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Lo que la vida te da gratis, dalo gratis (Jesucristo).

Prefacio

Se sentía a salvo y protegido en aquel lugar, un lugar cerrado, húmedo y muy calentito.
Aunque no podía ver nada porque todo estaba oscuro. Flotaba y buceaba entre aquellas aguas del
paraíso de la comodidad. Estaba en un infinito mar de felicidad. Se movía y retorcía, chocándose
contra las paredes blanditas y protectoras en aquel espacio exquisito. Llevaba una vida perfecta.
Cuando tenía hambre sentía que se le llenaba el estómago con deliciosos manjares, sin que él los
hubiese pedido. Y después de ponerse las botas dormía plácidamente durante horas. Con el paso
del tiempo se sintió más agobiado. O él era cada vez más grande o su pequeño agujero estaba
encogiendo. Ambas opciones le parecieron un verdadero disparate. Nada crece o disminuye si no
es por alguna razón.

Un día, mientras practicaba choques contra las paredes ─ era divertido ─ escuchó por primera
vez el sonido de una voz, algo insólito y nuevo para él, ya que jamás había presenciado nada
igual.

Entonces ocurrió algo que jamás pensó que pasaría porque era malo. Sintió que pasaba del
cielo al infierno en un duro proceso en el cual no conseguía asimilar lo que le estaba pasando en
realidad. El líquido calentito que le envolvía comenzó a desaparecer. Por primera vez
experimentó la sensación de frío, que azotaba su cuerpo desnudo y mojado. No podía estar
pasándole aquello. Era demasiado cruel. Alguna fuerza sobrenatural comenzó a succionarle
hacia un agujero que él nunca había visto. ¡Oh, no! ¿Qué pasaría ahora? Sintió cómo su cabeza
salía poco a poco. ¿Qué encontraría fuera de su cómodo escondrijo?

Entonces comenzó el suplicio. Escuchó voces, unas alegres, otras histéricas. Animaban a
alguien. También oyó una voz llena de esfuerzo y horror, gritando hasta casi romper la barrera
del sonido. Sintió unas manos que le agarraban cuidadosamente pero con firmeza. Pero odiaba
aquel contacto. ¡Quería volver a su hogar!

Cuando salió por completo a la superficie todo fue mucho peor de lo que él había temido. Odió
aquel nuevo y drástico cambio y comenzó a llorar. Igual así se apiadaban de él y conseguía
convencerlos para devolverlo a su casa. Sólo necesitaba llorar. Cuanto más llorase, más
posibilidades tenía. O eso creía él.

─ Padre Santiago, coja al bebé un segundo.

─ Oh, Dios ─ espetó el cura con repugnancia ─. Tiene la marca del demonio.
─ Padre Santiago, no haga caso, son sólo leyendas.

─ No, no lo son.

─ Por favor, tenéis que cuidar de él ─ dijo una voz femenina muy fatigada ─. No sé donde está
su padre y yo noto que apenas tengo fuerzas hasta para respirar.

El cura la miró escéptico. "Obvio que no sepa donde está. ¡Maldito sea!". Su hermoso rostro
mostraba cansancio y agotamiento. Estaba cubierto de una gruesa capa de sudor y respiraba con
dificultad, como ella misma había señalado. Todos estaban reunidos a su alrededor,
contemplando como la vida se le escapaba de entre sus últimos suspiros. Entonces el cansancio se
apoderó de ella y cerró los ojos para sumergirse en un sueño eterno. Sin embargo, su rostro
estaba lleno de paz, su sonrisa de alegría y su última palabra fue: Uriel.
Capítulo 1

Cuento esta historia, que probablemente nadie creerá, pero que prefiero plasmarla en papel antes
de que deje este mundo. Comenzaré por el día que empezó todo: la cuenta atrás.

Contemplé mis enormes ojos verdes reflejados en el espejo del baño del convento. Mi piel
parecería un lienzo blanco a punto de ser pintado de no ser por ellos. Mi despeinado pelo rubio,
cuyas puntas tintadas de rojo escandalizaban a todas las monjas, me caían en cascada hasta la
mitad de la espalda. ¿Que qué pintan las monjas en mi historia? ¿O qué pinto yo en un
convento? No, no soy monja si es lo que os preguntáis. Pero viví con ellas, las hermanas, lideradas
por “La Temible”, que era la Madre Superiora, cuya reputación no era una delicia que digamos.
Ellas me criaron en el orfanato y me vieron crecer. No conocí otra familia hasta poco antes de la
fecha en que me tocaba desplegar las alas y alejarme del convento. Realmente era un orfanato —
convento, un lugar que ofrecía cobijo a niñas huérfanas y que servía de convento para las
monjas y sus oraciones. A pocos metros del nuestro, había otro orfanato, de chicos. No había
conocido a mi madre, ni a mi padre, ni sabía si tenía hermanos. No sabía nada. Simplemente, las
monjas y el resto de niñas se convirtieron en todo cuanto había tenido y pronto debía alejarme de
aquello. Sentía tristeza y pena por una parte, pero por otra un sentimiento de alivio inundaba mi
corazón.

¿Guapa? Eso decían algunos, incluidas mis amigas. ¿Quién podía creerles? Yo no, desde luego.
No era una muñeca de medidas perfectas, eso estaba claro. Delgada, pero de caderas anchas y
apenas llegaba al metro sesenta. Era una de las chicas más bajitas del convento. Las pocas
prendas que poseía no eran precisamente una tendencia de última moda. Solía vestir entre un
estilo grunge y vintage. No podía permitirme gran cosa, ya que vivíamos una vida humilde,
mayormente gracias a la caridad. El resto de chicas se moría por conseguir la ropa más colorida,
por lo tanto mi vestuario era el desechado por todas las demás. Así que mi escaso vestuario
consistía básicamente en vaqueros de pitillo desgastados, camisetas simples de colores apagados y
zapatillas de lona. Todo de segunda mano.

La chica del espejo me devolvió una mueca. Mi autoestima jamás estuvo por las nubes sino
más bien todo lo contrario. La causa era la frustración sentida por el desconocimiento total de
mis raíces familiares. En aquellos días tenía la impresión de no saber muy bien quién era yo.
Sentía que no me conocía a mí misma y desconocía qué dirección iba a tomar mi camino. Mi
futuro siempre parecía congelarse en algún punto oscuro en el cual no conseguía hallar nada.
Me preguntaba en silencio y con lágrimas en los ojos cómo habría sido mi vida de haber crecido
con mis padres biológicos y puede que algún hermano. Como hubiese sido todo. Sor María – así
se llamaba la Madre Superiora – me había contado que alguien me dejó en el portal del convento
antes de llamar y que debió de salir huyendo porque jamás vio a nadie. Ni una sola pista, ningún
tipo de información desde la cual partir para reconstruir mi pasado. Ella misma fue la encargada
de escoger un nombre para mi bautizo. Según el registro me llamaba María Isobel, pero nadie se
refería a mí con mi nombre completo. La mayoría de mis compañeras conocían su historia
familiar: madres adolescentes, padres alcohólicos, drogadictos o machistas, asesinatos… Y yo
estaba a punto de cumplir los dieciocho años y debía abandonar el nido; bueno, mi nido
particular. Debía buscarme la vida por mi cuenta: un trabajo, un nuevo hogar, otros ambientes,
personas nuevas…

¡¡Oh, Dios!! ¡Deseo conocer mi historia!

Sor María solía decirnos en las numerosas charlas sobre el bien y el mal que teníamos que
tener cuidado con lo que deseábamos, que los deseos no son más que tentaciones de los
demonios. En aquel momento no era nada religiosa a pesar de haberme criado en un orfanato de
monjas; mi fe se sacudía y tambaleaba en numerosas ocasiones y ser obligada a ir a misa no lo
mejoraba.

Ese día me puse el uniforme como otro cualquiera – compuesto por una camisa blanca con
corbata azul marino, a juego con una rebeca y una falda – y comencé a ordenar mi “habitación
particular”. Ése era un motivo primordial por el cual el resto de chicas del orfanato me
taladraban con sus miradas envenenadas de envidia. La habitación había sido asignada
únicamente para mí por orden de la Madre Superiora. Un privilegio del que no podían disfrutar
las demás, ni mis mejores amigas. ¿Tal vez era una táctica para mantenerme alejada del resto de
chicas? Pero, ¿por qué motivo? ¿O ésa no era la razón? Aquella incógnita era un misterio sin
resolver que me quemaba por dentro. La Temible, sin embargo, me trataba ligeramente pero de
forma visible peor que a las demás. ¿Para contrastar aquel privilegio de la habitación? Su dureza
y hostilidad hacía mí rozaban lo absurdo, algo contradictorio respecto a otros actos. No entendía
porqué mientras que el resto de hermanas se encargaban del cuidado de las niñas, la Madre
Superiora se encargaba de mí. ¿Por qué? ¿Por qué no dejar mi cuidado desde que era un bebé a
las demás? Aquellas tareas no correspondían a una monja que estaba al mando. ¿Y porqué
asignarme una habitación propia con baño cuando las demás dormían en una sola habitación
llena de literas? Los hipotéticos casos que nublaban mi mente y mi razón jamás tenían ni pies ni
cabeza ni sabía si algún día encontraría respuestas a ellas. ¿Podría tener que ver algo con una
enfermedad? No, lo sabría. Deberían de llevarme al hospital en aquel caso. Y si fuese grave no me
juntarían con el resto de chicas bajo ningún concepto y sólo me separaban a la hora de dormir y
de la ducha. La mayoría de chicas cotilleaban siempre sobre mí y me apodaban a mis espaldas “la
espía de la Temible”, pero nadie más que yo odiaba a Sor María con tanta intensidad. Todas ─ al
igual que yo ─ desconocían el motivo por el cual se me trataba de forma especial y por
sorprendente que sea, el resto de hermanas también estaban desinformadas. Las malas lenguas
decían que ella era mi madre y que tuvo un lío amoroso, pero cualquier monja que interceptaba
el rumor lo cortaba antes de llegar a los oídos de la Superiora. Al parecer, había pruebas que
confirmaban que no podía ser su hija; pruebas que consistían en fotografías sobre actos
benéficos para recibir ayudas en el orfanato. Sor Leonor solía comentar que la chica que
comenzó aquel rumor blasfemo debía confesarse y rezar por lo menos veinte Padres Nuestros.
Las ansias de preguntarle sobre aquel trato me pudieron y se lo comenté a mis amigas.

─ ¿Serías capaz de preguntárselo? ─ me preguntó Carolina, alarmada ─. Piénsalo, no es


cualquier monja, es la Superiora, la Temible. Sólo con verla ya se le pone a uno piel de gallina.

─ Chicas, estoy convencida de hacerlo. Todo este sufrimiento no será en vano. Las chicas de
aquí siempre me han odiado ─ Paz, Lolita y Carolina me miraron fijamente en ese momento ─.
Excepto vosotras, claro. No sé que hubiese hecho sin vosotras, chicas, lo digo en serio. Pero eso no
quita que todo hubiese sido más normal sin ese trato especial. Piensan que es maravilloso y no lo
es. Es frustrante. Y les diré a todas las chicas lo que me llevo callando durante… bueno, durante
toda mi vida. Antes de irme de este orfanato conseguiré averiguarlo todo. Absolutamente todo. Lo
juro.

Un golpe seco y agudo en mi mano huesuda distrajo mi atención hacia Sor Inmaculada. Me
acababa de pegar con una regla.

─ No se jura. Es pecado. Los juramentos te llevan al demonio.

Mirase donde mirase siempre había ojos por doquier observándome. En sus miradas se
reflejaba la repugnancia y una envidia no muy sana. Y yo llevaba mucho tiempo planeando mi
salida de aquel lugar repleto de personas odiosas que deseaban perderme de vista para siempre.
De aquella forma, yéndome yo, ya no habría más favoritismos con nadie.

─ ¿Y qué harás al salir de aquí? ¿Seguirás con el programa de radio?

─ El programa de radio es sólo para las huérfanas y las monjas. Pero intentaré hablar con Sor
María el último día para que escriba una carta de recomendación. Podré presentarla en algunas
radios locales junto al poco currículum que tengo.

El día siguiente fue uno en que el sol, el mejor amigo del verano, se propuso instalarse en el
cielo azul y no moverse de allí ni con una gota de lluvia. Fuimos a ver a los chicos del orfanato
masculino. Lolita, Carolina, Paz y yo visitamos a Marcos y Sergio, entre otros. Marcos debutaba
en un concurso de skate. Las actividades al aire libre fue una iniciativa de los monjes de su
orfanato, pensando que aquello les distraería de ideas como los robos y cualquier otro tipo de
delincuencia. El corazón me dio un giro de ciento ochenta grados cuando vi a Sergio.

Sergio.

Era un chico desgarbado, varonil, bonachón. Era rubio, con unos ojos azules tan profundos
que a ninguna chica le importaría ahogarse en ellos. Tenía el pelo levemente rizado, aunque eso
sólo lo sabía aquel que le había visto sin su gorro de skate negro cuando había tardado varios
meses de más en cortárselo.

Acompañamos a Marcos hasta un vestuario cercano para que los chicos se cambiaran la ropa
típica del skate, ya que él todavía llevaba el uniforme de su orfanato. Él entró a uno de los cuatro
baños que allí había, y se cambió de ropa mientras nosotros hablábamos fuera. Abrí la mochila
que llevaba a mis espaldas y saqué una pulsera que había hecho yo misma con tres hilos de lana.
Entonces, se la di a Sergio, y éste sonrió.

─ Yo no tengo nada para ti.

─ No te preocupes, este regalo no estaba previsto.

Solíamos hacernos regalos cuando podíamos. No sabría definir cual era mi relación con Sergio,
si simplemente era una amistad especial o algo más, aunque no habíamos pasado ningún límite
que llegara a pensar dicha cosa. Marcos salió del baño, ya ataviado con la cómoda y ropa y
salimos al exterior hablando alegremente y dando ánimos a nuestro amigo. Cuando la
competición empezó, no pude evitar fijarme en una figura negra que me miraba intensamente.
Era un chico atractivo, delgado pero de musculatura robusta. Su sonrisa pícara, perfecta y blanca
no me distrajo de su oscura mirada felina con un matiz misterioso. Apenas tendría un año o dos
más que yo. Era tentador, pero tenía demasiadas mariposas gritando "Sergio" dentro de mi
estómago como para conseguir que mi obsesión por él se desvaneciera. El desconocido tenía el
pelo corto y oscuro, ligeramente de punta, desenfadado y con estilo. Iba vestido de negro de
arriba abajo. Estaba claro que aquel chico era un mero visitante de la competición y no uno de
los huérfanos del orfanato masculino.

─ ¡Isobel! ─ gritó Lolita ─. ¿Qué pasa? ¡Estás distraída!

─ Sí, perdona. Estaba pensando en cómo decirle a Sor María que me ayude cuando tenga que
marcharme definitivamente del orfanato.

─ ¡Oh! Disfruta del momento, nena. ¿Por qué no hablas con Sergio? ¡No para de mirarte...para
variar! ─ y soltó una risita burlona.
Bajé la cabeza avergonzada, aunque complacida. El hecho de que él me mirara me daba
esperanzas para pensar en algo más. Hice caso a Lolita y le miré, pero no sin antes descubrir que
el desconocido ya no estaba.
Capítulo 2

Terminó la competición, quedando Marcos en segunda posición. Lo animamos alegando que ya


ganaría la siguiente vez, mientras nos dirigíamos hacia el orfanato. Sin embargo, antes de salir
del parque en que nos encontrábamos, caí en la cuenta de que me había dejado la mochila en el
vestuario. Pedí a los demás que parasen, que iría a buscarla y volvería en un periquete.

Descubrí al chico moreno sentado en uno de los banquillos.

─ Hola – me dijo el extraño.

─ Hola – contesté por educación. Aquel tipo me daba mala espina, y con razón. Aunque yo en
aquel primer momento no lo sabía.

─ Igual buscas esto – y levantó la mochila en vilo con una sola mano que, momentos atrás,
había estado escondida tras de sí.

─ Sí, es lo que busco – susurré.

Un leve escalofrío me recorrió la columna. El tipo no me devolvió la mochila; simplemente se


limitó a escrutarme con la mirada.

─ ¡Mírate! ¿De qué vas vestida?

─ ¿Perdón?

─ Te he preguntado que de qué vas vestida. Tienes una pinta horrible.

─ ¿Y a ti qué te importa? – mis palabras no produjeron el efecto deseado. Mi voz se entrecortó


a mitad de la pregunta; estaba aterrada. Él no pareció sentirse ofendido, sino al contrario, ya que
soltó una risita.

─ Claro que me importa ─ soltó, como si fuera obvio.

─ ¿Podrías devolverme mi mochila, por favor?

El desconocido pasó de mi pregunta.


─ ¿Y por qué no iba a importarme? – y bufó.

─ ¿Y por qué sí? – contraataqué, todavía con el miedo en el cuerpo.

─ ¡Buena pregunta! ─ exclamó muy contento ─. ¡Pero sólo yo sé la respuesta!

─ Y es…

─ ¡No voy a decírtelo, pillina! Debes averiguarlo tú ─ susurró guiñando un ojo, lo que me
confundió muchísimo.

Sus preguntas confusas sin respuesta me recordaron al vagabundo de la esquina que solía
pedir comida en la puerta del supermercado. ¿Quién era aquel tipo? ¿Qué quería de mí?
Aquellas preguntabas resonaron con tanta fuerza en mi cabeza que las escupí con desprecio al
exterior.

─ ¿Qué quieres de mí?

El tono de mi voz hizo que el chico soltara de nuevo una sonora carcajada. No paraba de
reírse.

─ ¡Ay, mi querida e impaciente Isobel!

Me quedé helada.

─ ¿Cómo sabes mi nombre?

Él no contestó. Soltó una risa traviesa y me miró fijamente, con la burla brillando en sus ojos
oscuros. Bueno, tal vez había escuchando a alguien llamándome. Y caí en la cuenta. ¡Claro, qué
tonta! Lolita me había llamado en la pista de skate. Así que, que supiese mi nombre no era un
hecho relevante. ¡Era un farsante! Entonces fui yo quien rió.

─ ¿Qué te hace tanta gracia?

─ Tú – solté sin pensar. Y en seguida me arrepentí. ¿Y si se enfadaba y arremetía contra mí?


Pero lejos de enfadarse, pareció complacido.

─ ¡Así me gusta! ¡Qué tengas sangre en las venas!


Esto me sorprendió enormemente. Deseaba que aquel tipo me devolviese de una vez mi
mochila para poder irme de allí. No me gustaban sus cambios de humor. Las hermanas nos
habían prometido bollos con mantequilla para merendar. Pero algo en su mirada me impedía
hacerlo.

─ ¿Y tú cómo te llamas? ─ le pregunté sin pensar. Se quedó pensativo unos segundos. Luego
contestó:

─ Jesús – y mostró una sonrisa blanca y perfecta. Parecía algún tipo de chiste o broma privada.
¿Acaso no se llamaba Jesús? ¿Me estaba mintiendo?

─ ¡Empezaba a pensar que las monjas te habían lavado el cerebro!─Inexplicablemente, sentí


deseos de protegerlas y defenderlas.

─ ¡No hables así de ellas! ¡No te lo permito! ¡Devuélveme la mochila!

─ Tu mochila por tus pensamientos ─ me soltó el desconocido.

Me quedé perpleja. Él me dedicó una sonrisa de suficiencia.

─ Dame mi mochila. No tengo tiempo para más jueguecitos, mis amigos me están esperando.

─ Tu mochila por tus pensamientos – repitió. Resopló.

─ Vale. No sé quien demonios eres y quiero que me devuelvas la mochila─. Por algún motivo,
se rió ante la broma.

─ ¿Por qué te ríes?

Pero en vez de contestar a mi pregunta, cambió de tema.

─ Vives en la más absoluta pobreza – y sacudió la cabeza.

─ No es pobreza. Es una vida humilde. Tengo un techo bajo el que vivir, una cama en la que
dormir, una educación que disfrutar y tres platos de comida caliente al día. No me falta de nada.

─ Eres huérfana. Te falta una familia – aquellas palabras me dolieron más que un puñal en el
pecho ─. No tienes madre, ni padre, ni hermanos.
─ Las hermanas cumplen todas esas funciones. Y tengo amigos de verdad. Y ellos me
entienden.

─ No sabes nada sobre tus raíces. Quién es tu madre. Ni tu padre. Ni si tienes hermanos. Si te
abandonaron. Si murieron. No sabes si tienes más familia. Abuelos, tíos o primos. Los círculos en
los que se relacionaban. Qué tipo de familia era. Si es que era una familia. Desconoces si fuiste un
bebé buscado o no deseado. Si fuiste una alegría en la vida de alguien o sólo una carga de la que
deshacerse.

Intenté digerir como pude aquellas palabras sin echarme a llorar. El desconocido rompió el
silencio de nuevo.

─ Tu mochila por tus pensamientos – repitió por tercera vez.

Vale, ¿quiere que le siga el juego? ¡Le seguiré el maldito juego!

─ Siempre pensé que fui un bebé no deseado. Tal vez una hija de una adolescente menor de
edad que me abandonó por vergüenza o porque no podía mantenerme.

Lancé un pequeño suspiro involuntario y me quedé callada, esperando a que aquel chico me
devolviera mi mochila antes de plantar mi mano furiosa sobre su bonito rostro.

─ Seguro que tienes más teorías que esa.

─ Sí. Tengo millones de ellas. Centenares de variaciones en cada una. Y sé que son escasas, casi
nulas, las probabilidades de que encuentre una respuesta aproximada porque no sé desde que
punto partir. ¿Contento? Ahora devuélveme mi mochila, ya conoces mis pensamientos.

Él pareció contento con mi respuesta, pero aun así no me dio la mochila. Siguió con su
estúpido juego.

─ ¿Tienes hambre?

─ Eso no te incumbe ─ le contesté con desprecio.

─ Cierto. Pero escucho desde aquí cómo rugen tus tripas. Parece que tuvieran un alienígena
dentro─. Y llevaba razón. Tenía mucha, muchísima hambre. ─ Te invito a merendar. ¿Qué te
parece? Todo cuanto desees. ¿Qué es lo que te gusta y nunca has probado? Porque no habrás
probado muchos de los dulces que tengo en mente. ¿Te apetece una rosquilla con glaseado?
Conozco una tienda donde tienen un escaparate lleno, de todos los sabores y colores. ¿Y un trozo
de pizza? Al lado hay un bar que tiene trozos extra grandes y de muchas variedades. ¿Un
helado? ¿Una hamburguesa? ¿Chocolate? ¿Gofres?

La boca se me hacía agua. ¡No había probado nada de todo eso! Los bollos con mantequilla me
parecían más sosos que nunca. Sólo había llegado a probar la pizza, pero solía ser un trozo de
pan cuadrado y duro con un poco de tomate frito y jamón york por encima. Tampoco había
probado muchos helados, sólo el de vainilla, ya que era el que daban cuando ganabas un premio
en las competiciones de carreras de sacos que se hacían cada verano. Jesús me miraba de forma
intensa, esperando impaciente mi respuesta. No le conocía. ¿Cómo aceptar algo de él? ¡Debía
haber alguna intención oculta tras de aquello! ¡No! ¡Ni hablar! ¡Cogería mi mochila y volvería al
orfanato a comerme un bollo con mantequilla!

─ Gracias, pero no. Me esperan mis amigos.

─ ¿De verdad no quieres nada? ─ preguntó con malicia.

─ No – contesté de forma rotunda ─. Estás tentándome, ¿no es cierto? ¿Qué quieres a cambio?
Después del pecado llega el castigo. Como Adán y Eva. Los desterraron del paraíso.

─ ¿Crees que el orfanato es el paraíso y te echarán de él porque te invite a una hamburguesa?


¡Abre los ojos! Tienes los días contados en ese sitio putrefacto. El día que cumplas dieciocho años
las monjas te dirán “felicidades” y como regalo una patada en el culo para que otra chica
huérfana pueda ocupar tu lugar en la mesa. Y, piénsalo, la Madre Superiora ya no tendrá que
seguir ocupándose de ti.

─ Perdona, ¿qué?

Me quedé estupefacta. ¿Cómo sabía él aquello? Tal vez los rumores se extendían hasta llegar
fuera de las puertas del orfanato.

─ ¿Crees qué no lo sé todo sobre ti? ¿Crees que no sé todo lo que pasa dentro de esas cuatro
paredes podridas? ¿Qué la jefaza de todas las monjas te trata de forma especial sin saber porqué?
¿Qué las chicas siempre han blasfemado sobre ti a tus espaldas? ¿Qué…

─ ¡Cállate! ¡Cállate, cállate, cállate! ¡Déjame en paz! ¡Dame mi mochila!

─ ¡Maldita niñata! – Jesús estalló en furia ─. ¡Quieres mucho más que tu maldita mochila!
Y se dispuso a abalanzarse sobre mí. Lo vi tan cerca que llegué a pensar que me mataría. Yo
me agaché y me cubrí el rostro, temiendo lo peor.

─ ¡Isobel! ─ gritó la voz de Sergio.

Levanté las manos, descubriendo mi cara, y me hallé sola. A los pocos segundos entró Sergio.

─ ¿Qué haces ahí en el suelo? ¿Qué ha pasado? ─ me preguntó alarmado.

─ El tipo vestido de oscuro de la pista de skate.

─ ¿Qué tipo? Venga, vamos, las monjas nos reñirán si llegamos tarde.

Le miré perpleja. ¿Qué había pasado? Jesús – suponiendo que aquel fuera su nombre – ya no
estaba. ¡Pero si había estado a punto de atacarme! ¡No le había oído correr ni le había visto irse!
Sergio lo habría visto. ¡Había desaparecido como por arte de magia!

¡Maldita sea!

─ ¡Venga, rápido! ¡Hoy tenemos bollos para merendar! No me gustaría perdérmelos por nada
del mundo.

Era cierto. Los chicos del orfanato irían al nuestro a merendar todos juntos aquel día. Monjes y
monjas se unían para compartir rezos y oraciones. Cogí mi mochila, que estaba en el suelo, y nos
fuimos. Cuando llegamos donde estaban todos los demás, me reprocharon en broma que fuese
tan tardona.
Capítulo 3

Llegamos al orfanato casi por los pelos. Sor Inmaculada, que era la encargada de cerrar las
puertas, nos lanzó una mirada envenenada como una serpiente letal.

Sobretodo a mí.

Estaba claro que no me encontraba en su lista de huérfanas favoritas. Te helaba hasta los
huesos cuando te taladraba con su oscura mirada. Olvidé su cara de acelga y corrí junto a mis
amigos por los pasillos hasta colarnos en el comedor y mezclarnos con el resto de huérfanos ─
chicos y chicas ─ de la cola, que formaban una fila infinita. Después de cuarenta minutos
esperando por fin nos dieron nuestros bollos con mantequilla. Todos los que acabábamos de
llegar de la competición nos sentamos en la misma mesa. Mis amigos comenzaron a hablar
animadamente sobre lo bien que se había desarrollado la jornada de skate ─ concretamente
elogiaban a Marcos por su destreza ─, mientras yo permanecía ausente y distante, concentrada
en mis pensamientos sobre el desafortunado encuentro con el hermoso desconocido. Ese extraño
que aseguraba llamarse Jesús, cosa que yo dudaba enormemente. ¿Quién se para a pensar
cuando le preguntan por su nombre? Nadie, que yo sepa. A menos que quieras mentir.

Sólo Carolina me preguntó al menos cuatro veces si me encontraba bien, ya que advirtió que
apenas había dado dos mordiscos al bollo. Aunque Carolina ya formaba parte de mis mejores
amigas junto a Lolita y Paz, tiempo después se convertiría en mi amiga del alma, una compañera,
casi una hermana. Ante las miradas furtivas de todos, que ya empezaban a advertir que algo
pasaba, decidí escabullirme. A ser posible a mi habitación; allí nadie me molestaría.

─ ¿Te vas a terminar el resto del bollo? ─ me preguntó Marcos una vez que estuve levantada.

─ Cómetelo, no tengo hambre.

Sentía las miradas de mis amigos apuntándome a la nuca en cuanto les di la espalda. Me dirigí
distraída hacia la entrada del comedor cuando me encontré con Sor Inmaculada tapándome la
salida, con los brazos en jarras y mirada inquisidora y furibunda.

Rápido, piensa una excusa.

─ Le recuerdo, señorita Isobel, que no puede salir del comedor hasta las seis en punto.

─ Necesito ir a la capilla a rezar, por favor ─ mentí suplicante.


─ Creo recordar que Usted no es precisamente una católica practicante.

─ Estoy en un momento delicado ─ improvisé sobre la marcha ─. Así que necesito tener unos
momentos a solas con nuestro Señor para aclarar mis dudas y fortalecer mi fe.

Aquella explicación pareció aplacarla, pero no del todo.

─ ¡Sor Azucena! Acompáñala a la capilla y quédate con ella. Quiero un informe con todos los
Padres Nuestros, Aves María y otras oraciones que haya rezado la señorita ─ le ordenó a la nueva
hermana, que se había incorporado hacía unas semanas.

─ Claro.

Sor Azucena era una buena hermana; a veces, de tan buena un poco tonta. No era muy
espabilada y la inseguridad era palpable en sus ojos avellana. Tenía tan sólo veintitrés años y
había cogido los hábitos hacía tan sólo uno. Me acompañó a la capilla, no pudiéndome librar de
ella. Mi habitación tendría que esperar.

─ Sé que quieres estar sola y que, probablemente ni siquiera estés dispuesta a rezar ─ dijo ─.
Pero cumplo órdenes de Sor Inmaculada. Tranquila, yo le redactaré un informe falso.

─ Gracias ─ suspiré aliviada. Realmente Sor Azucena me caía bien.

─ De nada.

─ ¿Le tienes miedo? ─ le solté sin pensar.

─ ¿Tú no? ─ su tono denotaba la incredulidad.

─ No ─ me reí.

─ ¿Ni a la Madre Superiora? He oído cosas temibles sobre ella.

─ De ahí su apodo.

─ ¿Apodo? ─ me preguntó sorprendida. Al parecer, ella todavía no se había enterado.

─ Sí, tiene varios, pero la mayoría no cuaja. El único indiscutible es "La Temible".

─ ¡Oh, Santísimo Dios! ─ exclamó santiguándose ─. ¿Lo sabe ella?

─ Espero que no... lo divulgué yo.

─ Pero..., ¿por qué? ─ preguntó aturdida.


─ Por el trato especial que tiene conmigo.

─ Ah ─ aquello pareció tranquilizarla, pero luego contraatacó ─. ¿Eso no debería ser algo
bueno?

─ ¿Bueno? ─ la miré como si estuviera loca ─. Sería bueno si hubiera conllevado hacerme
popular o algo parecido. Pero por culpa de ese trato que mantiene exclusivamente conmigo soy
la repudiada y apestada del orfanato. Excepto mis tres amigas ─ que son más que tolerantes ─ el
resto desea que me largue ya de una vez y, a ser posible, que no vuelva jamás por aquí ni a visitar
a mis compañeras.

─ Oh.

Ella estaba a punto de decir algo más, así que cambié de tema.

─ ¿Por qué te hiciste monja?

El orgullo y la alegría traspasaron su rostro y sus ojos se iluminaron visiblemente. Comenzó a


soltar su discurso sobre la ética, la religión, Dios y todos aquellos motivos por los cuales había
entrado en el convento, sin embargo yo no los escuché. Dejé mi mente vagar por mi mundo
particular de reflexiones. Básicamente, sobre el muchacho misterioso y todo cuanto me había
contado. Lo sabía todo, incluso mis propios sentimientos. ¿O sólo lo había intuido? Me había
sentido perpleja al verle contemplándome fijamente al principio en la pista de skate, como
absorbiéndome con su penetrante mirada oscura como una noche sin luna ni estrellas. Le había
desagradado mi forma de vestir, pero aunque fuera ropa de segunda mano, no dejaba de ser muy
normal. Es decir, no llevaba ropa de marca pero tampoco iba zarrapastrosa como un vagabundo
que duerme y pasa el día en la calle, ni embutida en un saco. Puede que aquello significara que
pertenecía a una casta superior. Pero, ¿a cuento de qué debía preguntarme aquello? Parecía
conocerme o, al menos, saber quién era yo; sin embargo, yo no tenía ni la más remota idea de
quien era él.

Había ansiado descubrir mis pensamientos y sentimientos más profundos. Había intentado
sacármelos con zalamerías. Me había sacado de quicio, de veras. Algo extraño teniendo en
cuenta lo condescendiente que era y lo acostumbrada que estaba a callarme con cada mal gesto
hacia mí. Con cada una de mis respuestas y contestaciones había reaccionado de la forma menos
esperada, tomándome por sorpresa todas y cada una de las veces. Al principio, después de un
momento de incertidumbre, había creído que conocía mi nombre porque me había estado
observando. Lolita me había llamado. Pero, al desvelar ante mí secretos de mi vida, ya no estaba
tan segura de ello. Su agravio y ofensa hacia las hermanas había hecho mella en mí de forma
negativa. Sentimientos contradictorios habían surgido en mi cabeza: creía que odiaba a las
monjas ─ o al menos que no simpatizaba con ellas ─, pero sin embargo había sacado las garras
para defenderlas. Había repudio y desaprobación en sus amargas palabras el referirse a mi vida
humilde, que había calificado de pobre.

Entonces, apareció la Temible; quería hablar con Sor Azucena. Vi como se le arrebolaban las
mejillas ante la espectacular y siniestra puesta en escena de Sor María. Probablemente no tendría
ninguna tarea para ella, estaba aplicando nuevamente ese trato que me irritaba, concediéndome
el deseo de estar sola. Sin embargo, a los pocos minutos, apareció de nuevo, habiendo despachado
a Sor Azucena. Me sentí perpleja al verla contemplándome fijamente, como absorbiéndome con
su penetrante mirada oscura como una noche sin luna.

─ ¿Has notado algo raro últimamente?

─ ¿Más raro que el comportamiento de todas las chicas y todas las hermanas hacia mí? No,
sigue siendo el mismo.

Sor María me miró con vehemencia.

─ No estás siendo justa conmigo. No comprendes lo bueno que hago por ti.

Tuve que esperar unos segundos para poder hablar. La rabia y la impotencia hacían que
quisiera estallar. ¿Lo bueno que había hecho? Solté una breve y amarga carcajada.

─ ¿Alguna vez me dirás el motivo?

─ Puede ser. Ya veremos.

Supe que aquella respuesta era todo lo que iba a recibir.

─ Un día Sor Inmaculada acabará rapándote la cabeza ─ me dijo señalando las puntas tintadas
de rojo de mi pelo rubio.

─ Que se atreva ─ solté ─. Ya sé que me tiene la cruz hecha, pero yo no he hecho nada malo.

─ Lo sé ─ sentenció Sor María ─. Pero no vuelvas a esa peluquera.

─ Pero me lo hizo gratis con el tinte que sobró de otra clienta. Ya sabes, sin dinero no puedo
hacer otra cosa. Puestos a destacar sobre las demás, que no sea sólo por el trato especial de la
Madre Superiora.
Pasó un minuto de silencio que se me hizo eterno. Ella pareció no inmutarse mientras yo me
removí varias veces en mi sitio.

─ Me gustaría poder saber todo. TODO.

─ Tal vez no te gustaría oírlo.

─ ¿Por qué?

