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Revista de Estudios Pollticos (Nueva Epoca)
Número 44, Marzo·Abrll 1985
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mente, se detiene. Sean cuales sean los adelantos que la tecnología permita
alcanzar no tendrán una repercusión efectiva en la vida social: llegada ésta
a su culminación fastuosa no habrá motivos para modificar el sistema. En
esto Orwell no se aleja de las presunciones de los utopistas clásicos, pero
tampoco se aleja de las planificaciones de los totalitarios modernos. Parece-
ría que Orwell se inspirase tanto en las imaginaciones de los primeros como
en las realizaciones de los segundos, como si la historia pudiera escindirse
entre un presente continuo e invariable, y un devenir paralelo e inaccesible
al hombre común. La historia y el progreso se separan de la ritualidad polí-
tica y de la vida social.
A través de esta curiosa fórmula consistente en considerar la sincroniza-
ción del relato como elemento integrante del futuro, la descripción del mun-
do en 1984 consigue este no menos curioso resultado: ser actual a través de
su propio envejecimiento. Orwell se despreocupó de describir los hallazgos
del progreso tecnológico y de cualquier signo anticipatorio que pudiera abrir,
como a Wells, por poner un ejemplo, o a tantos escritores de ciencia fic-
ción que ya entonces abundaban en la frondosa creatividad literaria anglo-
sajona, perspectivas a su imaginación, y sometió su fantasía para elaborar
una novela formalmente austera y adusta, de tono político y moral, más es-
peculativo que creativo. Es esto lo que verdaderamente le interesa. Y para
confirmarlo no deja prácticamente resquicio que pueda favorecer una inter-
pretación de otro matiz. A pesar de ello no faltan quienes astuta o cándida·
mente insisten en exponer otros códigos de interpretación.
Pero es así: 1984 sigue hasta en estos aspectos formales el precedente
clásico, y el sentido de su testimonio es precisamente por eso significativo
a partir de esos precedentes. Su novela tiene sentido pleno si se la com-
prende como la inversión de la utopía, o como una descripción de un esta-
do utópico. Pero su diferencia tiene más sentido aún si se estima que esa
descripción se hace a partir no del dato imaginativo como hicieron los uto-
pistas del renacimiento tardío, sino del dato real, a partir de la utopía rea-
lizada. Es una distopía en el sentido etimológico y testimonial del término,
en el sentido en que puede decirse que en su origen hubo una utopía, un
lugar de ninguna parte que al encontrar su topos, su lugar terreno, se
convierte en un mal lugar. Y con esto pasamos al segundo rasgo distintivo
de la novela: el que hace alusión al alcance de su contenido utópico.
Porque la Utopía originaria era también un relato sincrónico y ucrónico,
de fondo político y moral, en el que la narración era sólo un instrumento de
la ucronía, consuelo utópico del criterio ideológico del autor, soñador, más
o menos ilusionado, de la ciudad perfecta, de la república ideal. Digo má"
o menos, porque de Moro a Campanella hay aquí, efectivamente, un paso
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ticas del «doblepensar», cuya primera manifestación son los eslóganes fun-
damentales de Oceanía: «Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es
realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas
sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias
y creer, sin embargo, en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar
la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es impo-
sible y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera
necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memo-
ria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, apli-
car el mismo proceso al procedimiento mismo. Esta era la más refinada su-
tileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego ha-
cerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de auto-
sugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar implicaba el uso del
doblepensar. Las tres consignas del Partido eran una manifestación expresa
de este mecanismo: «La guerra es la paz», «la libertad es la esclavitud»,
«la ignorancia es la fuerza».
