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LA COMUNICACIÓN

Palabras claves:
Comunicación, actualismo teológico, Babel, Pentecostés, testigo, testimonio, mártir,
tradición oral, discípulos, unción, planificación, soberanía, evangelización, proselitismo,
misiones, colonialismo, huelga social, evangelio social, llamado externo, llamado
interno, adoración, lemas, unidad, condescendencia,

Objetivo:
Ser cabalmente conscientes del lugar prioritario que la buena comunicación ocupa en la
divulgación del mensaje cristiano, teniendo presente tanto el deterioro de que ella ha
sido víctima a causa del pecado humano, como el restaurado potencial que, apoyado en
la Biblia, el evangelio le confiere nuevamente; identificando en el proceso algunas de
los más comunes actitudes y circunstancias que obran en perjuicio de una eficaz
comunicación del evangelio e implementado las salvaguardas o soluciones que
remuevan estos obstáculos y optimicen sus resultados esperados a través del poder del
testimonio y las diferentes iniciativas de evangelización desembarazadas de los lastres
comunicativos que las afectan negativamente.

Resumen:
La comunicación juega un importante rol en la divulgación eficaz del evangelio. Sin
embargo, a causa del pecado humano, la comunicación ha sufrido un notorio deterioro
que el evangelio bien entendido logra revertir de manera significativa, corrigiendo las
malas actitudes y removiendo los obstáculos que se han venido levantando para reducir
la eficacia del testimonio cristiano y de las iniciativas evangelísticas de todo orden en el
mundo actual, de tal modo que el llamado externo formulado por la iglesia al
arrepentimiento y la fe coincida y armonice en mayor grado y sirva de vehículo al
llamado interno que Dios formula directamente al corazón de los suyos, cuya favorable
respuesta y consecuentes resultados están garantizados por la soberanía que Dios
ejerce en todo este proceso comunicativo.

1
1. La comunicación

“El misterio de la palabra de Dios se ha


transformado en el misterio tangible del
lenguaje incomprensible”

OTTO WEBER

En esta materia convergen varias líneas de reflexión que se han venido bosquejando
en muchas otras materias de nuestro programa de estudio, en algunas de ellas con
mayor protagonismo y profundidad que en otras en las que se trataron de manera
más tangencial y breve. Podríamos decir que desde la materia de Métodos de
Interpretación de la Biblia en primer semestre se vienen anunciando los contenidos
de esta conferencia, puesto que el propósito de la hermenéutica es comenzar a
brindar al estudiante de teología herramientas metódicas para discernir
correctamente el mensaje que Dios quiere comunicarnos a través de su revelación
en la Biblia, propósito en el cual la comunicación desempeña un papel prioritario.

Para comenzar a encuadrar el contenido del tema de esta conferencia, podría


decirse que éste consiste en la profundización de un concepto tratado en la materia
Introducción a la Teología Integral bajo el título “actualismo teológico”. Recordemos
que esta noción es la propuesta que en el marco de la teología integral nos permite
sortear la problemática denominada “parálisis teológica” que tiene que ver, a su vez,
con las deficiencias y la falta de profundización y dinamismo interpretativo a la hora de
comunicar el mensaje del evangelio en los tiempos en que vivimos. Al respecto
establecíamos en su momento que estas deficiencias no pueden atribuirse al mensaje,
sino a la negligencia o incapacidad del mensajero humano que lo expone.

En este sentido, la labor de traducción de la Biblia a los idiomas propios de cada pueblo
es un esfuerzo actualista que hay que emprender con la debida excelencia; actividad en
la que los biblistas y los ministerios de traducción de la Biblia se ocupan con temor y
temblor con el debido esmero y preparación del caso, como lo hacen entidades como
“Bíblica” y las diferentes sociedades bíblicas aglutinadas bajo la “Sociedad Bíblica

2
Internacional” entre las que se encuentra la “Sociedad Bíblica Colombiana”. Entidades
por las que los cristianos debemos, entonces, orar para que Dios provea siempre los
recursos materiales y humanos para llevar a cabo esta labor y lograr así disponer de
versiones de la Biblia actuales, fieles e integras en los diferentes idiomas de los pueblos
que logren comunicar con eficacia el mensaje del evangelio a las nuevas generaciones.

Pero esta responsabilidad en la comunicación eficaz del evangelio recae también, de un


modo u otro, en todos y cada uno de los creyentes en Cristo y no sólo en los expertos en
ciencias bíblicas, quienes debemos, entonces, hacer un uso satisfactoriamente claro y
comprensible del idioma o del lenguaje a la hora de comunicar el mensaje del evangelio
a las personas de nuestro propio entorno cultural. Aquí no bastan la piedad, el fervor o
la voluntad por sí solas, aunque se den por sentadas obviamente en el propósito de
lograr hacerlo bien. Además de ello, se requiere preparación, estrategia y capacidad
expositiva y argumental en el uso adecuado del idioma. Tal vez no todos los creyentes
posean una sobresaliente elocuencia a la hora de comunicar el evangelio, pero al
margen de ello todos deberíamos esforzarnos en utilizar con el suficiente conocimiento
y claridad estructural y argumentativa las palabras y conceptos a los que apelamos al
transmitir el evangelio a los demás.

Los lenguajes de la Biblia no tienen, pues, que ver únicamente con los idiomas
originales en los que la Biblia fue escrita (hebreo, arameo y griego), sino también de
manera especial con el idioma nativo que el creyente utiliza desde niño en su vida
cotidiana en el marco de la cultura de la que forma parte y las diferentes traducciones
de la Biblia que se encuentran disponibles en ese idioma. Sin mencionar los idiomas de
otras culturas o naciones diferentes a la suya que deben incluirse en estas
consideraciones si de fomentar un auténtico espíritu misionero se trata. Espíritu
misionero que, de conformidad con lo dicho en Hechos 1:8: “Pero cuando venga el
Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén
como en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”, obliga al creyente a
ir más allá de su “Jerusalén” inmediata (localidad) y del entorno crecientemente más
amplio constituido por “Judea” (región propia) y “Samaria” (regiones circundantes)
hasta llegar “hasta los confines de la tierra”, es decir otras naciones y culturas con

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idiomas diferentes al suyo.

1.1. Deterioro y restauración de la comunicación

La caída en pecado de nuestros primeros padres trajo para el género humano


consecuencias lamentables en sus procesos comunicativos. Los teólogos suelen
señalar diferentes aspectos en que las relaciones y consecuentes
comunicaciones se echaron a perder como resultado de la desobediencia de
Adán y Eva, a saber: la relación y comunicación del ser humano con Dios, con su
prójimo, con la naturaleza y consigo mismo. Las incomprensiones y hostilidades
mutuas en todas estas relaciones comenzaron aquí a aflorar en perjuicio del
bienestar y la calidad de vida que Dios diseñó originalmente para la especie
humana en el marco del lugar privilegiado que Dios nos asignó en este mundo.

No viene al caso tratar aquí los efectos que tuvo la caída en la comunicación del
ser humano con la naturaleza o consigo mismo, sino únicamente los efectos que
ésta trajo para la comunicación del ser humano con Dios y con su prójimo. En
relación con Dios, la comunicación abierta, franca y clara con Él se estropeó al
punto que el ser humano llega a estar imposibilitado, ya no sólo para entender,
sino también para identificar siquiera la voz de Dios en medio de toda la
parafernalia de estímulos cotidianos a los que está sometido. Incapacidad que,
al no poder entender ni identificar la voz de Dios, lo lleva en muchos casos a
hacer caso omiso de ella llegando a negar la existencia de esa voz y, por ende,
también la del Dios que la emite. Como si no fuera suficiente, la ruptura en la
comunicación entre Dios y el hombre trae de manera automática un creciente
deterioro en la comunicación del ser humano con su prójimo, cuyo evento
culminante se da en el episodio de la torre de Babel que vale la pena examinar
con algo de detalle.

Babel es un término asociado ya de manera proverbial con la confusión de


lenguas y el origen de los diferentes idiomas de los pueblos a lo largo y ancho del
mundo. Aunque no sea una postura unánime, filólogos y lingüistas de algunas
escuelas han sugerido que la humanidad pudo haber tenido originalmente un

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solo idioma común, como lo indica la Biblia (Gén. 11:1). El estudio desde una
óptica religiosa de idiomas ancestrales tales como el hebreo bíblico o el sanscrito
de los escritos sagrados del hinduismo hoy lenguas muertas está en gran
medida motivado por este tipo de intuiciones.

De hecho, el pastor Darío Silva-Silva nos lo recuerda en el libro El Reto de Dios al


citar la Historia del Lenguaje de Mario A. Pei, quien afirma entre otras cosas que:
“Si nos viéramos obligados a decidir cuál es el factor sociológico que mayor
influencia ha ejercido en la historia del lenguaje y que, a su vez, ha sido el más
influido por el lenguaje, seguramente se llevaría la palma la religión. En la mayoría
de las lenguas el más antiguo documento suele ser un texto religioso. Hasta
podemos sospechar que la escritura se formó no como auxiliar del lenguaje oral,
sino como ayuda para la religión y como instrumento para conservar la tradición
sagrada”, reflexión en la que profundizaremos más adelante.

Por lo pronto, Babel marca el segundo de los juicios universales de Dios contra el
pecado humano (el primero fue el diluvio), particularmente contra el orgullo que se
erige de manera desafiante delante de Él para forjarse “un nombre” o “hacerse
famosos” con independencia de Él, evitando de paso “ser dispersados por toda la
tierra”. Está última intención es una contravención directa al reiterado mandato
dado por Dios a los hombres en el sentido de “llenar la tierra” (Gén. 1:28; 9:7). Por
tanto, la dispersión en Babel es una consecuencia del juicio divino en la forma de la
confusión de lenguas que obliga a la humanidad, así sea a regañadientes y a su
pesar, a cumplir con el mandato de Dios de llenar la tierra dispersándose poco a
poco sobre toda su superficie.

Una obediencia al mandato de Dios que, al tener que ser impuesta por Él, acarrea
para la humanidad el elevado costo de ver abruptamente deteriorada su ya
mermada capacidad para comunicarse los unos con los otros. Capacidad que de
no haberse malogrado trágicamente, auguraba un promisorio futuro para toda
empresa humana, según lo reconoce el propio Dios (Gén. 11:6), confirmando así el
conocido y obvio principio que dice “la unión hace la fuerza”, principio que opera

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incluso cuando esta unión se lleva a cabo para hacer el mal y que muestra así el
potencial que la buena comunicación y el entendimiento mutuo entre los seres
humanos tiene para cualquier proyecto o iniciativa.

Porque la dispersión ordenada por Dios debía darse, pero no al costo en que se dio
si hubiera sido producto de la obediencia voluntaria del género humano al mandato
de Dios, pudiendo haber conservado en este caso todo el potencial comunicativo
que implica poseer de manera natural un idioma común que, hoy por hoy, es tan
sólo una nostálgica reminiscencia de un pasado que trata de recrearse otra vez de
la mano de intentos humanos planificados no muy exitosos como la invención del
esperanto1, u otros más naturales y comparativamente más exitosos como el
repetido fenómeno histórico del predominio cultural en todo el mundo de una
lengua por parte de una cultura dominante. Predominio que hizo del griego en el
pasado y del inglés en el presente reconocidas “lenguas francas”2 habladas por
muchos grupos humanos de diferentes culturas que, además de su idioma nativo,
han aprendido alguna de estas lenguas francas como segundo idioma con el fin de
mejorar y ampliar el rango de sus actividades comunicativas.

Con todo, el sombrío panorama en las comunicaciones al que Babel dio lugar tiene
su esperanzadora y luminosa contraparte en el Nuevo Testamento en el episodio
de Pentecostés en el cual leemos que: “Todos fueron llenos del Espíritu Santo y
comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse. Estaban de visita en Jerusalén judíos piadosos, procedentes de
todas las naciones de la tierra. Al oír aquel bullicio, se agolparon y quedaron
todos pasmados porque cada uno los escuchaba hablar en su propio idioma.
Desconcertados y maravillados, decían: «¿No son galileos todos estos que están
hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye hablar en su lengua
materna? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, de Judea y de

1
Esperanto: Lengua creada artificialmente en 1887 por Zamenhof con la idea de que sirviera como
un sistema de comunicación universal.
2
Una lengua vehicular o lengua franca es el idioma adoptado para un entendimiento común entre
personas que no tienen la misma lengua materna. La aceptación puede deberse a mutuo acuerdo
o a cuestiones políticas, económicas, etc.