─ Supongamos, es un caso hipotético, que descubres lo que quieres saber. Puede que no te
guste poseer esa información. ¿Y si es malo? ¿Tan terrible que no puedas soportarlo? Que
descubras el misterio no hará que te sientas mejor. La búsqueda de la verdad es un viaje
inesperado e intrigante, pero el final del camino no tiene porqué ser satisfactorio.

Me quedé callada. No sabía qué contestar. Todas las chicas que habíamos aquí esperábamos
que una familia nueva nos adoptase porque la nuestra se había roto. Pero a mí ya nadie me iba a
adoptar, era demasiado mayor y mis días estaban contados.

─ Si, después de tu etapa en el orfanato, decides seguir con la radio ─ cambió de tema ─, puedo
echarte una mano siempre y cuando no acabes en ese dichoso programa que lanza al aire
blasfemias pecaminosas.

Me reí. Se refería a un programa llamado "El fuego del infierno", un espacio que ponía en
entredicho las historias de la Biblia, sobre el Creador y sobre el Hijo de Dios, con teorías sobre
demonios de dos leguas, alienígenas y otros seres abominables y disparatados inventados por sus
presentadores y colaboradores.

─ No me preocuparía mucho por eso.

Entonces, ambas rompimos a reír.


Capítulo 4

La siguiente vez que me encontré con el hermoso y escalofriante muchacho – que supuestamente
se llamaba Jesús ─ fue después del programa de radio en el cual colaboraba con las hermanas en
una radio local religiosa. Nuestro espacio se llamaba “Nuevas Alas” y trataba temas de religión,
solidaridad y humanismo ─ típico en unas hermanas de la caridad. Atendíamos llamadas de
personas desesperadas que ansiaban reavivar su fe a través de nuestros consejos y citas bíblicas.
Éstas últimas siempre solía mencionarlas Sor Rosalía, ya que yo era completamente incapaz de
memorizar ni una sola línea de la Biblia. Así que mi tarea, básicamente, era la de consolarlas y
llevar el programa en general. Cuando terminó mi jornada y salí del edificio en que se hallaba,
Jesús se presentó como un mago a punto de comenzar su actuación, envuelto en un halo de
misterio. Me preguntaba cómo demonios podría hacer tal cosa.

─ ¡Hola de nuevo!

Después de cómo se había intentado abalanzar sobre mí la primera y única vez que nos vimos,
yo no quería saber nada de él. Obviamente.

─ ¿Qué haces tú aquí? Te pondré una orden de alejamiento como no me dejes en paz.

─ Vale, la otra vez empezamos con mal pie. Lo entiendo. Volvemos al principio. Yo soy Jesús. Y
no era mi intención asustarte.

─ Vale, pues yo me llamo Isobel. Y mi intención es que me dejes en paz. Tengo que volver al
orfanato o se alarmarán y creerán que me he escapado o que me ha atropellado un coche.

─ Había otra monja contigo en el programa, ¿no es cierto?

─ Sí, ¿por qué? ¿Estás completando tu informe sobre mí? – le pregunté sarcástica.

─ ¿No te acompaña? ¿Se fía de ti?

─ ¿Acaso tienes que preguntarlo? Creía que lo sabías todo sobre mí.

Jesús soltó una risita. Suspiré y le contesté a su pregunta.

─ Tiene que hacerlo. Ella tiene que atender otros dos programas. Y luego debe ir a hacer una
donación a una oenegé. Y lárgate de una vez o llamo a la policía.
─ ¿Con qué teléfono? ─ ahí me pilló ─. Además, si llamaras a la policía o me pusieras una
orden de alejamiento como antes has mencionado, no podría contarte ciertas cosas que sé.

─ Uuh, vaya, me muero por saber qué cosas me ocultas ─ comenté burlona.

─ Sé que tienes una marca de nacimiento muy peculiar.

─ ¿Qué? Yo no tengo ninguna marca de nacimiento ─ me reí.

─ ¡Claro que sí! ¡En tu espalda!

─ Eso es ridículo. Si tuviera una marca lo sabría.

Entonces, me dio la espalda. Estaba a punto de echarme a correr para perderlo de vista cuando
reparé en que la marca me era conocida: la marca del demonio. No un demonio supremo como
enemigo natural de Dios, sino de los demonios hechos carne. Lo había estudiado cientos de veces
en clase con Sor Inmaculada. Unos demonios infiltrados entre los humanos de categoría inferior.
Sor María insistía mucho en que no faltáramos a esas clases, que solían ser extraescolares. Solían
ser lecciones impartidas sobre los mismos y aquella marca con forma de alas negras era
perfectamente reconocible. Cualquier alumna del orfanato de Santa Ángela la reconocería,
creyera o no creyera en criaturas malignas.

─ Es una broma pesada, lo sabes. Seguramente la has pintado tú. O será algún tatuaje. ¿Eres
acaso un satánico fanático de las mofas de mal gusto? ─ pregunté mientras se bajaba
nuevamente la camiseta y se daba la vuelta para mirarme.

─ No. No lo soy. Mi marca es tan real como tú o como yo.

─ Estoy empezando a dudar que tú seas real. Apareces y desapareces como por arte de magia.
No es algo que se ve todos los días, ni algo que pueda hacer cualquiera. Igual Sor Inmaculada me
está drogando para castigarme por mi rebeldía y sólo eres producto de mi imaginación.

─ Nací con esa marca ─ continuó, ignorando mis bromas ─, y tú también. No elegí nacer con
ello: naces así. Eso como quien nace con un lunar o incluso con seis dedos. Son marcas de
nacimiento. Te repito que tú también la tienes.

─ Jamás he visto esa marca en mí ni nadie me lo ha dicho. Créeme, vivo en un orfanato


habitado por monjas y rodeada de cientos de niñas, alguna de ellas me lo hubiese dicho.

─ ¿Y no crees en la posibilidad de que alguien la haya visto y no te haya dicho nada?


─ No, no creo en esa posibilidad.

─ ¿Por qué? En el orfanato te odian.

─ Mira, algunas chicas nunca han tenido problemas en decirme prácticamente a la cara el
motivo por el que me odian. Y ha sido siempre porque Sor María se ha encargado de mí
personalmente. Y nadie es más creyente que ella. Si hubiese visto esa marca me hubiese
repudiado y no se hubiera manchado las manos por mí.

─ Pero desconoces el motivo por el que te trata así, ¿no es cierto?

─ Sí, pero eso no significa ni prueba nada.

─ Yo creo que sí. Te ha cuidado siempre. Te ha bañado y te ha ayudado a vestirte desde que
eras un bebé. Ella ha visto la marca. Por eso te trata de esa forma especial distinta a las demás,
para que sólo ella lo supiera. ¿Por qué te trata con dureza? Porque lo sabe, porque sabe que eres
un demonio. Como yo.

Me quedé callada.

─ ¿Por qué mancharse sino las manos por ti? Ella es la Superiora, no es la encargada de hacer
esas tareas. ¿Por qué hacer una excepción contigo?

─ Precisamente. Si yo fuera un demonio, yo sería la última persona por la que se mancharía las
manos.

─ No, a menos que quisiera ahorrarte el sufrimiento y la vergüenza de ser lo que eres. Cosa
que no entendería, pues yo estoy orgulloso de ser lo que soy.

¿Y si era cierto? ¿Mantenía aquel trato déspota y cruel porque era un demonio? ¿Me tenía
aislada del resto de chicas y se encargaba de mí para impedir que el resto de monjas y huérfanas
vieran la supuesta marca de mi espalda? Las hermanas me aseguraban que tampoco sabían el
motivo por el que poseía mi habitación y baños propios. Pero todo esto no eran más que teorías,
claro. Igual podía ser un farol de Jesús. La cabeza comenzó a darme vueltas y me sentí mareada.

─ ¿En qué piensas? ─ me instó Jesús.

─ No lo sé ─ murmuré con sinceridad. Pensaba en todo y en nada. No sabía qué conclusiones


sacar de toda aquella nueva información.

Él todavía me miraba. Antes de seguir escuchándolo, ¿no debía comprobar si llevaba razón?
Debía cerciorarme que aquellas alas negras se dibujaban en mi piel. Nunca me había fijado en
mi propia espalda. ¿Para qué?

─ Te veo muy confundida.

─ Lo estoy.

Él continuó mirándome, mientras mi cabeza daba más y más vueltas. Todo mi mundo se
desmoronaba. ¿Existían de verdad los demonios?

─ Hagamos una cosa. Vete, comprueba que es verdad para que comprendas que la mía no es
un tatuaje ni ningún tipo de broma. Después, nos volveremos a ver. Yo mismo te encontraré
cuando estés lista y quieras verme.

─ De acuerdo.

El orgullo brilló en sus ojos oscuros. Parecía satisfecho, más que eso. Venció la cabeza
levemente hacia un lado y me observó con curiosidad.

─ ¿No te ibas?

Afirmé con la cabeza y me di media vuelta, sabiendo que en cuanto quedara fuera de mi
campo visual, él desaparecería. Y no me equivoqué.
Capítulo 5

Apenas había algún espejo en el convento, pero tenía la suerte de contar con uno pequeño de
mano. Aquel espejo era con el que me miraba cada mañana. Sin embargo, no era suficiente.
Necesitaba otro espejo. Quería afrontar aquello sola, sin ayuda. Ni de las hermanas, ni de mis
amigas, ni siquiera de Sergio o Carolina. Planeé salir de la habitación cuando las hermanas se
fueran a dormir. Fui a la otra punta del convento, al humilde baño que compartían el resto de
chicas. Una vez que supe que todas estarían durmiendo salí de la cama y, linterna y espejo en
mano, me dirigí a los baños. Encendí la luz y cerré la puerta. Había un gran espejo que colgaba
de los descoloridos y mugrientos azulejos blancos. Con ayuda de ambos, uno reflejando la
imagen de mi espalda en el otro, acabaría descubriendo si existía dicha marca. ¿Estaba segura de
querer conocer la verdad? Si era una farsa podía reírme del muchacho y pasar de él. Sin
embargo, los miedos me arrasaron la cordura durante unos instantes: ¿y si descubría la marca
del demonio? Aquel símbolo con forma de alas negras, como los de los ángeles caídos. Yo nunca
había creído en aquellos demonios con apariencia humana que debíamos estudiar en las clases.
¿Pero y si aquello era cierto? Mi mundo y todo cuanto conocía daría un vuelco monumental.
Finalmente, me quité la camiseta del pijama, quedándome en sujetador, y me guié con ayuda de
ambos espejos para descubrir la verdad.

Al día siguiente me dirigí al despacho de Sor María. Me encontré a mis amigas por el camino,
pero no pude contarles a dónde iba. Estaba demasiado ensimismada en mis pensamientos. Sólo
les dije que me reuniría con ellas en el comedor al mediodía, en la misma mesa de siempre. Sentí
un estremecimiento total por todo el cuerpo y un entumecimiento de piernas que casi me hizo
caer de bruces al suelo. Vacilé antes de tocar la puerta, pero reuní el valor necesario y mis
nudillos hicieron resonar un ruido quedo y leve sobre la madera. Desde el interior se oyó la voz
grave y severa de la Madre Superiora, dándome permiso para entrar, sin saber que era yo. Quedé
anonadada ante la expresión asombrada y los ojos desorbitados de aquella monja que tanto me
intimidaba pero que, sin embargo, en ciertos momentos me armaba de valor para hacerle frente.
Cerró el portátil en el cual trabajaba hacía cinco segundos y juntó ambas manos, apoyándolas
sobre el borde del escritorio de madera. Jamás en mi vida me había fijado con tanto detalle en su
rostro ensombrecido e inexorable y sus lúgubres ojos negros, que parecían traspasar tu piel y
mirar dentro de tu alma. Parecía saber en cada momento que estabas pensando decir o hacer. Al
menos, era mi sensación cada vez que nuestras miradas se encaraban.
─ Señorita Isobel, ¿va a quedarse ahí plantada como un bonsái o se va a sentar y a explicarme
el motivo de su interrupción en mi despacho?

Tomé aquello como un "siéntate de una vez" y me acomodé en el sillón. El plástico que lo
recubría ya faltaba en los extremos de los brazos, dejando ver la esponja descolorida.

─ ¿Y bien? ─ Sor María perdía la paciencia por momentos.

─ Verá. Me ha ocurrido algo.... digamos extraño. Yo...

─ ¿Extraño? ¿Relacionado con qué?

─ Con un chico.

─ ¡Por el amor de Dios Bendito! ─ gritó consternada y repugnada ─. ¡Estás embarazada! Un


niño fuera del matrimonio y...

Estaba furiosa, pero enseguida la corté.

─ ¡No! ¡Nada de eso! – musité avergonzada.

─ ¡Entonces, ve al grano! Odio las malas explicaciones sin claridad.

─ ¿Por qué me odia? ─ pregunté por fin sin vacilación.

Sor María quedó perpleja. Obviamente, no esperaba oír aquello. Se removió incómoda en su
enorme sillón rojo y se inclinó hacia atrás, apoyando completamente la espalda sobre el respaldo.

─ Ésa es una pregunta muy directa. Creía que te había pasado algo con un chico. ¿Qué tienen
que ver ambas cosas?

─ Tienen muchísimo que ver. Más de lo que Usted cree a simple vista.

Nos miramos con dura expresión durante largo rato.

─ Soy severa, Isobel. No lo dudo. Y también sé que mi reputación entre las alumnas no es
buena. Pero no puedes reprocharme nada, estoy en mi derecho de ser dura. Creo que ninguna
condición es suficientemente mala para considerarla cruel. No os dejo sin dormir, ni sin comer,
ni os pego, ni os insulto. E incluso sé que el apodo de "La Temible" lo inventaste tú y no te he
castigado por ello. De la severidad al odio hay un paso. El Señor, Nuestro Dios, no admite el odio
en su reino ni en su corazón. Así que, pues, ¿qué le hace pensar tal barbaridad?

─ La marca de mi espalda.
La comprensión y el miedo se pintaron en los ojos de Sor María, que tardó varios minutos en
responder.

─ Era evidente que tarde o temprano tendrías que darte cuenta. Al fin y al cabo, es tu espalda.

La miré, todavía a la defensiva.

─ No te odio. He tenido conocimiento de tu marca desde el instante en que llamaron a la


puerta del orfanato hace diecisiete años y te vi envuelta en mantas. Ahí estaba.

─ No quiso que el resto de hermanas lo supiera. Lo ocultó a todo el mundo.

─ Sí. La cuidé personalmente hasta que fue capaz de valerse por sí misma, y fue únicamente
por su bien. Yo no creo que una simple marca pueda definirse como maligna ─ y recalcó aquella
última palabra ─. La vida está llena de casualidades e imprevistos. No todas las hermanas poseen
mi mentalidad y criterio. Algunas de ellas, incluso todas, se horrorizarían y hubiesen "sugerido"
echarte del convento. El rumor del principio se extendería, se destaparía la verdad y serías
repudiada y rechazada; no sólo por la gente del convento y el orfanato.

─ Así que... ¿todo fue por mi bien?

─ Exactamente. Si no, ¿por qué iba yo a bañar a una pequeña criatura? Deseaba el puesto de
Madre Superiora precisamente para no tener que cuidar a ninguna niña. Y contigo hice una
excepción.

─ ¿Cree que fue por ese el motivo por el cual mi familia me abandonó?

─ No lo sé, Isobel. Tal vez.

Me quedé pensativa un rato. Por fin, algunas de las piezas del rompecabezas fueron tomando
forma.

─ Por eso me dijo que tal vez no me gustaría encontrar la verdad. Por si el hecho de tener esta
marca me parecía una maldición

─ Exactamente.

─ Gracias por todo, Sor María. Y disculpe las molestias.

─ Queda disculpada. Y ahora, si no le importa, tengo asuntos que atender todavía.

Dicho lo cual, me levanté del sillón y me dirigí hacia la puerta.


─ ¡Isobel! ─ dijo sin alzar mucho la voz.

─ ¿Sí?

─ ¿Por qué tenía que ver con un chico?

Dudé de si debía decírselo o no. ¿Le mentía o le decía la verdad? Finalmente, opté por la
segunda opción.

─ Porque he conocido a un chico que tiene la misma marca.

Ninguna de las dos dijimos nada más, pero antes de salir, pude vislumbrar todavía un brillo de
preocupación y miedo en los ojos de la Temible.
Capítulo 6

Al día siguiente, debía prepararme para ir al programa de radio otra vez. Si mantenía mi línea de
buena racha podría encontrar un buen trabajo como colaboradora en otro programa cuando me
echaran del orfanato. No me gustaba utilizar en voz alta la palabra “echar”, pero era la verdad.
Me colé en la cocina para tomar un vaso de leche a escondidas cuando escuché voces en el
interior del despacho de Sor María. Salí de la cocina y miré a ambos lados para asegurarme de
que nadie me vería poniendo la oreja en la puerta.

─ ¡No puede estar aquí! ¡Lárguese! Ya estoy cansada de sus continuas visitas. Creo que he sido
más que tolerante con Usted y sus acosos.

─ Estoy harta de estar sola. Quiero conocer a mi nieta. Sólo la tengo a ella, no tengo a nadie
más.

─ La orden que me dio su hija fue clara. María Isobel no puede mantener contacto con nadie
de su entorno.

Me quedé perpleja. ¡Estaban hablando sobre mí!

─ Pero yo soy su abuela...

─ No me importa. Adela nos encomendó a su hija. Si hubiese querido que la tuviera Usted no
hubiera acudido a nosotras. Usted conoce toda la historia al igual que yo, así que debería saber
que no sería prudente que se la llevara. El resto de hermanas no conocen lo ocurrido, ya me
cuesta mucho mantenerlas al margen. Y si Usted merodea por aquí me costará más todavía.
Nosotras podemos proporcionarle a María Isobel la protección divina que necesita. Si se
desvincula de la Iglesia y del amor de Dios... ¡quién sabe lo que le pasaría! Adela fue inteligente y
muy generosa con su hija al pedirnos protección para su nieta. Y también fue valiente. Debería
sentirse orgullosa de ella, aunque esté desaparecida. Probablemente su nieta estaría también
desaparecida... o muerta, si no nos la hubiese encomendado.

La mujer se quedó callada. Sor María continuó hablando.

─ No quiero verla nunca más por aquí, señora Clotilde. ¿Me ha entendido? El convento posee
la custodia de María Isobel y Usted no puede hacer nada. Si vuelve por aquí, me veré obligada a
llamar a la policía.
─ Pero cuando sea mayor de edad podré conocerla. Usted no mandará sobre ella. Saldrá del
convento cuando cumpla dieciocho años. Sólo tengo que ser paciente un poco más.

─ No se haga tantas ilusiones. Tengo la intención de que María Isobel siga bajo mi protección
incluso después de que salga del orfanato.

─ ¿Seguirá ocupándose de ella?

─ Ésa es mi idea ─ la voz de la Temible seguía siendo afilada como una cuchilla ─. Ahora, si me
disculpa, tengo asuntos que atender, así que le ruego amablemente y por última vez que
abandone el orfanato.

Salí corriendo hacia las escaleras y me escondí en lo alto, sin que me vieran. Pude ver, en aquel
momento, a la señora con la que había estado discutiendo Sor María. Era ya mayor, tendría unos
sesenta o setenta años. Vestía un fino abrigo de color verde oliva y unos zapatos de ante. Apenas
quedaba en su cabeza algunos pelos de color, mostrando que de antaño había sido rubia. El resto
del pelo estaba cubierto de canas. Parecía una mujer de dinero.

María Isobel.

No había duda de que hablaban de mí, ya que no había ninguna otra Isobel en el orfanato.
Aquella mujer había ido más veces a buscarme y, al parecer, era mi abuela. ¡Eso significaba que
Sor María me había mentido! También habían mencionado a una tal Adela, que supuestamente
era mi madre. Mi madre había decidido que yo estaría mejor en el orfanato que con mi abuela.
¿Y cuál era la historia que ambas conocían y por la cual Adela me había encomendado a Sor
María? ¿Y quién sería mi padre? Mi madre estaba desaparecida. ¡Quería saber qué había pasado!
El motivo por el cual estaba desaparecida o muerta y porqué yo también podría estarlo.
Necesitaba saberlo. Mis plegarias estaban siendo escuchadas. Había pedido a Dios encontrar
pruebas sobre mi vida y por fin las tenía ante mis narices.

Cuando conseguí un par de monedas, me dirigí a la cabina telefónica más cercana de la radio.
Miré a un lado y al otro, vigilando que no me viese nadie conocido. Había varias Clotildes en la
guía telefónica. Estaba decidida a llamar una por una. Cuando llamé a la quinta de la lista, me
contestó al tercer timbrazo.

─ ¿Quién es?

─ ¿Es Usted Clotilde? ─ pregunté lo que era tan obvio.

─ Sí. ¿De parte de quién, por favor?


─ ¿Tiene Usted una nieta en el orfanato Santa Ángela y una hija llamada Adela?

─ ¿Quién eres?

─ Mi nombre es María Isobel. Usted vino al orfanato esta mañana y Sor María la echó de allí.
Necesito saber quién fue mi familia, si es que la tuve.

Se oyó un silencio que me pareció eterno. ¿Había colgado? Justo cuando iba a preguntar, ella
me dio una dirección.

─ Avenida San Marcos, número 28.

─ ¿A qué hora?

─ Cuando quieras, estaré esperándote de todas maneras, sea cuando sea.

Nuestra conversación había sido breve y escueta, pero había bastado. Tenía una dirección e
iría en el próximo tiempo libre del orfanato. Estaba a un paso de descubrir la verdad.
Capítulo 7

Estaba absolutamente pletórica cuando colgué de nuevo el teléfono en su lugar correspondiente.


Me imaginé descubriéndolo todo y odiando a Sor María por no ser sincera conmigo.

─ ¿A quién llamabas? – era la voz de Sergio. Su tono era acusador. No le había visto acercarse
─ ¿Estás buscando a tu familia?

─ ¿Y a ti qué te importa si lo hago? No me mires de esa forma; me miras como si hubiese


hecho algo malo ─ jamás le había hablado así, pero no me gustaba el tono de voz con el que se
había dirigido a mí.

─ ¿Lo sabe Sor María? ─ ante mi silencio, continuó: ─ ¿O alguna de las hermanas?

─ No estoy haciendo nada malo, Sergio. Necesito saber de dónde provengo.

─ ¿Y si no te gusta lo que encuentras? ¿No es ésa la pregunta que tienes que hacerte? Los
huérfanos entramos en el orfanato por algún motivo y, sea cual sea, siempre es porque nuestra
vida no es la ideal: asesinatos, maltratos... sé que tu caso es distinto porque tú desconoces todo,
pero que estés en el orfanato y que ahora se abra un nuevo mundo ante ti es algo bonito también:
no es necesario rebuscar en el pasado.

─ Sergio, no importa que las cosas no salgan bien, puedo prepararme para lo que sea. Pero
tengo clarísimo que no puedo ignorar esta oportunidad, llevo demasiado tiempo esperándola.

─ ¿Estás segura? Tal vez deberías comentárselo a Sor María.

─ Al parecer, esa mujer a la que he llamado es mi abuela, la madre de mi madre. Según he oído
la conversación entre ella y Sor María, mi madre me dejó aquí para protegerme, pero mi abuela
quiere recuperarme. La Madre Superiora ha dicho que estaba harta de sus continuas visitas. Eso
es porque se ha presentado en más de una ocasión, ¡a buscarme! Puede contarme todo cuanto
sepa sobre mi madre, sobre mi padre y no sé... todo en cuanto a mí respecta. Puede que ésta sea la
primera de muchas pistas y que si dejo pasar esta oportunidad que se me ha presentado ya no
vuelva a ocurrir más. Descubriré mi pasado y mis raíces y si no me gusta lo que encuentro o si lo
que hallo es rechazo, pues seguiré con mi vida. Y otra cosa, necesito saber el motivo por el que
mi madre no quiso que mi abuela se encargara de mí. Además, he hecho un nuevo
descubrimiento.
─ ¿Cuál?

─ Sor María es una mentirosa. Siempre me ha contado que llamaron a la puerta del orfanato y
me vio allí en el suelo, envuelta en mantas, en una especie de carrito o algo así. Me llegó a
prometer que no sabía nada. Y sí que lo sabe. Conocía a mi madre, Sergio. Mi madre me entregó
personalmente a ella, a Sor María.

─ Posiblemente tendría buenos motivos para contarte esa otra versión.

─ No es otra versión. Las versiones cambian dependiendo de quien la cuente porque cada
persona tiene su propia visión de las cosas que suceden a su alrededor. No compares versiones
distintas con la verdad y la mentira. Lo que me contó Sor María no era más que una burda
patraña.

Sergio estuvo a punto de decir algo más, pero le callé con un casto beso en los labios y me giré
sobre mis talones y le di la espalda, echando a andar en dirección al orfanato.

Al día siguiente, cuando tuve un rato libre, tal y como me había prometido a mí misma, cumplí
mi propósito. Entré a la autoescuela más cercana para que me indicaran el camino más sencillo
hasta la Avenida San Marcos. El recorrido era tan largo y complicado que un profesor menudo
de ojos hundidos y pelo revuelto me dibujó un croquis en un papel, pues sería fácil confundirme
de calles. Tardé unos cuarenta y cinco minutos en llegar. Era un barrio de alta casta, se percibía a
simple vista. Las fachadas estaban minuciosamente cuidadas, con la pintura perfecta, como si
fuera reciente. Las comparé con las paredes desconchadas del orfanato, ya prácticamente
carentes de pintura por el paso de los años sin los cuidados correspondientes. Los bordillos de las
casas estaban llenos de pequeños arbustos verdes y delicados rosales, cuyas flores parecían
refulgir a la luz del sol. La Avenida San Marcos parecía una calle sacada de un cuento de hadas y
príncipes, todo rodeado de lujos. Nada que ver a lo que estaba acostumbrada. Busqué durante
diez minutos el número veintiocho hasta que di con él. La casa no tenía pinta de mansión como
parecían tener otras, pero evidentemente no era un cuchitril. La pintura de las paredes era de
color rosa salmón y unas hermosas enredaderas trepaban desde una maceta de cerámica en el
suelo hasta la barandilla dorada de un pequeño balcón. La madera de la ventana estaba
recubierta de una capa de pintura dorada también. Me acerqué a la puerta y, antes de tocar al
lujoso timbre de plástico y latón plateado, escudriñé los detalles que se arremolinaban alrededor
de la misma. La pintura de la puerta era de color blanco roto y el pomo brillaba con el mismo
color que el balcón y la ventana. Pequeñas placas de chapa se sujetaban al lado de la puerta,
todas ellas con grabaciones de cristos, santos y vírgenes. A ambos lados de la placa con el número
veintiocho se hallaban incrustados una pequeña figura de un Cristo clavado en su cruz y una
placa de cerámica que rezaba “Que Dios bendiga esta casa”.

Vaya, he dado con una mujer cristiana muy devota.

Por fin toqué al timbre y al cabo de unos segundos, la misma señora que había avistado en el
orfanato discutiendo con la Madre Superiora me abrió la puerta. No puede menos que sonreír.
Ella entendió mi pensamiento y me sonrió también, no sin antes invitarme a pasar. La puerta
principal daba directamente a una cálida y reconfortante sala de estar. El ambiente era igual de
acogedor de lo que me había parecido el barrio. Un aroma de vainilla embriagaba la estancia.
Una alfombra persa tapaba el entarimado suelo y a su alrededor se levantaban un sofá rojo de
tres plazas y dos mullidos sillones a juego. Enfrente, un pequeño mueble con puertas de cristal
que dejaba ver varias figuras de cerámica, sostenía una pequeña televisión. De las paredes
empapeladas colgaban varios cuadros, todos ellos con un factor común: una hermosa chica alta y
delgada de pelo rubio, que tendría un par de años más que yo. Antes de que Clotilde me lo
confirmase, ya sabía de quien se trataba.

─ Ella es Adela. Tu madre. La verdad, si antes tenía duda de si tu llamada era una broma o era
realidad, ahora estoy completamente segura. Eres su viva imagen. Como dos gotas de agua.

Y llevaba razón. Éramos iguales. Así que ella era mi madre. Aquella chica de las fotos. Pero sí
había algo que nos hacía distanciarnos más en cuanto a apariencia: la ropa y los peinados. Adela
había disfrutado de una vida lujosa y acomodada, nadie debía ser un lince para saber aquello.
Sus sofisticados peinados y vestidos me hacían verme más pobre y humilde de lo que ya me había
sentido antes. En aquel momento sólo pude pensar que nuestras vidas habían sido demasiado
distintas para ser madre e hija. Antes de permitirme continuar con mis pensamientos, Clotilde
comenzó a hablar.

─ Adela jamás habría elegido su vida tal y cómo era. Me di cuenta demasiado tarde, cuando el
daño ya estaba hecho. Teníamos una vida perfecta, pero ella no era feliz. Todo comenzó cuando
de pequeña se me ocurrió apuntarla a clases de piano. A ella le gustaba. Su profesor nos dijo que
era una niña prodigiosa. A su padre y a mí se nos llenó la cabeza de pájaros y planes de futuro
para ella. Queríamos granjearle un buen futuro. Pensamos que era buena idea que fuese una
profesional. Cuando tocaba el piano, Adela despertaba la envidia en todas aquellas familias
adineradas que también tenían niños considerados prodigios. Pero ella era la mejor. Mi niña
hermosa llamaba al piano su compañero mágico de dientes blancos y negros. La gente la
aclamaba en los conciertos, muchos de ellos eran privados, exclusivos para personas adineradas.
Su don al piano hizo gran eco por todo el país. Comenzó a ganar dinero, mucho dinero, y sólo
tenía siete años. Muchos decían que el espíritu de Mozart la había poseído y otras tantas
estupideces por el estilo. Fueron pasando los años y su fama no disminuyó ni un ápice, al
contrario. Despertaba la curiosidad de cada vez más y más gente.

Clotilde bajó la cabeza, azorada, recordando que aquello que un día se le había antojado de
suma importancia ahora le parecía, en palabras vulgares, una sucia tontería.

─ El señor Montero la escuchó y decidió financiar sus actos. Él era un hombre de la alta
sociedad y el que se interesase en ella nos derretía por dentro. Con tanto dinero, decidimos
mudarnos de casa y comprarnos una más grande acorde con sus ingresos. A ella no le gustó al
principio, pero supusimos que sólo sería la rabia de una niña ante un nuevo cambio.
Aprovechando su éxito decidimos ampliar sus conocimientos musicales apuntándola a clases de
violín. Tardó un par de meses en dominar la técnica, pero también lo consiguió. Era una virtuosa
de la música. Tal fue su prestigio que nos vimos en la obligación de tratar con personas
realmente importantes del país. Subió a los escenarios más prestigiosos para volver a ser el
objetivo de los demás. No sabíamos en que gastar tanto dinero, así que le buscamos una
institutriz para enseñarle buenos modales desde pequeña. Se llamaba Capitolina. Era muy severa
y la criticaba a cada segundo. Pero nuevamente pensamos que simplemente eran cosas de una
niña cuando llegaba llorando a nuestra habitación suplicando que no le permitiéramos volver.
Así que no la despedimos. Ella buscaba la perfección en Adela. Perfección en su lenguaje, sus
modales, su forma de vestir y peinar, entre otras cosas. Lloró como una descosida cuando
Capitolina se deshizo de su ropa de colores. La llevamos a tiendas de modistos famosos. Nos
deshicimos también de los pocos juguetes que pudimos permitirnos antes de que ella se
convirtiese en una estrella infantil de la música. Se tumbaba en su cama llorando, y ahí la dejaba,
pensando que aunque no se diera cuenta, acabaría siendo lo mejor para ella. Yo siempre le decía
que estaba muy guapa con su ropa nueva porque me remordía la conciencia verla tan triste y
desolada. Llegó un momento en que también la apunté a clases de gimnasia rítmica. Su profesora
la halagaba enormemente. Me llenaba la cabeza con la idea de que su camino profesional podría
ser una gimnasta con una gran carrera por delante o que aquellas clases podrían valerle a Adela
para ser bailarina. Bailarina, pianista y violinista. Y le creí.

Clotilde se derrumbó y comenzó a llorar. Sin embargo, a los pocos minutos, prosiguió con su
torturada historia.

─ Capitolina gritaba a Adela una y otra vez. Un día, cuando ella tenía once años, su cuerpo no
soportó el cansancio y se desmayó. Tuvimos que llevarla al hospital. Pero después, le seguimos
exigiendo. Capitolina también. Tuvo que estar a la altura otra vez. En tan poco tiempo desde su
salida del hospital. Fuimos unos padres horribles.

─ Pero no me ha contado lo más importante: ¿Qué pasó con mi madre?

─ Desapareció.

─ ¿Sin más?

─ Ese monstruo se la llevó.

─ ¿Qué monstruo?

─ Su novio. Uriel. La dejó embarazada, luego ella huyó de él. Dio a luz en el orfanato, la Madre
Superiora la atendió y allí te quedaste. Me llamó por teléfono desde una cabina cuando ya te
había entregado a las monjas. Dijo que ellas te protegerían bien, que ellas sabrían lo que hacer.
Me hizo prometerle por teléfono que no te buscaría, que debías mantenerte alejada de toda su
vida, todo su pasado. También me contó que había elegido el nombre de María Isobel.

─ Usted es viuda ─ adiviné.

Ella no contestó, así que entendí que había algo que no deseara que oyera. Pero yo no podía
achantarme, había ido allí a buscar información.

─ ¿Cómo murió el padre de Adela?

─ Hay cosas que es mejor no saber, pequeña ─ susurró afligida.

─ ¿Sabe cómo podría ponerme en contacto con alguien de su entorno? ¿Con su institutriz o
con ese tal señor Montero?

─ No, lo siento. Hace ya que perdí el contacto con cualquier otra persona. Tras la desaparición
de Adela vendí la casa y me instalé aquí para vivir mis últimos años tranquila. ¿Me puedes hacer
un favor? – me miró suplicante.

─ Claro, lo que quiera.

─ Ten, mi número de teléfono.

Y me entregó una pequeña tarjeta con un número y su nombre escritos con un bolígrafo azul.
La letra estaba temblorosa.
─ No tengo un teléfono móvil, pero puedo llamarte desde alguna cabina. Ahora tengo que
irme, tengo un largo camino por recorrer y estoy hambrienta.

─ Entonces, espera. Come algo rápido antes de irte.

Se levantó del sofá y desapareció por la cocina. Al cabo de un minuto apareció con una
bandeja plateada llena de dulces.

─ Últimamente todos están generosos conmigo respecto a la comida. ¿Por qué será? ¿Tan
delgada estoy?

─ Vaya, ¿alguien más te ha ofrecido dulces?

─ Sí, un chico llamado Jesús. O así dice llamarse él. Aunque tampoco lo conozco, apenas…

─ ¡No vuelvas a acercarte a él! ¡Nunca! ¿Me oyes?

Clotilde me agarró con firmeza del brazo; tenía fuerza para ser una anciana.

─ Pero, ¿por qué…

─ Te he dicho que es mejor no saber ciertas cosas. Sé que apenas me conoces, pero tienes que
creerme. Prométeme que no te acercarás a él. ¡Y no hagas caso a nada de lo que te diga, no le
escuches! ¿Me lo prometes?

─ Sí, te lo prometo – accedí ante su tono de voz. Pero, a mi espalda, había cruzado los dedos
sin que ella me viera.
Capítulo 8

Reflexionando sobre el encuentro que había tenido con mi supuesta abuela, no me di cuenta de
la intención de Sor Azucena de acercarse a mí. Si no hubiera estado tan distraída, habría
reparado en que la hermana me miraba de reojo cada dos por tres, moviendo la cabeza aquí y
allá, por si alguien se acercaba a mí antes que ella, y decidiéndose entre venir o no con la
indecisión pintada en el semblante.

