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Nunca hablamos mucho de ello, pero supongo que no debe ser fácil vivir sabiendo que el

amor de tu vida y padre de tus hijos es un genocida extremista durante su jornada laboral.

Los chicos de ahora me cancelarían en las redes si conocieran mis orígenes —que la fortuna
me libre—. Si me quejase supongo que, aparte de mandarme a la llorería, me mencionarían
con un #NotAllGermans o algo por el estilo. Por desgracia para mí, pues mi vida habría
sido mucho más sencilla, lo cierto es que Not All Germans, y mucho menos aquellos que
apenas habían empezado a leer o escribir.

En cualquier caso, lo único relevante que cabría mencionar de esa parte de mi vida es
que sí, vi cosas que un niño no debería haber visto… y sí, mi padre parecía completamente
convencido de que estaba haciendo lo correcto. Ese tipo de situaciones te marcan, incluso
cuando no eres lo suficientemente mayor como para entender por qué tus vecinos no pueden
seguir siendo tus vecinos, ni conservar su casa, ni su ropa. ¿Por qué, siendo tan buenos
con nosotros, debían vivir en aquellas casas tan feas tras la alambrada? Ojalá nunca
hubiera tenido que conocer la respuesta. Mi mente a menudo fantasea con la idea de que
al menos todo pasase rápido, pero solo es eso: una fantasía infantil.

Mis hermanos y yo tuvimos la fortuna de ser hijos de una madre excepcionalmente inteli-
gente, lejos de ser una simple ama de casa. Nada de aquello iba a salir bien para los
alemanes y lo mejor, aunque fuera por proteger a sus retoños, era pasarse al bando
vencedor. Incluso si aquello conllevaba sentenciar a muerte a su otra mitad.

Los Estados Unidos nos acogieron, no con los brazos abiertos, pero sí con una hospitalidad
necesaria. Tan necesaria como lo éramos nosotros para ellos. Apenas tenía 9 años cuando
cruzamos el Atlántico hasta el Nuevo Mundo. Aquel viaje nos costó nuestras vidas tal y
como las conocíamos… y a mi hermano Albert le costó la suya literalmente. Nunca llegó a
ver Washington. La medicina de aquella época no daba más de sí, mucho menos en mitad del
océano. Por si la pérdida de su hijo mayor no hubiera sido suficiente, un año y pico más
tarde mi familia tuvo que testificar en los Juicios de Nuremberg. Aquella fue la primera
vez en todo ese tiempo que volvimos a ver a mi padre. También la última.

Mi hermana Ann, mi madre y yo cogimos los pedazos que quedaban de nuestra familia rota
y tratamos de juntarlos lo mejor que pudimos. El ministerio nos concedió una vivienda
estatal y cuantiosas ayudas por el servicio prestado. No nos hicieron ricos, pero sí que
contábamos con los recursos suficientes para vivir cómodamente. Mi madre pudo abrir una
tienda de telas, mientras que mi hermana y yo pudimos continuar nuestros estudios.

Huelga decir que nuestros compañeros de clase y los vecinos del barrio no nos aceptaron
tan fácilmente como el Tío Sam. Después de todo, muchos habían perdido familiares en
Normandía y otras zonas de Europa, todo por culpa de «esos putos nazis». Que pagasen su
frustración con nosotros fue algo casi natural. No fueron pocas las veces que volví con
rasguños a casa, quizá el labio o la ceja partidos. Las cosas se calmaban una vez llegaba
a casa… salvo por las noches.

El sueño se convirtió en mi némesis personal. Después de todo lo que habíamos visto y


vivido, con el paso de los años los recuerdos afloraron y, por consiguiente, empezaron
a inundar mis vigilias nocturnas y mis pesadillas. Aún a día de hoy las tengo. Crecer
fue una puta mierda, para qué mentir.