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Capadocia, del Ponto y de Asia, de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de las regiones
de Libia cercanas a Cirene; visitantes llegados de Roma; judíos y prosélitos;
cretenses y árabes: ¡todos por igual los oímos proclamar en nuestra propia
lengua las maravillas de Dios!»” (Hc. 2:4-11).

Este episodio sobrenatural, más allá de su desconcertante y obvia


espectacularidad y carácter milagroso, tiene un significado profundo: el potencial
que el evangelio tiene para restaurar la constructiva comunicación entre los
seres humanos de todas las culturas, estableciendo un vínculo fraternal entre
todos ellos al margen de sus diferencias culturales e idiomáticas que les permite
alcanzar un satisfactorio grado de entendimiento mutuo, a pesar de no hablar la
misma lengua original, haciendo de la Biblia un factor de entendimiento entre las
culturas que fomenta la comunión y unidad entre los cristianos de la más variada
procedencia con base en la cosmovisión y el sistema de valores revelados en las
Escrituras, dando lugar a la descripción paulina de la iglesia en estos términos
que minimizan hasta dejar prácticamente inoperantes las separaciones por
causa de factores culturales o de género: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni
libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús”
(Gal. 3:28).

Baste aquí recordar un hecho ya registrado en la materia Historia de la Biblia que


es conveniente traer de nuevo a colación en cuanto a la influencia, publicación y
supervivencia de la Biblia: “Ningún otro libro ha sido jamás publicado en tantas
lenguas e idiomas (cerca de 1.600 idiomas y dialectos3), por y para tan diferentes
pueblos y culturas. Fue el primer libro en ser traducido (La Septuaginta cerca del
250 a.C.) y también el primero en ser impreso cuando se inventaron las prensas de
la moderna imprenta. No hay una sola lengua escrita que no tenga al menos una
porción impresa de la Biblia. Un autor escribe: ‘Si se destruyeran las Biblias en
todas las grandes ciudades, el libro podría ser restaurado en todas sus partes
esenciales a partir de las citas de ella en las estanterías de la Biblioteca pública

3
En realidad, en la actualidad esta cifra ya está en poco más o menos 2.500 idiomas y dialectos.

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de la ciudad.’ A pesar de la gran cantidad de ocasiones en que escépticos y
antagonistas han querido demeritarla o destruirla en el transcurso de la historia de
la humanidad, hoy por hoy la influencia de la Biblia continúa su ritmo de difusión
incesante y es de lejos "El Best Seller" de la historia”.

La universal difusión de la Biblia dispone mejor a los distintos grupos humanos


para comunicarse entre sí constructivamente y potencia de nuevo las habilidades
comunicativas entre ellos, facilitando o haciendo posible llegar hasta los confines
de la tierra con el evangelio de Cristo. Pero la apelación a la Biblia en aras de
facilitar la comunicación entre los hombres no se puede limitar a su lectura
superficial para proceder luego a citarla textualmente en las diversas situaciones
de la existencia humana, sino que se debe apelar a ella para construir una
cosmovisión completa que nos sirva como el tácito marco de referencia en el cual
interpretamos y encontramos sentido a nuestras propias experiencias existenciales
que se explican, entonces, y adquieren coherencia y unidad al contrastarlas y
someterlas a los criterios revelados en las Escrituras. Disponer de este criterio
unificador vigente para todas las culturas mediante el cual evaluar el
comportamiento humano y fomentar una obediencia sincera y satisfactoriamente
solvente del ser humano en relación con Dios es, pues, una ventaja comunicativa
que los cristianos no podemos menospreciar ni desaprovechar de ningún modo.

1.2. El testimonio en la comunicación

El primer proceso comunicativo que la Biblia desencadena o debería


desencadenar y potenciar es el testimonio. El ya citado pasaje de Hechos 1:8
afirma antes que nada que los cristianos somos testigos de Dios. Y que
recibimos poder de lo alto para serlo con eficacia. Recordemos que en la
antigüedad la verdad se establecía casi de manera exclusiva mediante el
testimonio coincidente de dos o más testigos confiables. No existían las
instancias de prueba o demostración de la verdad establecidas hoy por hoy por
la ciencia, así que la verdad sobre un hecho cualquiera se establecía sobre la
base del testimonio de quienes conocieron el hecho en cuestión de primera

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mano. Aún es así en el campo de las ciencias históricas, la arqueología y el
derecho, entre otras.

Xabier Pikaza, estudioso del fenómeno religioso sostiene que: “A este nivel es
fundamental el testimonio… la prueba o mostración más alta de Dios es la
misma vida humana enriquecida, recreada a partir de lo divino… las religiones
no se demuestran, se testifican”. Por supuesto, dar testimonio conlleva
necesariamente haber vivido en persona aquello de lo cual se está testificando.
En cierto sentido el testimonio que la vida del creyente ofrece constituye la
demostración definitiva de la veracidad de los contenidos de su fe, no sólo en
cuanto a la necesidad de ser consecuente y mostrar una satisfactoria coherencia
entre lo que se vive cotidianamente y lo que se cree y profesa de manera
racional y discursiva, sino también a la hora de contarle a los demás acerca de
nuestra experiencia con Dios.

Es cierto que el grado de certeza que el testimonio ofrece puede no ser tan
incontrovertible como el que pueden llegar a ofrecer y alcanzar en un momento
dado las pruebas de laboratorio y de carácter científico en general, pero aun así
el testimonio ha ocupado y seguirá ocupando un destacado lugar en el propósito
de comunicar de forma eficiente el mensaje del evangelio. En palabras del
teólogo Hans Küng el poder del testimonio radica fundamentalmente en que: “…
cuando otro vive de una forma convincente, es posible que se despierte en mí
una disposición a la misma confianza fundamental. El riesgo ya corrido
previamente es una invitación al mismo riesgo: como cuando uno salta al agua y
muestra que el agua puede sostenerle”.

Es muy ilustrativo a este respecto el caso de los mártires. Desde el punto de vista
de la investigación histórica y sus correspondientes comprobaciones los mártires
constituyen tal vez la más fuerte evidencia circunstancial a favor de la veracidad
de los hechos en que se apoya el cristianismo. Para entender mejor esta
declaración debemos tener presente que la palabra “mártir” proviene del griego
y significa “testigo”. Pero no cualquier clase de testigo, sino uno que mantiene su

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testimonio hasta la muerte. Al respecto Gino Iafrancesco Villegas dice: “los
mártires son el juicio del mundo… testigos de la más alta calidad moral que se
expusieron a la muerte por sostener su testimonio”. Valga decir que mientras
nos encontremos en un mundo hostil en mayor o menor grado a Dios, la
posibilidad del martirio pende de manera latente sobre todo auténtico cristiano,
que puede verse abocado en cualquier momento a un testimonio de este tipo,
aún por encima de lealtades familiares y vínculos consanguíneos.

En este orden de ideas el apologista y experto en Nuevo Testamento, Michael


Licona dice algo que se cae de su peso: “Los mentirosos no suelen ser buenos
mártires”. Basta sustituir aquí la palabra “mártires” por “testigos” para que su
declaración adquiera todo su sentido. En efecto, los mentirosos no suelen ser
buenos mártires por la sencilla razón de que los mentirosos no suelen ser
buenos testigos. No sólo debido a que usualmente al testificar un mentiroso se
enreda en sus propias mentiras, pierde credibilidad y deja finalmente en
evidencia la falsedad de su testimonio, sino especialmente porque aún en el
caso de que logre engañar a sus interlocutores con un falso testimonio bien
pensado y elaborado, ningún mentiroso está dispuesto a sostener un falso
testimonio hasta el punto de morir por él.

Es propio de la naturaleza humana que nadie en su sano juicio esté dispuesto a


morir a sabiendas por algo que es mentira4. Ésta es, pues, una contundente
línea de evidencia a favor de la resurrección de Cristo y de todos los hechos
sostenidos por el cristianismo. La inquietante circunstancia de que todos los
cristianos del primer siglo, contemporáneos del Señor Jesús en su paso histórico
por este mundo, y que podrían por lo mismo haber testificado su resurrección de
los muertos, testificaron de ella aunque sostener este testimonio los condujera
de forma segura a la muerte. El poder del testimonio para comunicar más allá de

4
El único caso en que una persona en sus cabales estaría dispuesta a sostener un falso testimonio
hasta la muerte es cuando al hacerlo está protegiendo a alguien a quien ama más que a sí mismo.
Y en este caso el falso testimonio se ve hasta cierto punto atenuado e incluso ennoblecido por su
carácter sacrificial, pues si bien su testimonio es formalmente falso, él no considera que está
muriendo por una mentira, sino por la verdad personificada en la persona que ama.

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toda duda razonable la veracidad del evangelio queda aquí en franco relieve.

En el propósito de comunicar el evangelio es, pues, indispensable haber


experimentado su poder transformador en persona. No por nada la
fenomenología de la religión sostiene que no puede hablar comprensivamente
de religión quien no práctica una religión. Los testigos deben testificar
experiencias propias y no experiencias de terceros heredadas dentro del marco
de la tradición religiosa de la que forman parte. Ya lo dijo Juan Antonio Monroy:
“Los autores bíblicos no nos han transmitido herencias, sino experiencias”. La
experiencia con Dios de los patriarcas debe, pues, repetirse y revalidarse de
nuevo en cada creyente dentro de su propio y particular contexto histórico y
existencial.

Lo que aquellos nos heredaron fue el testimonio de su propia experiencia como


guía para conducir la nuestra correctamente, no para prescindir de ella. De
hecho la tradición cristiana se nutre de la experiencia de cada nueva generación
de creyentes, experiencia que no se limita al habitualmente intenso pero breve
momento de encuentro con Dios que marca la conversión o nuevo nacimiento,
sino también a la menos intensa pero más continua vivencia diaria con Dios,
salpicada de cuando en cuando, según Dios lo estime conveniente, por
ocasionales y nuevas experiencias intensas comparables a las de los autores
bíblicos, que nos permitan comprender y valorar mejor nuestra herencia
religiosa.

He aquí el valor de la tradición oral. Si bien es cierto que las Escrituras


constituyen un testimonio escrito y documental de la fe cristiana que perdura y
permanece para siempre, también lo es que, como nos lo recuerda Nicolás
Gómez Dávila: “Cristo al morir no dejó documentos sino discípulos”. Es decir,
testigos vivos. Es importante recordar esto, puesto que muchos cristianos
suponen que los evangelios se debieron escribir como resultado de la instrucción
dada por el Señor Jesucristo a sus discípulos de hacerlo y creen, en
consecuencia, que éstos se escribieron de manera inmediata a la ascensión del

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Señor para no darle largas a la obediencia debida a esta tácita instrucción divina.
Pero lo cierto es que al Señor no le interesaba tanto dejar documentos como
dejar discípulos. Porque eran los discípulos los que estaban llamados a darle
continuidad, vitalidad y credibilidad a su obra, y no los fríos documentos por sí
solos, por autoritativos e inspirados que pudieran ser. Con mayor razón por
cuanto estos discípulos encajaban muy bien en la tradición oral propia de los
pueblos semíticos con Israel a la cabeza.

Ya se ha establecido que los evangelios fueron una iniciativa más bien tardía
llevada a cabo por la primera generación de discípulos que habían sido testigos
fieles y de primera mano de la vida, obras y enseñanzas de Cristo, que se
ocuparon durante casi toda su vida de transmitir estos testimonios de una
manera personal, recurriendo a la tradición oral a la usanza judía, antes de
decidir ponerlos por escrito, ya avanzadas sus vidas. De ahí la importancia que
en el cristianismo cobra el discipulado, al punto que el Nuevo Testamento define
casi sistemáticamente a los cristianos como discípulos más que como meros
creyentes, dando por sentado que la iglesia se ocupará siempre de discipular a
los nuevos creyentes que se añaden a ella y que ellos, a su vez, en virtud de
haber experimentado un encuentro personal con Cristo en la experiencia de la
conversión estarán más que dispuestos a ser discípulos que testifican de su fe.

