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El patrimonio espiritual de la colonia

En el curso de la extensa era colonial, España y Portugal implantaron en Iberoamérica


las hondas raíces de su civilización: tanto las estructuras materiales como las
espirituales quedaron profundamente impregnadas por ella.
Entre aquellos rasgos se destacan la naturaleza conciliadora del vínculo entre los reinos
americanos y los soberanos europeos, la tensión entre la unidad política y la
segmentación social, la organización y la concepción corporativa del orden social, la
superposición entre orden político y homogeneidad espiritual y el nacimiento de una
economía periférica, vale decir, dirigida hacia los mercados transatlánticos.

Herencia política
A lo largo de casi tres siglos (desde que, en la primera mitad del siglo XVI, la conquista
se volvió colonización hasta que, en los inicios del siglo XIX, las colonias lograron su
independencia) América Latina fue Europa.
Cambiaron ideas y tecnologías, las mercancías y su modo de circulación, las sociedades
y las formas de organización social.
América compartió desde entonces rasgos y destinos de la civilización hispánica, cuyo
elemento unitario y principio inspirador residía en la catolicidad, en la cual encontraba,
además, su misión política. Hermosa u horrible, coaccionada o consensual,
controvertida como toda cultura, este dato parece sin embargo fuera de toda discusión.
La sociedad orgánica
No existe un único modelo social válido para todos y cada uno de los tantos territorios
gobernados por las coronas ibéricas.
Una sociedad donde los derechos y los deberes de cada individuo no eran iguales a los
de cualquier otro, sino que dependían de los derechos
y deberes del cuerpo social al cual se pertenecía.
América era orgánica, y presentaba dos rasgos fundamentales: era una sociedad "sin
individuos", en el sentido de que los individuos se veían sometidos al organismo
social en su conjunto; y era jerárquica, porque, como en todo cuerpo orgánico, tampoco
en este todos sus miembros tenían la misma relevancia, ya que se consideraba que cada
uno debía desempeñar el papel que Dios y la naturaleza le habían asignado.
Españoles, indios, esclavos y africanos
En toda América, la población blanca de origen europeo ocupaba los vértices superiores
de la jerarquía social, y controlaba la política y la economía, la justicia, las armas y la
religión.
También eran numerosos los blancos que se dedicaban al comercio y a la actividad
mercantil en general, o se hallaban empleados en otras ocupaciones menores. Esto hacía

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de la sociedad blanca el compartimento más alto de aquellas sociedades, aunque muy
heterogéneo y diferenciado.
La población india estaba separada con nitidez de la blanca. socialmente, sometida a
severos regímenes de explotación de su trabajo, como territorialmente, ya que, en su
mayoría, se hallaba relega da a los márgenes de la ciudad o a las zonas rurales.
Confinado a las propias comunidades, el grueso de la población india conservó en su
interior gran parte de las antiguas distinciones entre nobles y plebeyos, de sus
costumbres, y de la organización familiar y el uso de las tierras comunitarias, ya en auge
antes de la conquista ibérica.
Población africana cerca de tres millones y medio de individuos durante la era colonia
tendió a concentrarse en las áreas tropicales, donde la población india era escasa o
ausente, o donde, como en las Antillas, había sido diezmada y desapareció a causa de
las epidemias causadas por el contacto con los conquistadores.
Economía periférica (Sándor, Edwin y Reginald)
La América ibérica ingresó a los imperios de España y Portugal para desarrollar una
vocación económica complementaria a sus necesidades globales es sabido que los
metales preciosos americanos fueron decisivos para financiar las grandes ambiciones y
las reiteradas guerras europeas de la corte española y, en cierta medida, para alimentar
la acumulación originaria gracias a la cual levantó vuelo la Revolución Industrial.
Lo que resulta más relevante a la hora de comprender la herencia económica que dejó la
era colonial a la América independiente es que, en esos siglos, esa parte de América se
volvió periferia de un centro económico lejano.
La economía de la América ibérica tendió a organizarse hacia el exterior en función del
comercio, tanto para obtener ingresos financieros de la exportación de materias primas
como para dotarse, a través de la importación, de numerosos bienes funda mentales
que el centro del imperio le proporcionaba.
Un régimen de cristiandad
A su modo, los imperios ibéricos fueron regímenes de cristiandad: lugares donde el
orden político se asentaba sobre la correspondencia de sus leyes temporales con la ley
de Dios y donde el trono (el soberano) estaba unido al altar (la iglesia). la iglesia
católica asumió en estos territorios un rol sin parangón.
Se debió, en primer lugar, a que constituía el pilar ideológico de aquel orden político.
Legitimar la soberanía del rey sobre estas tierras era la obra de evangelización que
habían emprendido los misioneros en América, así como su preservación del cisma
religioso.
¿Qué volvió a esta herencia tan pletórica de consecuencias para la América Latina
independiente?

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Modernidad política se entiende el proceso -común a todo Occidente- de progresiva
secularización del orden político; esto es, de progresiva separación y entre esfera
política esfera religiosa.
En la historia de América Latina, el mito y originario de la unidad política espiritual
resistirá con extraordinaria fuerza la creciente diferenciación de las sociedades
modernas.
Iglesia y estado en la época colonial
Un aspecto clave de la relación entre poder político y poder espiritual en los territorios
de la América española durante la era colonial está representado por el Real Patronato.
Este era un privilegio concedido por el pontífice de Roma a los reyes católicos de
España en virtud de la obra de evangelización que desarrollaban en América.
Un aspecto clave de la relación entre poder político y poder espiritual en los territorios
de la América española durante la era colonial está representado por el Real Patronato.
Este era un privilegio concedido por el pontífice de Roma a los reyes católicos de
España en virtud de la obra de evangelización que desarrollaban en América.

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