─¿Estás bien? Te noto preocupada.

─Mi fe es un problema ─ le dije sin pensar.

─ ¿Y si encuentras las respuestas leyendo la Biblia?

Me quedé alucinada ante la sugerencia.

─ ¿En serio lo crees? ─ pregunté incrédula.

─ ¿Qué mejor forma de averiguar el estado de tu fe yendo directamente a la fuente principal?


Vas a misa, os leemos el evangelio… pero jamás has leído la Biblia, ¿verdad? Además, siempre
puedes sentirte reconfortada con la palabra de Dios.

Sor Azucena me entregó una Biblia. Súbitamente se dio la vuelta para marcharse y hacer el
resto de sus tareas. ¿Podía ser ella la persona indicada con la que hablar de mis problemas? En
aquellos momentos era la única monja en la que podía confiar, aunque no del todo, claro. Lo que
había ocurrido con Clotilde y su miedo por acercarme a Jesús hizo que me sintiera desprotegida
de un modo que se me antojaba irreal. No tenía nada que temer. O eso creía. Entonces recordé la
primera vez que le vi: se había enfurecido cuando rechacé irme con él a tomar algo. Había
preferido volver al convento antes que su compañía y sus ofrecimientos y regalos.

¿Qué ocultaba aquel chico?

─ A veces creo que mi mente y mi corazón están envenenados ─ le solté.

Ella se dio la vuelta, sorprendida. Me miró duramente largo rato a los ojos y sospesó mis
palabras.

─ Tal vez porque no has superado el vivir aquí, rodeada de monjas y niñas. Ninguna familia te
ha adoptado ─ ante aquella última frase, se le desfiguró el rostro. Supuse, temiendo haber sido
demasiado brusca ─. Lo siento.

Aquella respuesta me pilló desprevenida.

─ Es muy probable que sea por eso. No tienes porqué negarlo si descubres que estoy en lo
cierto. Yo no voy a sentirme mal. Todas las chicas de las que nos hacemos cargo tendrán siempre
el sueño frustrado de haber crecido en una familia o de que la misma no funcionara. Pero,
tranquila, ese sueño se compensará cuando tu vida propia eche a volar, cuando formes tu propia
familia.

¿Cómo decirle que ya había llegado a la primera pista? ¿Qué había conocido a mi abuela? No
podía confesárselo, iría corriendo a comunicarlo a Sor María. Y ella frustraría mis planes. No
podía arriesgarme a ello. Necesitaba seguir con mi investigación.

─ Me explicaste el motivo por el que te hiciste monja, pero podías haber ido a un convento de
clausura a rezar, simplemente. No encargarte de niñas. Recuerdo que Sor María me contó en una
ocasión que aceptó entrar aquí por el puesto de Superiora, pero tú, ¿por qué estás aquí?

─ Para ayudar a ovejas descarriladas como tú a encontrar su camino en la vida.

─ ¿Y éste es tu camino? ¿Orientar a los demás?

─ Sí, lo es. Desde el momento en que Señor se presentó frente a mí en sueños y abrí los ojos.

Su respuesta me hizo sonreír.

─ Si tú lo dices.

Mis amigas no entendieron mi aceptación por la Biblia de Sor Azucena. Vale, vivíamos en un
orfanato de monjas y nos obligaban a ir a la Iglesia todos los domingos a cambio de no ponernos
un castigo, pero ¿leer la Biblia? Sin embargo, realmente creí que podría venirme bien.

Al día siguiente volví a la radio y, al salir, necesité un momento antes de proseguir mi


caminata hacia el orfanato.

─ Haya en el firmamento de los cielos, estrellas para separar el día de la noche, y servir de
señales a estaciones, días y años; y luzcan en el firmamento de los cielos, para alumbrar la tierra.

Casi me muero del susto en aquel momento. Jesús estaba justo detrás de mí. Me miraba de
forma insondable.

─ ¿Cuánto tiempo llevas ahí?


─ Lo suficiente como para haber visto como unas pequeñas gotitas brillantes inundaban tu
hermoso rostro.

─ ¿Qué haces aquí?

─ Estaba buscándote, por supuesto.

─ ¿Qué quieres de mí, Jesús?

─ Traigo un picnic, ¿me acompañas? ─ y sacó una pequeña cesta de mimbre. De ella sacó una
manzana ─. ¿Te apetece?

Miré la manzana con sospecha.

─ Sé lo que estás pensando: “De todos los árboles de paraíso puedes comer, pero del árbol de la
ciencia del bien y el mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”.

¿Era cierto? ¿Era Jesús peligroso? ¿Estaba envenenada la manzana como en Blancanieves o era
prohibida como en el Edén?

─ Puede que esté podrida o algo así ─ le contesté con broma, intentando ocultar mi miedo.

─ ¿Quién te ha dicho que morirás o que serás desterrada del paraíso? La manzana es del
supermercado y es comestible. ¿Ves? ─ y le dio un gran mordisco. Cuando terminó de masticar,
prosiguió: ─ No tiene truco. Por cierto, sé que has comprobado que tienes la misma marca que yo.

No me apetecía hablar de aquel tema. Me hacía recordar mis nuevos descubrimientos, así que
cambié de tema.

─ ¿Cómo sabes siempre dónde estoy? ¿Tienes un equipo de espías o algo así?

─ Intuición.

─ No es cierto.

─ Vamos, Isobel. Tienes radio todos los días a la misma hora. No es difícil saberlo.

¡Claro, qué tonta! ¿Cómo podía haber pasado aquello por alto? Sin embargo, no era tan obvio
que supiera todo lo acontecido en el orfanato.

─ Tu madre no era tan estúpida.

─ ¿Perdona? ─ aquella frase tan simple me rompió todos los esquemas.


─ Y no vestía como tú. Ella era elegante y hermosa. Tú a su lado pareces la cesta de la ropa
sucia. Tenía un armario lleno de vestidos y una cajita de madera con joyas. Una para cada
ocasión.

─ ¿Qué sabes tú de mi madre?

─ Al parecer más que tú; aunque un pajarito me ha dicho que has investigado por tu cuenta.

─ ¿La conociste?

Él se quedó pensativo. ¿La conocía o no la conocía? ¿O sólo sabía cosas de ella?

─ Puede ─ fue toda su respuesta.

─ Por favor.

─ ¿Quieres información sobre ella?

─ Sí, te lo suplico.

─ Una persona muy cercana a ti conserva en su poder una pequeña carpeta con todo aquello
que desees saber sobre ella. Podrás estar al corriente sobre cómo fue su vida.

─ ¿Quién es esa persona? ¿Su madre?

─ Frío, frío. No sólo su vida a través de su madre Clotilde, si no teniendo línea directa con sus
pensamientos.

Me quedé pensativa, ¿quién podría tener información sobre mi madre?

─ Te doy varias pistas. Primera: no es muy querida. Segunda: suele vestir de negro. Tercera y
mi favorita: te ha prometido en multitud de ocasiones no saber nada sobre ti cuando lo sabe
absolutamente todo.

─ ¿Sor María?

─ ¡Bingo! ¡Y la ganadora es Isobel! Por favor, recoja su premio en nuestras oficinas antes de
quince días.

Me quedé atónita. ¿Sor María? ¿En serio? Parecía tener sentido después de lo de Clotilde. ¿Tan
horrible era la realidad cómo para no querer contármela? No sólo sabía la verdad y me había
mentido sino que encima tenía pruebas físicas. ¡Era mi vida! Jesús me miró resplandeciente.
Estaba claro que no guardaba simpatía alguna con las monjas. Me dirigí hacia un banco de
piedra y me senté en él. Apoyé los codos sobre las rodillas y me tapé la cara. Deseaba no llorar.
De verdad que lo deseaba. No le vi, pero sentí como Jesús se arrodillaba ante mí. Inmediatamente,
posó una mano sobre mi cabeza y me acarició los cabellos.

─ Ya queda poco, pequeña ─ susurró con ternura.

Y después, nada. Había desaparecido, como hacía siempre. Una vez más, me había dejado sola
y confusa. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Y qué significaba que ya quedaba poco? ¿Poco para qué?
Para colmo, en aquel momento y aunque yo no lo sabía, una persona me miraba sorprendida y
preocupada, pues aunque no podía oírnos, lo había visto todo.

Cuando llegué al orfanato sólo pensé en ir a mi habitación y desahogarme. Necesitaba llorar.


Pero Sor Inmaculada me comunicó que Sor María estaba en su despacho, esperándome. No tardé
ni cinco minutos. Querría echarme la bronca por haber tardado demasiado en llegar. Siempre
tenía la orden que volver al orfanato en cuanto acababa el programa de radio. La reprimenda
sería tremenda, seguro. ¿Qué castigo me impondría?

─ Buenas tardes, Sor María. ¿Me ha llamado?

─ Sí, la he llamado. Siéntese.

Me escrutó con sus intimidantes ojos oscuros como el tizón mientras me hundía en el sillón.

─ Sin rodeos. El viernes hay una lección sobre demonios para las chicas y los chicos de cuarto
curso que se organizará en el orfanato masculino. Sé que de vez en cuando faltas a estas clases. Y
quiero verte en ésta. Sea como sea. Aunque no sea para tu curso. Pienso que es de vital
importancia. Sí o sí.

Me sentí indignada.

─ ¿Por qué me lo dice sólo a mí?

─ Porque puedes sacarle provecho. Voy a tenerte vigilada y además, te examinaré


personalmente en mi despacho. Si no me respondes al menos al noventa por ciento de las
preguntas que te haga, te meterás en serios problemas.

─ Pero no soy la única que falta a las clases extraescolares. Esto es porque he tardado en llegar,
¿verdad?
─ ¡Calla! ─ vociferó. Su grito me dejó helada en el asiento. Jamás se había dirigido a mí de
aquella forma, a gritos. Nunca hubo un solo momento en la vida que la recordara gritándome.

Sor María se tomó unos segundos para recuperar la compostura y rehuyó su mirada de la mía.
Me escocían los ojos. No era justo. Nada justo.

¡¡Pregúntaselo!! ─ gruñían mis entrañas por dentro. Pero no fui capaz y acabé preguntándole
otra cosa distinta.

─ En las clases sobre demonios se habla de la marca que yo poseo. Usted me dijo que no es real.
Que Usted no creía en esas cosas. ¿Cómo sabré qué cosas del seminario son verdad y cuáles
mentira?

Ella me miró de una forma que no supe interpretar.

─ ¿Lo sabes? ─ pregunté. Refiriéndome a mis encuentros con Jesús. No sé si entendió lo que
quería decir, pero ella no estaba dispuesta a soltar prenda. Sin embargo, su respuesta me bastó
para confirmarlo.

─ Sor Inmaculada te reñirá por llegar tarde.

A pesar de su orden, ambas nos quedamos mirándonos durante largo rato.

Indignada, me di media vuelta y salí por la puerta dando un portazo y sin despedirme de Sor
María. Sin embargo, estaba dispuesta a salirme con la mía. Estaba claro que Sor María sabía cosas
de mi vida que no deseaba contarme. Ella seguía su juego, yo seguiría el mío. No le haría saber
mis nuevos descubrimientos hasta que encontrara un mejor momento.

Pedí a mis amigas que entretuvieran a Sor María y Sor Inmaculada en el comedor. Yo entraría
al despacho de la Superiora a buscar la información que Jesús había mencionado. Mi madre se
llamaba Adela, sólo tendría que buscar su nombre. Cuando di con la carpeta correcta, corrí hacia
mi habitación, pudiéndole hacer a Carolina una seña de que había cumplido mi misión y ellas
podían abortar la suya.

Una vez en mi habitación, me senté en la parte del suelo en la cual nadie podría verme al
entrar dentro. Me daría tiempo a esconder la carpeta y todo su contenido debajo de la cama, en
un pequeño resquicio entre el somier y el colchón. Del sobre salieron varios recortes de
periódicos antiguos y amarillentos, fotografías agrietadas por el paso del tiempo y un diario muy
cursi con las rosadas tapas recubiertas de un material similar al de los peluches. Los dos recortes
de periódico correspondían a dos de esas lujosas fiestas de las que Clotilde me había hablado. En
una salía mi madre, tal hermosa como la recordaba en las fotos que poseía mi abuela en su casa,
tocando en piano ante una gran multitud. En la otra aparecía sonriente junto a un hombre
atractivo de mediana edad. Gracias al texto del artículo pude saber que se trataba del señor
Montero, el financiador de mi madre. Acto seguido, contemplé una por una las fotografías. En la
primera aparecía Adela sola pero sonriente, vestida con un uniforme de animadora y en la
segunda con otras tantas chicas ataviadas con el mismo conjunto. Supuse que serían sus amigas.
La tercera era una fotografía de cuando era niña y en la cuarta aparecían sus padres. Reconocí a
una Clotilde mucho más joven que a la que había visitado en la Avenida San Marcos. Y en la
última aparecía junto a un hermoso chico de pelo y ojos oscuros. Entre ellos, un perfecto niño
que era la viva imagen de su padre. Aquel niño... me parecía tan familiar. Al darle la vuelta a la
fotografía encontré una descripción.

"Para Jesús. Para que recuerdes que ya apuntabas maneras de pequeño".

¿Jesús? ¿Era Jesús aquel niño? ¿Con el que yo trataba últimamente? No, no podía ser. Aunque
tendría sentido. ¿Por qué si no se habría molestado él en estar buscándome y dándome pistas
sobre su vida?

¿Era Jesús mi hermano?


Capítulo 9

A continuación, cogí el pequeño diario. Ahora entendía a qué se refería Jesús cuando dijo que
tendría línea directa con los pensamientos de mi madre. Sabía que ella había escrito un diario y
que Sor María lo tenía en su poder. Cerré los ojos, suspiré y me dispuse a leer en contenido,
intentando averiguar así, todo lo relacionado con mi madre.

28 de enero de 2008. Querido diario: Año nuevo, diario nuevo. Diecisiete años. Hoy es
mi cumpleaños y la cuenta atrás de una fecha que cada vez se me hace más cercana: mi
mayoría de edad. ¿Me siento mayor? No, simplemente siento que siguen controlando mi
vida. Todo el mundo. Ya me consideran toda una “mujercita”. Año nuevo, vida nueva. Es
el típico dicho que suele decirse cuando comienza otro ciclo. Perdóname, diario, por no
empezar a escribirte el primer día del año. Me hubiese gustado, créeme, pero todo ha
sido un caos y se requería mi presencia por tantos sitios que creí que tendría que
dividirme en dos. Después de las vacaciones de Navidad volvió la rutina. Raúl ha vuelto a
presumir de novia en el instituto. Ha proclamado a los cuatro vientos que yo le amo a él y
él a mí y que pronto habrá boda. ¡Boda! ¿Quién se cree que es? ¡Le odio! ¡Y no es cierto:
yo no le amo! Mi odio hacia él es tan profundo… No entiendo cómo papá y mamá me han
empujado hacia esta situación. ¡Es todo culpa de ellos! Quiero romper con Raúl. De
verdad que quiero. Pero cuando se lo comenté a papá se le salieron los ojos de las órbitas
y su cara cambió de color, del más puro blanco al rojo sangre de furia. No entiendo cómo
el dinero puede ser para él más importante que su propia hija. Y no sólo el dinero, si no
controlar también mi vida personal. ¡No puede ser legal que me obligue a salir con un
chico sólo porque su familia sea rica! ¿Acaso me engendraron únicamente para sus
propios beneficios e intereses? Feliz cumpleaños, Adela. Otro año duro por delante.

2 de febrero de 2008. ¡Oh, Dios! Me siento como si estuviera encerrada en un castillo


de cristal con barrotes irrompibles de acero. Como agobiada dentro de una burbuja de
jabón, no por su débil consistencia sino por no poder controlar su movimiento. Todo es
odio, crueldad y egoísmo a mi alrededor e intenta penetrar en la fortaleza que durante
tantos años he ido construyendo. ¡Quién pudiera soñar con ser una princesa! Poder elegir
mis propios vestidos de seda y peinar a mi gusto mis sedosos cabellos rubios. El mayor
secreto que guarda mi persona son mis sentimientos. Un secreto que debo esconder
aunque ansíe gritar a los cuatro vientos. ¡Ya estoy harta! Sabía que este año nuevo no me
traería sino más que problemas. ¿Por qué esperar que un año por ser nuevo sea distinto?
Siempre es todo igual. ¡Quién pudiera soñar con ser una mariposa y volar! ¡Volar y volar
sin que nadie pueda atraparte jamás! Son libres, al igual que los pájaros, que baten
fuertemente sus alas para dejar atrás todo un mundo salpicado de oscuras y
problemáticas turbulencias. ¿Y una especie nueva? Un ave extraña que pudiera volar tan
alto que traspasara la atmósfera sin morir, que llegara al espacio y besara las estrellas.
Una especie nueva que descubriera nuevos sistemas solares y que no envejeciera a pesar
de recorrer millones de años luz.
Si algo tenía claro en ese momento es que mi madre o era muy infantil para su edad o que no
estaba muy bien de la cabeza. Ambas opciones me parecieron plausibles. ¿Una especie nueva?
Tal vez fuera una metáfora que reflejara que quería escapar del mundo que le rodeaba. Seguí
leyendo, introduciéndome de lleno en cada una de las páginas.

3 de febrero de 2008. ¡Madre mía! ¡Está claro que anoche enloquecí! Acabo de leer las
tonterías que escribí ayer. Una princesa, una mariposa… ¡una especie nueva! Está claro
que el mal humor y la falta de sueño me pasan factura. Siento que tengas que ser testigo
de mi locura, querido diario, pero sólo a ti puedo confiarte mis más oscuros y fantasiosos
pensamientos.

11 de febrero de 2008. ¡Estoy harta! ¡Harta de tratar con tanta gente! Harta de que sólo
se me vea como un juguete que se pueda comprar o una escultura que admirar. “Una
chica dulce, agradable, que jamás pierde los papeles…” dice todo el mundo. Cómo me
gustaría gritarles a la cara todo lo que pienso a estúpidos snobs pretenciosos y petulantes.
A mis padres se les cae la baba con tanto piropo. ¡Necesitan unos baberos XXL para no
mancharse sus estúpidos trajes caros! Todo ese atajo de gente no hace más que forzar mi
paciencia y temo el día en que pueda explotar. Mi verdadero yo quiere salir, gritar, me lo
pide suplicándome. Quiere salir a la luz y ser libre. ¡Oh, Dios! Juro que el día que mi
máscara se rompa todos quedarán alucinados, los primeros papá y mamá. Y no podrán
aprovecharse más de mí. ¡Nunca! Cuando cumpla los dieciocho podré independizarme y
no seré esclava de sus palabras. A veces siento que mi corazón apenas late ya presionado
por este mundano torrente de tristeza. ¿Que qué tal la fiesta de anoche? Puedes
deducirlo, querido diario, por todo cuanto te he contado en estas líneas.

19 de febrero de 2008. Me miro al espejo mientras escribo estas líneas. A mis labios
carnosos y perfectos no puede faltarle nunca un brillo de color rosa o anaranjado. Mis
párpados relucían coloreados en tonos pastel. Me considero una chica afortunada
respecto al físico. Soy guapa, eso está claro. Lo sé hasta yo, que siempre estoy metida en
mi mundo de rarezas y locuras. ¿Y qué? No hay nada de malo en ser hermosa y querer
serlo más. Sin embargo, creo que no soy tan superficial como Fátima. Yo, al menos,
valoro a las personas por su interior también, aunque necesiten urgentemente una ducha
o un estilista (ugg, cómo van algunos vestidos al insti…). Admiro a los chicos del Club de
Ciencias, por ello me paso por allí cada vez que encuentro un rinconcito en mi apretada
agenda. Deberían estar acostumbrados a verme allí, pero todavía se quedan embobados
en cada visita. Siento que me miran cómo un proyecto más y no como a una persona y
aquello a veces me hace sentir incómoda. Pero entiendo que esto se debe a su falta de
relaciones amorosas. ¡Les hace falta con urgencia una novia! (Si se arreglasen más…)

Podía añadir algo más a la lista sobre la personalidad de mi madre: era cursi, refinada y
presumida.

22 de febrero de 2008. Estoy harta de tantas obligaciones, reproches, broncas,


responsabilidades… harta de aparentar algo que no soy. Busco un camino a la libertad,
¡pero no lo encuentro! Tengo ganas de llorar, de patalear, de gritar y de romper todas y
cada una de las figuras de cristal de mamá. ¡Así dejaría de aprovecharse de mí! O igual se
beneficia de ello y compra más todavía para compensar las perdidas. Soy como una
bomba de relojería. ¿Sabes que se me ocurre ahora, querido diario? Cogería uno de los
palos del Club de Golf de papá y golpearía todos y cada uno de los muebles de la casa,
incluidas las lámparas y los cristales. Siento como si mi interior fuese un águila
aprisionada en una jaula de paloma, demasiado pequeña para sentirse cómoda. Deseosa
de salir a volar, buscando y encontrando la liberación. No me importa el dinero, ni nadie.
Por una vez en la vida me gustaría poder pensar y preocuparme únicamente por mí
misma. Me siento como en un laberinto sin salida. No sé donde está la meta, si es que
existe. Las cadenas que me tienen prisionera se ciñen cada vez más a mi piel. Busco la
fuerza que las rompa, la llave que abra este candado invisible que las mantiene prensadas
en mi piel.

Vale, en aquel momento pensé que mi madre era un poco bipolar y que estaba medio chalada.
Y, evidentemente, que era un poco (por no decir bastante) infantil. Éste último calificativo podía
confirmarlo ya definitivamente.

28 de febrero de 2008. No me importaría en absoluto que me declararan loca para


encerrarme en un manicomio. Así, los demás dejarían que manipularme y darme
órdenes. Claro, que el Señor Montero y los demás ricachones están lejos de pensar eso. El
Señor Montero es muy especial para mí, siempre me dedica hermosas palabras que
hacen que me derrita por dentro. A veces creo que siento algo muy fuerte por él. No sé si
es cariño o si es amor, ¡pero es tan mayor para mí! Y yo todavía soy menor de edad. Tiene
treinta y ocho años pero, ¡qué bien se conserva! Y está soltero… ¿será gay? Espero que no.
Tengo esperanzas de conquistarle algún día… cuando cumpla los dieciocho.

9 de marzo de 2008. Ayer por la noche, sábado fue horrible. No sé ni cómo me siento.
Mis padres volvieron a usar sus poderes de manipulación y me trataron como una
marioneta de nuevo. Me hubiese encantado volverme mala, explotar y convertirme en
una rebelde. Pero algo me falta para dar ese paso. Comportarme como un demonio para
desahogar mi pena haciendo el mal. Hacer algo malévolo, prohibido y oscuro. ¡Lo deseo!
¡Juro que algún día seré mala! Todos creen que soy un ángel, todos creen que soy
perfecta. ¿Es que están ciegos? No, no lo soy. No soy perfecta en absoluto. No cocino
bien, confundo el suavizante con el detergente cuando quiero ayudar a la criada a hacer
la colada (que por cierto aun no se ha acostumbrado a que quiera ayudarla a escondidas
de mis padres y la Señorita Capitolina), se me dan fatal las matemáticas, siento una
auténtica debilidad por el chocolate y el vello de mis piernas es tan grueso que pienso
que tengo que usar una podadora en vez de cera caliente. ¡Estoy harta del mundo!
¡Quiero cambiar mi vida! ¡Deseo cambiarla! ¡Lo necesito! Voy a enloquecer… Tengo ganas
de gritar hasta rajarme la garganta. Quiero ser poseedora de mi vida y recuperar mi
infancia y…

9 de marzo de 2008 (11:56). Lo siento, querido diario. Esta mañana he dejado de


escribirte porque he vuelto a perder el conocimiento como en aquella otra vez. ¿Te
acuerdas? ¡Ah, no! ¡Tú no puedes acordarte porque fue otro diario! ¡El de las pastas rojas
con corazones azules! Me han llevado al hospital ya que una criada quería pasar a mi
habitación para cambiar las sábanas y al ver que no contestaba entró y me vio tirada en el
suelo inconsciente. Ya no estoy tan acalorada y cabreada como esta mañana. Puede que
sea por las pastillas que me ha mandado el médico que funcionan a modo de sedantes
para que esté más tranquila. Aunque lo que sí estoy es todavía abrumada y un tanto
exhausta. Sentía un nudo en la garganta que ahora ya no siento, pero recuerdo que me
estaba dejando sin aliento. El médico me ha aconsejado reposar así que creo que es hora
de que me vaya a dormir.

20 de marzo de 2008. Este sábado tengo otra fiesta, después de casi dos semanas de
reposo. Mis padres creen que he hecho demasiado el gandul, así que han querido
organizar otra fiesta con concierto de Adela incluido. Sin embargo, esta vez ha sido
distinto. El Señor Montero ha pedido que el próximo evento se celebre en su mansión.
¡Oh, madre mía! ¡Nunca he estado en su casa!

22 de marzo de 2008. Ya te dije que habría otra fiesta y así es. Esta vez en casa del Señor
Montero que, como ya sabes, es mi mayor patrocinador. A pesar de las dos semanas
todavía me siento un poco débil y he pedido a mamá que no me obligue a ponerme
tacones, pero se ha negado en rotundo. Volverá a haber gente aburrida y estirada en la
fiesta, gente podrida de dinero que no sabe en qué entretenerse. La sonrisa de oreja a
oreja de mi madre me recuerda siempre a un gato malicioso. A mi padre casi se le caen
los ojos de las cuencas. Y una vez más se me antojó que podría comprarles ese súper
babero tamaño extra grande que llevo años deseando regalarles. Papá me ha explicado
que algunos hombres importantes del país están sopesando la idea de invertir en mí.
¿Invertir? ¿Acaso soy una empresa o una bolsa de valores? ¿Nadie me considera una
persona de carne y hueso? Mamá llama a la puerta de mi habitación. Más tarde te seguiré
contado, mi querido diario.

22 de marzo de 2008 (21: 45). Querido diario, estoy de vuelta otra vez. Me queda tan
solo un cuarto de hora para seguir contándote, ya que a las diez en punto tenemos que
ponernos en marcha para llegar a la mansión del Señor Montero. Mamá me ha comprado
un vestido nuevo, uno rojo de raso con pedrería en los tirantes y unos zapatos negros con
lazos. No entró sola a la habitación cuando llamó, sino que una mujer de aspecto estirado
a la vez que un poco extravagante le acompañaba. Era estilista y se encargaría de
maquillarme y arreglarme el pelo. Llevaba consigo un maletín de cuero enorme repleto
de material – según ella – para trabajar conmigo. Realmente llegué a asustarme al ver
sobre mi tocador tantos botes de maquillaje y pinturas. Varias horas interminables
trascurrieron en mi reloj soso y aburrido mientras ella trenzaba mi pelo y toqueteaba y
manoseaba mi cara con sus potingues. Cuando me miré al espejo una vez terminado no
me reconocí. ¿Quién era ella? Mis labios marcados de rojo pasión me recordaron al
principio a un payaso de feria y a una bailarina de Cabaret. El color de mi piel había
cambiado. Eso sí, gracias a Dios, apenas es perceptible y esta noche nadie se reirá de mí.
Mis párpados y mejillas están coloreados en tonos cálidos y suaves. No sé que me había
puesto en la cara aquella mujer, pero te juro que ahora mismo mi rostro brilla como sin
los mismísimos rayos del sol me estuviesen apuntando a las mejillas. La estilista me ha
hecho un buen peinado, le ha dado forma de un recogido discreto y sofisticado con una
trenza cruzando la parte superior de mi frente. Quitando los labios, tengo que decir que
me veo hermosa. Aunque ahora que me miro mejor, veo en mi reflejo una muñeca de
carne y hueso. Y ahora sí que te tengo que dejar. La fiesta me espera y yo soy la estrella.
Capítulo 10

28 de marzo de 2008. A veces estoy harta de vivir así. Siento que mi cabeza va a explotar.
En ocasiones pienso en como hubiese sido mi vida si mis padres me hubiesen permitido
elegir mi futuro. ¿Qué camino elegiría? Mil caminos diferentes. Un montón de
posibilidades que yo jamás podré elegir libremente. Debo cumplir el destino que ellos
mismos me han forjado sin tener en cuenta mi opinión y mis deseos propios. ¿Cómo
sería mi vida si hubiese elegido ser bailarina? ¿Y escritora? ¿Y educadora infantil? ¿Y
abogada? Pienso que si mi vida hubiese sido normal podría haber tenido montones de
juguetes en vez de montones de libros de música y solfeo que se amontonaban por
aquellos tiempos en mi sosa y triste habitación, nada que ver con la que tendría
cualquier niña pequeña. En aquel momento deseaba tener una habitación de color rosa,
con estanterías repletas de muñecas y libros infantiles con dibujos y letras enormes, una
lámpara de princesas y unas sábanas de perritos cubriendo una mullida cama. Con el
dinero que he había empezado a ganar, mis padres podrían haberme comprado
montones de juguetes nuevos, pero no fue así. Se limitaron a gastarse el dinero
básicamente para sus propios intereses. En una ocasión recuerdo haber tenido una
muñeca. Era preciosa. La única que he tenido. Vestida como una gimnasta. Su pelo rubio
se recogía en una cuidadosa trenza, una atuendo elástico de muchos colores llamativos,
típicos de los trajes de los deportistas y unas mallas de color fucsia. Sus zapatillas rosas –
color predilecto de las estas muñecas – se decoraban con un gracioso sol en la suela. En
su equipaje no podían faltar todas sus cosas para entrenarse: una gorra, una cinta de
gimnasia, muñequeras y una cantimplora. En la suela de la zapatilla derecha había
escrito mi nombre para reconocerla como mía. Soñaba que cuando mis padres tuvieran
más dinero – gracias a mí – me comprarían tantas muñecas como desease para que
hiciese compañía a mi mini─Adela. También deseaba para ellas una casa de esas tan
grandes que contienen cocina, baño y dormitorio y que emite ruidos similares al de tales
elementos. Pero no. No sólo no me compraron más muñecas ni la casa, sino que los
pocos jueguetes que tenía fueron arrebatados de mis diminutas manos. Incluida mi
mini─Adela deportista. Todos mis juguetes, todos mis amigos fieles. Mis padres no
querían que los juguetes me distrajeran. Querían que me centrara únicamente en la
música. Sin embargo, ellos comenzaron a vivir a lo grande, a comprarse todo cuanto
habían deseado siempre y no habían logrado poseer. ¿No se daban cuenta de que lo que
sus padres les habían hecho a ellos me lo estaban haciendo a mí? Nos mudamos a una
mansión, dejando atrás nuestra querida casa que ellos apodaban de chabola. Yo quería
mi casa.

29 de marzo de 2008. Parece que estos días me ha dado por filosofar y recordar cosas de
mi infancia. No sé si es porque últimamente estoy más nostálgica y sentimental. Después
de contarte anoche lo mal que lo pasé con los juguetes, anoche tuve una pesadilla sobre
Capitolina. Recuerdo perfectamente el día que mis padres contrataron a Capitolina. Me
hablaba durante horas sobre la madurez, las responsabilidades de una mujer, sus
modales y la impresión que debe dar al público. Cosas que, evidentemente, sigue
haciendo actualmente. Siempre inmortalizaré en mi mente la impresión que me dio esta
mujer de aspecto robusto y firme que me taladraba con sus ojos azules. Solía disimular su
enorme barriga con un amplio vestido repleto de pliegues y puntillas de ganchillo. Unas
botas negras femeninas y en las épocas de frío una mantilla de lana gorda. Todo su pelo –
que tiempo después supe que más largo de lo que yo pensaba – acababa enmarañado en
un soberbio moño perfecto. Cuando llegó a mi habitación el primer día se deshizo de mi
ropa enseguida. Tenía una preciosa falda rosa, una camiseta con corazones y sobretodo,
muchos, muchísimos vestidos de colores que fueron arrebatados de mi armario para
sustituirlos por ropa sobria y sosa más propia de una mujer de cuarenta años. Mamá
donó mi ropa a diversas asociaciones. La odié por aquello. Y por supuesto, nunca olvidaré
el momento en que me quitó a mi mini─Adela deportista y a mis pocos peluches. Todavía
tengo una imagen de un peluche. Era una vaca muy graciosa y suave llamada Rogelia. Ella
la tiró. Sinceramente, mi odio hacia Capitolina no ha disminuido ni un ápice con los
años. Mis padres y ella tiraron toda mi infancia por la borda. En la tienda de moda
infantil para niños pijos – como yo la llamaba – Capitolina escogió para mí algunos
sombreros y tocados extraños y unos vestidos de colores grises, burdeos y violáceos en
tonos apagados que mamá miraba con ojos dulces mientras repetía constantemente que
esta guapísima. Los colores sosos y apagados llenaban de aburrimiento y tristeza mi
armario. Ponchos de ganchillo, camisetas gris marengo hacían juego con pantalones
oscuros y faldas de volantes y puntillas para llevarlos en conjunto con leotardos de
colores similares. ¡Cómo olvidar también a Elvira, mi profesora de gimnasia rítmica! Me
adulaba cada vez que mamá se dignaba a recogerme en la limusina para llevarme de
nuevo a casa y torturarme con nuevas clases extraescolares. Decía que las demás niñas se
morían de envidia y que podría llegar a ser una gimnasta profesional. Igual que mi
mini─Adela. Pero debería ir a clase constantemente y trabajar duro. Mamá donó mis
libros de cuentos y los cambió por diccionarios y enciclopedias para decorar mi
estantería. Quería que me centrara en la música y en la gimnasia rítmica. ¿Qué se supone
que iba a hacer una niña de ocho años sin juguetes ni libros infantiles? Nuevamente, ante
esta situación, subí a mi habitación a llorar. Capitolina siempre me reprochaba con frases
como “Adela, eso no es propio de una señorita”. Y la frase favorita de mamá era: “Adela,
has nacido para triunfar”. Y tenía que trabajar duro, siempre he tenido que hacerlo desde
bien pequeñita, tuve pocos privilegios. Hasta que llegó el día que mi cuerpo dijo “Basta”,
no soportaba tener tanto sueño y cansancio acumulados. Fue la primera vez que me
desmayé y me caí inconsciente en el suelo, en medio de un ensayo. Me llevaron al
hospital y allí permanecí ingresada un par de horas. Luego, volvimos a casa y antes de que
acabara la semana volví obligada a la rutina del piano y las clases de gimnasia.