Porque los discípulos dispuestos a testificar de su fe con poder y convicción son


en muchos casos la mejor documentación que puede exhibirse a favor del
cristianismo: “¿Acaso comenzamos otra vez a recomendarnos a nosotros
mismos? ¿O acaso tenemos que presentarles o pedirles a ustedes cartas de
recomendación, como hacen algunos? Ustedes mismos son nuestra carta,
escrita en nuestro corazón, conocida y leída por todos. Es evidente que ustedes
son una carta de Cristo, expedida por nosotros, escrita no con tinta sino con el
Espíritu del Dios viviente; no en tablas de piedra sino en tablas de carne, en los
corazones” (2 Cor. 3:1-3).

Podríamos señalar un ejemplo más de la importancia del testimonio de primera

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mano y de la tradición oral viva. Nos referimos al hecho de que el hebreo bíblico
es un idioma consonantal, es decir sin vocales, por lo que la pronunciación en la
lectura era algo que debía aprenderse mediante la enseñanza directa de una
generación a otra, escuchando de manera repetida la lectura y pronunciación
correctas que las viejas generaciones conocían bien debido a que las habían
aprendido a su vez, con el mismo método, de sus propios padres en una
ininterrumpida tradición viva que se remontaba hasta tiempos ancestrales.
Únicamente hasta la época de los masoretas, cerca del año 1000 d.C., estos
eruditos judíos encargados de la conservación y transmisión fiel de las
Escrituras, decidieron incluir en el texto hebreo una puntuación vocálica que
indicaba cómo debía leerse cada palabra para quienes, como nosotros los
gentiles, no éramos beneficiarios de la tradición oral propia de los judíos.

En conexión con lo anterior es oportuno señalar que el sentido del oído ha sido
relegado en la tradición occidental a favor del de la vista. Dicho de otro modo, los
occidentales deben ver, más que oír, para llegar a creer, al mejor estilo del
escéptico apóstol Tomás, quien ilustra bien la exigencia de “ver y tocar para
creer”. Muestra de ello es el proverbial refrán que dice “una imagen vale más
que mil palabras”. En este sentido somos más griegos que judíos, pues fue
Aristóteles quien dijo: “Nuestros sentidos… aparte de su utilidad, son queridos
por sí mismos, y por encima de todos el de la vista… en la ociosidad preferimos
el ver a cualquier otra cosa”.

Sin embargo, con todas las ventajas que la vista pueda representar por encima
del oído en cuanto a la posibilidad de adquirir conocimiento de nuestro entorno,
el oído sigue siendo el sentido privilegiado en el propósito de divulgar y acoger el
evangelio. En consecuencia, la comunicación hablada no puede perder el lugar
que siempre ha ocupado a la hora de testificar de Dios 5. Porque el deseo de ver
continuamente, hasta el hastío, también va acompañado frecuentemente por la

5
La comunicación escrita, si bien apela en primera instancia a la vista, es realmente una
comunicación audiovisual, pues al leer un texto los ojos ven los signos y caracteres escritos, pero
deben interpretarlos y al hacerlo terminamos también “escuchando” en nuestra mente lo que
leemos.

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falta de disposición a reflexionar a fondo en lo que vemos, especialmente
cuando nos encontramos en actitud ociosa: “Todas las cosas hastían más de lo
que es posible expresar. Ni se sacian los ojos de ver, ni se hartan los oídos de
oír” (Ecl. 1:8). Tal vez esto explique el gran auge de toda la tecnología audiovisual
que hoy existe e incluso las problemáticas de comportamiento y desarrollo
humano asociadas a ellas, pues terminan fomentando en nosotros un ocio poco
o nada creativo ni crítico, por el cual asumimos muchas veces actitudes
completamente pasivas, irreflexivas e influenciables que nos llevan a observar
sin ver y a escuchar sin oír realmente.

Sin perjuicio de lo anterior, es significativo que en la mentalidad oriental del


pueblo judío, el oído ostenta mayor importancia incluso que la vista. Esto es así
debido que la percepción visual es más afín con el deseo de aprender con
independencia de Dios que caracteriza a occidente, mientras que la percepción
auditiva es por excelencia el sentido humano al cual Dios apela mediante su
palabra: “Hijo mío, si haces tuyas mis palabras y atesoras mis mandamientos; si
tu oído inclinas hacia la sabiduría y de corazón te entregas a la inteligencia; si
llamas a la inteligencia y pides discernimiento; si la buscas como a la plata,
como a un tesoro escondido, entonces comprenderás el temor del Señor y
hallarás el conocimiento de Dios... Hijo mío, atiende a mis consejos; escucha
atentamente lo que digo. No pierdas de vista mis palabras; guárdalas muy
dentro de tu corazón. Ellas dan vida a quienes las hallan; son la salud del
cuerpo… Hijo mío, pon atención a mi sabiduría y presta oído a mi buen juicio,
para que al hablar mantengas la discreción y retengas el conocimiento” (Pr. 2:1-
5; 4:20-22; 5:1-2).

Y si bien los apóstoles pudieron oír, ver e incluso palpar todo lo concerniente a
Cristo: “Luego le dijo a Tomás: Pon tu dedo aquí y mira mis manos. Acerca tu
mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino hombre de fe…Cuando
les dimos a conocer la venida de nuestro Señor Jesucristo en todo su poder, no
estábamos siguiendo sutiles cuentos supersticiosos sino dando testimonio de su
grandeza, que vimos con nuestros propios ojos… Lo que ha sido desde el

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principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo
que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les
anunciamos respecto al Verbo que es vida” (Jn. 20:27; 2 P. 1:16; 1 Jn. 1:1), el
Señor no dejó de censurar al escéptico Tomás por no creer el testimonio
unánime acerca de la resurrección que escuchó de sus compañeros, sino tener
que ver por sí mismo para poder hacerlo, añadiendo luego: “… dichosos los que
no han visto y sin embargo creen” (Jn. 20:29).

Porque si creemos en el confiable testimonio de los apóstoles acerca de Cristo,


mediado por la palabra registrada en la Biblia de manera inspirada, recibiremos
de Dios la confirmación definitiva de este mensaje mediante el testimonio
personal que su propio Espíritu nos brinda: “El Espíritu mismo da testimonio a
nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Rom. 8:16 RVR). Y es que,
finalmente, el método para comunicar el mensaje del evangelio no ha cambiado,
sino que sigue siendo el mismo así descrito por el apóstol: “… la fe viene como
resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la palabra de Cristo”
(Rom. 10:7).

1.3. Unción y planificación

“Unción” es una de las palabras que más se escuchan en el contexto actual de la


cristiandad, en especial en iglesias de corte pentecostal o carismático, que
numéricamente hablando son las denominaciones mayoritarias entre las iglesias
evangélicas o protestantes del Tercer Mundo e incluso del Primer Mundo, con los
Estados Unidos a la cabeza. Con mayor razón por cuanto estas denominaciones
son las que más crecen y entre las cuales se encuentran muchas de las más
grandes congregaciones cristianas evangélicas en el mundo, designadas con el
nombre de “megaiglesias” o iglesias con más de 2000 miembros.

Ahora bien, “unción” es un término bíblico asociado al derramamiento de aceite


sobre la cabeza de un individuo determinado (de ahí que el verbo “ungir”
signifique extender aceite sobre la superficie de algo), que hace referencia tanto
al acto por el cual un miembro del pueblo de Dios era designado y facultado en

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el Antiguo Testamento por Dios mismo para desempeñar una función
providencial de gran responsabilidad e importancia tal como la función propia
de los reyes y los sacerdotes; como al consecuente acto solemne mediante el
cual una autoridad reconocida como Moisés (en el caso del sacerdocio
hereditario recibido por su hermano Aarón), o un profeta como Samuel (en el
caso de la línea de reyes legítimos designados por Dios sobre Israel en cabeza
del malogrado Saúl, sustituido por David y su descendencia) vertía el aceite
especial utilizado en el ritual del templo sobre la cabeza del así designado. Sin
mencionar la más bien excepcional pero siempre soberana designación del rey
pagano Ciro como un ungido por Dios, sin la mediación de ritual alguno ni de un
derramamiento literal de aceite, para llevar a cabo sus providenciales propósitos
para con su pueblo (Isa. 44:28-45:1).

Por supuesto, no sobra decir aquí que estamos hablando de “ungidos”, en plural
y en minúscula; por contraste con “El Ungido”, en singular, con mayúscula y
artículo definido, que es el Señor Jesús y únicamente Él, el Mesías (palabra
hebrea transliterada al español como Māšîaḥ e incorporada finalmente a nuestro
idioma como “mesías”, pero cuya traducción exacta al español es “ungido”), o el
Cristo (equivalente en español del término griego khristós, que significa también
en español, de manera textual, “ungido”). Hecha esta salvedad que pone una
insuperable distancia entre El Ungido y los ungidos cualesquiera que sean,
podemos ahora sí afirmar sin lugar a equívocos la condición de “ungidos” que
ostentan todos los cristianos en el Nuevo Testamento en virtud de la presencia
de Dios con ellos y en ellos en la medida en que todos los creyentes hemos sido
constituidos templo del Espíritu Santo (1 Cor. 3:16; 6:19; 1 Jn. 2:20, 27).

Sin perjuicio de lo anterior, lo cierto es que en el propósito de comunicar el


evangelio eficazmente al mundo amplios sectores de la iglesia actual se han
escudado en la “unción” para disculpar y hasta justificar sus deficiencias y faltas
a la hora de transmitir el mensaje cristiano tanto a los no creyentes como a los
creyentes ya convertidos en el seno de la iglesia. Esta afirmación se fundamenta

16
en la resistencia que, en nombre de la “unción”, muchos cristianos manifiestan
hacia la necesidad de preparar de antemano el mensaje cristiano,
estructurándolo y planificándolo con el debido esfuerzo en un espíritu de oración
y estudio de las Escrituras. Rudolf Bohren lamentaba esta actitud con estas
acertadas palabras: “Edificar la iglesia sin planificación es imposible… Uno de los
mayores obstáculos para esta planificación es la idea indefinida de que creer en
el Espíritu Santo es incompatible con la planificación”

La improvisación y la espontaneidad sistemáticas se han convertido así en


norma obligatoria en muchas iglesias para comunicar las buenas nuevas y
profundizar presuntamente en ellas bajo el pretexto de que la “unción” basta y
sobra, como si la unción fuera incompatible con la planificación y el estudio
esforzado, que son entonces rotuladas como actividades poco espirituales que
“apagan” e incluso “agravian” al Espíritu, de donde la planificación y el estudio
diligente de las Escrituras, así se haga en un espíritu de oración y comunión
íntima con Dios, nos llevarían a incurrir en aquello sobre lo que Pablo nos
advierte en sus epístolas: “No agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual
fueron sellados para el día de la redención… No apaguen el Espíritu…” (Efe.
4:30; 1 Tes. 5:19), coartando, limitando o impidiendo la presuntamente
espontánea y poderosa acción del Espíritu Santo en la iglesia.

Por este camino no es difícil, entonces, que la planificación llegue a verse incluso
como una actividad propia de la naturaleza pecaminosa y termine siendo
satanizada. Por supuesto, hay circunstancias imprevisibles en que la
improvisación es inevitable y necesaria en la iglesia, como lo indicó con claridad
el Señor Jesucristo: “Los envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, sean
astutos como serpientes y sencillos como palomas. »Tengan cuidado con la
gente; los entregarán a los tribunales y los azotarán en las sinagogas. Por mi
causa los llevarán ante gobernadores y reyes para dar testimonio a ellos y a los
gentiles. Pero cuando los arresten, no se preocupen por lo que van a decir o
cómo van a decirlo. En ese momento se les dará lo que han de decir, porque no
serán ustedes los que hablen, sino que el Espíritu de su Padre hablará por

17
medio de ustedes” (Mateo 10:16-20; ver también Marcos 13:11 y Lucas 12:11-
12; 21:14-15), casos en los cuales debemos tratar de buscar en oración la guía
inmediata del Espíritu Santo y confiar en que la experiencia y sabiduría ya
acumuladas y nuestra docilidad a la guía divina puedan suplir la imposibilidad de
actuar de manera planificada, librándonos de tomar decisiones apresuradas e
irreflexivas que puedan resultar equivocadas.