Aun así, hay veces que los traumas traen consigo ciertos dones. Supongo que mi mente
rota me permitió adquirir una sensibilidad especial para las artes. No tardé demasiado
en manifestarla, a eso de los doce o trece años, cuando uno de nuestros profesores trajo
pinturas y pinceles para la clase. Nos permitió dibujar lo que quisiéramos, así que eso
hicimos. Aún recuerdo su expresión: una mezcla de sorpresa, admiración y horror mientras
observaba mi primera obra. Apenas la recuerdo ya, pero sé que fue una un tanto sombría,
sobre todo teniendo en cuenta que su autor era un crío. Aun así, pese a lo pobre de la
técnica, iba cargada de emociones que había mantenido ocultas en lo más profundo de mi
ser, así como de la tétrica energía que transmiten los recuerdos que alguien como yo
posee.

Por supuesto, no tardaron en hablar con mi familia de aquello. Recuerdo que estaba
preocupado por si me castigaban, pensando que debía haber hecho algo terrible para llegar
a ese punto. Para mi sorpresa, el profesor Williams quería recomendarle a mi madre que
me inscribieran en la Escuela de Bellas Artes y Diseño de la Fundación Whistler, ubicada
en la propia Washington. Dicho y hecho, acomodaron todo para que empezase a ser formado
en las diferentes disciplinas que allí se impartían: pintura, música, escultura, una
primitiva fotografía… entre otras. Casi parecía un niño prodigio, aunque no tardé en
decantarme por la pintura, como todo el mundo esperaba. Eso llamó la atención de la
entonces directora Sophia Whistler. El punto de inflexión de toda una vida.

Me llevó unos meses llegar a conocerla, aunque se podría decir que iba sobre aviso. Todo
el mundo hablaba sobre aquella mujer con una fascinación que me costaba entender. Tris-
temente, las palabras de mis compañeros y profesores me evocaban al recuerdo de aquellas
cenas en las que mi padre hablaba de su querido Führer, lo que me llevó a experimentar
un profundo rechazo inicial ante todo lo que simbolizaba Sophia. Todo cambió al conocerla.
Incluso sabiendo todo lo que sé a día de hoy, sigue pareciéndome sorprendente y terro-
rífico lo cautivadora y magnética que es. Creo que aquella fue la primera vez que
experimenté el sentimiento de amor, uno muy lejano al familiar o fraternal. Aún siento
cómo su presencia me atrae de forma irremediable, como la letal luz que embelesa a los
insectos hasta llevarlos a un final chispeante. Aún no sé si por suerte o por desgracia,
pero mis trabajos captaron su atención. Me acogió bajo su ala, y aquello fue mi perdición…
y mi salvación.

Los años más felices de mi vida fueron los últimos en los que realmente estuve vivo en
el estricto sentido de la palabra. A medida que mi talento se incrementaba, mayor era la
fascinación de Sophia por mis trabajos y mayor era la mía por ella. Sé que en algún
momento formé parte de su selecto rebaño, o quizá me convertí en su exclusivo manjar,
pero no sabría ubicar el instante en el que todo empezó. Sí, para sorpresa de ningún
lector, Sophia es mi Sire. Toda una Toreador.

No fui plenamente consciente de su condición hasta que ya no había ningún tipo de


escapatoria. La verdad es que no estoy seguro de si habría supuesto alguna diferencia,
pues mi atracción era tal que posiblemente no me hubiera importado en absoluto. No solo
se trataba de su bella figura, de sus ojos cautivadores o de su exquisita belleza, sino
también de sus palabras. Aquellos susurros nocturnos al oído que me hacían vibrar por
dentro y que encendían mis ambiciones —y no solo eso—. Delirios de grandeza que poco a
poco se asemejaban más y más a los de mi padre. Que el Führer fuera otro vástago es una
hipótesis que a día de hoy tiene bastante sentido en mi cabeza. Fuera como fuere, todo
mi ser cedió a la voluntad de Sophia: mente, cuerpo y, finalmente, alma.

La experiencia del Abrazo no es una agradable en ninguno de los casos, salvo quizá en
los primeros instantes. No muy diferente a cuando un vástago se alimenta, el objetivo
entra en un estado de éxtasis que apenas le permite ser consciente de lo que está
ocurriendo. Es doloroso y placentero a la vez, como un fetiche depravado. En algún momento
todo se apaga, sumiéndote en la más absoluta oscuridad… hasta que vuelves al mundo de
los vivos, solo que ya no perteneces a él de la misma forma que antes. El hambre te
corroe por dentro, aunque en mi caso no solo era de sangre. En aquel momento de mis
veintisiete años se despertó en mí un anhelo por mostrar y expresar de una forma que
jamás había sentido. Incluso para Sophia resultó complicado controlarme, aunque logró
encontrar la forma de canalizar ese deseo.