Si la utopía es un ideal, imaginativo en Moro y racional en Campanella,
la distopía es la descripción, deformada por la denuncia, de la práctica de
esa idea. Pero el elemento utópico es idéntico en ambas: las ideas que hacen
la utopía, al convertirse en hechos, al tratar de sortear la larga aventura que
separa las bellas palabras de los actos humanos, generan la distopía. Por-
que, en efecto, en los lazos semánticos y los pliegues dialécticos que urden
el tejido del peculiar lenguaje de la utopía, no sólo es posible la felicidad
social sino inevitable. Basta con aceptar como dogma de fe el mensaje im-
puesto por la disciplina común. Acostumbrar al espíritu a la norma de la
humildad, de la sumisión, del abandono ciego, bajo el sortilegio de que el
espíritu crítico y el razonamiento personal son malos consejeros, puede re-
sultar a las mentes libres, extraiio y cruel, pero a quienes se han dejado
prender o han nacido entre esas redes sutiles les resulta imposible salir de
ellas, a menos que rechacen por principio las reglas del lenguaje y que se
dispongan a hablar un idioma distinto. El problema de Winston Smith con-
siste en que todo lenguaje es una institución social, y no hay posibilidad de
comunicación con el otro si no hay un código compartido. No puede hablar,
en consecuencia, otro idioma que el impuesto. En 1984, como en algunas
utopías clásicas, ocurre así: los ciudadanos son felices porque así lo dicta
su lenguaje. El que no lo es está equivocado, y el mayor acto de buena vo-
luntad consiste en desengañarle, en llevarle a la cordura y devolverle a la
razón aunque sea mediante el suplicio. El objetivo de la sociedad oceánica
consiste en conseguir que todo individuo se crea ciudadano feliz, llegue a
aceptar la supresión del propio juicio con agrado, sacrifique voluntariamen-
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pico. Engels había entendido que el problema del socialismo utópico era el
de haberse anticipado a las posibilidades reales de la historia. Se es utópico
en la medida en que no se es plena y científicamente materialista. Campa-
nena es, por eso, un idealista. Orwell entiende que el ciclo se ha consuma-
do, que la sociedad ha llegado a la plenitud añorada, y que ha alcanzado
la inmortalidad. He aquí, pues, cómo se incluye en el texto distópico el pro-
.ceso de la ucronía en cuanto recurso para explicar el sentido de la sincro-
nía. La sociedad oceánica es ya definitiva, en ella se cierra el proceso his-
tóricos que inició los ensueños de la Ciudad solar: «En épocas más anti-
guas -escribe Goldstein- cuando una sociedad justa y pacífica no era po-
sible, resultaba muy fácil creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el
que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin trabajo agotador,
.estuvo obsesionando a muchas imaginaciones durante miles de años.» Esa
misma idea se expresa literalmente en La ciudad del sol donde «las funcio-
nes y servicios se distribuyen a todos por igual, ninguno tiene que trabajar
más que cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto del tiempo al estudio
grato» ... «Todos los coetáneos son semejantes en virtud, costumbres y as-
pecto físico, lo cual produce en la República una concordia permanente,
un recíproco amor y un mutuo afán de ayudarse unos a otros». Pero Gold-
stein, o sea Orwell, en el texto transcrito y en el sentido general de su co-
mentario sobre el colectivismo oligárquico, piensa en el fondo que la utopía
pudo ser posible y que ha sido la perversión de su realización histórica la
que la ha hecho imposible: «Ese paraíso terrenal-añade- quedó desacredi-
tado cuando podía haberse realizado.» Este comentario es claramente utópi-
co y muestra el sentimiento de que la distopía es una inversión producida
por la propia praxis utópica. La distopía -es decir, la versión narrativa-
mente deforme de la utopía históricamente realizada- es la forma de des-
acreditación de la utopía. Pero esa forma procede de la misma utopía, no
es ajena a ésta. Nuestra tesis es que el modo correcto de interpretar la dis-
topía consiste en examinarla a partir de su continuidad utópica. Lo más sig-
nificativo de distopía es que procede por vía directa del proceso inmanen-
te que genera la utopía. Esa inmanencia no puede desembocar más que en la
frustración, porque se pone en ella una esperanza imposible, porque se le
i]Uiere dar una confianza que no puede retener, porque se le quiere supo-
ner un efecto que no puede generar. La distopía es la prueba del descré-
dito de la utopía, porque al realizarse a través del esfuerzo que el prin-
dpio de inmanencia se impone para adecuar las condiciones del espíritu a
las condiciones materiales del ser, la utopía se convierte en distópica; al
considerar la utopía como una ilusión de la idea justifica cualquier realiza-
-ción de la praxis mientras tenga como fin su consolidación. Y esto es preci-
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minada; no puede elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos no están
regulados por ninguna ley ni por un código de conducta claramente formu-
lado. En Oceanía no existen leyes ... No sólo se le exige al miembro del Par-
tido que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los
instintos ortodoxos.» La diferencia con Campanella cuando parafraseando
a San Juan Crisóstomo escribe que «la vida virtuosa representa una suma
felicidad y es preferible una corrección por el error cometido a soportar los
efectos del error», es solamente cuestión de vocabulario. Cuando esa regla
de Crisóstomo deja de aplicarse al terreno de la perfección personal para
intrepretarla como principio regulador de una comunidad política, la liber-
tad individual queda absorbida por la autoridad del Estado. No se explica
cómo alguien pudo interpretar las utopías como un modelo de sociedad
libertaria. Incluso cuando siglos más tarde otro utopista, Anatole France,
concibe su fábula en Sobre la piedra inmaculada, piensa literalmente en tér-
minos de La ciudad del sol. Es decir, describe, como vamos a ver, 1984.