Pero estos casos son la excepción, propios de circunstancias extremas, y no la


regla y no nos autorizan para ampararnos en la presunta “espiritualidad” de la
improvisación para justificar la mediocridad y falta de esfuerzo de muchos
predicadores que no estudian ni preparan sus sermones o mensajes siempre
que pueden hacerlo, sino que suben al púlpito confiando en que la “unción” será
de sobra suficiente y terminan así inadvertidamente atribuyendo al Espíritu Santo
las faltas propias de su pobre, superficial y plano sermón. En realidad, la
planificación está sancionada de manera favorable en la Biblia como algo que se
cae de su peso. Veamos algunos pasajes que corroboran lo dicho:

 “En los planes del justo hay justicia, pero en los consejos del malvado hay
engaño” (Pr. 12:5)

 “Prepara primero tus faenas de cultivo y ten listos tus campos para la
siembra; después de eso, construye tu casa” (Pr. 24:27)

 “»Supongamos que alguno de ustedes quiere construir una torre. ¿Acaso no


se sienta primero a calcular el costo, para ver si tiene suficiente dinero para
terminarla? Si echa los cimientos y no puede terminarla, todos los que la vean
comenzarán a burlarse de él, y dirán: ‘Este hombre ya no pudo terminar lo
que comenzó a construir.’ »O supongamos que un rey está a punto de ir a la
guerra contra otro rey. ¿Acaso no se sienta primero a calcular si con diez mil
hombres puede enfrentarse al que viene contra él con veinte mil? Si no
puede, enviará una delegación mientras el otro está todavía lejos, para pedir
condiciones de paz” (Lc. 14:28-32)

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 “tengo planes de visitarlos cuando vaya rumbo a España. Espero que,
después de que haya disfrutado de la compañía de ustedes por algún tiempo,
me ayuden a continuar el viaje” (Rom. 15:24)

Tiene que ser así, puesto que Dios mismo es un gran planificador:

 “«Yo sé bien que tú lo puedes todo, que no es posible frustrar ninguno de tus
planes” (Job 42:2)

 “Pero los planes del SEÑOR quedan firmes para siempre; los designios de su
mente son eternos” (Sal. 33:11)

 “El SEÑOR Todopoderoso ha jurado: «Tal como lo he planeado, se cumplirá; tal


como lo he decidido, se realizará” (Isa. 14:24)

 “De un solo hombre hizo todas las naciones para que habitaran toda la tierra;
y determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios” (Hc.
17:26)

De todo esto se deduce que la planificación no riñe de ningún modo con la


espiritualidad, sino que más bien la potencia y le confiere mayor eficacia en la
medida en que se lleve a cabo en oración y bajo la guía del Espíritu Santo, que es
quien en último término nos indica tanto el tipo de planificación que hay que
implementar, como los ajustes que ésta requiera sobre la marcha ante las
circunstancias cambiantes del entorno, puesto que: “Los planes bien pensados:
¡pura ganancia! Los planes apresurados: ¡puro fracaso!” (Pr. 21:5)

Ahora bien, tampoco hay que atribuirle a la planificación mayor peso del que
tiene en la eficacia alcanzada en la comunicación del evangelio. Hans Jürgen
Dusza pone las cosas en su justo lugar y proporción al sostener: “Nuestros
esfuerzos en planificar sólo quitan los obstáculos que dificultan este crecimiento
de la iglesia que no se puede fabricar”. Porque los creyentes sostenemos de tal
modo la soberanía de Dios que tenemos la convicción de que, a pesar de las
apariencias en contra, la obra de Dios avanza en el mundo hacia su feliz

19
conclusión, ya sea con nuestra colaboración o a pesar nuestro: “Esto es lo que
he determinado para toda la tierra; ésta es la mano que he extendido sobre
todas las naciones. Si lo ha determinado el SEÑOR Todopoderoso, ¿quién podrá
impedirlo? Si él ha extendido su mano, ¿quién podrá detenerla?... El SEÑOR hace
todo lo que quiere en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos sus
abismos… El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras jamás pasarán.” (Isa.
14:26-27; Sal. 135:6; Mt. 24:35).

Sin embargo, esto no significa que la obra de Dios no pueda ser de ningún modo
obstaculizada o combatida en la historia. De hecho, la misma Biblia nos revela
que, sin perjuicio de su cumplimiento definitivo, la obra de Dios en este tiempo
corre siempre el peligro de ser provisionalmente obstaculizada o entorpecida por
la agenda del mundo, por las maquinaciones del diablo y sus demonios o, en
resumen, por la misma naturaleza pecaminosa de los seres humanos, incluidos
los creyentes cuando cedemos de algún modo a ella y terminamos haciéndole
inadvertidamente el juego a los intereses del enemigo, ya sea por acción o por
las omisiones producto de la poca disposición al esfuerzo.

Por eso, más que usurpar la exclusiva labor del Espíritu Santo en la producción
del sano crecimiento y la favorable influencia de la iglesia en el mundo mediante
el evangelio, conforme a lo revelado por el profeta: “… »‘No será por la fuerza ni
por ningún poder, sino por mi Espíritu dice el SEÑOR Todopoderoso… ” (Zac.
4:6), lo que debemos hacer es estar identificando y removiendo con
discernimiento autocrítico los obstáculos que impiden el crecimiento natural de
la iglesia como organismo vivo que es y que recibe su alimento y crecimiento
directamente del mismo Dios, el único capaz de hacerla crecer de manera
fructífera: “»Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Toda rama que en
mí no da fruto, la corta; pero toda rama que da fruto la poda para que dé más
fruto todavía… Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Así como
ninguna rama puede dar fruto por sí misma, sino que tiene que permanecer en
la vid, así tampoco ustedes pueden dar fruto si no permanecen en mí. »Yo soy la
vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como yo en él, dará

20
mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada… Así que no
cuenta ni el que siembra ni el que riega, sino sólo Dios, quien es el que hace
crecer… No es que nos consideremos competentes en nosotros mismos. Nuestra
capacidad viene de Dios. Él nos ha capacitado…” (Jn. 15:1-2, 4-5; 1 Cor. 3:7; 2
Cor. 3:5-6).

Y la labor de remover obstáculos pasa en primer lugar por no convertirnos


nosotros mismos en obstáculos y en planificar de tal modo que implementemos
salvaguardas para identificar cuando lo estemos siendo, haciendo nuestra la
oración del salmista: “Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios.
Que tu buen Espíritu me guíe por un terreno sin obstáculos” (Sal. 143:10),
siguiendo la guía del Señor para obtener favorable respuesta a la aludida
oración, de modo que: “Cuando camines, no encontrarás obstáculos; cuando
corras, no tropezarás” (Pr. 4:11-12), obedeciendo a su vez la instrucción de
quitar nosotros mismos los obstáculos en el camino del pueblo de Dios y de sus
propósitos para él (Isa. 57:14; Jn. 11:39), proponiéndonos: “… no poner tropiezos
ni obstáculos al hermano” (Rom. 14:13) de modo que: “… lo soportamos todo
con tal de no crear obstáculo al evangelio de Cristo” (1 Cor. 9:12).

Por cierto, la planificación es descrita en la Biblia como uno de los privilegios que
podemos y debemos ejercer en vida, pues después de muertos y hasta que Dios
no restaure su reino en la tierra, la planificación será algo que no podremos
ejercer activamente, entrando en un estado de contemplación beatífica muy
dichosa pero incompleta, pues hasta disponer de nuevo de cuerpos resucitados
e incorruptibles no podremos incrementar nuestro conocimiento ni nuestra
sabiduría por medio del trabajo, la planificación, la experiencia y la
experimentación, como podemos hacerlo ahora en nuestra vida y existencia
terrenal: “Y todo lo que te venga a la mano, hazlo con todo empeño; porque en el
sepulcro, adonde te diriges, no hay trabajo ni planes ni conocimiento ni
sabiduría” (Ecl. 9:10)

1.4. Evangelismo eficaz

21
Para abordar el tema del evangelismo como la forma de comunicación prioritaria
para dar a conocer el evangelio (de ahí su nombre) sin repetir los contenidos ya
tratados en la materia Evangelismo en cuanto a las diversas estrategias de
evangelización y discipulado utilizadas por el Señor Jesucristo, es conveniente
comenzar con lo dicho por el teólogo Alister McGrath al respecto: “La
evangelización descansa sobre el deseo humano de querer compartir las cosas
buenas de la vida… la verdadera razón para evangelizar es la generosidad”.
Ahora bien, la evangelización, sin ser ni mucho menos la única actividad de la
iglesia ni el único propósito perseguido por el estudio y predicación de la Palabra
de Dios, sí es sin embargo una actividad importante que se distingue de todas
las demás. Tan importante que el apóstol Pablo elogiaba las iniciativas
evangelísticas emprendidas por la iglesia al margen de sus motivos puros o
impuros: “¿Qué importa? Al fin y al cabo, y sea como sea, con motivos falsos o
con sinceridad, se predica a Cristo. Por eso me alegro; es más, seguiré
alegrándome” (Fil. 1:18).

Pero de ello también se deduce que se puede predicar a Cristo con motivaciones
falsas y condenables que Dios está lejos de aprobar. Así, algunos evangelizan
movidos por la envidia, la rivalidad y la ambición personal: “Es cierto que algunos
predican a Cristo por envidia y rivalidad, pero otros lo hacen con buenas
intenciones. Estos últimos lo hacen por amor, pues saben que he sido puesto
para la defensa del evangelio. Aquéllos predican a Cristo por ambición personal
y no por motivos puros, creyendo que así van a aumentar las angustias que sufro
en mi prisión” (Fil. 1:15-17). De hecho, en la historia reciente la evangelización
llevada a cabo en el tercer mundo por las misiones extranjeras llegó a ser en
significativos casos un brazo extendido del imperialismo y una manifestación de
la creencia en la presunta superioridad de la cultura del evangelizador respecto a
la de los evangelizados. Se evangelizaba desde un pedestal de superioridad
cultural y con actitud condescendiente y paternalista en el mejor de los casos,
fomentando la perpetuación del colonialismo y la dependencia de las naciones
evangelizadas en relación con las evangelizadoras.

22
Pero como lo establece bien el apóstol, las malas motivaciones no descalifican
forzosamente la evangelización y la necesidad que el mundo tiene de ella, ni
tampoco los esfuerzos en esta dirección que la iglesia debe emprender siempre,
depurados de sus motivos equivocados. De hecho, la motivación de fondo
correcta para la evangelización quedó plasmada de lleno en la siguiente
instrucción dada por el Señor Jesucristo a los suyos en su momento: “… Lo que
ustedes recibieron gratis, denlo gratuitamente” (Mt. 10:8). En efecto, en el marco
de la gracia inmerecida que los creyentes hemos recibido de Dios, una
generosidad natural que debería darse por descontada tendría que ser la
motivación que impulsa los esfuerzos evangelísticos del creyente individual y de
la iglesia en general, a semejanza de la generosidad divina manifestada en la
voluntaria entrega de Cristo a nuestro favor y todo lo que la acompaña. Así lo
entendieron, no sin algo de resistencia, los cuatro leprosos que concluyeron que
no obraban de manera correcta al no compartir con los demás lo que ellos
estaban disfrutando a manos llenas: “Entonces se dijeron unos a otros: Esto no
está bien. Hoy es un día de buenas noticias, y no las estamos dando a conocer.
Si esperamos hasta que amanezca, resultaremos culpables. Vayamos ahora
mismo al palacio, y demos aviso” (2 R. 7:9).