6 de abril de 2008. Bueno, la última vez que escribí aún seguía sentimental, pero eso se
acabó. Vuelvo a mi rutina. Anoche el Señor Montero organizó un segundo evento en su
monumental casa. Cuando llegamos no pude sino comerme con los ojos a mi muy
amable financiador. Vestía un esmoquin, igual que el resto de presentes que fueron
apareciendo minutos después. Nunca te he hablado en realidad del Señor Montero. Sólo
te he dicho su edad y lo bien que se conserva. Es un tipo bonachón, agradable y muy,
muy guapo. Alto, ligeramente musculoso, con el cabello corto, moreno y ligeramente
ondulado y con unos ojos color chocolate que podría derretir a cualquier mujer. También
tenía buen gusto a la hora de decorar su casa – si es que había sido él o había contratado a
alguien. Mis padres, con astutas miradas de águilas, escudriñaban todo cuanto estaba a la
vista, seguramente para comprar algo más con lo que decorar nuestra ya más que
amueblada casa. Una enorme sala se reservaba para la fiesta, que comenzaba a la
medianoche. Una fila interminable de hombres ataviados como pingüinos cruzaba la
sala de punta a punta. Las paredes – llenas de paisajes complejos y maravillosos – habían
sido pintadas a mano. Es magnífico lo que puede hacer el ser humano con un poco de
paciencia e imaginación. Cómo era posible ver en las paredes de una sala tan inmensa
tantos y miles de detalles diminutos pero extraordinarios pintados sobre paisajes casi
imposibles. De cada columna – también pintadas – colgaban cuadros de pintores
famosos con carísimos marcos recubiertos de oro y piedras preciosas. Del techo colgaba
una lujosa e inmensa lámpara de araña construida de metal sólido bajo una capa de oro y
miles de cristalitos incrustados en ella. Los invitados llegaron con sus estirados y
glamurosos vestidos y trajes de gala. El Señor Montero vino a mi lado una vez llegaron
todos los invitados. Me susurró al oído que toda aquella gente deseaba que hiciera una
pequeña demostración de mi virtuosismo al piano. Hasta que él no me lo señaló no me
di cuenta de que al fondo de la sala se levantaba un pequeño escenario cubierto con un
telón rojo, como el de los teatros. “Un hermoso piano de cola te está esperando” –
recuerdo que me dijo. Luego, delante de mis padres, prosiguió con los halagos – “Eres un
ángel caído del cielo. Eres una bendición de Dios. Tienes unas manos delicadas y
prestigiosas para la música. Serás recordaba durante cientos de años. Complacerás los
oídos de millones de personas. Tu música debe ser escuchada. Bendito todo aquel que te
escuche. Si te esfuerzas y de verdad vives tu propia música, ésta jamás podrá apagarse y
vivirá para siempre”. Y dicho esto, subí al escenario para mostrar mi talento a todas
aquellas personas que no me importaban lo más absoluto.

Continué leyendo. Las fiestas, en las que ella era la estrella del piano y el foco de atención,
seguían ocupando más y más páginas. Y ella seguí llorando, alegando que no podía más con
aquella farsa y que sólo deseaba descansar y desaparecer del mundo. También hablaba de
romper con su novio, pues le parecía tan hipócrita y cínico como sus padres y todos los demás
que se aprovechaban de ella. Tan sólo había buenas palabras para el señor Montero, del que,
estaba claro, mi madre estaba enamorada.
Capítulo 11

17 de septiembre de 2008. Mi corazón late con fuerza de felicidad por una vez en la vida.
Mi felicidad había estado rozándome desde el primer día de clase. En la cantina del
instituto, él resaltaba de entre todos los demás, ¿cómo no me había dado cuenta hasta
ahora? No sé a qué curso va ni cuantos años tiene, pero sé que es nuevo. No lo he visto
otros años. Lleva siempre el pelo oscuro un poco despeinado y sus ojos tienen su misma
tonalidad. Es hermoso, sin duda, aunque tiene un aire lúgubre y misterioso, como los
protagonistas de las típicas sagas americanas. Posee unos músculos no muy marcados en
su cuerpo delgado y desgarbado. Tal vez eso es lo que hace que parezca seguro de sí
mismo. La primera vez que le vi clavaba su mirada perdida en la nada, como si todo
aquello que le rodeaba careciera de importancia. Pensé que reaccionaría de forma
extraña cuando me pilló mirándole, pero lo único que hizo fue devolverme una hermosa
sonrisa. Vestía todo de oscuro, con unos pantalones negros, zapatillas de lona y camiseta
de manga corta.

5 de diciembre de 2008. ¿Recuerdas el misterioso chico del que te hablé? Me gusta. O


eso creo. Desde luego, me hace olvidarme del estúpido de Raúl. Aunque no hay nada que
olvidar, nunca le he querido. No puedo hablar de amor con este nuevo chico porque no sé
nada de él, pero me atrae y mucho. Debo sacar mis armas de mujer para conquistarlo,
¡tiene que ser mío!

En las siguientes páginas, Uriel era el protagonista indiscutible. Relataban cómo se armó de
valor para presentarse ante él, cómo comenzaron una relación de amistad que duró poco, ya que
ambos se atraían mutuamente, cómo se lanzaban miradas pícaras que despertaban los celos de
Raúl, cómo empezaron a odiarla las animadoras, que eran sus mejores amigas.

9 de enero de 2009. Apenas tuve que levantar la mirada para descubrir a Uriel
acercándose a mí. Se había dado cuenta de que lloraba. La comprensión relució en sus
ojos oscuros antes de que le dijese una sola palabra. Uriel parecía entenderme siempre
por telepatía. Comprendía lo ocurrido sin abrir la boca. Me rodeó con sus brazos y le
devolví el abrazo. Segundos más tarde mis ex amigas y todo el equipo de fútbol al
completo me miraron con desprecio. Evidentemente, no les hacía gracia alguna al verme
abrazada a Uriel. Me contemplaron como un juguete roto o un calcetín sucio. Sin
embargo, no me moví. Y Uriel tampoco. Ellos me habían hecho sufrir. Y yo tenía derecho
a ser feliz.

24 de febrero de 2009. Sé lo que piensan papá y mamá. Lo que piensan Capitolina y el


Señor Montero. Mis amigos y mi ex novio. He roto mi rutina, mi día a día. La Adela que
todos conocían ha desaparecido y no piensa volver. Una Adela única y verdadera. Todos
amaban a la vieja Adela. Yo prefiero la nueva con diferencia. Me siento yo misma. Libre.
Rebelde. Feliz. Uriel me ha enseñado cosas increíbles, me ha llevado a sitios inhóspitos
que jamás creí que vería por culpa de las prohibiciones de Capitolina y mis padres. He
sacado de mi interior a la Adela más auténtica. Uriel era lo que yo estaba esperando que
me sucediera para dar el paso a la rebeldía. Con él todo es más fácil. A la Adela que tú
conoces, mi querido diario. Anoche, mientras papá y mamá dormían Uriel tiró una
piedrecita a mi ventana y me reencontré con él en la calle. Me llevó a un bosque, donde la
tierra seca, los árboles poblados de hojas y el aire limpio y puro formaban un paisaje
inmaculado de rastro humano. Hice todo aquello que jamás se me había permitido
realizar. Comenzó a llover y entre besos y abrazos Uriel y yo acabamos empapados.
Volvimos a la civilización y pasamos a un local nocturno. Me agarré fuertemente a su
brazo al ver aquel ambiente. No era la típica discoteca llena de jóvenes estudiantes
borrachos bailando y vomitando. Dos chicas semidesnudas bailaban sobre una barra ante
la atenta y maliciosa mirada de varios hombres pervertidos y borrachos. Llegamos a la
barra entre hombres que me miraban como si yo fuese un pastel al que hincarle el diente.
Pero Uriel no me soltó. Pidió dos chupitos y pagó en efectivo. “De un trago”, me dijo. Y así
lo hice. Jamás había bebido alcohol. Y aun siendo menor, anoche bebí. Recuerdo que el
alcohol rasgó mi garganta y me produjo náuseas. Uriel pidió otros dos más. Luego otros
dos y así sucesivamente. Así experimenté mi primera borrachera. Cuando me desperté
esta mañana estaba en la cama de Uriel, en su casa. Nunca había estado allí. Él dormía
plácidamente en la misma cama, a mi lado mientras yo intentaba recordar lo que había
pasado después del desmadre, pero nada. Cuando Uriel se despertó me dijo que no
preocupara, que él jamás abusaría de mí. Vomité sobre el suelo y no me permitió ni
limpiarlo. Se encargaría una mujer que tenía contratada desde hacía unos meses. Le
pregunté que si vivía solo y me dijo que sí. Así he descubierto que mi amor tiene dos años
más que yo y que está independizado de sus padres. Al llegar a casa el rostro de mi padre
reflejaba severidad y furia, el de mi madre tristeza y frustración. Capitolina me lanzó una
mirada asesina llena de arrugas. Me adelanté hacia mis padres con el rostro impasible y
completamente tranquila. No les debía ninguna explicación. Quería dejarles claro que ya
que dentro de unos días iba a cumplir los dieciocho mi comportamiento seguiría siendo
así. Lo que no me esperaba era la reacción de mi padre. Golpeó con fuerza su mano
contra mi mejilla, que quedó completamente colorada casi al instante. Así que, hemos
tenido una gran discusión. Les he echado en cara todo cuanto pienso y subí a mi
habitación. Llorando y llorando me he sentido arropada por Uriel, ya que al mismo cerrar
de un portazo, había entrado por la ventana. Al bajar de nuevo mamá me pidió perdón,
aunque antes la Señora Capitolina me reprochó mi comportamiento, diciéndome que
eso no eran modales. ¿Qué me importa a mí si eso son modales o no? La frase de mamá
me llamó la atención y tocó mi fibra sensible: Quiero recuperar a mi niña. Aun así me
reuní con Uriel y fuimos a su casa. De hecho, ahora mismo estoy escribiendo esto
mientras él duerme otra vez. Pero eso no es todo. ¡Adivina qué me regaló cuando
llegamos aquí! Dijo que tenía un regalo para mí y me juró que me gustaría. “Es algo que
no suelen tener las mujeres de tu edad, pero sé que te hará ilusión”, me dijo al llegar. Me
condujo hacia una habitación oscura. Al abrir la puerta se iluminó tenuemente. A duras
penas se veía el interior, pero no había duda de que allí se encontraba una caja enorme.
Pulsó el interruptor de la luz y allí estaba. Un paquete enorme envuelto en papel de
regalo de vivos colores y decorado con un gran lazo rojo. Cuando le pregunté qué era me
dijo que le estaba haciendo una pregunta tonta y que para saberlo tenía que abrirlo. Entre
una mezcla de confusión y emoción me acerqué al paquete. Arranqué el lazo y rasgué el
papel que lo cubría. Solté un gemido al descubrir mi regalo. Era la casa de muñecas, el
que habría sido mi juguete favorito en la infancia. Después me dijo que compraríamos
dulces y todo lo que yo quisiera de comer. Así que compramos varias tabletas de
chocolate, tortitas, gelatina y otras muchas cosas que engullimos enseguida.

8 de marzo de 2009. En la vida, a veces, hay que vivir lo insufrible. Me he jugado el


honor, me he tragado el orgullo con el que más de una vez me he atragantado. A
escondidas o en compañía de Uriel me he sentido obligada a sacar toda mi rabia. Ese
nudo en la garganta no se desvanece, no disminuye. Se extiende hacia el estómago, a
punto de explotar por culpa de los estúpidos nervios revoltosos que corretean de aquí
allá. A veces cuando estoy con Uriel esos nervios se disipan, aunque desgraciadamente
no del todo. Pero sí hace que los olvide cuando me distrae con otros temas o llevándome
a sitios bonitos y divertidos. Las animadoras y todo el equipo de fútbol al completo me
odian. Ya es oficial.

30 de abrir de 2009. Anoche tuve otro baile. Uriel no quiso asistir porque piensa que es
una fiesta de pijos. Llevaba toda la razón, como siempre. Uriel siempre tiene razón. Me
esperó en el jardín y cuando pude me escapé de la fiesta para tener un momento a solas
con él. Yo llevaba un vestido azul de gasa y volantes e iba muy elegante. Él, sin embargo,
vestía unos vaqueros rotos y una camiseta de manga corta. Nadie se percató de mi
ausencia hasta la hora mágica donde demostré a todos mi valía como pianista. Mis
padres, el Señor Montero y Capitolina se sintieron aliviados de que aceptara seguir
tocando el piano en los típicos eventos a pesar de estar con Uriel. Creo que están
acojonados con la posibilidad de no seguir ganando dinero conmigo. No quieren que esté
con Uriel, pero lo permiten con tal de que yo siga manteniendo mi fachada. Nadie le
tolera, ni se le tiene un mínimo aprecio, aunque a Uriel y a mí nos trae sin cuidado.
Aquella noche no hubo malentendidos ni broncas. Lo cierto es que, oficialmente, estoy
viviendo con Uriel. Mis padres quisieron llamar a la policía porque todavía soy menor de
edad pero les amenacé con no volver a tocar en ninguna otra fiesta. Por lo tanto, se han
olvidado de aquella idea. Cualquier cosa importa para ellos siempre y cuando haya dinero
por medio. Nadie aparte de mi círculo personal sabe esto, pero imagino que se acabarán
enterando tarde o temprano. Las animadoras y los jugadores del equipo siguen
odiándome cada vez más.

3 de mayo de 2009. Las broncas volvieron de nuevo junto con mi breve visita a casa,
donde fui para recoger un par de cosas y llevármelas al piso de Uriel. No pararon de
atosigarme y de comerme la cabeza con la idea de que Uriel era sólo un monstruo que me
estaba destrozando la vida y la reputación; que sería un escándalo cuando todo el mundo
se enterase que estaba viviendo con él en un piso diminuto que con mis padres en su
monumental casa.

7 de mayo de 2009. Oh, querido diario. Ha llegado a mis oídos una noticia terrible. Es
un duro golpe para esta ciudad. Ha desaparecido el equipo al completo de los jugadores
de fútbol. Nadie sabe nada de ellos. Ha sido todo muy repentino y silencioso.

8 de mayo de 2009. Estoy asustada. Menos mal que me siento arropada por Uriel. Han
desaparecido todas las animadoras del instituto. Bueno, todas excepto Fátima y yo. La
policía cree que debe tratarse de una banda criminal. No se sabe si se trata de una
sucesión de secuestros o si se habla de alguna banda de asesinos en serie. Fátima seguro
que está aterrada, al igual que yo. ¿Qué va a ser de mí? Sólo me apetece esconderme, me
da miedo salir a la calle.

9 de mayo de 2009. Hoy no he ido al instituto. Y casi mejor. Uriel ha llegado con la
noticia de que Fátima también ha desaparecido. ¡Dios mío, sólo quedo yo!
Irremediablemente he roto a llorar de forma desesperada y mi querido Uriel se ha
tumbado en la cama junto a mí para consolarme. Me ha prometido que no dejará que
nadie me haga daño. Pero sigo horrorizada. Sigue sin saberse si han sido secuestrados o
asesinados. No hay cuerpos. Puede que yo sea la siguiente.

15 de mayo de 2009. Le expliqué a Uriel todos mis pensamientos. Todo cuanto sentía.
Jamás había desnudado así mi corazón ante alguien. Y todos mis secretos los compartí
con él. Él me lo agradeció y me dijo que un día no muy lejano yo también lo sabría todo
sobre él y que me mostraría muchas más cosas que todavía no me ha enseñado. Sólo
espero estar viva para verlo. Sigue sin saberse nada de las animadoras y de los jugadores
de fútbol.

18 de mayo de 2009. Me he quedado helada. Uriel ha dicho que le gustaría tener hijos
conmigo. No recuerdo las palabras exactas, pero lo cierto es que no le veía yo con aire
paternal. Y desde luego, con diecisiete años – para dieciocho – que tengo, a mi reloj
biológico aún le queda mucho para sonar. Me preguntó que qué tendría de malo que me
quedara embarazada y le dije que soy muy joven todavía. Me dijo que me amaba y que lo
deseaba con todas sus fuerzas. Menos mal que lo convencí de que por lo menos hasta los
treinta no querría hijos, que hasta ese momento no querría compartirle con nadie. Que
todo serían pañales, canciones de cuna, vómitos, papillas, llantos, sonajeros, juguetes…
¡Qué caos!

22 de mayo de 2009. Querido diario. Estoy asustada. Creo que todavía estoy en shock.
¿Recuerdas a las animadoras y a los jugadores desaparecidos? Están todos muertos. ¿Y
sabes quién es el responsable? Uriel. Él los mató a todos. Por eso me prometió que nadie
me haría daño. Porque él era el causante. Mi mente dice que le delate a la policía pero mi
corazón grita que no lo haga, que no seré feliz si él está en la cárcel. Dice que lo hizo por
mí. Porque le odiaban a él y él a ellos. Y que ellos me trataban mal. Que me hacían sufrir
enormemente con sus palabras despectivas y sus miradas envenenadas. No puedo
contárselo a nadie, sólo a ti. Amo a Uriel, pero le tengo miedo. Ya nada será como antes.
¿Quieres saber cómo me enteré? De pura casualidad. Uriel no quería decírmelo. Abrí la
puerta de la habitación donde había estado mi casa de muñecas. La imagen que vi jamás
se borrará de mi retina. Desangrados y apilados se encontraban los cadáveres de mis
antiguos amigos. Entre ellos vi los rizos rubios de Raúl. Quise marcharme, pero Uriel ya
estaba detrás de mí cuando hube entrado en su habitación, creyendo que todavía se
encontraba fuera de casa. “Lo hice por ti”, me susurró. Estaba aterrorizada. Él no me
había visto cotilleando en la habitación, pero lo sabía. Me alejé de él y apoyé mi espalda
contra la pared. “Ellos te hacían sufrir. Nadie en el mundo merece la vida si hace sufrir a
una mujer tan maravillosa como tú”, susurró mientras se acercaba a mí poco a poco.
Después comenzó a besarme y entre la mezcla de miedo y deseo hacia él, le devolví el
beso. Me cogió en brazos y me llevó hasta la cama donde, por primera vez, consumamos
nuestro amor.

Ahí terminaba el diario. Había evidencias de que se habían arrancado las últimas hojas, las
que quedaron en blanco o las que alguien ─ probablemente Uriel ─ no quería que se leyesen.
Capítulo 12

Me llevó tres semanas encontrar al señor Javier Montero. En la guía telefónica había más de cien
Monteros distintos y no tenía monedas suficientes para llamarlos a todos. Tuve que investigar
bastante, sobretodo direcciones de domicilios y edades, entre otros. Cuando por fin le encontré y
le llamé por teléfono, él no dudó en recibirme en su casa para contarme todo cuanto sabía.

Poseía una enorme mansión con piscina de obra, césped, pista de tenis y una zona de barbacoa.
Me recibió un mayordomo ataviado de un elegante traje negro brillante con camisa blanca y
pajarita. Me condujo a través de un largo pasillo desde el hall hasta una sala repleta de sofás y
sillones acolchados de terciopelo rojo. Los cojines parecían ser de seda con bordados de oro.
Pegadas a las paredes había varias estanterías repletas de libros ordenados por categorías y
antigüedad. Una chimenea de piedra encabezaba aquella sala. No parecía que se usara a
menudo, por lo que deduje que era un simple elemento de decoración. Del techo pendía una
lámpara de diseño de vidrio coloreado de ámbar y burdeos. No sabría describir la repulsión que
sentí cuando vi extendida en el suelo una piel de oso disecada. No pude reprimir una mueca.

Permanecí allí sobre unos cinco minutos, luego apareció él señor Montero. Se conservaba
estupendamente. Supuse que había invertido gran parte de su fortuna en operaciones de cirugía
estética. Era un tipo pacífico y agradable. Alto, con el cabello corto y ligeramente ondulado y con
una barriga incipiente. Me indicó con la mano que me sentara en uno de los sillones. A los pocos
segundos, empezó a relatarme su historia, empezando a relatar sus pensamientos sobre Adela.

─ Háblame de Adela, todo lo que sepas.

Me lanzó una mirada que no supe descifrar. Tal vez, estaba siendo maleducada.

─ Por favor – le pedí.

─ Cuando la conocí tan sólo era una niña. Una hermosa niña de rubios cabellos con rostro
angelical. Era inteligente, espabilada y formal. Apenas me fijé en sus padres, estaban orgullosos
de ella de una forma extremadamente absurda. Sin embargo, a pesar de ser tan pequeña, se podía
leer en ella la tristeza que reflejaban sus ojos. Tal vez porque, en aquellos momentos en que se
sentía abrumada por las enormes fiestas de adultos, ella hubiera preferido estar con sus amigos y
jugando con sus juguetes. Pasé muchos años sin verla, ya que los negocios me llevaban de aquí
para allá. Aun así, seguía financiando sus actos y dejando a otras personas responsables al cargo
de las organizaciones. Pasaron los años y cuando volví ella acababa de cumplir los dieciséis años.
Era toda una mujer. Era una hermosa adolescente. Los rasgos de su rostro habían cambiado, pero
seguían siendo dulces y angelicales. Su cuerpo esbelto y definido poco tenía que envidiar al de
una modelo. Sus pechos habían crecido, volviéndose firmes y turgentes. Sus manos se habían
vuelto mucho más delicadas si era posible con sus dedos largos y perfectos. Me gustaba perderme
en sus larguísimas y suaves piernas, con las que fantaseaba cada noche. Con tan sólo aquella
primera impresión supe que me había enamorado. A veces sus miradas me intimidaban. Cada
vez que la veía sentía deseos de amarla y hacerla mía. ¡Cuánto deseé en aquel momento que
fuera mayor de edad! No hubiera dudado ni un momento en apartarla de los demás y poseerla en
la intimidad. Era como un ángel. Pero tan hermosa y tan triste a la vez. Yo estaba esperando a
que Adela cumpliera los dieciocho años y así poder declarar mi amor hacia aquella chiquilla. Sin
embargo, cuando quise darme cuenta apareció ese tal Uriel. Pensé que era más joven y guapo y
preferí no entrometerme. Quizá había perdido mi oportunidad ─ apareció nuevamente el
mayordomo, trayendo una bandeja con un sinfín de cafés y tés acompañados de una variedad de
galletas y pastas de múltiples maneras ─. Si aquella historia con aquel chico acababa yo volvería
a intentarlo. Pero ya no hubo más oportunidades. Después, las cosas se descontrolaron. Ella
faltaba a sus clases, ya no sentía interés por la música y los conciertos. Luego, se quedó
embarazada y después, desapareció. Él, ella y el bebé. Nadie ha sabido nada desde entonces.

Acto seguido pensé en Jesús. Los tres juntos habían sido una familia feliz y algo pasó para que
ya no fuese de tal manera. Cuando yo nací, la familia ya estaba rota. Y después de nacer, mi
madre desapareció. Sin embargo, Clotilde no me había mencionado que hubiera otro hijo
anterior a mí. Simplemente que mi madre se quedó embarazada y desapareció. Cuando le
mencioné a Jesús me dijo que me alejara de él. Me hizo prometerle que rompería cualquier
relación. Comprendí que me lo había ocultado adrede.

─ ¿Desaparecieron sin dejar ninguna nota o pista?

─ La gente decía que Uriel y ella habían abandonado el país. Su padre murió bajo extrañas
circunstancias. Su madre únicamente dijo de su padre que había muerto de un infarto y ella no
suelta prenda sobre el tema. No quiere saber nada. La época dorada de aquella familia se
marchitó con la llegada de aquel monstruo a sus vidas.

─ ¿Eso decía la gente?

─ No lo recuerdo muy bien. La mente ya me falla mucho, señorita. Pero recuerdo, sobretodo,
como muchos testigos que le conocían le tachaban de novio encantador, que la trataba como si
de una princesa se tratase y la colmaba de lujos. Todo cuanto ella quería. La imagen que se tenía
de Adela era la de una niña caprichosa y llorona que por culpa de la mala relación con sus
padres estaba perdiendo el juicio. Yo sé que eso no es así. Él le ha hecho algo malo. No sé si la ha
matado, si la ha secuestrado o qué es lo que demonios ha hecho con ella. Pero intuyo que nada
bueno.

─ Por supuesto. Yo también intuyo que nada bueno pudo hacer con ella. Pero todavía nadie ha
sabido decirme si Adela sigue viva o muerta.

─ ¿Puedo hacerte una pregunta? ─ asentí con la cabeza y él prosiguió: ─¿Por qué te refieres a
ella como Adela y no como tu madre?

No supe que contestar, pero fui sincera.

─ Es el subconsciente, supongo. A veces la llamo madre y otras Adela, no estoy acostumbrada a


pensar que tuve una madre una vez. ─ se había desviado del tema. Seguí indagando sobre el
tema─ ¿Puedes contarme qué sabías de la relación de Adela con sus padres?

─ Intuyo que a veces se avergonzaba de ellos. Se sentían orgullosos y prepotentes por el hecho
de tener una hija con talento con un futuro prometedor en la música. Se sentían superiores por
haberla engendrado. Esa es la sensación que a mí me daba. Yo quería invertir dinero en ella, eso
la ayudaría a ganar más dinero y más popularidad de la que ya gozaba. Y con aquella escusa yo
podría comprarle joyas y vestidos hermosos para ella y decirle que eran regalos oficiales para
alguna de sus actuaciones. A partir de ahí podríamos ir teniendo más intimidad, más confianza.
Aquello podría dar lugar a una relación de amor que podría consumarse cuando ella cumpliese
la mayoría de edad.

─ ¿Lo tenías todo planeado? ─ adiviné. Él me miró durante largo rato.

─ Todo. Hasta el último detalle. Solía lanzarle mensajes indirectos, siempre refiriéndome a su
música para no parecer un pervertido. Que si era un ángel caído del cielo, que si la gente la
recordaría durante años por su música... Sin embargo, hay algo que nunca sabré. Qué es lo que
sentía ella. Al menos hasta que aquel monstruo apareció en su vida.

Me quedé pensativa un segundo. ¿Sería bueno revelarle aquella información de que disponía
yo?

─ Ella le quería ─ dije con voz entrecortada.

El anciano me miró, sumamente sorprendido.


─ ¿Cómo lo sabes?

─ Porque lo escribió en su diario ─ y lo saqué de mi mochila ─. Ella escribía diarios y éste le fue
entregado a la monja a la que mi madre procuró mi protección. Estaba entre otras muchas cosas:
fotografías, recortes de periódico. A Usted pude localizarle gracias a una noticia que mi madre
había guardado y en cuya fotografía aparecíais ambos. Investigué un poco y encontré su
dirección.

─ Oh.

─ No sé si le consolará saberlo, pero creo que tiene derecho a saberlo.

─ No me da ningún consuelo, más bien todo lo contrario. Pero te lo agradezco de veras.

─ Lo siento.

─ No importa. Recuerdo una noche en especial. Tu madre estaba hermosa, hermosa de verdad.
Llevaba un vestido rojo. Era de raso y se le ceñía suavemente a su cuerpo. Era corto, no como
para que fuera excesivo y extravagante, pero sí lo suficiente como para volverme loco. Aquella
noche ansié tomarla entre mis brazos, pero era imposible. Ardía en deseos de besar aquellos
labios carnosos coloreados a la par que el vestido. No parecía para nada una niña, sino una
mujer hecha y derecha, sensual y sofisticada. Todo al mismo tiempo.

─¿Se creaban muchos eventos para promocionar a mi madre?

─ Sí, hubo muchos más eventos. Yo los financiaba todos encantado. Adela era mi musa y si
hubiera tenido suerte mi prometida y futura esposa. Ambos podríamos haber tenido una vida
lujosa y feliz. Podríamos haber tenido hijos hermosos, rubios y de ojos azules, igual que ella. Y
podríamos haberlos mimado y colmado de bienes y de todo cuanto hubiesen querido. Pero Uriel
me la arrebató, así que siempre le odiaré.

─ Aun así, su historia sí que tuvo un final feliz. Rehízo su vida.

─ No podía esperar a Adela. Sin embargo, no encontré esposa hasta varios años después de su
desaparición. Una vez que no tuve noticias de ella empecé mi búsqueda. Encontré a una mujer
que me recordaba a Adela, me casé, tuve dos hijos y una hija y aquí estoy, jubilado y en mis
últimos años de vida. Ya te he dicho que intuí que Uriel le habría hecho algo malo, pero tampoco
tengo pruebas para incriminarlo. Además, tampoco sé dónde está. Perfectamente podrían estar
ambos muertos, él suicidado después de asesinarla brutalmente o algo así. Salen muchos casos
similares en las noticias.
Ante aquella remota posibilidad, me dio un escalofrío. Hubiera significado el fin de mi
búsqueda. Y yo esperaba encontrar algo durante aquel viaje, fuera lo que fuera. Él me susurró
que lo sentía. El señor Montero pareció pensativo y nostálgico durante unos segundos, luego, sin
que yo le hubiese preguntado nada, continuó:

─ Siempre permanecía a su lado durante los actos de sus conciertos, exceptuando solamente el
momento en que sus manos suaves y delicadas tocaban el piano, dejando anonadados a todos los
presentes, incluido a mí mismo. Sin embargo, hubo una noche en la cual se escapó de mi
atención e interés. Intuyo...

─ Escapó con Uriel hasta el momento en que se la requería.

El Señor Montero suspiró.

─ ¿También lo escribió en su diario?

─ Sí. En esa parte en concreto escribía además que ya estaba oficialmente viviendo con Uriel, si
no recuerdo mal. Sus padres la habían amenazado con llamar a la policía, pero ella contraatacó
con no tocar en ninguna otra fiesta. Y ellos aceptaron.

─ Eso lo sabía. Pero no sabía que ya vivía con él. Pensaba que las discusiones con sus padres
simplemente eran como consecuencia de salir con él.

─ Hubo mucho más que eso. Mi madre escribió en el diario que no sólo sus padres, sino mucha
más gente la odiaba. En el instituto, sus mejores amigos pasaron a ser sus enemigos.

─ Tu madre tendría talento y sería hermosa. Pero fue estúpida. No vio venir el peligro. Tú
podrías haber sido mi hija, podrías haber tenido un hermano, puede que incluso más. Podrías
haber tenido una vida digna con felicidad, cariño y amor. Adela tenía todo eso y no supo
apreciarlo.

─ Puede que mi madre no fuera precisamente inteligente. Pero en su diario refleja que sus
padres no la amaban ni le daban cariño, no pensaban en el bienestar y la felicidad de ella, sino
únicamente en la de ellos. No le dejaron tener una infancia como a la de cualquier otro niño. Le
arrebataron todos sus juguetes. Desde niña lo pasó fatal. Ella sólo buscaba una vía de escape. Y
Uriel se le puso por delante. Sus errores son comprensibles después de todo.

─ Si ella hubiese vuelto a ser la de antes, le hubiese perdonado su affaire con Uriel. Hubiese
hecho como si nada importase. Pero esa Adela no iba a volver, por mucho que yo la añorase.
Capitolina me contó que una noche Adela huyó de su casa. Nadie lo sabía con certeza, pero todos
suponemos que se fue con Uriel. Cuando llegó a su casa al día siguiente tuvo una monumental
bronca con sus padres e ignoró los comentarios de su institutriz. Después, escapó con él.

─ ¿Conocías a Capitolina?

─ Me puse en contacto con ella después de la desaparición de Adela. Ambos coincidimos en


casa de sus padres cuando fuimos a darle apoyo moral a su madre. Su marido había muerto y su
hija estaba desaparecida. Darle ánimos era lo único que podíamos hacer.

─ ¿Dónde puedo encontrarla?


Capítulo 13

Jesús siempre sabía cómo encontrarme, así que fue tan fácil como esperar a tener un rato libre en
el orfanato y esperarle sentada en un banco de piedra. Un pájaro salió volando, atemorizado,
cuando mi hermano apareció. Apareció de la nada, como siempre hacía. De forma tan silenciosa
como un felino acechando a su presa.

─ Has roto los diez mandamientos. No eres tan buena persona como quieres hacer creer a la
gente.

─ ¿A qué viene eso ahora? ¿Más información para tu carpeta repleta de archivos y notas mías?
Parece como si estuvieras haciendo un trabajo sobre mí.

Jesús soltó una carcajada.

─ Primer mandamiento: Amarás a Dios sobre todas las cosas. Tu fe es un constante vaivén de
emociones y sentimientos. No en todo momento has creído en él. Sí crees que existe, pero a veces
te has preguntado el porqué de tu vida. El porqué de tanto misterio. Pero, ¿no crees que sea
hermoso el misterio, Isobel? A mí me lo parece, da emoción a la vida; en ocasiones, es lo que nos
mueve. A cada paso que avanzamos, a cada descubrimiento que hacemos, nos embarga un
repentino impulso embriagado de adrenalina, nos hace sentir que volamos, que ascendemos
hacia algo más alto que el lugar en que nos encontramos. No amas a Dios sobre todas las cosas,
Isobel. Amas la sabiduría, el conocimiento, el poder, el ansia de poseer cosas que no tienes. Harías
cualquier cosa por descubrir la verdad sobre ti, dejarías de amar a Dios por eso.

─ Te equivocas. Simplemente, quiero saber. Pero que ansíe descubrir mis raíces no significa
que esté por encima de Dios.

─ ¿Realmente piensas así?

─ Mira, no lo sé. No quiero hablar de esto.

─ ¿Te abrumo con mi sabiduría?

─ Tu sabiduría son simples discursos ─ aunque no lo pensaba así.

─ Tus ojos me dicen que mientes. ¿Por qué?

─ No te miento ─ pero vi que ya era imposible engañarlo.


Pero pasó de mí y continuó:

─ Segundo mandamiento: no tomarás el nombre de Dios en vano. ¿Cuántas veces has gritado
su nombre pidiendo justicia? ¿Cuántas veces has pensado que ÉL es injusto contigo por esta vida?
¿Acaso no has…?

─ ¡Basta! ─ grité. No quería oír aquello.

─ De acuerdo. Tercer mandamiento: Santificarás las fiestas. No te gusta ir a misa, odias que te
obliguen. Te encantaría quedarte durmiendo cada domingo en tu cómoda y calentita cama hasta
la hora de la comida, ¿no es cierto? Y no has hecho mucho caso del Evangelio, ni de las
oraciones, ni de los sermones de los curas, entre otras cosas. Y te has pasado las horas enteras de
misa hablando por lo bajo con tus amigas, sobre todo con esa tal Carolina. Incluso os habéis reído
del cura en numerosas ocasiones.

─ Eso era de pequeña. Solía hacer movimientos extraños con la nariz. La arrugaba
continuamente, como si estuviera a punto de estornudar. ¡Todos los domingos! Era divertido. Casi
todo te parece gracioso cuando eres una niña.

─ Cuarto mandamiento: Honrarás a tu padre y a tu madre.

Le lancé una mirada envenenada. Eso era un golpe bajo.

─ Vale, pasemos de ése. Pero sea como sea, no has honrado a tu padre y a tu madre. Por
ejemplo, digamos que, como tú consideras a las hermanas tu familia, ellas serán tu padre y tu
madre. No los has honrado. Siempre has sentido un odio hacia ellas, te has escapado muchas
veces el orfanato para tus propios intereses y has jugado con ellas en multitud de ocasiones.

Lo fulminé con la mirada una vez más.

─ De acuerdo ─aceptó poniendo los ojos en blanco ─. Quinto mandamiento: No matarás.

─ ¡No he matado a nadie! ¡Así que por esa no me hagas pasar!

─ ¡Vamos! ¡Claro que has matado! ¡Como todo el mundo! Has matado mogollón de moscas y
otros bichos. De pequeña te encantaba pisar a las pobres hormigas que iban en fila cargadas con
su comida para proveer su querido hogar. Eso sin contar con cucarachas, avispas, abejas, moscas,
escarabajos, mosquitos…

─ ¡Los mosquitos te pican y te chupan la sangre! ¡Y su mordedura escuece y puede ser muy
molesta!
─ ¡Tonterías! Las personas matan animales para poder comer; sin embargo, los mosquitos no te
matan para alimentarse. El ser humano es malvado y egoísta por naturaleza.

─ Hay animales que también matan para comer: tigres, jaguares, cocodrilos, tiburones…

─ Sí, pero a ellos se lo manda su instinto. No tienen capacidad para pensar si lo que hacen está
bien o mal. En el momento en el que el león huele a su presa no piensa “Eso es una gacela, ¿qué
hago? ¿Me la como o no me la como? Está mal matar a otros animales, deberíamos ser todos
amiguitos y llevarnos bien pero, ¡es tan deliciosa!”.