7. Pretende la realización personal a través de la disolución del indi-
viduo en la comunidad.-Es este tal vez el punto en el que más claramente
se manifiesta la equivocidad de la estrategia utópica. El escritor utópico hace
en este considerando un salto continuo desde el plano del ser al del deber
ser, o viceversa: Continuamente deduce cuestiones de hecho de proposi-
ciones normativas. «Para ellos --escribe Moro-- nada hay superior a los
placeres del espíritu» de lo que debe deducirse que todos se dedican al cul-
tivo del espíritu; culto que, por lo demás, está prescrito en sus normas de
convivencia, así que están obligados a ese cultivo, al que por otro lado no
dejan de aspirar dada su convicción profunda de que en eso consiste la feli-
cidad y la libertad. Por algo decía Bacon que la Nueva Atlántida era un
«reino de ángeles», y Campanella que la Ciudad del sol era un reino de
abejas. De abejas o de ángeles lo que está claro es que la utopía no es un
reino de personas.
Dada, pues, esa ambivalencia no es extraño que puedan derivarse de los
mismos principios y supuestos conclusiones contrarias. Con esto se quiere
decir exactamente que las mismas condiciones que inspiran la utopía hacen
posible distopía. Tan legítimo es el salto de la metodología utópica hacia la
eutopía del buen gobierno corno hacia la distopía del mal lugar. Porque
conviene recordar que del sentido literal de utopía no se deduce más que
es un lugar que no existe, y no que sea bueno o malo, eutópico o distópico.
Esa deducción es viciosa. Y del mismo modo que a priori, vista hacia el
futuro, como proyecto, alimenta la esperanza risueña del constructor de imá-
genes sociales; a posteriori, vista su realización, suscita la aversión de quien
depositó sin pruebas su esperanza. Esto ocurre porque utopía lleva en su
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tidad». Pero incluso de Tomás Moro podría decirse otro tanto. La única di-
ferencia que permite afrontar separadamente la comparación de la Utopía,
de Moro, como algo distinto de la Ciudad del sol, de Campanella, no reside
ni en los propósitos ideales expuestos, ni en el sistema comunitario descrito,
ni en los procedimientos políticos y sociales aplicados, sino en el talante que
separa decididamente una y otra utopía: que Moro escribe con espíritu de
humor y no se toma definitivamente en serio su aventura imaginaria, mien-
tras que Campanella escribe completamente en serio y expone su Ciudad
como ejemplo que debe imitarse en lo posible. Pero en lo que hace al con-
tenido tan equívoca es la Ciudad de Utopía como la Ciudad del sol. Y yerra
a mi modo de ver Ernst Bloch cuando trata de oponerlas, concibiendo la
Utopía de Moro como una «utopía de libertad» y la Ciudad del sol como
una «utopía autoritaria». No hay tal lugar.
«La utopía supone siempre un planteamiento revolucionario», dice Ma-
ravall. Cierto. Pero casi tan cierto es que «la utopía supone siempre un plan-
teamiento conservador». Y si no que se lo pregunten a Bloch. De aquí que
la utopía sea a la vez dependiente y autárquica, insular y abierta a las re-
laciones con otros pueblos, sincrónica e histórica, perfecta y perfectible.