Dentro de las motivaciones equivocadas que entorpecen y dificultan la


comunicación eficaz del evangelio está la señalada por Charles Spurgeon con
estas palabras: “Deseamos traer a los hombres a Cristo y no a nuestro concepto
particular del cristianismo… Hacer prosélitos es buena labor para fariseos: guiar
las almas a Dios es… el honorable propósito del ministro de Cristo”. Proselitismo
o evangelización, he ahí el dilema de muchos creyentes en el cumplimiento de la
gran comisión, laicos o ministros, indistintamente en el marco de la
responsabilidad del centinela (Eze. 33:7-9) que en el Nuevo Testamento no
excluye a ningún creyente en la medida en que todos somos sacerdotes (1 P.
2:5, 9). El teólogo Richard Niebhur dijo en cierta ocasión observando, entre otros,
la manera en que los cristianos norteamericanos luchaban por ganar adeptos
para su propia y particular denominación más que para la causa universal de

23
Cristo: “El denominacionalismo es la fuente de la debilidad moral de la
cristiandad, no primeramente porque divide o dispersa sus energías, sino sobre
todo porque señala la derrota de la ética cristiana de la fraternidad por la ética
de la casta”.

No puede negarse que procurar, de manera prioritaria, traer a los hombres a


nuestro concepto particular del cristianismo puede significar sacrificar la
fraternidad cristiana universal en el altar de un censurable sectarismo
denominacional exclusivista y hasta elitista. El sectarismo que presume que la
verdad sólo se encuentra dentro de nuestro grupo o congregación particular y
que el verdadero servicio a Dios sólo es posible dentro de la organización
eclesiástica o dentro del grupo al que pertenecemos, está condenado
expresamente en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento
(Nm. 11:26-29; Mr. 9:39; Lc. 9:50). Por eso, sin perjuicio de la defensa de la
sana doctrina en sus aspectos esenciales, debemos recordar que, como lo dijo
Max Lucado: “el corazón correcto con el credo incorrecto es mejor que el corazón
incorrecto con el credo correcto”, por lo cual: “… no juzguen nada antes de
tiempo; esperen hasta que venga el Señor…” (1 Cor. 4:5-6)6. No podemos olvidar
que Jesucristo habló duramente en contra del proselitismo judío que buscaba
tan sólo ganar y formar adeptos para su secta o escuela particular: “»¡Ay de
ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Recorren tierra y mar para
ganar un solo adepto, y cuando lo han logrado lo hacen dos veces más
merecedor del infierno que ustedes” (Mt. 23:15). Por el contrario, la iglesia debe
tener presente que la conversión tiene a Cristo como término, y no a nuestra
denominación particular, porque es sólo cuando “alguien se vuelve al Señor,
[que] el velo le es quitado” (2 Cor. 3:16)

6
Sin perjuicio del respeto que debemos a todos, los cristianos debemos denunciar y combatir las
enseñanzas heréticas provengan de donde provengan y vigilar y conceder el beneficio de la duda a
las enseñanzas heterodoxas hasta tanto no muestren carácter manifiestamente herético, pero en
cualquiera de los dos casos no debemos condenar ni a los heterodoxos ni a los herejes, sino tan
sólo sus enseñanzas sospechosas o censurables, pero debemos abstenernos de condenar a las
personas como tales, pues eso escapa a nuestras posibilidades y a nuestra jurisdicción, siendo
una prerrogativa de Dios exclusivamente.

24
Profundizando un poco en las motivaciones equivocadas al evangelizar que se
encuentran sutilmente encubiertas en las iniciativas misioneras tendríamos que
darle la razón al teólogo William Temple: “La actitud [cristiana] hacia otras
religiones ha sido moldeada por la mentalidad colonial”. Esto no significa que
todo haya sido malo con el colonialismo, pues al margen de las legítimas críticas
a que se haya hecho merecedor; el colonialismo trajo notables beneficios a los
pueblos colonizados por las naciones cristianas del norte que perduran aún
después de obtenida la independencia. Uno de ellos es que, −no obstante la
mayor o menor distorsión de que fue víctima por parte de sus portavoces y los
lastres políticos heredados por las ex-colonias−; el evangelio fue traído a estas
latitudes del sur y del lejano oriente y de algún modo se reflejó favorablemente
en muchos aspectos sociales que representan un incuestionable progreso en
relación con la pasada condición religiosa y ética de los pueblos autóctonos
(nadie diría que la ética y prácticas de los chibchas, mayas, aztecas e incas es
superior a la ética cristiana, aún en su cuestionable versión católica de doble
moral).

Lo anteriormente dicho cobija tanto al temprano colonialismo español y


portugués, como al más tardío a cargo del resto de naciones europeas con
Inglaterra a la cabeza, sin perjuicio de las diferentes valoraciones y juicios
históricos a que haya lugar a raíz de las distintas versiones del cristianismo que
promovieron en sus respectivos dominios, justificando así señalamientos que no
se pueden de todos modos soslayar. Vemos, pues, al catolicismo romano de la
mano de una cruzada de conquista y despojo a sangre y fuego por parte de los
conquistadores españoles y portugueses que disocia drásticamente la doctrina,
ya de por sí desdibujada, de la práctica cristiana; mientras que por otro lado
encontramos al protestantismo introducido mediante una positiva empresa de
colonización iniciada por los ingleses en cabeza de los perseguidos puritanos y
los exploradores europeos en Asia y África, mucho más consecuente,
comparativamente hablando, con el auténtico espíritu de amor cristiano, sin
que esté exenta tampoco de disonantes discrepancias entre teoría y práctica que

25
no son, sin embargo, excusa para rechazar el mensaje del evangelio, conforme a
lo dicho por el Señor: “Los maestros de la ley y los fariseos tienen la
responsabilidad de interpretar a Moisés. Así que ustedes deben obedecerlos y
hacer todo lo que les digan. Pero no hagan lo que hacen ellos, porque no
practican lo que predican” (Mt. 23:2-3).

Con todo, la mentalidad colonial debe ser desechada del espíritu misionero
cristiano por anacrónica y por generar una resistencia adicional de parte del
evangelizado, fomentando también una equivocada y orgullosa identificación
entre la cultura propia del misionero y la universal doctrina cristiana que está
llamado a predicar. Además, esta actitud de superioridad incapacita al
evangelizador para escuchar como debería al evangelizado, no para pretender
brindarle respuestas a todas sus preguntas, sino escucharlo incluso para
aprender de él. No por nada Bonhoeffer decía que: “El primer servicio que uno
debe a otro en la comunidad consiste en escucharlo… Dios… también… nos
escucha. Escuchar a nuestro hermano es, por tanto, hacer con él lo que Dios ha
hecho con nosotros”

Se dice coloquialmente que Dios dio al ser humano dos oídos y una boca porque
deseaba que estuviera más dispuesto a escuchar que a hablar. Pero esta
circunstancia puede sugerir también sensatos cursos de acción como el que la
Biblia revela, que debería ser de sentido común, en cuanto a oír atentamente a
ambas partes involucradas en una discusión, antes de poder esclarecerla y
resolverla sabia, justa y satisfactoriamente: “El primero en presentar su caso
parece inocente, hasta que llega la otra parte y lo refuta” (Pr. 18:17). Escuchar
es, pues, necesario para llegar a comprender verdaderamente. De ahí la
reiterada y aparentemente perogrullesca advertencia del Señor a su pueblo en el
sentido de que: “El que tenga oídos, que oiga” (Mt. 13:43; Mr. 4:9; Lc. 14:35).

Para que la iglesia pueda, entonces, actuar eficazmente en el mundo y


comunicar con eficiencia el evangelio al mundo, es imprescindible que antes de
ello escuche cuidadosamente con ambos oídos, aplicando uno de ellos a oír con

26
avidez, respeto y profundidad la Palabra de Dios y el otro a escuchar al mundo al
cual ha sido enviada, no para contemporizar con él ni aprobarlo; sino para
comprenderlo y trazar un plan de acción misionera y evangelizadora que tome en
cuenta la coyuntura y circunstancias particulares en que éste se encuentra en un
momento dado de la historia. No escuchar en alguna de estas dos direcciones
resulta, por una parte, en el extravío y la desgracia de la humanidad y aún del
pueblo de Dios al abandonar las Escrituras, o en el anacronismo y falta de
pertinencia del evangelio para el mundo de hoy al no tomar en cuenta las
circunstancias en que éste se encuentra. Escuchar es, además, una muestra de
poseer la humildad necesaria para “aprender también del evangelizado” (A.
Cruz), pues al escucharlo, “es posible que el evangelizador pueda resultar
evangelizado en algunos aspectos” (Ibíd).

Otro factor a tener en cuenta a la hora de evangelizar es el señalado con estas


sugerentes palabras por el economista francés Charles Gave: “¡Dios solo sabe
contar hasta uno!... no se interesa por las multitudes, ni por las naciones, ni por
la historia… solo se interesa por cada uno de nosotros uno a uno… el amor va de
una persona a otra… No hay amor colectivo. No hay amor de la Humanidad”. En
conexión con ello Luis Palau sostiene con resolución que “Dios no tiene nietos,
solo hijos”. Con esta frase buscaba llamar nuestra atención al hecho de que la fe
en Dios no es algo que se hereda al punto de darse por sentada de una
generación a otra, sino que se tiene que revalidar personalmente generación
tras generación por cada creyente individual, independiente de la herencia y
formación espiritual recibida.

Es en este sentido que Dios solo sabe contar hasta uno. Porque antes que nada,
Él se interesa en cada uno de nosotros de manera individual (pero no de manera
individualista). No podría ser de otro modo, pues Dios es amor, y el amor es ante
todo una vinculación mutua de carácter individual, de persona a persona, aún en
el caso de un amor compartido entre tres o más personas como puede serlo el
afecto (gr. storge); la amistad (gr. filios) o la caridad (gr. ágape) en el marco de la
comunión cristiana. Es por eso que, en lo que tiene que ver con Dios, los

27
creyentes siempre estamos en cierto modo a solas ante Él, aún en medio de la
adoración congregacional. Porque el trato de Dios es siempre individual con cada
uno de sus hijos. Tal vez sea debido a ello que la evangelización es también, en
último término, un asunto individual, sin perjuicio de los métodos masivos de
evangelización utilizados histórica y actualmente por pastores y evangelistas por
igual.

Porque al margen de los resultados de estos esfuerzos masivos de


evangelización, el crecimiento más consistente de la iglesia es el que resulta de
la interacción individual sostenida en el tiempo entre un creyente y un
inconverso que logran compartir intereses. Así como la relación con Dios es de
carácter individual, también la evangelización lo es. Históricamente la
propagación del evangelio ha sido una responsabilidad de cada creyente con su
prójimo inconverso. Todo lo demás es añadido. No fueron, pues, los apóstoles los
que lograron la conversión del imperio romano al cristianismo, sino el sincero
testimonio de miles de anónimos creyentes hablándoles de Cristo uno a uno a
sus vecinos inconversos. Los apóstoles simplemente iniciaron y pusieron el
broche de oro en este decisivo trabajo llevado a cabo entre estos dos puntos por
creyentes sin especiales credenciales. La experiencia de Felipe y el etíope sigue
siendo, entonces, el mejor modelo de evangelización: “Felipe se acercó de prisa
al carro y, al oír que el hombre leía al profeta Isaías, le preguntó: –¿Acaso
entiende usted lo que está leyendo?... Entonces Felipe, comenzando con ese
mismo pasaje de la Escritura, le anunció las buenas nuevas acerca de Jesús”
(Hc. 8:30, 35)

En este punto es necesario hacer una advertencia tocada tangencialmente al


inicio de este numeral. Nos referimos a que la importancia que reviste la
evangelización no debe hacernos perder de vista que esta es una de las tareas
de la iglesia, pero no la única. Porque amplios sectores de la iglesia actual, en
especial de los sectores pentecostales y carismáticos mayoritarios, se han
obsesionado a tal punto con la evangelización que han perdido de vista las
demás tareas de la iglesia. Ya prestigiosos sociólogos de la religión como el

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francés Christian Lalive D’Epinay describen a estos sectores de la cristiandad
como caracterizados por un pasotismo, indiferencia o “huelga social” según la
cual no valdría la pena emprender ninguna actividad o disciplina productiva de
carácter intelectual, económico, e incluso relacional que tenga efectos sociales
positivos, pues sería una pérdida de tiempo y energía ante el inminente regreso
de Cristo que hará que todo lo anterior sea más bien vano e infructuoso, al punto
de hacer sospechosa cualquier iniciativa o aspiración de tipo social que difiera
de la evangelización en el mejor de los casos. Este enfoque pierde de vista el
ejemplo provisto por el Señor Jesucristo al compenetrarse con todos los aspectos
rescatables de la cultura judía en la que se encarnó como hombre, y la dicha
prometida a los que, a su venida, se encuentren también cumpliendo su deber
en todos los frentes legítimos de la actividad cultural humana, sin abandonar por
ello la anhelante y expectante espera de su regreso: “Dichoso el siervo cuyo
señor, al regresar, lo encuentra cumpliendo con su deber” (Lc. 12:43).