─ Idiota ─ le dije. Pero él lo tomó a gracia.

─ Puede. Pero llevo razón y es lo que importa. Yo siempre llevo razón.

─ Y eso te encanta; además de que es perjudicial para tu ego.

─ Mi ego está en su punto justo, nena. Me considero perfecto y un buen partido.

No pude evitar soltar una sonora carcajada. Me costó varios minutos recomponerme ante
aquel chico presumido y orgulloso.

─ Nunca te había imaginado con mujeres ─ dije por fin.

─ ¿Entonces tú que eres? ¿Alguna especie nueva de hermafrodita al igual que los caracoles? Te
veo apariencia de mujer, pero igual tienes colita y no lo sabía.

─ Vale. Confirmado: eres idiota. Pero el mayor del mayor de todos los idiotas. Y volviendo al
punto anterior, me refería a mujeres con las que salir. Como un lío de una noche, o una novia.
Puede incluso que estés casado y no me lo hayas dicho.

Sin embargo, hizo caso omiso a mis palabras.

─ Sexto mandamiento: no cometerás actos impuros. Vamos, ¿no me dirás que no has estado a
solas con ese tal Sergio?

─ ¡Eso no es cierto! ─ mentí, indignada. ¿También sabía eso?

─ Y no tienes intención de casarte, así que ya me dirás tú. Séptimo mandamiento: No robarás.
¡Les has robado a las monjas! ¡Te has colado en el despacho de la Madre Superiora y te has
enajenado una carpeta que no es tuya!

─ Claro que es mía. Contiene información sobre mi madre y mis raíces, lo que la convierte en
algo de mi propiedad.

Entonces, en aquel momento recordé mi descubrimiento y emergió de nuevo la teoría aquella


de que Jesús podría ser mi hermano.

─ Octavo mandamiento: No dirás falsos testimonios ni mentirás. Mientes constantemente, es


algo que ya he dado por hecho en ti. Noveno mandamiento: No consentirás pensamientos ni
deseos impuros. ¿No me dirás que no te mueres por un momento íntimo con ese tal Sergio?
Todavía no habéis pasado de la primera base.

Me sonrojé.

─ Décimo y último mandamiento: No codiciarás los bienes ajenos. Bueno, ya hemos hablado de
la carpeta robada. Aunque tú no quieras verlo como un robo. La has codiciado de tal forma que
has dado el paso de robarla. Además, la carpeta no es lo único que deseas. Hay tantas y tantas
cosas que te mueres por tener de otras personas...

─ Bueno, creo que ya tienes suficiente información para tu informe ─ Jesús soltó una risita ─.
Así que, me voy. He quedado con alguien.

─ ¿Tienes una cita? Espero que sea con Sergio, porque si no me veré e la obligación de
chivárselo ─ no sabía si decírselo o no aunque, al fin y al cabo, supuse que se acabaría enterando.

─ Con la señora Capitolina.

Jesús me miró de forma insondable, pero con una enorme sonrisa en los labios. Al parecer, le
hacía gracia, aunque yo no entendía porqué.
Capítulo 14

El hecho de que el señor Montero supiera dónde podía encontrar a Capitolina facilitaba
muchísimo mi búsqueda. No tendría que andar buscando nuevas direcciones ni números de
teléfono. Estaba en posesión de su dirección de domicilio. El barrio en que se encontraba su casa
no era tan lujoso como el de Clotilde, y parecía una miseria comparado con el del señor Montero.
Una anciana mujer alta y delgada me abrió la puerta. Una piel poblada de arrugas adornaba su
cara, creando unos surcos típicos de la edad. Numerosas patas de gallo flanqueaban sus ojos y sus
finos labios algo caídos. Su ovalado rostro parecía porcelana, no por su textura sino más bien por
su color. Muchos años habían pasado por él. Se recogía su cabello cano en un soberbio y
sofisticado moño. Se cubría el cuerpo con un vestido verde pistacho y unos pendientes dorados
en forma de caracola adornaban sus orejas. Unas cejas bien pobladas resaltaban su mirada
apesadumbrada y fría. Su rostro se tornó blanco, si aquello era posible, cuando me vio.
Evidentemente, le recordaba a Adela, ya me habían dicho que era idéntica a ella.

─ ¿Quién eres? ─ preguntó con voz grave.

─ Soy la hija de Adela. Sé que fuiste su institutriz. El señor Montero me ha dado su dirección
para que me cuente todo cuanto supiera de mi madre. Me crié en un orfanato sin tener pista
alguna de donde procedía y ahora que tengo la oportunidad de buscar respuestas, estoy haciendo
mi propia investigación. Necesito que Usted me ayude: ya he hablado con el señor Montero y con
la madre de Adela.

─ Eres bienvenida, pues ─ ante mi explicación, dulcificó su tono de voz ─. Adelante, tengo
mucho que contarte.

Me invitó a entrar amablemente a su casa, que era acogedoramente antigua. Parecía haber
traspasado una puerta a otro tiempo. Lo único que parecía nuevo era una enorme televisión de
plasma, probablemente porque la antigua habría acabado estropeada a causa de la obsolescencia.

─ ¿Vive aquí sola?

─ Desgraciadamente, sí. La vida no me ha tratado muy bien. Tal vez por mi severidad.

─ ¿No tiene a nadie que la visite? ¿Ningún hijo?

─ El Señor no me ha permitido tener tal don. Pero no me preocupa, si ha sido su voluntad, yo la


acepto. Tal vez no habría sido una buena madre.

─ ¿Tampoco está casada?

─ Me casé años después de la desaparición de Adela. Aun así, yo ya estaba muy mayor. De ahí
que ya no pudiera concebir. Pero jamás había conocido varón y sabía que no volvería a ejercer
de institutriz, así que cuando un señor muy amable y atractivo para su edad me pidió
matrimonio, no me negué. Varios años después, falleció, dejándome viuda.

No sabía que responder a aquello. Capitolina vio la incomodidad en mis ojos y cambió de tema.

─ No ha venido aquí para oír mi historia, así que iré al grano. Empezaré a contarte el día en
que vi a Uriel por primera vez. Él es el causante de la desaparición de tu madre. Si me hubiera
hecho caso… tú estarías viviendo con ella y no en un orfanato y tu padre no sería ese tipo. ¡Dios
sabe qué habrá pasado con ellos! ─ suspiró y bajó la cabeza. Luego, comenzó a contarme su
versión ─: El señor Cosme, el padre de Adela, quiso hablar un día con ella para hacerla entrar en
razón sobre Uriel. Ella le contestó con parsimonia que él había sido el único que se había
preocupado por su bienestar y que era muy feliz. El señor Cosme, que irradiaba furia como es
normal, acabó pegándole una bofetada. No estoy a favor de la violencia por muy severa que yo
fuera en aquella época, pero era su padre. Él me pagaba, era mi jefe. Y no protestar ante una
decisión de él o su mujer era una cláusula del contrato. Ante aquel acto, ambos enfurecieron. No
recuerdo cómo fueron las palabras exactas pero él le contestó algo así como “Mi hija no vivirá
bajo el techo de mi casa si sigue tratando con un monstruo como ése. No está haciendo ningún
bien a tu vida. Una imagen perfectamente construida durante años para que la destroces en unas
semanas. Eres nuestra ruina”.

─ ¿Qué contestó ella?

─ Ella contestó que no. Que ellos eran su ruina y no a la inversa. Les echó en cara que
fulminaran su infancia y le obligarla a salir con su novio Raúl con conveniencia. Que habían
controlado su vida desde que era una inocente niña. Les dijo que ya era hora de tomar sus
propias decisiones y les reprendió que aquélla no era casa de ellos, que la habían ganado gracias
a ella. Después subió a su habitación. Cuando bajó vi que se había cambiado de ropa y en su cara
se reflejaba que acababa de sufrir una buena llantina. No podía aparentarlo, pero estaba
preocupada por ella, así que le pregunté que a dónde iba, temiéndome ya que iría a la casa de
Uriel. Ella me espetó con una pregunta que qué me importaba y le contesté que aquellos no eran
modales. Pero le dio igual. Al abrir la puerta vislumbré a lo lejos al tal Uriel. La primera
impresión sobre él fue caótica. Llevaba el pelo revuelto e iba vestido todo de oscuro. Por un
momento, me miró con tal odio que tuve que apartar la mirada; se me heló la sangre. Su madre
apareció en la entrada antes de que ella se fuera. Le suplicó que esperara y cuando Adela quiso
saber el motivo, ella respondió que la entendía, que llevaba razón, que podían empezar desde
cero porque quería recuperar a su niña. Adela pareció ablandarse, aunque muy poco y le
contestó que ya hablarían después. Y mencionó algo de que Uriel tenía un regalo para ella.
Después de aquello no la vi más. Al no estar Adela sus padres me despidieron y ya sólo supe por
el señor Montero que se había quedado encinta de su primer hijo y años después, su
desaparición. No tenía constancia de que había tenido otra hija.

─ Podría dudar de que yo no lo fuera, pero ya tengo demasiadas pruebas. Así que puedo
asegurarte que soy hija de Adela. La he visto en fotografías y... me quedé sorprendida con el
parecido.

─ Sí, el parecido es espectacular, no hay duda. Lo único que varía entre ambas es el vestuario.

─ Ya me lo han dicho antes.

─ Adela estaba acostumbrada desde muy pequeña a vestir elegantes vestidos y los conjuntos de
ropa de la más alta costura.

─ Lo he pillado ─ rechiné los dientes ─. Mi madre era más hermosa y también era superior a
mí.

─ No, no era más hermosa. Como te he dicho, sois iguales. Tu madre tenía a su disposición un
montón de maquilladores, esteticistas y peluqueros profesionales. En sus amistades también
destacaban los modistos famosos. Eso es algo contra lo que tú y yo no podemos competir. Era algo
demasiado ostentoso y extravagante. Realmente, Adela era un maniquí en manos de todas
aquellas personas que ambicionaban sacar provecho de su fama y talento.

─ ¿Incluidos sus padres?

─ Especialmente sus padres.

Todas y cada una de las versiones me coincidían en lo que había ocurrido. Claro está, excepto
la de Sor María. Y la de Clotilde difería en que no me había hablado de Jesús. Mi madre había
sido una niña explotada por sus padres que acabó reventando. Que ironía. Se encontró con Uriel,
que probablemente le abrió los ojos y, después de aquello, huyeron juntos o algo malo pasó. Ya
que todos creen que Uriel la mató o la secuestró. Pero podría ser que no hubieran muerto, tal vez,
simplemente, huyeron juntos lejos de la familia y el entorno de ella, donde nadie podría volver a
aprovecharse de su talento. Me despedí de Capitolina, a la que le di las gracias y me dispuse a
volver al orfanato. Ensimismada y metida de lleno estaba en mis teorías cuando Jesús apareció
ante mí. No me sorprendió, ya me había acostumbrado a que apareciera de repente sin previo
aviso. Me miraba pícaro con una media sonrisa torcida.

─ ¿Has descubierto cosas nuevas sobre tu madre?

No dije nada. Todavía seguía cavilando y asimilando mis nuevas teorías, que cobraban más
fuerza.

─ Tu madre se sentiría muy orgullosa de ti ─ y enfatizó la palabra "madre".

─ Estoy harta de que hables de mi madre. ¿Eres tú mi hermano?

─ ¿Por qué piensas eso?

─ Por la carpeta. Había fotos dentro y un niño que sospechosamente se parece a ti. Detrás de
una fotografía había una dedicatoria para él.

─ Entonces, ven a darme un abrazo, hermanita.


Capítulo 15

Estaba en mi habitación, intentando colocar mis pensamientos y ponerlos en orden, cuando


escuché un grito. Podría ser un alarido cualquiera, tan simple. Pero sin saberlo, fue el primer
hecho de una cadena de sucesos que absolutamente nadie procedente del orfanato olvidaría
jamás. Seguía vestida, así que simplemente me levanté del suelo y así corriendo escaleras abajo,
donde ya se oía un cúmulo de murmullos. Intenté penetrar en la masa de chicas que se
arremolinaban alrededor de Flor, la chica que había emitido el grito. Estaba a punto de preguntar
el porqué de su chillido justo en el momento en que ella se apartó y descubrí el agua de la fuente
teñida de rojo.

Sor María y Sor Inmaculada llegaron al lugar. La segunda metió la mano en la fuente para
comprender. No sólo el color había cambiado, también lo había hecho la textura, que era mucho
más espesa y se pegaba a sus esqueléticos dedos. Flor fue la primera en hablar:

—Es sangre. El agua se ha convertido en sangre.

—¿Convertido? No, Flor, no se ha convertido en sangre. Está claro que se trata de una broma
de pésimo gusto.

Sor María me miró de reojo. Estaba al tanto de mis encuentros con Jesús y, al decirle que él
también tenía la marca, sabía que era un demonio. Ambas estábamos de acuerdo con Flor, pero
no lo hicimos saber. La Monja Superiora me hizo señas con la cabeza para que la siguiera hasta
su despacho.

—Gracias a la ignorancia de Sor Inmaculada hemos desecho la idea de la sangre en la mente


de todos. Evita al demonio, Isobel. No salgas del convento, te lo suplico. Quédate aquí en todo
momento. Estás jugando con fuego.

—Pero…

—Por favor. El Señor sólo puede protegerte dentro de los muros de su reino. Si sales, algo malo
te sucederá.

—De acuerdo — acepté de mala gana, pero sabiendo que sería lo correcto.

Por lo tanto, no salí durante los descansos ni las excursiones al exterior de aquel día. Parecía
que aquel asunto de la sangre se quedaría en un simple susto para Sor María y para mí, y una
broma pesada de una chica desconocida para el resto. Sin embargo, un día, nuevos gritos
hicieron recordar el de Flor. Ruidos de chicas corriendo, pisando en el suelo con fuerza, golpes en
las paredes. Seguidamente, sin acallar todavía los primeros, otros gritos resonaron por todo el
orfanato, convirtiéndose en un griterío. Conforme salí de la habitación, no pude reprimir un
gemido apesadumbrado. El pasillo estaba repleto de ranas que invadían, al parecer, todo el
orfanato. Las chicas corrían de un lado a otro, desorientadas, no sabiendo dónde esconderse. El
estallido era tal que me apresuré a bajar a la planta inferior, donde parecía que se habían
dirigido todas las chicas. Sin embargo, una voz me paró en seco, tan miserablemente familiar que
sentí repulsión.

Jesús.

—Dime una hora ─ resonó en mis oídos.

—¿Dónde estás, maldito? ¡Sé que esto es cosa tuya! — grité, furiosa.

Entonces, entendí que él no podía estar allí. Era territorio sagrado. O eso supuse yo. Sentí cómo
se me desbocaba el corazón y la bilis subía por mi garganta, a punto de estallar.

—Dime una hora— repitió Jesús, en mi cabeza.

Le ignoré. Terminé de bajar los escalones, casi a la carrera y a punto de caerme de bruces y
romperme los dientes. El jaleo no era tan abrumador, algunas habían dejado de gritar, por lo
visto. Los pasillos del orfanato estaban desiertos, hasta que determiné que se habían encerrado en
el comedor. Las ranas seguían moviéndose a mi alrededor. Di varios golpes contra la puerta.

—¡Soy Isobel! ¡Falto yo!

¿Cómo había dado lugar a quedarme sola? Nadie me abrió. Procedían ruidos correspondientes
a golpes, supuse, contra las ranas que se habrían colado dentro del comedor. Otros de esos ruidos
indicaban que estaban siendo exterminadas. Sin embargo todavía quedaban las que se hallaban
conmigo y esparcidas por todo el orfanato, que era la inmensa mayoría. Golpeé de nuevo la
puerta, que se abrió rápidamente y una mano asió fuertemente mi manga y tiró con fuerza hacia
dentro. Por suerte, únicamente tres ranas lograron colarse. Al instante, quedaron exterminadas
por las chicas.

—Dime una hora — repitió nuevamente la alucinación a la que volví a hacer caso omiso.
Luego, dijo: — Tú lo has querido.

Todavía quedaban algunas ranas en el comedor y tuvo que pasar sobre una media hora más o
menos antes de ser exterminadas por completo. No pude evitar entristecerme al ver el desolador
panorama. Chicas aterradas, monjas desorientadas y agotadas, los cadáveres de los anfibios
aplastados y mutilados por toda la sala…

¿Qué demonios había ocurrido? ¿Cómo habían aparecido tantas ranas de repente? Deducía,
desde el primer momento, que tendría que haber sido obra de Jesús, pero se suponía que el
convento era un lugar sagrado sobre el que él no tenía poder.

—Chica mala. No me has hecho caso — se burló de mí.

Entonces, ocurrió algo inesperado. De las rendijas de las ventanas y los conductos de la
calefacción comenzaron a arremolinarse cientos, tal vez miles, de mosquitos. Gritos aterrados
hicieron acto de presencia, ya que los insectos parecían formar un ejércitos domesticado y
amaestrado para atacar.
Capítulo 16

Los mosquitos se abalanzaron sobre todas nosotras perforándonos la piel con sus picos.
Normalmente, cuando uno te pica, notas la hinchazón que te produce después de su picadura;
pero éstos eran distintos, ya que podía sentir cómo succionaban la sangre con suficiente fuerza
como para hacerte aullar de dolor. Corrí hacia la despensa, pensando que habría un insecticida
con el que hacer frente a aquella plaga y me di cuenta de que no había sido la única en pensar
aquello. Sor María ya estaba allí, con las manos introducidas en el botiquín. Sacó varios botes,
dándome uno a mí, quedándose ella con otro y repartiendo el resto entre las chicas más cercanas
a nosotras.

—Dime una hora.

Sin embargo, antes de terminar con los mosquitos, otros insectos emergieron de la nada: los
tábanos. Un enjambre de tábanos rabiosos y furiosos se extendió por el comedor a una velocidad
alarmante. Su picadura, a diferencia de los mosquitos, era mucho más insufrible, dejando la piel
afectada, enrojecida, inflamada y con terrible picor que hacía retorcerse de dolor.

Un chip se activó en mi cerebro y me hizo recordar la frase de Jesús: “Dime una hora”. En el
Antiguo Testamento de la Biblia, Dios, a través de Moisés, lanzó unas plagas al faraón para que
liberase a su pueblo. Para demostrar que aquello era un castigo divino y no un fenómeno de la
naturaleza, Moisés animó al faraón a decir una hora exacta y, en ese momento, todas las plagas
murieron.

No llevaba reloj y el resto de personas estaban, como yo, demasiado ocupadas lidiando con
todos los insectos. Al fondo del comedor había un reloj de pared que marcaba las horas en punto,
para no desperdiciar ni un minuto más de los necesarios en el comedor y volver a nuestra rutina
de estudios y rezos. Los insectos me cubrían casi por completo, incluyendo el rostro, así que
apenas veía nada. No podía desasirme de ellos, así que tendría que correr hacia el reloj
llevándome por mi instinto. Durante el trayecto choqué varias veces contra otras chicas, pero no
pude reconocer a ninguna y también tropecé por la falta de visión contra mesas y sillas, cayendo
brutalmente al suelo. Cuando por fin llegué hasta mi destino, cogí el reloj entre mis manos y
vislumbré la hora a duras penas. Abrí la boca para gritar, pero los insectos se colaron en ella,
haciéndome toser.

Sin embargo, lo hice:


—¡DOCE Y MEDIAA! ¡Quiero que mueran a las doce y media!

Entre el barullo y el siseo enfurecido de los insectos apenas pude escuchar mi voz y, aunque al
principio no ocurrió nada, de repente, todos los insectos cayeron al suelo, muertos. Las monjas y
las chicas estaban aturulladas por aquel extraño acontecimiento, pero volvieron a sus quehaceres
rutinarios. Yo me quedé allí, en el salón, intentando asimilar todo aquello. Sin embargo, Jesús me
devolvió a la realidad.

─ ¡Ven a mí, Isobel! ¡Te estoy buscando! ─ volvió a hablar en mi cabeza.

Corría a buscar a Sor María. No pude evitar echarme a llorar. ¡Aquello era culpa mía!

─ ¡Date prisa, hermanita! ¡Tic, tac!

─ ¡Sor María! ─ aporreé la puerta de su despacho, pero no esperé su respuesta, entré


apresurada al interior. Se levantó rápidamente de su asiento, con los ojos desorbitados.

─ ¿Qué ocurre?

─ ¡Tengo que salir de aquí! ¡Tengo que encontrarme de nuevo con él! ─ jadeé. Tenía la cara
empapada y los ojos llenos de lágrimas.

─ ¿Con quién? ¿Con ese demonio? ¡Ni hablar! ¡Te lo prohibí, Isobel!

─ ¡Lo sé! ¡Pero tú no lo entiendes! Él ha provocado el desastre de antes. Creo que nos está
mandando las plagas que lanzaba Dios a los egipcios. Me pide que salga de aquí, que me
encuentre con él.

─ ¿Cómo ha podido ocurrir?

─ Él me instó a que dijera una hora, el procedimiento que usaba Moisés para demostrar al
faraón que las plagas provenían de Dios. Todavía queda lo peor, esto sólo ha empezado. Si me
marcho, os dejará en paz.

─ ¿Cuándo te dijo que eligieras una hora? ¿Acaso has salido del convento?

─ ¡No! ¡Lo dijo dentro de mi cabeza! ¡Y ahora mismo acaba de hablarme de nuevo! Me ha
dicho que me encontrara con él, que me buscaba a mí. Si no lo hago es probable que mande el
resto de plagas.

Antes de que Sor María me contestara, una enorme pestilencia inundó el orfanato con su olor
fétido y desagradable. Sor María y yo salimos corriendo del despacho para reunirnos con las
demás chicas, que habían empezado salir de sus habitaciones y a taparse la nariz y la boca con
las mangas y los cuellos de las camisetas como buenamente podían. Acto seguido, todo el cuerpo
comenzó a picarme y, al subirme la manga del jersey, descubrí la piel irritada, con bultos
inflamados y ampollas. Un fuego invisible me ardía como ácido por dentro. Salí corriendo hacia
el despacho de Sor María, sabiendo que había un reloj. Cuando grité la hora exacta, todo volvió a
terminar, igual que la vez anterior. Estaba claro que tenía que salir de allí sino quería que nos
mandara más plagas. Me dirigí hacia el patio interior que daba a la puerta de madera exterior
que, a su vez, daba a la calle. Una mano agarró mi manga y me impulsó hacia atrás con tanta
fuerza que caí al suelo. Se trataba de Sor María.

─ ¿Qué haces? ¿Acaso crees que te dejaré salir ahí con ese demonio?

─ Te recuerdo que yo también soy un demonio, nos guste o no.

─ No, eres su hermana. Eso no te convierte en un demonio, has sido criada con el amor de
Dios, no de un demonio.

─ Seguirá mandando plagas. ¿Recuerdas la última de ellas, Sor María? La muerte de los
primogénitos.

Acto seguido, y como si Jesús no hubiera escuchado mi intención de marcharme de allí, una
lluvia de granizo comenzó a caer con fuerza. Un granizo duro como las rocas. Una de ellas chocó
contra mi mano y, como consecuencia del impacto, se hizo una herida en mi piel, que sangraba a
borbotones. Ambas corrimos a ponernos bajo el techo abovedado del patio, cubriéndonos de la
tormenta que se acababa de desencadenar. A los pocos minutos, una vez estuvimos todas en el
interior, se detuvo la tormenta dando paso a un cielo plagado de langostas. Los gritos volvieron a
convertirse en protagonistas. Cuando la novena plaga, la oscuridad, hizo acto de presencia, un
grito proveniente de lo más profundo de mi pecho, salió disparado hacia el exterior.

─ ¡Jesús! ¡Para esto! ¡Te juro por el amor de Dios que si no paras esta locura me suicido ahora
mismo y arruino tu plan de mierda!

Hizo el efecto deseado. Todo paró. Como si de una pesadilla a punto de terminar se tratase, no
volvió a aparecer sangre en el agua, ni ranas, ni mosquitos o tábanos, ni pestilencia, ni sarpullido
y úlceras en la piel, ni granizo, ni langostas, ni oscuridad.

Las mismas plagas que mandó Dios nos habían sido arrojadas al orfanato. Sólo una quedaba
por cumplirse, la última, la más temible de todas. Confiaba en que terminase cuando yo saliera
por la puerta y me entregara a mi hermano. Pero prefería tomar precauciones: busqué a Sor
María y le di instrucciones de que comprara un cordero y, con su sangre, marcaran las puertas
para que la última plaga no entrara en el orfanato si ésta llegaba a mandarse. No podía cargar
sobre mi espalda y mi conciencia la muerte de nadie. Puede que aquellas chicas a las que
intentaba salvan hubieran sido crueles conmigo desde el principio de mis días, pero no merecían
aquello. Al igual que Moisés demostró al faraón que su Dios era más poderoso que todos los
egipcios juntos, yo estaba dispuesta a demostrar a Jesús exactamente lo mismo. No pude evitar
derrumbarme sobre las frías baldosas del suelo, rompiendo a llorar. Aquellas emociones eran
demasiado fuertes para mí. Entonces, escuché su voz. Había llegado la hora.

—¡Isobel!

Me asomé a la ventana y vislumbré a Jesús detrás de la valla del convento. Sentí cómo
Carolina, Sor Inmaculada y alguien más me empujaba para ver de quién se trataba.

—¡Esto puede acabar aquí! ¡Sólo me interesas tú! ¿No quieres que las monjitas y las niñas
huérfanas sufran? Pues sal de tu escondrijo y dejarán de padecer. ¡Yo no puedo poner un pie en
este patio ni acceder al convento, pero puedo hacer daño a aquellos que te rodean! ¡No lo
olvides!

Empujé al revoltijo de personas que me rodeaba, dispuesta a dirigirme a la entrada y salir a su


encuentro.

—¡Tic tac! ¡Tic tac! ¡Me estoy impacientando, Isobel!

No sabía cómo lo hacía, pero su voz resonaba en los muros de piedra. Abrí la puerta con
cuidado y precaución. La mirada de Jesús me taladraba desde detrás de la valla del patio del
convento. Di un paso cauteloso hacia su dirección y desvié la mirada. Y otro. Y otro. Supe que
Jesús no había dejado de mirarme ni un segundo hasta que terminé de cruzar el patio y me
quedé a tan sólo unos centímetros de él. Tan cerca que podía sentir su aliento y no necesitaría
extender completamente el brazo para tocarle. Sin embargo, un muro celestial nos separaba y no
podría protegerme una vez pusiera un pie fuera de él. Estaría sola y desamparada ante el peligro.

—Hola, hermanita.

No contesté.

—Nuestro amado padre, en su infinita sabiduría, pensó que una buena manera de salir del
convento era aplicando el método Moisés. Él quería que obrara de igual forma que él, mandarte
las plagas una a una, después de cada rechazo de nuestra oferta de venir junto a nosotros. Pero a
veces tiendo a salirme del guión y actuar por cuenta propia y me pareció gracioso mandarte las
plagas más seguidas. Una pena que se haya truncado la última. Siempre ha sido mi favorita.
Hubiese sido tan divertido ver morir a todas las primogénitas del convento. ¿Y sabes por qué?
Porque casi todas son las mayores de las que hubiese sido su familia, sino se hubiesen estropeado
algunos planes y metido al convento en contra de su voluntad. Bueno, dejémonos de cháchara,
¿no vamos?

Me tendió la mano, a modo de ofrecimiento. Le miré con precaución.

—Prométeme que no les pasará nada.

—Oh, hermanita. ¡Claro que te lo prometo! ¿Cuándo entenderás que tú eres la única que nos
importas? Ellas son un puñado de niñas y monjas sin importancia.

Bajé la cabeza, entristecida.

Así que, ¿éste era mi final? Menudo destino de mierda. Eché un último vistazo hacia atrás, al
convento. Todas las chicas se apalancaban en las ventanas, vislumbrando nuestra escena,
curiosas y aterradas. Entre ellas, sobresalía Sor María, que me miraba abatida, como si hubiera
fracasado en su misión. Luego, desvié la mirada hacia Jesús, mi hermano, y agarré su mano con
fuerza y puro terror. Por último, todo se volvió negro.
Capítulo 17

No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente o si lo había estado. Podría haber pasado un
segundo desde que Jesús agarró mi mano con fuerza hasta que me desperté. Me encontraba en
un lugar marcado por la oscuridad, como en medio de la nada. Pero no estaba sola. Mientras me
hallaba tendida en el suelo, Jesús estaba sentado a mi lado. Unos pasos más atrás de él, me
encontré con Uriel por primera vez. Un escalofrío me recorrió toda la columna vertebral. No
parecía nuestro padre, sino más bien nuestro hermano mayor. No diferencié muchos cambios
desde la fotografía hasta el momento en que lo vi en persona.

─ Hola, hija mía.

─ Hola, Uriel.

─ Sinceramente, preferiría que me llamaras papá o padre.

─ No, gracias. Prefiero llamarte por tu nombre de pila.

─ De acuerdo, como quieras. ¿Por qué no hablamos tranquilamente en otro lugar?

─ ¿Qué es lo que quieres de mí?

─ ¡Eres mi hija! Obviamente, deseo retomar mi relación contigo. Tan sólo te he visto en la
distancia, Jesús ha sido más afortunado, ya que ha sido el encargado de vigilarte e ir poniéndote
al día de las mentiras de las monjas.

─ No son unas mentirosas. Sólo me mintió una de ellas, y sé con certeza que lo hizo por mi
bien, ahora lo sé. Y tú eres un monstruo que me ha raptado. ¿Qué hiciste con Adela? ¿La
mataste?

─ ¡Yo nunca he matado a nadie!

─ En su diario, Adela escribió que asesinaste a todos sus antiguos amigos del instituto.

─ Esas muertes están justificadas. Te lo contaré brevemente: un día los jugadores del equipo de
fútbol se dirigían hacia mí con aire amenazador. Uno de ellos golpeaba el puño repetidamente
contra la palma de su mano. Era el antiguo novio de Adela, al que había dejado por mí. Aquello
tenía cierto punto de diversión. Mi cuerpo me pedía que les reventara la cabeza uno por uno y
les estrujara los sesos. Que les partiera las piernas y les arrancase la piel a tiras. Puede que
pienses que soy un sádico, hija mía, pero en aquel momento lo mirase por donde lo mirase la
misma idea me recorría la mente: matarles. Aquellos tipos y sus queridísimas amigas del alma la
trataron como un calcetín mojado de la calle por querer mantener una relación conmigo.
Dañaban a Adela, la perjudicaban. Esas animadoras pijas y los imbéciles fortachones con cerebro
de mosquito la hacían sentir mal consigo misma. Todos empezaron a reirse de ambos,
insultándonos, amenazándome a mí con matarme si no me alejaba de ella. No comprendían que
el peligro lo corrían ellos. Yo simplemente me encargué de consolarla, y cuando aquello no fue
suficiente, los maté. Sí, es cierto. Adela se enteró cuando descubrió los cuerpos, después me
aseguré de esconderlos de una manera tan sumamente perfecta que nadie los encontrara jamás.
Se lo merecían.

─ Se merecían desprecio, no la muerte.

─ No estoy de acuerdo.

─ Eres un monstruo – le dije secamente.

─ No es cierto. Soy como cualquier otro hombre. Lo dice la Biblia: Dijo entonces Dios "Haré al
hombre a mi imagen y semejanza". Yo soy de igual apariencia que el hombre. Aunque soy
superior a él. ¿Y cómo es Dios? ¿Les has visto? Porque yo no.

─ No necesitas parecerte al hombre para decir que eres Dios, está bien claro que no lo eres.

─ Soy como cualquier otro. He sido un hombre afortunado de encontrarme con una chica
maravillosa y estupenda, María Isobel. Mi querida y hermosa Adela. Nunca había experimentado
la sensación de tener que cargar con alguien. Estar con tu madre no significaba que las cosas
cambiarían tanto. Además, le estaba haciendo un favor. La estaba liberando. La estaba ayudando
a romper las cadenas que la ataban. Mientras sus padres la obligaban a hacer todo cuanto ellos
quisieran sin miramientos, yo le estaba entregando la libertad de hacer cuanto deseara. Cada vez
que miraba sus ojos veía en ellos que yo era su única vía de escape. Que sus secretos más oscuros
y su verdadero ser sólo los encontraría yo. Yo era su única salida, su única esperanza. El resto del
mundo la presionaba para su deleite personal, abrumándola con tantos sacrificios en su vida. Yo
le proporcionaba lo que su cuerpo, su mente y su corazón le dictaban. Su cuerpo le pedía un
respiro, su mente un descanso y su corazón, amor eterno junto a mí. Adela se había enamorado
perdidamente de mí y yo de ella. ─ entonces, paró de hablar. Miró hacia la nada y se quedó
pensativo. Sin apartar la vista de su objetivo, volvió a hablar ─: Recuerdo un día en especial, tuvo
una discusión con sus padres y cuando llegó a su habitación llorando, yo la consolé. Su padre le
había pegado. ¿Sabes lo duro que tuvo que ser ese momento para ella? Salté por la ventana
cuando ella fue a hacerles frente a sus padres de nuevo y vi como mantenía una conversación
con su madre. Me explicó que su madre ya la comprendía y que anhelaba que volviera a casa,
pero el daño estaba hecho, y Adela muy dolida.

─ ¿Realmente la amabas?

─ Claro que sí. Todavía lo hago. Estaba dispuesto a conocer a toda la familia, sólo que sus
padres no me dieron ninguna oportunidad. A quien sí conocí fue a su abuela, que en paz
descanse. Nadie supo jamás que la habíamos visitado y ella murió demasiado pronto como para
contarlo. Y te juro que yo no tuve nada que ver, realmente me caía bien. Murió por causas
naturales. Creí que iríamos a parar a alguna casa de ricos pijos; sin embargo, me llevó a un
lujoso local similar a un palacete. Sólo me hizo falta contemplar la fachada para comprender que
al cabo de unos segundos sentiría náuseas y comenzaría a vomitar. Una fachada de ladrillos
color rosa chicle y fucsia hacía resaltar una puerta revestida de pintura dorada, con una ventana
de cristal desde la cual podía verse el interior. Adela me preguntó si me gustaba con un tono
encantador. Balbuceé y ella rompió a reír. Me explicó que no le agradaba llevarme a aquel lugar
pero su abuela había insistido. No sabía si sería una buena idea, pero tanto a Adela como a mí
nos apetecía. Aunque tuve miedo que no le gustara, ya mi aspecto no era precisamente de un
caballero. Recuerdo que, antes de entrar, quise besarla pero ella no me dejó. Me dijo que le
estropearía el pintalabios. Empleó un tono muy infantil, pero perverso. Como si una niña
pequeña se negara a regalar un caramelo a otro niño cuando posee una bolsa llena. Me volvía
loco. Veía como brotaban en ella pequeños y leves rastros de rebeldía que, con el tiempo, se irían
intensificando. O eso creía yo. Para mí, Adela se estaba convirtiendo en mi compañera perfecta,
una para el resto de mi existencia. No quería abandonar a tu madre ni hacerle daño, Isobel.
Realmente la amaba. Todavía la amo. Y siempre lo haré. Pero ella no aceptaba la forma de vida
que tenía en mente para nosotros. Ella fue quien destruyó nuestra felicidad. Si tienes que culpar a
alguien de no tener a una familia es a ella.

─ Está muerta, no tengo a quién culpar.

