entre ambos —dice—, y sólo tienen de común el nombre, nombre
que no han inventado los socialistas o demagogos franceses, pues la sociedad y el
socialismo, tal cual existen de largo tiempo, expresan hechos inevitables, reconocidos y
sancionados universalmente como buenos. Todos los hombres de bien han sido y son
socialistas al modo que lo era Echeverría y la juventud de su tiempo. Su sistema no era el
de la exageración; jamás ambicionó mudar, desde la base, la sociedad existente. Su
sociedad es la misma que hoy conocemos, despojada de los abusos y defectos que ningún
hombre de bien autoriza” (Alberdi, 1945). El socialismo es así, para los
hispanoamericanos, la expresión de un afán más bien moralista que social. De la escuela
sansimoniana adoptan su interés por el liberalismo económico y el industrialismo como
medios para acabar con la miseria de estos pueblos.

La escuela histórica y el espiritualismo ecléctico francés aportan su preocupación por


destacar la originalidad, la individualidad e irreductibilidad del espíritu dentro de las
circunstancias históricas y geográficas que le son propias. Herder y Hegel, a través de sus
interpretaciones francesas, como las realizadas por Cousin y Leroux, hacen ver en los
hispanoamericanos la importancia que tiene la historia en la constitución del espíritu.
Lermenier, divulgador de Savigny, les ayuda en su reacción contra el iluminismo
universalista y formalista. Dichas preocupaciones les hacen afincarse en su realidad
histórica y social. Creen que éstas son negativas, pero saben que sólo con ellas pueden
contar como realidad, aun para ser rehechas. Dentro de esta misma realidad han de ser
buscados los elementos positivos, con los cuales ha de ser reformada. Nuestros
reformadores tienen frente a sí mismos los grandes modelos conforme a los cuales tratan
de rehacer su América; pero saben, son plenamente conscientes de ello, que tal cosa sólo se
logrará en la medida en que lo permitan las circunstancias propias de la misma. Ya no
sueñan como sus ilustrados antecesores; la realidad les ha hecho más precavidos,
aprendiendo a contar con ella.

El liberalismo que los hispanoamericanos encontraron en la Ilustración permanece en la


ideología que a continuación influye en ellos. Pero las otras corrientes citadas, con las
cuales se hallan también, y la propia experiencia, les hace orientarse hacia un liberalismo
menos formal, esto es, a un liberalismo más adaptado a las circunstancias propias de la
América hispana. El análisis razonado de los ideólogos se compensa con el análisis
intuitivo de los románticos. Al individualismo desnudo de historia se une el socialismo
romántico, que sabe que el hombre, como individuo, no se basta solo. La escuela escocesa
viene a equilibrar más aún el entusiasmo romántico que había prendido en esta generación.
El “sentido común” les hace caminar con cuidado en esos arrebatos. Sueñan, pero al
mismo tiempo tantean el terreno donde han de realizarse tales sueños. No están dispuestos
a sufrir más desilusiones. William Hamilton, Thomas Brown, Dugald Stewart y Thomas
Reid son continuamente citados, unas veces directamente, otras a través de los eclécticos
franceses como Roger Collard, Jouffroy y Larromiguiere, en los cuales han influido.
Respecto a estas influencias y su forma indirecta de asimilación, Alberdi decía: “Por
fortuna en la actual filosofía francesa se encuentran refundidas las consecuencias más
importantes de la filosofía de Escocia y de Alemania; de modo que habiendo conseguido
orientarnos de la presente situación de la filosofía en Francia, podremos estar ciertos de
que no quedamos lejos de las ideas escocesas y germánicas” (Alberdi, 1842: 146-147). El
utilitarismo de Jeremías Bentham y James Mill completarán la visión práctica de los
hispanoamericanos. Su preocupación por alcanzar “la mayor felicidad para el mayor
número” les lleva a analizar los resortes que mueven las acciones de los individuos de esta
América, haciendo resaltar sus defectos ingénitos. Una vez conocidos estos resortes, el
problema siguiente es el de su corrección mediante una educación adecuada. Los
hispanoamericanos, piensan, serán felices el día en que sepan coordinar su acción personal
con la acción de los demás. Cada individuo debe labrar su propia felicidad, pues con ella
labra también la de su sociedad. El hispanoamericano debe preocuparse de orientar sus
esfuerzos por caminos como el de la industrialización y la riqueza que surge del trabajo
personal, abandonando los de la política y sus derivados, como la empleomanía.

Todas estas diversas corrientes: el tradicionalismo francés con su espíritu conservador, el


eclecticismo con su sentido histórico, el sansimonismo y su preocupación por la sociedad,
la escuela escocesa y el utilitarismo con su preocupación por lo experimental y positivo,
prepararán la adopción del positivismo. Muchos de los miembros de esta generación, a la
que podemos llamar pre-positivista, se sentirán altamente sorprendidos al encontrar que sus
ideas coinciden, en su casi totalidad, con las de la filosofía positiva, a pesar de no haber
tenido antes noticias de ella. En realidad, Augusto Comte ha resumido en su filosofía todo
ese conjunto de corrientes filosóficas con las cuales se ha encontrado. Nada tiene entonces
de extraña su rápida influencia en Hispanoamérica. Trabajando con las mismas corrientes
filosóficas europeas, los precursores de nuestra emancipación mental se esforzaban por
lograr en Hispanoamérica la misma síntesis que la filosofía positiva realizaba en Europa.
Nada de extraño tenía que coincidieran los americanos con los europeos, y que los
primeros vieran en el positivismo la filosofía que se habían esforzado por alcanzar con sus
propios medios.

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