El llamado “evangelio social” puede servir para ilustrar lo anterior. Porque debido
precisamente al característico y necesario énfasis histórico del protestantismo
en la evangelización, en la fe y en la conversión personal y su correspondiente
condenación de las buenas obras como medio de salvación; uno de los aspectos
de la verdad que puede llegar a ignorarse fácilmente en el ámbito protestante
son las implicaciones sociales del evangelio tales como la comunión que nos
vincula los unos a los otros con Cristo en el seno de la iglesia y el servicio y la
acción social tanto al interior como al exterior de ella, imprescindibles para
establecer la tan anhelada justicia social tal y como aparece repetidamente en
las arengas y denuncias de los profetas del Antiguo Testamento. Esto es lo que el
teólogo liberal Walter Rauschenbusch acertó en llamar “evangelio social”, pero
que malogró a la hora de plantear su fundamento teológico al punto de que hoy
la expresión “evangelio social” se mira con sospecha, asociándola al
cuestionable liberalismo teológico o a la igualmente problemática teología de la
liberación. Porque lo cierto es que el “evangelio social” no es un descubrimiento
de Rauschenbusch, ni del liberalismo teológico del siglo XIX, ni de la teología de

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la liberación del siglo XX, sino que está en el mismo corazón del mensaje
cristiano, como lo admite el apóstol Pablo al informarnos de su visita a los
dirigentes de la iglesia en Jerusalén con estas palabras: “... no me impusieron
nada nuevo. Al contrario, reconocieron... la gracia que yo había recibido... Sólo
nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, y eso... he venido haciendo
con esmero” (Gál. 2:6-10)

Volviendo al carácter individual y uno a uno de la evangelización, tenemos que


referirnos a lo que la Biblia quiere dar a entender con la palabra “llamado”,
conjugación en participio del verbo “llamar”, utilizado de manera particular en las
epístolas del Nuevo Testamento. En ellas se utiliza para referirse a la invitación
que Dios formula a sus elegidos, por medio de la evangelización indiscriminada
que la iglesia lleva a cabo, para que acudan con humildad y arrepentimiento a
Cristo, creyendo y confiando sin reservas en Él y en su obra consumada en la
cruz del Calvario para nuestra salvación, comprometiéndose así en el servicio de
su causa. Así, pues, dado que muchos de quienes escuchan el llamado
indiscriminado que la iglesia les formula a través del testimonio y la predicación
evangelística rechazan este llamado, al mismo tiempo que la Biblia da a
entender en las epístolas que todos quienes escuchan este llamado formulado
por Dios a cada uno de sus elegidos finalmente responden de manera favorable
a él y ninguno de los llamados por Dios se pierde: “A los que predestinó, también
los llamó; a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los
glorificó” (Rom. 8:30), los teólogos distinguen entre lo que designan como el
“llamado externo” formulado por la iglesia de resultado incierto y el “llamado
interno” formulado por Dios de resultado seguro, Quien utiliza como vehículo
para formular su llamado interno la predicación evangelística o el llamado
externo formulado por la iglesia: “Ahora bien, ¿cómo invocarán a aquel en quien
no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán
si no hay quien les predique?” (Rom. 10:14).

Por eso desde los grandes avivamientos norteamericanos de los siglos XVIII y XIX

30
un gran número de iglesias evangélicas ha incorporado en su liturgia “el
llamado”, descrito en estos términos por el sociólogo William Mauricio Beltrán
Cely: “… consiste en invitar a todos aquellos que no han nacido de nuevo a que
experimenten la salvación y el arrepentimiento, repitiendo una oración a través
de la cual reconocen sus pecados e invitan a Cristo a morar en sus corazones”.
Se ha vuelto tan importante este llamado en la liturgia de muchas de las iglesias
protestantes evangélicas de la actualidad que John A. Broadus ha llegado a
decir: “Si no existe el llamado, no existe el sermón”. Sin embargo, atendiendo a
sus críticos, debe tenerse en cuenta que este recurso busca tan sólo orientar al
creyente potencial y no puede atribuírsele necesariamente una especie de efecto
mágico por sí mismo, a la manera del sacramento católico “ex opere, operato”;
sino que sus efectos deben recibirse con “beneficio de inventario”, pues la única
evidencia externa, objetiva y visible de la auténtica conversión está descrita en la
Biblia con estas breves palabras: “Así que por sus frutos los conocerán” (Mt.
8:20).

De aquí que se distingan y entremezclen en teología los ya mencionados


“llamado externo”, instrumentado a través de la predicación y la evangelización
de la iglesia, cuya eficacia no está garantizada en un cien por ciento por lo que,
al recurrir a él y por más de que la iglesia se esmere por evangelizar de la mejor
manera, sus expectativas deben ser moderadas; y el “llamado interno”
formulado directamente por Dios al corazón del creyente, y cuyo resultado, la
voluntaria aceptación humilde que responde a este llamado por medio de la fe
en Cristo y que nos califica para ser legítimamente llamados “hijos de Dios”, es
seguro en todos los casos en que se dé. Se entiende así que muchos sean
invitados a través del llamado externo de la Iglesia, pero pocos sean
efectivamente escogidos mediante el llamado interno de Dios (Mt. 22:14).

En conexión con lo anterior, no podemos entonces perder de vista la soberanía


de Dios en la evangelización. Rienk Bouke Kuiper nos lo recuerda de este modo:
“La gran comisión usualmente se comprende como un mandato misionero. Es

31
eso, y mucho más. Su tema es el Cristo soberano. Es una declaración gloriosa de
su soberanía7”. La Biblia atribuye a Dios la soberanía absoluta sin lugar a dudas.
Pero asimismo en ella se nos revela que, desde la creación del hombre y sin
renunciar de ningún modo a su soberanía, Dios no la ejerce de manera
avasalladora sobre la humanidad, sino que ha preferido hacerlo de manera más
bien sutil, tras bambalinas, con sabiduría más que con fuerza y con persuasión
más que con imposición, pero sin perder nunca por ello el gobierno de su
creación ni la eficacia en el cumplimiento final de sus propósitos.

Jesucristo comparte la soberanía de Dios no sólo por derecho propio al gozar de


la condición divina desde la eternidad, sino también por delegación expresa del
Padre al encarnarse como hombre, sin dejar por ello de ser Dios. Y Cristo ejerce
esta soberanía con una combinación aún mayor si se quiere de la magistral
sutileza y eficacia exhibida por Dios desde la creación del hombre. Es por eso
que la evangelización llevada a cabo por los creyentes en obediencia a la gran
comisión recibida de Jesucristo al respecto, no es de ningún modo, a pesar de
las eventuales apariencias en contra, un esfuerzo estéril y sin provecho. No sólo
debido a la garantía que tenemos de que la Palabra de Dios nunca vuelve vacía,
sino que hace todo aquello para lo que fue enviada (Isa. 55:11), sino también
porque a pesar de la evidente y anunciada oposición que el mundo ofrece a
Cristo (Lc. 2:34) y de los consecuentes e innegables retrocesos sociales que se
presentan en el desenvolvimiento de la historia el evaluarla a la luz de la ética
cristiana; bajo la superficie la causa de Dios continua avanzando hacia su plena
consumación contra viento y marea (Mt. 13:33), pues está respaldada por la
soberanía de Cristo (Mt. 28:18) y su presencia espiritual permanente para
garantizar y supervisar los resultados en todos y cada uno de sus escogidos (Mt.
28:20), razón que sustenta de sobra la confianza del creyente y su disposición a
obedecer de buena gana la escueta instrucción paulina: “Ustedes, hermanos, no

7
Soberanía: Autoridad suprema de un gobernante sobre su territorio y sus habitantes. En las
democracias los gobernantes elegidos por el pueblo ejercen esta soberanía sobre la nación
gobernada en representación o en nombre del pueblo que los eligió. Sea como fuere, toda
soberanía legítima ostentada por un gobernante humano es relativa, pues tiene su fundamento en
la delegación que procede de la soberanía absoluta de Dios.

32
se cansen de hacer el bien” (2 Tes. 3:13)

Es por todo lo anterior que, como lo dice el teólogo alemán Christian A. Schwarz:
“No debe ponerse ningún estándar ético como condición previa para la
conversión, ni implícita ni explícitamente”, un error que cometen con frecuencia
muchos cristianos y muchas iglesias. Ciertamente, uno de los errores más
comunes en la evangelización –tanto por parte del evangelizador como del
evangelizado– es asumir o dar a entender que previo a la conversión, –
comprendida como el acto de voluntaria, humilde y contrita entrega por el cual el
individuo se rinde por completo a Dios en la persona de Cristo–, la persona debe
incorporar un cambio en sus estándares éticos y en su correspondiente
conducta, elevándolos sustancialmente o incluso modificándolos de manera
drástica en relación con los anteriores.

Esta presunción puede retrasar indefinidamente y de manera innecesaria la


conversión de quien ya está preparado y listo para proceder a ella. Porque lo más
que el incrédulo puede alcanzar previo a la conversión es la convicción de que
sus estándares éticos son equivocados, mediante los actos de arrepentimiento y
confesión, pero sin poder cambiarlos consistentemente por unos nuevos,
viviendo luego de conformidad con ellos. La conversión es la única manera, no
sólo de modificar nuestros pecaminosos estándares éticos para ajustarlos a los
divinos; sino también de comenzar a vivir acorde con ellos de manera natural,
habilitados para esto por el poder del Espíritu Santo actuando en nosotros en
línea con nuestra renovada voluntad de agradar a Dios con nuestra conducta.

Es por esto que la Biblia declara que: “… si alguno está en Cristo, es una nueva
creación” (2 Cor. 5:17). La Biblia nunca requiere un cambio ético en el individuo
como requisito para la conversión, sino que lo único que requiere de él es
arrepentimiento y fe, pues Dios sabe bien que Él es el único capaz de operar el
cambio de naturaleza que la persona necesita para poder obedecer sus justas
demandas éticas, a lo que muy seguramente ha aspirado sin ningún éxito antes
de la conversión. Así, los nuevos estándares éticos asumidos por el creyente son

33
siempre consecuencia natural de la conversión y nunca causa o requisito para
ella. Por eso, antes de formular requerimientos éticos, la Biblia establece como
condición previa la conversión que nos dota con una nueva naturaleza facultada
para cumplir satisfactoriamente con ellos: “Dejen de mentirse unos a otros,
ahora que se han quitado el ropaje de la vieja naturaleza con sus vicios, y se han
puesto el de la nueva naturaleza, que se va renovando en conocimiento a
imagen de su Creador” (Col. 3:9-10)

Por último y para colocar a la evangelización con toda y su importancia en su


justo lugar y proporción dentro de las múltiples tareas de la iglesia, debemos
decir que la adoración es más importante que la evangelización y que todas las
demás tareas que la iglesia debe llevar a cabo en el mundo. Ya lo dijo Martín
Lutero: “Conocer a Dios es adorarle”. Porque como ya se ha dicho repetidamente
en otras materias del programa, la disyuntiva no es, pues, adorar o no adorar,
sino a qué o quién vamos a adorar (1 R. 18:21), independiente de que lo
hagamos a conciencia en forma religiosa o de manera engañosamente
inconsciente, al margen de la religión. El pacto establecido por Dios con su
pueblo implica adorarlo y servirlo sólo a Él en su condición de único Dios
verdadero.