Utopía es un proyecto de realización, una esperanza fundada en principios
inmanentes, en el cálculo terreno de una razón que trata de fundirse en el
todo, de resolver la totalidad, de abarcar lo absoluto socialmente conside-
rado. Pero utopía es también la inversión distópica del proyecto, cuando la
esperanza realizada no deja más que el rastro marchito de un deseo siempre
frustrado.
III
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De los mismos métodos aplicados a los mismos ideales cada uno obtiene
resultados diferentes:
Orwell escribe: «La base más segura para la oligarquía es el colectivis-
mo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando se
poseen conjuntamente.»
Campanella escribe: «Todo es común, todos resultan hermanos y están
indicados los mutuos deberes con los que se muestran la liberalidad.» El mis-
mo sistema origina la oligarquía y la fraternidad, el privilegio y la liberalidad.
Orwell escribe: «El lngsoc, procedente del antiguo socialismo y que
había heredado su fraseología, realizó los principios fundamentales de ese
socialismo, con el resultado, previsto y deseado, de que la desigualdad eco-
nómica se hizo permanente.»
Campanella escribe: «Las ciencias, las dignidades y los placeres son de
tal manera comunes que nadie puede apropiarse de cosa alguna.»
La realización de los principios del socialismo origina consecuencias
opuestas. La abolición de la propiedad privada genera la desigualdad econó-
mica permanente y la erradicación del amor propio. Orwell escribe: «Nin-
gún miembro del Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso
personal. Colectivamente, el Partido es dueño de todo lo que hay en Ocea-
nía, porque lo controla todo y dispone de los productos como mejor se le
antoja.»
Carnpanella escribe: «Como no paseen nada a título exclusivo, que les
pueda llevar a quebrantar el derecho ajeno para engrandecer a sus hijos,
les conviene obrar bien para mantener su honor ... Ninguno necesita salario,
porque todos tienen medios para vivir bien.» No es necesario precisar que la
herencia es una institución suprimida en ambas repúblicas.
Orwell escribe: «Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia
de padre a hijo, sino la persistencia de una cierta manera de ver el mundv
y de un cierto modo de vida.»
Campanella escribe: «La propiedad en cualquiera de sus formas nace y
se fomenta por el hecho de que cada uno posee a título exclusivo casa, hijos,
mujeres. De aquí surge el amor propio, pues cada cual aspira a enriquecer
a sus hijos, encumbrarlos a los más altos puestos y convertirlos en herederos.»
En suma, en Oceanía <<nada era del individuo a no ser unos cuantos
centímetros cúbicos dentro de su cráneo». En la Ciudad del sol, «una vez
que ha desaparecido el amor propio, subsiste solamente el amor a la colec-
tividad».
Los mismos métodos dan lugar a la «concordia» en la Ciudad del sol y
a «esta época de uniformidad» a «este tiempo de soledad», desde donde
intenta escribir su diario el protagonista de 1984. Es el «amor propio», la
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ca, que «se destruyan los vicios que surgen del abuso del amor» o que no
hay concordia social mientras sean posibles «los males procedentes del exce-
sivo amor de los hijos o de los cónyuges», es por lo que la culminación de
la motodología utópica se manifieste en la disciplina sexual. Sólo mediante
esta disciplina se consigue la plena uniformidad, pues, mediante su aplica-
ción «subsiste un amor sin distinción de unos y otros». Para decirlo en la
semántica distópica de Orwell, no hay «intimidad-vida privada, amor y amis-
tad», pues un «amor sin distinción» de unos y otros es, literalmente hablan-
do lo mismo que «Un amor sin intimidad». Veamos ahora a través de qué
procedimientos se consiguen estos resultados:
Orwell escribe: «El enemigo no es tanto el amor como el erotismo den-
tro del matrimonio y fuera de él.»
Campanella escribe: «No conocen apenas el amor de la concupiscencia
propiamente dicha.»
Orwell escribe: «Todos los casamientos entre miembros del Partido de-
bían ser aprobados por un comité nombrado para este fin y siempre se nega-
ba el permiso si la pareja daba la impresión de estar físicamente enamorada.»
Campanella escribe: «Los Maestros que dirigen los ejercicios conocen
quiénes son aptos y quiénes no, para la procreación; y saben además cuál es
el varón sexualmente más adecuado a cada mujer.»