No entraré en detalles de lo que ocurrió aquella noche, pero sí que puedo decir que mi
primera obra de arte real, de aquellas que realmente son dignas de un artista, nació en
ese instante: un lienzo en blanco con trazos rojos, la sangre de mi Sire a modo de
pintura manifestando una fantasía pasional y críptica que, aún a día de hoy, cuelga en
el comedor de Sophia.

Por supuesto, mi conversión trajo consecuencias irreparables. Mis horarios y ritmo de


vida cambiaron drásticamente. Tuve que buscar la forma de convencer a mi madre y a mi
hermana de que no me perturbasen durante el día. Pasé a ser una criatura de la noche, e
invertí estas yendo y viniendo de la Escuela. Seguí complaciendo a mi Sire de múltiples
formas, dejando salir cuanto tenía dentro cada noche, permitiéndome satisfacer mi ape-
tito, ya fuera en lo expresivo, en lo carnal o en la sed. Aun así, mi vínculo con mi
familia resultaba insostenible. Compartir tanto tiempo con ellas, una vivienda, repre-
sentaba un peligro creciente. Por si fuera poco, la obsesión de Sophia por mí se incre-
mentó… y la mía por ella también. Al final, llegué a temer por la seguridad de mi madre
y de mi hermana, así que las opciones se acababan. Debía alejarme para siempre.

El trato fue el siguiente: ella las dejaría en paz y nosotros nos marcharíamos lejos de
allí, donde nada me atase, para dar rienda suelta a cuanto anhelaba ver de mí: mis
demonios internos, mi sensibilidad, mi arte y mi cuerpo. Me duele decir que tomar la
decisión fue mucho más fácil de lo que cabría esperar. También lo fue fingir mi muerte.
Un simple accidente de coche provocado y una pobre víctima fueron suficientes como para
convencer a la policía y a mi familia de que aquel cuerpo calcinado era mío. Por supuesto,
ya no había sitio en Washington para mí, y mi Sire trasladó su escuela a un estado
diferente, «afectada por la gran pérdida», según dijo.

Jamás volví a ver a mi madre, pero sí a mi hermana, muchos años después en su lecho de
muerte. Debió creer que era poco más que una alucinación o un delirio, pero pareció
calmarla de alguna manera. Una tranquilidad temporal antes de cruzar el velo.

Acabamos mudándonos a Michigan, donde Sophia inauguró una nueva Escuela de Bellas Artes
y diseño, en la ciudad de Detroit. Por supuesto, yo adopté un nombre diferente y pasé a
ayudarla en su proyecto. Llevo operando bajo su mando desde entonces, aunque poco a poco
he conseguido cierta independencia de ella. ¿Su obsesión ha concluido? Por supuesto que
no. ¿La mía? Obvio que no. Aun así, ambos somos conscientes de la necesidad de experi-
mentación del artista para su propio crecimiento, y es por eso por lo que cedió conmigo.
Sigue siendo peligrosa, pero tengo cierta confianza en que no matará a cualquiera que se
me acerque. Más o menos.

En algún momento, los lienzos empezaron a quedárseme pequeños. Probé con otras artes,
otros métodos, pero la pintura y yo nos habíamos vuelto inseparables tras tantos años
conociéndonos mutuamente. Es por eso que busqué no solo el modo de ganarme la vida con
ella, sino también de satisfacer mi necesidad de innovación: los tatuajes.