Uriel soltó una risita, como si hubiera dicho algo gracioso.

─ Entonces, ¿qué? ¿Te unes a tu querido padre?

─ ¿A qué te refieres por unir?

─ A ser una familia feliz. Todos juntos otra vez.


─ Ni hablar. Quiero volver a casa.

─ Tú no tienes casa, tu único hogar está aquí, con tu familia. Además, si no estás interesada en
nosotros, ¿por qué has venido?

─ Para que dejarais en paz a las hermanas y a las chicas del orfanato.

─ No te creo ─ dijo petulante.

─ ¿Qué no me crees?

─ ¡Venga! ¡Siempre has deseado tener formar parte de una familia!

─ No de la de un demonio. Los demonios sois ángeles caídos, expulsados del cielo por poseer
un alma oscura.

─ Eso es lo que te han contado las monjas, pero yo nunca he estado en el cielo, no puedo ser un
ángel caído. Crecí de un vientre humano, como tú, como Jesús. No somos tan distintos.

─ Sí que lo somos. ¡Tú has matado personas!

─ ¿Acaso no hay humanos que hacen lo mismo? Personas que asesinan sin motivo aparente o
por motivos insignificantes.

─ ¡No me importa! ¡No me uniré a ti!

─ ¡Maldita niñata! ¡Cómo se nota que has sido criada por monjas estúpidas! ─ gritó
enfurecido. Luego, repentinamente, se calmó ─: ¿Sabes? ¡No puedo rendirme contigo! ¡Eres mi
niña al fin y al cabo! Simplemente, te demostraré lo que puedo hacer y lo que poseo, ¿te parece?
¿Aceptas el reto?

No supe que decir. Tampoco sabía a qué se refería él.

─ Lo tomaré como un sí, cariño. ¡Nos vemos dentro de un rato!

Entonces, chasqueó los dedos y desaparecí de allí.


Capítulo 18

Aparecí en medio de una profunda e inmensa oscuridad. Únicamente podía verse una puerta
marrón con pomo y adornos dorados. Los adornos eran grotescas caras deformadas de pequeños
y siniestros duendecillos. La madera parecía estar un poco agrietada y mohosa, como si la
humedad la rodeara. Uriel quería que entrara ahí. No quería seguirle el juego pero, ¿a dónde iría
sino? Todo a mi alrededor era oscuro, no había paredes, ni pasillos, ni puertas salvo aquella.
Sabiendo que aquello era una trampa, agarré con fuerza el pomo y me adentré en la boca del
lobo.

Aquella extraña puerta me llevó hacia un bosque. Un pequeño camino de velas, las cuales se
me antojaron guardianes flanqueando mi paso, fue dirigiendo mis pies. El suelo estaba cubierto
de tierra y hojas y al final de aquel túnel boscoso diferencié una luz de entre la frondosidad del
mismo. Había llegado a un claro de lo más peculiar, cuyo exterior era oscuro y tenebroso. Sin
embargo, aquel pequeño espacio estaba lleno de luz. Un árbol, cuyos troncos y ramas se
entremezclaban unas con otras formando una espiral al cielo, estaba recubierto de pequeñas
flores. También distinguí unas ruinas compuestas por arcos de piedra y un enorme pozo, cuya
desgastada cuerda de hiletes sueltos, estaba a merced del viento. Sus ladrillos pedregosos se
mostraban oscurecidos y desgastados por la erosión y el paso del tiempo. Completamente
ennegrecidos y cubiertos de hiedras y enredaderas que parecían enroscarse como serpientes a su
alrededor. Muchos árboles desnudos de hojas y sin vida, se mostraban como simples esqueletos
de la primavera. Un pequeño riachuelo, desnivelado por culpa de una plataforma de pequeñas y
aplanadas rocas, pasaba justo al lado de aquel majestuoso lugar. Lo que más me impactó fue que,
en uno de los árboles, el único que se hallaba cubierto de hojas, en vez de frutos, colgaban de él
lucecitas de colores. Aquel elemento parecía dar un aire bohemio y bastante acogedor al lugar.
Lo convertía en un cuadro surrealista.

El silencio de aquel lugar era aterrador, pero lo fue aún más cuando sentí unas pisadas. Me
quedé petrificada cuando me di la vuelta. Era un hombre, aunque más que eso, un mastodonte.
Iba rapado y sus músculos enormes, casi deformes, me inspiraron bastante miedo. Sin duda, era
un señor del mal, un sirviente de Uriel. Debía de sacarme como unas dos cabezas, si no eran más,
y casi el doble de ancho. Soltó un grito desgarrador que me heló la sangre en lo más profundo
del pecho. Enseñó unos enormes dientes, que se me antojaron como los de los lobos de los
documentales que nos enseñaban en el convento. Cuando comenzó a moverse, yo no podía más
que pensar que estaba más cerca de parecerse a un animal salvaje que a un ser humano. Parecía
volverse loco con sus desconcertantes e inesperados movimientos. A juzgar por sus acciones, no
me atacaba, supuse que sólo se trataba de una técnica de distracción. Caí al suelo como
consecuencia del inesperado impacto. No le había visto venir. Me sentía inconsciente, como si yo
no estuviera en aquel claro ni formara parte de aquella pelea. Mi mente ausente se encontraba a
miles de kilómetros de allí. Me arrastré como pude, hincando los dedos en la tierra y las hojas,
esperando poder levantarme de un impulso. Cuando por fin me levanté, el tipo dio una voltereta
en el aire, acercándose nuevamente, con una rapidez impresionante en las piernas. Sus pies
parecían no tocar el suelo y se contoneaba hacia un lado y otro, en un intento por distraerme de
nuevo.

¡Maldita sea, Isobel! Eres la hija de un demonio, puedes hacerlo mejor.

Aun así, no pude esquivar uno de sus puñetazos. Después, él retrocedió y yo no caí al suelo de
milagro. Él me miraba feroz, amenazante, mostrando en su mirada los indicios que me indicaban
que estaba a punto de volverme a atacar. Sentía el sudor pegado a mi piel y un reguero de sangre
corriendo por mi mejilla derecha. Me volvió a empujar. Me agarró por la cintura y me lanzó por
el aire. Caí nuevamente al suelo y le vi acercarse. Se lanzó sobre mí en el suelo. Forcejamos
durante unos segundos más a unos escasos centímetros. Seguidamente, me cogió del cuello para
golpearme con fuerza en el estómago. No pude evitar dar arcadas y soltar un hilillo de vómito.

Finalmente, me soltó y caí nuevamente al suelo. Retrocedió unos pasos, alejándose de mí.
Estaba a punto de atacar otra vez. Sin embargo, si no hacía algo, acabaría conmigo, matándome.

¿Para eso me había traído Uriel aquí? ¿Para probar su monstruo conmigo?

No podía enfrentarme a aquel tipo, no podía. Era imposible. Pero podía correr. Sí, podía correr.
Era mi única opción contra aquel ser. Puede que tuviera sangre de demonio, pero yo no era una
guerrera, jamás había luchado ni se me había entrenado para ello.

Recordé que Uriel era mi padre y Jesús mi hermano. No querían que muriera, no podía ser.
Como su padre había mencionado, ¡era su niña! Quería unir a la familia, o al menos, lo que
quedaba de ella. Porque mi madre estaba muerta al rechazar la forma de vida elegida por él.
¿Entonces, esto sólo era una lección que me estaba dando? ¿Tenía órdenes el monstruo de
pegarme una paliza, pero no de matarme? Sin embargo, él no parecía ser delicado conmigo, sino
todo lo contrario: no paraba de pegarme, no me daba ningún respiro. Estaba sangrando y había
vomitado. Fueran cuales fueran las intenciones de Uriel, tenía que huir de allí. Era mi única
opción.

El tipo flexionó las rodillas, como los corredores de las maratones, preparándose para salir
disparado hacia mí. Yo hice lo mismo por mi parte. Y cuando el hombre ─ si es que se le podía
llamar de tal manera ─ hizo su último impulso, yo salí disparada hacia la oscuridad del bosque.
Podría buscar la puerta por la que había entrado. El mastodonte me seguía, oía sus rápidas
pisadas tras de mí. Me desvié de mi camino, sorteando árboles, raíces enormes que sobresalían
del suelo, entre otro tipo de vegetaciones. Me desvié todo lo que pude, sin saber qué estaba
buscando ni qué encontraría. Recorrí mi trayecto en zig zag, en vez de trazar una línea recta,
para así poder despistar al perrito de mi padre. Cuando por fin encontré el camino de velas, abrí
apresuradamente la extraña puerta, que había cambiado de color, transformándose en un gris
azulado con pequeños reflejos blancos.

Todo era oscuridad en aquella nueva puerta. Descubrí un nuevo monstruo, una especie de ser
gelatinoso con tentáculos como los pulpos. Enseguida clavó su mirada en mí. Lanzó uno de sus
tentáculos hacia mí, agarrándome por un tobillo. Estaba a punto de encoger el tentáculo para
llevarme hacia él, cuando una mano salió de una puerta y me agarró por los hombros,
empujándome hacia dentro. El tentáculo se soltó de mí y entramos definitivamente en el interior
de la puerta, cerrándola con fuerza.

La reconocí en cuanto la vi, era idéntica a mí. Había supuesto que estaba muerta, aunque ni
Uriel ni Jesús me lo habían confirmado. Ahora me cuadraban ciertas cosas. Tal vez esto era lo
que mi padre esperaba que encontrara. Por eso me había dicho que aquí estaba mi familia.
Llevaba un vestido blanco y una corona de flores en la cabeza. Pero, ¿cómo era posible? ¡Parecía
tener mi edad! Debería ser mucho mayor. Parecía haberse congelado en el tiempo al igual que
Uriel.

Adela.

Mi madre.
Capítulo 19

Lo que encontré en aquella puerta era lo último que me esperaba por encontrarme. Era una
habitación enorme, visiblemente lujosa pero infantil. La encabezaba una cama majestuosa de
cuatro postes con sábanas rosas y con sedosas cortinas de color salmón. Sobre ella había varios
peluches. A su alrededor había una mesita de cristal repleta de comida muy trabajada, como
galletas de colores rellenas, magdalenas con grajeas de chocolate y helados con frutas exóticas.
La decoración se completaba con varias docenas de juguetes, un expositor con una gran variedad
de joyas y una estantería a rebosar de libros, tarros con flores y piedrecitas multicolor, entre otras
figuras de decoración. La pared estaba forrada con un papel de flores en tonos pastel. Sin duda,
parecía la habitación de una niña pequeña. Adela me miró, con una mueca que pretendía ser
una sonrisa. Pero algo en ella me hizo sospechar que no era humana: estaba demasiado tensa,
demasiado fría. Tal vez y después de todo no se trataba de mi madre.

─ Eres igual que en la foto. No has envejecido. Esto sólo puede ser otra obra de distracción de
Uriel.

─ No soy una distracción. Te he estado buscando desde que me enteré que estabas aquí. Uriel
se enfadará mucho cuando sepa que hemos estado las dos solas hablando. Y tienes razón: no he
envejecido ─ bajó la cabeza y sus ojos se llenaron de lágrimas.

─ ¿Cómo es posible? ─ pregunté atónita ─. ¿Es algo que te hace él? ¿Por eso no envejeces?

─ No estoy viva, Isobel. Sólo los vivos tienen el privilegio de envejecer.

─ ¿Eso significa...

─ Sí, pequeña. Desgraciadamente, significa lo que piensas.

─ ¿Realmente estás muerta?

─ No exactamente. No estoy viva. Me encuentro en algún lugar entre la vida y la muerte. Por
eso no he envejecido. No puedo avanzar sin vida.

─ Él te...

─ No. ¡Ojalá!

Se acercó hacia la zona de dulces y cogió una magdalena de color azul con perlitas dulces de
varios colores.

─ ¿Te apetece? ─ preguntó con una voz extremadamente infantil.

Otra vez alguien ofreciéndome comida. No me apetecía nada. Aquel no era el mejor momento
para pensar en comer.

─ Si hubiese sido él significaría que me quiere muerta y con suerte seguiría así. No le sentó
nada bien que te entregara a un orfanato de monjas, bajo la protección de Dios. Sabía que ellas te
cuidarían bien y te darían una educación adecuada para mantenerte alejada de este mundo
infernal. Por eso siento que estés aquí. ¿Sor María te dio la documentación que yo le di la noche
que te entregué a ella? Te ha cuidado para que no se viera la marca, ¿cierto? Ella es todo un
amor. Y accedió a ponerte el nombre de María Isobel como yo le pedí.

─ ¿Tú le dijiste que me diera la documentación?

─ Sí. Quería que supieras como era yo, que me conocieras aunque sólo fuera por fotografías y
recortes de periódico. Creí que si no sabías nada de mí sería frustrante para ti.

─ Sor María no me dio la carpeta, de hecho no quiso decirme nada sobre ella ni sobre ti, la
robé de su despacho.

─ Entonces, ¿cómo supiste de la existencia de la carpeta?

─ No lo sabía. Intuí que me ocultaba algo que no quería que supiera e investigué por mi
cuenta. Fue Jesús el que se puso en contacto conmigo.

Adela puso mala cara. Después se sentó sobre la cama y me indicó que me sentara junto a ella,
cosa que hice.

─¿Arrancaste tú las últimas páginas de tu diario?

─Sí, fui yo. Las siguientes páginas eran horribles. Y aun así dejé las páginas en que explicaba
que Uriel era un monstruo, que había matado a mis amigos. Para que no le buscaras. Para
supieras que tenías que mantenerte alejada de él y seguir con tu vida. Con eso y confiando en
que Sor María te contara que yo estaba muerta... ─ no pudo continuar. Pero supe a qué se refería.

─ No sé si Sor María tenía intención de darme la carpeta cuando saliera del orfanato o no. En
aquel momento... no puedo describirte exactamente cómo me sentí, porque estaría mintiendo.
Pero sí recuerdo sentir una rabia que me quemaba por dentro como ácido. Por otro lado, me sentí
aliviada y esperanzada. Por fin tenía pistas e información sobre mi madre, sobre ti. Sor María me
trataba de aislar de las demás por las noches y en las duchas. Eso hacía que el resto de chicas me
odiaran por pura envidia. He tenido que soportar insultos, desprecios y burlas a mi costa. Todas
las chicas del orfanato sabían porqué estaban allí, excepto yo. Todos sabían el paradero de algún
miembro de su familia. Pero yo no. Yo no sabía siquiera si tenía familia, y al desconocerlo no
tenía ni idea de si debía buscarla o no. Un día, Clotilde llegó al orfanato y fue la primera pista de
mi investigación. Sor María hablaba con ella, le dijo que no volviera y entonces mencionaron mi
nombre. Supe que era mi abuela.

Mi joven y congelada madre me devolvió la mirada, compungida.

─ Busqué personas que te conocieran. Di con dos de ellas. Tu antigua institutriz y el que fuera
tu financiador y amor platónico.

─ ¿La señora Capitolina y el Señor Montero?

─ Los mismos. También busqué a tu madre después de su visita al orfanato. Lo tenías todo.
Todo lo que yo jamás tuve. Todo lo que he deseado siempre y más. Leí tu diario. En cierto modo,
te entiendo, aunque no hubiese obrado como tú.

─ Eso no lo sabes, Isobel. Tú...

─ ¿Quieres saber más cosas? ─ la interrumpí ─. Jamás me fié de Sor María. Siempre la he visto
como una enemiga y ahora me doy cuenta de que ha sido como un ángel protector, sólo que
lleno de mentiras y secretos.

Ambas nos miramos durante largo rato. Entonces, caí en la cuenta. Habíamos dejado un cabo
suelto. Mi madre se había ido por las ramas.

─ No me has dicho la causa de tu muerte.

Adela se removió, incómoda. Lo había estado evitando.

─ ¿A qué te refieres? ─ me preguntó con toda la inocencia posible pintada en sus ojos.

─ Me has dicho que Uriel no te mató.

─ No. Uriel jamás me haría daño físicamente. Jura que me ama, y le creo.

─ Entonces, ¿cómo has llegado hasta...bueno, hasta este el estado en que te encuentras?

─ Am... no fue él...


─ ¿Quién fue?

Luego, pensé en ello, después de su reacción, ya que bajó la cabeza, avergonzada.

─ ¿Fuiste tú? ¿Te suicidaste?

Adela cerró los ojos, nostálgica, confirmando mi teoría.

─ Él me revivió. Quería que estuviésemos todos juntos durante toda la eternidad. Y me devolvió
a la vida. Bueno, no literalmente. Porque me siento fría y vacía. No soy de este mundo, Isobel. Por
ello siento continuamente una fuerza invisible que me aplasta sin piedad para que vuelva a la
muerte. ¡Y eso es lo que quiero! ¡Lo ansío! ¡Lo deseo! Pero Uriel no me deja, no quiere... él quiere
que me quede junto a él y no le abandone. No me juzgues, Isobel.

─ No lo haré.

─ Uriel no podía acceder a ti y lo pagó conmigo. Me amargaba la existencia como venganza y


aquello no era vida. Ya no era el tipo cariñoso, comprensivo y dulce que había conocido. Me
odiaba por haberte sacado fuera de su alcance. Como castigo me forzaba constantemente. Me
tenía encerrada aquí y, aunque gritase, nadie me oía. No me dejaba ver a Jesús y le cambió el
nombre por el de Lucifer.

Ahora comprendía su broma al principio de conocerme. Había dudado al decirme su nombre.

─ Aun así, él me juraba que me amaba y que sólo quería que fuéramos una familia feliz. Hoy
en día le sigo creyendo, pero los demonios tienen una forma muy peculiar de amar. Y nada
convencional. Así que... llegó un día en que decidí que no deseaba seguir viviendo.

Me quedé paralizada, por eso tenía reparos en contármelo con detalle.

─ ¿Qué ocurrió después?

─ Que él me devolvió a la vida.

Ella sonrió de forma amarga.

─ Si estuviese rematadamente muerta, mi cuerpo llevaría años hecho huesos y cubierto de


tierra.

Cerré los ojos con fuerza y aspiré profundamente. Cuando los abrí, Adela me estaba mirando
con esos penetrantes ojos suyos.
Capítulo 20

Quise preguntarle cómo había sido y así se lo hice saber.

─ Sentí un dolor acuciante y mucho escozor. Vi sangre, muchísima sangre ─ me susurró en


tono sombrío, sin parar de mirarme, calibrando mis reacciones ─. Comencé a llorar por la
drástica decisión que había tomado. Sin embargo, tenía claro que no iba a echarme atrás. Llevaba
mucho tiempo pensando en aquello. Fue tan fácil para mí. Aquello no era vida. Además, la noche
de antes Uriel me comentaba con ilusión la posibilidad de tener otro hijo. Quería intentarlo de
nuevo y yo no podía soportar aquella idea. No podría salvarle igual que a ti. Se comportaría de la
misma forma que Jesús porque Uriel sería el encargado de criarlo. Luego, llegó un momento en
que me sentí muy mareada y comencé a verlo todo borroso. Perdí el conocimiento. Cuando abrí
los ojos no recordaba nada. Me desperté tumbada en esta misma cama. Uriel apareció a mi lado,
con el rostro sombrío y triste. Toda la habitación estaba patas arriba, completamente destrozada.
Entonces caí en la cuenta de lo que había ocurrido y miré mis muñecas. Ahí se encontraban las
cicatrices de la noche anterior. Ni rastro de sangre. Ni una pizca de dolor. No sentía nada. Volví a
mirarle, esa vez con miedo. Se sentó en la cama sin dejar de mirarme a los ojos. Temía lo que
llegaba a continuación porque lo desconocía. Estaba aterrada y sólo sabía que lo que estaba por
venir no iba a ser bueno, al menos para mí.

─ ¿Me has devuelto a la vida? ¿Cómo? ─ pregunté, aterrada.

─ ¿Es que ya no me amas, Adela? ─ me preguntó con la voz rota y entrecortada, dolido de
verdad. Yo no sabía que contestarle. Se limitó a mirarme, con los ojos llenos de interrogantes.

─ Claro que te amo.

De repente, se echó sobre mí tan rápido que di un respingo.

─ Entonces, ¿por qué? ─ me gritó, y comenzó a llorar. Sin embargo, sus lágrimas no me
aliviaron. Era la primera vez que le veía llorar y mostrarse vulnerable. Eso significaba que estaba
muy dolido y enfadado.

─ ¿Por qué, Adela? ─ me volvió a gritar.

─ Porque no me gusta como me tratas ─ susurré con la voz entrecortada.

Uriel abrió los ojos con sorpresa. No se esperaba aquella respuesta. Como te he dicho, las
noches debía pasarlas con él me gustase o no.

─ ¿Acaso no te lo he dado todo, Adela? ¡Te lo doy todo! ¡Comidas lujosas, joyas, juguetes, ropa,
libros, TODO!

Y dicho aquello, fui yo la que se echó a llorar. Él sólo me miraba con pena.

─ Mírate. Esto demuestra que estás muerta. Tu forma de llorar.

Al principio no entendí que significaba, pero lo comprendí después. Al pasar las manos por
mis mejillas descubrí sangre en ellas. ¡Lloraba sangre!

─ Anoche te dije que quería que tuviéramos otro hijo. ¡Y mírate! Ya no podemos tener más
hijos. ¡Tus órganos vitales ya no funcionan! Podría haberte mantenido eternamente joven sin
necesidad de morir. Y ahora eres fría. A pesar de eso, jamás te dejaré de amar. Aunque siempre
me estés desafiando.

Se puso de rodillas en la cama y me levanté para arrodillarme frente a él. Me abrazó con
fuerza y comenzó a besarme suavemente y con delicadeza. Luego apoyó su cabeza en mi hombro
y aspiró mi olor.

─ Entiendes porqué lo he hecho, ¿verdad? No estoy dispuesto a perderte. Nunca. Jamás. De


igual forma que no estoy dispuesto a perder a mi hija.

─ ¡No! ─ grité y me separé de él. Me levanté, poniéndome de pie, todavía sobre la cama ─. ¡No!
¡No te lo voy a permitir! ¡Déjala en paz! ¡Déjala vivir su vida! ¡Es mi hija!

─ También es mía ─ agregó con toda naturalidad.

─ ¡No! ¡Es sólo mía! ¡Tú no mereces ser su padre!

Uriel me cogió de las muñecas y me empujó hacia él, cayendo violentamente de nuevo en la
cama, quedándose debajo de mí.

─ Cuando sea mayor de edad la echarán del orfanato y nosotros la acogeremos en el seno de
nuestra familia. Seremos muy felices los cuatro. Sólo tengo que ser paciente. Será como un
cuento de hadas de ésos que tanto te gustan a ti.

─ ¡No! ¡Esto no es un cuento de hadas! ─ quise pegarle un puñetazo en la cara pero él me paró
a tiempo, cogiéndome de la muñeca con una sola mano y retorciéndomela hasta que caí de
bruces al suelo. Luego, bajó de la cama, me levantó en volandas y me depositó suavemente sobre
las sábanas. Pensé que se iría, pero se quitó las botas militares que calzaba y se tumbó a mi lado.
Después, me abrazó muy dulcemente y me dio un casto beso en los labios.

─ ¿Cómo descubriste realmente el lado malvado de Uriel? Encontraste los cuerpos de tus
antiguos amigos en casa de él, ahí es donde acaba el diario que le entregaste a Sor María. ¿Qué
pasó después de aquello?

─ Me quedé embarazada de Jesús. Cuando di a luz, Uriel tenía planes maléficos para él. Quería
que viviéramos haciendo el mal, no quería que volviera a ver a mis padres ni a nadie que
conociera. Si has leído el diario sabrás que no tenía una buena relación con mis padres, pero de
ahí a no volver a verles o no dejarles ver a su nieto...bueno, me parecía demasiado cruel. Le dije
que se largara, que no quería volver a verle. Además, una noche me desperté y me levanté de la
cama al ver que Uriel no estaba durmiendo conmigo. Estaban en el sótano, Uriel y Jesús, con
apenas unos meses de vida, practicando sobre él un extraño ritual. Cogí al niño y me largué
hacia la habitación. A Uriel no le sentó nada bien, me dijo que le había interrumpido en un
asunto que a mí no me concernía. A partir de ahí fue el caos.

─ ¡Me has engañado! ─ grité ─. ¡Nunca me has querido! ¡Sólo me utilizabas para tener un
hijo! Pero, ¿por qué?

─ ¿Aún no te has dado cuenta, Adela? ¡Claro que te amo! ¡Soy un demonio! Necesito procrear.
Así se mantienen vivos los demonios para no extinguirse. Un día, cuando sea mayor, Lucifer
también lo hará.

─ ¡No! ¡Se llama Jesús! ¡Por favor, vete!

─ Adela, podemos ser feliz los tres. No compliques la situación. Siempre te he querido y
siempre te querré. Pero soy lo que soy; y nuestro hijo también ─ y se acercó a mí.

─ ¡No te acerques a mi hijo!

─ ¡También es mi hijo!

─ ¡No! ¡Es mío! Tú no mereces ser su padre. Me engañaste. Todo aquello material y la libertad
que me diste eran regalos malignos.

─ ¡Eran mis regalos! ¡Cualquier regalo que un hombre le haría a su novia sabiendo que ella
sería feliz con ellos! ¡Los aceptaste! ¿Querías libertad? ¡Te di libertad! ¿Querías todos aquellos
juguetes que no pudiste tener en tu infancia? ¡Toma juguetes! ─ su tono de voz se dulcificó, pero
sólo en apariencia ─. No puedes decirme que nunca te he amado cuando en realidad te lo he
dado todo. Todo cuanto deseabas te lo entregué sin condición ninguna porque te he amado desde
el primer momento. Me he desvivido por hacerte feliz. Y mira cómo me lo pagas. Tengo más
poder del que jamás podrías soñar, Adela. A cambio sólo deseo que me des una cosa: a nuestro
hijo. Y si tú quieres, puedes seguir entregándome tu corazón y tu amor, pues es correspondido.
Podemos hacer esto por las buenas o por las malas.

Sin embargo, me quitó a Jesús para llevárselo a su mundo de sombras. No lo pude evitar.
Después, me quedé sola y volví a casa de mis padres durante un par de días en los cuales la
buena relación entre padres e hija fue posible. Después, él regresó para dejarme embarazada de
nuevo. Mi padre intentó impedirlo, pero no fue posible. No sé qué es lo que le hizo, pero acabó
tirado en el suelo, apenas podía respirar. Minutos después, murió, dejándome huérfana de padre
y viuda a mi madre. Me obligó a meterme en la habitación con la condición de que no hiciera
daño a mi madre. Se limitó a abalanzarse sobre mí y hacerme el amor suavemente, como si
quisiera que yo lo disfrutara también. Pero aquello no dejaba de ser una acción en contra de mi
voluntad. Él no paró de llorar y decirme cosas hermosas a la misma vez que decía que no podía
escapar de su destino.

─ Volveré cuando nazca nuestro segundo hijo, ya que tú te niegas a acompañarme. Pero juro
que un día seremos una familia feliz. Todavía podemos ser felices, Adela, por favor. Ven conmigo.

─ No.

─ Perdóname, Adela. Los demonios actuamos así. Atacamos a personas vulnerables para poseer
su alma, pero yo te amo, lo juro.

Después de aquello se marchó, dedicándome palabras de cariño. Le dijo a mi madre que


cuidara de mí, que me daba el tiempo que duraba el embarazo para que reflexionara, y que
volvería cuando diera a luz y nos llevaría tanto a ti como a mí. Viví con mi madre a escondidas
en una pequeña casa en la Avenida San Marcos hasta unos días antes de dar a luz. Entonces,
busqué el orfanato de monjas para entregarte a ellas y evitar que Uriel te llevase con él. Cuando
regresó y le dije lo que había hecho enfureció, pero no tenía miedo de lo que pudiera hacerme a
mí. Entonces, me trajo aquí, a esta habitación, dejando a mi madre en nuestra casa, ella sola.

Adela se abrazó a mí con fuerza, susurrándome al oído:

─ ¡Mátale! Sólo encontraré la paz eterna si tú le matas.

─ El demonio no puede matarse.


─ ¿Quién lo dice? El demonio no es inmortal como Dios. Tiene cientos de puntos débiles, sólo
tienes que encontrarlos. Son más bien seres malignos con dones y capacidades especiales, pero no
deja de tener cuerpo de humano.

Luego, comenzó a llorar sangre y a la misma vez a contar en su oído una dulce nana mientras
en mi cabeza retumbaba una sola palabra: "Mátale".
Capítulo 21

Seguía abrazada a Adela cuando surgió un ruido extraño proveniente de la puerta, que ahora era
rosa y morada. Se abrió de par en par y de ella salió una figura femenina que cayó sobre el suelo
y la cerró de una patada. Era Carolina. No tenía ni idea si era una imaginación mía, si era una
imaginación mandada por Uriel o si era real, pero allí estaba.

─ Isobel, tenemos que irnos de aquí. He venido a buscarte.

─ ¿Carolina? ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí?

─ Tú no sabes toda mi historia, Isobel. No te dije que tengo experiencia en este tipo de asuntos.

─ ¿Qué asuntos?

─ Asuntos demoníacos.

─ ¿Lo sabes todo?

─ Lo dudo mucho. Me considero todavía una aprendiz. Es mejor que primero salgamos de aquí
y, si sobrevivimos, te contaré con todo lujo de detalles lo que sé.

Me hubiera gustado seguir hablando con Adela, pero no era posible. Después de contarme su
versión de los hechos y partes de la historia que nadie más me había contado, la creí. Tanto mi
mejor amiga como yo nos despedimos de mi madre y esperamos a que la puerta cambiase de
color para asegurarnos que no viajaríamos hasta el lugar del que provenía Carolina, según ella,
una selva repleta de sirvientes monstruosos creados y acogidos por Uriel. Cuando, por fin
cambió, dando lugar a una madera pintada de color verde pistacho, nos adentramos en ella y
llegamos a una habitación de piedra, rodeada de numerosos salientes, columnas y ventanas
protegidas con barrotes. No fue necesario que trascurriera demasiado tiempo para darnos cuenta
de que no estábamos solas. Un aura oscura y maligna seguía nuestros pasos y nos acompañaba
en aquella fría y lúgubre sala.

Un chico joven con el pelo despeinado emergió de entre las sombras. Fijó sus ojos en Carolina,
reflejando en ellos melancolía y esperanza. Su mirada era suplicante, pero llena de miedo e
indecisión.

─ ¿Carolina? ─ preguntó sorprendido.


─ ¿Diego? ─ ella estaba igual de asombrada.

─ ¡Oh, madre mía! Te he echado tanto de menos. Lo siento, siento todo lo que pasó.

─ No te fíes de él, Isobel ─ me advirtió Carolina ─. Él mató a mis padres. Es un ser monstruoso
poseedor de tres almas.

─ ¿Tres almas?

─ Sí, un vampiro, un hombre lobo y su alma propia.

Me quedé horrorizada. ¿Qué clase de monstruo era aquel? Había tantas incongruencias en
aquel hecho. ¿Cómo podían un hombre lobo y un vampiro soportar estar en un mismo cuerpo?
¡Eran enemigos naturales! Además, los hombres lobos son de sangre caliente y los vampiros,
congelada. ¿Era aquello posible? ¡Qué extraño! Metida en mis pensamientos, no me di cuenta
que habían empezado a hablar.

─ Yo te amaba, Carolina. Estaba dispuesto a todo por ti. No sé qué ocurrió exactamente, qué
cables se cruzaron en mi cabeza. No quería hacerle daño a tu familia, te lo juro.

─ Pues lo hiciste. Y yo estoy en un orfanato de chicas, y mi hermano de chicos; ni siquiera


estamos juntos. Apenas le veo, únicamente cuando hay encuentros ocasionales entre ambos
orfanatos. Me arruinaste la vida. Jamás podría perdonarte ni olvidarlo. Nunca.

Él bajó la cabeza, parecía avergonzado.

─ Parecías tan bueno al principio. Tan atento… y tan sólo eras un monstruo.

─ ¡Sabías lo que me ocurría! ¡Lo que era! ¡Te lo dije! ¡Y aún así, preferiste estar conmigo!

─ ¡Porque te quería! ¡Me arriesgué, lo sé, pero tenía esperanzas en ti! ¡No creía que nuestra
relación fuese a salpicar a mi familia! ¡Me dejaste huérfana, y a mi hermano también! Eso sin
contar con el sufrimiento que conlleva no poder verle.

─ Podríamos intentarlo de nuevo. Sigo amándote, Carolina. No he vuelto a estar con nadie más.

─ ¿Te has vuelto loco? ¿Acaso no me has escuchado? Me arruinaste la vida y te odio por ello.

─ El odio sólo nos llevaría a ser enemigos.

─ Es lo que somos ─ espetó Carolina ─. Casi desde el primer momento en que te conocí. Sólo
que yo no lo sabía. Era cuestión de tiempo que te abalanzaras sobre mi felicidad.
─ Entonces, ¿ya no me amas? ─ comprendió, por fin.

─ Es difícil amar a alguien que ha roto tu familia y asesinado a la gente a la que se quiere. No
sé cuantas veces tengo que repetírtelo para que entre en tu estúpida cabeza.

─ ¿Y todo lo que pasamos juntos? ¿Todos aquellos hermosos recuerdos ya no significan nada
para ti? ─ preguntó dolido ─. ¿No recuerdas la primera vez que nos conocimos? Yo había oído
cuchicheos sobre ti: buena, cariñosa, simpática… Pura dulzura que ahora no veo en ti después de
tanto tiempo. ¿Te acuerdas de cuando comencé a olisquearte? Me atraía tu esencia y te quedaste
tan sorprendida. Aun así, tú no dijiste nada a los demás. Y tú, tan buena, me perdonaste cuando
fui a disculparme; y ambos nos olvidamos de ese extraño comportamiento. Estábamos destinados
a estar juntos, todavía lo estamos.

─ Eso no es cierto, y lo sabes. A lo que estoy destinada es a matarte. Alguien tiene que hacerlo.

─ ¿No te parece morboso, Carolina? Hay algo prohibido en el hecho de que me odies. Si hay
tanto odio, es que en el fondo me amas.

─ Dejé de amarte hace mucho tiempo. Por eso me dolió que los mataras, precisamente tú. Si
algún día hubo amor verdadero, te puedo jurar que ya no queda ni rastro de él.

─ Me siento consumido por el amor que te tengo. ¡Estoy loco y obsesionado!

Diego se encaramó a una columna de hierro, para alzarse sobre nosotras.

─ Estaba dispuesta a cambiar cualquiera de mis errores o defectos por ti, pero tú por mí, no.

─ Yo no puedo cambiar. Ni por ti ni por nadie. Soy como soy. Te guste o no, soy un monstruo.
Si no me amas, poco me importa ya lo que pienses.

─ ¿Recuerdas la frase que me repetías constantemente una y otra vez?

─ ¿Cuál de ellas?

─ La de que dejarías a un lado las penas para sembrar alegrías. Pues te diré algo: ¡Jamás lo
hiciste! Así que nada puede cambiar entre nosotros.

─ No quería admitirlo, la vida me ha tratado mal desde que no estoy a tu lado. Y sí, aquella
promesa que tantas veces te hice no la cumplí jamás. Pero es parte de mi naturaleza, es parte de
lo que soy. Te necesito ─ suplicó ─. Siempre te he querido y siempre te querré. Nunca quise
reconocerlo, pero siempre lo supe: no me he vuelto a sentir feliz desde que desapareciste de mi
vida. Después de la ruptura busqué a otras mujeres, pero me rechazaban porque comprendían
que alguien muy importante habitaba en mi corazón. Busqué también otra forma de vivir, otro
lugar, pero nuestro pequeño pueblo fue siempre mi hogar.