Dios es celoso y demanda adoración exclusiva, pues nadie con algo de


entendimiento podría negarle su legítimo y pleno derecho a recibir de nuestra
parte el tributo y la gloria que le corresponde sin tener que compartirla con otros
a su lado. Y el mayor impedimento para la correcta adoración es no conocer a
Dios, pues el que llega a conocerlo terminará postrado ante él en profunda
adoración de manera gozosa, natural e inevitable. Lo adoramos en concreto por
lo que Él es, tal como se nos ha revelado de modo concluyente en la persona y
en la obra de Cristo. Aquí no juegan ningún papel nuestras circunstancias
personales, las cuales, cuando son favorables, conducen más a la alabanza que
a la adoración, si bien ambas acciones no pueden separarse sino a lo sumo
distinguirse. La alabanza puede, pues, fluctuar al ritmo de las circunstancias,
pero no la adoración ya que: “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos”

34
(Heb. 13:8; St. 1:17). En consecuencia, al decir del Dr. Alfonso Ropero: “quienes
de verdad adoran son quienes mejor evangelizan en el acto mismo de adorar…
la comunidad cristiana es primordialmente un cuerpo que adora. Tiene otras
tareas, pero ninguna la supera en excelencia”, algo que debemos tener siempre
presente.

1.5. El peligro de los lemas

El profeta Jeremías advertía: “Pero no deberán mencionar más la frase ‘Mensaje


del Señor’, porque el mensaje de cada uno será su propia palabra, ya que
ustedes han distorsionado las palabras del Dios viviente, del Señor
Todopoderoso, nuestro Dios” (Jer. 23:36). Esta advertencia adquiere en la
actualidad toda su vigencia en la iglesia evangélica que, pretendiendo anunciar
el mensaje de Dios en el evangelio, ha terminado esparciendo ideas de su propia
cosecha que no proceden de Dios sino que distorsionan y malinterpretan sutil e
inadvertidamente el auténtico mensaje de Dios en la Biblia. No nos referimos
aquí a los televangelistas y predicadores mediáticos, dueños de poderosas
cadenas de difusión televisivas supuestamente “cristianas”, que divulgan esa
nefasta corriente de pensamiento ya designada como “el movimiento de la fe”
con su habitual acompañante: “la teología de la prosperidad”, la misma que
enriquece descaradamente a sus promotores al tiempo que despoja
impunemente a todos sus esperanzados, ambiciosos y crédulos seguidores en
iglesias que, por cuenta de declaraciones casi blasfemas hechas de forma cada
vez más recurrente en sus púlpitos por sus propios pastores, adquieren cada vez
más el perfil de las sectas heréticas combatidas por el cristianismo a lo largo de
su historia.

Nos referimos en apariencia a algo mucho más inofensivo. Los lemas cristianos
que se vuelven lugares comunes en el “argot” evangélico popular, como un
resumen de un renglón, simplista y fácil de recordar, de doctrinas cristianas que
nos eximirían del trabajo de estudiar y comprender como corresponde las
verdades que se pretenden transmitir, pero que al final se terminan traicionando.

35
Vale la pena abordar entonces algunos de los más divulgados, conocidos y
citados de manera recurrente e irreflexiva por muchos creyentes en las iglesias
que creen, mediante estos lemas, estarle prestando un buen servicio a la causa
cristiana en el propósito de comunicar y transmitir de manera sencilla y
comprensible el mensaje del evangelio.

1.5.1. Unidad a toda costa

Apoyados en los versículos bíblicos a favor de la unidad, tal como éste:


“Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como
nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Permite que alcancen la
perfección en la unidad, y así el mundo reconozca que tú me enviaste y
que los has amado a ellos tal como me has amado a mí” (Jn. 17:22-23),
ha surgido en el medio cristiano un lema que muchos suscriben de
manera tácita o expresa: “El amor une, la doctrina divide”. Este lema es
utilizado por el movimiento ecuménico evangélico para promover la
unidad entre las iglesias.

Pero en este lema se mezcla una verdad con una mentira. La verdad es
que el amor es bueno, porque une. La mentira, que la doctrina es mala,
porque divide. Pero como lo dijo John Stott: “Sería necio buscar la unidad
a expensas de la verdad”. Y la doctrina tiene que ver con la verdad. No
podemos separar el amor de la verdad. Dios es amor, es cierto, pero ese
mismo Dios se encarnó como hombre en la persona de Jesucristo para
anunciar: “… Yo para esto nací, y para esto vine al mundo: para dar
testimonio de la verdad…” (Jn. 18:37) y proclamar finalmente sin lugar a
dudas: “Yo soy… la verdad…” (Jn. 14:6). La verdad es, entonces, tan
importante como el amor y ambas convergen en el reino de Dios, como lo
describe poéticamente el salmista: “El amor y la verdad se encontrarán;
se besarán la paz y la justicia” (Sal. 85:10).

Debemos, entonces, asumir con precaución este lema a favor del amor y
la necesaria unidad de la iglesia, o por lo menos matizarlo drásticamente.

36
Amar no significa aceptarlo y perdonarlo todo sin reservas y evitar a toda
costa la discusión y el desacuerdo y, de ser necesario, hasta la división.
Aquí sí, como lo dijo Walter Martin: “La controversia por causa de la
verdad es un mandamiento divino”. Nunca pasemos por alto que al hablar
de unidad la Biblia implica una común y veraz base doctrinaria, como de
hecho la poseemos todas las denominaciones protestantes en torno a los
lemas de la Reforma de “sola escritura, sola gracia, sola fe y solo Gloria
de Dios”, y en un marco más amplio la poseen también las tres vertientes
de la cristiandad a saber: católicos, ortodoxos y protestantes.

Pero a la hora de defender la verdadera unidad cristiana no podemos


sacrificar las diferencias doctrinales que, en conciencia, nos separan y
debemos debatirlas más que discutirlas, en un espíritu de amor y de
respeto mutuo, exento de sectarismos de parte y parte, por la vía del
argumento y de la persuasión que apele de manera consistente a las
Escrituras y a la tradición histórica de la iglesia que armonice con ellas, de
conformidad con la verdad revelada en la Biblia, la Palabra escrita de Dios
y en Jesucristo, la Palabra de Dios hecha hombre. El amor une y la
doctrina divide, es cierto, pero al hacerlo ambos cumplen el constructivo
papel que deben cumplir al servicio de Dios.

1.5.2. Salvación cómoda

La doctrina de la seguridad de la salvación emanada de pasajes como


éste, entre muchos otros: “Pues estoy convencido de que ni la muerte ni
la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los
poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación,
podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús
nuestro Señor” (Rom. 8:38-39), ha dado lugar a un lema para resumir
esta doctrina que reza: “Una vez salvo, siempre salvo”. Lo cual no deja de
ser cierto. Pero este lema no nos dice nada de la conducta de los que son
salvos. Y siempre existe la posibilidad de que haya gente que crea ser

37
salva sin serlo.

Por eso, debemos recordar que los que son salvos, en la medida en que
se encuentran resguardados en Cristo y por Cristo Jesús nuestro Señor,
no pierden, ciertamente, la salvación. Pero los salvos se caracterizan por
cualquier cosa, menos por utilizar esta doctrina para relajarse en su
compromiso, entrega y dedicación al discipulado cristiano y al
seguimiento de Cristo. Los salvos se caracterizan, más bien, por todo lo
contrario. Es decir por no utilizar su libertad como ocasión para pecar, ni
tampoco abusar de la gracia de Dios para terminar tolerando el pecado en
su propia vida.

Porque precisamente, este lema es malentendido y malinterpretado


cuando se termina utilizando como pretexto para la relajación y la laxitud
en la vida cristiana. Los que caen en esto, probablemente no son salvos.
Los salvos, dice la Escritura, se caracterizan porque: “Todo el que tiene
esta esperanza en Cristo, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1
Jn. 3:3). Dicho de otro modo, no se puede hablar de la doctrina de la
seguridad de la salvación sin hablar enseguida de la doctrina de la
perseverancia de los santos, para evitar malentendidos alrededor de la
primera de estas doctrinas. Los salvos, es decir los que hemos rendido
nuestra vida a Cristo en arrepentimiento y fe, hemos sido apartados y
santificados por Dios en Cristo, pero los santos nos caracterizamos
porque perseveramos. La doctrina de la seguridad de la salvación nos
garantiza que Dios preserva a sus escogidos, pero los que son
preservados por Él se caracterizan porque perseveran hasta el fin.

Por eso, la perseverancia del creyente no es una virtud heroica que


desarrollamos en nuestras propias fuerzas, sino más bien una facultad
que Dios nos brinda y con la cual nos capacita a todos a los que ha
salvado. Dicho de un modo muy gráfico y visual, si el fruto del Espíritu
Santo ‒amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad,

38
humildad y dominio propio‒ fuera como los diferentes ladrillos que
construyen el carácter cristiano, la perseverancia sería el cemento.

Finalmente, para que no lleguemos a sentirnos tentados a utilizar este


lema de manera equivocada, debemos recordar las palabras terminantes
del apóstol: “Así que, mis queridos hermanos, como han obedecido
siempre ‒no sólo en mi presencia sino mucho más ahora en mi ausencia‒
lleven a cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien
produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su
buena voluntad” (Fil. 2:12-13). Al fin y al cabo, como concluye el autor de
la epístola de los Hebreos: “¿cómo escaparemos nosotros si descuidamos
una salvación tan grande?...” (Heb. 2:3). Una vez salvo, siempre salvo, sin
olvidar que si algo caracteriza a los salvos es que los que lo son
verdaderamente perseveran hasta el fin.

1.5.3. Condescendencia hacia el pecador

Al amparo de verdades tan queridas como ésta: “Porque tanto amó Dios
al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no
se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3:16), reforzadas por otros
pasajes bíblicos en la misma dirección, ha surgido uno de los más
controvertidos lemas cristianos que dice: “Dios aborrece el pecado, pero
ama al pecador”. De nuevo aquí parece haber una dosis de verdad
mezclada con mentira. Al revisar las Escrituras encontramos que, en
efecto, hay un significativo número de pasajes que afirman que Dios
aborrece la conducta de los pecadores, es decir el pecado: “Quien teme al
Señor aborrece lo malo; yo aborrezco el orgullo y la arrogancia, la mala
conducta y el lenguaje perverso” (Pr. 8:13); “El Señor aborrece el camino
de los malvados, pero ama a quienes siguen la justicia” (Pr. 15:9).

Pero sin perjuicio de lo anterior, definitivamente son más numerosos los


pasajes que afirman que Dios aborrece a los pecadores como tales:
“porque él aborrece a quien comete tales actos de injusticia” (Dt. 25:16);

39
“Porque el Señor aborrece al perverso, pero al íntegro le brinda su
amistad” (Pr. 3:32); “El Señor aborrece a los de corazón perverso, pero se
complace en los que viven con rectitud” (Pr. 11:20) “El Señor aborrece a
los de labios mentirosos, pero se complace en los que actúan con lealtad”
(Pr. 12:22). Hay que tener mucho cuidado, entonces, con este lema, pues
el pecado no se puede separar de quien lo comete.

La Biblia dice que Dios aborrece el pecado y al pecador por igual,


precisamente porque el pecado no se puede separar de quien lo comete.
Y este lema nos conduce al peligro de ser indulgentes y condescendientes
con los pecadores, “dorándoles la píldora” y restándole importancia a la
necesidad imperiosa que tenemos de acudir a Cristo para el perdón de
nuestros pecados que nos libra de la condenación eterna. No es el
pecado en abstracto lo que se condena en la Biblia. Son los pecadores
concretos y reales. El infierno no estará lleno de pecado o de pecados,
sino de pecadores indiferentes o contumaces que trivializaron el pecado y
lo trataron con ligereza, tal vez apoyados en lemas como éste predicados
y divulgados por cristianos bien intencionados pero equivocados, y no
procedieron por tanto a rendirle sus vidas a Cristo en arrepentimiento y fe.