Un burdo estudio de barrio no habría servido para aplacar mi hambre, por supuesto. Claro
que no. Necesitaba llevar un oficio tan antiguo como aquel a un nuevo nivel, algo
innovador, así que abrí mi propio negocio con los ahorros que tenía tras todos esos años.
Un estudio de tatuaje, sí, pero no uno cualquiera. Una galería donde exponer mis obras,
además de un lugar donde se ofreciera un servicio especial para aquellos con el bagaje
monetario apropiado. Mi trabajo no consiste en tatuar la piel. Mi labor tiene como meta
la de convertir a la gente ordinaria en algo extraordinario. Obras de arte que danzan
por las calles, que además disfrutan de una experiencia única, casi espiritual. Dulce
música de fondo para sus oídos, los aletargantes y cautivadores susurros de una criatura
de la noche, las agujas inyectando tinta en su piel… y el cálido licor que es su sangre
saciando mi hambre.

Por supuesto, nunca recuerdan nada de esa última parte.

Supongo que esta disertación sobre mi vida sirve como síntesis para explicar mis viven-
cias. No voy a negar que ha sido gratificantemente efectivo enfrentarme a mis demonios
pasados. Casi siento lástima por tener que destruirlo. Una decepción más para mi terapeuta
que, de nuevo, no verá el resultado de otro de sus ejercicios. ¿Me creerá realmente
cuando le aseguro que los llevo a cabo? Qué tontería, claro que lo hace.

¿Quién iba a negármelo, después de todo?


y misteriosa. Se codeó con mecenas, actores, músicos, pintores y las altas esferas de
Washington, entre las cuales granjeó favores —y quizá algún que otro ghoul—.
Mi llegada a ella podría considerarse un desequilibrio en sus planes. Uno que recibió
con agrado, pues como suele ocurrir entre los vástagos Toreador, guiarse por el impulso
de la belleza y el amor es casi una ley. También desembocó en una evidente obsesión que
aún a día de hoy perdura, pero estamos trabajando en ello.

Pese a los salvajes impulsos que afloran en mí cada vez que la tengo cerca, soy plenamente
consciente de la bestia que se esconde tras el rostro angelical. Egoísta y manipuladora
como pocas criaturas que haya conocido, aunque no es algo que haya usado en mi contra…
más allá de hacer que me viera obligado a abandonar a mi familia, claro. Sabe cómo hacer
que la gente haga exactamente lo que ella quiere, con una facilidad tan admirable como
terrorífica. Es hedonista como pocas personas pueden serlo en este mundo, buscando su
satisfacción a toda costa en cualquier aspecto que pueda llegar a imaginarse. El tipo de
persona que puede llevarte a la perdición con tan solo chasquear los dedos.

Aun así, siempre ha velado por mi bienestar. Si sigo en pie tras haber entrado en este
oscuro mundo es gracias a ella y a su guía. Claro que la totalidad de la culpa de que yo
esté aquí es suya, así que es lo menos que podría exigírsele. También sé que se habría
desecho de mí sin pestañear de haberla decepcionado en sus expectativas. Pese a ello es
mi familia y yo soy la suya. La única que ambos hemos tenido en mucho tiempo. Eso es
bello… y reconfortante a su manera.

Hell&Ven, Estudio de Tatuaje y Galería de Arte

En el recibidor principal, una de las paredes está adornada con la frase «Find
what you love and let it kill you», de mi querido Charles Bukowski. Alemán de
nacimiento, prófugo como yo. Su vida no fue menos tétrica que la mía, quizá por
ello esa frase simboliza tanto para ambos.

Hell&Ven es mi refugio particular: una pequeña galería ubicada en una nada


desdeñable vigésimo primera planta de un edificio del centro de Detroit. Es,
además de mi expositor personal, el estudio de tatuaje donde perpetúo mi obra,
ahora sobre la piel de mis clientes. También se convierte en mi picadero espo-
rádicamente.

Estudio y galería se encuentran en la misma sala, con la camilla donde los


clientes se acomodan en el punto central de una sala circular. Sobre las paredes
mis obras más recientes, o tal vez algunas de las más queridas. Este es el único
sitio donde me quito los guantes y descubro mis manos: mis mas preciadas herra-
mientas.

Escuela Whistler de Bellas Artes

Fortaleza y palacio de Sophia Whistler, mi Sire.

Se ha convertido en cuna de numerosos artistas y celebridades del mundo de la


danza, la pintura, la música, la escultura y la arquitectura. Nada que ocurra
aquí escapa del conocimiento de Sophia, pues ella tiene un control absoluto
dentro de estos muros.

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