─ Necesito hacerte otra pregunta: ¿Incendiaste tú la casa de tus padres?

Tardó un segundo en contestar. Parecía seguro cuando contestó, por fin:

─ Sí.

─ ¿Por qué?

─ ¿Sabes qué hice realmente? ¿Quieres saberlo de verdad? ¡Me los comí! ¡MALDITA SEA! ¡Eso
hice! Después de que rompiéramos nuestra relación mis padres me tendieron una emboscada de
preguntas que yo no podía responder. Querían encerrarme en un manicomio porque vieron mi
diario. Ese mismo diario que tú leíste y por el cual te quedaste petrificada. Se sentían
decepcionados conmigo y les humillaba tenerme como hijo. No me creyeron cuando les dije que
todo aquello era cierto, pensaron que se trataría de esquizofrenia. No sabría describirte lo que
sentí cuando me lo hicieron saber. Perdí el control. El vampiro de mi interior salió a la superficie
en plena noche y mató a mi padre ante la atenta mirada horrorizada de mi madre. De nada le
sirvió huir de mí. No le dio tiempo a salir de la casa, así que corrió la misma suerte que mi padre.
Una vez que no quedó una sola gota de sangre, mi parte lobuna tomó el mando y los despedazó a
ambos, comiéndose su carne cruda hasta que quedaron reducidos a un puñado de huesos.

Diego nos miró a ambas con aire siniestro. Carolina temblaba de miedo y yo comencé a dar
arcadas, supe que iba a vomitar en breve.

─ Todavía me persigue el recuerdo de su sangre manando a borbotones de sus cuerpos y su


sabor salado inundando mi boca y llenándome de vida. El vampiro y el lobo sonrieron
relamiéndose, mientras yo lloraba por dentro, debatiéndome entre si lo que sentía era horror o
alivio. Me levanté del suelo y contemplé la casa. Las paredes estaban salpicadas de sangre
mientras que el sueño quedaba encharcado de ella. Sólo se me ocurrió una idea para ocultar
aquello.

─ Un incendio ─ afirmó Carolina.

─ Sí, era lo mejor. Luego, desaparecí.

─ ¡No desapareciste! ¡Ése fue el problema! Volviste para matar a mis padres, como venganza.
─ ¡No! ¡No fue así! ¡Tres días después de aquello volví a por ti! ¡Para llevarte conmigo! Y,
¿sabes qué? No me importaba que tú no lo desearas. Tenía pensando llevarte conmigo a la fuerza
si era necesario.

─ ¡Estás loco! ─ gritó Carolina, aterrada.

─ Puede. Pero poco me importa.

─ ¡Eres odioso! ─ gritó Carolina, asqueada.

─ ¡Sí! ¿Y qué? Al volver, coincidió que tu hermano y tú no os encontrabais en vuestra casa.


Estabas estudiando, ¡cómo no! Tu madre me abrió la puerta sin saber que era yo y casi se muere.
Le tapé la boca para que no gritara. Oí a tu padre preguntar desde otra sala que quién era, pero
no hubo respuesta. Al verme agarrando a tu madre se abalanzó sobre mí. No quería matarlos. ¡Lo
juro! Pero volví a perder el control. Y los maté.

─ Y finalmente, desapareciste de nuevo.

─ No. Volví un mes después para enterarme de lo sucedido, de cómo te había afectado la
noticia. La casa ya tenía otros dueños. Entonces, sí me largué y no volví jamás. A medida que
pasaba el tiempo y no hallaba noticias sobre ti, comencé a vagabundear mucho sin ningún
rumbo en concreto. Me sentía tan vacío. Fuera donde fuera, no sentía que hubiera encontrado un
nuevo hogar. Las mujeres no soportaban mi compañía, ni me la compraban por dinero las más
barrio bajeras. Los hombres rechazaban mi amistad, mirándome como un bicho raro sin ni
siquiera conocer mi secreto. Me he sentido muy solo sin ti, Carolina.

─ ¿Por qué me cuentas esto? ¿Por qué mostrar tus debilidades ante mí? ─ preguntó, confusa.

─ Porque te quiero, ¡joder! Quiero que no sigas odiándome, ansío recuperar tu confianza
ahora que te he encontrado. Soy víctima y esclavo de mis almas. Por ese motivo no puedo
cambiar. Nunca he cambiado por ti, no porque no te ame, sino porque me es imposible. Existe
mucha maldad y oscuridad dentro de mí. Aun así, quiero que vuelvas conmigo, que
permanezcamos juntos para siempre.

─ Nunca habrá un “para siempre” que nos implique a ti y a mí.

A Diego pareció desfigurársele la cara de pura rabia.

─ ¡Entonces, te esclavizaré! ¡Serás mía te guste o no! ¿Quieres matarme? ¡Adelante! ¡Hazlo! Es
lo único que te salvará de tu destino.
Acto seguido, su cuerpo comenzó a convulsionarse, transformándose. Un vello fuerte empezó a
crecerle por los brazos y la cara. Unos prominentes colmillos asomaban cada vez más por las
comisuras de sus labios y sus ojos se volvieron amarillentos inyectados en sangre. Su ropa se rajó,
haciéndose jirones, pero no desapareciendo por completo.
Capítulo 22

Estando desprevenidas, con una rapidez que jamás habíamos imaginado ni presenciado, Diego
agarró a Carolina por el cuello con una sola mano con fuerza. Ella se echó las manos al cuello
para intentar deshacerse de él. Al no lograrlo, me eché sobre él para ayudarla. Sin embargo, él no
la soltó, así que le mordí en el brazo. Se libró de mí con la mano con la cual no sujetaba a
Carolina, empujándome tan fuerte que caí al suelo junto a los demás. Lo miré aterrada.

─ No voy a alejarme de ti, Carolina. Ni loco ─ su mirada reflejada escrutinio y recelo. Tenía los
ojos cubiertos de lágrimas.

─ Te odio. No voy a sucumbir a tus engaños ─ oí susurrar a Carolina entre dientes. Él se mostró
impasible ante aquello.

Como si se hubiera dado cuenta de repente que estaba haciendo daño a la mujer que amaba, se
movió grácilmente a través de los salientes de piedra de la pared.

─ Siempre me arrepentiré de haberte dejado marchar. Por favor, considéralo ─ susurró con voz
áspera.

─ ¿No te das cuenta de lo absurdo de la situación? ¡Estamos luchando a muerte, por el amor de
Dios?

─ No importa, ¡esto puede parar!

Yo me sentí incómoda, aquello parecía algo entre los dos. La venganza de Carolina, una lucha
entre ambos. Ella sacudió la cabeza, a modo de negativa. No quería saber nada de él. A él se le
ensombreció el rostro. Me estremecí, no parecía humano, sino un animal. Tenía los ojos
inyectados en sangre, enfurecido por el rechazo de Carolina. No parecía querer aceptar el
repulsa definitivo.

Ella le fulminó con la mirada cuando él ladeó la cabeza y le hizo señas con el dedo, retándola.
Sentí el desprecio en los ojos de Carolina, mientras él cogía impulso y se abalanzaba sobre ella,
con el puño cerrado con fuerza. Yo hice lo mismo para ayudarla. No podía quedarme de brazos
cruzados. Acabó empujándonos a ambas. Caí de rodillas al suelo, golpeándome con fuerza en
huesos. Intenté levantarme, pero fue imposible.

No pude volver a enfrentarme a él en unos minutos, hasta que mis piernas me respondieron.
Vi como Diego agarraba a Carolina con fuerza del cuello y la levantaba del suelo. Le dio un casto
beso en los labios y, después, un lametazo en la cara. Ella hizo una mueca, asqueada.

Me quedé alucinada cuando Carolina sacó un cuchillo de su bota. Diego se apresuró a huir de
su lado. Tenía tendencia a escalar hacia los salientes y otras superficies situadas lejos del suelo
cuando se veía superado por Carolina. Aprovechamos el momento en que ascendía hacia la
pared para arrimarnos a unas columnas imponentes que nos cubrían de cualquier rastro de
claridad. Apenas una leve luz mortecina hacía acto de presencia en la estancia. Sabía en qué
lugar se encontraba Carolina y aun así no pude distinguirla.

Se deslizó tan silenciosamente que no le oímos cuando se acercó a nosotras. Cayó de un salto
desde uno de los alféizares. Un segundo más tarde, se hallaba en pie. Nos pilló completamente
desprevenidas. Sabía que la atacaría a ella, así que me lancé a por él. Mantuvimos un corto
zarandeo que terminó cuando le puse la mano en el pecho y una luz proveniente de mí le hizo
volar por los aires. Soltó un desgarrador grito. Yo, por mi parte, sentí una oleada de
incertidumbre y pánico, ya que jamás había visto nada igual.

Me quedé petrificada, mientras Carolina sí que se movilizó. Después de un golpe en el pecho


de él, Carolina le clavó el cuchillo.

─ Siempre me decías que me comportaba como una niña demasiado buena.

─ Porque lo eres. Eres así. Pero te estás corrompiendo y apenas te das cuenta.

Me abrumé al ver rezumar la sangre de él. Mi amiga sonrió ampliamente. El aire se impregnó
de un olor nauseabundo, pero no parecía ser olor a sangre. Parecía como si Diego estuviera
podrido por dentro. Contuve la respiración. Él comenzó a boquear. Se quedaron mirando el uno
al otro mientras ella seguía presionando el cuchillo. Él farfulló algo, pero logramos entender
cuáles fueron sus últimas palabras. Dio una bocanada de aire y cerró los ojos, adivinando su
trágico final.

Ante nosotras apareció una nueva puerta, ésta vez, morada y recubierta de pequeños cristales
que formaban una hermosa textura. Entramos en ella y descubrimos un enorme prado, con el
cielo cubierto de nubes y truenos. A lo lejos, una colosal columna de piedra sostenía un enorme
castillo suspendido en el aire, burlando las leyes de la gravedad. Una escalera de caracol rodeaba
como una serpiente aquella columna. Un largo adarve se extendía por todo el castillo, que poseía
innumerables almenas. Había cientos de gárgolas con grotescas caricaturas de horror y pánico.
Los pasillos del adarve formaban un caótico laberinto, lleno de encrucijadas, confuso y enredado.
El suelo de piedra estaba cubierto de gravilla, hierbas y pequeñas piedras. Había hojas
esparcidas, procedentes de árboles lejanos que habían sido llevadas por el viento. Las hojas eran
rojas, amarillentas y anaranjadas, por lo que dedujimos que era otoño en aquel paraje
sobrenatural. Una espesa niebla era la protagonista. Entramos al interior, que nos llevó a una sala
con una escalinata al fondo, con dos gárgolas flanqueándola.

Sobre una mesa de madera tallada con flores reposaba un frasco de cristal transparente con un
adorno circular a su alrededor de plástico con pequeñas piedras brillantes incrustadas. Su tapón
tenía forma de corona, con piedras blancas y azules, y una diminuta cruz en su cúspide. Una tira
de abalorios colgada de él. En la pared, dos cuadros; uno al lado del otro. Ambos poseían un
marco fino de madera y protegían su interior con un cristal. Uno de ellos presentaba serios
síntomas de deterioro. El primero trataba de tres hermosos peces, en un paisaje submarino
compuesto de corales, burbujas y conchas de mar. El segundo trataba de un paisaje con un barco
solitario en medio del océano, el sol poniente a lo lejos y una pequeña isla en primer plano.

Una descomunal serpiente emergió de una oscura abertura que habíamos pasado por alto. Se
desplazaba lentamente por la superficie rocosa del suelo. Sus escamas brillaban en la oscuridad,
sin duda su intención no era camuflarse; sin embargo, con semejante tamaño, no era necesario
ninguna táctica. Los colmillos eran largos y puntiagudos, probablemente medirían sobre medio
metro. Carolina y yo salimos corriendo como alma que lleva el diablo hacia el camino que ya
habíamos hecho, con la intención de volver a la puerta por la que habíamos entrado. Cuando
quisiéramos llegar, ya habría cambiado de nuevo y nos llevaría a un lugar distinto, lejos de
aquella serpiente.

Evidentemente, una puerta nueva había sustituido a la anterior. Se había tornado de un color
azulón verdoso con lo que parecía ser una textura de retales de distintas telas. Nos apresuramos a
entrar en su interior y descubrir qué nuevo misterio nos depararía. Me pregunté cuánto tiempo
más tendría pensado Uriel dejarme deambular de una puerta a otra. ¿Estaba intentando
demostrar el simple hecho de que aquel extraño mundo lo había creado él con su poder
demoníaco y que podía tratarme como una marioneta y moverme con él quisiera?

Aquel paraíso al que habíamos accedido había sido creado para mi propia tentación personal,
estaba clarísimo. Sin embargo, por la expresión de Carolina, estaba claro que ella tenía los
mismos pensamientos. Montañas de dulces de distintas y variopintas formas. Sobre una mesa de
color rosa chicle se amontonaban tartas rellenas de merengues con varias capas de bizcocho
multicolor bajo una capa de glaseado blanco. Una pila de tortitas con sirope y mantequilla, cuyo
olor me hacía la boca agua. Un cuenco dorado a rebosar de panecillos de corteza dorada olían a
recién horneados. Bollitos rellenos de delicioso chocolate. Cubiteras ordenadas en fila con formas
de corazones y estrellas. Distintos pastelitos de caramelo y nata con cobertura de chocolate y
frutas escarchadas. Entre el resto de postres predominaban los mazapanes, las magdalenas de
chocolate y los buñuelos.

Ambas nos miramos, sabiendo que no podríamos comer nada de aquello. No podíamos
permitirnos caer en la tentación de Uriel porque sería nuestra perdición. Si cada puerta era una
prueba para rendirnos a mi padre, debíamos de tener mucho cuidado.

─ ¡URIEL! ─ grité con fuerza.

Carolina me miró, atolondrada y sorprendida.

─ ¡URIEL! ─ repetí ─. ¡Déjate de juegos! ¡No sé cómo, pero sé que puedes oírme! Venceré a
cada monstruo que me pongas por delante y resistiré todas y cada una de las tentaciones que
provoques para hundirme en la miseria.

Entonces, como si mi padre hubiese chascado los dedos como al principio o presionado el
interruptor de la luz sin avisar, todo se volvió negro, hecho al que ya me había acostumbrado.
Capítulo 23

Pregunté retóricamente qué dónde estábamos, sin esperar respuesta alguna por parte de
Carolina. Unas pisadas sordas resonaron como un eco en lo que nos pareció una habitación
vacía. Enseguida nos pusimos alerta, ya que no sabíamos desde qué dirección provenían. El
estruendoso ruido de aquel calzado contra el suelo se extendía hacia toda la habitación, la
llenaba de ecos y sonidos vibrantes.

Una luz nos cegó. Uriel apareció repantigado cómodamente sobre un sofá, el único mueble
que la habitación poseía. Alzamos la vista hasta el techo y vislumbramos una simple bombilla
que colgaba desnuda de unos cables. Las paredes estaban forradas con un papel ya amarillento y
carcomido por la roña no limpiada con el tiempo. Las telarañas se posaban, férreas, en los
rincones de la estancia, cuyas dueñas se ponían las botas con los pequeños insectos que
quedaban atrapados en ellas.

─ He de decir que por una parte estoy impresionado. Habéis acabado con todas las
adversidades. Claro que, por otra parte es normal, eres mi hija; y también has recibido la ayuda
de una amiga experimentada ─ de repente, se volvió sarcástico ─. Carolina, ¿no sientes ni un
poco de arrepentimiento por lo cruel que has sido con Diego? No es que quiera recriminarte el
haberlo matado, pero ha sido rastrero rechazar su generosa propuesta. ¡Volver a estar juntos!
Estaba dispuesto a olvidar todo. Aunque, ahora que lo pienso, él no tenía nada que perder. Diego
se creía un tipo importante cuando no lo era en absoluto. Ha sentido el amargo sabor del rechazo
y la repugnancia que los demás han sentido por él. Se entregó al Mal, a trabajar a mi servicio
porque no vio otra luz al final del camino. La única esperanza que siempre estuvo encendida en
su corazón fue la posibilidad de obtener tu perdón; aun así, supo desde el mismísimo instante en
que mató a tus padres que jamás lo conseguiría. Y al final, esa chica a la que amó hasta su último
suspiro, lo mató. Un final muy triste, ¿no crees?

─ Lo que creo y considero es que tenía una promesa hecha desde lo más profundo de mi alma
que se acabó convirtiendo en una misión. Y la he cumplido. He vengado a mis padres, a los suyos
y a la vida destrozada de mi hermano. Sólo había maldad en su interior. Como tú bien dices,
nadie le quería. Así que nadie le echará de menos. Le amé hace mucho tiempo y él pisoteó mi
corazón, cosa que hace tiempo dejó de importarme. Eso me ha hecho más fuerte.
Afortunadamente, estoy mejor sin él.
─ Entonces, ¿tus padres y los suyos ya están vengados?

─ Sí, es la mayor justicia que les podía hacer. Y tú eres un demonio, la prueba de que existe el
Bien y el Mal. Así que, mientras mis padres están en el primer lugar, Diego estará en el segundo,
pudriéndose. Él mismo me admitió más de una vez que era un monstruo.

─ Sí, es cierto ─ admitió, de repente ─. Bueno, Isobel, cariño, ¿has entrado en razón por fin?

─ Depende ─ contesté, cortante.

─ No me gustan los rodeos, cariño. ¿Te unes a la familia o no?

─ Tú no eres mi familia.

Uriel me lanzó una mirada perdida, ya se esperaba mi respuesta.

─ Ay, ¿qué voy a hacer contigo, Isobel? ─ su tono seguía manteniéndose sarcástico.

Entonces, una fuerza invisible proveniente de él, aunque no sabría explicar muy bien cómo,
me lanzó por los aires. Sentí cómo mi cuerpo volaba hasta que sentí el impacto contra una de las
paredes de la habitación. Mi primer impulso fue agarrarme a algo para evitar la caída desde la
pared al suelo, pero ésta sólo estaba provista de papel, por lo que acabé rajando el mismo sin
querer. Estaba segura al noventa y nueve coma nueve, nueve, nueve por ciento de que se me
había roto al menos tres huesos. Toqué mi cabeza y noté mis dedos húmedos, llenos de sangre.

Haciendo alarde de la misma rapidez que había mostrado Jesús, en cuanto abrí los ojos ya
estaba ahí, a unos escasos centímetros de mí. Apenas podía verle, mi vista se había vuelto borrosa.
No sentí pánico ni miedo. Simplemente no tenía nada que perder, ni creía que Uriel fuera a
matarme. Su naturaleza era malvada pero, al fin y al cabo, era mi padre. Quería reunir a la
familia, aunque a su manera. Podía usar aquello a mi favor. Él no deseaba matarme, pero a mí no
me importaría acabar con él. Sin embargo, su poder era tal, que no tenía ni idea de cómo actuar.

─ ¡Carolina, Isobel! ─ oímos unas voces realmente familiares que nos gritaban con fuerza.

Cuando les vimos, Uriel y yo nos contemplamos firmemente, incrédulos, y volvimos a fijar la
mirada al frente. Eran Sergio y Sor María. Vi a Carolina sonreír, pero igual de sorprendida que
yo. Sor María no llevaba el hábito aburrido que solía vestir, sino una especie de traje de combate
de color blanco. Botas similares a las de los militares y escudo incorporado a su vestuario, para
proteger el pecho. Llevaba suelto el pelo y aquello me pareció chocante. Jamás había visto su
cabello, ni me lo había imaginado; ahora que lo veía, era rubio y muy corto. Sergio, mi ángel de
forma figurada, iba ataviado con el mismo atuendo. Parecían preparados para una batalla. Un
tono tan puro como el blanco en aquel lugar lleno de oscuridad.

─ ¡Vaya! ─ exclamó Uriel y soltó una sonora carcajada ─. ¡Mi querida María! Has custodiado
muy bien a Isobel dentro de esas mugrosas paredes de tu lóbrego orfanato.

─ Es un lugar hermoso para que la niñas puedan disfrutar de una vida, Uriel.

─ ¿A eso llamas vida? Eso que ofrecéis a las niñas y a los niños no es vida. Y voy a tener que
denunciarte por no haber tratado a mi hija como se merece ─ espetó sarcásticamente.

─ La he tratado muy bien, y lo sabes. Además, legalmente tú no eres su padre, no tienes nada
que denunciar ─ contestó Sor María, devolviéndole el sarcasmo.

─ Has jugado con fuego, María, y estás a punto de quemarte. Sabiendo que era la hija de un
demonio te atreviste a alejarla de su familia Tan sólo era cuestión de tiempo que Isobel volviera a
mí. Al fin y al cabo, soy su padre. Si no hubieras cumplido la voluntad de mi esposa podría
haberte dejado en paz. Pero has desafiado al demonio… y eso tiene un precio muy caro. Además,
dudo mucho que proteger a Isobel te haya ocasionado algo bueno.

─ Lo ha hecho ─ entonces, Sor María dirigió su mirada hacia mí, llena de ternura. Luego,
volvió su vista hacia Uriel ─. Tener la conciencia limpia al haber hecho algo bueno ante los ojos
de Dios. ÉL todo lo ve. Y seré recompensada por mis actos. Pero has pasado por alto un hecho
importante: Isobel ha estado alejada de tu mundo y se ha criado bajo el amor del Señor. Te
rechazará, no será como tú.

─ ¡Qué pena me das! ¡Qué poco la conoces! Isobel siempre te ha odiado por tratarla de forma
diferente a las demás. No puede esconder la marca del demonio ni el poder de éste. ¿Y sabes qué?
Isobel comenzó a odiarte más cuando os encontró a su abuela y a ti discutiendo. ¡Isobel lo oyó
todo! Entendió que tú le ocultabas una información sobre su vida que no habías compartido con
ella. Buscó a Clotilde, una mujer tan amable que la recibió con los brazos abiertos. Le contó todo
cuanto sabía. Hicieron lo mismo la institutriz de Adela y su financiador. Mi querido hijo Lucifer,
más conocido como Jesús, no paró de tentar a Isobel para atraerla a mi lado, para hacerle
descubrir quién y qué era. Cuando te diste cuenta ya era demasiado tarde. Y una última cosa:
Isobel siempre ha ansiado con toda su alma tener una familia. Puede que ahora mismo esté en mi
contra, pero la haré entrar en razón. Yo le daré lo que quiere: un padre, una madre y un
hermano. Eso es algo contra lo que tú no puedes hacer frente.

─ ¿Una madre? ─ preguntó Sor María, sorprendida.


─ ¿No lo sabías? Adela está viva.

─ ¿La has mantenido secuestrada todo este tiempo?

─ Sí y no. Isobel, cariño, ¿quieres contarle a esta estúpida monja el encuentro que has tenido
con tu madre?

Me quedé en blanco. Mi vista parecía haberse vuelto borrosa, como una pesadilla, no como si
fuese la mismísima realidad ante mis narices. Todavía estaba asimilando todo aquello.

─ Mi madre está…, bueno, he hablado con ella. Está igual… no ha cambiado.

─ ¿A qué te refieres? ─ preguntó, confusa.

─ Murió. Está… muerta. Pero también viva.

─ No te entiendo ─ dijo Sor María.

─ Mi madre se suicidó. Al parecer, Uriel la maltrataba.

─ Discrepo de eso. ¡La trataba como una reina! ─ soltó mi padre de forma despreocupada. Pero
todos le ignoraron y siguieron escuchándome a mí.

─ Él la devolvió a la vida. Pero como no está completamente viva, no ha envejecido. Es como si


su cuerpo se hubiera congelado en el tiempo.

─ ¡Eres un monstruo! ─ gritó Sor María ─. ¡Eso es antinatural!

─ Es un favor que le hago. Vivirá para siempre, joven y hermosa.

─ ¡Estará sufriendo! ─ espetó ella, repugnada.

─ ¡Qué va! Ahora mismo me odia por traer a Isobel aquí, pero luego entenderá que era mi
deber. He vuelto a unir a la familia.

─ ¡Está deseando morir! ─ grité, con los ojos llenos de lágrimas. Recordé cómo Adela me había
pedido que matara a Uriel. Ella deseaba desaparecer, encontrar la paz ─. ¡Tú la tienes retenida y
no la dejas marchar! Acusas a Sor María de que los niños del orfanato no tienen una vida, ¿es
acaso una vida lo que tiene Adela? ¡No lo es!

Uriel me dedicó una mirada que se me antojó eterna.

─ Si realmente amaras a Adela, la dejarías morir. Es su destino, ella misma lo eligió en su


momento. Tú deberías haberla dejado en paz. No deberías haberla vuelto a la vida. ¿Por qué lo
hiciste? Únicamente por tus propios intereses. No la dejas elegir y debería tener una opción. Si la
quieres, verás que ella no es feliz así. La tienes encerrada en una habitación de la cual no la dejas
salir.

─ Colmada de lujos.

─ ¡No importa! ¡A ella todos esos lujos no le importan lo más mínimo! Sólo busca la paz eterna.
Y yo la ayudaré en su propósito. Hizo bien al llevarme al orfanato y mantenerme alejada de ti.
Jamás la juzgaré por ello, sino todo lo contrario. Le estaré eternamente agradecida.
Capítulo 24

Uriel me miró enfurecido y desafiante. Yo ya no podía pensar en nada de lo que ocurría en mi


alrededor mas que en él y mi madre. Mis progenitores, uno en cada bando, y yo ya había elegido
el mío.

─ Eres mi hija, no puedes rebelarte contra mí.

─ ¿Entonces, qué es lo que quieres que haga? Tus intereses y los míos difieren bastante. Y
mientras tú no recapacites y des a Adela lo que desea...

─ No mataré a Adela. La necesito en mi vida. Igual que a tu hermano y a ti.

─ Entonces, jamás podremos llegar a un acuerdo.

Uriel se acercó a mí, que todavía seguía tumbada en el suelo, aturdida por el abrupto impacto
que había sufrido. Pasó una mano por encima de mí, sin tocarme y me sentí rejuvenecer. Me di
cuenta de qué había hecho cuando acerqué mi mano a la cabeza y no hallé rastro alguno de
sangre. Tampoco sentía dolor. Me había curado al instante.

─ Soy tu padre. Quiero que estés conmigo, que formes parte de esta familia que te empeñas en
mantener desunida. Si accedes a mis deseos, te daré todo cuanto desees. Estás a punto de cumplir
los dieciocho años. ¿Deseas conducir? Tendrás el coche que desees. O una moto. O ambas cosas.
¿Recuerdas el restaurante en el que os parabais tus amigas y tú a oler las deliciosas comidas que
se preparaban dentro? Podemos ir allí a cenar. Incluso pueden venir tus amigas. ¿Recuerdas
cuando eras pequeña? Te esforzabas por ahorrar una miseria con los céntimos que Sor Clavel te
daba por sacarle brillo a sus zapatos para poder comprarte una chocolatina. Ahora yo puedo
comprarte cuanto chocolate desees. Todo el que quieras. ¿Quieres que la gente te admire?
¿Quieres que te respeten? También te lo concederé. Todo el que te mire quedará prendado de ti.
Todo el que te discrimine sufrirá grandes dolores.

─ ¡No le escuches, Isobel! ¡Es un demonio! ─ gritó Sergio.

─ ¡Soy su padre! ¡Y por lo tanto, ella también lo es!

─ ¡Isobel! ─ gritó Sergio de nuevo – Jesús y Uriel crean ilusiones procedentes de la Biblia para
hacer daño a los más creyentes. Tú, como su hija, tienes los mismos poderes, sólo que no los sabes
usar porque no está desarrollados. Las plagas, lo de aparecer y desaparecer, las continuas
tentaciones. Tu poder de demonio unido al poder de tu fe podrá hacer que Dios te proporcione
poder para vencer al Mal.

─ Chico listo – susurró mi padre a mi lado ─. Me gusta para ti. Cuando le cambiemos esa
forma de pensar, claro está.

─ Isobel, por eso te traté de forma especial, ya lo sabes ─ intervino Sor María ─. Quería
protegerte porque tu padre y tu hermano son demonios. Pero eso no hace tú seas como ellos, no
has sido criada de igual forma. Tu madre vino al orfanato y allí dio a luz, estando yo delante.
Adela te encomendó a mí para que Uriel no te corrompiera, te dejó allí porque es un lugar
sagrado del señor al que él no podía acceder. Ella fue muy inteligente al actuar así. Sólo tienes
que ver cómo trata a tu madre, tú misma la has visto y has hablado con ella. Has explicado que
está sufriendo. Si ella te mantuvo alejada de tu padre, fue por algún motivo.

Miré a Uriel. Tenía la expresión desencajada y miraba con odio a Sor María.

─ Nunca sería capaz de maltratar a Adela, yo la amo. Ella me ha hecho sufrir y, ¿sabes qué? La
he perdonado, he seguido el consejo de Jesucristo, si una persona a quien quieres peca, hay que
perdonarle no hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

─ No eres un buen samaritano por eso. Quieres llevar a Isobel a tu mundo de tinieblas y
oscuridad y yo no lo permitiré.

Apenas me dio tiempo a reaccionar cuando vi a Jesús abalanzarse sobre mí. Sentí como si un
dragón invisible me tragara. Salí corriendo, pero él me sujetó fuertemente por los antebrazos,
impidiéndome avanzar. Intenté retorcerme para desasirme de él. Adelanté el pie derecho para
tirarlo hacia delante, pero él se resistió. Sin embargo, conseguí retorcer mi cuerpo de alguna
forma y alejarle de mí con una soberbia patada. Intenté arrastrarme como pude y coger impulso
para levantarme, pero fue imposible. Sin darme tiempo ni para respirar, cayó sobre mí,
aplastándome con su enorme cuerpo. Después, me agarró de ambas piernas y tiró de mí como si
de un muñeco de trapo se tratase. Le di una patada con toda la fuerza que me fue posible en el
estómago y, aunque pareció haberle dolido, acabó atacándome nuevamente como si nada. Lancé
un puñetazo hacia su mandíbula, que consiguió esquivar; mientras, a su vez, me agarraba
débilmente la pierna derecha, como si su intención no fuera hacerme daño. Sin embargo, se
levantó majestuoso sobre mí, me cogió en volandas como a un niño pequeño y me lanzó por los
aires de forma brutal. El impacto fue tal que acabé tirada en el suelo, golpeándome los huesos.
Sentí que mi cabeza se abría y se hacía trizas.
─ Odio que mis hijos se peleen. Realmente lo detesto.

Yo seguía tumbada, boca arriba, sin fuerza alguna. Jesús estaba agachado sobre mí,
mirándome desafiante. Estaba perdida, ¿qué iba a hacer? Ya no tenía más recursos; no podía
comparar mi poder con el de ellos, ya que el mío era prácticamente nulo. Quería pensar que no
podía rematarme, que era mi hermano. Dos ríos compuestos de lágrimas nacieron en un
momento de debilidad absoluta. Jesús me miró con fingida pena. Uriel se acercó a mí y apartó a
mi hermano de un empujón. A él no pareció importarle, se movió grácilmente y con una sonrisa.
Mi padre me ayudó a sentarme y me acunó como una niña pequeña; me dio un beso en la frente
y aspiró mi olor.

─ Hueles a sangre, hija mía ─ se limitó a decir.

¿Por qué no se limitaba a dejar que Jesús me matase? Uriel había mencionado repetidas veces
que deseaba a la familia unida. Sin embargo, había permitido que Jesús me patease hasta no
poder levantarme del suelo. También que sus monstruos se enfrentaran a mí. Aquello no podía
ser amor. También prometía amar a Adela y la había hecho revivir de forma antinatural para
que estuvieran siempre juntos. Y él sabía de primera mano que Adela no era feliz de aquella
manera.

─ ¿Por qué te esfuerzas en llevarme la contra? ¿No es más fácil unirte a nosotros desde el
principio? Así te ahorrarías todo este sufrimiento.

Negué con la cabeza, impedida a hablar. Mi padre pasó su mano firme por mi rostro de
manera paternal. Me miró con dulzura, se acercó a mí y me dio un sonoro beso en la frente. Mi
mente estaba como en una nube cuando vi por el rabillo del ojo a Sergio abalanzarse sobre Jesús.
Éste no pudo esquivar el golpe inesperado y cayó bruscamente al suelo. Se levantó elegantemente
como si nada hubiera pasado y se dirigió con furia hacia Sergio. Ambos comenzaron un forcejeo
que acabó en lucha. Yo seguía sin poder levantarme; mi padre sentado a mi lado en el suelo.
Carolina y Sor María juntas, casi abrazadas. Mi amiga siguiendo todos los movimientos de la
lucha y la Madre Superiora clavando su mirada en nosotros. La que fuera mi guardiana durante
todos aquellos años entrecerró los ojos con odio. Supuse que sintiéndose impotente por lo
frustrante de la situación. Mi amante y mi hermano luchando en un espectáculo sangriento que
parecía no tener fin. Así pasó el tiempo, no supe decir cuánto, mientras mi padre y Sor María
seguían mirándome.

Jesús lanzó a Sergio una mirada de cinismo y superioridad, como si ya diera por hecho que
sería el ganador de la lucha. Sergio respiraba con dificultad, pero seguía en pie. Eso era lo
importante. No podría soportar verlo caer. No podría soportar la idea de una vida donde él no
estuviera. Echaría de menos todo lo acontecido junto a él: las escapadas de ambos orfanatos para
vernos, los pequeños regalos que nos hacíamos, tan pobres como pulseras de lana, caramelos,
flores o corazones de papiroflexia hechos con periódicos viejos encontrados en la basura.
Nuestras miradas coincidiendo a la misma vez que lo hacían nuestros pensamientos. Aquellos
pequeños gestos que confirmaban nuestro amor, pero que no avanzaban más por miedo a que
algún curioso nos descubriera. Esos leves roces de nuestras manos. Los labios ansiosos los unos de
los otros de un beso prohibido. Tantas noches había soñado con él, con superar esos límites que
tanto ansiaba. Saber que a él le pasaba lo mismo hacía que la rabia ya sentida de por sí me
quemara todavía más y más fuerte. La manera en que me hacía cambiar el mal humor por la
alegría al estar a su lado con sus originales bromas.

Jesús golpeó brutalmente a Sergio en el rostro, a la altura de las mejillas. Se quedó


completamente abrumado. Retrocedió tambaleándose, un tanto mareado, hasta que tropezó con
sus propios pies y cayó al suelo. Jesús se posó de rodillas junto a él, esperando que volviera a la
lucha. Al ver que éste no se levantaba, se sentó en el suelo, quieto como una estatua y comenzó a
darle pequeños golpecitos. Tal vez así creía que volvería en sí. No sabría decir a ciencia cierta si
Sergio sólo estaba fingiendo o si realmente se encontraba en mal estado. Se abalanzó sobre mi
hermano sin darle tregua o aviso alguno y agrediéndole a puñetazos. Ante esto, Jesús pegó un
salto y se dejó caer sobre él, derribándole de nuevo. Sergio consiguió enderezarse en tan sólo
unos segundos, no sin antes golpearse las rodillas contra suelo y luego alzarse sobre ellas.
Comenzaron un nuevo forcejeo hasta que Sergio pareció ganarle terreno y fuerza a Jesús. ¿Cómo
era aquello posible? Jesús era un demonio o, al menos, un ser maligno. Cosa que parecía no
importar en aquel momento. No para mi amante secreto. Le atacaba con repetidas patadas,
moviendo continuamente las piernas. Lanzándose contra él con diversos empujones. Jesús
solamente podía retroceder ante el ímpetu de Sergio.