No olvidemos que, si bien es cierto que Dios es amor, también lo es que:


“… nuestro «Dios es fuego consumidor»” (Heb. 12:29) y que: “Si después
de recibir el conocimiento de la verdad pecamos obstinadamente, ya no
hay sacrificio por los pecados. Sólo queda una terrible expectativa de
juicio, el fuego ardiente que ha de devorar a los enemigos de Dios…
¡Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo!” (Heb. 10:26-27, 31).
Porque Dios ama a la humanidad en la medida en que la condición
humana aún refleja su imagen y su semejanza, pero aborrece a todos lo
que mediante la práctica del pecado en todas sus formas, han oscurecido
y distorsionado esta imagen hasta hacerla prácticamente irreconocible. Y
si no se arrepienten y se vuelven a él, al final los destruirá: “Él les hará
pagar por sus pecados y los destruirá por su maldad; ¡el SEÑOR nuestro

40
Dios los destruirá!” (Sal. 94:23).

1.5.4. La justificación de la mediocridad

Pasajes bíblicos como el siguiente, por cuenta del apóstol Pablo: “No es
que nos consideremos competentes en nosotros mismos. Nuestra
capacidad viene de Dios” (2 Cor. 3:5), han sido distorsionados, entre
otros, por quienes, como ya lo vimos, piensan que la “unción” es
suficiente. Y de aquí surge otro clásico lema cristiano que dice que “el
mundo llama a los capacitados, pero Dios capacita a los llamados”.
Ciertamente, Dios capacita a los llamados más que llamar a los
capacitados. No de otro modo se explica lo dicho un poco antes por el
apóstol: “Hermanos, consideren su propio llamamiento: No muchos de
ustedes son sabios, según criterios meramente humanos; ni son muchos
los poderosos ni muchos los de noble cuna. Pero Dios escogió lo
insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del
mundo para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más
bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, a fin de
que en su presencia nadie pueda jactarse” (1 Cor. 1:26-29).

Es evidente, entonces, que Dios no llama a los capacitados propiamente,


sino que capacita a los llamados. Pero no lo hace de manera inmediata,
mágica o automática, como por ósmosis. Esta capacitación es un proceso
que requiere disciplina, tiempo, esfuerzo y estudio de nuestra parte y no
una justificación para la mediocridad y la pereza. El caso más típico de
aplicación indebida de este lema ya lo expusimos al denunciar la manera
en que convertimos la “unción” del Espíritu Santo en un pretexto para la
improvisación, la pereza y la indolente indisciplina. Porque así como la
Biblia afirma que nuestra capacidad viene de Dios, así mismo nos exhorta
al estudio y la disciplina para escudriñar la Biblia: “Esfuérzate por
presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué
avergonzarse y que interpreta rectamente la palabra de verdad” (2 Tim.

41
2:15). Porque la oración no sustituye nunca a la preparación, sino que
debe acompañarla y seguirla, algo que no debemos olvidar en aras de
comunicar correctamente al mundo el mensaje del evangelio.

1.5.5. Igualándonos con Cristo

Es cierto que el Señor Jesucristo dijo: “Les he puesto el ejemplo, para que
hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn. 13:15). Sin embargo,
este pasaje por sí solo no justifica el surgimiento de todo un movimiento
popular entre los cristianos norteamericanos que ha ido llegando poco a
poco hasta nosotros como todo lo que viene del país del norte y que
reduce el cristianismo a un lema o pregunta que debemos formularnos a
la hora de actuar y tomar cualquier decisión. Ese lema consiste en una
simple pregunta: “¿Qué haría Jesús en mi lugar?” que se ha resumido aún
más en cuatro letras: WWJD (por las iniciales de la frase dicha en inglés
“What would Jesus do?”) estampadas en camisetas, manillas, etc.

Pero este lema de vida, por práctico y bíblico que pueda parecer, es una
distorsión facilista de la verdadera imitación de Cristo. Porque hay una
diferencia entre Cristo y nosotros. Él es Dios, nosotros somos tan sólo
hombres. Y no podemos pretender saber lo que haría Dios en toda
circunstancia. Eso es blasfemo. El cristiano debe, entonces, tener esto
presente para no tratar de borrar de manera pretensiosa y culpable la
distinción entre Creador y criatura. Por eso el lema expresado en la
pregunta: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?” no puede aplicarse con
ligereza a todas las situaciones o circunstancias de la vida del creyente
más allá de las indicadas expresamente en los evangelios, como por
ejemplo ésta del servicio a los demás ilustrada con el acto de lavar los
pies de sus discípulos.

Porque más allá de estos aspectos específicos y puntuales la pregunta


“¿Qué haría Cristo en mi lugar?” puede ser improcedente y hasta atrevida
al pretender igualarnos con Cristo olvidando que él es, antes que nada,

42
Dios mismo hecho hombre, mientras que nosotros somos meramente
hombres. La imitación de Cristo debe formular más bien la pregunta:
“¿Qué espera Cristo que yo haga?” y preguntárselo a él en oración, como
lo hizo el apóstol Pablo “… ‘Qué debo hacer, Señor?’…” (Hc. 22:10). Sólo
así podremos acertar, conforme a la promesa: “El SEÑOR dice: «Yo te
instruiré… te mostraré el camino que debes seguir… te daré consejos y
velaré por ti” (Sal. 32:8).

1.5.6. Transformando la fe en magia

Este punto será retomado y ampliado en el siguiente capítulo de nuestra


conferencia. Sin embargo, a manera de abrebocas hemos de indicar que
el versículo del libro de Proverbios que dice: “En la lengua hay poder de
vida y muerte; quienes la aman comerán de su fruto” (Pr. 18:21) se ha
prestado para dar pie a un cuestionable y simplista lema cristiano que
afirma: “Confiésalo y recíbelo” u otras leves variantes de la misma idea
como “lo que dices, recibes” y similares, para hacer referencia al presunto
poder que reside en la palabra del creyente.

Para colocar las cosas en su justo lugar y proporción hay que comenzar
por aclarar que este pasaje no puede ser interpretado de una manera tan
libre y amplia. Por el contrario, los estudiosos conocedores del hebreo y
del contexto cultural en que el Antiguo Testamento fue escrito aclaran que
este versículo hace estricta referencia a la declaración de una sentencia
judicial llevada a cabo por el rey o por la autoridad competente, que son
las que tradicional e históricamente han estado habilitadas para emitir
sentencias de muerte o absoluciones de vida literales sobre las personas
que se hallan bajo su autoridad.

Las palabras humanas no tienen poder mágico, ni mucho menos el poder


creador de la Palabra de Dios. El poder de las palabras humanas radica,
por supuesto, en los hechos que origina o desencadena. En aquellas
cosas a las que da lugar, pero nunca de manera automática, inmediata o

43
absolutamente necesaria como sucede con la Palabra de Dios que crea
en el acto lo que pronuncia. Definitivamente, nuestras palabras no son
órdenes o fórmulas mágicas que crean en el acto y por sí solas lo que
afirman. Son ideas que surgen en nuestra mente y al ser pronunciadas
por nuestras bocas pueden dar eventualmente inicio a procesos de
insospechado alcance y envergadura, al mejor estilo de la secuencia
descrita en esa muy conocida frase de Octavio Paz que dice: “Es un
pensar, que es un decir, que es un sentir, que es un hacer”.

El único caso en que recibiremos lo que confesemos es cuando


confesamos lo que Dios ya ha declarado para nosotros y nada más.
Porque la fe no consiste en creer en Dios, sino en creerle a Dios. El poder
de la palabra del creyente radica, pues, en pronunciarla en armonía con lo
que dice la Palabra de Dios y actuar con fe en ella, como lo hizo el apóstol
Simón Pedro: “Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Boga mar
adentro, y echad vuestras redes para pescar. Respondiendo Simón, le
dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos
pescado; mas en tu palabra echaré la red. Y habiéndolo hecho,
encerraron gran cantidad de peces, y su red se rompía” (Lc. 5:4-6 RVR).

Es que la palabra de Cristo es la Palabra de Dios. Y el poder de nuestras


palabras proviene de “echar la red” en la palabra de Cristo, es decir,
cuando Él nos lo diga y como Él nos lo diga. Esto implica meditar
repetidamente en la Palabra de Dios para comprenderla cada vez mejor,
pues la meditación de la que habla la Biblia no es la asociada con el yoga
en las religiones orientales; sino la meditación que lee y relee
repetidamente la Palabra de Dios no propiamente para aprenderla de
memoria lo cual es bueno, pero no es nunca suficiente, sino para
reflexionar y profundizar de forma creciente en su auténtico significado,
llegando a comprenderla en profundidad y descubrir así todo el poder que
reside en la palabra humana en sincronía con la de Dios. Lo que dices,

44
recibes, únicamente si lo dicho está de acuerdo con lo que Dios ya ha
declarado para ti en la Biblia de forma inequívoca.

Cuestionario de repaso

1. ¿Por qué en el propósito de transmitir o comunicar eficazmente el evangelio no


basta el fervor, la piedad y la voluntad por sí solas?

2. ¿Con qué idiomas tiene que ver una materia como “El Lenguaje y la Biblia” y por
qué?

3. ¿Cuáles fueron las razones del juicio de Dios contra la humanidad en Babel y qué
consecuencias acarreó este juicio para la especie humana en general?

4. ¿Qué nostálgica reminiscencia del pasado evoca la existencia de “lenguas francas”


a lo largo de la historia humana?

5. ¿Qué significado profundo y esperanzador tiene Pentecostés más allá de su


carácter evidentemente milagroso?

6. ¿Qué papel jugaba el testimonio en la antigüedad en general y en el campo de la


religión en particular a lo largo de todas las épocas?

7. ¿Cuál es tal vez la más fuerte evidencia circunstancial a favor de la veracidad del
evangelio y por qué?

8. ¿Qué relación guarda el testimonio con la tradición oral?

9. ¿Cuál de los cinco sentidos impera en la tradición judía por contraste con el
pensamiento secular de occidente y por qué?

10. ¿Cuál es el problema que la apelación actual y el entendimiento defectuoso de


muchos cristianos acerca de la “unción” está trayendo a la iglesia en general?

11. ¿Riñe la planificación con la unción? Justifique su respuesta.

12. ¿Cuál debería ser la motivación correcta para la evangelización y por qué?

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13. Relacione y explique dos de las más representativas motivaciones erradas para
evangelizar que se han dado en la historia de la iglesia

14. ¿Por qué la mentalidad colonial debe ser desechada del espíritu misionero
cristiano?

15. ¿Qué significa la afirmación de que Dios sólo sabe contar hasta uno?

16. ¿Qué problema genera la obsesión de muchas de las iglesias evangélicas de hoy
día con la evangelización?

17. ¿Por qué la teología ha considerado necesario distinguir entre el “llamado externo”
y el “llamado interno” en la evangelización?

18. ¿Cuál es la esperanzadora convicción que tenemos los cristianos a la hora de


evangelizar y que nos estimula a ello en relación con la soberanía de Dios?

19. ¿Por qué es equivocado poner un estándar ético cualquiera como condición previa
para la conversión?

20. ¿Cuál es la tarea más importante de la iglesia, por encima de la evangelización y


por qué?

21. ¿Cuál es la utilidad y el peligro de los lemas cristianos?

22. Relacione los lemas cristianos populares más conocidos que han sido
malinterpretados por propios y extraños por igual

Recursos Adicionales:
Diapositivas La comunicación

Bibliografía Básica:
La comunicación.pdf

Bibliografía complementaria:
Jaramillo Luciano ed., ¡Fidelidad! ¡Integridad!, Sociedad Bíblica Internacional, Miami,

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2001

Carson Donald A., Falacias exegéticas, CLIE, Barcelona, 2013

Criterios de Evaluación:
Entender el papel que cumple la comunicación humana en la transmisión eficaz del
evangelio y el potencial que éste tiene para restaurar el deterioro que el pecado ha
acarreado para aquella, comenzando por el poder de convicción del testimonio
personal, hasta llegar a toda forma de iniciativa evangelística, sorteando los peligros
que conllevan los lemas cristianos que, en la intención de comunicar verdades del
evangelio de manera sencilla y comprensible, terminan distorsionando el mensaje del
evangelio

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