Orwell escribe: «La relación sexual se consideraba como una pequeña
operación algo molesta, algo así como soportar un enema.»
Campanella escribe: «La unión carnal se realiza cada dos noches. Para
satisfacer racional y provechosamente el instinto, las mujeres robustas y be-
llas se unen a hombres fuertes y apasionados; las gruesas, a los delgados, y
las delgadas, a los gruesos ... La unión sexual no puede realizarse nunca
antes de haber hecho la digestión de la comida y elevado preces al Señor.»
Orwell escribe: «La única finalidad admitida en el matrimonio era en-
gendrar hijos en beneficio del Partido.»
Campanella escribe: «La procreación se considera asunto religioso, cuya
finalidad es el bien de la República y no el de los particulares.»
Orwell escribe: «El instinto sexual era peligroso para el Partido y éste
lo había utilizado en beneficio propio.»
Campanella escribe: «La procreación es un derecho público que sola-
mente afecta a los particulares por el hecho de ser miembros de la Re-
pública.»
Orwell escribe: «Los niños debían nacer por inseminación artificial y
educados en instituciones públicas.»
Campanella escribe: «Como los individuos engendran defectuosamente-
y crían mal a su hijos, se degenera la prole con gran detrimento de la Re-
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Hoh «considera deshonroso ignorar cualquier cosa que los hombres puedan
saber».
Para que la comparación pueda ofrecer una simetría más anecdótica es
posible descender a algunos aspectos de la organización política del Estado,.
en La ciudad del sol y en Oceania, que resultan singularmente similares. Ya
sabemos que «en el vértice de la pirámide (oceánica) está el Gran Herma-
no. Este es infalible y todopoderoso». También sabemos que el Metafísico
es «el Jefe Supremo» y está «al frente de todas las cosas temporales y es-
pirituales. Y en todos los asuntos y causas su decisión es inapelable», más.
para que no quepa dudas Campanella precisa también que «los triunviros
proceden de acuerdo con el Metafísico, sin el cual nada se hace ... pues el
deseo del Metafísico es secundado por los demás». Para la organización, ya
que no distribución, de este poder, Orwell describe cuatro grandes Ministe-
rios que regulan la vida burocrática del Estado, cuyo equivalente son los
tres triunviros solarianos que ayudan al Metafísico Hoh. El Ministerio de
la Verdad «se dedicaba a las noticias, los espectáculos, la educación y las.
bellas artes», su equivalente es la Sabiduría a la que «compete lo concer-
niente a las artes liberales y mecánicas, las ciencias y sus magistrados, los
doctores y las escuelas de las correspondientes disciplinas». «El Ministeriv·
de la Paz para los asuntos de la guerra»; su equivalente es «el Poder»: «Tie-
ne a cargo lo relativo a la guerra y a la paz, así como también el arte militar.>>
«El Ministerio del Amor encargado de mantener la ley y el orden y el d~
la Abundancia al que correspondían los asuntos económicos»; su equiva-
lente es «el Amor»: «El Amor tiene a su cargo todo lo concerniente a la
procreación. . . Al Amor está encomendada también la educación de los
hijos, el arte de la farmacia, la siembra y recolección de legumbres y de
frutos, la agricultura, la ganadería, las provisiones alimenticias, el arte cu-
linario y, en fin, todo lo referente al alimento, al vestido y a la unión carnal.»
Este cruce de las identificaciones delata el vicio interior de la construc-
ción utópica, pero proyecta ese vicio mucho más allá del ámbito literario.
Expresa un defecto de organización del propio lenguaje, en cuanto que sepa-
rado de la realidad que pretende enunciar se ve compelido a enunciarla sin
haber alcanzado la experiencia de su realización. Es, pues, un defecto discur-
sivo que obtiene una inferencia basada en el esfuerzo especulador. Se amplía
la capacidad de la frase a través del pensamiento con objeto de hacerle pal-
par -y en esto consiste lo utópico propiamente dicho-- una realidad que
no se ha producido y que con toda seguridad no es posible que se produzca:
el reino de la libertad a partir del método de la dictadura; la administración
de las cosas a partir del dominio de las personas; el socialismo científico a
partir de la praxis política; la pacífica fraternidad a partir de la lucha de:
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