─ Dile a tu novio que pare – me instó Uriel.

─ No. No lo haré.

─ De acuerdo. Tú lo has querido.

Entonces, salió corriendo con una velocidad alarmante hacia donde se encontraba Sor María,
que cayó inconsciente contra el durísimo suelo. Entonces, él volvió a su lugar original y Carolina
se arrodilló junto a ella, preocupada y, luego, alarmada. Me buscó con la mirada hasta que me
encontró y me miró desesperada y con los ojos plagados de lágrimas. No necesité que sus
palabras tomaran forma ni se materializaran a través de ningún sonido; Carolina movió los
labios y lo entendí. La había matado. Jesús y Sergio no se habían enterado de nada. Entonces, grité
el nombre de Sergio y se distrajo, hecho que aprovechó Jesús para asestarle un último golpe y
dejarlo inconsciente a sus pies.
Capítulo 24

Entonces, sin comerlo ni beberlo, recordé la historia del Arca de Noé. Era una historia de la
Biblia en la cual Noé creó una embarcación de madera, hecha por sus propias manos, a petición
de Dios, que estaba cansado del comportamiento egoísta de las personas que había creado. Se
avergonzó de aquella generación rodeada de agresividad y maldad. Para exterminarlos y volver a
empezar con un nuevo grupo de buenas personas, mandaría un diluvio universal. La misión de
aquella barca era la salvación de Noé, su mujer y sus tres hijos, así como de las parejas de éstos,
para preservar la descendencia y continuidad del ser humano. Sólo ellos sobrevivirían, junto con
una pareja de cada tipo de animal. Bueno, al menos, ésa es la versión que todo el mundo cuenta y
sabe — o cree saber. Ya que de cada animal puro serían siete y una sola pareja de animales
impuros. Sergio me había explicado que el poder que tenían Uriel y Jesús era el de crear
ilusiones. Si ellos podían, yo – hija y hermana de ellos – también podría. Tal vez sólo tenía que
concentrarme. ¿Acaso no había derribado a un monstruo de mi padre con una luz procedente de
mi mano? Quizás aquello que había creado era también una ilusión. La demostración de que
tenía ese mismo don.

—Haré llover sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches. Y exterminaré todos los
seres que hice de la faz de la tierra – susurré.

—Eso no lo puedes hacer, hija mía, por mucho que lo deseara. No tienes ese poder. Pero si
ansías crear ilusiones como ésas, yo te puedo enseñar. Dame un par de años. No he podido
criarte como a Lucifer, pero seguro que puedo enseñarte y que tú aprenderás rápido —sonrió
burlón, Uriel.

—Aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas del cielo fueron
abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches. Sólo aquellos que estaban
protegidos por el arca sobrevivieron. Tú no tienes arca, no podrás sobrevivir. Te ahogarás de
igual manera que lo hicieron todos los humanos en aquellos días oscuros. Eres egoísta y malvado,
como lo eran todas aquellas personas. Mereces un castigo. Y tengo a Dios de mi parte. ÉL es más
poderoso que tú.

—Ni siquiera sabes si existe.

—Tú existes. Eres la confirmación de que existe el bien y el mal. Si existe el demonio, existe
Dios. Mi fe jamás ha estado tan clara y consolidada como ahora. Puede que no sea un ángel, pero
no me convertiré en un demonio como tú.

Me concentré de una forma tan explícita como nunca antes. Trasladé mis pensamientos a otro
lugar lejos de allí. A un desierto. El mismo desierto por el cual Jesucristo había caminado y había
sido tentado por el demonio. Después de cuarenta días sin comer ni beber, por fin, sintió hambre.
Entonces el demonio, oportunista por naturaleza, se había acercado a él para decirle que, si era el
hijo de Dios, que le pidiera que convirtiera algunas piedras en panes para apagar su hambre.
También le retó a tirarse desde lo alto de un templo, alegando que los ángeles lo cogerían entre
sus brazos para no sufrir daño alguno. Todo aquello no fue más que una obra del demonio para
que Jesucristo se rebelara contra su padre y se postrara ante él. Cosa que no hizo y a la que no
sucumbió. Yo esperaba tener la misma fortaleza que Jesucristo. No dejarme tentar ni engañar por
el demonio que, en este caso, era mi padre. De igual forma que Jesucristo fue tentado por el
demonio para separarse de su padre; yo era tentada por el mío, para alejarme de Dios, del cual
no podía estar segura que existiera pero que esperaba que así fuera.

Abrí los ojos y vi el resultado de mis oraciones. Jesús, Uriel y yo nos encontrábamos en aquel
mismo desierto en el cual había estado pensando tan sólo unos segundos atrás. Ambos me
miraban asombrados, sin creer lo que acababa de pasar. Tampoco yo conocía lo ocurrido mucho
mejor que ellos. Si aquello era una alucinación, me había salido muy bien. Uriel me miró
orgulloso por un lado, furioso por otro. Podía ver la lucha interior en sus ojos oscuros como las
sombras. Admiraba el poder con que había creado aquella ilusión, pero odiaba tenerme en el
bando enemigo. Él no había planeado que aquel día transcurriera de aquella manera. Había
esperado que me uniera a su familia sin condición alguna, habiendo yo carecido de una durante
toda mi vida. Jesús, sin embargo, no sentía hacia mí ningún buen sentimiento. Me miraba
rencoroso y repugnado, odiándome por rebelarme contra mi padre. Igual creían que trayéndome
de vuelta a ellos me hacían un gran favor, pero no lo era. Jesús había dedicado mucho tiempo a
investigarme y retarme, así como descubrirme con pequeñas indirectas los grandes secretos
sobre mi familia. Pero también había hecho grandes maldades, como mandar las plagas sobre el
orfanato.

—¿A qué estás esperando a tentarnos, Isobel? —rió Jesús, intentando parecer despreocupado
—. ¿No es por ello que nos has traído aquí? ¿Cuál es la sorpresa que nos piensas mandar?

Cerré los ojos y se me escapó un suspiro. Ni yo misma estaba segura de qué es lo que iba a
pasar. Desconocía siquiera qué era lo que había hecho exactamente, qué ruedecilla de mi mente
había girado, para trasladarnos a aquel desierto. Entonces, pensé en los animales. Primero
apareció en mi cabeza un borrón oscuro sin forma. A él se unió otro borrón. Y así sucesivamente,
hasta que no pude contarlos. Fueron tomando forma y definiéndose poco a poco. Identifiqué una
larga trompa, gruesa y de textura arrugada. La difusa mancha se fue perfilando hasta mostrar un
majestuoso elefante. A su lado se hallaba otro elefante. El resto de borrones fueron
convirtiéndose, de igual manera, en animales. Dos jirafas, dos tigres, dos gacelas, dos ciervos, dos
gorrinos, dos gallinas, dos gallos, dos vacas, dos pavos, dos búhos, dos mapaches, dos osos, dos
ardillas, dos zorros, dos monos, dos leones, dos patos, dos cocodrilos....

Y de repente, se materializaron. Todo cuanto imaginé en mi mente se materializó como por


arte de magia, repitiendo mi acción anterior. Los animales se unían formando un círculo a
nuestro alrededor, quedando nosotros dentro de él. Parecían un ejército esperando una señal de
su líder. Tan quietos y silenciosos, como estatuas de metal. Gacelas y tigres, inmóviles, unos al
lado de otros, presas y cazadores naturales por instinto, sin atacarse ni huir.

Ni siquiera he pensado en un animal en concreto.

Jesús me miró intimidado y desdeñoso. A Uriel se le crispó el rostro. Yo, por mi parte, sentí mi
cuerpo entumecido, al igual que mi mente dormida. Me pareció estar en un sueño lejano, sin
estar totalmente consciente ni presente en él. Como si todo aquello no tuviera nada que ver
conmigo. Sin embargo, todos los ojos estaban puestos en mí. Estaba completamente abrumada.
Uriel se llevó dos de sus níveos dedos a los labios. No supe cómo interpretar aquel gesto.

—Querida hija, realmente te quiero. Tú lo sabes. Hagamos las cosas a tu manera si es lo que
deseas. Somos tu familia, al fin y al cabo —en su tono paternal y aterciopelado había un
trasfondo que reconocí al instante: el temor. Sin embargo, que mi padre tuviera ese sentimiento
hacia mí me producía, en cierto modo, risa.

Todavía seguía aturdida sin entender muy bien en qué ilusión debía concentrarme esta vez.
Los animales seguían petrificados en sus puestos. Según la Biblia, debían ir entrando en la
embarcación para no morir ahogados por el diluvio. ¿Pero de qué me servía aquello? Para
empezar, no había una embarcación y, aunque la hubiera, no le encontraba utilidad alguna.
Entonces, recordé que había mezclado dos ilusiones y que podría hacerlo otra vez: había atraído
a todos los animales de Noé al desierto en que Jesucristo fue tentado por el demonio.

Pensé en ello durante un momento. Los animales parecían estar esperando una señal, como
otros tantos personajes bíblicos esperaban una de Dios o cambiaban sus acciones con una
llamada inesperada de Él. Jesús y Uriel no eran grandes demonios como los presentes en las
historias bíblicas, sino demonios hechos carne, demonios menores. No eran demonios de verdad,
sólo unos seres nacidos como malignos. Por lo tanto, se les podía atacar con su misma moneda;
de la misma forma que ellos lo hacían. Tan sólo eran hombres. Y un hombre cualquiera podría
ser atacado por otro cazador por naturaleza. Entonces, como un interruptor, una pequeña luz se
encendió en mi cabeza y encontré la conexión que uniría el triángulo extravagante y misterioso
de la realidad, mis pensamientos y las alucinaciones que podía crear. Entendí, por fin, la señal
que estaba esperando aquel ejército de animales.

El silencio colosal que inundaba aquel desierto se convirtió de repente en un murmullo y,


pocos segundos más tarde, en un alborotado bullicio de gruñidos, mugidos y bramidos
procedentes de las entrañas de los animales. En un segundo, mi hermano no pudo reaccionar
ante la avalancha de patas, trompas, alas y picos. Consiguió soltar un pequeño grito ahogado
antes de que desapareciera entre la estampida enfurecida. Más encolerizada era la mirada oscura
de mi padre, que me hizo estremecer.

—¡Páralo! — gritó —. ¡Páralo o te prometo...!

—¿Qué es lo que me vas a prometer? ¿Qué dejarás descansar en paz a mi madre? ¿Qué no
harás daño a las chicas y monjas del orfanato? ¡Acabas de matar a Sor María, por el amor de
Dios! Y espero que Jesús no haya matado a Sergio, rezo porque solamente lo haya dejado
inconsciente. Sino...

─ Sino, ¿qué? Puedo revivirlo. A Sor María también. Puedo traerlos de vuelta a ambos.

─ Simplemente estás tentándome otra vez. Después de ver lo que le ha pasado a Jesús tienes
miedo. Y haces bien. No saldrás impune de esta situación. No quiero que la traigas de vuelta
porque sería infeliz, como Adela. Y si hago esto no es por mí, es por mi madre. Para liberarla.

─ Yo la amo, Isobel. A tu madre, a tu hermano y a ti. A Jesús también lo puedo traer de vuelta si
me lo permites. Haremos todo cuanto quieras. Lo juro.

─ No.

Él pareció perder la paciencia.

—¡Para todo esto, Isobel! ¡Páralo! ¡Manda a los animales que traigan a Lucifer de vuelta!

Pero yo no estaba dispuesta a hacer aquello. Mi madre me había dejado una orden clara: que
matara a mi padre. Si no lo hacía, él dañaría a mucha gente. Eso es lo que hacían ellos. Conseguir
lo que deseaban, no importaba el precio a pagar. Y Adela sufría con esa vida sobrenatural. Ella
deseaba descansar eternamente. Por una parte, deseaba mantenerla con vida para conocerla más,
pero Adela aseguraba que no era feliz por culpa de una fuerza opresiva que la hacía recordar
que ella no era del mundo de los vivos.

Inspeccioné todas las historias bíblicas que recordaba de la radio, buscando una que me
sirviera para mi nuevo propósito. La crucifixión de Jesucristo, la victoria de David sobre Goliat, la
sabiduría del rey Salomón, Sansón y el secreto de sus cabellos, la traición de Adán y Eva
comiéndose la manzana prohibida, la destrucción de Sodoma y Gomorra, entre otros. Pero, sin
previo aviso, una visión vino a mi mente. ¡Pero qué tonta! ¿Cómo podía haber estado tan ciega?
Todavía no había mostrado mi idea original. ¡El diluvio! Había trasladado a Uriel y a Jesús al
desierto para que la inundación provocada no dañara a Carolina, a Sergio e, incluso, a mi madre.
Sergio debía estar vivo. No podía pensar de otra manera. Debía estar simplemente inconsciente.

Una sonrisa apareció en la comisura de mis labios. Mi padre frunció el ceño, adivinando qué
yo ya tenía un nuevo plan para atacar. Probablemente se preguntaría qué rayos iba a pasar
ahora. Qué ilusión iba a crear. Uriel parecía estar a punto de desmoronarse, aunque él
claramente estaba intentando ocultarlo. No sabía cuán difícil sería pero, si había podido atraer
hacia nosotros a Dios sabe cuántos animales, también podría atraer cantidades
inconmensurables de agua. Lo que no sabía era si me daría tiempo a escapar o si me ahogaría en
el intento de matar a Uriel. Comencé la ilusión pensando en ella. Me imaginé en mi propia mente
a mí misma, bañándome, rodeada de agua. Pensé en ríos caudalosos con sus afluentes, en mares y
océanos, infinitos, sin fin, tal cual eran, repletos de secretos y tesoros inundados y perdidos para
siempre. Arroyos, cascadas, lagos, charcas, manantiales, cataratas. Moví mis dedos, rozando
suavemente unos con otros y los descubrí húmedos. El agua fluía por mis manos. Pronto descubrí
que también lo hacía por todo mi cuerpo. Toqué mi cara, mojada; mis pies, mis piernas, mi
vientre, mi pecho, mi cuello, mis cabellos. Sentí mi boca fresca cuando pasé la lengua por mis
labios. El calor del desierto ya no me hacía ningún efecto. Estaba en perfecto equilibrio.

El agua, fuente de vida y, en su desmesurada y violenta medida, también de muerte. Daba la


vida y también la podía quitar. Ante aquel pensamiento, proyecté en mi mente los tsunamis, las
inundaciones, los huracanes, las tormentas de granizo, las trombas de agua,... los diluvios. Sentía
el agua emanar de mi cuerpo, como una espiral, subiendo y bajando, envolviéndome por
completo. Parecía haberme convertido en un punto de luz. Mis tendones y mis músculos
tensándose; mis huesos crujiendo.

Y entonces sucedió. El cielo despejado del desierto se cubrió de nubes grises y oscuras en
apenas unas milésimas de segundo. No comenzó siendo unas pequeñas gotitas o un leve chispeo,
sino una lluvia fuerte que caía violentamente sobre la arena, convirtiéndola en barro. A pesar de
encontrarnos en una zona desértica, el agua comenzó a llenar el suelo, encharcándolo. El nivel
subía y subía; cubriéndonos los pies, llegando hasta las rodillas y unos minutos más tarde, hasta
la altura de la cintura. Así iban pasando los minutos, mientras yo no dejaba de concentrarme en
aquella ilusión y mi padre me miraba de forma desafiante. Las ráfagas de viento ayudaban a
crear la tormenta perfecta. Uriel seguía sin mover un sólo músculo, debatiéndose entre atacarme
o seguir petrificado. Sabía que no quería matarme ni hacerme daño alguno pero, por otro lado,
no podía quedarse quieto para siempre. Sin embargo, no le permitiría moverse, ya que proyecté
hacia él una ola de varios metros, formada con la lluvia caída que se encontraba a nuestro
alrededor. Cuando llegó, mi padre apenas se movió, ni gritó ni soltó sonido alguno de su boca
como Jesús lo había hecho. Simplemente dirigió hacia mí su última mirada, traicionada y
enfurecida.

Sólo quedaba una única cosa: salir yo de aquella ilusión con vida. Debía volver al paraje
oscuro del que habíamos llegado y encontrarme de nuevo con Sergio, Carolina y, a ser posible,
con mi madre Adela por última vez.
Capítulo 25

Sentí un profundo ahogo en mi cuerpo y supuse que el agua que sentía en mi interior ya no era
la que emanaba de mí. No podía respirar y, cuando intentaba tomar una bocanada de aire, era
simplemente agua. Me estaba ahogando. Estaba muriéndome. Cuanta más agua me cubría mi
capacidad para pensar se reducía más también. Debía darme prisa, aquella ilusión se me iba de
las manos. No sabía como pararla. Aun no había parado ninguna ilusión de las pocas que habría
creado, me había limitado a dejar que siguieran su curso hasta lograr su cometido. Respecto a
Jesús, simplemente deseé que los animales hicieran con él lo que quisieran. A partir de ahí, yo no
les ordené nada más. Supuse que, una vez devorada su presa, se habrían esparcido por aquel
desierto o habían viajado todos juntos como una monumental manada. Esta nueva ilusión
también había dado sus frutos: acabar con mi padre y así cumplir el deseo de mi madre. En
cuanto a aquel punto, podía estar tranquila. Muriera o no, sabía que mi madre ya podría
descansar en paz, como deseaba. Podría volver a la muerte, lugar al que había llegado por su
propio pie y, no volver a tener miedo. Uriel no la reviviría de nuevo porque ya no estaría allí para
aplicar sus poderes malignos sobre ella. Intenté rememorar alguna de las historias de la Biblia
que me ayudara a volver con mis amigos, pero no encontré ninguna. Posiblemente por la falta de
oxígeno que estaba experimentando mi cuerpo. Me concentraba únicamente en la forma de
librarme del agua en aquel momento, moviendo los brazos y pies, intentando nadar, saliendo a
flote e intentando buscando algún resquicio de oxígeno sin inundar, allá en la superficie.

Reconstruí en mi mente a Carolina y a mí, en diversas ocasiones junto a Paz y Lolita. A pesar
del caos, me pregunté qué estarían haciendo ellas, cómo se encontrarían. Cómo estarían las
mentes aturulladas de todas las chicas y monjas del orfanato. No sabían nada de los seres
malignos apodados demonios, de que Jesús era uno de ellos, incluso, de que yo también lo era.
Desconocían que Carolina y Sergio también estaban involucrados en estos asuntos, aunque yo de
éste último no entendía muy bien porqué. Carolina había estado saliendo con un tipo inferior, un
multi almas asesino y destroza hogares capaz de acabar con su familia. La mayor sorpresa se la
llevarían cuando descubrieran que Sor María era algo así como una monja guerrera conocedora
de estos seres y mi guardiana personal. Y lo peor de todo: que había perecido en su intento de
protegerme al seguirme hacia un lugar que yo misma desconocía, lejos de toda civilización. De
nada le había servido a Sor María aquel equipamiento de combate. El agobio hizo mella en mí, ya
que supe que no saldría de ésta. Llegó un punto en que no encontré ni un solo espacio abierto
por el cual respirar. Mis pensamientos se dirigían cada vez más hacia mis amigos y la que
consideraba mi familia: las monjas y las niñas. No había sido una buena familia precisamente, a
causa del favoritismo que la Madre Superiora tenía sobre mí, pero todas ellas habían ejercido ese
cargo sobre mi vida. Me cuadraban tantas cosas que desconocía sobre mí. Ocasiones y momentos
que me sentía confusa por los derechos que Sor María me daba. Me pregunté cómo habría sido
mi vida si mi madre se hubiera quedado conmigo en el orfanato, cuidándome, en vez de
enfrentarse a Uriel, sabiendo que éste no le estaría esperando con los brazos abiertos. Finalmente,
el agua se apoderó de mi cuerpo y todo se volvió negro y oscuro como las profundidades del mar.

Cuando recuperé la consciencia me hallaba tendida sobre el suelo. Todavía sentía el sabor
salado del agua y la garganta obstruida por la misma. Un golpe seco y decidido en el pecho se
repetía una y otra vez. Algo tapaba mi boca y, de repente, sentía cómo mis pulmones se llenaban
de aire. Y nuevamente los golpes en el pecho. Una acción seguida de otra, una y otra vez. Abrí los
ojos y encontré una visión nublada llena de pequeñas gotas. Llevé mi mano derecha hacia ellos y
los limpié como pude. Mi garganta explotó como una bomba y de mi boca comenzó a salir agua
por doquier. Noté sobre mi nuca los dedos de una mano, ayudándome a levantar la cabeza. Pero
eso no fue suficiente y me moví hacia un lado, para poder vomitar. Escuché a alguien hacer una
sonido de asco. Era Carolina. Podría haberla identificado entre miles de voces. Mi visión se fue
aclarando hasta que la distinguí por completo. A su lado estaba Sergio, mi mejor amigo y amante
secreto. Me erguí hasta quedarme sentada, mientras ellos me observaban con atención por si
requería su ayuda. Cuando mi mente recordó la situación en que nos encontrábamos busqué a
Sor María con los ojos sin moverme del sitio. Realmente sólo se encontraba a unos pasos de mí.
Acabé tumbándome en el suelo para poder arrastrarme hacia ella, ya que no me veía con
capacidad de levantarme y andar. Sergio y Carolina no se acercaron, sabían que era una realidad
que deseaba afrontar en solitario.

Acaricié con mi mano izquierda su corto pelo rubio, que se encontraba despeinado. Sus ojos
permanecían cerrados y no quise abrirlos, prefería recordarlos llenos de vida. Sus labios, que se
hallaban pálidos al igual que su cara, estaban entreabiertos. Acaricié su cara helada por la
muerte y y le di un beso en la frente. Un grito de impotencia y rabia salió despedido de mi
garganta como una bala sale disparada de una pistola. Noté detrás de mí los gemidos de angustia
y preocupación de Carolina y Sergio. Me abracé a mi guardiana y allí me desahogué, soltando en
forma de lágrimas todo el agua que había tragado en la inundación provocada para el único
propósito de matar a mi propio padre.

Al cabo de un rato, volví al laberinto, atravesando todas y cada una de las puertas que
encontraba a mi paso. Fui sola. Sergio y Carolina habían insistido en acompañarme, pero prefería
que se quedaran guardando el cuerpo de Sor María. Corrí como si me fuera la vida en ello y no
iba muy mal desencaminada. No cesé en mi empeño de buscar aquella habitación cursi y repleta
de rosa. Necesitaba ver a mi madre por última vez. Despedirme de ella antes de que volviera al
mundo del Más Allá. Cuando llegué a mi destino, estaba esperándome. Se hallaba sentada en el
suelo, sobre una alfombra, y apoyada sobre el costado de la cama. Entre sus manos sujetaba un
cuchillo. Su rostro estaba cubierto de sangre, fenómeno que ocurría cuando lloraba. Ahora podía
verlo por mí misma. Sonrió al verme pasar.

─ Sabía que volverías a por mí. Eres mi hija.

─ Lo sé. Y yo sabía que pospondrías tu final hasta que yo llegara.

Adela sonrió. Se limpió las lágrimas de sangre con la manga de su camisón de seda.

─ Me siento muy orgullosa de ti. Sé que vas a ser capaz de enfrentarte a los obstáculos que te
depare la vida después de afrontar todo este dilema sobre tu vida. Has tenido que venir tú para
acabar con el mal que me rodeaba y, aunque sigo condenada por sucumbir a Uriel, me quedo
tranquila y feliz por ti. No eres un demonio como tu hermano ni como tu padre. Eres un ser
especial, lo más parecido a un ángel que he visto nunca.

─ No soy un ángel.

─ Para mí lo eres.

─ Sé que soy una persona horrible por todo esto. Puede que no hayas tenido una familia
convencional, pero has tenido una hermosamente grande. Amigos de verdad. Eso es algo que
nadie podrá quitarte jamás.

Adela se inclinó hacia adelante y me dio un beso en sendas mejillas y, luego, en la frente. Yo
aun no estaba preparada para despedirme, pero sabía que era la hora. Adelanté mi cuerpo hacia
ella y la abracé con fuerza. Así permanecimos durante varios minutos que me parecieron simples
segundos. Ella fue la que rompió el silencio diciendo:

─ Debes irte.

─ Lo sé. ¿Qué pasará ahora?

Sin decirme nada, me mostró el cuchillo que tenía entre sus manos y se arremangó una de las
mangas de su camisón para enseñarme las marcas de su primer suicidio. El que había acabado
con ella hace tantos años atrás. Entonces el método aplicado sería el mismo. Me dio un escalofrío
e hice un gran esfuerzo por no llorar.

─ Te quiero, María Isobel ─ susurró, llorando de nuevo. Su rostro volvió a mancharse de


sangre.

─ Yo también te quiero, mamá.


Capítulo 26

Cuando llegamos al orfanato, las monjas y las niñas nos clavaron sus aterradas e interrogantes
miradas y Sergio fue el encargado de reunir a ambos orfanatos, masculino y femenino, en una
misma sala para explicar la traumática experiencia. Curas, monjas y huérfanos. Nadie quedó
indiferente ante el descubrimiento de los demonios, la muerte de Sor María y el hecho de que yo
también era un demonio. Por fin conocieron y entendieron toda la historia. Entre todos se decretó
que se crearía una sociedad secreta por la cual cada uno continuaría con su vida pero que
también seguirían en contacto con el fin de eliminar demonios como Uriel y Jesús, ya que habría
miles de ellos en todo el mundo.

Visité el despacho de Sor María por última vez, queriendo aspirar su olor y recordarla sentada
en su sillón, con el semblante serio e impenetrable. Me llamó la atención un pequeño sobre
blanco con mi nombre al completo: María Isobel. Lo abrí y el resto de dudas sobre mi vida
quedaron completamente resueltas.

Isobel, siento no haber sido del todo sincera contigo, pero en los conventos no nos preparan
para esta clase de situaciones. Si todo acaba según lo esperado, tú no estarás leyendo esta nota,
sino que acabará quemada. Si mis planes se han torcido, yo ya no estaré para cuidarte y esta nota
la leerás al encontrarla en mi despacho. Ésta es la historia que tendría que haberte contado desde
el principio y no te conté:

Tu madre tocó a la puerta del orfanato un lluvioso martes de madrugada. Estaba todo oscuro y
todas las hermanas estaban acostadas, excepto yo que estaba en mi despacho trabajando. Una
chica joven y de pelo rubio esperaba al otro lado. Estaba embarazada; muy embarazada.

─ Pido ayuda. Estoy a punto de romper aguas y voy a parir.

─ ¿Por qué no va a un hospital? La atenderán mejor que aquí. En el orfanato atendemos a


recién nacidos y niños menores de edad, no partos.

─ No puedo. Mi hija estará en peligro en cuanto dé a luz. Por favor. Su padre la quiere raptar.
Se lo suplico por el amor de Dios.

La hice pasar. Llevaba el pelo enmarañado y empapado, igual que sus ropas. Apenas podía
caminar. La llevé hacia una habitación particular ─ la que ahora te corresponde a ti ─ y la
acomodé en la cama. Mientras dilataba preparé todo lo necesario para asistirla en el parto.
Después de un tiempo nació una hermosa niña con la marca del demonio en la espalda.
Enseguida me asusté, te aparté de mí, horrorizada. Jamás había creído en esos cuentos, pensaba
que sólo se trataba de leyendas lejanas inventadas por las mentes extrañas atrapadas en el
pasado retrasadas anticuadas de otros tiempos. Y comprendí que era cierto: los demonios hechos
carne existían. Adela me suplicó por ti.

─ Por favor, ayúdela. Protéjala de su padre, de lo que puede hacer de ella. Yo cometí un error
entregándome a él, ¡pero ella no tiene porqué pagarlo! Ya he perdido un hijo, a mi primogénito;
su padre lo ha corrompido para que haga el mal como él. No permitiré que a mi hija le pase lo
mismo. No me da mido la muerte, ni el sufrimiento, y Uriel me va a hacer pagar muy caro el
hecho de entregarla a un orfanato de monjas, porque es un lugar sagrado, pero lo único que
temo es por la vida de ella. Quiero que mi hija disfrute de una vida normal, que Usted la ayude,
que la enseñe a protegerse de los demonios, de la tentación, de lo que ella misma es. Quiero que
su vida sea satisfactoria y feliz, alejada de demonios y seres malignos. He traído conmigo una
carpeta con información sobre mí. Me gustaría que María Isobel sepa quien fue su madre,
aunque sólo sea a través de antiguas fotografías y recortes de periódico. También he traído un
diario que escribí.

─ ¿María Isobel?

─ Quiero que mi hija reciba ese nombre en su bautismo. Así se llamaba la Virgen.

─ Puedo bautizarla cuando te encuentres mejor.

─ Se lo agradezco de corazón.

─ Espera, ¿qué hará después? Ha dicho que tengo que darle una carpeta con información
suya. ¿Acaso te vas?

─ He venido aquí para que la adoptéis. Para que os hagáis cargo de ella. Y nadie puede saber
que es hija de un demonio. Si alguien se entera la repudiarán. Por eso te lo pido a ti.

─ Soy la Superiora, no me encargo de cuidar a los niños. Eso concierne al resto de hermanas.

─ Por favor.

─ De ninguna manera. Quedaría mal visto. Así no crecería como una niña normal, todas
pensarían que tiene favoritismo.
─ ¿Puede confiar en alguna otra monja para su cuidado personal sin que diga nada? ¿Sin que
la repudie?

Me quedé un rato pensando. Todas eran muy supersticiosas. Y no, no confiaba en ninguna de
las hermanas. Todas te verían como un demonio.

─ ¿No tiene familia? ¿Alguien a quién encomendarla? ¿O quedársela Usted misma?

─ Mi madre, Clotilde, todavía vive. Pero no puedo permitirlo. No estaría a salvo con ella. Su
padre la encontraría.

─ ¿Y no puedes quedarte tú aquí? Podría darte asilo en el convento y ser una hermana más.
Verías crecer a tu hija y decirle que eres su madre cuando se vaya de aquí. O incluso puedes
decirle desde el primer momento que es tu hija.

─ No puedo. Uriel me espera. Mi alma ya está condenada por sucumbir a las tentaciones de un
demonio. Por favor, eres mi última esperanza.

─ De acuerdo ─ acepté por fin ─. Me encargaré de ella personalmente.

─ Gracias.

Y con una sonrisa en los labios, se quedó dormida por puro agotamiento. Los días siguientes
me encargué de alimentarla, bañarla y curarla sin que el resto de hermanas lo supiera. Y una vez
recuperada y antes de que saliera a la calle al encuentro de Uriel, te bautizamos como María
Isobel, acordando que te llamaríamos simplemente Isobel.
Epílogo

Sergio y yo nos encontrábamos en el pequeño y apartado parque al que siempre íbamos


cuando nos escapábamos el orfanato para vernos y darnos nuestros insignificantes regalos. Aún
no podía creerme su nuevo descubrimiento.

─ ¿Por qué no me dijiste que eras un ángel?

─ ¿Me hubieras creído?

─ No. Hubiera creído que era una táctica de ligue ─ y nos reímos.

Por eso llegó un momento en la lucha con Jesús en que le ganaba terreno. Por eso, a veces, me
pillaba desprevenida y, al igual que mi hermano, también sabía siempre dónde encontrarme. Él
también tenía un don. Era mi ángel, mi ángel de verdad. Y había ido a buscarme al reino oscuro
de mi padre para devolverme a una realidad más limpia y clara. Nos quedamos mirando el uno
al otro con ojos tiernos.

─ Me has salvado.

─ Lo sé ─ se rió ─. Pero realmente, eres tú la que ha hecho todo el trabajo.

─ Me has librado del mundo de las sombras.

─ Soy tu ángel de la guarda. Es mi deber.

─ ¿Cómo lo vamos a hacer? Tú eres un ángel y yo un demonio.

─ No veo que sea de gran importancia. Nuestra relación puede seguir tal y como se quedó:
regalándonos pulseras y bollos con mantequilla. A partir de ahora ni yo soy un ángel ni tu un
demonio, somos dos personas que se quieren y que tienen toda una vida por delante.

─ Es la mejor idea que he escuchado en mucho tiempo.

Por fin, Sergio cogió mi rostro entre sus manos y me besó. Aquel beso tan simple fue el
principio de un amor que duró y perduró para siempre.
DURMIENDO CON EL MAL

La vida está llena de incongruencias y malentendidos. ¿Acaso no puede existir un equilibrio


perfecto entre paz y felicidad? Cuando el ángel y el demonio, uno a tu derecha y otro a tu
izquierda te hablan, ¿cómo sabes quién es cada uno? ¿Cómo diferenciar qué es correcto y qué no
lo es? A veces, el límite entre el bien y el mal es una línea borrosa y confusa que no se puede
definir al cien por ciento.

Hay que aceptar que la vida tiene un principio y un fin. Puede que el ser humano todavía no
haya averiguado descifrar el sentido de la misma, pero ahí está. Al igual que los creyentes con
Dios, que no se vea no significa que no esté ahí. Como tantas y tantas cosas que creemos que no
existen y están ahí, a nuestro alrededor. Hay que aceptar la idea de la muerte y no dejar que ésta
nos afecte, ya que lo bonito de la vida es ver cómo pasa el tiempo y las cosas hermosas que nos
ocurren mientras llegamos a nuestra meta final. Saber superar los obstáculos, problemas y
dificultades que nos pone la vida en nuestro camino y no rendirse ante ellos ni dejar que nos
superen. Disfrutar de nuestra existencia, buscar la felicidad en los pequeños detalles y no en las
grandes fortunas. En ocasiones, cuando se es pequeño y a medida que se va creciendo, duele
hacerse a la idea de que hay que madurar, romper la infancia en mil pedazos, guardarlos en un
rincón de tu mente para que no quede olvidado pero para que tampoco salga a la superficie.
Olvidar los juguetes, destrozar tus dibujos y manualidades, dejar de jugar al escondite para
enfrentarse a los miedos.
AGRADECIMIENTOS

Este libro no tendría sentido si no diera las gracias a todas las personas que me han apoyado y
animado a que continuara con mis historias.

Para empezar, a mis padres y mi hermano por estar ahí siempre que lo necesito. También al
resto de mi familia, por su interés. Por supuesto a mis queridos imperdibles y mis “CLS”

Para finalizar, a Javier Carreño. No puedo ni expresar cuan agradecida estoy, me faltarían
palabras para hacerlo.

Este último agradecimiento es, en cierto modo, extraño. Pero no me sentiría tranquila de no
hacerlo. Dar las gracias al usuario johnny_automatic de la página de imágenes libres de autor
“Open Clip Art”, ya que la rosa expuesta en la portada del libro le pertenece a él.

También decir que el libro está registrado en SafeCreative y que queda prohibido cualquier
tipo de plagio.
AUTORA

Me llamo María Moreno Alfaro. Nací el 28 de junio de 1991. Los libros son y han sido siempre
mi pasión. Desde pequeña me han regalado muchos y los devoraba en tiempo récord. También
he creado mis propias historias desde que tengo uso de razón y ello se refleja en “Poesías de una
niña extraña” y “Amores y desamores de una desastrosa adolescente”, libros de baja calidad por
mi poca experiencia pero muy importantes para mí; tanto, que a pesar de ello, los subí
gratuitamente a Internet para que todo aquel que quisiera pudiera leerlos también. Espero que
hayáis disfrutado de este libro tanto como yo lo hice escribiéndolo.

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